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ARREGUIN OSUNA
HAMBRE
Hambre
Bulliyng y otros tipos de abuso. Bulimia.
HAMBRE
Bullying y otros tipos de abuso. Bulimia
D.R. © Elena Beatriz Arreguín Osuna, 2011
www.elenaarreguin.com
twitter: @elenaarregun
ISBN: 978-607-00-5206-4
Reyna
Ediciones ®
Prólogo. 3
I. El escondite. 9
Anexos. 284
Epílogo. 294
ELENA B. ARREGUIN OSUNA
HAMBRE
Prólogo
Con diez kilos encima, tuve tres embarazos seguidos. Mis hijos se lle-
van un año con un mes de diferencia así que, cuando mi primer bebé te-
nía cuatro meses de nacido, yo ya estaba embarazada y con el segundo
fue igual. En el primer embarazo aumenté dieciocho kilos –llegué a pesar
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ochenta y dos kilos- y en el segundo y tercero, catorce. En el ínter, jamás
pude bajar a mi peso normal, así que mi desesperación durante aquellos
tres años de embarazo fue desastrosa. Me veía al espejo y me deprimía.
Entre embarazo y embarazo siempre me quedé con diez kilos encima, los
mismos que gané tras la muerte de mi madre y que, definitivamente, he
ido perdiendo con grandes esfuerzos conforme me he ido liberando de mi
papel de víctima.
Hace ya tiempo que dejé de serlo. Cada día fui avanzando, con sus in-
evitables retrocesos, pero me pude dar cuenta de muchas cosas que antes
ni siquiera observaba. Cada paso que di hacia adelante, llevaba consigo un
rebote, pero hay que se muy tenaces y disciplinados logrando dar pasos
cada vez más grandes para que el retroceso sea menor.
Sé que no es el primer libro que trata sobre este tema, habrá muchos
más, pero sí estoy segura de que está hecho con toda la transparencia, sin-
ceridad y, lo más importante, con el corazón y las ganas de salir adelante.
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A mi amiga Dora.
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El escondite.
Cuauhtémoc era un niño de doce años, cinco años mayor que yo. Era
mentiroso, chantajista, feo, falso y abusivo. No recuerdo cómo ni dónde
empezó todo este oscuro jueguito, pero sí que cada vez era más frecuente.
Un día me atreví a decirle que ya sabía por qué no quería que lo viéra-
mos, y era porque nos quería meter su “pirulí”. El me preguntó que quién
me había enseñado eso y me amenazó diciéndome que jamás lo volviera a
mencionar. Cuando terminaba de juguetear con una, se tomaba unos des-
cansos para besarnos a las dos de lleno en la boca y meternos su lengua
hasta las gargantas. Después, procedía con la otra niña, que se encontraba
arrumbada en un rincón, desnuda e indefensa en espera de ser utilizada,
manoseada y abusada como un objeto al antojo de su dueño. Acto segui-
do, nos examinaba, como si estuviera haciendo experimentos atroces con
nuestra intimidad. El paso final era lo peor, pues nos obligaba a que intro-
dujéramos las manos dentro de sus pantalones y lo tocáramos hasta que se
quedara satisfecho.
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No se cuánto tiempo después, nuestro verdugo nos dejaba vestirnos y
nos liberaba, no sin antes amenazarnos diciéndonos: “Ya saben que no de-
ben de decir nada porque esto que hacemos es puerco, sucio y repugnante.
Es muy malo. Si lo dicen, sus papás las van a castigar muy feo y yo voy
a decir que eran ustedes las que me hacían venir a la azotea. Así que ya
saben”.
Las dos salíamos corriendo de ahí, de la cárcel, del martirio; libres del
temor de que nos fueran a cachar nuestros papás, con la integridad violada
y el instinto sexual descoyuntado; abusadas, burladas y amenazadas pero,
a fin de cuentas, niñas ingenuas y alegres que bloqueaban momentánea-
mente el dolor para seguir brincando en los juegos de los edificios, fingien-
do que todo estaba bien.
Recuerdo que estos excesos iban aumentando día con día y cada vez
eran más pervertidos, más sádicos y dolorosos. A veces, Cuauhtémoc nos
agarraba solas a una o a la otra. El vivía en el departamento que estaba en-
frente del mío. Cuando yo salía, ya me estaba esperando, pues había estado
espiándome a través de la mirilla con la puerta entreabierta. Se asomaba
un poco y me hacía esa señal terrorífica con el dedo índice indicándome
que fuera a meterme en su departamento. El temor me invadía de pies a
cabeza nuevamente, sentía el escalofrío, la indefensión, volvía a temblar y
me sudaban de nuevo las manos; quería suplicarle que por favor ese día no
lo hiciera, que tal vez mañana, que yo sola no quería hacerlo. Yo titubeaba,
pero él se daba cuenta y me amenazaba con una seña dándome a entender
que me iba a acusar con mi mamá si no iba con él en ese instante. Yo me
callaba y contenía el llanto, cerraba la puerta de casa detrás de mí y me
dirigía, muda y vulnerable, a su territorio.
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Cuauhtémoc aprovechaba todo tipo de ocasión para toquetearnos con
sus sucias manos. Maribel y yo jugábamos a tirarnos agarradas de una soga
desde una casita de troncos hacia el pasto. El llegaba de vez en cuando,
a plena luz del día, y empezaba a fingir que nos cachaba y nos ayudaba
a bajar de la cuerda, cada que nos tirábamos. Obviamente, a la hora de
cargarnos, metía la mano y los dedos dentro de nuestros calzones sin que
alguien se diera cuenta.
Cuauhtémoc era amigo de uno de mis hermanos, del que es cinco años
mayor que yo, y tenía que verlo en otras ocasiones en mi misma casa. Sin
duda, era un experto en disimular y saludarme frente a mi hermano fin-
giendo ternura y acariciándome la cabeza. Tenía una media hermana que
era mi amiga y que vivía con ellos. Ella era dos o tres años menor que yo.
En ese entonces, aun era muy pequeña, pues tendría cinco o seis años. A
veces, yo comía en su casa o iba a jugar con su hermana y ahí me lo topa-
ba con su cara de cerdo y sus labios gruesos y asquerosos. Aunque yo me
sentía protegida y trataba de ignorarlo, en una ocasión, me atreví a mirarlo
desafiante a los ojos. El solo me devolvió la mirada cínicamente y se fue a
encerrar en su cuarto.
Otra ocasión que me viene a la mente fue a mis once años. A esa edad,
ya empezaba a comer compulsivamente y mi cuerpo comenzó a excederse
ligeramente de peso. Recuerdo mis interminables idas a comprar dulces a
la farmacia todas las tardes. Por lo general, compraba dos cajitas, una de
Duvalín y otra de Nucita, y en el transcurso de regreso a mi casa ya me los
había terminado. Comía a una velocidad impresionante.
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Fue una de esas tardes cuando, saliendo de la farmacia, divisé a un
señor calvo de unos cincuenta años, vestido con traje y corbata, saliendo
de un coche. Estaba buscando desesperadamente algo en la calle. Yo venía
comiendo una de mis cajitas con chocolate líquido cuando este señor, “ca-
sualmente”, me encontró en su camino. Se me acercó y me dijo que estaba
buscando a un perrito y me pidió que le ayudara a encontrarlo en la calle.
Yo, plenamente bien intencionada e ingenua, empecé a buscar debajo de
los coches, en la acera de enfrente, silbando y gritando, pero no apareció
el animal. De inmediato, me propuso ir al edificio de enfrente a buscarlo
y yo caí en la trampa. Fuimos caminando hacia allá y empezamos a subir
las escaleras; fue ahí cuando me cayó el veinte de golpe y supe lo que iba
a suceder. Entonces empecé a correr, presa de pánico, subiendo deprisa las
hasta rebasarlo.
En ese momento, pude haber corrido hacia la pared que dividía los
tejados de cada edificio y treparla en segundos, pues ya lo había hecho un
sinnúmero de veces, pero el pánico me dejó inmóvil una vez más. Tenía
al hombre enorme y sediento frente a mí y me daba terror el tratar de es-
capar y provocar su furia. Temerosa, le dije que el perro no estaba ahí. El
se quedó viéndome y, de pronto, me preguntó: “¿Cómo cuánto pesas?”.
Yo le contesté que ignoraba esa información. Entonces, me pidió que me
recargara de frente en la pared y yo le obedecí tambaleándome. El me
agarró de espaldas por la cintura y embarró sus genitales en medio de mis
glúteos varias veces de arriba hacia abajo. Y ahí estaba yo, una vez más,
abandonada y desarmada permitiendo que este desconocido saciara sus
deseos conmigo.
En la vida supe qué fue lo que le intentó hacer a mi amiga pero, años
después en la boda de su hermana, se ofreció caballerosamente a ayudarme
a bajar del coche y me tomó por la parte superior del brazo. Dimos unos
pasos hacia una vereda cuando sentí que la mano le empezaba a temblar y
su respiración se aceleró. De pronto, levantó el dedo índice y me acarició
el busto por un lado. Yo me quité de ahí de un golpe, incrédula, y seguí
caminando hacia el salón donde se llevaría a cabo el banquete. Jamás dije
una palabra porque pensé que nadie haría algo al respecto, que no le darían
la importancia necesaria, que no me creerían o que me tratarían de voltear
las cosas argumentando que yo había sido la que lo había provocado.
Fue una infancia hermosa por un lado pero, por el otro, tan dolorosa que
decidí bloquear la parte triste y mantenerla en secreto por mucho tiempo.
Como resultado del abuso sexual de todos estos niños y hombres hacia
mi persona y debido al daño psicológico ocasionado por sus intermina-
bles violaciones a mi intimidad, apenas entrada mi adolescencia, rechacé
bruscamente a la figura masculina de mi hogar: mi padre. El fue quien,
injustamente, pagó absolutamente todas las consecuencias de mi aterrador
secreto.
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Era una noche veraniega. Recuerdo que apenas estaba oscureciendo
cuando mi amiga Ana Elena me dejó en mi casa y se despidió de mí con
la mano desde el coche. Yo le dije adiós alegremente y subí las escaleras
hacia la puerta de entrada de mi casa. Llegué muy contenta, pues esa tarde
la habíamos pasado fenomenal. Mi amiga y yo teníamos unos diecisiete
años y regresábamos del boliche. Allí habíamos conocido a unos chavos
“buena onda” y muy guapos, y todo el camino de regreso nos habíamos
venido preguntando si nos hablarían por teléfono esa misma noche o hasta
el día siguiente, y a dónde nos invitarían a salir.
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Escondida durante
cuarenta y cinco días.
La terapeuta preguntó:
Media hora más tarde estaríamos cenando juntas y conocería sus nom-
bres: Marina, la señora que había visto en el gimnasio, de cuarenta y cinco
años, anoréxica; Alexia, una de las dos niñas anoréxicas que estaban prác-
ticamente en huesos, de catorce años y la más joven en todo el centro de
rehabilitación; una nueva cara era Bárbara, de diecisiete años, bulímica;
Dalia, la que me había preguntado sobre mi embarazo, de veintiún años,
anoréxica… ¡pesaba veintiocho kilos! Días después se integrarían Karine,
de dieciocho años anoréxica y bulímica y Dora, de diecinueve años, come-
dora compulsiva, quien pesaba ciento veinticinco kilos. Por último, estaba
yo, treinta y dos años, bulímica y con cuatro y medio meses de embarazo.
La noche de mi llegada había sido algo difícil pues, tan pronto como me
senté en la mesa a cenar, me di cuenta de que ninguna de mis compañeras
hablaba y había un silencio estresante. Las nutriólogas se alternaban para
acompañarnos en todo momento y se nos tenía prohibido ir al baño du-
rante las siguientes dos horas después de comer, con la finalidad de evitar
que fuéramos al excusado a inducirnos el vómito. Esa noche nos cuidaría
Fanny, la que estaría encargada de mi caso en particular y de algunos otros.
- Y… ¿cómo te ha ido?
- Pues… las cosas van bien, aunque es difícil- y siguió sonriendo mien-
tras bajaba la mirada hacia su plato.
-¿Qué?, ¿hice un viaje tan costoso hasta acá para que me boten una hora
después?, ¿por qué no hablas con la de ingresos?
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- Te voy a pedir que hables tú con la persona que iba a cubrir tu estancia.
Dos veces por semana teníamos media hora para nadar en la piscina por
las tardes y ejercitarnos. Los horarios de comida eran estrictos e inflexi-
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bles: el desayuno a las ocho de la mañana; la comida a las dos de la tarde
y la cena a las ocho de la noche contando con dos colaciones intermedias,
la primera a las once de la mañana y la otra a las cinco y media de la tarde.
Todas las actividades durante el día estaban plagadas de la famosa “Ora-
ción de la Serenidad”, que dice:
Los sábados y domingos también eran los días en que se podían hacer y
recibir llamadas por teléfono. Todos estábamos pegados como lapas a las
cabinas telefónicas desde quince o veinte minutos antes de la hora seña-
lada para apropiarnos uno de los auriculares y poder escuchar a nuestros
seres queridos. Tal es la soledad y la tristeza que se sentía en la clínica, a
pesar de tenernos programadas actividades dieciséis horas al día y mante-
nernos ocupados.
A todos los recién llegados, nos alojaban durante tres días en una zona
llamada área de desintoxicación, retirada de los demás dormitorios. Ha-
biendo ya elegido a quien sería nuestro compañero o compañera de cuarto,
se nos escoltaba hacia allá. Esto lo decidían los terapeutas, dependiendo de
nuestras características, sexo y personalidad.
- ¡No sabes la de gente que he visto pasar por estos pasillos! -continuó-,
gente de muchas nacionalidades: artistas, políticos, famosos, niñas ricas,
etc., ¡jamás te imaginarías que son drogadictos o alcohólicos!, ¡se arma
una chismería impresionante entre los pacientes! Ha habido romances a
escondidas sin que sean descubiertos. Hay un tipo que se llama Frank que
está grueso. Es drogadicto y alcohólico, pero súper agresivo y a todas las
mujeres nos tira la onda. Es un patán y un macho. Hoy lo vas a conocer.
Mucho cuidado con él porque seguro que va a querer algo contigo; así lo
hace con todas las que entran.
- ¡No importa!- replicó-. A ellos eso les vale. Vienen aquí a ver qué
pescan y nada más. Están re locos. Como la gente que se interna aquí por
lo general es de dinero, pues se quieren aprovechar a ver si de paso en-
cuentran a alguien que los mantenga.
Me pregunté qué era lo que ganaban ese tipo de personas haciendo esas
trampas. Los únicos que se engañaban eran ellos mismos. Si habían elegi-
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do internarse para su recuperación, debían tomarse las cosas en serio, pues
no toda la gente tenía esa oportunidad. Llegué a pensar que Dalia nunca
se recuperaría y me dio tristeza. La observaba con las manos extendidas
hacia mí, escuálida y muy sonriente, ofreciéndome las pastillas de azúcar
tras haber estado cincuenta días internada, ¡no podía creerlo!
- No, gracias- por fin respondí apenada-. Soy adicta al azúcar y éste es
mi veneno mortal. No quisiera empezar mal tras haber hecho tanto esfuer-
zo para venir hasta acá.
Dalia guardó las pastillas en su maleta sin decir una palabra. Nos mira-
mos a los ojos cuando sonó la campana para asistir a la junta de Alcohó-
licos Anónimos (AA) de la noche y salimos de ahí. En dichas juntas, una
vez entrada en confianza, narraría un sinnúmero de vivencias violentas y
deprimentes intituladas por mí como “Historias de terror” que entreten-
drían, harían reír y reflexionar a todos los ahí presentes.
Dos días después, Dalia llegó muy temprano por la mañana a despedir-
se de todas nosotras, pues habían llegado por ella sus papás. Estaba con-
tentísima. Me regaló la estampa de una Virgen con una bellísima oración
impresa en la parte posterior. Yo, asombrada, le pregunté:
- ¿Cómo?... ¿Ya te vas de aquí? Te faltan treinta y ocho días más, Dalia.
Ella me volteó a ver con ojos tristes pero con el rostro muy sonriente.
Me dio un beso. Yo la abracé a punto de ponerme a llorar.
Nos dimos nuestros teléfonos. Dio media vuelta y se dirigió muy de-
cidida hacia la puerta de salida sin voltear atrás. Observé su esquelético
y reducido cuerpo por la espalda, escapando de ahí con la fuerza de un
huracán. Alguien exclamó: “¡Pobre!, nunca se recuperó”.
Una tarde en la que regresó de la calle, lo primero que hizo fue ir a bus-
carme al pasillo, se tocó el estómago y echó un estruendoso eructo que se
escuchó hasta el módulo del técnico en turno. Me dio un beso en la mejilla
y me dijo: “En tu honor”. Comprendí que se acababa de tomar la Coca
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Cola, aunque no supe con qué dinero la había podido pagar. Cuando yo salí
a la calle no corrí con la misma suerte, pues la enfermera que nos acom-
pañaba no se despegaba ni un segundo de nosotras. Sin embargo, Dora y
yo habíamos aprovechado una cita al doctor para pesarnos a escondidas.
La enfermera nos descubrió y nos puso tremenda reprimenda. De ahí en
adelante, nos cuidó más de cerca.
- Mírala, ¡ay sí!, pinche vieja. Como si le interesara otra cosa que no
fuera la lana. Esta institución está para que el dueño se hinche de dinero
y ya. Les vale madres otra cosa. No sé para qué hacemos estas ridículas
juntas si no se va a hacer nada a favor de nosotros, los pacientes.
Salí corriendo fuera del comedor y llegué a donde estaban los dos ob-
servando, muy complacidos, a la paloma.
- ¿Qué les pasa?, ¡par de enfermos!- les grité frenética- ¿Por qué ma-
taron a la pobre ave?, ¿qué les hace? Y a ti, ¿qué te pasa?- dirigiéndome a
Alberto- ¿gozas viendo sufrir a los animales o qué?
Parece ser que esto último no lo escuchó, pues se fue a sentar rápida-
mente a su mesa como si nada hubiera sucedido. Nadie mencionó el asunto
ni hicieron algo al respecto. Dora y yo nos quedamos mirando con los ojos
como platos y nos fuimos a sentar a la mesa.
Esa mañana, el hambre se me fue del coraje, pero tuve que comer mis
porciones como todos los días. En cuanto terminé de desayunar, fui a la
oficina de la directora a reportar este incidente. Ella me recibió preocupada
y dijo que tomaría cartas en el asunto a la brevedad. Fanny, mi nutrióloga,
le llamó la atención a Frank por haber utilizado nuestro “Talón de Aquiles”
para ofendernos a Dora y a mí, lo que a él le importó muy poco. Narré el
incidente en la terapia individual y, al terminar la sesión, la terapeuta me
enseñó cuál sería la nueva forma de presentarme antes de hablarles. Diría:
“Soy Elena, bulímica y neurótica”.
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- De ahora en adelante esta será tu forma de presentarte ante los demás.,
¿está claro?- me preguntó muy seria.
- Pero…
Me daba una vergüenza espantosa admitir ante los demás que era neu-
rótica. Además, me parecía de lo más injusto que, por culpa de un tremen-
do idiota como Frank, a mí me quedara el mote de neurótica y a él no le
dijeran su nuevo “apodo”. Sentía que todos se iban a burlar de mí. Mal
que bien, la bulimia era una enfermedad donde yo era la mártir, pero la
neurosis me convertía en la mala del cuento, pues me transformaría en la
amargada y agresiva que no soportaba al mundo y que se quería vengar
de quien fuera por su incapacidad de enfrentar las cosas en su momento.
“¡Dios mío!”, pensé. El telón se abría claramente y tenía que aprovechar
mi estancia ahí para sacar algo más que mis desórdenes alimenticios y esto
implicaba dejar de ser la respetable señora embarazada, incapaz de hacer
mal a nadie, mártir y pulcra.
La verdad era que yo jamás había dejado una cuenta sin saldar; todo se
me había cobrado tarde o temprano, y yo lo había visto con mis propios
ojos. Nada de Cielo, nada de Infierno después de la vida. Aquí se vivían el
Cielo y el Infierno todos los días.
Frank solía sentarse en uno de los lugares hasta adelante, así que lo
observaba de reojo. Hablé de todo esto que había estado pensando y les
revelé a mis compañeros que yo no era ninguna santa y que había come-
tido una sarta de tonterías para llamar la atención cuando había sido una
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adolescente y en mis primeros años de juventud. Hablé sobre el pleito
con Frank y le di las gracias por enseñarme el nuevo camino que debía de
tomar de ahí en adelante para mi recuperación. Los budistas dicen que los
problemas son oportunidades, y este era el mejor ejemplo de eso.
Me senté muchos lugares antes que Frank a propósito, para hablar pri-
mero que él. Me presenté nuevamente avergonzada como “bulímica y neu-
rótica” y expuse vez mi enojo. Le tocó el turno de hablar a Frank quien,
visiblemente abrumado y molesto conmigo, habló dirigiéndose a todos y
evitando observarme a los ojos.
- La neta, yo no entiendo para qué se arma tanto desmadre por una pen-
dejada como la que pasó ayer.
