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La supervisión del trabajo docente


El rol pedagógico de la conducción. Un profesional que enseña y aprende. Enseñar y aprender en la
conducción.
Autor: Jorge Fasce

La función central e insustituible de la escuela es enseñar para que los alumnos aprendan.
Los directores de escuela como responsables del funcionamiento de esa institución especializada en la
enseñanza y el aprendizaje deberían tener una relación fluida con ambos procesos.

Un complejo sistema de causas y circunstancias ha alejado de la enseñanza y del aprendizaje a los directores,
especialmente de su aprendizaje y de sus funciones de enseñanza.
Nuestra exposición tratará de analizar ese complejo sistema de causas y circunstancias. Desentrañarlo y que
nuestros lectores reflexionen sobre ello, será el primer paso necesario para el reencuentro de los directores con
el aprendizaje y la enseñanza. Reencuentro imprescindible para desempeñar una gestión sana y eficaz y para
su desarrollo profesional y personal, el que a su vez es, dialécticamente, condición indispensable para una
gestión provechosa para la institución.

Recuperar su rol pedagógico es, por otra parte, esencial para que se pueda mejorar la conducción integral de
los establecimientos educativos.
La reflexión sobre sus "saberes previos" acerca de la enseñanza, el aprendizaje y la conducción, debería ser la
"materia prima privilegiada", como medio de revisar las propias prácticas de orientación, supervisión y
conducción de las propuestas de enseñanza y aprendizaje de la institución.

Para emprender dicha recuperación, los directivos deberían desarrollar, ampliar y profundizar sus
conocimientos y habilidades (que seguramente poseen) para que puedan orientar y supervisar los proyectos y
las tareas de enseñanza, y para proyectar e implementar propuestas de capacitación de los docentes en
situación, contextualizadas, constantes y multifacéticas.

Esa recuperación de conocimientos y habilidades sobre la enseñanza y el aprendizaje, y el aprovechamiento


de las posibilidades de revisión de las propias prácticas de orientación, supervisión y conducción, deberían
promover la construcción de un modelo de conducción institucional coherente con una concepción de
enseñanza y de aprendizaje, sana, racional, científicamente fundamentada y éticamente orientada, enmarcada
y ejercida.

El resultado final debería ser la construcción de un posible modelo estratégico de conducción institucional,
caracterizado por
poder comprender y sentir la escuela como una buena situación problemática , fuente de posibilidades y
dificultades,

considerar que los docentes también son sujetos de construcción de saberes y, por lo tanto, se acercan
a la tarea con "sus saberes previos" (que tal como plantea el constructivismo) serán los saberes a partir
de los cuales (confirmándolos, revisándolos, ampliándolos, profundizándolos, corrigiéndolos) y sólo a
partir de ellos, podrán mejorar sus formas de enseñanza,

considerar que esos saberes suelen ser difíciles de modificar porque suelen ser solidarios de las
matrices de aprendizaje más primeras y profundas que han construido los sujetos,

tareas todas que deben realizarse con una activa, auténtica y comprometida participación de todos los
integrantes de la comunidad educativa en las formas, aspectos y situaciones pertinentes.

Conducción pedagógica para que los docentes de aula enseñen y aprendan.

Cuando un docente inicia su labor en una escuela, sea novato o muy experimentado, trae consigo hábitos,
costumbres, ideas, teorías, técnicas, contenidos que domina o que conoce apenas, formas de establecer
vínculos, concepciones sobre qué es la escuela, qué es ser maestro o profesor y qué es el saber; disposiciones
y dificultades; lo que se llama en teoría del aprendizaje: los saberes previos (una intrincada y compleja
estructura de posibilidades y obstáculos conceptuales, procedimentales, afectivos y valorativos, conscientes e
inconscientes, con los que encara su labor).

