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HISTORIA Y SIGNIFICADO DE LA CUARESMA

DESARROLLO HISTÓRICO
En los primeros años de la Iglesia, la duración de la Cuaresma variaba. Finalmente alrededor del
siglo IV se fijó su duración en 40 días. Es decir, que ésta comenzaba seis semanas antes del
domingo de Pascua. Por tanto, un domingo llamado, precisamente, domingo de cuadragésima.
En los siglos VI-VII cobró gran importancia el ayuno como práctica cuaresmal, presentándose un
inconveniente: desde los orígenes nunca se ayunó en domingo por ser día de fiesta, la celebración
del Día del Señor. ¿Cómo hacer entonces para respetar el domingo y, a la vez, tener cuarenta días
efectivos de ayuno durante la cuaresma?
Para resolver este asunto, en el siglo VII, se agregaron cuatro días más a la cuaresma, antes del
primer domingo, estableciendo los cuarenta días de ayuno, para imitar el ayuno de Cristo en el
desierto. (Si uno cuenta los días que van del Miércoles de Ceniza al Sábado Santo y le resta los seis
domingos, le dará exactamente cuarenta). Así la Iglesia empezó la costumbre de iniciar la Cuaresma
con el Miércoles de Ceniza, costumbre muy arraigada y querida por el pueblo cristiano.

¿QUÉ ES LA CUARESMA?
Es el tiempo litúrgico de conversión, que marca la Iglesia para prepararnos a la gran fiesta de la
Pascua. Es tiempo para arrepentirnos de nuestros pecados y de cambiar algo de nosotros para ser
mejores y poder vivir más cerca de Cristo.
La Cuaresma dura 40 días; comienza el Miércoles de Ceniza y termina antes de la Misa de la Cena
del Señor del Jueves Santo. A lo largo de este tiempo, sobre todo en la liturgia del domingo,
hacemos un esfuerzo por recuperar el ritmo y estilo de verdaderos creyentes Viviendo la Cuaresma
como hijos de Dios.
El color litúrgico de este tiempo es el Morado que significa luto y penitencia. Es un tiempo de
reflexión, de penitencia, de conversión espiritual; tiempo de preparación al misterio pascual.
En la Cuaresma, Cristo nos invita a cambiar de vida. La Iglesia nos invita a vivir la Cuaresma como
un camino hacia Jesucristo, escuchando la Palabra de Dios, orando, compartiendo con el prójimo y
haciendo obras buenas. Nos invita a vivir una serie de actitudes cristianas que nos ayudan a
parecernos más a Jesucristo, ya que por acción de nuestro pecado, nos alejamos más de Dios.
Por ello, la Cuaresma es el tiempo del perdón y de la reconciliación fraterna. Cada día, durante toda
la vida, hemos de arrojar de nuestros corazones el odio, el rencor, la envidia, los celos que se
oponen a nuestro amor a Dios y a los hermanos. En Cuaresma, aprendemos a conocer y apreciar la
Cruz de Jesús. Con esto aprendemos también a tomar nuestra cruz con alegría para alcanzar la
gloria de la resurrección.

