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ELENA B.

ARREGUIN OSUNA
HAMBRE

Hambre
Bulliyng y otros tipos de abuso. Bulimia.

Por: Elena B. Arreguín Osuna.


ELENA B. ARREGUIN OSUNA

HAMBRE
Bullying y otros tipos de abuso. Bulimia
D.R. © Elena Beatriz Arreguín Osuna, 2011

Primera edición, Marzo de 2012

www.elenaarreguin.com
twitter: @elenaarregun

Este libro fue impreso en Terminados Gráficos e Impresión


Ubicado en Mar Mediterráneo No. 36
Colonia Tacuba C.P. 11410
Delegación Miguel Hidalgo México D.F.
Tel. 5386 6727 / 5399 6797

ISBN: 978-607-00-5206-4

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HAMBRE
Indice

Prólogo. 3

I. El escondite. 9

II. Escondida durante cuarenta y cinco días. 20

III. Historia de vida. 30

IV. Con la voluntad desgarrada. 720

V. Es mejor salir del escondite. 819

VI. Bullying y bulimia. 8100

VII. Adrenalina pura a flor de piel. 1235

VIII. Un enfermo busca a otro enfermo. 136

IX. Pacientes no tan pacientes. 182

X. Cuando la luz se extinguió. 196

XI. Mis últimos días en la clínica. 2320

XII. De vuelta en mi hogar, 244

XIII. Muñequitos alrededor de mi cabeza. 268

XIV. Mi rencuentro conmigo misma. 2870

Anexos. 284

Epílogo. 294
ELENA B. ARREGUIN OSUNA
HAMBRE

Prólogo

E s difícil escribir un libro sobre la vida de una misma y revisar vi-


vencias del pasado que duelen hasta la médula ósea. Este libro me
ha representado mucho dolor, miedo, lágrimas, tiempo real e imaginario,
tiempo empleado y tiempo perdido, pero también satisfacción y desahogo.
Abarca desde los primeros albores de un trastorno desconocido en mis
años de adolescencia, hasta las más crudas experiencias y el infierno vi-
vido por la enfermedad conocida como bulimia, padecimiento del alma
silencioso y progresivo, que destruye física y emocionalmente a quien lo
padece.

Es una lucha interminable, un odio contra la humanidad, un sentimien-


to de ser agredida y abusada en todo momento, siempre a la defensiva,
siempre escondiéndote, engañando y mintiendo. Es un temor a ser burla-
da, ridiculizada, traicionada, decepcionada y, al mismo tiempo, es tener
puesta una venda frente a los ojos que no te permite ver más allá ni aceptar
cambios o situaciones positivas. Es una vida que no es vida porque está
invadida por el rencor, por un incesante sentimiento de impotencia y de in-
defensión, un vacío y una soledad terribles. Esa es tan solo una parte de lo
que es ser bulímica y estar contagiada hasta los huesos. Nadie imaginaba
tal grado de autodestrucción. Mis padres murieron sin saberlo.

Mientras escribía este libro tuve altas y bajas, períodos de control y


recaídas tremendas. En un principio, me gustaba desperdiciar el tiempo
haciendo otras cosas menos importantes en la computadora para no en-
frentarme de lleno a mis experiencias; recurría a los dulces y comida cha-
tarra, comiendo mientras escribía para desahogar mi tensión o simplemen-
te me salía de la casa con cualquier pretexto. Nunca dejé de tomar algo
mientras escribí esta autobiografía, aunque fuera un café con azúcar baja
en calorías, pues el remover y escudriñar hasta lo más profundo de mi ser
me hizo sentir un vacío impresionante que llenaba recurriendo a los azúca-
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res y carbohidratos, síntomas de la propia enfermedad. Me auto engañaba
distrayéndome en otras cosas sin importancia y evadiendo el inicio de esta
autobiografía por temor; temor de sacar a flote la verdad, de volverme vul-
nerable ante el mundo, de describir situaciones de tanto sufrimiento que
me tocaron vivir desde muy pequeña.

Durante un largo período, asistí a terapia para superar mi pasado pero,


la mejor terapia que jamás he tomado, ha sido escribir este libro. Cada
renglón está escrito con el alma. Algunas veces tuve que parar porque las
lágrimas no me dejaban ver la pantalla de la computadora y he tenido que
hacer altos drásticos para ponerme a llorar de impotencia, de coraje y de
tristeza. Ha sido un sacar, un gritar, un “vomitar”; echarlo todo para afuera
de tajo y de una vez por todas. Llevaba más de treinta y cinco años callan-
do y ya no podía esperar más.

Todo en mi vida había sido radical, nada tenía un término medio: o


estaba completamente curada o estaba bien enferma. Así es la manera de
pensar del bulímico. El término de “enferma” nunca me ha gustado. Lo
escuché por primera vez durante un internamiento de cuarenta y cinco
días que tuve en una clínica de recuperación. Este vocablo me pareció
muy fuerte y absolutamente autocompasivo. Me ha costado mucho trabajo
lidiar con él a lo largo de mi tratamiento. Sin embargo, he ido compren-
diendo que solamente un insano juicio como el mío, podría obsesionarme
a tal grado por estar delgada.

Milagrosamente, después de todos estos años de abusar de mi cuerpo,


no tengo secuelas de este padecimiento a nivel físico. No tengo el esófago
lastimado, el cuello abultado, el esmalte de los dientes dañado ni el cutis
seco. La he librado porque mis períodos de comer en exceso e inducirme
el vómito han sido espaciados. Jamás he vomitado más de tres veces en
un día y podían pasar años sin que yo recurriera a este método irracional
para adelgazar, hasta hace doce años, cuando perdí el control total en mi
manera de comer tras una lucha furiosa y desgarradora contra un cáncer
traicionero y fulminante que culminó con la dolorosísima muerte de mi
madre. Empecé a fumar como desahogo y así llegué a consumir una y me-
dia cajetillas al día. Cuando me decidí dejar el cigarro de golpe, engordé
diez kilos en un mes.

Con diez kilos encima, tuve tres embarazos seguidos. Mis hijos se lle-
van un año con un mes de diferencia así que, cuando mi primer bebé te-
nía cuatro meses de nacido, yo ya estaba embarazada y con el segundo
fue igual. En el primer embarazo aumenté dieciocho kilos –llegué a pesar
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ochenta y dos kilos- y en el segundo y tercero, catorce. En el ínter, jamás
pude bajar a mi peso normal, así que mi desesperación durante aquellos
tres años de embarazo fue desastrosa. Me veía al espejo y me deprimía.
Entre embarazo y embarazo siempre me quedé con diez kilos encima, los
mismos que gané tras la muerte de mi madre y que, definitivamente, he
ido perdiendo con grandes esfuerzos conforme me he ido liberando de mi
papel de víctima.

Tuve períodos de encerramiento para evitar que la gente me viera de ese


tamaño, porque una cosa es estar embarazada o recién parida, y otra es es-
tar gorda y embarazada al mismo tiempo. Aunque esta cantidad fluctuante
de kilos son palabras mayores, a veces me comparo con casos terribles de
comedoras compulsivos que han llegado a pesar de cien a ciento cincuenta
kilos en estado normal, es decir, sin estar embarazadas o de bulímicas que
tienen toda la dentadura delantera postiza por haberse desgastado tanto el
esmalte y echado a perder los dientes con los ácidos gástricos. Bulímicas
que se han sometido a cirugías de esófago por hernias, con gastritis cró-
nica y reflujo, con las uñas de los dedos índice y medio amarillentas, con
la piel acartonada y con un vacío en la mirada. Había llegado a pensar que
mi caso no había sido “tan grave” y que yo aun no había tocado ese fondo
de dolor del que tanto hablan en las juntas de Comedores Compulsivos y
Alcohólicos Anónimos. Quizás no me tocó vivir algo parecido, pero sé que
uno de mis fondos de dolor lo tuve que vivir cuando mi primer hijo tenía
cuatro meses y medio de nacido, y fue muy triste.

Padecer esta enfermedad es un tormento. Ser incapaz de controlar la


manera de comer, ser adicta a las azúcares y harinas refinadas y decir todos
los días: “Mañana empiezo” es ir por la vida experimentando fracaso tras
fracaso, decepción tras decepción; es dañar el amor propio, a la fuerza de
voluntad y la autoestima hasta el extremo de desaparecerlos. Puedes pro-
meterle a Dios, a tu esposo, a tu hijo y al mundo entero que vas a lograr
controlarte el día de mañana, pero es ahí donde te das cuenta de que este
padecimiento es mucho más fuerte que tú y que no puedes lograrlo sola.

Mientras estuve internada, mi recuperación se basó en los Doce Pa-


sos de Alcohólicos Anónimos, donde me hicieron darme cuenta de que
mi escape había sido, durante muchos años, comer compulsivamente ante
cualquier situación para llenar un vacío enorme en mi interior al haber
permitido que abusaran de mi persona. Muchos años viví con terapia psi-
cológica y psiquiátrica, tratada con antidepresivos a pesar de mi resistencia
a tomarlos. A la fecha, casi estoy libre de todo esto. Voy de salida.
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He visitado clínicas especializadas, psicólogos, hospitales psiquiátri-
cos, universidades, grupos de comedores compulsivos, he leído, he bus-
cado y he encontrado algunas respuestas, pero la vida te tiende la mano
proporcionándotelas de una manera asombrosa. Dentro de mi interminable
búsqueda, encontré a una persona que me reconcilió con Dios y conmigo
misma y me convenció, con hechos, de que existen personas que, aunque
hayan muerto físicamente, jamás nos abandonan.

Creo fervientemente que esta enfermedad es curable y me he informa-


do al respecto. En la clínica de internamiento me presentaba como: “Elena,
bulímica y neurótica”, pero jamás me lo creí por completo. A pesar de que
ahí te indican claramente que nunca dejarás de ser un drogadicto, un alco-
hólico o un bulímico porque estarás enfermo “de por vida”, mi voz interior
me decía lo contrario.

Hace ya tiempo que dejé de serlo. Cada día fui avanzando, con sus in-
evitables retrocesos, pero me pude dar cuenta de muchas cosas que antes
ni siquiera observaba. Cada paso que di hacia adelante, llevaba consigo un
rebote, pero hay que se muy tenaces y disciplinados logrando dar pasos
cada vez más grandes para que el retroceso sea menor.

Estoy convencida de que el tiempo, la disciplina, la voluntad de salir


adelante, la fe en Dios, la ayuda psicológica que recibí en mis múltiples
terapias, la terapia de regresiones y el apoyo de mi esposo y familia, fue-
ron factores suficientes que me llevaron a abandonar definitivamente el
torbellino en el que vivía dando vueltas y me enseñaron a poner los pies en
suelo firme. A veces, este suelo aun se tambalea un poco. Con la ayuda de
tantas herramientas que he obtenido, lo vuelvo a estabilizar.

Quiero agradecer con todo mi corazón a tanta gente que se ha cruzado


en mi camino para ayudarme. En primer lugar, al ángel que tengo por es-
poso, a mis tres pequeños soles que son mis hijos, a mis tres hermanos y a
mis cuñados por haberme apoyado y por el cambio radical de actitud que
se generó en toda la familia a partir de que les confesé mi problema. Estoy
segura que estamos más unidos que antes, que somos más sinceros y que
nos demostramos afecto abiertamente.

A mis terapeutas A, B, C y D porque sin su paciencia, su cariño y com-


prensión, no estaría tan plena y feliz como estoy. En especial, mi terapeuta
C, la inderrotable Clarissa, por haber creído en mí desde un principio; a
Perla por su ayuda incondicional y su amor; a Claudia, a Héctor, a Domi-
nique por su amistad y apoyo; a Yolanda; al padre Juan Antonio Torres
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Legionario de Cristo (L.C) por sus valiosas opiniones; a las nutriólogas,
a mis bellas compañeras de internamiento a quienes recuerdo con tanta
alegría, a tanta gente linda que conocí durante mi estancia y a las personas
de los grupos de ayuda.

Este es mi testimonio. Desde hace mucho tiempo me urgía vomitar al


mundo todo lo que viví y sentí durante tantos años. Quiero que las perso-
nas como yo, sepan que existe un camino a la recuperación y me gustaría
ayudarles. Este es un trayecto muy difícil por seguir, pero no imposible.
Esta lucha es de día a día, constante, complicadísima y encarnizada, pero
vale todo el esfuerzo que cuesta.

Ahora, en mi diario caminar, encuentro armonía, alegría y agradeci-


miento por tantas cosas bellas que tengo y por quien soy ahora gracias a
que me tocó vivir todo esto.

Traté de escribir esta autobiografía de la manera más real, objetiva y


sin exageraciones, aunque algunas de las cosas aquí descritas parezcan ser
un cuento de ficción. Todo lo que aquí se dice es una realidad, sucedió en
verdad.

Sé que no es el primer libro que trata sobre este tema, habrá muchos
más, pero sí estoy segura de que está hecho con toda la transparencia, sin-
ceridad y, lo más importante, con el corazón y las ganas de salir adelante.

Muchos nombres, nacionalidades y características físicas de algunas


personas de las que hablo aquí, han sido alterados para guardar su identi-
dad.

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A mis padres, dos seres extraordinarios de los que tuve


la fortuna de heredar todo lo que soy.

A mi maravilloso esposo y a mis tres rayos de luz.

A mi amiga Dora.

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“El sudor en las manos, un temblor repentino en las piernas, un


escalofrío recorriendo mi espalda, un llanto reprimido, dolor visceral,
impotencia y terror cada que divisaba al verdugo acechándome. Con el
tiempo, este sentimiento se transformó en algo cotidiano, de todos los
días, y aprendí a aceptarlo y a vivir con él toda mi infancia”.

El escondite.

M aribel y yo estábamos jugando fuera de nuestros hogares, en el


área de juegos de nuestros departamentos. Yo estaba trepada
en los columpios y ella aventándose de la resbaladilla cuando lo vimos
venir desde lejos, con su cara de sádico, hacia nosotras. De inmediato, un
sentimiento de terror me invadió por completo, aquel estremecimiento tan
familiar para mi cada que eso sucedía; me recorría un escalofrío, las manos
me empezaban a sudar y yo comenzaba a temblar. Traté de fingir que no
lo veía, pero yo sentía la mirada helada y penetrante que dirigía hacia mi
persona.

Se acercó a Maribel sin dejar de mirarme hasta que ya no pude disi-


mular más y, con el dedo índice, me hizo la señal característica para que
nos encontráramos las dos con él dentro de cinco minutos en la azotea del
edificio. El se retiró.

Maribel y yo, como de costumbre, nos quedamos calladas, caminamos


una hacia la otra con la cabeza agachada hasta encontrarnos y nos dirigi-
mos obedientemente a la azotea, donde estaba el cuarto de servicio vacío,
donde moraban esas cuatro paredes que encerraban el miedo, la impoten-
cia y la sumisión de dos niñas inocentes y amenazadas.
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En ese tiempo, yo tenía siete años y Maribel tenía seis. Las dos éramos
unas chiquillas sanas y alegres. Para mí, ese tipo de experiencias no eran
novedad pues, desde que tenía cinco años, había sentido este temor amena-
zante con otros niños, pero jamás algo que se asemejara a esto.

Cuauhtémoc era un niño de doce años, cinco años mayor que yo. Era
mentiroso, chantajista, feo, falso y abusivo. No recuerdo cómo ni dónde
empezó todo este oscuro jueguito, pero sí que cada vez era más frecuente.

Llegamos a la azotea tras subir un buen tramo de escaleras y ahí estaba


Cuauhtémoc, listo para la acción, con las llaves del cuarto de servicio en la
mano mirándonos a las dos con hambre y sed de lujuria. Abrió la puerta de
metal y el olor a humedad de los colchones viejos que se amontonaban por
todo el lugar saltó penetrante y frío como una bofetada en nuestras caras...
inolvidable. Las dos mirábamos tristemente los últimos rayos de luz que
entraban en el cuarto justo antes de que él cerrara la puerta por completo
para, después, quedar inmersas en una semi oscuridad.

Maribel y yo ya éramos como dos robots automatizados que entrába-


mos al dormitorio, una detrás de la otra, y nos desvestíamos por completo
ya por costumbre. Entonces, él empezaba su jueguito aterrador, alternán-
donos a la una y a la otra. Se nos encimaba sin desvestirse y nos ponía una
almohada en la cara que apretaba con fuerza, casi ahogándonos, para que
no nos la pudiéramos quitar de encima y no viéramos sus genitales. De ahí
en adelante, hacía lo que se le antojaba. Nos volteaba boca arriba, boca
abajo, sentadas, de pie, nos acariciaba violentamente y jugaba con noso-
tras a descubrir nuevas cosas. Milagrosamente, nunca hubo penetración
pero, debido a la almohada, años después descubrí cual era la razón de mi
claustrofobia.

Un día me atreví a decirle que ya sabía por qué no quería que lo viéra-
mos, y era porque nos quería meter su “pirulí”. El me preguntó que quién
me había enseñado eso y me amenazó diciéndome que jamás lo volviera a
mencionar. Cuando terminaba de juguetear con una, se tomaba unos des-
cansos para besarnos a las dos de lleno en la boca y meternos su lengua
hasta las gargantas. Después, procedía con la otra niña, que se encontraba
arrumbada en un rincón, desnuda e indefensa en espera de ser utilizada,
manoseada y abusada como un objeto al antojo de su dueño. Acto segui-
do, nos examinaba, como si estuviera haciendo experimentos atroces con
nuestra intimidad. El paso final era lo peor, pues nos obligaba a que intro-
dujéramos las manos dentro de sus pantalones y lo tocáramos hasta que se
quedara satisfecho.
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No se cuánto tiempo después, nuestro verdugo nos dejaba vestirnos y
nos liberaba, no sin antes amenazarnos diciéndonos: “Ya saben que no de-
ben de decir nada porque esto que hacemos es puerco, sucio y repugnante.
Es muy malo. Si lo dicen, sus papás las van a castigar muy feo y yo voy
a decir que eran ustedes las que me hacían venir a la azotea. Así que ya
saben”.

Las dos salíamos corriendo de ahí, de la cárcel, del martirio; libres del
temor de que nos fueran a cachar nuestros papás, con la integridad violada
y el instinto sexual descoyuntado; abusadas, burladas y amenazadas pero,
a fin de cuentas, niñas ingenuas y alegres que bloqueaban momentánea-
mente el dolor para seguir brincando en los juegos de los edificios, fingien-
do que todo estaba bien.

Al día siguiente, un nuevo martirio nos esperaba.

No conforme con abusar sexualmente de nosotras, Cuauhtémoc se en-


cargaba de contarle todo esto a Xico, su hermano menor. El iba y lo divul-
gaba entre todos los niños que eran vecinos de la cuadra. Era muy común
que Maribel y yo fuéramos a comprar dulces a la tiendita o anduviéramos
jugando por ahí y escucháramos a todos los niños riéndose y gritándonos:
“Ahí están las putitas de Maribel y Elena”. “¡Putas, putas marranas y puer-
cas!, ¡cerdas!, ¡el Cuauhtémoc se las echa!”. Colocaban su dedo índice y el
medio entre la nariz haciéndonos esa seña obscena como una “V”. Maribel
y yo nos volteábamos e íbamos a jugar a otro lado.

Recuerdo que estos excesos iban aumentando día con día y cada vez
eran más pervertidos, más sádicos y dolorosos. A veces, Cuauhtémoc nos
agarraba solas a una o a la otra. El vivía en el departamento que estaba en-
frente del mío. Cuando yo salía, ya me estaba esperando, pues había estado
espiándome a través de la mirilla con la puerta entreabierta. Se asomaba
un poco y me hacía esa señal terrorífica con el dedo índice indicándome
que fuera a meterme en su departamento. El temor me invadía de pies a
cabeza nuevamente, sentía el escalofrío, la indefensión, volvía a temblar y
me sudaban de nuevo las manos; quería suplicarle que por favor ese día no
lo hiciera, que tal vez mañana, que yo sola no quería hacerlo. Yo titubeaba,
pero él se daba cuenta y me amenazaba con una seña dándome a entender
que me iba a acusar con mi mamá si no iba con él en ese instante. Yo me
callaba y contenía el llanto, cerraba la puerta de casa detrás de mí y me
dirigía, muda y vulnerable, a su territorio.
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Cuauhtémoc aprovechaba todo tipo de ocasión para toquetearnos con
sus sucias manos. Maribel y yo jugábamos a tirarnos agarradas de una soga
desde una casita de troncos hacia el pasto. El llegaba de vez en cuando,
a plena luz del día, y empezaba a fingir que nos cachaba y nos ayudaba
a bajar de la cuerda, cada que nos tirábamos. Obviamente, a la hora de
cargarnos, metía la mano y los dedos dentro de nuestros calzones sin que
alguien se diera cuenta.

Los años transcurrieron y yo ya tenía nueve o diez años. A su papá lo


ascendieron de rango en la milicia y se fueron a vivir a una casa dentro de
la misma zona, pero ya no en el departamento frente al mío. Sentí un gran
alivio al enterarme de esto.

Cuauhtémoc era amigo de uno de mis hermanos, del que es cinco años
mayor que yo, y tenía que verlo en otras ocasiones en mi misma casa. Sin
duda, era un experto en disimular y saludarme frente a mi hermano fin-
giendo ternura y acariciándome la cabeza. Tenía una media hermana que
era mi amiga y que vivía con ellos. Ella era dos o tres años menor que yo.
En ese entonces, aun era muy pequeña, pues tendría cinco o seis años. A
veces, yo comía en su casa o iba a jugar con su hermana y ahí me lo topa-
ba con su cara de cerdo y sus labios gruesos y asquerosos. Aunque yo me
sentía protegida y trataba de ignorarlo, en una ocasión, me atreví a mirarlo
desafiante a los ojos. El solo me devolvió la mirada cínicamente y se fue a
encerrar en su cuarto.

Este atrevimiento de mi parte tuvo un precio muy alto. Días después,


me agarró a mi sola en la azotea, me encerró en el cuarto de servicio y me
dijo que me prefería a mi a solas que con Maribel. Atrocidad y media fue
lo que viví esa tarde en particular. Explicar en detalle lo que sucedió en
otras ocasiones, sería penoso, morboso e inútil. Sólo puedo decir que él
nos explicaba que lo leía en revistas pornográficas. Sabe Dios dónde las
conseguía. Llegó al extremo de orinarse encima de nosotras.

Las últimas vejaciones a mi intimidad sucedieron cuando yo tenía trece


años, es decir, él ya era mayor de edad. Tenía dieciocho.

Mucho tiempo después, mi madre escuchó un rumor de que Cuauhté-


moc había obligado a su media hermana a hacer “cosas sucias”. De in-
mediato, me dijo que tuviera cuidado con él y que le avisara si me quería
hacer algo. Yo pensé para mis adentros: “A estas alturas, ya para qué”, y
jamás le mencioné algo.
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Por aquellas épocas se lanzó una campaña sobre abuso sexual infantil
por televisión, cuyo slogan decía: “Mucho ojo y cuéntaselo a quien más
confianza le tengas”. Cuando lo escuché por primera vez, estaba viendo la
televisión con mi hermano, el amigo de Cuauhtémoc, y exclamé en voz
alta: “¡Ya para qué!”. El se quedó callado y, unos instantes después, me
preguntó: “¿Cómo que ya para qué?”. Yo no contesté.

Maribel y yo callamos durante un largo período. Recuerdo que en 1996,


casi veinte años después de que iniciara el acoso sexual por parte de Cuau-
htémoc, fuimos a un bar con nuestros respectivos esposos y, al calor de las
copas, sacamos entre nosotras el tema de nuestro verdugo.

Era impresionante escuchar cómo ella recordaba las experiencias que


consideraba más traumáticas y yo las mías. Aunque en su mayoría las vi-
vimos juntas, ella recordaba algunas y yo otras muy distintas. Para mi
sorpresa, su marido no tenía ni idea de lo acontecido. Yo le dije que el
mío sí lo sabía desde que lo había conocido. Ella dijo que su esposo no
tenía porqué enterarse y me dio la impresión de que le tenía pavor a este
hombre. Además, por la forma en que contaba las anécdotas, me di cuenta
de que Maribel trataba de bloquear estas funestas experiencias al grado
de quererme dar a entender que no le habían afectado en lo más mínimo
en su vida. Ella fingía que hasta le causaba cierta gracia lo que nos había
sucedido. Incluso me narró, muy sonriente, otras tantas experiencias de
abuso con sus primos y otras personas. Yo estaba en verdad asombrada por
su reacción y fue cuando le dije:

- Oye Maribel, llevamos casi veinte años guardándole el secreto a este


desgraciado del Cuauhtémoc, ¿no crees que ya es tiempo de hablar?

- Pues a mí no me afectó para nada esto, no sé si a ti. No tiene caso


tocar el tema.

Yo no estuve de acuerdo y decidí comentarlo en una reunión que tu-


vimos toda mi familia, cuando aun vivía mi madre. Aproveché que mis
hermanos bromearon sacando al tema a Cuauhtémoc, y exclamé en voz
alta que él había abusado sexualmente de mí durante años. Extrañamente,
nadie en mi casa prestó atención a esta devastadora revelación. No sé si
era la negación de las familias la que les impedía tomar en serio este tipo
de comentarios o simplemente creían que bromeaba.

Lo que sí es que hubieron opiniones aisladas, como la de una de mis cu-


ñadas, quien comentó: “Eso es pésimo para un niño”, o la de mi hermano,
el amigo de Cuauhtémoc, quien me preguntó si esto era cierto. Incrédulo,
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fue después y se lo preguntó a Maribel en una reunión. Ella se lo confirmó,
le hizo mucho hincapié en que no sabía si a mí me había afectado pero que
ella estaba perfectamente bien y punto final. Nadie pareció tomarle im-
portancia al tema hasta quedar olvidado por completo. Sentí que me veían
como una “mentirosa o exagerada” y no me tomaban en serio.

Tras convivir con Maribel un tiempo, me di cuenta de que ella también


era bulímica, pues abusaba tomando todas las noches los laxantes más
agresivos del mercado y siempre estaba sumamente preocupada por su
peso. Ella misma decía que había intentado inducirse el vómito en varias
ocasiones, pero que las venas de los ojos se le dilataban terriblemente y se
le ponían muy rojos, así que ese método no le había funcionado. También
aceptaba que, de no haber sido así, hubiera recurrido a este método cons-
tantemente.

En su adolescencia, Maribel se había ido a vivir un año a Estados Uni-


dos y había engordado tantos kilos hasta llegar a ser obesa. Estaba seria-
mente afectada por este hecho, pues no dejaba de mencionar que se había
arruinado el cuerpo llenándolo de estrías y celulitis y que había intenta-
do suicidarse con pastillas en más de una ocasión. Tomaba anfetaminas y
era ya casi imposible mantener una conversación coherente con ella, pues
parecía que le habían afectado los nervios y las neuronas. Acostumbraba
enseñarle a cualquier persona que fuera a su casa -sin importarle si lo co-
nocía o no- un video y varias fotos de cuando había estado más gorda que
nunca, como señal de triunfo por aquellas fechas. Para su malísima suerte,
la forma de su cuerpo no le ayudaba a llegar a ser delgadísima como ella
hubiera querido, pues tiene las caderas y las piernas demasiado anchas y el
tórax y brazos muy delgados, cuestión que la abrumaba demasiado. Jamás
supe si le gustaba hacer tanto ejercicio o era vigoréxica (1), y me parecía
que vivía en una ilusión y que era sumamente agresiva y deprimente.

A la media hermana de Cuauhtémoc también volví a verla cuando ella


tenía unos doce años. De ser una niña delgada y preciosa, se había puesto
muy gorda. Ya no supe más de ella después de ese rencuentro. En absoluto
relacioné, en ese entonces, que el abuso sexual infantil produce trastornos
en la conducta alimenticia.

Pero Cuauhtémoc no sería el único en cometer estos abusos sexuales


contra mi persona aunque, definitivamente, fueron los más violentos y
traumáticos para mí. Tan es así que recuerdo detalles, olores y expresiones
tan vívidamente como si hubiera sido ayer. Muchos otros niños y adoles-
centes, vecinos nuestros que vivían en la Zona Residencial Militar, abu-
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saron también, solos o en grupo, desde que tenía cinco años de edad. Mi
propio primo, mucho mayor que Maribel y que yo, nos besuqueaba en la
boca apasionadamente desde que teníamos unos siete y seis años, respec-
tivamente. Yo era incapaz de mencionarle algo a mi familia, sintiéndome
inmunda, pecadora, utilizada.

Hice mi Primera Comunión a la edad de nueve años. Me prepararon en


la escuela, escogí a mi madrina y me arreglaron el mismo traje de monjita
que había usado mi hermana mayor tiempo atrás. Todo estaba listo, pero
había un grave problema que me aterraba enfrentar: no me explicaba cómo
es que me iba a atrever a confesarle al padre que “hacía cositas indecentes”
con los hombres. Por supuesto, Cuauhtémoc había realizado tan excelente
labor lavándome el cerebro, que yo sabía que yo era la impúdica, la peca-
dora y la culpable de todo esto. Me daba una vergüenza incontenible tener
que hacerlo, pero así debía ser. No me creía merecedora de usar un vestido
blanco estando “manchada” en cuerpo y alma.

Cuando me confesé por primera vez en mi vida, un día antes de mi


Primera Comunión, no me atreví a decírselo al religioso, así que recibí la
primera ostia con esa inquietud y sintiéndome manchada. Poco después,
le confesé a otro sacerdote que no me había atrevido a decir la verdad por
completo en mi Primera Comunión y que ahora estaba dispuesta a decirle
lo que había omitido. Me armé de valor y le dije, textualmente, que “hacía
cochinadas con los hombres”. El se quedó muy serio y me preguntó qué
clase de cosas hacía con ellos. Yo no pude más que contestarle “cosas”. El
padre me tuvo cierta compasión y me explicó que ese era un pecado muy
grave. Me pidió que prometiera no volverlo a hacer y me dejó como peni-
tencia rezar un Rosario completo.

De la vergüenza que me dio, le di la vuelta a toda la iglesia y volví a


formarme del otro lado del confesionario para confundir al sacerdote, por
si me había alcanzado a ver, y me confesé nuevamente. Por fin, me sentí
completamente limpia.

Otra ocasión que me viene a la mente fue a mis once años. A esa edad,
ya empezaba a comer compulsivamente y mi cuerpo comenzó a excederse
ligeramente de peso. Recuerdo mis interminables idas a comprar dulces a
la farmacia todas las tardes. Por lo general, compraba dos cajitas, una de
Duvalín y otra de Nucita, y en el transcurso de regreso a mi casa ya me los
había terminado. Comía a una velocidad impresionante.
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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
Fue una de esas tardes cuando, saliendo de la farmacia, divisé a un
señor calvo de unos cincuenta años, vestido con traje y corbata, saliendo
de un coche. Estaba buscando desesperadamente algo en la calle. Yo venía
comiendo una de mis cajitas con chocolate líquido cuando este señor, “ca-
sualmente”, me encontró en su camino. Se me acercó y me dijo que estaba
buscando a un perrito y me pidió que le ayudara a encontrarlo en la calle.
Yo, plenamente bien intencionada e ingenua, empecé a buscar debajo de
los coches, en la acera de enfrente, silbando y gritando, pero no apareció
el animal. De inmediato, me propuso ir al edificio de enfrente a buscarlo
y yo caí en la trampa. Fuimos caminando hacia allá y empezamos a subir
las escaleras; fue ahí cuando me cayó el veinte de golpe y supe lo que iba
a suceder. Entonces empecé a correr, presa de pánico, subiendo deprisa las
hasta rebasarlo.

Por primera vez en mi vida quise defenderme y empecé a tirar los


dulces que traía en las manos hacia abajo, por el hueco de las escaleras,
dándole en su cabeza calva… ¡cómo recuerdo su asquerosa nuca! El tipo
volteaba hacia arriba corriendo desesperado tras de mí para que no me le
fuera a escapar hasta que llegó pisándome los talones a la azotea. Sí, esa
misma azotea de antaño.

En ese momento, pude haber corrido hacia la pared que dividía los
tejados de cada edificio y treparla en segundos, pues ya lo había hecho un
sinnúmero de veces, pero el pánico me dejó inmóvil una vez más. Tenía
al hombre enorme y sediento frente a mí y me daba terror el tratar de es-
capar y provocar su furia. Temerosa, le dije que el perro no estaba ahí. El
se quedó viéndome y, de pronto, me preguntó: “¿Cómo cuánto pesas?”.
Yo le contesté que ignoraba esa información. Entonces, me pidió que me
recargara de frente en la pared y yo le obedecí tambaleándome. El me
agarró de espaldas por la cintura y embarró sus genitales en medio de mis
glúteos varias veces de arriba hacia abajo. Y ahí estaba yo, una vez más,
abandonada y desarmada permitiendo que este desconocido saciara sus
deseos conmigo.

Calladita y obediente, permanecí en esa posición unos segundos que


me parecieron horas. Cuando al fin se retiró, volteé á verlo… ¡jamás olvi-
daré su sonrisita perversa de vencedor! El estaba algo avergonzado y no
sabía qué decir, así que me alejé paso a paso caminando hacia atrás y salí
disparada hacia las escaleras del edificio de mi hogar. Me sentí perseguida
por él, así que antes de llegar, di varias vueltas a la cuadra para que no
supiera dónde vivía.
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HAMBRE
Cuando entré en mi casa, encontré a mi hermana sentada en su cama
leyendo algo. Yo venía temblando y me senté frente a ella queriéndole
decir lo que acababa de suceder, pero no me atreví. Volteó a verme y yo
le sonreí nerviosa. Ella frunció el ceño como dándome a entender que me
comportaba de manera extraña, y continuó leyendo.

En varias ocasiones mis hermanos me han preguntado la razón por la


cual nunca dije lo que me estaba sucediendo, y las razones se me antojan
interminables. Por miedo a ser malinterpretada, por pena, por un arraigado
sentimiento de culpa; por la diferencia tan marcada de edades entre ellos y
yo, situación que propiciaba la falta de comunicación en el hogar; porque
pensaba que no me iban a creer, porque no les tenía confianza, porque ja-
más mis padres me advirtieron que algo así de cruel podía sucederme, por
vergüenza y más miedo.

Aproximadamente a los dieciséis años, el pariente menos esperado tra-


tó también de pasarse de listo conmigo. Otro primo, cinco años mayor que
yo, había intentado hacerle algo a Maribel años atrás, pues nunca olvidaré
una ocasión en la que ella llegó corriendo a mi recámara siendo perseguida
por él y gritándole que era un asqueroso. El se reía, con su sonrisa de tonto
y su aspecto lento y torpe.

En la vida supe qué fue lo que le intentó hacer a mi amiga pero, años
después en la boda de su hermana, se ofreció caballerosamente a ayudarme
a bajar del coche y me tomó por la parte superior del brazo. Dimos unos
pasos hacia una vereda cuando sentí que la mano le empezaba a temblar y
su respiración se aceleró. De pronto, levantó el dedo índice y me acarició
el busto por un lado. Yo me quité de ahí de un golpe, incrédula, y seguí
caminando hacia el salón donde se llevaría a cabo el banquete. Jamás dije
una palabra porque pensé que nadie haría algo al respecto, que no le darían
la importancia necesaria, que no me creerían o que me tratarían de voltear
las cosas argumentando que yo había sido la que lo había provocado.

Fue una infancia hermosa por un lado pero, por el otro, tan dolorosa que
decidí bloquear la parte triste y mantenerla en secreto por mucho tiempo.

Como resultado del abuso sexual de todos estos niños y hombres hacia
mi persona y debido al daño psicológico ocasionado por sus intermina-
bles violaciones a mi intimidad, apenas entrada mi adolescencia, rechacé
bruscamente a la figura masculina de mi hogar: mi padre. El fue quien,
injustamente, pagó absolutamente todas las consecuencias de mi aterrador
secreto.
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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
Era una noche veraniega. Recuerdo que apenas estaba oscureciendo
cuando mi amiga Ana Elena me dejó en mi casa y se despidió de mí con
la mano desde el coche. Yo le dije adiós alegremente y subí las escaleras
hacia la puerta de entrada de mi casa. Llegué muy contenta, pues esa tarde
la habíamos pasado fenomenal. Mi amiga y yo teníamos unos diecisiete
años y regresábamos del boliche. Allí habíamos conocido a unos chavos
“buena onda” y muy guapos, y todo el camino de regreso nos habíamos
venido preguntando si nos hablarían por teléfono esa misma noche o hasta
el día siguiente, y a dónde nos invitarían a salir.

Estaba pensando en eso cuando saqué las llaves de mi bolsita de mano


para abrir la puerta. Me tardé un poco porque nunca le atinaba bien a la
llave de entrada. Por fin la encontré y giré la cerradura, la puerta se abrió
y divisé a mi hermano, el que me lleva cinco años, sentado en la sala con
alguien. Al entrar, me quedé paralizada. De inmediato, un sentimiento de
terror me invadió por completo, aquel estremecimiento tan familiar para
mí desde muy pequeña; me recorrió un escalofrío, las manos me empeza-
ron a sudar y yo comencé a temblar. Ahí estaba, ¡ahí estaba ese detestable
monstruo que tanto daño me había causado!; ahí estaba el abusador de
niñas inocentes, el inmundo Cuauhtémoc, muy sonriente, observándome
de cuerpo completo con cara de deseo y satisfacción. El amigo de mi her-
mano al que me daba terror recordar, el que me provocaba asco y náuseas,
el repugnante depravado sexual, el violador de mi intimidad, el que me
había despojado de mi inocencia a tan tierna edad. Ahí estaba muy cínico
y seguro de sí mismo, convencido de que su asqueroso y perverso secreto
jamás había sido ni sería revelado.

Se encontraba sentado en la sala de mi propia casa y ahí estaba mi opor-


tunidad de gritarle frente a mi hermano que era repulsivo, que yo ya no era
ninguna niña indefensa y que años atrás había hecho conmigo lo que se le
había antojado, pero que ahora era el momento de la verdad. Ese pensa-
miento cruzó mi mente como una feroz ráfaga de viento. Había pasado ya
mucho tiempo desde que este martirio había terminado físicamente, pero
la llaga quedaría imborrable en mis recuerdos y en mi alma.

Pronto mis agallas se debilitaron al ver a mi hermano tan contento con


su cuate al lado. Pensé que se burlaría de mí y que no tomaría en serio lo
que yo le dijera a su amigo. Es más, estaba segura de que me tiraría a loca
para después ir a acusarme con mi mamá por haber sido tan grosera con
éste.
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HAMBRE
Cerré la puerta tras de mi y seguí observando a Cuauhtémoc con temor.
Súbitamente, regresé once años atrás y me convertí en la pequeña niña
acosada, en espera de la nociva señal con el dedo índice, pero esa vez no
hubo tal señal. A cambio de eso, el muy descarado, se atrevió a decirme
mientras observaba mi busto: “¡Qué grande ya estás!” Yo no pude más que
sonreír nerviosamente.

La niña indefensa y temblorosa de seis años guardó silencio como


acostumbraba y se apresuró a subir las escaleras hacia su recámara para
desaparecer, lo más pronto posible, de la perversa vista de su verdugo.

- 23 -
ELENA B. ARREGUIN OSUNA

Escondida durante
cuarenta y cinco días.

L a terapeuta C miraba detenidamente a cada uno de los pacientes


mientras yo relataba mi historia y cómo era que había empezado
a desarrollarse esta enfermedad en mí. Había hombres y mujeres de todas
las edades, nacionalidades, clases sociales y con distintas adicciones. Yo
era la única comedora compulsiva y bulímica en el grupo. Sentí que mi en-
fermedad no les parecía tan grave comparada con una adicción al alcohol,
anfetaminas o drogas.

La terapeuta preguntó:

-¿Hay alguien que quiera retroalimentar a su compañera?


Hubo un silencio absoluto. Nadie parecía comprender lo que me suce-
día ni mostraban algún interés por entenderlo. Después de unos minutos,
un hombre de complexión robusta y nariz puntiaguda se atrevió a empezar
con la retroalimentación, formulándome una pregunta trivial.

-¿Cuántos hermanos tienes y qué edades tienen?

-Tengo tres hermanos mayores que yo- respondí-. El más grande me


lleva nueve años, luego mi hermana que me lleva siete y otro hermano
cinco años mayor que yo. Habiendo tanta diferencia de edades, cada uno
vivía su vida. Por lo mismo, yo me volví muy amiguera.

La terapeuta C intervino diciendo:

- Señoras y señores, la retroalimentación no consiste en preguntas y


respuestas triviales, consiste en observaciones que se le hacen a su compa-
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HAMBRE
ñera sobre lo que piensan de su enfermedad y consejos sobre cómo podrían
ayudarla a salir adelante, ¿quién más quiere participar?

Los comentarios que me hicieron fueron un poco vagos y forzados.


Comprendí que no tenían ni la menor idea de lo que me sucedía.

En esta clínica estaría internada, como mínimo, cuarenta y cinco días.


La noche anterior había llegado al lugar, un 13 de mayo de 2003, y había
conocido a mis compañeras de mesa, mujeres con desórdenes alimenticios
igual que yo, comedoras compulsivas, bulímicas y anoréxicas. Nunca ol-
vidaré aquella escena impactante cuando fui llevada al gimnasio a conocer
a mis compañeras enfermas de anorexia. Mi primera imagen fue la de tres
mujeres esqueléticas, dos eran casi unas niñas y otra una señora ya grande.
Todas voltearon a verme al mismo tiempo. La mujer que me acompañaba,
a quien le llamábamos “técnica”, me las presentó. Una de las dos niñas,
quien estaba prácticamente en huesos, me pregunto muy sonriente al ver-
me:

- ¿Cuántos meses tienes de embarazo?

- Cuatro y medio- le respondí disimulando mi asombro. En ese mo-


mento, se me hizo un nudo en la garganta y quise regresarme corriendo a
mi casa. Me percaté de que esto iba en serio y que ya no estaba “jugando
a las escondidas”.

Media hora más tarde estaríamos cenando juntas y conocería sus nom-
bres: Marina, la señora que había visto en el gimnasio, de cuarenta y cinco
años, anoréxica; Alexia, una de las dos niñas anoréxicas que estaban prác-
ticamente en huesos, de catorce años y la más joven en todo el centro de
rehabilitación; una nueva cara era Bárbara, de diecisiete años, bulímica;
Dalia, la que me había preguntado sobre mi embarazo, de veintiún años,
anoréxica… ¡pesaba veintiocho kilos! Días después se integrarían Karine,
de dieciocho años anoréxica y bulímica y Dora, de diecinueve años, come-
dora compulsiva, quien pesaba ciento veinticinco kilos. Por último, estaba
yo, treinta y dos años, bulímica y con cuatro y medio meses de embarazo.

Cuando observé por primera vez a Dora, saltó de inmediato mi enfer-


medad y sentí un gran alivio, pues yo ya no sería la más gorda del grupo.
También sentí consuelo por no ser la mayor en edad. Me pregunté qué
hacía yo ahí a mis treinta y dos años, rodeada de tantas adolescentes, y por
qué razón había esperado veinte años para decidirme a actuar. Me consolé
recordando que ésta enfermedad era completamente desconocida e igno-
- 25 -
ELENA B. ARREGUIN OSUNA
rada en ese entonces. Desconozco qué medidas se hubieran podido tomar
en 1982.

Contrastando con Alexia, estaba Don Pancho, el mayor de la clínica,


con setenta y cinco años de edad, quien estaba internado por abuso del
alcohol. Ellos dos me servirían siempre de inspiración cuando mi ánimo
flaqueara.

La noche de mi llegada había sido algo difícil pues, tan pronto como me
senté en la mesa a cenar, me di cuenta de que ninguna de mis compañeras
hablaba y había un silencio estresante. Las nutriólogas se alternaban para
acompañarnos en todo momento y se nos tenía prohibido ir al baño du-
rante las siguientes dos horas después de comer, con la finalidad de evitar
que fuéramos al excusado a inducirnos el vómito. Esa noche nos cuidaría
Fanny, la que estaría encargada de mi caso en particular y de algunos otros.

Para romper el hielo, yo empecé la plática y me dirigí a Alexia quien,


además de ser la más pequeña y bonita, parecía la más accesible.

- ¿Cuánto tiempo llevas aquí?- le pregunté.

- Treinta y cinco días. Me faltan otros diez - respondió.

No sabiendo qué mas preguntarle para establecer una conversación,


dije lo siguiente que se me ocurrió.

- Y… ¿cómo te ha ido?

Alexia sonrió levemente e hizo una pausa prolongada observando a la


nutrióloga y encogiéndose de hombros. Sentí que mi pregunta había estado
fuera de lugar. Después volteó a verme tiernamente y respondió:

- Pues… las cosas van bien, aunque es difícil- y siguió sonriendo mien-
tras bajaba la mirada hacia su plato.

Comí un poco de lo que había en el platillo. Me parecía una cantidad


exorbitante de comida: arroz, frijoles, carne, tortillas, cereal, papaya y yo-
gurt. La regla era terminarse todo lo que había en el plato en cuarenta y
cinco minutos como tiempo máximo. Si no cumplíamos con esto, teníamos
tres oportunidades de reemplazar la comida por un suplemento alimenticio
llamado Ensure. Al tercer Ensure, se nos introduciría una sonda nasogás-
trica por la nariz hasta llegar a la garganta para alimentarnos de esa forma.
Acabando de comer, debíamos llenar nuestro “Diario de Alimentos” espe-
- 26 -
HAMBRE
cificando por escrito absolutamente todo lo que habíamos ingerido en cada
unas de las comidas y en los dos snacks.

A mi llegada me recibieron dos sonrientes recepcionistas y me tomaron


una foto. Antes de entrar a la clínica, éramos obligados a firmar un contra-
to y una serie de papeles donde autorizábamos al personal encargado, entre
otras cosas, el uso de la sonda nasogástrica. Del dichoso contrato donde
se especificaba a qué se comprometía la clínica durante el internamiento
del paciente, no se nos daba copia alguna, pero se nos obligaba a firmarlo
tras leerlo rápidamente en presencia de algún técnico que presionaba para
agilizar el trámite. A los que se habían negado a firmar dicho documento,
los corrían de la clínica unos días después de haber cubierto el total del
costo. Tras el papeleo fui acompañada dentro del recinto y me llevaron a
revisar mis pertenencias.

Abrieron todas mis maletas, una por una, y observaron detalladamente


lo que tenía adentro hasta revisar los forros y voltearlos al revés. Saca-
ron llaves, objetos puntiagudos, perfumes, dinero y medicinas. Llevaba mi
muñeca de angelito marca Geli, una que me fascina y que llevo siempre
en los momentos difíciles, y el retrato de mi madre. La muñeca les extra-
ñó, sonrieron al verla y también la revisaron. Lo mismo hicieron con mi
bolsa de mano. Acto seguido, me llevaron a un cuartito cerrado donde se
me pidió que me desvistiera y me quitara la ropa interior. Oscultaron las
costuras de mi brassiére y toda mi ropa. Una vez vestida, me pasaron a en-
trevista con un médico general y, finalmente, me presentaron a mi nutrió-
loga titular, Fanny, y al resto del personal técnico y médico para cualquier
necesidad que surgiera.

Terminado todo esto, me mandaron llamar, sorpresivamente, de la re-


cepción. Salí a encontrarme con una de las sonrientes recepcionistas que,
una hora antes, me habían recibido, pero ahora estaba muy seria. Se me
acercó para preguntarme si ya había pagado el total de costo por el inter-
namiento.

-Pero…- argumenté impactada- Si todavía ni siquiera acabo de desem-


pacar ni se cuánto tiempo me voy a quedar…

- Eso no importa- intervino de inmediato-. Tienes que pagar todo tu


tratamiento pro adelantado el día que entras si quieres quedarte, de otro
modo, te voy a tener que pedir que te vayas…

-¿Qué?, ¿hice un viaje tan costoso hasta acá para que me boten una hora
después?, ¿por qué no hablas con la de ingresos?
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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
- Te voy a pedir que hables tú con la persona que iba a cubrir tu estancia.

Incrédula, ingresé de nueva vez a la clínica y pedí que me prestaran mi


celular. Le llamé a mi marido de inmediato. El me aseguró que el depósito
estaba hecho y que tendrían el dinero al día siguiente.

A primera ahora de la mañana ya me estaban volviendo a llamar en


recepción para informarme que la cantidad depositada no era suficiente.

-Tengo una beca- le expliqué de mala manera a la quisquillosa recep-


cionista-. No pagué los trescientos mil pesos, ¿de acuerdo?, pagué treinta
mil. Si tienes algún problema, habla con la encargada de ingresos y que
ella te explique.

Ella me miró con desprecio desde el momento en que le mencioné la


palabra “beca”. Se quedó callada y me respondió con un ademán.

A partir de ese momento, cada que me la topaba, intentaba ser lo más


grosera y ruda posible con ella, tal como ella lo había sido conmigo. No
podía concebir la codicia que se manejaba dentro de la clínica.

La primera comida que hacíamos en la clínica era más accesible por


ser la de bienvenida. Por única ocasión en esta larga estadía, no estaba
obligada a comer todo lo que había en el plato, así que dejé gran parte
de los guisados mientras mentalmente contaba calorías y me imaginaba
cuánto iba a engordar en un mes y medio comiendo de esa manera. Como
mínimo, calculé diez kilos.

La rutina diaria empezaba a las cinco cuarenta y cinco de la mañana


para terminar a las diez de la noche y sería la siguiente: las pacientes de
trastornos alimenticios conocidas también como TCA’s, todas mujeres en
ese momento, pasaríamos a la báscula a primera hora de la mañana para
ser pesadas en ayunas y de espaldas a la balanza, evitando así el ansia
de conocer nuestro peso. Acto seguido, iríamos a un lugar exclusivo de
oración a rezar a un Poder Superior o a Dios, el dios que cada quien con-
cibiera. Terminado esto, nos tocaba ir a caminar media hora afuera del
recinto, en las áreas verdes para que, a las siete treinta en punto, saliéramos
disparados a nuestros cuartos a tender camas, bañarnos, prepararnos para
desayunar a las ocho y empezar con un largo día de actividades, talleres y
terapia de grupo.

Dos veces por semana teníamos media hora para nadar en la piscina por
las tardes y ejercitarnos. Los horarios de comida eran estrictos e inflexi-
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HAMBRE
bles: el desayuno a las ocho de la mañana; la comida a las dos de la tarde
y la cena a las ocho de la noche contando con dos colaciones intermedias,
la primera a las once de la mañana y la otra a las cinco y media de la tarde.
Todas las actividades durante el día estaban plagadas de la famosa “Ora-
ción de la Serenidad”, que dice:

“Dios, concédeme la serenidad para aceptar las cosas que


no puedo cambiar; valor para cambiar aquellas que puedo y
sabiduría para reconocer la diferencia”…

Con esta oración se abría y cerraba cada actividad.

Se asignaban tareas a los pacientes de acuerdo a las personalidades de


cada uno y cada semana iban cambiando y rotando puestos. Por ejemplo,
el encargado de despertar a todos por las mañanas era, por lo general, el
más flojo y al que le costaba más trabajo levantarse; el encargado de di-
rigir la oración por las mañanas era el que se decía ser ateo; el encargado
de limpieza de jardines e interiores era el que tenía el cuarto más sucio y
desordenado, y así respectivamente. Los fines de semana se nos permitía
ver una película relacionada con todas las adicciones que ahí se trataban.
Fue cuando pude ver por primera vez la película de “Adiós a las Vegas”,
protagonizada por Nicolas Cage y Elisabeth Shue, y me resultó inconce-
bible que alguien bebiera tal cantidad de alcohol las veinticuatro horas,
quedando inconsciente y dañando al organismo a más no poder. Con todo
respeto, les pregunté a algunos compañeros alcohólicos si eso era verdad
y me contestaron que esa era la crudísima realidad del alcoholismo; que
esa enfermedad te llevaba, tras recorrer un camino tortuoso y deprimente,
nada más ni nada menos que a la muerte. Algunos sólo sonrieron. Me que-
dé impresionada al darme cuenta de la nube rosa en la que había vivido
hasta entonces. Jamás en mi existencia había visto la cocaína, el hachís,
los ácidos ni alguna otra droga que no fuera la marihuana, a la que observé
por primera vez y por accidente, a mis veintiún años. A la fecha y gracias a
Dios, aun no conozco esas otras drogas ni tengo la intención de conocerlas.

Los días sábados en la clínica también se organizaban ejercicios y di-


námicas de grupo y eran muy divertidas. Nos ayudaban a integrarnos a
todos. Teníamos también un guía espiritual, quien era nuestro vínculo con
el Poder Superior.

Yo estaba muy alejada de Dios en ese entonces y me parecía inve-


rosímil que toda la terapia de recuperación se basara en los Doce Pasos
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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
de Alcohólicos Anónimos donde, humildemente, pones tu voluntad y tu
adicción en las manos de Dios para que se haga Su voluntad y El te sane.
Habiendo tomado algunos cursos de budismo tibetano, donde uno mismo
es el responsable al cien por ciento de sus propios actos, se me hacía in-
concebible tomar esta medida tan sencilla de delegar la responsabilidad de
tu vida a Dios, lavándote las manos y ya.

Dentro de los Doce Pasos de Alcohólicos Anónimos, el Segundo y Ter-


cero tratan explícitamente de este tema y es así como se empieza a aplicar
este método de curación; cuando aceptas tu incapacidad de sanar por ti
mismo, te derrotas y te pones en manos de tu Poder Superior para que Este
te ayude a recuperarte. Dicho método ha logrado y sigue logrando milagros
en todo el mundo, y no dudo que sea increíblemente poderoso, en especial
para alcohólicos y drogadictos, más no fue así en mi caso en particular.
Como siempre dudé de ello, mi terapeuta me hizo repetir extensamente y
a fondo estos dos pasos varias veces. Me dejaba realizar, exclusivamente
a mí, ejercicios profundos e interminables de introspección y análisis, de
espiritualidad y humildad; luchó contra mí para que me quitara este peso
de encima y dejara en manos de Dios mi bulimia. Escribí sin parar durante
estos cuarenta y cinco días. Saqué, saqué y desahogué, pero en absoluto
pude abandonar mi propia responsabilidad por mi enfermedad.

Los sábados y domingos también eran los días en que se podían hacer y
recibir llamadas por teléfono. Todos estábamos pegados como lapas a las
cabinas telefónicas desde quince o veinte minutos antes de la hora seña-
lada para apropiarnos uno de los auriculares y poder escuchar a nuestros
seres queridos. Tal es la soledad y la tristeza que se sentía en la clínica, a
pesar de tenernos programadas actividades dieciséis horas al día y mante-
nernos ocupados.

La primera semana de estancia no nos estaba permitido hablar por telé-


fono; era a partir de la segunda cuando uno podía hacerlo y también se po-
dían recibir visitas. Estas llegaban los domingos a partir de las cuatro de la
tarde y podían permanecer ahí hasta las siete de la noche. Tres horas, cien-
to ochenta fugaces minutos para platicar, abrazarse, llorar, pedir perdón,
perdonar, desbordar sentimientos y desahogarse. Podían venir todos los
familiares a los que se quisiera recibir, mismos a los que se les revisaban
bolsos y ropa antes de entrar. Transcurridas las tres cortas horas uno veía
a sus seres queridos, con el alma partida, retirarse de la clínica y voltear,
por última vez, a decir adiós con la mano desde la puerta de entrada, de
la que saldríamos exitosos mucho tiempo después, si es que llegábamos a
aguantar nuestra sentencia.
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HAMBRE
Las primeras dos semanas se aplicaban todos los exámenes psicológi-
cos y psiquiátricos y era cuando la terapeuta, en conjunto con el psiquiatra,
determinaban los días de estadía que se requerían conforme a los resulta-
dos obtenidos. Yo temblaba de pensar que me fueran a internar noventa
días, el máximo tiempo de internamiento hasta entonces conocido, pues
tendría ya siete meses y medio de embarazo para esas alturas y no estaba
segura de soportar tanto tiempo.

Recuerdo perfectamente bien que, al día siguiente de haber entrado,


quería huir desesperadamente de regreso a mi casa con mi esposo, al calor
del cariño de mi hogar, para ser mimada y consentida, para que me acari-
ciara la pancita y pegara la oreja intentando escuchar a nuestro primogé-
nito. Pero eso no era posible, había tomado una decisión drástica contra
viento y marea, embarazada por primera vez de un bebé cuya concepción
casi me había costado la vida, así que huir de la clínica desde el primer
día no figuraba dentro de las expectativas que yo tenía de mi misma. “¡A
luchar!”, pensaba dentro de mí y así iría contando los interminables días
que me fueran determinados.

Dentro de la clínica se reportaba a todo aquel que se descubría desobe-


deciendo, haciendo mal uso de las instalaciones o a deshoras, usando el
teléfono los días indebidos o “ligando”. Existían varias historias de amores
que se relataban en los pasillos de la clínica y de parejas sorprendidas en
pleno romance a las que se les había tenido que suspender en ese instante
y enviar de regreso a sus casas. No faltaban las historias de los alcohólicos
que se habían escapado a una disco para pasar una noche de copas fuera
del recinto y también habían sido descubiertos y expulsados del lugar.

A todos los recién llegados, nos alojaban durante tres días en una zona
llamada área de desintoxicación, retirada de los demás dormitorios. Ha-
biendo ya elegido a quien sería nuestro compañero o compañera de cuarto,
se nos escoltaba hacia allá. Esto lo decidían los terapeutas, dependiendo de
nuestras características, sexo y personalidad.

Desde mi llegada, yo estaba intrigadísima por saber quién sería mi


compañera de cuarto, si una paciente con desórdenes alimenticios con la
que me sintiera comprendida; una drogadicta a la que le dieran ataques
de ansia en la madrugada y me quisiera ahorcar de la desesperación; una
alcohólica violenta que quisiera ingerir un perfume y yo tuviera que arre-
batárselo y terminar a golpes, o una depresiva que no hablara una palabra
y se quisiera suicidar en silencio a mi lado mientras dormía. Imaginé las
historias más terroríficas tratando de estar preparada para lo peor.
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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
El guía espiritual era un hombre muy capacitado que te ayudaba a es-
cribir cartas de duelo, a recuperar la fe en ti mismo y a conectarte con tu
Poder Superior. Sabía perfectamente bien cómo llegar a tocarte el corazón
en lo más profundo. Casi desde el inicio, nos pidió que hiciéramos unas
máscaras de yeso y las pintáramos a nuestro antojo. El molde sería nuestro
propio rostro y con ellas trabajaríamos durante largas sesiones. Sin saber-
lo, cada uno de nosotros plasmaba su personalidad con este ejercicio y él
interpretaba cada detalle de aquella máscara como si estuviera leyendo
nuestras mentes.

Seguí comiendo de mi extenso platillo mientras analizaba rápidamen-


te las personalidades de todas mis compañeras. Poco a poco, nos fuimos
comunicando. Yo era la más desinhibida y pronto traté de integrarlas con
comentarios, chistes, historias y anécdotas. Mi enfermedad por complacer
salió a flote desde el primer instante e, instintivamente, tomé el papel de
“la mejor amiga” de todas, la que velaría por sus temores, la que las acon-
sejaría de corazón; la mediadora, la conciliadora y la divertida del grupo,
sin siquiera pensar en que yo estaba ahí para ser ayudada y no para ayudar
a alguien que quizás estaba mejor que yo.

Pero no me daba cuenta de esto, mi naturaleza impulsiva brotó y, poco


rato después de la cena, me encontraba dentro de la habitación de Dalia,
quien me había invitado a platicar un rato antes de asistir a la junta de
todas las noches. Me dijo que la fe era lo único que la mantenía ahí, pues
llevaba cincuenta días interminables, alejada de sus seres queridos, y le
quedaban otros cuarenta más por estar. Por su grave situación y pesando
veintiocho kilos, a ella le habían prescrito noventa días de internamiento
en la clínica, como mínimo, para poder estabilizar su peso y brindarle una
terapia integral. Me enseñó la foto de cuando había llegado a internarse
y parecía un esqueleto con la piel pegada al rostro. Los pómulos salidos,
los ojos saltones, el rostro demacrado. Me espanté al mirar el retrato, pero
más me espanté cuando se atrevió a levantarse la playera que traía puesta
y me enseñó muy orgullosa el tórax, explicándome que ya había engor-
dado unos “cuantos kilitos”. La piel estaba completamente adherida a las
costillas y había un hueco redondo en la parte del estómago. Como ella
era de constitución pequeña, me pareció inhumano tener ese tamaño de
torso. Me dieron ganas de llorar. En ese instante no supe quién estaba peor
de la cabeza, si nosotras las bulímicas que comíamos compulsivamente y
después nos inducíamos el vómito para no engordar, o las anoréxicas que
le tenían pavor a la comida. Tragué saliva, disimulé mi asombro y ella
continuó conversando.
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HAMBRE
- Aquí yo rezo las veinticuatro horas para que Dios me de fuerza y
pueda soportar esto. ¡No sabes!, los primeros días que llegué me la pasaba
llorando encerrada en el cuarto y no quería ni salir. Mis papás hicieron
un gran esfuerzo por pagarme la estancia aquí y tengo que lograrlo. Me
quedan cuarenta días más. Seré la segunda paciente en estar tres meses
completos en esta clínica. Una bulímica lo logró, así que yo lo lograré.

- ¡Seguro que sí!- le respondí animada-. Ya no te puedes echar para


atrás después de tanta batalla. Termina tus noventa días.

- ¡No sabes la de gente que he visto pasar por estos pasillos! -continuó-,
gente de muchas nacionalidades: artistas, políticos, famosos, niñas ricas,
etc., ¡jamás te imaginarías que son drogadictos o alcohólicos!, ¡se arma
una chismería impresionante entre los pacientes! Ha habido romances a
escondidas sin que sean descubiertos. Hay un tipo que se llama Frank que
está grueso. Es drogadicto y alcohólico, pero súper agresivo y a todas las
mujeres nos tira la onda. Es un patán y un macho. Hoy lo vas a conocer.
Mucho cuidado con él porque seguro que va a querer algo contigo; así lo
hace con todas las que entran.

- ¿Tirarme la onda?- interrumpí riéndome-. Pero si estoy embarazada…

- ¡No importa!- replicó-. A ellos eso les vale. Vienen aquí a ver qué
pescan y nada más. Están re locos. Como la gente que se interna aquí por
lo general es de dinero, pues se quieren aprovechar a ver si de paso en-
cuentran a alguien que los mantenga.

Yo me reí a carcajadas y ubiqué de inmediato al tal Frank. Unas horas


antes me había invitado a pasar al comedor un hombre joven, alto y de tez
morena que desbordaba amabilidad. Deduje que él era este personaje del
que Dalia me hablaba. Acto seguido, ella sacó de su maleta varias cajitas
de pastillas para el aliento y me ofreció una caja. Yo, con los ojos muy
abiertos, le dije que eso estaba prohibido.

- No importa, mujer- insistió sonriendo-. Toma una cajita. Yo tengo mu-


chas. Aunque no lo creas, aquí se puede meter de todo haciendo trueques
y cosas por el estilo. Algunos meten alcohol, dulces, marihuana y hasta
se quedan con dinero en los pantalones porque los esconden en compar-
timientos secretos y los técnicos no se los encuentran al revisarlos a la
entrada.

Me pregunté qué era lo que ganaban ese tipo de personas haciendo esas
trampas. Los únicos que se engañaban eran ellos mismos. Si habían elegi-
- 33 -
ELENA B. ARREGUIN OSUNA
do internarse para su recuperación, debían tomarse las cosas en serio, pues
no toda la gente tenía esa oportunidad. Llegué a pensar que Dalia nunca
se recuperaría y me dio tristeza. La observaba con las manos extendidas
hacia mí, escuálida y muy sonriente, ofreciéndome las pastillas de azúcar
tras haber estado cincuenta días internada, ¡no podía creerlo!

- No, gracias- por fin respondí apenada-. Soy adicta al azúcar y éste es
mi veneno mortal. No quisiera empezar mal tras haber hecho tanto esfuer-
zo para venir hasta acá.

Dalia guardó las pastillas en su maleta sin decir una palabra. Nos mira-
mos a los ojos cuando sonó la campana para asistir a la junta de Alcohó-
licos Anónimos (AA) de la noche y salimos de ahí. En dichas juntas, una
vez entrada en confianza, narraría un sinnúmero de vivencias violentas y
deprimentes intituladas por mí como “Historias de terror” que entreten-
drían, harían reír y reflexionar a todos los ahí presentes.

Dos días después, Dalia llegó muy temprano por la mañana a despedir-
se de todas nosotras, pues habían llegado por ella sus papás. Estaba con-
tentísima. Me regaló la estampa de una Virgen con una bellísima oración
impresa en la parte posterior. Yo, asombrada, le pregunté:

- ¿Cómo?... ¿Ya te vas de aquí? Te faltan treinta y ocho días más, Dalia.

Ella me volteó a ver con ojos tristes pero con el rostro muy sonriente.
Me dio un beso. Yo la abracé a punto de ponerme a llorar.

- Ya me voy -me contestó al oído-. Ya no aguanto más. Extraño a mi


familia como loca.

Nos dimos nuestros teléfonos. Dio media vuelta y se dirigió muy de-
cidida hacia la puerta de salida sin voltear atrás. Observé su esquelético
y reducido cuerpo por la espalda, escapando de ahí con la fuerza de un
huracán. Alguien exclamó: “¡Pobre!, nunca se recuperó”.

Cuando no cumplías con tu etapa de internamiento, no recibías honores


por parte de tus terapeutas o compañeros ni palabras de ánimo y despedida,
no eras acreedor a tu diploma ni a tu moneda conmemorativa que certifi-
caba que habías concluido tu estancia. La clínica no te reconocía como pa-
ciente dado de alta. Te ibas con la “cola entre las patas” como un cobarde
que huía; como un total desconocido que de ningún modo había pisado los
pasillos de la institución.
- 34 -
HAMBRE
Ahora Dalia se iba sin terminar su tratamiento, ¿aguantaría yo
tres meses encerrada ahí? Poco después, los resultados de las prue-
bas psicológicas ahuyentarían mis temores. Me habían confirmado
que estaría internada por un período de ¡cuarenta y cinco días!
Dentro de la clínica, el tal Frank y yo hicimos buena mancuerna al prin-
cipio. Como era un rebelde y estaba dispuesto a desobedecer a toda costa a
la autoridad, me cayó bien instantáneamente. Al día siguiente de mi llega-
da, me prestó su tarjeta telefónica y me cubrió para que pudiera hablar con
mi esposo por un minuto, pero lo descubrieron y lo reportaron, cosa que le
importó muy poco. A mí me lo perdonaron por ser recién llegada. A partir
de ahí, me cayó aun mejor. Cabe mencionar que nunca me “tiró la onda”
como me lo había advertido Dalia. El que lo hizo fue otro joven drogadicto
llamado Gabriel, de ojos azul profundo, que me ponía de nervios con su
descaro. Tuve que reportarlo varias veces. Para mi buena suerte, se marchó
pronto, sin concluir su tratamiento.

Frank se la pasaba burlándose de todo y yo era su compinche, pues


me divertían mucho sus bromas y ocurrencias. A cada nueva mujer que
llegaba, se le abalanzaba de inmediato esperando sacar algo. Nadie lo peló
mientras yo estuve internada porque era un bocón de primera; presumía
de haberse acostado con más de cien mujeres y se las daba de todo un
conquistador. Era tanta su preocupación por su arreglo personal y tantas
las historias que contaba sobre ser un “Don Juan”, que algunos pacientes
afirmaban que era homosexual y que trataba de cubrir su realidad con esa
pantalla. “Hasta trae toallitas húmedas para bebé en la maleta”, comentó
uno de los pacientes en una ocasión. Nunca entendí qué relación tenía eso
con la homosexualidad. También se rumoraba que ya había tenido varios
problemas con pacientes y gente del personal por ser demasiado agresivo
y revoltoso y que, incluso, había estado a punto de agarrarse a trancazos
con otros compañeros en más de una ocasión.

De todos modos, a mi me seguía cayendo muy bien. Como no había


ningún tipo de refresco ni café que no fuera descafeinado dentro de la clí-
nica para evitar la adicción a la cafeína, nos prometimos mutuamente que,
en cuanto saliéramos a hacernos los análisis obligatorios, nos tomaríamos
una Coca Cola uno en honor del otro.

Una tarde en la que regresó de la calle, lo primero que hizo fue ir a bus-
carme al pasillo, se tocó el estómago y echó un estruendoso eructo que se
escuchó hasta el módulo del técnico en turno. Me dio un beso en la mejilla
y me dijo: “En tu honor”. Comprendí que se acababa de tomar la Coca
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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
Cola, aunque no supe con qué dinero la había podido pagar. Cuando yo salí
a la calle no corrí con la misma suerte, pues la enfermera que nos acom-
pañaba no se despegaba ni un segundo de nosotras. Sin embargo, Dora y
yo habíamos aprovechado una cita al doctor para pesarnos a escondidas.
La enfermera nos descubrió y nos puso tremenda reprimenda. De ahí en
adelante, nos cuidó más de cerca.

El primer miércoles de cada semana se llevaba a cabo la junta semanal


de pacientes y encargados de la clínica. Asistían, entre otros, Michelle la
directora general, una mujer delgadísima de buen vestir, de ojos azules y
el pelo pintado de rubio muy claro. Tenía buen porte y era completamente
soberbia. Su presencia en el salón de usos múltiples opacaba de inmediato
a la de los demás directivos, terapeutas, técnicos y encargados de las diver-
sas áreas y actividades dentro de la clínica. Todos le rendían una especie de
culto reverencial y se notaba que, en el fondo, le temían.

Más tarde me enteraría que era anoréxica y había estado internada en


otra clínica de recuperación en varias ocasiones. También supe que no solo
ella sino todo el personal que laboraba ahí, incluyendo a terapeutas, eran
gente ex adicta en recuperación: alcohólicos, drogadictos, bipolares, de-
presivos. Yo no estaba muy convencida que fuera correcto que Michelle,
la directora, tuviera problemas de ese tipo. Mucho tiempo después de mi
salida, supe que había sufrido unas terribles recaídas y que la habían hos-
pitalizado de emergencia, en dos ocasiones, por desnutrición. Pasado eso,
la corrieron por tener amoríos con un ex paciente alcohólico y por malos
manejos de dinero. Haciendo uso de su experiencia, abrió una Clínica de
Paso, que aun existe, muy cerca de la misma Clínica de Rehabilitación.

Este era mi primer miércoles de junta semanal. Se presentaba absoluta-


mente todo el equipo encargado para hablar, escuchar quejas, sugerencias
y dar anuncios sobre cambios en las actividades u otros avisos. Primero,
nos tocaba el turno de hablar a cada uno de los pacientes, presentándonos
únicamente por nuestro primer nombre y adicción. Eso de ser “Elena, bu-
límica”, a mi me exasperaba. Ponerme una etiqueta de por vida me parecía
una forma de masoquismo puro, de laceración, de estar recordándose uno
mismo que estaba enfermo y que era adicto en cada momento del día. Era
echarle limón a la llaga y no dejarla cicatrizar. De ningún modo estuve ni
estaré de acuerdo con ponerme el mote de bulímica de por vida, pero pare-
cía que a ningún paciente le molestaba esto ni cuestionaba la metodología
de recuperación. Yo era la ovejita negra que discutía todo el tiempo, junto
con uno que otro paciente más.
- 36 -
HAMBRE
La bibliografía que utilizábamos estaba basada en los textos de AA de
los años treintas y cuarentas, sin actualizaciones ni modificaciones. Leí
que este método de los Doce Pasos había obrado prodigios en alcohólicos
y quizás en adictos que habían logrado su recuperación total, pero nada
tenía que ver con las personas que teníamos desórdenes alimenticios. Exis-
tían muchas situaciones que para mí no encajaban en el contexto y nos las
querían imponer a como diera lugar.

La plática inició y Frank y yo nos sentamos juntos. Mientras cada uno


de los compañeros hablaba, yo los observaba detenidamente, analizaba
sus caras y trataba de comprender sus adicciones. Por las cantidades apa-
ratosas de dinero que se cobraban para poder ingresar en esa clínica, yo
esperaba encontrarme con gente de lo más selectiva y rica, de niveles so-
cioeconómicos de los más altos, quizá alguno que otro famoso y muchos
“juniors” de todas partes del mundo. Pero aquí había una mezcla de todo.
En su mayoría, era gente que parecía muy normal; otros de estratos socia-
les muy humildes que decían tener toda clase de negocios para solventar el
costo de su estancia, pero que nadie les creíamos; algunos estudiantes de
universidades que iban becados, uno que otro hijo de “papi” y uno que otro
político, cantante o artista. Gente de muchas nacionalidades y costumbres
y algunos mexicanos.

Michelle, la directora, parecía prestar demasiada atención a cada co-


mentario que se hacía, e iba tomando nota de todo. Era tal su supuesta
concentración, que hasta se notaba simulada. De vez en cuando, Frank se
me acercaba y me decía alguna cosa al oído pero, con tremendo tono de
voz, todo se escuchaba.

- Mírala, ¡ay sí!, pinche vieja. Como si le interesara otra cosa que no
fuera la lana. Esta institución está para que el dueño se hinche de dinero
y ya. Les vale madres otra cosa. No sé para qué hacemos estas ridículas
juntas si no se va a hacer nada a favor de nosotros, los pacientes.

Todos los de alrededor nuestro volteaban a vernos y se reían tapándose


la boca con las manos. De vez en cuando, la mirada de la directora se des-
viaba a observarnos y volvía rápidamente al asunto que estaba tratando.
Los técnicos se desmembraban a sus espaldas haciéndonos señas para que
nos calláramos. Yo me carcajeaba para mis adentros y analizaba a la señora
con su pose de importancia e impenetrabilidad.

Me tocó el turno de presentarme y los enormes ojos azules- para mi


gusto demasiado saltones, como enfermizos- se posaron compasivamente
- 37 -
ELENA B. ARREGUIN OSUNA
en mí. No sabía si de verdad ella sentía compasión, pero actuaba muy bien.
Sólo dije que esperaba que mi estancia fuera de provecho y que les agrade-
cía a todos la calurosa acogida que me habían brindado.

Terminada la junta, nos uníamos al centro del salón a repetir la “Ora-


ción de la Serenidad” y salíamos desatrampados al jardín; los que fuma-
ban, a fumar y las que queríamos sol y aire, a respirar unos minutos antes
de la siguiente actividad. Más adelante, en cada una de esas juntas, yo ten-
dría una queja que expresar apoyada por muchos de mis compañeros que
no se atrevían a hablar, pero que decían estar de acuerdo conmigo. Como
siempre, en un principio, tomé el papel de líder y protectora de las causas
nobles e injustas en lugar de enfocarme en mi recuperación.

El primer fin de semana de mi estancia recibimos a un invitado ines-


perado: una víbora. Era pequeña y grisácea y estaba arrastrándose por el
patio. Uno de los encargados de limpieza se dio cuenta y avisó a gritos. En
instantes, todos los pacientes estábamos enterados y corrimos para ver el
espectáculo. El reptil estaba acorralado mientras todos los enfermos, quie-
nes parecían invadidos por la violencia, le tiraban de pedradas con toda la
saña y odio del mundo. Me detuve unos instantes a observar la brutalidad
de la escena y las caras de poseídos de todos los que participaban en la
matanza del pobre animal. Yo no pertenezco a Green Peace y para mi
forma de pensar están primero los seres humanos que los animales, pero
me angustian la violencia y los golpes. Entonces me puse furiosa ante tal
escena. Uno de los más participativos era un individuo flaco, escuálido y
bruto, ignorante a morir, quien gozaba a sus anchas golpeando cruelmente
a la serpiente, que ya estaba casi inmóvil. Jamás olvidaré el rostro de este
individuo cuando a la víbora le salió sangre de uno de los costados. Parecía
tan sediento del rojo líquido que apretaba los dientes, cubiertos de metal,
con emoción. Se llamaba Alberto.

Tras una semana de convivencia intensa entre Frank y yo la neurosis,


característica de ambos, estalló como una bomba. Recuerdo que empeza-
mos a ser un poco agresivos el uno con el otro. Una mañana antes de de-
sayunar, descubrí que el tal Alberto estaba afuera, en el jardín, aventando
piedras hacia una misma dirección. Todas las paredes del comedor eran
de cristal, por lo que se podía ver desde adentro hacia afuera. De pronto,
Frank se le acercó, Alberto aventó una piedra gigante y un objeto cayó de
un árbol. Ambos gritaron de júbilo y corrieron a ver lo que habían cazado.
Era una paloma casi muerta, con el pico sangrando y aun moviéndose entre
espasmos.
- 38 -
HAMBRE
Tras observar tan crudo espectáculo alguien se posesionó de mí; una ra-
bia indecible me recorrió de los pies a la cabeza y sentí el rostro caliente de
furia. Recordé haber experimentado el mismo sentimiento unos diez años
atrás, en una playa, cuando todos los del equipo de entretenimiento de un
hotel rodearon a un individuo flacucho y frágil, y lo agarraron a patadas en
la cabeza y en todo el cuerpo porque se había querido robar el par de tenis
de uno de ellos. Me metí entre las patadas a defenderlo, gritando como una
loca, y un fortachón me agarró del brazo y me quitó de ahí de un jalón. Las
caras de los hombres eran de odio y furia sin límite. Yo me puse a llorar
mientras seguía escuchando los golpes secos y los chillidos de dolor que
salían de la boca del individuo.

Salí corriendo fuera del comedor y llegué a donde estaban los dos ob-
servando, muy complacidos, a la paloma.

- ¿Qué les pasa?, ¡par de enfermos!- les grité frenética- ¿Por qué ma-
taron a la pobre ave?, ¿qué les hace? Y a ti, ¿qué te pasa?- dirigiéndome a
Alberto- ¿gozas viendo sufrir a los animales o qué?

Todos los pacientes de alrededor se acercaron a observar qué era lo que


estaba sucediendo, pero aparentaron no tener mucho interés y prefirieron
entrar a desayunar. La verdad, es que nadie se atrevía a decir algo. La úni-
ca que seguía ahí de pie era yo sola. Alberto bajó la mirada y no supo qué
contestarme mientras sostenía entre sus manos a la paloma agonizante.
Frank fue más cínico.

- Tú métete en tus asuntos y vete de aquí- respondió con una sonrisa


burlona y odiosa. Yo me quedé con los puños cerrados.

- Pobre de ti- dije con la voz entrecortada de furia.- ¡Enfermos! - y entré


como energúmena al comedor. Algo me gritó a mis espaldas, pero no quise
saberlo.

Para esas alturas, mis compañeras de trastornos alimenticios (TCA’s)


iban entrando abrazadas al comedor. Dora y Karine me vieron caminando
muy enojada hacia la mesa. Se acercaron a preguntarme qué era lo que
había sucedido.

- Ahora les cuento- les respondí dirigiéndome hacia la barra de comida


en busca de un vaso con agua. Dora me siguió hasta ahí. La mesa de Frank
estaba justo enfrente de nosotras dos, así que empecé a narrarle lo sucedido
casi a gritos con la intención de que éste escuchara, insultando a los dos
asesinos de la paloma. Todos los demás oyeron y fingieron estar sordos.
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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
Estaba terminando la historia cuando, de pronto, Frank se puso de pie
iracundo y se dirigió hacia mi sin quitarme la vista de encima, con los
puños cerrados y con paso veloz como si fuera a golpearme. Dora y yo
nos asustamos y nos quedamos paralizadas. Llegó a ponerse de pie ame-
nazante frente a mí, ignorando a Dora. Por ser bastante más alto que yo, su
pecho me rozaba la barbilla de lo cerca que estábamos. Se quedó obser-
vándome con los ojos centelleando de rabia. Yo lo retaba alzando la cara
amenazante, con las manos sudando a chorros y sintiendo un vuelco en el
estómago por el temor de ser atacada. En ese instante, como en muchos
otros, no tomé en cuenta mi situación de obvia desventaja por ser una mu-
jer y, encima de todo, estar encinta. Frank era un drogadicto y neurótico
que no había tenido acceso a sus drogas durante semanas. Podía reaccionar
de cualquier manera.

El ambiente se puso tenso por unos segundos. Observé de reojo a Dora,


quien no se apartó de mi lado como una estatua de sal. Aun no me explico
qué destello de razonamiento inundó el cerebro de Frank pero, de pronto,
se arrepintió de lo que iba a hacer, dio unos pasos hacia atrás agarrando el
pan de un canasto y se conformó con alejarse gritándonos a las dos:

- ¡Mejor váyanse a tragar, pinches gordas!

- ¿Cuál es tu problema?- le gritó Dora.

Yo, todavía ardiendo por dentro, me quedé pensando unos instantes y


le respondí:

-¡Y tu vete a polvear la nariz, drogadicto!

Parece ser que esto último no lo escuchó, pues se fue a sentar rápida-
mente a su mesa como si nada hubiera sucedido. Nadie mencionó el asunto
ni hicieron algo al respecto. Dora y yo nos quedamos mirando con los ojos
como platos y nos fuimos a sentar a la mesa.

Esa mañana, el hambre se me fue del coraje, pero tuve que comer mis
porciones como todos los días. En cuanto terminé de desayunar, fui a la
oficina de la directora a reportar este incidente. Ella me recibió preocupada
y dijo que tomaría cartas en el asunto a la brevedad. Fanny, mi nutrióloga,
le llamó la atención a Frank por haber utilizado nuestro “Talón de Aquiles”
para ofendernos a Dora y a mí, lo que a él le importó muy poco. Narré el
incidente en la terapia individual y, al terminar la sesión, la terapeuta me
enseñó cuál sería la nueva forma de presentarme antes de hablarles. Diría:
“Soy Elena, bulímica y neurótica”.
- 40 -
HAMBRE
- De ahora en adelante esta será tu forma de presentarte ante los demás.,
¿está claro?- me preguntó muy seria.

- ¿Qué?, ¡no me digas eso!- respondí a la defensiva y sintiéndome agre-


dida-. ¡Ya es sumamente desagradable decir bulímica! y, ahora, ¿neuróti-
ca?

- Así es. Te va a servir de mucho para reducir tu condenada soberbia


que no te deja en paz.

- Pero…

Ya no me dejó hablar ni una sola palabra más. Cerró la sesión y salió


disparada del consultorio sin permitir que me dirigiera a ella.

Me daba una vergüenza espantosa admitir ante los demás que era neu-
rótica. Además, me parecía de lo más injusto que, por culpa de un tremen-
do idiota como Frank, a mí me quedara el mote de neurótica y a él no le
dijeran su nuevo “apodo”. Sentía que todos se iban a burlar de mí. Mal
que bien, la bulimia era una enfermedad donde yo era la mártir, pero la
neurosis me convertía en la mala del cuento, pues me transformaría en la
amargada y agresiva que no soportaba al mundo y que se quería vengar
de quien fuera por su incapacidad de enfrentar las cosas en su momento.
“¡Dios mío!”, pensé. El telón se abría claramente y tenía que aprovechar
mi estancia ahí para sacar algo más que mis desórdenes alimenticios y esto
implicaba dejar de ser la respetable señora embarazada, incapaz de hacer
mal a nadie, mártir y pulcra.

Tenía que hablar sobre mi etapa de rebeldía, de mi alcoholismo social


en la adolescencia y juventud, de la sarta de ridículos y tonterías que había
cometido estando ebria, de las ocasiones en las que había quedado incons-
ciente por beber tanto; de lo desleal, manipuladora y falsa que había sido
con muchas de mis amigas y de toda la gente de la que había abusado y me
había “llevado entre las patas”, en su mayoría, habían sido pretendientes
nobles y bien intencionados a los que utilizaba para que me invitaran a
donde yo quisiera, me pagaran las cuentas y, después, los tiraba como ba-
sura sin importarme sus sentimientos. Tenía que sacar a colación todas las
desveladas, pleitos y enojos que había hecho pasar a mi madre; lo desobe-
diente y retadora que había sido, los riesgos impresionantes a los que me
exponía semana tras semana con tal de irme de antro a como diera lugar.

Y no solamente todo giraba alrededor del alcohol, sino que también


tenía que hablar de mi inconsciencia, de mi insolencia, de la violencia
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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
contenida en el alma; de mi orgullo, de que mi ira me había hecho llegar al
grado de exponer a mi marido a los golpes contra seis o siete elementos de
seguridad de un bar, dejándolo rasguñado y con la ropa hecha jirones; de
mi sed de venganza, mi rabia, mi rencor, mi agresividad hacia la gente, mi
resentimiento contra tantas personas nocivas que no me atrevía a enfrentar,
por comodidad o temor, y no me decidía a mandarlas de una vez al diablo;
de mi terror a ser traicionada y abusada por los seres humanos.

Todo eso me burbujeaba en el pecho como agua hirviendo, me calenta-


ba de los pies al cuero cabelludo, hasta que me percaté de que este era el
momento oportuno para dejar de aparentar que yo había sido buena, santa
y noble toda mi vida y que no había provocado nunca nada ni a alguien.
Tenía que dejar de protegerme diciendo que todo lo que me sucedía eran
injusticias de la vida ya que, si en realidad existía la rencarnación, en mi
vida pasada seguramente había sido una muy mala persona y estaba pa-
gando todo lo que debía. Pero no, no era esta la realidad, estaba sufragando
con creces el daño que le había causado a tanta gente en esta misma vida,
haciéndola sentir una piltrafa humana, inferior y tonta, humillándola; apro-
vechando mis cualidades para dominar y lograr mis propósitos; utilizando
a otros pero, a la vez, siendo utilizada por otros más vivos y egoístas sin
siquiera darme cuenta. Así estaba marcado el círculo de mi vida, mismo
que tenía que romper de una vez.

La verdad era que yo jamás había dejado una cuenta sin saldar; todo se
me había cobrado tarde o temprano, y yo lo había visto con mis propios
ojos. Nada de Cielo, nada de Infierno después de la vida. Aquí se vivían el
Cielo y el Infierno todos los días.

Tras pensar un largo rato a solas, decidí hacer lo correcto y empecé a


cambiar.

Esa noche en la junta de AA me presenté, por primera vez, como bu-


límica y neurótica y todos soltaron una ruidosa carcajada. No sabían si
yo estaba bromeando por lo acontecido con Frank esa mañana o estaba
hablando en serio. Este había sido el tema del día, pues muchos pacientes
habían llegado conmigo a mostrar su disconformidad y a mentarle la ma-
dre a Frank a sus espaldas.

