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ORACIÓN, REFLEXIÓN E INTERCAMBIO - Lc 11,1-13

«Estaba haciendo oración en cierto lugar. Y cuando terminó, le dijo uno de sus discípulos:
— Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos.
Él les respondió: — Cuando oren, digan: Padre, santificado sea tu Nombre, venga tu Reino; sigue
dándonos cada día nuestro pan cotidiano; y perdónanos nuestros pecados, puesto que también
nosotros perdonamos a todo el que nos debe; y no nos pongas en tentación.
...Así pues, yo les digo: pidan y se les dará; busquen y encontrarán; llamen y se les abrirá;
... Pues si ustedes, siendo malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¿cuánto más el Padre del cielo
dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan? »

1. UN ITINERARIO DE ORACIÓN
La oració n es imprescindible en la vida del discípulo. Para que todos aprendan a orar, Lucas
nos transmite la oració n que Jesú s enseñ ó a sus discípulos. No es una simple fó rmula para repetir
de memoria, sino una forma de orar. El Padrenuestro, modelo de la oració n cristiana, no es só lo
una oració n, sino una escuela de oración. Su estilo sobrio y directo contrasta con rebuscadas
oraciones de aquella época y expresa muy bien la cercanía con que los discípulos de Jesú s deben
dirigirse al Padre. Es también una escuela de vida, pues nadie puede orar así si no vive en
coherencia con lo que pide. Nuestra oració n debe ser incansable y confiada, y debe pedir, ante
todo, el gran don del Espíritu Santo.
Hablar de la oració n debería ser un ejercicio en el que todos nos sintamos muy a gusto y
con abundante experiencia. Se puede abordar desde muy diversos enfoques: la Teología, la
Cristología, la Sagrada Escritura, la Liturgia, etc. Aunque parezca ser un reto muy superior a
nuestras posibilidades, recordando unas palabras de Gabriel Marcel en su obra “El misterio del
ser”, podemos afirmar que: “La montañ a que me aplasta es también la que puedo escalar”, por lo
cual todos hemos de buscar la manera por dó nde ascender a esa montañ a.
Me atrevo a afirmar que, en temá ticas como la fraternidad, la oració n y la misió n, hemos de
acogernos a una de las indicaciones de Só crates: “só lo nos es lícito hablar de lo que atañ e a nuestra
propia experiencia”. Antes que una conferencia sobre la oració n, quisiera que esta meditació n
fuera un momento para caer en la cuenta de nuestra experiencia personal de oració n, y de la
posibilidad de contrastarla y nutrirla con la experiencia de las otras hermanas de la comunidad, de
nuestra tradició n religiosa y de las enseñ anzas de Iglesia, etc.
En un tema como la oració n no vale presentarnos con un afá n de originalidad, sino má s
bien con el deseo de crecer y de compartir, con el mayor respeto y afecto, en un aspecto de la vida
que nos atañ e a todos por su importancia, que nos preocupa por su urgencia y por el bien que a
todos nos hace, pues ilumina cada una de las dimensiones de nuestra vida y misió n.
Apoyado en una conferencia sobre este tema, que le escuché a la Hermana Ernestina
Á lvarez, Benedictina de Leó n, Españ a, ahora les propongo ir haciendo un breve esquema de las
etapas de la historia de nuestra vida de oración. Tal vez descubramos que la historia de nuestra
oració n va paralela a la historia de nuestra vocació n porque se han ido construyendo juntas. Y me
atrevo a sugerirles un esquema de la siguiente manera:
1. Los comienzos: en los que recordemos los primeros pasos en la oració n dentro del contexto
histó rico de la familia, con algunas prá cticas religiosas y de devoció n, o sin ellas.
2. La formación del sentido religioso: Con la preparació n para los sacramentos y la conciencia
del deseo, siempre creciente, de algo superior, de Dios, de felicidad, de seguridad firme; un deseo
fuerte de encontrar el sentido de la propia vida. Es muy probable que recordemos personas, que

