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Mónica Giardina
La ciencia moderna
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La ciencia moderna surge en Europa entre los siglos XVI/XVII.
Sus fundamentos aún sostienen el saber de nuestros días, aunque,
ciertamente ha habido muchos cambios y quizás no se pueda
hablar de la ciencia actual como una mera prolongación o desarrollo
de la moderna. Por ello, se habla de la Posmodernidad y de una
ciencia posmoderna, pero no podemos entrar aquí en esa polémica.
Entre los nombres de los grandes genios que le dieron forma,
destacamos, en orden cronológico a: Nicolás Copérnico, Galileo
Galilei, Johannes Kepler, Isaac Newton, Albert Einstein, con
éste último ya ingresamos al siglo XX.
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Los entes de la matemática son entes ideales. Pensemos en el
concepto de “triángulo”. El mismo está y estará siempre unido al
concepto de figura de tres lados, de manera que cada vez que me
represento un triángulo, no puedo dejar de representarme al mismo
tiempo, tres lados y tres ángulos, más allá de la particularidad que
estas constantes asuman, pues hay diferentes triángulos.
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racionalidad divina, cuando alcanza un saber enteramente
cierto, es decir, matemático, la razón humana iguala a la divina.
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se vuelve anti-intuitiva y matematizada: se trata de buscar en la
realidad física, química, biológica, pero después también en el
hombre y la sociedad y, en última instancia en todo el universo, las
fórmulas que permitan volver a los fenómenos calculables,
predecibles, controlables. Es el proyecto de una Mathesis
Universalis, cuya expresión culminante tal vez sea la célebre
fórmula einsteiniana E = m c² (La energía (E) es igual a la masa (m)
multiplicada por el cuadrado d la velocidad de la luz c2).
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De modo que el cuerpo y el espacio de los que habla Galileo no
son reales en absoluto, sino ideales, como lo son los objetos
de la matemática.
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inclinada de Pisa, allá por el 1589, cuando se desempeñaba como
profesor de matemáticas en la universidad.
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Los cuerpos no emplearon tiempos iguales en su caída, sino que
llegaron al suelo con un pequeñísimo intervalo, el más pesado
inmediatamente antes que el más liviano. No obstante esta mínima
diferencia, el resultado obtenido, sin embargo, refutaba a
Aristóteles, pues no había ninguna proporcionalidad entre las
diferencias de pesos y los tiempos de caída.
Los partidarios de la concepción aristotélica sostuvieron la hipótesis
de su maestro al mismo tiempo que aumentaron el recelo y la
desconfianza frente a la teoría de su adversario. Por su parte,
Galileo insistió con su teoría y afirmó más decididamente su
principio, es decir, que las velocidades de caída son idénticas,
puede haber una mínima diferencia pero se debe a que los cuerpos
no caen en el vacío.
¿Cómo es posible que ante un mismo hecho se produzcan
interpretaciones tan diferentes? Unos y otros “vieron” lo
mismo, pero no “comprendieron”, sin embargo, lo mismo.
¿Qué conclusión podemos extraer entonces de esta
divergencia? Pues que los hechos, por sí mismos, no bastan
para explicar nada, o bien, que pueden explicarlo todo. Y es
que los hechos adquieren sentido sólo cuando son
comprendidos en el contexto de sus relaciones con otros, es
decir, cuando son incorporados a un determinado esquema o
modo de ver las cosas, donde los hechos se inscriben y
ocupan su lugar. De modo que los hechos se vuelven
inteligibles cuando se los interpreta a la luz de un marco
teórico previo.
El experimento de la Torre de Pisa muestra que no hay hechos
crudos y mudos, sino más bien interpretaciones, modos de
comprender la corporeidad y el movimiento, en este caso, dos
modos opuestos de “ver” y “comprender” las cosas.
Unos y otros, pese a haber “visto” lo mismo, llegaron, sin
embargo, a conclusiones opuestas e irreconciliables.
Observaron lo mismo, pero no “comprendieron” lo mismo. Los
galileanos insistieron con la imposibilidad de extraer las leyes de la
observación de los hechos; los aristotélicos, en cambio, confirmaron
la influencia de la naturaleza propia del cuerpo en el movimiento.