Frank solía sentarse en uno de los lugares hasta adelante, así que lo
observaba de reojo. Hablé de todo esto que había estado pensando y les
revelé a mis compañeros que yo no era ninguna santa y que había come-
tido una sarta de tonterías para llamar la atención cuando había sido una
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HAMBRE
adolescente y en mis primeros años de juventud. Hablé sobre el pleito
con Frank y le di las gracias por enseñarme el nuevo camino que debía de
tomar de ahí en adelante para mi recuperación. Los budistas dicen que los
problemas son oportunidades, y este era el mejor ejemplo de eso.

Minutos después le tocó su turno a mi “enemigo”. Frank habló de mal


humor y me dio las gracias menos sinceras que jamás había escuchado. No
obstante, quería verlo siendo reprendido de alguna u otra forma y no me
conformaba con eso de que “todo se paga en la vida”. Si yo podía interve-
nir en eso, sería mejor verlo con mis propios ojos.

A la mañana siguiente, inició la junta de todos los miércoles con el


personal de la clínica y los pacientes. Nos fuimos presentando uno por uno
y expresando inquietudes y disconformidades. Para mi gran sorpresa, mis
compañeros empezaban a atreverse a hacer comentarios sobre los puntos
en los que estaban de acuerdo y en los que no.

Me senté muchos lugares antes que Frank a propósito, para hablar pri-
mero que él. Me presenté nuevamente avergonzada como “bulímica y neu-
rótica” y expuse vez mi enojo. Le tocó el turno de hablar a Frank quien,
visiblemente abrumado y molesto conmigo, habló dirigiéndose a todos y
evitando observarme a los ojos.

- La neta, yo no entiendo para qué se arma tanto desmadre por una pen-
dejada como la que pasó ayer.

- Modera tu vocabulario, Frank- interrumpió la directora.

- OK, disculpe madame- contestó Frank en tono burlón y continuó- Na-


die ve que Elena a mi me ofendió primero y me dijo que era un enfermo
junto con Alberto, ¿verdad?- preguntó a Alberto quien, con su insignifican-
te personalidad, mantenía los ojos fijos en piso y se conformó con mover
la cabeza afirmativamente. – Ahora resulta que yo soy el malo del cuento
cuando yo ni la pelo. Ya desde hace tiempo que había caído de mi gracia
porque se quejó el sábado pasado de que todos los hombres éramos unos
gandayas que apañábamos todos los asientos y no les guardábamos lugar a
las mujeres cuando veíamos la película. A mi ella ya ni me va ni me viene,
así que no sé por qué se mete conmigo. Yo en ningún momento le falté al
respeto…

-¿Qué?, ¿no me faltaste al respeto?- interrumpí frenética tras escuchar-


lo despotricar sin el mínimo remordimiento- Si tu eres capaz de decirle a
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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
una mujer embarazada y a otra paciente “váyanse a tragar, pinches gor-
das”, no se por quién puedes tener respeto…

- ¡Yo no te dije “vete a tragar, pinche gorda”, te dije que te fueras a


comer!- interrumpió gritando.

- ¡No seas cobarde!, -le grité- Ten los pantalones para mantener tu pa-
labra…

- A ver, a ver. Esto ya se está saliendo de orden. Elena, deja que Frank
termine de hablar y después tu continúas- interrumpió, nuevamente, Mi-
chelle.

- Así está la cosa- prosiguió Frank un poco más tranquilo.- Yo no tengo


problemas con nadie más que contigo-, yo me reí a propósito- aunque no
lo creas- Aquí todos nos llevamos muy bien, nadie se mete con nadie y nos
echamos la mano en lo que podemos.

Dora y yo nos habíamos quedado frente a frente en el círculo, ya que


estaba sentada al otro extremo. De pronto, empezó a burlarse en silencio y
a imitarlo haciéndome caras. Yo contenía la risa pero Frank se dio cuenta
y volteó a ver a Dora. Esta fingió que no sucedía nada pero él se quedó
mirándola por un largo rato hasta que ella lo volteó a ver y él le movió la
cabeza en señal de desaprobación. El se molestó y dijo que no tenía más
qué decir. Entonces fue mi turno.

- Pues eso de que yo soy la única que tiene problemas contigo es la


mentira más grande que he escuchado. Aquí he oído, desde que llegué,
quejas y más quejas sobre tu comportamiento y actitud; todo mundo des-
potrica sobre tu persona a tus espaldas y dicen que eres un maniático, un
neurótico, que te peleas con todos, que nada más andas buscando proble-
mas. A ver,- volteé a ver a todos los pacientes- todos se quejan de Frank
conmigo a escondidas, ¿no es cierto?, ¿porqué no aprovechan ahora para
decirle sus verdades?

Hubo un silencio sepulcral. Yo volteaba a ver, uno a uno, a los hombres


que tanto criticaban a Frank y se quejaban de él a sus espaldas. Todos esta-
ban mudos y bajaban la mirada cuando los observaba, ¡no lo podía creer!
Dora me observaba moviendo la cabeza incrédula. En ese momento, supe
que estos pacientes eran igual a la mayoría de la gente que yo conocía;
pocos tenían las agallas de ser sinceros y decir algo frente a frente. “Decir
la verdad es no encajar en la sociedad”, pensé. Volví a insistir en lo mismo
hasta que Frank me atacó:
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HAMBRE
-¿Qué es lo que quieres?, ¿Qué me corran de aquí?

- Yo, ¿por qué habría de querer tal cosa?- le contesté.

La directora volvió a intervenir.

- Bueno, bueno, ya fue suficiente. Quiero que los dos pasen al centro,
se pidan una disculpa mutua y se den la mano.

- Volteé a ver a Dora, quien no podía contener la risa. Hizo una cara de
“¡no manches!” y se tapó la boca. Karine también se reía en silencio. Sentí
todas las miradas posadas en mi rostro que estaba rojo como una manzana.
Frank no titubeó y fue el primero en ponerse de pie sin quitarme la vista de
encima. Yo me paré de mala gana como esperando a que me rogaran, pero
todo era silencio. Frank me tendió la mano y yo se la di. Me jaló y me dio
un beso en la mejilla.

- Discúlpame- dijo en voz alta para que todo el salón escuchara.

- Discúlpame- le respondí mirándolo a los ojos.

Todos los presentes empezaron a aplaudir y él me abrazó. De inme-


diato, se pusieron de pie y nos dimos la mano para cerrar la sesión. Frank
salió disparado hacia afuera y mi terapeuta lo siguió. Más tarde me diría
que él estaba llorando y que ella lo había felicitado porque, por primera
vez durante su estancia, se había derrotado.

En la terapia de grupo de esa mañana, uno de mis compañeros, con la


“cola entre las patas”, me dijo que ya sabía que yo esperaba apoyo por
parte de todos cuando había hablado sobre los abusos de Frank y que me
notaba muy molesta con ellos porque no habían dicho la verdad. Agregó
que lo veía en mi actitud, porque no quería ni mirarlos a los ojos, pero se
excusó diciéndome que él no tenía nada en contra de Frank y que le parecía
muy buena persona. Yo, recordando la sarta de quejas sobre Frank que ha-
bía escuchado salir de su boca días antes, no hice más que sonreír y pensar
que era aun más cobarde de lo que pensaba.

Esa noche, en la junta de AA, Frank subió al estrado agradecido con


todos los compañeros porque no lo habían delatado.

- Quiero decirles que hoy fue un buen día- empezó a hablar muy con-
tento-. Yo pensé que iba a “estar nominado” –haciendo referencia al fa-
moso programa de televisión llamado “Big Brother”- pero no fue así-. Y
continuó bromeando.
- 45 -
ELENA B. ARREGUIN OSUNA
Al día siguiente, Frank estaba en la dirección siendo reprendido por
haberse metido con uno de los pacientes y haberle gritado “¡puto, homo-
sexual!” y casi provocar una golpiza. Este paciente se me acercó para de-
cirme que yo tenía toda la razón acerca de Frank, pero que el día anterior
no se había atrevido a decir algo frente a todos los internos por temor a
represalias o violencia.

Tres días después, Frank fue expulsado de la clínica por otro altercado
con uno de los pacientes.

- 46 -
HAMBRE

Historia de vida.

S oy la menor de cuatro hermanos. Entre ellos tres se llevan dos años


de diferencia cada uno pero, el menor de ellos, me lleva cinco años
de edad, así que mi hermana me lleva siete y mi hermano mayor me lleva
nueve años.

Mi padre, originario de Pachuca, Hidalgo, fue la persona más culta,


inteligente, brillante, sencilla y cariñosa que jamás he conocido; capaz de
dejar con la boca abierta a cualquier estudioso del índice de coeficien-
cia intelectual. Campeón por excelencia de cálculo mental en sus años de
escuela, poseía una extraordinaria capacidad de concentración, memoria
prodigiosa y fotográfica y una cultura extensísima debido a que devoraba
leyendondo colecciones enteras de toda clase de libros.

Estudió la carrera de medicina en la Escuela Médico Militar, generación


1950, con dos especialidades: una en Infectología, que realizó en Atlanta,
Estados Unidos y otra Microbiología Clínica, que efectuó en Toronto, Ca-
nadá. Aunado a eso, obtuvo el grado de General Brigadier en el Ejército
Mexicano y Fuerzas Armadas. Era un genio que, incluso, inventó fórmulas
y artefactos que nunca patentó y que otros aprovecharon para su beneficio
personal debido a que, como buen genio, era disperso y distraído.

Un hombre que, a pesar de tantos talentos, era increíblemente noble y


sencillo. Odiaba la politiquería, la fanfarronería o el querer beneficiarse
económicamente con algún puesto en la milicia o en con su carrera de doc-
tor. Ninguna vez buscó ganar un premio o reconocimiento, pues siempre
estuvo inmerso en sus dos pasiones: su familia y la medicina. Eternamente
alegre y honrado hasta morir, con una ética moral y profesional incorrup-
tibles.
- 47 -
ELENA B. ARREGUIN OSUNA
Fue campeón nacional de esgrima en dos ocasiones. Nos heredó a mis
hermanos y a mí, con su ejemplo, valores universales e inquebrantables
como la lealtad a su familia, la honradez y el respeto por los mayores y
por la vida.

Durante los años cincuentas, un grupo de científicos alemanes vinieron


a México a capacitar a algunos doctores para que aprendieran a utilizar el
primer microscopio electrónico que llegaba al país. Tras varios exámenes
exhaustivos y de alto grado de dificultad, una de las expertas le dijo a mi
papá que sus resultados eran impresionantes y sobresalientes; que él era un
ser humano en millones en poseer una inteligencia tan aguda.

Mi papá era tan modesto y gracioso que platicaba esta anécdota dicien-
do que la alemana le estaba “tirando la onda”, y por eso le echaba piropos.

Lo recuerdo en sus tiempos libres, leyendo uno de sus tantos libros de


colección empastados en piel. Tan culto que, como resultado de leer tanto,
se sabía de memoria geografía, historia, nombres, fechas y ubicación de
monumentos y calles de varios países de Europa, como si hubiera vivido
durante años ahí. La gente se quedaba asombrada cuando él les confesaba
que jamás había ido a visitar el otro continente. Cuando jugábamos un
juego de conocimientos que se puso muy de moda en los años ochentas en
México, llamado Maratón, nos ganaba dándonos dos o tres vueltas a todos.
Después se aburría, nos dejaba y se iba a leer a su sillón.

Mi padre era una enciclopedia andante. No importaba que fuera cua-


renta y cuatro años mayor que yo y que, lo que yo estaba estudiando en
aquellas épocas, él lo hubiera aprendido décadas antes. Sabía responder, de
memoria, cualquier cuestionamiento que yo le hiciera de nivel primaria o
secundaria, se tratara de álgebra, español, matemáticas, historia, geografía,
biología o química. Sin embargo, este ser humano único y sorprendente
estaba enfermo de diabetes desde los cuarenta y tantos años. Como buen
tragón, optó por dejarse llevar por los placeres de la comida el tiempo que
tuviera que vivir.

Mi progenitor fue alguien tan grande y admirable que, veintiséis años


después de su muerte, sigue siendo recordado con todo cariño y respeto
por los que tuvieron la fortuna de tenerlo como maestro en la Escuela
Médico Militar, en la que dio clases muchos años. Cada que visito el Hos-
pital Central Militar y me topo con alguno de los especialistas y actuales
directores de las diferentes áreas, todos médicos militares muy respetados
por su rango y experiencia, sólo basta con decirles mi apellido para que me
- 48 -
HAMBRE
miren fijamente a los ojos y exclamen asombrados: “¿Eres hija del maes-
tro Arreguín Macín? Yo todavía tuve la fortuna de que me diera clases tu
padre”. Yo siempre sonrío mientras una oleada de admiración recorre mi
cabeza y mi cuerpo.

Cada año, los compañeros de generación de mi padre que estudiaron la


carrera de Medicina en la Escuela Médico Militar, se reúnen para festejar
su aniversario. Las señoras organizan un desayuno o comida donde asisten
los médicos militares acompañados de su familia o sólo de sus esposas.
Durante la ceremonia algunos miembros de dicha generación, previamen-
te preparados, dirigen algunas palabras a los ahí presentes para después
disfrutar de la comida. Al día siguiente o unos días después, se vuelven a
reunir para irse de viaje con sus esposas a alguna playa o ciudad, por lo
general, de la República Mexicana. Ahí todos tienen su cuarto de hotel
reservado junto con su itinerario de actividades, durante las cuales, con-
viven, cantan, recuerdan y ríen para, días después, regresar a sus hogares
descansados y contentos.

La única vez que yo asistí a uno de esos desayunos junto con mi madre,
fue en el año de 1995, nueve años después de que muriera mi papá. En
aquella ocasión, me tocó escuchar a uno de los compañeros de generación
de mi padre hablar bella y elocuentemente. El tomó la palabra antes de que
nos sirvieran el desayuno y empezó a hablar, primero, bromeando con sus
compañeros, para después empezar a conversar en tono más serio sobre los
logros de dicha generación y demás material que llevaba preparado para
la ceremonia. Al abordar el tema sobre los alumnos más destacados en la
historia de la Escuela Médico Militar, lo escuché mencionar el nombre de
mi papá unas cinco o seis veces, refiriéndose a él no solo como a una de
las personas más brillantes de aquella escuela, sino como al ser más inteli-
gente que jamás hubiera conocido. Yo sentí un nudo en la garganta y traté
de contener las lágrimas para que mi madre no me viera llorando. Cuando
volteé de reojo a mirarla, ella ya estaba hecha un mar de llanto, así que
también me solté lloriqueando sin inhibiciones.

Fueron interminables las serenatas que le llevaron sus alumnos a nues-


tra casa en el Día del Maestro porque, además de todas estas cualidades
que poseía, era de lo más simpático, ingenioso, paternal y bromista. A toda
la gente le fascinaba estar con él. Los amigos de mis hermanos se peleaban
por ir a comer a mi casa siempre y cuando estuviera mi papá para que bro-
meara con ellos en la mesa.
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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
A él le encantaban los placeres y los lujos de la vida. Tenía un gusto re-
finado y, sin duda alguna, era un comelón por excelencia. Gordito y alegre,
disfrutaba llevándonos a comer todos los domingos a los mejores restau-
rantes de la ciudad de México, ya fueran de comida francesa, mexicana,
italiana, cantonesa, mediterránea, española y de otras partes del mundo.
Era el primero en la fila cuando se abría un nuevo restaurante de buena
reputación.

Mi madre, originaria de San Ignacio, Sinaloa, fue una cocinera excep-


cional con una sazón inigualable, digna de haber ganado un concurso in-
ternacional de chefs. Preparaba sin dificultad, los platillos y postres más
elaborados de todo el mundo y le quedaban deliciosos con un toque muy
personal.

Para ella era imperativo alimentar a toda la familia con la comida más
sana y de primera calidad, por lo que compraba alimentos frescos en el
mercado, recién llegados. Muy tempranito, se iba con sus “marchantes”
y llevaba a casa la carne, pollo, verduras y frutas de temporada, los más
frescos que se podían conseguir. Los pescados y mariscos los compraba
directo en la Viga, donde llegaban los cargamentos con el producto todavía
saltando entre las redes. Llevaba tortillas recién hechas de la tortillería y
pan recién horneado de la panadería. Raramente se aparecía en un super-
mercado y de ningún modo se veía en mi casa un refresco, un sobre de
saborizante artificial en polvo para el agua, una golosina, algún panqué
comprado en la tiendita, una bolsa de papas fritas y tan sólo uno que otro
producto enlatado. Las frituras solamente las veía puestas en un botanero
de cristal cuando mi mamá organizaba en mi casa las famosas jugadas de
dominó con los amigos de mi papá. Entonces me sentaba al lado de mi
padre observándolo tomar su coñac en una gran copa redonda mientras yo
me devoraba las papas a puños. Por supuesto, los congelados ni siquiera
existían y, de haberlo hecho, mi madre nunca los hubiera comprado.

Todo lo que consumíamos era natural, sin conservadores ni químicos.


El agua de frutas frescas era hecha con el fruto de la papaya, naranja,
sandía, limón, horchata hecha con arroz, tamarindo o jamaica hervidos;
todos los días comíamos sopa, guisado acompañando de verduras, agua
de frutas y fruta como postre. A la hora de la comida, no había galletas, ni
pan, ni tortillas sobre la mesa. A menos que fuera un guisado, tipo mole
que lo ameritara, entonces se sacaban las tortillas y se ponían calientitas al
alcance de todos.
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HAMBRE
Mi lunch de la escuela consistía, por lo general, en jícamas o pepinos
con limón y sal, un emparedado con cebolla, jitomate, lechuga, queso y
jamón, una fruta y agua de frutas. A mí me parecía muy extraño cuando
veía los dulces y la comida chatarra salir disparada de las loncheras de mis
compañeras de clase. Incluso, a algunas de ellas, solo les daban dinero sus
papás para que compraran golosinas en la tiendita.

A mi madre nada se le escapaba, bien dice el dicho que “detrás de un


gran hombre hay una gran mujer”. Ella fue también digna de admiración
pues, después de haber vivido una infancia muy difícil y carente de recur-
sos económicos, estudió una carrera técnica e inglés para salir adelante.
Era diez años menor que mi papá. Luchadora incansable, con un tesón y
voluntad de hierro para alcanzar sus ideales. Con cuatro hijos se las arregló
para recogernos a cada uno de la escuela todos los días hasta la preparato-
ria y, si era necesario, nos llevaba y recogía hasta la universidad.

Ya casada y con cuatro hijos, mi mamá estudiaba inglés desde las seis
de la mañana, preparaba las clases que impartía; iba de compras a los mer-
cados, cocinaba, nos recogía de clases. Comíamos todos juntos en la mesa,
incluyendo a mi papá. Nos llevaba a mi hermana y a mí por las tardes a
la escuela de ballet dos o tres veces por semana; convertía el comedor de
nuestro departamento en un aula de clases en un dos por tres e impartía
varias horas de inglés por las tardes. Más tarde, nos recogía del ballet a
mi hermana y a mí, preparaba la cena y estaba al pendiente de nosotros
en todo momento. Asistía a festivales de la escuela, del ballet, partidos de
fútbol de mis hermanos y se daba tiempo para estar con nosotros.

Algún día le ofrecieron abrir una escuela de inglés, fungiendo ella


como directora y teniendo como maestras a otras cuatro amigas. Mi padre
le pidió que no descuidara a sus hijos y desistió del plan.

En ese entonces, no se acostumbraba que la mamá se sentara a hacer


la tarea con los hijos. Cada uno de nosotros era lo suficientemente cum-
plido como para llegar de la escuela a hacer su tarea, comer e ir a clases
o jugar todo el resto de la tarde. Eramos responsables de nuestro estudio
y nuestro tiempo de juego y los cuatro hermanos teníamos calificaciones
sobresalientes.

Mi papá nos llevaba a la escuela por las mañanas para irse después a
trabajar dando clases de Infectología y Microbiología Clínica en la Escue-
la Médico Militar, en la UNAM o en la Universidad Anáhuac Norte, de la
que fue también maestro fundador de la carrera de Medicina.
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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
Por las tardes y fines de semana, tenía dos laboratorios, uno estaba ubi-
cado en la calle de Sierra Nevada, muy cerca de la Iglesia de Santa Te-
resita, en Lomas de Chapultepec y ahí trabajaba rentando una casa junto
con un grupo de pediatras. Ellos le mandaban trabajo a mi papá cuando
necesitaban que sus pacientes se hicieran hacer análisis en nuestro labora-
torio. El segundo estaba ubicado en el Hospital Central Quirúrgica, en la
calle de Zacatecas # 228, consultorio 206 en la colonia Roma y, tras años
de trabajo, había comprado y amueblado su propio laboratorio de Análisis
Clínicos. Ahí recibía mucho trabajo particular y de empresas y asociacio-
nes, tales como la Asociación Nacional de Artistas (ANDA). En los dos
laboratorios tenía empleados por las mañanas y por las tardes pero, como
en todo, algunos eran honrados y agradecidos, otros le robaron, abusaron
y se aprovecharon de él.

Para el laboratorio de Lomas de Chapultepec, mi papá había contratado


a una mujer llamada Lucila, quien no tenía una carrera profesional ni sabía
algo de medicina. Mi padre la enseñó a tomar muestras, cultivarlas, leer
resultados y comprender el lenguaje de laboratorio. Pronto, Lucila se con-
vertiría en una experta y ganaría así la confianza de mi papá, de médicos
y pacientes. La presentó al grupo de pediatras con los que llevaba años
trabajando y la dejó hacerse cargo del laboratorio por las mañanas. El iba
y la alcanzaba por las tardes. En el cuarto de servicio de dicha casa, vivía
el personal de limpieza, un matrimonio que tenía dos hijos. Mis padres
fueron siempre caritativos y bondadosos para con ellos.

Años después, cuando mi padre falleciera, Lucila se aprovecharía de


todo esto y le exigiría a mi madre que se asociaran en el negocio, ya que
ella era a la que conocía a médicos y pacientes. Al negarse mi madre, ella
abriría un laboratorio frente al nuestro y, por increíble que parezca, los
pediatras, amigos de mi papá de toda la vida, la apoyarían y le enviarían
el trabajo a Lucila. En definitiva, mi madre optaría por aceptar la asocia-
ción con ella, motivo de enfrentamientos interminables, en la que tiempo
después terminaría cediendo su parte y la empleada se quedaría con todo.

A diferencia del laboratorio de Lomas de Chapultepec, en el del Hospi-


tal Central Quirúrgica, mi padre tuvo a varios empleados por las mañanas
y las tardes. El iba a trabajar a ese lugar, por lo general, los fines de sema-
na. De vez en cuando, mi madre se daba vueltas y visitaba los dos negocios
para ayudarlo a hacer cuentas y a revisar el material que faltara.

Casi siempre teníamos invitados en casa, ya fuera para una comida,


cena, una celebración, aniversario; ya fueran los primos que llegaban de
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HAMBRE
fuera, los amigos de mis papás de éste o de aquél grupo, mi casa siempre
estaba llena de gente. Nunca se nos dejó de festejar un cumpleaños a mis
hermanos y a mí con piñata, gelatinas, pastel hecho y decorado por mi
madre, comida hecha en casa, muchos invitados, globos, dulces y música.
Por lo general, las fiestas se llevaban a cabo en los juegos de la Zona Mi-
litar o mis papás rentaban algún local con alberca de esponjas, que era lo
que se usaba. Hasta los once o doce años, las fiestas infantiles no termina-
ron. Después, nos seguían agasajando haciéndonos reuniones con nuestros
amigos adolescentes y nuestro pastel.

Mi madre también pintaba cuadros al óleo así que, a veces, nos ponía a
pintar con ella los fines de semana. Ella tenía una máquina de pedales para
coser marca Singer, con la que cosía dobladillos, zurcía, cortaba telas y
cosía manteles, reparaba piezas rotas y parchaba. Al contrario de mi padre,
era ahorrativa como pocas y prefería hacer las cosas ella misma.

En esos tiempos, íbamos al club del Estado Mayor Presidencial los


fines de semana o a una casa de un médico militar, amigo de mi papá, en
Cuernavaca. Ahí los adultos jugaban frontón y los niños nadábamos feli-
ces en la alberca.

En vacaciones, no existían los “cursos de verano” y, de haber existido,


dudo mucho que mis padres nos hubieran metido a estudiar por “no sa-
ber qué hacer con nosotros”, como dicen en la actualidad tantas madres.
Siempre salíamos a algún lugar de la República Mexicana y así fue como
primero conocimos nuestro hermoso país. Viajábamos en coche, en tren,
en avión o en camión, pero no dejábamos de conocer, año tras año, los
cuatro puntos cardinales de México; ya fuera yendo a una playa virgen
con arena blanca y suave como el talco; un mar de siete colores donde, por
más hondo que nadaras, seguías viendo tus pies a través del agua cristalina
rodeados de pececillos; un río, un lago o cascadas de ensueño, unas rui-
nas o monumentos arqueológicos, unas montañas y cañones gigantescos,
hospedándonos, invariablemente, en los mejores hoteles de cada ciudad.

Mis padres siempre prefirieron disfrutar de esas convivencias y fiestas


en familia que ahorrar dinero para tener un flamante coche del año o una
mansión. Gastaban en nuestra salud, alimentación, vestido, educación y
diversión más que en ninguna otra cosa.

Los cuatro hermanos estudiamos en las escuelas privadas y religiosas


más prestigiosas del país; mi hermana y yo en el colegio Ignacio Luis
Vallarta, solo para mujeres y de monjas pertenecientes a la Congregación
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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
de las Hijas del Espíritu Santo; mis hermanos en el Instituto Cumbres,
solo para varones y perteneciente a la orden de los Legionarios de Cristo.
Jamás nos faltó algo sino todo lo contrario, nos sobró amor, atenciones y
diversión. Tuvimos la dicha de tener dos padres maravillosos.

Como mis tres hermanos me llevan muchos años de edad, siempre con-
vivimos en períodos desfasados, casi nunca jugamos ni se interesaron en
mis actividades. Cuando mi hermana se convirtió en una joven me llevaba
como chaperón y, a veces, me compraba boletos para ir a ver el Ballet Bol-
shoi, el de Cuba o el de la Compañía Nacional de Danza. Se podría decir
que fue con la que más pude convivir.

Mis amigas y vecinas con las que interactué por mucho tiempo en la
Zona Residencial Militar, eran cuatro: Minerva, Maribel, Marcela, y Jaz-
mín. Con esta última empecé a llevarme cuando tenía unos ocho años y
ella era mayor que yo.

Jazmín venía de una familia que tenía pésimos hábitos de todo tipo
pero, sobre todo, alimenticios, pues comían frituras y caramelos casi todo
el día sin hacer una comida formal en la mesa. Al principio, me sorprendía
cuando yo llegaba a su casa a jugar con ella por la tarde, justo después de
comer, y la encontraba en la cocina preparándose unas papas fritas con
limón y chile.

-¿Qué?, ¿no has comido? -le preguntaba yo asombrada.

-Sí- me respondía muy tranquila- pero ¿quieres papas?

Yo me negaba rotundamente a comer por comer, explicándole que no


tenía hambre. Lo mismo sucedía en casa de Maribel, quien tenía su refri-
gerador abarrotado de gansitos, choco roles, el congelador lleno de paletas
heladas y helados de varios sabores; en la alacena encontrabas refrescos,
dulces, chocolates, sobres de saborizantes artificiales para el agua llama-
dos Tang y frituras de todas las marcas. Recuerdo que a Maribel le fasci-
naba desayunar pan tostado con mantequilla y litros de miel encima, que
su madre le preparaba. Todo esto era exactamente lo contrario a lo que yo
estaba acostumbrada a comer y me llamaba mucho la atención.

Así transcurrió el tiempo y fue como en mi diario convivir con Jazmín


y Maribel, quienes ingerían a cualquier hora comida chatarra de todas las
marcas y sabores, caí en la tentación y, años después, terminé por comer
golosinas a la par de ellas dos.
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HAMBRE
Mis hermanos y yo teníamos estrictamente prohibidos los permisos
para ir a dormir a casa de amigos o vecinos, o irnos de campamento en
verano, aunque fuera en los alrededores de la cuidad. A mí me dejaban ir
a dormir únicamente con unas primas del lado paterno que vivían en el
Estado de México. Ahí me quedaba durante varios días y me divertía con
cualquier cosa y en cualquier lugar. Como era una niña inocente y jugueto-
na, me gustaba aprender “modales” de mis parientes, las mayores.

Mi tía, madre de seis hijos, cuatro mujeres y dos hombres, aprovechaba


toda ocasión para tratarme como a la Cenicienta y ponerme a lavar platos,
tender camas, cocinar, lavar baños para ocho personas y demás quehaceres
domésticos que yo jamás acostumbraba realizar en mi hogar. Recuerdo
que, únicamente, compraba bolillos y frijoles para desayunar, comer y ce-
nar durante los días de mi estancia. Dos de mis primas, las de en medio,
se encargaban de cobrarme dinero por cualquier salida que hiciéramos o
hasta por un helado, obligándome que le pidiera dinero a mi papá.

Cuando estaba de vuelta en mi casa, le comentaba todo esto a mi ma-


dre, y ella sólo expresaba: “¡Qué abusiva tu tía!, ponerte a lavar las cosas
de todos ¡es el colmo!”. Y eso era todo, jamás se volvía a tocar el tema. A
la siguiente vez que me iba a quedar ahí, sucedía la misma historia.

Mis tíos siempre tenían problemas económicos y mis cuatro primas


solían aventarse sobre mi padre, cada que había alguna reunión familiar,
para extenderle la mano exigiéndole que les diera dinero. A mis tíos esta
situación, lejos de parecerles vergonzosa, les causaba una gracia desfa-
chatada y exclamaban: “Que tu tío les de dinero. El tiene”. Siempre envi-
diosos, siempre abusivos. Pedían dinero prestado a mis padres y jamás les
pagaban un solo centavo. Mi tío jamás llegó a ser ni la sombra de lo que
fue mi padre.

Como en todas las familias, había pleitos entre hermanos y a mí me mo-


lestaban mucho los tres por ser la menor. En cierta ocasión, estaba viendo
la televisión con uno de mismi hermano que me lleva cinco años de edad.
Estaban ttransmitiendoían las Olimpiadas de 1980. Las niñas de gimnasia
rítmica empezaron a hacer sus preciosas rutinas. Yo tendría unos nueve
años y era muy ágil y graciosa por haber estado estudiando ballet clásico
desde los cinco años de edad. En ese instante, se me ocurrió decir en voz
alta que yo sería la que representaría a mi país en gimnasia rítmica en las
siguientes Olimpíadas. Mi hermano volteó a verme carcajeándose de mi e,
incrédulo, profirió: “¿Tu vas a ir a las Olimpiadas tonta, fea?”. Después de
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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
ese comentario, jamás se me volvió a ocurrir pensar en ir a las Olimpíadas
porque me sentí una tonta y una fea, incapaz de lograrlo.

Cuando cumplí los once años empecé a subir de peso. De la noche a la


mañana, mi cuerpo empezó a transformarse en el de una mujercita: se em-
pezaron a moldear mis caderas, mis piernas, se marcó mi cintura y empezó
a crecerme el busto.

A la par de mi desarrollo, súbitamente dejé de ser una niña cariñosa y


juguetona con mi papá y me convertí en una preadolescente fría, distante
y grosera. El seguía siendo conmigo el mismo ser alegre que me buscaba
para jugar y me cantaba ópera o canciones infantiles, modificadas por él
para hacerlas graciosas, y con ellas iba a despertarnos por las mañanas.
Pero yo ya no cantaba con él, sino que me tapaba con las sábanas de pies
a cabeza en cuanto escuchaba que se acercaba a mi cama y no le permitía
que me diera un beso de buenos días, de buenas noches o de despedida. Yo
no me explicaba por qué, pero empecé a sentirme invadida y me defendí
queriéndolo apartar de mí. A pesar de mis mil y un intentos e insolencias,
él jamás se alejó ni un instante de mi lado, pues comprendía a la perfección
la etapa por la que estaba pasando su hija menor. Aunado a esto, hubo otras
razones que me hicieron apartarme aun más de mi familia.

Por esas fechas, mis hermanos me hacían burla sobre mi físico, pues
aun eran niños y adolescentes, igual que yo. Mi cuerpo empezó a cam-
biar drásticamente, gané unos kilos de sobrepeso, y me volví regordeta y
cachetona. Todos los días, a la hora de la comida, mi hermano mayor me
empezaba a insultar diciéndome cosas crueles como: “¿Qué vas a comer
hoy, cerdita?” o “Eres una puerca, ¿no te da pena estar tan gorda?”.

Recuerdo que el momento de la comida se convirtió en un tormento


al que yo le tenía pánico porque, invariablemente, mi hermano mayor me
molestaba hasta hacerme llorar. Entonces me ponía de pie y terminaba por
irme a encerrar a mi recámara hasta que todos terminaran de almorzar. Sor-
prendentemente, estando presentes mis otros dos hermanos y mis padres,
nadie le decía algo ni le llamaban la atención.

Muchos años después corroboraría con otras pacientes de trastornos


alimenticios que este tipo de situaciones extrañas en familia son muy co-
munes. Cabe aquí la expresión de que “hasta en las mejores familias” exis-
ten esta clase de experiencias.

Una tarde, después de la rutina diaria de ponerme de pie e irme de la


mesa llorando y sin comer tras de escuchar las burlas de mi hermano, re-
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HAMBRE
cuerdo que agarré una bolsa de ocho Paletones de malvavisco con chocola-
te, que mi mamá guardaba para premiar a sus alumnos, y me los devoré to-
dos en pocos minutos. Después me puse a llorar revolcándome en la cama
de mis papás. Mi madre entró a su recámara y me preguntó qué era lo que
me sucedía. Yo le respondí que ya estaba cansada de que mis hermanos me
dijeran gorda. Entonces ella, furiosa, les puso un alto a mis tres hermanos,
regañándolos y prohibiéndoles que me volvieran a insultar de esa manera.

Fue así como a mis doce años, estando toda la familia de viaje en Cuer-
navaca, se me ocurrió pensar que si me picaba la garganta para vomitar lo
que comía podía adelgazar fácilmente. Después de comer, llegué al excu-
sado y me agaché introduciendo el dedo índice en la faringe. Inmediata-
mente y como una manguera, salió toda la comida indigestada de mi boca.
Vacié mi estómago y me sentí muy bien, muy ligera. Fue la primera vez
que lo hice, pero esto pronto se convirtió en una práctica de todos los días.
Para que no me escucharan cuando vomitaba, también lo hacía en la rega-
dera de la casa de campo en la que estábamos vacacionando.

Una mañana, mi mamá descubrió las paredes de la regadera salpicadas


de vómito y le echó la culpa a mi hermano mayor, creyendo que se había
puesto una borrachera la noche anterior. Yo escuchaba la discusión en si-
lencio. Mi hermano insistía en que él no había sido el culpable, pero mi
mamá nunca le creyó.

En pocos días, mi figura había cambiado; era una niña esbelta gracias a
mi descubrimiento. Recuerdo haber tomado la báscula y haberme pesado
en frente de mi hermana.

- Peso cuarenta y cinco kilos, ¿no te da envidia?- pregunté burlona-


mente.

Se quedó callada. Algunas veces, ella también me molestaba compa-


rándose conmigo y preguntándome al final: “¿No te da envidia? “Así que
hice lo mismo.

Para esas fechas, nada se sabía o no se hablaba sobre enfermedades del


tipo de desorden alimenticio, y yo no tenía ni la menor idea de que eso
era algo grave, progresivo y mortal. Mucho menos sabía que acababa de
convertirme en bulímica, así que, ignorando que tenía una enfermedad psi-
cológica derivada de diversas situaciones vividas a lo largo de mi infancia,
busqué toda clase de métodos, por riesgosos e inhumanos que parecieran,
para perder peso, pues prefería morir antes que estar gorda.
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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
Un buen día escuché que mi madre estaba enferma del estómago y que
tenía un bicho, una “culebra”, que se llamaba “solitaria”. Esta culebra en-
gullía todo lo que mi madre se llevaba a la boca y no dejaba rastro alguno
de la comida. Como mi madre siempre fue muy delgada y con aquella
enfermedad había adelgazado aun más, armé de inmediato mi plan y quise
tener mi propia solitaria para bajar de peso, pero ¿dónde estaban las so-
litarias? Me acerqué al médico de la casa, mi padre, fingiendo inocencia
y le pregunté que dónde estaban esos bichos malos que tenía mamá en el
estómago. El me contestó que había huevecillos en la tierra y en las heces
de animales y que si te comías por accidente un huevecillo en lugares con
poca higiene, éste crecía y se desarrollaba dentro del estómago.

La idea me pareció mágica: poder comer todo lo que yo quisiera sin


engordar. Acto seguido, salí al jardín de la casa en la que vivíamos, divisé
un tramo sin pasto, tomé un puño de tierra y me lo metí a la boca. Casi
me vomito al tratar de tragarme semejante bocado, así que corrí por agua
a la cocina y me lo bebí completo. Todos los días repetía a escondidas la
misma tarea. Milagrosamente, jamás me enfermé del estómago por comer
tanta tierra y jamás logré ingerir ni una sola solitaria.

Recuerdo que existían lapsos prolongados de tiempo en los que ni me


acordaba de devolver el estómago a menos que me pusiera, de vez en
cuando, un atracón. Desarrollé una atracción casi incontrolable por los
chocolates, las frituras, los dulces, los panquecillos y helados de crema.
Los atracones que me ponía en un principio eran bastante moderados. En
ese entonces, aunque pasaba día y noche contando las calorías, tenía cierto
control sobre mi manera de comer. Quizás me excedía en comer chocola-
tes de vez en cuando, pero nada más grave.

Mi amor por el deporte, desde que era niña, me ayudaba en gran me-
dida a quemar todas aquellas calorías que comía demás y mi cuerpo era
atlético y bien formado. En mi caso jamás he padecido vigorexia (1), pues
siempre he practicado deportes por el placer de ejercitarme y competir,
más no para bajar de peso.

Otra situación que me ayudaba era mi carácter inquieto por naturaleza,


es decir, nunca he podido estar quieta o sentada después de cierto tiempo,
ni siquiera después de mi tercer cesárea, así que cada día tenía un mundo
de actividades por realizar, gastando calorías sin detenerme. Ser impetuosa
también me ayudó, después de tres años de embarazo en los que no realicé
actividad física alguna, a conservar cierta condición para volver a ejerci-
tarme en la actualidad sin problemas.
- 58 -
HAMBRE
Mi gusto por el ejercicio y la danza se remonta a mis cinco años, edad
en la que ingresé a la Escuela Nacional de Danza (END) de Bellas Artes
a estudiar la carrera profesional de bailarina de ballet. En dicha academia,
fundada en el año 1932 por Nellie Campobello, se impartían, además del
ballet clásico, clases de baile tales como español, regional, danza contem-
poránea y materias como anatomía, historia de la danza, talleres, etcétera.

Existía una línea de baile única en la escuela, llamada ritmos indígenas,


que era instruido por la profesora María Velasco Ortiz. A esta materia se le
daba mucha importancia y utilizábamos trajes y accesorios típicos del país,
mientras se nos enseñaba la importancia de nuestras raíces. Las alumnas
de los grados más altos, quienes ya usaban zapatillas de ballet de punta,
bailaban danzas más complicadas y de diferentes regiones del mundo.

El profesorado era de primera calidad, muchos de ellos contemporá-


neos de la señorita Nellie, tales como la ya mencionada profesora María
Velasco y el maestro Enrique Vela Quintero, quien marcaba el ritmo de
la música española pegando en el piso con su bastón. De esta escuela se
habían graduado bailarinas mexicanas de la talla de Amalia Hernández y
Josefina Lavalle.

Aquello era una carrera profesional completa que mi hermana y yo


estudiábamos a la par de la escuela. Constaba de, aproximadamente, diez
años de preparación para de ahí realizar un examen profesional, cubrir el
servicio social, presentar tesis y titularse, ya fuera como bailarina profe-
sional o como maestra. La directora era la misma fundadora, quien fue
escritora, coreógrafa y bailarina profesional.

Nellie Campobello era una mujer de edad e imponente. Llevaba el pelo


blanco recogido en un chongo, siempre estaba maquillada y vestía ele-
gantemente con ropa y abrigos de pieles, plumas en la cabeza, sombreros,
medias y tacones. A mi me parecía como que venía de otro siglo. Cuando
la señorita Campobello se hacía presente en alguno de los salones de cla-
se, todas las alumnas nos paralizábamos guardándole todo nuestro respeto
y empezábamos a sudar de los nervios mientras la saludábamos en coro
cordialmente. Acto seguido, nos ponía a bailar frente a ella corrigiéndonos
en voz alta.

-¡Así se hace!- gritaba mientras levantaba la pierna casi hasta tocar su


oído sin agarrarse de las barras.

Nosotras temblábamos de pánico al verla pues creíamos que, siendo


una anciana, se daría un sentón en el piso en cualquier momento. Pero esto
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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
jamás sucedió, pues era más ágil, flexible y guardaba mejor el equilibrio
que cualquier quinceañera.

Aquella escuela de baile era legendaria e inolvidable. Estaba situada en


Campos Elíseos, una de las calles más conocidas de la colonia Polanco,
en el D.F. Era una mansión antigua de dos pisos, construida al final de un
enorme jardín, con un sótano de ventanales inmensos. El terreno había
sido modificado para los fines de la academia, por lo que habían construido
a la entrada una pequeña caseta de vigilancia custodiada por un anciano
que, a su vez, vendía chocolates y mazapanes a las alumnas. Una vez den-
tro había una pequeña casita a mano izquierda que fungía como bodega y,
detrás de esta, una construcción de dos pisos para las aulas.

Habían instalado piso de cemento encima del pasto construyendo un


caminito hacia los salones de clase y hacia la casa vieja, donde estaba la
dirección de la escuela en el piso inferior y contaba con más aulas en el
piso superior. Todo el interior de la casa era de madera. Las escaleras para
subir al segundo piso crujían como en una película de terror.

Empotradas en el suelo había puertas pequeñas que daban a una especie


de entrepiso oscuro, que era por donde una de mis amigas de la infancia,
llamada Lilia y yo, tirábamos el foco que iluminaba el salón cuando no
queríamos que hubiera clases. Cuando la bombilla caía al final del entre-
piso y se rompía, armaba un escándalo de vidrios rotos que retumbaba por
toda la casona. Inmediatamente después, la secretaria o alguna maestra se
ponían de pie y subían corriendo a ver qué era lo que sucedía, pero noso-
tras ya estábamos bien escondidas en los pequeños casilleros de madera
que estaban clavados en el piso. Cabíamos perfectamente bien en posición
fetal y, una vez instaladas, cerrábamos la puertita mientras observábamos,
por un huequito, unos zapatos de tacón pasar deprisa casi rozando nuestras
narices.

Nunca nos agarraron haciendo esa travesura y, como no había repuestos


para focos, la clase se cancelaba. Fueron años enteros de aprendizaje y
práctica, miles de historias y diabluras qué contar acerca de esa academia
de baile. Ahí pasé una infancia productiva y muy feliz.

Cabe mencionar que yo fui una niña inquieta, traviesa y hasta cruel. Me
aprovechaba de la nobleza de mi amiga Lilia y la hacía como yo quería.
Nos veíamos por las mañanas en el colegio y, por las tardes, en el ballet,
así que la hice exclusivamente de mi propiedad, ¡pobre de ella si se atrevía
a llevarse con otra niña que no fuera yo!, porque hasta la celaba. Invaria-
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HAMBRE
blemente, ella terminaba pidiéndome perdón, aunque yo tuviera la culpa, y
me prometía amistad eterna. Años después, Lilia se rebelaría gracias a mi
gran bocona y yo pagaría con creces las consecuencias.

La casona tenía un enorme jardín con árboles y plantas, algunos de


estos ya estaban secos. Justo en medio del jardín, había un árbol viejo y
torcido con las ramas marchitas tocando el piso. Era mi predilecto. En
otros tiempos y estando aun con vida, quizás fue el árbol más feliz de
aquel jardín, pues siempre estaba repleto de niñas jugando encima de él
agarrándolo como columpio, como barra de gimnasia o contando histo-
rias de terror bajo su sombra. Alrededor de éste había más árboles, flores
y plantas de muchos tipos; ahí jugábamos al sube y baja con un tronco
caído en medio de otro que llevaba años tirado en ese lugar. Moviéndolo
un poquito, descubrías toda una población de insectos que vivían debajo,
tales como arañas, caras de niño, hormigas, lombrices y hasta uno que otro
caracol pegado a la corteza.

Por las noches, la casona era aterradora por lo que, otra de las cosas que
nos fascinaba hacer, era inventar cuentos de terror en el tenebroso jardín,
retándonos a ver quién era la primera en atreverse a mirar por los ventana-
les del sótano a “la bruja” que decíamos que ahí vivía.

En una de esas ocasiones en la que apenas estaba atardeciendo, Lilia


y yo tendríamos unos diez años y ella se atrevió a asomarse primero. De
pronto, pegó un grito de terror y volteó a verme con una cara de espanto
que me dejó aterrada.

-Mmm… mira- me dijo en secreto temblando de miedo y apretándome


fuertemente el brazo-. Hay alguien allí abajo, en el sótano.

- ¿La bruja?- le pregunté asustada.

- No sé. Se mueve. Es como un viejito o viejita que camina con dificul-


tad de un lado a otro.

- ¿Qué?- le pregunté horrorizada con los pelos de punta.

- Asómate tú a ver- me dijo.

Entonces me agaché tragando saliva, hice casita con las manos para
evitar que el resplandor del sol sobre el vidrio me quitara visibilidad y em-
pecé a ubicar algunos objetos como mesas y sillas que ya habíamos visto
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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
otras tantas veces, pero no veía nada que se moviera hasta que, de pronto,
algo pasó por enfrente de la mesa para desvanecerse en la penumbra.

Las dos pegamos un brinco y me di cuenta de que Lilia también estaba


mirando y había visto lo mismo que yo. Nos agarramos de las manos mi-
rándonos con los ojos muy abiertos.

- ¿Qué es eso?- pregunté con el corazón saliéndoseme por la boca-


¿viste?

- ¡Te lo dije!, alguien está allí abajo- confirmó Lilia-. ¿Será un loquito?

- Tenemos que avisar a la dirección, ¿qué tal si es un ladrón?

- A ver…

Nuevamente, las dos nos agachamos a observar cuando sucedió algo


que nos hizo pegar un brinco, ¡ahora hasta el cielo! Nuestra maestra Cris-
tina, una de las manos derechas de la señorita Nellie y una de las primeras
profesoras de dicha escuela, estaba de pie justo detrás de nosotras.

- ¡Tenían que ser Lilia y Elena!- gritó dando la fuerte palmada que nos
hizo saltar-, ¿qué hacen ahí agachadas?

Las dos volteamos a verla y recuerdo que su cara estaba roja y trans-
formada de furia. Aunque tenía un carácter duro y estricto, pocas veces
la habíamos visto así. De inmediato, nos agarró a cada una de un brazo
levantándonos del pasto y lastimándonos y nos llevó a jalones a la direc-
ción. Ahí, encerradas en uno de los salones, recibimos una regañiza como
nunca antes. Nos gritó hasta cansarse y nos amenazó con expulsarnos de
la escuela si nos volvía a encontrar fisgoneando por los ventanales del
subterráneo. No nos dejó exclamar una sola palabra. La maestra Cristina
salió furiosa abriendo la puerta del salón y dejándonos a Lilia y a mí solas
y asustadas.

Dejamos de asomarnos por el sótano durante algunas semanas pero


nuestra curiosidad era cada vez mayor desde aquel día en el que había-
mos divisado movimiento en su interior. Incluso, hasta llegamos a dar a
escondidas con la puerta de la bodega que estaba trabada y tenía varias
cerraduras, una de ellas hecha para llaves antiguas. Nos asomábamos por
el agujero de la cerradura, pero algo la tapaba. Tocábamos despacio la
portezuela para que alguien nos contestara, pero nada. Sucedía que, de vez
en cuando, escuchábamos ruidos de algo que se arrastraba y salíamos dis-
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HAMBRE
paradas de ahí. Sin darnos por vencidas, decidimos buscar la famosa llave
antigua para abrir la puerta.

Inventamos una serie de estrategias para lograrlo. La primera, consistía


en que, mientras una de nosotras fingía hacerle preguntas a la secretaria, la
otra buscaba por todos los rincones de la oficina la famosa llave. Tras no
hallarla por ningún lado, concluimos que la maestra Cristina la tenía meti-
da en su bolso y nuestra segunda estrategia sería acercarnos bailando hasta
adelante en clase y fingir distracción, para así chocar con la bolsa de la
maestra tirándola y logrando que su contenido se desparramara en el piso,;
-¡cómo nos divertíamos planeando todo!- una vez ahí, el plan consistía en
disculparnos mientras metíamos las cosas dentro de la bolsa; una de noso-
tras se guardaba la llave en la zapatilla y ¡listo! Lo intentamos mil veces
y nos carcajeamos aun más, pero jamás logramos nuestro objetivo pues, a
partir de la única vez que logramos tirarle el bolso al piso -que por cierto,
estaba cerrado-, la maestra optó por dejarlo encima del piano.

Sólo nos quedó como consuelo seguir espiando con cuidado por los
ventanales del sótano asegurándonos de que la maestra estuviera dando
clases y no nos volviera a pescar . Lo seguimos intentando hasta que se
nos hizo clara la imagen a las dos y coincidimos en que parecía ser un an-
cianito de cabellos muy blancos que deambulaba a solas dando vueltas por
el sótano. No distinguíamos si era hombre o mujer, no sabíamos si estaba
enfermo, si veía, si escuchaba o no pero era nuestro secreto y jamás se lo
confesamos a alguien. Poco a poco, nuestro sentimiento pasó del terror a
la tristeza por aquel viejecito tan solitario, que parecía estar loquito, ence-
rrado todo el tiempo en aquél oscuro subterráneo.

La maestra Cristina Belmont era una mujercita de unos cuarenta y


tantos años, de corta estatura, pelo canoso y de constitución delgada. No
recuerdo qué diente le faltaba en la boca, pero se le veía un hoyo por al-
gún lugar cuando hablaba y el resto de los dientes eran de color grisáceo.
Recuerdo sus faldas con vuelo y flores de colores. Ella nos daba clases de
ballet clásico y era buena y estricta en su labor. Había sido alumna de dicha
escuela y tomaba las decisiones en la ausencia de la señorita Nellie, quien
a veces faltaba por algunos períodos cortos. Contrataba nuevas maestras,
inscribía a nuevas alumnas, seleccionaba pianistas - las clases se tomaban
con música de piano en vivo-, dirigía los festivales y bailables en público
en el Teatro Ferrocarrilero. En fin, era la cabeza de la academia. La se-
ñorita Nellie, por su avanzada edad y estando aun soltera y sin hijos, le
confiaba absolutamente todo a esta maestra, pues no tenía heredero alguno
en quién apoyarse.
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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
Durante largos años esa escuela gozó de una gran reputación, pues su
nivel de enseñanza era excelente y era única en su tipo. Cuando se lle-
vaba a cabo algún festival o examen de fin de curso, todas las alumnas
estrenábamos trajes dependiendo del tipo de baile que presentáramos, nos
maquillábamos y subíamos al escenario resplandeciendo de entusiasmo y
seguridad. Los bailables y coreografías eran en verdad magistrales. Pero
meses después de que yo cumpliera los once años, todo se empezó a venir
para abajo.

Era enero 1982. Mi mamá y la mamá de Lilia, tras asistir a un examen


de mediados de curso, pusieron en duda el profesionalismo de la academia,
ya que no veían grandes avances como antaño en nuestras coreografías;,
más bien, se repetían los ejercicios y se notaba un gran descuido por parte
de los profesores; parecía ser que cursábamos el mismo grado por segunda
o tercera ocasión. Decidieron hablar directamente con la señorita Cam-
pobello, quien llevaba ausente mucho tiempo en un viaje y no se encon-
traba, así que no les quedó otra opción que hablar con la maestra Cristina.
Ella no tenía tiempo, así que atendió de malas y de prisa a las dos señoras.
Sin saberlo, esta sería mi última visita a la Escuela Nacional de Danza.

Estaba a tres años de titularme, tal como mi hermana lo había hecho,


como bailarina profesional de ballet. Ya usaba zapatillas de punta y era
de las mejores de mi clase. Mi madre me dijo que esperaríamos al año
siguiente a ver si mejoraban las cosas y que me volvería a inscribir. La
madre de Lilia fue más tajante, pues la sacó de inmediato de aquella aca-
demia y, encima, le prohibió juntarse conmigo por las mañanas en el co-
legio argumentando que éramos la pareja dinamita en el lugar en el que
estuviéramos. Aseguraba que sólo habíamos perdido el tiempo en el ballet
en los últimos dos años y que yo era una mala influencia. De inmediato,
la inscribió en otra academia de danza que no tenía la carrera profesional
como tal, pero prefirió eso a tener a su hija haciendo travesuras junto con-
migo en la otra institución.

Cuando Lilia me contó esto, mi mundo se derrumbó. No me imagi-


naba yendo yo sola al ballet sin mi inseparable compañera. Todo sería
muy distinto. Pese a esto, Lilia hizo caso omiso de la orden de su madre y
seguimos siendo las mejores amigas en el colegio durante unos años más.

Al año siguiente, las cosas iban de mal en peor en la academia de dan-


za. Aun así, llamé por teléfono para pedir que me revalidaran las materias
que ya había cursado y para volver a inscribirme en el grado en el que me
había quedado, pero la persona que me contestó me indicó que de ninguna
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HAMBRE
manera me tomarían en cuenta un curso a medias y que entraría de nuevo
a ese grado para tomarlo desde el principio. Yo no quería tener doce años
e ir junto con las niñas de diez u once en el mismo salón. Pedí hablar con
la maestra Cristina, jamás me la comunicaron, así como jamás terminé mi
carrera de bailarina de ballet.

Esta es una de las cosas que cambiaría en mi vida si esta se volviera a


repetir. Aunque la situación en la academia no era excelente, hubiera podi-
do terminar tantos años de estudio con un título en la mano.

Fue hasta el año 2000, casi veinte años después de que saliera de la
Escuela Nacional de Danza, cuando volví a escuchar el nombre de Nellie
Campobello, pero ahora en las noticias amarillistas. Recuerdo haber reco-
nocido la cara de la maestra Cristina Belmont mientras era sorprendida por
una cámara de televisión habiendo estado prófuga de la justicia durante
varios años. Era la misma señora, unos años más vieja, pero con la misma
expresión en la cara y en la mirada. El noticiario decía que la Sra. Belmont,
junto con su ex marido y un abogado, estaban acusados de haber actuado
en complicidad secuestrado a la señorita Campobello durante años y te-
niéndola en condiciones desastrosas encerrada en un pequeño cuarto obli-
gándola a firmar, estando inconsciente, un testamento donde dejaba toda
su herencia a Cristina Belmont. Entre la herencia se encontraban varias te-
las y bocetos invaluables que habían sido utilizados para sus bailes, obras
de grandes pintores mexicanos, entre ellos, José Clemente Orozco, Carlos
Mérida, Roberto Montenegro y Julio Castellanos, además de propiedades,
joyas, escritos, pianos, vestuarios de sus bailables, tapetes persas y demás
objetos que tenían un valor comercial inestimable.

Señalaron que el cadáver de la señorita Nellie Campobello, desapare-


cida desde 1985, había sido hallado en un pueblito del estado de Hidalgo,
y se indicaba que ella había fallecido de hambre el once de julio de 1986.
Entre los años de 1999 y 2002, salió a la luz pública este escándalo por
todos los noticiarios. Mantuvieron presos durante dos años a los dos hom-
bres implicados, para después liberarlos por falta de pruebas. A Cristina
Belmont jamás la encarcelaron.

Lo único que se me vino de golpe a la cabeza cuando escuché esto en


las noticias por primera vez, fue aquel ancianito que Lilia y yo habíamos
visto tantas veces deambulando en el sótano de aquella casona y que nos
daba tanta tristeza. Sospeché que podría haber sido más bien una mujer,
una ancianita, la misma Nellie Campobello que hacía mucho no se pre-
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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
sentaba en los salones de clase en ese entonces, encerrada en su propia
academia. Me dieron escalofríos tan solo de pensarlo.

Gracias a tantos años de practicar ballet, era una experta en montar co-
reografías para bailables y concursos. A principios de los ochentas, cono-
ceríamos al conjunto musical Parchís, un grupo infantil español integrado
por cinco niños que vestían con los colores de las fichas del juego Parkasé:
rojo, amarillo, verde, azul y blanco, por el dado. Sus nombres eran Tino
(Constantino), Yolanda, Gemma, Frank y David y revolucionaron la músi-
ca para los niños. Los temas de sus canciones, con ritmo pegajoso, trataban
sobre la alegría, la paz, la amistad y el amor y fueron tan famosos que hasta
llegaron a grabar varias películas. Eran únicos en su tipo, un grupo para
niños formado por niños. Además de grabar varios discos y haber ganado
premios internacionales, tenían pósteres, cómics semanales, hacían giras
por el mundo, eran invitados en programas de radio y televisión y sus
canciones se escuchaban por todas partes. Fueron los únicos ídolos que he
tenido en mi vida. Todas las niñas queríamos ser Yolanda, la ficha amarilla,
la bonita, y los niños querían ser Tino, la ficha roja, el galán.

Aconteció que en una de esas giras que vinieron a México, mi madre


me llevaría a verlos al Pabellón Azteca. En el momento en que salieron al
escenario, yo me quedé petrificada y dejé de respirar del impacto que me
causó ver a los cinco chavales en persona. Mi mamá me tuvo que jalonear
para sacarme del “trance”.

Fue una desgracia que este grupo se desintegrara en tan pocos años,
pues nos dieron una infancia feliz y llena de magia a miles de niños en el
mundo. Jamás ha existido un grupo que se les asemeje.

Los adultos de ahora, quienes éramos chiquillos en los ochentas, es-


peramos con ansia su rencuentro para llevar ahora a nuestros hijos a sus
conciertos. Los mensajes lindos e inocentes impresos en las letras de sus
canciones, servirían de mucho a la infancia y juventud actuales, bombar-
deada con mensajes violentos y decadentes por los medios de comunica-
ción alrededor del mundo.

Con el “boom” ocasionado por el grupo Parchís, vinieron muchos otros


grupos infantiles formados por niños en varias partes del mundo.

Entrada en los trece años, empecé a llevarme mucho con una niña pre-
coz de mi salón de clases, quien recibía el apodo de “la Bebé”. Ella perte-
necía a uno de estos grupos infantiles musicales, situación que la hizo vivir
una infancia precoz. Me llamaba la atención porque hacía todo lo que a mi
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HAMBRE
no me permitían hacer, como decir groserías, ser descarada y desaliñada
y retar al mundo entero. A mí me gustaba eso de irme a casa de la Bebé a
vivir cosas prohibidas. Como resultado de su influencia, me volví rebelde
y contestona. Ella me presentó a los adolescentes más disfuncionales que
existían en esa época y yo me sentía la “muy fregona” así que, a la par de
entrada mi etapa de adolescente insoportable, comenzó mi evidente recha-
zo de la figura masculina del hogar, o sea, mi padre, situación que agravó
la convivencia familiar.

Precisamente por esas fechas una tarde, regresando de la escuela, fui


llevada sorpresivamente por mi madre al Hospital Central Militar a ver a
mi papá. Yo no tenía ni la menor idea de lo que estaba sucediendo. Al en-
trar en el cuarto, lo encontré en cama conectado como por dos o tres tubos
con su bata de paciente. Me impacté mucho. Mi madre me dijo que estaba
enfermo y que pronto saldría del hospital, y así fue. Al poco tiempo, tuve a
mi papito de vuelta en casa, sonriente y juguetón como siempre. Adelgazó
muchísimo en poco tiempo y se le controlaba toda la comida que tuviera
azúcar por la diabetes.

Recuerdo que, entre todos, escondíamos las galletas, los chocolates, los
mangos lejos de mi papá. Empezó a estar débil y comenzó a verse dema-
crado. Ya no podía trabajar como antes y lo veía más seguido sentado en
su sillón, siempre leyendo algún libro. Desde que tengo memoria, recuerdo
como le gustaba corretearnos a mi hermana y a mí para darnos nalgadas de
cariño, pero ya no lo hacía tan seguido, ya no contaba tantos chistes ni bai-
laba o componía canciones graciosas. Como dije anteriormente, él siempre
dijo que prefería vivir contento y comiendo todo lo que le gustaba, aunque
eso le acortara la vida.

Una tarde, a la hora de la comida, empezó a vomitar abundantemente


encima del plato. Todos nos quedamos callados y comprendimos que las
cosas no iban mejorando de ninguna manera. Y ahí empezó la mala racha
de mi familia, misma que no nos dejaría en paz durante un largo tiempo.
Tal y como escribió William Shakespeare en su obra literaria Romeo y
Julieta: “Despair does not come alone, but in pairs”*.

Al año siguiente, ocurrió el fatídico temblor del 19 de septiembre de


1985, que arrasó con la Ciudad de México, acabando también por derrum-
bar gran parte del Hospital Central Quirúrgica donde se encontraba el la-
boratorio de Análisis Clínicos ubicado en la colonia Roma, que mis padres
tanto habían trabajado hasta hacerlo suyo. El administrador del inmueble
en ese entonces, informó a los inquilinos que los escombros iban a ser
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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
derribados por haber quedado en condiciones inservibles. Mis padres se
olvidaron de aquel inmueble.

Hace dos años, me presenté físicamente en dicho inmueble para hacer


un macabro descubrimiento. De ninguna manera el consultorio de mi papá
fue demolido, sigue en pie y está siendo utilizado como negocio, las escri-
turas están intactas y aun siguen a su nombre. Han hecho mal uso de este
inmueble por veintisiete años. Todo había sido un engaño, otro de tantos
que hiciera el entonces administrador de dicho hospital. El administrador
ya murió, pero su hija sigue viviendo ahí. Furibunda, traté de recuperar
dicho inmueble, pero resultó ser demasiado costoso y desgastante, ya que
las escrituras originales están perdidas. Nos despojaron de esa propiedad a
mis padres, a mis hermanos y a mí y lo siguen haciendo sin recato.

Debido a esto, la situación económica de mi familia se vio mermada,


las entradas de dinero se redujeron y surgieron nuevos problemas.

Una mañana, uno de mis hermanos empezó a manejar el coche de mi


papá camino la escuela. Mi padre se sentaba en el asiento de al lado hasta
que se bajaba mi hermano en la preparatoria. Como yo no sabía manejar,
mi papá tomaba el volante hasta mi secundaria y yo me bajaba del coche
azotando la puerta y sin siquiera decirle adiós, darle las gracias o un beso
de despedida. Yo me empeñaba en ser cortante con él para que no se me
acercara ni me hiciera caricias como acostumbraba. Quería que se enojara
conmigo para que no me dirigiera ni la palabra ni la mirada. Más tarde
me enteraría de que mi papá había perdido la vista de un ojo, debido a la
diabetes, y que por eso mi hermano manejaba.

Mi mamá habló seriamente conmigo.

-¿Por qué eres tan grosera con tu papá?, ya me dijo que ni siquiera te
despides de él cuando te bajas del coche, ¡dale un beso!, ¿no entiendes que
está enfermo?

Yo hacía mi mayor esfuerzo al principio, para después regresar a lo


mismo. También intervino mi hermano una tarde camino a casa.

-Oye, quiero decirte algo. Ya sé que estás en plena adolescencia, que te


crees la niña más guapa del mundo y que nadie te merece. Muy bien, crée-
lo y vive en tu mundo con tus amigas pero recuerda que tienes a un padre
muy enfermo. No te das cuenta, pero mi papá está peor cada día y tú eres
la única de los cuatro que ni siquiera te le acercas, ¿qué te pasa?, ¿qué te
ha hecho para que te portes así?
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HAMBRE
A esas alturas, por más que mi soberbia me obligara a contenerme fin-
giendo que las palabras de mi hermano no me afectaban, las lágrimas me
corrían como chorros de agua fuera de los ojos. Yo me volteaba muy fres-
ca a observar por la ventana, sin hacer ruido, para que mi hermano no lo
notara. Al ver mi reacción tan desinteresada, el subió la voz entrecortada.

-¡Elena!, ¡mi papá ya no va a vivir mucho tiempo!, ¿sabes eso? Es dia-


bético, ya no ve con un ojo y está perdiendo el otro, ¿qué no lo ves avejen-
tado y flaco?, ¿no te das cuenta cómo ya no bromea tanto ni sale de la casa?

Entonces ya no pude contenerme y estallé en llantos tapándome la cara


con las dos manos. Mi hermano volteó a verme y, sorprendido, bajó su
tono de voz. Cuando llegamos a nuestro destino, bajé corriendo del coche
para que ya no me viera sollozando.

Esa misma noche me revolqué en la cama sin dormir hasta entrada la


madrugada pensando qué iría a suceder si mi padre faltara. Me prometí a
mi misma ir a abrazarlo y llenarlo de besos a primera hora de la mañana
siguiente.

Cuando me levanté, él estaba agachado buscando algo en su cajón y


dándome la espalda. Sentí el cosquilleo de los nervios y me empezaron a
sudar las manos. Me quedé unos instantes en silencio pensando cómo iría
a hacer tal cosa, pues me daba pena porque hacía años que no me acercaba
a él. Mientras pensaba en esto y el orgullo me iba llenando de vergüenza la
cabeza, de súbito, él volteó a verme. Al ser descubierta de aquella forma,
no me quedó más remedio que decirle “buenos días” fríamente y voltear-
me apenada de inmediato para bajar las escaleras corriendo.

Horas después de esto me topé con mi papá de pie en el pasillo que con-
ducía hacia mi recámara. El se quedó mirándome tristemente a los ojos. Yo
lo observé paralizada sin saber qué hacer.

- ¿Por qué no me quieres?-, me lanzó esta pregunta inesperadamente-.


Todas las niñas quieren a sus papás- agregó en un tono paternal esperando
una respuesta.

Yo no supe qué responderle. Mi estúpido engreimiento hizo que me


quedara como una boba mirándolo fríamente, evadiendo la pregunta sin
decir una palabra. No recuerdo después si él se marchó o yo cerré la puerta.

Estas son experiencias desgarradoras que jamás se olvidan.


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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
La última vez que vi a mi padre fue cuando me despedí de él para partir
de viaje a Mazatlán, Sinaloa, la tierra de mi madre. Estaba sentado en su
sillón leyendo uno de sus libros. Seguramente yo le acababa de hacer otra
de mis groserías porque estaba distante y serio conmigo.

-Adiós, papá- le dije de prisa despidiéndome con la mano.

- Que te vaya bien- me contestó sin alzar la vista.

Eso fue todo. Jamás volví a ver con vida a mi padre. Dos días después
de mi llegada a Mazatlán, unos parientes fueron por mí a la playa, a media
mañana, usando lentes obscuros.

-Tu papi se puso mal y está hospitalizado- me dijo mi prima-. Tienes


que regresarte a México ahorita mismo. Yo te voy a acompañar.

Yo sentí frío en la nuca y me sudaron las manos. Un relámpago fatal


pasó por mi mente durante unos segundos y me hizo pensar que estaba
muerto, pero pronto lo evadí para hacerme la valiente frente a mis “ami-
gos”.

Cuando me fui a despedir de mi tía consentida llamada Teresa, vi que


tenía los ojos rojos y llorosos, al igual que mi tía Ofelia, su hermana. Seguí
bloqueando mis pensamientos y fingiendo que no me daba cuenta. Toma-
mos el primer vuelo de regreso a México.

A nuestra llegada, un primo nos recogió en el aeropuerto y nos llevó a


su casa. Yo estaba extrañada, pues lo primero que quería hacer era llegar al
hospital a ver a mi papá.

- ¿Por qué me llevas a tu casa?- le pregunté extrañada-. Yo quiero ir a


ver a mi papá.

- Ahora vamos- me contestó muy serio-. Primero vamos a la casa.

Estando ya en su casa su esposa me sirvió, sin preguntarme, un caldo


con pollo y verduras.

- Cómetelo- me dijo amablemente-. Te va a caer muy bien.

Entonces mi corazón empezó a latir rápidamente mientras me imagina-


ba lo peor. Esta actitud de mis primos era muy extraña. Quizás me estaban
preparando para darme una mala noticia. Me tomé el caldo. De inmediato
mi primo, quien era alto, fornido y brusco en su trato, me pidió que fuera
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HAMBRE
a su cuarto con él y tomó una hoja y un papel. Empezó a trazar un cuerpo
humano con una pluma de tinta azul.

- Tú sabes que el corazón manda la sangre al cerebro para que éste fun-
cione- me decía mientras trazaba una línea que iba del corazón del hombre
dibujado en el papel hacia el cerebro del mismo-. Cuando el corazón deja
de funcionar el cerebro se paraliza y eso se llama estado vegetal…

No tuvo que decir una palabra más. Todo el día había reprimido mi
sentimiento tratando de ignorar una realidad. Yo no era tonta, en el fondo
de mi corazón sabía lo que había sucedido, pero tenía la esperanza de que
estuviera equivocada. Trágicamente me lo acababan de confirmar.

De inmediato pegué un grito de dolor interrumpiéndolo y me tiré a la


cama llorando y revolcándome de impotencia, de tristeza, del vacío que
sentía en todo mi ser. Era cierto lo que tanta gente me había advertido, ¡mi
padre había muerto!, ¡ya no tendría papá a los quince años!

Hubiera dado lo que fuera por tenerlo una vez más frente a mi pregun-
tándome si lo quería y responderle que ¡sí!, ¡que sí lo quería con todo mi
corazón!, que era un padre ejemplar y amoroso; gritarle lo mucho que lo
admiraba y agradecerle lo mucho que trabajó y luchó por darnos lo mejor;
correr a abrazarlo para recibir sus cariños, escuchar sus chistes, cuidarlo
mientras estaba enfermo como él tantas veces me había cuidado a mí. Pero
yo había sido una necia, soberbia y egoísta, fui injusta y dura con él cuando
más me había necesitado. Por mi estúpida rebeldía y mi farsa de querer
aparentar ser muy rebelde e independiente, pero aparentar ¿ante quién?,
¿ante la bola de enfermos adolescentes con los que me llevaba?, ¿por que-
dar bien con ellos sacrifiqué el amor de mi padre? Preguntas como esta me
torturarían dándome vueltas por la cabeza durante mucho tiempo. Ahora sí
ya no habría otra oportunidad.

Bastantes años después, estando en terapia, sentiría algo de consuelo


cuando me hicieron comprender que, este obvio rechazo hacia mi padre
en los albores de mi adolescencia se debía, definitiva y exclusivamente, al
abuso sexual del que había sido víctima por tantos seres del sexo masculi-
no y durante tanto tiempo.

Por la noche, cuando llegamos al velorio, todavía le pregunté a mi pri-


mo si era una broma antes de bajarme del coche. En cuanto puse un pie
en el piso, me salí de la escena y empecé a ver las cosas como si estuviera
mirando una película. No sé si éste es un mecanismo de defensa del ser hu-
mano, pero me observé llegando al funeral, como en cámara lenta, vestida
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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
con un overol azul con flores -la ropa que traía horas antes en la playa-,
contrastando con el negro de la demás gente; miraba cómo todos los ahí
presentes me volteaban a ver acongojados y me abrazaban con lágrimas
en la cara.

Veía a mis hermanos y a mi madre llorar con sus atuendos oscuros; a


los inseparables amigos de mi papá, a militares vestidos con sus uniformes
que llegaban en oleadas a darle respetuosamente el pésame a mi madre, a
mis primos y parientes de todas partes, a amigos de mis hermanos, a mis
cuñados, a mis ex vecinos, a alumnos y ex alumnos de mi papá; a Lucila,
la empleada del laboratorio, cargando un arreglo de flores hecha un mar de
lágrimas, a esposas de médicos militares y compañeros de generación de
mi papá abrazando a mi madre, más médicos civiles, a los empleados del
laboratorio que supuestamente se había derrumbado con el temblor meses
antes, gente conocida por todas partes.

Recuerdo a mi pediatra acercándose, junto con mi destrozada madre, a


la banquita donde yo estaba sentada para revisarme los ojos con una lám-
para y tomarme los signos vitales. “Está en shock, Olvia. Es normal, no te
preocupes”, le dijo y se la llevó de ahí, tomándola del brazo, para decirle
algo en privado.

Yo estaba inmóvil con la boca abierta observando todo sin derramar


una lágrima. Momentos después, me llevaron a un cuartito oscuro para
inyectarme un tranquilizante. Todo aparece en mi mente como en escenas
o flashazos. Recuerdo los Rosarios que rezamos, miles de flores y coronas
con su nombre, más gente llegando en la madrugada; a su hermano, mi
tío, destrozado llegando de Toluca con su familia al día siguiente, amigos
y más amigos de mis hermanos y yo… yo sola, sin una sola compañera
que estuviera conmigo. Todas las amigas que había tenido en mi infancia
no estaban, todas las descarriadas con las que ahora me llevaba tampoco,
¿dónde estaban en las malas? No estaban… jamás estuvieron.

Parece que fue ayer cuando mi padre me llevaba agarrada de la mano y


caminábamos dentro del Hospital Militar. Yo tendría unos ocho años e iba
peinada con mis dos trenzas y mi vestido amarillo. El portaba dignamente
su impecable uniforme militar con insignias y su gorra. Jamás olvidaré
cómo todos los soldados y otros militares que se encontraba en su camino,
le saludaban abriéndole el paso con la posición de “firmes” y colocando
la mano derecha, muy recta y horizontal, a la altura de la frente. Yo me
sentía orgullosísima, me sentía enorme a su lado; incluso, me adelantaba
corriendo sin soltarle la mano y volteando para alcanzar a ver su cara,
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HAMBRE
siempre sonriente. Sabía que estaba protegida por ese gran hombre cuya
mano cubría mi manita por completo.

Sentía lo mismo cuando me llevaba de pequeñita a su laboratorio y me


enseñaba por el microscopio los cultivos de bacterias y amibas que sacaba
de un refrigerador, guardadas en cajas de Petri con gelatinas de colores.
El me cargaba y me sentaba en un banco alto para que pudiera alcanzar a
asomarme al lente del microscopio. Una vez ahí, ponía la muestra debajo
y enfocaba el aparato, me acercaba a la mirilla y ¡era increíble!, ¡veía cla-
ramente cómo se movían los bichos y se me abría la boca de admiración!

Poco antes de su muerte, siendo yo una preadolescente, volvió a inva-


dirme ese sentimiento de orgullo y admiración una vez más, empezando
por la espina dorsal y recorriendo todo mi cuerpo hasta hacerme dar un
saltito. Cuando mi padre ya era todo un General, con su uniforme repleto
de insignias, fuimos a verlo izar la bandera en el Zócalo de la Ciudad de
México, honor que le era concedido a algunos cuantos. El iba acompañado
de dos soldados y los tres marchaban exactamente al mismo ritmo, dere-
chos y altivos. Entonces, a pesar de mi soberbia e ingratitud, no pude evitar
reconocer quién era mi papá en ese momento.

Durante todo el camino que iba desde el Velatorio Militar hasta el Pan-
teón Francés, le rindieron respetuosos honores a mi padre. Fue algo digno
de su rango y altura. Un grupo numeroso de soldados militares, impecable-
mente uniformados, marchaba en sincronía perfecta escoltando la carroza
fúnebre que llevaba dentro el ataúd con el cuerpo de mi papá, mientras
tocaban la marcha con tambores. Una vez en el panteón, cargaron el ataúd
hasta su sepultura, volvieron a formarse y empezaron a tocar las trompetas
con el Himno Militar y a lanzar cañonazos mientras la caja descansaba
antes de ser sepultada. Minutos más tarde, otro grupo de soldados fue ba-
jándola y cubriéndola con tierra por. Era algo solemne, imponente.

Mi madre pidió que abrieran el ataúd para ver por última vez el rostro
de su esposo. Fue demasiado para mí. Empecé a ver negro y perdí el co-
nocimiento.

Todo había sucedido de manera muy rápida en la mañana del 21 de julio


de 1986. Mi papá había salido muy temprano a trabajar a su laboratorio de
Lomas de Chapultepec, justo a un lado de un restaurante Sanborns. Como
buen tragón, había ido a comer algo y a comprar un libro que le faltaba
para completar una de sus múltiples colecciones. Saliendo de aquel restau-
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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
rante, al ir caminando, fue donde le dio un infarto masivo al miocardio y
cayó al piso en una banqueta de la muy transitada Avenida de la Palmas.

En plena luz del día y con el continuo circular de coches que tenían
que parar forzosamente en el alto de aquella esquina, estando presentes
transeúntes, policías de tránsito, gente instalada en puestos de periódicos y
de dulces justo en aquella cuadra, ninguno se acercó a ayudarlo cuando lo
vieron caer. Mi padre estuvo mucho tiempo tirado sobre la banqueta, mu-
riendo solo poco a poco, mientras sufría un paro cardíaco. La gente pasaba
caminando y se seguía de largo.

Meses después, los encargados de los puestos de periódicos y de dulces


dirían que, en efecto, lo habían visto caer pero que habían pensado que
era un “borrachito” y que por eso no se habían acercado. ¿Cómo es que
una persona bien vestida, con un libro en la mano y que segundos antes
iba caminando perfectamente erguido les pudo haber parecido un “beodo”
cayéndose inconsciente a esas horas de la mañana?

Tiempo después de que mi papá se desplomara una señora, voluntaria


de la Cruz Roja, pasó por ahí y llamó a una ambulancia que llegaría a re-
cogerlo. Una vez dentro de la unidad, dicha señora buscó la cartera de mi
padre y leyó su nombre y apellido. Por ser tan poco comunes, de inmediato
los relacionó y resultó ser mamá de uno de los compañeros de la carrera de
medicina de mi hermano mayor, quien lleva el mismo nombre y apellido
de mi papá. Pronto, se comunicó con mi madre, tratando de no alarmarla,
y ésta salió corriendo con mi hermano mayor hacia la Cruz Roja, no sin
antes llamar al Hospital Central Militar pidiendo una ambulancia que tras-
ladara a mi padre de inmediato a dicho sanatorio. Una vez que llegaron a
la Cruz Roja y estando ya lista la ambulancia del Hospital Militar para el
traslado, les dieron la inevitable noticia. No había nada que hacer. Mi papá
había fallecido antes o durante el traslado en ambulancia.

El médico que había salvado numerosas vidas y había aportado tanto


a la Microbiología Clínica en México; el hombre con una ética moral y
profesional incorruptibles; el militar tan respetado por su rango; el maestro
brillante, bromista y sencillo, tan querido por sus alumnos; un ser humano
tan culto, con una inteligencia prodigiosa; el esposo y padre alegre, jugue-
tón, y amoroso había muerto, solo y desamparado, en una fría banqueta de
la calle, una mañana de verano.

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HAMBRE

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ELENA B. ARREGUIN OSUNA

Con la voluntad
desgarrada.

D os días después de la muerte de mi padre, llegamos a casa y mi


hermana, por instinto, corrió a esconder unas galletas dentro del
horno para que no se las fuera a comer mi papá. Cuando se dio cuenta de
que él ya no estaba, se soltó a llorar conmigo y mi mamá. Mi madre nos
abrazó a las dos y nos dijo: “Saldremos adelante. Se los prometo”. Y así lo
hizo. Muy a pesar de su intenso dolor, rápidamente dejó de lamentarse y
se armó de valor, fungiendo como madre y padre a partir de ese momento.

De inmediato, empecé a tener unos sueños bellísimos en los que con-


versaba con mi papá. Esto se repetía casi todas las noches y siempre era
un sueño distinto con un nuevo mensaje. Había días en los que despertaba
teniendo la certeza de haber estado con él. En un principio, los escribía
narrando los detalles. Más tarde dejé de hacerlo.

A los ocho meses de la muerte de mi padre, mi hermano mayor, el


médico, se casó con su novia de toda la vida. Vinieron a la boda parientes
de todas partes, entre otros, los de la familia de mi madre desde Mazatlán.

Fue una fiesta muy bonita, en el jardín de una casa muy grande, situada
en el Pedregal de San Angel, al sur de la ciudad de México. Todos está-
bamos muy emocionados, pues era el primero de la familia en contraer
matrimonio. Me fui a peinar y a maquillar al salón de belleza y me puse
mi vestido de dama.

Alfredo era un sobrino mío, dos años mayor que yo, al que yo quería
con todo mi corazón. Como mi madre era la menor de sus hermanas y la
mayor le llevaba quince años, se daban este tipo de diferencias entre las
edades. Desde pequeños, habíamos convivido cada que íbamos de vaca-

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HAMBRE
ciones a Mazatlán o ellos venían a visitarnos. Eramos tantos primos, sobri-
nos y familia, que la pasábamos increíblemente bien pues generalmente,
cuando venían a México, íbamos en grupo de paseo a visitar museos, zoo-
lógicos, la Feria, las Pirámides de Teotihuacán, Chapultepec, Six Flags -en
ese entonces conocido como Reino Aventura-, etcétera. Cuando íbamos a
Mazatlán, con la playa teníamos suficiente.

En 1987 Alfredo tenía dieciocho años, era un extraordinario jugador de


básquetbol, empezaba a estudiar su carrera en Guadalajara, era inteligente,
brillante, atlético, muy guapo y tenía todo un futuro por delante. Entre él
y yo existía un imán de atracción irresistible e imposible de ocultar. Desde
muy niños, habíamos descubierto que, entre nosotros, había algo más que
una mera relación familiar, pero sabíamos que eso estaba estrictamente
prohibido entre parientes. Sin embargo, contra las leyes del corazón y de
la naturaleza es difícil combatir. Apenas nos convertimos en adolescentes,
esto no se podía disimular.

Jamás olvidaré un buen día en el que todos mis primos se regresaban


a Mazatlán después de haber convivido con nosotros, en nuestra casa, du-
rante dos semanas. Yo tendría unos catorce años y estaba hecha un mar de
lágrimas. Mi padre aun vivía en ese entonces y me vio subir al coche en tal
estado de depresión.

- Esta niña está enamorada de su sobrino- le dijo a mi madre en voz alta.

- ¡Claro que no!- respondí a la defensiva apenas pudiendo hablar de


tanto llanto contenido.

- Acuérdate de este dicho:- continuó hablando mientras volteaba la ca-


beza para mirarme- “Más sabe el diablo por viejo, que por diablo”.

Yo estaba enfurecida y trataba de esconder mi tristeza pero, a partir de


aquel momento, por más que me esforzara en secar mis lágrimas, no me
podía contener.

La atracción y el cariño que nos profesábamos Alfredo y yo, era un se-


creto a voces entre toda la familia. Procuraban tenernos alejados el mayor
tiempo posible y, en caso de que él quisiera ir conmigo a solas a alguna
parte, nos enviaban a alguien como chaperón. Aun así, nos las arreglába-
mos como podíamos para estar a solas, aunque fuera por unos momentos.

Cartas de afecto y llamadas telefónicas iban y venían por correo. Nos


habíamos prometido amor eterno y habíamos acordado en escaparnos,
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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
para casarnos a escondidas, una vez que yo hubiera cumplido la mayoría
de edad.

Para la boda de mi hermano, yo tenía dieciséis años. El lugar donde se


llevo a cabo el banquete estaba lleno de invitados y toda la familia de Al-
fredo, exceptuando a uno de sus hermanos, estaban presentes. Su abuela,
mi tía Teresa o “Tere” mi consentida, había venido desde Mazatlán con
uno de sus hijos. También asistió otro primo mucho mayor que yo llamado
Roberto, con su esposa y sus tres hijos. Todos estábamos felices y dis-
frutando de la fiesta. Alfredo y yo habíamos bailado, cantado y festejado
juntos, así como también habíamos bebido mucho alcohol. Nos mandába-
mos besos desde lejos y, cada que nos cruzábamos, nos recordábamos en
secreto que faltaban dos años para escaparnos juntos y casarnos. Sin duda
alguna, él fue mi primer amor.

Empezaba a anochecer cuando mi madre se dio cuenta de que yo estaba


tambaleándome de “contenta”. Entonces le pidió a Roberto, mi primo, que
le hiciera el favor de llevarme de regreso a casa. Como yo no me quería ir,
me escondí y me fui a bailar y a cantar con la tambora sinaloense. Minutos
más tarde, me percaté de que Alfredo no estaba y fui a buscarlo al coche de
Roberto. Su padre lo traía sentado sobre sus piernas en el asiento del copi-
loto y éste estaba completamente dormido. En ese mismo instante, yo me
quise subir al coche pero no quedaba ni un espacio. Ambas familias, tanto
la de Alfredo como la de Roberto, se habían apretujado para caber en el
auto. La familia de Alfredo se iría a quedar a dormir en mi casa y Roberto
los dejaría ahí para, después, irse a la suya con su familia. Pero a mi no me
importó y me quise meter al coche a la fuerza aplastándolos a todos. Justo
en ese instante, mi mamá llegó furiosa a sacarme a jalones de ahí.

- ¡Estas borracha!- me gritó encolerizada-. ¡Salte de ahí que ya no ca-


bes!, ¡necia!

Sin estar consciente de ello, mi madre me acababa de salvar la vida.

El coche arrancó y ellos se adelantaron. Yo seguí bailando y cantando


sola en la pista. Estaba ebria de felicidad. Un amigo de mi hermano nos
ofreció llevarnos de regreso a casa a mi tía Tere y a mí. Las dos nos subi-
mos al coche y regresamos cantando canciones sinaloenses. En el perifé-
rico, a la altura de la Feria de Chapultepec, varios policías nos desviaron a
la lateral, explicándonos que había ocurrido un terrible accidente y pidién-
donos que tomáramos otro camino. En ese mismo instante, mi tía empezó
a decir que algo les había pasado a los demás.
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HAMBRE
- No se preocupe, señora- le respondía el amigo de mi hermano- En la
ciudad de México suceden accidentes cada cinco minutos.

