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La Ciencia Moderna

Desde el “Mundo del aproximadamente” de la Antigüedad y el


Medioevo hacia el “Universo de la precisión” de la Modernidad

Mónica Giardina

La física antigua y medieval: “el mundo del aproximadamente”

La física antigua es una física descriptiva, no va en pos de la


exactitud en la consideración y medida de los fenómenos naturales.
Para los griegos, era claro que “la realidad, la de la vida cotidiana,
en medio de la que vivimos y estamos, no es exacta ni matemática.
Por el contrario, es el dominio de lo mutable, de lo impreciso, del
“más o menos”, del “aproximadamente”.
El pensamiento griego permaneció fiel a la idea de que la exactitud
no pertenece al orden de este mundo y que el “querer aplicar las
matemáticas al estudio de la naturaleza es cometer un error y un
contrasentido. Pues, en la naturaleza no hay círculos, elipses o
líneas rectas. Es ridículo pretender medir con exactitud las
dimensiones de un ser natural: el caballo es sin duda mayor que el
perro, y menor que el elefante, pero ni el perro, ni el caballo, ni el
elefante tienen dimensiones estricta y rígidamente determinadas: en
todas partes hay un margen de imprecisión, de “juego”, de “más o
menos” y de “aproximadamente”.
Los cuerpos de los que habla la física antigua aristotélica poseen
materia y forma, es decir, están compuestos básicamente de los
elementos primarios, en mayor o menor medida en cada caso. La
tierra, el agua, el aire o el fuego están en sus naturalezas, y
además, poseen una cierta forma que los define. Así, por ejemplo,
lo pesado y lo liviano, el arriba y el abajo, lo húmedo y lo seco, son
todas ellas categorías de análisis en la física de Aristóteles.

La ciencia moderna

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La ciencia moderna surge en Europa entre los siglos XVI/XVII.
Sus fundamentos aún sostienen el saber de nuestros días, aunque,
ciertamente ha habido muchos cambios y quizás no se pueda
hablar de la ciencia actual como una mera prolongación o desarrollo
de la moderna. Por ello, se habla de la Posmodernidad y de una
ciencia posmoderna, pero no podemos entrar aquí en esa polémica.
Entre los nombres de los grandes genios que le dieron forma,
destacamos, en orden cronológico a: Nicolás Copérnico, Galileo
Galilei, Johannes Kepler, Isaac Newton, Albert Einstein, con
éste último ya ingresamos al siglo XX.

Es característico de esta ciencia:

 Indagar el micro y el macrocosmos y buscar las leyes que lo


rigen.
 Intentar dar precisa cuenta de los fenómenos de la naturaleza
partiendo de considerar que la naturaleza posee una
estructura matemática.
 Aplicar el saber científico para asegurarse una intervención
eficaz en todos los campos posibles.

El saber matemático como clave de acceso al “universo de la


precisión”

El matemático es un tipo de conocimiento que surge


exclusivamente de la facultad racional y, por eso, es el único
saber que ofrece certidumbre. Esta posibilidad se debe a su
carácter estrictamente formal, vale decir, vacío de todo
contenido empírico. El matemático es un tipo de saber que no se
extrae de las cosas ni depende en absoluto de la realidad empírica,
sino que se sustenta tan sólo en la razón y puede ser aprendido sin
referencia a las cosas.

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Los entes de la matemática son entes ideales. Pensemos en el
concepto de “triángulo”. El mismo está y estará siempre unido al
concepto de figura de tres lados, de manera que cada vez que me
represento un triángulo, no puedo dejar de representarme al mismo
tiempo, tres lados y tres ángulos, más allá de la particularidad que
estas constantes asuman, pues hay diferentes triángulos.

Según Galileo, la naturaleza misma es matemática, es decir,


posee una estructura matemática, más allá de todo lo
cambiante y perecedero que ella contiene. (Así también lo
considera Leonardo Da Vinci. Tres siglos más tarde, en esta línea
de pensamiento, Albert Einstein sostiene que “Dios no juega a los
dados”.)

El universo es como un gran libro abierto ante nuestros ojos,


que ha sido creado (y escrito) por Dios. Escrito en caracteres
matemáticos. De manera que para conocerlo, dice Galileo,
debemos primero conocer la lengua en la que ha sido escrito, esa
lengua fundamental se compone de signos matemáticos. Para
entender a qué se refería Galileo, basta recordar cualquier libro de
física o química que estudiamos en el colegio: lleno de fórmulas que
no son más que la traducción a expresión matemática de
fenómenos naturales. Es el legado de Galileo a la ciencia.

Dios, creador de la naturaleza, dotó de razón a los seres


humanos y esa razón es algo así como una chispa o luz divina
que habita en el alma de los hombres. El conocimiento humano
no puede abarcarlo todo, lo limitado de la vida no lo permite. La
razón divina sí lo comprende todo. Pero, si el humano logra
alcanzar una certeza matemática, entonces, su entendimiento no es
inferior al entendimiento de Dios. El hombre puede alcanzar
conocimientos tan precisos y objetivos como los que posee el
mismo Dios.

