Está en la página 1de 9

Mouffe, Chantal. 1.

Desconstrucción, pragmatismo y la política de la democracia, en


Desconstrucción y pragmatismo. Varios. Argentina, Paidós, 1998. pp. 13-33.

1. Desconstrucción, pragmatismo y la política de la democracia


Chantal Mouffe

Jacques Derrida y Richard Rorty están en el centro de muchas controversias y no


resulta sorprendente, dado que las implicancias de su obra socavan radicalmente las bases
últimas de la perspectiva racionalista hegemónica. No sorprende entonces que la
desconstrucción de Derrida y el nuevo pragmatismo de Rorty hayan sido repetidamente
desacreditados por los filósofos tradicionales. Sin embargo, esto no ha impedido que sus
libros ejerzan una enorme influencia; en realidad su impacto se ha sentido en todo el mundo.
Sin duda, sus perspectivas son muy diferentes pero el rechazo de una concepción
fundamentalista de la filosofía que comparten los coloca del mismo lado en gran número de
debates, especialmente aquellos que conciernen a la herencia del Iluminismo.
Derrida y Rorty están de acuerdo en rechazar el planteo de Habermas de que existe un
vínculo necesario entre universalismo, racionalismo y la democracia moderna y que la
democracia constitucional representa un momento en el desarrollo de la razón vinculado al
surgimiento de formas universalistas de ley y moralidad. Ambos niegan la viabilidad de un
punto de Arquímedes —como sería la Razón— que pueda garantizar la posibilidad de un
modo de argumentación que hubiera trascendido sus condiciones particulares de enunciación.
Sin embargo, su crítica del racionalismo y del universalismo no impide que estén
fuertemente comprometidos en la defensa del aspecto político del Iluminismo, el proyecto
democrático. Su desacuerdo con Habermas no es político sino teórico. Comparten su
compromiso con la política democrática, pero consideran que la democracia no necesita
fundamentos filosóficos y que no es a través de un basamento racional como pueden
fundamentarse sus instituciones.
Plantear la existencia de un territorio común entre Derrida y Rorty no impide el
reconocimiento de las importantes diferencias entre sus perspectivas. De lo que se trata es de
sugerir que puede suponerse un diálogo fructífero entre ellos a pesar de —o mejor debiera
decirse precisamente a causa de— estas diferencias. Éste fue el propósito del simposio que es
el origen de este volumen. Su objetivo fue indagar de qué manera la desconstrucción
derrideana y el pragmatismo rortiano podían contribuir a la elaboración de un pensamiento no
fundamentalista sobre la democracia. La idea fue —analizar sus puntos de convergencia tanto
como sus desacuerdos en este terreno específico, y discutir sus respectivas propuestas. En ese
sentido, invitamos a dos teóricos que contribuyeron a desarrollar la perspectiva
desconstructiva a través de líneas levemente distintas: Simon Critchley, que la complementó
con una apertura levinasiana a la experiencia ética del otro, y Ernesto Laclau, a quien se
propuso vincular la desconstrucción a la lógica de la “hegemonía”.