Para los judíos, la Pascua conmemoraba la salida del Egipto y según mandato bíblico la celebraban
cada año el día 14 del mes de Nisán: Lo guardaréis [cordero] hasta el día catorce de este mes; y
toda la asamblea de la comunidad de los israelitas lo inmolará entre dos luces… Así lo habéis de
comer: ceñidas vuestras cinturas, calzados vuestros pies, y el bastón en vuestra mano; y lo comeréis
de prisa. Es Pascua de Yahveh. (Ex 12, 6.11). Como vemos, los judíos celebraban la Pascua
anualmente el día catorce de Nisán, e incluso Cristo mismo celebró la Pascua ese día según nos
narran los sinópticos: Llegó el día de los Ácimos, en el que se debía inmolar la víctima pascual.
Jesús envió a Pedro y a Juan, diciéndoles: "Vayan a prepararnos lo necesario para la comida
pascual". (Lc 22, 7-8).
Los cristianos venidos del judaísmo siguieron celebrando la Pascua (Institución de la Eucaristía) el
14 de Nisán (cayera domingo o no), por lo que fueron llamados los cuaterdecenarios. Pero al mismo
tiempo, los cristianos que no eran judíos fueron tomando conciencia de la importancia del
acontecimiento de la Resurrección, el cual ocurrió un domingo (Lc 24,1.6) y por ello, una tradición
decidió celebrar la Pascua de Resurrección un domingo, mientras que otra tradición decidió
mantener la fecha del 14 de Nisán para la Pascua.
Esta divergencia de criterio llegó a tener enfrentados a los cristianos, al punto de darse un encuentro
entre San Policarpo de Esmirna y el Papa Aniceto, en el siglo II, lo que narra Eusebio en su Historia
Eclesiástica, citando una carta de San Ireneo de Lyon: Y hallándose en Roma el bienaventurado
Policarpo en tiempos de Aniceto , surgieron entre los dos pequeñas divergencias, pero en seguida
estuvieron en paz, sin que acerca de este capítulo se querellaran mutuamente, porque ni Aniceto
podía convencer a Policarpo de no observar el día- como que siempre lo había observado, con Juan,
discípulo de nuestro Señor, y con los demás apóstoles con quienes convivio-, ni tampoco Policarpo
convenció a Aniceto de observarlo, pues este decía que debía mantener la costumbre de los
presbíteros antecesores suyos.» Y a pesar de estar así las cosas, mutuamente comunicaban entre
sí, y en la iglesia Aniceto cedió a Policarpo la celebración de la eucaristía, evidentemente por
deferencia, y en paz se separaron el uno del otro; y paz tenía la Iglesia toda, así los que observaban
el día como los que no lo observaban».
La situación fue tan crítica que debió intervenir San Ireneo de Lyon para calmar los ánimos y evitar
un cisma. Será en el Concilio de Nicea en donde se fije fecha única para la celebración de la Pascua
de Resurrección, quedando de esta manera: "Se celebraría el primer domingo después de la Luna
llena que coincida o que suceda al equinoccio de primavera del hemisferio norte y en caso de que la
Luna llena tuviera lugar en domingo, la Pascua se traslada al siguiente".
A partir de aquí, la fecha de la Pascua se tenía determinada. Queda entonces estudiar cómo se
preparaba para esta celebración. Aquí es donde entramos a estudiar la Cuaresma. La palabra
“cuaresma” viene del latín quadragesima (español: cuaresma), de mayor precisión que significa
"cuarenta días", o, más literalmente, "el cuadragésimo día". Quiere decir que es posible que la
palabra “cuaresma” por su propia etimología pueda ser usada en diferentes contextos, y no significa
que siempre que la palabra “cuaresma” sea usada tiene que tener un sentido religioso o espiritual.
Se asocia más a un lapso o período de tiempo que a un acontecimiento espiritual.
Debemos reconocer que en la Iglesia primitiva no había Cuaresma, y no vemos problema en ello, así
como tampoco es mandato apostólico celebrar una Pascua de resurrección de forma anual. Pero sí
había ayunos preparatorios a la celebración Pascual en los primeros siglos. El ayuno es una práctica
difundida a lo largo de la Sagrada Escritura, y puesta en sentido de purificación y penitencia: “Pero
aún ahora —oráculo del Señor— (Joel 2, 12). “Yo volví mi rostro hacia el Señor Dios para obtener
una respuesta, con oraciones y súplicas, mediante el ayuno, el cilicio y las cenizas”. (Dan 9, 3). “Los
ninivitas creyeron en Dios, decretaron un ayuno y se vistieron con ropa de penitencia, desde el más
grande hasta el más pequeño” (Jon 3, 5). Cristo mismo hablará del ayuno de manera especial
cuando le critiquen que los discípulos no lo hagan: “Entonces se acercaron los discípulos de Juan y
le dijeron: "¿Por qué tus discípulos no ayunan, como lo hacemos nosotros y los fariseos?" Jesús les
respondió: "¿Acaso los amigos del esposo pueden estar tristes mientras el esposo está con ellos?
Llegará el momento en que el esposo les será quitado, y entonces ayunarán. (Mt 9, 14-15).
Precisamente la Cuaresma es un camino penitencial, de recorrer ese llamado a la conversión
permanente de parte de Dios, en donde el ayuno es una práctica para volver a Dios, para suplicar a
él, y para cada día convertirnos. Entre los padres Apostólicos hay referencias claras al ayuno; por
ejemplo, en San Policarpo de Esmirna: Permaneciendo sobrios para la oración (ver 1 P 4,7),
constantes en los ayunos, suplicando en nuestras oraciones a Dios, que lo ve todo, que no nos
introduzca en la tentación (Mt 6,13), pues el Señor ha dicho: El espíritu está dispuesto, pero la carne
es débil (Mt 26,41).
El Pastor de Hermas también nos dejará ver cómo era concebido el ayuno en el siglo II,
mencionando que llegaron a llamarlos “estaciones” para referirse a los días de ayuno y oración los
miércoles y los viernes, escogidos estos días porque en uno fue acusado Cristo por los judíos, y en
el segundo fue ejecutado: Esta es, pues, la manera en que has de guardar este ayuno [que estás a
punto de observar]. Ante todo, guárdate de toda mala palabra y de todo mal deseo, y purifica tu
corazón de todas las vanidades de este mundo. Si guardas estas cosas, este ayuno será perfecto
para ti. Y así harás. Habiendo cumplido lo que está escrito, en el día en que ayunes no probarás sino
pan y agua; y contarás el importe de lo que habrías gastado en la comida aquel día, y lo darás a una
viuda o a un huérfano, o a uno que tenga necesidad, y así pondrás en humildad tu alma, para que el
que ha recibido de tu humildad pueda satisfacer su propia alma, y pueda orar por ti al Señor. Así
pues, si cumples así tu ayuno, según te ha mandado, tu sacrificio será aceptable a la vista de Dios, y
este ayuno será registrado; y el servicio realizado así es hermoso y gozoso y aceptable al Señor.
Estas cosas observarás, tú y tus hijos y toda tu casa; y, observándolas, serás bendecido; sí, y todos
los que lo oigan y lo vean serán bendecidos, y todas las cosas que pidan al Señor las recibirán. El
ayuno fue una práctica cristiana siempre en perspectiva de purificar el corazón y en relación con la
oración. Ya San Clemente de Alejandría en su Stromata menciona que el ayuno se hacía el
miércoles y viernes.
Con el tiempo, los cristianos colocaron el ayuno previo a la celebración de Pascua, algo que vemos
mencionado por Eusebio citando la carta que le llevó San Ireneo al Papa Victor en el siglo II, sobre la
mencionada disputa por la fecha de la Pascua; en el fragmento dice: «Efectivamente, la controversia
no es solamente acerca del día, sino también acerca de la forma misma del ayuno, porque unos
piensan que deben ayunar durante un día, otros que dos y otros que más; y otros dan a su día una
medida de cuarenta horas del día y de la noche.
Podemos por tanto notar, que ya en el mismo siglo II, previo a la Pascua se celebraba un ayuno que
iba de uno a varios días, y es aquí donde empezamos a ver las raíces de la Cuaresma.