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bien podríamos definir como nuestros primeros maestros en la oració n.
3. Los primeros logros o las primeras crisis: Tal vez al despedir la infancia y cuando hizo su
aparició n la “adolescencia”, que por lo general trae consigo una gran maleta repleta de cambios.
Cuando muchas de las creencias infantiles empezaron a derrumbarse, incluso hasta la pérdida de
la fe que no había madurado lo suficiente.
4. Las arduas búsquedas de Dios o los nuevos y desconcertantes encuentros con el Dios
cristiano y la decisió n de seguir al Señ or. Quizá s un poema de Miguel de Unamuno refleje
perfectamente lo que nos haya podido ocurrir en este recorrido de la historia de nuestra oració n:
“Te metiste, alma mía, en las corrientes revueltas de la vida
y, con furia, los torrentes, en recia acometida de torbellino
te arrancaron la tierra en la que, la sabia del vivir se encierra
y tus pobres raíces, descubiertas, perdieron el sustento
y quedaron al aire libre abiertas y así, alma mía, te fuiste quedando
poco a poco mustia, marchita y muerta”.
5. Entrada a la casa de formación o llegada del momento de concretar la respuesta a la llamada.
Advertir el respaldo o la oposició n de familiares, incluso religiosos, amigos, etc. Y a las alturas de
este recorrido, bien nos podemos plantear la pregunta: “¿Y para qué nos ha servido la oració n?”
¿Có mo explicar a los demá s para qué sirve la oració n? Y quizá s hayamos tenido que salvar esta
situació n só lo aferrá ndonos a la fe, porque la oració n depende enteramente de ella, es su má xima
expresió n.
Dom Paul Delatte, monje benedictino, tercer abad de Solesmes (1898-1937) les decía a sus
monjes: “Las obras de la vida activa, como son externas y palpables, se realizan correctamente aun
cuando la fe no intervenga en ellas má s que de modo lejano. Sin duda es mejor que estén animadas
por disposiciones sobrenaturales, pero, aú n sin la fe del agente, los niñ os recibirá n la enseñ anza,
los ancianos será n cuidados y los enfermos aliviados. En cambio, la vida de oració n no es má s que
un sinsentido sin la fe”.
6. Durante nuestra vida en la casa de formación y en la misión: en esta sexta etapa podemos
indicar los añ os transcurridos y las etapas vividas. Seguramente la inquietud por no dejar la
oració n la tenemos clara desde que entramos en la casa de formació n y ha ido acompañ ada de un
cierto temor a descuidarla o a no cultivar suficientemente. Este miedo tiene una explicació n: de
alguna manera se nos ha informado que la causa de la salida de los religiosos o de los consagrados
en muchos casos ha sido el “abandonado la oració n, pues toda crisis vocacional empieza por ahí”.
Quizá s alertados por palabras como éstas, hemos procurado, con mayor o menor éxito, mantener
el ritmo de oració n para custodiar nuestra vocació n misionera.
Pero esto puede que no haya sido tan fá cil. Tal vez nos hemos encontrado con el gran reto
de unir equilibradamente la dimensió n contemplativa y la dimensió n activa de nuestra vida, y
hayamos percibo que, en bastantes ocasiones, nuestra balanza se inclina má s hacia los
compromisos externos, que hacia la interioridad. ¿Có mo explicar el contraste entre la intenció n de
orar y el incumplimiento de esta decisió n? ¿Por qué nos ocurre esto? Podríamos formularnos
ocasionalmente está pregunta: ¿Por qué rezo tan poco y tan mal?
¿Será por EL ACTIVISMO? Es porque tengo muchas cosas que hacer. Cada vez somos menos,
o má s bien, ahora que tenemos nuevos retos, nuevos compromisos, nuevas pobrezas, el trabajo se
multiplica. Y así esta actitud queda justificada. Pero ¿por qué hacemos tantas cosas? ¿Son todas
necesarias? Será que no creemos realmente en el valor de la vida por sí misma y tendemos a
llenarla de cosas para que parezca má s relevante y ú til.
Una “Amma”, “Madre del desierto”, estaba siempre en su celda mirando por la ventana y un