DESCONSTRUCCIÓN Y POLÍTICA

En el encuentro, estaban en juego varias cuestiones. Para empezar, tuvimos que


determinar la relevancia de la desconstrucción para la política. No se la podía dar por
supuesta y no constituía un punto secundario en la discusión. En realidad, mientras celebraba
la importancia de Derrida como un ironista abierto al mundo, Rorty negaba insistentemente
las implicancias políticas de su obra. De acuerdo con la distinción entre “ironista privado” y
“liberal público” que propone en Contingencia, ironía y solidaridad, Derrida debía ser
considerado un “ironista privado”. Su obra no tenía utilidad pública y nada podía aportar a la
vida política en una sociedad liberal.
Esta tesis fue analizada y rechazada por Simon Critchley, quien planteó revisar la
significación ética de la desconstrucción. Según Critchley, Derrida debe ser considerado
como un pensador público, y su obra, con su creciente énfasis en la justicia y la
responsabilidad, tiene importantes implicancias éticas y políticas. Por cierto, la concepción de
la justicia de Derrida como una “experiencia” de lo indecidible 1 no puede ser instaurada en el
espacio público, pero esto no significa que no tenga consecuencias para la política. Es la
rígida distinción de Rorty entre lo público y lo privado lo que no le permite ver la
complejidad de la trama entre las dos esferas y lo que lo lleva a denunciar cualquier intento
de articular la búsqueda de la autonomía individual con la cuestión de la justicia social.
Ernesto Laclau, por su parte, trajo al foro la relevancia para la política de dos
dimensiones de la desconstrucción: la indecidibilidad y la decisión. En su opinión, el tema
central de la desconstrucción es la producción político-discursiva de la sociedad. Mostrando
la indecidibilidad estructural de numerosas áreas de lo social, la desconstrucción revela la
contingencia de lo social, ampliando de esa manera el campo de la institución política. Es por
esto que resulta, ante todo, una lógica política. Al ser compatible con una variedad de
estrategias políticas, es particularmente importante para una teoría democrática pues permite
la radicalización de algunas de sus tendencias y argumentos. Para Laclau, la indecidibilidad,
y la decisión son constitutivas de la tensión que hace posible una sociedad política. Sin
embargo, argumenta que, para producir todos sus efectos políticos, la desconstrucción
requiere de una teoría de la hegemonía, es decir una teoría de la decisión tomada en un
terreno indecidible. Sólo la hegemonía puede ayudar a teorizar la distancia entre lo
estructuralmente indecidible y lo efectivamente existente.

EL NUEVO PRAGMATISMO DE RORTY

En relación con la versión de Rorty del pragmatismo, el tema de controversia no fue


su relevancia para la política, que nadie niega, sino la clase de utopía liberal y el tipo
fragmentario de organización social que promueve. Al insistir en la necesidad de mantener
completamente separados los espacios de lo privado y lo público y considerando a la política
únicamente en términos de lo pragmático, de los compromisos de corto plazo, ¿no está
perdiendo de vista una importante dimensión de la perspectiva democrática? ¿Puede un
reformismo de este tipo hacer justicia a la multiplicidad de luchas que reclaman una
radicalización del ideal democrático?
Critchley entró en tema con la aseveración de Rorty de que no hay manera de unir o
reconciliar los dominios de lo público y lo privado y debemos aceptar que tenemos dos
vocabularios finales e irreconciliables: uno en el que domina el deseo de la autocreación y la
autonomía y otro en el que lo que predomina es el deseo de comunidad. Cuando declara que
esos dos diferentes vocabularios funcionan en dos juegos de lenguaje diferentes, el de lo
privado y el de lo público, y que es peligroso confundir su campo de aplicación, Rorty nos
priva del rico potencial crítico abierto por ironistas públicos como Nietzsche y Foucault. Más
aún, se pregunta Critchley, ¿acaso una distinción del ser entre ironista y liberal no crea las
condiciones para el cinismo político?

1
Es importante expresar que Critchley se refiere a la concepción de justicia de Derrida como una “experiencia
de lo indecidible” y no como una experiencia de lo “inexperienciable”, como dice Rorty en su respuesta a
Critchley. Son dos cosas bastante distintas.
Según Laclau, es sólo en un mundo racionalista —claramente contrario a las premisas
antifundamentalistas de Rorty— que las exigencias de autorrealización y las de la solidaridad
humana pueden diferenciarse nítidamente. En su opinión, la distinción público/privado,
importante como es para la política democrática, no resulta esencial. Debe ser
problematizada y considerada como una frontera inestable continuamente atravesada, en la
que la autonomía personal incorpora planteos públicos y lo privado se politiza cada vez más.
Por lo tanto, no hay razón para oponer de forma tan drástica las exigencias privadas de
autocreación y las públicas de solidaridad humana.
Criticar la política de Rorty no significa, empero, que debamos renunciar al
pragmatismo. Aun insatisfecho con la política liberal fragmentaria defendida por Rorty,
Laclau señala que no está convocando a un rechazo de la perspectiva pragmática. En realidad,
expresa su acuerdo con varios aspectos del planteo rortiano que, dice, es compatible con
diferentes tipos de política. Las premisas pragmáticas no llevan necesariamente al tipo de
liberalismo preferido por Rorty y pueden, por ejemplo, articularse con una perspectiva
radicaldemocrática.
A pesar de que sus argumentos no alcanzan para convencer a Rorty, me parece que
tanto Critchley como Laclau presentan, aun por caminos diferentes, una convincente
demostración de la importancia de la desconstrucción para la política. Sin embargo, sus opi-
niones no son completamente convergentes. Ambos concuerdan en que un argumento
vinculado a la indecidibilidad estructural no puede proveer, dentro o fuera de ella, ninguna
fundamentación positiva a una decisión, y que se requiere algo más. Pero sus posiciones
difieren en cuanto a la clase de complemento que se necesita. Hay algo más encontrado por
Critchley en una fundamentación ética a través de la perspectiva levinasiana: la apertura
radical al otro es una experiencia primaria de la cual pueden derivarse contenidos normativos.
Por el contrario, para Laclau, este momento de casi fundamentación (la decisión) es algo
parecido a una autofundamentación que es, empero, radicalmente contingente; apunta en este
sentido a una primacía de la política más que de la ética y a una teoría de la “hegemonía”
como un puente entre la indecidibilidad y la decisión.