Pero ella siguió muy nerviosa hasta que llegamos a mi casa. Cuando
entramos nos dimos cuenta de que, a pesar de que Roberto había salido
casi una hora antes que nosotros, aun no había llegado. La tensión empezó
a respirarse en mi hogar. Yo me tumbé en el sillón de la televisión a esperar
a mi amado Alfredo, pensando en qué sería lo que iría a decirle cuando lo
viera llegar. Mi madre no estaba, se había ido a no sé dónde con mi herma-
no el soltero y mi tía Tere.

Lo siguiente que recuerdo es que mi hermana y yo nos quedamos solas


en mi casa. Yo seguía en pijama acostada en el sillón cuando sonó el teléfo-
no. Llamaban de la Cruz Roja y nos pedían que fuéramos a ver a nuestros
parientes heridos de gravedad en un accidente. La poca borrachera que yo
aun conservaba, desapareció en cuanto mi hermana colgó el auricular.

- ¡Párate de ahí!- me gritó aterrada-. Esto está muy feo. ¡Roberto y los
demás se accidentaron y están en el hospital!

Salimos de mi casa disparadas y llegamos corriendo a urgencias de la


Cruz Roja. Mi hermana venía caminando delante de mí. Al vernos llegar,
mi mamá volteó a ver a mi hermana con la cara bañada en lágrimas y le
gritó con dolor a lo lejos:

- ¡La cosa está horrible!, ¡Roberto y Alfredo están muertos! Los demás
están muy graves.

En mi cabeza se repetía una y otra vez: “Roberto y Alfredo están muer-


tos, están muertos”. En ese instante, sentí una punzada de dolor indescrip-
tible en las entrañas y el corazón; fue como si un tremendo puñetazo en la
cara me hubiera hecho tirarme al piso y comencé a revolcarme y a gritar
como una loca.

- ¡No, no, Dios, por favor!, ¡no es cierto!, ¡no, no!

No había manera de consolarme, las lágrimas me salían como chorros


de agua de los ojos y yo me golpeaba contra la pared mientras mi hermano
me agarraba con ambos brazos por la espalda, tirado conmigo en el piso,
tratando de impedirlo.

No hay palabras que me ayuden a describir la intensidad del sufrimien-


to que yo viví en ese momento. Ha sido uno de los instantes más dolorosos
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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
de mi vida junto con las muertes de mis dos padres, y también lo recuerdo
como en cámara lenta.

Para mí no era posible que aquello fuera cierto, quería que me desper-
taran de aquella pesadilla en el infierno. “¡Dios no existe!, ¡es una injus-
ticia!”, gritaba yo con todas mis fuerzas. Llantos, caras transformadas de
tristeza, gemidos y gritos se escuchaba por todas partes. Mi tía, sentada en
un rincón, no podía dejar de llorar la muerte de su primer nieto, mi madre
iba y venía apurada enjugándose las lágrimas de los ojos, escuchaba los
llantos de mi hermano a mis espaldas, ¡era un caos total!

De pronto, quise asegurarme de que era el cadáver de Alfredo el que


estaba dentro de la plancha de la sala de emergencias del hospital; me zafé
de mi hermano y corrí como poseída hacia la entrada, pero él me siguió
y alcanzó a abalanzarse sobre mi tirándome al piso y gritándome que no
podía ver aquello porque me iba a traumar para el resto de mi vida. Un
enfermero salió disparado del área de urgencias y le pidió a mi hermano
que me sujetara fuertemente mientras me inyectaba, ahí en el suelo, un
tranquilizante.

Yo estaba fuera de mí, no podía dejar de lamentarme a gritos y de re-


torcerme en el piso, no quería saber de nadie, sólo quería ver a Alfredo.
Gracias a Dios, no me lo permitieron. Su cara había quedado totalmente
destrozada, estaba bañado en sangre y desnucado.

El accidente había sido tan absurdo, que apenas si se podía concebir.


Un minuto, treinta segundos antes o después, y nada hubiera ocurrido.

De regreso por el periférico del sur hacia el norte, Roberto iba ma-
nejando en el carril de alta velocidad. Al lado de éste iba sentado el más
joven de los hermanos de Alfredo quien, en ese entonces, era un chico
de baja estatura y regordete; a su lado venía su padre cargando a Alfredo
sobre sus piernas. En la parte trasera venían acomodados y apretujados la
mamá de Alfredo, su hermana menor de unos once años y la esposa y los
tres hijos de Roberto, quienes tendrían unos catorce, doce y nueve años
de edad, aproximadamente. Nadie traía puesto el cinturón de seguridad.
Precisamente a la altura de la Feria de Chapultepec, y en el carril de alta
velocidad del lado contrario, un camión cargado de cerdos venía a exceso
de velocidad. El conductor venía medio dormido. De repente, segundos
antes de que el coche de Roberto fuera a cruzarse con el camión que venía
en dirección contraria, el exceso de rapidez hizo perder el equilibrio al ca-
mión, provocando que tantas toneladas de peso de los puercos se apoyaran
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HAMBRE
del lado izquierdo de éste, rompiendo así la pared del camión que sostenía
a los cochinos y dejándolos caer del otro lado del periférico, justo encima
del auto de Roberto. No podían haber corrido con una peor suerte. Era algo
imposible de creer.

Instantáneamente, Roberto había sido desnucado por uno de los cerdos


que había caído sobre el toldo y el auto había perdido el control. Los de-
más puercos continuaban cayendo mientras cubrían el toldo por completo.
Otro de los puercos había desnucado a Alfredo quien, por haber venido
sobre las piernas de su padre, estaba en una posición más alta y vulnerable;
el coche sin control había ido a estamparse contra el muro contención. El
padre de Alfredo había sufrido una herida terrible en uno de los brazos, su
madre se había abierto la frente y lastimado fuertemente las piernas; su
hermana se había abierto la cabeza; la esposa de Roberto había sufrido gra-
ves heridas internas, rompiéndose seis costillas y el esternón. ¡Aquello era
una barbarie! Los tres hijos de Roberto habían sufrido leves heridas y cor-
tadas de vidrios y el hermano de Alfredo, el regordete, había quedado con
vida sentado entre los dos desnucados. Su baja estatura lo había salvado.

A las seis de la mañana, de regreso en casa, recuerdo haber agarrado


una muñeca que Alfredo acababa de regalarme y haberme puesto a me-
cerla entre mis brazos. Le habían entregado a mi hermana su ropa y sus
pertenencias ensangrentadas. Yo me guardé su cartera, un suéter con el que
lo había visto la mañana anterior y su reloj manchado de sangre. Al abrir
su cartera descubrí que la única foto que traía adentro era una de mi rostro,
misma que yo le había enviado por correo meses antes. Aquella tragedia
me haría dejar de creer en Dios y aborrecerlo durante muchos años.

Días después fui a visitar a mis otros parientes al hospital y presencié


la escena de los niños acostados en las camas de sábanas blancas, llorando
la muerte de su padre.

Roberto fue una gran persona, sencilla, alegre y honrada, y estaba en


la cúspide de su carrera laboral. El entierro se llevaría a cabo en el Fuerte,
Sinaloa, donde vivían sus padres. Su esposa, habiendo estado gravísima y
a punto de morir, salió adelante meses después. Poco tiempo más tarde, se
mudarían a vivir a Monterrey y, desde entonces, jamás he vuelto a verlos.

La hermana menor de Alfredo, mi sobrina, fue la primera que regresó


mi casa, pelona y con la cabeza cosida. Los demás permanecieron hospita-
lizados. Me habían prohibido que le mencionara algo acerca de la muerte
de su hermano. Los primero que hizo cuando me vio, fue preguntarme por
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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
él. Yo le mentía todos los días y me encerraba a llorar horas enteras en mi
cuarto.

Aquel lunes había llegado a la escuela hecha una piltrafa humana, llo-
rando sin control. Pedí permiso para faltar unos días y mi hermana y yo
volamos con todos nuestra parentela al entierro que se llevaría a cabo en
Mazatlán. Al llegar al aeropuerto de México, mi sobrina se había rencon-
trado con sus padres y con el otro de sus hermanos días después del fatí-
dico accidente, pero no encontraba a Alfredo por algún lugar. En la vida
olvidaré la expresión en su rostro cuando le dieron la espantosa noticia. Su
hermano mayor, al que ella más quería, estaba muerto.

La escena en el avión fue dolorosísima. Ver a toda una familia destroza-


da física y moralmente, ver as sus padres regresando a su casa para llegar
a enterrar a su hijo, era trágico. La madre de Alfredo estaba en silla de
ruedas y sin poder caminar, su padre con el brazo enyesado e inmovilizado
y usando muletas, mi sobrina con la cabeza abierta llorando inconsolable
y su hermano con rasguños y con un vacío en la mirada. Alfredo también
iba en ese mismo avión de regreso, pero en un ataúd.

Durante todo el vuelo, mi sobrina y yo no habíamos parado de llorar y


de hablar de su hermano. Cuando llegamos, los demás primos y tíos habían
ido a recibirnos. Aunque trataban de disimular, los ojos se les llenaron de
lágrimas en cuanto vieron salir a su gente, a su misma sangre, en silla de
ruedas, heridos, vendados y en muletas. Era una escena terrible. El disimu-
lo terminó en llantos de impotencia y abrazos pero, aun faltaba presenciar
lo peor, la caja fúnebre.

El sepelio fue un concierto de llantos y lamentaciones. Todos los ami-


gos y compañeros de Alfredo estaban presentes, la ex novia con la que
había andado durante años, su otro hermano, familiares, sus dos abuelos,
sus otros tíos, gente y más gente. Antes del traslado al panteón, le habían
rendido honores en la escuela y una banda había tocado. La hora del entie-
rro había sido desgarradora. Jóvenes y más jóvenes estábamos agachados
en cuclillas, entre llantos y gritos, viendo cómo el féretro iba bajando, len-
tamente, hasta llegar a su destino final en aquel profundo agujero de tierra.
Yo le devolví mi fotografía y sus amigos le aventaban cartas y recuerdos.
Lo más conmovedor fue un balón de básquetbol, firmado por los miem-
bros del equipo, que le arrojaron al final.

En la noche de regreso en la ciudad de México, llegamos a casa y yo


subí a encerrarme en mi recámara. En cuanto cerré la puerta, empecé a
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HAMBRE
sentir una energía hermosa que iba invadiéndome poco a poco. Sentía una
especie de caricia, amor y una ternura sin igual. Supe, en ese preciso ins-
tante, que era Alfredo. Cerré los ojos para dejarme llevar y esta energía me
cubrió por completo. Fue una de las experiencias más bellas que he tenido
en mi vida.

Años después saldría al mercado la película “Ghost”, protagonizada


por Patrick Swayze y Demi Moore. En la escena en la que ella cierra los
ojos para sentir una energía que la envuelve, que es cuando él la visita en
espíritu, supe que eso existía en verdad.

De ahí en adelante, también empecé a escuchar unos ruiditos muy pe-


culiares en el techo siempre que iba entrando a mi recámara. Cuando que-
ría que los hiciera se lo pedía y, de inmediato, los empezaba a escuchar con
una sonrisa en los labios. Empecé a tener cientos de sueños tan intensos
con él, que solo quería estar dormida todo el día. Lo veía perfectamente
bien, con su balón de básquetbol entre las manos, caminando muy sonrien-
te hacia mí; lo veía con la cara destrozada; se aparecía en puestas de sol. En
los sueños, me daba claros mensajes, me pedía que saliera adelante y me
aseguraba estar en un lugar mejor. Algunas veces, estaba junto a mi papá.

En un principio, dejé de comer. Ingería absolutamente nada durante


el día. Después, me empecé a atragantar de azúcar y chatarra y empecé a
ganar peso. Recurría a la bulimia para adelgazar e iniciaba el ciclo inter-
minable de atracón, culpa y purga.

Pronto, el sufrimiento que yo había contenido y ocultado tras la muerte


de mi padre se manifestaría en conjunto con esta nueva pérdida. Todas las
noches rezaba en silencio, pidiéndole al Dios que aborrecía, que no me
dejara amanecer al día siguiente. Rezaba por estar al lado de Alfredo y de
mi papá y volver a ser feliz. Pedía que hubiera fin para ese sufrimiento.
Dejaba notas, escondidas debajo de mi almohada, para mi madre, des-
pidiéndome de ella y de mis hermanos y explicándoles que mi dolor era
insoportable y que prefería irme de esta vida. Especificaba que yo jamás
sería capaz de cometer un suicidio así que, pasara lo que pasara, Dios así
lo habría decidido. Por la mañana, al darme cuenta de que seguía con vida,
lloraba desconsolada y sacaba la carta de debajo de la almohada para que,
esa misma noche, repitiera mi ritual.

Cinco meses después de su defunción fui a Mazatlán, a vivir un marti-


rio de recuerdos. Una tarde en especial, estando su hermano menor conmi-
go viendo la televisión, escuchamos un balón de basquetbol que rebotaba,
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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
cada vez con más fuerza, desde el sótano del departamento. Ambos nos
asustamos, pues no había alguien en casa, y nos acercamos, cautelosa-
mente, a la entrada del subterráneo. El se aterrorizó demasiado y prefirió
alejarse, mientras yo bajaba, escalón tras escalón, hasta llegar al oscuro
cuarto. Encendí la luz y hallé uno de los balones de basquetbol de Alfredo
aun en movimiento.

Por muchos años guardaría y abrazaría las cosas de Alfredo, convir-


tiéndose esto en auto flagelación. Fotos, el suéter, su cartera, su reloj en-
sangrentado, sus cartas, todo lo tenía guardado en una especie de santuario
dentro de un cajón. Cada que iba a Mazatlán era un martirio el estar recor-
dando y esculcando sus cosas, viendo el video de la boda de mi hermano
en el que el salía bailando, escuchando las canciones que él cantaba con su
guitarra, llorando, lamentándome como una viuda sin ilusiones ni futuro.
Tomé el papel de mártir y lo absorbí hasta la médula ósea.

Un buen día decidí sacar todo lo que tenía en mi santuario y quemarlo,


borrando de mi este doloroso recuerdo y transformándolo en la imagen po-
sitiva de un Alfredo contento, deportista, sonriente y bromista, tal y como
él era.

Pero la herida estaba ahí, forjando mi carácter y comportamiento futu-


ro y llenándome de resentimiento y furia que quería aventarle al mundo
entero.

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HAMBRE

Es mejor salir del escondite.

D esde los primeros meses de noviazgo con mi esposo, fui sincera


con él y le platiqué sobre lo que yo consideraba, en ese enton-
ces, dos eventos completamente aislados: los abusos sexuales de los que
había sido víctima de niña y la bulimia. El comprendió todo sin dudar un
segundo y, casi tres años después de haber iniciado nuestro noviazgo, nos
casamos.

Tres Ya habían pasado veinte años desde la primera vez que me había
inducido el vómito, ya estaba cansada de no poder controlar mi mane-
ra compulsiva de comer chocolates, harinas, azúcares refinadas y comida
chatarra a todas horas; de inducirme el vómito dos o tres veces al día sin
que esto me ayudara en algo, pues ya no adelgazaba con tanta facilidad
como a los doce años; la ropa ya no me quedaba y usaba el mismo pantalón
negro y roto para ir a trabajar todos los días. Estaba deprimida y pedía a
gritos ayuda.

Lo primero que pensé, fue unirme a un grupo de gente que padeciera


algo parecido o lo mismo que yo y que me comprendiera. Así es como fui
a dar a una sucursal de Comedores Compulsivos Anónimos.

HISTORIA DE TERROR I- La corretiza

Narrada en una junta de AA durante mi internamiento.

Era un sábado por la mañana a fines del año 2002 cuando llegué teme-
rosa a mi primera junta de Comedores Compulsivos Anónimos, ubicada al
sur de la Ciudad de México. Como no conocía con exactitud la ubicación
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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
del sitio donde se llevaban a cabo las sesiones, maniobré para dejar mi
coche estacionado en un lugar pequeño en la calle.

Una vez terminados mis malabares y estando fuera del automóvil, se


me acercó una cuidadora -o en el léxico común, “viene, viene”- muy fresca
preguntándome a dónde iba, si me iba a tardar y exigiéndome que le diera
un adelanto de diez pesos por cuidarme el coche, situación muy común que
sucede en las calles de la ciudad de México. Yo, bastante molesta por su
insolencia y porque se había aparecido una vez que yo había terminado de
estacionarme sin haberme ayudado en algo, me di la vuelta alejándome sin
responderle. No alcancé a escuchar algo que me gritó. La “viene, viene”
era una mujer bajita y rechoncha que parecía muy bravucona.

Seguí caminando hacia la junta con una espinita clavada en la cabeza


que no me dejaba en paz y que me hacía estar pensando en lo que sería
capaz de hacerle a mi coche aquella señora. Al llegar al recinto, dos traba-
jadores me informaron que los asistentes a las juntas teníamos estaciona-
miento gratuito dentro de las instalaciones. Sin embargo, no quería llegar
tarde a mi primera reunión e ingresé al salón de juntas a la hora exacta que
me habían informado daría inicio. Lo que sucedió ahí dentro dejaría a cual-
quiera que tuviera las mejores intenciones de rehabilitarse, desalentado y
sin las más mínimas ganas de regresar a las juntas por el resto de su vida.

Al ingresar en aquel recinto, me topé con dos mujeres que estaban


conversando en voz baja. En cuanto crucé la puerta de entrada, les di los
buenos días amablemente y ellas me voltearon a ver sin emitir una sola
palabra. Una era delgada y tenía un ojo de cristal y la otra era regordeta.
Pensé que eran personas que participaban en las juntas.

- Buenos días- exclame por segunda ocasión.

No me contestaron. Se voltearon a ver como si un extraterrestre hubiera


entrado en su sala de juntas.

- ¿Es aquí donde se llevan a cabo las juntas de Comedores Compulsivos


Anónimos?- pregunté un poco impaciente.

Por fin, la del ojo de cristal se dignó emitir un sonido.

- ¿Quién te dijo que aquí eran?- me cuestionó fríamente.

- Hablé al teléfono de información y me dieron el número de este re-


cinto. Marqué para preguntar a qué hora se llevaban a cabo las juntas y
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HAMBRE
alguien me dio esta dirección y el horario- respondí, definitivamente, cre-
yendo que me había equivocado de lugar.

- ¡Ah!, ¿información telefónica?- preguntó la robusta volteando a ver a


su compañera. Ambas fruncieron el ceño-. Eso no es posible. Ahí no dan
esa clase de datos.

- Bueno, a mi me dieron este teléfono en el 040- expliqué aun más


impaciente-. ¿Me equivoqué de lugar?, ¿se llevan a cabo aquí las juntas o
no?- volví a cuestionar sin poder quitarme de la cabeza a la cuidadora de
los coches de la calle y pensando que, a esas alturas, ya me habría roto uno
de los espejos laterales.

- Ellas volvieron a verse frunciendo más el ceño.

- Pues no puede ser- me retó nuevamente la del ojo de cristal-. Ahí no


dan estos datos. ¿Quién te dio esta dirección?

Comprendí que estaba en el lugar correcto pero que, más que compor-
tarse como miembros de las juntas para Comedores Compulsivos Anóni-
mos, estas mujeres parecían pertenecer a una secta oculta.

- Bueno- expliqué a punto de estallar-, como sea. ¿Son aquí o no las jun-
tas de Comedores Compulsivos? Me dijeron que empezaban a esta hora.

Las dos seguían viéndome sin parpadear y con cara de que no era bien-
venida en ese lugar. Tardaron un rato en ceder, pero terminaron por hacer-
lo.

- Sí- respondió malhumorada la robusta-. Están a punto de comenzar.

- ¡Gracias!- grité y salí corriendo a ver qué era lo que le había sucedido
a mi coche y echándole pestes a este par de amargadas.

Cuando llegué, la cuidadora ya no estaba ahí. Revisé superficialmente


el auto cerciorándome de que todo estuviera en orden y me subí de inme-
diato en él para dejarlo en el estacionamiento de las juntas. En momento
de darle la vuelta a la cuadra, escuché un ruido extraño, pero no le di im-
portancia. Seguí conduciendo hasta llegar a al lugar, y ¡qué sorpresa me
llevé al darme cuenta de que la llanta trasera estaba ponchada! Confirmé
mis sospechas pero ya no tenía tiempo para ir a buscar a la “viene, viene”,
así que corrí para llegar puntual.
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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
Como por arte de magia, el salón estaba casi lleno de gente. No podía
explicarme cómo había sucedido eso en tan solo unos minutos. Una señora
de pelo pintado de rubio y bien vestida parecía ser la que llevaría a cabo la
sesión. Me miró de reojo y volteó a ver a las dos chavas con las que yo me
había topado, como confirmando mi identidad.

Comenzó la junta y varias personas se pusieron de pie a hablar sobre


problemas de sobrepeso, abuso sexual, bulimia y demás temas relaciona-
dos con el comer compulsivo. Por primera vez escuché que ellos también
habían sido torturados sexualmente cuando niños y algo en mi cabeza hizo
“clic”. También fue la primera vez que yo escuchara decir a un ser huma-
no de sexo masculino que era anoréxico.

A pesar de las charlas algo ahí no me gustaba ni me acababa de con-


vencer. El ambiente se sentía muy pesado y existía un constante intercam-
bio de miradas entre un grupo marcado de gente que estaba sentada del
lado izquierdo. Se notaba perfectamente bien quiénes éramos los nuevos
y quiénes los que ya llevaban ahí un tiempo, pues estos se hablaban con la
mirada. La mujer que presidía la sesión era misteriosa y todo en ella pare-
cía falso; las otras dos, la robusta y la del ojo de cristal, clavaban a ratos
sobre mí sus miradas penetrantes. Me imaginé escribiendo una historia de
terror con tres personajes iguales a ellas.

Hubo un momento en el que quise levantarme a hablar, pero no me


atreví. Entonces, como descifrando mis intenciones, la señora del estrado
volteó a verme de golpe y se dirigió hacia mí. Las manos me empezaron
a sudar.

- Usted, señorita, es nueva- dijo mirándome y ocasionando que todos


los ahí presentes voltearan a observarme-, ¿quiere decir algunas palabras y
presentarse con los demás compañeros?

- No, gracias- respondí amablemente.

La mirada de la dama se transfiguró y se volvió fría y penetrante, aun-


que seguía sonriendo falsamente a todos los demás.

- Quizás en la siguiente ocasión- agregó.

Pasaron una canastita para que diéramos voluntariamente alguna apor-


tación económica. Yo saqué unas monedas de mi bolsa y, al echarlas dentro
del cesto, sentí cómo contaban mi dinero estas tres mujeres. Todos los del
lado izquierdo del salón sacaban sendos billetes de sus carteras para colo-
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HAMBRE
carlos dentro de la canasta, y proyectaban una especie de veneración a la
señora, un respeto silencioso; parecían estar como hipnotizados o locos.
Yo quería salir corriendo de ahí.

Al finalizar, sin dar explicación alguna, todos caminaron hacia el fren-


te y se tomaron de las manos. Yo los imité. Acto seguido, empezaron a
decir algunas oraciones y a entonar una canción acerca de Dios con los
ojos cerrados. Yo no pude cerrarlos ni por un segundo, pues mi instinto de
protección me tenía muy alerta. A la hora de la despedida, me di la vuelta
para salir.

- ¡Te esperamos en la siguiente sesión!- escuché la voz de la dama a


mis espaldas.

Entonces volteé y me quedé asombrada al mirar el cuadro. La señora


estaba de pie mirándome muy sonriente con las otras dos, una de cada
lado, observándome muy serias. Todos los demás se despedían o recogían
sus cosas.

- ¡Claro!- respondí a lo lejos nuevamente con la historia de terror dán-


dome vueltas en la cabeza y pensando en qué lugar metería tal escena en
un libro.

Al salir, observé mi auto a lo lejos y la llanta ponchada me regresó de


un golpe a la realidad. Pronto, abrí la cajuela para encontrarme con que
la llanta de repuesto estaba desinflada. Busqué mi teléfono celular y no
tenía crédito. La tienda de tarjetas telefónicas estaba cerrada frente a mis
narices.

Estaba furiosa, harta de la gente abusiva y de no poder encontrar a


alguien que me ayudara a superar la bulimia; asqueada de comer compul-
sivamente para llenar tantos huecos que tenía en el alma, adolorida de la
cabeza y del esófago por tanto vomitar lo que no me atrevía a enfrentar;
decepcionada de tanta gente falsa que me criticaba por ser sincera o que
me juzgaba y me aborrecía sin siquiera conocerme; molesta conmigo mis-
ma por haber sido tan torpe y noble al extremo de entregarme ciegamente
a gente que no lo merecía; llena de ira e impotencia por las pérdidas que
había sufrido desde tan corta edad, envidiando a la gente que todavía tenía
abuelos cuando yo no tenía ya ni a mi propio padre con vida; enferma
por dentro al soportar tanto dolor y traiciones durante años y haber sido
incapaz de darme a respetar, sacrificando mi auto estima por complacer a
los demás; hastiada de la gente envidiosa e hipócrita e invadida de pies a
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cabeza por resentimientos de todo tipo, queriéndome vengar del mundo
entero, y ahora esto… ¡ya era suficiente!

Estallé como una bomba de tiempo y empecé a llorar de rabia sin poder
creer lo que estaba sucediendo. Le llamé a mi esposo por teléfono desde un
restaurante, misma llamada que tuve que pagar, y salí disparada a buscar a
la cuidadora de coches. Quería vengarme de todo de una vez.

Por supuesto, la señora ya no estaba por ahí y, curiosamente, nadie la


conocía. Fui a preguntar al puesto de periódicos y revistas de la esquina, a
un vendedor de cuadros, a sus ayudantes cuidadores de coches, a la fonda
de la cuadra, pero parecía que la mujer se había esfumado. Busqué patru-
llas por todas partes y ninguna apareció, mas no me di por vencida. Fui
caminando hacia la avenida y me puse a esperar de pie a que pasara algún
policía empero, para mi mala suerte, no pasó ni una sola patrulla en más
de quince minutos. Venía de regreso cuando, de improviso, un señor se me
acercó discretamente y me dijo en voz baja que encontraría a la cuidadora
escondida dentro del “salón de belleza”. Divisé el lugar y me dirigí hacia
allá de inmediato.

Entré azotando la puerta de dicho establecimiento y las encargadas me


voltearon a ver sorprendidas.

- ¿Qué desea?- me preguntó una de ellas.

Eché un vistazo rápido al interior y me di cuenta de que la cuidadora


no estaba ahí, pero divisé unas escaleras de caracol que conducían a un
segundo piso. De inmediato, crucé el salón y empecé a subir los escalones
a zancadas, haciendo caso omiso de las palabras que las encargadas me
decían. El último tramo lo subí sin hacer ruido y ¡ahí estaba! La callejera,
ignorando que la había descubierto, me daba la espalda mientras miraba
por la ventana hacia afuera, cerciorándose de que yo ya me hubiera mar-
chado. Me acerqué sigilosamente hasta casi tocarla y, de pronto, le pegué
un grito en el oído que la hizo saltar del susto y fue a estamparse violenta-
mente contra la pared. Volteó a verme aterrada, con la cara transformada,
sin dar crédito a lo que estaba sucediendo y colocó las manos encima de
su rostro para protegerse. Al observarla así, comprendí la efectividad del
método que los delincuentes utilizan para tener éxito: el factor sorpresa.
Ella estaba completamente indefensa ante mí.

Empecé a empujarla reclamándole sobre mi llanta ponchada, gritándole


y soltándole golpes en el tórax. Como era muy baja de estatura, alcanzaba
a cubrirse bien mientras caminaba hacia atrás resguardándose de mí. Le
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dije que me iba a pagar la llanta y ella se negó, así que seguí lanzándole
golpes y manazos. Le grité que ya estaba cansada de gente como ella y, de
un jalón, le arrebaté el monedero que guardaba en la bolsa de su pantalón
y empecé a aventar en el piso sus propinas. Después, decidí quedarme con
el resto para pagar mi llanta, así que salí a toda prisa bajando las escaleras
cargando con su monedero y su morralla. Una de las encargadas estaba
presenciando el final de la escena al pie de la escalera y me pedía a gritos
que me fuera de ahí.

La cuidadora salió disparada detrás de mí y empezó a gritarme que era


una limosnera. Yo me burlaba de ella y le decía que la limosnera era otra,
mientras iba sacando el dinero y, a falta de bolsillos, me lo quedaba en la
mano. Repentinamente, un billete de veinte pesos cayó al suelo y ella se
abalanzó sobre él, pero yo le propiné tremendo empujón con el que salió
botada contra la puerta de uno de los coches estacionados allí y cayó al
piso. Recogí el billete y corrí. Ella arrancó tras de mí muy enojada. Tiré al
pavimento su bolsita vacía y, con las manos llenas de billetes de bajo valor
y monedas que se me iban resbalando entre los dedos, subí apurada las
escaleras de un restaurante de lujo y entré a la recepción.

Como la cuidadora tenía prohibido el acceso a dicho sitio, empezó a


gritar en la calle que yo le había robado y, en ese mismo instante, dos pa-
trullas aparecieron en un segundo y se estacionaron frente al lugar, ¡no po-
día creerlo! Cuando yo las había necesitado una hora antes, ni sus luces. La
recepcionista del establecimiento me miraba nerviosa y yo, con las manos
repletas de monedas que se me caían, le explicaba que la callejera estaba
mintiendo. Observé cómo se bajaban dos policías de una de las patrullas
y se acercaban a la cuidadora ofreciendo su ayuda. Me oculté detrás de la
puerta de entrada y alcancé a distinguir cómo la cuidadora me señalaba
enfurecida y los policías volteaban hacia arriba buscándome.

- ¿Hay una salida de emergencia?- le pregunté a la recepcionista en voz


baja.

- ¡Sí!- me respondió haciendo lo posible por ayudarme-. ¡Por ahí!, por


la cocina- me indicó señalando discretamente con el dedo.

Sin titubear un segundo, salí despedida hacia la cocina cruzando por


en medio de todo el personal vestido de blanco. Iba trotando en zigzag
para no chocar contra alguna olla. Al final del pasillo, encontré una espe-
cie de subterráneo que daba al estacionamiento del restaurante, ubicado a
unos metros del incidente. Choqué con unos botes de basura y seguí en la
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dirección del túnel. A lo lejos distinguí la calle principal. Las manos me
sudaban de los nervios y sentí que, durante mi escape, había tirado más de
la mitad de las monedas y billetes que llevaba conmigo.

Paré en seco detrás de una pared y me asomé a ver qué era lo que estaba
sucediendo a unos pasos de la misma calle. Observé una tercera patrulla
estacionada y varios oficiales rodeando la entrada del lugar mientras la cui-
dadora de coches seguía manoteando describiéndoles lo acontecido. Había
llegado más gente, entre otros, sus compañeros cuidadores de coches quie-
nes hacía apenas unos minutos habían jurado no conocerla y las encarga-
das del salón de belleza que estaban apoyando la versión de la señora. Yo
me escabullí de puntitas y logré cruzar al otro lado de la calle sin que me
vieran. Entré al estacionamiento de las juntas y me sentí a salvo.

En ese mismo instante, el nivel de adrenalina bajó y el remordimiento


se apoderó de mi persona. Empecé a sentirme muy culpable por haberle
quitado sus monedas a una gente de bajos recursos que vivía de cuidar
coches en la calle al tiempo que observaba lo poco que me quedaba de su
dinero, empapado en sudor, entre mis manos. Pensé en devolverlo pero, a
esas alturas, ya era tarde.

Minutos después llegó mi esposo y sacó la llanta de refacción de la


cajuela para llevarla a inflar a la gasolinera más cercana. En cuanto la
colocó en su lugar, nos fuimos a casa para descubrir que la otra llanta no
estaba ponchada, sino que la cuidadora únicamente me la había desinflado.

Tras narrarle toda la persecución, metí las manos en mi bolsa para mos-
trarle el dinero que me había quedado y algo extraño sucedió. El billete de
quinientos pesos que yo llevaba en mi cartera y con el que había salido de
mi casa esa misma mañana, había desaparecido. Tan solo estaban las pocas
monedas y billetes de bajo valor de la “viene, viene” que había logrado
rescatar al final de la carrera. Concluí que el destino se había cobrado mi
injusticia de esa forma. Mi esposo, demasiado molesto después de escu-
charme, se puso de pie.

- No tardas un segundo en pagar tus maldades- me reprendió y se mar-


chó dejándome sola sentada en un sillón.

Después de esa experiencia catastrófica, no volví a frecuentar aquella


zona durante un largo tiempo.

FIN.

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HAMBRE
Cuando los dolores de esófago ya eran insoportables, solicité un exa-
men llamado endoscopía, en el que introducen un tubo con una lente por
la garganta para observar el estado del esófago por dentro y ver si está
dañado. En el ínter, platiqué con un médico militar, al que le expliqué que
era bulímica desde hacía veinte años. El me observó asombrado.

- Con todo respeto, quiero decirle algo. Usted come tanto porque tiene
hambre de Dios; se siente vacía por dentro y de ese modo quiere llenar ese
hueco que tiene en el corazón.

Yo me quedé impresionada. Escuchar a un médico militar hablándome


de Dios, definitivamente, era un mensaje. El me extendió la mano, yo se
la estreché. Días después tendría los resultados de la endoscopía marcando
todo como normal.

Lo siguiente que hice fue buscar en la lista de doctores que cubría el


seguro de la empresa para la que yo laboraba en ese tiempo, y encontré a
una psicóloga que atendía en su casa. A ella la llamaré mi terapeuta A.

Por esas fechas, realmente no creía en los psicólogos porque tenía la


idea de que nadie te podía ayudar mejor que tú mismo. Sin embargo, sí
estaba convencida de quererme ayudar a mí misma y de no poder hacerlo
sola.

La terapeuta A era una señora muy profesional y, lo que más me con-


vencía, era su perseverancia y enorme voluntad por tratar de ayudarme a
salir adelante. Aunque necesitaba el dinero de su trabajo, no le importaba
el tiempo que tardáramos en cada cita. A veces eran tan absorbentes e in-
tensas las sesiones, que ya habían pasado dos horas sin que ninguna de las
dos nos percatáramos, y ella no me cobraba un centavo extra.

Era una mujer de unos cincuenta y cinco años, de carácter fuerte pero
muy amable, madre de dos hijos. Tenía una hija de mi edad, a la que yo
casualmente conocía de años atrás. Tarde o temprano, la relación se estre-
chó y empecé a verla como a mi protectora y ella, quizás, como a una hija.
Me dejaba arduas tareas para entregar a la siguiente cita y nuestro esfuerzo
mutuo dio sus resultados. Podría decir que esta señora fue la primera en
darme una visión general de lo que es una terapia.

Con todo, una o dos sesiones semanales, a lo que en el argot de la psi-


cología llaman terapia ambulatoria, eran insuficientes. La bulimia estaba
adherida a mis huesos, así que necesitaba algo más drástico para arrancarla
de mi cuerpo, de mi mente y de mi espíritu.
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Decidí hacer una pausa en mis terapias y empecé a asistir a sesiones
de budismo tibetano en Casa Tíbet México. Tiempo atrás había estado en
los cursos de introducción y esta filosofía de vida me había fascinado; el
hecho de practicar la meditación para reducar la mente, abandonar apegos,
dejar atrás aversiones y utilizarla positivamente para lograr obtener la feli-
cidad, me parecía lo más poderoso que pudiera existir.

Otros tres años transcurrieron después de haberme casado. Intenté em-


barazarme y me fue muy difícil lograrlo. No fue sino después de una ci-
rugía, en la que casi pierdo la vida, .Dy tras una experiencia asombrosa
con unos tés curativos, llegó el día estupendo en que me enteré que estaba
embarazada por primera vez. El conjunto de la ciencia y la fe dieron re-
sultado. Fue entonces cuando empecé a preocuparme más seriamente por
la bulimia, pues ya no me estaría haciendo daño yo sola, sino que estaría
perjudicando al pequeño ser que estaba creciendo dentro de mi cuerpo y
que se alimentaba de mí. Ya no podía estar induciéndome el vómito para
adelgazar ni podía tomar pastillas que me quitaran el hambre pues esto,
definitivamente, tendría consecuencias negativas en el feto.

Después de haber festejado con mi familia la gran noticia, fui a tomar


un café con dos muy buenas amigas. Una de ellas llamada Yolanda, simpa-
tiquísima y muy platicadora, trabajaba para una radiodifusora y estaba co-
mentando que, muchas veces, las estaciones de radio becaban a personas y
a los mismos empleados para ayudarles en diferentes aspectos, ya fuera en
el área de educación, salud, entretenimiento, etcétera a cambio de tiempo
aire, es decir, de publicidad.

- Esta compañera de trabajo que enviamos gratuitamente a internar a la


clínica de rehabilitación, sólo perdió el tiempo- dijo de pronto Yolanda-,
¡me da mucho coraje! Miles de personas quisieran una oportunidad como
esta y además ¡fuera de México! Es bulímica sin remedio. Estuvo interna-
da noventa días con psicólogos personales y de grupo, psiquiatras que le
administraron tratamientos antidepresivos, nutriólogas especializadas en
trastornos de la conducta alimenticia, guías espirituales y todo el staff a sus
pies. Ahí también se internan depresivos, neuróticos, alcohólicos y droga-
dictos, para que se den una idea de la experiencia que tiene esta gente para
tratar enfermos del cerebro.

Hizo una pausa mientras mordía su galleta y tomaba un sorbo de café.

- Boletos de avión,- continuó- estancia, tratamientos y medicamentos


pagados, ¡no le costó un peso! y regresó igual o peor de lo que estaba. Es
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un dineral lo que se paga en estos lugares. Pero, lo que más me molesta, es
que sigue atragantándose de comida y vomitando en el baño de empleados
y ¡cree que no nos damos cuenta!, ¡con el ruido que hace! Además, va
como quince veces al día. Siempre que se va al tocador la seguimos de
puntitas, entramos, nos agachamos a verle los pies y ¡la cachamos parada
frente al excusado!... ¡es más bruta!... Tiene los pies al revés de como
cuando te sientas en el retrete, ¿entienden?... ¡las patas de frente!...

Mi otra amiga y yo nos reíamos de la forma en que Yolanda contaba las


cosas, pero yo ya no escuché ni una palabra más de lo que decía. Mi imagi-
nación empezó a viajar a aquél lugar del que estaba hablando y me observé
internada en dicha clínica fuera de la ciudad, desconectada de mi rutina,
con todas las ganas de recuperarme, trabajando con expertos en el tema día
y noche y conviviendo con personas de todas las razas y nacionalidades
que padecían lo mismo que yo, gente que me entendería por completo,
gente con la que iba a convivir mucho tiempo; saldría de ahí como nueva,
sana, recuperada, feliz. Quise ir a pensarlo a solas unos minutos.

-Voy al baño- les dije poniéndome de pie y agarrando mi bolso.

- ¿Qué?, ¿tú también eres bulímica y vas a vomitar?- preguntó Yolanda


bromeando- ¡te voy a ir a espiar!, ¿eh?

Las tres nos reímos a carcajadas del chiste de Yolanda. Al menos, yo


aparenté que me hacía mucha gracia su broma.

Una vez ahí, me observé en el espejo del baño y brilló en mis ojos un
destello de esperanza, ¡no dejaría ir esta oportunidad! Tras pensarlo unos
minutos, decidí decírselo a Yolanda a solas en otra ocasión y mejor disfru-
tar en ese momento de mi pastel de crema con chocolate acompañado de
mi café capuchino.

Dos días después le llamé, alertándola de que tenía que tratar un tema
muy personal y delicado con ella. Quedamos de vernos en la estación de
radio al día siguiente.

Al llegar a la estación me hicieron esperar en la recepción unos veinte


minutos. Durante este tiempo, planeé el modo confesarle que yo era bu-
límica y que necesitaba su ayuda. Por fin se presentó y tomó asiento a mi
lado.

- ¿Qué pasó?- me preguntó apurada y sonriente como siempre.


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- No te lo puedo decir aquí- respondí mirando a mi alrededor a toda la
gente que entraba y salía-. Vamos a mi coche.

- ¿Tan grueso está?, ¿estás en drogas, necesitas dinero o qué?- preguntó


en voz alta bromeando. La recepcionista soltó la carcajada.

Las dos salimos a la calle riéndonos y entramos en mi auto. Le pedí


que se pusiera seria y, con mucho valor, le confesé que era bulímica desde
hacía veinte años y que me urgía empezar a tratarme en ese instante por
mi embarazo. Yolanda no sabía si era broma o estaba diciendo la verdad,
así que me pidió que se lo repitiera una vez más. En cuanto comprendió la
seriedad de mi estado, se puso tensa y empezó a entrar y a salir de mi coche
abriendo y cerrando la puerta.

- ¡No puede ser!- me repetía en movimiento- ¿Tú, bulímica?, ¡jamás


me lo hubiera imaginado!

- Pues así es- le contestaba apretando las manos contra el volante.

- Pe… pero si las bulímicas son tipas con el amor propio por los suelos,
inseguras, calladas, ¡lo contrario de lo que tú eres!, ¿cómo puede ser?...

- Pues así es- volvía a repetirle nerviosa por ver su reacción pero sin-
tiendo que me había quitado un peso de encima. Antes que ella, mi esposo
era el único en saberlo.

- ¿Tú, Elena?, ¡no chingues! No me digas que no puedes con esta fre-
gadera. Me decepcionas. Si tienes carácter y agallas, eres líder… ¡no me
digas que me equivoco y en realidad eres una débil!

- Ya no sé. Débil y fuerte al mismo tiempo- le respondí riéndome triste-


mente-. Mi amor propio no está ni ha estado muy bien que digamos.

- Pero si esta compañera a la que becamos es una insignificancia- con-


tinuó discutiendo-; no tiene ni carácter, ni voluntad, está muy recaída, es
manipulable…

- Tú qué sabes. Quizás yo sea así en el fondo…

- ¡No manches!- respondió alterada entrando al coche-. Conviví conti-


go cinco años de carrera, fui a tu boda, hemos salido en varias ocasiones,
te he visto trabajando y logrando tus metas, ¡no te compares! Te conozco.
Fuiste Vicepresidenta de la Sociedad de Alumnos el último año de uni-
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versidad, participaste en obras de teatro actuando como Doña Fregona,
bailando, cantando, o sea…

Nunca creí que mi amiga se fuera a poner tan renuente a aceptar mi


realidad. Me dolía el orgullo verla así de alterada y desilusionada acerca
de mí.

- ¡A quien le preguntes jamás creería eso de ti!- agregó volviendo a


salirse a la calle.

Así estuvimos discutiendo por unos minutos mientras ella digería la


noticia saliendo y entrando en mi coche hasta que, finalmente, se resignó,
guardó silencio y se sentó mirándome asustada. Cerró la puerta del coche
para escucharme. Comprendí que lo acababa de asimilar.

- Yolanda- le dije bajando mi tono de voz intentando tranquilizarla-.


Vengo a pedirte que me ayudes para que me pueda ir a internar a esa clíni-
ca a la que mandaron a tu compañera de trabajo. Ya investigué los costos
y mi esposo y yo no tenemos esa cantidad de dinero ¡ni de broma! Es mu-
chísimo, ¿crees que puedas conseguir que me bequen?

- ¡Tú puedes superar esto!, ¿no?- insistió volteándome a ver fijamente


a los ojos-. ¿Te piensas ir a internar fuera de México con un bebé en la
panza, con una bola de trastornados mentales, alcohólicos y drogadictos?
Piénsalo bien.

- Ya lo pensé bien. Desde los doce años soy bulímica, tengo treinta y
dos. No va a ser tan sencillo- le respondí.

Ella bajó la mirada y se quedó pensativa en silencio.

- Te voy a ayudar- me dijo volteándome a ver más calmada-. Tengo que


arreglar varias cosas con el centro de rehabilitación. Llámame dentro de
tres días.

Nos abrazamos y salió caminando muy seria y pensativa hacia su ofici-


na. Arranqué el coche y la esperé a que volteara sonriente a despedirse con
la mano como acostumbraba, pero esta vez, no volteó.

Tres días después, Yolanda me daría los datos de la persona de la clíni-


ca, con sede en México, con la que debía entrevistarme.

La conversación fue sencilla. Tras escuchar mi relato, el entrevistador


me remitió, de inmediato, con una terapeuta especializada en trastornos
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alimenticios, quien tomaría la decisión final sobre mi internamiento. A esta
nueva psicóloga la llamaré mi terapeuta B.

Nunca olvidaré aquella primera vez que fui con mi terapeuta B, quien
era una mujer de unos cuarenta y tantos años, de carácter, madre de tres
hijos, arreglada, delgada y guapa. Le platiqué a sobre mi infancia, el abuso
sexual del que había sido víctima y sobre tantas cosas que ahora encontra-
ba bizarras y que habían sucedido cuando era una niña.

- ¿Entiendes la relación que tiene el haber sido utilizada sexualmente


desde tan temprana edad con tu manera compulsiva de comer, sentir arre-
pentimiento inmediatamente después y terminar induciéndote el vómito?-
fue la primera pregunta que me aventó como un golpe.

- No muy bien- respondí temerosa.

- Esto es un proceso cíclico- continuó-. Es tu manera de “sanar” tu eno-


jo y tu impotencia ante tal abuso. Como no lo has podido superar después
de tantos años, tu mejor aliada es la comida. Con ella te consuelas retacán-
dote hasta el tope, casi de manera inconsciente, y luego te viene la pena y
la preocupación por engordar y es cuando sacas todo en forma de comida
indigestada. Es una manera de castigarte a ti misma por haber permitido el
ser el objeto sexual de tanta gente, pero entiende que tú no estabas en edad
de defenderte.

Hubo un silencio que yo respeté a pesar de tener cuantiosas dudas ron-


dando dentro de mi cabeza. Se limitó a culpar a mis padres por tal descuido
y me preguntó:

- Y ¿dónde estaba tu papá cuando sucedieron estos abusos?

- Trabajando -contesté yo.

- ¿Y tú crees que estaba bien que él estuviera trabajando mientras tú


sufrías?

- El no lo sabía. Además era tan lindo y tierno como un Santa Claus.

- Sí, pero hasta Santa Claus cuida a sus hijos. Y ¿dónde estaba tu
mamá?- agregó.

- Trabajando. Daba clases de inglés por las tardes.

Recuerdo que sonrió burlonamente y dijo:

- 98 -
HAMBRE
- Y ¿acaso era más importante trabajar que cuidar a su hija?

Yo me quedé pensando en silencio. Jamás se me había ocurrido pensar


en eso.

- Pero… era necesario que los dos trabajaran para que nos sacaran ade-
lante a mis hermanos y a mí- respondí-. Además, ellos no tenían ni idea de
lo que estaba sucediendo conmigo. Vivíamos en unos departamentos den-
tro de una Zona Militar, repleta de soldados y seguridad en todas las esqui-
nas. Ellos jamás creyeron que pudiera pasarme algo así, de otro modo…

- De otro modo, ¿qué?- interrumpió asombrada-, ¿porqué no percibie-


ron las señales de que estabas engordando?, ¿porqué no le llamaron la
atención a tu hermano el mayor cuando te hacía ponerte de pie de la mesa
e irte llorando antes de comer?, ¿porqué no se pusieron a examinar dete-
nidamente el rechazo marcado que tenías hacia tu padre ya entrada en tu
adolescencia?, ¿porqué no se preguntaban cuál era la razón de que, cada
que terminabas de comer, ibas directo al baño?...

-¡Por que ésta enfermedad era totalmente desconocida!- interrumpí a la


defensiva-. Ellos hubieran hecho lo imposible por ayudarme si se hubieran
enterado- sentí que la voz se me quebraba. Respiré profundo- Te voy a
pedir que no me hagas culpar a mis padres de nada de lo que sucedió por-
que no quiero verlos con resentimiento por el resto de mi vida. Eran otros
tiempos, había menos peligro…

- Menos peligro, ¿eh?- interrumpió.

- Sí, menos peligro en las calles. Ustedes, los psicólogos y terapeutas,


siempre le quieren echar la culpa de todas sus desdichas a sus padres. Yo
admiro y quiero a los míos y nadie me va a hacer cambiar de opinión.

La terapeuta B me miró sonriendo y me dijo que le gustaba que yo fuera


tan tozuda, ya que eso nos serviría de mucho durante la terapia.

Ese día no volvió a tocar el tema de mis padres, pero lo haría más
adelante y en varias ocasiones queriéndome convencer de que existía un
resentimiento inconsciente que yo guardaba hacia ellos y hacia mis tres
hermanos mayores.

Años después, con mucho temor y con todo el dolor de mi corazón, tras
cuarenta y cinco días de internamiento e incansables años de terapia, tuve
que aceptar que sí existió un gran descuido hacia mi persona por parte de

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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
mis padres, así como un abandono por parte de mis hermanos. Me faltó
ser protegida por mi propia gente y defendida de tanto abuso, ataque y hu-
millación durante mi niñez y adolescencia. La falta de interés sobre lo que
me sucedía generó que no tuviera la confianza de narrarles lo que estaba
sufriendo y que guardara en secreto tanto tormento. Las incuestionables
señales que se manifestaron fueron imperceptibles o mal interpretadas por
mi propia familia. Me veían como la más pequeña, pero les era indiferente
por completo.

Introduje en mi boca ese amargo bocado, lo mastiqué y saboreé len-


tamente, lo tragué hasta hacerlo digestión y expulsarlo fuera de mi orga-
nismo. Al día de hoy, no les guardo ningún rencor a mis padres, así como
tampoco a mis hermanos.

Mi terapeuta B decidió enviarme a la clínica de recuperación a la sema-


na siguiente. Habló con el entrevistador y, en veinticuatro horas, me consi-
guió la beca. Mi esposo y yo tuvimos que pagar únicamente una cantidad
“simbólica” para los parámetros de dicha clínica.

Con cuatro meses y medio de embarazo de mi primer hijo y habiendo


arreglado todo para internarme en la clínica de rehabilitación, cité a mis
tres hermanos, sin sus respectivas parejas, en mi casa. Cuando llegaron
platicamos de cosas superficiales y bromeamos un poco. Mi marido se
retiró de la sala. Interrumpí para pedirles que se pusieran serios por un
momento y les dije: “Tengo veinte años siendo bulímica. Nuestros papás
murieron sin saberlo. El martes me interno en una clínica de rehabilitación,
como mínimo, durante un mes y medio. No les estoy pidiendo nada, solo
les quería avisar”.

Hubo un silencio prolongado. No recuerdo cuál de ellos me preguntó:


“¿Porqué no nos lo habías dicho?” Entonces empecé a relatarles mi inter-
minable historia y mi urgencia por internarme para no afectar a mi bebé.
Los tres estaban realmente sorprendidos, hubieron desacuerdos y comen-
tarios sobre mi decisión radical, mi hermano el médico me sugirió otras
opciones y mi hermana lloró, pero yo ya estaba convencida y no había
poder humano que me hiciera cambiar de opinión.

Cabe mencionar que esta decisión ha sido una de las más difíciles en mi
vida, pero tenía que actuar rápidamente. Llevaba ya veinte largos años des-
truyéndome a mí misma y haciendo atrocidades inimaginables para evitar
engordar. Sabía que iba a estar conviviendo con gente muy depresiva y
enferma, pero también estaba convencida de tener el carácter para lograr-
- 100 -
HAMBRE
lo. Toda esta soledad y abandono que había vivido desde niña, me sirvió
para sentar las bases, armarme de valor e ir a enfrentarme yo sola con mi
enfermedad.

A los dos días de haberle avisado únicamente a mi familia, a mi tera-


peuta B y a mi amiga Yolanda, me dirigí al aeropuerto con mi pequeña ma-
leta. A los amigos, familiares y gente conocida, mi esposo y yo les dijimos
que me iba a Minneapolis a visitar a una amiga. Tuve que darme de baja
de mis cursos en Casa Tíbet, pedir permiso de ausentarme en un trabajo en
el que grababa mensajes de voz, y abandoné la práctica de la meditación.

Mi esposo me llevó al aeropuerto pero no quiso ni despedirse de mí,


solamente me dio un beso a toda velocidad. Me bajé del coche y, cuando
volteé a verlo, observé que me miraba con los ojos llenos de lágrimas.
Pronto arrancó y se fue.

Esa noche que había llegado a internarme en la clínica participé, por


primera vez, en una de las famosas pláticas de Alcohólicos Anónimos
(AA). Nos reuníamos todos los días, terminando de cenar, a escuchar y ser
escuchados, a desahogar penas y dolores, a reír o a hablar sobre algún tema
sugerido. Hablar frente a un grupo de desconocidos sabiendo que todos
padecen alguna adicción grave es muy estresante. Me impresionó escuchar
que, los que se ponían de pie en el podio, iniciaban su plática diciendo:
“Soy Alberto, drogadicto y alcohólico”, o “soy María, bipolar, suicida y
co-dependiente”, o “soy Eddie, neurótico y heroinómano”. Lo decían con
tanta familiaridad y sin causar reacción alguna de los ahí presentes, que
fue para mi un brutal despertar a una realidad desconocida hasta enton-
ces. Pensé que lo que yo ahí dijera no les interesaría escucharlo, ya que
consideraba que ellos tenían experiencias y dolencias mucho más serias y
traumáticas que yo.

Con el tiempo y la convivencia diaria me di cuenta de que simplemente


las experiencias vividas son distintas y de diferente magnitud, no son ni
mejores ni peores y afectan de manera distinta a cada personalidad. El um-
bral de dolor de cada quien es distinto y, lo que a algunos les puede afectar
demasiado, a otros ni siquiera les causa alguna alteración emocional. Lo
que sí sé es que todos los que estábamos ahí teníamos en común una sola
cosa: vivíamos enfermos del alma. Nos encontrábamos ahí reunidos para
sanar.
- 101 -
ELENA B. ARREGUIN OSUNA
Llegó el gran día, el día en que conocería a mi terapeuta personal, a
la que llamaré mi terapeuta C, y pasaría a formar parte de mi terapia en
grupo.

Mi terapeuta C era una señora de unos cuarenta años, madre de tres hi-
jos, famosa por su temple de hierro y por tener la habilidad de escarbar en
lo más profundo del alma de los pacientes hasta hacerlos gritar la verdad.
Simpática, pero a la vez cortante, con un historial personal de vivencias
y adicciones al extremo, mismo que le daba esa personalidad tan avasa-
lladora. Siempre estaba arreglada, peinada y maquillada, combinando los
colores de su maquillaje con su vestuario a la perfección. Vestía ropa li-
gera, juvenil y muy a la moda, pues era delgada y todo le quedaba bien.
Jamás se presentó sin tener las uñas pintadas, tanto de las manos como de
los pies. Coqueta y femenina, tenía un tono de voz ronco y firme. Usaba
tacones altos todos los días, ya fueran sandalias, botas o zapatillas cerra-
das. Cambiaba de accesorios y de color de bolsa casi a diario. Impecable
y perfumada. No era bonita, pero sí atractiva. No podía disimular que era
una experta en conquistar al sexo masculino.

Ella llegó a su consultorio, me miró rápidamente y comenzó la sesión


sin darme la bienvenida. De esto me acordaría mucho tiempo después y se
lo reclamaría con mucho resentimiento.

Me tocó hablar. A partir de ese instante, empecé a vomitar todo tipo de


sentimientos con la intensidad y rapidez de un huracán...

Palabras escritas en mi diario durante mi internamiento.

Lunes 19 de mayo de 2003.

Hoy recordé que el guía espiritual dijo la semana pasada que yo era
una manipuladora... Hoy me reí mucho de nuevo. Mis compañeras de TCA
sólo están esperando a que haga un comentario para reírse. Como Al-
fred es muy chistoso, les propuse a todas que hiciéramos pancartas para
echarle porras cuando se parara a hablar en la junta de AA la noche pa-
sada y resultó ser un éxito. Cada quien coloreó en un papel cada una de
las iniciales de su nombre, nos sentamos todas en fila y, en el momento en
el que éste subió al estrado, levantamos las hojas donde podía leer: A L F
R E D. ¡Estuvo buenísimo!
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HAMBRE
Conocí a mi terapeuta y me parece que nos vamos a entender muy
bien. Es muy buena onda.

Por la mañana Fanny, para variar, no me dejó ir a la caminata. Me


castigó porque me fui el sábado y la desobedecía al hacer el recorrido
completo… ¡qué ganas de fregar! El otro día también nos regañó porque
se nos ocurrió ir al baño solas a Karine, a Bárbara y a mí. Llegó enojada
junto con el técnico viéndome sólo a mí y preguntándome quién había ido
al baño esa noche. ¡Ni que yo fuera la mamá de todas las demás para an-
dar respondiendo! No quiero que dependan todas de mí, pero eso es lo que
he logrado. Primero, ando ayudándolas a todas para ganármelas y luego
ya no sé ni qué hacer. Lo mismo de siempre. No sé qué hacer con eso.

Hoy nadé. Me siento inquieta porque no quiero caerle mal a nadie….


¡hazme el favor! En lugar de preocuparme por mí misma.

Paciencia, paciencia, tengo mucho por recorrer y apenas llevo una


semana… ¿aguantaré todo el tratamiento?...

- 103 -
ELENA B. ARREGUIN OSUNA

Bullying y bulimia.
“El hombre libre, es el que nada espera”.
Edward Young.

J azmín, una de mis cuatro amigas de la infancia que tenía los


peores hábitos alimenticios y que vivía en la Zona Militar, era
casi un año mayor que yo, aunque parecía cinco años más grande por lo
desarrollada que estaba tanto física como emocionalmente. Era mi vecina
y era la niña más mentirosa y acomplejada que yo conociera jamás.

Desgraciadamente, ella tenía otro tipo de educación y me endosaba to-


dos sus traumas cuando se prestaba la ocasión, ¡inventaba cada cosa que
solo yo era capaz de creerle! Por ejemplo, cuando eran mis cumpleaños
y yo la invitaba junto con mis amigas del colegio, inventaba que las ma-
más de mis amigas se sentían de la “alta sociedad” y habían entrado en
mi departamento diciendo que estaba “igual de desordenado y sucio que
siempre”.

Por supuesto, esto me causaba vergüenza y un enorme conflicto emo-


cional, y Jazmín lo sabía. Cuando me ponía a pensarlo fríamente, me daba
cuenta de que las señoras jamás habían entrado en mi departamento, pues
dejaban a sus hijas en el jardín para luego recogerlas al final de la fiesta.
Además, mi casa jamás estaba sucia o desordenada. No comprendo por
qué le creía.

Jazmín tenía una bola de primos y tíos que hablaban raro y andaban
asomados por la ventana inventando chismes de todo tipo.
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HAMBRE
Cuando nos llegó la pubertad, me dijo que las toallas femeninas causa-
ban cáncer. Para colmo de males, en esas épocas, no se usaba que los pa-
dres hablaran de los cambios hormonales en las mujeres y ¡mucho menos
de sexo! Así que yo sabía algunas cosas por el morbo de algunas amiguitas
de la escuela que repetían lo que sus hermanas mayores les contaban. A los
doce años, se nos dio la primera conferencia sobre “Menstruación y sexo”
y entonces me quedó muy claro, comprendí todo y me puse a llorar.

Jazmín y yo jugábamos al famoso juego de las canicas, inventado por


nosotras. Las canicas eran dos familias que vivían cerca y que todos los
días convivían. Cada familia tenía hijos e hijas de todas edades, adolescen-
tes y niños. Teníamos el lívido tan despierto a nuestra corta edad que, por
supuesto, armábamos parejas entre las dichosas canicas y eso se convertía
en un excitante juego sexual que nos encantaba jugar. Armábamos histo-
rias escabrosas y románticas. Unas veces ella la hacía de hombre y otras
veces yo. La verdad, ella lo hacía mucho mejor que yo y me encantaba
escucharla.

Además de mi mundo en la casa de la Zona Residencial Militar, a ve-


ces dulce e inocente y otras aterrador, tenía mi otro mundo en la escuela
primaria. En el Colegio Ignacio Luis Vallarta todos los días rezábamos,
cantábamos y, las que habíamos hecho ya la Primera Comunión, podíamos
confesarnos y comulgábamos recitando una hermosa oración al final. Yo
me sentía plena, contenta y en paz.

No recuerdo a qué se dedicaban los padres de mis compañeras, pero


algunas presumían de tener los coches más lujosos del mercado y vivían
en casas de una cuadra con jardín en las zonas más exclusivas de la ciudad,
como las Lomas de Chapultepec o Lomas Virreyes. Desde pequeñas eran
déspotas y superficiales. Podías escuchar a niñas de seis años hablando de
dinero todo el tiempo y del nuevo modelo de coche, con vidrios automá-
ticos, que sus papás iban a comprar. Cuando yo escuchaba aquello, se me
abría la boca del asombro.

Jamás he sabido ni me han interesado las marcas de los coches, pero en


mi casa teníamos dos autos: un Ford 200 color café al que mis hermanos
apodaban el “Fierrari” y una camioneta Rambler American, así que yo
decía a mis compañeras que nosotros teníamos un “Fierrari” sin siquiera
saber que ese nombre era una marca que mis hermanos habían inventado,
haciendo alusión al monumento italiano al automóvil. Mi mamá pasaba
por mí en su “Fierrari”.
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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
Había una niña especialmente cruel y materialista llamada Liz. Era una
enanita de pelo rubio que se jactaba de ser de lo mejor de la sociedad mexi-
cana y de tener todo el dinero del mundo. Yo no soy una mujer alta, soy
de estatura media, pero desde ese entonces he comprobado una y otra vez
una teoría personal a lo largo de mi vida y en distintas edades: “La gran
mayoría de las personas chaparras o chaparros con los que me he topado,
tienen mucho de perversos”. Con esto no quiero decir que todas las perso-
nas de baja estatura sean malas, simplemente es una casualidad que me ha
sucedido a mí.

Esa Liz no era la excepción, era una víbora consumada. Se hizo de un


séquito de esclavas a las que mangoneaba a su antojo. Ante cualquier co-
mentario que dijeras que no le pareciera a ella, recurría a sus compinches
para intentar humillarte -porque se creía superior- y amargarte la existen-
cia. También había una tal Magdalena quien, a falta de atención en su casa,
quería llamarla a toda costa en el colegio. Mónica, su hermana mayor, era
su aliada en todo capricho y abuso. Cualquier comentario que le hicieras
a Magdalena o pregunta que le respondieras, iba corriendo a cambiarle
la versión a Mónica para que llegara, muy prepotente, a amenazarte con
ponerte un reporte en la dirección.

Nunca se me olvidará una vez a la hora de salida. Tenía ocho años e


iba en segundo de primaria. Veníamos formadas por estaturas en la fila y
Magdalena se me acercó. Traía la mochila entre las piernas y levantaba
las manos diciéndome: “Mira, mira, no necesito agarrar la mochila”. Yo la
volteé a ver y, siguiéndole la corriente, le respondí: “¡Guau, Magda!, ¡eres
maga!”. A los cinco minutos de esto la divisé, muy sonriente, dirigiéndose
hacia mí acompañada de su hermana Mónica, quien me veía fijamente des-
de lejos con rabia en la cara. No era la primera vez que me sucedía algo pa-
recido. Yo sentí miedo y me quedé muy quieta esperando mi reprimenda.

Cuando las dos llegaron a donde yo estaba, la hermana se paró frente


a mí con los brazos cruzados y me regañó gritándome: “¿Qué le estás di-
ciendo a mi hermana?”. Yo me encogí de hombros atónita y volteé a ver
a Magdalena, quien se mofaba de la situación a sus espaldas. Le respondí
que no había mencionada nada que la ofendiera. Ella me amenazó dicién-
dome que esa era la última vez que yo me acercaba o le dirigía la palabra
a su hermana, que tenía prohibido molestarla de esa manera y que, a la
siguiente vez, me pondría un severo reporte. Yo sólo asentí nerviosamente
con la cabeza. Acto seguido, me barrió con la mirada de cabo a rabo y se
marchó. Magdalena se quedó observándome burlonamente y, muy cam-
pante, se fue a formar en su lugar.
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HAMBRE
Nadie me informó, en ese entonces, que una alumna mayor de edad que
yo, aunque fuera en sexto grado de primaria, no podía poner un reporte a
otra alumna más pequeña. Nosotras simplemente les teníamos pavor a las
que eran mayores.

Magdalena no sólo me hizo acoso psicológico durante años, sino que


les hizo mucho daño a varias de las alumnas de ese colegio sin que alguien
se percatara o le diera la debida importancia. A más de una insultó hacién-
dola llorar, a más de una hizo que se hincara y le pidiera perdón amenazán-
dola con acusarla con su hermana Mónica, a varias nos tenía aterrorizadas.

No obstante, mis seis años en la primaria fueron sensacionales. Tengo


los mejores recuerdos de aquella escuela gigantesca situada en Avenida
Constituyentes, con tres patios e instalaciones increíbles y cuatro salones
por cada grado. Hace años que dejó de existir y ahora está abandonada.

Recuerdo que, como yo entendía todas las asignaturas a la primera ex-


plicación, me aburría cuando la maestra tenía que exponer por segunda
o tercera vez alguna materia, y era en ese momento que me volteaba a
platicar o a aventar papelitos en clase. Aun así, cuando la profesora me
preguntaba qué era lo que acababa de decir, se lo podía repetir de memoria.

Siempre éramos el mismo trío de alumnas las que concursábamos en


los exámenes para ver quién terminaba primero y se sacaba un diez. In-
variablemente, resultábamos primero, segundo y tercer lugar el otríolas
mismas tres.

En sexto año de primaria fui elegida como la representante de mi cole-


gio para concursar por un premio nacional llamado la Ruta Hidalgo. Dicho
concurso consistía en la aplicación de exámenes de las materias de Espa-
ñol, Matemáticas, Ciencias Naturales y Ciencias Sociales a los alumnos
de sexto de primaria que competían por cada escuela, tanto pública como
privada. Al ganador se le daba como premio un viaje en el que recorría
algunos estados de la República Mexicana emulando la ruta que había cru-
zado Miguel Hidalgo y Costilla al iniciar la Independencia en septiembre
de 1810. El primer concurso se llevaba a cabo por zonas. El ganador de
esta primera contienda competiría después por su ciudad; los finalistas de
esta eliminatoria concursarían más adelante representando a cada estado
de la República Mexicana hasta hallar a un ganador.

La madre Isabel, titular de mi salón en sexto grado de primaria, me


había avisado un día antes acerca del concurso. Esa tarde había tenido una
fiesta infantil en Six Flags México. Cuando se me cayó una pestaña y mis
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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
amigas me dijeron que pidiera un deseo, me imaginé a mi misma ganando
el primer lugar en el concurso. De regreso a casa por la noche solo pude
dar un repaso general a mis apuntes.

A la mañana siguiente, cerca de diez alumnos de varias escuelas de la


zona, nos encontrábamos reunidos en un saloncito pequeño. Nos entrega-
ron los exámenes y yo fui la primera en terminar. Una vez que todos los
demás acabaron, la encargada empezó a corregirlos ahí mismo, frente a
nosotros. Volteó a verme de inmediato.

- Tú fuiste la primera en entregar, ¿verdad?- Me preguntó y sentí que el


corazón se me salía del pecho.

- Sí- respondí intrigada.

- Felicidades. Eres la ganadora.

Cuando regresé al colegio y entré a mi salón, todas mis compañeras


me recibieron de pie con un fuerte aplauso. Mi amiga Lilia, orgullosa de
mí, me abrazó y me dio un beso en la mejilla. Al llegar a mi casa les di la
noticia a mis padres.

Dos semanas después, me presentaría en una oficina de la Secretaría de


Educación Pública a realizar el siguiente examen. Esta vez las cosas fue-
ron muy distintas, pues muchos alumnos ganadores del primer concurso
estábamos congregados dentro de un aula enorme. Todo era de color grisá-
ceo y frío; gente encargada de repartir lápices y exámenes iba y venía. Yo
observaba hojas y más hojas con respuestas de opción múltiple sobre mi
pequeño escritorio de metal. Tardé en terminar aquel largo examen y me
pareció más difícil que el primero, pero lo entregué a tiempo.

Días después llegaría la noticia de que había quedado entre los fina-
listas de aquella contienda, pero aún faltaba el conteo final para hallar al
ganador. Una nueva ovación se llevó a cabo en el salón de clases. La madre
Teresa, entonces directora de primaria, me llamó a su oficina y me obse-
quió un libro titulado “El Don de la Estrella”, de Og Mandino y Buddy
Kaye. La madre Isabel, mi titular, estaba hinchada de orgullo como un
pavorreal y me trataba como si yo fuera de cristal. “Mi alumna estrella”
solía decirme cuando llegaba por las mañanas.

Después de aquel aviso, no volvimos a saber más del concurso. A pesar


de la insistencia del colegio, jamás se nos notificó el resultado final, así
como tampoco se me dio un papel donde dijera que yo había resultado
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HAMBRE
ganadora en la primera y segunda contiendas. Así terminé la primaria en
aquella hermosa escuela plagada de encantadores recuerdos.

Una vez en la secundaria, nos informaron que se entregaba un recono-


cimiento mensual llamado “Excelencia” a las alumnas más destacadas de
cada salón. Este evento se llevaba a cabo en el patio de la escuela y era
toda una solemnidad. Todas las alumnas y el cuerpo de maestros nos con-
gregábamos en el patio. También asistían algunas mamás vocales e invita-
das. La directora tomaba el micrófono e iba mencionando los nombres de
las alumnas que debían pasar al frente y recibir, de sus propias manos, su
merecido premio. No recuerdo cuántas excelencias me fueron otorgadas,
pero aun conservo algunas.

Por otro lado, para mi mala suerte, de llevarla más o menos “bien” con
Magdalena toda la primaria, pasamos a ser enemigas a muerte los tres años
de secundaria. Yo vivía en la escuela una difícil situación todos los días.
Tiempo atrás, mis dos grandes amigas de la infancia habían sido Maribel
y Lilia, la del ballet. Esta última y yo éramos inseparables, pero teníamos
amigas del colegio en común con las que compartíamos juegos y bailes
desde pequeñas. Con una de ellas, cuyo nombre era Mayela, me burlé de
mi gran amiga Lilia. Más tardó en sonar la campana del recreo a que Li-
lia en enterara de esto. A partir de ese momento, se convirtió en mi peor
enemiga y se unió con Liz y su grupo para hacerme la vida imposible. Por
supuesto, Mayela negó haberle dicho a Lilia tal cosa, y ella misma andaba
de un lado para otro, a veces de mi parte y, la mayoría de las otras veces,
de parte de las enemigas.

Así que ahora tendría como enemigas a Liz, la niña superficial y mate-
rialista con la que compartí toda mi infancia, y a Magdalena, nada más ni
nada menos que las dos adolescentes más cínicas, inhumanas y despiada-
das de mi generación.

Existían muchas otras que, por temor, se habían unido al grupo de las
malévolas de la noche a la mañana. Entre ellas figuraba una llamada Laura,
quien me empezó a agredir todos los días insultándome y haciéndome ca-
ras de asco. Las demás se burlaban a mi alrededor. Yo me las arreglaba sola
para salir diariamente de tales aprietos; sabía que me merecía que Lilia
estuviera del lado de ellas, pero no me explicaba por qué la bomba había
explotado al grado de empezar a tener problemas con compañeras con las
que ni siquiera yo había entablado una amistad.
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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
En aquellos tiempos, la palabra bullying o acoso escolar no figuraba en
el diccionario ni en las mentes de los padres de familia o maestros, nadie le
prestaba atención ni le daban importancia a este tipo de situaciones.

Mi salón era el más conflictivo de todo el colegio. Estaba completa-


mente dividido en grupitos muy cerrados; habían enemigas entre grupo y
grupo; chismes, hipocresías, traiciones y envidias que se vivían a diario.
No existía la palabra solidaridad, pues cuando alguien cometía un error y
nos llamaban la atención a todo el grupo, en lugar de apoyar a esta alumna
o no decir una palabra, siempre aparecía la chismosa que quería quedar
bien con la maestra e iba a acusar a la que hubiera cometido la falta. Gra-
cias a esto, varias veces estuve sentada en la dirección frente al escritorio
de la madre directora, reportada por mala conducta y amenazada con ser
expulsada del colegio, pero la religiosa siempre me daba otra oportunidad.

Cierta mañana llegó corriendo hacia mi butaca una niña muy asustada.
Quería decirme que estaban planeando juntarse todas mis enemigas para
echarme pleito cuando yo estuviera sola. Me explicó que estaban juntando
a todas las alumnas del salón para ver si estaban de parte mía o de ellas y
que la mayoría habían respondido, por temor, que estaban de su parte. Me
dijo que esta vez me querían hacer llorar e hincarme y pedirles perdón de
todo lo que yo hubiera hecho o dicho que les hubiera ofendido. Finalmen-
te, agregó que yo no le caía nada mal ni le había hecho algo ofensivo, pero
que si le daban a escoger entre ponerse de mi lado o del lado de Magdale-
na, Liz y sus secuaces, las escogía a ellas un millón de veces antes que a
mí. Se fue corriendo de ahí tal y como había llegado.

De pronto, me di cuenta de que me había quedado sola en el salón y, en


ese instante, las observé entrar a todas en fila. Liz encabezaba la procesión,
no sé si porque estaba acostumbrada a ser la primera de la fila, por ser la
más baja de estatura, o por ser la líder del grupo. Entre ellas, también esta-
ban Lilia, Mayela y Laura. Yo veía que niñas y más niñas entraban al aula
y no terminaba la fila. Calculé más de veinte. Cuando acabaron de entrar,
me rodearon amenazadoramente, cerraron la puerta de un azotón y Liz
comenzó a reclamarme sobre algo malo que supuestamente yo había di-
cho de su hermana mayor; de ahí en adelante, todas empezaron a gritarme
palabrerías y a insultarme. Recuerdo que salí avante, que no derramé una
lágrima frente a ellas y que, a una por una, lele respondí como se debía.

Como su objetivo era verme humillada y no podían lograrlo -o al me-


nos yo no se los demostraba-, a partir de ese entonces, me hicieron la vida
imposible los tres años de secundaria. Confrontaciones como esa vivía
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HAMBRE
todos los días, me gritaban todo tipo de injurias en el patio de recreo; si es-
taba formada en la fila de la tienda, se metían frente a mí para molestarme
y sin necesidad de comprar absolutamente nada. Claro, todo esto lo hacían
ellas en bola, nadie se atrevía a enfrentarme a solas. Yo jamás fui una santa
paloma y me defendía y las agredía como podía, pero todo tiene un límite.

Una mañana que estaba afuera del salón porque Laura me había insulta-
do hablando de mi pelo y nos habían sacado de clase a las dos, le pregunté
cansada y harta a otra niña cruel y manipuladora que pertenecía al grupo
llamada Alma Rosa:

- ¿Qué pasa?, ¿por qué me odian?

Ella sonrió y me respondió:

- Yo sé por qué, pero no te lo voy a decir.

Y jamás me lo dijo. Nunca conocí la verdad.

De las últimas cosas que recuerdo, sucedió que un día discutí con Lilia
y ella me insultó fuertemente, así que le contesté que era una “cualquiera”
porque andaba muy pegadita con los hombres a su corta edad, además
de que los niños del Instituto Cumbres hablaban muy mal de ella y todas
sabíamos que tenía una pésima reputación. Entonces trató de golpearme,
yo me quité y me fui corriendo hacia la otra esquina. Me amenazó con que
me iba a poner una golpiza al día siguiente. Cabe mencionar que Lilia ya
era una tremenda mujerona alta y pesada, con manos gigantes, brusca y
fuerte como pocas.

Al día siguiente, llegué tiritando a la escuela y volteando para todos


lados en busca de Lilia. La situación a ratos me daba risa y también me
aterraba; temía que me saltara de algún escondrijo o que me fuera a tomar
por sorpresa, así que me metí de baño en baño y de salón en salón hasta
llegar a mi clase.

Todo su grupito de amigas me volteaba a ver, se reían y se secreteaban,


pero Lilia no aparecía por algún lado. Supe que estaba en la escuela porque
algunas compañeras me decían que la habían visto. A tal grado llegaba el
chisme, que hasta las mismas alumnas de todos los grados andaban tras de
mí para presenciar la paliza. Claro, yo no me iba a dejar golpear, haría mi
mejor esfuerzo por defenderme hasta el final.
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En el pizarrón del pasillo de tercero de secundaria había una caricatura
dibujada con gis blanco, donde estaba escrita la leyenda: “Lilia VS Elena,
la pelea del siglo”. La palabra Lilia estaba en letras grandes y Elena en
letras apenas distinguibles y el dibujo era de una campeona de lucha libre
con su máscara, gigante y monstruosa, cargando del cuello a una piltrafa
humana con la lengua de fuera y los ojos en blanco. No pude más que reír-
me del diseño que, por cierto, estaba muy bien hecho.

El día pasó y nada fuera de lo normal sucedió. Llegó la hora de la salida


y yo ya había perdido el temor. Me encontraba fuera de la escuela plati-
cando con una compañera de nombre Verónica cuando, de pronto, divisé a
Lilia ya muy cerca caminando directo hacia mí. Apenas si pude reaccionar
cuando ya la tenía en frente con la mano levantada a punto de soltarme una
tremenda bofetada. Traté de agacharme pero parecía demasiado tarde; me
cubrí como pude esperando el golpazo pero jamás sucedió. Cuando volteé
a verla, Verónica le tenía la mano sujetada con fuerza y le decía que se
tranquilizara, que esas no eran formas de arreglar las cosas. Me quedé bo-
quiabierta, pues pocas veces alguien se había metido a defenderme. Jamás
lo olvidaré.

Hace algunos años que me rencontré con Verónica. Le dije que jamás
olvidaría su ayuda y ella me respondió que jamás borraría de su memoria
aquel trancazo del que me salvó.

Después del suceso con Lilia, ya en tercer año de secundaria, decidí que
esa angustia y temor que sufría todos los días en la escuela no eran sanos,
así que le imploré a mi titular que hablara urgentemente con mi mamá para
decirle que necesitaba un cambio de escuela porque ya estaba muy cansada
de tanta tensión. Le dije que le inventara a mi madre que yo necesitaba
nuevos aires y nueva gente, pero que jamás le dijera que era por problemas
y acoso de las demás compañeras del salón en mi contra, pues no quería
preocuparla. Siempre sentí que mi madre batallaba ya lo suficiente como
para inquietarla con mis problemas personales “sin importancia”. Mi titu-
lar así lo hizo.

Mi maestra citó un día a mi madre y le expresó su sentir frente a mí.


Mi madre estuvo de acuerdo y me dijo que iría a otra escuela de monjas y
exclusivamente de mujeres. Yo salté de gusto y se lo mencioné a alguna
que otra compañera pidiéndoles que guardaran mi secreto.

A la semana siguiente, fuimos al Instituto Mexicano Regina por una


solicitud de admisión. Hablamos con la madre directora del colegio, me
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HAMBRE
pidió mis calificaciones y, al verlas, me dijo que entraba sin necesidad de
examen de ingreso. Este colegio tiene la fama de ser muy selectivo y de te-
ner una larga lista de espera para inscribirse, pero yo ingresé de inmediato.

Por esas fechas, casi a fin de curso, se llevaban a cabo concursos de


baile para alumnas de secundaria, dentro de la misma escuela y, tal como
lo mencioné, a mí siempre me había encantado bailar, inventar y montar
coreografías; así que reuní a un grupo de compañeras de otro salón y armé
un equipo de baile gigantesco, divido en tres canciones, con coreografías,
vestuario y escenografía distintas. Después de ensayar durante meses, lle-
gó el gran día del concurso.

Había varios jueces y toda la escuela estaba congregada en el patio


trasero. Comenzaron por los grupos de primer año de secundaria; continuó
segundo y, finalmente, nos tocó a las de tercero. Primero bailó el grupo
que había sido un misterio, pues se decía que las participantes habían con-
tratado a una coreógrafa profesional, pero el baile no fue tan sorprendente
como todas lo esperábamos. Después siguieron otros dos equipos y llegó
la hora de presentarnos.

Entramos a decorar con ladrillos de cartón, hechos con nuestras propias


manos, nuestra área de baile, simulando una gran ciudad. Tomamos nues-
tros lugares, con todas las ganas del mundo, y bailamos como nunca. No
hubo errores y nos aplaudieron mucho. También recuerdo haber escuchado
algunos chiflidos de burla que provenían del lado derecho del escenario.
Tras haber terminado divisé que, de aquel lado, estaban Lilia, Liz y sus
secuaces.

Después de nosotras, le tocó su turno a un grupo de cinco alumnas y lo


hicieron excelentemente bien, así que la contienda estaba muy clara, serían
ellas contra nosotras las que nos disputaríamos los primeros lugares.

Los jueces discutían y tomaban notas. Había mucha tensión, ruido, po-
rras y gritos en el patio. Yo cruzaba los dedos y rezaba porque ganáramos
el primer lugar. Por fin, el jurado se puso de acuerdo y uno de los integran-
tes tomó el micrófono y mencionó a las ganadoras del tercer lugar, uno de
los grupos de segundo de secundaria. Ellas pasaron por su reconocimiento
y se quedaron de pie detrás del jurado. A mi me daban cosquillas por todo
el cuerpo y todas las del grupo conteníamos la respiración. Se puso de pie
otro de los integrantes del jurado y tomó el micrófono diciendo:

- La contienda ha sido muy peleada. Estos primer y segundo lugares


estuvieron casi empatados porque no nos decidíamos por uno o por el otro.
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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
Ambos grupos estuvieron excelentemente bien coordinados y bailaron
asombrosamente, pero tiene que haber un ganador. El segundo lugar es
para el equipo de las tres coreografías…

Empezaron a aplaudirnos y pasamos por nuestro reconocimiento. Nos


abrazamos y felicitamos satisfechas por un segundo lugar bien peleado.
Para concluir mencionaron al primer lugar y las cinco niñas gritaron y
se abrazaron contentas. Pasaron por su reconocimiento y los tres equipos
ganadores recibimos un fuerte aplauso.

En ese momento, una alumna de primero de secundaria se me acercó y


me dijo, sarcásticamente, mostrándome un papel:

- Oye, Brooke Shields, dicen por allá que si me das tu autógrafo.

Escuché unas risotadas provenientes del lado derecho del patio y obser-
vé a todo el grupito de mis enemigas mirando la escena. Comprendí que
ellas habían enviado a la alumna de primero de secundaria para burlarse
de mí.

Tratando de parecer muy sonriente, le respondí:

- Diles a las que te mandaron que ahora no traigo pluma.

Cuando hice mi Espejo de Vida en la clínica de recuperación, plasmé


en una hoja que este tipo de actitud era característica mía. Explotaba mis
cualidades al máximo por estar orgullosa de ellas y esto traía como resul-
tado que la demás personas se molestaran y me criticaran por celos o en-
vidia. Aprovechaban alguna oportunidad de vulnerabilidad para dejarme
en ridículo frente a la gente que me importaba y yo caía, invariablemente,
como pez en la red. De ahí en adelante me reducía, me hacía de menos y
empezaba a actuar como ellos esperaban que actuara. Mi baja autoestima
se prestaba a este tipo de situaciones y había otro factor muy importante
que tenía un papel esencial en todo esto: mis deseos de complacer.

A pesar de haber estado segura siempre de mis capacidades, necesi-


taba mucho de la aceptación de los demás y tenía una sed insaciable por
“pertenecer”. Comúnmente esta situación es normal en los seres humanos
siempre y cuando sea equilibrada no vaya al extremo como en mi caso y
en muchos otros casos de personas que padecen trastornos alimenticios.

Existe un síntoma muy marcado que se conoce como la Enfermedad de


Complacer; esto está documentado y hay varios estudios serios que hablan
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HAMBRE
al respecto. Cuando actúas complaciendo a los demás, pones en riesgo tu
seguridad, tu amor propio y tu persona con tal de ser aceptada. Una vez
que lo logras, eres capaz de hacer cualquier cosa, por intolerable que pa-
rezca, para seguir perteneciendo. Por ejemplo, ser amable en exceso con
una persona que apenas si conoces y ofrecerle favores sin que ésta lo pida
o decir muchos halagos a los demás para “caerles bien”, son manifestacio-
nes claras de esta enfermedad; denigrarte a favor del otro, tolerar cualquier
situación aunque te aplasten, sacrificar tu propia estima para agradar, es
algo con lo que he tenido que luchar a lo largo de mi vida. Esto viene des-
de mis tiernos cinco años de edad, cuando por temor acepté y soporté por
primera vez ser abusada sexualmente por varios niños al mismo tiempo en
una tienda de campaña en la azotea de un edificio. A partir de entonces, me
volví condescendiente ante groserías, insultos, faltas de respeto y demás
situaciones desagradables fingiendo que nada me afectaba y que yo era
muy fuerte para superarlo. Es una gran coraza con la que procuras engañar
a quien te plazca, pero la realidad es otra.

Ese era, precisamente, el escudo que manejaba cuando mis compañe-


ras de clase me atacaban. Fingía que no me lastimaba en absoluto lo que
hacían o decían sobre mí y así se los demostraba pero, en el fondo, este
tipo de actitud me llenaba de angustia, miedo, inseguridad y rencor. Por
muy extraño que parezca, en el fondo, creía merecerlo. Era el precio justo
que debía pagar por ser poseedora de algunas cualidades que las otras no
tenían.

Las personas con trastornos alimenticios somos susceptibles, soporta-


mos un alto grado de dolor o degradación. Durante los tres años de la
secundaria sobrellevé toda clase de insultos y agresividad sin quejarme en
casa y no sólo eso, en la actualidad recuerdo muchas vivencias parecidas a
esta a lo largo de mi juventud y madurez

La primera vez que hablé de esto con mi terapeuta B, ella me dijo que
a la gente no le gusta mendigar ni que la hagan de menos y que yo, a pesar
de mi nobleza, tenía una actitud soberbia y altanera ante el mundo.

Casi llegado el día de la graduación, recibí una carta inesperada. Me ex-


trañó ver una letra conocida plasmada en tinta azul en una hoja doblada en
cuatro partes. Leí: “Para Elena de Laura”. Pensé que sería un dibujo lépero
sobre mí o una carta de despedida burlándose y llamándome cobarde en
nombre de todas las demás. Aunque me corroía la curiosidad por dentro,
no quise abrirla en ese momento, pues sentía la mirada inquieta de Laura a
mis espaldas en espera de que lo hiciera. Supuse que todas se empezarían
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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
a reír en cuanto empezara a leer la sarta de insolencias que imaginaba que
esta contendría.

