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Miércoles de la V semana de Pascua.

La vida nueva es la vida «en el Espíritu Santo», es decir, la salvación consiste


en vivir a impulsos del Espíritu de Jesús que, al mismo tiempo, dilata el
horizonte de la libertad y conduce a vivir y a convivir en el empeño por amar
como Dios mismo, siguiendo los pasos de Jesús.

La estrechez de horizonte, debida a la educación y a la cultura, obstaculiza la


visión y la búsqueda del ideal de Jesús. La fe cristiana no está atada a ningún
culto anterior ni a ninguna cultura previa, porque ella genera un culto propio
y transforma en su raíz las culturas. Esta apertura radical es la que hace
posible la alegría de ver cómo nuevos pueblos, lenguas y culturas dan fe a la
buena noticia del Señor, porque ese hecho muestra la universalidad y la
eficacia del amor de Dios.

A dónde lleva ese éxodo al cual Jesús invitó a sus discípulos, es un


interrogante que tiene una respuesta sugerente en el evangelio: a la
comunidad cristiana, germen de la humanidad del futuro, que está «fuera»
del «mundo», no en sentido local, sino espiritual. La comunidad se presenta,
así, como la nueva tierra prometida que da respuesta al anhelo humano de
una alternativa al mundo injusto. Jesús recurre a una metáfora (la vid y los
sarmientos), la desarrolla y la convierte en una alegoría, logrando así una
vivaz explicación.

1. Primera lectura (Hch 15,1-6).

Luego de la prolongada y grata estancia de Pablo y Bernabé en Antioquía,


donde no se dice que enseñaran, sino simplemente se indica que convivieron
«con los discípulos», es decir, disfrutaron la vida en comunidad (14,28),
aconteció la llegada de «unos que habían bajado de Judea» (15,1), los que,
visiblemente, llegaron a perturbar la paz de la comunidad.

Esos discípulos de origen judío y muy apegados a sus tradiciones se


muestran en desacuerdo con la admisión de los paganos sin exigirles la
circuncisión y la observancia de la Ley de Moisés. No se los llama
«cristianos», porque estos no han renunciado a su exclusivismo. Los
«cristianos» de Antioquía sienten una fuerte presión con esa exigencia de
circuncidarse (incorporarse al pueblo judío) y de someterse a la Ley de
Moisés.
Pablo y Bernabé, cada uno por su lado, defienden la apertura a los paganos.
La animadversión se dirige ante todo contra Pablo, que es considerado el
gran traidor. La determinación es que los dos suban a «consultar» en
Jerusalén (el códice Beza dice que deben subir a ser juzgados). Esto deberá
hacerse «con algunos más de ellos» ante «los apóstoles y los responsables
(πρεσβυτέρους)». La comunidad de Antioquía financió ese viaje de
«consulta» («juicio»). Pero la delegación no dio muestras de afán por llegar a
Jerusalén. Primero visitó a los cristianos de Fenicia (que engloba Galilea) y
Samaría, a quienes les habló de la conversión de los paganos, de lo cual ellos
–también «paganos»– se alegraron mucho.

Pero en Jerusalén fueron más cautelosos, solo notificaron «lo que Dios había
hecho con ellos», sin hacer referencia a la exención de los paganos de
observar la Ley de Moisés. Fueron recibidos por «la comunidad, los apóstoles
y los responsables»; y no hubo manifestación alguna de alegría El espíritu
fariseo, que ya se había metido en la comunidad, exige que los paganos se
hagan judíos (se circunciden) y que observen la Ley de Moisés, porque –
según ellos– no basta con que crean en Jesús para heredar la promesa de
salvación.

En ese clima polarizado se realiza el examen de tan trascendental cuestión


para el futuro de la misión. Sutilmente, Lucas deja ver una anomalía: la
recepción estuvo a cargo de la comunidad, de los apóstoles y de los
responsables. Pero el examen del asunto solo lo harán «los apóstoles» –
encabezados por Pedro– y «los responsables» –encabezados por Santiago–,
sin la participación de «la comunidad». En definitiva, se enfrentan dos
pareceres: el de «los apóstoles», los que habían recibido el Espíritu Santo, y
el de los «responsables» o «ancianos» (πρεσβύτεροι), funcionarios con
cargos administrativos (no confundir con los actuales «presbíteros» de la
Iglesia). Se advierte que los dos grupos son distintos: los «apóstoles» estarán
representados por Pedro; los «ancianos», por Santiago. La comunidad se
limitará a aprobar la parte operativa posterior (cf. v. 22).

