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LA LÁMPARA DE DIÓGENES

Al hablar de filosofía llega a nuestra mente un entramado de ideas, teorizaciones y


problemáticas, las cuales, no obstante su imperiosa radicalidad e importancia continúan
presentes e inconclusas. Y es que la filosofía, ha sido y es, ante todo amplitud e
inacabamiento. Amplitud como un interminable dialogo que diversos hombres y mujeres
de muy variadas culturas, épocas, lenguas e historias de vida han construido,
seguramente por necesidad, pero ante todo por deseo; dialogo al que todo ser humano
puede ser arribar. Inacabamiento porque su génesis es el propio hombre con su
inagotable impulso de asombro y disposición a la reflexión por el sentido y los
fundamentos: es decir el llamado a filosofar. El filosofar se rehúsa a abandonarnos, o
mejor es el hombre quien no lo deja partir, porque el filosofar está en el hombre como su
corazón mismo, en su centro.
Si utilizamos el término de moda en el discurso educativo, diríamos que la pertinencia de
la filosofía se ensombrece en una sociedad cuyas exigencias productivas y de mercado
determinan el andar de las políticas educativas, pues suponen que el fin último y único de
la educación debe encaminarse a que los egresados logren insertarse satisfactoriamente
al tan codiciado ámbito laboral; desde esta lógica, la inserción laboral resulta ser la
función prioritaria de la escuela. Al respecto es oportuno traer a cuento lo dicho por la
filósofa alemana Hanna Arendt, quien, entre otros asuntos, se encargó de precisar el
término labor diferenciándolo del término trabajo. Arendt se refiere a la distinción que
Locke hace entre manos que trabajan y cuerpo que labora, como reminiscencia de la
diferencia griega entre el artesano y aquellos que, como los esclavos y los animales
domésticos, atienden con sus cuerpos a las necesidades de la vida.
En la Grecia antigua había un desprecio por la labor solamente encaminada a la
satisfacción de las necesidades primarias, un rechazo a todo esfuerzo que no dejara
huella, monumento o gran obra digna de ser recordada. Fue en la época moderna, a decir
de Arendt, cuando se equipara al rango del trabajo, y éste se exalta como fuente de todos
los valores. Surgen entonces clasificaciones de trabajo productivo e improductivo, experto
e inexperto, manual e intelectual, sin embargo, en todas ellas subyace la distinción entre
labor y trabajo. Para Arendt, tanto la labor como el trabajo producen; solo que a diferencia
de la productividad del trabajo, que añade nuevos objetos al artificio humano, la labor se
orienta a su propia reproducción, dicho de otra forma la labor permite a sobrevivencia.
Si bien es cierto, que todo joven tiene la necesidad y el derecho de poseer un conjunto de
diversos conocimientos y desarrollar capacidades, habilidades, actitudes y valores que le
permitan desenvolverse lo mejor posible en el ámbito universitario y/o laboral; también es
cierto que la juventud es una etapa inmejorable para formarlo como persona. Camino que
sin duda supone el ejercicio de su libertad, en el que prefiera la duda sobre la ciega
aceptación, el dialogo sobre la silenciosa imposición, la reflexión sobre el pasivo letargo,
el saber sobre la oscura ignorancia, el entendimiento sobre la aferrada creencia, la
inclinación hacia la paz sobre la absurda intolerancia. Si asentimos con lo dicho hasta
aquí, una cosa no menos importantes y más bien fundamental sería preguntarnos ¿Cómo
hacer que los estudiantes filosofen? ¿Hay una propensión natural del ser humano a
filosofar? Sin duda encontrar respuestas definitivas sobrepasa el objetivo de esta
disertación, no obstante una luz al final del túnel es representada por Aristóteles, cuando
afirma en las primeras líneas de su Metafísica, el deseo natural del hombre por saber, por
aprender, deseo que constituye el elemento fundamental de todo proceso de aprendizaje.
Para el caso del bachillerato, la experiencia nos dice que efectivamente, los jóvenes
tienen no solo la disposición, sino el deseo de relacionarse filosóficamente con el mundo.
En este primer momento. El objetivo medular es lograr que quien estudie, sienta el
impulso que lo aproxime al saber, que redescubra ese sutil goce que el filósofo
experimenta al “saborear” la realidad a través de la admiración y la reflexión por el
fundamento y sentido de las cosas. Después, aquel deseo habrá de ser continuado con el
más grande de los proyectos: conocerse para llegar a construirse a sí mismo. Aquella
antigua aspiración socrática, hoy es vigente. Dicho en palabras de Michel Onfray, “el
deseo se sostiene, vale, cuenta y pesa si da lugar al placer de hacerse paso a paso, de
elaborar un proyecto y de construir, hasta donde se pueda una identidad que nos
sostenga”
Tomado de: ALONSO R. Maren. La lámpara de Diógenes, revista de filosofía, números 20 y 21, 2010; pp.
191-198.

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