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Todo comenzó con una búsqueda implacable de belleza, con una pizca de autoexigencia y tres cucharadas de

perfeccionismo. Hoy estoy segura de que no soy el único ser humano que se ha detestado con todas sus
fuerzas y olvidó que la belleza está en los ojos del que mira. Vivo y convivo en una sociedad que me exige
más de lo que puedo dar. Y, a pesar de que esa sociedad me llevó a saborear la muerte, por fin entendí lo que
significa amarse a sí mismo.
Me llamo Juana y estoy por cumplir 15 años, y el próximo año cursaré el grado 11 en el colegio. Podría
describirme con tres adjetivos: lógica, apasionada y distraída. Pero no siempre he sido así, pues he pasado por
una infinidad de facetas; algunas demasiado coloridas, otras bastante oscuras. Una de esas se tomó todo lo que
soy y lo opacó por completo; la fui construyendo desde que era mucho más joven de lo que soy. Se llama
anorexia.
Desde muy niña era completamente notorio que sería alta y grande; una de esas niñas con las que no quieres
jugar a las atrapadas porque sabes que con tan solo rozarte caerás al suelo. Me sentía orgullosa, y cada
comentario que recibía me era indiferente.
Comencé a crecer más rápido que las otras niñas debido a una condición llamada pubertad precoz. Frente a
esto, la endocrinóloga me recetó unas inyecciones cada mes durante dos años. Y comencé a subir de peso
bastante rápido; pero a pesar de todo, una vez más, mi imagen corporal no jugaba un papel importante en mi
vida.

Todo estaba bien hasta que me solicitaron, por salud, bajar de peso; o, al menos, ‘mantenerme’. Luego
vinieron otros episodios en los que fui vilmente criticada por mi cuerpo, tanto por niños de mi edad
como por gente muy cercana.

¿Acaso había algo malo con estar ‘gorda’? Ya lo tenía todo. Era juiciosa y obediente, me iba muy bien en el
colegio, pero no era delgada. Me metí al grupo de porristas para hacer deporte y así logré bajar de peso. Seis
meses después de comenzar lo que yo quería llamar una ‘dieta’, había adelgazado drásticamente, razón por la
cual mis padres se impactaron y buscaron un psicólogo, que dio el diagnóstico que se esperaba: tenía un
trastorno alimentario. Fui dos veces donde ese especialista y me declaré a mí misma curada para poder seguir
sumergida en mis pensamientos.

Pero luego tomé conscientemente la decisión de adelgazar. Me puse como meta disminuir mis porciones de
comida, contar calorías, medirme la cintura, las piernas y los brazos. Buscaba comer cantidades
exactas; de lo contrario, sufría ataques de ansiedad. Llegué a pesar 36 kilos, cuando debía pesar 50.
Hacía ejercicio para quemar grasa, y cardio en exceso. Me alejé de todo y de todos, me hacía la enferma
cuando había reuniones familiares con comida; me la pasaba en el baño del colegio para que no notaran que
no comía, buscaba más dietas en internet; no había otro objetivo en mi vida que bajar de peso. Así pasó casi
un año; un año en el que bajé todo el peso posible. Me acostumbré a tener hambre todo el tiempo, de manera
que ya ni la sentía; contaba calorías mentalmente. Estaba demasiado delgada y, sin embargo, mi mente estaba
tan distorsionada que, ahora, me es imposible recordar cómo era mi cuerpo.

Así fue como con los meses se fue haciendo cada vez más evidente mi enfermedad, mi obsesión. Según me
diagnosticaron, padecía de anorexia nerviosa. Inicialmente, no quería recuperarme y no podía creer ser
anoréxica; había logrado mi más grande meta, pero no estaba feliz...
“Ya Juana no era Juana; me convertí en una materia inerte: ya no hablaba, no reía; había perdido
todo lo que valoraba de mí”
¿Qué pasaba conmigo?
Seguí empeorando por casi dos meses, comiendo cantidades ridículas de alimentos, haciendo mucho ejercicio.
Durante un chequeo, el médico dijo que me daba máximo dos meses de vida. Por un momento concebí la idea
de que me iba a morir de desnutrición; incluso, eso me gustaba. Ese era mi más grande logro: morir de
anorexia. Lo saboreaba, pero no sabía a nada porque mis papilas gustativas ya eran inútiles. No encontraba el
sentido de haber perdido tanto tiempo bajando de peso para ser bella. Lo único que había conseguido era
una muerte segura. Ya Juana no era Juana; me convertí en una materia inerte: ya no hablaba, no reía; había
perdido todo lo que valoraba de mí: mi familia, mis amigos, mi personalidad, mi danza. Ya ni el dolor físico
ni el dolor mental eran soportables, así que decidí imponer mi fuerza de voluntad sobre la adicción que
únicamente buscaba mi autodestrucción.