- ¡No seas cobarde!, -le grité- Ten los pantalones para mantener tu pa-
labra…
- A ver, a ver. Esto ya se está saliendo de orden. Elena, deja que Frank
termine de hablar y después tu continúas- interrumpió, nuevamente, Mi-
chelle.
- Bueno, bueno, ya fue suficiente. Quiero que los dos pasen al centro,
se pidan una disculpa mutua y se den la mano.
- Volteé a ver a Dora, quien no podía contener la risa. Hizo una cara de
“¡no manches!” y se tapó la boca. Karine también se reía en silencio. Sentí
todas las miradas posadas en mi rostro que estaba rojo como una manzana.
Frank no titubeó y fue el primero en ponerse de pie sin quitarme la vista de
encima. Yo me paré de mala gana como esperando a que me rogaran, pero
todo era silencio. Frank me tendió la mano y yo se la di. Me jaló y me dio
un beso en la mejilla.
- Quiero decirles que hoy fue un buen día- empezó a hablar muy con-
tento-. Yo pensé que iba a “estar nominado” –haciendo referencia al fa-
moso programa de televisión llamado “Big Brother”- pero no fue así-. Y
continuó bromeando.
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Al día siguiente, Frank estaba en la dirección siendo reprendido por
haberse metido con uno de los pacientes y haberle gritado “¡puto, homo-
sexual!” y casi provocar una golpiza. Este paciente se me acercó para de-
cirme que yo tenía toda la razón acerca de Frank, pero que el día anterior
no se había atrevido a decir algo frente a todos los internos por temor a
represalias o violencia.
Tres días después, Frank fue expulsado de la clínica por otro altercado
con uno de los pacientes.
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Historia de vida.
Mi papá era tan modesto y gracioso que platicaba esta anécdota dicien-
do que la alemana le estaba “tirando la onda”, y por eso le echaba piropos.
La única vez que yo asistí a uno de esos desayunos junto con mi madre,
fue en el año de 1995, nueve años después de que muriera mi papá. En
aquella ocasión, me tocó escuchar a uno de los compañeros de generación
de mi padre hablar bella y elocuentemente. El tomó la palabra antes de que
nos sirvieran el desayuno y empezó a hablar, primero, bromeando con sus
compañeros, para después empezar a conversar en tono más serio sobre los
logros de dicha generación y demás material que llevaba preparado para
la ceremonia. Al abordar el tema sobre los alumnos más destacados en la
historia de la Escuela Médico Militar, lo escuché mencionar el nombre de
mi papá unas cinco o seis veces, refiriéndose a él no solo como a una de
las personas más brillantes de aquella escuela, sino como al ser más inteli-
gente que jamás hubiera conocido. Yo sentí un nudo en la garganta y traté
de contener las lágrimas para que mi madre no me viera llorando. Cuando
volteé de reojo a mirarla, ella ya estaba hecha un mar de llanto, así que
también me solté lloriqueando sin inhibiciones.
Para ella era imperativo alimentar a toda la familia con la comida más
sana y de primera calidad, por lo que compraba alimentos frescos en el
mercado, recién llegados. Muy tempranito, se iba con sus “marchantes”
y llevaba a casa la carne, pollo, verduras y frutas de temporada, los más
frescos que se podían conseguir. Los pescados y mariscos los compraba
directo en la Viga, donde llegaban los cargamentos con el producto todavía
saltando entre las redes. Llevaba tortillas recién hechas de la tortillería y
pan recién horneado de la panadería. Raramente se aparecía en un super-
mercado y de ningún modo se veía en mi casa un refresco, un sobre de
saborizante artificial en polvo para el agua, una golosina, algún panqué
comprado en la tiendita, una bolsa de papas fritas y tan sólo uno que otro
producto enlatado. Las frituras solamente las veía puestas en un botanero
de cristal cuando mi mamá organizaba en mi casa las famosas jugadas de
dominó con los amigos de mi papá. Entonces me sentaba al lado de mi
padre observándolo tomar su coñac en una gran copa redonda mientras yo
me devoraba las papas a puños. Por supuesto, los congelados ni siquiera
existían y, de haberlo hecho, mi madre nunca los hubiera comprado.
Ya casada y con cuatro hijos, mi mamá estudiaba inglés desde las seis
de la mañana, preparaba las clases que impartía; iba de compras a los mer-
cados, cocinaba, nos recogía de clases. Comíamos todos juntos en la mesa,
incluyendo a mi papá. Nos llevaba a mi hermana y a mí por las tardes a
la escuela de ballet dos o tres veces por semana; convertía el comedor de
nuestro departamento en un aula de clases en un dos por tres e impartía
varias horas de inglés por las tardes. Más tarde, nos recogía del ballet a
mi hermana y a mí, preparaba la cena y estaba al pendiente de nosotros
en todo momento. Asistía a festivales de la escuela, del ballet, partidos de
fútbol de mis hermanos y se daba tiempo para estar con nosotros.
Mi papá nos llevaba a la escuela por las mañanas para irse después a
trabajar dando clases de Infectología y Microbiología Clínica en la Escue-
la Médico Militar, en la UNAM o en la Universidad Anáhuac Norte, de la
que fue también maestro fundador de la carrera de Medicina.
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Por las tardes y fines de semana, tenía dos laboratorios, uno estaba ubi-
cado en la calle de Sierra Nevada, muy cerca de la Iglesia de Santa Te-
resita, en Lomas de Chapultepec y ahí trabajaba rentando una casa junto
con un grupo de pediatras. Ellos le mandaban trabajo a mi papá cuando
necesitaban que sus pacientes se hicieran hacer análisis en nuestro labora-
torio. El segundo estaba ubicado en el Hospital Central Quirúrgica, en la
calle de Zacatecas # 228, consultorio 206 en la colonia Roma y, tras años
de trabajo, había comprado y amueblado su propio laboratorio de Análisis
Clínicos. Ahí recibía mucho trabajo particular y de empresas y asociacio-
nes, tales como la Asociación Nacional de Artistas (ANDA). En los dos
laboratorios tenía empleados por las mañanas y por las tardes pero, como
en todo, algunos eran honrados y agradecidos, otros le robaron, abusaron
y se aprovecharon de él.
Mi madre también pintaba cuadros al óleo así que, a veces, nos ponía a
pintar con ella los fines de semana. Ella tenía una máquina de pedales para
coser marca Singer, con la que cosía dobladillos, zurcía, cortaba telas y
cosía manteles, reparaba piezas rotas y parchaba. Al contrario de mi padre,
era ahorrativa como pocas y prefería hacer las cosas ella misma.
Como mis tres hermanos me llevan muchos años de edad, siempre con-
vivimos en períodos desfasados, casi nunca jugamos ni se interesaron en
mis actividades. Cuando mi hermana se convirtió en una joven me llevaba
como chaperón y, a veces, me compraba boletos para ir a ver el Ballet Bol-
shoi, el de Cuba o el de la Compañía Nacional de Danza. Se podría decir
que fue con la que más pude convivir.
Mis amigas y vecinas con las que interactué por mucho tiempo en la
Zona Residencial Militar, eran cuatro: Minerva, Maribel, Marcela, y Jaz-
mín. Con esta última empecé a llevarme cuando tenía unos ocho años y
ella era mayor que yo.
Jazmín venía de una familia que tenía pésimos hábitos de todo tipo
pero, sobre todo, alimenticios, pues comían frituras y caramelos casi todo
el día sin hacer una comida formal en la mesa. Al principio, me sorprendía
cuando yo llegaba a su casa a jugar con ella por la tarde, justo después de
comer, y la encontraba en la cocina preparándose unas papas fritas con
limón y chile.
Por esas fechas, mis hermanos me hacían burla sobre mi físico, pues
aun eran niños y adolescentes, igual que yo. Mi cuerpo empezó a cam-
biar drásticamente, gané unos kilos de sobrepeso, y me volví regordeta y
cachetona. Todos los días, a la hora de la comida, mi hermano mayor me
empezaba a insultar diciéndome cosas crueles como: “¿Qué vas a comer
hoy, cerdita?” o “Eres una puerca, ¿no te da pena estar tan gorda?”.
Fue así como a mis doce años, estando toda la familia de viaje en Cuer-
navaca, se me ocurrió pensar que si me picaba la garganta para vomitar lo
que comía podía adelgazar fácilmente. Después de comer, llegué al excu-
sado y me agaché introduciendo el dedo índice en la faringe. Inmediata-
mente y como una manguera, salió toda la comida indigestada de mi boca.
Vacié mi estómago y me sentí muy bien, muy ligera. Fue la primera vez
que lo hice, pero esto pronto se convirtió en una práctica de todos los días.
Para que no me escucharan cuando vomitaba, también lo hacía en la rega-
dera de la casa de campo en la que estábamos vacacionando.
En pocos días, mi figura había cambiado; era una niña esbelta gracias a
mi descubrimiento. Recuerdo haber tomado la báscula y haberme pesado
en frente de mi hermana.
Mi amor por el deporte, desde que era niña, me ayudaba en gran me-
dida a quemar todas aquellas calorías que comía demás y mi cuerpo era
atlético y bien formado. En mi caso jamás he padecido vigorexia (1), pues
siempre he practicado deportes por el placer de ejercitarme y competir,
más no para bajar de peso.
Cabe mencionar que yo fui una niña inquieta, traviesa y hasta cruel. Me
aprovechaba de la nobleza de mi amiga Lilia y la hacía como yo quería.
Nos veíamos por las mañanas en el colegio y, por las tardes, en el ballet,
así que la hice exclusivamente de mi propiedad, ¡pobre de ella si se atrevía
a llevarse con otra niña que no fuera yo!, porque hasta la celaba. Invaria-
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blemente, ella terminaba pidiéndome perdón, aunque yo tuviera la culpa, y
me prometía amistad eterna. Años después, Lilia se rebelaría gracias a mi
gran bocona y yo pagaría con creces las consecuencias.
Por las noches, la casona era aterradora por lo que, otra de las cosas que
nos fascinaba hacer, era inventar cuentos de terror en el tenebroso jardín,
retándonos a ver quién era la primera en atreverse a mirar por los ventana-
les del sótano a “la bruja” que decíamos que ahí vivía.
Entonces me agaché tragando saliva, hice casita con las manos para
evitar que el resplandor del sol sobre el vidrio me quitara visibilidad y em-
pecé a ubicar algunos objetos como mesas y sillas que ya habíamos visto
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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
otras tantas veces, pero no veía nada que se moviera hasta que, de pronto,
algo pasó por enfrente de la mesa para desvanecerse en la penumbra.
- ¡Te lo dije!, alguien está allí abajo- confirmó Lilia-. ¿Será un loquito?
- A ver…
- ¡Tenían que ser Lilia y Elena!- gritó dando la fuerte palmada que nos
hizo saltar-, ¿qué hacen ahí agachadas?
Las dos volteamos a verla y recuerdo que su cara estaba roja y trans-
formada de furia. Aunque tenía un carácter duro y estricto, pocas veces
la habíamos visto así. De inmediato, nos agarró a cada una de un brazo
levantándonos del pasto y lastimándonos y nos llevó a jalones a la direc-
ción. Ahí, encerradas en uno de los salones, recibimos una regañiza como
nunca antes. Nos gritó hasta cansarse y nos amenazó con expulsarnos de
la escuela si nos volvía a encontrar fisgoneando por los ventanales del
subterráneo. No nos dejó exclamar una sola palabra. La maestra Cristina
salió furiosa abriendo la puerta del salón y dejándonos a Lilia y a mí solas
y asustadas.
Sólo nos quedó como consuelo seguir espiando con cuidado por los
ventanales del sótano asegurándonos de que la maestra estuviera dando
clases y no nos volviera a pescar . Lo seguimos intentando hasta que se
nos hizo clara la imagen a las dos y coincidimos en que parecía ser un an-
cianito de cabellos muy blancos que deambulaba a solas dando vueltas por
el sótano. No distinguíamos si era hombre o mujer, no sabíamos si estaba
enfermo, si veía, si escuchaba o no pero era nuestro secreto y jamás se lo
confesamos a alguien. Poco a poco, nuestro sentimiento pasó del terror a
la tristeza por aquel viejecito tan solitario, que parecía estar loquito, ence-
rrado todo el tiempo en aquél oscuro subterráneo.
Fue hasta el año 2000, casi veinte años después de que saliera de la
Escuela Nacional de Danza, cuando volví a escuchar el nombre de Nellie
Campobello, pero ahora en las noticias amarillistas. Recuerdo haber reco-
nocido la cara de la maestra Cristina Belmont mientras era sorprendida por
una cámara de televisión habiendo estado prófuga de la justicia durante
varios años. Era la misma señora, unos años más vieja, pero con la misma
expresión en la cara y en la mirada. El noticiario decía que la Sra. Belmont,
junto con su ex marido y un abogado, estaban acusados de haber actuado
en complicidad secuestrado a la señorita Campobello durante años y te-
niéndola en condiciones desastrosas encerrada en un pequeño cuarto obli-
gándola a firmar, estando inconsciente, un testamento donde dejaba toda
su herencia a Cristina Belmont. Entre la herencia se encontraban varias te-
las y bocetos invaluables que habían sido utilizados para sus bailes, obras
de grandes pintores mexicanos, entre ellos, José Clemente Orozco, Carlos
Mérida, Roberto Montenegro y Julio Castellanos, además de propiedades,
joyas, escritos, pianos, vestuarios de sus bailables, tapetes persas y demás
objetos que tenían un valor comercial inestimable.
Gracias a tantos años de practicar ballet, era una experta en montar co-
reografías para bailables y concursos. A principios de los ochentas, cono-
ceríamos al conjunto musical Parchís, un grupo infantil español integrado
por cinco niños que vestían con los colores de las fichas del juego Parkasé:
rojo, amarillo, verde, azul y blanco, por el dado. Sus nombres eran Tino
(Constantino), Yolanda, Gemma, Frank y David y revolucionaron la músi-
ca para los niños. Los temas de sus canciones, con ritmo pegajoso, trataban
sobre la alegría, la paz, la amistad y el amor y fueron tan famosos que hasta
llegaron a grabar varias películas. Eran únicos en su tipo, un grupo para
niños formado por niños. Además de grabar varios discos y haber ganado
premios internacionales, tenían pósteres, cómics semanales, hacían giras
por el mundo, eran invitados en programas de radio y televisión y sus
canciones se escuchaban por todas partes. Fueron los únicos ídolos que he
tenido en mi vida. Todas las niñas queríamos ser Yolanda, la ficha amarilla,
la bonita, y los niños querían ser Tino, la ficha roja, el galán.
Fue una desgracia que este grupo se desintegrara en tan pocos años,
pues nos dieron una infancia feliz y llena de magia a miles de niños en el
mundo. Jamás ha existido un grupo que se les asemeje.
Entrada en los trece años, empecé a llevarme mucho con una niña pre-
coz de mi salón de clases, quien recibía el apodo de “la Bebé”. Ella perte-
necía a uno de estos grupos infantiles musicales, situación que la hizo vivir
una infancia precoz. Me llamaba la atención porque hacía todo lo que a mi
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HAMBRE
no me permitían hacer, como decir groserías, ser descarada y desaliñada
y retar al mundo entero. A mí me gustaba eso de irme a casa de la Bebé a
vivir cosas prohibidas. Como resultado de su influencia, me volví rebelde
y contestona. Ella me presentó a los adolescentes más disfuncionales que
existían en esa época y yo me sentía la “muy fregona” así que, a la par de
entrada mi etapa de adolescente insoportable, comenzó mi evidente recha-
zo de la figura masculina del hogar, o sea, mi padre, situación que agravó
la convivencia familiar.
Recuerdo que, entre todos, escondíamos las galletas, los chocolates, los
mangos lejos de mi papá. Empezó a estar débil y comenzó a verse dema-
crado. Ya no podía trabajar como antes y lo veía más seguido sentado en
su sillón, siempre leyendo algún libro. Desde que tengo memoria, recuerdo
como le gustaba corretearnos a mi hermana y a mí para darnos nalgadas de
cariño, pero ya no lo hacía tan seguido, ya no contaba tantos chistes ni bai-
laba o componía canciones graciosas. Como dije anteriormente, él siempre
dijo que prefería vivir contento y comiendo todo lo que le gustaba, aunque
eso le acortara la vida.
-¿Por qué eres tan grosera con tu papá?, ya me dijo que ni siquiera te
despides de él cuando te bajas del coche, ¡dale un beso!, ¿no entiendes que
está enfermo?
Horas después de esto me topé con mi papá de pie en el pasillo que con-
ducía hacia mi recámara. El se quedó mirándome tristemente a los ojos. Yo
lo observé paralizada sin saber qué hacer.
Eso fue todo. Jamás volví a ver con vida a mi padre. Dos días después
de mi llegada a Mazatlán, unos parientes fueron por mí a la playa, a media
mañana, usando lentes obscuros.
- Tú sabes que el corazón manda la sangre al cerebro para que éste fun-
cione- me decía mientras trazaba una línea que iba del corazón del hombre
dibujado en el papel hacia el cerebro del mismo-. Cuando el corazón deja
de funcionar el cerebro se paraliza y eso se llama estado vegetal…
No tuvo que decir una palabra más. Todo el día había reprimido mi
sentimiento tratando de ignorar una realidad. Yo no era tonta, en el fondo
de mi corazón sabía lo que había sucedido, pero tenía la esperanza de que
estuviera equivocada. Trágicamente me lo acababan de confirmar.
Hubiera dado lo que fuera por tenerlo una vez más frente a mi pregun-
tándome si lo quería y responderle que ¡sí!, ¡que sí lo quería con todo mi
corazón!, que era un padre ejemplar y amoroso; gritarle lo mucho que lo
admiraba y agradecerle lo mucho que trabajó y luchó por darnos lo mejor;
correr a abrazarlo para recibir sus cariños, escuchar sus chistes, cuidarlo
mientras estaba enfermo como él tantas veces me había cuidado a mí. Pero
yo había sido una necia, soberbia y egoísta, fui injusta y dura con él cuando
más me había necesitado. Por mi estúpida rebeldía y mi farsa de querer
aparentar ser muy rebelde e independiente, pero aparentar ¿ante quién?,
¿ante la bola de enfermos adolescentes con los que me llevaba?, ¿por que-
dar bien con ellos sacrifiqué el amor de mi padre? Preguntas como esta me
torturarían dándome vueltas por la cabeza durante mucho tiempo. Ahora sí
ya no habría otra oportunidad.
Durante todo el camino que iba desde el Velatorio Militar hasta el Pan-
teón Francés, le rindieron respetuosos honores a mi padre. Fue algo digno
de su rango y altura. Un grupo numeroso de soldados militares, impecable-
mente uniformados, marchaba en sincronía perfecta escoltando la carroza
fúnebre que llevaba dentro el ataúd con el cuerpo de mi papá, mientras
tocaban la marcha con tambores. Una vez en el panteón, cargaron el ataúd
hasta su sepultura, volvieron a formarse y empezaron a tocar las trompetas
con el Himno Militar y a lanzar cañonazos mientras la caja descansaba
antes de ser sepultada. Minutos más tarde, otro grupo de soldados fue ba-
jándola y cubriéndola con tierra por. Era algo solemne, imponente.
Mi madre pidió que abrieran el ataúd para ver por última vez el rostro
de su esposo. Fue demasiado para mí. Empecé a ver negro y perdí el co-
nocimiento.
En plena luz del día y con el continuo circular de coches que tenían
que parar forzosamente en el alto de aquella esquina, estando presentes
transeúntes, policías de tránsito, gente instalada en puestos de periódicos y
de dulces justo en aquella cuadra, ninguno se acercó a ayudarlo cuando lo
vieron caer. Mi padre estuvo mucho tiempo tirado sobre la banqueta, mu-
riendo solo poco a poco, mientras sufría un paro cardíaco. La gente pasaba
caminando y se seguía de largo.
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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
Con la voluntad
desgarrada.
Fue una fiesta muy bonita, en el jardín de una casa muy grande, situada
en el Pedregal de San Angel, al sur de la ciudad de México. Todos está-
bamos muy emocionados, pues era el primero de la familia en contraer
matrimonio. Me fui a peinar y a maquillar al salón de belleza y me puse
mi vestido de dama.
Alfredo era un sobrino mío, dos años mayor que yo, al que yo quería
con todo mi corazón. Como mi madre era la menor de sus hermanas y la
mayor le llevaba quince años, se daban este tipo de diferencias entre las
edades. Desde pequeños, habíamos convivido cada que íbamos de vaca-
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ciones a Mazatlán o ellos venían a visitarnos. Eramos tantos primos, sobri-
nos y familia, que la pasábamos increíblemente bien pues generalmente,
cuando venían a México, íbamos en grupo de paseo a visitar museos, zoo-
lógicos, la Feria, las Pirámides de Teotihuacán, Chapultepec, Six Flags -en
ese entonces conocido como Reino Aventura-, etcétera. Cuando íbamos a
Mazatlán, con la playa teníamos suficiente.
Pero ella siguió muy nerviosa hasta que llegamos a mi casa. Cuando
entramos nos dimos cuenta de que, a pesar de que Roberto había salido
casi una hora antes que nosotros, aun no había llegado. La tensión empezó
a respirarse en mi hogar. Yo me tumbé en el sillón de la televisión a esperar
a mi amado Alfredo, pensando en qué sería lo que iría a decirle cuando lo
viera llegar. Mi madre no estaba, se había ido a no sé dónde con mi herma-
no el soltero y mi tía Tere.
