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CUESTIONARIO SOBRE LOS TEMAS 7 Y 8

Asignatura: Fundamentos de Ciencia Política


Alumno: Eugenio Muinelo Paz

1. Define y explica las características de los Estados unitarios y de los Estados compuestos.

Estados unitarios son aquellos cuya organización político-administrativa presenta una


estructura marcadamente centralizada. En su estadio más elemental, del centro político del Estado
dimanan directamente las normas y las instituciones conforme a las que ha regirse la integridad del
territorio del Estado. No obstante, cuando un Estado unitario pretende perpetuarse en un contexto de
modernización social, abarcando territorios más vastos y enfrentándose a una sociedad más
compleja y diferenciada, por fuerza habrá de distribuir algo de su poder político por las distintas
regiones sobre las que ejerce su dominio, so pena de resultar inoperante. Pero esto no altera el
carácter esencialmente centralizado, jerárquico y vertical de su organización, tanto en sus versiones
más liberales como en sus versiones más “jacobinas” o totalitarias: se trata en todo caso de una
delegación de poder (en forma de competencias, recursos, tolerancia hacia la existencia de
instituciones locales, etc.), pero su lógica sigue siendo la misma, esto es, sigue consistiendo en el
monopolio de la soberanía por parte de las instituciones centrales. Estas podrán por razones
pragmáticas conceder que existan otras por debajo de ellas, pero se reservan en todo momento la
prerrogativa de revocar unilateralmente cualquier decisión tomada en los niveles inferiores, dado
que dicha concesión no tuvo un origen constitucionalmente sancionado, sino meramente
discrecional o arbitrario.
Por el contrario, consideramos Estados compuestos aquellos que contemplan una verdadera
repartición de la soberanía entre sus distintos niveles de gobierno, cuya relación entre sí está por
tanto jurídico-políticamente reglada desde un principio y ha de atenerse a derecho. En este tipo de
Estados prevalece por tanto, al menos idealmente, la coordinación horizontal entre las instituciones
que lo forman, sobre todo cuando esta adopta formas nítidamente federales. En las federaciones se
delimitan escrupulosamente las competencias e instituciones de la propia federación (que habrán de
ser tan pocas como sea posible), quedando todo el resto de las atribuciones totalmente en manos de
los Estados federados.
Por último, entre los Estados unitarios y los Estados federales, como suele pasar en la realidad
socio-histórica (en la que los “tipos ideales” solo nos pueden servir como orientación metodológica,
pero nunca con pretensiones de agotar la realidad empírica), encontramos una amplia gama de
“grises”, es decir, de Estados que no podemos ubicar dentro de la una ni de la otra tipología, sino
que comparten rasgos de ambas, motivo por el cual parece acertado calificarlos, como hace Vallés,
de Estados “a medio camino entre la federación y el estado unitario descentralizado” (p. 185). En
ellos, a diferencia de los Estados federales, lo que tiende a limitarse es el número de competencias
otorgadas al nivel subestatal.

2. ¿Por qué se dice que España es un Estado casi federal?

El “Estado de las autonomías” que se trató de pergeñar en el pacto constitucional del 78 no


podría evidentemente ser considerado en modo alguno un Estado unitario, como hasta cierto punto
sí lo fue el Estado franquista. Como consecuencia de las viejas reivindicaciones de las así llamadas
“nacionalidades históricas”, tanto antes como después de la dictadura se fueron aprobando distintos
Estatutos de Autonomía en los que se reconocían las singularidades culturales e institucionales de
ciertas regiones de nuestro país. A esto se sumó el hecho de que en el diseño territorial de la
Constitución del 78 encuentran acomodo instituciones de autogobierno subestatal. Así, pues, existe
un marco constitucional (por así decirlo, “horizontal”, si queremos emplear la terminología ya
empleada en la pregunta anterior) para el reparto de competencias y recursos entre el Estado central
y las Comunidades Autónomas, que no puede ser disuelto unilateralmente por ninguna de ambas
partes. Entre las competencias autonómicas se cuentan algunas tan relevantes como ciertos tramos
de la legislación y de la fiscalidad (además de otras tan socialmente sensibles como la sanidad y la
educación), por lo que no parece aventurado interpretar nuestro actual sistema político-territorial
como proto- o semifederal. No obstante, para que pueda hablarse de federación en sentido pleno
sería necesaria una mayor participación directa de las Autonomías en algunas de las instituciones
centrales más importantes. El tiempo dirá si la salida federal al atolladero en el que parece atrapada
la política española es la más idónea. De momento, es preciso señalar que a día de hoy dicha salida
parece bastante alejada de la realidad y del clima políticos que respiramos.

3. ¿Por qué y para qué surgió el Estado de Bienestar?

