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SAN JERÓNIMO Y EL MINISTERIO SACERDOTAL

Muchos de los Santos Padres dedicaron su esfuerzo intelectual a reflexionar sobre el


sacerdocio, y su aporte es abundante; pero no es posible detenernos en cada uno de ellos. Por ser
San Jeró nimo el paladín de una corriente de pensamiento sobre el ministerio sacerdotal que tuvo
gran influencia durante la época escolá stica, lo estudiaremos ahora.
El planteamiento de san Jeró nimo sobre el ministerio sacerdotal supuso una ruptura con la
afirmació n de la supremacía sacerdotal del obispo. El motivo que impulsó la cuestió n sobre la
relació n entre el obispo y el presbítero, fue la polémica que se suscitó en Roma, bajo el pontificado
de san Dá maso, entre los diá conos y los presbíteros en los siglos IV y V. Los diá conos se
consideraban de mayor dignidad que los presbíteros e intentaban usurpar sus funciones, entre
otras razones, porque los papas solían ser elegidos de entre los diá conos. Esta pretensió n suscitó
una reacció n en favor de los presbíteros, y tomó cuerpo una concepció n de tendencia presbiteral,
en el sentido que afirmaba por razó n de origen la igualdad del obispo y del presbítero.

a. Doctrina del Ambrosiaster


Un autor anó nimo al que Erasmo conoce con el título de Ambrosiaster, en dos de sus obras: las
Cuestiones que dedica al Antiguo y al Nuevo Testamento, colecció n de temas dogmá ticos
atribuidos a san Agustín, y los Comentarios a las cartas paulinas, sostiene que, para Pablo,
presbítero significa lo mismo que obispo y que, por lo tanto, el obispo es tan só lo el primero de los
presbíteros, el que los preside y por lo tanto goza de mayor dignidad que ellos. A esta razó n bíblica
añ ade otra de tipo histó rico y afirma que así lo demuestra el comportamiento de las Iglesias de
Alejandría y de todo Egipto, que entronizaban a un presbítero cuando faltaba el obispo. En el
comentario a Filipenses, enseñ a como nota diferencial del obispo sobre el presbítero que es el
primero y por tanto el príncipe de los sacerdotes, y el que ejerce el ministerio de los profetas y de
los evangelistas en favor de los fieles. La misma tesis repite en el comentario a la primera carta a
Timoteo y establece una vez má s la igualdad del obispo y del presbítero, aunque confiriéndole al
obispo la primacía sobre los presbíteros: sostiene que todo obispo es presbítero, pero que no todo
presbítero es obispo. El obispo es el má s anciano de los presbíteros. Jeró nimo acogió esta opinió n,
y al ser transmitida esta doctrina bajo los nombres de Ambrosio y Agustín, hizo escuela entre los
escolá sticos.

b. Obispos y presbíteros, según Jerónimo


En su carta a Evangelus, juzga de desfachatez que los diá conos pretendan establecerse sobre
los presbíteros, y propone que los diferentes nombres de presbítero y de obispo provienen de
atender el primero a la edad y el segundo a la dignidad. En el comentario a la carta a Tito, ademá s
de reafirmar su punto de vista sobre la identidad del presbítero con el obispo, explica el porqué
del episcopado moná rquico. Partiendo de la situació n cismá tica descrita en la 1 Cor, Jeró nimo
sostiene que, antes de tal evento, las Iglesias eran regidas por un colegio presbiteral, y que tan só lo
en funció n de superar el cisma nació el episcopado moná rquico. Por tanto, los presbíteros deben
estar sujetos al obispo por un uso eclesial, y la superioridad de los obispos sobre los presbíteros se
basa má s en una costumbre eclesiá stica que en la disposició n del Señ or. Desde un planteamiento
eclesioló gico, propone del obispo que es el sucesor de los Apó stoles y afirma que dentro de la
Iglesia le corresponde el ejercicio de determinadas competencias litú rgicas que no son propias de
los presbíteros: tales como imponer las manos a los bautizados para que reciban el Espíritu Santo,
y que los presbíteros no pueden bautizar sin el mandato y el crisma del obispo.