- ¡Párate de ahí!- me gritó aterrada-. Esto está muy feo. ¡Roberto y los
demás se accidentaron y están en el hospital!
- ¡La cosa está horrible!, ¡Roberto y Alfredo están muertos! Los demás
están muy graves.
Para mí no era posible que aquello fuera cierto, quería que me desper-
taran de aquella pesadilla en el infierno. “¡Dios no existe!, ¡es una injus-
ticia!”, gritaba yo con todas mis fuerzas. Llantos, caras transformadas de
tristeza, gemidos y gritos se escuchaba por todas partes. Mi tía, sentada en
un rincón, no podía dejar de llorar la muerte de su primer nieto, mi madre
iba y venía apurada enjugándose las lágrimas de los ojos, escuchaba los
llantos de mi hermano a mis espaldas, ¡era un caos total!
De regreso por el periférico del sur hacia el norte, Roberto iba ma-
nejando en el carril de alta velocidad. Al lado de éste iba sentado el más
joven de los hermanos de Alfredo quien, en ese entonces, era un chico
de baja estatura y regordete; a su lado venía su padre cargando a Alfredo
sobre sus piernas. En la parte trasera venían acomodados y apretujados la
mamá de Alfredo, su hermana menor de unos once años y la esposa y los
tres hijos de Roberto, quienes tendrían unos catorce, doce y nueve años
de edad, aproximadamente. Nadie traía puesto el cinturón de seguridad.
Precisamente a la altura de la Feria de Chapultepec, y en el carril de alta
velocidad del lado contrario, un camión cargado de cerdos venía a exceso
de velocidad. El conductor venía medio dormido. De repente, segundos
antes de que el coche de Roberto fuera a cruzarse con el camión que venía
en dirección contraria, el exceso de rapidez hizo perder el equilibrio al ca-
mión, provocando que tantas toneladas de peso de los puercos se apoyaran
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del lado izquierdo de éste, rompiendo así la pared del camión que sostenía
a los cochinos y dejándolos caer del otro lado del periférico, justo encima
del auto de Roberto. No podían haber corrido con una peor suerte. Era algo
imposible de creer.
Aquel lunes había llegado a la escuela hecha una piltrafa humana, llo-
rando sin control. Pedí permiso para faltar unos días y mi hermana y yo
volamos con todos nuestra parentela al entierro que se llevaría a cabo en
Mazatlán. Al llegar al aeropuerto de México, mi sobrina se había rencon-
trado con sus padres y con el otro de sus hermanos días después del fatí-
dico accidente, pero no encontraba a Alfredo por algún lugar. En la vida
olvidaré la expresión en su rostro cuando le dieron la espantosa noticia. Su
hermano mayor, al que ella más quería, estaba muerto.
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Tres Ya habían pasado veinte años desde la primera vez que me había
inducido el vómito, ya estaba cansada de no poder controlar mi mane-
ra compulsiva de comer chocolates, harinas, azúcares refinadas y comida
chatarra a todas horas; de inducirme el vómito dos o tres veces al día sin
que esto me ayudara en algo, pues ya no adelgazaba con tanta facilidad
como a los doce años; la ropa ya no me quedaba y usaba el mismo pantalón
negro y roto para ir a trabajar todos los días. Estaba deprimida y pedía a
gritos ayuda.
Era un sábado por la mañana a fines del año 2002 cuando llegué teme-
rosa a mi primera junta de Comedores Compulsivos Anónimos, ubicada al
sur de la Ciudad de México. Como no conocía con exactitud la ubicación
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del sitio donde se llevaban a cabo las sesiones, maniobré para dejar mi
coche estacionado en un lugar pequeño en la calle.
Comprendí que estaba en el lugar correcto pero que, más que compor-
tarse como miembros de las juntas para Comedores Compulsivos Anóni-
mos, estas mujeres parecían pertenecer a una secta oculta.
- Bueno- expliqué a punto de estallar-, como sea. ¿Son aquí o no las jun-
tas de Comedores Compulsivos? Me dijeron que empezaban a esta hora.
Las dos seguían viéndome sin parpadear y con cara de que no era bien-
venida en ese lugar. Tardaron un rato en ceder, pero terminaron por hacer-
lo.
- ¡Gracias!- grité y salí corriendo a ver qué era lo que le había sucedido
a mi coche y echándole pestes a este par de amargadas.
Estallé como una bomba de tiempo y empecé a llorar de rabia sin poder
creer lo que estaba sucediendo. Le llamé a mi esposo por teléfono desde un
restaurante, misma llamada que tuve que pagar, y salí disparada a buscar a
la cuidadora de coches. Quería vengarme de todo de una vez.
Paré en seco detrás de una pared y me asomé a ver qué era lo que estaba
sucediendo a unos pasos de la misma calle. Observé una tercera patrulla
estacionada y varios oficiales rodeando la entrada del lugar mientras la cui-
dadora de coches seguía manoteando describiéndoles lo acontecido. Había
llegado más gente, entre otros, sus compañeros cuidadores de coches quie-
nes hacía apenas unos minutos habían jurado no conocerla y las encarga-
das del salón de belleza que estaban apoyando la versión de la señora. Yo
me escabullí de puntitas y logré cruzar al otro lado de la calle sin que me
vieran. Entré al estacionamiento de las juntas y me sentí a salvo.
Tras narrarle toda la persecución, metí las manos en mi bolsa para mos-
trarle el dinero que me había quedado y algo extraño sucedió. El billete de
quinientos pesos que yo llevaba en mi cartera y con el que había salido de
mi casa esa misma mañana, había desaparecido. Tan solo estaban las pocas
monedas y billetes de bajo valor de la “viene, viene” que había logrado
rescatar al final de la carrera. Concluí que el destino se había cobrado mi
injusticia de esa forma. Mi esposo, demasiado molesto después de escu-
charme, se puso de pie.
FIN.
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Cuando los dolores de esófago ya eran insoportables, solicité un exa-
men llamado endoscopía, en el que introducen un tubo con una lente por
la garganta para observar el estado del esófago por dentro y ver si está
dañado. En el ínter, platiqué con un médico militar, al que le expliqué que
era bulímica desde hacía veinte años. El me observó asombrado.
- Con todo respeto, quiero decirle algo. Usted come tanto porque tiene
hambre de Dios; se siente vacía por dentro y de ese modo quiere llenar ese
hueco que tiene en el corazón.
Era una mujer de unos cincuenta y cinco años, de carácter fuerte pero
muy amable, madre de dos hijos. Tenía una hija de mi edad, a la que yo
casualmente conocía de años atrás. Tarde o temprano, la relación se estre-
chó y empecé a verla como a mi protectora y ella, quizás, como a una hija.
Me dejaba arduas tareas para entregar a la siguiente cita y nuestro esfuerzo
mutuo dio sus resultados. Podría decir que esta señora fue la primera en
darme una visión general de lo que es una terapia.
Una vez ahí, me observé en el espejo del baño y brilló en mis ojos un
destello de esperanza, ¡no dejaría ir esta oportunidad! Tras pensarlo unos
minutos, decidí decírselo a Yolanda a solas en otra ocasión y mejor disfru-
tar en ese momento de mi pastel de crema con chocolate acompañado de
mi café capuchino.
Dos días después le llamé, alertándola de que tenía que tratar un tema
muy personal y delicado con ella. Quedamos de vernos en la estación de
radio al día siguiente.
- Pe… pero si las bulímicas son tipas con el amor propio por los suelos,
inseguras, calladas, ¡lo contrario de lo que tú eres!, ¿cómo puede ser?...
- Pues así es- volvía a repetirle nerviosa por ver su reacción pero sin-
tiendo que me había quitado un peso de encima. Antes que ella, mi esposo
era el único en saberlo.
- ¿Tú, Elena?, ¡no chingues! No me digas que no puedes con esta fre-
gadera. Me decepcionas. Si tienes carácter y agallas, eres líder… ¡no me
digas que me equivoco y en realidad eres una débil!
- Ya lo pensé bien. Desde los doce años soy bulímica, tengo treinta y
dos. No va a ser tan sencillo- le respondí.
Nunca olvidaré aquella primera vez que fui con mi terapeuta B, quien
era una mujer de unos cuarenta y tantos años, de carácter, madre de tres
hijos, arreglada, delgada y guapa. Le platiqué a sobre mi infancia, el abuso
sexual del que había sido víctima y sobre tantas cosas que ahora encontra-
ba bizarras y que habían sucedido cuando era una niña.
- Sí, pero hasta Santa Claus cuida a sus hijos. Y ¿dónde estaba tu
mamá?- agregó.
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- Y ¿acaso era más importante trabajar que cuidar a su hija?
- Pero… era necesario que los dos trabajaran para que nos sacaran ade-
lante a mis hermanos y a mí- respondí-. Además, ellos no tenían ni idea de
lo que estaba sucediendo conmigo. Vivíamos en unos departamentos den-
tro de una Zona Militar, repleta de soldados y seguridad en todas las esqui-
nas. Ellos jamás creyeron que pudiera pasarme algo así, de otro modo…
Ese día no volvió a tocar el tema de mis padres, pero lo haría más
adelante y en varias ocasiones queriéndome convencer de que existía un
resentimiento inconsciente que yo guardaba hacia ellos y hacia mis tres
hermanos mayores.
Años después, con mucho temor y con todo el dolor de mi corazón, tras
cuarenta y cinco días de internamiento e incansables años de terapia, tuve
que aceptar que sí existió un gran descuido hacia mi persona por parte de
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mis padres, así como un abandono por parte de mis hermanos. Me faltó
ser protegida por mi propia gente y defendida de tanto abuso, ataque y hu-
millación durante mi niñez y adolescencia. La falta de interés sobre lo que
me sucedía generó que no tuviera la confianza de narrarles lo que estaba
sufriendo y que guardara en secreto tanto tormento. Las incuestionables
señales que se manifestaron fueron imperceptibles o mal interpretadas por
mi propia familia. Me veían como la más pequeña, pero les era indiferente
por completo.
Cabe mencionar que esta decisión ha sido una de las más difíciles en mi
vida, pero tenía que actuar rápidamente. Llevaba ya veinte largos años des-
truyéndome a mí misma y haciendo atrocidades inimaginables para evitar
engordar. Sabía que iba a estar conviviendo con gente muy depresiva y
enferma, pero también estaba convencida de tener el carácter para lograr-
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lo. Toda esta soledad y abandono que había vivido desde niña, me sirvió
para sentar las bases, armarme de valor e ir a enfrentarme yo sola con mi
enfermedad.
Mi terapeuta C era una señora de unos cuarenta años, madre de tres hi-
jos, famosa por su temple de hierro y por tener la habilidad de escarbar en
lo más profundo del alma de los pacientes hasta hacerlos gritar la verdad.
Simpática, pero a la vez cortante, con un historial personal de vivencias
y adicciones al extremo, mismo que le daba esa personalidad tan avasa-
lladora. Siempre estaba arreglada, peinada y maquillada, combinando los
colores de su maquillaje con su vestuario a la perfección. Vestía ropa li-
gera, juvenil y muy a la moda, pues era delgada y todo le quedaba bien.
Jamás se presentó sin tener las uñas pintadas, tanto de las manos como de
los pies. Coqueta y femenina, tenía un tono de voz ronco y firme. Usaba
tacones altos todos los días, ya fueran sandalias, botas o zapatillas cerra-
das. Cambiaba de accesorios y de color de bolsa casi a diario. Impecable
y perfumada. No era bonita, pero sí atractiva. No podía disimular que era
una experta en conquistar al sexo masculino.
Hoy recordé que el guía espiritual dijo la semana pasada que yo era
una manipuladora... Hoy me reí mucho de nuevo. Mis compañeras de TCA
sólo están esperando a que haga un comentario para reírse. Como Al-
fred es muy chistoso, les propuse a todas que hiciéramos pancartas para
echarle porras cuando se parara a hablar en la junta de AA la noche pa-
sada y resultó ser un éxito. Cada quien coloreó en un papel cada una de
las iniciales de su nombre, nos sentamos todas en fila y, en el momento en
el que éste subió al estrado, levantamos las hojas donde podía leer: A L F
R E D. ¡Estuvo buenísimo!
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Conocí a mi terapeuta y me parece que nos vamos a entender muy
bien. Es muy buena onda.
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Bullying y bulimia.
“El hombre libre, es el que nada espera”.
Edward Young.
Jazmín tenía una bola de primos y tíos que hablaban raro y andaban
asomados por la ventana inventando chismes de todo tipo.
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Cuando nos llegó la pubertad, me dijo que las toallas femeninas causa-
ban cáncer. Para colmo de males, en esas épocas, no se usaba que los pa-
dres hablaran de los cambios hormonales en las mujeres y ¡mucho menos
de sexo! Así que yo sabía algunas cosas por el morbo de algunas amiguitas
de la escuela que repetían lo que sus hermanas mayores les contaban. A los
doce años, se nos dio la primera conferencia sobre “Menstruación y sexo”
y entonces me quedó muy claro, comprendí todo y me puse a llorar.
Días después llegaría la noticia de que había quedado entre los fina-
listas de aquella contienda, pero aún faltaba el conteo final para hallar al
ganador. Una nueva ovación se llevó a cabo en el salón de clases. La madre
Teresa, entonces directora de primaria, me llamó a su oficina y me obse-
quió un libro titulado “El Don de la Estrella”, de Og Mandino y Buddy
Kaye. La madre Isabel, mi titular, estaba hinchada de orgullo como un
pavorreal y me trataba como si yo fuera de cristal. “Mi alumna estrella”
solía decirme cuando llegaba por las mañanas.
Por otro lado, para mi mala suerte, de llevarla más o menos “bien” con
Magdalena toda la primaria, pasamos a ser enemigas a muerte los tres años
de secundaria. Yo vivía en la escuela una difícil situación todos los días.
Tiempo atrás, mis dos grandes amigas de la infancia habían sido Maribel
y Lilia, la del ballet. Esta última y yo éramos inseparables, pero teníamos
amigas del colegio en común con las que compartíamos juegos y bailes
desde pequeñas. Con una de ellas, cuyo nombre era Mayela, me burlé de
mi gran amiga Lilia. Más tardó en sonar la campana del recreo a que Li-
lia en enterara de esto. A partir de ese momento, se convirtió en mi peor
enemiga y se unió con Liz y su grupo para hacerme la vida imposible. Por
supuesto, Mayela negó haberle dicho a Lilia tal cosa, y ella misma andaba
de un lado para otro, a veces de mi parte y, la mayoría de las otras veces,
de parte de las enemigas.
Así que ahora tendría como enemigas a Liz, la niña superficial y mate-
rialista con la que compartí toda mi infancia, y a Magdalena, nada más ni
nada menos que las dos adolescentes más cínicas, inhumanas y despiada-
das de mi generación.
Existían muchas otras que, por temor, se habían unido al grupo de las
malévolas de la noche a la mañana. Entre ellas figuraba una llamada Laura,
quien me empezó a agredir todos los días insultándome y haciéndome ca-
ras de asco. Las demás se burlaban a mi alrededor. Yo me las arreglaba sola
para salir diariamente de tales aprietos; sabía que me merecía que Lilia
estuviera del lado de ellas, pero no me explicaba por qué la bomba había
explotado al grado de empezar a tener problemas con compañeras con las
que ni siquiera yo había entablado una amistad.
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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
En aquellos tiempos, la palabra bullying o acoso escolar no figuraba en
el diccionario ni en las mentes de los padres de familia o maestros, nadie le
prestaba atención ni le daban importancia a este tipo de situaciones.
Cierta mañana llegó corriendo hacia mi butaca una niña muy asustada.
Quería decirme que estaban planeando juntarse todas mis enemigas para
echarme pleito cuando yo estuviera sola. Me explicó que estaban juntando
a todas las alumnas del salón para ver si estaban de parte mía o de ellas y
que la mayoría habían respondido, por temor, que estaban de su parte. Me
dijo que esta vez me querían hacer llorar e hincarme y pedirles perdón de
todo lo que yo hubiera hecho o dicho que les hubiera ofendido. Finalmen-
te, agregó que yo no le caía nada mal ni le había hecho algo ofensivo, pero
que si le daban a escoger entre ponerse de mi lado o del lado de Magdale-
na, Liz y sus secuaces, las escogía a ellas un millón de veces antes que a
mí. Se fue corriendo de ahí tal y como había llegado.
Una mañana que estaba afuera del salón porque Laura me había insulta-
do hablando de mi pelo y nos habían sacado de clase a las dos, le pregunté
cansada y harta a otra niña cruel y manipuladora que pertenecía al grupo
llamada Alma Rosa:
De las últimas cosas que recuerdo, sucedió que un día discutí con Lilia
y ella me insultó fuertemente, así que le contesté que era una “cualquiera”
porque andaba muy pegadita con los hombres a su corta edad, además
de que los niños del Instituto Cumbres hablaban muy mal de ella y todas
sabíamos que tenía una pésima reputación. Entonces trató de golpearme,
yo me quité y me fui corriendo hacia la otra esquina. Me amenazó con que
me iba a poner una golpiza al día siguiente. Cabe mencionar que Lilia ya
era una tremenda mujerona alta y pesada, con manos gigantes, brusca y
fuerte como pocas.
Hace algunos años que me rencontré con Verónica. Le dije que jamás
olvidaría su ayuda y ella me respondió que jamás borraría de su memoria
aquel trancazo del que me salvó.
Después del suceso con Lilia, ya en tercer año de secundaria, decidí que
esa angustia y temor que sufría todos los días en la escuela no eran sanos,
así que le imploré a mi titular que hablara urgentemente con mi mamá para
decirle que necesitaba un cambio de escuela porque ya estaba muy cansada
de tanta tensión. Le dije que le inventara a mi madre que yo necesitaba
nuevos aires y nueva gente, pero que jamás le dijera que era por problemas
y acoso de las demás compañeras del salón en mi contra, pues no quería
preocuparla. Siempre sentí que mi madre batallaba ya lo suficiente como
para inquietarla con mis problemas personales “sin importancia”. Mi titu-
lar así lo hizo.
Los jueces discutían y tomaban notas. Había mucha tensión, ruido, po-
rras y gritos en el patio. Yo cruzaba los dedos y rezaba porque ganáramos
el primer lugar. Por fin, el jurado se puso de acuerdo y uno de los integran-
tes tomó el micrófono y mencionó a las ganadoras del tercer lugar, uno de
los grupos de segundo de secundaria. Ellas pasaron por su reconocimiento
y se quedaron de pie detrás del jurado. A mi me daban cosquillas por todo
el cuerpo y todas las del grupo conteníamos la respiración. Se puso de pie
otro de los integrantes del jurado y tomó el micrófono diciendo:
Escuché unas risotadas provenientes del lado derecho del patio y obser-
vé a todo el grupito de mis enemigas mirando la escena. Comprendí que
ellas habían enviado a la alumna de primero de secundaria para burlarse
de mí.
La primera vez que hablé de esto con mi terapeuta B, ella me dijo que
a la gente no le gusta mendigar ni que la hagan de menos y que yo, a pesar
de mi nobleza, tenía una actitud soberbia y altanera ante el mundo.
A pesar de todo esto, seguí viendo a Lilia años después. Recuerdo que
la buscaba y la invitaba a mis fiestas y reuniones, pues aparece en todas
las fotos de mis cumpleaños, pero ¿cómo es que seguí frecuentando a esta
persona? Por azares del destino nos encontramos, muchos años después,
siendo compañeras de salón, una vez más, en el Diplomado para Escritores
de la Sociedad General de Escritores de México (SOGEM) y en los cursos
de actuación del maestro Emilio Caballero.
El círculo dio un giro y la historia se repetiría una vez más. Lilia se-
guía frecuentando a aquellas que habían sido mis enemigas de la secunda-
ria. Por medio de ella, me rencontré con su grupito y convivimos en una
cena para festejar que Mayela estaba en México. Sí, Mayela la traicionera,
quien llevaba años viviendo fuera de la ciudad, ¿puede haber algo más
ilógico? Fue una autoflagelación. Se me atragantaba la comida tan sólo de
observarlas y casi ni cruzamos palabra. Ellas me saludaron, como era de
esperarse, como si nada hubiera sucedido.
Aun no logro entender a las personas que me dicen que “ya ni se acuer-
dan” de las compañeras sádicas de la primaria y secundaria que las hicie-
ron sufrir durante años enteros. Me explican que eso ya pasó hace mucho
tiempo y que ya no viene al caso guardar rencores del pasado. Me pregun-
to si eso será cierto y yo seré la única que está mal, porque a mí me quedó
muy marcado el dolor infringido por estas alumnas a las que recuerdo a la
perfección y no puedo saludar “como si nada” en la calle.