“La situación de enseñanza es un conglomerado complejo de aspectos entrelazados entre sí, enmarcados en
un contexto dentro del que las relaciones de dicho conglomerado cobran significado. Comprenderla requiere
ahondar en sus diversos componentes y en sus interacciones. El significado está en las relaciones que
establecen entre sí los elementos personales, sociales, curriculares, materiales, organizativos y sociopolíticos,
los cuales tienen siempre una historia personal y social tras de sí” (J. Gimeno Sacristán, 1992).
Por otra parte, y como lo señalara el mismo autor: “(....) la formación inicial en el profesorado da una
preparación de bajo impacto en la configuración de la personalidad docente y sus efectos son débiles. Es el
contacto progresivo con la práctica lo que realmente impregna al profesor del saber práctico profesional
efectivo en la acción”. (J. Gimeno Sacristán. op. cit.)
Además, en general se aprecia que esa formación inicial en el profesorado no hace más que “(...) afianzar el
mismo papel profundamente aprendido durante la larga experiencia como alumno. De hecho, podemos
encontrar un llamativo isomorfismo entre las prácticas dentro de la institución de formación y las prácticas
dominantes en el resto del sistema educativo.” (J. Gimeno Sacristán. op. cit.)
Finalmente, y siguiendo con el mismo autor: “(...) la inserción en la práctica y el perfeccionamiento en ejercicio
son los momentos decisivos para la conexión teoría-práctica, porque es ahí donde el problema cobra sus
dimensiones reales y donde tiene un auténtico sentido.” (J. Gimeno Sacristán. op. cit.)

1
Todo esto revela el papel fundamental del director de escuela en la formación de los docentes. Para poder
colaborar con esos docentes en el indispensable proceso del continuo aprendizaje de su oficio de enseñante, el
director debe ir conociendo, cautelosa y pacientemente, esa dotación profesional y personal del docente. No se
trata de que sea un psicólogo o un especialista en teorías del aprendizaje. Pero...lo que no debe ser es un
aséptico funcionario que se considera sin ningún compromiso con la forma y la capacidad de enseñar del
personal de la escuela.

Tampoco debería ser una omnipotente autoridad que exige o impone las formas de enseñar. Cada docente
debe tener un cierto grado de libertad para elegir técnicas y recursos de enseñanza, pero no hasta el punto de
ser ineficaces o perjudiciales para sus alumnos. La aseveración popular “Cada maestrito con su librito” que
legitimaría cualquier estilo, cualquier propuesta, cualquier técnica, es totalmente discutible.

Es cierto que cada maestro tiene su propio “libreto” (justamente, la compleja estructura de saberes previos que
mencioné antes, podría ser ese “libreto”). Sin embargo, no parece que deba ser respetada a ultranza; sí debe
ser siempre considerada, pues son ésos los recursos que tiene para enseñar y para aprender cada maestro.
1
Tampoco estoy de acuerdo con la tramposa* (para los maestros) reivindicación que postula: “Cuando cierro la
puerta del aula soy dueño y señor de lo que ocurre dentro de esas cuatro paredes”. Quien se “cierra” de esa
manera, está “encerrando” también buena parte de sus posibilidades de aprender, lo que sería una lamentable
e inaceptable detención de su propio aprendizaje, para quien tiene como tarea, justamente, hacer aprender a
los demás. Porque parece muy difícil que se pueda hacer aprender a los demás si no lo hace uno mismo.

Volvamos al director: en aras de la libertad y de la autonomía no debe abandonar a los docentes. Tampoco es
aceptable ni eficaz el otro extremo: imponer formas de enseñanza. En ambas situaciones, lo que se hace es
negar al otro: negarle su capacidad de cambio, de progreso, de aprendizaje, de compromiso, de auténtica
participación (aparte de que ninguna conducta compleja se enseña bien imponiéndola).

Por otro lado, “la ignorancia del otro” o “la anulación del otro” no son formas sanas de relación con los demás.
La relación sana es la que se problematiza como relación, la que considera al otro con las contradicciones que
tiene y que genera.

Por otra parte, el director no sólo tiene el derecho que surge de su autoridad, de influir sobre la forma de
enseñar de los docentes, tiene también la obligación de hacerlo porque no puede permitirse “guardarse” para él
todo lo que sabe y todo lo que puede hacer saber a los demás. Más aún, no debería negarse a él mismo el
placer de enseñar, el placer de recuperar eso que seguramente añora: “la enseñanza perdida cuando dejó el
aula”, el placer de retomar aquello que constituía su “vocación” cuando ingresó a la carrera docente.

¿Cómo hacerlo?
Demandará generar un ambiente, una organización y un sistema de trabajo que posibilite la expresión y el
desarrollo de la autoestima profesional y personal de los docentes.