En cuanto terminó la clase, salí disparada al baño y me encerré, cercio-


rándome de que nadie me siguiera. La abrí de un tirón y comencé a leer.
Mientras lo hacía, mi asombro iba aumentando a cada segundo. Laura me
había escrito esa carta, a escondidas de las otras, para disculparse conmigo
de todo el daño que me había ocasionado en esos años de la secundaria;
me decía que había sido una persona nefasta conmigo y que yo no me lo
merecía, que me deseaba lo mejor en el nuevo colegio, al que sabía que
era muy difícil ser aceptada por ser tan selectivo, pero que yo era muy
inteligente y capaz. Añadió que sentía mucho que me tuviera que ir de esa
escuela, en gran parte, por su culpa pero que me recordaría siempre con
cariño. Doblé la hoja y comencé a llorar.

A pesar de todo esto, seguí viendo a Lilia años después. Recuerdo que
la buscaba y la invitaba a mis fiestas y reuniones, pues aparece en todas
las fotos de mis cumpleaños, pero ¿cómo es que seguí frecuentando a esta
persona? Por azares del destino nos encontramos, muchos años después,
siendo compañeras de salón, una vez más, en el Diplomado para Escritores
de la Sociedad General de Escritores de México (SOGEM) y en los cursos
de actuación del maestro Emilio Caballero.

El círculo dio un giro y la historia se repetiría una vez más. Lilia se-
guía frecuentando a aquellas que habían sido mis enemigas de la secunda-
ria. Por medio de ella, me rencontré con su grupito y convivimos en una
cena para festejar que Mayela estaba en México. Sí, Mayela la traicionera,
quien llevaba años viviendo fuera de la ciudad, ¿puede haber algo más
ilógico? Fue una autoflagelación. Se me atragantaba la comida tan sólo de
observarlas y casi ni cruzamos palabra. Ellas me saludaron, como era de
esperarse, como si nada hubiera sucedido.

Aun no logro entender a las personas que me dicen que “ya ni se acuer-
dan” de las compañeras sádicas de la primaria y secundaria que las hicie-
ron sufrir durante años enteros. Me explican que eso ya pasó hace mucho
tiempo y que ya no viene al caso guardar rencores del pasado. Me pregun-
to si eso será cierto y yo seré la única que está mal, porque a mí me quedó
muy marcado el dolor infringido por estas alumnas a las que recuerdo a la
perfección y no puedo saludar “como si nada” en la calle.

Un buen día recibí por email unos mensajes nada agradables, prove-
nientes de un sitio de brujería en inglés. Al abrir el mensaje, apareció un

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HAMBRE
muñeco vudú desgarrado, con la cabeza colgando del lado y con alfile-
res enterrados por todo el cuerpo, ¡era espeluznante! El espantajo decía:
“Hola, soy Elena” (Traducción literal del inglés). De inmediato, mandé un
recado informando de esto a todos mis contactos. Horas después, reapa-
reció este correo de brujería con el mismo muñeco vudú, acompañado de
un mensaje mordaz en el que se leía: “Esto duele, ¿verdad?” (Traducción
literal del inglés). Entonces, me decidí buscar al autor de tales ataques lle-
nos de resentimiento y, para mi gran sorpresa, descubrí que la responsable
había sido Lilia. Le llamé para enfrentarla.

Su primera reacción fue negarlo. Ante la irrefutable evidencia, Lilia


argumentó, de mala gana, que solo “había sido una broma”, que yo me lo
tomaba muy en serio y que era una ridícula. Terminó alzándome la voz y
pidiéndome que no le volviera a marcar el teléfono. Una vez más, acabó
lastimándome y borrándome de su vida. Recordé entonces aquel dicho que
dice: “Si una persona te traiciona una vez, es su culpa; si te traiciona dos
veces, tú eres el culpable”.

En septiembre de 1986 entré a cursar primer año de preparatoria al Ins-


tituto Mexicano Regina, perteneciente a la Congregación de Jesús-María.
El primer día de clases, sentí la mirada de todas las que serían mis compa-
ñeras de generación. De haber podido me hubieran revisado los calzones.
A pesar de ello, también había compañeras de lo más amables que me
recibieron con los brazos abiertos. Empecé a llevarme con la primera que
se me puso en frente.

En una semana de clases ya sabía a la perfección quiénes eran las mata-


das, quiénes las inteligentes, las líderes, las rebeldes, las “tetas” o “nerds”
y hasta las golfas. El colegio me gustaba y rápidamente me incorporé al
equipo de básquetbol.

Para medir qué tan interesadas eran las alumnas, escribí un recado gi-
gantesco en el pizarrón que decía:

Cumpleaños de Elena Arreguín. Próximo viernes. Coctel en el


Bandasha. Favor de confirmar y pedirme boletos.
La mayoría de ellas llegaban en manadas corriendo a pedirme boletos.
Me entregaban listas interminables de gente que querían que pusiera en la
lista de entrada y hasta me preguntaban qué botellas tenía pensado dar de
tomar. Las restantes me pedían abochornadas uno ó dos boletos o ni siquie-
ra le habían puesto atención al recado.

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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
Un viernes, organicé una reunión en mi casa a la que invité a las que ha-
bían hecho caso omiso del recado y a las que me habían pedido uno ó dos
boletos. Pronto, me hice de un grupo de amigas y, al mes de haber ingre-
sado, ya estaba recibiendo una invitación a pasar unos días en el rancho de
una de mis compañeras. En esta escuela fui aceptada, era una más y parte
de ellas, sin que por ello no hubiera alguna que otra malévola y conflictiva,
como en todas partes. Curiosamente, era de muy baja estatura.

Mis tres años de preparatoria estuvieron llenos de aventuras;, fueron


fenomenales y divertidos; mágicos, plasmados de energía. Participé en
obras de teatro, en el coro y en cada taller que hubiera en el colegio; me
di a conocer, rápidamente, como la adolescente extrovertida, traviesa e
inquieta que era. Me integré al equipo de básquetbol y fuimos campeonas
endurante dos años consecutivos.

En segundo año viajamos al colegio hermano de Mérida a presentar


una obra de teatro y en tercer año obtuve el papel principal para la repre-
sentación de “El violinista en el tejado”. Comprendí, cabalmente, lo que
significa “el poder del aplauso”, del que tanto hablan los actores.

El colegio Regina me acogió, dejándome una enorme satisfacción e


imborrables recuerdos, y de ahí obtuve apoyo, cariño, aprobación e hice
amistades entrañables, para toda la vida, mismas que aún conservo y fre-
cuento.

El día en el que celebramos nuestra comida de graduación, no paré de


llorarsollozar y de abrazar a mis compañeras de generación, al son de los
mariachis. La noche de graduación, una amiga y yo repartimos “Los Osca-
res”, unos muñecos de plástico pintados de plateado por nosotras mismas,
para cada graduada, arrancando risas y aplausos de todas las familias ahí
presentes. Aquí viví una historia diametralmente opuesta a la pesadumbre
sufrida en la secundaria.

Salí encantada de esta, mi preparatoria, para ingresar en la carrera de


Ciencias de la Comunicación a la Universidad Anáhuac Norte y conocer a
nuevos compañeros. De inmediato me hice de un grupo de amigos. Escogí
a los compañeros raros, introvertidos, nerds o rebeldes, con sexualidad
indefinida, e hice mi grupo disfuncional de amistades.

Una vez en la carrera fue cuando empecé a darme cuenta de un fenó-


meno que aun me sucede muy a menudo; había personas desconocidas,
en su mayoría mujeres que, con el simple hecho de verme y escucharme,
me odiaban de inmediato y para siempre. Yo ni siquiera me daba cuenta
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HAMBRE
de esto. Cuando alguien me lo decía, esto me afectaba enormemente y
trataba de ser la más amable y graciosa con esas personas para lograr su
aprobación. Por supuesto, sólo lograba que me vieran como a una tonta,
se burlaran de mí y me criticaran negativamente aun más. Nuevamente
afloraría mi Enfermedad por Complacer.

Los años de mis estudios profesionales fueron, simplemente, maravi-


llosos. Empecé a laborar desde el primer semestre como freelance, en tra-
bajos pequeños, mismos que alternaba con mis estudios. Participé en todos
los talleres que existían, monté obras de teatro, coreografías, canté, escribí
historias, bailé, corrí por los pasillos, brinqué por cada esquina de los jar-
dines de la universidad, grabé programas de radio, soñé, reí a carcajadas,
amé apasionadamente y lloré a mares. Encanto; vigor sin límites.

El último año de la carrera, mis compañeros y yo decidimos lanzarnos


en campaña como planilla para competir por representar a la Sociedad de
Alumnos de la Escuela de Ciencias de la Comunicación. Nuestro nombre
era “La Planilla Negra Psicodélica”. Entre todos, creamos una idea muy
original llamada: “La creatividad de Comunicación se está muriendo, sal-
vémosla”. Con este slogan y sin un centavo para gastar, nos las arreglába-
mos para llamar la atención construyendo tumbas de unicel que montába-
mos alrededor de los pasillos de los salones para tirarnos en el piso sobre
estas, fingiendo que éramos la creatividad y que agonizábamos, mientras
regalábamos flores de cempaxúchitl. Algunas veces, nos vestíamos de ne-
gro porque estábamos de luto y otras, de colores psicodélicos, pantalones
acampanados y plataformas. Yo me alaciaba el cabello y me hacía una raya
en medio.

Los integrantes de la planilla verde, nuestros adversarios, eran los tí-


picos “fresas” que habían mandado grabar playeras con su slogan y lo-
gotipo, que contaban con el apoyo económico de sus papás, que llevaban
shows, conductores de radio y televisión, artistas y demás personajes de
los medios. Iban de salón en salón, perfectamente vestidos y combinados
de los mismos tonos de verde, regalando cachuchas y playeras y dando un
discurso elocuente y bien planeado, mientras nosotros nos presentábamos
cantando e improvisando letras graciosas.

El día del debate no se hizo esperar. Por primera vez en la historia de


las sociedades de alumnos, el auditorio estaba abarrotado de gente. Cuan-
do el mediador preguntó quién tenía preguntas para la planilla verde, se
levantaron dos manos; pero en el momento de mencionarnos, cientos de
brazos se alzaron para interrogarnos sin control. El tiempo transcurría y no
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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
cesábamos de responder todo tipo de cuestionamientos. Todos los alumnos
de la carrera, de los distintos semestres, estaban asombrados por nuestra
campaña, misma que representaba un gran cambio a lo que se hacía tradi-
cionalmente.

Llegó el esperado día de la votación. Mi amigo, el que fungiría como


Presidente y yo, como Vicepresidenta, reíamos recordando la insólita se-
mana de campaña y los buenos y divertidos momentos que habíamos pa-
sado juntos. Apenas entrada la noche, inició el momento del conteo de
los votos. Nosotros estábamos seguros de que íbamos a perder. Al abrirse
las urnas, el conteo comenzó con un voto para la planilla negra por nueve
para la verde. La Presidenta de dicha planilla estaba orgullosa de sí mis-
ma, hinchada como un pavorreal, pero algo inesperado sucedió minutos
después de que esto iniciara. De pronto, empezamos a escuchar que el
encargado pronunciaba la palabra “negra” una y otra vez; la Presidenta de
la planilla verde se acercó para cerciorarse de que el estudiante estuviera
viendo correctamente, ¡estaba sucediendo lo contrario!, ¡un voto verde por
nueve negros! Mi amigo y yo no lo podíamos creer y nos volteábamos a
ver asombrados.

Al final de la contienda, resultó que habíamos arrasado con nuestros


opositores, seríamos los representantes de la tan añorada Sociedad de
Alumnos de la Escuela de Ciencias de la Comunicación. Todos los in-
tegrantes nos abrazamos dando saltos y gritos de júbilo, mi amigo y yo
lloriqueamos, ¡era nuestro último año de carrera y lo haríamos en grande!

La Presidenta de la planilla verde salió frenética del salón exigiendo


que se volvieran a abrir las urnas al día siguiente, pero todo era en vano,
éramos los indiscutibles ganadores.

Fue un año de trabajo en equipo, de conseguir patrocinios, de ir y venir;


de enfrentamientos, de triunfos y alegrías; de mi primer horario de tiempo
completo en una oficina- donde descubrí que me deprimía estar sentada
frente a una computadora ocho horas al día-, a la par de el inicio de la ela-
boración de mi tesis profesional para titularme; un año sin descanso. Nos
enfocamos en impulsar el arte en la universidad y cada semana el director
de la carrera nos tenía, a mi amigo y a mí, de pie frente a su escritorio,
llamándonos la atención y cuestionándonos la razón por la cual habíamos
permitido que se exhibieran cuadros al óleo con desnudos en la sala de
exposiciones, o porque hubiéramos llevado a un cantante de rock, droga-
dicto, al auditorio.
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HAMBRE
Un año doloroso para todos, porque crecimos. Fue el último en el que
pudimos jugar mientras estábamos estudiando, para de ahí salir a la reali-
dad del mundo… ¡cómo duele crecer!

Más de diez años después de que saliéramos de la carrera, un estudian-


te de Ciencias de la Comunicación, de los primeros semestres, me dijo
que la “Planilla Negra Psicodélica” sería siempre recordada como la del
cambio, del reto, de la innovación. Que todos nos seguían mencionando
con orgullo. Lloré como una Magdalena, ¡juventud divina!

Como resultado de mi carácter sociable, acostumbraba juntar a todos


mis conocidos, tanto vecinos como amigas de la preparatoria, gente que
conocía en cualquier lugar y la metía en mi casa, compañeros de la uni-
versidad, de aquí y de allá, y me gustaba que entre ellos también fueron
amigos.

Desde pequeña tenía la convicción de que las personas eran buenas


por naturaleza, a pesar de alguno que otro golpazo que ya me había dado
la vida. A donde quiera que yo fuera, me acompañaban unos muñequitos
muy peculiares que saltaban alrededor de mi cabeza todo el tiempo. La
emoción, la aventura, la vitalidad y la alegría emanaban de mi persona
como un manantial sin límites.

El día de hoy, he cambiado radicalmente mi manera de pensar. No creo


que todas las personas sean buenas por naturaleza.

Historia de terror II - Golpe de suerte.


Narrada en una junta de AA durante mi internamiento.
Una noche, nos reunimos amigos de varias partes en casa de Juan, para
festejar el cumpleaños de otra de mis supuestas amigas, llamada Gabriela.
Todos los ahí presentes, éramos conocidos de mucho tiempo atrás. Juan y
José María pintaban cuadros y se las daban de muy cultos y conocedores
sobre el tema. Yo creía estar con mis mejores amigos, me sentía como en
casa.

Sonó el timbre de la puerta. Al abrirla, ingresó a la un grupo de ocho


mujeres desconocidas, feas como pocas.

- ¿Quiénes son esas arañas?- exclamé en voz alta.


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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
Nadie las conocía. Seguimos festejando otro rato. Fuimos a recoger
a otra amiga y volvimos. Cuando iba a entrar a la casa de nuevo, alguien
aventó la puerta en mis narices. Yo la pateé de regreso y noté un absoluto
silencio. Entonces me acerqué a saludar a unas personas que habían llega-
do, teniendo que pasar frente a José María. Este se me quedó viendo con
los ojos inyectados de rabia.

- ¿Te largas o te largo?- me preguntó agresivamente.

- ¿Qué te pasa?- pregunté sin poder creer lo que acababa de escuchar.

- ¿Te largas o te largo?- volvió a preguntarme con los ojos chispeando


fuego y el rostro desencajado.

- A ver, lárgame - le contesté retándolo.

En ese momento, él empezó a empujarme hacia afuera de la sala vio-


lentamente. Yo trataba de quitarle las manos de encima, pero él no paraba.
Una vez de pie en la puerta de entrada, alzó la mano y me soltó tremenda
bofetada en la cara. Yo me quedé inmóvil y lo miré asombrada. No en-
tendía nada. Después del golpe, una de las ocho desconocidas, quien era
su novia, brincó hacia mí para pegarme pero la mamá de Juan la detuvo.
Entonces comprendí todo lo que estaba sucediendo. Había ofendido a su
pareja, con la que llevaría andando no más de una semana, porque no la
conocíamos. Yo me tiré al suelo y empecé a llorar no tanto por el dolor fí-
sico del golpe, sino que me dolía el corazón de que mi amigo, mi hermano,
me hubiera pegado.

Estando presentes todos los otros “amigos” a los que yo había presen-
tado, hombres y mujeres, voltearon rápidamente a ver qué era lo que su-
cedía y continuaron sentados platicando. Fue una decepción escalofriante.
Absolutamente nadie hizo algo por impedir que José María me empujara y
me pegara. Me punzaba el alma ver que Juan no hacía algo por sacar a este
individuo fuera de sí de su casa o le pusiera una reprimenda. Las únicas
que hicieron algo fueron su madre y su hermana, quienes jamás volvieron
a dirigirle la palabra a José María.

Días antes de aquello, José María y yo habíamos ido a comer a un


restaurante para platicar de nuestros planes y la habíamos pasado de ma-
ravilla. Como él no llevaba dinero, yo pagué la cuenta. Lo consideraba
como a un hermano; nos teníamos toda la confianza el uno con el otro y
nos visitábamos frecuentemente.
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HAMBRE
Los que yo suponía que eran mis amistades de la universidad, tampoco
hicieron algo, ni en ese momento ni después. Todos siguieron yendo a las
exposiciones de pintura de José María, jamás le expresaron una sola pala-
bra de reproche o desacuerdo.

Gabriela, la del cumpleaños, se burlaba de mí a sus anchas cuando es-


tábamos en algún lugar público, con pretendientes y conocidos, sacando el
tema sarcásticamente y repitiendo, una y otra vez, a carcajadas, que un tipo
me había pegado en la cara. Yo le pedía que no lo hiciera porque me dolía
mucho recordarlo y que se abstuviera de tratar de dejarme en ridículo. Ella
fingía sorpresa e inocencia, y prometía no volverlo a hacer. Al día siguiente
sucedía, exactamente, lo mismo, pero no solo fue eso.

Gabriela era una persona en extremo egoísta, incapaz de hacer un co-


mentario positivo sobre mi persona o mis pertenencias. En cualquier dis-
cusión, acostumbraba darme la contra abiertamente frente a quien estuvie-
ra presente, tuviera yo la razón o no. Dos de sus novios me habían decla-
rado su atracción hacia mi pero yo, respetuosa hacia la que yo consideraba
como una de mis amigas, los había rechazado. Cuando una de mis com-
pañeras de la preparatoria empezó a tener una relación sentimental mi ex
novio- situación que me lastimó en extremo-, ella me platicaba que mi ex
novio estaba perdidamente enamorado de mi compañera y que eran muy
felices, con el afán de molestarme. Yo cambiaba el semblante de inmediato
y esto parecía fascinarle. Cientos de vivencias me indicaban, día tras día,
la clase de persona que era Gabriela, pero yo me negaba a ver la realidad.

En varias ocasiones en las que salimos a bailar a discos o bares, ella se


ponía de acuerdo con el pretendiente que nos llevaría de regreso a nuestras
casas, a escondidas, para que la dejara primero a ella, sin importarle que
a mí me fueran a regañar a sabiendas de que yo tenía un estricto horario
de llegada y ella no. Cuando yo peleaba en el trayecto al darme cuenta de
esto, ella argumentaba que estaba muy cansada. Invariablemente, me toca-
ba una tunda a mi llegada por los caprichos de Gabriela.

Súbitamente anunció que se casaba con un hombre divorciado “para


que la mantuviera”, pero que no lo quería en absoluto. Cada que hablá-
bamos por teléfono, se la pasaba criticando a su esposo horas enteras, ex-
presando que era un neurótico perfeccionista que agarraba a patadas las
maletas cuando viajaban si las abría y le faltaba algo en su equipaje; que ni
siquiera servía para mantenerla, pues tenía que trabajar ella también; que
era una patata en la cama y que le daba asco el olor “a cabeza sudada” que
dejaba impregnado en las almohadas. Yo le repetía, una y otra vez, que
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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
esas eran las consecuencias de haberse casado por interés y que hubiera
sido mejor no haber contraído matrimonio con esa persona, a lo que ella,
infaliblemente, reconocía: “No, no, no, prefiero que digan que soy divor-
ciada, a quedada”.

Sinceramente, me daba risa pensar que no le había salido su plan de que


“la mantuvieran”.

Años después de soportar sus bromas de pésimo gusto, me atreví a


enfrentarla. Gabriela dio una excusa, por lo demás, increíble. Dijo que ella
creía que no me molestaba hablar acerca del golpe que me habían atestado
en la cara frente a otros. Cuando le aclaré que su excusa era de lo más in-
coherente y que ella sabía a la perfección lo lastimada que yo estaba, de in-
mediato se escabulló, metió la cabeza al suelo cual avestruz y desapareció
de mi vista, como todo cobarde lo hace. Gabriela es de muy baja estatura.

Como yo creía ser la amiga perfecta, esperaba recibir lo mismo por


parte de todos, mas nunca estaba conforme con la reciprocidad. Yo me
entregaba por completo y ellos me habían traicionado.

Con esta profunda herida viví diez años. Una vez más no me explico
por qué toleré el seguir frecuentando a mis “amigas” de la universidad.
Cada que las veía, me daba rabia recordar que ninguna de ellas se había
atrevido a defenderme y que habían seguido en contacto con el agresor.
Cuando les reclamaba algo, me contestaban que no se acordaban bien de
lo sucedido aquella noche. Desde entonces sé que la gente es muy “selec-
tiva”, sólo se acuerda de lo que le conviene.

A este incidente yo le llamo el “golpe de suerte”, ya que estoy segura


de que de no haber sido por esa cachetada, jamás habría podido abrir los
ojos y ver la realidad de las personas enfermizas y egoístas que me ro-
deaban. El cuento de hadas de que mis amigos “darían la vida por mí” en
todo momento al igual que yo lo haría por ellos, se esfumó de mi mente.
Mi necedad y aprehensión me hubieran cegado para siempre y seguiría
frecuentando a este tipo de personas. El ciclo jamás se hubiera cerrado.

FIN.
Un día, después de haber narrado en la junta de AA esta historia, mi
terapeuta C preguntó en la terapia de grupo:

- A ver, a ver, ¿quién es más pendejo?, ¿el que dijo que los amigos eran
perfectos o el que le creyó?

- 124 -
HAMBRE

Adrenalina pura a
flor de piel.

E sa mañana, Maribel y yo estábamos jugando en el sube y baja cuando


sentimos hambre. Fuimos a buscar pastelitos con chocolate y comida
chatarra a su casa, pero no había alguien que nos abriera la puerta, así que
decidimos ir a la tienda de enfrente. No traíamos dinero y yo lo sabía. Sien-
do la mayor de las dos, contaba con que Maribel confiaría en mí al cien por
ciento y haría lo que yo le dijera.

Entramos en la tienda y yo agarré pastelitos de chocolate, unas papas y


un refresco. Le entregué la mayor parte de la mercancía a Maribel y, cuan-
do estábamos llegando a la salida, le susurré en el oído: “Guárdate todo
en el suéter igual que yo. Vamos a salirnos sin pagar”. Maribel me volteó
a ver con los ojos muy abiertos y se puso muy nerviosa, pero no le quedo
más remedio que obedecerme, pues la salida ya estaba a unos cuantos pa-
sos de ahí. Ella me siguió hasta alcanzarme. Pasamos frente al policía y
las dos salimos muy campantes caminando con nuestra mercancía robada.
Una vez afuera, nos echamos a correr carcajeándonos y nos tiramos en el
pasto a comernos todo.

A mí me había encantado la sensación de temor que me causaba la posi-


bilidad de ser descubierta; era una emoción muy peculiar. Corría la sangre
rápidamente por mis venas con el solo hecho de imaginar que me fueran a
descubrir robando algo. Era adrenalina pura.

Las dos guardamos silencio por un tiempo tiradas boca arriba sobre el
pasto, con las barrigas llenas y los corazones contentos. Todavía no había
mucho pavimento por esos lugares y corríamos a nuestras anchas por los
terrenos enormes cubiertos de pasto y vainas jugositas que cortábamos
para comernos el líquido que, según nosotras, era súper nutritivo. Las
- 125 -
ELENA B. ARREGUIN OSUNA
plantas estaban repletas de catarinas, mariposas y otros insectos que revo-
loteaban por la hierba y había mucha tierra y lodo para construir castillos
y ciudades enteras.

También comíamos las manzanitas diminutas de unos árboles que ro-


deaban la zona y contábamos que todo era cuestión de suerte, pues había
algunas manzanitas venenosas que ya habían matado a varios niños. In-
ventábamos todo tipo de historias al respecto y nos regocijábamos asus-
tando a otros niños que nos escuchaban. En el fondo, nosotras también
creíamos en las manzanitas venenosas.

- ¿Te gustó lo de hoy?- le pregunté a Maribel.

- ¿Qué de hoy?- respondió fingiendo que no sabía de qué estaba ha-


blando.

- No te hagas - respondí-. Lo de robarnos cosas del supermercado.

- No, no me gustó. Eso está mal y tú ya lo sabes. Es pecado mortal. No


te voy a acusar con mis papás pero yo no lo quiero volver a hacer.

- ¡Ay!, ¡qué chillona! Está bien- respondí-. La siguiente vez que me


robe algo lo voy a compartir con Jazmín y a ti no te voy a dar nada y ya.

Maribel se quedó pensativa, por un momento, y respondió arrepentida.

- Bueno, mejor sí robo con ustedes.

Años más tarde, cuando ella tenía diez y yo once años de edad, nos
fuimos a escondidas al cine a ver “El Exorcista”. Nos fascinaba sentir ese
temor al riesgo, a ser descubiertas, a estar en conflicto. Ella escapó del
cine a tiempo y a mí me cacharon, sometiéndome un duro castigo por mi
desobediencia.

Justo a las dos semanas de haber estado en la clínica, se empezaron a


escuchar rumores por los pasillos acerca de un virus que estaba infectando
rápidamente a los pacientes. Todos estábamos asustados. A los pocos días,
empezaron a aislar a los compañeros que parecieran estar contagiados,
entre ellos, a Dora. De inmediato, me mandaron llamar a la coordinación
de la clínica.

-Buenos días- expresó Michelle con su tono de voz monótono-.


¿Cómo te has sentido?
- 126 -
HAMBRE
Pensé, rápidamente, en qué era lo que yo había hecho mal para que
tuvieran a todo el equipo presente aguardando en la sala de juntas.

- Bien- respondí secamente.

- Toma asiento- continuó ella-. Estamos muy contentos y orgullosos de


tenerte en esta clínica. Como sabrás, hay un virus dentro de la clínica y nos
tiene muy preocupados tu condición de embarazada.

Mientras ella hablaba, todos los demás pacientes guardaban un silencio


reverencial y apenas si me miraban a los ojos. Se encontraban ahí presen-
tes mi terapeuta C, otros dos terapeutas, varios técnicos, coordinadores y la
encargada de recibir, ingresar y dar de baja a los internos. Por un destello
de tiempo, pasó por mi cabeza la idea de que me iba a correr de ahí.

-Así que nos hemos reunido todos para discutir tu situación en parti-
cular y hemos decidido que te debes ir de la clínica lo antes posible, hoy
mismo. Quiero que empaques tus cosas y tomes el primer vuelo de regreso
a México. Aquí están horarios de vuelos- me extendió un papel-, puedes
tomar un teléfono de las cabinas y reservar tu boleto.

Sentí cómo un balde de agua helada cayó sobre mi coronilla y me puse


tiesa del asombro. Busqué la mirada de todos los ahí presentes para encon-
trar apoyo, pero todos agachaban la cabeza.

-Pero, ¿cómo?- solté de golpe- Eso no puede suceder. Nos ha costado


una fortuna y un gran esfuerzo, a mi marido y a mí, el haberme venido a
internar hasta acá. Estoy decidida a continuar con mi tratamiento hasta el
final, pero no me pueden recortar de esta manera.

- A ver- me interrumpió la directora-. No te vamos a poner en riesgo


aquí, ¿entiendes? Tu embarazo es lo que más nos importa; ¿entiendes? Es
un tesoro valioso que no podemos arriesgar y tu mejor opción es irte de
regreso a tu casa hasta que todo esto esté controlado.

Advertí cabezas que asentían tímidamente. Miré a mi terapeuta C, di-


rectamente a los ojos, esperando a que me defendiera. Ella me sonrió, pero
no articuló una sola palabra. Me sentí acorralada y obligada a tomar una
decisión que yo no quería tomar.

-Y el costo de los boletos de avión, ¿me los va a cubrir la clínica? Yo


no tengo dinero para comprar otros dos boletos más de ida y vuelta- cues-
tioné.
- 127 -
ELENA B. ARREGUIN OSUNA
- No,- se apuró en contestar Michelle- los tendrás que pagar tú.

Por primera vez, intervino la más esperada, mi terapeuta C, más no


precisamente para apoyarme.

-Ya ves que estás becada, ¿no? Ya no podemos hacer más por ti.

- ¿Becada?- solté sorprendida-. Claro, pagué treinta mil pesos por mi


internamiento, poca cosa. Casi me sacan de la clínica el primer día porque
no había pasado el depósito, y ahora resulta que tengo que pagar ¡cuatro
boletos de avión en lugar de dos!

- No hay opción-indicó la directora-. Te vas hoy mismo. Llámame para


ver qué ha sucedido con el virus. Si puedes regresar pronto, bienvenida.

Todos se pusieron de pie, esperaron a que yo lo hiciera, y salimos del


recinto. Yo estaba aturdida, decepcionada, furiosa. Era un viernes.

Le llamé a mi esposo, por segunda vez, desde que me había internado.


El me resolvió todo. Empaqué mis cosas y me llevaron al aeropuerto. Sentí
que me habían cortado las alas de raíz. Hablé con Michelle el fin de se-
mana para ver cómo seguía lo del virus en la clínica. Todo había sido una
exageración funesta.

Al lunes siguiente, estaba de regreso en la clínica. Dora y Karine me


esperaban sentadas en el piso. Cuando me vieron llegar, me dieron un gran
abrazo.

Un francés que estaba interno, me dijo que eso que me habían hecho
era un atropello de lo más vil; que la clínica se debió de hacer responsable,
desde un inicio, de mi estancia y que era su obligación haber cubierto los
gastos derivados de mi regreso porque el virus estaba dentro de las ins-
talaciones. Que ellos tenían un seguro que cubría estas situaciones y que
eran unos sinvergüenzas que no se comprometían con los pacientes, que
se aprovechaban de ellos y que lo que en realidad les preocupaba, era que
yo les fuera a poner una demanda si me llegaba a contagiar del virus y esto
llegaba a afectar al producto de mi embarazo. Me explicó cómo me habían
manipulado de lo lindo para que me “tragara” eso de que lo más valiosos
era mi bebé.

Una vez de regreso en casa, retomé el asunto y envié varias cartas exi-
giendo al dueño de la clínica el rembolso de mis boletos de avión. Jamás
sucedió y le di carpetazo al asunto.
- 128 -
HAMBRE
Esa mañana en la clínica de recuperación nos dieron la noticia de que
se unía a nuestro grupo una nueva compañera bulímica. Se llamaba Rita
y tenía diecisiete años. Volví a preguntarme porqué yo había tenido que
esperar hasta veinte años después para decidir tratarme. Quizás en mi ado-
lescencia, recién surgida la enfermedad, hubiera sido mucho más sencillo
rehabilitarme.

Rita era una chava guapa y delgada, pero brusca e irrespetuosa. Para
ella no existía autoridad alguna en su espacio. A todas nos sorprendió, con
el paso de las horas, verla rompiendo las reglas una y otra vez sin pena ni
cautela y, lo más sorprendente, sin alguien que le llamara la atención. A mí
me dio mucho coraje, pues siendo una mujer deportista y activa, me habían
prohibido ir a caminar en ayunas por las mañanas hasta que no tuvieran
listos los resultados de mis análisis, mismos que llevaba una semana es-
perando.

Esto era una forma que utilizaba Fanny, la nutrióloga, para demostrar
su autoridad, pues ¿qué demonios podría sucederme yendo a caminar me-
dia hora todos los días? Como nunca me han gustado las imposiciones ab-
surdas, la había desobedecido desde el primer día y ésta me había castiga-
do prohibiéndome ir a caminar al día siguiente argumentando que “temía
por mi embarazo”.

Estas caminatas en punto de las seis de la mañana ¡eran algo maravi-


lloso! Todos las valorábamos mucho; presenciábamos el cielo pintado de
colores cuando estaba amaneciendo y nos cargábamos de energía pura en
conjunto con la naturaleza.

Fanny tenía treinta años y era una mujer de carácter, pero había en ella
cierta amargura que reflejaba por completo porque se le estaba yendo la
edad casadera y aún no encontraba algún prospecto con quien contraer
nupcias. Todas las demás nos burlábamos de esto en secreto. Las otras
dos nutriólogas eran más jóvenes y menos estrictas: Sara y Marcia. Entre
Fanny y estas dos nos cuidaban, nos enseñaban recetas, nos guiaban en la
alimentación e impartían talleres sobre nutrición, propiedades y efectos de
la comida. Lo irónico era que dejaban a una sola por turno para todas las
pacientes.

Dora y yo nos divertíamos y planeábamos maneras de irnos a escondi-


das a vomitar sin que se dieran cuenta, algo que hubiera sido posible llevar
a cabo si no hubiéramos estado conscientes de la razón de nuestro interna-
miento. Jamás me induje el vómito durante mi estancia en la clínica.

- 129 -
ELENA B. ARREGUIN OSUNA
Aquella mañana, tan pronto nos sentamos a desayunar, empecé a en-
trevistar a Rita sobre su bulimia. Todas escuchábamos entretenidas, pues
más o menos sabíamos las historias de las demás y nos intrigaba conocer
a alguien nuevo. Karine no había ingerido un mordisco de comida el pri-
mer día y a todo le ponía cara de asco; Alexia tardaba años en terminar de
masticar un bocado; Bárbara, siempre desganada y triste, sin bañarse ni
arreglarse durante semanas, comía también con lentitud; Marina obser-
vaba cuidadosamente los platillos que le ponían sobre la mesa y tardaba
muchísimo tiempo en decidirse a empezar a comer. Cuando al fin lo ha-
cía, era para ella un martirio que la hacía temblar; Dora temblaba para
no devorarse lo que le servían y yo trataba de comer lo más lento posible
para demorar siquiera media hora. El tema de conversación de todas las
comidas era el mismo: el vómito. Nos mofábamos recordando anécdotas
de este tipo y los malabares que habíamos tenido que hacer para conseguir
sacarnos lo engullido a toda costa.

Supe que Bárbara vomitaba de cinco a ocho veces al día a diario; Dora,
además de comer compulsivamente las veinticuatro horas, también era bu-
límica y se inducía el vómito varias veces en un solo día pero podía dejar
de hacerlo durante meses. Decía que se podía comer una pizza grande y
un litro de Coca Cola en dos minutos. Por supuesto que todas le creíamos.
Alexia y Dalia habían llegado a la clínica agarrándose de las paredes para
no desfallecer por debilidad. Alexia, en los últimos diez meses antes de
internarse en la clínica, comía un pan tostado con queso panela y agua en
todo el día, aunque argumentaba que el agua “la empanzonaba”; Marina ya
había tenido un colapso nervioso en esa misma institución, habían creído
que le había dado un infarto y la habían hospitalizado. Era la segunda oca-
sión que estaba internada por noventa días. Aunado a todo esto, Marina,
Dalia y Alexia también eran vigoréxicas. Ahora le tocaba a esta nueva
integrante relatarnos sus experiencias.

-Rita-, le pregunté- ¿cuánto tiempo llevas vomitando?

- Desde los catorce años- contestó muy quitada de la pena-. He vomita-


do como mil veces desde entonces, de diez a quince veces al día.

-¡No manches!, ¿diez a quince veces todos los días?- pregunté sorpren-
dida.

- Sí,- respondió mirándome con su gran sonrisa- ¿por qué?, ¿es mucho?

- Híjole, pues ya no sé porque aquí he escuchado historias de terror,


pero no tan gruesas.
- 130 -
HAMBRE
- ¿Y tú?, ¿cuántas veces vomitas al día?

- Máximo unas tres y no todos los días. Soy más pausada. Pueden pasar
semanas, meses o quizás años y vuelvo a retomar la manía de devolver el
estómago. Tal vez sea por eso que yo no tengo secuelas físicas del abuso
de este método. No tengo ni el esmalte de los dientes gastado, ni las uñas
amarillas, ni el esófago quemado ni nada de eso.

- ¡Uuuy!,- me dijo mientras picaba el huevo revuelto, tomaba un sorbo


de su vaso con leche, mordía una pieza de pan dulce, bebía jugo de naranja
y le hacía gestos asquerosos a la papaya; todo a la vez y a una velocidad
espeluznante- déjenme contarles lo que me pasó una vez en un restaurante
de esos de bufete de “sírvase las veces que quiera”-. Resulta que llegué
sola y empecé a servirme en tres o cuatro platos todo lo que había de co-
mer: sopas, pastas, guisados, ensaladas, postres y, cada veinte minutos de
tragar sin descanso, iba al baño, guacareaba ruidosamente todo, y volvía a
servirme mis cuatro platos de comida. El gerente solo me veía muy serio.

- Oye- interrumpí-. ¿A poco te ponías a vomitar haciendo ruidos y todo?

- ¡Ay, claro!- respondió con una desfachatez que llamaba la atención.

- Yo jamás fui descubierta – le dije- porque aprendí, con la práctica,


a no hacer ni el menor ruido. Para que no descubrieran que tenía los pies
volteados delante del excusado me esperaba a que todas las personas que
estaban en el baño se salieran de ahí.

- No, a mí eso me valía- me interrumpió masticando-. Siempre vomito


con ruidos y todo. Bueno, les sigo contando. Pasada una hora, una de las
meseras se me acercó muy silenciosa.

- Señorita- me dijo-, ese muchacho que está allá sentado quiere saber su
teléfono, pero no se atreve a pedírselo.

Yo volteé a ver al galán y me pareció bastante atractivo. Le reclamé a


la mesera por la falta de agallas del tipo pero cedí y le dicté mi número
telefónico; ella lo apuntó en una libretita y se retiró. Observé que se acercó
a él y éste se marchó. Pensé que me invitaría a salir esa misma noche, pero
¡cuál fue mi sorpresa que, a los cinco minutos, llegó mi mamá y se paró
frente a mí histérica! Entendí que todo había sido un truco para llamar a
mi casa. Le pegué de gritos a mi mamá y la corrí del lugar. Mi madre, muy
enojada, se marchó después de haberme puesto una friega en frente de
- 131 -
ELENA B. ARREGUIN OSUNA
todos los que estaban en el restaurante. En cuanto ella se fue, el gerente se
acercó a mi mesa.

- Señorita, le pido que se vaya de aquí. Usted está muy enferma.

Yo me puse de pie y me largué. Toda la gente me observaba. Jamás


he regresado al lugar.
Mientras narraba su experiencia, Rita no dejó de comer un solo instan-
te. De vez en cuando, escupía pedazos de comida en el plato sin importarle
un bledo. Terminó con los tres platillos y los empujó, toscamente, fuera de
su alcance. Lo que todas nosotras estábamos presenciando era un típico
atracón, tan conocido en nuestras vidas, pero lo que era increíble era que
lo hiciera en las narices de la nutrióloga en turno y que ésta no le llamara
la atención. Yo estaba sobresaltada por su manera desordenada de comer.
Todas nos volteábamos a ver incrédulas ante tal espectáculo.

- Coman -nos decía Sara la nutrióloga- y platiquen menos, que si en


cuarenta y cinco minutos no terminan, ya saben lo que pasa.

- ¿Qué es lo que pasa?- preguntó Rita introduciendo la uña de su dedo


pulgar entre los dientes para quitarse los restos de comida.

- A la que no termine a tiempo, se le darán de tomar dos complementos


alimenticios y, en caso de que tampoco se los tome, se le introducirá la
sonda nasogástrica…

- ¿Qué es esa jalada de sonda nasogástrica?, a mí no me pueden hacer


nada que yo no quiera- agregó alterada.

- No es que quieras o no- respondió Dora-. Tú firmaste al entrar aquí


que autorizabas a los empleados de esta institución a hacerlo.

- ¡Pues son unos gandayas!- gritó furiosa-. Con razón no te dejan leer
con calma y no te dan copia del papelucho ese, ¿verdad?- preguntó vol-
teando a ver a Sara.

- Por eso estuve a punto de no firmarlo- le contesté metiéndome en la


conversación.

Sara se encogió de hombros y contestó intentando controlar su sorpre-


sa.

- A ver, a ver, aquí se está para obedecer y así son las reglas…
- 132 -
HAMBRE
-¡Reglas mis pantalones!- interrumpió Rita- ¿A quién se le ocurre poner
esa medida tan ridícula? Además, no creo ni siquiera que jamás lo hayan
hecho, es sólo para tenernos asustadas. Aquí parece una cárcel…

- ¡Rita!- interrumpió Sara y ella no volvió a abrir la boca.

Nos volteó a ver muy conchuda y risueña. Todas nos aguantamos la


risa. Yo gozaba de lo lindo la manera en que Rita cuestionaba a las nutrió-
logas, pues yo tampoco estaba de acuerdo en muchas cosas que ahí toma-
ban como obligación. No solo yo lo disfrutaba, sino que todas sonreíamos
y nos volteábamos a ver. Me gustaba la forma de ser de Rita, pero estaba
segura de que no tardarían mucho en ponerla en su lugar de manera tajante
tal y como lo habían hecho conmigo así que, mientras durara la diversión,
¡a divertirnos!

Por otro lado, yo estaba intrigada por saber si las personas con desór-
denes alimenticios tenían la tendencia a robar, al igual que yo, y también
habían sido víctimas de abuso sexual en su infancia. Mi terapeuta C me
había explicado que me gustaba robar porque al haber sido mi sexuali-
dad descoyuntada a tan temprana edad, estaba acostumbrada a vivir con la
adrenalina a flor de piel y robar era un acto fascinante para las bulímicas.

Saqué el tema a la hora de la cena aprovechando la soltura que se había


generado horas antes.

- Oigan, tengo que confesarles algo que no se si a ustedes también les


pasa- dije en voz baja para intrigar a las demás. Todas se me acercaron para
escuchar mejor-. Resulta que, desde pequeña, como que me gusta agarrar
las cosas ajenas y es una maña que no me puedo quitar hasta la fecha.
Aunque sea la peor mugre de una tienda y cueste dos centavos, tengo que
robármela a como de lugar. Cada que voy al súper tengo que terminar to-
mándome adentro un bote con agua, comiéndome un chocolate o cualquier
cosa para no pagarla…

- ¡Yo también!- gritó de inmediato Dora animada y sintiéndose


desinhibida al respecto- Me fascina tragarme todo lo que encuentro
en el súper y no pagar nada.
Todas nos reímos y yo sentí un gran alivio. Sara nos veía
sorprendida.
-¡Ah, qué barbaridad!- exclamó- Dejen que las cachen un día para que
acaben en la cárcel.
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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
- Mientras más descarada seas, menos te agarran- continué-. Solo me
han descubierto una vez en mi vida y estuvo de la patada. Iba con una
amiga y con mi mamá a El Palacio de Hierro por ropa. Mi madre se fue
por su lado y me dijo que escogiera las prendas que necesitaba y que nos
encontráramos en media hora en la caja, para pagarlas. Yo empecé a lucir-
me con mi amiga y agarré un top negro con encajes que estaba de moda
en ese entonces, se lo modelé y le dije que no me costaría un peso. De
un golpe lo metí en mi bolsa de mano. Por cierto, era el más feo y barato
de la tienda. El chiste era robar por robar. Después, recorrimos el resto
de la tienda mientras me medía más ropa y todas las dependientas se me
quedaban viendo intrigadas y se secreteaban entre sí; yo no me imaginaba
porqué razón se comportaban de esa forma tan extraña.

Luego de escoger una que otra blusa, miré mi reloj y me supuse que mi
mamá estaría ya esperándonos en el primer piso. Fuimos a encontrarla y
ella pagó la ropa que yo había escogido pero, a la hora de salir, dos indivi-
duos de seguridad hicieron sonar la alarma antirrobo. Mi amiga empezó a
temblar y se puso aun más pálida de lo que ya era. Mi madre preguntaba
qué era lo que sucedía. Entonces, uno de los elementos de seguridad me
dijo que me tendrían que revisar la bolsa de mano y yo le dije que no iba a
ser posible porque traía cosas íntimas y personales adentro. El me dijo que
no me quedaba de otra y que lo revisaría una mujer para mi tranquilidad.
Miré rápidamente a mi alrededor buscando una vía de escape y encontré
un pasillo que iba directo a los baños.

Súbitamente, corrí a toda prisa, entré en un baño, me encerré en uno


de los cubículos, saqué el horrible top de mi bolsa y, en el momento de
querer echarlo a la basura, una tipa estaba trepada en la puerta diciéndome
que saliera de ahí en ese instante. Me agarraron por los dos brazos como
vil delincuente entre dos elementos de seguridad y me llevaron al sótano.

Tuve que explicarle todo a mi madre, quien aun estaba consternada


y molesta. Me tomaron las huellas digitales, me tomaron una foto y me
hicieron firmar un documento. Mi madre tuvo que pagar el doble del pre-
cio de la espantosa prenda sin que nos la entregaran para que nos dejaran
libres.

Cuando salimos, mi mamá venía llorando y preguntándome porqué ha-


cía eso. Yo no supe responder. Me sentí fatal. Tenía como veinte años.

Todas me miraron en silencio, asombradas,como platos sin saber qué


decirme. Segundos después, intervino otra compañera.
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HAMBRE
- A mí ya me cacharon robándome un día unos casetes en una tienda-
dijo Karine-. Ibamos mi prima y yo y, la muy mensa, se escondió unas
cintas en la chamarra y yo otras en los pantalones pero nos vieron. A la
hora de salir, ¡que nos agarra un policía y nos regresa! Les hablaron a
nuestros papás y todo el show… ¡estuvo grueso! Tuvieron que pagar todo
y nos castigaron.

- Eso me daría terror- Bárbara, milagrosamente, tomó la palabra- . Yo


me he robado cositas de los cuartos de mis compañeros, porque vivo in-
ternada en la universidad, pero si se dieran cuenta ¡me moriría de la pena!

- ¿Y tú, Marina?- interrumpí preguntando-, ¿no tienes esas mañas?

- Yo no, gracias a Dios- contestó sonriendo- Esas manías son muy ma-
las.

- Entonces eres la excepción que confirma la regla- continué. Casi todas


las de trastornos alimenticios somos ratas…

- ¡Eso no ha sido nada!- exclamó Rita como si estuviese esperando su


turno para ser la última en hablar y darnos una versión espectacular sobre
el tema-. A mí me cacharon en una tienda en San Antonio, Texas. Me fui a
casa de un tío en unas vacaciones y nos fuimos de shopping un día, él por
su lado con sus hijos y yo por el mío. En una tienda de cositas para el pelo
como moñitos, diademas, mascadas, broches y ese tipo de artículos, me
embolsé unos lip sticks que estaban a la entrada y me hice la loca un rato. A
la hora de salir, sonó la alarma y un policía me agarró y me empezó a decir
el rollo de: “You have the right to remain silenced”… y casi se me bajan
los chones. Por ser menor de edad, le llamaron a mi tío y me tuvieron presa
veinticuatro horas hasta que él llegó a sacarme de ahí… ¡estuvo gacho!

Todas nos quedamos con la boca abierta. Esta chava, a sus diecisiete
años, ya había vivido experiencias tan fuertes al grado de llegar a estar
presa en la cárcel.

Aunque yo había estado a punto de acabar también en la correccional


empecé a darme cuenta, en primer lugar, de que era comprendida en mi
padecer y en segundo que mi grado de bulimia jamás me había llevado a
tales extremos. Quizás no estaba yo tan mal como pensaba o había corrido
con mucha suerte, con la gran diferencia de que éstas adolescentes lle-
vaban pocos años de ser bulímicas y anoréxicas a niveles muy graves de
enfermedad y yo llevaba veinte largos años de bulimia “moderada”… Mi
interrogante siempre fue, ¿quién estaría peor, ellas o yo?
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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
- Oigan-, continué preguntándoles -. También quiero saber si fueron
agredidas de acoso sexual cuando eran niñas y si esto es una característica
de gente con trastornos alimenticios. Asombrosamente, todas reconocie-
ron haber sufrido de abuso sexual infantil, excepto Marina.

En el comedor había una barra con comida para refrigerios o snacks


para los demás internos, misma que se hallaba siempre custodiada por al-
guien de la cocina. Los empleados sabían, perfectamente bien, cuálesquié-
nes éramos las pacientes de trastornos alimenticios. Les tenían estricta-
mente prohibido que nos acercáramos ahí, que les pidiéramos azúcar baja
en calorías u otros productos típicos de nuestra dieta. No podían darnos ni
agua para beber.

Esa tarde Fanny nos llevó a la cocina para enseñarnos a preparar tor-
tillas de maíz, empezando desde hacer la masa. Dora y yo nos queríamos
comer una tortilla. En cuanto Fanny se descuidaba, empezábamos a aven-
tar tortillas hacia las mesas del comedor y se escuchaban los ruidos que
provocaban al caer por todas partes. Entonces Fanny volteaba a vernos
muy alerta y las dos fingíamos que estábamos prestando atención a lo que
ella nos enseñaba.

De pronto, descubrimos el escondite de las barritas de cereal y del azú-


car baja en calorías y nos hicimos señas. Yo pensé unos segundos sobre si
debía hacerlo o no, pues estaba ahí para trabajar en mi recuperación y no
para romper las reglas, pero preferí divertirme un rato. Todas las demás
del grupo se daban cuenta y se aguantaban la risa o trataban de distraer a
la temible Fanny para que nosotras nos retacáramos los bolsillos de sobres
de azúcar baja en calorías, con la condición de que las repartiéramos entre
todas más tarde. Como la envoltura de las barritas de cereal hacía un rui-
do tremendo al tocarlas, Dora y yo hablábamos muy fuerte preguntando
cualquier tontería o tosíamos adrede mientras las aventábamos hacia las
mesas del comedor, donde había uno que otro paciente sentado. Pronto se
convirtieron en nuestros cómplices y nos ayudaban, pateando las barritas
hacia adentro de las mesas o fingiendo que se agachaban para rascarse el
talón mientras se las guardaban entre los calcetines.

Con una sola mirada de Fanny hacia las mesas, nos hubiera descubierto
en el acto. Era la risa contenida y los nervios de ser descubiertas lo que ha-
cía de esto lo más cómico que nos había sucedido hasta el momento. Fanny
sospechaba y volteaba muy seria a vernos a los ojos y después nos revisaba
de pies a cabeza. En cuanto se cercioraba de que las cosas estuvieran en
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HAMBRE
“orden”, ablandaba un poco el semblante y seguía con sus tareas. Dora y
yo ya no podíamos de la risa.

- Vamos a esperar a que se “cosan” por dentro las tortillas en el comal-


dijo Fanny.

No podía creer que una nutrióloga, con una carrera profesional, pro-
nunciara mal una palabra tan común para ella en el argot de la Nutrición,
así que me apuré a corregirla.

- Cuezan- la corregí frente a las demás-. Dijiste “cosan” y se dice cue-


zan. Cosan es de coser con hilo y aguja.

- ¡Yo no dije cosan!, ¡oíste mal!- respondió iracunda- Dije cuezan.

- OK,- me encogí de hombros sonriente ante mi triunfo.

Dora me hizo una señal de aprobación y terminó la clase de “cómo ha-


cer tortillas de maíz”. Pronto fingimos que nos íbamos a sentar a las mesas
y empezamos a recolectar, con muchísima cautela, nuestras barritas de
cereal. El resto de la tarde las llevamos metidas en la panza y en el trasero
picándonos el cuerpo y haciendo ruidos dentro de nuestra ropa con cual-
quier movimiento. Por supuesto, esto era motivo de más diversión.

Por la noche nos repartimos, entre todas, la dotación de sobres de azú-


car baja en calorías y las barras de cereal. Con lo único que yo me quedé
fue con el azúcar baja en calorías y metí los sobres en un compartimiento
difícil de encontrar dentro de mi maleta.

Cada semana, los técnicos hacían revisión a fondo de los cuartos, ba-
ños, maletas y sus forros, entretelas de la ropa y objetos personales reti-
rando los que consideraban como cosas de peligro, tales como perfumes,
artefactos punzo cortantes (excepto navajas para afeitar), acetona y todo
lo que encontraran de alimentos, en especial a las de TCA. Si llegaban a
encontrarnos algo, éramos reportadas en ese mismo instante.

Yo observaba a las demás actuando de una manera de lo más desca-


rada; desobedeciendo las reglas y metiendo hasta galletas a escondidas a
sus cuartos. A mí me daba pavor el solo hecho de pensar que me fueran a
descubrir. A veces, concluía en que era la adrenalina de la adolescencia la
que las hacía actuar así de desvergonzadas y que, como yo ya había pasado
por eso, ahora era más cautelosa.
- 137 -
ELENA B. ARREGUIN OSUNA
Como buena maniática del orden y la limpieza, tenía mi cama y mis co-
sas ordenadas e impecables, pues también era reportada la gente desidiosa,
floja y sucia que no tendía su cama y dejaba su ropa tirada sobre el piso. A
pesar de mi embarazo, yo asistía puntualísima a las seis de la mañana a to-
das las actividades. Aunque a veces me costaba mucho trabajo levantarme
tan temprano, jamás faltaba a la oración o a las caminatas diurnas; comía
todo lo que se me decía, tenía las tareas a tiempo, participaba, me hacía
escuchar, quería sobresalir.

Acostumbrada a competir, me puse metas y propósitos, muchas veces,


adelantándome al ritmo de trabajo de los demás. Las cosas estaban me-
jorando dentro de la clínica. Ya no quería huir de ahí, quería terminar mi
tratamiento a toda costa para sentirme una triunfadora.

La ceremonia de despedida que celebraban para los que habían cumpli-


do con su tiempo de internamiento y abandonaban la clínica, era estupen-
da. Observabas a tus compañeros retirándose de aquel lugar, orgullosos,
erguidos como héroes y ejemplos para los que aun estábamos ahí.

Yo soñaba con ese día y quería ganarme con esfuerzo esa despedida.
Suspiraba cada que alguien salía de ahí con la frente en alto.

- 138 -
HAMBRE

Un enfermo busca a
otro enfermo

L a Bebé era aquella niña de la que hablé en el capítulo III, una com-
pañera de la escuela que iba en mi salón desde que teníamos cinco
o seis años de edad. Precoz, mentirosa y con una familia de lo más disfun-
cional que he visto en mi vida.

Vivía en una casa de varios pisos en la que todos los muebles eran
viejos y estaban cubiertos de polvo. Su mamá era una señora exótica y de
físico muy peculiar; era idéntica a la típica bruja volando sobre su escoba.
Gritona y escandalosa, con la barba muy prolongada y con un lunar gigan-
tesco, de color negro, en la punta de la nariz. Superficial, corriente y una
alcahueta de primera. Su papá era un hombre depresivo y de pocas pala-
bras; regordete y con el rostro triste, todo un personaje como sacado de una
novela dramática. Tenía dos hermanos mayores y una hermana menor y,
aunque todos tenían esta característica muy marcada en el rostro, la Bebé
fue la única que heredó a la perfección el molde de la cara de hechicera
de su madre. Tenía el pelo de color rojizo, maltratado como un estropajo,
y siempre llevaba un enorme moño rojo colocado en la coronilla. Baja de
estatura y rechoncha; despeinada, sucia, desaliñada. Esa era la impresión
que siempre dio a quienes la conocimos.

En su familia se acostumbraba decir groserías en la mesa a la hora de


comer y la comida era asquerosa, tanto de aspecto como de sabor y nada
balanceada, por lo que la Bebé tenía una marcada tendencia a engordar
desde muy temprana edad. Yo me llevaba con ella porque era simpática y
parecía franca, pero nuestra formación y principios eran completamente
distintos.
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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
Uno de mis primeros recuerdos de su persona, es de cuando tendríamos
unos ocho años y jugábamos en el sube y baja de mi casa. Ella me propu-
so que concursáramos diciendo las groserías más fuertes que supiéramos
a ver quién ganaba. Como en mi casa no se acostumbraba decir ni una
palabra altisonante, rápidamente me ganó y me rebasó cuando se soltó
recitándome una serie de leperadas de las más vulgares. Me dejó asustada.

Algún tiempo después, ingresó en un grupo musical infantil donde can-


taban y bailaban en conciertos y en la televisión. Tras la aparición del
mencionado grupo Parchís, estaba en boga el surgimiento de grupos musi-
cales integrados por niños y fue un ir y venir de conjuntos que aparecían y
desaparecían de un momento a otro. Debido a esto, desde los once o doce
años de edad, la Bebé iba maquillada a la escuela y presumía que se iba
de gira artística con su grupo y su representante. A veces, para llamar la
atención, inventaba que estaba muy cansada y desvelada por los ensayos y
llegaba a la escuela con ojeras moradas que se había pintado con sombras
para los ojos. Contar este tipo de experiencias le parecía de lo más cool y
sabía que a todas nos dejaba boquiabiertas. Recuerdo que a mi madre se le
erizaban los pelos cuando escuchaba estas historias.

Un buen día se le ocurrió a la Bebé proponerme como nueva integrante


del grupo musical al que pertenecía, ya que una de las niñas había abando-
nado su lugar. Fui a hacer una audición de canto y de baile para Televisa
y resultó ser que, días después, me llamaron para decirme que había sido
seleccionada para quedarme dentro del grupo. Yo brinqué de felicidad y
se lo dije a mi mamá. Ella pidió hablar con el representante y lo cuestionó
sobre esto. El señor, queriendo dárselas de muy interesante, le respondió
que esa era la oportunidad de mi vida, que yo iba a ser famosa, que iba a
tener admiradores, que me iba a ir de gira por todo el mundo y que había
sido seleccionada de entre muchos niños.

A mi madre le importaba muy poco el título, el grado de estudios, la


fama o la cantidad de dinero de la persona con quien estuviera hablando.
Ella no se dejaba impresionar por nadie y trataba a todos por igual; desde
el barrendero de la cuadra hasta al presidente de la República, eran para
ella seres humanos semejantes que merecían su debido respeto siempre y
cuando se lo ganaran, así que no dudó en interrogarlo a su modo.

- ¿Y quién va a cuidar de las niñas durante las giras?- inquirió con tono
de voz dudoso.

- Yo- contestó él, muy seguro de sí mismo.


- 140 -
HAMBRE
Entonces mi madre, furiosa, lo acorraló.

- ¿Y quién es usted para decirme que le deje a mi hija en sus manos?, ni


siquiera lo conozco. Ahora dígame, si usted va a cuidar a las niñas, ¿quién
va a cuidar de usted?

Desde ese momento mi sueño de fama se vio interrumpido por un ro-


tundo “no” proveniente de mi madre. Lloré amargamente y me quejé du-
rante días. Le llamé personalmente a la mujer que me había hecho la au-
dición diciéndole que yo me escaparía de la casa en caso de ser necesario,
pero que no quería perder esa gran oportunidad. Ella fue consciente y me
contestó que, sin el permiso de mis padres, no podía hacer nada.

Meses más tarde, el grupito musical se desintegró, pero la influencia


frívola del ambiente artístico marcaría de por vida a la Bebé.

La primera vez en mi vida que salí con un chico en plan galante, fue a
los trece años, cuando unos púberes pasaron por la Bebé y por mí a su casa
teniendo como alcahueta principal a su propia madre. Ambas teníamos la
misma edad. Tuve que mentirle a mi mamá diciéndole que iría a casa de
la Bebé a hacer una tarea. Estaba nerviosísima, temblaba de las extremi-
dades por miedo a que me fueran a cachar, e iba vestida como cualquier
preadolescente, con unos pantaloncitos cortos, una blusa de niña y mi cola
de caballo.

Me hallaba sentada en la sala esperando a mi amiga cuando, de pronto,


se apareció con una camiseta blanca embarrada al pecho -en ese entonces,
plano como una pared-, vestida con una minifalda de cuero negro, zapatos
de tacón altísimos, maquillada con la boca en tono escarlata y el pelo suel-
to. Me dije para mis adentros: “Creo que a mi ni me van a voltear a ver”.

Llegaron los galanes por nosotras, dos adolescentes de quince años. La


madre de la Bebé estaba en su papel de “Celestina” bien puesta sonriendo
de pie en la puerta. Saludó de beso a los dos escuincles, se despidió con
un escándalo y cerró el portón. Yo me subí en el asiento trasero del coche,
aun sudando y sin hablar, pero la Bebé parecía estar como pez en el agua;
platicaba sin parar moviéndose el pelo de un lado a otro y coqueteando a
sus anchas. Decía groserías e, incluso, encendió un cigarrillo que le ofre-
cieron los pretendientes y se puso a fumar. Yo permanecía callada en el
asiento trasero observándola y preguntándome por qué razón actuaba de
esa manera. A ratos, rezaba por estar de regreso en mi casa y porque no me
fuera a descubrir mi mamá.
- 101 -
ELENA B. ARREGUIN OSUNA
La cita fue amena gracias a que eran jóvenes muy decentes pero resultó
ser que el más guapo de los dos no nos hizo caso a ninguna en específico,
es decir que, sabiéndose galán, nos daba cuerda por igual. De regreso en
su casa, la Bebé se tumbó en su cama y me aseguró que él estaba enamo-
radísimo de ella, aunque nunca nos volvió a buscar.

Una noche, cuando teníamos catorce años, yo estaba en su casa cuando


llegaron tres tipos con un aspecto rudo: pelos parados con litros de hair
spray, chanclas, ropa aguada y rasgada de las rodillas y fumando como
desesperados. Yo ignoraba que ellos iban a ir de visita. Rápidamente se
acomodaron en la sala como si estuvieran en su propia casa, se sentaron en
los sillones, subieron los pies a la mesa de centro y empezaron a platicar
con la Bebé con un vocabulario atroz. El que parecía el líder del grupo era
un tal Harry, un individuo feo, flaco, alto y con cara de adormilado. Su
tono de voz era monótono y aparentaba tener experiencia en todo, pues
corregía a los otros dos cuando hablaban. Me miraba fijamente con cara
de lobo y sonreía. Yo me sentía fatal y completamente desubicada. Volví a
rezar porque mi madre me recogiera lo más pronto posible.

Minutos después, los cuales a mi me parecieron horas, llegaron por mí.


Me despedí y salí casi corriendo de esa casa.

La Bebé y yo vivíamos relativamente cerca, cruzando un monte. Yo


vivía ahora en Tecamachalco y ella en Bosques de las Lomas, la colonia
de en frente. Aunque era distintas zonas podíamos gritarnos de ventana a
ventana por las mañanas y escucharnos perfectamente bien.

Al día siguiente, muy temprano, me llamó por teléfono.

- Te espiaron mis cuates con binoculares- me dijo riéndose.

- ¿Cómo?- le pregunté.

- Sí, en cuanto te fuiste a tu casa, te vimos llegar a tu recámara y no


cerraste la cortina, entonces observamos cómo te encueraste y todo.

La Bebé se seguía riendo. Yo me puse roja de vergüenza y no supe qué


contestarle. Ella continuó.

- No te preocupes, me dijeron que no estabas nada mal, pero sí dijeron


que eras muy “fresa”.

En aquellos tiempos, también me llevaba con una niña llamada Ariad-


na, quien era la hija de unos amigos de mis padres y tenía mi misma edad.
- 142 -
HAMBRE
Ariadna iba en un colegio de monjas igual que yo y las dos éramos igual
de bobas y “fresas”. Como ambas teníamos hermanos mayores, estábamos
acostumbradas a ver hombres en nuestras casas. Con todo, nos sonrojába-
mos al saludar a los amigos de nuestros hermanos y soñábamos, vestidas
de color rosa pastel, con nuestro príncipe azul. Ella me entregó una carta
bellísima que le había escrito a Dios diciéndome que esa carta, hecha de
su puño y letra, era lo más preciado que tenía y que solamente se la podía
entregar a su mejor amiga, que era yo.

Salíamos al cine juntas, íbamos a fiestas de adolescentes o de quince


años donde nos recogían nuestros papás a las doce de la noche en punto
y nos emocionábamos como locas cuando nos sacaba a bailar alguno de
los chavos de la fiesta. Por lo general, los chicos se paraban a invitarnos
a bailar en pareja para darse valor y el más guapo de los dos siempre se
dirigía hacia mí.

En una de estas fiestas de quince años de una amiga mía, estaba presen-
te el niño más cotizado y galán en ese entonces, un tal Eduardo, quien nos
traía locas a todas las niñas de las escuelas privadas y de monjas. Yo no lo
conocía personalmente, lo había visto una que otra vez, pero su fama era
bien merecida. Era de cabello castaño y de estatura mediana, muy varonil
y de facciones perfectas. Le dije a Ariadna que me gustaba, pero ella se
moría de ganas por que la invitara a bailar y me lo repetía a cada minuto,
inventando que la había volteado a ver y que le sonreía. Yo no veía nada
de eso, pero le seguía la corriente para no desilusionarla. Me retaba dicién-
dome que esta vez ella me iba a ganar e iba a bailar con el más guapo de
la fiesta; que lo iba a conquistar y yo me iba a quedar con su amigo el feo.
Yo me reía con ella.

Honestamente, Ariadna no era agraciada físicamente en ningún aspec-


to. No tenía ni cara bonita ni cuerpo bien formado, sino todo lo contrario.
A su corta edad, ya se había tenido que operar la nariz porque había here-
dado de su padre una nariz chueca y aguileña muy llamativa, era de baja
estatura y regordeta, con grandes lonjas que se le formaban en el abdomen
y espalda, sin cintura, sin cuello, piernas flacas, sin forma.

De pronto, Eduardo se puso de pie y se dirigió hacia nosotras. Ariadna


me pellizcó la mano tan fuerte que solté un chillido y murmuró en mi oído:

- Ya viene, ya viene a sacarme a bailar. Te lo dije.

Pero tremendo chasco se llevaría cuando, al acercarse, me tendió la


mano a mí para que yo bailara con él ignorando completamente a mi ami-
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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
ga. Yo no supe qué hacer y no quise voltear a ver la cara de Ariadna, pero
sí me la pude imaginar. Observé de cerca la cara de Eduardo y comprendí
porqué nos tenía embobadas a todas las niñas, ¡era realmente guapo! En-
tonces, el niño me jaló del brazo para que me pusiera de pie y me llevó
consigo a la pista de baile. Todas las invitadas que estaban en esa fiesta
me barrían con la mirada de pies a cabeza y se secreteaban. Volteé al lugar
donde habíamos estado sentadas Ariadna y yo hacía unos segundos y ya
no había nadie. Me sentí mal por ella y quise buscarla, pero no salió de su
escondite tras un largo rato.

Empezaron las canciones “calmaditas” y el niño, sin dudar un segundo,


se acercó a mí, me tomó de la cintura y de la mano y empezó a llevarme
por la pista. Yo sentí latir mi corazón demasiado deprisa y me tembla-
ban las piernas. Eduardo propia acercó mucho su cara a la mía sin dejar
de mirarme a los ojos. Sus ojos eran azul metálico, olía irresistiblemente
delicioso y yo no podía evitar imaginarme cómo sería que me besara. Yo
volteaba la mirada y le sonreía nerviosamente; él parecía muy serio. Todo
un conquistador a sus quince o dieciséis años.

Emanaba una magia inocente que nos envolvía a los dos por completo;
ese encanto y atracción fascinantes que se sienten en los primeros albores
del despertar del instinto de atracción hacia el sexo opuesto y que jamás
se vuelven a experimentar con tal intensidad conforme pasan los años. Ese
momento fue para mí inolvidable.

En esas épocas y dentro de la sociedad mexicana, si una jovencita de mi


edad se atrevía a bailar muy de cerca las “calmaditas” con un niño, era ta-
chada como una golfa, es decir, una zorra, ¡ya ni se diga si se dejaba que el
niño le plantara un beso! Me esforzaba por empujarlo discretamente, pero
él se volvía a acercar hacia mí. Más que un baile, era una lucha silenciosa
por mi reputación y por el “qué dirán”, pues éramos el centro de atracción
de toda la fiesta. A donde volteara, veía caras envidiosas mirándome en
espera de lo siguiente que sucediera.

El tiempo me pareció eterno cuando, de repente, se encendieron todas


las luces de la pista de baile y llegó el pastel para la quinceañera. Yo me
zafé rápidamente de él y fui al baño. Cuando salí, me encontré con Ariadna
muy risueña platicando con otras niñas desconocidas para mí. Llegué a su
lado y le traté de hablar pero me ignoraba por completo, al igual que las
otras chicas. Esperé a que terminaran su plática. Las otras niñas me voltea-
ron a ver, se rieron y se fueron. Ariadna, fingiendo que no me había visto,
volteó y me dijo:
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HAMBRE
- ¿Qué onda?, vamos al pastel, ¿no?- y se apresuró a caminar delante de
mí hacia la mesa. Yo la seguí caminando de prisa.

- ¿A dónde te metiste?-le pregunté.

- ¿Cómo que dónde?- respondió muy contenta-. Estuve platicando ahí


mismo con Mariana Valverde y Paulina del Olmo, ¿no me viste?

- ¿Estás enojada conmigo?

- ¿Enojada?, ¿por qué iba a estarlo?

- Porque me sacó a bailar el cuero de Eduardo y tú querías…

Ella se empezó a carcajear sonoramente y me interrumpió:

- ¿Qué no sabes que él y sus cuates hicieron una apuesta para ver quién
sacaba a bailar a la más “gata” de la fiesta?

Yo me ruboricé y, completamente sorprendida, le contesté:

- ¡Ay, no!, ¿yo la más gata?

Por supuesto le creí y el rostro se me transformó de vergüenza. Ariad-


na sonreía triunfante de oreja a oreja. Cuando me vio tan acongojada y
sintiéndome insegura por su comentario, sonrió aun más y me dio unas
palmadas de consuelo en la espalda, diciéndome:

- Así es la vida, mi reina. Ni modo.

Este tipo de comentarios me ocasionaban un enorme trauma e insegu-


ridad durante mucho tiempo. Me costaba mucho trabajo superar ese tipo
de desprecios, con más razón si venían de alguien a quien yo consideraba
como mi mejor amiga. Se lo platiqué a la quinceañera.

El resto de la fiesta no quise ni voltear ni a ver a Eduardo y lo evadí a


toda costa. Me senté en un rinconcito donde era invisible y ahí me quedé.
Noté que él me buscaba. Ariadna iba y venía pasándole por en frente a él y
a sus amigos con las otras niñas y ni me volteaba a ver. Me fui de ahí como
un fantasma cuando llegaron por mí.

Lejos estaba de pensar que aquel comentario con el que me había gol-
peado hasta desarmarme mi entonces “mejor amiga”, era pura envidia fu-
riosa contra mí.
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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
Días después, mi otra amiga, la quinceañera, me platicó que Eduardo
le había pedido mi teléfono. Ella se había negado a dárselo, argumentando
frenética que él había dicho que yo era una “gata”. Me explicó que él se
quedó sorprendido, frunciendo el ceño y negando rotundamente tal co-
mentario despectivo hacia mi persona. Acto seguido, volteó furibundo a
ver a Ariadna, quien aun le coqueteaba, y salió disparado de la celebración.

Hace algunos años volvimos a encontrarnos Eduardo y yo por acciden-


te, estando los dos ya casados. Nos miramos extrañados. Tan pronto lo
reconocí, no pude reprimir una sonrisa que me vino desde lo más profundo
de mis recuerdos. El también me sonrió y cada quien siguió su camino.

Un buen día se me ocurrió presentar a la Bebé y a Ariadna. De inme-


diato, empezaron a hacer una sólida mancuerna; se la pasaban riendo y
contándose anécdotas tontas que a mí no me causaban mucha gracia. Para
esas fechas mi padre estaba ya muy enfermo por la diabetes. Una tarde,
estando las tres en casa de la Bebé, sentí la necesidad de desahogarme y
de un buen consejo y ¡qué mejor que con mis amigas! Saqué al tema la
enfermedad de mi padre, hablé de su debilidad, de su necesidad de trabajar
menos y estar en la casa por su estado delicado de salud. Antes de terminar,
la Bebé se puso de pie y me interrumpió de manera cruel diciendo: “Tu
papá es un cero a la izquierda” y continuó conversando alegremente con
Ariadna. Me quedé muda.

Pasado el tiempo, la mancuerna entre Ariadna y la Bebé se fue fortale-


ciendo y haciendo cada vez más notoria. No comprendía qué podían tener
en común las dos. Fue algo parecido a lo mío, pero en otra dimensión; si
yo tenía ganas de vivir en ocasiones con un cierto morbo que experimen-
taba con la Bebé, Ariadna, por su parte, pedía a gritos rebelarse y vivir lo
prohibido en toda su intensidad y al extremo, y así lo hizo, encontró a la
maestra perfecta. En un abrir y cerrar de ojos, se hicieron inseparables y
empezaron a rezagarme descaradamente. Yo ya no sabía si ellas se veían
sin mí, si iban y venían o qué lugares frecuentaban, simplemente dejé de
existir para las dos.

Recuerdo que la mamá de Ariadna le llamaba por teléfono a la mía,


muy preocupada, para decirle que la “nueva amiguita” estaba siendo una
influencia nefasta para Ariadna porque se había transformado en una niña
rebelde, grosera y contestona. Su mamá estaba realmente alarmada. Mi
madre se limitaba a decirle que la separara de la mala influencia a la fuer-
za, que metiera su autoridad hasta el fondo o que perdería a su hija. Fue
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HAMBRE
cuando mi madre me prohibió llevarme con la Bebé y con Ariadna, aunque
yo las seguiría buscando a escondidas.

Una noche me llamó Ariadna para decirme que se dirigía a mi casa


para recoger la carta que le había escrito a Dios y que me había entregado
porque ahora, de un día para otro, la Bebé se había convertido en su mejor
amiga. Yo salí y le entregué todas las cartas que me había dado tratando de
que hubiera algún vestigio de nuestra amistad y se arrepintiera. Al no ver
reacción alguna de su parte, le dije:

-Te regreso todas tus cartas porque, a fin de cuentas, lo que dices en
ellas no vale nada.

Ella me sonrió sin darle la menor importancia a mis palabras, tomó las
cartas y se fue. Parecía como si estuviera “ida”, en otra dimensión. Me era
muy difícil creer que esa amistad que ella y yo habíamos cultivado y forta-
lecido por años, desapareciera en un instante y pusiera a la Bebé al mismo
nivel de cariño que a mí en tan sólo días de conocerla.

Meses después le llamé para ver qué era lo que estaba sucediendo, ya
que corrían rumores muy negativos sobre las reputaciones y vivencias de
las dos y yo, sentada en mi nube rosa, no podía creer tales cosas, sobre
todo de Ariadna. Ella me contestó de lo más normal, como si nada hubiera
acontecido.

Estábamos a punto de cumplir quince años y yo todavía tenía en primer


lugar de mi lista a Ariadna y en segundo lugar a la Bebé para invitarlas a
mi cena especial de cumpleaños que se llevaría a cabo en un restaurante
que existía al sur de la ciudad de México, llamado Mauna Loa. A pesar de
todo, las extrañaba y las quería. Se lo mencioné a Ariadna y me dijo que
estaría muy contenta de ir conmigo. Platicamos de varias cosas y salió al
tema la Bebé. Yo le dije que me dolía que ya no me invitaran a salir con
ellas y ésta le echó la culpa a su ahora confidente confesándome que la
Bebé me criticaba de lo lindo y opinaba que yo era una “nerd” inocentona
que no sabía convivir con los hombres y de ahí se siguió diciéndome cómo
tachaba al resto de mi familia, a mis padres, hermanos, primos, cuñados,
mi casa, mi ropa y mis coches, rompiéndome el corazón en añicos y ente-
rrando la daga justo en mi punto más débil: mi inseguridad.

Después de haber escuchado todo esto, me puse a llorar sin parar. Me


dolió enormemente todo lo que me había dicho Ariadna y mis complejos
se dispararon hasta el cielo con toda su intensidad. Viví muchos años a
la expectativa de lo que la gente pensara y nerviosa de subirme a algún
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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
coche y no saber encender el estéreo o abrir la puerta y que pensaran que
yo era una “naca”. Temerosa y vulnerable, dispuesta a soportar este tipo
de agresiones y humillaciones con tal de ser aceptada por esa gente con la
que quería convivir.

A pesar de mi ingenuidad, me quedé pensativa tras colgar el teléfono.


No me podía imaginar a la Bebé hablando tan mal de mí y arremetiendo
contra toda mi familia sin que Ariadna también hubiera opinado al respec-
to, así que me decidí hablarle a la Bebé para peguntárselo.

En efecto, la Bebé aceptó todo lo dicho sin una pizca de vergüenza ni


arrepentimiento, pero hizo mucho hincapié en que Ariadna también había
participado. Afirmó que la mitad de las cosas las había dicho ella también
burlándose y, como en ese instante se sintió traicionada por ella, me pro-
puso que fuera yo misma a su casa a escuchar cuando ella le reclamara este
asunto por teléfono. Y así lo hice. Me dirigí a su casa, tomé el auricular de
una recámara, y la Bebé le marcó desde otro teléfono a Ariadna.

Primero la saludó muy contenta y luego sacó el tema.

- Oye, me llamó Elena diciéndome que tú le habías dicho que yo había


criticado a su familia y todo el rollo pero que yo había sido la única que
había hablado, ¿es cierto?

- ¡Claro que no!, ¿cómo crees que te haría yo algo así, güey? Sí le dije
lo que criticamos pero le dije que las dos habíamos dicho las cosas.

- Entonces, ¿por qué se lo dijiste si habíamos quedado en no decirlo


jamás?

- Pues porque… ¡se me salió!- y se empezó a reír.

- ¡No manches!, ¿cómo que se te salió? Pobre cuata. Espero que sí le


hayas dicho que fuimos las dos.

- ¡Ohhh!, ¡que sí!, tú no te preocupes, güey A ver si así se deja de sentir


la muy líder, ¿no?

- Sí, pobrecita. Bueno, nada más quería aclarar. Adiós.

- Bye. Luego nos hablamos.

Pese a todo esto, en el fondo, estaba agradecida con la Bebé por haber
sido solidaria conmigo y haber echado de cabeza a Ariadna así que, necia

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HAMBRE
y ciegamente, la seguí considerando como a una amiga. Ellas se siguieron
llevando. No volví a recibir ninguna llamada por parte de alguna de las
dos, a pesar de que les dejaba constantemente recados y me daba cuenta de
que se negaban a contestarme.

Llegaron mis quince años y tuve que cambiar de amigas. Invité a mis
dos grandes compañeras de la infancia, Lilia y Maribel, y a una tercera que
se llamaba Amalia, quien se juntaba conmigo solamente por un interés:
moría de amor descaradamente por mi hermano y sus amigos. Esta, a su
vez, me presentaría a su prima Alfonsa, quien llevaba el mismo interés
que ella entre manos y quien se conformaría, meses después, con quitarme
insolentemente a mi primer novio casi besándose con él frente a mí. Pero
esta no sería la única vez que esto sucedería, años después, una de mis
“amigas” de la preparatoria, se casaría con mi novio de ese entonces.

Meses después, me enteré que Ariadna y la Bebé habían roto relacio-


nes para siempre. Fue cuando se destapó la caja de Pandora y supe toda
la verdad de su historia. La mamá de Ariadna le contó a mi mamá, entre
llantos y gritos, que su hija estaba muy mal, que no sabía qué era lo que
estaba consumiendo pero que los ojos se le ponían en blanco y de repente
se desvanecía. Que bebía alcohol todos los días y fumaba; que había tra-
tado de suicidarse en varias ocasiones aventándose desde la ventana de su
recámara con los audífonos puestos; que la había tenido que sacar de la
escuela católica de monjas y había terminado en una escuela de alumnos
“corridos” porque no toleraba la disciplina ni la mala reputación que tenía;
que andaba con el tal Harry y sus cuates para todos lados.

Mencionó que Ariadna había invitado a su cena de quince años a la


Bebé con toda su banda de rebeldes y que eran unos desparpajados, mal-
criados y prosaicos. Dijo que habían ido vestidos con pantalones de mez-
clilla rotos y calzando huaraches a un restaurante de lo más lujoso, que
comían con las manos, tomaban bebidas de las más costosas sin límite
y eructaban en la mesa; que trataban a Ariadna y a la Bebé como a unas
“cualquieras” al grado de que, en una ocasión, su hijo mayor se había te-
nido que meter a defender a Ariadna, su hermana, en un antro y se había
agarrado a trancazos con el tal Harry. Estando los dos tirados peleando en
el piso, Harry había alcanzado a romper una botella y se la había enterrado
en la cara a su hijo, a la altura del ojo. El hermano mayor había llegado a
urgencias del hospital donde, de milagro, le salvaron la vista. Sin embargo,
la cicatriz física le quedaría para siempre, así como la herida en el alma.
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La señora también trató de culparme, reclamándole a mi madre sobre
las malas amistades que yo tenía y preguntándole porqué le había presenta-
do a Ariadna a ese monstruo depravado conocido como la Bebé. Mi madre
jamás permitió que se me culpara de esto y me defendió argumentando que
no había sido mi culpa que su hija viera un escape en su amistad con esta
persona. Además, le recordó que ella le había advertido en innumerables
ocasiones que, a esa edad, su hija se le podía ir de las manos y que como
madre ella tenía que haber puesto un alto en seco a las primeras muestras
de esa insubordinación tan escandalosa.

Cuando mi madre me contó todo esto, me quedé impresionada. Estaba


convencida de que la Bebé era el diablo en persona. Sentí muchísima pena
por Ariadna y me dolió que hubiera pasado por esto.

Tiempo después, Ariadna me invitó a escondidas a su comida de cum-


pleaños número dieciséis en su casa. Asistí con un amigo y le inventé otra
cosa a mi madre. Al llegar a saludarla, la observé completamente trans-
formada y trastornada. Había estado yendo a terapia, había adelgazado
mucho y tenía la mirada perdida, como en otra dimensión. Me saludó muy
sonriente, ignorando que yo sabía todo lo que le había sucedido. Aparentó
estar muy bien, platicó conmigo dos segundos, sin dejar de sonreír, y se
fue a sentar a otro lugar. Su madre me llamó para saludarme, me dio un
gran abrazo y me preguntó si mi mamá sabía que yo estaba en su casa. Le
respondí que no. Ella me pidió que jamás le volviera a mentir a mi madre
y que mejor me fuera a mi casa. “Ya ves lo que le pasó a Ariadna”- recalcó.
Yo la obedecí y me fui de ahí no sin antes notar que la señora había enve-
jecido unos cuantos años. Fue la última vez que vi a Ariadna. Lo que yo no
sabía era que aun había mucho más por conocer.

Estando ya en la universidad, conocí al hermano menor del tal Harry.


Era el novio de una compañera que era bastante ruda. Una tarde me en-
contraba en la cocina de casa de mi compañera platicando con los dos,
cuando salió al tema Harry e, inmediatamente, lo relacioné con Ariadna.
Le pregunté si la conocía y me respondió riéndose.

- ¿A poco tú conoces a la “sirvienta”?

- ¿A la “sirvienta”? – pregunté asombrada.

- Sí, claro- respondió sonriendo-. Ariadna la “sirvienta” era una fea,


chapara y gorda con el cuerpo deforme...- hizo una pausa mientras encen-
día un cigarro- Una bola de grasa sin cintura ni cuello, ¿no?- me preguntó.
- 150 -
HAMBRE
- Pues… sí, algo así- respondí impresionada ante tan cruda descripción.
Me percaté de que este chico se parecía demasiado a su hermano mayor
por su forma de expresarse y hasta en el físico.

- Pues esa tipa estaba loca de amor por mi hermano. Lo amenazaba


con suicidarse aventándose por la ventana de su cuarto si él la dejaba y ¡lo
hizo! La gorda se aventó varias veces por la ventana- decía eso a risotadas
volteando a ver a mi compañera -. ¡Yo creo que rebotaba de regreso a su
recámara!- mi amiga se reía junto con él-. El muy gandaya de Harry se
aprovechaba, la ponía a lavarnos la ropa a todos, ¡hasta los calzones ca-
gados! y a cocinarnos, a limpiar los baños, a trapear, etcétera, o sea, todo
lo que hace una “chacha”. Con ese físico… ¿para qué otra cosa serviría?

- ¿A poco?- contesté impresionada recordando que, tanto en casa de


Ariadna como en la mía, nunca movíamos un dedo ni para recoger algo,
pues teníamos una muchacha de servicio que hacía toda la limpieza.

El hermano de Harry y mi amiga no dejaban de reírse estruendosamente


mientras ella le preguntaba si era cierto lo que decía y él, apenas pudiendo
hablar, le respondía que sí. Me empezó a dar risa todo esto a mí también.

- Además-, prosiguió muy tranquilo- era bien “droguis”. Le entraba


a las drogas y a todo con singular alegría, siempre estaba “peda”, nos la
echábamos al plato entre todos estuviera consciente o inconsciente, mien-
tras Harry nos la prestaba… ¡pobre vieja! Me daba mucha lástima... y
asco. Era una pobre diabla, dispuesta a todo, putona reprimida con ínfulas
de haber sido “fresa”… Pero, ¿de dónde conoces a este personaje?- pre-
guntó al verme estupefacta.

- ¡Si tú supieras lo decente que era antes de conocer a una bruja a la que
le dicen la Bebé!- contesté tristemente.

- ¿Decente?- me preguntó burlonamente, - ¡no creo que jamás haya


sido decente!... ¡La Bebé!- exclamó con cara de repugnancia y fingiendo
como que iba a devolver el estómago. Visiblemente perturbado, guardó
silencio por unos segundos y se quedó inmóvil, con los ojos muy abiertos,
mirando a la pared de enfrente.

- ¿También la conoces?,- inquirió- ¡que personaje!, ¿cómo me vienes


a recordar a gente tan repulsiva?- continuó riéndose-. ¡No manches! Otra
de las gatas feas y deformes que morían de amor por mi hermano- añadió
con su tono de voz monótono, mientras caminaba de la mano de su novia
hacia una silla del comedor-. Además, ¿qué apodo es ese? – continuó -
- 151 -
ELENA B. ARREGUIN OSUNA
“La Bebé”- dijo fingiendo voz de tonto. La bebe… dora, será. También
es alcoholicaza y “droguis”, hasta la fecha, y está hecha una marrana. No
sé cómo mi hermano se la podía echar al plato, ¡con qué clase de gente te
llevas!- concluyó jalando a su novia hacia sí para sentarla en sus piernas y
olvidando el tema por completo.