Dicho de otro modo, si bien el entendimiento humano es una


expresión limitada y falible de la ilimitada e infalible

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racionalidad divina, cuando alcanza un saber enteramente
cierto, es decir, matemático, la razón humana iguala a la divina.

En cuanto al estudio de los cuerpos, Galileo propone distinguir dos


aspectos: las cualidades primarias y las secundarias. Llama
primarias a las características de las cosas que pueden ser
cuantificables, es decir expresables mediante medidas, como el
número de las cosas, la figura, la extensión, el peso, el volumen, la
altura o la distancia. Éstas representan características que pueden
ser expresadas en fórmulas cuyas letras representan variables
numéricas (Ejemplo: La segunda ley del movimiento de Newton,
f = ma, “fuerza igual a masa por aceleración”). El objeto de estudio
de la física reside en estas cualidades, que considera primarias o
reales. Las cualidades sensibles o secundarias, que considera la
física antigua o aristotélica, como son el color, el sabor, etc., no son
medibles con precisión ya que al ser subjetivas, su apreciación
varía de individuo a individuo.

El método de Galileo se lo conoce como hipotético deductivo y


consta de tres momentos:

1) Resolución o intuición: se analiza el fenómeno en cuestión y se lo


reduce a sus cualidades primarias –extensión, figura, número.
2) Composición o demostración: se elabora una hipótesis de
carácter matemático (una fórmula) en la que se relacionan los
elementos a los que fue reducido el fenómeno y se deducen
matemáticamente las consecuencias de la hipótesis propuesta.
3) Experimento: se realizan experimentos con el fin de poner a
prueba las consecuencias antes deducidas (Ejemplo, la
determinación de la velocidad y el ángulo de un proyectil). El
experimento es la puesta en escena de la ley, en función de la cual
habrá que organizar y disponer la realidad.

La ciencia moderna que funda Galileo, al proponer pensar la


naturaleza solamente en términos de las cualidades primarias,

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se vuelve anti-intuitiva y matematizada: se trata de buscar en la
realidad física, química, biológica, pero después también en el
hombre y la sociedad y, en última instancia en todo el universo, las
fórmulas que permitan volver a los fenómenos calculables,
predecibles, controlables. Es el proyecto de una Mathesis
Universalis, cuya expresión culminante tal vez sea la célebre
fórmula einsteiniana E = m c² (La energía (E) es igual a la masa (m)
multiplicada por el cuadrado d la velocidad de la luz c2).

Ejemplo del carácter matemático de la ciencia moderna: el


principio de inercia

El carácter matemático de la ciencia queda expuesto con claridad


en la formulación que hace Galileo del principio de inercia. En su
formulación del principio Galileo comienza con estas palabras:
“Concibo en mi mente”… (Vale decir, “me imagino”, “me
represento”, “intuyo”) y sigue más o menos así: … un cuerpo
abandonado a sí mismo, sobre un plano horizontal e infinito… (Y
sostengo que)…ese cuerpo tenderá a permanecer en el estado en
el que se encuentre, de reposo o de movimiento… puesto en
movimiento, desarrollará de ahí en más un movimiento rectilíneo y
uniforme, indefinidamente… Siempre y cuando, claro está, ninguna
fuerza exterior actúe sobre el mismo.

¿En qué tipo de cuerpo se está pensando aquí?

Evidentemente, no en un cuerpo real, con cualidades sensibles,


pues ninguno cumpliría con la representación conceptual exigida: el
rozamiento de un cuerpo real con el plano sobre el que se desplaza,
tanto como la acción del aire, impedirían que el movimiento siguiera
indefinidamente; más aún, la velocidad disminuirá progresivamente
hasta llegar a cero. La detención ocurrirá siempre, puesto que no
hay cuerpos que no estén sometidos a la acción de alguna fuerza. Y
Galileo sabía esto, por eso señala que el principio se cumple
siempre y cuando ninguna fuerza actúe...

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De modo que el cuerpo y el espacio de los que habla Galileo no
son reales en absoluto, sino ideales, como lo son los objetos
de la matemática.

El principio supone, entre otras cosas:

1) La posibilidad de aislar un cuerpo de todo otro.


2) El vacío, como medio en que se desarrolla el
movimiento.
3) El espacio, considerado abierto e infinito.
4) La consideración de que el reposo y el movimiento son
estados en los que nada tiene que ver la naturaleza
sensible del cuerpo.

