Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Cuando era pequeña y descubría mi cuerpo, estaba feliz, era un mundo nuevo; conocerlo, sentir el aire, el
calor, el frio, probar nuevas experiencias, nuevos sabores, poder correr, tocar y un sin fin de cosas que me
permitían conectar; sonreía y lloraba por todo lo que podía sentir.
Cuando empecé a crecer y mi tía habló sobre mi peso, sobre mi cuerpo y me lanzó una mirada
desaprobadora sobre lo que comía y sobre mi, empecé a poner atención a los demás, cómo se veían,
¿cómo debería de verme yo?, ¿estaba… mal?. Empecé a dudar de mi y de mi cuerpo, la sensación de
vergüenza que tenía si alguien me veía comer, ha sido, hasta ahora, la más aterradora que he tenido,
ninguna película de terror me ha hecho sentir tanto miedo. Alguna vez haz sentido que se te apachurra el
corazón, el estómago, la piel se eriza, los dientes se aprietan y rechinan, las manos te sudan y los ojos se
te inundan de lagrimas, bueno, así me sentía yo, cada que llegaba la hora de comer.
La comida que tanto disfrutaba, se volvió un problema, tenía una culpa incontenible de si quiera probarla,
el verme al espejo se volvió una tortura, qué dolor tan grande ver mis piernas llenas de grasa, dónde
estaba eso a lo que le llaman “cintura”, mis brazos eran mucho más anchos que mis senos, mi espalda
estaba llena de rollitos, no podía verme sin pensar lo mal que estaba, no podía comer sin recordar esa
imagen. Odiaba mi cuerpo, lo veía tal y como lo vio aquella vez, mi tía. Después de todo, es alguien que
quería, claro que las personas que amamos siempre quieren lo mejor para nosotros, o ¿no?.
Pasé una adolescencia digamos normal, evitaba a toda costa comer frente a alguien, pero cuando estaba
sola, regularmente cuando regresaba de la escuela, comía, lo que podía, bueno, en realidad, no podía
parar, así que eso que comía era una porción, digamos, más grande que para otros. En casa siempre había
comida en la alacena; galletas, papitas, jugos y un sin fin de alimentos que me ayudaban a calmar esa
hambre que sentía todo el día a todas horas. En reuniones familiares no podía evitar escuchar esos
comentarios sobre mi cuerpo, cuando estaba distraída: “cuánto ha subido”, “no sé que ha comido”, “esa
ropa no le ajusta”, algunos incluso me los decían directamente, “ya para de comer”, “deberías hacer
dieta”, o los otros, llenos de una sutil y lacerante crítica escondida en un consejo que yo no pedía:
“conozco una persona que puede ayudarte”. Podría seguir con esta lista interminable de criticas, juicios y
supuestos consejos que se incrustaban como navajas en mi ser.
Luego de unos cuantos meses en psicoterapia, empecé a mejorar mi relación conmigo, sabía que no tenía
el cuerpo que mi tía querría, pero podía sentirlo, mi piel me permitía disfrutar la brisa otra vez, el calor y
el frío me recorrían completa, mis piernas poco a poco se hicieron más fuertes y me ayudaban a correr,
podía sonreír de nuevo y aunque no era la más esbelta, comencé a amarme, poco a poco me fui aliando de
especialistas que me ayudaron en el proceso, me acompañaron; mi psicoterapeuta, fue la primera de una
linea larga posterior de personas que comenzaron a verme y no a ver mi peso, una de las mas importantes,
fui yo misma, ella me ayudó a ayudarme, me permití soltar un poco el dolor y trabajar con mi cuerpo,
encontré una nutrióloga que me enseñó muchas formas de alimentarme con amor, empecé una práctica de
alimentación consciente que me ayudó a poner limites no solo en la comida; y aunque el ejercicio ha sido
la parte más dificil, he podido encontrar en él un alivio.
El proceso aún no termina, sigo encontrando altibajos, pero puedo verme al espejo y me permito disfrutar
la vida, hice un pacto con mi cuerpo, yo lo cuido y él me cuida a mi. Sé que si mamá hoy pudiera verme,
me estaría abrazando y besando como lo hacía antes de irse.
Camila M, 30 años.