- ¡Pobres viejas!- dijo mi cuata a carcajadas- ¡te las acabaste!- escuché


a lo lejos.

Me quedé paralizada de pie en la cocina tratando de digerir todo lo que


acababa de escuchar. No podía creerlo. La cosa sí que se había puesto fea
para Ariadna. Me dio un escalofrío en la espalda y le di gracias a mi madre
en silencio y con todo el corazón por haberme rescatado fuerte y valiente-
mente de ese fango.

No conforme con haber presenciado tanta desgracia, accedí a seguirme


llevando con la Bebé. Este hecho marcaría mi forma de convivir con los
demás durante interminables décadas: tolerar, permitir, no saber poner al-
tos a tiempo ni darme a respetar aunque no estuviera de acuerdo con algo
o aunque me sintiera incómoda. Como resultado, acumularía odio y rencor
en el pecho por años, esperando la manera de vengarme de quien me hicie-
ra daño a como diera lugar.

Jamás, excepto en una ocasión, platicamos de lo sucedido la Bebé y


yo. Recuerdo ese día en el que salió al tema Ariadna. Esta sólo se limitó a
decirme que la “pobre tipa” estaba loca y que le daba miedo y lástima; que,
de pronto, “la poseía el demonio” y se le ponían los ojos en blanco. Que
era una borracha y drogadicta y que se había besuqueado con Harry en su
cara siendo él aun su novio. Mencionó que se había tratado de suicidar y
que había perdido la virginidad y la realidad. Desde ahí, ella había cortado
de tajo la relación. Jamás se volvió a tocar el tema.

A pesar de los obstáculos que me ponía mi madre y a pesar de que es-


taba siempre vigilante, yo me las arreglaba para seguir viendo a la Bebé a
escondidas. Pasaba por mí a la esquina de mi casa manejando el coche de
su mamá y nos íbamos a dar vueltas. Obviamente, ella sabía que mi madre
me había prohibido su amistad, así que se lo dijo a su vez a su mamá. Un
buen día, la señora llamó por teléfono a mi casa reclamándole a mi madre,
quien le confirmó que su hija no era buena influencia para mí. Entonces la
bruja, muy indignada, le empezó a pegar de gritos y majaderías diciéndole
que era una muerta de hambre y le colgó el teléfono.
- 152 -
HAMBRE
Fue durante ese tiempo de conflictos y de malas compañías cuando co-
nocí, por medio de la Bebé, a una de las personas más controvertidas de mi
adolescencia. Se llamaba Lorenza y tenía nuestra misma edad. Todo empe-
zó cuando la Bebé me contó que había conocido a una chica que estudiaba
en el Colegio Americano y que era una puta, pues ya había pasado por to-
dos los de la secundaria y la preparatoria y se acababa de ir a Acapulco sola
con tres tipos. Una semana después tocó a mi puerta acompañada de una
chava morena, bastante robusta y muy sonriente. Era Lorenza. Salí de mi
casa y nos fuimos las tres, supuestamente, a “hacer ejercicio” caminando
por la calle por donde yo vivía. Esta chica hablaba con acento pocho bien
marcado. Pensé que si esta era la puta de la que tanto y tan mal me había
hablado la Bebé, ¿qué hacía ahora con ella? Pero ya nada que viniera de
ella me impresionaba, más bien me hubiera impactado si me hubiera pre-
sentado a alguien recatado y bien educado.

Seguimos caminando por la calle mientras Lorenza y la Bebé iban


platicando tontería y media con un vocabulario digno de sonrojar al rey de
la vulgaridad. Pensé que eran tal para cual. Yo casi no hablaba, pues no me
atrevía ni a decir la décima parte de lo que escuchaba salir de las bocas de
estas dos léperas. De pronto, un Atlantic de la VW, coche de moda entre
los jóvenes de ese entonces, se acercó a nosotras. Tres chicos, bastante
guapos, bajaron la ventana y empezaron a preguntarnos nuestros nombres.
Yo me seguí de frente con la cara roja como un tomate. Lorenza y la Bebé
les siguieron el juego.

- ¿Cómo se llaman?- preguntó el que iba sentado en el asiento del co-


piloto.

- ¿Qué chingados te importa?- contestó Lorenza riéndose a carcajadas


con la Bebé y fingiendo que se tropezaba al caminar.

- Ellos se empezaron a reír y decidieron seguirnos mientras


conducían lentamente.

- ¿Porqué tan grosera, niña?, ¿no te han dicho que eres muy guapa?

- ¡Vete a la verga!- contestó Lorenza aun mofándose, luciéndose y apa-


rentando que apresuraba el paso.

Yo estaba realmente con la boca abierta, ¡hablarles de ese modo a unos


completos desconocidos! No obstante, no puedo negar que esta persona-
- 153 -
ELENA B. ARREGUIN OSUNA
lidad descarada e insolente me llamaba mucho la atención y, en el fondo,
me gustaba.

Meses antes de conocer a Lorenza, le había rezado a Dios todas las


noches pidiéndole que pusiera en mi camino a alguien más alegre que las
“tetas” tímidas y aburridas con las que acostumbraba llevarme dentro y
fuera de la escuela. Parece ser que Dios escuchó mis plegarias y me envió
de golpe a un tornado que se salía de cualquier límite que yo conociera en
mis quince cortos años de vida; un ventarrón hambriento de experiencias
de cualquier tipo que arrasaba con todo a su paso sin fronteras ni mesura y
sin alguien que estuviera al pendiente de su vida. Como es de suponerse,
desde ese momento, me aferré con todas mis fuerzas al tornado y decidí,
inocentemente, volar con todo junto a él.

Escogí a Lorenza como mi maestra de ligue, ella sería quien me ense-


ñaría cómo tratar a los hombres, cómo expresarme, cómo beber cervezas,
cómo fumar y hacerme “la interesante”, cómo vestirme, cómo ponerme
las primeras borracheras de mi vida, cómo revelarme ante mis padres y
desatarme de las ligaduras aparentando que me importaba un comino lo
que dijeran los demás. Sin siquiera darme cuenta, me estaba metiendo en
arenas movedizas, ensuciándome de lodo y mugre.

Los chavos que se nos acercaban juraban, en un principio, que yo era


igual a la wila de mi cuata, pues bien reza el dicho: “Dime con quién
andas y te diré quién eres”. Jamás se hubiera imaginado alguno de esos
adolescentes que ese día que bebí cerveza como si nada, tan desinhibida y
contenta, era la primera vez que bebía alcohol con unos chavos en público
y que me estaba muriendo de la pena y de las ganas de escupir ese sabor
amargo del alcohol; jamás se hubieran imaginado tampoco que ese Marl-
boro rojo que me ofrecían era el primer cigarro que me fumaría en mi vida,
que ni siquiera sabía darle el golpe, que la tos que me había provocado no
era porque estuviera “enferma”, sino porque me estaba vomitando de asco
por el humo y el sabor a nicotina y jamás se hubiera imaginado alguno de
esos galanes que yo era cien por ciento virgen de mente, cuerpo y espíritu.

Pero tarde o temprano la verdad salía a flote. Aunque yo me esforzaba


por hacer creer a los chicos que tenía el mismo colmillo que Lorenza, no
me funcionaba. Nuestros amigos, siendo tan adolescentes como nosotras
pues la mayoría de ellos todavía estaban en pañales, sabían que Loren-
za nos llevaba a ellos y a mí una gran ventaja de camino recorrido. Esa
también pudo haber sido una razón por la que ninguno de ellos intentara
aprovecharse de mí.
- 154 -
HAMBRE
Dice también el dicho: “Uno reconoce a uno” y por más indecente que
yo quisiera aparentar ser, el color rosa de los cachetes no se me podía
quitar ni aun tiempo después de sonrojarme al escuchar obscenidades o
eructos salir de la boca de Lorenza. Ella misma sabía muy bien con quién
estaba tratando, tan era así, que hasta le daba pena confesarme que ya ha-
bía tenido relaciones sexuales con varios hombres y me lo negaba. Aunque
compraba anticonceptivos delante de mí, ella decía que eran para la “sir-
vienta” de su casa. Por ridículo que pareciera yo le creía, y Lorenza sabía
que ¡yo le creía!

Era su tal su descaro, que una tarde me llevaron a casa de Pablo, su


supuesto novio, me sentaron en la sala y me dieron una revista pornográ-
fica de homosexuales para que me distrajera mientras ellos se subían a la
recámara diciéndome que iban a “platicar” en privado. Yo los obedecí y,
creyéndoles tremenda mentirota, me quedé sola en la sala no recuerdo por
cuánto tiempo, pero si me acuerdo que abrí la revista para ojearla y se me
cayó la mandíbula de la impresión y del asco que me provocaron las fotos
que observaba. La cara me ardía de calor llegando hasta las orejas. Eran
tomas de lesbianas y homosexuales desnudos en todas las posiciones ima-
ginables, practicando sexo en una orgía sin fin… ¡me quería ir corriendo
de ahí de la vergüenza! Se me revolvió el estómago, sentí el calor subien-
do por mi cara y empecé a sudar, pues jamás había visto algo semejante,
¡vaya, ni siquiera algo parecido! Aquellas imágenes se me quedaron gra-
badas en la memoria como con un cincel. Aun recuerdo las expresiones en
las caras, los cuerpos torcidos y los genitales expuestos.

Para colmo de males, inesperadamente, escuché que la puerta de entra-


da abrió de golpe y observé de inmediato a Isabel, la hermana de Pablo,
de pie casi frente a mí. No me quedó otro remedio que aventar la revista
debajo de uno de los sillones, delante de sus ojos. Ella se dio cuenta per-
fectamente bien de lo que yo había estado viendo y, muy sorprendida, me
lanzó una mirada hiriente.

- ¿Dónde está Pablo?- me preguntó de inmediato.

- Arriba en su cuarto- le contesté temblando de miedo-. Está platicando


con Lorenza allá arriba… eee… en su recámara.

Ella hizo un gesto de molestia, dio un rápido vistazo hacia el sillón don-
de yo había aventado la revista y subió las escaleras casi corriendo hacia
el cuarto de Pablo.
- 155 -
ELENA B. ARREGUIN OSUNA
Ya no supe qué sucedió allá arriba pero sí escuché los gritos de Isabel
y recuerdo a Lorenza y a Pablo, minutos después, bajando las escaleras
agarrados de la mano y acomodándose la ropa muy frescos.

-Ya terminamos de platicar- me dijo Pablo-. Vámonos de aquí.

Acto seguido, Lorenza se trepó en la espalda de Pablo y empezaron


a carcajearse. Yo me levanté como un resorte, sudorosa y apenada, y los
seguí hacia la puerta del garaje. No volví a ver a su hermana y di gracias
a Dios por ello. No hubiera sabido qué cara poner si me la hubiera encon-
trado de nuevo.

Recuerdo que mi madre se ponía furiosa cada que veía llegar a la casa a
Lorenza gritando mi nombre desde la calle trepada en la espalda de Pablo.

-¿Qué clase de tipeja es esa?- me preguntaba con la cara colorada como


un jitomate mientras detenía las cortinas y se asomaba por el ventanal de
la sala.

Mi madre no podía disimular sus sentimientos. Como buena norteña


era directa, sincera y no se andaba con politiquerías baratas ni hipocresías.
Si en alguna de persona veía una amenaza para alguno de los integrantes
de su familia, los cortaba de tajo. Además, si alguien no le cuadraba, lo
demostraba a capa y espada y así era con Pablo y Lorenza. Absolutamente
todo lo que me predijo sobre las malas influencias de la gente con la que
me llevaba y de los galanes que sabía que, en el fondo, eran unos patanes,
se cumplió.

Pese a que la paciencia de mi madre estaba a punto de estallar, seguí


frecuentando a mi círculo de “amistades”. Cuando íbamos al cine me lla-
maba muchísimo la atención la forma de sentarse de Lorenza. Todo lo que
ella hacía tenía que ser ordinario y arrabalero, con la intención de aparentar
que le importaba poco el mundo y de llamar la atención. Subía las piernas
toscamente en la butaca de al lado, encima de las piernas de Pablo, y toda
la película se la pasaban haciendo ruidos, pujando como si estuvieran te-
niendo sexo y riéndose. Si alguien se atrevía a callarlos, Lorenza brincaba
de inmediato para gritarles un insulto o decirles que se largaran a otro
lugar. La gente la veía sin poder creerlo y ella les mentaba la madre. Ter-
minaban por cambiarse de butaca.

No comprendo cómo nunca se encontró con alguien como ella, que


se le pusiera al brinco o le soltara una bofetada. Al menos, yo en ningún
momento lo presencié.
- 156 -
HAMBRE
Pablo siempre estaba dispuesto a cumplir todos los caprichos y exi-
gencias de Lorenza, pese a que lo trataba como a un completo idiota y le
era infiel con el primero que se le pusiera en frente. Le gritaba y le decía
las peores groserías cuando discutían. Nunca olvidaré una ocasión en que
íbamos los tres en el coche saliendo de Mc Donald’s Polanco.

- Oye, pero a mí me vale madres lo que digan los demás- le decía Pablo
muy indignado.

- Pues si te vale madres- contestó Lorenza gritando con su tono de po-


cha- entonces ¡a la verga con esta conversación!

-¡A la verga!- respondió Pablo disgustado y comenzó a manejar a una


velocidad espeluznante.

A pesar de todo esto, Pablo parecía enamoradísimo y capaz de dar la


vida por ella. Ahora entiendo que esa relación era completamente disfun-
cional y co-dependiente. El, con la autoestima bajísima, dependiente y dé-
bil de carácter, necesitaba a alguien escandalosa que llamara la atención y
lo hiciera sentir importante, aunque esto le hiciera llegar a la denigración
total.

Pronto esta relación se volvió muy singular pues todas las tardes, cuan-
do yo regresaba de cursar los últimos meses en tercer año de secundaria,
Pablo y Lorenza pasaban por mí para ir a dar vueltas en el coche, robar
cosas en el súper mercado- recuerdo a Lorenza saliendo un día con un cho-
rizo escondido entre las piernas- , ir por la Bebé, comer chatarra, fumar,
burlarnos de la gente, mascar chicle de manera vulgar, subir el volumen
del estéreo a lo más alto e ir gritando la canción de moda en ese tiempo:
“Rock me Amadeus” de Falco. Todo era una aventura y al azar. No planeá-
bamos nada.

Yo me sentía rebelde, eufórica, imparable. Estaba por completo en otra


dimensión y todo lo que me sucedía era mágico. Ya no era la traviesa niña
de la escuela de monjas con calificaciones excelentes quien se intimidaba
al ver a un chavo que le gustaba; ahora me creía toda una conquistadora de
hombres, experta en el arte de ligar, atrevida, impetuosa, divertida y vul-
gar. Ibamos seguido a visitar a amigos de ellos que estudiaban en una es-
cuela llamada CEM, en donde acababan todos los reprobados, expulsados
y vagos de las demás escuelas privadas. Los mismos alumnos bromeaban
diciendo que las iniciales significaban: Centro Empacador de Marihuana.
- 157 -
ELENA B. ARREGUIN OSUNA
Muchas veces dudaba de que Lorenza estudiara en el Colegio America-
no porque no hacía nada más que vaguear y gastar el dinero de Pablo; ja-
más tenía que hacer una tarea o hablaba de una tener una responsabilidad.
Ahora sé que eso era un hecho y que había sido expulsada de esa escuela
mucho tiempo atrás debido a su terrible conducta para con los muchachos
y a la falta de pagos.

Todo esto era nuevo para mí. Jamás me imaginé que la sociedad me
condenaría de manera tan drástica y que, mucho tiempo después de ha-
ber participado en este juego delicado y habiendo desparecido Lorenza
del mapa por completo, seguiría pagando un precio muy alto y trabajaría
mucho limpiando mi manchada reputación. En otras palabras, me había
quemado de cabo a rabo en mi círculo de amistades y conocidos por tener
esa clase de compañías. Toda la gente que me conocía estaba boquiabierta
ante tal transformación.

Galanes iban y venían a mi casa; me llamaban pretendientes de todas


partes del mundo; a donde fuera llamaba la atención y se me acercaban
para pedirme mi teléfono. Por supuesto, esto me encantaba. Empecé a ves-
tirme con ropa muy llamativa y a la moda, a maquillarme, me hice un corte
de pelo distinto, me transformé. Me quería tragar al mundo completo y que
el mundo supiera de mi existencia.

Hubo varias señales de que Lorenza, además de su pésima reputación


con los hombres, era envidiosa, una mala persona y una perversa amiga,
pero yo no las quise ver. Recuerdo que uno de los primeros lugares a los
que fuimos Pablo, Lorenza y yo fue a una feria y ahí estaba un chavo
estadounidense, muy guapo, que no me dejaba de ver y me seguía a to-
das partes. Posteriormente, él se me acercó y platicamos unos momentos.
Lorenza se secreteaba con Pablo muy cerca de nosotros y se burlaba de
mi inglés, que era bastante decente a pesar de jamás haber estudiado en
una escuela bilingüe. Desde pequeña había tomado clases particulares con
mi propia madre durante la primaria, y ya en la secundaria mis padres me
habían inscrito para continuar estudiando la lengua inglesa en el Institu-
to Anglo Mexicano de Cultura, ubicado en la calle de Antonio Caso. El
gringo terminó por pedirme mi teléfono y dijo que me llamaría. Cuando
nos fuimos de ahí, les dije lo emocionada que estaba porque este galán me
había gustado y me había pedido mi número.

- ¿Crees que tú le gustaste, güera?, ¡le gusté yo! Lo que pasa es que no
se me podía acercar porque estaba con este estorbo de Pablo.
- 158 -
HAMBRE
- ¡Oyeme!- exclamó Pablo fingiendo que se molestaba.

- Pues ¿qué quieres que haga?, soy un cuero de vieja.

- Y, ¿por qué me pidió el teléfono a mí?- pregunté dándome cuenta


perfectamente bien de que estaba celosa.

- ¡Ay!, pues para hablarte y pedirte el mío.

El gringo me llamó. Jamás me mencionó a Lorenza y, no recuerdo por-


qué, jamás salí con él.

A mediados de 1986, estábamos en pleno Mundial de Fútbol en México,


y la ciudad estaba atestada de extranjeros de todas partes del mundo. Era
un buen momento para salir a conocer “cueros” a la Zona Rosa, Polanco,
Centro o a lugares turísticos, y no podía faltar el Angel de la Independen-
cia a donde íbamos a “echar porras” y a ligar. Todo mi éxito personal y
mi autoestima dependían de a quién conquistara ese día; cuando se me
acercaba el más guapo del grupo y yo era “Doña Triunfante” para el resto
de la tarde, me sentía superior a las demás, y lo proyectaba por completo.

Una de esas tardes en el Angel de la Independencia, Lorenza se encon-


tró con un amigo suyo llamado Pepe, hijo del dueño de una agencia de
automóviles. Sin preguntar mi opinión, ella le dio mi teléfono cuando éste
se lo preguntó.

Pepe me recordaba a un oso de peluche color arena, no había en él una


pizca de atractivo. Tenía dieciocho años y era un tipo muy blanco con de-
masiado acné alrededor de todo el rostro, gordo, rubicundo y poco simpá-
tico. Obviamente, traía los coches del año que quisiera y era un fanfarrón.
Sin embargo tenía dos amigos, uno llamado Carlos- por el que Lorenza
moría de amor - quien era moreno, guapo y atlético y otro llamado Luis,
rubio y también muy galán y simpático.

Una mañana, Pepe me invitó a ver un partido de fútbol del Mundial


que se llevaría a cabo en el Estadio Azteca. Cuando llegamos, me dijo que
iríamos al palco de su papá. Media hora después yo estaba terriblemente
aburrida ahí sentada con su nada amena familia, mientras escuchaba las
porras y el relajo de la gente en las plateas, así que le pedí que bajáramos a
unirnos con el resto del público y él accedió. En dicho partido jugaban Ar-
gentina contra Inglaterra. Nunca olvidaré que, en el momento de ir bajando
las escaleras hacia las tribunas, escuchamos un grito ensordecedor; el pú-
blico estaba enloquecido aplaudiendo, pero no pudimos ver qué era lo que
- 159 -
ELENA B. ARREGUIN OSUNA
había sucedido. Minutos después, nos enteramos de que Maradona acaba-
ba de anotar un gol, mismo que después declararon como gol de mano y
que terminaron por calificar como el “mejor gol” de aquel Mundial. Diego
Armando Maradona respondió que había sido la “mano de Dios”.

Cada que Pepe iba a dejarme a mi casa, hacía una pausa dentro del
coche para decirme cuánto le gustaba y me pedía que anduviera con él, a
lo que yo contestaba un rotundo pero amable “no”. A él le disgustaba esta
situación y cada vez era más insistente. Lorenza era su aliada y también
trataba de convencerme hablándome de sus coches y su dinero, pero a mí
no me atraía nada que viniera de él. Dándose por vencido, Pepe nos invitó
a comer un día a su casa a Lorenza y a mí.

Se había puesto de acuerdo con ella para hacerme pasar una tarde in-
fernal. Su casa ocupaba una cuadra de la colonia Polanco. Había varias
personas mayores que nosotros en la comida. Recuerdo haber distinguido,
a mi llegada, una cochera enorme con autos perfectamente bien estaciona-
dos y nuevos que dos chóferes enceraban. La casa tenía canchas de tenis
y alberca. Algunos de los invitados jugaban tenis, otros nadaban en la al-
berca, otros comían.

Dentro de los asistentes figuraba un amigo de Pepe que era el típico


naco “nuevo rico”. Un tipo de tez moreno grisácea, feo y que olía mal,
quien se sentía el rey del universo por tener un Mercedes Benz a sus die-
cisiete años. Prepotente y jactancioso a más no poder, fue partícipe del
acuerdo que hicieron Lorenza y Pepe y se dedicó a tratar de degradarme
toda la tarde. Este tipo, también llamado Pepe, empezó a tratarme de inme-
diato como a una prostituta sin siquiera conocerme.

Estábamos todos sentados en el borde de la ventana de la recámara


principal que daba a la alberca, y empezaron a decirme que me aventara
al agua. También estaba Carlos. Lorenza, luciéndose con él, prometió que
iría detrás de mí si yo me atrevía a aventarme vestida. Como yo quería ha-
cerme la chistosa, me aventé con ropa al agua pero, para mi sorpresa, ella
empezó a gritar desde la ventana que yo era una idiota y que ella no me
iba a seguir. Todos empezaron a burlarse y a decir que yo era una corriente
porque me aventaba al agua vestida y que sólo quería llamar la atención.
Carlos también se aventó y se me acercó observando mi cabeza.

- Ya sabía que tu pelo no era rubio natural y que te lo pintabas- exclamó


tratando de doblegarme y se alejó de ahí. Jamás me había teñido el pelo.
- 160 -
HAMBRE
Yo no lo podía creer pero, a pesar de eso, les seguí la broma y me quedé
nadando un rato más.

Cuando salí, le pedí a Pepe una toalla y me dijo que no tenía, pero que
me fuera caminando hacia los vestidores y al vapor en la parte inferior de
la casa y que lo esperara ahí. Empapada y temblorosa fui hacia donde Pepe
me había señalado. Entré por un pasillo cuando, de pronto, escuché gritos
y carcajadas que venían de la alberca hacia el vestidor. Segundos después
Lorenza y los dos Pepe’s empujaban a Manuel, el hermano menor de Pepe,
hacia adentro de los vestidores y cerraban por afuera con llave. Por las
rendijas, desde afuera, Pepe me gritó:

-¡Ahí está tu calentador para que no tengas frío! Los dejamos solitos
para que se froten mutuamente.

Y entonces escuché las risotadas de todos alejándose. Yo observé al


hermano, con los ojos muy abiertos y encogida por el frío, y él me de-
volvió la mirada con la vergüenza reflejada en el rostro. Parecía ser más
consciente y respetuoso que su hermano mayor. Movió la cabeza como
negativa y empezó a darle de golpes a la puerta gritándole a su hermano
que la abriera. Yo me quedé recargada en un rincón esperando. Cansado de
golpear la puerta, se sentó en el piso.

-Estos cuates son unos imbéciles- exclamó nervioso-, ¿cómo nos dejan
encerrados aquí?

Yo no contesté. De vez en cuando pasaba alguien a gritarnos por las


rendijas:

-¿Ya se les quitó el frío o los dejamos más tiempo?, ¡están buenísimos
los hot dogs!, ¿eh?- y se marchaba de ahí.

Cada que alguien se acercaba, Manuel se ponía de pie gritándole a Pepe:

-¡Sácanos de aquí, idiota!, ¡abre la puerta!

Pero nadie hizo caso. No sé cuánto tiempo estuvimos encerrados, pero


recuerdo que yo también estaba sentada en el piso para cuando llegaron
a abrirnos la puerta. Manuel salió de ahí disparado y a mí no me dejaban
pasar. Todos se reían y me preguntaban cómo me había ido. Yo también me
reía por la broma pero me moría de ganas por estar de regreso en mi casa;
tenía mucho frío, sed y hambre. El resto de la tarde nadie me ofreció algo
- 161 -
ELENA B. ARREGUIN OSUNA
de comer, algo de beber ni una toalla para secarme. Cuando pedí agua, me
dijeron que no “había”.

No conforme con su manera de tratarme, al día siguiente de esto, Pepe


inventó y gritó a los cuatro vientos que yo era una puta que había tenido
sexo con su hermano en los vestidores de su casa. Para colmo de males dos
hermanas, bisnietas de españoles pero que todavía hablaban con la “z” y
se creían la crema y nata de la alta sociedad española en México, estudia-
ban en el Instituto Mexicano Regina, la preparatoria a la que ingresé unos
meses después. Su madre era la típica señora arrogante que tenía una casa
en Polanco y cuyo único propósito de vida era colocar a sus dos hijas con
alguien de la comunidad española que fuera millonario para que la man-
tuvieran en un nivel social equiparable al que ella creía tener. Pepe era el
partido perfecto para sus fines.

Las dos hijas, nada atractivas, se paseaban delante de Pepe en la misa


de San Agustín todos los domingos, le sonreían fingiendo inocencia y pa-
saban todos los días, a todas horas, delante de su casa para ver si de ca-
sualidad se lo topaban en alguna ocasión. Este chisme llegó a oídos de las
dos hermanas por boca del mismo Pepe. La hermana menor, a quien yo
apodé “la morsa” por su increíble parecido con ese animal, era hipócrita y
falsa como pocas. En cuanto entré a primero de preparatoria, se encargó de
decirle a todo el grupo que yo era una zorra consumada repitiendo lo que
Pepe le había dicho. Como en todo, algunas le creyeron y otras no, pues ya
conocían la clase de gente que era y la sarta de habladurías que manejaba.

El resto de esa tarde la pasé soportando burlas y humillaciones de toda


la gente. El tipo del Mercedes Benz me preguntó dónde vivía. Le respondí
y se burló. Un señor que jugaba tenis escuchó la conversación, volteó para
donde estábamos y exclamó:

- Yo también vivo en Tecamachalco. No tiene nada de malo.

No teniendo algo más que decirme y enmudecido por el jugador de


tenis, sólo le quedó agregar:

- Debes vivir en la casa más pinche de Tecamachalco. Además ni si-


quiera eres rubia natural. Te pintas el pelo.

- Estás mal- todavía me molesté en responderle-. Te puedo enseñar fo-


tos de mi pelo casi blanco de cuando yo era un bebé. Las rubias naturales
tenemos el pelo en tonos. Siempre es más claro el tono del pelo que está
expuesto al sol. Por dentro es más oscuro.
- 162 -
HAMBRE
- ¿Sí?, y ¿qué me dices de la marca de tu ropa?, ¿es ropa del tianguis?

- No sé qué marca es- respondí.

El estiró la mano y dobló el cuello de mi overol azul para ver la mar-


ca. No era ninguna marca conocida. En ese tiempo muchísimos jóvenes
acostumbrábamos comprar ropa increíble que traían de Estados Unidos
en un tianguis que se ponía los fines de semana en la Tercera Sección de
Chapultepec. Algunas prendas como jeans eran de marca y otras no, pero
a nadie le importaba.

Me volteó a ver burlándose de mí y se secó con asco la mano en el


barandal.

- Eres una corriente. Hablas puras leperadas. Hablar contigo y con una
muñeca inflable es lo mismo.

-¿Muñeca inflable?, ¿qué es eso? – inquirí.

- Sí, las muñecas inflables que usamos los hombres para coger. Tienen
un hoyo. Eres nada más que eso. Yo tengo un Mercedes Benz y vivo aquí
en Polanco, mi papá tiene un chingo de lana y somos de la clase social más
alta de México, ¿ok?- me revisó por completo despectivamente y tomó un
sorbo de su bebida.

Como era mi costumbre, me reí aparentando que nada sucedía y que


me importaba poco lo que me decían. Ese era mi escudo protector contra
cualquier agresión, mismo que me tuvo vomitando durante más de veinte
años todo lo que guardé para poder sanar los rencores y resentimientos
acumulados por no haberme atrevido a defenderme en el instante preciso.

Entrada la noche, recuerdo haberme subido en el asiento de atrás del


coche de Pepe. El iría manejando y Lorenza sería su copiloto. Antes de su-
birse, Pepe dio un salto al verme y regresó alarmado a su casa para volver
con una toalla en la mano. Pensé que finalmente me la daría para que yo
terminara de secarme pero, en lugar de eso, me pidió bruscamente que me
bajara y la colocó encima del asiento para que no lo fuera a mojar.

Todo el camino de regreso Lorenza se la pasó hablando con él sobre mí


en tercera persona.

- Pobre, ¡es tan pendeja!, me imita todo el tiempo, no tiene


personalidad. Habla igual que yo, grita como yo, soy su ídolo, ¿te
- 163 -
ELENA B. ARREGUIN OSUNA
imaginas qué hueva? A donde vayamos hace lo que yo le digo…

- Sí, pobrecita –continuó Pepe-. Se siente menos que nosotros y por


eso quiere ser como tú, aunque no creo que llegue a parecerse en
nada, ¿no?

- ¡No mames, güey!, ¡nunca!


Y subían el volumen del estéreo a todo lo que daba mientras cantaban
haciéndose señas y riéndose. Llegamos a Reforma Lomas, al domicilio
de Lorenza. Yo iba pisoteada y con la moral hasta el suelo. No quería ni
hablar y, aunque mi ropa estaba casi seca, seguía temblando de frío. Mi
forma de resistir el dolor tanto físico como psicológico era impresionante.
Salí del coche angustiada y me fui caminando hacia la puerta de la casa.
Lorenza y Pepe se quedaron platicando y dejando pasar el tiempo otro lar-
go rato. Yo me preguntaba si ella sería capaz de no permitirme entrar a su
desvencijada casa y dejarme en la calle.

Cuando por fin se despidieron, Lorenza abrió la puerta de su casa sin


siquiera voltear a verme, pero yo entré rápidamente detrás de ella. Acto
seguido, se metió en su recámara y se encerró con un azotón.

Yo me quedé sola, sentada en un sillón de la sala y le llamé por teléfono


a una nueva amiga que ella misma me había presentado para que fuera por
mí. En cuanto llegó, sentí un gran alivio y corrí a subirme a su coche. De
camino hacia mi casa, le platiqué todo lo que había sucedido aquel día y
ella apenas lo podía creer, así que aprovechó para confesarme, de una bue-
na vez, que su papá le había prohibido volver a ver a la “piruja verdulera”
de Lorenza.

La siguiente vez que vi a Pepe fue cuando perdí una ridícula apuesta
que habíamos hecho él yo, en la que éste tenía el noventa y nueve por
ciento de las posibilidades de ganarme. Me había ido a cortar el pelo en
el salón más costoso y de moda en México en ese entonces, Thomas Hair
Studio, para lo que había ahorrado dinero durante meses. Era de lo más
cool decir que te habías hecho un corte de cabello en aquel lugar. Saliendo
del salón, Pepe me vio y fue cuando me propuso un trato contra mi nuevo
corte de pelo. Yo acepté aparentando indiferencia. A la semana de haber
pagado una cantidad de dinero exorbitante por un simple corte de pelo, me
encontraba siendo rapada en una peluquería barata a la que Pepe me llevó
para cobrarse la apuesta y burlarse, una vez más, de mí.

- 164 -
HAMBRE
Al día siguiente de aquella nefasta comida, Lorenza me telefoneó a pri-
mera hora de la mañana con sus palabrotas como si nada hubiera sucedido.
Yo estaba sentidísima con ella pero no se lo dije y ella, tan fresca como
una lechuga, me dijo que pasaría a recogerme con Pablo en media hora.
Yo, para convencerme de ir con ellos, me mentí, convenciéndome a mí
misma que no había sucedido gran cosa el día anterior y que yo exageraba.
Una vez que “me lo creí”, pegué un salto y me preparé para esperarlos en
la esquina de mi casa. Ahí me recogieron y nos dirigimos a Plaza Polanco,
que era lo más novedoso en esa época.

Tan pronto Pablo se estacionó, los dos bajaron de un brinco. Pablo


abrió la cajuela del auto y los dos empezaron a reírse observando algo que
guardaban dentro. Ella pegaba de gritos fingiendo estar teniendo una rela-
ción sexual en plena calle. Yo, sin comprender, bajé del coche y me asomé
a la cajuela a ver de qué se trataba, cuando distinguí un artefacto alargado
de color amarillo y unas pomadas dentro de una bolsa de plástico. Pablo
sacó el aparato y lo abrió de la parte inferior diciéndole a Lorenza que le
faltaban pilas. Ella no paraba de gritar carcajeándose y golpeaba a Pablo
fuertemente en el hombro. Yo entendía absolutamente nada. Después, sacó
rápidamente una de las pomadas y me la acercó a la cara para que leyera.
Estaba en inglés y decía algo así como “erect”.

- ¿Erect?- pregunté sorprendida. Pablo escondía la pomada como si


fuera droga que le fueran a confiscar los policías.

- Sí, “erect”, ¿no captas? E r e c c i ó n… pene… pomada para erec-


ción…

- ¿Qué? -respondí sorprendida- ¿a poco existe eso?, ¿a ver?

Y traté de arrebatársela pero él no lo permitió. Metió de golpe la poma-


da en la bolsa, agarró el artefacto amarillo y cerró la cajuela.

- Mejor lleva esto- me dijo entregándome en la mano el aparato amari-


llo y alargado mientras Lorenza se doblaba de la risa

- Ok- contesté- y me paseé por todo el Centro Comercial con el arte-


facto en la mano, moviéndolo como si fuera una sonaja, mientras ellos se
reían. Me gustaba hacerlos reír y, por supuesto, divertirme.

Una vez de regreso a mi casa, me explicaron que ese aparato se llama


vibrador y, cuando me dijeron para qué servía, casi vomité del asco. Me
lavé las manos con alcohol.

- 165 -
ELENA B. ARREGUIN OSUNA
Era casi el fin del ciclo escolar y se llevaría a cabo una fiesta muy es-
perada a la que llamaron “Amadeus” por la antes mencionada canción en
boga. La invitación era una cajetilla de cigarros con una cara misteriosa
impresa al frente que llevaba puesta una capa como de monje perverso.
Todo era de color anaranjado con negro. Los alumnos del ambiente de
escuelas más liberales como el Colegio Americano, el CEM, el Franco
Inglés, el Eton, el Hamilton, el Peterson, etcétera, se peleaban por tener en
la mano la preciada cajetilla de “Amadeus” para acudir a la celebración.
Lorenza y Pablo nos consiguieron boletos a la Bebé y a mí y estábamos
contentísimas.

Ese día saqué mis mejores galas, les presté a la Bebé y a Lorenza mis
dos trajes nuevos tipo “Flans” (2), -sacos largos con hombreras enormes,
faldas largas muy pegadas y blusas holgadas- que era lo que se usaba en
ese entonces-, y yo me conformé con el vestido tejido y viejo que Lorenza
usaba todos los días. Nos vaciamos la botella de hair spray en el pelo para
ponernos el fleco de punta y tieso secándonos con la pistola, nos pintamos
con delineador azul claro en los ojos y la boca rosa pálido nacarado; nos
vaciamos la botella de perfume Anais Anais y ¡listo!, las tres iríamos a la
fiesta más esperada del año.

Para esas fechas, aún mis padres acostumbraban ir a recogerme a las


doce de la noche a las fiestas. Por supuesto, Lorenza y la Bebé podían lle-
gar a la hora que quisieran ¡o no llegar!

Corría un rumor de que un grupo de chavas bastante rudas y conflicti-


vas, capitaneadas por una tal Emma, y con una fama no menos escandalosa
que la de Lorenza, querían romperle la cara a golpes a la Bebé, lo cual
significaba que la defenderíamos y nos romperían la cara a las tres juntas.
Jamás en mi vida me había visto inmiscuida en pleitos callejeros.

Una vez arregladas nos fuimos a casa de Lorenza para que Pablo nos
recogiera. Cuando llegamos, su mamá de le estaba pegando de golpes y de
gritos a su hijo e insultándolo de la manera más grotesca que jamás había
escuchado. Sin atrevernos a entrar a la casa, nos agachamos a escuchar
escondiéndonos entre los coches. Los gritos se oían hasta la calle.

-¿Qué quieres, pendejo drogadicto?, ¡eres un inútil! Lárgate de esta


casa si no vas a hacer nada, ¡hijo de la chingada!

-Mamá…
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HAMBRE
-¡Mamá tus huevos!, ¿cómo pude tener a un cabrón alcohólico y dro-
gadicto de hijo?- continuó la señora con su léxico florido-. Eres un pinche
apestoso, ¡te apestan las nalgas! Ve a lavártelas y a darlas para que te den
tu droga y la consigas sin estarme jodiendo, ¡puerco apestoso! Has de ser
puto… ¡holgazán!

Escuchamos fuertes puñetazos, patadas y los gemidos del hermano de


Lorenza cada que recibía uno. El tendría unos diecisiete años. Yo sentía
pavor. Lorenza nos dijo con señas que esperáramos a Pablo afuera de la
casa. Salimos de puntitas hacia la calle. Eran las nueve de la noche y los
insultos y golpes continuaron por un largo tiempo.

La mamá de Lorenza era una mujer de lo más corriente y ramplona que


yo hubiera conocido. De pelo pintado de amarillo fosforescente y de tez
morena, con los labios siempre muy rojos, vestida extravagantemente con
trajes y escotes hasta el ombligo y con un gusto de lo más vulgar. Saludaba
a Pablo haciéndole la seña obscena con el dedo de en medio de la mano.
Jamás conocí al padre de Lorenza porque no vivía con ellos. De hecho,
parecía no tener progenitor, pues jamás lo mencionada. Cuando le pregun-
taba sobre eso a Lorenza, decía que él viajaba mucho. No obstante, me
supongo que alguien tenía que haberles ayudado para poder mantenerse
rentando una casa enorme ubicada en Reforma Lomas, una colonia de lo
más exclusivo que existe en la Ciudad de México, además de que Loren-
za y su hermano habían asistido en un tiempo al ya mencionado Colegio
Americano, uno de los más costosos entre los colegios particulares de la
urbe.

No supe si su madre tenía uno o varios amantes que la mantenían o si en


verdad existía un esposo o ex esposo quien la ayudaba económicamente,
porque la señora no trabajaba y se la pasaba pegada en el teléfono hablan-
do obscenidades y fumando todo el día con su bata de seda floreada. No
cocinaba, no iba al supermercado, no llevaba ni recogía a sus hijos de la
escuela, no se enteraba dónde estaban durante semanas, no le importaban
en lo más mínimo.

La primera vez que invité a mi casa a comer a Lorenza, mi madre había


cocinado de lo más sencillo. Aun así, Lorenza no podía creer que pudiera
comer los tres tiempos que acostumbramos: sopa, carne con verduras y
postre y ¡hechos en casa! Esto para ella era un manjar.

Por lo general, ella no comía formalmente, pues se la pasaba en los


supermercados robando cosas o sus novios y amantes en turno le invitaban

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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
unos tacos o a un fast food a cualquier hora del día. Además, al entrar en
su casa, te dabas cuenta del descuido total en el que vivían; no había casi
muebles, los pocos que existían eran viejos y sucios; parecía que vivían
aquí y allá y solo tenían lo necesario para moverse de casa rápidamente.
A pesar de vivir en estos rumbos, Lorenza usaba un solo vestido deshila-
chado a diario, mismo que yo llevaba puesto esa noche y un par de tenis,
toscos y desaseados, con calcetas blancas dobladas. Siempre traía las uñas
mordidas y llenas de mugre. Existían unos contrastes muy marcados en su
vida y un abandono total.

Pablo nos recogió y todo el camino hacia la fiesta él y Lorenza estu-


vieron insultándose y discutiendo. Cuando llegamos, ella brincó del coche
porque se estaba orinando y, sin recato alguno, se bajó los calzones en una
glorieta frente a la casa donde iba a ser la fiesta y orinó en un rincón. La
calle estaba atestada de gente a tan solo unos cuantos metros.

Pablo salió del auto, segundos después, al mismo tiempo que nosotras;
sacó de la cajuela un artefacto y le gritó. “¡Me voy a suicidar, Lorenza!,
¿es eso lo que quieres?, ¡te amo!” Acto seguido, descubrimos que traía una
pistola en la mano y se acercaba a ella. La Bebé y yo le gritábamos que no
lo hiciera mientras nos agachábamos cubriéndonos con el coche para no
presenciar aquella escena. Se dirigió a Lorenza sin importarle que estuvie-
ran frente a él todos los personajes de la fila y se puso la pistola dentro de
la boca. Lorenza le gritó de groserías y entró a la casa corriendo.

La puerta se acababa de abrir y, curiosamente, nadie estaba observando


la tragedia que estaba sucediendo a unos pasos de distancia. Además, los
pocos que se dieron cuenta, no le prestaron la mayor atención al evento.
Era como si estuvieran acostumbrados a ver pistolas dentro de la boca de
alguien. Todo sucedía de manera muy intensa y a gran velocidad.

Pablo regresó a zancadas enfurecido hacia el coche donde la Bebé y yo


seguíamos escondidas, abrió la cajuela, aventó la pistola, y entró corriendo
a empujones a la fiesta tras de Lorenza, no sin recibir uno que otro insulto
por no haber respetado la fila. La Bebé y yo entramos detrás de él.

Emma era una chava altísima y ruda como pocas, así que las tres llega-
mos temblando de espanto y cuidándonos las espaldas. La fiesta se llevó
a cabo en la calle de Alcázar de Toledo en la colonia Reforma Lomas. Era
de esperarse que este grupo de adolescentes que asistían no solo fueran
liberales y rebeldes, sino que tenían mucho dinero y se sentían dueños de
la humanidad entera. Tal caso era Pablo, quien también vivía en una casa
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HAMBRE
hermosa situada en una esquina del Paseo de las Palmas, en las Lomas de
Chapultepec. Cuando la ignorancia se junta con el dinero es muy peligro-
so, es un arma letal.

En el sótano, dentro de la casa, habían instalado una pista de baile de


tamaño colosal con luces, sonido y adornos que colgaban desde el techo.
Todo estaba decorado con las cajetillas de cigarros de Amadeus y las pare-
des tenían mantas gigantescos con el logotipo del disco de Falco. Habían
contratado a los dos disc jockeys más cotizados de la época traídos de la
mejor discoteca del momento: el Magic Circus, quienes hacían sus mejo-
res maniobras mezclando canciones y poniendo el ambiente de la fiesta.
La canción de “Rock me Amadeus”, tema de la fiesta, sonaba cada sesenta
minutos a todo lo que daba, ¡era una locura! Todos cantábamos moviéndo-
nos como poseídos cada que la escuchábamos.

Había una barra gigantesca de bebidas alcohólicas, hielos, botanas y re-


frescos. Meseros iban y venían repartiendo vasos desechables, de colores
anaranjados y negros, por doquier. La casa estaba llenándose rápidamente
de gente; el ambiente se iba haciendo cada vez más recargado. La Bebé
y yo encontramos a Lorenza y a Pablo besuqueándose en un rincón de la
pista y nos fuimos. Minutos después llegó Saúl, el mejor amigo de Pablo,
y la Bebé se fue con él, así que me quedé sola como un hongo. Empecé a
dar vueltas por todos lados pero nadie me volteaba a ver.

En esas épocas se usaba que un hombre te sacara a bailar a la pista y,


por ningún motivo, podías ponerte a bailar sola siendo mujer porque eras
tachada de zorra. Pero en ese ambiente parecía que eso no se usaba, pues
veía a las chavas bailando solas o en grupitos con sus amigas dentro de la
pista, pero yo no me atrevía a hacerlo. Cada quien estaba en su ambiente,
con su grupo de amigos. Mi espera se prolongó y se hizo aburrida. Nadie
se acercó a sacarme a bailar en toda la noche.

En una ocasión en la que coincidimos las tres en unas escaleras, divisa-


mos a lo lejos a la tal Emma y nos temblaron las piernas. Cada quien se fue
a su escondite pero el mío resultó ser el peor, pues fue exactamente hacia
donde ella se dirigió. Lo que sucedió después, parece la trama de una cari-
catura en cámara rápida. Me escondí detrás de una puerta que Emma em-
pujó por la parte superior, pero la puerta se abría a la mitad, así que alcancé
a agacharme y ésta azotó por encima de mi cabeza. Salí de ahí corriendo
y me alejé. Cuando volteé hacia atrás, observé que una de las amigas de
Emma señalaba hacia donde yo estaba y ambas empezaron a caminar rá-
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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
pidamente hacia mí, así que apuré el paso y alcancé a esconderme en una
esquina mientras las dos se siguieron de largo sin verme.

Lo último que ocurrió fue que recibí un fuerte empujón por la espalda
cuando bajaba las escaleras hacia la pista. Nunca supe quién había sido
pero, por supuesto, pensé en Emma. Caí sentada en una silla que estaba
debajo de la escalera y empecé a carcajearme del miedo y de nervios.

Casi a la media noche, cuando salí de la casa a ver si habían llegado por
mí mis papás, hallé a la Bebé sentada en las piernas de Saúl, besuqueándo-
se y llorando con el rímel corriendo por sus mejillas. Me dijo que Emma le
acababa de pegar en la cara. Volví a entrar a la fiesta y, de la nada, empezó
a platicar conmigo un tipo con los ojos rojos como semáforo en alto. Minu-
tos después llegaron mis papás. Mi madre entró en la casa a buscarme has-
ta donde yo estaba y me agarró del brazo con una cara de enfurecimiento
que jamás olvidaré. Sin decir una palabra, me jaló fuertemente fuera de ahí
y entonces me encontré a mi papá de pie esperándome en la calle. Cuando
nos dirigimos hacia el coche, uno de los adolescentes borrachos que estaba
afuera le gritó a mi papá:” ¡Hasta pronto, suegro!” Me causó rabia escu-
char cómo le faltaban al respeto a un señor como mi padre.

- ¡Tú y tus amiguitas! –Me gritó mi mamá colérica un vez adentro del
auto- La tal Bebé besuqueándose sentadota en las piernas de un tipejo en la
entrada de la casa, ¡qué espectáculo!, ¿qué no te das cuenta?, ¡el borracho
con el que te encontré estaba también drogado, no podía ni mantenerse de
pie! ¿Estos son los ambientitos que te gustan?, ¡tienes quince años!, todos
estos escuincles son unos irreverentes “hijos de papi” a los que no les im-
porta nada. Tú estás acostumbrada a otra clase de gente, ¡entiéndelo! Aquí
no hay moral, no hay respeto, ¡no hay nada!- Mi madre respiró profundo
y sus cachetes rojísimos parecían a punto de estallar- Ni la Bebé ni la Lo-
renza se vuelven a parar en mi casa, ¿oíste?, ¡tienes prohibido llevarte con
esas tipas y no quiero saber que las vuelvas a ver jamás en tu vida!

La siguiente ocasión en la que Lorenza se atrevió a pararse frente a mi


casa, mi madre la corrió de un grito.

Mi padre guardó silencio y yo también. En ese momento, sentí que mi


mundo de relajo, diversión, antros, rebeldía y mi oportunidad para conocer
galanes a montones se había derrumbado. Odié a mi madre y me propuse
ver a Lorenza y a la Bebé a escondidas. Tal era mi necedad que así lo hice.

Años después, le agradecería a mi madre con creces la lucha furiosa,


terminante y firme que emprendió para sacarme de ese ambiente en el
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HAMBRE
florecimiento de mi adolescencia; me jaló enérgicamente lejos de un hoyo
al que estaba a punto de caer sin siquiera darme cuenta. Mi obsesión me
envolvía por completo. Sé que nunca hubiera podido llegar a ser quien soy
ahora sin su determinación y carácter.

Una mañana, estando en el colegio, la Bebé me propuso que nos fué-


ramos de pinta. Yo jamás lo había hecho, así que me pareció irresistible
la idea y, acto seguido, brincamos una reja altísima en la parte trasera del
patio y nos fuimos corriendo a Sanborns de Palmas. Una vez ahí, nos sen-
tamos a vernos las caras, pues no sabíamos qué hacer. La Bebé tuvo la
ocurrencia de llamarle por teléfono a Saúl, el amigo de Pablo, y los tres
terminamos en el bar de dicho restaurante a las once de la mañana. Eramos
los únicos clientes. Como Saúl y la Bebé se la pasaron besuqueándose y a
mí me daba miedo tomar algo y regresar al colegio oliendo a alcohol, me
salí a ver revistas y tarjetas.

Cuando regresé, la Bebé estaba completamente borracha y Saúl casi la


cargaba. Nos dirigimos al estacionamiento por su coche para que nos re-
gresara a la escuela. De pronto, la Bebé ya no alcanzó a regresar al baño y
empezó a vomitar abundantemente recargada en un pilar del aparcamiento.
Se empapó el uniforme de vasca y el olor a alcohol impregnó todo el am-
biente. Obviamente, no podía regresar así a clases. Yo le dije a Saúl que me
regresaría a pie y que él se quedara cuidando de ella hasta la hora de salida.

Ingresé a la escuela por la parte trasera, donde estaba el estacionamien-


to de los camiones, con el corazón brincándome en el pecho. Una vez
adentro, me enteré de que me estaban buscando para invitarme a participar
en un concurso de ortografía representando al colegio. Cuando llegué a
la dirección, juré no volver a irme de pinta por el resto de mis días. La
madre directora me esperaba con mi maestra de español y redacción para
explicarme todo al respecto. Yo tiritaba por el solo hecho de pensar que
había estado a punto de beber algo en aquel bar y daba gracias a Dios por
no haberlo hecho.

- ¿Dónde estabas, Elenita?- me preguntó la religiosa-. No entraste a la


clase de la maestra Cristina y te buscamos por todas partes. Es muy raro
ese comportamiento en ti.

- Me sentí mal, madre. Me fui al baño y luego di vueltas por el patio.


Disculpe.

Por supuesto, no me creyeron. Aun así representé al colegio en aquel


concurso, pero me confié y estudié casi nada. Perdí el primer lugar. Mi
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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
cabeza estaba en todo menos en lo que debía estar. Fue así como mis bri-
llantes calificaciones y mis “Excelencias” por permanecer siempre dentro
de los tres primeros lugares de la clase, se quedaron en tercer año de se-
cundaria. De ahí en adelante, jamás volví a ser la alumna destacada que fui
durante todos esos años.

Meses después de este incidente, estando en exámenes finales del últi-


mo año de secundaria, me había ido con mis nocivas amistades el día ante-
rior y no había estudiado para el examen de física. Cuando me lo pusieron
en frente, fingí que me mareaba y pedí permiso para ir al baño. Una vez
fuera del aula, no me quedó otro remedio que simular que me desmayaba
tirándome en las escaleras y pegándome un trancazo en la cabeza en frente
de dos monjas que venían directo hacia donde yo estaba. Ellas me cargaron
y me llevaron a la enfermería.

Me permitieron presentar el examen al día siguiente. Esa tarde estudié


y pasé el examen con diez, mas estos serían los vestigios que quedaban de
lo que alguna vez había sido una estudiante sobresaliente y responsable.

La Bebé se apareció en el colegio hasta el día siguiente de la borrachera


diciendo que no se acordaba de nada. Esa era la última vez que yo la acom-
pañaría en alguna de sus tretas. Me vengué de todas las cosas horripilantes
que había despotricado de mí con Ariadna traicionándola, al igual que ella
me había traicionado, y diciéndole a Lorenza todas las barbaridades que
ésta me había platicado acerca de su reputación antes de que yo la cono-
ciera. La fuimos a enfrentar a su casa y la Bebé lo negó todo a gritos. Su
papá terminó por corrernos de ahí. Durante muchos años no supe de ella.

Después de que mi madre largara de mi casa a Lorenza y a Pablo, em-


pezamos a distanciarnos. Vino la muerte de mi padre y ninguno de ellos
tres, mis “supuestos amigos”, estuvieron conmigo para acompañarme en
mi pena. Precisamente, estaba vacacionando en Mazatlán, con Pablo y
Lorenza, cuando mi papá falleció. Tuve que regresarme de emergencia a
México. Ellos se quedaron todavía un mes más, y ni siquiera me hicieron
una llamada telefónica.

Meses después supe que Lorenza se había ido a vivir a La Joya, en San
Diego y le envié una carta por correo diciéndole cómo extrañaba nuestras
aventuras y lo mucho que nos divertíamos. Ella me contestó que ya no
quería volver a verme. Dos años más tarde, recibí una carta por correo
donde ella misma me decía lo mucho que me quería y que había valorado
mi amistad estando allá. Me enviaba unas fotos suyas. Jamás le respondí.

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HAMBRE
De Pablo supe que había tenido que salir de México por algunos unos
años, ya que lo estaba buscando la policía culpándolo de robo de plata y
oro. Eso dio respuesta a todas mis dudas sobre el dinero que éste despilfa-
rraba, de manera inconsciente, saliendo con Lorenza y sin tener un empleo.

Tardé varios meses en quitarme la influencia que me había quedado al


haber frecuentado estos ambientes. Los chismes empezaron a fluir como
un río sin caudal. Ex vecinos de la Zona Militar y otros conocidos le decían
a mi hermano, el que me lleva cinco años, que yo tenía una fama terrible
por todas partes. Este lo creía y venía a reprocharme apenado.

Recibíamos llamadas telefónicas anónimas de tipos que decían que yo


era una ramera y algunos se atrevían a pasar velozmente en sus coches,
frente a mi casa, gritándome todo tipo de insultos. A mis otras amigas, sus
papás les prohibían juntarse conmigo y hasta llegaron a sacarme de sus
casas. Ellas me decían que haberme llevado con la piruja más grande de
todos los tiempos tenía su precio.

Mi hermano mayor y su esposa también criticaban, abiertamente, mi


manera provocativa de vestir, mis amistades y los lugares que frecuentaba.
Ella arremetía contantemente en mi contra durante comidas y reuniones
familiares, sin que alguien pareciera enterarse. Fue tal el grado de agresivi-
dad y palabrerías que un buen día, meses antes de casarme, la suegra de mi
hermano me dijo: “¿Ya ves, mi güera punk? Yo siempre te defendí y supe
que ibas a salir bien casada”.

Cuando iba de vacaciones a Mazatlán, mis propios familiares, por parte


materna, constantemente me faltaban al respeto o me insultaban directa-
mente en la cara. Uno de ellos en especial, con el que había crecido desde
pequeña y al que quería mucho, le encantaba llamarme “hucker”. Cuando
llegaba de bailar por la madrugada, me blasfemaban asegurando que me
había ido a acostar con un canadiense a un cuarto de hotel sin tener una
sola prueba de ello.

Los insultos más violentos vinieron de una de mis primas, mucho ma-
yor que yo, quien afirmaba a gritos que yo había perdido la virginidad con
su hijo a los quince años. Cuando protesté acerca de esto con mi madre,
ella se limitó a exclamar: ¡Qué grosera tu prima!”, para que, al día siguien-
te, le llamara de larga distancia y conversaran a risotadas, como si nada
hubiera sucedido. Esta misma pariente, me corrió de su casa, teniendo a
su esposo como aliado de mis “amigas” para molestarme y ridiculizarme
cada que iba de visita. Inolvidable una ocasión en la que me llamaron para

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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
que me presentara en su habitación, usando una falda pegada y una blusita
corta, para criticarme junto con una de mis amistades nocivas, quien hoy
está clínicamente diagnosticada como bipolar. Entre los tres, me hicieron
pedazos a sus anchas, haciendo comentarios como: “¿crees que te ves bien
con esa faldita embarrada?” o, “¿te sientes la buenota, verdad?”, mientras
mi amiga se revolcaba de la risa en la cama. El esposo de mi prima remató
sus brutales comentarios añadiendo: ¿Y ese triángulo, qué significa? Ha-
ciendo referencia a mi pubis.

Años después, esta misma prima, se atrevió a insinuarme que me iba a


ir a acostar con otro familiar que se casaba en Monterrey y que, por nin-
guna razón, iba a permitir que su hija fuera conmigo al evento porque la
podía pervertir. Mi hermana permanecía silenciosa al volante de nuestro
coche mientras estaba estacionado, incapazElla de omitir una sola palabra
para defenderme. Simplemente se limitaba a sonreír nerviosamente. Me
bajé de ahí azotando la puerta en sus narices. Segundos después, mi sobri-
na, su hija, corría detrás de mí para alcanzarme. “Ahora resulta que yo voy
a pervertir a su hija”, pensaba para mis adentros. Cuando le platiqué furio-
sa este incidente a mi madre, como de costumbre, se limitó a responderme:
“¡Qué grosera tu prima!”. Días después, la pretenciosa de mi prima y mi
madre, volvieron a hablar por teléfono como si nada hubiera sucedido.

Mi tío del lado materno, me dijo, frente a toda mi familia, que yo ya


estaba “muy quemada” por todos lados y con todos mis primos, porque ya
había pasado por cada uno de ellos. Nadie pareció escuchar.

Otro primo mucho mayor que yo, prosaico como pocos, empezó a mo-
lestarme desde que tenía quince años. Marcaba el teléfono de mi casa y,
cuando yo levantaba el auricular, me preguntaba: “¿cuántos amantes lle-
vas?”, “¿cuántos abortos has tenido?”, o simplemente me lo encontraba
conversando con mi madre en la sala de mi casa cuando yo llegaba de
alguna parte, y éste le decía: “Mírela tía, viene del hotel”. Mi mamá se
reía de sus bromas. Después de años de soportar sus insolencias, me cansé
y empecé a colgarle el teléfono y a ignorarlo cuando lo veía en persona.

Años después de cuestionarme por qué razón mi progenitora actuaba


de esta manera, llegue a la conclusión de que ella se sentía entre la espada
y la pared y no quería enfrentar a sus parientes, ponerles un alto y darme
mi lugar como su hija. Ahora, que soy madre, me parece increíble que esto
sucediera.
- 174 -
HAMBRE
Insultos y agresividad por todas partes, mismos que yo resistía con re-
signación, tal de seguir en la fiesta y aparentando ser lo que no era. La
sociedad lacerante, que juzga y que aplasta, y mi propia gente, jamás se
preguntaron la razón, el trasfondo de esta conducta rebelde y radical en mi
persona. Simplemente, se limitaron a criticarme sin piedad.

Con mis familiares del lado paterno, las que vivían en el Estado de Mé-
xico, era la misma historia. Mis primas fingían ser abiertas y “alivianadas”
para sacarme información sobre mis galanes y los lugares que yo frecuen-
taba, para luego transformar, mentir y exagerar todo lo que les decía a su
antojo, criticándome a mis espaldas y diciendo que yo era una resbalosa
que me quería parecer a la cantante regiomontana Gloria Trevi.

Claro, yo no era ninguna blanca palomita; si tomaba alcohol, me vestía


llamativamente con escotes y minifaldas, era gritona y relajienta y decía
leperada tras leperada, no podía esperar que pensaran de mí otra cosa.

Aun así, toda experiencia es una oportunidad para aprender. De todo


esto asimilé una gran verdad. Ninguno de los familiares que tanto me
difamaron y que dijeron las peores atrocidades sobre mi persona, son un
ejemplo a seguir. Todos, sin excepción, tienen una larga cola que les pisen.
Así es este tipo de gente. Exageran y se asustan de actos mucho menos
escandalosos de los que ellos mismos cometieron en su pasado, o siguen
cometiendo en el presente.

Pese a tanta calumnia continué yendo a fiestas, reuniones, cocteles y


discotecas con nuevas amistades; empecé a fumar y me encargué de hacer-
me fama de buena bebedora, así que era muy común que organizara com-
petencias para ver quién me ganaba en terminarse más rápido una cuba
de hidalgo, es decir, de un golpe. Me llamaban “Elebria” y ese apodo me
causaba orgullo y mucha gracia.

Por supuesto, había escogido a mi nuevo grupo de amistades, gente


conflictiva de todos lados, egocéntrica y rebelde. Otro tipo de gente me
aburría. Era un halago para mí que las personas complicadas me buscaran
para llevarse conmigo, me relacionaran con la diversión y el relajo y que
me consideraran una mujer superficial y vividora.

-Oye- me dijo un pretendiente una noche cuando estábamos en un bar-.


No entiendo esto. Si eres una niña bien y de familia, eres buena onda y
hasta femenina, ¿por qué te empeñas en sonar vulgar y corriente hablando
con esas groserías? No te queda, te ves mal. Hasta deberías de dejar de
fumar y beber de esa forma.
- 175 -
ELENA B. ARREGUIN OSUNA
En ese instante enmudecí. Quizás este hombre nunca lo sabrá, pero le
agradezco su comentario con toda el alma. Desde aquella noche pensé se-
riamente en so observación y la influencia Lorenziana se esfumó en un dos
por tres. No necesitaba estar diciendo groserías para llamar la atención. Si
por naturaleza había nacido alegre y sociable, comprendí que no tenía por
qué recurrir a lo ordinario y borré aquellas palabras de mi vocabulario.
También entendí que no hallaba una razón para fumar que no fuera la de
intentar hacerme la interesante, pues ni siquiera me gustaba el tabaco y,
siendo deportista de corazón, solo estaba afectando mi condición física
innecesariamente.

Concluí que no tenía necesidad de beber como desesperada para con-


vertirme en “el bufón de la fiesta” y demostrarle a los demás que era muy
ruda y aguantaba mucho tomando. Me la pasaba mejor bebiendo modera-
damente y consciente de mi condición, que cuando terminaba tambaleán-
dome o inconsciente vomitando en el baño. Además, yo no requería del
alcohol para desinhibirme o divertirme. A partir de ese momento y aunque
tardé algunos abriles, empecé a redescubrir mi esencia poco a poco y volví
a ser yo misma.

Pasaron siete largos años. Yo estaba a la mitad de mi carrera cuando un


día, intrigada, se me ocurrió marcar el teléfono de Pablo y él me contestó.
Rápidamente condujo hacia mi casa y nos pusimos a recordar aquellos
tiempos. Repentinamente, me pidió una Biblia y empezó a leerme algunos
versículos. Al principio yo no sabía si estaba bromeando, pero pronto me
di cuenta de que hablaba en serio. Pensé que había cambiado mucho en
estos años. Mi madre no lo reconoció.

Lo invité a una de mis fiestas de cumpleaños con su amigo Saúl. Me


contó con detalle todas sus intimidades con Lorenza en las calles, en los
cines, en sus casas y me dio mucho coraje haber sido tan ingenua como
para haberme tragado todas las mentiras que me decían en ese entonces.
Nos hablábamos seguido pero, ¿qué hacía yo frecuentando a una persona
tan enferma como Pablo?

Como por telepatía, un día recibí una llamada inesperada. Era Lorenza
y estaba en México, ¡no lo podía creer! Se hospedaba en el Hotel Nikko y
me pidió que la fuera a ver, pues ya tenía dos hijos que quería que conocie-
ra. Yo le hablé a Pablo de inmediato y nos quedamos de ver con ella en la
recepción del lugar. Ambos estábamos muriéndonos de curiosidad por ver
si había cambiado en algo, pero jamás nos imaginamos lo que estábamos
a punto de presenciar.
- 176 -
HAMBRE
De los elevadores salió una joven morena, delgada y bien vestida cami-
nando hacia nosotros. Llevaba el cabello largo y alaciado, collar y pulseras
de oro, pantalones negros tipo Capri y una blusa Armani de seda. Usaba ta-
cones altos, caminaba erguida, estaba perfectamente maquillada y traía las
uñas largas e impecablemente pintadas. Pablo y yo no podíamos dar cré-
dito a lo que veían nuestros ojos… ¡era Lorenza!, no cabía la menor duda.

Se me acercó y me dio un gran abrazo. Con Pablo fue un poco más


distante. Se sentó en la mesa y las dos nos quedamos viendo por un tiempo
sin hablar.

-¡Cómo has cambiado!, ¿quién eres?- le pregunté asombrada.

- Soy una señora y madre de familia- me respondió cohibida.- Tengo


dos hijos.

- Pero, ¿con quién te casaste?- pregunté intrigada.

- No me casé- respondió riéndose-. Vivo sola en un pent house en Ti-


juana y tengo estacionado un Jaguar en mi garaje.

- ¿Trabajas?- le preguntó Pablo temerosamente.

- ¿Yo?- soltó una carcajada- ¡ni madres! Me mantiene al padre de mis


hijos.

“¿El padre de mis hijos?”, pensé para mis adentros, “¿qué quiere decir
con esto?”. Ella me observó y leyó mis pensamientos.

- Es una larga historia. Ya te la contaré después- me dijo muy sonrien-


te-. Pero, ¿cómo han estado ustedes?

Era impresionante la transformación que Lorenza había experimentado.


En casi un minuto de conversación, había dicho una mala palabra cuando
siete años antes decía diecinueve malas palabras de veinte. Ya no fumaba
un solo cigarro, no masticaba chicles vulgarmente ni abría las piernas al
sentarse. Era completamente otra persona. Parecía que se había inscrito en
un curso intensivo de modales y refinamiento.

- ¿Vas a tomar algo?- le preguntó Pablo torpemente, aparentando con-


trolar su nerviosismo.

- No tomo, Pablo. Ya no viene al caso.


- 177 -
ELENA B. ARREGUIN OSUNA
- ¿Qué?- pregunté asombrada- ¡ahora resulta que mi maestra de fumar,
de decir groserías, chupar y ligar es una santa aburrida!, ¿qué?, ¿ya no te
pones tus borracheras?- le pregunté.

- Sí, pero solo una vez al mes y sin que me vea la gente- respondió.

- Pues ¡órale!, ¡esta es tu borrachera del mes!- le dije alzando la copa.

Lorenza se rió abriendo mucho la boca, como acostumbraba antes, y


entonces la recordé perfectamente bien. Nos veía a Pablo y a mí rápida-
mente sin saber qué hacer.

- Pues bueno, ¡recordemos los viejos tiempos!- añadió Lorenza llaman-


do al mesero y pidió una bebida con alcohol.

Una vez que se la entregaron, los tres brindamos, platicamos un largo


rato y nos quedamos de ver ella y yo al día siguiente para desayunar con
sus hijos, a quienes había dejado en el cuarto del hotel a cargo de la mucha-
cha. Nos despedimos efusivamente y, justo cuando se iba, volteó a verme.

- ¿Tu mamá todavía no me quiere?- me preguntó de lejos.

- No- le contesté llanamente moviendo la cabeza en señal de negación-


¡Hasta mañana!

- Pero ¡ya no digo groserías!- gritó alejándose aun más.

- ¡No!- volví a contestarle moviendo la cabeza en señal de negación y


pensando que eso había sido lo de menos para que mi mamá la aborreciera.

De regreso, Pablo y yo íbamos tan incrédulos como asombrados. No


podíamos imaginar qué era lo que había sucedido en su vida para que se
transformara en alguien totalmente distinta a la que ambos recordábamos.
A mí me dio gusto por ella e, increíblemente, sólo pude recordar los bue-
nos momentos.

Al día siguiente conocí a sus dos niños pequeños, un hombre y una


mujer. Nos sentamos a desayunar al buffet del restaurante dentro del hotel.

- ¿Cómo pude andar con Pablo?- me preguntó con cara de asco-. Tiene
unas orejotas, ¡está horrible!, ¡qué asco!

- Pues ya ves. Tú y tus gustitos- le contesté burlándome.


- 178 -
HAMBRE
Fu ahí que me relató su historia. A sus veintiún años y con posibilidades
de estudiar, aun no había terminado la preparatoria. Estando en La Joya,
donde se había dedicado únicamente a salir con varios chavos y al reven-
tón, conoció a un hombre maduro con mucho dinero y había empezado a
salir con él. Aunque era casado y tenía hijos, a ella no le había importado.
Meses después, resultó que estaba embarazada. El le preguntó primero
si este hijo era suyo; una vez que ella se lo hubiera confirmado, decidió
regresarla a México, llevársela a vivir a Tijuana para que estuviera cerca
del shopping en San Diego y ponerle una “casa chica” en un pent house
ubicado en una de las mejores zonas de la ciudad. Por lo que entendí, él no
vivía ahí, pero viajaba mucho y la iba a ver cuando podía.

En cuanto el señor tuvo a su primer hijo fuera del matrimonio, le había


comprado a Lorenza un automóvil Jaguar para que llevara al niño a las
citas con pediatras y por si había alguna emergencia. El la mantenía como
a una reina en su castillo y Lorenza decidió volverse sumisa y refinada
para que la siguieran sosteniendo en aquél nivel económico y social que
de otro modo jamás hubiera logrado. Como a un maniquí, él le escogía y le
compraba la ropa a su amante; le decía de qué color pintarse el pelo y las
uñas y le enseñaba a comer y a beber en lugares finos. Cuando el señor se
aburría, le pedía que se hiciera un cambio de look y la llevaba con el estilis-
ta más cotizado de Tijuana. Toda una faramalla montada a la conveniencia
de ambos. Por ningún motivo ella le podía llamar a su casa, solamente a su
oficina y a su celular a ciertas horas del día.

Pasado el tiempo, ella había vuelto a quedar embarazada y había dado a


luz a una niña. La razón por la que ahora estaba en la ciudad de México era
porque el señor la había mandado, por segunda vez, a hacerse cirugía plás-
tica. Meses antes le habían practicado la lipectomía, es decir, la operación
en la que estiran y cortan la piel del abdomen para dejarlo plano y firme.
En esta ocasión, se había aumentado el busto y estoy convencida de que, si
la liposucción hubiera estado en boga en 1993, seguramente también se la
hubieran practicado. Regresaba a Tijuana al día siguiente.

Al final, me confesó que este señor era hermano del entonces gober-
nador de uno de los Estados al norte de la República Mexicana y me dio
el nombre. Agregó que hacía años que no sabía nada de su familia ni de
su madre y que, la última vez que la había visto, había sido fue estando
con sus dos hijos en el aeropuerto, pero que su mamá la había rechazado
volteándole la cara.
- 179 -
ELENA B. ARREGUIN OSUNA
Yo no sabía qué decir, pero pensé que alguien como ella tendría que
haber terminado así. Su vida me pareció falsa, vacía y superficial pero,
sinceramente, le había ido de maravilla en comparación con lo que yo me
esperaba. Además, tenía lo que quería. Me llamó por teléfono antes de
casarme para que la invitara a mi boda y volvió a preguntarme si mi mamá
aun la odiaba. Le dije que sí y, definitivamente, ni se me ocurrió invitarla.
No he vuelto a saber de ella. A Pablo también lo dejé de ver de golpe.

Fue hasta hace ocho años, en el 2004, que me rencontré inesperadamen-


te a la Bebé junto con Alexandra, una conocida mutua que había estudiado
con nosotras en el Colegio Vallarta, quien iba por el segundo divorcio y
tenía unas manías posesivas y enfermizas muy marcadas, tanto hacia las
cosas materiales como hacia sus parejas y amistades. Daba la impresión de
que intentaba comprarnos a todos con su dinero y, de esa forma, obligarnos
a aceptar su manera de manipularnos a su antojo.

Alexandra me había invitado a comer a su casa. Como hacía muchos


años que no la veía, yo había aceptado la invitación ignorando que ella y
la Bebé eran amigas y que ésta estaría presente. Fue un golpazo en la nuca
volver a verla.

La Bebé era obesa, tal y como me la había descrito el hermano de Ha-


rry, y estaba casada con dos hijos. Había escuchado rumores de que ella
había hablado muy mal de mí después de mi traición con Lorenza, al grado
de blasfemarme con mentiras tan tremendas como que yo ya llevaba “seis
abortos”… ¡Dios mío! Pero ahí estaba, sonriéndome descaradamente. Le
pregunté en voz baja a Alexandra por qué razón se llevaba con ese tipo de
gente. Me sorprendió cuando me respondió asegurando que la Bebé era
“súper fresa” y que de todo se espantaba. Yo me carcajeaba al escucharla y
le insistía en que no la conocía bien a fondo.

- ¿Súper fresa y de todo se espanta?- le pregunté riendo-. Definitiva-


mente no estamos hablando de la misma persona.

- Pero es una persona normal, casada y con hijos- insistió ella.

- Oye, ¿te parece normal alguien que engorde y beba alcohol de esa
forma?- le pregunté asombrada- Sé que es alcohólica.

- Sí, todos engordamos con el tiempo- respondió a la defensiva-. Y se


echa sus chupes de vez en cuando, como todos.
- 180 -
HAMBRE
- Sí, ¡pero no subes setenta kilos midiendo un metro con cincuenta cen-
tímetros! Algo anda muy mal en su vida.

- ¡Tú alucinas!- me respondió absurdamente.

Aunque traté de evadir a la Bebé a toda costa, tuvimos que sentarnos a


comer en la misma mesa junto con otras cuatro ex compañeras de la escue-
la. Para ese entonces, yo estaba embarazada de mi segundo hijo y llevaba
al primero en brazos. Preferí dejarlo acurrucado en su carriola para alejarlo
de las feas vibras.

- ¡Ay, no manches!- decía la Bebé-. Cuando estuve en el grupo musical


infantil me acuerdo que había una integrante que era una golfa que se pin-
taba desde los once años. Luego la veías besándose con tipos.

- Oye-, interrumpí- tú también te pintabas desde esa edad y te ibas de


gira.

- ¿Yo?- ¡para nada! A mí no me dejaban pintarme a los once años. Mi


mamá era súper estricta- respondió hipócritamente con su voz chillona.

En ese momento, la lasaña que me estaba comiendo se me quedó atora-


da en la garganta de la impresión que me estaba causando lo que escucha-
ba. Tanta falsedad y mentira no podían ser posibles, y menos sabiendo que
yo conocía todas sus aventuras y vivencias. Dejé el tenedor sobre el plato
y, sin inhibiciones, me dirigí a ella.

- ¿Qué?, ¡por Dios!, ¡eras la niña precoz de la escuela! Ibas pintada des-
de que eras una escuincla de diez u once años, ¿no se acuerdan?- pregunté
volteando a ver a las demás invitadas que habían estado en el colegio.

- ¡Ay!, ¡para nada!- contestó Alexandra defendiéndola y sin dejar ha-


blar a las demás-. Además, ¿qué nos importa si la Bebé se pintaba o no a
los once años? ¿Estamos todas de acuerdo?- agregó para cerrar el tema.

- Pues yo no me acuerdo- prosiguió la Bebé- y, si me pintaba, era a


escondidas de mi mamá porque era un sargento que no me dejaba ni salir
a la esquina.

- ¿Qué?- esta vez el tono de mi voz subió hasta el cielo- ¡tu mamá era
una alcahueta de primera!

Todas las demás me voltearon a ver impresionadas de que me atreviera


a decirle semejantes verdades en su cara y estaban a punto de soltar una

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carcajada. La Bebé me miró fingiendo que no comprendía lo que yo esta-
ba diciendo. Me era insoportable escuchar tanta falsedad salir de boca de
semejante monstruo. No podía tolerarlo, pero concluí que no valía la pena
derramar bilis por alguien así.

- Oigan- continuó hablando-, ¡nosotras éramos de lo más sanas e ino-


centes! Las generaciones actuales están muy gruesas. Ves a las chavitas
de quince años besuqueándose sentadas en las piernas de los novios en la
calle…

Súbitamente, empezaron a llover imágenes en mi memoria. La recor-


dé, a sus quince años, sentada en las piernas de Saúl besuqueándose en la
calle durante la fiesta de Amadeus…

-… y se emborrachan aunque sea de día…

La recordé vomitando, a las once de la mañana, afuera del Sanborns de


Palmas aquella vez que nos habíamos ido de pinta…

-… se visten todas embarradas y provocativas…

La recordé, a sus trece años, con su playera blanca transparente emba-


rrada y su falda de cuero negra saliendo en tacones de su recámara. En-
tonces ya no pude más y le formulé una pregunta que no me podía negar.

- Oye, ¿y qué me dices de tu amiga “la pulcra” de Lorenza?, ¡estaba


gruesa!, ¿no?

- ¡Ay!, pero si yo conocí a Lorenza en el coro de la iglesia de Bosques


de las Lomas. Yo qué iba a saber cómo era ella.

- Pero si antes de que yo la conociera me hablaste pestes de ella, dicién-


dome que era la peor piruja de la historia y que ¡se había ido a Acapulco
sola con tres tipos!- grité exasperada.

Ella, sintiéndose acorralada, me volteó las cosas de inmediato tomán-


dome del hombro para hacerme quedar mal ante las demás.

- Tranquila, tranquila, amiga. Yo no sabía nada de eso- fue lo único que


pudo improvisar, la muy cínica.

Ese fue el colmo de los colmos. Ahora resultaba que la persona más
nociva que jamás hubiera conocido, no solo se había transformado en una
farsante mojigata, sino que ahora negaba su pasado y fingía espantarse de

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HAMBRE
lo que había hecho ella misma años antes. Era tal mi confusión, que llegué
hasta a pensar que quizás padecía de lagunas mentales por haber bebido
tanto alcohol y ya no se acordaba que yo había sido testigo de todas sus
hazañas. De otro modo, no me podía explicar tan desvergonzada farsa que
estaba montando frente a mí.

Recordé a mi pobre amiga Ariadna y pensé que me habría encantado


haberla tenido ahí sentada escuchando la sarta de mentiras que salían de la
boca de esta víbora, con lengua bífida, que se convirtió en la peor influen-
cia en la vida de ambas.

Empezaron a tomar fotos y la Bebé se atrevió a posar amistosamente la


cabeza en mi hombro. Yo me quedé inmóvil del susto para brincar del otro
lado una vez que terminó de brillar el flash. Ella continuó hablando de su
“maravillosa y perfecta familia”, de su inigualable matrimonio de cuento
de hadas y de incoherencias como que su hermana menor era tan exagera-
damente guapa que seguía sin tener novio a sus veintisiete años.

- ¿Cómo?- le preguntó otra de las presentes en tono de burla -. No en-


tiendo cómo, si es tan guapa, no tiene novio.

- Es que su belleza asusta a los hombres y no se atreven ni a acercársele.

Esta vez me salió la risa del corazón. Por primera ocasión, otras en la
mesa me siguieron. Recordé el molde del rostro familiar en forma de bruja
y no pude evitarlo. La hermana era muy parecida a ella. Descubrí que de-
bía de darle un giro completo a mi actitud para poder pasármela bien aque-
lla tarde, es decir, en lugar de estarme revolcando de coraje cada que oía
que soltaba una de sus hipocresías, decidí tomarlo por el sentido amable y
reírme de su capacidad de mentir.

Así la pasaríamos el resto de la tarde hasta que, gracias a la falta de


sutileza de la anfitriona, quien jamás me permitió subir a su recámara para
acostar a mi pequeño hijo y me dijo que mejor lo acomodara en un sillón
frío de la sala y lo fuera a amamantar de pie a la cocina por ser “el lugar
más calientito de la casa”, me fui de ahí con mi nene para nunca regresar.
La neurastenia y aprehensión de Alexandra terminó por exasperarme.

Tiempo después me enteraría de que, en su primer matrimonio, Alexan-


dra obligaba sus invitados a quitarse los zapatos antes de entrar a su casa
y les prestaba varios pares de pantuflas viejas que tenía a la entrada. Esto,
con el fin de que “no ensuciaran” ni metieran gérmenes en su alfombra. Me
pregunté qué tan limpias estarían las pantuflas viejas que ella y su entonces
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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
marido habían dejado de utilizar para enfundárselas a la fuerza a todos los
invitados que ahí entraban una y otra vez. Otra situación extraña era que,
aunque los ahí presentes se hubiera tomado la molestia de haberle llamado
con anticipación para ofrecerle alguna botella de vino para llevar, ella les
respondía que en su casa “había de todo”. Cuando le pedían algo de beber,
ella sólo les ofrecía agua, pues ahí no se tomaba otra cosa. Además, les
advertía que los niños tenían prohibida la entrada.

Muchos años de terapia la convencieron de embarazarse de su segundo


matrimonio. La misma Bebé tuvo el descaro de llamarme a mi casa para
invitarme al Baby Shower de Alexandra, al que no asistí. En la actualidad,
Alexandra va por su tercer divorcio.

Más adelante comprendería que todo sucede por alguna razón. El tiem-
po es un aliado maravilloso. A fin de cuentas, ¿qué hacía Alexandra con
alguien como la Bebé? Cuando me puse a analizar objetivamente su vida,
hallé claramente la respuesta.

Alexandra padecía del mismo mal que yo: “Un enfermo busca a otros
enfermos”.

- 184 -
HAMBRE

Pacientes no tan pacientes.

L o que me suponía acerca de Rita, sucedió. Después de algunos días


de actuar desordenadamente y a sus anchas sin pedir permisos,
usando el gimnasio como le venía en gana, comiendo desordenadamente y
con compulsión, llegó el día en que le pusieron un alto en seco.

Fanny gozaba imponiendo el control drásticamente a toda aquella que


se atreviera a desafiar su autoridad. Le prohibió las caminatas por las ma-
ñanas, le prohibió el uso del gimnasio y jugar voleibol los fines de semana;
corrigió su manera grotesca de comer y le puso los ojos encima de una
manera exagerada.

Una noche en la junta de AA, Rita se puso de pie para hablar en el


estrado y, para mi asombro, comenzó a llorar expresándonos a los demás
su sentir.

-Para mí el no hacer ejercicio, el no quemar energía de alguna for-


ma y canalizar mi ansiedad, es un castigo. No comprendo cómo pueden
prohibirnos usar el gimnasio o ir a caminar. Me dijeron que no veníamos
aquí a adelgazar ni a fortalecer músculos para salir “bien buenotas”, que si
queríamos algo así, eligiéramos un Spa o clínica de adelgazamiento; que
aquí veníamos a curarnos el espíritu. Una vez logrado esto, empezaríamos
a actuar de una manera coherente y eso nos llevaría a estar sanas física-
mente. La verdad estoy muy tensa porque me siento vigilada las veinticua-
tro horas y no me parece justo –hizo una pausa-. Hoy fue un pésimo día
para mí y se los quería compartir. Además de esto, hablé con mi mamá y
me dijo que mi prima hermana de trece años se había quedado estéril por
causa de la anorexia. Se le secaron las trompas de Falopio, ya no ovula ni
ovulará nunca en su vida… ¡apenas es una niña!
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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
Y se soltó llorando en el micrófono. Cuando esto sucedía, todos los de-
más les dábamos ánimos a los que estaban en el estrado para que siguieran
adelante.

- Bueno, felices veinticuatro horas- concluyó.

Todos le aplaudimos. Era la primera vez que yo veía que Rita se toma-
ba algo en serio. Cuando terminábamos de hablar en el estrado, decíamos
la frase “felices veinticuatro horas”, haciendo referencia a un día más de
sobriedad y control, cualquiera que fuera nuestro padecimiento.

Rita se topó en la clínica con un señor maduro y casado quien se creía


todo un conquistador, jugaba golf y presumía de tener mucho dinero. Ella
empezó a estar mucho tiempo con él. Cuando no estaban juntos, optaba
por pasar el tiempo con un conductor de la televisión mexicana, quien
dirigía un programa cómico que se transmitía por las mañanas. Siempre
estaba con alguno de los dos y encontró lo que estaba buscando: atención.
Pasados los días, estas relaciones se volvieron más obvias y, por más que
quisiéramos creer que no sucedía algo, nos dábamos cuenta de que hasta
existían conflictos de celos entre los dos hombres, más por parte del señor
maduro que por el conductor de televisión, al que parecían resbalársele
todas las cosas.

Se les llamó la atención por parte de los empleados de la clínica, pero


hicieron caso omiso al respecto. Se les volvió a llamar la atención de ma-
nera más drástica y no hubo resultado hasta que, definitivamente, se les
prohibió estar juntos a los tres. Por supuesto, eso creó un problema mayor
y el señor maduro, quien era de carácter explosivo y prepotente, armó un
revuelco impresionante, quejándose de las medidas estúpidas que se toma-
ban dentro de esta clínica y haciendo caso omiso a las advertencias. Con-
tinuó con la misma actitud altanera de siempre y retando a la autoridad.

Su esposa y sus hijos iban a verle, sin falta, cada semana. A mí se me re-
volvía el estómago al ver a Rita tratando de disimular sus celos y barriendo
de pies a cabeza a la mujer.

Un día de práctica en terapia grupal tuve la oportunidad de decirle al


hombre maduro frente a Rita que era un infiel y un “rabo verde”. El me
respondió que yo era una neurótica, una superficial y una exagerada que
quería llamar la atención a como diera lugar. Nos quedamos muy tranqui-
los el uno con el otro después de este desfogue.
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HAMBRE
Días después fue expulsado de la clínica por desobedecer las reglas. Se
fue de ahí un día antes de haber cumplido con su etapa de internamiento
sin honores, sin diploma ni reconocimiento, con la cabeza y la moral por
los suelos.

Fue la segunda y última vez que observé llorar a Rita. Esta vez, mucho
más que la primera, pues no podía ni hablar del llanto, balbuceando que
había sido una injusticia.

Cuando salí de la clínica me enteré, meses después, que Rita había


mantenido relaciones amorosas con los dos. También supe que el conduc-
tor de televisión había recaído y había sido nuevamente internado, pero
sin éxito. Su adicción a las drogas y al alcohol lo había llevado a perder su
matrimonio y hasta su trabajo.