Tertuliano en el siglo III, nos deja ver también que el ayuno se hacía en la preparación de Pascua
desde el viernes anterior, aun cuando esta obra es de su época de montanista, nos deja ver cómo
celebraban los cristianos, un ayuno desde el mismo viernes previo a Pascua: ¿Por qué nos
dedicamos a las estaciones de los cuarto (miércoles) y sexto (viernes) días de la semana, y el ayuno
del día de preparación? De todos modos, a veces incluso continúan su estación el día de descanso,
día que nunca debe guardarse como un ayuno, excepto en la época de la pascua, según una razón
dada en otra parte.
Otra evidencia la tenemos en la obra llamada Dydascalia Apostolorum, que si bien tampoco
menciona cuarenta días, por lo menos vemos que extiende la práctica del ayuno unos días más a
seis: Por lo tanto, ayunen en los días de la Pascua desde el décimo, que es el segundo día de la
semana; tomando solo pan, sal, y agua, a la hora novena, hasta el quinto día de la semana. Pero el
viernes y el sábado pásalos en total ayuno, sin tomar nada en absoluto.
Es evidente que no había una preparación de Cuaresma por 40 días, pero poco a poco, los
cristianos fueron profundizando en la forma más adecuada para prepararse para la Pascua. San
Hipólito de Roma es otro ejemplo importante a resaltar antes de Nicea pues menciona que el ayuno
era también por dos días, es decir desde el viernes.
Llegaremos por tanto al siglo IV y serán varios los testimonios a favor del tiempo cuaresmal. Por
ejemplo, Eusebio de Cesarea dejará evidencia del ayuno Pascual, es decir el ayuno que terminaba
para los días de Pascua. Si bien había dos corrientes para la celebración de la Pascua, es evidente
que antes de Pascua se tenía un ayuno. Eusebio dirá que es un signo de luto motivado por nuestros
pecados pasados y el recuerdo de la Pasión del Salvador.
San Atanasio mostrará con fuerza, la evidencia del ayuno de cuarenta días y así lo deja expresado
en su carta a Serapion de Thmuis: Pero también he considerado muy necesario y muy urgente dar a
conocer a vuestra modestia -porque he escrito esto a cada uno- que anuncies el ayuno de cuarenta
días a los hermanos, y persuadirles a que ayunen. Todo el mundo está ayunando, nosotros que
estamos en Egipto debemos ser ridiculizados, como las únicas personas que no ayunan, pero
tenemos nuestro placer en estos días. Porque si por causa de la carta que no está siendo aún leída,
no ayunamos, debemos quitarle este pretexto, y leerla antes del ayuno de cuarenta días, para que
no haga esto una excusa para el descuido. Además, cuando se lee, pueden ser capaces de
aprender sobre el ayuno. Pero, oh amado mío, ya sea de esta manera o de cualquier otra,
persuádelos y enséñales a ayunar los cuarenta días. Porque es una desgracia que cuando todo el
mundo hace esto, los que están en Egipto, en lugar de ayunar, tengan su placer. Porque aun siendo
yo afligido porque los hombres se burlan de nosotros por esto, me he visto obligado a escribirte.
Cuando, pues, recibáis las cartas, y las hayáis leído y dado la exhortación, escribidme a cambio,
amados míos, para que yo también me regocije al saberlo.
La carta evidencia que los cuarenta días es un precepto ya en Roma, y por ende debe ser aplicado
en Alejandría. “Cuando Israel era encaminado hacia Jerusalén, primero se purificó y fue instruido en
el desierto para que olvidara las costumbres de Egipto. Del mismo modo, es conveniente que
durante la santa cuaresma que hemos emprendido procuremos purificarnos y limpiarnos, de forma
que, perfeccionados por esta experiencia y recordando el ayuno, podamos subir al cenáculo con el
Señor para cenar con él y participar en el gozo del cielo. De lo contrario, si no observamos la
cuaresma, no nos será licito ni subir a Jerusalén ni comer la pascua”.
San Atanasio relaciona el ayuno cuaresmal como preparatorio a la Pascua. Esos cuarenta días se
traducían en seis semanas, por lo que posteriormente tomó sentido el miércoles de ceniza como
inicio de Cuaresma, pues no se acostumbraba a ayunar en domingo. Inicialmente se tomaba un
ayuno de 36 días y luego se pasó a 40 para que esa práctica de ayuno cuaresmal de 36 días
pudiera coincidir con el sentido del número 40 como penitencial.
En el siglo V, San León Magno nos dirá en su Homilía 28: “La oración es el primer paso para la
renovación santificadora de las prácticas cuaresmales. Es también la primera lección que Cristo nos
ofreció en su vida pública. Sus cuarenta días de oración, en diálogo entrañable con el Padre,
fortalecido con el Espíritu Santo, constituyen el ejemplo a seguir en este santo tiempo de Cuaresma.
Si queremos tomar en serio nuestra vocación y condición cristianas, si queremos salir victoriosos de
la tentación, debemos orar como Cristo hizo en el desierto”.
En tiempos de Gregorio Magno (590-604) en Roma se utilizaban seis semanas de cinco días cada
una, haciendo un total de 36 días de ayuno, las que San Gregorio, seguido después por muchos
autores medievales, describe como el diezmo espiritual del año, ya que 36 días equivalen
aproximadamente a la décima parte de 365. Más tarde, el deseo de cuadrar perfectamente los
cuarenta días llevó a la práctica de comenzar la Cuaresma a partir de nuestro actual Miércoles de
Ceniza, aunque la iglesia de Milán, hasta el día de hoy se adhiere al formato primitivo, que aún se
nota en el Misal Romano cuando el celebrante, durante la Misa del primer domingo de Cuaresma,
habla de "sacrificium quadragesimalis initii", el sacrificio del inicio de la Cuaresma (La versión actual
española de la oración sobre las ofrendas para ese domingo dice: "...el santo tiempo de la
Cuaresma, que estamos iniciando.", N.T.). De esta forma podemos comprender cómo fue el
desarrollo de la Cuaresma en los primeros siglos.
Teología y espiritualidad de la cuaresma
A. Bergamini
Cuaresma
La cuaresma se interpreta teológicamente a partir del misterio pascual, celebrado en el -> triduo
sacro y con los sacramentos pascuales, que hacen presente el misterio, para que sea participado y
vivido [Participación].
La cuaresma no es un residuo arqueológico de prácticas ascéticas de otros tiempos, sino el tiempo
de una experiencia más sentida de la participación en el misterio pascual de Cristo: "padecemos
juntamente con él, para ser también juntamente glorificados" (Rom 8,17). Esta es la ley de la
cuaresma. De aquí su carácter sacramental [-> Misterio, II]: un tiempo en el que Cristo purifica a su
esposa, la iglesia (cf Ef 5,25-27). El acento se pone, pues, no tanto en las prácticas ascéticas cuanto
en la acción purificadora y santificadora del Señor. Las obras penitenciales son el signo de la
participación en el misterio de Cristo, que hizo penitencia por nosotros ayunando en el desierto. La
iglesia, al comenzar el camino cuaresmal, tiene conciencia de que el Señor mismo da eficacia a la
penitencia de sus fieles, por lo que esta penitencia adquiere el valor de acción litúrgica, o sea, acción
de Cristo y de su iglesia. En este sentido, los textos de la eucología hablan de
"annua quadragesimalis exercitia sacramenti" (Missale Romanum, colecta del primer domingo de
cuaresma; la traducción castellana no refleja el sentido de la expresión latina); de "ipsius venerabilis
sacramenti [quadragesimalis] exordium" (ib, sobre las ofrendas; la traducción castellana elimina
también la palabra "sacramenti"); de "solemne jejunium" (= ayuno que se repite regularmente cada
año: oración del sábado después de ceniza en el Missale anterior a la reciente reforma), mediante el
cual "tú [ioh Dios!] refrenas nuestras pasiones, elevas nuestro espíritu, nos das fuerza
y recompensa, por Cristo nuestro Señor" (actual prefacio IV de cuaresma).