DEMOCRACIA Y RACIONALIDAD

Un punto en el que hubo acuerdo fue que, a pesar del hecho de ser imposible derivar
un tipo único de política tanto de la desconstrucción como del pragmatismo, ambas
perspectivas pueden proveer importantes visiones para la política democrática.
Creo que Rorty es más útil cuando critica las pretensiones de los filósofos de
inspiración kantiana como Habermas, quien trata de encontrar un punto de vista que esté por
encima de la política y que garantice la superioridad de la democracia. Seguramente tiene de-
recho a afirmar: “Deberíamos abandonar la vana tarea de buscar premisas neutras
políticamente, premisas que puedan justificarse para cualquiera, de las cuales inferir una
obligación de adherir a la política democrática”. 2 Según Rorty, debemos saber que nuestros
principios democráticos y liberales definen un único juego de lenguaje posible entre otros. Es
entonces inútil buscar argumentos a su favor que no sean “contexto-dependientes” tratando
de protegerlos de otros juegos de lenguaje político.
En oposición a Apel y Habermas, Rorty sostiene que no es posible derivar una
filosofía moral universal de la filosofía del lenguaje. Para él no hay nada en la naturaleza del
lenguaje que pueda servir de base para justificar, ante toda audiencia posible, la superioridad
2
Rorty, Richard: “Sind Aussagen universelle Geltungsanspruche?”, Deutsche Zeitschrift für Philosophie, n° 6,
1994, pág. 986.
de la democracia liberal. Insiste en que considerar los avances de la democracia como si
estuvieran vinculados a los progresos de la racionalidad no es útil, y que debemos dejar de
presentar a las instituciones de las sociedades liberales occidentales como si ofrecieran la
solución racional al problema de la coexistencia humana; como la solución que otros pueblos
habrán de adoptar necesariamente cuando dejen de ser “irracionales”. En su opinión, lo que
está en juego aquí nada tiene que ver con la racionalidad, sino que es una cuestión de creen-
cias compartidas. Considerar irracional a una persona en este contexto, sostiene, “no es decir
que no está usando sus facultades mentales adecuadamente. Es sólo decir que no parece
compartir suficientes creencias y deseos con uno como para poder conversar con ella sobre
un asunto fructífero. Entonces, hay que usar más la fuerza que la persuasión”.3
En esta perspectiva, la acción democrática no requiere de una teoría de la verdad y de
nociones como incondicionalidad y validez universal, sino más bien de una variedad de
prácticas y movimientos pragmáticos destinados a persuadir a la gente de que amplíe el
espectro de su compromiso con los demás, de que construya una comunidad más inclusiva.
Para Rorty, el avance de la democracia se produce más a través de la sensibilidad y la
simpatía que por medio de la racionalidad y el discurso moralista universal. Ése es el motivo
por el que considera que libros como La cabaña del Tío Tom han desempeñado un papel más
importante que los tratados filosóficos en promover el progreso moral.
Ésta es, por cierto, una manera más alentadora de pensar en la política democrática, y
comparto la convicción de Rorty de que es tiempo de “separar al liberalismo iluminista del
racionalismo iluminista”.4 En la coyuntura actual, caracterizada por un creciente rechazo a la
democracia, es particularmente importante comprender cómo se puede establecer una fuerte
adhesión a los valores e instituciones democráticas, y que el racionalismo constituye un
obstáculo para esta comprensión. Es necesario darse cuenta de que los valores democráticos
no han de extenderse ofreciendo sofisticados argumentos racionales ni a través de la
construcción de exigencias de verdad que trasciendan el contexto sobre la superioridad de la
democracia liberal. La creación de formas de la individualidad es un complejo proceso que
tiene lugar a través de una diversidad de prácticas, discursos y juegos de lenguaje.
Hay algo en lo que el pragmatismo rortiano, con la importancia que otorga a los
vocabularios compartidos, puede ayudarnos a comprender mucho mejor que las teorías
morales universalistas y racionales. Al poner énfasis exclusivamente en los argumentos
necesarios para asegurar la legitimidad de las instituciones liberales, la filosofía política y
moral más reciente ha estado formulando la pregunta equivocada. El verdadero camino no es
encontrar argumentos para justificar la racionalidad o universalidad de la democracia liberal
que la puedan volver aceptable a cualquier persona racional o razonable. Los principios
democrático-liberales sólo pueden defenderse de un modo contextualista, como constitutivos
de nuestra forma de vida, y no debemos intentar fundamentar nuestro compromiso con ellos
en algo supuestamente seguro. Para conseguir lealtad y adhesión a esos principios, lo que se
necesita es la creación de un ethos democrático. Tiene que ver con la movilización de
pasiones y sentimientos, la multiplicación de prácticas, instituciones y juegos de lenguaje que
provean la condición de posibilidad de los sujetos democráticos y formas democráticas de
voluntad.
La mayoría de los teóricos liberales están condenados a obviar la relevancia de este
tipo de reflexión, pues operan con una concepción metafísica que ha considerado al individuo
como previo a la sociedad, como poseedor de derechos naturales, maximizador de la utilidad