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día, un peregrino que había pasado con frecuencia por allí y le había visto siempre en la misma
posició n, le preguntó : “¿No te aburres de estar siempre sin hacer nada?” Ella le contestó :
“¿Aburrirme? Pero ¡si estoy viviendo!”. “El alma que se proyecta a sí misma completamente en la
actividad, y que se busca fuera de sí misma en las obras que realiza, es como el loco que duerme en
la acera frente a su casa, en vez de vivir dentro, donde hay quietud y calor” (Apotegma de los
Padres del desierto).
Alguien, con tanta actividad como fue Miguel de Unamuno escribió : “Deseo hacer mi vida
exterior lo má s pobre y monó tona posible para que sea má s rica y variada mi vida interior”. Y
¿saben qué motivació n da para este deseo? ¿Quizá s tener paz, tranquilidad, conocimiento
personal…? Pues no, “porque me debo, dice, a los demá s y no me es lícito perderme”. “Es en este
reposo de vida, lleno de íntimas inquietudes, es en este reposo donde puede cultivarse el alma y
cultivarla para los demá s” (Unamuno carta a su amigo Rufino Blanco el 2 de abril de 1901 a sus 27
añ os). “La desdicha de los hombres se debe a una sola cosa, la de no saber permanecer en reposo
en una habitació n” (Pensamientos de Pascal).
Estas reflexiones han de llevarnos a desear participar en los intereses y problemas del
hombre y de la sociedad. Pero también a desear y con mayor intensidad que haya en nuestra vida
algo que diga que el centro de interés es el cielo. Si no seguimos este camino interior y de oració n
podríamos llegar a parecernos a alguien que compra gran cantidad de bombillas de colores y las
cuelga por las calles de su pueblo, pero el pueblo no tiene corriente eléctrica. Los vecinos está n
alegres y le felicitan, pero llega la noche y la oscuridad es total. Entonces todos descubren la
verdad y le dicen enfadados: “Tus bombillas pueden decorar, pero no valen para iluminar”.
Será porque NO TENEMOS TIEMPO: Podemos poner una imagen a nuestras prisas y tomar
al simpá tico conejo de Alicia en el País de las Maravillas, que nos acompañ ó en nuestra infancia:
Nos lo presenta la misma Alicia: “Así pues, estaba yo pensando, cuando, de pronto, saltó cerca de
mí un Conejo Blanco de ojos rosados que se decía continuamente a sí mismo: «¡Dios mío! ¡Dios
mío! ¡Voy a llegar tarde!» Entonces el conejo se sacó un reloj de bolsillo del chaleco, lo miró y echó
a correr.” Yo me levanté de un salto y, ardiendo de curiosidad, me puse a correr tras el conejo”. En
este conejillo nos podemos ver a nosotros mismos, corriendo, mirando continuamente el reloj y
lamentá ndonos: ¡Dios mío!, ¡Dios mío! ¡Voy a llegar tarde! Pero, ¿a dó nde voy con tanta urgencia?
Al conejo le acompañ a, como su sombra, una continua sensació n de llegar tarde, de correr y
correr y no llegar. El reloj, que naturalmente le tendría que servir para ser puntual, le llena de
angustia. El tiempo se convierte en un enemigo, un juez implacable.
LA ORACIÓ N ES COSTOSA: Es posible que como hijas de la Caridad tengan muchos
proyectos en relació n con la misió n y con la comunidad. ¿Y, cuá les son sus proyectos en relació n
con la oració n? Puede suceder que lo que má s nos cueste proyectar y ejecutar sea, precisamente, la
oració n. Esta cuestió n no es nueva. Ya en los apotegmas de los padres del desierto se
trasparentaba la gran dificultad que tenemos para la oració n. “Preguntaron al Abad Agató n:
“Padre, ¿qué virtud es la má s trabajosa en la vida moná stica? É l les respondió : Creo que no hay
trabajo má s duro que orar a Dios. Siempre que el hombre quiere orar, los enemigos tratan de
impedírselo porque saben que cuando el hombre ora a Dios ya no son un obstá culo los proyectos
de Dios. La oració n exige luchar hasta el ú ltimo suspiro””. Nos cuesta parar, hacer silencio,
enfrentarnos a nosotros mismos… superar esa sensació n de inutilidad, de tiempo perdido cuando
hay tanto que hacer… Tengo la impresió n de que a muchos les pasa lo mismo, como que somos
poco rezadores.
Cuando una vez se le comentó a un monje budista el método oracional de la lectio divina,
con sus conocidos pasos de leer, meditar, orar y contemplar, quedó muy sorprendido y preguntó :