La cuaresma tiene un carácter especialmente bautismal, sobre el que se funda el penitencial. En


efecto, la iglesia es una comunidad pascual porque es bautismal. Esto se afirma no sólo en el
sentido de que se entra en ella mediante el bautismo, sino sobre todo en el sentido de que la iglesia
está llamada a manifestar con una vida de continua conversión el sacramento que la genera. De
aquí también el carácter eclesial de la cuaresma. Es el tiempo de la gran llamada a todo el pueblo de
Dios para que se deje purificar y santificar por su Salvador y Señor.
De la teología de la cuaresma que hemos expuesto nace, por tanto, una típica espiritualidad
pascual-bautismal-penitencial-eclesial. Desde este punto de vista, la práctica de la penitencia, que
no debe ser sólo interior e individual, sino también externa y comunitaria, se caracteriza por los
siguientes elementos: a) odio al pecado como ofensa a Dios; b) consecuencias sociales del pecado;
c) parte de laiglesia en la acción penitencial; d) oración por los pecadores.
Los medios sugeridos por la práctica cuaresmal son: a) la escucha más frecuente de la palabra de
Dios; b) la oración más intensa y prolongada; c) el ayuno; d) las obras de caridad (cf SC 109-110).

La pastoral debe ser creativa para actualizar las


obras típicas de la cuaresma (oración - ayuno - caridad), adaptándolas a la sensibilidad del hombre
contemporáneo mediante iniciativas que, sin apartarlo de la naturaleza y del objeto propio de este
tiempo litúrgico, ayuden a los fieles a vivir el bautismo en dimensión individual y comunitaria y a
celebrar con mayor autenticidad la pascua. La vida cristiana, en efecto, está esencialmente guiada
por la dinámica pascual.
La última semana de la cuaresma, denominada santa o semana grande, se ha desarrollado sobre
todo por la exigencia de historización de los acontecimientos de la pasión del Señor. En Jerusalén,
donde mejor que en otras partes se podían revivir en los mismos lugares los momentos últimos de la
vida de Jesús, se desarrolló una rica liturgia que abarcaba el período de tiempo que va desde el
domingo de ramos hasta la pascua. Nos la ha descrito la peregrina Egeria (fines del s. tv) en
su Itinerarium.
Para imitar a Jerusalén en ese revivir de los episodios descritos por los evangelistas, la liturgia
occidental hizo algo parecido, organizando celebraciones particularizadas, que terminaron por dar
origen a la semana santa. La reconstrucción demasiado anecdótica, si por una parte permitió un
análisis atento del valor de cada uno de los episodios, por otra quebrantó la unidad del misterio
pascual. En la edad media, en efecto, la semana santa se llamaba semana dolorosa, porque la
pasión de Jesús era dramatizada, más que celebrada in mysterio, poniendo de relieve los aspectos
del sufrimiento y de la compasión emotiva, con perjuicio del aspecto salvífico y de la victoria sobre la
muerte por la resurrección. Aún corremos el mismo peligro si no estamos atentos o no tenemos las
ideas claras, a pesar del esfuerzo realizado por la reforma del Vat. II para restablecer la unidad
perdida.
Las principales celebraciones de la semana santa que cierran la cuaresma y preceden al I triduo
pascual son las siguientes:
1. EL DOMINGO DE RAMOS, "DE PASSIONE DOMINI". En este día, como dice el Missale
Romanum, la iglesia conmemora a Cristo, el Señor, que entra en Jerusalén para llevar a
cumplimiento su misterio pascual. En todas las misas se debe hacer memoria de esta entrada del
Señor: con la procesión solemne (forma I); con la entrada solemne (forma II) antes de la misa
principal; o bien con la entrada simple (forma III) antes de las otras misas. La entrada solemne,
aunque sin procesión, puede ser repetida antes de otras misas que tengan gran número de fieles.
Desde el punto de vista pastoral, hay que saber encontrar los modos más adecuados para dar realce
de fe al reconocimiento mesiánico de Cristo en el hoy de la vida de la iglesia y del mundo por parte
de nuestras asambleas. Por eso la celebración de la entrada de Jesús debe valorar no tanto los
ramos de olivo cuanto sobre todo el misterio expresado a través de la -> procesión [III, 1], que
proclama la realeza mesiánica de Cristo.
La liturgia de la palabra y la liturgia eucarística son una celebración de la pasión del Señor. En
efecto, éste es el único domingo del año en que se celebra el misterio de la muerte del Señor con la
proclamación del relato de la pasión. Este hecho no carece de significado teológico, ya puesto de
relieve por los evangelistas: Jesús se dirige a la ciudad santa y entra en ella triunfalmente, pero para
consumar su pascua de muerte y resurrección.
2. EL JUEVES SANTO: CONCLUSIÓN DE LA CUARESMA. Antiguamente, en la mañana del jueves
santo se celebraba el rito de la reconciliación de los penitentes que ya habían cumplido todo su
camino penitencial siguiendo una rígida disciplina para los pecados graves, que les habían excluido
de la participación en la eucaristía. El miércoles de ceniza, el obispo les había impuesto el cilicio;
después permanecían recluidos hasta el jueves santo, día en que eran absueltos para que
participasen en la eucaristía de la noche de pascua. Hoy no existe ya esa antigua y rígida disciplina
penitencial. Sin embargo, la comunidad cristiana está igualmente llamada, al final de la cuaresma, a
celebrar el sacramento pascual de la reconciliación en las formas establecidas por el nuevo ritual de
la penitencia, y según las necesidades de cada una de las comunidades.
3. LA MISA CRISMAL. El origen de la bendición de los santos óleos y del sagrado crisma es de
ambiente romano, aunque el rito tenga huella galicana. Parece que hasta el final del s. VII, la
bendición de los óleos se hacía durante la cuaresma, y no el jueves santo. El haberla fijado en este
día no se debe al hecho de que el jueves santo sea el día de la institución de la eucaristía, sino
sobre todo a una razón práctica: poder disponer de los santos óleos, sobre todo del óleo de los
catecúmenos y del santo crisma, para la celebración de los sacramentos de la iniciación cristiana
durante la vigilia pascual. Sin embargo, no se debe olvidar que este motivo de utilidad no resta nada
a la teología de los sacramentos, que los ve a todos unidos a la eucaristía.
No es ésta la ocasión de hacer la historia del rito de la bendición de los santos óleos. Recordemos
solamente que, "según la costumbre tradicional de la liturgia latina, la bendición del óleo de los
enfermos se hace antes de finalizar la plegaria eucarística; la bendición del óleo de los catecúmenos
y la consagración del crisma tiene lugar después de la comunión. Pero por razones pastorales se
puede hacer también el rito de la bendición después de la liturgia de la palabra, observando el orden
que se describe más adelante" (Misa crismal del jueves santo, nn. 11-12, en Ritual de
Ordenes, apéndice II).
De cualquier modo que se haga la bendición de los óleos, inmediatamente después de la homilía del
obispo tiene lugar la renovación de las promesas sacerdotales (Misal Romano, jueves santo, misa
crismal).
Esta solemne liturgia se ha convertido en ocasión para reunir a todo el presbiterio alrededor de su
obispo y hacer de la celebración una fiesta del sacerdocio. Los textos bíblicos y eucológicos de esta
misa manifiestan y recuerdan esta realidad. Aparece así, junto con el compromiso de fidelidad de los
presbíteros a su misión sacerdotal, la naturaleza profética del sacerdocio ministerial del NT, llamado,
como Cristo, "a evangelizar a los pobres, a predicar a los cautivos laliberación y a los ciegos la
recuperación de la vista, a libertar a los oprimidos, y a promulgar un año de gracia del Señor" (Lc
4,18). Si el ministerio presbiteral está unido esencialmente a la eucaristía, es también verdad que
este ministerio se ordena a la eucaristía ante todo con el anuncio del evangelio, y encuentra en ella
toda la amplitud y profundidad de su dimensión profética.
A. Bergamini 
BIBLIOGRAFÍA: Chavasse A., La preparación de la Pascua, en A.G. Martimort, La Iglesia en
oración, Herder, Barcelona 19672, 764-777; Della Torre L., Cuaresma, en DE 1, Herder, Barcelona
1983, 512-515; Farnes P., Las lecturas bíblicas en la Cuaresma, en "Oración de las Horas" 3 (1984)
81-90; Maertens Th., La cuaresma, catecumenado de nuestro tiempo, Marova, Madrid 1964; Nocent
A., Contemplar su gloria. Cuaresma, Estela, Barcelona 1966; El año litúrgico. Celebrar a Jesucristo
3, Cuaresma, Sal Terrae, Santander 1979; Ramis G., Fuentes agustinianas de los textos de las
misas dominicales de la Cuaresma hispánica, en "Ephemerides Liturgicae" 98 (1984) 212-225;
Sancho Andreu J., Estructura y contenido teológico del Leccionario de Cuaresma del Misal Romano,
en "Nova et Vetera" 8 (1979) 173-194; Secretariado de Liturgia, Un pueblo hacia la Pascua, Bilbao
1973; Tena P., La misa crismal. Una aportación catequética, en "Phase" 127 (1982) 67-70; VV.AA.,
Tiempo de septuagésima y de cuaresma, en "Asambleasdel Señor" 21, Marova, Madrid 1965;
VV.AA., En el umbral de la Cuaresma, ib, 25, Marova, Madrid 1968; VV.AA., Jueves Santo, ib, 38,
Marova, Madrid 1968; VV.AA., Lluita -(esta, Centro de Pastoral Litúrgica, Barcelona 1974; VV.AA.,
Cuaresma, "Dossiers del CPL" 8, Barcelona 1980; VV.AA., Semana Santa, ib, 11, Barcelona 1981;
VV.AA., La Semana Santa, en "Phase" 145 (1985) 3-100. Véase también la bibliografía de Año
litúrgico, Misterio pascual y Triduo pascual.