Por esas fechas, rondaba por los pasillos una historia de acoso sexual
por parte de un homosexual a otro paciente. Estos dos eran compañeros
de cuarto y el acosado narraba que una noche, estando a punto de dormir,
el hombre había salido del baño en tanga de hilo dental con una flor entre
los dientes y se le había acercado a la cama meneándose como bailarina de
hawaiano. Este, sorprendido y asustado, se embarró como una mosca en
la cabecera pero el otro había empezado a trepar su cama en cuatro patas,
gateando eróticamente con los labios en forma de beso. Entonces él había
salido disparado del cuarto pidiendo auxilio y un cambio de habitación
a los técnicos. No supe cómo habían reprendido al acosador, pero había
argumentado que todo había sido una broma.

Ese suceso era continuo tema de burla para la víctima, pues nos car-
cajeamos hasta dolernos el estómago cuando nos contaron la historia por
primera vez y, cada que veíamos al acosado, nos burlábamos haciéndole
señas y señalando al acosador con poses sensuales y provocativas. El se
reía y se apenaba. Por ser compañero de mi grupo de terapia, supe que el
acosador tenía una mujer que estaba embarazada. Más tarde lo veríamos
siendo visitado por ella.

Me llamaba mucho la atención otro compañero de terapia de grupo


llamado Héctor. El era un paciente gordito y tranquilo; parecía todo un ca-
ballero. Era adicto a las drogas y al alcohol, pero jamás perdía los estribos.
Se rumoraba que no iba a terminar sus días de internamiento porque estaba
muy presionado por problemas con su esposa e hijos. En esta terapia es-
cucharía mencionar, por primera vez, nombres de drogas como ice, cristal,
glass, productos y resinas industriales; supe cómo se inyectaba la heroína,
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cómo inhalaban cocaína con una especie de popote calentándola en un
bote hasta que se disolvía haciéndose líquida, diferentes derivados de la
cocaína; mezcla de medicinas y antidepresivos para drogarse; alcohólicos
que, en casos extremos, tomaban alcohol del noventa y seis o perfumes.

Héctor era siempre el coherente, el pasivo, el ecuánime de la terapia. La


terapeuta lo utilizaba mucho para que nos hiciera ver a los demás nuestras
faltas, para que nos regañara y nos orientara. Pero un buen día, Héctor
estalló y empezó a narrar la historia más dramática y violenta que jamás
hubiera escuchado en mi vida.

- Ya me cansé de andar ocultando algo que me afectó gravemente desde


chico- dijo con voz desesperada y moviendo la pierna de arriba abajo rá-
pidamente mientras estaba sentado-. Tuve una infancia nefasta, mis padres
jamás se ocuparon de mí y les valí madres, ni siquiera se dieron cuenta de
que estaba mal en la escuela o triste. Fueron unos ojetes toda la vida-. Su-
daba copiosamente y, de cuando en cuando, extendía la mano para agarrar
un pañuelo y secarse el sudor. Yo estaba impresionada, pues jamás lo había
escuchado proferir alguna palabra altisonante–. Lo que pasa es que mi
padre fue un alcohólico empedernido, un desgraciado, un perdedor. Todos
sus hijos somos alcohólicos y drogadictos jodidos.

Un fin de semana, cuando ya todos estábamos casados, se la pasó be-


biendo como loco, se resbaló de las escaleras y se quedó colgando de ca-
beza con una pierna atorada en el barandal. Como estaba tan borracho, no
pudo hacer nada y ahí permaneció enganchando dos o tres días. Mi madre
estaba en casa de mi hermana fuera de ahí. El lunes siguiente mi hermano
fue a su casa y se lo encontró, todavía colgado, con un charco de sangre en
el piso. Ya estaba muerto. Lo enterramos y punto. Pero de este hermano es
del que quiero hablar. El muy cabrón hijo de puta de Roberto, mi hermano
mayor, que ahora se hace pendejo y pinta la vida de color de rosa a pesar
de todos los pedos que tiene con su mujer y sus hijos por alcohólico. Este
desgraciado me violó cuando era un niño. Sí, ¡así de la chingada! El hijo de
puta me agarró un día y me violó en la casa. Todavía puedo escuchar mis
gritos y mis súplicas para que se detuviera.

Yo empecé a tener broncas en la escuela y me daba miedo llegar a la


casa porque me lo iba a topar. Mis papás jamás se enteraron de esto porque
el muy cínico de Roberto lo iba a negar y pensé que nunca me creerían-.
Sentí una punzada en el estómago de la impresión. La terapeuta nos miraba
a todos y regresaba a verlo a él con cara de compasión. El, mirando al sue-
lo y volteándonos a ver de cuando en cuando, siguió hablando-. Mi mamá
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HAMBRE
se hacía la tonta aunque supiera lo que pasaba en la casa. Mi otro hermano,
el más chico, un completo drogadicto y alcohólico desde los trece o cator-
ce años. Mi hermana una maniaca depresiva y también alcohólica.

Fue un caos haber vivido esta infancia. Yo, el segundo de la familia,


traté de sacar adelante a mi hermano chico. Ahora el muy idiota se quedó
en un viaje como vegetal por un pasón que se dio con heroína. Tiene una
hija con una vieja que ni es su esposa, igual de adicta que él. Esa pobre
niña no sé qué destino tenga, pero ha visto a mi hermano golpeando a su
madre, inyectándose heroína, ahogado en alcohol. Ahora ella lo cuida en
el hospital del gobierno. A ver hasta cuándo lo tienen ahí porque llegó a
emergencias pero ya no pueden hacer nada por él y está ocupando el lugar
de otros pacientes. El día que lo larguen de ahí, se va a morir.

Ahora traigo broncas de lana con la familia porque, los muy gandayas,
quieren quedarse con unas propiedades de mi mamá y desean que los here-
de en vida…- hizo una pausa-. Tengo que regresar a mi casa, ya no puedo
estar aquí internado mientras allá afuera se están arrebatando como buitres
las cosas. Mi esposa es bulímica –y volteó a verme de reojo al igual que
todos los demás compañeros- y no puede sola con el paquete de nuestros
hijos…

Durante esta desgarradora narración, no lo vi derramar una lágrima. La


terapeuta lo interrumpió pidiéndolos que lo convenciéramos de quedarse
a terminar su tratamiento. Le dijimos todo tipo de cosas con relación a lo
que acabábamos de escuchar y tratamos de persuadirlo para que se que-
dara, pero yo sabía que él ya había tomado su decisión. Tres días después,
abandonó la clínica junto con su esposa, un domingo de visitas.

Mi compañera de cuarto había resultado ser depresiva y, aunque no


hablaba mucho, me contaba que, a pesar de tener esposo y tres hijos, la
vida significaba nada para ella cuando estaba en sus etapas más graves de
depresión. Estos bajones le daban aunque estuviera controlada por medi-
camentos y sólo pensaba en morirse.

- No tienes idea de lo duro que es querer esforzarte por hallarle algún


sentido a la vida pero en realidad, lo único que quieres, es morir. He inten-
tado suicidarme no sé cuántas veces, este es mi tercer internamiento en una
clínica, he visitado a los psiquiatras y terapeutas más renombrados, pero
no salgo. Esta es una enfermedad que se controla, pero no se cura.

Yo no sabía qué responderle pero traté de cooperar con ella lo más que
pude mientras compartiéramos habitación. Había días en que no se quería
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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
parar de la cama y yo la destapaba y le decía que ya era hora de ir a medi-
tar. Ella, muy tranquila, me decía que me alcanzaba en unos minutos pero
nunca llegaba. Le ponían labores como despertar a todos los pacientes para
impulsarla a que se animara y participara. Cuando tenía esa responsabili-
dad, casi no fallaba.

Un buen día mi terapeuta se enteró y me reprendió fuertemente dicién-


dome que yo no estaba allí como para estar ayudando a enfermos igual
de afectados que yo, que me enfocara en mi bulimia y recuperación en
lugar de estar tratando de curar a los demás. Además, me preguntó que
si mi compañera de cuarto se había interesado en mi enfermedad alguna
vez. Le respondí que habíamos tocado el tema algunas veces y ya. Conti-
nuó reprendiéndome argumentando que eso era lo que me había llevado
a quedarme hueca por dentro, vacío que quería llenar atragantándome de
comida y que estaba ahí para ayudarme a mí misma y punto. A pesar de
esto, a mí me parecía de lo más inhumano ignorarla.

A las dos semanas, mi compañera de habitación terminó su tratamiento


y se fue, pero supe que recayó fuertemente.

Acababa de ingresar a la clínica un paciente de dieciséis años, dro-


gadicto y alcohólico, llamado Juan. Yo le puse Johny porque aun era un
niño. Me costaba trabajo creer que un mocoso de su edad tuviera tantas
adicciones y ya estuviera pasando por estos trotes, internado en una clínica
de recuperación, conviviendo con gente mucho mayor que él y escuchan-
do historias de vida atroces. Lo mismo pensaba de Alexia, mi compañera
de catorce años que era anoréxica. Estos dos adolescentes no dejaban de
impresionarme. Además, los dos eran lindos y con caritas angelicales; de
familias pudientes que pagaban sin escatimar las altas sumas de dinero
que cuesta internarse en una clínica internacional de recuperación. Detrás
de esas caritas, tendría que haber algo más fuerte que la autoridad de los
padres para haber llegado a esos extremos a sus tiernas edades.

Johny también había sido víctima de Frank a su llegada; éste le había


dado una calurosa bienvenida, bajándole los pantalones y las trusas por
detrás para verle el trasero y decirle “¡qué buenas nalgas tienes!”. El ya
había reportado este evento pero no le habían hecho mucho caso en la
administración, así que cuando Frank se fue de ahí, sintió un gran alivio.

Alexia estaba por terminar su internamiento y mi terapeuta le había


hecho una despedida por la mañana en la sesión de terapia de grupo. Me
había tocado en el mismo equipo. Aunque estaba muy triste, se iba de ahí

- 190 -
HAMBRE
emocionada y satisfecha de haber cumplido con su meta. Al día siguiente,
la fuimos a despedir al pasillo.

Al mirarla de lejos caminando hacia afuera del recinto, habiendo cum-


plido su tratamiento de cuarenta y cinco días a sus catorce años de edad,
me dije a mi misma. “Yo también voy a terminar mi tratamiento”.

Johny se llevaba con las chavas adolescentes de trastornos alimenti-


cios y, por ende, conmigo también. Hizo mancuerna de inmediato con otro
escuincle de unos diecisiete años, llamado Peter, quien también era alco-
hólico y drogadicto así que, de inmediato, él y Johny se entendieron a la
perfección y no había día que no fueran reportados por haber desobedecido
o haber hecho alguna diablura.

Peter se mofaba de que había logrado ingresar a la clínica cigarros de


marihuana, chocolates, tabaco y alcohol que traía escondidos dentro del
forro de la maleta. Le creí porque una mañana entró de golpe a mi cuarto,
escondiéndose de uno de los técnicos, con las manos llenas de chocolates.
Cuando lo vi entrar apresurado cerrando la puerta de una patada, me que-
dé de pie paralizada frente a él y fue cuando abrió las manos sonriendo y
mostrándome el tesoro compulsivo que guardaba. Se me hizo agua la boca,
así que lo saqué a empujones de mi habitación en cuanto escuché que las
pisadas del técnico se alejaban.

Regalaba chocolates y dulces a las de trastornos alimenticios y decía


que ya había fumado marihuana y bebido alcohol a escondidas junto con
Johny. Yo a veces me reía y a veces guardaba silencio; así como a veces
comía de los chocolates que me ofrecían y a veces no. Los dos se carcajea-
ban cuando platicaban estas anécdotas. Antes de juzgarlos, me preguntaba
qué hubiera hecho yo teniendo sus edades y padeciendo sus enfermedades,
si me hubieran enviado sola a internar a una clínica con un grupo de pa-
cientes y terapeutas adultos aburridos. Decidí no meter mis narices en ese
asunto pues yo era una paciente más. Ellos tenían que estar convencidos
de que en verdad querían rehabilitarse y yo no era la indicada para con-
vencerlos.

Dentro de nuestra rutina, éramos llevados un día a la semana a un taller


de manualidades donde hacíamos figuras con plastilina, figuras con pali-
llos, decorábamos vasijas de cristal transparente rellenas con gel adornán-
dolas con pequeños objetos en su interior, macetas para plantar, todo con
un enfoque psicológico. Dentro de este taller había todo tipo de material:
pinturas de agua, pinturas de aceite, thiner, cartón, alcohol, algodón, guan-

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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
tes de látex, batas, tijeras, yeso, gel de colores, plastilina, etcétera. Las lla-
ves de acceso las tenía uno de los técnicos y, por ninguna razón, las podía
prestar a alguien que no fuera un terapeuta.

No me explico cómo fue que Johny y Peter lograron ingresar al taller,


pero una noche ambos fueron descubiertos inhalando thiner. Me llamó la
atención que toda la culpa se la echaran a Johny, parecía que el tal Peter
ni siquiera existía. Johny dio la cara y enfrentó las consecuencias. En otra
ocasión, ambos pusieron a secar al sol en el techo el recinto cáscaras de
plátano argumentando que, una vez secas, eran una droga excelente. Tam-
bién los descubrieron y fueron reportados.

Los terapeutas personales de cada paciente acostumbraban reportar a


los familiares, vía telefónica, los avances y retrocesos de sus seres que-
ridos cada que estos los requerían. Los padres de Johny siempre estaban
al tanto de su hijo y no faltaron ni un fin de semana a visitarlo. Tanto su
padre como su madre se veían muy preocupados por él y se pasaban horas
conversando y abrazándolo.

En cuanto se retiraban, Peter y Johny se juntaban nuevamente a planear


la siguiente movida. Al mismo tiempo Karine, mi compañera anoréxica de
diecisiete años, parecía estar perdiendo el tiempo dentro de la clínica, pero
en una situación muy distinta a la de Johny, pues su posición socioeconó-
mica era muy precaria y muy notoria. Su forma de hablar, de vestir -con
brassiéres negros y playeras blancas pegadas al cuerpo- y sus costumbres
hablaban por sí solas. Su madre, maquillista de una cadena de televisión,
había conseguido, con grandes esfuerzos, una beca para ella.

El día que Karine había ingresado a la clínica, pasé por el corredor de


llegada para echar un vistazo y la observé, tratando de comprender quién
era. Conforme pasó el tiempo, me di cuenta que era una adolescente con
una sed insaciable de resultarle atractiva al sexo opuesto; todo giraba al-
rededor de los hombres y de su manera de atraerlos sin importar edad o
nacionalidad. Ella se creía el foco de atención de todos los pacientes y
terapeutas de sexo masculino que estuvieran en la clínica. Su manera de
actuar consistía en hacerse pasar por una niñita pequeña, anoréxica, débil e
indefensa y sentarse al lado de su presa en los ratos libres. Karine era muy
pequeña y delgada, sin formas, insignificante, con voz dulce y semblante
de inocente. De tez morena y grandes ojos cafés. Eso era todo. Una vez
que la presa se percataba de su existencia, ella se convertía en una gatita
cariñosa que ronroneaba acurrucándose en su hombro para que la conso-
laran.
- 192 -
HAMBRE
Cabe recordar que las relaciones entre pacientes estaban prohibidas,
por lo que había hombres y mujeres que llevaban ahí más de treinta días
encerrados sin tener acercamiento alguno. Es lógico que estuvieran pues-
tos a actuar al primer ofrecimiento, viniera de quien viniera.

Así fue como Karine, desde el momento en el que vio llegar a Johny,
le echó el ojo y aplicó su técnica. Este, a los pocos días, cayó redondo en
sus garras. Ella se jactaba de que traía como locos a todos los del centro
de rehabilitación y, sinceramente, a Dora y a mí nos molestaba demasiado
su forma de actuar. Si no estaba ahí para recuperarse, este no era el sitio
idóneo para buscar una pareja. Nos daba coraje verla embarrándosele a
todos los hombres y quejándose en terapia de que la acosaban, jugando
con su papel de víctima.

Un sábado en el que tuvimos el taller de convivencia con todos los


internos nos hicieron formar varios grupos, cada uno de seis personas, con
la finalidad de componer y representar una canción que tuviera un men-
saje en contra del uso y abuso de las drogas y el alcohol. Mi grupo estaba
formado únicamente por cinco hombres y yo. Uno de ellos, al que apodé
“Hércules”, era un tipo fuerte y tosco, de voz muy grave y que tocaba la
guitarra y tenía un grupo musical en donde vivía. También me tocó con
Johny. Decidimos componer una canción rapera de letra y ritmo pegajo-
sos, en la que todos bailábamos y cantábamos pero la figura central era el
más pequeño de nosotros, es decir, Johny, quien bailaría en el centro. Traía
puesta una gorra al revés, sus shorts y su playera de “di no a las drogas”.
Se trataba de ganar y, el mejor grupo, tendría una recompensa, así que le
echamos ganas y creatividad y nos salió muy bien.

Todos los pacientes, incluyendo al profesor, se carcajearon cuando me


vieron salir bailando rap con mi tremenda panza de embarazada. Nos lu-
cimos en los coros y coreografía y recibimos muchos aplausos pero, so-
bre todo, Johny estuvo espectacular en su papel de “chavo banda”. Cantó,
bailó, se revolcó en el piso y hasta se dio marometas. En cierto momento,
todos votaron por nosotros, pero después empezó la competencia y nos
pusieron como empate con otro de los grupos. Recibimos absolutamente
nada como premio pero nos divertimos, utilizamos nuestros cerebros y
concursamos.

Aquel mismo día por la tarde hubo una confrontación entre Peter y
Johny. Intervino uno de los internos llamado Germán, un hombre maduro,
de excelente porte y voz ronca, quien fungía como el protector de todos,
era el que daba ánimos a los decaídos e intervenía para resolver problemas.
- 193 -
ELENA B. ARREGUIN OSUNA
Germán tuvo el desatino de enfrentar a Peter y a Johny para saber quién
se había orinado encima de la almohada de uno de los pacientes la noche
anterior. El paciente agredido había perdido los estribos, se puso como
loco de violento y había llamado a la dirección para reportar lo sucedido.
Como los dos adolescentes ya habían tenido problemas anteriormente con
este individuo, asumió que ellos habían sido los responsables y les había
querido romper la cara en el comedor a la hora del desayuno. Johny y Pe-
ter lo negaron rotundamente, pero se habían ido a carcajear a escondidas
después del enfrentamiento y los habían visto. Germán, fungiendo como
mediador, les preguntó delante del paciente quién había sido el responsa-
ble de tal atrocidad y lo volvieron a negar, pero en esta ocasión el paciente
ya no pudo contenerse más y le soltó un puñetazo al aire a Johny y este le
respondió con una patada y se armó la batalla. Una vez que los separaron,
los insultos no se dejaron esperar. Llegaron técnicos corriendo por todas
partes para agarrarlos y cada quien fue llevado a una de las oficinas.

Para sorpresa de todos los presentes, Peter no había movido ni un dedo


ni había dicho algo en defensa de su compañero y aliado. Simplemente se
limitó a observar la escena y se escabulló a su cuarto una vez más. ¿Por
qué el paciente afectado se desquitó únicamente con Johny? Nunca lo sa-
bremos. Cuando me enteré de este acto de cobardía por parte de Peter me
enojé mucho con él.

Una hora después de este acontecimiento, corrió la voz de que uno de


los terapeutas había encontrado a Johny tirado en un charco de sangre en
el baño de su cuarto con las venas cortadas por una navaja de afeitar que
aun sostenía con la mano derecha. Todos reaccionamos con sorpresa y
corrimos a ver la escena, pero su cuarto había sido clausurado mientras lo
limpiaban y el adolescente había sido trasladado al área de desintoxica-
ción. Nos informaron que Johny estaba con vida, lo estaban vendando y lo
tenían sedado para evitar que se hiciera más daño a sí mismo. Yo empecé
a llorar.

Esa noche subí a hablar al estrado en mi junta de AA y descargué mi


furia contra Peter, quien siempre se sentaba en las sillas de atrás. Normal-
mente no se utiliza el estrado para arreglar ni tocar asuntos personales con
alguien que esté presente, pero yo lo hice. Me interrumpieron varias veces
mientras hablaba, pero no callé. Expresé mi sentir ante la injusticia co-
metida contra Johny; le pregunté a Germán que con qué derecho se había
atrevido a enfrentar a dos adolescentes con un paciente neurótico que les
triplicaba la edad, haciendo hincapié en que para eso estaban los terapeu-
tas; arremetí contra Peter llamándole cobarde; lloré por Johny y sentí las
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HAMBRE
patadas de mi hijo en el estómago por segunda o tercera ocasión. Cuando
bajé del estrado, Peter tomó la palabra y subió a defenderse. Yo me salí de
ahí para no escucharlo.

Terminada la sesión, llegó la hora de la cena. De pronto, Peter se me


acercó apenado, con la cabeza agachada, en plena cena.

- ¿Hay algo que quieras decirme?- me preguntó apenas alzando la mi-


rada.

- No, ya lo dije todo en el estrado-, respondí mirándolo furiosa.

- Discúlpame si te ofendí. No fue mi intención traicionar a Johny. Lo


siento.

Y se marchó caminando como un niño. El niño que aun era. Me quedé


observándolo y me dio ternura y tristeza.

- ¡Ni lo peles!- me interrumpió Dora al verme observándolo-. Está bien


enfermito. No sabe ni qué onda. Ni vayas creer que está arrepentido, a
ese güey le vale madres la vida. Además, es un maricón. Para armar sus
desmadres con Johny estaba bien puesto pero, a la hora de los trancazos
¡huye despavorido!

- Sí- contesté aun pensativa-. Ya me di cuenta.

- Hiciste bien en decirle las cosas en su carota- concluyó Dora.

No pensé más en el asunto hasta que terminamos de cenar y fue el turno


de Germán. Yo estaba sentada en una barda viendo el horizonte y él me
llegó por la espalda.

- ¿Con que enojada conmigo?- preguntó en voz baja.

- Tú no tienes porqué meterte en asuntos ajenos. Ya viste lo que


sucedió.-respondí tajantemente.

- Tú no entendiste cómo estuvo la cosa. Yo traté de solucionar un pro-


blema mayor y las cosas se pusieron violentas.

- Sí, pero hubieras dejado que intervinieran los profesionales. Johny es


un niño…

Germán se sentó muy cerca de mí y me dijo mirándome directo a los


ojos.

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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
- Entiendo que le tengas afecto a un chavito como Juan o Johnny, como
tú le llamas, y que te nazca el instinto materno de protegerlo pero com-
prende una cosa, él está mal, muy mal. No tienes idea lo que un nene con
carita angelical y ojos azules como él es capaz de hacer. Aparenta ser una
dulzura pero tiene tendencias de delincuente y suicida…

- ¡Por Dios!...

- Elena, abre los ojos. Es un adolescente problemático que, a sus die-


ciséis años, ya probó marihuana, cocaína, no dudo que heroína y es alco-
hólico. Ha golpeado a sus padres y hermana; ha sacado navajas para herir
a alguien, lo han corrido de las mejores y peores escuelas de donde vive,
¡le urge ayuda! ¿Por qué crees que sus padres tomaron la decisión de in-
ternarlo?, ¡porque no les quedó de otra! Yo soy padre de adolescentes y yo
hubiera hecho lo mismo con mis hijos aunque me doliera el alma.

- Pero conmigo ha sido muy lindo…

- Porque sabe con quién. Es inteligente y buscó muy bien a sus aliados.
Por si no te has dado cuenta, tú eres una pieza clave en todo el centro de
rehabilitación; una pieza influyente e importantísima para pacientes y te-
rapeutas… ¡eres una mujer embarazada!, ¡la única mujer embarazada que
ha caminado por los pasillos de esta institución! Eres un ejemplo a seguir
para todos nosotros porque te sobraron las agallas para haber venido a
internarte sola en tu primer embarazo, ¿qué no te das cuenta? Te ponen
como ejemplo en todas nuestras terapias. No solo Don Pancho y Alexia
son admirables, el primero por ser alcohólico y querer rehabilitarse siendo
ya un anciano y Alexia por ser una niña anoréxica y haber estado aquí a
sus catorce tiernos años, ¡tú también eres admirable, mujer! ¿Qué señora
se viene a internar a un lugar como este estando preñada? Yo jamás hubiera
permitido que mi esposa se internara con una bola de locos deprimentes
como nosotros estando en tus condiciones. Mis felicitaciones a tu marido,
quien quiera que sea, ¡qué valiente!…

Me quedé con la boca abierta mirando a Germán. Jamás había pensado


que yo fuera tomada como ejemplo a seguir en las terapias de grupo o que
yo fuera admirable.

Esta ha sido una característica de mi persona toda la vida. No me doy


cuenta cuando los demás están expresándome algo con actitudes, siempre
he sido miope al respecto, necesito que me digan las cosas directamente
con palabras para captar los mensajes.
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HAMBRE
Aquí había algo que me había conmovido hasta los huesos: escuchar
decir a un paciente alcohólico y drogadicto, que había reingresado por
tercera vez a dicha institución que admiraba mis agallas, era demasiado
para mí. Sentí una oleada de energía que invadía todo mi ser y volteé a
ver a los demás pacientes que conversaban unos con otros cerca de donde
estábamos. Cada uno de ellos tenía su historia personal y eran dignos de
admiración porque estaban luchando por salir adelante, sea cual fuere la
vida que les hubiera tocado vivir.

No me quedó más que sonreírle a Germán con los ojos llenos de lágri-
mas y sentirme honrada por sus palabras.

A la mañana siguiente, Karine llegó tarde al desayuno fingiendo tris-


teza. Pedía a gritos que todas las de la mesa le preguntáramos intrigadas
qué era lo que le estaba sucediendo, pues se sentó con la mirada baja y ahí
permaneció en silencio e inmóvil.

- ¿Qué onda?- le pregunté para hacerla feliz.

Ella esperó a que todas la voltearan a ver y me observó de reojo, ha-


ciéndome una señal con el dedo índice para que guardara silencio y dán-
dome a entender que después me platicaría en privado. De ese modo logró
exactamente lo que quería: despertó la curiosidad de todas las demás, quie-
nes empezaron a insistirle para que contara lo acontecido. Ella sonrió para
sus adentros y, sin mucha resistencia, empezó a hablar.

Es Johny- dijo fingiendo compasión-. Le permitieron ver solamente a


una persona antes de que llegaran sus papás por él. Dicen que no pueden
tener aquí en la institución a una persona que se ha querido hacer daño a sí
misma y se tiene que ir. Sus papás llegan a recogerlo a medio día.

Todas estábamos atentísimas a lo que decía y la observábamos casi sin


parpadear.

- A la única persona que quiso ver de todos los pacientes… fue a mí.

Hizo una larga pausa y suspiró como recordando ese momento y para
tenernos a todas sin aliento esperando lo siguiente.

- Y… ¿qué pasó después?- interrogó Dora de un grito.

- Shhh… guarda silencio- contestó en voz baja observando a su alrede-


dor como si todo el comedor estuviera intrigado por su plática, y continuó.
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- Pues… me dijo que me amaba y que yo era la única chava que lo
había hecho feliz aquí y que me quería volver a ver en cuanto yo saliera.
Me pidió mi dirección y teléfono, se me acercó a abrazarme y me dio un
besito en la boca.

- ¡Ahhhh!- exclamamos varias en tono de ternura.

- Te quiere bien- le dijo Bárbara-. Igual y te busca dentro de unos meses.

- Ojalá y no- contestó ella desairada.

Pero yo no le creí.

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HAMBRE

Cuando la luz se extinguió.


- Cáncer en la médula ósea- nos dijo mi hermano mayor, el médico, a mis
otros dos hermanos y a mí.

Sentí un vuelco en el estómago y empecé a llorar revolviéndome del


dolor que me causaba escuchar el resultado de aquel diagnóstico tan espe-
rado. Habían pasado varias semanas de estudios desde que mi madre había
ingresado en el hospital y los especialistas no podían hallar la causa de sus
malestares. Llevaba más de diez días con fiebre muy alta, había bajado de
peso drásticamente en los últimos seis meses y se sentía débil.

Para ese entonces, yo tenía apenas cinco meses de casada, y aquel día
de mi boda mi mamá había lucido como una reina con su vestido largo
color verde esmeralda, ¡se veía hermosa! Habíamos ido juntas, desde muy
temprano, al salón de belleza para peinarnos y maquillarnos.

Aquel 11 de julio de 1998 que mi esposo y yo nos casamos, fue una


fecha excepcional no solo para nosotros, sino para la mayoría de los invi-
tados quienes, más tarde, nos dirían que había sido la boda más divertida
de sus vidas. Mi madre y yo habíamos bailado, cantado y festejado a morir.
A mis veintisiete años ella me dejaba tranquila, en manos de un excelente
hombre, y así entregaba al último de sus hijos.

Tras escuchar el diagnóstico y llorar sin parar durante más de una hora,
me puse de pie con las entrañas desechas. Los cuatro hermanos nos dirigi-
mos a ver a mamá al hospital. Cuando entramos en su habitación, ella esta-
ba sola y triste, pues el oncólogo no había sido nada sutil al darle la noticia.

- ¡Luchemos contra el méndigo bicho!- fue lo primero que se me ocu-


rrió decirle en cuanto la observé, disimulando que no me había afectado
la noticia.
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- Sí, ¡contra el méndigo bicho!- me respondió mirando al vacío.

Días después de la noticia, salió del hospital con todos los ánimos de
salir adelante y vencer la enfermedad. Desde ese momento yo le prometí
a la Virgen de Guadalupe que iría a visitarla cada mes a la Basílica para
pedirle por la salud de mi madre. Le dije que, si Ella me hacía un milagro
y la curaba, iría a agradecérselo una vez por semana.

Mi madre iba muy valiente a tomar su quimioterapia mensual. Como


siempre había sido tan independiente, se iba manejando sola sin avisarle a
nadie en su coche hasta el Hospital Central Militar, tomaba su tratamiento,
y regresaba a su casa hasta el sur de la ciudad. Alguna que otra vez que me
enteraba por accidente que ya le tocaba su tratamiento, pedía permiso en
mi trabajo y la acompañaba. Yo estaba enteramente convencida de que mi
madre iba a curarse y nadie me lo podía quitar de la cabeza.

Por ser yo la que vivía más cerca de su casa, la recién casada y sin tener
hijos que cuidar, me había convertido en nueva confidente y amiga, pues
era la que más seguido la veía y platicábamos de muchas cosas; salíamos
aquí y allá ya fuera al cine, a comer, al museo, al teatro, de compras. Pare-
cía estar mejorando su condición.

A veces iba por mí al trabajo y me sacaba de ahí para que la acompaña-


ra a algún lugar o para conversar y desahogarse conmigo. En mis cumplea-
ños me llevaba un pastel, hecho por ella, hasta mi oficina y me invitaba a
comer. Jamás que yo recuerde mencionamos su enfermedad; era como si
no pasara nada.

A mediados de 1999, el Papa Juan Pablo II vino a México y me tocó la


suerte de que pasara en su Papa Móvil, yendo en dirección al Episcopado,
justo en frente de las oficinas donde yo laboraba. Rápidamente redacté una
carta y le pedí que, por estar más cerca de Dios, interviniera por la salud de
mi madre. Creí, ingenuamente, que me iba a poder acercar al Papa Móvil
a entregarle la carta en sus propias manos, pues pensaba que éste iría a una
velocidad muy lenta, ¡enorme chasco me llevé cuando observé que estaba
completamente rodeado de motocicletas y patrullas durante todo el trayec-
to! Pese a todo, no me di por vencida y le pedí a un compañero de trabajo,
amigo de un Arzobispo mexicano, que se la entregara al papa por medio de
éste. El me prometió que así lo haría.

Durante su vida mi madre había sido una mujer positiva, activa, alegre
y sana. A pesar de haber dado a luz a cuatro bebés, siempre había sido
delgada, así que no me explicaba cómo una señora de sesenta y dos años,
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joven y deportista, quien jamás había fumado, bebido alcohol, comido
productos enlatados o tomado refrescos con fenilcetonúricos, podía estar
padeciendo esta terrible enfermedad. Pronto encontraría la respuesta frente
a mis narices.

Tras la muerte de mi padre, en 1986, ella se había avocado a sacar


adelante a sus retoños. Como era bonita y de facciones muy finas, no faltó
alguien que tratara de conquistarla. Mi madre fue tajante y prefirió vivir
sola los siguientes ocho años.

Para 1994, mis tres hermanos estaban casados y yo estaba trabajando y


terminando mi carrera profesional. Mi madre y yo vivíamos solas en casa.
Una tarde llegué del trabajo y me encontré sentado y conversando con mi
madre en la sala de mi casa a un señor de edad avanzada, quien llevaba
una bata blanca. Me asombré, pero no formulé pregunta alguna hasta que
mi mamá me lo presentó.

- Es el doctor Guillermo Rosada- me dijo sonriente.

Yo no tenía idea de quién era ese señor pero, en ese momento, observé
un brillo distinto en la mirada de mi mamá y supe de qué se trataba; por
fin, ella había aceptado salir con alguien. Minutos después este señor, once
años mayor que ella, la tomó de la mano y todo quedó confirmado.

Lo único positivo de esa relación fue que, en un principio, mi mamá


estaba ilusionada como una quinceañera; todos los días se arreglaba y se
ponía ropa linda y elegante para recibir a este señor en su casa; guisaba
maravillosamente bien, como siempre lo había hecho, pero con un toque
de coquetería. Hacía muchos años que no la veía tan contenta. Dos meses
después, temerosamente, se atrevió a presentarles a su pretendiente a mis
hermanos y ellos se entusiasmaron porque ya no estaba sola.

En un principio, el señor parecía todo un caballero y hacía lo que fuera


por ganarnos a sus hijos, en especial, a mí. Tenía todo tipo de atenciones
para conmigo, pues era la que vivía aun en casa, y no reparaba en gastos;
tapizaba la casa con flores, regalos y joyas que le llevaba a mi mamá y la
invitaba a comer y a cenar a los restaurantes más caros y refinados de la
ciudad. Es de imaginarse que mi madre estaba fascinada; tras ocho años di-
fíciles que había pasado viviendo sola, trabajando sin descanso y teniendo
tantas responsabilidades encima, ahora estaba en el paraíso.

Meses después este señor nos presentó a su único hijo, con quien yo
hice mancuerna de inmediato, pues era de lo más simpático. Más tarde
- 201 -
ELENA B. ARREGUIN OSUNA
me enteraría de que había sido adoptado y que era homosexual. Seguimos
frecuentándonos por mucho tiempo.

El señor Rosada tenía apenas tres meses de haber enviudado de un ma-


trimonio de treinta años. Su esposa había muerto de cáncer.

Mi mamá estaba tan entusiasmada con rehacer una nueva vida en pareja,
que lo presentó a amigos y parientes, pero no por todos fue bien recibido.
Muchos de éstos, quienes habían sido alumnos de mi padre, se ofendieron
y dejaron de hablarle, no sin antes recordarle el profundo respeto que aun
le profesaba a “su maestro”. El hermano de mi papá también se molestó.

Mi madre titubeaba pues, a los seis meses de salir con su pretenso, éste
le propuso matrimonio y le ofreció irse a vivir a su casa, situada en el sur
de la ciudad. Esto implicaba que ella tendría que dejarlo todo, vender sus
pertenencias y cargar conmigo a la casa de este señor, quien padecía del
corazón.

Tras escuchar un sinnúmero de opiniones y consejos decidió casarse


con él al año y medio de haberlo conocido. El anciano de setenta y tres
años insistió en que ella vendiera su mitad del laboratorio a Lucila, su so-
cia, para que ya no tuviera que trabajar, asegurándole que él la mantendría
por completo. Mi madre le hizo caso, vendió su parte y guardó su dinero.
Ahí empezaríamos a descubrir la verdad del peor infierno de nuestras
vidas; este señor estaba emocional, mental y psicológicamente enfermo:
era misógino.

Desde iniciados los preparativos de la boda se le dificultó seguir fin-


giendo y empezó a salir a flote su verdadera identidad. Mi madre, como
toda mujer enamorada e ilusionada, hizo caso omiso a las señales de adver-
tencia y se casó con él yéndose a vivir, sin saberlo, a la cueva del lobo, para
convertirse en su presa. Mas no iba sola, yo fui testigo de absolutamente
todo lo que ahí aconteció.

Para que yo pudiera irme a vivir con mi madre, el anciano había tenido
que comprarle un departamento a su hijo, así que yo pasaría a habitar la
que había sido su recámara.

Terminada la Luna de Miel, sacó de inmediato las garras y se trans-


formó en el verdadero monstruo que era; un ser miserable, egocéntrico,
altanero y materialista como pocos. Mentiroso y amargado, se dedicó los
pocos años que estuvo casado con mi madre a quererla controlar y a amar-
garle la existencia. Macho, prepotente y falso, se creía un Don Juan y doc-
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HAMBRE
to en cualquier tema que se tratara, un fanfarrón ignorante y sabelotodo.
Decía tener sangre europea y ser muy refinado, pero en realidad era un pro-
saico rufián que corría de su casa a mi madre cada que se le daba la gana.

Consciente de que mi madre estaba desprotegida al no tener casa ni


trabajo, pues había dejado todo para irse a vivir con él por su misma in-
fluencia, se aprovechaba para amenazarla y tratar de pisotearla. La había
engañado descaradamente utilizando máscaras durante un año y medio,
la había envuelto en sus mentiras y había planeado todo a la perfección
para que, una vez llevado a término su plan, la instigara hasta verla sufrir
y el pudiera sentir, nuevamente, la ponzoña de la soberbia recorriendo sus
venas.

Y no solamente engañó a mi madre, sino que a todos los que llegamos a


conocerlo antes de que ella cometiera el peor error de su vida mismo que,
estoy segura, la llevaría a la tumba.

A las dos semanas de casados, fui testigo de la primera vez que el an-
ciano la corrió de su casa.

- ¡Se acabó el amor!, ni modo- le repetía a mi madre en tono prepotente


y frío mientras caminaba de un lado a otro-. Cada quien para su casa y
adiós.

- ¿Cada quién para su casa?- le preguntaba mi madre pasmada y sor-


prendida- ¿Cuál casa?

- Pues ni modo. Te irás con tus hijos o a ver con quién te vas- respondía
sádicamente.- Esto se acabó.

Yo estaba sentada en el sillón de televisión cuando escuché esto por


primera vez. Bajé el volumen para cerciorarme de que estaba oyendo co-
rrectamente y me quedé muda de espanto. Alcancé a observar a mi madre,
muy nerviosa, caminando de aquí para allá mientras se mordía las uñas.
Me levanté del sillón.

- ¿Qué es lo que pasa, mamá?- le pregunté asustada en voz baja.

- ¡Tú no te metas!- fue lo único que me contestó.

De ahí en adelante, el lobo trataría de hacer de mi madre una mujer


sumisa y obediente. Si ella osaba desobedecer su voluntad y sus órdenes,
él la castigaba con el látigo de su desprecio retirándole la palabra durante
semanas; si tenían que asistir a algún compromiso durante esos días en que
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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
el señor estaba molesto, éste se encargaba de romper los boletos del teatro
o del cine en la cara de mi madre, hubieran costado lo que costaran.

Eso sí, el anciano tacaño era muy soberbio pero nada tonto, ya que a la
hora de mendigar se convertía en un indefenso borreguito. El muy descara-
do, a pesar de la responsabilidad a la que se había comprometido, no tardó
ni un mes en pedirle a mi madre que cooperara con los gastos de la casa,
pues argumentó que el dinero se le estaba acabando y, no conforme con
eso, no vaciló en pedirme a mí que pagara la mitad del sueldo de Juana, la
muchacha que ahí trabajaba, y la cuenta de uno de los dos teléfonos. En un
principio, mi mamá y yo estuvimos de acuerdo en ayudarle con los gastos
de la casa, pero llegó un momento en el que me harté de la situación.

Más tarde me enteraría que había chantajeado a mi mamá en diversas


ocasiones echándole en cara que tenía que “sacar a su hijo de la casa” para
meternos a ella y a mí a vivir ahí y que le había sugerido dar la mitad del
costo del departamento nuevo de su hijo. Ella terminó accediendo ante
tanta presión.

- Oye, mamá- le dije una tarde-, si estás dispuesta a soportar a este veje-
te tacaño y enfermo del cerebro por lo menos que te mantenga, ¿no?, ¿no te
prometió eso y te hizo que renunciaras a tu trabajo antes de casarte con él?

Llegó el día en que, a pesar de los constantes impedimentos de mi ma-


dre, empecé a meterme en los pleitos. Una tarde en especial que el misó-
gino acababa de ofenderla y estando mi mamá y yo de pie en las escaleras,
me puse a gritar furibunda.

- Y ¿quién se siente que es este tipejo?, ¿eh?, ¿quién le dijo que podía
tratarte como lo hace? Tú no tienes por qué estar soportando esto. Tienes
cuatro hijos de tu lado y este vejete misógino no tiene a nadie, ¡está solo
por odioso y soberbio!, ¡que se vaya al carajo! ¿Por qué permites esto des-
pués de haber tenido un caballero como mi padre de marido?, ¡no le llega
ni a las patas a mi papá! Pobrecito gañán, está tan acomplejado que saca su
posición de machito para sentirse seguro. Tú tienes más dinero que él y no
necesitas andar soportándolo, ¡nos vamos en este instante de esta maldita
casa las dos!

Terminé de bajar las escaleras y me lo topé de frente. El vejete había


estado escuchando todo a tan solo unos metros. Me detuve y lo miré atra-
vesándolo con los ojos. El me evadió bajando la mirada y se hizo a un lado
para poder subir las escaleras. Me di cuenta, muy satisfecha, de que él me
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HAMBRE
temía. Días después de aquel incidente, me apodó “la guerrillera”. No sería
el único que me pondría este mote, pero sí el primero.

Por mucho que yo lo intentara, no podía hacer gran cosa sin que madre
se decidiera por ella misma a dejar a su esposo. Le costaba un enorme
trabajo reconocer que había cometido un grave error casándose con este
hombre que nos había visto la cara a todos. Pienso que hasta llegó a sentir
cierto arrepentimiento hacia el recuerdo de mi padre, pero jamás me lo
expresó. A pesar de que platicábamos de muchas cosas, hubo algunas que
se guardó en el fondo del corazón y estas la fueron enfermando anímica y
físicamente.

El hecho de separarse de este sujeto, a pesar de las negativas de muchas


personas que la aconsejaron, era para ella aceptar ante el mundo que había
cometido una falta garrafal. Por otro lado ella sabía que, tarde o temprano,
yo me casaría y me iría de ahí, así que no quería quedarse sola. No sé exac-
tamente qué era lo que pensaba ni nadie lo sabrá.

Lo único positivo que sucedió durante su relación es que nos converti-


mos en amigas y aliadas. Empecé a platicar con mi madre de temas con-
siderados como tabúes años antes; nos consultábamos, nos divertíamos y
compartíamos muchas cosas. Fui muy afortunada en ese sentido.

Como ella siempre había sido una mujer de carácter, al poco tiempo, lo
sacó. Le contestaba magistralmente a las agresiones que el sujeto le lan-
zaba y las dos nos reíamos a sus espaldas. Yo me limitaba a escuchar los
pleitos en silencio; cuando era necesario, intervenía.

Los dos años y medio que viví en casa del esposo de mi madre, la bu-
limia se me disparó. Aunque la relación entre mi madre y su esposo tenía
altas y bajas y aun tenía un poco de control sobre mi manera compulsiva de
comer, la misma situación de impotencia me descontrolaba drásticamente.
Fue en ese entonces que, tras haberme inducido el vómito durante casi
diez días continuos, el esófago empezó a arderme y me asusté. Teniendo al
anciano como médico en casa, consulté con él y este me revisó. Me pidió
que alzara los brazos y, acto seguido, empezó a pasar su mano sobre mi
garganta y pecho, desviándose a mi busto hasta llegar a tocar mis pezones.
Yo pegué un brinco en ese instante, pero pensé que un doctor sabría mejor
que yo lo que estaba haciendo. Una vez terminada la revisión, me dijo que
no había descubierto nada fuera de lo normal y que le había gustado tocar-
me “aquí”, volviendo a poner sus grotescas manos en mis pechos. Yo sentí
que la cara me ardía de furia y vergüenza, me quité y bajé de un salto las
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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
escaleras para llamarle por teléfono a mi hermana y pedirle que me dejara
irme a vivir a su casa. Aproveché para contarle cómo se había transforma-
do el esposo de nuestra madre y cómo la trataba ahora que estaba en sus
dominios. También se los comenté a mis dos hermanos, pero creyeron que
yo exageraba.

Le telefoneé a mi esposo, en aquel entonces mi novio, y le conté lo


acontecido. El estaba furioso. Pensé en decírselo a mi madre pero me dolió
el alma lastimarla y decepcionarla más de lo que ya estaba. Decidí enfren-
tar al viejo calenturiento en persona.

Esa misma noche, mi madre y él llegaron muy contentos del cine aga-
rrados de la mano. En cuanto hubo una oportunidad de que estuviera solo,
me le acerqué.

- Oye- le dije- muy seria-. Por ningún motivo en el mundo quiero que
me vuelvas a tocar libidinosamente como lo hiciste esta mañana, ¿enten-
dido?

- Discúlpame- me respondió apenado y bajando la mirada-. A los médi-


cos no se nos debe ir la mano. No volverá a suceder.

Una mañana mi madre había ido de compras al supermercado. Des-


pués de algunas horas de estar escogiendo todo lo que llevaría, se formó
en una de las cajas pero, ¡cuál sería su sorpresa al darse cuenta de que le
habían robado sus tarjetas de crédito! De inmediato, regresó a la casa para
reportarlas. Cuando bajó las escaleras hacia su recámara, el enfermo de su
esposo estaba de pie esperándola con todas las tarjetas en la mano.

- ¿Qué pasó?- exclamó mi madre al verlo-, ¿dónde estaba las tarjetas?

- Yo las saqué de tu bolso- contestó cínicamente.- De ahora en adelan-


te- continuó hablando mientras buscaba unas tijeras en un cajón- yo seré
quien lleve las cuentas de las tarjetas de crédito, porque me temo que vas
a empezar a gastar mi dinero.

Acto seguido, cortó con las tijeras cada una de las tarjetas de crédito en
frente de mi mamá y dejó caer los pedazos al suelo.

- Para que no se te vaya ocurrir abusar un día de estos- añadió retirán-


dose de ahí y dejando a mi madre boquiabierta y aterrada.
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HAMBRE
A la mañana siguiente, ella fue al banco y pidió que sacaran el dinero de
la cuenta mancomunada que manejaba con el misógino y abrió otra cuenta
a su nombre, ¡no pudo haber hecho algo más inteligente!

Como la casa de mi madre estaba rentada, no hallábamos a dónde irnos


a vivir, y esa era una buena excusa para que ella siguiera con la ilusión de
que el anciano algún día cambiaría.

Este individuo, prácticamente, estaba solo, pues tenía dos hermanas,


una viuda que tenía una hija con la que convivía de vez en cuando y otra
solterona retirada, de unos sesenta y cinco años, que vivía con otra mujer
en Cuernavaca. Con ésta última, se había peleado diez años antes y no se
habían vuelto a ver. También estaba peleado con su hijo y, desde que había
contraído matrimonio con mi madre, jamás se habían vuelto a llamar por
teléfono.

Mi madre, como buena intermediaria, les llamó a las dos hermanas y al


hijo y los invitó a comer a la casa. Ahí logró reconciliarlos a todos, pues
le parecía inconcebible que la soberbia, tanto del uno como del otro, los
hubiera mantenido separados durante una década.

El señor, por muy abandonado que hubiera estado, tenía ganada a una
familia, que éramos nosotros. Casi todos los fines de semana llegaban mis
hermanos con todos sus hijos y el escándalo no terminaba hasta entrada
la noche. Mi madre preparaba grandes comilonas en las que convivíamos
en familia conversando, bromeando, riendo y, ya entrada la noche, nunca
faltaban el juego de dominó y las barajas. Juana, la criada, se ponía furiosa
en un principio pero no le quedó más que terminar por acostumbrarse. El
viejo se la pasaba muy contento.

Como a mi madre le encantaba disfrutar de la vida y él era un tacaño,


ella lo invitó a viajar en varias ocasiones con todo pagado. El último viaje
al que ella lo invitaría sería a Toronto, Canadá, donde muchos años an-
tes había acompañado a mi padre, recién casada, a hacer su especialidad.
Cuando regresaron del viaje me confesó, emocionada, que había pasado
frente al departamento donde habían vivido ella y mi padre en aquella
ciudad.

Por esas fechas creí conveniente revisar cómo estaba mi cuerpo des-
pués de tantos años de abuso, teniendo aun el esófago adolorido, y fui
al hospital. Mi primera cita fue para practicarme una endoscopía en el
esófago. Para mi asombro, los resultados fueron excelentes. Ni siquiera
tenía indicios de gastritis. Me sentí afortunada. Después, me practicaron
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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
una colonoscopía para ver si el uso irresponsable de los laxantes me había
afectado el colon o los intestinos, además de un estudio completo, con
rayos X, para observar la eficiencia y el y correcto funcionamiento de mi
aparato digestivo. Todo salió normal. Ya que el dolor en el esófago algunas
veces se expandía, llegué a pensar que estaba enferma del corazón. Me
practicaron un examen muy moderno, tipo ultrasonido, en el que se ve el
corazón en tercera dimensión. Estaba perfecto. Por último, pasé al dentista
a que revisara el estado del esmalte de mis dientes. Estaba intacto.

Después de tanta arbitrariedad y abuso a mi organismo, debía dar gra-


cias a Dios por no haberme causado un solo daño. A esas fechas, la bulimia
llevaba viviendo conmigo por quince años.

Seis meses antes de casarme me propuse que llegaría a mi boda delgada


como nunca antes había estado. Empecé a seguir una dieta baja en calorías,
a hacer mucho ejercicio, a inducirme el vómito una o dos veces al día y
a utilizar laxantes muy agresivos. Mi táctica funcionó y llegué a mi boda
pesando cincuenta kilos cuando mi peso promedio era de cincuenta y cin-
co; me veía y me sentía hermosa, pero a costa de mi salud. Dos semanas
después, regresé de mi Luna de Miel con cinco kilos más.

A cualquier persona que no padece algún trastorno alimenticio, le cues-


ta mucho trabajo creerlo, pero es verdad. Las bulímicas podemos llegar
a ingerir una cantidad tan exagerada de comestibles tantas veces al día
que, aun induciéndonos el vómito, no llegamos a sacarlo todo y se nos va
acumulando el exceso de calorías, haciéndonos engordar inevitablemente.

La segunda semana de Luna de Miel abordamos un crucero al Caribe.


La comida en los cruceros es maravillosa y muy basta, así que me atragan-
taba de alimentos a lo largo del día y hacía cuatro o cinco visitas al baño
para vaciarme el estómago y volver a comer. A pesar de ser muy distraído,
mi esposo se daba cuenta de esto en algunas ocasiones.

- ¿Otra vez al baño?- me preguntaba cuando me veía que terminaba de


devorar tres platillos a la vez- No estarás vomitando de nuevo, ¿verdad?

- ¿Cómo crees?- le respondía como si nada y me iba directo al excu-


sado.

A veces hasta fingía que me perdía en el barco y me escapaba al primer


baño que se me cruzaba en frente para, después, buscar a mi marido hasta
encontrarlo.
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HAMBRE
Las bulímicas y ex bulímicas somos tan expertas en devolver el estó-
mago que ni siquiera hacemos ruidos y hasta podemos practicarlo teniendo
los pies a espaldas del excusado, es decir, como si estuviéramos sentadas
sobre el retrete para no generar dudas en las personas que esperan su turno
afuera mirándonos los pies.

Por lo general, yo aguardaba hasta que el baño estuviera completamen-


te desocupado para picotearme la garganta a mil por hora. Una vez que
había vomitado una cantidad asombrosa de comida y de líquidos jalaba el
fluxómetro, me secaba las lágrimas, me sonaba la nariz y esperaba unos
minutos a que se me borrara un poco el color rojo de la irritación alrededor
de los ojos y las manchas en la cara, idénticas a las que aparecen cuando
acabo de llorar. Después salía del baño muy campante a lavarme las manos
y a enjuagarme la boca con agua para continuar con la gula por el resto
del día.

Esto no era tan sencillo de realizar cuando estaba en alguna cena o


reunión en una casa particular ya que, al existir un solo baño de visitas,
me arriesgaba a que el olor de la comida indigestada me delatara cuando
entrara alguien al inodoro tras de mí. Pero nunca fui descubierta. En casos
extremos, vomitaba hasta en la regadera. Somos expertas en el engaño, por
eso la bulimia se conoce como “la enfermedad silenciosa”.

Un mes antes de casarme invité a mi mamá y a su esposo a tomar un


café para despedirme de ellos. Estando los tres sentados en la mesa, em-
pecé por agradecer brevemente las atenciones que había recibido por parte
del misógino para después, arremeter contra todo lo que me parecía una
arbitrariedad e infamia de su parte.

Mi madre, al sentirse tan atrevidamente apoyada, se soltó junto conmi-


go a decirle todas sus verdades y lo hicimos pedazos. Le pregunté varias
veces sobre cuál había sido el motivo de su cambio radical de actitud hacia
mi madre y él lo negaba, decía no haber cambiado en lo más mínimo; me
quejé de que corriera a mi madre de su casa y le dije que eso sólo lo hacía
un gañán sin escrúpulos y sin un mínimo de educación. Critiqué su arro-
gancia, su tacañería, su prepotencia y machismo, en fin ¡qué no le dijimos
entre las dos! Estaba tan tenso que el tenedor del pastel temblaba cada que
intentaba llevarse un trozo a la boca. Dejó más de la mitad en el plato.

Sintiéndome ligera tras haberle aventado violentamente en la cara todo


lo que opinaba acerca de él le pedí, por último, que cuidara y valorara a
mi madre porque no soportaría enterarme de otra de sus bajezas e iría por

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ella para llevarla a vivir conmigo. El muy collón a mí no me dijo una sola
palabra; se despidió de mí por la noche y, al día siguiente, yo me fui tem-
prano a trabajar, pero mi madre pagaría con creces toda la furia contenida
del anciano a lo largo de ese día y durante las dos semanas siguientes.

Yo sentía el ambiente más pesado que de costumbre los fines de semana


a la hora de la comida. Me daba cuenta que, últimamente, el misógino se
dedicaba a contradecir o a molestar a mi madre en lo que fuera; si ella y yo
estábamos viendo fotos de cuando era ella más joven, el viejo exclamaba
que estaba muy gorda. Como yo me daba cuenta de sus intenciones, lo
ignoraba o le contestaba que la veía de maravilla en aquella foto y que mi
madre jamás había estado gorda. Cuando yo estaba en frente, él terminaba
diciendo que era una broma, pero cuando estaban solos hacía rabiar a mi
madre hasta las lágrimas. Tal fue su venganza contra ella debido a que dos
hembras “inferiores a él”, por el solo hecho de ser mujeres, en su modo
arcaico de pensar, habíamos osado decirle sus verdades en la cara.

Otro de los castigos inaguantables que le aplicaba a mi madre era que-


darse sin bañar durante varios días. Como sabía que ella se iba a enfurecer
si después de salir a caminar llegaba todo sudado y no se bañaba, lo hacía
a propósito. Mi madre, siempre pulcra y arreglada, no soportaba tal asque-
rosidad.

En cierta ocasión llegó al grado de no bañarse, rasurarse, ni lavarse los


dientes durante seis días seguidos y llevaba puesta la misma sudadera y
shorts apestosos con los que iba a caminar a diario. Así dormía también.
Mi mamá no se le quería ni acercar. Fue una de esas tardes que mis her-
manos llegaron a comer a su casa. Yo le había aconsejado a mi mamá que
no le hiciera caso, ya que lo que él quería era hacerla enfurecer y siempre
lo conseguía. Llegó la hora de la comida y el viejo subió con su ropa sucia
y oliendo a rancio a saludar a todos. Mi madre no podía creer hasta qué
punto era capaz de llegar con tal de darle la contra. El resto de la tarde,
se la pasó conviviendo en ese estado, son el pelo grasiento y los dientes
rebosando de sarro.

Dos semanas después de aquel café y justo dos semanas antes de que
yo me casara, mi madre abandonó al enfermo de su esposo y se marchó de
ahí cargando una pequeña maleta de mano. Tendría que regresar después
por el resto de sus cosas. Gina, la vecina de enfrente, chismosa como po-
cas, había sido testigo de todo el pleito y se había encargado de divulgarlo
a los vecinos de toda la cuadra, incluso al mismo hijo del anciano. Todos
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HAMBRE
sabían que mi mamá había salido de casa, entre gritos y llantos, y le había
asegurado al viejo que no regresaría.

Así como a nosotros nos había engañado cuando recién lo conocimos,


del mismo modo tenía engañados a todos sus vecinos, quienes creían que
era un hombre decente y educado, un caballero en toda la extensión de la
palabra, y no comprendían el comportamiento de mi madre. Pero bien dice
el dicho: “Vive con Andrés un mes y verás quién es”.

Mi mamá se fue a vivir conmigo en el departamento nuevo, casi sin


muebles, en el que viviría de recién casada con mi esposo. Yo la felicité
por su decisión y fui a recoger algunas de mis pertenencias a casa del mi-
sógino. En cuanto llegué, éste osó acercarse y tratar de convencerme de
que me quedara, explicándome que esa era mi casa y que no tenía por qué
irme de ahí, pero yo ni siquiera lo escuché. Evidentemente yo estaría con
mi mamá.

Mi madre y yo dormíamos en la cama king size recién comprada y dura


como roca y bromeábamos diciendo que, en lugar de haberla estrenado
con mi esposo, la había estrenado con mi ella.

Después de nuestra boda, ella permaneció viviendo en mi departamen-


to sola las siguientes dos semanas y después se fue a casa de uno de mis
hermanos. Fue una fortuna haber regresado de nuestra Luna de Miel y
encontrar ollas, sartenes y cazuelas nuevas, abarrotes y comida preparada
por mi madre en el refrigerador. Me había dejado puesta mi cocina.

El día de nuestra boda, todos se preguntaban dónde estaba el esposo


de mi madre y ella, aun encubriendo sus fechorías, lo justificaba diciendo
que había tenido una cita de emergencia en el hospital. Todos le creyeron a
mi mamá excepto alguien: su propio hijo. Conociendo a su padre a la per-
fección y habiendo tenido demasiadas confrontaciones con él, me aseguró
que mi mamá estaba mintiendo y que, seguramente, había abandonado al
enfermo de su progenitor. Fue directamente a darle un abrazo y a felici-
tarla por haber tomado esa sabia decisión. Mi madre, sorprendida, trató de
mentir una vez más.

- No me mientas, Olvia- interrumpió éste muy seguro de sí-. Conozco


perfectamente bien a ese viejo resentido y amargado. Sabía que, tarde o
temprano, te librarías de él. Está enfermo de odio, prepotencia y rencor.
Tomaste la mejor decisión de tu vida, estás a tiempo. No esperes a enfer-
marte de tanto sufrimiento y que te lleve el tren, como lo hizo mi mamá.
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Sus palabras parecieron una maldición. Mi madre tenía que haber es-
cuchado vocablo tras vocablo de lo que acababan de decirle y haberlo
analizado a fondo. Pero ya era demasiado tarde. Nadie lo sabíamos, pero
el cáncer empezaba a reproducirse.

Semanas después de mi boda, un buen amigo del misógino murió y yo


fui tan imprudente que se lo dije a mi madre. Tan pronto lo hice, me arre-
pentí. Ella decidió acompañarlo al entierro. Poco después, regresaría a la
cueva del lobo. Ahora sí se las vería ella sola con el monstruo pues, aunque
procurara visitarla lo más seguido posible, ya no estaría yo viviendo ahí
para defenderla.

Los meses pasaron y fue en diciembre de 1998 cuando nos dieron la


fatal noticia. Mi madre se veía más delgada que de costumbre. Todo el
año siguiente luchó como una campeona contra el cáncer. Me platicaba de
pleitos y discusiones con su esposo pero aseguraba que, al haberlo abando-
nado, le había puesto un buen escarmiento. Afirmaba que había cambiado
para bien en muchas cosas. Yo le creía a medias.

Una tarde nos fuimos a la Zona Rosa a recordar sus tiempos de estu-
diante de inglés en el Instituto Mexicano Norteamericano de Cultura y
me platicó todas las aventuras que había vivido con las amigas que había
hecho en la escuela. Caminamos muy contentas, agarradas del brazo a “La
Auseba”, una cafetería donde venden los profiteroles más ricos en la ciu-
dad de México y nos tomamos un café capuchino. Desde aquel entonces,
jamás he vuelto a ir a aquel lugar.

Mi madre había dedicado su vida ayudar a la gente pobre. Quizás sería


porque ella sufrió una infancia tan carente de recursos económicos o sim-
plemente porque era una persona con un gran corazón, pero el bien que
hizo a tanta gente fue digno de admiración.

Ella era de las personas que iba caminando por la calle y no soporta-
ba ver a un anciano indigente pidiendo limosna. En ese mismo instante,
le compraba comida y le daba dinero, no sin antes hacerle prometer que
no lo gastaría en alcohol para el día siguiente. En el mercado tenía a sus
“dos viejitas”, como ella las llamaba, a las que les daba su domingo cada
semana. De pronto, ellas le decían que ya no les alcanzaba y ella se reía y
les daba más monedas.

Ayudaba a sus familiares y hermanos enviándoles dinero y siempre es-


taba dispuesta a dar lo que tuviera cuando alguien se lo pidiera. Cuando
invitaba a dormir a algunos parientes a la casa, ella les cedía su cama y se
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HAMBRE
iba a dormir al sofá. Era generosa a más no poder. Compartió y dio todo lo
que tenía sin pedir algo a cambio.

Le llevaba sus medicinas, puntualmente, a un anciano enfermo del co-


razón que recogía periódico en una carretita y que andaba por nuestra casa.
Ibamos a visitarlo a una cabañita donde vivía con varios gatos. A veces,
también pasaba por él y lo llevaba en su coche a recoger su periódico para
evitar que caminara tanto.

Pero su acto de generosidad más admirable fue cuando descubrió que,


a dos casas de la nuestra, había una propiedad que parecía deshabitada
pues estaba vieja, descuidada y sucia. El pasto de la cochera había crecido
demasiado y estaba amarillento y disparejo. Ahí estaba plantado un árbol
veterano de ramas gigantescas con todas las hojas secas; la puerta de en-
trada y el barandal estaban despintados y oxidados, la pintura de la casa
carcomida y las ventanas grises de polvo.

Era 1986 aun vivíamos en Tecamachalco y yo estudiaba la preparatoria.


Mi madre se acercó a llamar a la puerta y salió una señora de edad avan-
zada, con el pelo largo y grisáceo recogido con una coleta y vistiendo ropa
sencilla. Era una ermitaña y se llamaba Martita.

Desde aquel momento, la sacó de su casa y la adoptó como una más de


la familia. La llevaba a la casa a comer; le hacía el mandado y se lo dejaba
en su puerta; le daba aventones a donde ella tuviera que ir; le pagaba el gas
y el agua. Incluso, la ayudó a sacar provecho de su cochera y se la ofreció
a unos vecinos para que la rentaran. De este modo, Martita empezó a ganar
algo de dinero y pronto su misterio salió a la luz.

Ella había estado casada con un estadounidense y tenía dos hijos varo-
nes. Vivió unos años en Estados Unidos y se había regresado a México con
toda su familia. Trabajó casi toda su vida en una galería de arte que des-
pués ya no le dejó más ganancias y terminó por cerrar, por lo que su casa
estaba repleta de cuadros, pinceles y bastidores llenos de moho y telarañas.

Años después, por razones desconocidas, su esposo la abandonó y se


regresó a Estados Unidos. No tardaron mucho en alcanzarlo sus dos hijos.
Martita había quedado completamente sola y, supuestamente, desampara-
da. Llevaba muchos años viviendo en esas condiciones, sin dinero y sin
ver a su gente, pero era renuente a vender alguno de sus cuadros u obras de
arte. Estaba enamorada de su días en aquella galería y sus recuerdos era lo
único que le quedaba.
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Ni lenta ni perezosa, mi madre le pidió el teléfono de sus dos hijos y
les llamó a Estados Unidos, regañándolos como a dos niños chiquitos sin
siquiera conocerlos. Les dijo que eran un par de mal agradecidos y que te-
nían a su madre abandonada y en la pobreza. Meses después, algo mágico
sucedería.

Una mañana, un tal Eric llamó a mi casa y le pidió de favor a mi madre


que lo recogiera en el aeropuerto. Era el hijo menor de Martita. Mi madre
salió velozmente por él y juntos llegaron a darle la sorpresa. Martita no
paraba de llorar de felicidad. Lo mismo sucedería con su otro hijo, cuyo
nombre no recuerdo.

La amistad perduró durante mucho tiempo. Mi madre la mantuvo por


más de diez años, la visitaba y le compraba medicinas cuando estaba en-
ferma y le ayudaba a limpiar su casa si ella estaba indispuesta. Martita la
adoraba y empezó a sacar sus tesoros intocables para obsequiárselos, entre
ellos, libros muy viejos, algunos adornos y otras obras que habían pertene-
cido a la galería de arte.

Cuando mi mamá se casó con este señor y se fue de su casa, Martita


sintió que el corazón se le destrozaba, pero mi madre jamás la olvidó. Le
encargó a mi hermana y a las monjitas de un convento cerca de casa que
vieran por ella cuando mi madre no pudiera visitarla, y así fue.

Años después, nos enteraríamos que el marido de Martita había estado


enviando dinero, mes con mes, desde que se había regresado a vivir a Es-
tados Unidos. Martita tenía una cuenta bancaria en dólares con una buena
suma de dinero e intereses acumulados por más de veinte años, pero jamás
los quiso reclamar. Su orgullo la llevó a vivir en la miseria.

A principios de 1999, descubrí en el cartel de un Superama la leyenda:


“Se buscan Héroes Anónimos”. Se trataba de un concurso en el que tenías
que proponer a alguien que conocieras que hubiera hecho un acto heroico
a lo largo de su vida. “¿Acto heroico?”, pensé para mis adentros. “Mi ma-
dre no solo ha hecho uno, ¡sino cientos!” Rápidamente llené la solicitud
con sus datos y, al mes siguiente, las dos asistiríamos a su premiación en
Superama de San Jerónimo. Ganó primer lugar y fue a regañadientes re-
negando: “Sólo a ti se te ocurren estas cosas”. Le entregaron su despensa
completa y muchas fotos, algo de lo mucho que ella había dado a otros.

A finales de diciembre del mismo año, justo un año después de que le


detectaran el cáncer por primera vez a mi madre, ella se sacó un estudio
para medir la cantidad de células cancerosas en la médula ósea y había
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HAMBRE
salido muy contenta y optimista. El resultado era cero células afectadas.
Como yo sabía que ese milagro sucedería, no dudé un momento en la ve-
racidad del estudio, así que le di las gracias a la Virgen de Guadalupe y le
recordé mi promesa.

Mis hermanos y yo habíamos comprado boletos para ver el ballet del


Cascanueces en el teatro de Bellas Artes, pero mi madre y yo llegamos
muy tarde a la función y nos quedamos en la Alameda comiendo buñuelos
y viendo a los niños tomándose fotos con Santa Claus y los Reyes Magos.
A la salida del teatro, nos encontramos con mis hermanos y ella les platicó
que tenía planeado dejar definitivamente a su esposo. Todos la apoyamos
y le ofrecimos nuestras casas, pero ella dijo que esperaría a rentar un de-
partamento y se iría a vivir ahí.

La cena Navideña se llevaría a cabo en casa del esposo de mi madre.


Semanas antes de la noche del 24 de diciembre, fui a poner el árbol y el
nacimiento junto con ella; decoramos la casa, compramos y envolvimos
muchos regalos. Justo el día de Navidad por la mañana, mi madre empezó
a tener una especie de gripe y empezaron a llorarle la nariz y los ojos sin
parar, era algo impresionante. No dejaba de chorrear agua por ambos la-
dos. Tomó algunos medicamentos y tuvo que empezar a utilizar un cubre
bocas.

Días después tuvimos una comida. Ella preparó un strudel de manzana


como postre y pensé que, si ya cocinaba, estaba mejorando. Desde que
llegó al evento la noté muy roja de la cara, más que de costumbre, y ya por
la noche percibí que tiritaba de frío aun trayendo puesto un abrigo. Estaba
hirviendo en calentura. A la mañana siguiente, mi madre le llamó por telé-
fono a mi hermano mayor para decirle que se había caído, que estaba sola
tirada en las escaleras de la casa ardiendo en calentura, y que no se podía
mover. Que su marido la había esquivado con un salto para irse a caminar
y que necesitaba ayuda. Mi hermano fue corriendo a recogerla y a llevarla
de nuevo al hospital.

El 28 de diciembre se quedó internada ahí. Todos seríamos testigos im-


potentes de cómo su luz se iría apagando día tras día… hasta extinguirse
por completo dos meses después.

Llegó Año Nuevo y decidí llenarle su cuarto de hospital de confeti y


serpentinas. También llevé una botella de vino, misma que me confiscaron
en la entrada. Le canté, le di su abrazo y le deseé el mejor año y nuevo
milenio. En cuanto salía de su cuarto, mis ojos se convertían en una llave
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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
de agua. Todo el camino de regreso a casa manejaba orillándome en las
banquetas para no chocar, pues apenas si podía ver. Una vez en mi hogar,
no hacía más que tenderme en el piso a gritar por la injusticia que estaba
viviendo. Yo me había propuesto salvarle la vida a mi madre y lo conse-
guiría a como diera lugar.

El tormento vivido esos dos meses en el hospital es doloroso de narrar.


Día con día, mis hermanos y yo esperábamos escuchar alguna noticia po-
sitiva sobre el estado de salud de mi madre, pero esta noticia no llegaba.
Al principio, mi mamá se veía delgada pero optimista, aunque había per-
dido el hambre por completo. La calentura le daba por las mañanas y por
las noches sin poder ser controlada en su totalidad y tenía conectado un
suero en ambas manos. Sus cuatro hijos y, de vez en cuando, su esposo,
hacíamos turnos para quedarnos a dormir con ella por las noches. Cada que
veía llegar a ese señor que ella había escogido como segundo marido, se
encolerizaba y lo rechazaba tajantemente.

Por las mañanas también teníamos turnos en los que participaban mis
cuñadas. A ratos, durante el día y por la madrugada, yo me revolcaba llo-
rando de desconsuelo en la cama del hospital sin que ella me escuchara,
pero era tal mi dolor, que una mañana mi mamá me puso su mano en la
frente y me dijo: “Te ves triste”.

Para hacerle más amena su estancia en la clínica, compré posters ani-


mados con muñecos y animalitos sonriendo. Les pedí a mis cuñadas fotos
de sus hijas y de la familia completa, y así le decoré todo el cuarto. En la
pared que ella tenía frente a su cama pegué fotos de sus cuatro hijos, nue-
ras, yernos y nietas; le cantaba canciones mexicanas que antaño habíamos
entonado tantas veces las dos juntas y le llevaba libros de chistes para
leerle.

Escondidas entre la ropa, traía mis perpetuas oraciones a todos los san-
tos que existen, mismos que rezaba una y otra vez sin parar, y mis Rosarios
completos que recitaba todos los días, una ó más veces, acompañándome
de un Rosario hermoso de perlitas blancas para llevar el conteo.

Redacté una carta que firmamos entre todos donde le decíamos lo mu-
cho que la amábamos y admirábamos, le pedíamos que luchara por salir
adelante porque la esperábamos de regreso en nuestras vidas. Ella había
llorado al escucharla y después se puso contenta.

Mi mamá nos había pedido que no avisáramos a nadie sobre su estado


de gravedad, pero un día mi hermana y yo decidimos informarles a todos
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HAMBRE
nuestros familiares. Su hermano fue de los primeros en llegar a visitarla.
No pudo contenerse y se soltó llorando sin parar junto conmigo cuando
íbamos de salida en mi coche.

Mis hermanos y yo le pedimos a toda la gente que conocía que rezaran


por ella. Cadenas de oraciones recorrían varios países hasta llegar a Rusia.
Saliendo del hospital por las noches, cuando no me tocaba quedarme a
dormir, me iba a orar a una iglesia con María mi amiga.

Parientes de Mazatlán, Torreón, Sonora y los que residían en México


empezaron a llegar al hospital. Todos salían impresionados o llorando del
cuarto de hospital que, invariablemente, estaba atestado de tanta gente que
la quería. Llamadas de larga distancia de amigos y familiares se escucha-
ban a lo largo del día. El teléfono no paraba de sonar.

Aunque los niños tenían el acceso restringido a las instalaciones del


hospital, yo me las arreglaba para colar a escondidas a mis sobrinas a ver
a su abuela.

Hice incontables promesas y sacrificios esperando un milagro; recé y


recé hasta aprenderme de memoria cualquier oración; fui a visitar a los
santos milagrosos que me habían recomendado a todas las iglesias. Estuve
a punto de inventarle a mi madre, en varias ocasiones, que estaba embara-
zada para darle otro incentivo para vivir, pero no lo hice.

Uno de mis hermanos, el que me lleva cinco años de edad, consiguió


medicina alternativa tibetana que había sido enviada desde Nueva Zelan-
da. Mi amiga María me informó de unos tés que curaban el cáncer. Años
antes, le habían salvado la vida a un señor estando ya desahuciado de uno
de los cánceres más letales que se origina en el sistema linfático: el cáncer
Hotchkins o Hodkin, pero sólo se conseguían en Ciudad Valles, en San
Luis Potosí.

Al día siguiente mi amiga Maribel, mi esposo y yo saldríamos a las seis


de la mañana hacia San Luis Potosí. Después de dieciocho horas de viaje
de ida y vuelta y una hora de estar con el hierbero, regresamos a México a
la una de la mañana del día siguiente. Terminé de prepararle los tés, justo
como me había indicado el botánico, para salir de mi casa de nuevo a las
seis de la mañana y darle la primera toma. Tuve que esconderlos en male-
tas para poder introducirlos al hospital.

Como buena esposa, madre y suegra de médico, mi mamá se resistió a


tomarlos hasta que, entre todos, la convencimos. A mí no me interesaba si
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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
los científicos creían o no en esos tés curativos, simplemente, yo les tenía
toda la fe del mundo.

Le pedí al sobreviviente que se había curado de cáncer que fuera per-


sonalmente a hablar con mi madre. El accedió y se presentó con ella. Yo
esperé escuchando la plática hincada y rezando en un sillón a la entrada. El
hombre habló de una manera tan bella, que yo me tapaba la boca para que
no se escucharan mis sollozos. Le explicó que él, renuente en un principio
a tomarlos, los había visto como una última opción; de ahí le describió
cómo, poco a poco, su cuerpo se fue fortaleciendo y rehabilitando hasta
quedar completamente sanado. Los tés lo habían salvado. Mi madre lo
escuchó atenta, los tomó una que otra vez pero, de pronto, nunca más los
quiso.

Una noche en la que llegué planeando de qué manera convencerla de


que se los tomara, empecé a discutir fuertemente con ella.

- ¿Qué te pasa?, ¿por qué te das por vencida ahora?- empecé a levan-
tarle la voz desesperada-. Tómate los tés y ten fe en ellos. Te vas a curar.

Ella volteó a verme con aquella mirada acuosa y fría que tenía en los
ojos cuando empezó a ponerse más grave.

- ¡Déjame morir en paz!- gritó.

Me quedé callada. Jamás quiso desahogarse con ninguno de sus hijos;


jamás lloró, jamás expresó sus miedos, jamás abrió la boca para decirnos
cómo se sentía o qué pensaba. Con la única que utilizó la palabra “muerte”
fue conmigo aquella noche.

Para una mujer como ella, el haber estado internada sin poder moverse
en una cama de hospital los últimos dos meses de su vida, fue un infierno.
Ser dependiente era lo que menos había querido durante toda su existencia.

El primer mes la ayudábamos a dar unos pasos en el pasillo, iba sola al


baño y se sentaba a ratos en la cama. El segundo mes, no podía hacer algo
sola. La frustración que esto le causaba se reflejaba en su rostro.

Una mañana dijeron en las noticias de la televisión que un multimillo-


nario árabe había fallecido de cáncer en la médula ósea.

- Si este señor que tenía a su disposición una excelente tecnología y los


mejores médicos del mundo murió de lo mismo que yo- dijo hablando en
voz alta-, yo no tengo salvación.
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HAMBRE
Busqué por Internet remedios de medicina alternativa y encontré algo
que aun no salía a la venta, pero que había tenido buenos resultados en
pruebas con pacientes enfermos de cáncer en Estados Unidos. De inmedia-
to, corrí a preguntarle a su médico sobre esta medicina alternativa y él me
contestó que lo “iba a investigar”. ¡No había tiempo para investigar! Todo
me parecía muy lento, las reacciones de todos ahí eran pausadas, como de
resignación. Yo me desesperaba y les gritaba a los doctores que hicieran
algo, me peleaba a gritos con las enfermeras y los encargados del comedor,
hablaba personalmente con el director del hospital; mi persona era un ma-
nojo de impotencia, nervios e impaciencia en explosión.

Sin esperar una respuesta del oncólogo, le prometí a mi madre que iría
volando a Estados Unidos al día siguiente por aquella medicina alternati-
va y que haría uno de mis trucos para que me la vendieran o, de plano, la
robaría.

- ¡Vamos, hija!- ella me contestó cuando ya empezaba a arrastrar la


voz-. Agarra dinero de mi chequera y vete mañana a conseguirlo.

Pero nunca fui. No me quería separar de esto ni medio segundo. El re-


mordimiento que esto me traería duraría años en mi conciencia, torturando
mi interior.

Por esos días recordé haber visto en películas una burbuja de plástico
esterilizada en la que colocaban a personas enfermas o delicadas de salud
para evitar que se contagiaran de cualquier infección en el ambiente exte-
rior, pero en este hospital no existía este artefacto.

Las noticias de cada día eran desalentadoras y frustrantes. Nada mejo-


raba, todo empeoraba. Los ojos de mi madre eran vidriosos y su mirada es-
taba perdida. A ratos, ella misma hablaba con mi abuela, su madre muerta
desde hacía ya muchos años, o con mi tía Ofelia, una de sus hermanas que
también ya había fallecido.

Otra de las alternativas para su curación era practicarle un trasplante de


médula ósea. La única que tenía el mismo tipo de sangre que ella, era yo.
Cuando me lo dijeron, yo ya estaba casi boca abajo acostada en la plancha
del quirófano esperando a que me abrieran la espalda. Esta posibilidad la
habían contemplado desde el año anterior, cuando le habían detectado por
primera vez el cáncer, pero habían preferido someterla a las quimioterapias
esperando que esto fuera suficiente. Ya para entonces, con lo débil que
estaba, esa posibilidad había sido descartada.
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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
Yo me preguntaba por qué habíamos esperado tanto tiempo en actuar y
concluí que si mi médula ósea podía salvarla, también mi sangre. A fin de
cuentas, las células madre que ella misma me había heredado, eran las que
yo le iba a regresar. En el ínter hubo un cambio de hospital y la internamos
en el ABC de Observatorio. Ahí fue que doné medio litro de sangre para
mi mamá y les pedí que se la transfundieran. Me dijeron que tardarían un
tiempo en analizarla. Al día siguiente mi madre regresó al Hospital Militar
y esa sangre se quedó como reserva en el otro sanatorio.

Exasperada, les chillé a mis hermanos que la lleváramos a Houston,


pero me dijeron que no iba a aguantar el viaje.

Mi madre, muy consciente de quién era su esposo, me hizo una lista


en la que me pedía que sacara de la casa de éste su chequera, el dinero en
efectivo que aun quedaba y las joyas que no estaban en la caja de seguridad
del banco y que tenía guardadas en un escondite. Recogí todo, pero olvidé
las joyas.

Por la noche me encontraría con el esposo de mi mamá en el hospital.


Habíamos salido a sentarnos en una banca afuera y él estaba fumando.

- Quiero decirte una cosa que acabo de descubrir- le dije-. La vez pasa-
da que internaron a mi mamá en el sanatorio, acababa de tener un pleitazo
contigo. Ahora sucedió lo mismo, ¿no te parece esto una casualidad?

- Tienes razón- me respondió y guardó silencio.

Al día siguiente de esta plática mi hermano mayor me confesaría que,


el esposo de mi madre, había llegado temprano a verla al hospital y se
había topado con él dentro de la habitación. Con la cola entre las patas,
el viejo le había confesado lo que yo le había dicho la noche anterior. De
súbito, había empezado a llorar sin poder contenerse, lamentando lo que
estaba sucediendo y diciendo en voz alta “yo y mis idioteces”, a manera de
admitir su culpabilidad por el delicado estado de salud de mi madre. Y no
solo en aquella ocasión, sino que mi hermano se convertiría en su paño de
lágrimas más de una vez.

Aunque tras platicarlo con varios doctores negaron que el estado aními-
co influyera con el cáncer que se había desarrollado en la médula ósea de
mi mamá, a mí nadie me convencería de lo contrario. Fue tanta la coinci-
dencia de lo que sucedió desde que mi madre había contraído matrimonio
con aquel ser enfermo de odio, que estoy segura de que él fue quien la
enfermó, al igual que lo había hecho con su esposa anterior. Claro, ellas
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HAMBRE
dos lo permitieron. Toda aquella ira contenida, la decepción de haber sido
engañada de tal modo, la impotencia de no saber cómo actuar y el orgullo
de no haber aceptado abiertamente que había cometido tremendo error, la
llevó a enfermarse tanto espiritual como físicamente.

Una mañana mi madre me dijo:

- Si éste andaba detrás de mí a los tres meses de fallecida su primera


esposa, con la que estuvo casado durante treinta años, ¿qué me espera a
mi? Va a traer nueva vieja a los dos meses de que me hayan enterrado.

Palabras de profeta.

El anciano le pidió a mi esposo que le ayudara a vender uno de sus


coches por si se necesitaba dinero para alguna cosa. El se lo vendió de
inmediato y le entregó cuarenta y ocho mil pesos en la mano sin quedarse
un centavo como comisión. Ese mismo día yo le había entregado a mi
mamá dos mil pesos en efectivo que le debía. Ella me dijo que se los diera
al misógino para que se los guardara.

A la semana siguiente, mi esposo y yo fuimos a su casa a recoger batas


y pantuflas limpias para mi mamá. Como yo no tenía un peso en la bolsa,
le pedí al anciano que me devolviera el dinero de mi madre que yo le había
entregado, pero ¡cuál sería nuestra sorpresa cuando el viejo avaro nos ex-
plicó que ese dinero ya no existía! Argumentó que lo había utilizado para
pagar su teléfono celular, pues todos en el hospital habíamos hecho uso
de este y que, por órdenes de mi madre, había pagado también la luz y el
teléfono de su casa de ese mes. Ahora resultaba que era bien obediente con
mi madre. Era inconcebible que, teniendo cuarenta y ocho mil pesos, se
hubiera gastado mis míseros dos mil pesos en sus deudas personales. Pero
su codicia estaba apenas saliendo a flote.

Busqué a un sacerdote para que hablara con mi madre acerca de sus te-
mores y de lo que creía que iba a pasar. Cuando llegué a su cuarto, el padre
se estaba yendo y no quiso contarme nada, tan sólo mencionó que la había
confesado y que iba a orar todos los días por su salvación.

Mi hermano, el mismo de la medicina alternativa budista, acudió con


su amigo Tony Karam, fundador de Casa Tíbet México, y le pidió que
fuera a visitar a mi madre. Después de observarla y de platicar con ella
unos cuantos minutos, salió de la habitación y le confesó a mi hermano
que mi mamá, como mucho, tenía diez días de vida. A mí nunca quisieron
decírmelo.
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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
Ante mi desesperación y como último recurso, recordé haber escucha-
do de gente con dones extraordinarios que curaban con rituales y danzas
y materializaban la enfermedad, conocidos como chamanes. Mi hermano
y yo investigamos con un contacto suyo de mucha credibilidad y, ellos
mismos, nos recomendaron que visitáramos a un conocido sanador filipino
que venía a México llamado Emilio Laporga. Se decía que sanaba a los
enfermos con las manos por medio de energía. Sin pensarlo, fui a ver su
presentación en la colonia Cuahtémoc.

Me sorprendió tanta gente que había asistido a verlo. Le pedí, como


pude, que curara a mi madre. Después de pagarle sus costosos honorarios,
él me indicó que le llevara algunas pertenencias de mi madre y una foto
suya porque él no podía ir a verla personalmente. Me dio unos ungüentos
para aplicarle a mi mamá en ciertas partes del cuerpo tres veces al día y
debía cubrirla con las prendas que yo le había llevado y que me había
devuelto. Como pudimos, entre todos, hicimos lo que el filipino nos había
pedido. No hubo mejoría.

La última alternativa que nos dieron en el sanatorio fue la de someterla


a una quimioterapia de lo más agresiva con la que se quedaría sin defen-
sas y muy vulnerable ante cualquier infección. El doctor nos dijo que esta
decisión la tenía que tomar ella misma, pues era su vida la que estaba en
juego. Valientemente, ella le respondió que tomaría el riesgo

A partir de aquella quimioterapia, las visitas quedaron completamente


restringidas y sólo se nos permitía el acceso a la habitación teniendo las
manos limpias y utilizando una bata y tapa bocas. No podíamos tocarla ni
acercarnos demasiado a ella.

Después de este tratamiento, mi madre decidió que quería despedirse


de sus hijos, sus nueras y sus yernos. Todos estuvimos ahí presentes, con
los corazones desgarrados, usando nuestros tapabocas, sin poder tocarla ni
abrazarla. Nos dio su bendición a cada uno de sus descendientes.

- ¡Jamás conocerá a mis hijos!- grité desesperada y empecé a rezar sin


detenerme.

Un domingo por la mañana llegué a visitar a mi madre. Me sorprendió


verla contenta, platicando y bromeando. Yo me esmeré por disimular mi
tristeza y volví a ser la misma persona bromista y ocurrente con ella; em-
pecé a jugar a que me escondía debajo de su cama e hice lo que no hacía
mucho tiempo: me acosté a su lado. Cantamos y nos dijimos tonterías.
Luego me trepé por el borde de la ventana y crucé del otro lado.
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HAMBRE
- ¡Eres una escalatonta!- me gritaba riéndose al ver que no me podía
regresar.

