Está en la página 1de 2

La historia de Antonia:

 Desde que nací, he vivido en un hogar neurótico. Mi madre es obsesiva con la limpieza y
los gérmenes, y mi padre es obsesivo con el orden y la puntualidad. No es de extrañar que
yo me volviera también obsesiva y perfeccionista.
Fui una niña gordita, pero a los doce años bajé de peso por mi propia voluntad y me juré a
mí misma que nunca volvería a ser gorda ni descuidada. Desde muy joven comencé
a querer tener todo bajo control. Ordenaba compulsivamente mi habitación y era capaz de
darme cuenta cuando alguien había entrado, porque encontraba un cojín ligeramente
corrido o algo levemente diferente a como lo había dejado. Me enorgullecía de eso.
Fui excelente estudiante el colegio y la universidad. Mis compañeras me decían que yo lo
tenía todo. Dinero, apellido, belleza, inteligencia, sensibilidad y carisma. Lo que no sabían
era que a pesar de esa máscara de perfección, en mi interior habitaba una niña insegura,
necesitada de atención e infeliz hasta llegar a pensar en el suicidio una o dos veces por
semana.
Sufría muchos dolores. Yo no me consideraba hipocondriaca, pero visitaba mucho al
médico por dolores en diferentes partes del cuerpo. Me dolía la cadera, las rodillas, la
espalda, los hombros, el estómago; a veces sentía un dolor opresivo en el pecho y pensaba
que me iba a morir; otras veces sentía debilidad y cansancio. Ahora sé que eran
manifestaciones de mi dolor emocional. Tenía que salir por algún lado y se manifestaba
como diferentes tipos de dolor a los que los médicos no les encontraban explicación ni
remedio. Visité a cientos de médicos, psicólogos y psiquiatras entre los trece y los
veintiocho años. Nadie sabía que yo era bulímica. Me felicitaban por mi cuerpo, los
hombres me decían que era perfecta, pero no sabían que dentro de mí llevaba a mi peor
enemiga.
Me odiaba. Me sentía gorda y fea. Siempre veía mis gorditos y aspectos de mi figura que
debía trabajar. Mis amigas me decían que ya no podía mejorar más. Ahora veo mis fotos
de esa época y me doy cuenta de que era una muchacha muy linda. Tenía una cara
hermosa y un cuerpo perfecto, pero yo quería ser como una princesa de película y en esa
época era muy infeliz por no serlo.
No sé cuándo se convirtió en una obsesión, pero nadie se dio cuenta. Le comentaba a mi
psicólogo de mi obsesión por mi figura y a él no le importó; decía que era normal…
mientras tanto yo me suicidaba lentamente. A nadie parecía importarle.
Si estaba triste comía. Si estaba alegre, comía y después vomitaba para sacar de mi cuerpo
todo lo que me hacía daño. Me castigaba con ayunos. Luego volvía a comer. Era un vacío
inmenso dentro de mí, que trataba de llenar permanentemente con comida… y lo llenaba
por instantes, pero me sentía muy culpable y vomitaba. Era una adicta. Al igual que un
alcohólico trata de llenar sus vacíos o tapar sus sentimientos con trago, yo lo hacía con
comida. La comida era mi droga.
Comencé a engañar a mi psicólogo, al fin y al cabo a él no le importaba. Le decía que
estaba bien.
Siempre he sido una mentirosa compulsiva. Engaño a los demás, pero lo peor… me engaño
a mí misma.
Por un lado tenía esa sensación ficticia de control… mejor dicho… compensaba la
sensación de pérdida de control cuando me daba atracones de comida, con la sensación
ficticia de control que me producía expulsar de mi cuerpo lo que sentía que me hacía daño. 
Tomaba laxantes casi a diario. Una vez me produje un malestar terrible con los laxantes.
También “marcaba” la comida comiendo al principio alimentos con colores fuertes para
saber hasta cuándo vomitar.
Ese fue el peor de mis fracasos. No poder controlar nada de lo que quería controlar.