IV. LOS CONTENIDOS DE LA CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA

Veamos primero el leccionario, después las oraciones y, finalmente, los prefacios.

1. El leccionario

Es doble: del dominical y el ferial. El dominical tiene tres ciclos: A, B, C; el ferial, en cambio, repite
todos los años las mismas lecturas.

En los domingos primero y segundo de todos los ciclos se han conservado las narraciones de las
tentaciones y de la transfiguración, si bien se leen según los tres sinópticos. En los domingos
siguientes se siguen estas narraciones:

Ciclo A: samaritana (tercer domingo: agua viva), ciego de nacimiento (cuarto domingo: la luz) y la
resurrección de Lázaro (quinto domingo: la vida) , con clara resonancia bautismal. No aparecen
como hechos pasados sino como realidades presentes. Lo que se prefiguró en el A.T. se actualizó
en el N.T. con Cristo.

La primera lectura está muy relacionada con el evangelio, donde aparecen los grandes temas de la
historia salvífica: la creación del hombre (primer domingo), la vocación de Abraham (segundo
domingo), el agua en el desierto (tercer domingo), la elección y consagración de David (cuarto
domingo) y la visión de la resurrección de Daniel (quinto domingo).

La segunda lectura aporta una contribución específica de cara a una pedagogía teológica sobre la
conversión y el camino hacia el misterio de la pascua. Supuesta la obra salvífica de Cristo, el paso
primero y decisivo que cada hombre ha de dar es elegir entre Cristo y las potencias del mal (primer
domingo). Una respuesta positiva la encontramos en la aceptación de Abraham a la propuesta divina
de abandonar su patria (segundo domingo). También nosotros hemos recibido esa llamada en y por
Jesucristo, que ha muerto por nosotros. Esto ha de provocar la conversión y adhesión a Cristo,
temática desarrollada en los últimos domingos.
Ciclo B: la expulsión de los vendedores del templo (tercer domingo), “tanto amó Dios al mundo”
(cuarto domingo), “Si el grano de trigo...” (quinto domingo), con clara resonancia pascual: morir para
resucitar. Este ciclo ofrece una buena catequesis sacramental. El evangelio del primer domingo
relata la tentación de Cristo en el desierto, pero pone el acento en la presencia del reino, que exige
una conversión sin dilaciones: la buena noticia se dirige a nosotros (primer domingo). Elegido el
camino de la conversión, somos llevados, como Cristo, a la transfiguración (segundo domingo). De
este modo entramos en las tres semanas inmediatamente anteriores a la Pascua. El anuncio de la
muerte y resurrección es proclamado por el mismo Señor desde el tercer domingo, en el signo del
templo, destruido y reconstruido en tres días. El cuarto domingo presenta un tema sacramental: el de
la serpiente de bronce, signo de Cristo en la Cruz, que con su muerte y resurrección se convierte en
triunfo y vida para quienes creen en Él. Ese Cristo muerto y resucitado marca el punto culminante
del misterio pascual: la reconstrucción del hombre y del mundo (quinto domingo).