3
Rorty, Richard: “Justice as a Larger Loyalty”, paper presentado en la Séptima Conferencia de Filósofos Este-
Oeste, Universidad de Hawai, enero de 1995, mimeografiado, pág. 20.

4
Ibíd., pág. 22.
o sujeto racional —según la rama del liberalismo que se siga— pero, en todo caso, como
aislado de las relaciones sociales, de poder, lenguaje, cultura y de todo el conjunto de
prácticas que hacen posible la acción. En realidad, lo que está dejado de lado en todas estas
perspectivas es la crucial pregunta de cómo es posible el funcionamiento democrático; de
cuáles son las condiciones de existencia del sujeto liberal-democrático.
Contra el tipo de liberalismo que busca una justificación racional y universal, y que
cree que las instituciones democráticas serán más estables si puede probarse que fueron
elegidas por individuos racionales bajo el velo de la ignorancia o en una situación de
comunicación no distorsionada, el pragmatismo de Rorty nos recuerda los límites de los
planteos de la razón. Al obligarnos a pensar en términos de prácticas, nos lleva a enfrentar los
verdaderos problemas que deben ser abordados en función de acrecentar la ciudadanía
democrática.

FILOSOFÍA, POLÍTICA Y DEMOCRACIA

Sin embargo, una vez que se ha tomado cuenta de la importante contribución de


Rorty, también se necesita señalar los inconvenientes de su perspectiva. Al igual que
Critchley y Laclau, tengo serias reservas con respecto a su utopía liberal y los peligros de
complacencia que ésta implica. Deseo sugerir que los problemas centrales subyacen en el
hecho de que Rorty no percibe la complejidad de la política y que esto está ligado a su
reticencia a cualquier investigación teórica en el terreno de lo político. Para él, la política es
una cuestión de lo pragmático, de reformas de corto plazo y de compromisos.5 Algo para
discutir en términos triviales y familiares.
En su opinión, los enemigos de la felicidad humana son codiciosos, perezosos e
hipócritas y no se requiere de profundos análisis para comprender cómo pueden ser
eliminados. A lo que “nosotros los liberales” debemos tender es a crear el consenso más
amplio posible entre la gente acerca de la valía de las instituciones liberales. Lo que se
necesita es una mayor dosis de liberalismo —al que define en términos de promover la
tolerancia y minimizar el sufrimiento— y un creciente número de sociedades liberales. La
política democrática es sólo cuestión de permitir que un creciente número de personas se
cuenten como miembros de nuestro “nosotros” moral y conversacional. Al igual que su héroe
John Dewey, la comprensión de Rorty de los conflictos sociales es limitada porque es incapaz
de acceder a las implicancias del valor del pluralismo y aceptar que el conflicto entre valores
fundamentales no puede resolverse jamás. Tiene la esperanza de que con el crecimiento
económico y el desarrollo de actitudes más tolerantes podrá establecerse finalmente la
armonía.
Es por esta razón que no puede ver la utilidad de esa especie de reflexión cuasi-
trascendental desplegada por Derrida en torno de la “infraestructura”. Para él, nociones
derrideanas como “suplementariedad”, “arqui-rastro”, “différance”, “iterabilidad” y “señal”
no tienen relevancia alguna para la política democrática. Si nos permitimos tomar distancia
de ese cuestionamiento metafísico, el pragmatismo, o al menos así lo cree Rorty, nos provee
un punto de partida desde el cual acceder al contacto con las verdaderas cuestiones de la
política.
Pero una cosa es afirmar que la democracia no puede tener —y no necesita—
fundamentos filosóficos, y otra bastante distinta es rechazar la utilidad de cualquier tipo de
reflexión filosófica y creer que nada se obtiene con una indagación en la naturaleza de la
democracia y que podemos prescindir de ella. Cualquier concepción de la democracia
5
Rorty, Richard, “Notas sobre Desconstrucción y Pragmatismo”, en este volumen, pág. 35.