Pero, justo cuando comprendí que la anorexia era una enfermedad y una adicción, me fue posible entender
que no podría parar cuando quisiera y que necesitaba ayuda. Así fue como paulatinamente empecé con
pequeños pasos a sanar cada herida física y mental, nutriendo tanto mi cuerpo como mi alma. Implicó
distintos cambios; incluso, cambié de colegio. Tuve que entender a la fuerza que independientemente del
peso que bajara, yo jamás lo sentiría suficiente. Comprendí que la vida es tan bella como imperfecta.

La toma de decisiones fue supremamente importante durante la recuperación, pues por cada batalla que yo
ganara respecto a comer o no comer, el ruido se disminuía progresivamente. Durante todo este proceso,
entendí una infinidad de cosas que hoy en día le dan sentido a mi vida. El apoyo de mi familia ha sido vital. Y
sigo en mis terapias para controlar la ansiedad y para controlar mi mente. La anorexia es difícil y
traicionera. Llevo dos años sin pesarme. No quiero conocer mi peso.

¿Qué busco hoy regando mi historia como si fuera agua? No busco compasión entre los millones de personas
en el mundo con trastornos alimentarios, mucho menos por mí. Busco que las personas puedan comprender la
importancia de la diversidad, la perfección de la imperfección, de que hay un mundo afuera de cualquier
adicción.
Cuando le di mucha menos relevancia a mi trastorno, les di cabida a un trillón de vivencias y oportunidades
que no cambiaría ni por tener el cuerpo de una supermodelo: viajar, conocer y tener personas en tu vida,
amar y ser amado, ser uno mismo, sonreír de manera auténtica y genuina. Eso no tiene precio. Y
volvieron mis pasiones. Volví a bailar.

Hoy, cuando veo todo con más claridad y salí de la caverna de la anorexia, puedo observar y disfrutar todo lo
que tengo y lo que soy; incluso, lo feliz que me hace el simple hecho de estar escribiendo esto justo ahora, de
estar viva, de ser sana e imperfecta. Y le pido a la gente que no juzgue, que no critique, que deje los
estereotipos. Amo estar viva y desearía que la gente también lo hiciera. Hoy por fin estoy aprendiendo a ser
libre, y gracias a Dios, acá estoy. Y a la anorexia, de parte de Julio Cortázar y Juana, le digo: “Confío
plenamente en la casualidad de haberte conocido”.

Hoy Juana está en tratamiento y recuperó una de sus más grandes pasiones: el baile.
Foto: César Melgarejo / EL TIEMPO
El apoyo y la fe de una madre
“Jamás se está preparado para afrontar situaciones duras en la casa, y menos con los hijos. Y cuando esto
sucede, uno se pregunta: ¿En qué me equivoqué? Hoy puedo decir tranquilamente que le doy gracias a Dios
por estar en mi vida: sin Él no hubiera podido ayudar a Juana a salir de un trastorno que la estaba
llevando a la tumba. Debo decir que gracias a esta enfermedad, en nuestro hogar hemos afianzado nuestras
relaciones como familia, nuestra fe se ha fortalecido y hemos servido para ayudar a otros. Juana es un ser
humano espectacular”.

Julieta Páramo, mamá de Juana.


La anorexia nerviosa
Se trata es un trastorno de la conducta alimentaria por un temor intenso a aumentar de peso y por una
percepción distorsionada del cuerpo que lleva a los afectados a mantener un peso muy bajo. Para ellos,
controlar y vigilar su cuerpo y figura son las tareas más importantes de su vida, a tal punto que hacen
todo tipo de sacrificios para lograrlo, y esto interfiere con sus funciones biológicas y el desempeño en
sus actividades. Los padres deben estar atentos ante cambios drásticos en el peso de sus hijos y acudir al
médico de inmediato para que dé inicio a un tratamiento psicológico o psiquiátrico, y nutricional.

*ESTA HISTORIA SE PUBLICA BAJO LA AUTORIZACIÓN ESCRITA DE SUS PADRES POR


SER UNA MENOR DE EDAD
JUANA DÍAZ*
Para EL TIEMPO

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