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c. Oposición a la elección de los ministros por el pueblo
Son variados los testimonios en la primitiva Iglesia sobre la participació n del pueblo en la
elecció n de los ministros. Pero también hubo testimonios disidentes, que se pueden agrupar unos
de tipo canó nico, otros de la reflexió n teoló gica.
En el concilio de Laodicea (320), se determina que la turba no ha de elegir a quienes han de ser
constituidos sacerdotes. En el canon 4 del I Concilio de Nicea (325), se dispone que la elecció n del
obispo la lleven a cabo los restantes obispos y la confirme el metropolitano. San Jeró nimo
reconoce el hecho eclesial de la elecció n de los ministros por el pueblo, pero lo pone en tela de
juicio, por considerar que no es el procedimiento má s adecuado para conseguir que los mejores
asciendan al episcopado y sean rechazados los peores. Argumenta contra Joviniano, que justifica la
admisió n en el ministerio de hombres casados, segú n las cartas de 1 Timoteo y a Tito, en los que se
consiente que el obispo sea casado. Jeró nimo opina que en la elecció n de los ministros dominan
quienes no buscan a los mejores, sino a los má s acordes con su vida poco abnegada. Afirma que el
juicio del vulgo se equivoca muchas veces, y, al elegir a los ministros, la mayoría procura favorecer
a sus propias costumbres y no busca a los má s perfectos, sino a sus semejantes. La plebe no elige a
los mejores, sino a los má s astutos, y llega incluso a considerar que los simples e inocentes son
ineptos. A los que son peores, a ésos les concede la plebe el ministerio.
Sin embargo, la prá ctica de la participació n del pueblo en la elecció n de los ministros perduró
en la vida canó nica de la Iglesia medieval, cuando de una forma u otra el pueblo tomaba parte
junto con los clérigos en la elecció n de los obispos que realizaban los canó nigos, y llegó a estar
presente con gran resonancia en las discusiones del concilio de Trento, donde fue defendida por
Pedro de Soto como una prá ctica de derecho divino, susceptible de ser aplicada de maneras
diversas.

d. «De septem ordinibus Ecclesiae»


Este escrito anó nimo, atribuido a san Jeró nimo, describe los siete grados ministeriales
entonces vigentes, sin nombrar al acó lito y añ adiendo el obispo. El capítulo sexto, está dedicado a
los presbíteros, y el séptimo, a los obispos. Los presbíteros, afirma, son sacerdotes y como tales
iguales al obispo, ya que ambos pueden consagrar el cuerpo y la sangre del Señ or, y en esto no hay
entre ellos diferencia alguna. El planteamiento para establecer la naturaleza sacramental del
obispo y del presbítero quedó centrado en el sacrificio eucarístico. Este planteamiento sacerdotal-
eucarístico es la base para apoyar en el futuro la consideració n del orden sacramental, y por ende
la relació n entre el obispo y el presbítero, hasta Vaticano II que los toma en consideració n a partir
de la misió n.
El presbítero puede celebrar todas las funciones ministeriales, incluida la ordenació n de los
presbíteros, pero con el fin de garantizar la unidad de la Iglesia han sido reservados a los obispos
determinados poderes que, de suyo, podrían ser ejercidos por los presbíteros.

e. Comportamiento de la Iglesia de Alejandría


Otro tema sobre el sacerdocio que ocupaba a los teó logos de los siglos IV y V fue la situació n de
sede vacante. Segú n San Jeró nimo, en su carta a Evangelus, a partir de san Marcos Evangelista, los
presbíteros de la iglesia de Alejandría elegían a uno de ellos, lo entronizaban y lo nombraban
obispo. En el siglo VI, Severo, Patriarca de Antioquía del 512 al 518, que el emperador Justino I
depuso por monofisita, en una carta redactada desde el exilio en Egipto, escribe que en Alejandría,
famosa por su fe ortodoxa, fue costumbre desde los primeros días que el obispo fuese nombrado

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por los presbíteros. Otro testimonio lo aduce Eutiquio, patriarca melquita de Alejandría, en el siglo
X, quien en su libro Anuales narra que el evangelista Marcos constituyó en Alejandría doce
presbíteros con un patriarca, de tal forma que, cuando vacaba el patriarcado, los presbíteros
elegían a uno de ellos para patriarca, y después incorporaban otro presbítero al presbiterio, de tal
manera que siempre hubiese doce presbíteros con el patriarca. Segú n estos textos, en Alejandría
los presbíteros elegían, ordenaban y entronizaban al presbítero que tenía que presidirles como
obispo. Segú n el parecer de Duchesne, es probable que tal comportamiento hubiese sido seguido
también por las Iglesias de Antioquía, Lyó n e incluso Roma. En cambio, Lécuyer, concluye que no
se les puede otorgar crédito, porque lo dicho sobre la costumbre de la Iglesia de Alejandría se
reduce a una mera leyenda.

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