La época clásica del capitalismo de libre competencia, esto es, la del capitalismo que ya ha
trascendido su fase “mercantilista” y se libera definitivamente del corsé de las aristocracias
nacionales, fue el s. XIX. Es en ella cuando surge el ideal del mercado autorregulado y se expande a
nivel internacional. Según algunas visiones críticas como la de Karl Polanyi, dicho ideal era
completamente utópico, pues ninguna sociedad puede girar íntegramente en torno a la vida
económica, sino que, debido a presupuestos antropológicos muy elementales, las sociedades
humanas constan de diversas esferas de acción que han de ser equilibradas unas con otras. Así,
pues, la esfera económica, como cualquier otra, ha de ser también “embridada” (tal vez
especialmente ella, en un mundo tan profundamente economicista como es el que sale del s. XIX).
Los desajustes sociales que se patentizan a finales del s. XIX como consecuencia del intento de
realizar dicha utopía (precarización de las clases trabajadoras, desmoralización e inestabilidad de la
sociedad) dieron lugar al capitalismo monopolista y a los totalitarismos de la atroz primera mitad
del s. XX. Pues bien, podría entenderse que el Estado del Bienestar fue un proyecto de
reconstrucción (racional y pactado, no basado en la fuerza bruta como lo había estado el proyecto
totalitario) del tejido social que había sido desgarrado por la competencia extrema e irrestricta,
primero, y por la barbarie totalitaria, después. Su principal propósito fue, por tanto, la cohesión de
la sociedad y la consolidación de un pacto interclasista en aras de dicha cohesión, pacto fundado
sobre expectativas de crecimiento económico continuado, tendencia al alza de los niveles de
consumo y robustas prestaciones, protecciones y coberturas sociales por parte de los Estados
industriales.
Acaso una de las mayores tragedias del Estado de Bienestar es que creó esas expectativas para
un momento histórico determinado, y que hoy su cumplimiento ya no parece sostenible ni
universalizable. Los límites ecológicos del planeta nos indican que es inviable una extensión del
nivel de vida occidental propio de la segunda mitad del s. XX a la totalidad de la población
mundial. Por otro lado, la desaparición de la URSS y la consiguiente deslegitimación de la tradición
socialista le han sustraído una de sus “patas” al Estado de Bienestar, si es que podemos entender
este último, como sugirió Eric Hobsbawm, como una especie de matrimonio entre liberalismo y
socialdemocracia. Una vez extinguida —más allá de retóricas ideológicas abstractas, pero con poco
arraigo real en el sentir de nuestras sociedades— toda sensibilidad socialista (que no tenía por qué
ser necesariamente “revolucionaria”), resulta inimaginable que sea apoyado masivamente un
proyecto político que ponga en el centro la necesidad de una cierta armonía social y de proteger a
los más desfavorecidos. He aquí, pues, la paradoja actual del Estado del Bienestar: ha desaparecido
uno de sus pilares culturales (el socialismo en su sentido amplio) y se ha formado una conciencia
ecológica que nos advierte de que el crecimiento económico, entendido como hasta ahora, es un
callejón sin salida. Las promesas de “los Treinta gloriosos”, todo parece apuntar en esa dirección,
no van a cumplirse, pero es difícil que una expectativa sea extirpada de una población una vez que
ha sido sembrada en ella. Parte del desasosiego y de la crispación social y política que nos
envuelven se debe sin duda a ello. Tal vez sea hora de reconocer que los Estados del Bienestar ya
no pueden cumplir las funciones para las que fueron concebidos (o, al menos, no todas), y lo que es
peor, que han inhabilitado la sociedad civil para que pueda por sí misma desplegar sus dinámicas de
auto-organización y auto-ayuda. Solo una nueva cultura (una cultura de la prudencia, una cultura de
la dignidad y una cultura del cuidado) puede encaminarnos hacia un futuro no catastrófico, y ningún
Estado podrá generar nunca él solo una cultura. Tal vez este sea el momento de una sociedad
verdaderamente civil (y no meramente “mercantil”) que haga de la “globalización” algo más que un
concepto logístico y financiero.

4. ¿Qué relación hay entre Estado de Bienestar y ciudadanía?

En primer lugar, es innegable que con los Estados de Bienestar se produjo una clara
profundización democrática. Dado que el primer requisto para hablar de “ciudadanía” es una
mínima participación política activa, de ello se sigue que no habrá ciudadanía sin democracia, ni
viceversa. Pero más allá de este aspecto formal o procedimental, el Estado de Bienestar también
buscó hasta cierto punto profundizar la democracia en un sentido material: esto es, posibilitar, no
solo de jure, sino también de facto, el ejercicio de los derechos.
Siguiendo la tipología elaborada por T. H. Marshall, podríamos afirmar que, mientras que los
“derechos civiles”, esto es, privados e individuales, se forjan en la época del primer liberalismo (s.
XVII, y los “derechos políticos”, esto es, la participación democrática en un sentido formal,
aparecen en la época del liberalismo pleno (s. XIX), los así llamados “derechos sociales” (la
seguridad social, las políticas sociales, etc.) son una creación incuestionable del Estado del
Bienestar del pasado siglo.
Desde luego, su virtualidad democratizadora, como decía, es evidente, pues los derechos
sociales nos hacen sentir parte de un proyecto común de sociedad, asentado sobre los valores de la
solidaridad y la confianza mutua. Sin tales valores parece dudoso que una democracia pueda
subsistir más que nominalmente. Sin embargo, como se mencionó en la anterior pregunta, el Estado
de Bienestar estaba atravesado por numerosas ambigüedades, y los derechos sociales no constituyen
una excepción a esto. Ciertamente, en un principio podían haber contribuido a una implicación más
activa de cada vez más capas de la población en los asuntos comunes, pero en no pocas ocasiones
acabaron produciendo lo contrario: una pasivización y una despolitización crecientes de las
poblaciones, que pasaron a relacionarse con el Estado más como “clientes” que como “ciudadanos”.