política, incluso una tan antifilosófica como la defendida por Rorty, implica necesariamente
una comprensión de la naturaleza de la política. También implica el privilegiar uno de los
varios sentidos de un concepto tan discutido como el de “democracia”. No es un territorio
neutral, supuestamente incontaminado por la filosofía, del cual poder hablar.
Extrañamente, cuando se analizan las presuposiciones implícitas sobre política y
democracia en Rorty, se lo encuentra —con su insistencia en el diálogo y la conversación—
más afín a Habermas de lo que podría esperarse. Ambos, por ejemplo, se refieren al progreso
moral y político en términos de universalización del modelo democrático liberal. La
diferencia consiste en el hecho de que, mientras Habermas cree que un proceso semejante
habrá de tener lugar a través de la argumentación racional y que requiere de argumentos con
premisas transculturalmente válidas a favor de la superioridad del liberalismo occidental,
Rorty sostiene sus expectativas en la persuasión y en el progreso económico. Dado que para
él la democracia es básicamente una cuestión de que la gente se vuelva “mejor” con los
demás y se comporte de una manera más tolerante, imagina que todo depende de que las
personas tengan condiciones de existencia más seguras y que compartan más creencias y
deseos con los demás. De allí su convicción de que a través del crecimiento económico y el
tipo adecuado de “educación sentimental” puede construirse un amplio consenso a favor de
las instituciones liberales.
La diferencia básica entre las dos perspectivas concierne a los diferentes caminos que
consideran para la creación del consenso liberal. Por ejemplo, Rorty declara que “La
justificación pragmática de la tolerancia, la libre investigación y la búsqueda de una
comunicación sin interferencias sólo puede tomar la forma de una comparación entre
sociedades que ejemplifiquen esos hábitos y otras que no lo hagan, dejando caer la sugerencia
de que nadie que hubiera experimentado ambas preferiría la última”. 6 Queda claro, entonces,
que lo que encuentra insatisfactorio en Habermas no es su búsqueda de una comunicación sin
interferencias sino la manera en que trata de alcanzarla.
Por supuesto, no es ésta una cuestión menor y ya he señalado que encuentro más
adecuada la perspectiva de Rorty. El problema, en mi opinión, reside en lo que comparte con
Habermas o, debería decir, en lo que falta en ambos. En realidad, ninguno de los dos es capaz
de comprender el papel crucial del conflicto y la central función integradora que desempeña
en una democracia pluralista. Éste es el motivo por el que terminan proponiendo lo que puede
llamarse una visión “consensual” de la democracia.
Lo que eluden con ese movimiento es una dimensión muy importante de la
democracia política. En realidad, la especificidad de la democracia liberal como una nueva
forma política de sociedad consiste en la legitimación del conflicto y el rechazo a eliminarlo
por medio de la imposición de un orden autoritario. Una democracia liberal es sobre todo una
democracia pluralista. Su novedad reside en su comprensión de la diversidad de concepciones
sobre el bien, no como algo negativo que debe ser suprimido sino como algo para ser
valorado y celebrado. Esto requiere de la presencia de instituciones que establezcan una
dinámica específica entre consenso y disenso. Por supuesto, el consenso es necesario, pero
debe limitarse a las instituciones que son constitutivas del orden democrático. Una demo-
cracia pluralista necesita también dar lugar a la expresión del disenso y a los valores e
intereses en conflicto. Y esto no debe verse como un obstáculo temporario en el camino hacia
el consenso, dado que con su ausencia la democracia dejará de ser pluralista. Ése es el motivo
por el cual la democracia política no puede plantearse siempre la armonía y la reconciliación.
Creer que es eventualmente posible una resolución final del conflicto, incluso cuando es