Un buen día recibí por email unos mensajes nada agradables, prove-
nientes de un sitio de brujería en inglés. Al abrir el mensaje, apareció un
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HAMBRE
muñeco vudú desgarrado, con la cabeza colgando del lado y con alfile-
res enterrados por todo el cuerpo, ¡era espeluznante! El espantajo decía:
“Hola, soy Elena” (Traducción literal del inglés). De inmediato, mandé un
recado informando de esto a todos mis contactos. Horas después, reapa-
reció este correo de brujería con el mismo muñeco vudú, acompañado de
un mensaje mordaz en el que se leía: “Esto duele, ¿verdad?” (Traducción
literal del inglés). Entonces, me decidí buscar al autor de tales ataques lle-
nos de resentimiento y, para mi gran sorpresa, descubrí que la responsable
había sido Lilia. Le llamé para enfrentarla.
Para medir qué tan interesadas eran las alumnas, escribí un recado gi-
gantesco en el pizarrón que decía:
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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
Un viernes, organicé una reunión en mi casa a la que invité a las que ha-
bían hecho caso omiso del recado y a las que me habían pedido uno ó dos
boletos. Pronto, me hice de un grupo de amigas y, al mes de haber ingre-
sado, ya estaba recibiendo una invitación a pasar unos días en el rancho de
una de mis compañeras. En esta escuela fui aceptada, era una más y parte
de ellas, sin que por ello no hubiera alguna que otra malévola y conflictiva,
como en todas partes. Curiosamente, era de muy baja estatura.
Estando presentes todos los otros “amigos” a los que yo había presen-
tado, hombres y mujeres, voltearon rápidamente a ver qué era lo que su-
cedía y continuaron sentados platicando. Fue una decepción escalofriante.
Absolutamente nadie hizo algo por impedir que José María me empujara y
me pegara. Me punzaba el alma ver que Juan no hacía algo por sacar a este
individuo fuera de sí de su casa o le pusiera una reprimenda. Las únicas
que hicieron algo fueron su madre y su hermana, quienes jamás volvieron
a dirigirle la palabra a José María.
Con esta profunda herida viví diez años. Una vez más no me explico
por qué toleré el seguir frecuentando a mis “amigas” de la universidad.
Cada que las veía, me daba rabia recordar que ninguna de ellas se había
atrevido a defenderme y que habían seguido en contacto con el agresor.
Cuando les reclamaba algo, me contestaban que no se acordaban bien de
lo sucedido aquella noche. Desde entonces sé que la gente es muy “selec-
tiva”, sólo se acuerda de lo que le conviene.
FIN.
Un día, después de haber narrado en la junta de AA esta historia, mi
terapeuta C preguntó en la terapia de grupo:
- A ver, a ver, ¿quién es más pendejo?, ¿el que dijo que los amigos eran
perfectos o el que le creyó?
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HAMBRE
Adrenalina pura a
flor de piel.
Las dos guardamos silencio por un tiempo tiradas boca arriba sobre el
pasto, con las barrigas llenas y los corazones contentos. Todavía no había
mucho pavimento por esos lugares y corríamos a nuestras anchas por los
terrenos enormes cubiertos de pasto y vainas jugositas que cortábamos
para comernos el líquido que, según nosotras, era súper nutritivo. Las
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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
plantas estaban repletas de catarinas, mariposas y otros insectos que revo-
loteaban por la hierba y había mucha tierra y lodo para construir castillos
y ciudades enteras.
Años más tarde, cuando ella tenía diez y yo once años de edad, nos
fuimos a escondidas al cine a ver “El Exorcista”. Nos fascinaba sentir ese
temor al riesgo, a ser descubiertas, a estar en conflicto. Ella escapó del
cine a tiempo y a mí me cacharon, sometiéndome un duro castigo por mi
desobediencia.
-Así que nos hemos reunido todos para discutir tu situación en parti-
cular y hemos decidido que te debes ir de la clínica lo antes posible, hoy
mismo. Quiero que empaques tus cosas y tomes el primer vuelo de regreso
a México. Aquí están horarios de vuelos- me extendió un papel-, puedes
tomar un teléfono de las cabinas y reservar tu boleto.
-Ya ves que estás becada, ¿no? Ya no podemos hacer más por ti.
Un francés que estaba interno, me dijo que eso que me habían hecho
era un atropello de lo más vil; que la clínica se debió de hacer responsable,
desde un inicio, de mi estancia y que era su obligación haber cubierto los
gastos derivados de mi regreso porque el virus estaba dentro de las ins-
talaciones. Que ellos tenían un seguro que cubría estas situaciones y que
eran unos sinvergüenzas que no se comprometían con los pacientes, que
se aprovechaban de ellos y que lo que en realidad les preocupaba, era que
yo les fuera a poner una demanda si me llegaba a contagiar del virus y esto
llegaba a afectar al producto de mi embarazo. Me explicó cómo me habían
manipulado de lo lindo para que me “tragara” eso de que lo más valiosos
era mi bebé.
Una vez de regreso en casa, retomé el asunto y envié varias cartas exi-
giendo al dueño de la clínica el rembolso de mis boletos de avión. Jamás
sucedió y le di carpetazo al asunto.
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HAMBRE
Esa mañana en la clínica de recuperación nos dieron la noticia de que
se unía a nuestro grupo una nueva compañera bulímica. Se llamaba Rita
y tenía diecisiete años. Volví a preguntarme porqué yo había tenido que
esperar hasta veinte años después para decidir tratarme. Quizás en mi ado-
lescencia, recién surgida la enfermedad, hubiera sido mucho más sencillo
rehabilitarme.
Rita era una chava guapa y delgada, pero brusca e irrespetuosa. Para
ella no existía autoridad alguna en su espacio. A todas nos sorprendió, con
el paso de las horas, verla rompiendo las reglas una y otra vez sin pena ni
cautela y, lo más sorprendente, sin alguien que le llamara la atención. A mí
me dio mucho coraje, pues siendo una mujer deportista y activa, me habían
prohibido ir a caminar en ayunas por las mañanas hasta que no tuvieran
listos los resultados de mis análisis, mismos que llevaba una semana es-
perando.
Esto era una forma que utilizaba Fanny, la nutrióloga, para demostrar
su autoridad, pues ¿qué demonios podría sucederme yendo a caminar me-
dia hora todos los días? Como nunca me han gustado las imposiciones ab-
surdas, la había desobedecido desde el primer día y ésta me había castiga-
do prohibiéndome ir a caminar al día siguiente argumentando que “temía
por mi embarazo”.
Fanny tenía treinta años y era una mujer de carácter, pero había en ella
cierta amargura que reflejaba por completo porque se le estaba yendo la
edad casadera y aún no encontraba algún prospecto con quien contraer
nupcias. Todas las demás nos burlábamos de esto en secreto. Las otras
dos nutriólogas eran más jóvenes y menos estrictas: Sara y Marcia. Entre
Fanny y estas dos nos cuidaban, nos enseñaban recetas, nos guiaban en la
alimentación e impartían talleres sobre nutrición, propiedades y efectos de
la comida. Lo irónico era que dejaban a una sola por turno para todas las
pacientes.
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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
Aquella mañana, tan pronto nos sentamos a desayunar, empecé a en-
trevistar a Rita sobre su bulimia. Todas escuchábamos entretenidas, pues
más o menos sabíamos las historias de las demás y nos intrigaba conocer
a alguien nuevo. Karine no había ingerido un mordisco de comida el pri-
mer día y a todo le ponía cara de asco; Alexia tardaba años en terminar de
masticar un bocado; Bárbara, siempre desganada y triste, sin bañarse ni
arreglarse durante semanas, comía también con lentitud; Marina obser-
vaba cuidadosamente los platillos que le ponían sobre la mesa y tardaba
muchísimo tiempo en decidirse a empezar a comer. Cuando al fin lo ha-
cía, era para ella un martirio que la hacía temblar; Dora temblaba para
no devorarse lo que le servían y yo trataba de comer lo más lento posible
para demorar siquiera media hora. El tema de conversación de todas las
comidas era el mismo: el vómito. Nos mofábamos recordando anécdotas
de este tipo y los malabares que habíamos tenido que hacer para conseguir
sacarnos lo engullido a toda costa.
Supe que Bárbara vomitaba de cinco a ocho veces al día a diario; Dora,
además de comer compulsivamente las veinticuatro horas, también era bu-
límica y se inducía el vómito varias veces en un solo día pero podía dejar
de hacerlo durante meses. Decía que se podía comer una pizza grande y
un litro de Coca Cola en dos minutos. Por supuesto que todas le creíamos.
Alexia y Dalia habían llegado a la clínica agarrándose de las paredes para
no desfallecer por debilidad. Alexia, en los últimos diez meses antes de
internarse en la clínica, comía un pan tostado con queso panela y agua en
todo el día, aunque argumentaba que el agua “la empanzonaba”; Marina ya
había tenido un colapso nervioso en esa misma institución, habían creído
que le había dado un infarto y la habían hospitalizado. Era la segunda oca-
sión que estaba internada por noventa días. Aunado a todo esto, Marina,
Dalia y Alexia también eran vigoréxicas. Ahora le tocaba a esta nueva
integrante relatarnos sus experiencias.
-¡No manches!, ¿diez a quince veces todos los días?- pregunté sorpren-
dida.
- Sí,- respondió mirándome con su gran sonrisa- ¿por qué?, ¿es mucho?
- Máximo unas tres y no todos los días. Soy más pausada. Pueden pasar
semanas, meses o quizás años y vuelvo a retomar la manía de devolver el
estómago. Tal vez sea por eso que yo no tengo secuelas físicas del abuso
de este método. No tengo ni el esmalte de los dientes gastado, ni las uñas
amarillas, ni el esófago quemado ni nada de eso.
- Señorita- me dijo-, ese muchacho que está allá sentado quiere saber su
teléfono, pero no se atreve a pedírselo.
- ¡Pues son unos gandayas!- gritó furiosa-. Con razón no te dejan leer
con calma y no te dan copia del papelucho ese, ¿verdad?- preguntó vol-
teando a ver a Sara.
- A ver, a ver, aquí se está para obedecer y así son las reglas…
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HAMBRE
-¡Reglas mis pantalones!- interrumpió Rita- ¿A quién se le ocurre poner
esa medida tan ridícula? Además, no creo ni siquiera que jamás lo hayan
hecho, es sólo para tenernos asustadas. Aquí parece una cárcel…
Por otro lado, yo estaba intrigada por saber si las personas con desór-
denes alimenticios tenían la tendencia a robar, al igual que yo, y también
habían sido víctimas de abuso sexual en su infancia. Mi terapeuta C me
había explicado que me gustaba robar porque al haber sido mi sexuali-
dad descoyuntada a tan temprana edad, estaba acostumbrada a vivir con la
adrenalina a flor de piel y robar era un acto fascinante para las bulímicas.
Luego de escoger una que otra blusa, miré mi reloj y me supuse que mi
mamá estaría ya esperándonos en el primer piso. Fuimos a encontrarla y
ella pagó la ropa que yo había escogido pero, a la hora de salir, dos indivi-
duos de seguridad hicieron sonar la alarma antirrobo. Mi amiga empezó a
temblar y se puso aun más pálida de lo que ya era. Mi madre preguntaba
qué era lo que sucedía. Entonces, uno de los elementos de seguridad me
dijo que me tendrían que revisar la bolsa de mano y yo le dije que no iba a
ser posible porque traía cosas íntimas y personales adentro. El me dijo que
no me quedaba de otra y que lo revisaría una mujer para mi tranquilidad.
Miré rápidamente a mi alrededor buscando una vía de escape y encontré
un pasillo que iba directo a los baños.
- Yo no, gracias a Dios- contestó sonriendo- Esas manías son muy ma-
las.
Todas nos quedamos con la boca abierta. Esta chava, a sus diecisiete
años, ya había vivido experiencias tan fuertes al grado de llegar a estar
presa en la cárcel.
Esa tarde Fanny nos llevó a la cocina para enseñarnos a preparar tor-
tillas de maíz, empezando desde hacer la masa. Dora y yo nos queríamos
comer una tortilla. En cuanto Fanny se descuidaba, empezábamos a aven-
tar tortillas hacia las mesas del comedor y se escuchaban los ruidos que
provocaban al caer por todas partes. Entonces Fanny volteaba a vernos
muy alerta y las dos fingíamos que estábamos prestando atención a lo que
ella nos enseñaba.
Con una sola mirada de Fanny hacia las mesas, nos hubiera descubierto
en el acto. Era la risa contenida y los nervios de ser descubiertas lo que ha-
cía de esto lo más cómico que nos había sucedido hasta el momento. Fanny
sospechaba y volteaba muy seria a vernos a los ojos y después nos revisaba
de pies a cabeza. En cuanto se cercioraba de que las cosas estuvieran en
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HAMBRE
“orden”, ablandaba un poco el semblante y seguía con sus tareas. Dora y
yo ya no podíamos de la risa.
No podía creer que una nutrióloga, con una carrera profesional, pro-
nunciara mal una palabra tan común para ella en el argot de la Nutrición,
así que me apuré a corregirla.
Cada semana, los técnicos hacían revisión a fondo de los cuartos, ba-
ños, maletas y sus forros, entretelas de la ropa y objetos personales reti-
rando los que consideraban como cosas de peligro, tales como perfumes,
artefactos punzo cortantes (excepto navajas para afeitar), acetona y todo
lo que encontraran de alimentos, en especial a las de TCA. Si llegaban a
encontrarnos algo, éramos reportadas en ese mismo instante.
Yo soñaba con ese día y quería ganarme con esfuerzo esa despedida.
Suspiraba cada que alguien salía de ahí con la frente en alto.
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HAMBRE
Un enfermo busca a
otro enfermo
L a Bebé era aquella niña de la que hablé en el capítulo III, una com-
pañera de la escuela que iba en mi salón desde que teníamos cinco
o seis años de edad. Precoz, mentirosa y con una familia de lo más disfun-
cional que he visto en mi vida.
Vivía en una casa de varios pisos en la que todos los muebles eran
viejos y estaban cubiertos de polvo. Su mamá era una señora exótica y de
físico muy peculiar; era idéntica a la típica bruja volando sobre su escoba.
Gritona y escandalosa, con la barba muy prolongada y con un lunar gigan-
tesco, de color negro, en la punta de la nariz. Superficial, corriente y una
alcahueta de primera. Su papá era un hombre depresivo y de pocas pala-
bras; regordete y con el rostro triste, todo un personaje como sacado de una
novela dramática. Tenía dos hermanos mayores y una hermana menor y,
aunque todos tenían esta característica muy marcada en el rostro, la Bebé
fue la única que heredó a la perfección el molde de la cara de hechicera
de su madre. Tenía el pelo de color rojizo, maltratado como un estropajo,
y siempre llevaba un enorme moño rojo colocado en la coronilla. Baja de
estatura y rechoncha; despeinada, sucia, desaliñada. Esa era la impresión
que siempre dio a quienes la conocimos.
- ¿Y quién va a cuidar de las niñas durante las giras?- inquirió con tono
de voz dudoso.
La primera vez en mi vida que salí con un chico en plan galante, fue a
los trece años, cuando unos púberes pasaron por la Bebé y por mí a su casa
teniendo como alcahueta principal a su propia madre. Ambas teníamos la
misma edad. Tuve que mentirle a mi mamá diciéndole que iría a casa de
la Bebé a hacer una tarea. Estaba nerviosísima, temblaba de las extremi-
dades por miedo a que me fueran a cachar, e iba vestida como cualquier
preadolescente, con unos pantaloncitos cortos, una blusa de niña y mi cola
de caballo.
- ¿Cómo?- le pregunté.
En una de estas fiestas de quince años de una amiga mía, estaba presen-
te el niño más cotizado y galán en ese entonces, un tal Eduardo, quien nos
traía locas a todas las niñas de las escuelas privadas y de monjas. Yo no lo
conocía personalmente, lo había visto una que otra vez, pero su fama era
bien merecida. Era de cabello castaño y de estatura mediana, muy varonil
y de facciones perfectas. Le dije a Ariadna que me gustaba, pero ella se
moría de ganas por que la invitara a bailar y me lo repetía a cada minuto,
inventando que la había volteado a ver y que le sonreía. Yo no veía nada
de eso, pero le seguía la corriente para no desilusionarla. Me retaba dicién-
dome que esta vez ella me iba a ganar e iba a bailar con el más guapo de
la fiesta; que lo iba a conquistar y yo me iba a quedar con su amigo el feo.
Yo me reía con ella.
Emanaba una magia inocente que nos envolvía a los dos por completo;
ese encanto y atracción fascinantes que se sienten en los primeros albores
del despertar del instinto de atracción hacia el sexo opuesto y que jamás
se vuelven a experimentar con tal intensidad conforme pasan los años. Ese
momento fue para mí inolvidable.
- ¿Qué no sabes que él y sus cuates hicieron una apuesta para ver quién
sacaba a bailar a la más “gata” de la fiesta?
Lejos estaba de pensar que aquel comentario con el que me había gol-
peado hasta desarmarme mi entonces “mejor amiga”, era pura envidia fu-
riosa contra mí.
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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
Días después, mi otra amiga, la quinceañera, me platicó que Eduardo
le había pedido mi teléfono. Ella se había negado a dárselo, argumentando
frenética que él había dicho que yo era una “gata”. Me explicó que él se
quedó sorprendido, frunciendo el ceño y negando rotundamente tal co-
mentario despectivo hacia mi persona. Acto seguido, volteó furibundo a
ver a Ariadna, quien aun le coqueteaba, y salió disparado de la celebración.
-Te regreso todas tus cartas porque, a fin de cuentas, lo que dices en
ellas no vale nada.
Ella me sonrió sin darle la menor importancia a mis palabras, tomó las
cartas y se fue. Parecía como si estuviera “ida”, en otra dimensión. Me era
muy difícil creer que esa amistad que ella y yo habíamos cultivado y forta-
lecido por años, desapareciera en un instante y pusiera a la Bebé al mismo
nivel de cariño que a mí en tan sólo días de conocerla.
Meses después le llamé para ver qué era lo que estaba sucediendo, ya
que corrían rumores muy negativos sobre las reputaciones y vivencias de
las dos y yo, sentada en mi nube rosa, no podía creer tales cosas, sobre
todo de Ariadna. Ella me contestó de lo más normal, como si nada hubiera
acontecido.
- ¡Claro que no!, ¿cómo crees que te haría yo algo así, güey? Sí le dije
lo que criticamos pero le dije que las dos habíamos dicho las cosas.
Pese a todo esto, en el fondo, estaba agradecida con la Bebé por haber
sido solidaria conmigo y haber echado de cabeza a Ariadna así que, necia
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HAMBRE
y ciegamente, la seguí considerando como a una amiga. Ellas se siguieron
llevando. No volví a recibir ninguna llamada por parte de alguna de las
dos, a pesar de que les dejaba constantemente recados y me daba cuenta de
que se negaban a contestarme.
Llegaron mis quince años y tuve que cambiar de amigas. Invité a mis
dos grandes compañeras de la infancia, Lilia y Maribel, y a una tercera que
se llamaba Amalia, quien se juntaba conmigo solamente por un interés:
moría de amor descaradamente por mi hermano y sus amigos. Esta, a su
vez, me presentaría a su prima Alfonsa, quien llevaba el mismo interés
que ella entre manos y quien se conformaría, meses después, con quitarme
insolentemente a mi primer novio casi besándose con él frente a mí. Pero
esta no sería la única vez que esto sucedería, años después, una de mis
“amigas” de la preparatoria, se casaría con mi novio de ese entonces.
- ¡Si tú supieras lo decente que era antes de conocer a una bruja a la que
le dicen la Bebé!- contesté tristemente.
- ¿Porqué tan grosera, niña?, ¿no te han dicho que eres muy guapa?
Ella hizo un gesto de molestia, dio un rápido vistazo hacia el sillón don-
de yo había aventado la revista y subió las escaleras casi corriendo hacia
el cuarto de Pablo.
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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
Ya no supe qué sucedió allá arriba pero sí escuché los gritos de Isabel
y recuerdo a Lorenza y a Pablo, minutos después, bajando las escaleras
agarrados de la mano y acomodándose la ropa muy frescos.
Recuerdo que mi madre se ponía furiosa cada que veía llegar a la casa a
Lorenza gritando mi nombre desde la calle trepada en la espalda de Pablo.
- Oye, pero a mí me vale madres lo que digan los demás- le decía Pablo
muy indignado.
Pronto esta relación se volvió muy singular pues todas las tardes, cuan-
do yo regresaba de cursar los últimos meses en tercer año de secundaria,
Pablo y Lorenza pasaban por mí para ir a dar vueltas en el coche, robar
cosas en el súper mercado- recuerdo a Lorenza saliendo un día con un cho-
rizo escondido entre las piernas- , ir por la Bebé, comer chatarra, fumar,
burlarnos de la gente, mascar chicle de manera vulgar, subir el volumen
del estéreo a lo más alto e ir gritando la canción de moda en ese tiempo:
“Rock me Amadeus” de Falco. Todo era una aventura y al azar. No planeá-
bamos nada.
Todo esto era nuevo para mí. Jamás me imaginé que la sociedad me
condenaría de manera tan drástica y que, mucho tiempo después de ha-
ber participado en este juego delicado y habiendo desparecido Lorenza
del mapa por completo, seguiría pagando un precio muy alto y trabajaría
mucho limpiando mi manchada reputación. En otras palabras, me había
quemado de cabo a rabo en mi círculo de amistades y conocidos por tener
esa clase de compañías. Toda la gente que me conocía estaba boquiabierta
ante tal transformación.