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“¿Có mo pueden leer un texto Sagrado sin pasar antes por un estado de contemplació n silenciosa
que purifique el corazó n? Pienso que só lo después de esta preparació n podrá la persona descubrir
el meollo del texto y no quedarse en lo anecdó tico o en consejos piadosos”.
¿Quién de nosotros no ha sido tocado o al menos rozado por la tentació n de lo inú til de la
oració n, por su aparente infructuosidad? Quizá s, aunque sea inconscientemente, ésta nos parece
de mucho menor rendimiento que las obras, menos eficaz. En el proceso formativo y en nuestra
entrega misionera puede suceder que muchas veces nos hayamos preguntado si nuestra vida
oculta sin hacer aparentemente nada tiene algú n valor y sentido. Unas palabras de Unamuno,
pueden darnos algú n consuelo: “Cada día creo má s en la eficacia de la labor oculta de los que
parecen no hacer nada. Los ocultos son la base de la vida comú n. Entregar el mundo a los activos
sería una ruina”. O las palabras de Marañ ó n: “La gran epopeya del vivir histó rico está formada má s
que por las grandes historias de los héroes, por la suma de otras batallas ocultas que se libran en
la conciencia de cada hombre entre el espíritu del bien y el espíritu del mal.”
“Dadme un hombre de oració n y serpa capaz de todo” (SVP). “El místico es un hombre
deseado y buscado por todos. ¿Qué desea la humanidad? “Encontrar un hombre de oració n,
alguien que sea por su presencia, má s que por lo que hace o dice, una llamada silenciosa, un
fermento secreto, un catalizador de lo esencial. Gracias a lo que este hombre es, allí por donde
pasa, su presencia se desarrolla como un sembrador, misteriosamente, sin que él lo quiera ni lo
sepa de manera expresa y precisa. Un encuentro de esta naturaleza es lo má s enriquecedor que le
puede ocurrir a un hombre”. (Marcel Legaut: Interioridad y compromiso).
En los añ os trascurridos en nuestra experiencia de oració n, puede que hayamos registrado
una enorme cantidad de cambios, y también de formas diferentes de orar, que han dependido, en
muchas ocasiones, de los sentimientos que llevá bamos dentro.
Sentimientos de duda, como los de Unamuno: “Oye mi ruego tú , Dios, que no existes, y en tu
nada recoge estas mis quejas. Tú que a los pobres hombres nunca dejas sin consuelo”1.
Sentimientos de perplejidad, como los del poeta sufí: ¿Tan vacía está la tierra de ti, Señ or,
que muchos han de dirigir los ojos hacia el cielo para encontrarte? De pobreza existencial, como
los del poeta leonés Leopoldo Panero: “Soy el hombre desnudo, soy el que nada tiene, soy siempre
el arrojado del propio paraíso. Soy el que tiene frío de sí mismo, el que viene cargado con el peso
de todo lo que quiso”2.
Sentimientos de ausencia-presencia de Dios que Rumí, un poeta místico musulmá n del siglo
XIII (1207-1273) lo expresa de forma insuperable: “Tu amor vino hasta mi corazón, y se marchó
feliz. Después volvió, se puso los vestidos del amor, pero, una vez más, se fue. Tímidamente le supliqué
que se quedase conmigo al menos por unos días. Él se sentó junto a mí y ya se olvidó de partir”.
Y Martín Descalzo escribe: “Dios está ahí, callado, recién hecho, esperando que tú lo estrenes
porque ni tú sin él, ni él sin ti, sois nada”.
¿Y por qué seguimos orando a pesar de que nos resulta demasiado difícil y de que tenemos
muchas cosas para hacer y no tenemos tiempo y de que a veces pensamos que no vale para nada?
Ha sido el experimentar que só lo mediante la oració n hemos podido seguir adelante en los
momentos de má xima dificultad en nuestro camino.
Podemos identificar nuestra oració n con el burrito Néstor, el de las orejas largas: “Néstor
era un burrito que sufría burlas y desprecio de todos debido a sus largas orejas. Los demá s burros
se reían de él, y su dueñ o no le daba de comer porque se tropezaba con ellas. Durante la noche de
Navidad, Néstor recibe la visita de un á ngel que le guía hasta un pueblo pró ximo a Belén. La Virgen
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La oración del Ate
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El templo vacío. Poema de Leopoldo Panero

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María y José le compran para que les lleve a Egipto y durante el viaje las orejas de Néstor
protegieron a la Virgen María cuando venían tormentas y torrentes”. Así la oració n nos ha
protegido en los momentos en que venían sobre nuestra vida tormentas y torrentes.

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