6
Rorty, Richard, Objectivity, Relativism and Trutb, Cambridge, Cambridge University Press, 1991, pág. 29.
[Trad. cast.: Objetividad, relativismo y verdad, Barcelona, Paidós, 1996.]
considerado con un acercamiento asintomático a la idea reguladora de comunicación libre y
sin restricciones, como en Habermas, es poner en riesgo el proyecto de democracia pluralista.
En realidad, no se puede tomar seriamente la existencia de una pluralidad de valores
legítimos sin reconocer que van a entrar en conflicto. Y este conflicto no puede visualizarse
simplemente en términos de intereses en competencia que pueden ser resueltos y acomodados
sin ninguna forma de violencia. Muchos conflictos son antagónicos porque tienen lugar entre
interpretaciones enfrentadas de los valores ético-políticos comprendidos en las instituciones
democrático-liberales. El progreso de la democracia, pace Rorty, jamás tendrá la forma de
una evolución suave y progresiva en la que “nosotros, los liberales”, seamos cada vez más
numerosos y más inclusivos cuantos más derechos sean reconocidos. Los derechos entrarán
en conflicto y no podrá existir ninguna vida intensamente democrática sin una verdadera
confrontación democrática entre los derechos en conflicto y sin un desafío a las relaciones de
poder existentes.
La política, en especial la política democrática, no puede nunca superar el conflicto y
la división. Su objetivo es establecer la unidad en un contexto de conflicto y diversidad; está
ocupada en la formación de un “nosotros” en oposición a un “ellos”. Lo específico de la
democracia política no es la superación de la oposición ellos/nosotros sino la manera
diferente en que es manejada. Éste es el motivo por el cual comprender la naturaleza de la
política democrática requiere adecuarse a la dimensión del antagonismo presente en las
relaciones sociales.
Esta dimensión antagonística —que he propuesto designar como lo político 7— es
precisamente lo que la perspectiva del consenso es incapaz de comprender. La distinción es
despreciada por racionalistas como Habermas, dado que su concepción de la democracia debe
postular la viabilidad de un consenso sin exclusiones, en realidad un consenso que sea
expresión de una acuerdo racional y que pueda eliminar por completo el antagonismo. Es
también dejada de lado por otros como Rorty (aunque también es cierto para Rawls), dado
que su fuerte separación entre lo público y lo privado los lleva a la equivocada creencia de
que los desacuerdos deben ser relegados a lo privado y debe crearse un consenso
sobreimpuesto en la esfera pública. En ambos casos, el resultado es el mismo: una concep-
ción de la sociedad democrática bien ordenada supuestamente libre de antagonismos y sin
exclusiones —en otras palabras, la ilusión de que es posible establecer un “nosotros” que no
implique la existencia de un “ellos”.