- ¿Crees que tú le gustaste, güera?, ¡le gusté yo! Lo que pasa es que no
se me podía acercar porque estaba con este estorbo de Pablo.
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HAMBRE
- ¡Oyeme!- exclamó Pablo fingiendo que se molestaba.
Cada que Pepe iba a dejarme a mi casa, hacía una pausa dentro del
coche para decirme cuánto le gustaba y me pedía que anduviera con él, a
lo que yo contestaba un rotundo pero amable “no”. A él le disgustaba esta
situación y cada vez era más insistente. Lorenza era su aliada y también
trataba de convencerme hablándome de sus coches y su dinero, pero a mí
no me atraía nada que viniera de él. Dándose por vencido, Pepe nos invitó
a comer un día a su casa a Lorenza y a mí.
Se había puesto de acuerdo con ella para hacerme pasar una tarde in-
fernal. Su casa ocupaba una cuadra de la colonia Polanco. Había varias
personas mayores que nosotros en la comida. Recuerdo haber distinguido,
a mi llegada, una cochera enorme con autos perfectamente bien estaciona-
dos y nuevos que dos chóferes enceraban. La casa tenía canchas de tenis
y alberca. Algunos de los invitados jugaban tenis, otros nadaban en la al-
berca, otros comían.
Cuando salí, le pedí a Pepe una toalla y me dijo que no tenía, pero que
me fuera caminando hacia los vestidores y al vapor en la parte inferior de
la casa y que lo esperara ahí. Empapada y temblorosa fui hacia donde Pepe
me había señalado. Entré por un pasillo cuando, de pronto, escuché gritos
y carcajadas que venían de la alberca hacia el vestidor. Segundos después
Lorenza y los dos Pepe’s empujaban a Manuel, el hermano menor de Pepe,
hacia adentro de los vestidores y cerraban por afuera con llave. Por las
rendijas, desde afuera, Pepe me gritó:
-¡Ahí está tu calentador para que no tengas frío! Los dejamos solitos
para que se froten mutuamente.
-Estos cuates son unos imbéciles- exclamó nervioso-, ¿cómo nos dejan
encerrados aquí?
-¿Ya se les quitó el frío o los dejamos más tiempo?, ¡están buenísimos
los hot dogs!, ¿eh?- y se marchaba de ahí.
- Eres una corriente. Hablas puras leperadas. Hablar contigo y con una
muñeca inflable es lo mismo.
- Sí, las muñecas inflables que usamos los hombres para coger. Tienen
un hoyo. Eres nada más que eso. Yo tengo un Mercedes Benz y vivo aquí
en Polanco, mi papá tiene un chingo de lana y somos de la clase social más
alta de México, ¿ok?- me revisó por completo despectivamente y tomó un
sorbo de su bebida.
La siguiente vez que vi a Pepe fue cuando perdí una ridícula apuesta
que habíamos hecho él yo, en la que éste tenía el noventa y nueve por
ciento de las posibilidades de ganarme. Me había ido a cortar el pelo en
el salón más costoso y de moda en México en ese entonces, Thomas Hair
Studio, para lo que había ahorrado dinero durante meses. Era de lo más
cool decir que te habías hecho un corte de cabello en aquel lugar. Saliendo
del salón, Pepe me vio y fue cuando me propuso un trato contra mi nuevo
corte de pelo. Yo acepté aparentando indiferencia. A la semana de haber
pagado una cantidad de dinero exorbitante por un simple corte de pelo, me
encontraba siendo rapada en una peluquería barata a la que Pepe me llevó
para cobrarse la apuesta y burlarse, una vez más, de mí.
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HAMBRE
Al día siguiente de aquella nefasta comida, Lorenza me telefoneó a pri-
mera hora de la mañana con sus palabrotas como si nada hubiera sucedido.
Yo estaba sentidísima con ella pero no se lo dije y ella, tan fresca como
una lechuga, me dijo que pasaría a recogerme con Pablo en media hora.
Yo, para convencerme de ir con ellos, me mentí, convenciéndome a mí
misma que no había sucedido gran cosa el día anterior y que yo exageraba.
Una vez que “me lo creí”, pegué un salto y me preparé para esperarlos en
la esquina de mi casa. Ahí me recogieron y nos dirigimos a Plaza Polanco,
que era lo más novedoso en esa época.
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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
Era casi el fin del ciclo escolar y se llevaría a cabo una fiesta muy es-
perada a la que llamaron “Amadeus” por la antes mencionada canción en
boga. La invitación era una cajetilla de cigarros con una cara misteriosa
impresa al frente que llevaba puesta una capa como de monje perverso.
Todo era de color anaranjado con negro. Los alumnos del ambiente de
escuelas más liberales como el Colegio Americano, el CEM, el Franco
Inglés, el Eton, el Hamilton, el Peterson, etcétera, se peleaban por tener en
la mano la preciada cajetilla de “Amadeus” para acudir a la celebración.
Lorenza y Pablo nos consiguieron boletos a la Bebé y a mí y estábamos
contentísimas.
Ese día saqué mis mejores galas, les presté a la Bebé y a Lorenza mis
dos trajes nuevos tipo “Flans” (2), -sacos largos con hombreras enormes,
faldas largas muy pegadas y blusas holgadas- que era lo que se usaba en
ese entonces-, y yo me conformé con el vestido tejido y viejo que Lorenza
usaba todos los días. Nos vaciamos la botella de hair spray en el pelo para
ponernos el fleco de punta y tieso secándonos con la pistola, nos pintamos
con delineador azul claro en los ojos y la boca rosa pálido nacarado; nos
vaciamos la botella de perfume Anais Anais y ¡listo!, las tres iríamos a la
fiesta más esperada del año.
Una vez arregladas nos fuimos a casa de Lorenza para que Pablo nos
recogiera. Cuando llegamos, su mamá de le estaba pegando de golpes y de
gritos a su hijo e insultándolo de la manera más grotesca que jamás había
escuchado. Sin atrevernos a entrar a la casa, nos agachamos a escuchar
escondiéndonos entre los coches. Los gritos se oían hasta la calle.
-Mamá…
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HAMBRE
-¡Mamá tus huevos!, ¿cómo pude tener a un cabrón alcohólico y dro-
gadicto de hijo?- continuó la señora con su léxico florido-. Eres un pinche
apestoso, ¡te apestan las nalgas! Ve a lavártelas y a darlas para que te den
tu droga y la consigas sin estarme jodiendo, ¡puerco apestoso! Has de ser
puto… ¡holgazán!
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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
unos tacos o a un fast food a cualquier hora del día. Además, al entrar en
su casa, te dabas cuenta del descuido total en el que vivían; no había casi
muebles, los pocos que existían eran viejos y sucios; parecía que vivían
aquí y allá y solo tenían lo necesario para moverse de casa rápidamente.
A pesar de vivir en estos rumbos, Lorenza usaba un solo vestido deshila-
chado a diario, mismo que yo llevaba puesto esa noche y un par de tenis,
toscos y desaseados, con calcetas blancas dobladas. Siempre traía las uñas
mordidas y llenas de mugre. Existían unos contrastes muy marcados en su
vida y un abandono total.
Pablo salió del auto, segundos después, al mismo tiempo que nosotras;
sacó de la cajuela un artefacto y le gritó. “¡Me voy a suicidar, Lorenza!,
¿es eso lo que quieres?, ¡te amo!” Acto seguido, descubrimos que traía una
pistola en la mano y se acercaba a ella. La Bebé y yo le gritábamos que no
lo hiciera mientras nos agachábamos cubriéndonos con el coche para no
presenciar aquella escena. Se dirigió a Lorenza sin importarle que estuvie-
ran frente a él todos los personajes de la fila y se puso la pistola dentro de
la boca. Lorenza le gritó de groserías y entró a la casa corriendo.
Emma era una chava altísima y ruda como pocas, así que las tres llega-
mos temblando de espanto y cuidándonos las espaldas. La fiesta se llevó
a cabo en la calle de Alcázar de Toledo en la colonia Reforma Lomas. Era
de esperarse que este grupo de adolescentes que asistían no solo fueran
liberales y rebeldes, sino que tenían mucho dinero y se sentían dueños de
la humanidad entera. Tal caso era Pablo, quien también vivía en una casa
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hermosa situada en una esquina del Paseo de las Palmas, en las Lomas de
Chapultepec. Cuando la ignorancia se junta con el dinero es muy peligro-
so, es un arma letal.
Lo último que ocurrió fue que recibí un fuerte empujón por la espalda
cuando bajaba las escaleras hacia la pista. Nunca supe quién había sido
pero, por supuesto, pensé en Emma. Caí sentada en una silla que estaba
debajo de la escalera y empecé a carcajearme del miedo y de nervios.
Casi a la media noche, cuando salí de la casa a ver si habían llegado por
mí mis papás, hallé a la Bebé sentada en las piernas de Saúl, besuqueándo-
se y llorando con el rímel corriendo por sus mejillas. Me dijo que Emma le
acababa de pegar en la cara. Volví a entrar a la fiesta y, de la nada, empezó
a platicar conmigo un tipo con los ojos rojos como semáforo en alto. Minu-
tos después llegaron mis papás. Mi madre entró en la casa a buscarme has-
ta donde yo estaba y me agarró del brazo con una cara de enfurecimiento
que jamás olvidaré. Sin decir una palabra, me jaló fuertemente fuera de ahí
y entonces me encontré a mi papá de pie esperándome en la calle. Cuando
nos dirigimos hacia el coche, uno de los adolescentes borrachos que estaba
afuera le gritó a mi papá:” ¡Hasta pronto, suegro!” Me causó rabia escu-
char cómo le faltaban al respeto a un señor como mi padre.
- ¡Tú y tus amiguitas! –Me gritó mi mamá colérica un vez adentro del
auto- La tal Bebé besuqueándose sentadota en las piernas de un tipejo en la
entrada de la casa, ¡qué espectáculo!, ¿qué no te das cuenta?, ¡el borracho
con el que te encontré estaba también drogado, no podía ni mantenerse de
pie! ¿Estos son los ambientitos que te gustan?, ¡tienes quince años!, todos
estos escuincles son unos irreverentes “hijos de papi” a los que no les im-
porta nada. Tú estás acostumbrada a otra clase de gente, ¡entiéndelo! Aquí
no hay moral, no hay respeto, ¡no hay nada!- Mi madre respiró profundo
y sus cachetes rojísimos parecían a punto de estallar- Ni la Bebé ni la Lo-
renza se vuelven a parar en mi casa, ¿oíste?, ¡tienes prohibido llevarte con
esas tipas y no quiero saber que las vuelvas a ver jamás en tu vida!
Meses después supe que Lorenza se había ido a vivir a La Joya, en San
Diego y le envié una carta por correo diciéndole cómo extrañaba nuestras
aventuras y lo mucho que nos divertíamos. Ella me contestó que ya no
quería volver a verme. Dos años más tarde, recibí una carta por correo
donde ella misma me decía lo mucho que me quería y que había valorado
mi amistad estando allá. Me enviaba unas fotos suyas. Jamás le respondí.
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De Pablo supe que había tenido que salir de México por algunos unos
años, ya que lo estaba buscando la policía culpándolo de robo de plata y
oro. Eso dio respuesta a todas mis dudas sobre el dinero que éste despilfa-
rraba, de manera inconsciente, saliendo con Lorenza y sin tener un empleo.
Los insultos más violentos vinieron de una de mis primas, mucho ma-
yor que yo, quien afirmaba a gritos que yo había perdido la virginidad con
su hijo a los quince años. Cuando protesté acerca de esto con mi madre,
ella se limitó a exclamar: ¡Qué grosera tu prima!”, para que, al día siguien-
te, le llamara de larga distancia y conversaran a risotadas, como si nada
hubiera sucedido. Esta misma pariente, me corrió de su casa, teniendo a
su esposo como aliado de mis “amigas” para molestarme y ridiculizarme
cada que iba de visita. Inolvidable una ocasión en la que me llamaron para
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que me presentara en su habitación, usando una falda pegada y una blusita
corta, para criticarme junto con una de mis amistades nocivas, quien hoy
está clínicamente diagnosticada como bipolar. Entre los tres, me hicieron
pedazos a sus anchas, haciendo comentarios como: “¿crees que te ves bien
con esa faldita embarrada?” o, “¿te sientes la buenota, verdad?”, mientras
mi amiga se revolcaba de la risa en la cama. El esposo de mi prima remató
sus brutales comentarios añadiendo: ¿Y ese triángulo, qué significa? Ha-
ciendo referencia a mi pubis.
Otro primo mucho mayor que yo, prosaico como pocos, empezó a mo-
lestarme desde que tenía quince años. Marcaba el teléfono de mi casa y,
cuando yo levantaba el auricular, me preguntaba: “¿cuántos amantes lle-
vas?”, “¿cuántos abortos has tenido?”, o simplemente me lo encontraba
conversando con mi madre en la sala de mi casa cuando yo llegaba de
alguna parte, y éste le decía: “Mírela tía, viene del hotel”. Mi mamá se
reía de sus bromas. Después de años de soportar sus insolencias, me cansé
y empecé a colgarle el teléfono y a ignorarlo cuando lo veía en persona.
Con mis familiares del lado paterno, las que vivían en el Estado de Mé-
xico, era la misma historia. Mis primas fingían ser abiertas y “alivianadas”
para sacarme información sobre mis galanes y los lugares que yo frecuen-
taba, para luego transformar, mentir y exagerar todo lo que les decía a su
antojo, criticándome a mis espaldas y diciendo que yo era una resbalosa
que me quería parecer a la cantante regiomontana Gloria Trevi.
Como por telepatía, un día recibí una llamada inesperada. Era Lorenza
y estaba en México, ¡no lo podía creer! Se hospedaba en el Hotel Nikko y
me pidió que la fuera a ver, pues ya tenía dos hijos que quería que conocie-
ra. Yo le hablé a Pablo de inmediato y nos quedamos de ver con ella en la
recepción del lugar. Ambos estábamos muriéndonos de curiosidad por ver
si había cambiado en algo, pero jamás nos imaginamos lo que estábamos
a punto de presenciar.
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De los elevadores salió una joven morena, delgada y bien vestida cami-
nando hacia nosotros. Llevaba el cabello largo y alaciado, collar y pulseras
de oro, pantalones negros tipo Capri y una blusa Armani de seda. Usaba ta-
cones altos, caminaba erguida, estaba perfectamente maquillada y traía las
uñas largas e impecablemente pintadas. Pablo y yo no podíamos dar cré-
dito a lo que veían nuestros ojos… ¡era Lorenza!, no cabía la menor duda.
“¿El padre de mis hijos?”, pensé para mis adentros, “¿qué quiere decir
con esto?”. Ella me observó y leyó mis pensamientos.
- Sí, pero solo una vez al mes y sin que me vea la gente- respondió.
- ¿Cómo pude andar con Pablo?- me preguntó con cara de asco-. Tiene
unas orejotas, ¡está horrible!, ¡qué asco!
Al final, me confesó que este señor era hermano del entonces gober-
nador de uno de los Estados al norte de la República Mexicana y me dio
el nombre. Agregó que hacía años que no sabía nada de su familia ni de
su madre y que, la última vez que la había visto, había sido fue estando
con sus dos hijos en el aeropuerto, pero que su mamá la había rechazado
volteándole la cara.
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Yo no sabía qué decir, pero pensé que alguien como ella tendría que
haber terminado así. Su vida me pareció falsa, vacía y superficial pero,
sinceramente, le había ido de maravilla en comparación con lo que yo me
esperaba. Además, tenía lo que quería. Me llamó por teléfono antes de
casarme para que la invitara a mi boda y volvió a preguntarme si mi mamá
aun la odiaba. Le dije que sí y, definitivamente, ni se me ocurrió invitarla.
No he vuelto a saber de ella. A Pablo también lo dejé de ver de golpe.
- Oye, ¿te parece normal alguien que engorde y beba alcohol de esa
forma?- le pregunté asombrada- Sé que es alcohólica.
- ¿Qué?, ¡por Dios!, ¡eras la niña precoz de la escuela! Ibas pintada des-
de que eras una escuincla de diez u once años, ¿no se acuerdan?- pregunté
volteando a ver a las demás invitadas que habían estado en el colegio.
- ¿Qué?- esta vez el tono de mi voz subió hasta el cielo- ¡tu mamá era
una alcahueta de primera!
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carcajada. La Bebé me miró fingiendo que no comprendía lo que yo esta-
ba diciendo. Me era insoportable escuchar tanta falsedad salir de boca de
semejante monstruo. No podía tolerarlo, pero concluí que no valía la pena
derramar bilis por alguien así.
Ese fue el colmo de los colmos. Ahora resultaba que la persona más
nociva que jamás hubiera conocido, no solo se había transformado en una
farsante mojigata, sino que ahora negaba su pasado y fingía espantarse de
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lo que había hecho ella misma años antes. Era tal mi confusión, que llegué
hasta a pensar que quizás padecía de lagunas mentales por haber bebido
tanto alcohol y ya no se acordaba que yo había sido testigo de todas sus
hazañas. De otro modo, no me podía explicar tan desvergonzada farsa que
estaba montando frente a mí.
Esta vez me salió la risa del corazón. Por primera ocasión, otras en la
mesa me siguieron. Recordé el molde del rostro familiar en forma de bruja
y no pude evitarlo. La hermana era muy parecida a ella. Descubrí que de-
bía de darle un giro completo a mi actitud para poder pasármela bien aque-
lla tarde, es decir, en lugar de estarme revolcando de coraje cada que oía
que soltaba una de sus hipocresías, decidí tomarlo por el sentido amable y
reírme de su capacidad de mentir.
Más adelante comprendería que todo sucede por alguna razón. El tiem-
po es un aliado maravilloso. A fin de cuentas, ¿qué hacía Alexandra con
alguien como la Bebé? Cuando me puse a analizar objetivamente su vida,
hallé claramente la respuesta.
Alexandra padecía del mismo mal que yo: “Un enfermo busca a otros
enfermos”.
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Todos le aplaudimos. Era la primera vez que yo veía que Rita se toma-
ba algo en serio. Cuando terminábamos de hablar en el estrado, decíamos
la frase “felices veinticuatro horas”, haciendo referencia a un día más de
sobriedad y control, cualquiera que fuera nuestro padecimiento.
Su esposa y sus hijos iban a verle, sin falta, cada semana. A mí se me re-
volvía el estómago al ver a Rita tratando de disimular sus celos y barriendo
de pies a cabeza a la mujer.
Fue la segunda y última vez que observé llorar a Rita. Esta vez, mucho
más que la primera, pues no podía ni hablar del llanto, balbuceando que
había sido una injusticia.
Por esas fechas, rondaba por los pasillos una historia de acoso sexual
por parte de un homosexual a otro paciente. Estos dos eran compañeros
de cuarto y el acosado narraba que una noche, estando a punto de dormir,
el hombre había salido del baño en tanga de hilo dental con una flor entre
los dientes y se le había acercado a la cama meneándose como bailarina de
hawaiano. Este, sorprendido y asustado, se embarró como una mosca en
la cabecera pero el otro había empezado a trepar su cama en cuatro patas,
gateando eróticamente con los labios en forma de beso. Entonces él había
salido disparado del cuarto pidiendo auxilio y un cambio de habitación
a los técnicos. No supe cómo habían reprendido al acosador, pero había
argumentado que todo había sido una broma.
Ese suceso era continuo tema de burla para la víctima, pues nos car-
cajeamos hasta dolernos el estómago cuando nos contaron la historia por
primera vez y, cada que veíamos al acosado, nos burlábamos haciéndole
señas y señalando al acosador con poses sensuales y provocativas. El se
reía y se apenaba. Por ser compañero de mi grupo de terapia, supe que el
acosador tenía una mujer que estaba embarazada. Más tarde lo veríamos
siendo visitado por ella.
Ahora traigo broncas de lana con la familia porque, los muy gandayas,
quieren quedarse con unas propiedades de mi mamá y desean que los here-
de en vida…- hizo una pausa-. Tengo que regresar a mi casa, ya no puedo
estar aquí internado mientras allá afuera se están arrebatando como buitres
las cosas. Mi esposa es bulímica –y volteó a verme de reojo al igual que
todos los demás compañeros- y no puede sola con el paquete de nuestros
hijos…
Yo no sabía qué responderle pero traté de cooperar con ella lo más que
pude mientras compartiéramos habitación. Había días en que no se quería
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parar de la cama y yo la destapaba y le decía que ya era hora de ir a medi-
tar. Ella, muy tranquila, me decía que me alcanzaba en unos minutos pero
nunca llegaba. Le ponían labores como despertar a todos los pacientes para
impulsarla a que se animara y participara. Cuando tenía esa responsabili-
dad, casi no fallaba.
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emocionada y satisfecha de haber cumplido con su meta. Al día siguiente,
la fuimos a despedir al pasillo.
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tes de látex, batas, tijeras, yeso, gel de colores, plastilina, etcétera. Las lla-
ves de acceso las tenía uno de los técnicos y, por ninguna razón, las podía
prestar a alguien que no fuera un terapeuta.