Las orientaciones de la primera lectura son fundamentales: alianza con Noé, que encuentra su plena
realización en Cristo (primer domingo) y alianza con Abraham, que inaugura el verdadero sacrificio,
consistente en cumplir, con Cristo, la voluntad del Padre (segundo domingo). El tema de la Alianza
continúa en los siguientes domingos. Esta se concreta en el don de la ley, sobre todo en la ley del
amor (tercer domingo). Al don divino de la ley debe corresponder el pueblo, aceptando su palabra y
cumpliendo su mensaje (cuarto domingo). La alianza ha de ser aceptada sobre todo en el corazón,
pues se trata de que el Padre pueda decir “yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo” (quinto
domingo). La teología de estas lecturas es la de la Alianza, que será reiterada y realizada
plenamente en el misterio pascual.

La segunda lectura son concreciones morales que se derivan de esta alianza que Dios ha hecho con
nosotros: llevar una vida digna, propia de un cristiano.

Ciclo C: Es una llamada a la conversión a Dios. Los domingos primero y segundo presentan también
las tentaciones y la transfiguración. Los otros domingos desarrollan el tema de la paciencia y del
perdón de Dios: el Señor es paciente y sabe esperar (tercer domingo: “Si no os convertís, todos
pereceréis”), aguarda nuestro retorno con los mismos anhelos y actitudes que el padre del hijo
pródigo (cuarto domingo) y nos acoge si nos convertimos; basta con que ese arrepentimiento sea
sincero y no queramos pecar más (quinto domingo: la mujer adúltera). Todos estos domingos están
orientados, por tanto, en la misma dirección: la conversión, la paciencia divina y el perdón,
concedido a quienes, sintiéndose culpables, se esfuerzan por cambiar de vida.

La primera y la segunda lectura están muy unidas entre sí en todos los domingos. El Señor, por
tanto, nos salva si elevamos a Él nuestro grito (primera lectura del primer domingo), que es el grito
de la fe (segunda lectura del primer domingo). Como Él quiere realmente salvarnos, toma la iniciativa
de la alianza con los hombres (primera lectura del segundo domingo), la cual realiza en Cristo, y con
tal perfección que somos ciudadanos del cielo y aguardamos la transformación de nuestro cuerpo a
semejanza del suyo (segunda lectura del segundo domingo). Para realizar la salvación, Dios quiere
estar presente en medio de su pueblo y manifestarse a Moisés en la zarza ardiente (primera lectura
del tercer domingo). Pero esa presencia es insuficiente: se requiere una respuesta de fe y de
fidelidad (segunda lectura del tercer domingo). Llegamos así a un punto importante de la historia de
la salvación: el Pueblo de Dios celebra la Pascua en la tierra prometida (primer lectura del cuarto
domingo). También el bautizado se encuentra en una tierra prometida: el mundo nuevo, redimido por
la muerte y resurrección de Jesucristo, mundo que él debe reconciliar realmente con Dios (segunda
lectura del cuarto domingo). Sin embargo, mientras dura su peregrinación en el desierto de este
mundo (primera lectura del quinto domingo), el bautizado ha de sentir, con progresiva intensidad, la
fuerza de la resurrección de Cristo y entrar en comunión con los sufrimientos de su pasión,
reproduciendo en sí mismo la muerte de Cristo, con la esperanza de una resurrección gloriosa
(segunda lectura del quinto domingo).

El domingo de Ramos se lee la Pasión del Señor de los tres sinópticos.

Las lecturas del Antiguo Testamento se refieren, como dijimos, a la historia de la salvación, que es
uno de los temas específicos y clásicos de la catequesis cuaresmal. Los textos varían cada año,
pero siempre recogen los principales momentos de esta historia, desde el principio hasta la promesa
de la Nueva Alianza.

Las lecturas del apóstol han sido seleccionadas con este criterio: que estén relacionadas con las del
evangelio y las del A.T. y, en cuanto sea posible, tengan una adecuada conexión con ellas.

En cuanto a las lectura feriales, de los días de semana se han seleccionado de modo que tengan
una mutua relación y tratan una serie de temas propios de la catequesis cuaresmal, acomodados al
significado espiritual de este tiempo. A partir del lunes de la cuarta semana se lee, en forma
semicontinua el evangelio de san Juan, donde aparecen los textos de este evangelio que mejor
responden a las peculiaridades de la Cuaresma.

Podemos sintetizar así las lecturas feriales:


 
El bautismo es una purificación (curación de Naamán, el hijo del centurión, la piscina de Betsaida).
Para que las aguas bautismales sean activas y podamos participar en la resurrección bautismal, se
requiere la fe, cuyo modelo es la fe de Abraham.
Pero estamos en camino hacia la pascua: somos salvados en la muerte y resurrección de Cristo. Por
eso, el episodio de José, vendido por sus hermanos, la parábola de los viñadores homicidas, las
conspiraciones contra el justo y las tentativas de apresar a Jesús –el cordero conducido al
matadero-, las agitaciones contra Jesús, la serpiente de bronce y Cristo levantado en la cruz, evocan
la pasión inminente del Señor, en la cual radica nuestra liberación.

Junto a esta tipología bautismal (bautismo, fe, pascua) se inserta la penitencial, pues la acción de
Dios exige la cooperación del hombre. Unidos con ella están los temas de la conversión, el perdón,
el amor al prójimo, y los medios que a ellos conducen: la gracia, la oración, la renuncia personal
(humildad, ayuno, limosna, etc.).

2. Las oraciones

La temática de las oraciones cuaresmales es muy rica. Se ha cuidado mucho que reflejen el tema
principal de la Pascua, ya que la cuaresma es, sobre todo, una preparación a la misma. Varias
oraciones hablan del sentido escatológico de la cuaresma y de la pascua.

Otras oraciones se refieren al bautismo, bien como nuevo nacimiento, bien como sacramento de la
fe. Sin embargo, el elemento bautismal es menos rico que en el leccionario.

Tampoco faltan textos relativos al tema del ayuno, contemplado en una perspectiva más amplia que
la mera abstención de alimentos, aunque este aspecto también está acentuado. Tanto el ayuno
como las otras obras penitenciales tienen que ayudar a la conversión del corazón y a una verdadera
renovación espiritual (ayuno, oración, limosna). También hay oraciones referidas a la penitencia,
desde un aspecto positivo. Otras hablan de la necesidad de alimentarse de la Palabra de Dios.