DESCONSTRUCCIÓN Y DEMOCRACIA
Este privilegiar el “consenso” con las diferentes formas que adopta habitualmente en
las numerosas versiones de “democracia deliberativa” representa, en mi opinión, una seria
equivocación acerca de la naturaleza de la democracia. Ese es el motivo por el que una
perspectiva como la de la desconstrucción, que revela la imposibilidad de establecer un
consenso sin exclusión, es de fundamental importancia para comprender lo que está en juego
en la política democrática. Dado que nos previene contra la ilusión de que la justicia puede
ser instanciada en las instituciones de cualquier sociedad, la desconstrucción nos obliga a
mantener viva la exigencia de democracia. Señalando la inerradicabilidad del antagonismo,
nociones como las de indecidibilidad y decisión no sólo son fundamentales para la política,
como señala Laclau, sino que proveen también el verdadero terreno en el que puede
formularse una política democrática pluralista.
Como lo expresa Derrida, sin tomar en cuenta rigurosamente a la indecidibilidad es
imposible pensar los conceptos de decisión política y de responsabilidad ética. La
indecidibilidad no es un momento que pueda ser atravesado o superado, y los conflictos del
7
Véase a este respecto Mouffe, Chantal: The Return of The Political, Londres, Verso, 1993.
deber son interminables. Jamás podré quedar satisfecho de haber hecho una buena elección,
dado que una decisión a favor de una alternativa se hace siempre en detrimento de otra. Es en
este sentido que puede decirse que la desconstrucción está “hiperpolitizada”. La politización
no cesa nunca, dado que la indecidibilidad sigue habitando la decisión. Cada consenso
aparece como la estabilización de algo esencialmente inestable y caótico. El caos y la
inestabilidad son irreductibles pero, como lo señala Derrida, esto implica a la vez un riesgo y
una posibilidad, dado que una estabilidad permanente implicaría el fin de la política y de la
ética.
Si Rorty comparte con Habermas una opinión sobre la política que pone gran énfasis
en el consenso, la problematización desconstructiva de la propia idea del consenso se
ensambla con varios aspectos de la perspectiva de Stanley Cavell. En su crítica de John
Rawls en las conferencias de Carus, por ejemplo, Cavell señala que la descripción de Rawls
de la justicia omite una dimensión muy importante en lo que tiene lugar cuando establecemos
las exigencias que se nos hacen en nombre de la justicia en situaciones en las que lo que está
en cuestión es el grado de acuerdo de la sociedad con su ideal. Está en desacuerdo con la
aseveración de Rawls de que “Aquellos que expresan resentimiento deben estar preparados
para mostrar por qué ciertas instituciones son injustas y cómo los han perjudicado otras”. 8
Según la opinión de Rawls, si son incapaces de hacerlo, podemos considerar que nuestra
conducta está más allá de todo reproche y dar por terminada la conversación sobre la justicia.
Pero, pregunta Cavell, “¿qué pasaría si hay un reclamo de justicia que se expresa no en el
sentido de haber perdido en una lucha desigual aunque limpia, sino en el de haber sido
excluido desde el comienzo?”.9 Dando como ejemplo la situación de Nora en Casa de
muñecas, la obra de Ibsen, muestra cómo la privación de una voz en la conversación de la
justicia puede resultar obra del propio consenso moral. Impulsa a darse cuenta de que poner
fin a una conversación es siempre una elección personal, una decisión que no puede
presentarse simplemente como una mera aplicación de procedimientos y justificarse como el
único movimiento posible en esas circunstancias. Por supuesto, una decisión así puede
justificarse en ciertos casos pero jamás debemos rechazar el asumir la responsabilidad por
nuestra decisión invocando la dirección de principios o reglas generales.
Si Rawls tuviera que tomar seriamente la objeción de Cavell, deberíamos abandonar
la idea de que la justicia pueda instanciarse alguna vez en una sociedad bien ordenada. Pero,
lamentablemente, su escrito reciente no ha seguido ese camino y la distinción que establece
ahora entre “simple pluralismo” y “pluralismo razonable” va en la dirección opuesta. En
realidad, le permite excluir de la conversación sobre la justicia a todos aquellos que no
acuerdan con las premisas liberales, mientras presenta esta decisión política como una
exigencia moral, producto del “libre ejercicio de la razón pública democrática”. Una forma
aún más drástica de silenciar la voz de aquellos que no están de acuerdo con el consenso
dominante y permitir la posibilidad de que los liberales se sientan “más allá de todo
reproche”. 10
Cuando aceptamos que todo consenso existe como un resultado temporario de una
hegemonía provisional, como una estabilización del poder, y que siempre implica alguna