Así fue como Karine, desde el momento en el que vio llegar a Johny,
le echó el ojo y aplicó su técnica. Este, a los pocos días, cayó redondo en
sus garras. Ella se jactaba de que traía como locos a todos los del centro
de rehabilitación y, sinceramente, a Dora y a mí nos molestaba demasiado
su forma de actuar. Si no estaba ahí para recuperarse, este no era el sitio
idóneo para buscar una pareja. Nos daba coraje verla embarrándosele a
todos los hombres y quejándose en terapia de que la acosaban, jugando
con su papel de víctima.
Aquel mismo día por la tarde hubo una confrontación entre Peter y
Johny. Intervino uno de los internos llamado Germán, un hombre maduro,
de excelente porte y voz ronca, quien fungía como el protector de todos,
era el que daba ánimos a los decaídos e intervenía para resolver problemas.
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Germán tuvo el desatino de enfrentar a Peter y a Johny para saber quién
se había orinado encima de la almohada de uno de los pacientes la noche
anterior. El paciente agredido había perdido los estribos, se puso como
loco de violento y había llamado a la dirección para reportar lo sucedido.
Como los dos adolescentes ya habían tenido problemas anteriormente con
este individuo, asumió que ellos habían sido los responsables y les había
querido romper la cara en el comedor a la hora del desayuno. Johny y Pe-
ter lo negaron rotundamente, pero se habían ido a carcajear a escondidas
después del enfrentamiento y los habían visto. Germán, fungiendo como
mediador, les preguntó delante del paciente quién había sido el responsa-
ble de tal atrocidad y lo volvieron a negar, pero en esta ocasión el paciente
ya no pudo contenerse más y le soltó un puñetazo al aire a Johny y este le
respondió con una patada y se armó la batalla. Una vez que los separaron,
los insultos no se dejaron esperar. Llegaron técnicos corriendo por todas
partes para agarrarlos y cada quien fue llevado a una de las oficinas.
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- Entiendo que le tengas afecto a un chavito como Juan o Johnny, como
tú le llamas, y que te nazca el instinto materno de protegerlo pero com-
prende una cosa, él está mal, muy mal. No tienes idea lo que un nene con
carita angelical y ojos azules como él es capaz de hacer. Aparenta ser una
dulzura pero tiene tendencias de delincuente y suicida…
- ¡Por Dios!...
- Porque sabe con quién. Es inteligente y buscó muy bien a sus aliados.
Por si no te has dado cuenta, tú eres una pieza clave en todo el centro de
rehabilitación; una pieza influyente e importantísima para pacientes y te-
rapeutas… ¡eres una mujer embarazada!, ¡la única mujer embarazada que
ha caminado por los pasillos de esta institución! Eres un ejemplo a seguir
para todos nosotros porque te sobraron las agallas para haber venido a
internarte sola en tu primer embarazo, ¿qué no te das cuenta? Te ponen
como ejemplo en todas nuestras terapias. No solo Don Pancho y Alexia
son admirables, el primero por ser alcohólico y querer rehabilitarse siendo
ya un anciano y Alexia por ser una niña anoréxica y haber estado aquí a
sus catorce tiernos años, ¡tú también eres admirable, mujer! ¿Qué señora
se viene a internar a un lugar como este estando preñada? Yo jamás hubiera
permitido que mi esposa se internara con una bola de locos deprimentes
como nosotros estando en tus condiciones. Mis felicitaciones a tu marido,
quien quiera que sea, ¡qué valiente!…
No me quedó más que sonreírle a Germán con los ojos llenos de lágri-
mas y sentirme honrada por sus palabras.
- A la única persona que quiso ver de todos los pacientes… fue a mí.
Hizo una larga pausa y suspiró como recordando ese momento y para
tenernos a todas sin aliento esperando lo siguiente.
Pero yo no le creí.
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Para ese entonces, yo tenía apenas cinco meses de casada, y aquel día
de mi boda mi mamá había lucido como una reina con su vestido largo
color verde esmeralda, ¡se veía hermosa! Habíamos ido juntas, desde muy
temprano, al salón de belleza para peinarnos y maquillarnos.
Tras escuchar el diagnóstico y llorar sin parar durante más de una hora,
me puse de pie con las entrañas desechas. Los cuatro hermanos nos dirigi-
mos a ver a mamá al hospital. Cuando entramos en su habitación, ella esta-
ba sola y triste, pues el oncólogo no había sido nada sutil al darle la noticia.
Días después de la noticia, salió del hospital con todos los ánimos de
salir adelante y vencer la enfermedad. Desde ese momento yo le prometí
a la Virgen de Guadalupe que iría a visitarla cada mes a la Basílica para
pedirle por la salud de mi madre. Le dije que, si Ella me hacía un milagro
y la curaba, iría a agradecérselo una vez por semana.
Por ser yo la que vivía más cerca de su casa, la recién casada y sin tener
hijos que cuidar, me había convertido en nueva confidente y amiga, pues
era la que más seguido la veía y platicábamos de muchas cosas; salíamos
aquí y allá ya fuera al cine, a comer, al museo, al teatro, de compras. Pare-
cía estar mejorando su condición.
Durante su vida mi madre había sido una mujer positiva, activa, alegre
y sana. A pesar de haber dado a luz a cuatro bebés, siempre había sido
delgada, así que no me explicaba cómo una señora de sesenta y dos años,
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joven y deportista, quien jamás había fumado, bebido alcohol, comido
productos enlatados o tomado refrescos con fenilcetonúricos, podía estar
padeciendo esta terrible enfermedad. Pronto encontraría la respuesta frente
a mis narices.
Yo no tenía idea de quién era ese señor pero, en ese momento, observé
un brillo distinto en la mirada de mi mamá y supe de qué se trataba; por
fin, ella había aceptado salir con alguien. Minutos después este señor, once
años mayor que ella, la tomó de la mano y todo quedó confirmado.
Meses después este señor nos presentó a su único hijo, con quien yo
hice mancuerna de inmediato, pues era de lo más simpático. Más tarde
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me enteraría de que había sido adoptado y que era homosexual. Seguimos
frecuentándonos por mucho tiempo.
Mi mamá estaba tan entusiasmada con rehacer una nueva vida en pareja,
que lo presentó a amigos y parientes, pero no por todos fue bien recibido.
Muchos de éstos, quienes habían sido alumnos de mi padre, se ofendieron
y dejaron de hablarle, no sin antes recordarle el profundo respeto que aun
le profesaba a “su maestro”. El hermano de mi papá también se molestó.
Mi madre titubeaba pues, a los seis meses de salir con su pretenso, éste
le propuso matrimonio y le ofreció irse a vivir a su casa, situada en el sur
de la ciudad. Esto implicaba que ella tendría que dejarlo todo, vender sus
pertenencias y cargar conmigo a la casa de este señor, quien padecía del
corazón.
Para que yo pudiera irme a vivir con mi madre, el anciano había tenido
que comprarle un departamento a su hijo, así que yo pasaría a habitar la
que había sido su recámara.
A las dos semanas de casados, fui testigo de la primera vez que el an-
ciano la corrió de su casa.
- Pues ni modo. Te irás con tus hijos o a ver con quién te vas- respondía
sádicamente.- Esto se acabó.
Eso sí, el anciano tacaño era muy soberbio pero nada tonto, ya que a la
hora de mendigar se convertía en un indefenso borreguito. El muy descara-
do, a pesar de la responsabilidad a la que se había comprometido, no tardó
ni un mes en pedirle a mi madre que cooperara con los gastos de la casa,
pues argumentó que el dinero se le estaba acabando y, no conforme con
eso, no vaciló en pedirme a mí que pagara la mitad del sueldo de Juana, la
muchacha que ahí trabajaba, y la cuenta de uno de los dos teléfonos. En un
principio, mi mamá y yo estuvimos de acuerdo en ayudarle con los gastos
de la casa, pero llegó un momento en el que me harté de la situación.
- Oye, mamá- le dije una tarde-, si estás dispuesta a soportar a este veje-
te tacaño y enfermo del cerebro por lo menos que te mantenga, ¿no?, ¿no te
prometió eso y te hizo que renunciaras a tu trabajo antes de casarte con él?
- Y ¿quién se siente que es este tipejo?, ¿eh?, ¿quién le dijo que podía
tratarte como lo hace? Tú no tienes por qué estar soportando esto. Tienes
cuatro hijos de tu lado y este vejete misógino no tiene a nadie, ¡está solo
por odioso y soberbio!, ¡que se vaya al carajo! ¿Por qué permites esto des-
pués de haber tenido un caballero como mi padre de marido?, ¡no le llega
ni a las patas a mi papá! Pobrecito gañán, está tan acomplejado que saca su
posición de machito para sentirse seguro. Tú tienes más dinero que él y no
necesitas andar soportándolo, ¡nos vamos en este instante de esta maldita
casa las dos!
Por mucho que yo lo intentara, no podía hacer gran cosa sin que madre
se decidiera por ella misma a dejar a su esposo. Le costaba un enorme
trabajo reconocer que había cometido un grave error casándose con este
hombre que nos había visto la cara a todos. Pienso que hasta llegó a sentir
cierto arrepentimiento hacia el recuerdo de mi padre, pero jamás me lo
expresó. A pesar de que platicábamos de muchas cosas, hubo algunas que
se guardó en el fondo del corazón y estas la fueron enfermando anímica y
físicamente.
Como ella siempre había sido una mujer de carácter, al poco tiempo, lo
sacó. Le contestaba magistralmente a las agresiones que el sujeto le lan-
zaba y las dos nos reíamos a sus espaldas. Yo me limitaba a escuchar los
pleitos en silencio; cuando era necesario, intervenía.
Los dos años y medio que viví en casa del esposo de mi madre, la bu-
limia se me disparó. Aunque la relación entre mi madre y su esposo tenía
altas y bajas y aun tenía un poco de control sobre mi manera compulsiva de
comer, la misma situación de impotencia me descontrolaba drásticamente.
Fue en ese entonces que, tras haberme inducido el vómito durante casi
diez días continuos, el esófago empezó a arderme y me asusté. Teniendo al
anciano como médico en casa, consulté con él y este me revisó. Me pidió
que alzara los brazos y, acto seguido, empezó a pasar su mano sobre mi
garganta y pecho, desviándose a mi busto hasta llegar a tocar mis pezones.
Yo pegué un brinco en ese instante, pero pensé que un doctor sabría mejor
que yo lo que estaba haciendo. Una vez terminada la revisión, me dijo que
no había descubierto nada fuera de lo normal y que le había gustado tocar-
me “aquí”, volviendo a poner sus grotescas manos en mis pechos. Yo sentí
que la cara me ardía de furia y vergüenza, me quité y bajé de un salto las
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escaleras para llamarle por teléfono a mi hermana y pedirle que me dejara
irme a vivir a su casa. Aproveché para contarle cómo se había transforma-
do el esposo de nuestra madre y cómo la trataba ahora que estaba en sus
dominios. También se los comenté a mis dos hermanos, pero creyeron que
yo exageraba.
Esa misma noche, mi madre y él llegaron muy contentos del cine aga-
rrados de la mano. En cuanto hubo una oportunidad de que estuviera solo,
me le acerqué.
- Oye- le dije- muy seria-. Por ningún motivo en el mundo quiero que
me vuelvas a tocar libidinosamente como lo hiciste esta mañana, ¿enten-
dido?
Acto seguido, cortó con las tijeras cada una de las tarjetas de crédito en
frente de mi mamá y dejó caer los pedazos al suelo.
El señor, por muy abandonado que hubiera estado, tenía ganada a una
familia, que éramos nosotros. Casi todos los fines de semana llegaban mis
hermanos con todos sus hijos y el escándalo no terminaba hasta entrada
la noche. Mi madre preparaba grandes comilonas en las que convivíamos
en familia conversando, bromeando, riendo y, ya entrada la noche, nunca
faltaban el juego de dominó y las barajas. Juana, la criada, se ponía furiosa
en un principio pero no le quedó más que terminar por acostumbrarse. El
viejo se la pasaba muy contento.
Por esas fechas creí conveniente revisar cómo estaba mi cuerpo des-
pués de tantos años de abuso, teniendo aun el esófago adolorido, y fui
al hospital. Mi primera cita fue para practicarme una endoscopía en el
esófago. Para mi asombro, los resultados fueron excelentes. Ni siquiera
tenía indicios de gastritis. Me sentí afortunada. Después, me practicaron
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una colonoscopía para ver si el uso irresponsable de los laxantes me había
afectado el colon o los intestinos, además de un estudio completo, con
rayos X, para observar la eficiencia y el y correcto funcionamiento de mi
aparato digestivo. Todo salió normal. Ya que el dolor en el esófago algunas
veces se expandía, llegué a pensar que estaba enferma del corazón. Me
practicaron un examen muy moderno, tipo ultrasonido, en el que se ve el
corazón en tercera dimensión. Estaba perfecto. Por último, pasé al dentista
a que revisara el estado del esmalte de mis dientes. Estaba intacto.
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ella para llevarla a vivir conmigo. El muy collón a mí no me dijo una sola
palabra; se despidió de mí por la noche y, al día siguiente, yo me fui tem-
prano a trabajar, pero mi madre pagaría con creces toda la furia contenida
del anciano a lo largo de ese día y durante las dos semanas siguientes.
Dos semanas después de aquel café y justo dos semanas antes de que
yo me casara, mi madre abandonó al enfermo de su esposo y se marchó de
ahí cargando una pequeña maleta de mano. Tendría que regresar después
por el resto de sus cosas. Gina, la vecina de enfrente, chismosa como po-
cas, había sido testigo de todo el pleito y se había encargado de divulgarlo
a los vecinos de toda la cuadra, incluso al mismo hijo del anciano. Todos
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sabían que mi mamá había salido de casa, entre gritos y llantos, y le había
asegurado al viejo que no regresaría.
Una tarde nos fuimos a la Zona Rosa a recordar sus tiempos de estu-
diante de inglés en el Instituto Mexicano Norteamericano de Cultura y
me platicó todas las aventuras que había vivido con las amigas que había
hecho en la escuela. Caminamos muy contentas, agarradas del brazo a “La
Auseba”, una cafetería donde venden los profiteroles más ricos en la ciu-
dad de México y nos tomamos un café capuchino. Desde aquel entonces,
jamás he vuelto a ir a aquel lugar.
Ella era de las personas que iba caminando por la calle y no soporta-
ba ver a un anciano indigente pidiendo limosna. En ese mismo instante,
le compraba comida y le daba dinero, no sin antes hacerle prometer que
no lo gastaría en alcohol para el día siguiente. En el mercado tenía a sus
“dos viejitas”, como ella las llamaba, a las que les daba su domingo cada
semana. De pronto, ellas le decían que ya no les alcanzaba y ella se reía y
les daba más monedas.
Ella había estado casada con un estadounidense y tenía dos hijos varo-
nes. Vivió unos años en Estados Unidos y se había regresado a México con
toda su familia. Trabajó casi toda su vida en una galería de arte que des-
pués ya no le dejó más ganancias y terminó por cerrar, por lo que su casa
estaba repleta de cuadros, pinceles y bastidores llenos de moho y telarañas.
Por las mañanas también teníamos turnos en los que participaban mis
cuñadas. A ratos, durante el día y por la madrugada, yo me revolcaba llo-
rando de desconsuelo en la cama del hospital sin que ella me escuchara,
pero era tal mi dolor, que una mañana mi mamá me puso su mano en la
frente y me dijo: “Te ves triste”.
Escondidas entre la ropa, traía mis perpetuas oraciones a todos los san-
tos que existen, mismos que rezaba una y otra vez sin parar, y mis Rosarios
completos que recitaba todos los días, una ó más veces, acompañándome
de un Rosario hermoso de perlitas blancas para llevar el conteo.
Redacté una carta que firmamos entre todos donde le decíamos lo mu-
cho que la amábamos y admirábamos, le pedíamos que luchara por salir
adelante porque la esperábamos de regreso en nuestras vidas. Ella había
llorado al escucharla y después se puso contenta.
- ¿Qué te pasa?, ¿por qué te das por vencida ahora?- empecé a levan-
tarle la voz desesperada-. Tómate los tés y ten fe en ellos. Te vas a curar.
Ella volteó a verme con aquella mirada acuosa y fría que tenía en los
ojos cuando empezó a ponerse más grave.
Para una mujer como ella, el haber estado internada sin poder moverse
en una cama de hospital los últimos dos meses de su vida, fue un infierno.
Ser dependiente era lo que menos había querido durante toda su existencia.
Sin esperar una respuesta del oncólogo, le prometí a mi madre que iría
volando a Estados Unidos al día siguiente por aquella medicina alternati-
va y que haría uno de mis trucos para que me la vendieran o, de plano, la
robaría.
Por esos días recordé haber visto en películas una burbuja de plástico
esterilizada en la que colocaban a personas enfermas o delicadas de salud
para evitar que se contagiaran de cualquier infección en el ambiente exte-
rior, pero en este hospital no existía este artefacto.
- Quiero decirte una cosa que acabo de descubrir- le dije-. La vez pasa-
da que internaron a mi mamá en el sanatorio, acababa de tener un pleitazo
contigo. Ahora sucedió lo mismo, ¿no te parece esto una casualidad?
Aunque tras platicarlo con varios doctores negaron que el estado aními-
co influyera con el cáncer que se había desarrollado en la médula ósea de
mi mamá, a mí nadie me convencería de lo contrario. Fue tanta la coinci-
dencia de lo que sucedió desde que mi madre había contraído matrimonio
con aquel ser enfermo de odio, que estoy segura de que él fue quien la
enfermó, al igual que lo había hecho con su esposa anterior. Claro, ellas
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dos lo permitieron. Toda aquella ira contenida, la decepción de haber sido
engañada de tal modo, la impotencia de no saber cómo actuar y el orgullo
de no haber aceptado abiertamente que había cometido tremendo error, la
llevó a enfermarse tanto espiritual como físicamente.
Palabras de profeta.
Busqué a un sacerdote para que hablara con mi madre acerca de sus te-
mores y de lo que creía que iba a pasar. Cuando llegué a su cuarto, el padre
se estaba yendo y no quiso contarme nada, tan sólo mencionó que la había
confesado y que iba a orar todos los días por su salvación.
Por primera vez en casi dos meses había salido de ahí brincando de
contenta, pues estaba segura de que mi madre se iba a curar. Esa misma
tarde le llamé a mi hermana por teléfono y ella me dijo que también estaba
muy satisfecha de haberla visto tan bien y que había comido de maravilla.
Para mí fue más que suficiente. Estaba segura de que mi madre estaría de
regreso en poco tiempo.
Una persona tan generosa como mi madre no merecía morir a los se-
senta y dos años y de esa forma. Tanto esfuerzo, tantas esperanzas, tanto
dolor… Justo diez días después de la visita de Tony Karam al hospital, mi
madre dejaba de respirar tal y como él lo había predicho. Empezaron a lle-
gar a mi memoria, como en cámara lenta, escenas de mis hermanos yendo
y viniendo al hospital; de mi hermano mayor interpretando los resultados
que le acababan de entregar con la cara inexpresiva; de mi hermana conte-
niendo el llanto en el cuarto la primera vez que vimos que mi mamá sufría
de incontinencia; la de una de mis cuñadas berreando conmigo mientras
platicábamos en el banco de sangre; de mi amiga María con la que implo-
raba por la salud de mi madre todas las noches; de mi esposo mirándome
preocupado; de los tés milagrosos; del filipino que curaba con energía; del
sobreviviente de cáncer hablando con mi madre; de mi hermano pidiendo
urgentemente el paquete de medicina alternativa de Nueva Zelanda. De
todo ese esfuerzo realizado… en balde.
En ese preciso instante, algo dentro de mí murió junto con ella. La luz
se había extinguido.
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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
Agarré el tabaco como desahogo y empecé a fumar como desesperada.
Las lágrimas me salían a ratos, pero me sentía seca por dentro de tanto
haber llorado. Estaba furiosa con Dios, con los médicos del hospital, con
la vida y con el mundo entero. Me aborrecí a mi misma por no haber sido
capaz de salvarle la vida a mi madre y me repetía, constantemente, que no
había hecho lo suficiente. “Si hubiera ido por las medicinas alternativas a
Estados Unidos la hubiera salvado; si hubiera exigido que le donaran mi
sangre la hubiera salvado; si hubiera conseguido aquel globo estéril, la hu-
biera salvado”, pensaba día y noche torturándome con dolor de estómago
y con el pecho pesándome una tonelada. Llegué al extremo de pensar que
yo misma había contribuido a que muriera con tantos enojos que le había
causado en mi adolescencia y juventud.
Fue una madrugada en especial que tuve un sueño tan intenso y tan
pleno de significados que, cuando desperté, el ruido de la cabecera de mi
cama era tan fuerte que parecía que alguien la estaba azotando contra la
pared. Me sobresalté y me senté a escuchar. Mi esposo continuaba profun-
damente dormido. Segundos después, el ruido desaparecería por completo.
Sólo escuché las persianas de la sala, como si algo hubiera huido por la
ventana, pero estaba cerrada.