Le leí algunos chistes, me despedí de ella con un gran beso en su meji-


lla y observé de cerca sus ojos vidriosos.

- Mañana nos vemos, mami- le dije despidiéndome con la mano-. Te


quiero mucho.

Por primera vez en casi dos meses había salido de ahí brincando de
contenta, pues estaba segura de que mi madre se iba a curar. Esa misma
tarde le llamé a mi hermana por teléfono y ella me dijo que también estaba
muy satisfecha de haberla visto tan bien y que había comido de maravilla.
Para mí fue más que suficiente. Estaba segura de que mi madre estaría de
regreso en poco tiempo.

Eran las cuatro y media de la madrugada del 28 de febrero del año


2000, unas horas después de que había visto a mi madre con vida por últi-
ma vez. El teléfono sonó y mi corazón dio un vuelco. Al contestar, escuché
la voz de su esposo quien me decía que mi madre había fallecido.

Me tiré al suelo a gritar y a patalear insultando a Dios, a la Virgen y a


todos los santos a los que les había rezado con tanto fervor. Mi esposo lle-
gó a abrazarme al piso y ahí nos quedamos llorando no sé cuánto tiempo.

Una persona tan generosa como mi madre no merecía morir a los se-
senta y dos años y de esa forma. Tanto esfuerzo, tantas esperanzas, tanto
dolor… Justo diez días después de la visita de Tony Karam al hospital, mi
madre dejaba de respirar tal y como él lo había predicho. Empezaron a lle-
gar a mi memoria, como en cámara lenta, escenas de mis hermanos yendo
y viniendo al hospital; de mi hermano mayor interpretando los resultados
que le acababan de entregar con la cara inexpresiva; de mi hermana conte-
niendo el llanto en el cuarto la primera vez que vimos que mi mamá sufría
de incontinencia; la de una de mis cuñadas berreando conmigo mientras
platicábamos en el banco de sangre; de mi amiga María con la que implo-
raba por la salud de mi madre todas las noches; de mi esposo mirándome
preocupado; de los tés milagrosos; del filipino que curaba con energía; del
sobreviviente de cáncer hablando con mi madre; de mi hermano pidiendo
urgentemente el paquete de medicina alternativa de Nueva Zelanda. De
todo ese esfuerzo realizado… en balde.

En ese preciso instante, algo dentro de mí murió junto con ella. La luz
se había extinguido.
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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
Agarré el tabaco como desahogo y empecé a fumar como desesperada.
Las lágrimas me salían a ratos, pero me sentía seca por dentro de tanto
haber llorado. Estaba furiosa con Dios, con los médicos del hospital, con
la vida y con el mundo entero. Me aborrecí a mi misma por no haber sido
capaz de salvarle la vida a mi madre y me repetía, constantemente, que no
había hecho lo suficiente. “Si hubiera ido por las medicinas alternativas a
Estados Unidos la hubiera salvado; si hubiera exigido que le donaran mi
sangre la hubiera salvado; si hubiera conseguido aquel globo estéril, la hu-
biera salvado”, pensaba día y noche torturándome con dolor de estómago
y con el pecho pesándome una tonelada. Llegué al extremo de pensar que
yo misma había contribuido a que muriera con tantos enojos que le había
causado en mi adolescencia y juventud.

De ahí en adelante, yo sería la culpable de la muerte de mi mamá. Es-


taba convencida que, por ser la más atrevida y decidida de mis hermanos,
había caído sobre mis hombros el compromiso de su supervivencia. Me
lamentaba de ser huérfana de padre y madre a los veintinueve años y de
ver a amistades que no solo tenían vivos y sanos a sus progenitores, sino
que aun conservaban a sus abuelos íntegros.

La bulimia se salió por completo de mis manos. Mi manera incontro-


lada de comer en exceso y purgarme, era alarmante. En el fondo, quería
autodestruirme, por eso también fumaba.

Al día siguiente del entierro de mi mamá, mi esposo me llevó a comer a


un restaurante. A la salida recuerdo haber experimentado, por unos instan-
tes, aquel mismo sentimiento de depresión tan intenso que conocí tras la
muerte de Alfredo trece años atrás y me vino a la cabeza la idea de querer
morir. Empecé a ver sin sentido cualquier cosa que pasara por mi cabeza.
Pensé que mis hermanos ya no me necesitaban pues tenían su vida hecha
y que mi lindo esposo, seguramente, conseguiría más adelante una buena
mujer que lo valorara y le diera una familia. La única persona que me
necesitaba imperiosamente ya no estaba, y yo quería irme junto con ella.

A lo lejos, observé una VAN que arrancaba y se dirigía hacia mí y supli-


qué, en lo más profundo de mi corazón, que me atropellara en ese instante.
Nada sucedió.

Al igual que con mi padre y con Alfredo mi sobrino, empecé a tener


unos sueños muy intensos en los que tenía largas conversaciones con mi
madre. En un principio, los escribía. También empecé a escuchar unos
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HAMBRE
ruiditos muy peculiares en la cabecera de mi cama. Cuando le pedía a mi
mamá que los hiciera, empezaba a escucharlos de inmediato.

Fue una madrugada en especial que tuve un sueño tan intenso y tan
pleno de significados que, cuando desperté, el ruido de la cabecera de mi
cama era tan fuerte que parecía que alguien la estaba azotando contra la
pared. Me sobresalté y me senté a escuchar. Mi esposo continuaba profun-
damente dormido. Segundos después, el ruido desaparecería por completo.
Sólo escuché las persianas de la sala, como si algo hubiera huido por la
ventana, pero estaba cerrada.

En ese sueño mi madre me recogía en una playa en Mazatlán, cerca


de la casa de mi tía Tere, su hermana. Ella iba manejando su Tsuru rojo
de antaño y venía platicándome animadamente sobre lo que había visto
en donde estaba. Se metió con todo y coche a la playa, el agua y la arena
eran de unos colores rosados y amarillentos y su auto parecía deslizarse
sin problemas mientras las olas del mar lo alcanzaban a mojar. Ahí me
dijo claramente que todavía no terminaba de platicarle a mi padre todo lo
sobre sus nietas porque tenía ¡tanto que contarles!; me explicó que Alfredo
seguía con su balón de basquetbol en la mano siendo un campeón y que
quería enseñarme un lugar muy especial. El resto de esta extraordinaria
vivencia en sueños, me lo guardo para mí misma.

Increíblemente, a cuatro días de la muerte de mi madre, su ex esposo


estaba apurándome para que sacara sus pertenencias de su casa. No me
explicaba qué era lo que sucedía, pues lo último que yo quería hacer era
tener que sacar las cosas de mi madre tan pronto, pero él insistió demasia-
do. También me extrañó que mencionara algo de un seguro de vida que yo
debía de cobrar.

El día de su muerte, otra situación extraña había sucedido. Al no en-


contrar en los cajones de la habitación del hospital el Rosario de perlitas
blancas que yo le había obsequiado a mi madre al final, mi esposo le pidió
permiso al anciano para buscarlo en su coche. Fue enorme la sorpresa que
se llevaría al encontrar ahí no solo el Rosario, sino varios obsequios que
le habían llevado a ella, así como batas y pantuflas nuevas que ni siquiera
había estrenado. El Rosario se hallaba escondido entre las batas. Mi esposo
lo tomó y subió nuevamente al cuarto. La ropa vieja y sucia aun seguía
en las cajoneras de la habitación. Nos quedamos muy sorprendidos. Al
ver nuestros rostros de incredulidad, él se excusó diciendo que ya había
bajado “algunas cosas” para ir desalojando la habitación. No me explicaba
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cómo le había pasado por la mente hacer algo así a horas de haber muerto
su segunda esposa.

Una mañana llegué armada de valor a casa del avaro por sus pertenen-
cias. Empecé a doblar sus hermosos vestidos de noche, aun impregnados
con su perfume, con los ojos nublados de lágrimas; recogí zapatos, blusas
y demás prendas. De inmediato me di cuenta de que faltaba mucha ropa
fina, pero pensé que estaría en la tintorería. Cuando fui a preguntar por las
prendas, me dijeron que ahí no estaban. Después me puse a buscar apara-
tos eléctricos que nos pertenecían. Al abrir un cajón noté que el individuo
ya tenía guardada, entre sus cosas, una máquina de escribir eléctrica semi
nueva. En ese instante quise sacarla del cajón.

- Oye… ¿la necesitas?- me preguntó sorprendido.

- Claro- respondí impactada-. Es una maquinita muy funcional que yo


utilizo con frecuencia.

De mala gana, me permitió sacarla de ahí. En adelante, él estaría pe-


gado detrás de mí como mi sombra, supervisando todos y cada uno de los
artículos que yo tocara. Me pedía que le mostrara lo que me iba a llevar
antes de meterlo en una caja.

Nunca olvidaré una foto ampliada de mi madre, en blanco y negro, que


este monstruo me arrebató de las manos. Ella tendría unos dieciséis años y
estaba sentada en el malecón en Mazatlán. Se veía hermosa. Cuando yo la
tomé del propio álbum personal de mi madre, él me la arrebató diciéndome
que era para él y que quería poner aquella foto en al lado de la foto de su
primera esposa, pues eran los dos “amores de su vida”. Pensé que era un
desfachatado. Me estaba empezando a exasperar.

Sin tomar en cuenta los múltiples gastos que tenía mi madre debido a
su enfermedad, meses antes, el viejo egoísta había comprado una sala cos-
tosísima y le había exigido a mi madre que pagara la mitad del total. Ella
había accedido, además de haber cooperado en el pago de la pintura, la
impermeabilización de su casa y de haber pagado una reja nueva que daba
hacia el patio. Su ambición era realmente desmedida.

Mis visitas diarias a casa del anciano eran una pesadilla. Además de
estar cargando con mi intenso dolor, frustración y decepción, tenía que
enfrentarme con la voracidad de este ser enfermo. Cuando me percataba
de que algo no estaba y le preguntaba, él me respondía no tenía ni idea de
lo que le hablaba. Yo le llamaba por teléfono a mi hermana rogándole que
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HAMBRE
me acompañara a recoger todo lo que faltaba, pues el viejo ya me tenía con
los nervios de punta, y le describía su manera enfermiza de espiarme. Ella
pensó que yo exageraba pero me acompañó en una o dos ocasiones y se dio
cuenta de lo mismo que yo: faltaban varias cosas.

Por azares del destino cuando mi madre todavía estaba con vida, yo
había tenido que tomar prestado su automóvil, ya que el mío se había des-
compuesto. De no haber sido por aquel incidente, el viejo jamás me hubie-
ra permitido sacar el auto de su cochera.

- ¡Date de santos que te dejé sacar el coche de tu madre de esta casa!-


vociferaba cuando la paciencia se me había terminado y nos agarrábamos
a gritos-. Yo también tengo derecho a heredar.

- ¿A heredar a tu edad?- lo cuestionaba burlándome-, ¿heredar qué?

Una mañana, me desperté recordando las joyas que mi madre me había


encargado y que yo había olvidado. Pensé que ella me estaba diciendo en
sueños: “Las joyas, güera, las joyas”. Como todavía era temprano y sabía
que el señor estaría dormido, salí en pijama disparada de mi casa y manejé
como un rayo hasta ahí. Aun conservaba las llaves de la entrada, entonces
abrí la reja y la puerta principal y entré de puntitas a la recámara del viejo.
Como lo imaginé, estaba roncando. Además, me tenía que cuidar también
de la mañosa de Juana la muchacha, su espía y mejor aliada. Lentamente y
frente a sus narices abrí el escondite justo en su recámara y… ¡ahí estaban
las preciosas joyas de mi madre! Con sumo cuidado las guardé, una por
una, en mi bolso de mano, acomodé las cosas en su lugar y salí disparada
fuera de ahí. También pude rescatar cuadros, utensilios de cocina, muebles
pequeños y uno que otro adorno. Me impidió llevarme las bocinas y el
estéreo pertenecientes a mi madre y me dio “prestadas” unas fotos de ella,
tomadas con la propia cámara de mi mamá y reveladas con su dinero.

Empotrado en la pared estaba un librero de madera de pino enorme,


que tenía gran parte de las colecciones de libros de mi padre empastadas
en piel. Cuando le dije que enviaría una mudanza para que se llevara aquel
librero, me respondió: “Sobre mi cadáver”. En ese instante, me imaginé a
mí misma dándole un batazo en la cabeza y tirándolo al piso para dejarlo
inconsciente y sangrando mientras me llevaba las cosas de mi mamá a mi
casa. O contratando a alguien para que lo hiciera por mí, ¡lo odiaba con
todo mi ser! A cambio, me permitió sacar un librero pequeño perteneciente
a mi papá por el que, el muy ignorante, no daba un centavo. Más adelante
un carpintero me dijo que ese mueble estaba hecho a base de roble rojo

- 227 -
ELENA B. ARREGUIN OSUNA
macizo y que era miles de veces más fino y costoso que aquel librero enor-
me de pino por el que tanto había peleado.

Lo que más valor tenía para mi eran varias pinturas al óleo, hechas por
mi madre, que colgaban de las paredes de su casa. Fui recuperando las que
pude pero unas eran de tamaño gigantesco. Les pedí a mis hermanos que
me ayudaran con eso. El vejete se quedó con uno de los más hermosos.

En medio de la peor desesperación llegué a pedirle a su propio hijo,


quien se decía ser mi gran amigo, que me ayudara a sacar más cosas de la
casa de su padre. Me llevé una gran decepción cuando, tras haberlo escu-
chado despotricar durante años barbaridad y media acerca de su progenitor
y después de haberme amanecido en innumerables ocasiones llorando con
él pegada durante horas al teléfono y consolándolo porque su padre lo re-
chazaba por ser homosexual, ahora lo defendía y me contestaba que esas
pertenencias no eran de su incumbencia, pues eran propiedad de su padre.

Por último le llamé por teléfono a su aliada Juana, la sirvienta, para que
me echara la mano. Como mi madre había sido muy generosa con ella du-
rante todos esos años enseñándola a cocinar y colaborando con dinero para
que se hiciera de un terreno propio en Pachuca, Hidalgo, llegué a pensar,
erróneamente, que ésta iría a poyarme. Me colgó el teléfono.

Yo ya estaba exasperada sin saber a quién más acudir. Quería que le


rompieran la cara a golpes a este viejo soberbio que creía merecerse todo
estando yo presente. Juré hacerle la vida de cuadros mientras estuviera
vivo.

Había otro tesoro invaluable por el que mi hermana y yo daríamos lo


que fuera con tal de recuperarlo: el recetario de todos los platillos que mi
madre cocinaba, escritos en un cuaderno viejo con su puño y letra, y con
manchas de mantequilla y salsa. Las dos lo buscamos por todos los rin-
cones de aquella casa, pero jamás apareció. Como siempre, el misógino y
ahora mentiroso de primera, dijo que no recordaba aquel recetario y nos
fuimos de ahí muy tristes.

Meses más tarde Rosa, la muchacha que iba a planchar, se encontró a


mi cuñada y le confesó que el señor había “tomado” algunas prendas finas
de mi mamá y que las llevaba escondidas en la cajuela de su coche, entre
estas, había unos vestidos de noche largos muy hermosos. Al no saber qué
hacer con unas batas nuevas de dormir, las pijamas y pantuflas que se ha-
bía traído del hospital, las había regalado a la primera persona que había
visto pasar frente a su casa. Los vestidos se los había regalado a Leticia, su
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HAMBRE
nueva novia. Por último, mencionó que le había dolido mucho haber visto
al señor rompiendo a pedazos, con sus propias manos, un recetario escrito
a mano por mi madre, argumentando que “eso ya no servía y que era pura
mugre”. Quedó en la basura.

Que el vejete hubiera lucubrado de esa manera y con tal saña, me dejó
perpleja y me demostró que este vestigio de ser humano estaba peor de
enfermo de aborrecimiento de lo que en absoluto imaginé.

De un día para otro, el anciano decidió que ya era suficiente y que yo no


sacaría ni una aguja más de su casa; cambió las chapas de las dos entradas
y me prohibió el acceso. Aun faltaban varias cosas por recuperar, entre
ellas, más libros de colecciones de mi papá empastados en piel, muñecos
de Lladró que mi madre había recopilado durante sus viajes a Europa, vaji-
llas, todos los adornos y cosas navideñas, copas de vidrio cortado, etcétera.

Mi hermana, una de mis cuñadas y yo nos pusimos de acuerdo para dar


un último viaje juntas por el resto de las cosas. Una vez las tres ahí, el ve-
jete se puso visiblemente nervioso al darse cuenta de que ya no estaba sola
y que debía partirse en tres para poder entrometerse a su antojo. Le llamó
a Juana su aliada y, entre los dos, nos fiscalizaron a medias.

Era increíble ver la actitud de arrogancia de la que otrora fuera la sim-


pática sirvienta de la casa. La muy mal agradecida, se sentía la dueña de
todo cuanto hubiera dentro del inmueble y teníamos que consultarla antes
de cualquier decisión.

Dentro de aquel enorme librero de pino, divisé una de las colecciones


de libros de mi papá y, sin preguntar, empecé a vaciarlos encajas.

- ¡No, no, no!,- había llegado el anciano eufórico gritando- ¡esos libros
son míos!, regrésalos a donde estaban

-Estás completamente equivocado- reaccioné furibunda-. Tú jamás has


tenido en tu vida libros más finos que tu enciclopedia marca “Patito” y tus
libros de bolsillo de viejo degenerado que hablan de sexo. Esto es de mi
padre y ¡me lo llevo!

- ¡Pues no!- me gritó furioso mientras se acercaba a sacar de la caja los


pocos libros que yo había alcanzado a meter.

Mi hermana y mi cuñada estaban atónitas con la boca abierta, ¡no po-


dían creer lo que veían sus ojos! Fue cuando entendieron que yo de ningún
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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
modo había exagerado y me creyeron todo lo que yo les venía diciendo
desde más de un mes atrás. Pero como éramos tres, pronto él se subió co-
rriendo a la cocina a supervisar a mi hermana y yo aproveché para vaciar,
rápidamente, la colección entera de libros y meterla de nuevo a la caja
para salir corriendo a la camioneta y dejarla ahí. Entonces, mi cuñada y yo
nos dividimos y el plan dio resultado. El pobre veterano andaba eufórico
de acá para allá sin saber a quién de todas perseguir. Yo tomé otra caja y
empecé a guardar los muñecos de Lladró de mi madre.

- ¡No!,- pegó nuevamente un grito de terror- ¡devuelve eso a donde


estaba!

- ¡No!- Le respondí a la defensiva- Estos muñecos de Lladró son de mi


madre.

- Pues no sales de aquí con ellos- arremetió dirigiéndose encolerizado


hacia donde yo estaba.

- Pues si tanto los quieres, ¡sácalos de la caja tú mismo!- lo reté dejando


la caja tirada encima de la alfombra.

- ¡No sale nada más de esta casa!- exclamó.

Sin poder creerlo, mi hermana, mi cuñada y yo presenciamos el clímax


de su penosa actuación de aquel día. Desesperado y sin poder agacharse
hasta el piso por falta de elasticidad y gracias a su barriga, agarró la caja
como había podido y empezó a sacar, violentamente, uno tras uno los mu-
ñecos de Lladró envueltos en periódico. Era tal su agitación que, al querer
colocarlos rápidamente de regreso en el librero, empezó a romperlos y a
despostillarlos; le llegó a romper completamente la cabeza a un hermoso
payasito.

Cuando terminó, la situación estaba a punto de estallar. Aproveché el


momento y arremetí contra él y comencé a decirle que me daba vergüenza
verlo así mendigando, que era un miserable y que ni siquiera nos había
podido mantener a mi madre y a mí; que era un mantenido sinvergüenza
y que mi mamá había tenido que pagar todos los gastos del supermercado
cada semana; que se las daba de muy “educado” y “adinerado” pero que
mi madre lo había invitado a viajar gracias a su tacañería y a que se le
estaba acabando el dinero. Además, le recordé que la mitad de su nueva
y lujosa sala pertenecía a mi madre y que me llevaría los muebles que me
correspondían.
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HAMBRE
Entonces él se puso furioso y, como buen cobarde y macho, lo negó
todo, afirmando que yo era una ingrata porque me había tratado y mante-
nido como a su propia hija. No me quedó más que reírme burlonamente
ante tales mentiras.

- Yo solo quiero pedir una cosa que para mí tiene un gran valor,- dijo
mi cuñada cuando estábamos ya a punto de irnos-. Mi suegra y yo cosi-
mos y adornamos juntas un mantel navideño y quisiera quedármelo como
recuerdo.

- Ya dije que no sale nada más de aquí, ¿está claro?- alegó recordándo-
me a un niño chiquito y berrinchudo-. Ya tomaron lo que les correspondía
y ya es suficiente- concluyó de pie corriéndonos fuera de su casa y seña-
lando la puerta con el dedo índice.

En ese instante, mi cuñada se dirigió al baño de visitas, donde halló el


mantel navideño y lo metió a la cajuela del coche. Cuando regresó, ya es-
tábamos terminando la riña. Nos pusimos de pie y el vejete nos acompañó
casi hasta la calle para cerciorarse de que no fuéramos a tomar una piedra
de su jardín y nos cerró la puerta en las narices. Yo le llevaba preparada
una ardiente carta que le había escrito, expresándole lo bajo y ordinario
que era, el daño irreparable que nos había causado a la familia y lo enfer-
mo que estaba. Nos fuimos de ahí para nunca volver.

Justo a los dos meses del fallecimiento de mi madre, me encontraba


caminando por un centro comercial, cuando me topé con una visión aterra-
dora: el misógino agarrado de la mano de su nueva adquisición, una señora
de unos cincuenta años, con una arrogancia sin igual. Entonces, una furia
incontrolable se apoderó de mi y recordé las sabias palabras de predicción
de mi madre: “Si éste andaba detrás de mí a los tres meses de fallecida su
primera esposa, con la que estuvo casado durante treinta años, ¿qué me
espera a mi? Va a traer nueva vieja a los dos meses de que yo me haya ido”.

Como buen rabo verde que era el viejo tacaño me miró, como coque-
teando en un principio, hasta que termino por reconocerme; entonces se
le transformó la cara y salió corriendo en otra dirección. Fácilmente le di
alcance a zancadas para gritarle justo en el oído: “¿Sigues con vida?, ¡mi-
serable rata!”, y caminé unos pasos para colocarme frente a ellos. Cuando
volteé a verlo a poca distancia de mí, él estaba inmóvil mirándome con su
novia al lado, ambos simulando estar muy ofendidos. Lo reté con la mirada
para ver si era capaz de atreverse a decirme algo. Nos quedamos así por
un tiempo, mis ojos chispeaban de rabia y me dieron ganas de soltarle un

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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
trancazo en la cara. Los dos se dieron la vuelta y se alejaron de ahí como
ratones escurridizos entre la gente.

De inmediato, le llamé por teléfono su hijo para preguntarle qué era


lo que estaba sucediendo. El defendió a la señora diciéndome que era una
dama y “la nueva esposa de su padre”.

- ¡Traicionero, hijo de perra!- pensé para mis adentros mientras azotaba


el teléfono para no seguir escuchándolo.

Años después me lo rencontraría en un centro comercial y no cesaría de


referirse a esta misma señora como la “secre” o la “gata”.

No podía creer que una persona de tan baja calidad humana, tan infa-
me como él, teniendo más de siete décadas de vida, sin dinero y tacaño a
morir, tuviera tanta suerte como para haber encontrado a esas alturas a una
tercera esposa, veintitrés años menor que él. También me daba rabia el
pensar que gracias a la intervención de mi madre, el monstruo ya no estaba
solo, pues había recuperado a su hijo como fruto de la perseverancia de mi
mamá en procurarlo, invitarlo y llamarle por teléfono y ahora se la pasaba
yendo a vacacionar a casa de la hermana solterona a Cuernavaca, la misma
con la que se había peleado por diez años. Esta mujer cuidaría de él por el
resto de sus días.

Desde aquel instante, no hice otra cosa que molestarlos mediante de


llamadas telefónicas, cartas y amenazas. Dejé de fumar y me dediqué a
comer como desesperada hasta engordar diez kilos en un mes. Provocarme
el vómito ya no me servía de gran cosa, pues las cantidades exorbitantes
de comida que ingería no podían salir del todo de mi organismo a la hora
de devolver el estómago.

Durante años, mi rencor fue creciendo como un globo, inflándose den-


tro de mi pecho. Esta basura humana merecía estar en el infierno y yo me
encargaría de hacérselo sentir en esta vida. Estaba sedienta de venganza y
quería ver al viejo humillado y hecho pedazos. Me enfermé de amargura.
Logré que la nueva mujer hirviera en coraje llamándole por teléfono, en
innumerables ocasiones, advirtiéndole que era la “tercera víctima” y que,
seguramente, iba a terminar enfermándose de cáncer, muriendo, y el viejo
robándole sus pertenencias.

El misógino me acusaba con mi hermano mayor y éste me llamaba la


atención, pero a mí me valía un comino. Le seguí la pista, estaba al tanto
de todo lo que hacía y lo molesté durante años sin darme cuenta que, la
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HAMBRE
única que se estaba desgastando cada vez más, era yo misma. La bulimia,
el rencor y la depresión controlaban mi vida.

En todos los ámbitos de mi vida estaba mal; excelentes ofertas de traba-


jo iban y venían y yo era completamente irresponsable. No me interesaba
absolutamente nada más que estar encerrada en mi casa viendo las carica-
turas o durmiendo; dejé de reír a carcajadas estruendosas por mucho tiem-
po, mis ojos se nublaron, dejé de creer en la gente pero, lo más triste, fue
que dejé de soñar. Los muñequitos que brincaban alegremente alrededor
de mi cabeza, desaparecieron por completo.

El anciano murió años después decadente, enfermo y sin un centavo.


De alguna manera, la vida se había cobrado algo del mal que había hecho.
Pero yo había perdido algo precioso que jamás recuperaría.

- Contigo va a ser de lo más fácil empezar a trabajar- me aseguró mi


terapeuta B en una de mis primeras citas-. Por lo general, forzamos a los
pacientes a sentir los dos extremos, el de la tolerancia y el de la ira, para
que reconozcan y lleguen a un punto medio. Me queda clarísimo que tú ya
viviste los dos extremos… ¡al extremo!

Texto original extraído de mi diario durante mi internamiento.


Jueves 29 de mayo del 2002.
Estoy triste. Como lo presentía, la carta de duelo a mi madre fue larga,
apasionada y tristísima. He llorado mucho en la tarde al estarla escribien-
do. No sé qué siento al pensar en ella. La semana pasada, en la reflexión
de la mañana, me vino un flashazo de un segundo y me acordé de ella, pero
me quedé preocupada porque me dio ese sentimiento de depresión profun-
da y tristeza infinita igual que cuando se murió, y yo me quería morir. Un
segundo, una punzada profunda en el corazón y volví a la normalidad. No
sé qué fue lo que sucedió. He estado removiendo sentimientos profundos
en mi Primer Paso y en esta carta de duelo. Me ando tambaleando y estoy
un poco cansada. Estoy convencida de querer irme limpia de aquí, sacarlo
todo, regresar a México renacida por completo. Mi esposo y mi bebé se lo
merecen. No sé si en verdad el bebé perciba y sienta todo lo que yo siento,
si es así, va a ser fuerte y valiente. Yo sé que no le estoy prestando mucha
atención, me siento mal por eso, pero me quiero curar el alma antes de que

nazcay me quedan pocos meses.


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ELENA B. ARREGUIN OSUNA

Mis últimos días en la


clínica.

T odos los pacientes habíamos estado al tanto de innumerables pre-


parativos que se estaban llevando a cabo para el aniversario de
la clínica. Dora, Bárbara, Karine, Marina y yo nos habíamos puesto de
acuerdo para presentarnos bien vestidas, peinadas y arregladas al evento.

Asistirían pacientes de todas partes del mundo que habían estado inter-
nos en la clínica años atrás, entre ellos, un chavo de unos diecinueve años,
tatuado de cuerpo completo y con perforaciones en la nariz, en los oídos
y en la lengua. Se hacía llamar “Pimienta”. También estaría presente el
dueño de dicha institución, asistirían particulares y empresas que habían
colaborado con becas y donativos y no podían faltar los medios de comu-
nicación.

Mi perseverancia me jaló del brazo y me dirigió hacia el dueño de la


clínica, para hablarle sobre lo que había sucedido a las dos semanas de mi
estancia y pedirle que considerara rembolsarme el costo extra del avión,
de ida y vuelta, que había tenido que pagar como consecuencia del virus.
El, visiblemente, me siguió la corriente, pero no se interesó en absoluto.

Pensé que esta sería una oportunidad única para tomarnos una foto to-
das las de trastornos en la conducta alimenticia (TCA’s) juntas y pedí per-
miso para hacerlo. Cada una de nosotras firmamos una carta donde decía-
mos que estábamos de acuerdo con que nos tomaran la fotografía y ellos
se comprometieron a enviárnosla por Internet una vez que hubiéramos
terminado nuestros tratamientos y estuviéramos fuera de ahí. De ningún
modo nos las enviaron.
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HAMBRE
Los medios de comunicación ahí presentes, respetando el código de
confidencialidad, tenían prohibido retratarnos a los pacientes. Sin impor-
tarme esto, yo me la pasaba posando frente a todas las cámaras que se me
cruzaban poniendo mi mejor sonrisa y mi panza descubierta, al grado de
hacer enfurecer a los fotógrafos. Todas nos reíamos como locas.

Montaron una lona con tarima y micrófonos para los que tenían que
hablar en público. Primero, uno de los dueños de la clínica dirigió algunas
palabras a todos los presentes. Después hablaron todos los ex pacientes
que llevaban más tiempo sobrios de cualquier adicción. Acto seguido, los
más recientes y, por último, un representante de los que estábamos inter-
nos. Por supuesto, yo me puse de pie y hablé por las mujeres y Germán
por los hombres.

Recibimos muchos aplausos y de ahí pasamos a una feria que habían


organizado donde podías disfrutar de los juegos mecánicos como rueda de
la fortuna, carritos y otros tantos, además de puestos con juegos de des-
treza montados con la finalidad de que todos los invitados conviviéramos
y participáramos. A los ganadores se les entregaban como premio artícu-
los promocionales con el logotipo de la institución, tales como playeras,
cantimploras, tazas, mouse pads y pantuflas. ¡Esta clínica no perdía una
oportunidad para hacerse publicidad a como diera lugar! Me preguntaba
si alguno de los ganadores se atrevería a llevar, caminando por la calle,
una playera con el logotipo de una clínica de rehabilitación mundialmente
conocida, grabado por delante y por detrás; o si alguien osaría tomar café
en algún lugar público con una figura pintada encima de la taza que, en
otras palabras, decía: “Soy ex drogadicto, ex neurótico, ex alcohólico o ex
anoréxico”.

También había puestos de comida rápida, refrescos y dulces. Esa noche


en especial nos sentíamos con guardaespaldas, pues las tres nutriólogas
corrían de un lado a otro repartiéndonos boletos para nuestras porciones
de comida y cuidándonos para que no nos excediéramos u omitiéramos
algo. Yo estaba harta y de mal humor,

- ¿Qué no pueden hacer una excepción por un solo día?- les decía a las
demás en voz alta-. Siempre siguiéndonos como perritos falderos, ¡ya me
tienen hasta el gorro estas tipas!

En la vida olvidaré que esa noche me habían dado un hot dog y una
salchicha sola sin pan para cenar, misma que Dora agarró sin preguntar y
se la engulló de un jalón, dejándome a mí con hambre para el resto de la

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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
velada. Yo estaba tan irritada que me salí de la fila cuando nos llevaban al
comedor para cenar y seguí mi camino por otro lado, a pesar de los gritos
y regaños que Marcia, la nutrióloga, me lanzaba.

Como sentía una ansiedad irresistible por rebelarme, di la vuelta por el


pasillo y regresé a los puestos de comida para meterme a la boca el primer
dulce que encontré en mi camino. Además, me robé una bolsa de papas
de otro puesto, ¡estaba cansada del control!, ¡ya era suficiente!, ¿quién se
creían que eran estas tipas que nos querían estar inspeccionando y espian-
do hasta en el baño? Una vez controlada mi rabieta y tras atragantarme
la bolsa entera de papas fritas en dos minutos, me dirigí a la habitación a
pintarme los labios.

Estaba frente al espejo observándome cuando escuché unas risitas sos-


pechosas a mi lado. Me asomé hacia las camas para ver quién estaba ahí
y me encontré con Karine agarrada de la mano de Pimienta suplicándome
con la mirada que les prestara mi cuarto. El problema era que yo me tenía
que quedar ahí adentro, por si un técnico los descubría, para poder justifi-
carlos aclarando que estaban conmigo y salvarlos de que los expulsaran.
Les hice una señal, me metí al baño y ellos se fueron directo hacia la cama
de Marina. Me dio mucho gusto que no usaran la mía.

Ni lentos ni perezosos, comenzaron a besuquearse y a ponerse un faje


de campeonato. Yo me empecé a poner muy nerviosa porque Karine empe-
zó a pujar y a hacer unos ruidos exóticos que retumbaban por la habitación.
Me imaginé que me tacharían de cómplice y preferí huir en silencio. Una
vez de regreso en el festejo, me crucé con Marina.

- Voy a al cuarto- me dijo apresurada-. Me urge ir al baño.

- ¡No!- le grité y ella se asustó. Me acerqué a donde estaba. No sabía


cómo iba a tomar esto, pero le dije la verdad- Es que…. Karine se está
pegando un atasque con el tal “Pimienta” y yo me tuve que salir para no
estorbar.

Marina abrió mucho los ojos. Yo creí que se iba a molestar.

- Pero…- añadió con mirada traviesa- ¡los pueden cachar!

- Pues ya será de ellos, ¿no?- agregué sonriendo.

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HAMBRE
- ¡Ojalá y no haya sido en mi cama!- exclamó a punto de soltar la car-
cajada-, ¡qué asco! Déjame ir al baño del pasillo y nos sentamos a platicar
un rato para darles chance. Y salió corriendo de ahí.

Días antes de salir de la clínica, me informaron que debía escoger a mi


madrina o padrino, un paciente con el que hubiera mantenido lazos fuertes
durante mi internamiento y que me sirviera de guía una vez fuera del lugar.
Elegí, sin dudarlo, a un compañero de mi terapia de grupo, alcohólico en
su tercera recaída, quien había mostrado mucho interés en mí y me había
cuidado a lo largo de mi estadía. Su nombre era José Carlos.

Llegó el día de mi despedida. Eran los últimos días de junio de 2003.


Nos reunimos todos un sábado por la noche en el recinto destinado a la
reflexión y nos colocaron varias sillas frente a los demás pacientes. Ese
día no solamente se llevaría a cabo la despedida para mí, sino que éramos,
en total, diez afortunados los que terminábamos nuestro internamiento y
saldríamos avante en los siguientes días.

Las despedidas se realizaban los martes y sábados, dependiendo de la


fecha más próxima de salida de cada uno. Por ser sábado, nos encontrába-
mos bastante relajados y contentos.

La dinámica consistía en que cada uno de los pacientes que se encontra-


ba aun internados le dirigía unas palabras a cada uno de los que salíamos
de ahí. Al final, se nos cedía la palabra a nosotros. Nos entregaban nuestro
certificado que decía que habíamos cumplido con nuestro programa de re-
habilitación al cien por ciento y se nos otorgaba la codiciada moneda pla-
teada que le daban a los que habíamos luchado hasta el final. Por un lado,
estaba el logotipo de la institución y por el otro, la Oración de la Serenidad.
Era un momento lleno de júbilo, aplausos y porras.

Fanny, mi nutrióloga, entró con unas flores para mí y me dedicó unas


palabras muy emotivas. Todos los demás me dirigieron frases de aliento y
felicitaciones pero, las que más me conmovieron, fueron mis compañeras
y amigas TCA con las que conviví los cuarenta y cinco días. Mis colegas
de batalla, siempre fieles, siempre a mi lado.

En cuanto les tocó su turno, las últimas en hablar, se me puso la piel


de gallina y se me llenaron los ojos de agua. Ellas hablaban con la voz
quebrada, agradeciendo mis consejos, mi risa y compañía pero, sobre todo,
agradeciendo mi ejemplo. Dora se soltó a llorar mientras hablaba; de ahí le
siguieron Karine y Marina y yo terminé hecha un mar de lágrimas. Todas
nos abrazamos y nos prometimos llamarnos y reunirnos cuando estuvié-
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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
ramos de regreso. Marina no vivía en México, así que nos dio su teléfono
para contactarla de vez en cuando.

Saliendo de ahí, nos fuimos a encender una fogata a la luz de la luna, lo


que significaba que todo lo que se había trabajado durante el internamiento
se quemaba por completo y te quedabas con nada, como recién nacido,
limpio y preparado para una nueva vida: un renacer.

Esto era todo un ritual que me fascinaba. Nos colocábamos todos en


círculo alrededor de la enorme fogata en el exterior del recinto y apuntába-
mos con los dos brazos hacia los cuatro puntos cardinales. Acto seguido,
los pacientes que ya salían pasaban al centro, acercándose al fuego, e iban
quemando todos los apuntes y tareas realizadas durante su estancia en la
clínica. Cuando regresaban a sus lugares, cada paciente se dirigía por
turno al que tenía a su lado derecho, extendiéndole la mano con la palma
hacia arriba, diciéndole:

“Recibe mi ayuda. Necesito tu ayuda, ¿me ayudas?” Y el otro contes-


taba: “¡Te ayudo!”

Y así nos íbamos, uno por uno, quedando todos tomados de la mano. Al
final, alzábamos las manos entrelazadas y repetíamos, en alto, la Oración
de la Serenidad. Después de esto, teníamos media hora para convivir en el
área de descanso.

Yo me encargué de que pusieran música para bailar y todos empezamos


a cantar y a brincar. Esa era el área donde estaba la alberca y donde se ha-
bían preparado carnes asadas y comidas uno que otro sábado o domingo.

Fue entonces cuando se me ocurrió una brillante idea para hacer de mi


despedida algo inolvidable. Me acerqué a Dora y a Karine y les dije en
secreto que había algo extraño tirado en el fondo de la alberca. Ellas se
acercaron curiosas hasta el borde, inclinándose hacia adelante. Me detuve
detrás y, con todas mis fuerzas, las empujé al agua. Todos los demás pa-
cientes voltearon a ver y se empezaron a reír divertidos. Dora se salió de la
piscina empapada y comenzó a perseguirme para aventarme. Yo corrí para
que no me alcanzara pero un paciente me agarró de los brazos y me jaló
hacia Dora. Entre los dos me arrastraron y me tiraron a la alberca.

De pronto, todos empezaron a aventarse o a arrojar vestidos a los de-


más y, en pocos minutos, la piscina estaba llena de gente riendo y jugando
con el agua. Minutos después, llegó uno de los técnicos encargado del
orden y nos empezó a pedir que nos saliéramos de ahí. Nadie le hizo caso.
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HAMBRE
Primero, nos habló con una voz amable y de buena manera nos volvió a
decir que estaba prohibido estar en la alberca y que saliéramos del agua
de inmediato, al no obtener respuesta alguna, empezó a alzarnos la voz
amenazándonos con que nos iba a reportar si no obedecíamos. Tampoco
hicimos caso. Entonces fue corriendo a buscar refuerzos para que lo vi-
nieran a ayudar pero todos nosotros estábamos enloquecidos de euforia y
nos sentíamos libres, por primera vez, libres de hacer lo que nos viniera en
gana; ¡libres de órdenes y de rutinas al fin!

Continuamos aventándonos clavados y correteando a los que faltaban


de mojarse. Un fortachón de los que tiraba cargando a todas las mujeres
se aventó con tal ímpetu, que se rompió el dedo pequeño del pie derecho y
empezó a soltar alaridos de dolor. Nosotros no sabíamos si estaba jugando
o hablaba en serio, así que no lo tomamos en cuenta hasta después que se
salió del agua y nos mostró el dedo morado.

Cuando llegaron los refuerzos, todos saltamos fuera del agua. Uno que
otro de los pacientes bromeaba acercándoseles, como a punto de empujar-
los a la piscina. Ellos se alejaban enfurecidos chiflando con su silbato y
haciendo señas desesperadamente con las manos para que nos apresurára-
mos a salir de ahí. Imaginé que éramos un grupo de locos de manicomio
que habíamos perdido el control y nos burlábamos de los doctores, quienes
más tarde nos castigarían con electro shocks y poniéndonos una camisa de
fuerza, para rematar encerrándonos por separado a cada uno en un cuarto
con paredes blancas.

Salimos temblando con la ropa empapada, riendo y chapoteando con


toda el agua que habíamos echado fuera de la alberca. Esa había sido nues-
tra noche y, fueran cuales fueran las represalias que se llegaran a tomar
en nuestra contra, nadie nos podía quitar ese momento de alegría que ha-
bíamos disfrutado. Cada uno nos dirigimos a nuestras habitaciones con la
incógnita de lo que nos iría a suceder al día siguiente.

Como de costumbre, estábamos de pie a las cinco cuarenta y cinco de


la mañana. Después de orar y caminar, nos preparamos para el desayuno.
Una vez dicha en voz alta la Oración de la Serenidad, nos dirigimos a
nuestras mesas observándonos a los ojos con la incertidumbre reflejada en
los rostros.

- Nos van a correr de aquí- dijo Marina- ¡Tanto escándalo no era para
menos!
- 239 -
ELENA B. ARREGUIN OSUNA
- ¡No manches!- interrumpió Dora-, ya nos falta poco para terminar a
muchos de los que estamos aquí. A los de la despedida ya les quedan días
para irse- añadió señalándome-, ¡imagínate que los expulsaran a un día de
terminar su tratamiento!

- ¡No!- grité sobresaltada-, ¡otros cuarenta y cinco días aquí!

- ¡Ay!, yo no me volvería a internar en este loquero ni aunque me lo


dieran gratis- agregó Karine. ¡Está de terror!

- Bueno,- agregué bajando la voz- pero tuviste tus conquistas, no te


puedes quejar.

Todas nos reímos y Karine se puso roja de vergüenza. Me pegó un pu-


ñetazo en la pierna para que disimulara.

- No te preocupes, ya todas lo sabíamos- añadió Rita muy fresca-. Pero,


¿saben qué? Sí estamos algo locos cada uno de nosotros, ¿no? Lo he pen-
sado.

- Yo conozco a gente más loca que anda feliz caminando por la calle y
haciendo atrocidades con su vida y con la de los demás- expresó Marina
tajantemente.

- A ver, Marina- continuó Rita-. Gente como nosotras que prefiere mo-
rir y hacerse daño antes que engordar, ¿estamos mal o no? Como dicen
los terapeutas: el insano juicio nos controla. Me cae que hasta me da pena
decirlo. Preferiría ser drogadicta o alcohólica a esto…

- ¡Ay!, ¡cállate!, no sabes ni lo que dices- la interrumpí molesta-. Yo


prefiero ser bulímica o anoréxica que drogadicta o alcohólica.

Rita me miró muy sorprendida. Acercó su cara a la mía.

- ¿Estás segura?- interrogó, pero yo no le respondí porque pensé que


iba a decirme una tontería-. Fíjate bien en una cosa- continuó-. Los dro-
gadictos y alcohólicos tienen que hacer un esfuerzo extra para conseguir
alcohol o droga, ya que tienen que salir a buscarlo a una tienda especial
y ser mayores de edad para comprarlo. Nuestra droga la venden en todas
las tiendas. Todavía el alcohol es más social que la droga pero, la comi-
da, se consigue en todas partes. Simplemente observa en cada esquina, en
cualquier comercio, en la casa del vecino, ¡en tu propia casa! Puedes no
tener alcohol o drogas en tu hogar para evitar las tentaciones, pero comida,
¿cómo?, ¡tienes que tener comida para vivir!
- 240 -
HAMBRE
Me quedé impresionada analizando las palabras de Rita. En la vida
creí que tuviera ni un poco de conciencia sobre nuestra enfermedad. Ni
siquiera había llegado a pensar que la tomara en serio. Todas guardamos
silencio pensativas.

- Tienes la droga en tu propia casa, ¡es cierto!- exclamó Karine-. Comi-


da, en especial, harinas y azúcares refinadas: pasteles, golosinas, galletas,
comida chatarra, comida rápida, pan, helados, chocolates… ¡uf!, no acabo
la lista ni en toda la mañana.

- Mmmm…, sobre todo por lo chocolates…- agregué cerrando los ojos


y saboreándome un chocolate derretido gigante en la mente.

- Ya no sigas porque se me antoja- agregó Dora agarrándose la panza y


agachándose hacia la mesa como si estuviera viendo toda la comida enci-
ma. Sacó la lengua y empezó a lamer el aire. Nos reímos a carcajadas-. A
mí no sólo se me antojan los chocolates, yo me quiero comer ¡todo lo que
acabas de decir!

Los de la mesa de al lado nos decían bromeando que los invitáramos a


nuestra mesa porque siempre era la más divertida.

- No importa- exclamé contenta-. Prefiero tener mi adicción y no me da


pena decirlo porque algún día dejaré de ser bulímica.

- ¡Bien, amiga!, ¡así se dice! Seremos ex bulímicas- gritó Dora alzando


el brazo en señal de triunfo.

- Ojalá- añadió Marina con una mirada triste al vacío.

Sentí un estremecimiento al ver los ojos de Marina y recordé que ya


había estado internada de emergencia en el hospital, en dos ocasiones, a
punto de sufrir un paro cardíaco por desnutrición. Pensé en su esposo y
sus tres hijos, quienes no dejaban de ir a visitarla cada domingo. El más
pequeño tenía unos ocho años y siempre estaba pegado a ella, ya fuera
agarrándola de la mano, abrazándola o sentado en sus piernas. No podía
imaginar el dolor que esta enfermedad estaba causando en su casa.

Ahora que soy madre, estoy consciente de que los pilares de una fami-
lia somos los dos padres, papá y mamá y que, mientras nos mantengamos
firmes y seguros todo lo que se construya hacia arriba, va a tener buenos
cimientos. En cambio, si somos inseguros y débiles, toda la construcción
crece tambaleante y corre peligro de caer en cualquier momento. Aunque
- 241 -
ELENA B. ARREGUIN OSUNA
cada miembro de un hogar juegue su papel, siempre se necesita alguien
que brinde el equilibrio y la seguridad a los demás para mantener la armo-
nía familiar. En la mayoría de los casos, los padres desempeñan este papel.

En el caso de Marina, yo notaba un desequilibrio evidente. Observar a


sus tres hijos varones - dos de ellos adolescentes - ir y venir a verla con las
caras inexpresivas, y a su esposo haciendo un esfuerzo enorme por pagar
un internamiento de noventa días por segunda vez me hacía pensar que
quizás Marina no creía en ella misma. No había concebido la idea de salir
sana ni en la primera, ni en la segunda oportunidad, ¿habría una tercera?
Lo que era urgente era que regresara a su casa a atender a sus hijos y esta-
ba muy preocupada por eso, pues lo mencionaba una y otra vez. Así que,
además del estrés causado por las muchas actividades y tareas por realizar
en el centro de rehabilitación Marina, como muchas otras internas, cargaba
día y noche con la preocupación de no poder estar al cuidado de sus hijos.

Supe que cuando le aplicaron los exámenes psicológicos para internar-


la por segunda vez y le entregaron su resultado, salió del consultorio del
psiquiatra, soltó un gemido y empezó a temblar tapándose la cara con las
manos. Caminó rápidamente hacia su habitación sin observar siquiera los
pasillos, pues ya los conocía de memoria y, una vez ahí, empezó a llorar
sin parar. Esto me lo contó otra paciente que esperaba su turno sentada
fuera del consultorio y observó todo. Corrió tras ella hasta su recámara
para recibir, a cambio, un portazo en las narices. Sin embargo, estuvo de
pie fuera de la habitación unos minutos pensando qué hacer hasta que, en
definitiva, decidió dejarla sola y se retiró muy consternada. Agregó que
Marina parecía estar en otra dimensión y que sus ojos proyectaban un te-
rror indescriptible, “como a punto de volverse loca”. Más tarde me enteré
que su resultado concluía que debía estar internada, como mínimo, otros
noventa días.

Era domingo, el día menos pesado y en el que recibíamos nuestras vi-


sitas. Yo ya había sido visitada por mi esposo y por mis tres hermanos así
que, como nadie más estaba enterado del asunto, no tenía a quién esperar.
Mis siete sobrinas me habían enviado, con cada visita, cartitas y dibujos
hermosos deseándome una feliz estancia en “Minneapolis”. Además, esta-
ría libre en dos días y la pesadilla terminaría.

Tenía pendiente una cantidad colosal de tarea que mi terapeuta me


había pedido que hiciera, pero yo le pondría mucho más contenido a mi
trabajo final. Dudaba mucho que me alcanzara el tiempo para describir
toda mi vida en unas cuantas hojas, pero estaba dispuesta a hacer mi me-
- 242 -
HAMBRE
jor intento, así que me fui directo a mi habitación a escribir sin pausa y
saltándome los recesos, describiendo todo tipo de experiencias desde que
alcanzaba a recordar: triunfos, decepciones, errores, aciertos, experiencias
maravillosas y otras muy dolorosas, todo lo que quisiera plasmar en un pa-
pel dejando aflorar cualquier sentimiento en los treinta y dos años de vida
que tenía en ese entonces.

Trabajé arduamente durante horas y cayó la noche. Me dolía terrible-


mente la mano derecha. A ratos, me obligaba a detenerme y dejarla des-
cansar dando un masaje en la muñeca y en los dedos, pero no podía perder
ni un segundo, así que continuaba escribiendo hasta que sentía la mano
adormecida por el dolor y nuevamente aplicaba mi técnica de curación.
Varias veces traté de continuar con la izquierda, pero descubrí que no tenía
dotes para ser ambidiestra.

A las diez de la noche Marina, quien era mi nueva compañera de cuarto


después de que la mujer depresiva abandonara el recinto, me dijo que me
veía exhausta y me pidió que descansara, pero no le hice caso. No recuerdo
a qué hora me fui a la cama, pero era muy tarde y mi mano estaba hecha
pedazos. Por supuesto, aun no había terminado.

Esa mañana me tocaba presentar uno de los trabajos más importantes


dentro del tratamiento; una especie de “resumen de vida” de los aconteci-
mientos que yo considerara más impactantes y que me hubieran marcado
de alguna forma. Decidí que todo en mi vida era importante, así que con-
tinué trabajando desde las cinco de la mañana pero el dolor en la mano no
me permitió hacer mucho, así que sólo alcancé a resumir las experiencias
que me faltaban enumerándolas con palabras clave para recordar el suceso.
Apenas terminé llegaron a despertarnos. Realicé todas mi actividades muy
cansada y bostezando.

Después del desayuno, llegó mi flamante terapeuta C y se puso de pie


en la puerta del comedor buscándome con la mirada. Una vez que me en-
contró, me sonrió haciéndome una seña que indicaba que era el momento
de empezar con la sesión. Sentí que mi estómago se volcaba de los nervios.
Traía en la mano mi fajo de hojas con palabras y garabatos y mi máscara.
Mis compañeras me dirigieron palabras de ánimo y, en ese instante, todo
mi cansancio desapareció y me empezó a invadir adrenalina pura por todo
el cuerpo. Me puse de pie como un resorte y fui hacia ella deprisa.

Tuve que leer y reflexionar todo esto en el centro de oración a solas ante
mi terapeuta. Cada acontecimiento tenía su simbolismo muy especial. Tras
- 243 -
ELENA B. ARREGUIN OSUNA
sacar todo lo que tenía que decir, con llantos, gritos y palabras, paciente y
terapeuta salimos del lugar con todas las hojas en la mano y cargando la
máscara de yeso que yo misma había hecho y pintado, teniendo mi cara
como molde. En un rincón quemamos todo.

Era un ritual en el que solamente repetía las experiencias positivas para


reforzarlas y dejaba ir todo lo negativo. Como esos recuerdos los había tra-
bajado durante el mes y medio, supuestamente, ya no debían de afectarme
sino que simplemente quedarían como remembranzas insensibles en mi
memoria. Todo ese rencor, ira, envidia, celos, sed de venganza, estarían
siendo consumidos velozmente por las llamas. Este era el cierre, la cúspide
de todo el tratamiento. La máscara tardaba mucho en quemarse.

- Mira, se resiste la muy cabrona- dijo mi terapeuta mientras las dos


observábamos aquel espectáculo. Yo solté la carcajada y ella me abrazó-.
Estoy muy orgullosa de ti- me dijo dándome un apretón.

Yo no hallaba las palabras adecuadas para agradecerle toda su dedica-


ción y el afecto que me había brindado durante mi estancia en aquél lugar.
Le tenía un gran respeto, admiración y cariño. Al igual que mi madre, era
una mujer con agallas y de carácter fuerte, trabajadora, risueña y explosi-
va: directa al decir las cosas. Sentí que esta señora me había comprendido
desde el primer momento en que nos conocimos, ya que había sufrido de
muchos abusos desde su infancia, al igual que yo.

Me quedé abrazándola mientras me preguntaba en silencio cómo le


hacía para desengancharse sentimentalmente de sus pacientes, con los que
convivía meses enteros día y noche. Además, yo sabía que ella vivía en
carne propia mi dolor y mi alegría cuando yo le narraba mis experiencias;
sentí que se inmiscuía en cuerpo y alma, ¿cómo se curaría ella después de
tanto desgaste físico y emocional? Porque no sólo yo era su paciente, sino
que cada terapeuta tenía un grupo de ocho ó más personas por dirigir y,
por lo que comentábamos entre nosotros, ella se metía de lleno con cada
uno de su grupo. Aunque estoy segura de que conmigo su trato fue más
profundo y tierno. Lo sé.

Este abrazo que nos dimos significó para mí todo mi agradecimiento


y cariño. Después esperamos a que todo quedara carbonizado, apagamos
con palos una que otra chispa de cenizas aun encendidas y las dos camina-
mos de la mano hacia los talleres. De ahí, cada quien tomó su camino. Nos
despedimos para encontrarnos, más tarde, en terapia de grupo.
- 244 -
HAMBRE
Durante la sesión de terapia planeó darme una sorpresa con todos los
demás. Cuando entré a la salita, estaba completamente vacía. Me senté
a esperar entusiasmada, pues ya me olía que mi terapeuta C se traía algo
entre manos. De pronto, uno por uno, empezaron a entrar mis compañeros
exclamando alguna virtud.

- ¡Sabiduría!- exclamó el primero.

- ¡Paciencia!- el segundo.

- ¡Honestidad!- el tercero.

Y así fueron diciendo hasta que entraron todos. Una vez ahí, cada uno
de ellos me dirigió unas palabras de aliento y tapizaron el pizarrón escri-
biendo frases hermosas. Mi terapeuta me habló con el corazón y me hizo
llorar, diciéndome que debía ser el vivo ejemplo de todas aquellas virtudes
con las que me habían recibido mis compañeros. Me mostró una muñeca
de plastilina que cargaba a un bebé en brazos, misma que yo había mol-
deado con mis manos en uno de los talleres y se la había obsequiado como
recuerdo.

-Te tendré presente- agregó mostrándome la muñeca mientras la colo-


caba sentada en una esquina encima de su escritorio.

Entonces, puso música con ritmo acelerado y todos nos paramos a bai-
lar. Después, cambió de canción y se empezó a escuchar una letra más
tranquila que hablaba sobre “volar”. Apagó las luces y encendió una vela.
Nos pidió a todos que nos sentáramos abrazados en el piso y así terminaría
la sesión de esa mañana.

Por la noche, nos habían servido de cenar un caldo con carne y verdu-
ras. Yo estaba platicando emocionada de lo que haría llegando a mi casa
y todas me daban ideas de cómo recibir a mi marido. Marina era la única
que estaba callada y pensativa. En el momento en el que le pusieron en
frente su porción de comida, la cara se le transfiguró. Nosotras seguimos
hablando. Ibamos a empezar a rezar cuando se escuchó un rotundo “¡No!”.

Todas volteamos en dirección del grito aterrador y vimos a Marina,


quien estaba temblando sin control, muy pálida, empujando el plato de
comida con los dedos lejos de su vista. Dos de nosotras la tomamos fuerte-
mente de la mano y tratamos de tranquilizarla. La nutrióloga había corrido
a su lado y le hablaba en voz baja para que se calmara. Ella seguía con la
cara blanca de terror, como si estuviera viendo a un espectro.
- 245 -
ELENA B. ARREGUIN OSUNA
-¡No quiero!- gritaba alterada-, ¡ya no quiero comer!, ¡no quiero esto!-
decía mientras aventaba el plato.

La nutrióloga se lo volvía a colocar en su lugar y ella empezaba a soltar


de alaridos y a llorar. Todas nos espantamos al observar el pavor que le
tenía a la comida. Durante todo ese tiempo, Marina había sido obediente,
cautelosa y ordenada. Era la primera vez que la veíamos perdiendo el con-
trol. Se negaba rotundamente a comer. La nutrióloga la amenazó con utili-
zar la sonda nasogástrica y Marina palideció aun más. Le volvió a acercar
el plato de sopa con carne y verduras y se sentó a su lado para verla comer.
Ella tomó la cuchara con la mano temblorosa y empezó a tomar pequeñas
cantidades. Fue la última en terminar, pero lo había logrado.

Una vez en el cuarto, cuando ya estaba más tranquila, le dije que le


quedaban muchos días para superar ese miedo a los alimentos y que se
empeñara en lograrlo. Le hablé de lo afortunada que era por tener a su es-
poso y a sus hijos e, incluso, le di consejos sobre cómo pintarse y peinarse.

- Gracias por toda tu voluntad y apoyo, Elena. Me vas a hacer mucha


falta- me dijo con su mirada sincera.

Yo me puse de pie de la cama y nos dimos un gran abrazo. Nos despe-


dimos, pues ella tenía que empezar el día a las cinco cuarenta y cinco de la
mañana y yo, un poco más tarde.

- Saca todo- le aconsejé-. No te quedes con miedos, por mucho trabajo


que te cueste sacar las cosas, dilas. Ese terror que le tienes a la comida es
impresionante. Supéralos.

Nos deseamos buenas noches y las dos caímos rendidas. Al día siguien-
te, me levanté para bañarme a las siete con treinta minutos de la mañana
y, más tarde, alcancé a mis compañeras en el desayuno. Marina tenía otro
semblante. Todavía me dio tiempo de realizar algunos ejercicios con mi
terapeuta para sacar el resentimiento.

Hicieron una comida deliciosa esa tarde. Comí sola, muy temprano,
pues ya tenía que marcharme al aeropuerto. Entré al cuarto, seguida hasta
el final por la nutrióloga. Me lavé los dientes y recogí mis pertenencias.
Cuando tomé mi maleta de mano, un pedazo de papel había salido volando
al piso. Yo lo recogí y me di cuenta de que era una nota. Identifiqué de
inmediato la letra de Marina. Lo leí ocultándolo de la nutrióloga. El pa-
pel decía: “Sí fui abusada sexualmente de pequeña. Gracias por haberme
- 246 -
HAMBRE
aconsejado anoche. Por favor, no lo digas a nadie. Hoy lo voy a platicar en
mi terapia de grupo. Besos, Marina.”

Jamás olvidaré este gran día: martes 1 de julio del año 2003, el día que
salí triunfante por aquel pasillo por el que, cuarenta y cinco días antes,
había entrado temerosa y con ganas de escabullirme fuera de ahí. Había
terminado mi trabajo y un ciclo se cerraba.

Un día antes, les había pedido a Dora y a Karine que se salieran de sus
actividades para que me fueran a despedir pero no encontré a nadie. Las
esperé unos minutos y no llegaron; no se escuchaba un rumor en los pasi-
llos. Cabizbaja observé de reojo, por última vez, los salones de actividades
en los que tanta energía negativa había salido de mi cuerpo y alma, agarré
mi maleta y aun no había dado ni dos pasos, cuando empecé a escuchar
aplausos provenientes de uno de los salones. Emocionada, me regresé para
encontrarme con Dora, Karine y todos los demás compañeros con los que
había compartido mi vida entera, saliendo de su escondite a alcanzarme,
¡fue un momento increíble!

Todos se me acercaron y me empezaron a abrazar deseándome lo mejor


en esta nueva vida y también para mi hijo. Marina no estaba. Yo empecé
a llorar y abracé a Karine y a Dora agradeciéndoles la sorpresa que me
habían preparado. El técnico me indicó que me apurara, pues el taxi al
aeropuerto me esperaba afuera.

- ¡Métanse a sus salones!- les gritaba a todos, pero no le hacían caso.

Nuevamente, cargué mi maleta y me despedí de todos con la mano.


Todo el trayecto por el pasillo seguí escuchando silbidos y aplausos. Los
volteé a ver por última vez y salí del recinto llorando de alegría. Una vez
dentro del taxi seguí escuchando los aplausos a lo lejos.

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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
Palabras escritas por mi terapeuta C
durante mi internamiento

Elena:
Una guerrera de la luz siempre tiene una segunda oportunidad en la
vida. Como todos los demás hombres y mujeres, ella no nació sabiendo
manejar su espada y cometió muchas equivocaciones antes de descubrir
su leyenda personal. Ninguna guerrera puede sentarse en torno a la ho-
guera y decir a los otros: “Siempre actué correctamente”. Quien afirma
esto, está mintiendo y aun no ha aprendido a conocerse a sí misma.

La verdadera guerrera de la luz ya cometió injusticias en el pasado.

Pero en el transcurso de la jornada, percibe que las personas, con


quienes actuó injustamente, siempre se vuelven a cruzar en su camino. Es
su oportunidad de corregir el mal que les causó y ella, siempre utiliza su
espada sin vacilar.

- 248 -
HAMBRE

De vuelta en mi hogar.

M e subí a un taxi que me llevaría al aeropuerto y recordé las


palabras que Alexia me había dicho en una de las llamadas en
las que conversamos un domingo: “Cierra los ojos y disfruta al máximo
ese momento de libertad cuando salgas de la clínica. Es un sentimiento
increíble que nunca se volverá a repetir”.

Aunque venía acompañada de otro paciente que no dejaba de hablar


sandeces, procuré ignorarlo e hice exactamente lo que me habían aconse-
jado. Respiré profundo y me sentí fuera de la cárcel, de los reglamentos,
de los regaños, de la vigilancia, ¡libre otra vez para hacer mi vida a partir
de ese momento!, ¡ese soplo de tiempo era mío y solo mío! Una ráfaga de
emoción me inundó la columna vertebral dándome escalofríos en todo el
cuerpo.

Estaba feliz, ¡lo había logrado! Me sentía digna y orgullosa y el resto


del camino no hice otra cosa que mirar el paisaje hacia afuera de la ventani-
lla y hacerle creer a mi acompañante de asiento que lo estaba escuchando.

Por fin llegamos y mi ex compañero y yo nos despedimos. Suspiré


pensando que tendría todo el vuelo de regreso para estar sola con mis sen-
timientos y pensamientos. Me registré y subí a la sala de espera.

Mientras esperaba, observé a lo lejos unos chocolates gigantes en el


Duty Free… ¡hacía tanto tiempo que no probaba uno! El veneno estaba a
mi alcance. No lo pensé ni medio minuto. Me puse de pie y me compré dos
barras enormes de chocolate. Al comer el primer pedazo sentí un delirio de
placer. Me terminé la mitad de una de las barras, me dio remordimiento,
pensé en mi terapia y guardé lo demás.
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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
De pronto, ¡cuál sería mi sorpresa cuando llegó a la sala de espera a la
persona que menos esperaba!, Era Frank, quien se acercaba muy sonriente
a saludarme.

-¿Qué haces aquí?-le pregunté extrañadísima.

-Ya ves, nos tocó en el mismo vuelo de regreso, ¿puedes creerlo?- res-
pondió muy sonriente.

-¿Tu lo sabías?- lo interrogué.

-Claro, ¿tú no? A mí me lo dijeron.

-Pero… tu no vives en la ciudad de México, ¿porqué vas para allá?-


pregunté aun sorprendida.

-Voy a arreglar unas cosillas, nena. No te espantes, no muerdo.

No lo podía creer. El destino me pondría a prueba una vez más y me


haría una última jugada. El aprovechó el momento para mostrarme unas
fotos en las que se encontraba en un antro de la ciudad con otro ex paciente
y unas chicas rubias y pelirrojas, muy exóticas. Me dio pena ver una bote-
lla de alcohol sobre la mesa donde había estado sentado la noche anterior.

Aunque no nos tocaba juntos en los asientos, él me siguió por el pasillo


del avión y se plantó a mi lado. Me olvidé de ahondar en mis pensamientos
a lo largo del viaje de regreso. Yo estaba sentada en la ventanilla, Frank
en el asiento de en medio y una mujer, de unos treinta y cinco años, llegó
a colocarse del otro lado. Lo que sucedió a lo largo del vuelo es digno de
tomarse en cuenta para una comedia.

Frank le dijo a la otra mujer, mientras coqueteaba con ella, que yo era
su esposa y que ya estaba a punto de parir a su primogénito, así que se re-
fería a mí diciéndome “mi amor”. Inventó que yo estaba molesta con él y
que no le dirigía la palabra. Yo decidí seguirle el “jueguito” y puse cara de
malhumorada. Cada que pasaba alguna de las aeromozas por el pasillo, él
les chiflaba y se volteaba descaradamente a verles el trasero. Acto seguido,
continuaba ligando con la otra mujer quien, al principio, se mostraba muy
asombrada y apenada conmigo y trataba de platicarme a mi también para
evitar que mi “esposo” fuera tan descarado. Más tarde, al darse cuenta de
que yo no me inmutaba y después de que Frank le dijera que llevábamos
una relación muy liberal, ella se dejó llevar dándole cuerda al gigoló y se
armó una revolución, pues las azafatas realmente creyeron que yo era su
- 250 -
HAMBRE
cónyuge y empezaron a tratarlo de mala gana por faltarme al respeto de
esa manera. Yo me volteaba hacia la ventanilla para reírme a en silencio
de la comedia.

Los piropos que Frank le lanzaba a la mujer, supuestamente en voz


baja, iban subiendo de tono y cada vez eran más atrevidos, pero ella pare-
cía estar fascinada. De vez en cuando ella se inclinaba discretamente hacia
el frente para observar mi cara. Yo tenía que tapármela para que no me
viera riendo de todas las tonterías que éste le decía.

-Le vamos a poner Frank Johnatan Cristóbal -le decía a la pasajera-


por sus dos abuelos y por el papazote que tiene la fortuna de tener como
progenitor. ¡No sabes!, le atiné a la primera, ¿verdad mi vida?- preguntaba
volteándome a ver- Tengo una puntería de mago. Además, el tamaño del
artefacto es extra large, ya lo conocerás- agregaba en voz baja dirigiéndo-
se hacia ella mientras se agarraba los genitales por encima el pantalón y se
los apretaba muy orgulloso.

- Si quieres vamos al baño y de una vez te doy una sorpresota para no


esperar hasta la noche- añadió.

Yo no paraba de carcajearme a escondidas. Sinceramente, el regreso


valió la pena con este personaje a mi lado. Al final, para mi gran sorpresa,
la mujer le dio su teléfono y él se volteó a verme sonriendo pícaramente y
me guiñó el ojo. Éxito rotundo. Frank tendría cita para esa misma noche.

La mujer todavía tuvo el descaro de despedirse de mí deseándome suer-


te en el parto. Frank y yo nos fuimos juntos a recoger las maletas mientras
él hacía alarde de su conquista diciéndome sandeces como que a las muje-
res nos gustaban los hombres galanes, simpáticos y desinhibidos como él,
porque reflejaban experiencia en la cama.

El se despidió de mí y me hizo una reverencia antes de que yo me des-


viara a recoger las maletas.

-¡Cuidado con el sida!- le grité sonriendo.

-¡No hay problema!- Respondió volteando a verme mientras caminaba


y, para cerrar con broche de oro, sacó un condón de su pantalón y me lo
enseñó agitándolo desde donde estaba.

Yo volví a reírme. Fue la última vez que lo vi. Recogí mis maletas y fui
corriendo a buscar, entre toda la gente que esperaba en la sala de llegadas,
- 251 -
ELENA B. ARREGUIN OSUNA
la cara conocida que yo ansiaba ver desde hacía tanto tiempo y ¡ahí estaba
en primera fila! Aventé las maletas, corrí hacia él y nos dimos un gran
abrazo, ¡tenía tantas cosas qué contarle!

Mi esposo estaba muy contento de verme y pronto acarició mi panza,


que ya estaba enorme, me cogió de la mano y nos dirigimos a su coche.

-Te tengo algo, un regalo- le dije.

-¡Ahhh!, muy bien, y ¿qué es?- me respondió entusiasmado.

Sin abrir mi mano, deposité en la suya la medalla plateada de recono-


cimiento por haber cumplido mi tratamiento completo. El abrió la mano y
la miró intrigado. Leyó ambos lados y entendió lo que aquello significaba.
Me miró a los ojos y me dio un gran abrazo de felicitación.

-Estoy muy orgulloso de ti, ¡felicidades, chiquita!- Gracias por este


gran regalo- agregó apretando la moneda.

De regreso a casa veníamos platicando de todo. El me dijo que acaba-


ban de estrenar el segundo piso del periférico y que me llevaría a cono-
cerlo. Hablamos de su trabajo, de mi despedida, del vuelo de regreso con
Frank. Mi esposo me informó que había organizado algunas reuniones con
mis hermanos, previas a mi regreso, para platicar sobre cómo debía ser mi
llegada, los cambios de actitud de todos, cuidados y apoyo que debía reci-
bir por parte de la familia. Esto él lo había consultado anteriormente con
mi terapeuta y había leído algunos textos sobre el tema.

Finalmente llegamos a nuestro departamento Yo estaba emocionada de


estar de nuevo en casa, con mi esposo y Yoko, mi perico gritón. Subimos
las escaleras y, al abrir la puerta, ¡sorpresa!, me habían organizado entre
todos una cena de bienvenida. Estaban mis tres hermanos, mi cuñado y dos
cuñadas y mis siete sobrinas. Todo estaba decorado con globos y un car-
tel que decía: “¡Bienvenida!”. Me habían preparado sushi y arroz oriental
para cenar. Yo llevaba mi diario de alimentación y mis raciones contadas,
así que me limité a comer lo que me tocaba y a disfrutar muy contenta de
mi noche de victoria.

De las primeras cosas que hice, fue ir a la librería a buscar bibliografía


reciente sobre bulimia y comedores compulsivos. Compré varios libros y
se los entregué a cada uno de mis hermanos y a mi marido.
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HAMBRE
Al principio, no fue fácil adaptarme a la vida normal. Me vino a la men-
te una película llamada “Cadena Perpetua” donde actúan Morgan Free-
man y Tim Robbins, que trata de la vida de unos ex presidiarios una vez
que están en libertad y la difícil adaptación al mundo cotidiano. Algunos
prefieren regresar a su rutina porque no hallan qué hacer fuera de los ba-
rrotes sin que alguien los controle. Quizás me sentí un poco así porque ya
no tenía quién me estuviera diciendo qué comer ni siguiendo al baño para
que no devolviera el estómago.

Esa mañana mi esposo salió a trabajar muy temprano y yo me quedé


sola. Nos habíamos mudado de recién casados al sur de la ciudad, a San
Jerónimo, justo del otro lado de donde había vivido toda mi vida. Ahí no
tenía a nadie cerca.

Tomé mi libretita de autógrafos y me puse a leer todas las frases cari-


ñosas de despedida que me habían dedicado mis compañeros. Los extrañé
en verdad. Todo me parecía raro; ya no tendía que andar a la carrera de
las cinco cuarenta y cinco de la mañana a las diez de la noche. Extrañé a
mi terapeuta C. De inmediato le llamé a la terapeuta B, a quien me habían
asignado para continuar con mi tratamiento, la misma que tanto me había
ayudado para irme a internar. Me dio una cita para dos días después y sentí
un alivio.

Dentro de las muchas actividades que debía seguir llevando a cabo,


estaban contactar a mi padrino o madrina para que viera por mí y reunirme
con él; asistir a terapia individual y de grupo; asistir a cuidados continuos
de la clínica de rehabilitación, sucursal en el D.F., una o dos veces por
semana; ir a las juntas de Alcohólicos Anónimos más cercanas a mi domi-
cilio todos los días; buscar un grupo de Neuróticos Anónimos y asistir a
juntas dos días por semana; buscar un grupo de Comedores Compulsivos
Anónimos e integrarme una vez por semana; contactar a una nutrióloga,
recomendada por la clínica, para que me diera seguimiento e ir a cita una
vez por semana; llevar mis menús al pie de la letra y anotar todo lo que
ingería en mi diario de alimentos a lo largo del día. Así que tenía ocupadas
todas las mañanas, tardes y noches y no me sobraba tiempo para pensar
en comer.

Mi terapeuta B había estado en contacto con mi esposo preparándolo


para mi llegada e, incluso, él había tomado terapia en su consultorio, mien-
tras yo me encontraba internada. Desde mi primera sesión de regreso de la
clínica, experimenté un gran alivio, pues me sentí apapachada y querida.
- 253 -
ELENA B. ARREGUIN OSUNA
Mi terapeuta B era especialista en relaciones de pareja y en trastornos
alimenticios, y era muy conocida en su rama por colegas y pacientes. Muy
al principio quise compararla con mi terapeuta C; de hecho, inconscien-
temente, la llamaba con su nombre de vez en cuando. Esto desapareció a
las pocas semanas del tratamiento, pues estaba claro que esta señora tenía
su personalidad muy definida e inconfundible. Aunque no tenían mucho
en común, yo percibí en las dos terapeutas el mismo deseo profundo por
ayudarme a salir adelante, una cierta simpatía y cariño especial hacia mi
persona. Pienso que quizás sería por lo mucho que yo necesitaba a una
madre en esos momentos, estando embarazada por primera vez y tratando
de aliviar mi enfermedad, y pedía a gritos su protección y su amor. La ex-
trañaba tanto y era un sentimiento tan fuerte que lo proyectaba hacia ellas
y éstas, siendo psicólogas y madres, lo percibían en mí y actuaban tratando
de llenar ese gran vacío.

No obstante, el hueco profundo que deja una madre al partir jamás es


llenado, ni con cien años de vida ni con toda la energía positiva del univer-
so. Es una puesta de sol que nunca se volverá a ver.

Una vez asegurada mi terapia individual, el siguiente paso que di fue


buscar al grupo con el que más me identificaba: Comedores Compulsivos
Anónimos. El más cercano a mi casa, en ese entonces, era el mismo en el
que había tenido la riña meses antes y no se me antojaba ir a pararme por
ahí de ningún modo, así que busqué en otros lugares. En realidad no había
muchas opciones y el grupo que encontré me quedaba muy retirado.

Aun así aprovechaba cuando iba semanalmente a trabajar, grabando la


voz de un sistema automático telefónico para cines, para asistir a dichas
juntas que estaban más cerca del trabajo que de mi casa. Las distancias y
el tráfico en la ciudad de México son bastante considerables, así que me la
pasaba todo el día cumpliendo con mis múltiples citas, terapias, leyendo
bibliografía para ex pacientes, participando en juntas, conociendo a nuevas
compañeras con trastornos alimenticios egresadas de la misma institución
y de otras más, informándome, buscando y participando en lo que yo con-
siderara que me podía ser útil. A pesar del tamaño de mi panza, no paré ni
un instante, pues quería estar mentalmente sana para cuando naciera mi
primer hijo.

Por otra parte José Carlos, el padrino temporal que había escogido du-
rante mi internamiento, resultó ser un total fracaso fuera de la clínica. Tras
hablarle y buscarlo más de diez veces, lo pude contactar y quedamos de
vernos para ir a comer a un restaurante. Llegó media hora tarde y sin dine-
- 254 -
HAMBRE
ro, tenía prisa, me pidió que pagara la cuenta asegurándome que después
me depositaría su parte y se fue. Nunca me llamó de nuevo ni volvió a
contestar alguna de mis llamadas. Un completo irresponsable.

Años después, me lo rencontré en una papelería y fingió que no me


conocía. Me imaginé que no quería recordar que ya había estado internado
tres veces en la clínica de recuperación, que yo había sido testigo de sus
atrocidades en terapia de grupo y que me debía el pago de una comida. Lo
saludé y le recordé quién era yo; él, sorprendido, se limitó a extenderme
su tarjeta personal diciéndome: “Me voy a vivir a Cancún. Háblame si
quieres”. En cuanto se dio la media vuelta, arrugué la tarjeta y la tiré en la
basura.

Asistí a alguna que otra junta de AA pero, definitivamente, decliné al


volver a corroborar que no tenía nada que me identificara con los alcohó-
licos y drogadictos, pues eran síntomas y vivencias completamente dis-
tintas a las mías. Ni siquiera me pareció que ellos me comprendieran en
algo cuando me paraba a hablar en el estrado describiendo mis atracones
y purgas. Tras pensarlo unos días, decidí sugerir en cuidados continuos
de la clínica que abrieran un grupo de ex pacientes que padecieran tras-
tornos alimenticios y así conocí a dos mujeres, ex pacientes del mismo
lugar. La primera había sido bulímica, drogadicta y alcohólica y la segunda
anoréxica. Fue la primera vez que escuché hablar a alguien de la famosa
“recaída”, sin embargo, no fue hasta que me sucedió a mí que comprendí
esto cabalmente. Las tres juntas hicimos nuestro mayor esfuerzo por lograr
asistencia y seriedad en las juntas, pero fue imposible. Muchas veces éra-
mos solamente dos pacientes y, en varias ocasiones, me quedé esperando
sola a que llegara alguien. Faltaba compromiso por parte de los pacientes.
Fue entonces que busqué un grupo fijo de Neuróticos Anónimos. Jamás lo
encontré como tal, así que me uní nuevamente a AA mientras se formaba
alguno y terminé dándome por vencida.

Además, mi terapeuta B me recomendó con una nutrióloga especiali-


zada en trastornos alimenticios. Ella misma había padecido anorexia en su
adolescencia. Estuve yendo un largo tiempo una vez por semana. Primero,
iba embarazada, después llevaba cargando mi sillita con mi primer hijo y,
meses después, asistía con una nueva criatura en la matriz. Fue hasta el
final de mi segundo embarazo cuando, una vez nacido mi otro hijo, ya no
tenía tiempo más que dedicarme de lleno a dos bebés, uno de un año un
mes y otro recién nacido. Ella hizo su mejor esfuerzo por darle seguimien-
to a mi dieta pero, definitivamente, yo comía lo que se me antojaba.
- 255 -
ELENA B. ARREGUIN OSUNA
El control estricto bajo el que había estado sometida durante mi inter-
namiento y mi desorden alimenticio, me provocaron que saliera a comer
desesperadamente una vez fuera de la clínica y, en contraste con el kilo y
medio de peso que gané en cuarenta y cinco días dentro de la clínica, a la
semana siguiente de haber salido del sanatorio, ya pesaba otros dos kilos
más.

Subí dieciocho kilos de peso en total durante mi primer embarazo, más


diez que tenía encima cuando supe que estaba embarazada, formando un
total de veintiocho kilos de sobrepeso, ¡era algo alarmante! En los meses
finales que estuve encinta, me dieron fuertes dolores en las articulaciones
de las manos y en el nervio ciático. También sufrí de calambres monstruo-
sos.

A los cuatro meses del primer parto y aun con trece kilos encima, volví
a quedar preñada. En esta ocasión subí catorce kilos durante los nueve
meses. A los cuatro meses de mi segundo parto y con diez kilos aun enci-
ma, me embaracé por tercera vez y subí nuevamente catorce kilos. Estuve
prácticamente tres años encinta y pesando alrededor de quince kilos arriba
de mi peso normal después de cada parto.

Esta información es la que fácilmente memorizamos los individuos que


padecemos de trastornos en la alimentación. Vivimos contando calorías,
carbohidratos, pesándonos hasta dos o tres veces al día, conociendo los
kilos que subimos o bajamos, repasando, noche tras noche, todo lo que
comimos a lo largo del día y siempre deseando ser más delgados.

Le comenté a mi terapeuta B que varias pacientes y médicos me habían


dicho que la rehabilitación era muy distinta bajo la influencia de los antide-
presivos, ya que neutralizaban las ganas de compulsar. Recordé a algunos
ex compañeros de internamiento que decían que, una vez que los tomabas,
la vida te cambiaba por completo.

Debido a mi embarazo nunca había seguido un tratamiento con antide-


presivos ni dentro ni fuera de la clínica de rehabilitación. Mi esposo y yo
decidimos que, inmediatamente después de dar a luz a mi primer hijo, em-
pezaría a manejar un tratamiento con antidepresivos y mi terapeuta estuvo
de acuerdo. Me recomendó con un psiquiatra con el que iría a dar unos
meses después.

Estuve yendo a mis citas con mi terapeuta B dos veces por semana
durante un año. Ella era de religión judaica, hija de sobrevivientes del
holocausto, por lo que había tenido a un padre estricto y furioso contra el
- 256 -
HAMBRE
mundo. También había vivido muchas altas y bajas en su vida, pero había
aprendido a perdonar de corazón. Ella me enseñó a ser humilde, a acep-
tar a la gente tal y como es y no como yo esperaba que fuera, y también
a perdonar. Me dejaba tarea para entregar a la siguiente cita y me ayudó
mucho económicamente con el costo de las terapias, cobrándome sólo algo
significativo.

Definitivamente transformó la visión negativa que yo tenía acerca de la


mayoría de las personas de su misma religión con las que había convivido
hasta entonces, y se lo dije.

Yo me sentía muy bien y mi esposo lo notaba. Me pidió que hablara por


separado con cada uno de los miembros de mi familia y les explicara con
detalle, ahora que ya tenía las respuestas, por qué me estaba sucediendo
esto y qué esperaba de ellos; me sugirió que aprovechara de una vez para
sanar pleitos y rencores del pasado con otras personas. Así lo hice. Primero
hablé con mis hermanos y después con mis cuñados. Sus reacciones fueron
de los más extremas e inesperadas, algunas tiernas y otras cortantes y a la
defensiva.

Acto seguido, trataría de arreglar diferencias, con una actitud humilde


y de reconciliación, con cada una de las personas que existían en mi vida
con las que había tenido un roce, una discusión, un altercado, a las que les
guardaba rencor; ya fueran amigos, familiares, vecinos, etcétera. Esto me
tomó más tiempo, pero casi conseguí hacerlo por completo. Y digo “casi”
porque hubo una o dos personas que, definitivamente, me pidieron que no
volviera a marcar su teléfono porque no querían volver a saber de mí nun-
ca más. Una de ellas fue Lilia, mi inolvidable amiga de la infancia.

Cuando di a luz a mi primer bebé, mi terapeuta B fue a visitarme y has-


ta asistió al Bautizo de mi hijo obsequiándole un broche de oro hermoso
que tenía pendiendo los símbolos del catolicismo. De ahí en adelante yo
tomaba las terapias cargando, cambiando y amamantando a mi pequeñuelo
sin que a ella le importara. Es más, ella misma lo levantaba en sus brazos
y lo trataba con todo el amor del mundo. Yo podía llamarle en el día, en
la madrugada y por la noche si padecía una crisis o recaída, y ella estaba
disponible para mí. Incluso, me proporcionó el teléfono de su casa. Me
daba un trato especial y me hacía sentir muy feliz; me consentía para que
yo hiciera el menor esfuerzo cada que tomaba mi terapia y varias veces nos
citó a mí y a mi esposo juntos para resolver alguna cuestión en pareja. Yo
la quise muchísimo porque fue una gran persona con un enorme corazón
que tuve la dicha de encontrar en mi camino.
- 257 -
ELENA B. ARREGUIN OSUNA
Al mes de nacido mi primer hijo yo estaba consternadísima por mi peso
y me sentía demasiado gruesa. Tenía las hormonas al tope y estaba de mal
humor y muy explosiva. Me veía en el espejo y no podía creer cómo se
había deformado mi cuerpo por el embarazo y el sobrepeso.

Este sentimiento es normal en cualquier mujer que acaba de tener un


hijo y de ahí viene el famoso baby blue. La diferencia estriba en que para
nosotras las bulímicas o anoréxicas todo es más exagerado porque el so-
brepeso es exactamente el punto débil a partir del cual gira toda nuestra
autoestima. La forma de pensar es: si estoy gorda soy menos inteligente,
no soy exitosa, soy menos atractiva, soy torpe, me da pena comer en fren-
te de los demás pues se van a burlar de mí. Esta tendencia a dramatizar
dimensionalmente los aspectos negativos de cualquier situación también
es muy característica en personas que padecen este tipo de enfermedades
utilizándolo, muchas veces, para hacernos pasar por mártires de las cir-
cunstancias. ¿Cuál es la consecuencia de tener en mente las veinticuatro
horas del día estos pensamientos tan negativos? La recaída. Así es, recaí
inmediatamente.

Volví a inducirme el vómito para adelgazar sin importarme que estuvie-


ra amamantando a mi bebé. Con la cara metida en el excusado y el dedo
picando mi garganta, pensaba en la clínica de internamiento, en todo mi
esfuerzo en vano, en el mes y medio aislada de la sociedad, en mi hijo que
dormía en su Moisés al lado del baño… todo se estaba yendo por el caño,
pero no tenía control sobre mi manera desesperada de comer. Después de
vomitar, me sentaba en el piso a llorar de impotencia. La enfermedad salía
nuevamente a flote controlándome por completo, ¡cómo la detestaba!

Tuve que confesarle esto a mi terapeuta B, quien me dijo que era mejor
que le cortara la leche a mi bebé de un mes de nacido y empezara mi trata-
miento con antidepresivos. Mi esposo también lo sugirió y yo me negué a
hacerlo. Seguí intentando “controlarme sin control”; regresé al círculo in-
terminable de pesarme por las mañanas y deprimirme al ver mi exceso de
peso, ponerme un atracón por la decepción, inducirme el vómito para no
engordar; volver a comer carbohidratos hasta hartarme y volver a devolver
el estómago. Cansada, con un dolor punzante en el esófago, los ojos rojos
a punto de explotar y las fosas nasales tapadas por el vómito, me lavaba los
dientes y me iba a la cama.