Y en las oraciones de poscomunión los temas son los de la purificación del mal, del pecado, de las
malas costumbres; y los que se refieren al crecimiento en el bien y en la vida cristiana. Es decir, a
los aspectos positivos y negativos de la salvación.

3. Los prefacios.

Son nueve prefacios. El más rico es el primero, que presenta una síntesis completa de la cuaresma:
preparación a la celebración de la pascua por medio de la purificación en la alegría del Espíritu, que
la convierten por ello en tiempo ascético fuerte –caracterizado por la oración y la caridad-, y en
tiempo sacramental, por la actualización y renovación de los sacramentos pascuales, en los que la
Pascua nos hace plenamente partícipes.

Los otros tres se refieren a la penitencia del espíritu, a los frutos de la abstinencia y a los frutos del
ayuno, respectivamente.

Los prefacios dominicales expresan en su embolismo los temas de las lecturas evangélicas.

V. ESTRUCTURA DE LA CUARESMA

En la Cuaresma actual pueden distinguirse las siguientes partes: miércoles de ceniza, los domingos
I-II y III-V, las ferias de las semanas I-V, el domingo VI, las ferias II-IV de la semana santa y la misa
crismal. Centremos la atención en el miércoles de ceniza.

Miércoles de ceniza

La ceniza es un signo de penitencia muy fuerte en la Biblia (cf. Jn 3, 6; Jdt 4, 11; Jer 6, 26).
Recuerda una antigua tradición del pueblo hebreo, que cuando se sabían en pecado o cuando se
querían preparar para una fiesta importante en la que debían estar purificados se cubrían de cenizas
y vestían con un saco de tela áspera. De esta forma nos reconocemos pequeños, pecadores y con
necesidad de perdón de Dios, sabiendo que del polvo venimos y que al polvo vamos.

Siguiendo esta tradición, en la Iglesia primitiva eran rociados con cenizas los penitentes “públicos”
como parte del rito de reconciliación, que recibirían al final de la cuaresma, el Jueves Santo, a las
puertas de la Pascua. Vestidos con hábito penitencial y con la ceniza que ellos mismos se imponían
en la cabeza, se presentaban ante la comunidad y expresaban así su conversión. Al desaparecer la
penitencia “pública” allá en el siglo XI, la Iglesia conservó este gesto penitencial para todos los
cristianos, que se reconocían pecadores y dispuestos a emprender el camino de la conversión
cuaresmal.

El Pueblo de Dios tiene un particular aprecio por el miércoles de ceniza: sabe que ese día comienza
la Cuaresma. Y participando del rito de la ceniza –acompañado del ayuno y la abstinencia-
manifiesta el propósito de caminar decididamente hacia la Pascua. Ese recorrido pasa por la
conversión y la penitencia, el cambio de vida, de mentalidad, de corazón.

La ceniza está hecha con ramos de olivos y otros árboles, bendecidos el año precedente en el
domingo de Ramos, siguiendo una costumbre muy antigua (siglo XII). El domingo de Ramos eran
ramas que agitábamos en señal de victoria y triunfo. ¿Y ahora? Esas mismas ramas se han
quemado y son ceniza: lo que fue signo de victoria y de vida, ramas de olivo, se ha convertido pronto
en ceniza. Así es todo lo creado: polvo, ceniza, nada.

Se bendice con una fórmula que se refiere a la situación pecadora de quienes van a recibirla, a la
conversión y al inicio de la Cuaresma; a la vez que pide la gracia necesaria para que los cristianos,
siendo fieles a la práctica cuaresmal, se preparan dignamente a la celebración del misterio pascual
de Jesucristo.

El rito es muy sencillo: el sacerdote impone la ceniza a cuantos se acercan a recibirla, mientras dice
una de estas dos fórmulas: “Acuérdate que eres polvo y al polvo volverás” o “Conviértete y cree en el
Evangelio”. La primera es la clásica y está inspirada en Gn 3, 19; la segunda es de nueva creación y
se inspira en Mc 1, 15. Las dos se complementan, pues mientras la una recuerda la caducidad
humana –simbolizada en el polvo y la ceniza-, la otra apunta a la actitud de conversión interior a
Cristo y a su evangelio, actitud específica de la Cuaresma.

El simbolismo 
 
La condición débil y caduca del hombre, que marcha inexorablemente hacia la muerte, lo cual
provoca pensamientos de honda meditación y humildad, y da a la vida cristiana seriedad en los
planteamientos y compromisos. La ceniza es la combustión por el fuego de las cosas o de las
personas. Este símbolo ya se emplea en la primera página de la Biblia cuando se nos cuenta que
“Dios formó al hombre con polvo de la tierra” (Gn 2, 7). Eso es lo que significa el nombre de “Adán”.
Y se le recuerda enseguida que ése es precisamente su fin: “hasta que vuelvas a la tierra, pues de
ella fuiste hecho” (Gn 3, 19). Por extensión representa la conciencia de la nada, de la nulidad de la
creatura con respecto al Creador, según las palabras de Abraham: “Aunque soy polvo y ceniza, me
atrevo a hablar a mi Señor” (Gn 18, 27). Esto nos lleva a todos a asumir una actitud de humildad
(humildad viene de humus, tierra): polvo y ceniza son los hombres (Si 17, 32), “todos caminan hacia
una misma meta: todos han salido del polvo y al polvo retornan (Sal 104, 29). Por tanto, la ceniza
significa también el sufrimiento, el luto, el arrepentimiento. En Job (42, 6) es explícitamente signo de
dolor y de penitencia. De aquí se desprendió la costumbre, por largo tiempo conservada en los
monasterios, de extender a los moribundos en el suelo recubierto con ceniza dispuesta en forma de
cruz. La ceniza se mezcla a veces con los alimentos de los ascetas y la ceniza bendita se utiliza en
ritos como la consagración de una iglesia.
 