5. Compara el modelo económico keynesiano y el modelo liberal.

El modelo keynesiano fue sin duda una de las principales inspiraciones teóricas para el Estado
del Bienestar. En efecto, el economista británico J. M. Keynes propuso que, para mitigar las
tendencias del capitalismo a las crisis y a las consiguientes oleadas de conflictividad social, el
Estado debía asumir funciones económicas importantes (inversión social, empleo público, mayor
peso de la fiscalidad, etc.) que conciliasen la economía de mercado con algún ideal mínimamente
aceptable por las clases trabajadoras de justicia social. No puede ponerse en cuestión que el efecto
de la adopción de políticas económicas keynesianas a lo largo de las décadas de surgimiento y
esplendor del Estado de Bienstar fue el de un incremento de la igualdad social. Eso no lo ponen en
duda ni los más acerados críticos del intervencionismo. Lo que sí se cuestionó entonces, y desde los
años 70 se cuestiona cada vez con mayor vehemencia, es su viabilidad económica. Desde aquella
década se empieza a advertir que el Estado de Bienestar está sumido en una crisis multifactorial
(demográfica, energética, etc., factores todos ellos que desde entonces no han hecho más que
agudizarse), y los modelos “neoliberales” que surgieron para denunciar esa situación apostaron por
una suerte de retorno al capitalismo de libre competencia, desmantelando todo la compleja
arquitectura institucional sobre la que se asentaba la noción misma de “ciudadanía social” a través
de bajadas de impuestos y reducción del gasto público.
Aquella lucha ideológica y cultural la ganó el modelo neoliberal, pero, hoy por hoy, ante el
incierto panorama que se dibuja ante nosotros, parece estar abriéndose paso la sospecha de que
dicha receta no vale para enfrentar los ingentes desafíos de nuestro tiempo. Sobre todo, porque no
va a la raíz de uno de los problemas que minaron el Estado del Bienestar (a saber, la creencia en un
crecimiento económico ilimitado), sino que lo perpetúa, si es que no lo acrecienta. No podremos
volver a la época del Estado del Bienestar, pero sin duda tampoco podremos volver a la época del
mercado autorregulado. Es necesaria imaginación económico-política para ir más allá de esa estéril
dicotomía.

6. ¿Cómo pueden afectar (en positivo y en negativo) los impuestos y los gastos públicos al
crecimiento económico?

Como efectos negativos pueden destacarse la desincentivación del ahorro y del trabajo, que de
manera indirecta afecta a los índices de crecimiento económico. Que el Estado asuma tanto
protagonismo económico a través de la fiscalidad, se argumenta desde esta posición, aniquila el
sentido de la responsabilidad por parte de los agente sociales que saben que tienen ciertas
prestaciones automáticamente garantizadas, y retrae la inversión de quienes no consideran
conveniente poner su capital en circulación en un mercado que estaría distorsionado por la
participación que el Estado puede permitirse en él merced a los impuestos. Además, la rigidez de la
administración pública financiada con los impuestos la hace ineficiente a ojos de muchos, que
preferirían por tanto la transferencia al sector privado de numerosas áreas de gestión que
tradicionalmente han caído dentro del ámbito estatal.
Sin negar la pertinencia de estos argumentos liberales típicos, Bandrés y García detectan sin
embargo un elemento que contribuye poderosamente al crecimiento económico (y más en una
época como la nuestra, tan basada en la “economía del conocimiento”) y que no es posible
robustecer si no es a través de la imposición. Nos referimos a la educación, que los autores,
siguiendo la jerga liberal (un tanto economicista, todo sea dicho) de Gary Becker, llaman “capital
humano”. El Estado (tanto a través de la enseñanza pública como de la concertada, pues ambas
requieren desembolsos de las arcas del Estado) parece el actor adecuado para potenciar a todos los
niveles y en todas las clases sociales la educación de calidad, sin la cual es imposible pensar hoy en
día una economía nacional competitiva a nivel global. Una sociedad en la que la educación sea un
privilegio, arguyen los autores, no tendrá buenas perspectivas de crecimiento económico. Por lo
demás, lo cual me parece aún más importante, no tendría tampoco buenas perspectivas de
crecimiento moral.

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