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Sin el amor que brota del Espíritu Santo, la comunidad cristiana sería
imposible, y la misión un sueño irrealizable. Por esto, el Espíritu es el «alma»
de la Iglesia y de la misión. Él crea y renueva las condiciones para que la
obra de Jesús se prolongue tanto en el tiempo como en el espacio.
• La carta escrita,
• La delegación formal, y
• «No imponer más cargas» (opinión de Pedro, guiado por el Espíritu Santo),
• Igualdad: los eleva a su nivel. Al lavarles los pies, les reconoció la condición
de «señores», sin dejar de ser él «el Señor». Él es libre y los hace igualmente
libres.
• Uvas dulces: metáfora de felicidad (no uvas agrias o amargas: cf. Isa 5,2),
• Productoras de vino: símbolo del amor nupcial (Cant 1,2; 4,10: amor de la
alianza).
En la eucaristía presentamos el vino que nos dio Dios, «fruto de la vid y del
trabajo del hombre», que será el signo sacramental de la sangre (Espíritu)
del Señor, derramada para el perdón de los pecados de todos. Esa sangre
circula a través de nosotros y no debe detenerse en nosotros, ya que está
destinada a todos.
Ordinariamente se escucha que «la sangre de Cristo tiene poder», y esto hay
que entenderlo en la perspectiva del Nuevo Testamento. En este, el término
«poder» (κράτος) nunca se predica del Jesús histórico (evangelios), pero sí
del Señor resucitado. Sin embargo, en este caso, se refiere a su capacidad
de dar vida, de anular la muerte, no a una supuesta licencia para imponerse
sobre los demás. La «sangre» de Cristo es el Espíritu Santo, que no domina,
pero que sí infunde libertad y la vida indestructible del Señor resucitado,
vida a la cual nos abrimos de corazón con el «amén» con el que celebramos
y comemos el pan de la eucaristía.
Feliz viernes.