Una mañana llegué armada de valor a casa del avaro por sus pertenen-
cias. Empecé a doblar sus hermosos vestidos de noche, aun impregnados
con su perfume, con los ojos nublados de lágrimas; recogí zapatos, blusas
y demás prendas. De inmediato me di cuenta de que faltaba mucha ropa
fina, pero pensé que estaría en la tintorería. Cuando fui a preguntar por las
prendas, me dijeron que ahí no estaban. Después me puse a buscar apara-
tos eléctricos que nos pertenecían. Al abrir un cajón noté que el individuo
ya tenía guardada, entre sus cosas, una máquina de escribir eléctrica semi
nueva. En ese instante quise sacarla del cajón.
Sin tomar en cuenta los múltiples gastos que tenía mi madre debido a
su enfermedad, meses antes, el viejo egoísta había comprado una sala cos-
tosísima y le había exigido a mi madre que pagara la mitad del total. Ella
había accedido, además de haber cooperado en el pago de la pintura, la
impermeabilización de su casa y de haber pagado una reja nueva que daba
hacia el patio. Su ambición era realmente desmedida.
Mis visitas diarias a casa del anciano eran una pesadilla. Además de
estar cargando con mi intenso dolor, frustración y decepción, tenía que
enfrentarme con la voracidad de este ser enfermo. Cuando me percataba
de que algo no estaba y le preguntaba, él me respondía no tenía ni idea de
lo que le hablaba. Yo le llamaba por teléfono a mi hermana rogándole que
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me acompañara a recoger todo lo que faltaba, pues el viejo ya me tenía con
los nervios de punta, y le describía su manera enfermiza de espiarme. Ella
pensó que yo exageraba pero me acompañó en una o dos ocasiones y se dio
cuenta de lo mismo que yo: faltaban varias cosas.
Por azares del destino cuando mi madre todavía estaba con vida, yo
había tenido que tomar prestado su automóvil, ya que el mío se había des-
compuesto. De no haber sido por aquel incidente, el viejo jamás me hubie-
ra permitido sacar el auto de su cochera.
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macizo y que era miles de veces más fino y costoso que aquel librero enor-
me de pino por el que tanto había peleado.
Lo que más valor tenía para mi eran varias pinturas al óleo, hechas por
mi madre, que colgaban de las paredes de su casa. Fui recuperando las que
pude pero unas eran de tamaño gigantesco. Les pedí a mis hermanos que
me ayudaran con eso. El vejete se quedó con uno de los más hermosos.
Por último le llamé por teléfono a su aliada Juana, la sirvienta, para que
me echara la mano. Como mi madre había sido muy generosa con ella du-
rante todos esos años enseñándola a cocinar y colaborando con dinero para
que se hiciera de un terreno propio en Pachuca, Hidalgo, llegué a pensar,
erróneamente, que ésta iría a poyarme. Me colgó el teléfono.
Que el vejete hubiera lucubrado de esa manera y con tal saña, me dejó
perpleja y me demostró que este vestigio de ser humano estaba peor de
enfermo de aborrecimiento de lo que en absoluto imaginé.
- ¡No, no, no!,- había llegado el anciano eufórico gritando- ¡esos libros
son míos!, regrésalos a donde estaban
- Yo solo quiero pedir una cosa que para mí tiene un gran valor,- dijo
mi cuñada cuando estábamos ya a punto de irnos-. Mi suegra y yo cosi-
mos y adornamos juntas un mantel navideño y quisiera quedármelo como
recuerdo.
- Ya dije que no sale nada más de aquí, ¿está claro?- alegó recordándo-
me a un niño chiquito y berrinchudo-. Ya tomaron lo que les correspondía
y ya es suficiente- concluyó de pie corriéndonos fuera de su casa y seña-
lando la puerta con el dedo índice.
Como buen rabo verde que era el viejo tacaño me miró, como coque-
teando en un principio, hasta que termino por reconocerme; entonces se
le transformó la cara y salió corriendo en otra dirección. Fácilmente le di
alcance a zancadas para gritarle justo en el oído: “¿Sigues con vida?, ¡mi-
serable rata!”, y caminé unos pasos para colocarme frente a ellos. Cuando
volteé a verlo a poca distancia de mí, él estaba inmóvil mirándome con su
novia al lado, ambos simulando estar muy ofendidos. Lo reté con la mirada
para ver si era capaz de atreverse a decirme algo. Nos quedamos así por
un tiempo, mis ojos chispeaban de rabia y me dieron ganas de soltarle un
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trancazo en la cara. Los dos se dieron la vuelta y se alejaron de ahí como
ratones escurridizos entre la gente.
No podía creer que una persona de tan baja calidad humana, tan infa-
me como él, teniendo más de siete décadas de vida, sin dinero y tacaño a
morir, tuviera tanta suerte como para haber encontrado a esas alturas a una
tercera esposa, veintitrés años menor que él. También me daba rabia el
pensar que gracias a la intervención de mi madre, el monstruo ya no estaba
solo, pues había recuperado a su hijo como fruto de la perseverancia de mi
mamá en procurarlo, invitarlo y llamarle por teléfono y ahora se la pasaba
yendo a vacacionar a casa de la hermana solterona a Cuernavaca, la misma
con la que se había peleado por diez años. Esta mujer cuidaría de él por el
resto de sus días.
Asistirían pacientes de todas partes del mundo que habían estado inter-
nos en la clínica años atrás, entre ellos, un chavo de unos diecinueve años,
tatuado de cuerpo completo y con perforaciones en la nariz, en los oídos
y en la lengua. Se hacía llamar “Pimienta”. También estaría presente el
dueño de dicha institución, asistirían particulares y empresas que habían
colaborado con becas y donativos y no podían faltar los medios de comu-
nicación.
Pensé que esta sería una oportunidad única para tomarnos una foto to-
das las de trastornos en la conducta alimenticia (TCA’s) juntas y pedí per-
miso para hacerlo. Cada una de nosotras firmamos una carta donde decía-
mos que estábamos de acuerdo con que nos tomaran la fotografía y ellos
se comprometieron a enviárnosla por Internet una vez que hubiéramos
terminado nuestros tratamientos y estuviéramos fuera de ahí. De ningún
modo nos las enviaron.
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Los medios de comunicación ahí presentes, respetando el código de
confidencialidad, tenían prohibido retratarnos a los pacientes. Sin impor-
tarme esto, yo me la pasaba posando frente a todas las cámaras que se me
cruzaban poniendo mi mejor sonrisa y mi panza descubierta, al grado de
hacer enfurecer a los fotógrafos. Todas nos reíamos como locas.
Montaron una lona con tarima y micrófonos para los que tenían que
hablar en público. Primero, uno de los dueños de la clínica dirigió algunas
palabras a todos los presentes. Después hablaron todos los ex pacientes
que llevaban más tiempo sobrios de cualquier adicción. Acto seguido, los
más recientes y, por último, un representante de los que estábamos inter-
nos. Por supuesto, yo me puse de pie y hablé por las mujeres y Germán
por los hombres.
- ¿Qué no pueden hacer una excepción por un solo día?- les decía a las
demás en voz alta-. Siempre siguiéndonos como perritos falderos, ¡ya me
tienen hasta el gorro estas tipas!
En la vida olvidaré que esa noche me habían dado un hot dog y una
salchicha sola sin pan para cenar, misma que Dora agarró sin preguntar y
se la engulló de un jalón, dejándome a mí con hambre para el resto de la
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velada. Yo estaba tan irritada que me salí de la fila cuando nos llevaban al
comedor para cenar y seguí mi camino por otro lado, a pesar de los gritos
y regaños que Marcia, la nutrióloga, me lanzaba.
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- ¡Ojalá y no haya sido en mi cama!- exclamó a punto de soltar la car-
cajada-, ¡qué asco! Déjame ir al baño del pasillo y nos sentamos a platicar
un rato para darles chance. Y salió corriendo de ahí.
Y así nos íbamos, uno por uno, quedando todos tomados de la mano. Al
final, alzábamos las manos entrelazadas y repetíamos, en alto, la Oración
de la Serenidad. Después de esto, teníamos media hora para convivir en el
área de descanso.
Cuando llegaron los refuerzos, todos saltamos fuera del agua. Uno que
otro de los pacientes bromeaba acercándoseles, como a punto de empujar-
los a la piscina. Ellos se alejaban enfurecidos chiflando con su silbato y
haciendo señas desesperadamente con las manos para que nos apresurára-
mos a salir de ahí. Imaginé que éramos un grupo de locos de manicomio
que habíamos perdido el control y nos burlábamos de los doctores, quienes
más tarde nos castigarían con electro shocks y poniéndonos una camisa de
fuerza, para rematar encerrándonos por separado a cada uno en un cuarto
con paredes blancas.
- Nos van a correr de aquí- dijo Marina- ¡Tanto escándalo no era para
menos!
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- ¡No manches!- interrumpió Dora-, ya nos falta poco para terminar a
muchos de los que estamos aquí. A los de la despedida ya les quedan días
para irse- añadió señalándome-, ¡imagínate que los expulsaran a un día de
terminar su tratamiento!
- Yo conozco a gente más loca que anda feliz caminando por la calle y
haciendo atrocidades con su vida y con la de los demás- expresó Marina
tajantemente.
- A ver, Marina- continuó Rita-. Gente como nosotras que prefiere mo-
rir y hacerse daño antes que engordar, ¿estamos mal o no? Como dicen
los terapeutas: el insano juicio nos controla. Me cae que hasta me da pena
decirlo. Preferiría ser drogadicta o alcohólica a esto…
Ahora que soy madre, estoy consciente de que los pilares de una fami-
lia somos los dos padres, papá y mamá y que, mientras nos mantengamos
firmes y seguros todo lo que se construya hacia arriba, va a tener buenos
cimientos. En cambio, si somos inseguros y débiles, toda la construcción
crece tambaleante y corre peligro de caer en cualquier momento. Aunque
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cada miembro de un hogar juegue su papel, siempre se necesita alguien
que brinde el equilibrio y la seguridad a los demás para mantener la armo-
nía familiar. En la mayoría de los casos, los padres desempeñan este papel.
Tuve que leer y reflexionar todo esto en el centro de oración a solas ante
mi terapeuta. Cada acontecimiento tenía su simbolismo muy especial. Tras
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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
sacar todo lo que tenía que decir, con llantos, gritos y palabras, paciente y
terapeuta salimos del lugar con todas las hojas en la mano y cargando la
máscara de yeso que yo misma había hecho y pintado, teniendo mi cara
como molde. En un rincón quemamos todo.
- ¡Paciencia!- el segundo.
- ¡Honestidad!- el tercero.
Y así fueron diciendo hasta que entraron todos. Una vez ahí, cada uno
de ellos me dirigió unas palabras de aliento y tapizaron el pizarrón escri-
biendo frases hermosas. Mi terapeuta me habló con el corazón y me hizo
llorar, diciéndome que debía ser el vivo ejemplo de todas aquellas virtudes
con las que me habían recibido mis compañeros. Me mostró una muñeca
de plastilina que cargaba a un bebé en brazos, misma que yo había mol-
deado con mis manos en uno de los talleres y se la había obsequiado como
recuerdo.
Entonces, puso música con ritmo acelerado y todos nos paramos a bai-
lar. Después, cambió de canción y se empezó a escuchar una letra más
tranquila que hablaba sobre “volar”. Apagó las luces y encendió una vela.
Nos pidió a todos que nos sentáramos abrazados en el piso y así terminaría
la sesión de esa mañana.
Por la noche, nos habían servido de cenar un caldo con carne y verdu-
ras. Yo estaba platicando emocionada de lo que haría llegando a mi casa
y todas me daban ideas de cómo recibir a mi marido. Marina era la única
que estaba callada y pensativa. En el momento en el que le pusieron en
frente su porción de comida, la cara se le transfiguró. Nosotras seguimos
hablando. Ibamos a empezar a rezar cuando se escuchó un rotundo “¡No!”.
Nos deseamos buenas noches y las dos caímos rendidas. Al día siguien-
te, me levanté para bañarme a las siete con treinta minutos de la mañana
y, más tarde, alcancé a mis compañeras en el desayuno. Marina tenía otro
semblante. Todavía me dio tiempo de realizar algunos ejercicios con mi
terapeuta para sacar el resentimiento.
Hicieron una comida deliciosa esa tarde. Comí sola, muy temprano,
pues ya tenía que marcharme al aeropuerto. Entré al cuarto, seguida hasta
el final por la nutrióloga. Me lavé los dientes y recogí mis pertenencias.
Cuando tomé mi maleta de mano, un pedazo de papel había salido volando
al piso. Yo lo recogí y me di cuenta de que era una nota. Identifiqué de
inmediato la letra de Marina. Lo leí ocultándolo de la nutrióloga. El pa-
pel decía: “Sí fui abusada sexualmente de pequeña. Gracias por haberme
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aconsejado anoche. Por favor, no lo digas a nadie. Hoy lo voy a platicar en
mi terapia de grupo. Besos, Marina.”
Jamás olvidaré este gran día: martes 1 de julio del año 2003, el día que
salí triunfante por aquel pasillo por el que, cuarenta y cinco días antes,
había entrado temerosa y con ganas de escabullirme fuera de ahí. Había
terminado mi trabajo y un ciclo se cerraba.
Un día antes, les había pedido a Dora y a Karine que se salieran de sus
actividades para que me fueran a despedir pero no encontré a nadie. Las
esperé unos minutos y no llegaron; no se escuchaba un rumor en los pasi-
llos. Cabizbaja observé de reojo, por última vez, los salones de actividades
en los que tanta energía negativa había salido de mi cuerpo y alma, agarré
mi maleta y aun no había dado ni dos pasos, cuando empecé a escuchar
aplausos provenientes de uno de los salones. Emocionada, me regresé para
encontrarme con Dora, Karine y todos los demás compañeros con los que
había compartido mi vida entera, saliendo de su escondite a alcanzarme,
¡fue un momento increíble!
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Palabras escritas por mi terapeuta C
durante mi internamiento
Elena:
Una guerrera de la luz siempre tiene una segunda oportunidad en la
vida. Como todos los demás hombres y mujeres, ella no nació sabiendo
manejar su espada y cometió muchas equivocaciones antes de descubrir
su leyenda personal. Ninguna guerrera puede sentarse en torno a la ho-
guera y decir a los otros: “Siempre actué correctamente”. Quien afirma
esto, está mintiendo y aun no ha aprendido a conocerse a sí misma.
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De vuelta en mi hogar.
-Ya ves, nos tocó en el mismo vuelo de regreso, ¿puedes creerlo?- res-
pondió muy sonriente.
Frank le dijo a la otra mujer, mientras coqueteaba con ella, que yo era
su esposa y que ya estaba a punto de parir a su primogénito, así que se re-
fería a mí diciéndome “mi amor”. Inventó que yo estaba molesta con él y
que no le dirigía la palabra. Yo decidí seguirle el “jueguito” y puse cara de
malhumorada. Cada que pasaba alguna de las aeromozas por el pasillo, él
les chiflaba y se volteaba descaradamente a verles el trasero. Acto seguido,
continuaba ligando con la otra mujer quien, al principio, se mostraba muy
asombrada y apenada conmigo y trataba de platicarme a mi también para
evitar que mi “esposo” fuera tan descarado. Más tarde, al darse cuenta de
que yo no me inmutaba y después de que Frank le dijera que llevábamos
una relación muy liberal, ella se dejó llevar dándole cuerda al gigoló y se
armó una revolución, pues las azafatas realmente creyeron que yo era su
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cónyuge y empezaron a tratarlo de mala gana por faltarme al respeto de
esa manera. Yo me volteaba hacia la ventanilla para reírme a en silencio
de la comedia.
Yo volví a reírme. Fue la última vez que lo vi. Recogí mis maletas y fui
corriendo a buscar, entre toda la gente que esperaba en la sala de llegadas,
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la cara conocida que yo ansiaba ver desde hacía tanto tiempo y ¡ahí estaba
en primera fila! Aventé las maletas, corrí hacia él y nos dimos un gran
abrazo, ¡tenía tantas cosas qué contarle!
Por otra parte José Carlos, el padrino temporal que había escogido du-
rante mi internamiento, resultó ser un total fracaso fuera de la clínica. Tras
hablarle y buscarlo más de diez veces, lo pude contactar y quedamos de
vernos para ir a comer a un restaurante. Llegó media hora tarde y sin dine-
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ro, tenía prisa, me pidió que pagara la cuenta asegurándome que después
me depositaría su parte y se fue. Nunca me llamó de nuevo ni volvió a
contestar alguna de mis llamadas. Un completo irresponsable.
A los cuatro meses del primer parto y aun con trece kilos encima, volví
a quedar preñada. En esta ocasión subí catorce kilos durante los nueve
meses. A los cuatro meses de mi segundo parto y con diez kilos aun enci-
ma, me embaracé por tercera vez y subí nuevamente catorce kilos. Estuve
prácticamente tres años encinta y pesando alrededor de quince kilos arriba
de mi peso normal después de cada parto.
Estuve yendo a mis citas con mi terapeuta B dos veces por semana
durante un año. Ella era de religión judaica, hija de sobrevivientes del
holocausto, por lo que había tenido a un padre estricto y furioso contra el
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mundo. También había vivido muchas altas y bajas en su vida, pero había
aprendido a perdonar de corazón. Ella me enseñó a ser humilde, a acep-
tar a la gente tal y como es y no como yo esperaba que fuera, y también
a perdonar. Me dejaba tarea para entregar a la siguiente cita y me ayudó
mucho económicamente con el costo de las terapias, cobrándome sólo algo
significativo.
Tuve que confesarle esto a mi terapeuta B, quien me dijo que era mejor
que le cortara la leche a mi bebé de un mes de nacido y empezara mi trata-
miento con antidepresivos. Mi esposo también lo sugirió y yo me negué a
hacerlo. Seguí intentando “controlarme sin control”; regresé al círculo in-
terminable de pesarme por las mañanas y deprimirme al ver mi exceso de
peso, ponerme un atracón por la decepción, inducirme el vómito para no
engordar; volver a comer carbohidratos hasta hartarme y volver a devolver
el estómago. Cansada, con un dolor punzante en el esófago, los ojos rojos
a punto de explotar y las fosas nasales tapadas por el vómito, me lavaba los
dientes y me iba a la cama.
Aunado a esto, estaban las desveladas de todos los días, pues tenía que
cumplir con alimentar a mi bebé cada tres horas como es reglamentario
en un recién nacido, levantándome tres o cuatro veces por la madrugada.
Aunque mi esposo me ayudaba mucho, las desveladas eran terribles. A los
cuatro meses de nacido mi primogénito, acepté que la enfermedad podía
más que yo y decidí visitar al psiquiatra. Como todos lo esperábamos, me
recetó antidepresivos y me prohibió volver a amamantar a mi hijo.
Los jueves por la tarde presidía las sesiones una doctora que se espe-
cializaba en los Doce Pasos de Alcohólicos Anónimos, enfocados hacia
los comedores compulsivos, bulímicos y anoréxicos. Esta reunión siempre
estaba repleta de gente, al grado de ver a personas de pie afuera del salón
escuchando con la puerta abierta. Ella era una mujer pelirroja, alta y del-
gada, quien había llegado a pesar ciento cincuenta kilos. Cualquiera que
la escuchara hablar, hasta el más escéptico, se convencía de inmediato de
cada palabra que ella decía.
Eran tan extremistas que se guiaban por menús ya elaborados por miem-
bros del mismo grupo. Todos y cada uno de los que ahí asistían estaban
completamente convencidos de llevar a cabo esta práctica. Me llamaba
mucho la atención escuchar a personas que nos compartían experiencias
personales impresionantes; individuos que, después de haber manifestado
durante años obesidad mórbida, se veían completamente delgados, norma-
les y contentos; anoréxicas en recuperación; bulímicas rehabilitadas. Aquí
nadie pasaba al estrado, todos platicaban sentados desde sus lugares. Noté
algo ahí que no terminaba de convencerme.
El primer día que llegué me sentí invisible, pues entré justo cuando
estaban conversando los asistentes a la junta, uno por uno, y nadie volteó a
verme ni me dio la bienvenida al grupo. “Otra vez mi mala suerte en estos
grupos”, pensé para mis adentros. Al final, una señora me preguntó mi
nombre y me pidió que no faltara a la siguiente junta. Eso fue todo.
Continué asistiendo, pero noté que el solo hecho de pensar que jamás
en mi vida volvería a comer harinas o azúcares depurados me ocasionaba
compulsión y, saliendo de ahí, me iba a comprar pastelillos de chocolate
y cafés con crema batida encima para atragantármelos en cinco minutos.
Terminaba llegando a mi casa atiborrada de comida, metiéndome al baño e
induciéndome el vómito. Mi bebé de me observaba desde su sillita con la
cara metida en el excusado y se quedaba muy serio.
Hizo una pausa y respiró profundo. Me miró a los ojos con la cara muy
seria y continuó.
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- Te voy a pedir que, mientras estés metida en esos rollos y en esas
juntas con esa gente cegada de la realidad, te abstengas de venir a consulta
conmigo.
Yo salí de ahí sorprendida y molesta por el trato radical que había reci-
bido, pero le hice caso y dejé de asistir a juntas con esta gente.