Al día siguiente la señora báscula, mi juez implacable, decidiría de qué


manera iba a afectar mi estado de ánimo las siguientes veinticuatro horas.
Si mi peso reflejaba una baja que el día anterior, aunque fueran cien gra-
- 258 -
HAMBRE
mos menos, había una chispa de esperanza que me animaba empero, si de
lo contrario, mi peso era el mismo o mayor, empezaba con mi círculo de
autodestrucción hasta terminar nuevamente adolorida por dentro acostada
en mi cama.

Aunado a esto, estaban las desveladas de todos los días, pues tenía que
cumplir con alimentar a mi bebé cada tres horas como es reglamentario
en un recién nacido, levantándome tres o cuatro veces por la madrugada.
Aunque mi esposo me ayudaba mucho, las desveladas eran terribles. A los
cuatro meses de nacido mi primogénito, acepté que la enfermedad podía
más que yo y decidí visitar al psiquiatra. Como todos lo esperábamos, me
recetó antidepresivos y me prohibió volver a amamantar a mi hijo.

Cuando salí del consultorio, me subí al coche y me puse a llorar de


tristeza. Le llamé al ginecólogo quien me recetó unas pastillas que me
cortarían la producción de leche, a más tardar, en dos semanas y me indicó
que me vendara el busto para acelerar el proceso. Después de comprar todo
en la farmacia, agarré mi primera pastilla, suspiré y me la tragué con un
sorbo de agua. Al llegar a casa tomé a mi hijo entre los brazos y le preparé
una mamila con leche tibia. Al querer introducírsela en la boquita, el bebé
la empujó de inmediato con la lengua y empezó a buscar mi pecho muy
nervioso y lloriqueando. Volví a intentarlo pero sucedió lo mismo. Enton-
ces me derrumbé.

Recuerdo que durante mi internamiento muchas veces se habló de “to-


car un fondo de dolor” como resultado de las adicciones y enfermedades.
Muchos pacientes relataban anécdotas deprimentes de haber tocado fon-
do alcoholizados accidentándose en el automóvil y matando al amigo del
asiento de al lado; o de haber quedado inconscientes tres días en un cuarto
de hotel por un pase de cocaína; de haber golpeado hasta dejar en el hos-
pital a sus hijos bajo la influencia de las drogas y otras historias en verdad
escandalosas.

A pesar de que yo había tratado de pensar en cuál había sido mi fondo


con la bulimia, nunca había hallado algún ejemplo que representara esto
pues a la única que afectaba era a mi misma y a largo plazo. Jamás me
habían tenido que internar en un hospital por desgarre de esófago; jamás
me habían operado de una hernia, jamás había sufrido de alguna experien-
cia traumática en la que afectara directamente a otro ser humano. Fue así
como en el momento en que mi hijo empezó a lloriquear buscando mi pe-
cho para que lo alimentara, toqué de golpe mi fondo de dolor y comprendí
cabalmente lo que esto significaba.
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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
Apenas llevaba dos semanas tomando los antidepresivos cuando me
enteré de que estaba nuevamente embarazada. El tiempo no había sido
suficiente para observar una mejoría en mi temperamento, pues aun los
componentes de la medicina no habían surtido efecto al cien por ciento en
mi organismo. Tuve que cortar el tratamiento de inmediato.

- Hubieran esperado más tiempo tu esposo y tú para encargar su segun-


do hijo - me comentó preocupada mi terapeuta B.

- Es que ni siquiera estaba planeado. En la vida creí que me fuera a


embarazar tan pronto y mucho menos amamantando- le respondí.

La relación entre mi terapeuta y yo se fue haciendo cada vez más es-


trecha y directa. Discutíamos toda clase de asuntos con toda la soltura y
sinceridad del mundo y sucedió que la relación pasó a ser más personal,
pues yo ya la consideraba mucho más que una mera psicóloga y empecé a
tenerle un afecto muy especial. Incluso, la recomendé con Alexia y Dora,
quienes también fueron sus pacientes.

Mi esposo, mi bebé de cinco meses de nacido, la criatura de un mes que


llevaba en mi vientre y yo, hicimos un cambio de casa en el ínter y resultó
ser que la junta de Comedores Compulsivos Anónimos, que anteriormente
me quedaba del otro lado de la ciudad, ahora estaba relativamente cerca de
mi nueva casa. Me uní a dicho grupo dos días a la semana. Estaba integra-
do casi en su totalidad por señoras pudientes de entre cuarenta y cincuenta
años, muy bien arregladas, quienes llegaban en autos lujosos manejados
por un chofer que las esperaba afuera. También asistía uno que otro hom-
bre y personas más jóvenes.

Los jueves por la tarde presidía las sesiones una doctora que se espe-
cializaba en los Doce Pasos de Alcohólicos Anónimos, enfocados hacia
los comedores compulsivos, bulímicos y anoréxicos. Esta reunión siempre
estaba repleta de gente, al grado de ver a personas de pie afuera del salón
escuchando con la puerta abierta. Ella era una mujer pelirroja, alta y del-
gada, quien había llegado a pesar ciento cincuenta kilos. Cualquiera que
la escuchara hablar, hasta el más escéptico, se convencía de inmediato de
cada palabra que ella decía.

Este grupo basaba su recuperación en abandonar radicalmente azúca-


res y harinas refinadas; es decir, si querías pertenecer a ellos, la primera
condición era dejar de consumir, por el resto de tu vida, cualquier tipo de
azúcar y cualquier tipo de harina refinada. Para endulzar la comida podías
- 260 -
HAMBRE
emplear sustitutos del azúcar, como Canderel, y únicamente podías ingerir
pan y cereales integrales.

Eran tan extremistas que se guiaban por menús ya elaborados por miem-
bros del mismo grupo. Todos y cada uno de los que ahí asistían estaban
completamente convencidos de llevar a cabo esta práctica. Me llamaba
mucho la atención escuchar a personas que nos compartían experiencias
personales impresionantes; individuos que, después de haber manifestado
durante años obesidad mórbida, se veían completamente delgados, norma-
les y contentos; anoréxicas en recuperación; bulímicas rehabilitadas. Aquí
nadie pasaba al estrado, todos platicaban sentados desde sus lugares. Noté
algo ahí que no terminaba de convencerme.

El primer día que llegué me sentí invisible, pues entré justo cuando
estaban conversando los asistentes a la junta, uno por uno, y nadie volteó a
verme ni me dio la bienvenida al grupo. “Otra vez mi mala suerte en estos
grupos”, pensé para mis adentros. Al final, una señora me preguntó mi
nombre y me pidió que no faltara a la siguiente junta. Eso fue todo.

Continué asistiendo, pero noté que el solo hecho de pensar que jamás
en mi vida volvería a comer harinas o azúcares depurados me ocasionaba
compulsión y, saliendo de ahí, me iba a comprar pastelillos de chocolate
y cafés con crema batida encima para atragantármelos en cinco minutos.
Terminaba llegando a mi casa atiborrada de comida, metiéndome al baño e
induciéndome el vómito. Mi bebé de me observaba desde su sillita con la
cara metida en el excusado y se quedaba muy serio.

Cuando le platiqué esto a mi nutrióloga, se puso furiosa.

- Oye - me dijo sin poder disimular su molestia-, tú ya estás más allá


que esa gente fanática que sigue estos extremos; tú ya estuviste internada,
te enseñaron y comprendiste cómo se debe balancear la comida; tienes
bases sólidas e información suficiente acerca de tu enfermedad. Aléjate en
este instante de esa gente, ¿cómo puede ser que te estén diciendo que, es-
tando embarazada, sustituyas el azúcar por fenilalanina, causándole daño
a tu organismo y al feto? Tráeme a cualquiera de estos ignorantes a que
les haga una prueba de sangre y, de seguro, estarán atiborrados de sales
porque el pan integral tiene muchas más sales que el blanco, además de
tener más cereales. Así que si lo que no quieren es comerlos, se nota que
no tienen ni idea de lo que dicen.

Hizo una pausa y respiró profundo. Me miró a los ojos con la cara muy
seria y continuó.
- 261 -
ELENA B. ARREGUIN OSUNA
- Te voy a pedir que, mientras estés metida en esos rollos y en esas
juntas con esa gente cegada de la realidad, te abstengas de venir a consulta
conmigo.

Yo salí de ahí sorprendida y molesta por el trato radical que había reci-
bido, pero le hice caso y dejé de asistir a juntas con esta gente.

Sucedió después que, tras escuchar innumerables comentarios acerca


de la controvertida película “The Passion of the Christ” dirigida por Mel
Gibson y protagonizada por Jim Caviezel, mi esposo y yo fuimos de los
primeros en la fila para irla a ver en cuanto se estrenó en México. A pesar
de que varias personas me habían recomendado que únicamente viera pe-
lículas de dibujos animados estando encinta, hice caso omiso.

Ahí sucedió que empecé a revolcarme de dolor en cuanto empezaron


las crueles escenas desde que toman prisionero a Jesús y empiezan a mal-
tratarlo. Ya para la escena de la crucifixión, berreé como María Magdalena,
me dolía el corazón, el pecho, la cabeza y el estómago. El actor hizo un
papel extraordinario y su mirada es sublime. De hecho, al no haber sido
nominada al año siguiente y no haber ganado algún premio Oscar, jamás
he vuelto a ver ni a creer en los Oscares. No ha existido película alguna
que me haya llegado tan hondo como ésta. Y no solo a mí, escuché que esta
cinta ya había obrado milagros en seres humanos alrededor del mundo y
me parecía que ahí había un mensaje tan claro como el agua, mismo que
no tardé en descifrar.

Más no solo fue eso, sino que no paré de llorar en una semana. Cuando
bañaba a mi angelito por las mañanas y le lavaba la espaldita con jabón,
no podía evitar imaginarme la escena de los latigazos a Jesús en el dorso,
con la carne desgarrada, y ponerme en el lugar de María viendo a su Hijo
sufrir de esa manera. Berreé tanto y me conmovió a tal grado esa película
que pensé que se debía a algo en especial. Había hallado el mensaje y lo
encapsulé en cinco simples palabras: ejemplo de amor y humildad, mismas
virtudes que tanto me hacían falta a mí mostrar a los demás.

Con toda la confianza, le conté todo mi sentir a mi terapeuta B, quien


me escuchó muy atenta en un principio pero decidió cambiar, repentina-
mente, de actitud.

- ¡No me digas que esta película ya te curó por completo y ya no eres


bulímica!- me lanzó esta pregunta en tono sarcástico-. Ahora eres un mila-
gro en persona, ¿o qué?
- 262 -
HAMBRE
- Oye- corregí asombrada-, es que debes de ir a verla. Es muy dura pero
vale la pena toda la adaptación a la época, la actuación…

- ¿Sabes que el papá de Mel Gibson es antisemita declarado?- interrum-


pió alzando mucho la voz.

- ¿Qué?- pregunté sin comprender su comentario.

- ¿Qué?- prosiguió imitando mi tono de voz agudamente-, ¡pues así


es! Este tipo trata de hacernos quedar mal ante el mundo con esa película
diciendo que los judíos matamos a Cristo, ¿qué no te das cuenta?

- Pe… pero yo te estoy hablando de otra cosa, del mensaje que deja al
mundo y de lo mucho que me conmovió…

- ¡Pues no la iré a ver jamás!- concluyó la plática terminantemente y me


miró a los ojos retándome por unos instantes.

Me quedé estupefacta. Nunca había presenciado que ella se pusiera


como energúmena. Si no podía desahogarme con mi propia psicóloga y
contarle todo esto, ¿a quién podría platicárselo entonces? Sentí que la rela-
ción paciente-terapeuta había ido mucho más allá, se estaba desvirtuando
por completo, estábamos mezclando percepciones personales y ya no con-
tinuábamos con la finalidad objetiva del tratamiento. La cita terminó y yo
salí de su consultorio, confundida y triste.

En otra de las últimas citas a las que asistí, salió el tema de los campos
de concentración nazis durante la Segunda Guerra Mundial y ella me dijo
que los católicos no teníamos ni idea de todo lo que habían sufrido ahí.

- Sí, no me quiero ni imaginar lo que habrá sido- le respondí-. Pero yo


creo que ya es tiempo de que dejen el pasado atrás. Ya pasó más de medio
siglo y siguen tratando este tema, produciendo películas, documentales,
¿hasta cuándo? Otras razas y religiones también han sufrido horrores y
matanzas. Deben abandonar su papel de víctimas.

- Es para que la humanidad lo recuerde siempre- respondió brillan-


temente-. Pregúntale a tu Papa este, ¿cómo se llama?, Pío II o ¿cómo se
llama?

- ¿Cuál Papa?- le respondí pensando que se refería a tiempos lejanos.


- 263 -
ELENA B. ARREGUIN OSUNA
- Este, este Papa que tienen ahora con la cabeza así colgando- y enchue-
có la cabeza sacando la lengua burlonamente-. El anciano que está enfer-
mo de Alzheimer y que ya no puede ni con su alma, nada más da lástima.

Sentí como un azote en la cara aquella mofa que acababa de hacer del
representante de la religión católica en la tierra.

- ¡Ah!- respondí sin poder creer que no supiera el nombre del Papa y
reponiéndome del golpazo- ¡Juan Pablo II!

- ¡Ese!- añadió en tono de menosprecio- Pregúntale a tu Juan Pablo II,


o como se llame, si no se vivieron horrores dentro de los campos de con-
centración durante la II Guerra. El estuvo en uno.

- ¿Juan Pablo?, ¿en un campo de concentración nazi?- pregunté sor-


prendida al desconocer ese hecho.

- ¡Sí!, así como lo oyes- añadió-. Dicen que ayudó a salvar a unos cuan-
tos seres humanos tu Papa- agregó sarcásticamente-. A ver, ¿por qué no lo
mataron a él?

- ¿Por qué iban a matarlo a él?- contesté ya visiblemente molesta- ¡qué


bueno que ayudó a otros!, ¿no?

- Eso dicen.

Y así seguiría el tono aquel día de mi terapia. Confundida, se lo comen-


té a una ex paciente suya y me respondió que eso era una falta de profe-
sionalismo y de respeto hacia mi persona, pues yo no estaba pagando para
que nos la pasáramos discutiendo temas religiosos, opiniones personales o
viviendo confrontaciones, sino para tratar el tema de la bulimia.

La última vez que asistí a una cita fue con mi esposo fungiendo como
mediador entre ella y yo. Las dos externamos molestias y, al final, nos
abrazamos, pero yo sabía que aquella sería la última vez que iría a una
consulta con ella. Escribí una carta en mi diario sacando todo lo que pen-
saba acerca de lo que había sucedido entre nosotras y decidí entregarle una
copia como despedida, pero nunca pensé que sería un adiós para siempre.

Aunque la carta no era en lo absoluto sutil, estaba claro que yo era la


que estaba mal y necesitaba de su ayuda profesional. Además, aquel do-
cumento podría haber servido de herramienta, ya que una terapeuta puede
separar los sentimientos personales de su trabajo o, al menos, eso pensé.
Tras buscarla muchas veces hasta avisarle desde el hospital que mi segun-
- 264 -
HAMBRE
do hijo había nacido, sin recibir respuesta, comprendí que ya no volvería a
verla. Otro ciclo más se había cerrado.

Me costó trabajo encontrar a una nueva psicóloga después de haber


tenido como mis últimas terapeutas a dos mujeres tan intensas y con per-
sonalidades tan enérgicas. Me recomendaron a una mujer que, además de
ser más joven que ellas, era dulce y tenía una voz amable y armoniosa. Sin
querer, me fui al extremo opuesto pero igual me funcionó. A ella le llamaré
mi terapeuta D.

Una vez nacido mi segundo hijo no me quedó otra opción que esperar a
que cumpliera dos meses y continuar yendo a mis citas cargándolo en una
sillita junto con el de un año con tres meses, quien ya empezaba a caminar
y a tirar todo lo que encontraba a su alrededor. Cada que llegaba a la recep-
ción, aquello era todo un espectáculo entre llantos, gritos, cambios de pa-
ñales y preparación de leches. Estando ya dentro del consultorio, la mitad
del tiempo la pasaba cargando, por un lado, al bebé de dos meses cuando
lloraba y, por el otro, quitándole los adornos de la mesita al chiquito de un
año con tres meses para que no los rompiera. Invariablemente, tenía que
salir disparada al baño a cambiarle nuevamente el pañal a alguno de los
dos, o limpiar y mudar de ropita al de dos meses que ya se había vomitado
en el sillón, o debía preparar otro biberón para el de un año con tres meses
que quería más leche, ¡era una locura!

A pesar de todo, la terapeuta D tenía la paciencia suficiente de espe-


rarme y hasta de ayudarme, pues también era madre de una niña de cinco
años. El poco tiempo que aprovechábamos para trabajar valía oro, así que
lo exprimíamos hasta más no poder.

A los dos meses y medio de nacido mi segundo hijo, retomé mis anti-
depresivos y volví a cortarme la leche. Me dolía hasta el alma pensar que,
siendo la leche materna lo más sano y nutritivo que la madre naturaleza
podía brindarle a un recién nacido y siendo yo buena productora del líqui-
do, tenía que recurrir a estos extremos para poder estar mentalmente sana
con dos bebés que criar. Lo que más me afligía era el tener que cortar de
tajo esa experiencia tan hermosa de intimidad y amor entre madre e hijo
que se crea al estar dando pecho al pequeñuelo. Lloré nuevamente, sequé
mis lágrimas, me tomé mi primer antidepresivo de un golpe y continué
trabajando en mi recuperación. No había tiempo qué perder.

Como siempre, traía clavada en la cabeza la manía por bajar de peso y


decidí hacer algo drástico. Escuché a una amiga de mi hermano decir que

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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
había perdido más de diez kilos tomando unas pastillas que contenía una
sustancia que inhibía el apetito. Cuando mencionó el medicamento llama-
do Raductil, me lo grabé en un santiamén.

A la semana siguiente fui a la farmacia de una tienda de autoservicio y


pregunté por dicho medicamento. Antes de que me lo entregaran, me tomé
la molestia de leer el libro que estaba encima del aparador y que indicaba
cuál era la sustancia activa de dicha pastilla y sus contraindicaciones. La
sustancia activa se llamaba sibutramina y al final de la descripción se dis-
tinguía una leyenda clara en letras mayúsculas: “Prohibido tomar este me-
dicamento bajo tratamiento psiquiátrico con antidepresivos”. Lo leí varias
veces, como si alguna palabra fuera a borrase mientras más la repasara.
“Prohibido… prohibido… prohibido…”

- ¡Démelas!, ¡me las llevo!- exclamé dirigiéndome a la encargada de la


farmacia.

- Sí, cómo no- respondió muy atenta mientras las buscaba y me las co-
braba-. Son quinientos cincuenta y cinco pesos – exclamó mientras pasaba
el código de barras por la máquina.

- ¿Quinientos cincuenta y cinco pesos?- le pregunté alarmada-. Y


¿cuántas pastillas tiene?

- Quince- me respondió leyendo en la caja-. Es para un tratamiento de


dos semanas- agregó esperando a que me decidiera a pagarle.

Yo no tenía dinero para estar gastando más de mil pesos al mes en pas-
tillas quita hambre. Un año antes acababa de regresar de mi internamiento
y había desembolsado una cantidad “simbólica” para la clínica, más no
para mi bolsillo ni el de mi esposo; estaba pagando consultas semanales
con nutrióloga y con terapeuta particular. Aunado a esto, no tenía seguro
de gastos médicos así que, cada consulta, exámenes, ultrasonidos con el
ginecólogo a lo largo de mis dos embarazos y los dos partos en hospital
particular, los habíamos cubierto con nuestro dinero. Los gastos de los
artículos y ropita para bebés eran exorbitantes… ¡era imposible!

Entonces me vino a la cabeza una brillante idea. Utilizando mis artima-


ñas le pedí a la encargada de farmacia que me diera la medicina para pa-
garla en la caja. Ella accedió, no sin antes colocarla dentro de una caja de
plástico duro que iba sellada y que llevaba en su interior un sensor. Oculté
la caja bajo la sillita de mi bebé y pasé a pagar al cajero cualquier cosa
cruzando los dedos para que no fuera a sonar el dichoso sensor. Al salir
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HAMBRE
de ahí, para mi gran sorpresa, no se escuchó sonido alguno. Disimulando
mi emoción, continué caminando tranquilamente hasta el coche. Una vez
ahí bajé a mi hijo al mismo tiempo que introduje la mano por debajo de su
sillita. Saqué la caja con la medicina y la aventé rápidamente debajo del
asiento, ¡mi plan había funcionado a la perfección!

Estando ya en casa, me pregunté cómo podría abrir la caja de plástico.


Esculqué entre las herramientas y encontré un martillo. Rompí la caja a
martillazos haciendo un escándalo ensordecedor y ¡listo! El inhibidor de
apetito estaba a mi disposición. En cuanto empecé a tomarlo el hambre
casi desapareció por completo, perdí peso rápidamente y las cosas iban de
maravilla.

A las dos semanas las pastillas se me habían terminado, así que me


dirigí a la misma tienda e hice exactamente lo mismo que la vez anterior.
Nuevamente mi técnica había funcionado. No recuerdo cuántas cajas de
farmacia rompí con el martillo, serían unas tres o cuatro en total, porque
saqué la medicina sin pagarla durante un mes y medio. Era tan descarada
que, a veces, hasta me llevaba un paquete de quita hambre y mi antidepre-
sivo en la misma caja. A las seis semanas había perdido unos seis kilos de
peso.

Una mañana, exactamente después de haber ingerido en ayunas mi


inhibidor del apetito a la par que mi antidepresivo, sentí que me bajaba
la presión de un golpe y mi cara se puso amarilla. Pronto, me metí a la
regadera pero no pude terminar de bañarme; me agarraba de las paredes,
me estaba cayendo al piso. Gateé hasta la cama, envuelta en mi toalla, y
le marqué por teléfono a mi esposo diciéndole que me sentía muy mal. El
dijo que salía de inmediato por mí.

De pronto, la cabeza comenzó a darme vueltas a una velocidad dramá-


tica. Me recargué en la almohada para detener el vértigo pero se hacía aun
más intenso. La cabeza me explotaba y yo estaba aterrada. Les llamé a mis
dos hermanos mayores, al doctor y a mi hermana, química farmacobiólo-
ga, y traté de consultar con ellos el contenido de lo que estaba tomando,
pero ni siquiera podía agarrar la caja de medicinas, pues las manos se me
empezaron a torcer hacia adentro como si me estuviera empezando a dar
artritis.

Como pude, volví a marcarle por teléfono a mi esposo para que se apre-
surara. Los dedos me dolían terriblemente. De pronto, un chorro de vómito
salió despedido de mi boca y el vértigo volvió a comenzar; mi respiración

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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
se aceleró al máximo y empecé a tener taquicardia. Temí por mis dos pe-
queños e indefensos hijos que estaban a mi lado sin captar lo que sucedía.

Mi esposo y mi hermana llegaron y éste me cargó hasta el coche, no


sin antes dejarle encargados a su cuñada a los dos bebés. Ingresamos a ur-
gencias del hospital y pronto me tomaron los signos vitales. Un neurólogo
empezó a preguntarme qué era lo que tomaba, en el momento de decírselo,
abrió mucho los ojos y me pidió que le entregara las dos cajas de los me-
dicamentos que estaba cruzando peligrosamente.

Minutos después, regresó para señalarme que lo que estaba haciendo


era una salvajada porque había mezclado dos sustancias muy fuertes para
el cerebro. Me suspendió las medicinas de inmediato y me tuvo en obser-
vación; los mareos iban y venían. Para asegurarse de que todo estuviera en
orden, me realizó una resonancia magnética del cerebro. Me explicó que
el hecho de que mis manos se hubieran torcido era debido a la hiperventi-
lación, es decir, había empezado a respirar demasiado rápido causando que
mi cuerpo reaccionara de esa forma. El resultado de la resonancia fue que
mi cerebro estaba en perfectas condiciones y que la causa del vértigo había
sido mi irresponsabilidad. Lo que pagamos en aquel hospital superaba por
mucho el costo de las tres o cuatro cajas de inhibidores del apetito que yo
había hurtado de la tienda, ¡el insano juicio volvía a hacer de las suyas!

De regreso a casa, mi esposo me reprendió severamente recordándome


que tenía dos pequeñas vidas a mi cuidado. Al día siguiente, fui a visitar
al psiquiatra.

- Lo que hiciste es una atrocidad- me dijo el doctor muy preocupado


sosteniendo los dos medicamentos -. Mezclar fluoxetina con sibutramina
es asestarle un golpe severo a las conexiones del cerebro. Yo creo que te
fue bien y esperemos que no haya otro tipo de secuelas a largo plazo.

- En la resonancia magnética salió que todo estaba en orden- le expli-


qué.

- Sí, pero yo dije a largo plazo, no en este momento. Por lo pronto, he


de decirte que, aunque suspendas las dos medicinas, los vértigos te van a
volver a dar en intervalos. No importa que jamás vuelvas a tomar sibutra-
mina, el daño que te causaste va a tardar en sanar, si es que sana.

- ¿Cómo?- le pregunté alarmada- . Lo que me quiere decir es que ¿ten-


dré estos mareos para siempre?
- 268 -
HAMBRE
- Esperemos que no- respondió-. Aunque lo más probable es que sí.

Quince días después de suspender ambos medicamentos quedé emba-


razada por tercera vez. Durante el embarazo, los vértigos volvieron a apa-
recer en varias ocasiones y se manifestaban, aproximadamente, a lo largo
de un mes. Al principio éstos eran muy intensos, pero iban disminuyendo
con el pasar de los días de modo que, casi cumplido el mes, sólo se ma-
nifestaban en forma de pequeños mareos y náuseas que, eventualmente,
cesaban.

Para esas fechas, fines de 2004, a las únicas compañeras de interna-


miento que había visto desde mi regreso a México habían sido a Alexia,
rápidamente en el aeropuerto, y a Dora. Karine se había esfumado con el
viento. Aunque recién llegada de la clínica había hablado por teléfono una
o dos veces con ella, jamás nos pudimos rencontrar. Como mi terapeuta
B le había recomendado a Dora a la misma nutrióloga que a mí, algunas
veces nos topábamos en las citas y nos íbamos a comer o a tomar cafés.

Aunque todas mis ex compañeras habían estado al tanto de mis múlti-


ples partos y embarazos, ninguna me había visitado aun, algunas porque
no vivían en México y otras por la lejanía entre nuestras casas.

Ultimamente Dora estaba de maravilla. Por fin, a sus veinte años, había
decidido estudiar una carrera profesional y se había ido a vivir a Querétaro.
La última vez que convivimos le llevé a presentar a mis dos hijos para que
los conociera. Aunque ella no había bajado de peso, la noté muy contenta
con sus nuevos amigos de la universidad y me platicó que había sacado
promedio de noventa y cinco en su primer semestre. Yo la felicité y le dije
que continuara así. Nos seguimos llamando por teléfono para saludarnos.
La invité al Bautizo de mi segundo hijo en abril de 2005. Me prometió que
iría, pero no llegó.

Meses más tarde, embarazada por tercera vez, empecé a pensar fre-
cuentemente en ella. Le llamé para ver cuándo nos veíamos. Su hermana
respondió el teléfono.

- ¿Está Dora?- le pregunté al no reconocer la voz de mi amiga.

- ¿Quién le llama?- me interrogó.

- Elena, una amiga de la clínica de recuperación- le respondí


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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
- Elena- me dijo-. Yo sé quién eres, soy su hermana. Dora está internada
en el hospital desde hace dos meses y sigue muy grave.

- ¿Cómo?- le pregunté sorprendida-, ¿qué le pasó?

- Mira, es largo de explicar- continuó tratando de hallar las palabras


para empezar a hablar.- En mayo fue intervenida para que le colocaran la
banda gástrica porque estaba desesperada con su peso. Le hicieron todos
los estudios necesarios y le dijeron que era una buena candidata para dicha
operación. También le aseguraron que perdería cuarenta kilos o más en
ocho meses. Como te imaginarás, ella estaba fascinada, así que la intervi-
nieron quirúrgicamente. La operó el mejor gastroenterólogo en Querétaro,
y confiamos en el éxito rotundo de los resultados. En un principio, todo
parecía ir marchando bien, hasta que empezó a tener unos dolores tremen-
dos en el estómago, al grado de que tuvieron que intervenirla de nuevo.

Yo escuchaba todo esto sobresaltada, pues no me imaginaba porqué


no me había comentado sobre la cirugía cuando habíamos hablado por
teléfono.

- Cuando volvieron a abrirla- continuó su hermana - todos se aterraron


al descubrir que la comida se le había colado hacia afuera del estómago por
una fisura y estaba toda sucia por dentro. Pronto la limpiaron, suturaron
la fisura y todo parecía estar en calma cuando empezó a tener calentura y
le detectaron una gran infección en el esófago. De ahí en adelante todo ha
estado mal. Tuvimos que trasladarla a México en ambulancia y ahora está
internada en el Hospital Militar. Nos lo recomendaron desde Querétaro
porque dijeron que ahí estaban los mejores doctores del país.

- ¿Puedo ir a verla?- le pregunté.

- Sí, pero como está en cuidados intensivos, hay turnos y hay que es-
perar.

- No importa- agregué-. Voy para allá.

Me arranqué en ese instante en dirección al hospital. Entré a cuidados


intensivos y ahí me topé con la mamá de Dora y una tía suya.

- ¿Cómo sigue Dora, señora?- le pregunté.

- Ahorita la vas a ver- me respondió-. Dale ánimos, por favor. Los ne-
cesita.
- 270 -
HAMBRE
Mientras esperaba mi turno de cinco minutos para verla, la tía aprove-
chó para contarme que Dora no podía hablar porque ya le habían tenido
que quitar gran parte del esófago que se le había infectado; le habían tenido
que reducir el estómago a la mitad debido a que, después de tantas fisuras,
ya no le servía el tejido. Todos los días tenían que abrirla para descubrir un
nuevo padecimiento y ya no la cosían de vuelta, sino que tenía puesta una
malla permanente en el abdomen para conservarlo abierto. También me
explicó que tenía una pequeña falla en el corazón.

Yo no daba crédito a lo que estaba escuchando. Mi amiga Dora, la


gordita simpática, mi compañera de travesuras y risas se estaba muriendo
en un hospital. Por lo que entendí, las cosas no podían estar peor. La tía
se había puesto a llorar conmigo y me había pedido que le dijera que no
perdiera las esperanzas de salir adelante. Eso fue lo que hice.

Entré por mi bata y me dirigí hacia la cama de Dora. En cuanto ella me


vio, me sonrió. Yo le di un beso en la mejilla y le pregunté cómo se sentía.
Ella, por medio de señas, me pidió que le pasara un pizarrón donde apun-
taba las respuestas porque no podía emitir una palabra. Con la mano tem-
blorosa, me escribió que se sentía un poco mejor de cuando había llegado
al hospital. Minutos después, se dio cuenta de que yo estaba embarazada
de nuevo. Me tocó la panza con la mano, como lo hacía en la clínica, y me
escribió con letras apenas inteligibles “Felicidades”. Estuve hablándole
como merolico diciéndole palabras de ánimo y lo mucho que sus amigas
la queríamos. Le dije que necesitaba verla cada día mejor y le ofrecí una
fiesta de bienvenida en mi casa un vez que saliera de ahí. De pronto, pare-
ció cansarse y cerró los ojos. Yo me salí de ahí de puntitas. Me despedí de
sus familiares y me marché.

Haber visitado ese mismo hospital, donde mi madre había muerto años
antes, me causó una terrible nostalgia. No había vuelto desde entonces.
De regreso, me invadieron unas ganas incontenibles de comer azúcar. Me
detuve en un Vips, pedí el pastel más empalagoso que había en el menú y
un café. Le llamé por teléfono a mi esposo y me desahogué con él.

- Mi compañera de dolor- le decía entre llantos- ¡se está muriendo! y,


¿sabes por qué?, ¡por culpa de la maldita enfermedad! Nunca pudo sanar.
Comer compulsivamente la llevó a operarse y la operación la está llevando
a la tumba. Dice su tía que aunque salga con vida va a quedar muy lesiona-
da, conectada con aparatos por todas partes y no va a poder volver a hablar,
¿qué será peor?, ¿qué quede así o que se muera?- interrogaba a mi esposo
mientras me devoraba el pastel arrancándole pedazos con las manos.
- 271 -
ELENA B. ARREGUIN OSUNA
Mi esposo trató de darme ánimos. Me tomé el café de un sorbo y salí
de ahí.

La siguiente vez que fui a visitar a Dora parecía estar un poco mejor,
pues ya podía hablar en un tono muy bajo. Entonces le pregunté sobre su
carrera y le dije que necesitaba regresar a la universidad. Ella estaba más
despierta y hasta se reía. Le conté algunas cosas graciosas que me habían
sucedido estando embarazada por tercera vez y con dos chicuelos más qué
cuidar, y ella me sonreía ternura. Llevaba ya cuatro meses tendida en una
cama de hospital. Le dije que la veía mucho mejor, que ya estaba preparan-
do todo para su fiesta de bienvenida y que me diera la lista de sus invitados
para irles llamando. Se le iluminó la cara, pero me dijo que la esperara a
que saliera porque tenía todos esos datos en Querétaro. Me despedí de ella
y salí de cuidados intensivos más animada que la vez anterior. Se los hice
saber a su mamá y a su tía y me marché.

Una vez por semana le llamaba por teléfono a su madre o a su hermana


para preguntarles cómo seguía Dora. “Más o menos”, me respondían casi
siempre. La siguiente vez que llamé me dijeron que la iban a sedar para
que no estuviera tan agitada y que no tenía caso que fuera a verla porque ni
siquiera se iba a dar cuenta. Seguí en contacto con ellas.

Una mañana desperté pensando mucho en ella y me pregunté cómo


seguiría. Llamé por teléfono a varios números familiares, pero nadie me
respondió. Pensé en irla a visitar al día siguiente. Encendí mi celular y
observé que tenía un recado. Era su hermana.

“Elena, te hablo para avisarte que Dora ya está descansando. Estaremos


en el velatorio de Gayosso de…”

Asistí al velorio de la que, dos años antes, fuera mi inseparable compa-


ñera de batalla. Jamás olvidaré la imagen de su padre llorando desconsola-
do mientras abrazaba el féretro de su hija.

Después de luchar por su vida durante seis meses internada en un hos-


pital, Dora había muerto a los veintiún años.

- 272 -
HAMBRE

Muñequitos alrededor de
mi cabeza.

P or aquellas fechas en las que me habían programado para que diera


a luz a mi tercer hijo por cesárea, estaba justo en aquellos últimos
días del vértigo y me daba mucho miedo entrar al quirófano en tal estado.
Lo único que sucedió fue que estuve un poco más mareada de lo normal en
el momento de la cirugía. Desde aquel día jamás he vuelto a sentir el vér-
tigo. Tuve que cortarme la leche, nuevamente, al mes de nacida mi hija y
retomé mi tratamiento con antidepresivos. Esta vez sería la definitiva. Los
efectos de las pastillas dieron resultado y empecé a sentirme muy bien; mis
nervios e irritabilidad cedieron y comencé a tener destellos de la persona
que yo era en realidad. Disfrutaba más de mis hijos y de las cosas sencillas
y cotidianas.

Justo por esas fechas me rencontré con Lili, una señora joven a la que
había conocido un año antes y que me había llamado mucho la atención
por la tranquilidad que emanaba. Era una mujer serena, con un tono de voz
armonioso y quise convertirla en mi amiga. Nos quedamos de ver en un
café. Una vez ahí, platicamos de nosotras y resultó que teníamos bastante
en común. De inmediato, tuve la confianza de confesarle sobre la bulimia
y mi internamiento, así como el descontrol en mi manera de comer desde
que mi madre había fallecido.

- Tu madre está contigo - me dijo con su voz suave-. El odio y las ex-
periencias devastadoras que te han tocado vivir, han forjado este carácter
fuerte y a la defensiva que te caracteriza, pero debes recordar que también
existe lo hermoso, el amor y lo eterno. Tu mamá está en otra faceta, pero
aun está contigo. No debes perder la fe.

Pensé que era lo mismo que tanta gente decía.


- 273 -
ELENA B. ARREGUIN OSUNA
- Sí- le respondí llorando-. Todo mundo me consuela así.

- Pero yo te lo aseguro- insistió.

Me platicó que se dedicaba a hacer terapias de regresiones a otras vi-


das por medio de la hipnosis con gente que tenía problemas y me invitó a
experimentarlo.

- Lili- le dije francamente-, no estoy convencida de que existan otras


vidas. Eso no me acaba de entrar en la cabeza. Se me complica de una
manera atroz pensar que pude haber sido un bicho alguna vez, como lo
aseguran en el budismo tibetano.

- No me importa que no creas- respondió muy segura de sí-. Tú ven y


ya verás.

Al día siguiente me encontraba sentada frente a ella en un sillón. Me


acostó y me pidió que respirara profundamente y que me relajara. Como
yo tenía la idea de que la hipnosis era lo que se ve en los programas de
televisión donde la gente pierde por completo la conciencia del presente y
viaja a otra etapa de su vida, estaba escéptica. Me la imaginaba despertán-
dome de mi viaje con un chasquido de dedos a la cuenta regresiva tres, dos,
uno... Pero eso nunca sucedió. Cuando le externé la idea que tenía acerca
de la hipnosis, ella soltó una carcajada.

- ¡No!- me aclaró sonriendo-. No es así. Tu vas a estar completamente


alerta de lo que pasa a ti alrededor, solo que te voy a bajar el nivel de con-
ciencia, por medio de la respiración, para irnos hacia atrás y que empieces
a tener recuerdos, okey?

- Bueno, está bien- le respondí aun incrédula.

Ella trató de relajarme de nuevo pero yo estaba muy tensa. Me dijo que
me regresara a la edad de siete años. Lo primero que me vino a la mente de
golpe, fue la cara morbosa de Cuauhtémoc.

- ¿Qué estás viendo?- me preguntó.

- Al tipo que me acosó sexualmente durante años- respondí tratando de


borrarlo de mi imaginación.

- Obsérvalo- me dijo dándose cuenta de mi intención-. No trates de


evadirlo.
- 274 -
HAMBRE
- ¡No quiero verlo!- le dije esforzándome por hacer lo que ella me pe-
día.

- Perdónalo. Es un ser enfermo. Déjalo ir.

- ¡No puedo!, no estoy lista para eso. No quiero perdonarlo aun.

Lili me dijo que lo intentaríamos otra vez más adelante. Me incorporé


y comenzamos a hablar de mi mamá y de lo mucho que había sufrido en
sus últimos meses de vida; de lo injusto que me había parecido aquello y
de la bulimia que no me dejaba en paz o que yo no quería abandonar. Hizo
hincapié en que esa posición mía de “víctima, maltratada y enferma de bu-
limia”, era de lo más cómodo y egoísta, pues yo era la “pobrecita” a la que
todos debían prestar atención y no tenía la menor intención de curarme.
Seguí martirizándome con los recuerdos de mi madre.

Mientras le platicaba estas cosas, de súbito, empecé a sentir mucho ca-


lor en la espalda. Yo volteaba de vez en cuando a ver qué era lo que estaba
detrás de mí, pero solo había una pared blanca. El calor fue en aumento.
Extrañada, le pregunté si existía un calentador detrás de aquel muro, pero
ella respondió negativamente. Entonces, mis pelos se erizaron por com-
pleto cuando esta energía me invadió por detrás y empezó a acariciarme.
Lili se dio cuenta de esto, me sonrió y me dijo con los ojos muy brillantes:

- ¿Recuerdas que te dije que tu madre estaba contigo? Pues aquí está,
en este precioso momento, justo detrás de ti.

Yo pegué un brinco, interrumpí mi respiración y se me electrizó cada


uno de los poros de mi cuerpo. Sentí pánico. Volteé una vez más a ver qué
era lo que estaba detrás de mí pero no distinguí lo que esperaba ver, una
silueta o una luz.

-Está… ¿su espíritu?- le pregunté tensando los músculos.

- Sí- me respondió mirando alrededor de mi cuerpo-. Está en forma de


energía y es hermosa.

- ¿Puedes ver su cara?- le seguí preguntando sin a atreverme a volver


a voltear.

- No, no veo su cara, veo o su energía y veo tu aura recargada de luz que
ella te está proyectando. Es una energía pura y muy joven. Tu mamá está
perfectamente bien, no podría estar mejor, no te preocupes.
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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
El corazón explotaba en mi pecho. Hizo una pausa mirando en otra
dirección y se quedó muy atenta.

- Mira-, me explicó- ahí está tu padre también.

- ¿Qué?- volví a exclamar tensa como una piedra.

- Sí, está con tu mamá asomado a su lado izquierdo. Pero… pasa algo
muy raro. El está detrás de ella, no a su lado.

En ese instante, rompí en llantos. Le creí a Lili porque yo ya había teni-


do este tipo de experiencias y no me parecía nada descabellado. Además,
lo estaba sintiendo con todo mi ser, no había forma de dudarlo.

Lili no tenía ni la menor idea de que mi madre se había vuelto a casar ni


yo se lo había platicado. Recordar eso para mí era volver a envenenarme
la sangre de odio y rencor, así que evitaba comentarlo. Sin embargo, en la
siguiente sesión le dije que mi madre había vuelto a contraer nupcias años
después de la muerte de mi papá. Me explicó que esa era la razón de que
élmi padre apareciera detrás de ella, y no a su lado.

- No llores- me pidió tomándome de la mano-. Esto es natural y cual-


quier ser humano lo puede experimentar, sólo que no todos tienen la capa-
cidad de sentirlo tan rápidamente. Eres afortunada y estás muy bien pro-
tegida. Claramente veo a tu Angel de la Guarda que no se ha separado ni
un segundo de tu lado desde el primer día que te conocí. Yo tengo al mío
y platico con él.

- ¿Es hombre o mujer?- le contesté con los ojos muy abiertos.

- No es hombre ni mujer. Es energía. A veces, se me presenta en forma


de ángel y me explica que lo hace para que yo lo asocie con la imagen que
los humanos tenemos de ellos.

-¿Se te aparece?, ¿no te da pavor?- le pregunté aun sintiendo aquella


energía acariciándome la espalda.

- Sí, desde pequeña lo veo y escucho. Ya estoy acostumbrada. Siempre


he podido ver el aura de las personas y, como nadie me había explicado
que eso no era normal, yo creí que todos lo hacíamos. Hasta que un día,
platicando con mi hermana, me confesó, asombrada, que había conocido a
un hombre que veía el aura y yo le dije que yo también lo hacía. Al princi-
pio no me creyó hasta que se lo tuve que demostrar. Fue cuando descubrí
- 276 -
HAMBRE
que tenía un don especial; ahora lo utilizo para ayudar a las personas que
deben sanar algo, como tú.

Yo estaba completamente anonadada. Por alguna razón la vida me ha-


bía permitido toparme con este ser, diferente a los demás, con el que me
sentía en paz.

- Nada es por casualidad- empezó a decirme como leyendo mis pen-


samientos-. Todo tiene una razón de ser y por algo estás aquí ahora. Tu
madre tenía que pasar por eso a la hora de su muerte. Son lecciones que
aprendes en esta vida y que te sirven para pasar a la siguiente.

- Pero, ¿cómo es que dices eso?- le pregunté-. Si mi madre está aquí


conmigo, ¿cómo puede ser que haya renacido en otro ser y, a la vez, esté
en este cuarto?

- Porque esa es su esencia y no tiene límites.

- Mejor así la dejamos- agregué-. No quiero ni pensar que haya rencar-


nado en alguien. No estoy muy convencida de eso.

- Está bien- me respondió sonriendo-. Lo que tú consideres que te con-


vence, tómalo, aunque la rencarnación sí existe- hizo una pausa-. Quiero
decirte que no soy yo nadie para querer convencerte, pero Dios existe y
está en ti. Te ama y esta es una muestra de Su presencia. Yo lo siento a cada
momento, en cualquier detalle. Simplemente sé que existe y que siempre
está conmigo.

Me vino a la mente mi niñez en el colegio de monjas y recordé lo bien


que me sentía cuando creía firmemente en Dios. Vivía en paz y segura de
que nunca estaba sola. En el fondo, añoré volver a sentirme así.

El calor en mi espalda empezó a bajar de intensidad. Ella me dijo que


mis padres se estaban despidiendo en aquel momento pero que siempre
estarían conmigo y que mi papá era un ser más evolucionado por llevar
más tiempo fallecido.

Me despedí de Lili y en adelante hice cita con ella cada semana. Salí de
ahí como si me hubieran puesto una pila ultra recargada llena de energía,
de alegría y positivismo. Hacía mucho tiempo que no me sentía así. Por la
noche, le llamé a Lili para decirle lo bien que me sentía y ella me dijo que
tenía un mensaje para mí.
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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
- Vino tu mamá a verme- me explicó-. En cuanto saliste de aquí se me
presentó para decirme que estaba muy orgullosa de que estuvieras practi-
cando las sesiones de regresión y que quería que supieras que te ama. Men-
cionó que había estado muy preocupada por ti todos estos años, posteriores
a su muerte, porque te veía muy triste y no quería dejarte sola. Dijo que tú
eras la que más había sufrido de tus hermanos y que eso no la dejaba ir en
paz. Ahora que te ve un poco mejor, te va a ir dejando poco a poco, pero su
esencia siempre estará contigo. También me dijo que creyeras en ti.

-¿Cómo era?, ¿escuchaste su voz?- le pregunté entusiasmada-.

Es una luz, la misma que sentiste esta mañana. Ella me transmite esto
mensajes por medio de mi ángel, él es quien me habla.

Yo no sabía qué pensar o si creerle o no, pero lo que sí sabía era que me
sentía estupendamente bien y que, fuera lo que fuera, regresaría con ella.

Lili era tan sencilla que se sonrojaba al decirme que tenía que cobrarme
sus honorarios. A partir de aquel día jamás volví a inducirme el vómito.
Hace siete años.

En la siguiente sesión volvimos a tratar de regresar a mi pasado y, de


ser posible, intentaríamos llegar a otras vidas. Me acosté y me relajé. Re-
cordé algunas escenas de mi infancia pero mi curiosidad me hizo pedirle
que me llevara más atrás. Ella me relajó aun más. De pronto me observé
corriendo en una pradera gigante llena de pasto amarillento sin podar. Al
fondo, divisé una pequeña casita de madera. Me observé como una niña
hermosa de cabellos dorados y rizados; llevaba puesto un vestido azul cie-
lo con mandil, zapatillas y un gorro.

Entré en la casa y distinguí en la cocina a la que, en ese entonces, era mi


madre. Una mujer delgada de cabello oscuro y con una dulce mirada. Lle-
vaba puesto un vestido largo de la época y era silenciosa y abnegada. No
se parecía físicamente en lo más mínimo a mi madre de esta vida, pero yo
sabía que ella era. A un lado había una mesa tosca de madera. Estaba ralla-
da y maltratada. Sentado en una silla frente a la mesa estaba un hombre ro-
busto y canoso, de ojos color azul muy claro y con bigote. El se encontraba
tomando cerveza en un tarro burdo como de metal. Aunque su apariencia
también difería bastante de la de mi papá, también supe en aquel instante
que era mi progenitor. Sentí un ligero sentimiento de aberración al verlo y
supe que era un ogro y que le era infiel a mi madre en esa vida. Me senté
frente a él en la mesa y él me observó muy serio.
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HAMBRE
De súbito, empecé a escuchar risas de niños y empecé a reírme yo mis-
ma. Descubrí que a mi lado izquierdo se encontraba sentado un niño pe-
queño con el que jugaba y supe que era mi hermano. Los dos nos reíamos
haciendo travesuras en la mesa y nuestro padre nos regañaba a cada cinco
minutos.

- Míralo a los ojos- me decía Lili-. Voltea a verle la cara, ¿quién es?

Yo subí la mirada y me quedé observándolo a los ojos. Los tenía muy


azules y me sonreía enseñándome sus dientes chuecos. De repente, ¡lo
reconocí!, ¡era Alfredo mi sobrino con otra apariencia! Empecé a sollozar
yo misma, ahí acostada, ¡no podía creerlo! Lili me pidió que avanzara más
en esa misma vida.

Me observé como una joven de unos dieciséis años sentada en aquella


mesa. Mi padre había muerto. No sé cómo, pero lo sabía. De pie, frente a
mí, reconocí a mi hermano, hecho todo un hombre, mirándome recargado
en la pared. Su mirada era profunda y yo supe de inmediato que estábamos
enamorados. Incesto. El se iba a la guerra y me dijo que regresaría pronto.
Me invadía el pánico. La imagen se borró de mi mente. Sentí que moriría
en aquella guerra y no lo volvería a ver.

Esta fue mi primera regresión. Era increíble lo que había visto ahí pero,
lo más espeluznante, era la innegable similitud en la historia de aquel en-
tonces con la de mi vida actual. Ella me explicó que había patrones que se
repetían y que esos eran los que tenía que romper para ir evolucionando.

A partir de aquel día tuve muchas más sesiones y muchas regresiones


impresionantes. Ninguna con una semejanza tan evidente como la primera.
Pero mi atención se desviaba a preguntarle si mi madre había estado pre-
sente, si le había dicho algún recado, si mi padre había estado.

- Tú vienes aquí a tratar de resolver tus problemas presentes por medio


de la hipnosis- me explicó-. Lo que yo puedo ver más allá es otra cosa, es
un plus que has experimentado. Deja de enfocarte en eso y concéntrate en
encontrar una solución a tus problemas actuales habiendo descubierto de
dónde vienen: de tus vidas pasadas.

Aun incrédula, le explicaba algunas veces a Lili que yo era una persona
muy creativa y que fácilmente podía imaginarme todo aquello.

- Imaginarte ¿y empezar a llorar?- me preguntaba-. Imaginarte y ¿saber


que tu padre en tu vida pasada le era infiel a tu madre? El haber reconocido
- 279 -
ELENA B. ARREGUIN OSUNA
en la mirada a tu sobrino ¿fue tu imaginación?, ¿estabas predispuesta a
encontrarlo?

Jamás hallé una respuesta a tales interrogantes. Definitivamente no es-


peraba encontrarme a mi sobrino ni había estado pensando en el última-
mente. A la fecha, aun no me lo explico. Sucedió también que a partir de
esta experiencia empecé a sentir una especie de “piojito” o caricia en la
coronilla. Al principio creía que era una mosca que se posaba en mi cabeza
y la trataba de espantar a manotazos, pero la sensación permanecía. Deduje
que Lili había logrado abrir un canal entre mi ser terrenal y lo divino, y que
este era mi Angel de la Guarda que me visitaba para recordarme que ahí
estaba. A la fecha, ya me acostumbré a ello y, cuando estoy muy relajada y
en armonía, sigo sintiendo esta caricia en mi coronilla.

Sé con certeza que mi alma se fue curando de las heridas poco a poco.
Estuve yendo cerca de un año con Lili. Cuando llegaba estresada, ella me
lo mencionaba; cuando me dolía el estómago, ella me decía que mi energía
estaba muy baja en la parte abdominal; cuando estaba confundida o me
sentía culpable, ella me decía que veía unas nubes oscuras sobre mi cabeza
y una maraña de pensamientos que no me dejaban en paz. Todo esto sin
necesidad de que yo le mencionara algo al respecto. Al grado de que, una
mañana que estaba molesta con ella, me observó unos instantes y me dijo
que sacara de una vez todo lo que traía en su contra.

Retomé la meditación en casa y empecé a leer mucho sobre budismo


tibetano. Poco a poco y sin darme cuenta, la ferviente fe de Lili en Dios me
empezó a convencer de que El existía. Con tan solo escucharla hablando
maravillas de Dios, tan convencida, no pude evitar creerle.

Cuando definitivamente me reconcilié con El, la magia en mi vida re-


gresó al instante; volví a reír a carcajadas, a sentir energía rodeándome, a
ser positiva, a borrar los rencores del pasado, a valorar las tres vidas que
tenía en mis manos y a mi esposo que había vivido pacientemente toda esta
transformación. Pero lo más importante es que volví a soñar: los muñequi-
tos que saltaban alrededor de mi cabeza regresaron. Recomendé con Lili
con varias personas.

Lili sigue dando terapias de regresión a sus pacientes e, incluso, ha


empezado a impartir cursos desde hace algunos años.

En abril de 2008, asistí a un retiro budista de silencio llamado Tara


Verde, y ahí conocí a Sergio, quien ahora es mi amigo. Me llamaron la
atención su inteligencia y sus ganas de ayudarme durante el transcurso
- 280 -
HAMBRE
de dicho retiro, pues yo desconocía muchas situaciones, formalidades y
rituales del evento. Era un retiro para los alumnos avanzados de Casa Tíbet
México, y era de silencio.

Yo apenas llegaba a nivel intermedio, pero a mi me permitieron asistir


porque la maestra que impartió el curso era una mujer extraordinaria de
edad avanzada. Su sola presencia te llenaba de paz y nadie sabía si tendría
la oportunidad de venir a visitar México nuevamente.

Regresé de aquel retiro de cuatro días con una completa telaraña en la


cabeza porque yo era la única católica que estaba ahí. Para estar conven-
cido de profundizar en esta filosofía de vida, primero debes haber renun-
ciado a tus creencias anteriores, y yo me negaba rotundamente a hacerlo.

Después de dicho retiro, Sergio y yo nos seguimos frecuentando. Al


principio yo notaba que estaba muy intrigado con mi personalidad; le lla-
maba mucho la atención que yo fuera así de directa al hablar y que me
estuviera defendiendo de cualquier injusticia; que discutiera con la gente
todo el tiempo o les dijera lo que yo opinaba sobre ellos sin inhibiciones.

Un buen día se decidió a recomendarme algo.

- ¿Sabes qué es el Eneagrama?- me preguntó mientras desayunábamos.

- ¿Eneagrama?- inquirí recordando vagamente que alguna vez, años


atrás, mi terapeuta B me había mencionado algo sobre un curso que acaba-
ba de tomar acerca de las distintas clases de personalidad, conocido como
Eneagrama.

- Sí, es un estudio.

- Mmm… creo que sí recuerdo algo sobre eso. Alguien me lo mencionó


hace ya un tiempo, ¿por?

- Porque te traigo una información sobre eso. Es el estudio de la clase


de personalidad de cada individuo y existen nueve tipos. Este se basa en el
carácter, las vivencias, la historia de vida de cada persona y demás factores
para llegar a definirlo, aunque también existen características que heredas
de tus progenitores. Algunos seres humanos que tienden a cierto tipo de
personalidad, pero también tienen parte de otra, ¿entiendes? Se pueden
mezclar.

Intrigada ante tal explicación, no lograba descifrar a dónde quería lle-


gar.
- 281 -
ELENA B. ARREGUIN OSUNA
- ¿Y entonces? – le pregunté con una gran incógnita.

- Entonces esto te puede ayudar a comprender porqué eres como eres y


a mejorar las características negativas de tu persona. Por ejemplo, sé per-
fectamente qué tipo de personalidad somos mi esposa y yo y la razón de
todo esto, ¿quieres que te lea cada tipo de personalidad?

Sergio sacó un fajo de copias fotostáticas que traía guardadas en un


fólder. En la parte superior de cada hoja se podía leer el título y los autores
del libro de donde las había extraído: “La Sabiduría del Eneagrama”. Riso
Don Richard y Ross Hudson.

Empezó a leerme, pausadamente, cada tipo de personalidad y sus ca-


racterísticas desde la número uno, citando ejemplos de personas que co-
nocíamos mutuamente o de personalidades famosas para hacerme todo lo
más claro posible. A mí esto me pareció de lo más interesante, así que no
dejé de prestarle atención ni un solo segundo. En último lugar llegó a la
personalidad número ocho y aquí hizo una pausa.

- Aquí estás tú, clarísimo como el agua. En cuanto lo leí supe que la
número ocho te describía a la perfección. Tú estás claramente definida,
no tienes mezcla de ningún otro tipo de personalidad. Eres igualita a mi
hermano. Ahí te va.

Tipo Ocho: El desafiador. El tipo poderoso y dominante. Las perso-


nas tipo Ocho son seguras de sí mismas, fuertes y capaces de imponerse.
Protectoras, ingeniosas y decididas, también resultan orgullosas y domi-
nantes; piensan que deben estar al mando de su entorno y suelen volverse
retadoras e intimidadoras. Normalmente tienen problemas para intimar
con los demás. En su mejor aspecto, los Ocho sanos se controlan, usan
su fuerza para mejorar la vida de otras personas, volviéndose heroicos,
magnánimos y a veces históricamente grandiosos.

En cuanto terminó de leer la descripción, volteó a verme de inmediato


para ver la expresión en mi rostro Yo estaba callada porque me costaba
trabajo digerir tantos adjetivos calificativos con un significado tan fuerte.
“¿Así me ve la gente?”, pensé para mis adentros, “dominante, con proble-
mas para intimidar con los demás, retadora…”

- ¡Orale!, ¡qué fuerte!- exclamé después de un momento.


- 282 -
HAMBRE
Sergio, fascinado con mi reacción, continuó.

- ¡Y aun hay más!, escucha esto.

Los mensajes que más te afectan son:

Tipo Ocho: «No está bien ser vulnerable ni confiar en alguien».

Los miedos básicos son:

Tipo Ocho: Miedo a ser dañado o controlado por otros.

Los deseos básicos y sus distorsiones son:

Tipo Ocho: Deseo de protegerse (degenera en lucha constante).

Lo que necesitas oír más es:

Tipo Ocho: “No serás traicionado”.

Te identificas más con la sensación de tensión proveniente de resistir


se o desafiar a otros y al entorno. Te resistes a reconocer tu vulnerabili-
dad y necesidad de cuidado y atención para dar la imagen de ser fuerte,
imponente, franco, ingenioso, orientado a la acción, tenaz, robusto e in-
dependiente. Manipulas a los demás dominándolos y exigiendo que hagan
tu voluntad.

Muchas personas tipo Ocho piensan que tuvieron que hacerse “adul-
tos” a una edad temprana. Los adultos Ocho suelen decir que en su infan-
cia sufrieron la fuerte sensación de haber sido rechazados o traicionados.
Por lo general eran osados, tenaces, y se metían en situaciones que lleva-
ban a castigos. En lugar de apartarse de las personas que los castigaban,
se defendían de la sensación de rechazo.

Son extraordinariamente resistentes, capaces de recibir bastante casti-


go físico sin quejarse. Sin embargo, temen terriblemente las heridas emo-
cionales y están dispuestos a emplear su fuerza física para proteger sus
sentimientos y mantener a los demás a una distancia emocional prudente.
Pero bajo la fachada de dureza hay vulnerabilidad, aunque bien cubierta
por una armadura emocional...

Todo esto que estaba escuchando salir de la boca de Sergio, me hizo


analizar mi conducta explosiva y perfeccionista al extremo. Reconocí que
me encantaba retar a la gente y que no soportaba la prepotencia porque, en
el fondo, yo era prepotente y era mi escudo defensor ante el mundo.
- 283 -
ELENA B. ARREGUIN OSUNA
Muchísimas cosas que había visto en mis terapias cobraron sentido en
ese instante. Comprendí mis miedos y comprobé que, en el fondo, ocultaba
a una persona de extrema sensibilidad que quería aparentar ser otra para
evitar ser traicionada una vez más.

- No es de a gratis que yo sea así, Sergio. Muchas vivencias me han


orillado a estar a la defensiva contra el mundo…

El se llevó el dedo índice a los labios pidiéndome que guardara silencio.

- Aquí está este material. Utilízalo para comprenderte y mejorar como


persona y no para seguir compadeciéndote de ti misma. Si utilizaras posi-
tiva y equilibradamente toda esa energía que desgastas en recuerdos nega-
tivos y rencores, serías magnánima y heroica, tal como aquí dice.

Concluyo al día de hoy que el budismo tibetano me sirvió para reforzar


mi fe católica. Aunque en su filosofía de vida existen cosas maravillosas
que se deben aplicar día con día para ser mejores seres humanos hasta
alcanzar la iluminación, la revolución que traía en la cabeza se fue desva-
neciendo y me decidí por mis raíces. No puedo negar la existencia de Dios
como yo la entiendo.

Para reforzar esto, más adelante apareció en mi vida, de la manera más


casual, una persona muy especial que nos ha dado grandes lecciones a mi
esposo y a mí. Un sacerdote católico que nos ha brindado su apoyo incon-
dicional, su valiosa opinión y su ayuda en un sinnúmero de situaciones.
Cuando el torbellino ha estado casi incontrolable, él ha llegado a apaciguar
su furia con humildad y fe.

Estoy convencida de que Dios ha puesto en mi andar a las personas


adecuadas en el momento preciso. ¿Puedo decir ahora que fui bulímica?
Sí. ¿Qué fui neurótica y que estoy completamente curada en cuerpo y
alma? Por supuesto que no. Nadie lo está. No creo que haya un psicólogo
en todo el mundo que pueda afirmar que existe un ser humano perfecto y
estable, que no padezca de algún desequilibrio emocional. Quizás seres
más elevados y con otro nivel de conciencia, pero yo no.

Como lo dije en el prólogo, esto es una lucha constante de todos los


días; vencer al enemigo cuesta trabajo y uno se olvida de utilizar las he-
rramientas que ha aprendido a lo largo de los años y con tanto esfuerzo.
Las tentaciones están a un pie de distancia poniendo a prueba nuestros
impulsos.

- 284 -
HAMBRE
De Cuauhtémoc no sé gran cosa ni me interesa saber; lo único que he
escuchado decir, es que es médico y vive en Monterrey.

Económicamente puedo decir que, tras tantos años de consulta, terapias


y antidepresivos, mi esposo y yo no tenemos ahorrado ni medio centavo
y sí algunas deudas por saldar. Hemos salido adelante juntos, solos, sin
ayuda de nadie, pero ni todo el dinero del mundo puede pagar el alivio y
agradecimiento que hoy siento al haber tomado la decisión de internarme
aun a tiempo y ver a mis tres hijos sanos, hermosos e inteligentes.

Ahora estoy viviendo otra etapa muy distinta a la de hace nueve años
que regresé de mi internamiento en la clínica de rehabilitación. Hoy mis
hijos dejaron de ser bebés para convertirse en niños; más tarde, (espero que
dentro de muchos años) serán adolescentes. Mi manera de manejar cada
una de las situaciones que la vida me presente está en cómo permito que
afecten mi persona, depende de mi autocontrol y de una visión positiva de
las cosas.

Un buen día, cuando estaba en la cúspide de mi odio al mundo entero,


le pregunté a mi esposo:

-¿Por qué sigues a mi lado?, no lo entiendo. Si soy una amargada, llena


de odio, rencorosa y enferma de bulimia.

El, con sus ojos color verdes claros, profundos y tranquilos, me con-
testó:

- Porque estoy esperando a que algún día regrese aquella mujer llena de
vida, feliz y chacharachera que conocí.

- 285 -
ELENA B. ARREGUIN OSUNA

Mi rencuentro conmigo
misma.

F inalmente me atreví a subir las frías escaleras que conducían a mi


azotea. Las miré pasar una tras otra bajo mis pies, como tantas
veces las habían visto mis ojos, mientras experimentaba las emociones
más intensas y confusas. Reviví aquellos sentimientos y me vinieron a la
memoria imágenes dolorosas que me apenaban y me convertían en alguien
indecente, sucia, mala y pecadora. No podía dejar de relacionar aquel acor-
deón de cemento con las vivencias más traumáticas que experimentaría a
lo largo de mi infancia. Tal vez ese recuerdo jamás en la vida se borraría
de mi mente, pero sí podría llegar a rememorarlo, algún día, sin sentir la
punzada de sufrimiento y de vergüenza en el espíritu. Estaba decidida a
hacerlo y nadie robaría mi voluntad esta vez.

Armada de coraje, llegué hasta el último trecho de ocho escalones y


divisé en lo alto, entreabierta, la puerta obscura que daba acceso a la azo-
tea. Me quedé ahí, parada, mirando aquella entrada mientras el aire que se
colaba hacia el cubo de las escaleras me acariciaba la cara, como dándome
ánimos e invitándome a subir este último trecho, el más difícil.

Cerré los ojos, respiré profundamente y percibí un sacudimiento por


todo mi cuerpo. Lo dejé sentir con toda su intensidad, hasta que se esfumó.
Mi cerebro asoció de inmediato aquella imagen con los abusos sexuales e,
instintivamente, las manos empezaron a sudarme, las piernas me tembla-
ron y, una vez más, experimenté el dolor visceral.

En aquel momento, un torrente de recuerdos empezó a caer como gra-


nizo sobre mi cabeza y me dieron náuseas, unas ganas incontenibles de
devolver el estómago, un asco indescriptible. Observé, una y otra vez, mi
inocencia arrebatada, mi cuerpecito frágil e infantil utilizado y torcido en
- 286 -
HAMBRE
horribles posiciones, mi sexualidad descoyuntada desde los cinco años,
violencia y sufrimiento; me volví a sentir con mi voluntad manipulada,
con miedo y amenazada… acechada.

Bajé la cabeza sin poder contenerme más y empecé a vomitar, copiosa-


mente, encima del piso. Parecía que mi boca y mi nariz eran una manguera
con agua saliendo a chorros sin control. Ensucié la pared y un tramo de las
escaleras y el vómito empezó a escurrirse hacia el piso de abajo. No podía
parar. Me apretaba el estómago para detenerlo, pero la repugnancia que
me provocaron aquellas imágenes me había revuelto hasta las entrañas.
Desconocía si algún vecino me podía escuchar, ya que el sonoro ruido que
estaba haciendo no podía ser ignorado. A pesar de ello comprendí que, al
igual que en el pasado, nadie saldría a ayudarme y que tendría que actuar
yo sola.

El característico olor agrio de la comida indigestada empezó a invadir


el aire y yo me estaba empezando a marear. Débil y con el esófago a punto
de reventar, me senté en la primera escalera del último trecho que me fal-
taba por subir y miré impresionada aquella alberca de vómito que aparecía
ante mis ojos. “¿Cómo es que pude comer tanto?”, pensé. Respiré profun-
do y tomé fuerzas. Me sentía mucho más ligera de cuerpo y espíritu. Aun
cuando podía recordar claramente aquellas dolorosas imágenes descubrí
que ya no me afectaban, es decir, las podía ver desde otra perspectiva y
sanar.

De inmediato me puse de pie y, decididamente, comencé a subir, una


por una, las antaño aterradoras escaleras hasta llegar a la azotea. En cuanto
di un paso hacia adentro, algo me atrajo a girar la vista hacia la derecha y
ahí estaba ese inolvidable cuarto de servicio deshabitado, frío y húmedo.
Como un fantasma, la cara trastornada de Cuauhtémoc vino a mi mente y
escuché claramente la voz de Lili que me susurraba al oído: “Perdónalo.
Es un ser enfermo. Déjalo ir”.

Para mi sorpresa, la puerta estaba entreabierta y me acerqué a observar.


La abrí lentamente y estaba muy oscuro ahí dentro. El olor a humedad
golpeó mis fosas nasales y los colchones viejos y amontonados seguían
en el mismo sitio. Seguí la escena con la mirada, observé las paredes que,
después de tantos años, se veían idénticas. Incluso, la puerta de metal se-
guía pintada del mismo color. Cuando iba a cerrarla, sentí que el corazón
se salía de mi pecho al escuchar un ruido detrás.
- 287 -
ELENA B. ARREGUIN OSUNA
Asomé lentamente la cabeza y miré hacia abajo, ¡mis ojos no daban
crédito a lo que estaban presenciando!

- ¡Te encontré!- grité eufórica.

Sentada justo atrás de la puerta estaba una niña pequeña, de unos cinco
o seis años de edad. Tenía el pelo rubio muy largo, entre lacio y rizado,
peinado con una media cola de caballo adornada con un moño rojo; su piel
era muy blanca y usaba un vestido también de color rojo con un mandil
claro al frente, ¡era la cosa más bella que jamás había visto! Traía puestas
unas mallas blancas y sus zapatitos de charol negros con hebilla. Sus ojos
aceitunados eran grandes y expresivos y me observaba sobresaltada.

- ¡Hola!- me dijo con su vocecita dulce- ¿por qué tardaste tanto?, ¿ya
no querías jugar a las escondidas conmigo? Me lo hubieras dicho. Te llevo
esperando más de treinta años, ¡es muchísimo!- agregó subiendo las ma-
nitas hacia el cielo.

Yo la reconocí de inmediato y me agaché para verla más de cerca. Aga-


rré sus manitas de porcelana entre las mías y empecé a llorar.

- ¿Qué te pasa?, si ya me encontraste, ¿por qué estás triste?- me pre-


guntó dulcemente.

- Porque te abandoné y traté de borrarte de mi mente todo este tiempo.


Porque me daba miedo enfrentarte y mirar tus ojitos llenos de temor…

- Pero si ya no estoy asustada- me interrumpió contenta-. Tú estás aquí


conmigo. Estuve triste, enferma y sola un tiempo, pero eso ya pasó, ¿ves?

- Sí princesa. De ahora en adelante yo te voy a comprender, te voy a dar


mi cariño y te voy a proteger.

- Pero, ¿por qué no llegaste antes?

- Porque… no era el momento. Tuve que prepararme para poder verte


de nuevo sin temor.

- ¡Es que no habías encontrado mi escondite que es buenísimo!, ¡di la


verdad!, ¡eso fue!

- No nena, siempre supe que te encontraría aquí, pero hasta hoy tuve el
valor de venirte a buscar. ¿Me perdonas?

- Sí, yo te perdono. Y tú, ¿ya te perdonaste?


- 288 -
HAMBRE
- Creo que sí.

- ¿Ya me puedes mirar sin que te de dolor?- preguntó con una carita
triste y, en ese momento, la abracé con todas mis fuerzas.

- Sí. Ahora puedo verte con todo tu esplendor y sentirme contenta y


orgullosa de ti.

- Bueno- se puso de pie de un brinco y tomó mi mano.- Bueno, vámo-


nos de aquí.

La pequeña empujó la puerta para salir de su escondite y jaló mi mano,


impetuosamente, llevándome hacia afuera de aquel lugar. Observé sus
uñitas mordisqueadas y negras de tanto jugar con la tierra, cerré los ojos
recordando y las besé. No volteé a ver más esa puerta. Se había quedado
atrás.

Las dos bajamos las escaleras corriendo y jugando, entonces escuché,


claramente, las risas y las voces de dos niñas.

Una vez fuera del edificio me acordé que, ni ella ni yo, habíamos visto
la alberca de vómito que yo había dejado, minutos atrás, sobre las escale-
ras. Ibamos tan felices juntas que nos había pasado inadvertida.

Paré en seco con ella agarrada de mi mano, y subí la mirada observando


el edificio por fuera en busca de algún vestigio de aquello. La niña, al darse
cuenta, me jaló hacia sí para que me agachara a escucharla. Se acercó a
mi oído.

- ¿Tienes hambre?- me susurró al oído como asustada.

- No. - le contesté.

- ¡Muy bien!- agregó contenta pegando un brinco.

Nos fuimos de ahí corriendo y brincando radiantes, con el viento ro-


zando nuestras caras y el sol brillante como nunca antes.

Por fin, éramos libres.

- 289 -
ELENA B. ARREGUIN OSUNA
Anexos

Bulimia
La bulimia es una enfermedad que se caracteriza por comilonas o epi-
sodios recurrentes de ingestión excesiva de alimento, acompañados de
una sensación de pérdida de control. Luego, la persona utiliza diversos
métodos, tales como vomitar o consumir laxantes en exceso, para evitar
aumentar de peso.

La anorexia consiste en un trastorno de la conducta alimentaria que


supone una pérdida de peso provocada por el propio enfermo y lleva a un
estado de inanición. La anorexia se caracteriza por el temor a aumentar
de peso, y por una percepción distorsionada y delirante del propio cuerpo
que hace que el enfermo se vea gordo aun cuando su peso se encuentra por
debajo de lo recomendado. Por ello inicia una disminución progresiva del
peso mediante ayunos y la reducción de la ingesta de alimentos.

De acuerdo con la psicóloga Laura Elliot, directora de psicoterapia de


laclínica “Eating Disorders México”, el 0.5 % de las mujeres jóvenes pa-
decen anorexia nerviosa, entre el 1.5 a 2.5 % bulimia, mientras que entre
el 50 y el 70 % de las personas con sobrepeso son comedores compulsivos.
Alrededor del 5 y 15 % de las mujeres jóvenes tienen algún síntoma que
apuntan hacia un trastorno alimentario. Indica que el inicio de estos tras-
tornos se da alrededor de los dieciséis años, pero el rango oscila entre 11 y
25, aunque no se puede descartar la presencia de estos problemas después
de esta edad. “Se presentan con mayor frecuencia en mujeres, aunque los
hombres no están exentos de padecerlos”, agrega.

Se estima que un millón de personas en toda España padecen este tipo


de enfermedad, lo que supone un 2% de la población nacional. Sin embar-
go, según el coordinador del IAJ, este porcentaje es mayor ya que muchos
casos no se reconocen.

Más del 85% de las personas que padecen anorexia nerviosa o bulimia
son mujeres, mientras que los porcentajes relativos a hombre se encuentran
entre un 15% y un 17%, datos que vienen experimentando un progresivo
aumento.  http://www.consumer.es/web/es/salud/2005/08/03/144236.
php
- 290 -
HAMBRE
En la actualidad, los principales trastornos de la alimentación se pre-
sentan en mujeres jóvenes de entre 12 y 18 años y de acuerdo con diver-
sos estudios, cerca del uno por ciento de personas en el mundo padecen
anorexia y del 1 al 3 por ciento bulimia, porcentajes que van en aumento.
Según datos mundiales, de diez enfermos de anorexia o bulimia, nueve
son mujeres de entre 15 y 26 años. http://www.cronica.com.mx/nota.
php?id_nota=97938

Anorexia
En los países occidentales desarrollados coinciden bastante los datos
epidemiológicos con los reportados por la APA (1994) (12). Más del 90%
de los casos son mujeres y entre hombres se da más entre homosexuales.
Se señala una proporción de 1 hombre por cada 20 mujeres. Tiene una
prevalencia (porcentaje anual de casos) del 0.5 al 1% en población gene-
ral, y una incidencia anual de un nuevo caso por cada 1,000 mujeres de 13
a 18 años de edad (13). Los estudios en población mexicana, realizados
en la ciudad de México, estiman una prevalencia del 0.5 (14, 15 y 16).
Suele iniciarse en la adolescencia, entre los 13 y los 18 años de edad. Es
raro que aparezca, por vez primera, en mujeres mayores de 30 años. En
sólo un 5% se inicia tras los 20 años. Aparece más en clases alta y media.
Es más frecuente en profesionales del arte y la interpretación (cantantes,
actrices, gimnastas, bailarinas), siendo un factor de riesgo actividades físi-
cas que consumen mucha energía metabólica. Es raro en países africanos
y asiáticos, excepto Japón. Toro y Villardel (1987) (17) señalan que está
relacionado sobre todo con la cultura occidental y la sobrevaloración de
la delgadez. El tipo restrictivo es el más crónico. En el tipo compulsivo
hay más antecedentes familiares de trastornos afectivos, del control de los
impulsos y abuso de sustancias. Además, en este subtipo, aparecen con
mayor frecuencia los trastornos de personalidad límite y el antisocial y
una tasa de suicidios alta del 10%. Respecto al curso observa Chinchilla
(1994) (18) que en un tercio aparece un curso crónico, en otro tercio un
curso intermitente con remisiones parciales o totales y nuevas recidivas y
en otro tercio un episodio único, casi siempre con algún síntoma crónico
residual que se atenúa con la edad. Así, se trata de una enfermedad crónica.

Tipos de tratamientos y soluciones.


- 291 -
ELENA B. ARREGUIN OSUNA

Bulimia

En virtud de la gravedad se puede recurrir a un tratamiento ambulatorio


o a la hospitalización. En primer lugar se trata de evitar los vómitos, nor-
malizar el funcionamiento metabólico del enfermo, se impone una dieta
equilibrada y nuevos hábitos alimenticios. Junto a este tratamiento, en-
cauzado hacia la recuperación física, se desarrolla el tratamiento psicoló-
gico con el fin de restructurar las ideas racionales y corregir la percepción
errónea que el paciente tiene de su propio cuerpo. El tratamiento también
implica la colaboración de la familia, ya que en ocasiones el factor que
desencadena la enfermedad se encuentra en su seno. La curación de la bu-
limia se alcanza en el 40 por ciento de los casos, si bien es una enfermedad
intermitente que tiende a volverse crónica. La mortalidad en esta enferme-
dad supera a la de la anorexia debido a las complicaciones derivadas de los
vómitos y el uso de purgativos.

Anorexia

Los objetivos globales del tratamiento son la corrección de la malnu-


trición y los trastornos psíquicos del paciente. En primer lugar se intenta
conseguir un rápido aumento de peso y la recuperación de los hábitos ali-
menticios, ya que pueden implicar un mayor riesgo de muerte. Pero una re-
cuperación total del peso corporal no es sinónimo de curación. La anorexia
es una enfermedad psiquiátrica y debe tratarse como tal. El tratamiento
debe basarse en tres aspectos:

Detección precoz de la enfermedad: conocimiento de los síntomas por


parte de los médicos de atención primaria y de los protocolos que fijan los
criterios que el médico debe observar.

Coordinación entre los servicios sanitarios implicados: psiquiatría, en-


docrinología y pediatría.

Seguimiento ambulatorio una vez que el paciente ha sido dado de alta,


con visitas regulares. Las hospitalizaciones suelen ser prolongadas, lo que
supone una desconexión del entorno que puede perjudicar el desarrollo

- 292 -
HAMBRE
normal del adolescente. Por ello son aconsejables, siempre que se pueda,
los tratamientos ambulatorios.

El ingreso en un centro médico es necesario cuando:

La desnutrición es muy grave y hay alteraciones en los signos vitales

Cuando las relaciones familiares son insostenibles y es mejor aislar al


paciente

Cuando se agravan los desórdenes psíquicos.

El tratamiento ambulatorio es eficaz cuando:

Se detecta de manera precoz

No hay episodios de bulimia ni vómitos y existe un compromiso fami-


liar de cooperación.

De esta manera se inicia el tratamiento con la realimentación, que en


ocasiones puede provocar molestias digestivas, ya que el cuerpo no está
acostumbrado a ingerir alimentos. Con el tiempo se restablece la situa-
ción biológica y vuelve la menstruación. Después comienza el tratamiento
psicológico, que intenta restructurar las ideas racionales, eliminar la per-
cepción errónea del cuerpo, mejorar la autoestima, y desarrollar las habi-
lidades sociales y comunicativas entre el enfermo y su entorno. La familia
debe tomar parte de manera activa en el tratamiento porque en ocasiones el
factor desencadenante de la enfermedad se encuentra en su seno y, además,
la recuperación se prolonga inevitablemente en el hogar.

Centros de Rehabilitación para Trastornos Alimenticios


en México.

1. Clínica Vida: www.integravida.com


Km. 4 carretera. Santa Bárbara – Huimilpa.
Municipio Corregidora, Qro.
Teléfonos: (442) 299-6037/ 341-3084

2. Sin Bulimia (centro solo para mujeres): www.sinbulimia.com

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ELENA B. ARREGUIN OSUNA
Ave. Alfonso Reyes #143 Nte.
Col. Regina.
C.P. 64290, Monterrey, Nuevo León.
Tel: (81)8343 0747

3. Instituto Nacional de Rehabilitación: www.cnr.gob.mx


Calzada México Xochimilco #289,
Colonia Arenal de Guadalupe,
Delegación Tlalpan, C.P. 14389

4. Clínica Nuevo Ser: www.drogasno.com.mx


Circuito Tres Mercedes #2000
Lomas de San Antonio,
Del. San Antonio De Los Buenos, Tijuana, B. C., México, C.P.
22616
Teléfono: (661) 100 3237

5. Comunidades Terapéuticas de México, A.C.:


Popotla # 6. Tizapán, San Angel México, D.F. 01090
www.comutem.com
Teléfono/Fax: 5683.4319

6. Oceánica:
Porfirio Díaz #102- PH1 Col. Nochebuena.
www.oceanica.com.mx
Teléfono: 5615 / 3333

7. Avalon, Centro de Tratamiento para la mujer:


www.avalonparalamujer.com
Teléfono: 0144-2234-0762 y 04-91

- 294 -
HAMBRE
8. Centro de Habilitación y Rehabilitación del Valle de Teotihuacán
(CERVATE; A.C.).
Av. Tuxpan s/n. San Martín de las Pirámides
www.terapiaequina.com.mx
Teléfonos: 04455-2719-5192/ 04455-1501-1145

9. Ellen West.
Carretera México-Toluca #3847 Km. 20.5
05000, Cuajimalpa, D.F.
www.ellenwest.org
Teléfonos: 5812-0877/ 5812-0870

Centros de Rehabilitación para Trastornos alimenticios


en E.U. y el resto del mundo.

1. Instituto Medico Shinkrut.


Auda Krennedy 6690 of 402
Vitacura, Santiago de Chile.
www.institutoschilkrut.cl/tratamiento_para_la/bulimia.htm

2. El Paraíso:
Avenida Monroe 3786 - Planta Baja D.
(1430) Capital Federal.
www.elgranparaiso.com.ar/contacto.htm
Teléfonos (011) 4544-0503 / (011) 155 889-6164

3. Remuda Ranch:
One East Apache Street. Wickenburg, AZ 85390
www.remudaranch.com/general/contact
Toll Free: 1-800-445-1900 928-684-3913
- 295 -
ELENA B. ARREGUIN OSUNA

4. Casa Palmera:
14750 El Camino Real. Del Mar, California 92014
www.casapalmera.com/resources/resources.php
(888) 481-4481

5. Milestones eating disorders program:


High Point 5960 Southwest 106th Avenue.
Cooper City, Florida 33328
www.milestonesprogram.org/contactus.html
(800) 347-2364

Sitios de interés.

Directorio electrónico completo en el área de la salud.


 www.medica.com.mx
Psicocentro.com es el portal de habla hispana orientado al mundo
de la psicología y la salud mental. Contamos con foros de debate,
salas de chat, noticias sobre psicología, buscador, artículos
divulgativos y técnicos, etc. 
 www.psicocentro.com
Codependientes anónimos.
www.coda.org

The Equine Asisted Growth and Learning Association.


 www.eagala.org

National Eating Disorders Association. 


www.nationaleatingdisorders.org

Sociedad Española de Endocrinología y Nutrición.


 www.seenweb.org

- 296 -
HAMBRE
http://www.seenweb.org/La fuente de Información confiable. 
www.nutrinfo.com

SAN ROQUE. Equinoterapia y Terapias Alternativas.

www.snroque.com

Títulos más recientes de libros que traten sobre este


tema en México, E.U. y el mundo.

1. Bulimia
Gómez Martínez, María De Los Ángeles
Editorial/Distribuidor: Síntesis
Tema: Ciencia y Tecnología
Año Edición:  2007

2. La Anorexia
María Xesús Froján Parga
Editorial/Distribuidor: Editorial Biblioteca Nueva
Tema: Psicología
Año Edición:  2006

3. Anatomía de la Anorexia
Steven Levenkron
Editorial/Distribuidor: Kairós
Tema: Psicología

4. Anorexia y Bulimia
Tannenhaus, Nora
Editorial/Distribuidor: Plaza & Janés
Tema: Psicología
Año Edición:  N/D

5. Anorexia y Bulimia
Rosina Crispo
Editorial/Distribuidor: Gedisa
Tema: Psicología
Año Edición:  N/D
- 297 -
ELENA B. ARREGUIN OSUNA

6. Bulimia y Anorexia
Aris Yosifides
Editorial/Distribuidor: Editorial Brujas
Año Edición:  Mayo 2006

7. Figuras de la Anorexia.
Rocha - Castañón
Editorial/Distribuidor: Etm

Tema: Medicina General

8. Food Fight: A Guide to Eating Disorders for Pre-Teens and Their


Parents (Pelea contra la comida: Una guía para los desórdenes
alimentarios para los preadolescentes y sus padres)
de Janet Bode

9. Body Blues: Weight and Depression (Cuerpo melancólico: Peso


y depresión)
de Laura Wheeldreyer

10. (Teen Health Library of Eating Disorder Prevention)


(Biblioteca de los adolescentes para la prevención de los
desórdenes alimentarios).

11. Starving to Win: Athletes and Eating Disorders (Muriéndose de


hambre para ganar: Los atletas y los desórdenes alimentarios).

- 298 -
HAMBRE

12. Eileen O’Brien (Teen Health Library of Eating Disorder


Prevention) (Biblioteca de los adolescentes para la prevención de
los desórdenes alimentarios).

13. Los trastornos de la alimentación. Guía práctica para cuidar de


un ser querido
Janet Treasure, Gráinne Smith, Anna Crane.
Año Edición: 2011.

14. Anorexia y bulimia. Un mapa para recorrer un territorio


trastornado
Rosina Crispo, Eduardo Figueroa, Diana Guelar.
Año Edición: 2011.

15. La bulimia
Barbara French.

Año Edición: 1994.

Fuentes de información de donde provienen todos estos datos.

1. Medine Plus Enciclopedia Médica. www.nlm.nih.gov/


medlineplus/spanish/ency/article/000341.htm

2. Centro de Apoyo APA.


www.centrodeapoyoapa.org/articulos/articulo.php?id=50

3. Dmedicina.
www.dmedicina.com/salud/psiquiatricas/anorexia.htmlhttp://www.
dmedicina.com/recoletos/servlet/ControladorPeticionesANnoticia?
opcion=100&id=955900&lang=ES&url=no - que
- 299 -
ELENA B. ARREGUIN OSUNA

4. www.aupec.univalle.edu.co/piab/prevalencia.html

Epílogo:

* Cuando llega la desgracia, nunca llega sola, sino a batallones.


Traducción literal del inglés.

1. Vigorexia: La vigorexia, no esta reconocida como


enfermedad, por la comunidad médica internacional, pero
se trata de un trastorno o desorden emocional donde las
características físicas se perciben de manera distorsionada,
al igual de lo que sucede cuando se padece de anorexia pero
a la inversa.

Una persona que se ve siempre con falta de tonicidad y


musculatura, lo cual la lleva a realizar ejercicio físico de
manera obsesiva compulsiva y pesas cada día de manera
continuada, padece de vigorexia, en la mayoría de los
casos su cuerpo se desproporciona, adquiriendo una masa
muscular poco acorde con su talla y contextura física

2. Grupo musical pop, integrado por tres mujeres mexicanas,


que estuvo en boga en los años ochentas y noventas.

- 300 -
HAMBRE

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