Quería controlar lo que los demás pensaban acerca de mí. Siempre parecía jovial,
colaboradora y sonriente. Siempre estaba dispuesta a todo.
Me gustaban los elogios de los demás; creo que era una forma de atenuar los sentimientos
negativos acerca de mí misma; por eso los buscaba desesperadamente.
Si alguien me hacía un comentario positivo, retroalimentaba una conducta determinada,
que yo comenzaba a realizar compulsivamente.
Pero cuando alguien me hacía una crítica, por simple que ésta fuera, terminaba dándome
un atracón de comida, y encerrándome todo el fin de semana en mi apartamento, acostada
en posición fetal y con las cortinas cerradas. Un psiquiatra me diagnosticó TAB
(Trastorno Afectivo Bipolar) y estuve tomando antidepresivos durante algún
tiempo, pero me cansé porque me hacían sentir fuera de control.
Un día desarrollé, no una, sino muchas úlceras estomacales. El gastroenterólogo, al
hacerme un examen, me vio unas callosidades causadas por mi propio vómito en los
nudillos de la mano derecha. Me dijo que eran “Signos de Russell” que desarrollaban las
bulímicas y me recomendó asistir a Comedores Compulsivos Anónimos.
Me dijo que allí había visto recuperarse a personas que habían sido consideradas casos
perdidos por muchos profesionales. Como yo me consideraba un caso perdido desde hacía
mucho tiempo, decidí ir a probar.
Me produjo mucha vergüenza que el médico me desenmascarara, aunque en medio de todo
él fue muy sutil y cariñoso conmigo.
Si me hubieran preguntado, yo habría preferido morir, a que alguien desenmascarara mi
problema con la comida. No solo las vomitadas, sino los atracones de comida que me daba
en secreto; no concordaban para nada con la imagen de perfección que trataba de
proyectar siempre, con el pelo arreglado, la ropa impecable, el orden y todo lo que ahora
veo que no era más que neurosis. Estaba obsesionada con causar una buena impresión.
Ahora agradezco en el alma que el médico me hubiera hablado como me habló. Aunque
sentí una vergüenza infinita, fue la puerta de entrada a este camino que me ha venido
sacando de la soledad y la incomprensión en que me sumía por mi propio perfeccionismo.
Me he dado cuenta de que mi problema no era la comida. Son una serie de sentimientos y
pensamientos que tengo hacia mí misma, que era lo que trataba de tapar con comida y con
esa búsqueda desesperada de aceptación.
En Comedores Compulsivos Anónimos no me he quedado para dejar de vomitar, ni para
dejar de comer compulsivamente. Esa es solo la superficie. Aquí estoy aprendiendo a
vivir feliz, sin necesidad de comer compulsivamente.
Ese es el quid del asunto… La felicidad… y a medida que dejo comer compulsivamente,
desaparece la necesidad de vomitar. Sé que todavía me falta un gran camino por recorrer,
pero he comenzado a recibir regalos hermosos prácticamente desde el día en que
llegué. En el proceso he tenido que sentir mucho dolor por el daño que me he hecho toda la
vida con esos pensamientos y sentimientos distorsionados hacia mí misma. Pero también he
sentido una alegría genuina… y los dolores en la espalda, las rodillas y la opresión en el
pecho… ¡desaparecieron completamente!
Hace unos días me miré al espejo y pensé “Estás bien”. Así no más. Sin exclamaciones, ni
decirme que estaba bonita o hermosa ni nada por el estilo… ¡Pero no te imaginas el logro
tan impresionante que ha sido verme así! Antes me veía horrible y me consideraba una
porquería. Hoy estoy segura de que si sigo por este camino llegará el día en que me diga a
mí misma, desde el fondo de mi corazón: “¡Estás hermosa y eres digna de ser amada!”

También podría gustarte