2. Evangelio (Jn 15,1-8).

En el AT «la vid» («viña») era símbolo del pueblo de Dios. Al decir que él es
la vid «verdadera» da a entender que Israel ya no es el pueblo de Dios, y que
el pueblo verdadero deriva de él su existencia, no de una raza ni de una
institución, sino de la unión vital con él (fe). Y esto es así por decisión del
Padre. Así que a quien no produzca los mismos «frutos» que él, el Padre no
lo respalda («lo corta»: corta esa relación), y al que los produzca, el Padre lo
«limpia» a fin de que produzca más. Lo que «limpia» es el mensaje de Jesús.
Por eso, la condición para producir fruto es la permanente unión con él, así
como el sarmiento unido a la vid produce fruto. El «fruto» es a la vez
metáfora: a) del crecimiento personal y comunitario –internamente– y b) de
la expansión de la comunidad –hacia su exterior–, o sea, la vida, la
convivencia y la misión universal. La unión es recíproca: Jesús da su vida y el
grupo produce fruto; sin él, no habrá amor verdadero al ser humano, ni
tampoco se daría el auténtico fruto, porque solo él comunica el Espíritu
Santo, que los habilita para crecer en lo personal y comunitario y expandirse
en perspectiva universal.

Lo dicho en relación con el Padre vale en relación con Jesús («Yo soy la
vid…»). Entre ellos («sarmientos») y él («vid») circula una misma vida (savia:
Espíritu), que produce «mucho fruto». Quien se salga de esa comunidad de
vida, muere («se seca»), sentencia contra sí mismo («fuego») y se destruye
(«arder»). Tras una muerte en vida, termina en la muerte definitiva. La
fidelidad a Jesús y a sus exigencias de amor tiene como garantía el
compromiso de Jesús con los suyos a favor de la humanidad. Al pedir, hacen
reconocimiento de que la vida-Espíritu procede de él, y buscan estrechar
más la unión de la comunidad con él. Están identificados con él en la
realización del designio del Padre, por eso su apoyo es irrestricto («pidan lo
que quieran»). Esta actividad a favor de la humanidad, como la de Jesús,
manifiesta visiblemente la gloria (el amor-Espíritu) del Padre. La gloria del
Padre no es un elogio dirigido a él, sino el amor a la humanidad.

El fruto maduro de la obra de Jesús son los hombres nuevos y la nueva


humanidad, es decir, los que han nacido de nuevo, del agua y del Espíritu, y
han formado comunidades en las que desde ya se vive el reinado de Dios
Padre. Ese hecho, sobrehumano y sencillo, marca un giro en la historia: Dios
interviene para recrear el mundo, liberarlo y salvarlo por medio de Jesús. En
eso consiste la misión que el Padre le encargó y que él les confió a los suyos
(cf. Jn 20,21; Hch 1,8).

Esta es la alternativa de Jesús al mundo opresor: comunidades de amor


unidas a él, que, con la fuerza de su Espíritu van produciendo nuevas
comunidades de la misma naturaleza (los gajos de uvas de la vid son una
metáfora apropiada de las nuevas comunidades cristianas). Esto es posible
en la medida en que crece el discípulo en el amor universal y se da a todos,
como su maestro.

Por eso es necesario ir superando el particularismo excluyente que se


atrinchera a menudo en las comunidades con ingeniosos pretextos para
justificar la auto-referencialidad y el encierro en sus estrechos confines. Lo
que nos hace «católicos» no es el uso de un adjetivo –a veces con ánimo
sectario– sino la efectiva apertura que da testimonio del amor universal del
Padre.

La eucaristía nos comunica la vida del Señor para que nosotros crezcamos y
maduremos en la misión, produciendo nuevas comunidades de gente unida
a Jesús por el mismo Espíritu-amor.

Feliz miércoles.

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