8
Rawls, John: A Theory of Justice, Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1971, pág. 533.
9
Cavell, Stanley: Conditions Handsome and Unhandsome, Chicago, Chicago University Press, 1990, pág.
xxxviii.
10
10. La distinción entre “simple pluralismo” y “pluralismo razonable” es elaborada por Rawls en Political
Liberalism, Nueva York, Columbia University Press, 1993. Para una crítica detallada de sus implicancias, véase
Mouffe, Chantal: “Democracy and Pluralism: A Critique of the Rationalist Approach”, Cardozo Law Review,
vol. 16, n° 5, marzo de 1995.
forma de exclusión, podemos empezar a considerar a la política democrática en una forma di-
ferente. Una perspectiva democrática que, gracias a las percepciones de la desconstrucción,
es capaz de conocer la real naturaleza de las fronteras y reconocer las formas de exclusión
que esconden, en vez de tratar de disfrazarlas bajo el velo de la racionalidad o la moral, nos
puede ayudar a pelear contra los peligros de la complacencia. Dado que no se le escapa el
hecho de que la diferencia es la condición de posibilidad para constituir la unidad y la
totalidad, al mismo tiempo que provee los límites esenciales, esta perspectiva puede
contribuir a subvertir la tentación siempre presente en las sociedades democráticas de
naturalizar sus fronteras y esencializar sus identidades. Por esa razón, un proyecto de
“democracia radical y plural” realizado por desconstrucción será más receptivo a la
multiplicidad de voces que abarca una sociedad pluralista y a la complejidad de la estructura
de poderes que implica esta red de diferencias. En realidad, será capaz de comprender que la
especificidad de la democracia moderna y pluralista no reside en la ausencia de opresión y
violencia sino en la presencia de instituciones que permite que esos aspectos sean limitados y
rechazados. Y, por lo tanto, será más adecuado preguntarse cómo pueden multiplicarse y
mejorarse esas instituciones.
La política democrática no puede realizarse sin reflexión filosófica, porque para poder
comprender su propia dinámica necesita deducir todas las consecuencias del hecho de que el
poder y el antagonismo no son erradicables. Pero es justamente esto lo que resulta imposible
cuando algunas exclusiones son presentadas como la expresión del “libre ejercicio de la razón
pública”. De aquí la importancia de la perspectiva desconstructiva y su superioridad sobre
todos aquellos que se aferran al consenso. Para poder impedir la clausura del espacio
democrático, es vital abandonar cualquier referencia a la posibilidad de un consenso que,
dado que se fundamentaría en la justicia o en la racionalidad, no podría ser des estabilizado.
Creer en la posibilidad de un consenso semejante, aun cuando sea concebido como una “tarea
infinita”, es postular que el objetivo de una sociedad democrática es la armonía y la
reconciliación. En otras palabras, es transformar el ideal pluralista y democrático en un “ideal
autorrefutado”, dado que el propio momento de su realización coincidiría con el de su
destrucción. Como condiciones de posibilidad de la existencia de una democracia pluralista,
los conflictos y el antagonismo constituyen al mismo tiempo la condición de imposibilidad de
su desaparición final. Éste es el “doble vínculo” que devela la desconstrucción. Ése es el
motivo por el cual, en palabras de Derrida, la democracia siempre estará “por llegar”,
atravesada por la indecidibilidad y manteniendo para siempre abierto su elemento de
promesa.

También podría gustarte