La condición pecadora del hombre y la penitencia interior, la necesidad de conversión, la tristeza por
el mal que habita en el corazón humano, la actitud de liberación de cuanto contradice la condición
bautismal, y la decisión firme de emprender el camino que conduce a participar en la Muerte y
Resurrección de Cristo. Además de caducos (primer significado), somos pecadores. Las lecturas del
miércoles de ceniza (Jl 2, 2 Cor 5 y Mt 6) son llamadas apremiantes a la conversión: “Conviértanse
de todo corazón...déjense reconciliar con Dios”. Se trata de iniciar un “combate cristiano contra las
fuerzas del mal” (colecta). Y todos tenemos experiencia de ese mal. Por eso tienen sentido “estas
cenizas que vamos a imponer sobre nuestras cabezas en señal de penitencia” (monición inicial). En
la Biblia el gesto simbólico de la ceniza es uno de los más usados, como dijimos, para expresar la
actitud de penitencia interior. Las malas noticias (la muerte de Elí, la de Saúl) las traen mensajeros
con vestidos rotos y cubierta de polvo la cabeza (cf. 1 S 2, 12; 2 Sa 1, 2); las calamidades se
afrontan con el mismo gesto: “Cuando Mardoqueo supo lo que pasaba (la amenaza contra el pueblo)
rasgó sus vestidos, se vistió de saco y ceniza y salió por la ciudad lanzando grandes gemidos”
(Estimado en Cristo, padre 4, 1): “Josué desgarró sus vestidos, se postró rostro en tierra y todos
esparacieron polvo sobre sus cabezas y oraban a Yavé” (Jos 7, 6). Israel llora su mal con saco y
ceniza, hay duelo, porque viene el saqueador sobre nosotros” (Jr 6, 26). La penitencia se manifiesta
así: “retracto mis palabras, me arrepiento en el polvo y las cenizas” (Jb 42, 6). El ejemplo típico es el
de Nínive ante la predicación de Jonás: “Los ninivitas creyeron en Dios, ordenaron un ayuno y se
vistieron de saco, y el rey se sentó en la ceniza” (Jon 3, 5-6).
 
La oración (al estilo de Judit 9, 1, o de los hombres de Macabeo en 2 Mac 10, 25), la súplica ardiente
al Señor para que venga en nuestro auxilio. Otras veces aparece la ceniza en la Biblia como
expresión de una plegaria intensa, con la que se quiere pedir la salvación de Dios. Judit pide la
liberación de su pueblo: “rostro en tierra, echó ceniza sobre su cabeza, dejó ver el saco que tenía
puesto y clamó al Señor en alta voz” (Jdt 9, 1). Todo el pueblo se postró también ante Dios, “se
cubrieron de ceniza sus cabezas y extendieron las manos ante el Señor” (Jdt 4, 11). “Los hombres
del Macabeo, en rogativas a Dios, cubrieron de polvo su cabeza y ciñeron de saco su cintura, y
pedían a Dios” (2 M 10, 25). Cuando la comunidad cristiana quiere empezar la “subida a Jerusalén”,
unida a Cristo, y anhela verse liberada del mal y llena de la vida de la Pascua, es bueno que
intensifique su oración con gestos como éste, que es a la vez acto de humildad, de conversión y de
súplica ardiente ante el que todo lo puede, incluso llenar de vida nueva nuestra existencia.
 
La resurrección, dado que las cenizas de este día recuerdan no sólo que el hombre es polvo, sino
también que está destinado a participar en el triunfo de Cristo. A través de la renuncia, de la cruz y
de la muerte, Dios convierte la ceniza en trigo que cae en la tierra y produce fruto abundante:
muriendo con Cristo al pecado, resucitaremos con Él a la nueva vida. Venimos del polvo, es cierto, y
nuestro cuerpo mortal tornará al polvo. Pero eso no es toda nuestra historia ni todo nuestro destino.
Nuestra ceniza tiene ya el germen de la vida nueva. Es ceniza pascual. Nos recuerda que la vida es
cruz, muerte, renuncia, pero a la vez nos asegura que el programa pascual es dejarse alcanzar por
la Vida Nueva y gloriosa del Señor Jesús. Como el barro de Adán, por el soplo de Dios, se convirtió
en ser viviente, nuestro barro de hoy, por la fuerza del Espíritu que resucitó a Jesús está destinado
también a la vida de Pascua. De las cenizas Dios saca vida. Como el grano de trigo que se hunde en
la tierra. A través de la cruz, Cristo fue exaltado a la vida definitiva. A través de la cruz, el cristiano es
también incorporado a la corriente de la vida pascual de Cristo. Por eso, Pablo nos anuncia que hoy
es “un día de gracia y salvación” (segunda lectura).
 
La Pascua, pues la ceniza del comienzo de la cuaresma se encontrará con el agua purificadora en la
Vigilia Pascual: lo que es signo de muerte y destrucción, se trocará en fuente de vida en la Vigilia
Pascual, gracias a las aguas regeneradoras del Bautismo. La Cuaresma se convierte, desde su
primer momento de ceniza en “sacramento de la Pascua”, en signo pedagógico y eficaz de un
éxodo, de un “tránsito” de la muerte a la vida. La ceniza es el símbolo de que participamos en la cruz
de Cristo, de que “el hombre es llamado a tomar parte en el dolor de Dios hasta la muerte del Hijo
eterno el Viernes Santo” (Juan Pablo II, cuaresma de 1982), para con el pasar a la vida podamos
llegar con el corazón limpio a la celebración del misterio pascual de Cristo, y alcanzar la imagen de
Cristo resucitado.

Por tanto, el miércoles de ceniza es una llamada a la conversión, como comunidad cristiana y como
Iglesia. La Cuaresma es el gran tiempo de preparación a la Pascua. La Iglesia nos invita a
aprovechar este “tiempo favorable” y a prepararnos para la celebración del Misterio Pascual de
Jesucristo. Por eso, la Cuaresma debería ser como un “gran retiro espiritual” vivido por toda la
Iglesia, porque es un itinerario penitencial, bautismal y pascual. La Cuaresma es también el tiempo
propicio para la oración personal y comunitaria, alimentada por la Palabra de Dios y propuesta
cotidianamente en la liturgia.

Desde el Miércoles de ceniza, se nos ofrece una serie de medios para llevar a cabo esta purificación
y renovación interior: la limosna, la oración, el ayuno, la escucha de la Palabra de Dios, el
sacramento de la Reconciliación y la conversión.

CONCLUSIÓN

Comencemos nuestro camino por el desierto con buen ánimo, y así llegaremos a la tierra prometida
de la Pascua. Volvamos a la casa del Padre llevando en el corazón la confesión de nuestras culpas,
como ese hijo pródigo.

La Cuaresma es tiempo de oración intensa y alabanza prolongada; es tiempo de penitencia y ayuna.


Es tiempo de obras de misericordia. Pero todo esto comienza por un profundo cambio de mentalidad
y, más radicalmente, por la conversión del corazón.

Oh, Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme, para que la
austeridad penitencial de estos días nos ayude en el combate cristiano contra las fuerzas del mal.
 

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