Porque Galileo descubre que la estructura misma de la naturaleza


es matemática se inclina por un método predominantemente a priori
de alcanzar la verdad, inspirado en la deducción matemática, y con
apoyo en principios físicos para deducir consecuencias en la
realidad.
La comprobación experimental de lo que previamente ha sido
demostrado en su necesidad, suele hacerse sólo para satisfacer a
los espíritus incrédulos. Pero tampoco sería justo cargar las tintas
en su apriorismo intelectual. La adaptación del telescopio permitió
verificar algunas de sus conclusiones a través de las observaciones.
Y el mismo Galileo dice no querer hacer ciencia sobre un mundo de
papel sino sobre aquel donde se dan los fenómenos empíricos.

¿Observamos “hechos puros”?: El experimento de la Torre de


Pisa

Quedó como un hito en la historia de la ciencia el experimento,


quizá legendario, que llevó a cabo Galileo Galilei en la torre

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inclinada de Pisa, allá por el 1589, cuando se desempeñaba como
profesor de matemáticas en la universidad.

El experimento estaba orientado a confirmar su teoría del


movimiento, según la cual la velocidad de caída de los cuerpos es
la misma para todos y no depende de sus naturalezas internas, sus
pesos o su pertenencia a distintos lugares naturales, como sostenía
la física aristotélica.

El llamado “experimento de la Torre de Pisa” revestía una


importancia crucial: había que dirimir, de una vez por todas, las
disputas entre las viejas y las nuevas ideas, representadas por
aristotélicos y galileanos respectivamente.

La física de Aristóteles, como vimos, toma en cuenta la naturaleza


sensible de los cuerpos. Así, sostiene que la velocidad de caída de
los cuerpos es proporcional a la naturaleza de los mismos. Vale
decir, que los cuerpos más pesados tienden a caer más
rápidamente porque es la tierra su lugar propio, al que pertenecen
“por naturaleza”. Los cuerpos livianos, en cambio, que “por
naturaleza” pertenecen al espacio aéreo, tienden a subir y les lleva
mucho más tiempo caer.

Galileo entiende el movimiento a partir de una representación


matemática en la que no interviene para nada lo sensible. Su
explicación y demostración del movimiento resultaba
totalmente ajena a la mentalidad de la época, que estaba regida
casi excluyentemente por la física aristotélica.

Por sí sola, la ley del movimiento de los cuerpos de Galileo bastaba


para conmover toda la física precedente. Si el experimento
confirmaba su teoría, se derrumbaba lo que se tenía por más
firmemente sabido acerca del espacio y su relación con el tiempo.
En otras palabras, se produciría una transformación radical de lo
que el hombre entendía por naturaleza, por movimiento y por
corporeidad. Una nueva manera de conocer y experimentar la
realidad tan novedosa que destruía lo que la antigüedad y el
Medioevo tenían por verdadero acerca del Cosmos.

Aristotélicos y galileanos contemplaron atentos la prueba.


Vieron todos lo mismo pero no comprendieron, sin embargo, lo
mismo.

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Los cuerpos no emplearon tiempos iguales en su caída, sino que
llegaron al suelo con un pequeñísimo intervalo, el más pesado
inmediatamente antes que el más liviano. No obstante esta mínima
diferencia, el resultado obtenido, sin embargo, refutaba a
Aristóteles, pues no había ninguna proporcionalidad entre las
diferencias de pesos y los tiempos de caída.
Los partidarios de la concepción aristotélica sostuvieron la hipótesis
de su maestro al mismo tiempo que aumentaron el recelo y la
desconfianza frente a la teoría de su adversario. Por su parte,
Galileo insistió con su teoría y afirmó más decididamente su
principio, es decir, que las velocidades de caída son idénticas,
puede haber una mínima diferencia pero se debe a que los cuerpos
no caen en el vacío.
¿Cómo es posible que ante un mismo hecho se produzcan
interpretaciones tan diferentes? Unos y otros “vieron” lo
mismo, pero no “comprendieron”, sin embargo, lo mismo.
¿Qué conclusión podemos extraer entonces de esta
divergencia? Pues que los hechos, por sí mismos, no bastan
para explicar nada, o bien, que pueden explicarlo todo. Y es
que los hechos adquieren sentido sólo cuando son
comprendidos en el contexto de sus relaciones con otros, es
decir, cuando son incorporados a un determinado esquema o
modo de ver las cosas, donde los hechos se inscriben y
ocupan su lugar. De modo que los hechos se vuelven
inteligibles cuando se los interpreta a la luz de un marco
teórico previo.
El experimento de la Torre de Pisa muestra que no hay hechos
crudos y mudos, sino más bien interpretaciones, modos de
comprender la corporeidad y el movimiento, en este caso, dos
modos opuestos de “ver” y “comprender” las cosas.
Unos y otros, pese a haber “visto” lo mismo, llegaron, sin
embargo, a conclusiones opuestas e irreconciliables.
Observaron lo mismo, pero no “comprendieron” lo mismo. Los
galileanos insistieron con la imposibilidad de extraer las leyes de la
observación de los hechos; los aristotélicos, en cambio, confirmaron
la influencia de la naturaleza propia del cuerpo en el movimiento.

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