Más no solo fue eso, sino que no paré de llorar en una semana. Cuando
bañaba a mi angelito por las mañanas y le lavaba la espaldita con jabón,
no podía evitar imaginarme la escena de los latigazos a Jesús en el dorso,
con la carne desgarrada, y ponerme en el lugar de María viendo a su Hijo
sufrir de esa manera. Berreé tanto y me conmovió a tal grado esa película
que pensé que se debía a algo en especial. Había hallado el mensaje y lo
encapsulé en cinco simples palabras: ejemplo de amor y humildad, mismas
virtudes que tanto me hacían falta a mí mostrar a los demás.
- Pe… pero yo te estoy hablando de otra cosa, del mensaje que deja al
mundo y de lo mucho que me conmovió…
En otra de las últimas citas a las que asistí, salió el tema de los campos
de concentración nazis durante la Segunda Guerra Mundial y ella me dijo
que los católicos no teníamos ni idea de todo lo que habían sufrido ahí.
Sentí como un azote en la cara aquella mofa que acababa de hacer del
representante de la religión católica en la tierra.
- ¡Ah!- respondí sin poder creer que no supiera el nombre del Papa y
reponiéndome del golpazo- ¡Juan Pablo II!
- ¡Sí!, así como lo oyes- añadió-. Dicen que ayudó a salvar a unos cuan-
tos seres humanos tu Papa- agregó sarcásticamente-. A ver, ¿por qué no lo
mataron a él?
- Eso dicen.
La última vez que asistí a una cita fue con mi esposo fungiendo como
mediador entre ella y yo. Las dos externamos molestias y, al final, nos
abrazamos, pero yo sabía que aquella sería la última vez que iría a una
consulta con ella. Escribí una carta en mi diario sacando todo lo que pen-
saba acerca de lo que había sucedido entre nosotras y decidí entregarle una
copia como despedida, pero nunca pensé que sería un adiós para siempre.
Una vez nacido mi segundo hijo no me quedó otra opción que esperar a
que cumpliera dos meses y continuar yendo a mis citas cargándolo en una
sillita junto con el de un año con tres meses, quien ya empezaba a caminar
y a tirar todo lo que encontraba a su alrededor. Cada que llegaba a la recep-
ción, aquello era todo un espectáculo entre llantos, gritos, cambios de pa-
ñales y preparación de leches. Estando ya dentro del consultorio, la mitad
del tiempo la pasaba cargando, por un lado, al bebé de dos meses cuando
lloraba y, por el otro, quitándole los adornos de la mesita al chiquito de un
año con tres meses para que no los rompiera. Invariablemente, tenía que
salir disparada al baño a cambiarle nuevamente el pañal a alguno de los
dos, o limpiar y mudar de ropita al de dos meses que ya se había vomitado
en el sillón, o debía preparar otro biberón para el de un año con tres meses
que quería más leche, ¡era una locura!
A los dos meses y medio de nacido mi segundo hijo, retomé mis anti-
depresivos y volví a cortarme la leche. Me dolía hasta el alma pensar que,
siendo la leche materna lo más sano y nutritivo que la madre naturaleza
podía brindarle a un recién nacido y siendo yo buena productora del líqui-
do, tenía que recurrir a estos extremos para poder estar mentalmente sana
con dos bebés que criar. Lo que más me afligía era el tener que cortar de
tajo esa experiencia tan hermosa de intimidad y amor entre madre e hijo
que se crea al estar dando pecho al pequeñuelo. Lloré nuevamente, sequé
mis lágrimas, me tomé mi primer antidepresivo de un golpe y continué
trabajando en mi recuperación. No había tiempo qué perder.
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había perdido más de diez kilos tomando unas pastillas que contenía una
sustancia que inhibía el apetito. Cuando mencionó el medicamento llama-
do Raductil, me lo grabé en un santiamén.
- Sí, cómo no- respondió muy atenta mientras las buscaba y me las co-
braba-. Son quinientos cincuenta y cinco pesos – exclamó mientras pasaba
el código de barras por la máquina.
Yo no tenía dinero para estar gastando más de mil pesos al mes en pas-
tillas quita hambre. Un año antes acababa de regresar de mi internamiento
y había desembolsado una cantidad “simbólica” para la clínica, más no
para mi bolsillo ni el de mi esposo; estaba pagando consultas semanales
con nutrióloga y con terapeuta particular. Aunado a esto, no tenía seguro
de gastos médicos así que, cada consulta, exámenes, ultrasonidos con el
ginecólogo a lo largo de mis dos embarazos y los dos partos en hospital
particular, los habíamos cubierto con nuestro dinero. Los gastos de los
artículos y ropita para bebés eran exorbitantes… ¡era imposible!
Como pude, volví a marcarle por teléfono a mi esposo para que se apre-
surara. Los dedos me dolían terriblemente. De pronto, un chorro de vómito
salió despedido de mi boca y el vértigo volvió a comenzar; mi respiración
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se aceleró al máximo y empecé a tener taquicardia. Temí por mis dos pe-
queños e indefensos hijos que estaban a mi lado sin captar lo que sucedía.
Ultimamente Dora estaba de maravilla. Por fin, a sus veinte años, había
decidido estudiar una carrera profesional y se había ido a vivir a Querétaro.
La última vez que convivimos le llevé a presentar a mis dos hijos para que
los conociera. Aunque ella no había bajado de peso, la noté muy contenta
con sus nuevos amigos de la universidad y me platicó que había sacado
promedio de noventa y cinco en su primer semestre. Yo la felicité y le dije
que continuara así. Nos seguimos llamando por teléfono para saludarnos.
La invité al Bautizo de mi segundo hijo en abril de 2005. Me prometió que
iría, pero no llegó.
Meses más tarde, embarazada por tercera vez, empecé a pensar fre-
cuentemente en ella. Le llamé para ver cuándo nos veíamos. Su hermana
respondió el teléfono.
- Sí, pero como está en cuidados intensivos, hay turnos y hay que es-
perar.
- Ahorita la vas a ver- me respondió-. Dale ánimos, por favor. Los ne-
cesita.
- 270 -
HAMBRE
Mientras esperaba mi turno de cinco minutos para verla, la tía aprove-
chó para contarme que Dora no podía hablar porque ya le habían tenido
que quitar gran parte del esófago que se le había infectado; le habían tenido
que reducir el estómago a la mitad debido a que, después de tantas fisuras,
ya no le servía el tejido. Todos los días tenían que abrirla para descubrir un
nuevo padecimiento y ya no la cosían de vuelta, sino que tenía puesta una
malla permanente en el abdomen para conservarlo abierto. También me
explicó que tenía una pequeña falla en el corazón.
Haber visitado ese mismo hospital, donde mi madre había muerto años
antes, me causó una terrible nostalgia. No había vuelto desde entonces.
De regreso, me invadieron unas ganas incontenibles de comer azúcar. Me
detuve en un Vips, pedí el pastel más empalagoso que había en el menú y
un café. Le llamé por teléfono a mi esposo y me desahogué con él.
La siguiente vez que fui a visitar a Dora parecía estar un poco mejor,
pues ya podía hablar en un tono muy bajo. Entonces le pregunté sobre su
carrera y le dije que necesitaba regresar a la universidad. Ella estaba más
despierta y hasta se reía. Le conté algunas cosas graciosas que me habían
sucedido estando embarazada por tercera vez y con dos chicuelos más qué
cuidar, y ella me sonreía ternura. Llevaba ya cuatro meses tendida en una
cama de hospital. Le dije que la veía mucho mejor, que ya estaba preparan-
do todo para su fiesta de bienvenida y que me diera la lista de sus invitados
para irles llamando. Se le iluminó la cara, pero me dijo que la esperara a
que saliera porque tenía todos esos datos en Querétaro. Me despedí de ella
y salí de cuidados intensivos más animada que la vez anterior. Se los hice
saber a su mamá y a su tía y me marché.
- 272 -
HAMBRE
Muñequitos alrededor de
mi cabeza.
Justo por esas fechas me rencontré con Lili, una señora joven a la que
había conocido un año antes y que me había llamado mucho la atención
por la tranquilidad que emanaba. Era una mujer serena, con un tono de voz
armonioso y quise convertirla en mi amiga. Nos quedamos de ver en un
café. Una vez ahí, platicamos de nosotras y resultó que teníamos bastante
en común. De inmediato, tuve la confianza de confesarle sobre la bulimia
y mi internamiento, así como el descontrol en mi manera de comer desde
que mi madre había fallecido.
- Tu madre está contigo - me dijo con su voz suave-. El odio y las ex-
periencias devastadoras que te han tocado vivir, han forjado este carácter
fuerte y a la defensiva que te caracteriza, pero debes recordar que también
existe lo hermoso, el amor y lo eterno. Tu mamá está en otra faceta, pero
aun está contigo. No debes perder la fe.
Ella trató de relajarme de nuevo pero yo estaba muy tensa. Me dijo que
me regresara a la edad de siete años. Lo primero que me vino a la mente de
golpe, fue la cara morbosa de Cuauhtémoc.
- ¿Recuerdas que te dije que tu madre estaba contigo? Pues aquí está,
en este precioso momento, justo detrás de ti.
- No, no veo su cara, veo o su energía y veo tu aura recargada de luz que
ella te está proyectando. Es una energía pura y muy joven. Tu mamá está
perfectamente bien, no podría estar mejor, no te preocupes.
- 275 -
ELENA B. ARREGUIN OSUNA
El corazón explotaba en mi pecho. Hizo una pausa mirando en otra
dirección y se quedó muy atenta.
- Sí, está con tu mamá asomado a su lado izquierdo. Pero… pasa algo
muy raro. El está detrás de ella, no a su lado.
Me despedí de Lili y en adelante hice cita con ella cada semana. Salí de
ahí como si me hubieran puesto una pila ultra recargada llena de energía,
de alegría y positivismo. Hacía mucho tiempo que no me sentía así. Por la
noche, le llamé a Lili para decirle lo bien que me sentía y ella me dijo que
tenía un mensaje para mí.
- 277 -
ELENA B. ARREGUIN OSUNA
- Vino tu mamá a verme- me explicó-. En cuanto saliste de aquí se me
presentó para decirme que estaba muy orgullosa de que estuvieras practi-
cando las sesiones de regresión y que quería que supieras que te ama. Men-
cionó que había estado muy preocupada por ti todos estos años, posteriores
a su muerte, porque te veía muy triste y no quería dejarte sola. Dijo que tú
eras la que más había sufrido de tus hermanos y que eso no la dejaba ir en
paz. Ahora que te ve un poco mejor, te va a ir dejando poco a poco, pero su
esencia siempre estará contigo. También me dijo que creyeras en ti.
Es una luz, la misma que sentiste esta mañana. Ella me transmite esto
mensajes por medio de mi ángel, él es quien me habla.
Yo no sabía qué pensar o si creerle o no, pero lo que sí sabía era que me
sentía estupendamente bien y que, fuera lo que fuera, regresaría con ella.
Lili era tan sencilla que se sonrojaba al decirme que tenía que cobrarme
sus honorarios. A partir de aquel día jamás volví a inducirme el vómito.
Hace siete años.
- Míralo a los ojos- me decía Lili-. Voltea a verle la cara, ¿quién es?
Esta fue mi primera regresión. Era increíble lo que había visto ahí pero,
lo más espeluznante, era la innegable similitud en la historia de aquel en-
tonces con la de mi vida actual. Ella me explicó que había patrones que se
repetían y que esos eran los que tenía que romper para ir evolucionando.
Aun incrédula, le explicaba algunas veces a Lili que yo era una persona
muy creativa y que fácilmente podía imaginarme todo aquello.
Sé con certeza que mi alma se fue curando de las heridas poco a poco.
Estuve yendo cerca de un año con Lili. Cuando llegaba estresada, ella me
lo mencionaba; cuando me dolía el estómago, ella me decía que mi energía
estaba muy baja en la parte abdominal; cuando estaba confundida o me
sentía culpable, ella me decía que veía unas nubes oscuras sobre mi cabeza
y una maraña de pensamientos que no me dejaban en paz. Todo esto sin
necesidad de que yo le mencionara algo al respecto. Al grado de que, una
mañana que estaba molesta con ella, me observó unos instantes y me dijo
que sacara de una vez todo lo que traía en su contra.
- Sí, es un estudio.
- Aquí estás tú, clarísimo como el agua. En cuanto lo leí supe que la
número ocho te describía a la perfección. Tú estás claramente definida,
no tienes mezcla de ningún otro tipo de personalidad. Eres igualita a mi
hermano. Ahí te va.
Muchas personas tipo Ocho piensan que tuvieron que hacerse “adul-
tos” a una edad temprana. Los adultos Ocho suelen decir que en su infan-
cia sufrieron la fuerte sensación de haber sido rechazados o traicionados.
Por lo general eran osados, tenaces, y se metían en situaciones que lleva-
ban a castigos. En lugar de apartarse de las personas que los castigaban,
se defendían de la sensación de rechazo.
- 284 -
HAMBRE
De Cuauhtémoc no sé gran cosa ni me interesa saber; lo único que he
escuchado decir, es que es médico y vive en Monterrey.
Ahora estoy viviendo otra etapa muy distinta a la de hace nueve años
que regresé de mi internamiento en la clínica de rehabilitación. Hoy mis
hijos dejaron de ser bebés para convertirse en niños; más tarde, (espero que
dentro de muchos años) serán adolescentes. Mi manera de manejar cada
una de las situaciones que la vida me presente está en cómo permito que
afecten mi persona, depende de mi autocontrol y de una visión positiva de
las cosas.
El, con sus ojos color verdes claros, profundos y tranquilos, me con-
testó:
- Porque estoy esperando a que algún día regrese aquella mujer llena de
vida, feliz y chacharachera que conocí.
- 285 -
ELENA B. ARREGUIN OSUNA
Mi rencuentro conmigo
misma.
Sentada justo atrás de la puerta estaba una niña pequeña, de unos cinco
o seis años de edad. Tenía el pelo rubio muy largo, entre lacio y rizado,
peinado con una media cola de caballo adornada con un moño rojo; su piel
era muy blanca y usaba un vestido también de color rojo con un mandil
claro al frente, ¡era la cosa más bella que jamás había visto! Traía puestas
unas mallas blancas y sus zapatitos de charol negros con hebilla. Sus ojos
aceitunados eran grandes y expresivos y me observaba sobresaltada.
- ¡Hola!- me dijo con su vocecita dulce- ¿por qué tardaste tanto?, ¿ya
no querías jugar a las escondidas conmigo? Me lo hubieras dicho. Te llevo
esperando más de treinta años, ¡es muchísimo!- agregó subiendo las ma-
nitas hacia el cielo.
- No nena, siempre supe que te encontraría aquí, pero hasta hoy tuve el
valor de venirte a buscar. ¿Me perdonas?
- ¿Ya me puedes mirar sin que te de dolor?- preguntó con una carita
triste y, en ese momento, la abracé con todas mis fuerzas.
Una vez fuera del edificio me acordé que, ni ella ni yo, habíamos visto
la alberca de vómito que yo había dejado, minutos atrás, sobre las escale-
ras. Ibamos tan felices juntas que nos había pasado inadvertida.
- No. - le contesté.
- 289 -
ELENA B. ARREGUIN OSUNA
Anexos
Bulimia
La bulimia es una enfermedad que se caracteriza por comilonas o epi-
sodios recurrentes de ingestión excesiva de alimento, acompañados de
una sensación de pérdida de control. Luego, la persona utiliza diversos
métodos, tales como vomitar o consumir laxantes en exceso, para evitar
aumentar de peso.
Más del 85% de las personas que padecen anorexia nerviosa o bulimia
son mujeres, mientras que los porcentajes relativos a hombre se encuentran
entre un 15% y un 17%, datos que vienen experimentando un progresivo
aumento. http://www.consumer.es/web/es/salud/2005/08/03/144236.
php
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HAMBRE
En la actualidad, los principales trastornos de la alimentación se pre-
sentan en mujeres jóvenes de entre 12 y 18 años y de acuerdo con diver-
sos estudios, cerca del uno por ciento de personas en el mundo padecen
anorexia y del 1 al 3 por ciento bulimia, porcentajes que van en aumento.
Según datos mundiales, de diez enfermos de anorexia o bulimia, nueve
son mujeres de entre 15 y 26 años. http://www.cronica.com.mx/nota.
php?id_nota=97938
Anorexia
En los países occidentales desarrollados coinciden bastante los datos
epidemiológicos con los reportados por la APA (1994) (12). Más del 90%
de los casos son mujeres y entre hombres se da más entre homosexuales.
Se señala una proporción de 1 hombre por cada 20 mujeres. Tiene una
prevalencia (porcentaje anual de casos) del 0.5 al 1% en población gene-
ral, y una incidencia anual de un nuevo caso por cada 1,000 mujeres de 13
a 18 años de edad (13). Los estudios en población mexicana, realizados
en la ciudad de México, estiman una prevalencia del 0.5 (14, 15 y 16).
Suele iniciarse en la adolescencia, entre los 13 y los 18 años de edad. Es
raro que aparezca, por vez primera, en mujeres mayores de 30 años. En
sólo un 5% se inicia tras los 20 años. Aparece más en clases alta y media.
Es más frecuente en profesionales del arte y la interpretación (cantantes,
actrices, gimnastas, bailarinas), siendo un factor de riesgo actividades físi-
cas que consumen mucha energía metabólica. Es raro en países africanos
y asiáticos, excepto Japón. Toro y Villardel (1987) (17) señalan que está
relacionado sobre todo con la cultura occidental y la sobrevaloración de
la delgadez. El tipo restrictivo es el más crónico. En el tipo compulsivo
hay más antecedentes familiares de trastornos afectivos, del control de los
impulsos y abuso de sustancias. Además, en este subtipo, aparecen con
mayor frecuencia los trastornos de personalidad límite y el antisocial y
una tasa de suicidios alta del 10%. Respecto al curso observa Chinchilla
(1994) (18) que en un tercio aparece un curso crónico, en otro tercio un
curso intermitente con remisiones parciales o totales y nuevas recidivas y
en otro tercio un episodio único, casi siempre con algún síntoma crónico
residual que se atenúa con la edad. Así, se trata de una enfermedad crónica.
Bulimia
Anorexia
- 292 -
HAMBRE
normal del adolescente. Por ello son aconsejables, siempre que se pueda,
los tratamientos ambulatorios.
- 293 -
ELENA B. ARREGUIN OSUNA
Ave. Alfonso Reyes #143 Nte.
Col. Regina.
C.P. 64290, Monterrey, Nuevo León.
Tel: (81)8343 0747
6. Oceánica:
Porfirio Díaz #102- PH1 Col. Nochebuena.
www.oceanica.com.mx
Teléfono: 5615 / 3333
- 294 -
HAMBRE
8. Centro de Habilitación y Rehabilitación del Valle de Teotihuacán
(CERVATE; A.C.).
Av. Tuxpan s/n. San Martín de las Pirámides
www.terapiaequina.com.mx
Teléfonos: 04455-2719-5192/ 04455-1501-1145
9. Ellen West.
Carretera México-Toluca #3847 Km. 20.5
05000, Cuajimalpa, D.F.
www.ellenwest.org
Teléfonos: 5812-0877/ 5812-0870
2. El Paraíso:
Avenida Monroe 3786 - Planta Baja D.
(1430) Capital Federal.
www.elgranparaiso.com.ar/contacto.htm
Teléfonos (011) 4544-0503 / (011) 155 889-6164
3. Remuda Ranch:
One East Apache Street. Wickenburg, AZ 85390
www.remudaranch.com/general/contact
Toll Free: 1-800-445-1900 928-684-3913
- 295 -
ELENA B. ARREGUIN OSUNA
4. Casa Palmera:
14750 El Camino Real. Del Mar, California 92014
www.casapalmera.com/resources/resources.php
(888) 481-4481
Sitios de interés.
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HAMBRE
http://www.seenweb.org/La fuente de Información confiable.
www.nutrinfo.com
www.snroque.com
1. Bulimia
Gómez Martínez, María De Los Ángeles
Editorial/Distribuidor: Síntesis
Tema: Ciencia y Tecnología
Año Edición: 2007
2. La Anorexia
María Xesús Froján Parga
Editorial/Distribuidor: Editorial Biblioteca Nueva
Tema: Psicología
Año Edición: 2006
3. Anatomía de la Anorexia
Steven Levenkron
Editorial/Distribuidor: Kairós
Tema: Psicología
4. Anorexia y Bulimia
Tannenhaus, Nora
Editorial/Distribuidor: Plaza & Janés
Tema: Psicología
Año Edición: N/D
5. Anorexia y Bulimia
Rosina Crispo
Editorial/Distribuidor: Gedisa
Tema: Psicología
Año Edición: N/D
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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
6. Bulimia y Anorexia
Aris Yosifides
Editorial/Distribuidor: Editorial Brujas
Año Edición: Mayo 2006
7. Figuras de la Anorexia.
Rocha - Castañón
Editorial/Distribuidor: Etm
Tema: Medicina General
- 298 -
HAMBRE
15. La bulimia
Barbara French.
3. Dmedicina.
www.dmedicina.com/salud/psiquiatricas/anorexia.htmlhttp://www.
dmedicina.com/recoletos/servlet/ControladorPeticionesANnoticia?
opcion=100&id=955900&lang=ES&url=no - que
- 299 -
ELENA B. ARREGUIN OSUNA
4. www.aupec.univalle.edu.co/piab/prevalencia.html
Epílogo:
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