Se trata entonces de un director que

oriente y coordine la construcción previsora de metas; diseñe, organice y realice acciones que requieran
de la mayor participación posible y pertinente de los diversos actores institucionales,

comunique adecuadamente toda la información que necesiten para su buen desempeño,

coordine eficazmente personas, recursos y acciones; valorice la actividad de los que trabajan y estudian
como decisiva para obtener buenos, valiosos y eficaces resultados,

que escuche y observe,

que corrige, orienta, evalúa y se evalúa.

El director que observa una clase, lee una planificación o revisa trabajos de los alumnos de un curso, debería
tener en claro que ningún docente hace algo de una determinada manera porque sí, por azar o por ignorancia.
Su quehacer tiene una lógica, una coherencia, una “razón de ser”. Si el director no comprende esa lógica, le
será casi imposible modificar cualquier conducta de los docentes que dependa de ella. Para comprenderla, hay
que conocerla, para conocerla hay que descubrirla; para eso hay que observar, hay que escuchar. Hay que
escuchar y observar el trabajo de los docentes. No una clase, no una unidad didáctica, no un ejercicio, no un
tema, aislados. Porque por sí solos suelen decir poco si no descubrimos las relaciones entre ellos, si no los
interpretamos, si no los comprendemos, si no los entendemos, si no develamos el significado y el papel que
juegan en relación con los demás componentes en la lógica de enseñanza del docente.

La tarea es difícil, aunque no imposible, porque por suerte (o por desgracia) hay mucho de común en los actos
de los docentes. Una historia social y cultural bastante homogénea, una historia compartida del rol docente, un
tipo de formación de grado en la que sobresalen las semejanzas por sobre las diferencias y divergencias, han
generado tipos de docentes que casi son prototipos y más aún: estereotipos.

Posiblemente por eso, cuando se analizan, por ejemplo, los doce años de resultados de los Operativos
Nacionales de Evaluación de la Calidad Educativa del Ministerio de Educación, Ciencia y Tecnología de la

1 Digo “tramposa” porque creo que esa cesión de todo el poder a los docentes en el aula es un “engañapichanga” para que no
reclamen otros poderes que merecen: el que se juega en las decisiones institucionales, en las cuestiones técnicas, en el sindicato o
en el gobierno de la educación

2
Nación, se encuentran recurrencias en los resultados, que hacen sospechar recurrencias en las formas de
enseñar, que seguramente deben responder a una cierta consistencia lógica porque sino no se podrían explicar
tantas semejanzas (en logros y en deficiencias) entre las distintas áreas de conocimientos, entre los distintos
cursos y entre los distintos años calendario.
El informe de Fasce, Jorge y otros; 1998, “Qué y cuánto aprenden los alumnos argentinos” para UNICEF
ARGENTINA sobre dichos resultados: “Corresponde destacar los logros que el sistema educativo alcanza en el
dominio de técnicas intelectuales instrumentales básicas (ej: suma, resta, multiplicación, división, clasificación
de palabras, leer y escribir respetando reglas). Pero parecería no poder lograr que los alumnos las combinen y
las usen eficazmente para resolver situaciones que requieren de relaciones, de reestructuraciones, de
revisiones, de procesos complejos de análisis y síntesis. Cabría preguntarse si la forma de enseñar (y
aprender) esas técnicas intelectuales e instrumentales básicas son tan mecánicas, tan estereotipadas, tan sin
reflexión, que harán convertir los logros en barreras para aprendizajes posteriores más complejos que requieren
de su uso pero en forma flexible, dinámica y creativa.”

El director no sólo tiene que escuchar y observar persistentemente, con paciencia, con cuidadosa constancia
para poder luego trabajar con y sobre esos elementos sino también por el respeto que se merece cada
“trabajador docente”: hay que dialogar con él, conocer sus fundamentos y razones, tomarse el tiempo necesario
para conocer lo mejor de él, sus posibilidades a veces escondidas en los repliegues más profundos de su
personalidad.

Ese tiempo de diálogo es también imprescindible para generar confianza. Los intercambios cuidadosos,
detallados, profundos, sobre planificaciones, clases, cuadernos, trabajos, evaluaciones, observaciones al pasar,
entradas de corta duración a las aulas, charlas en los recreos, irán gestando el necesario clima de confianza
mutua para que el trabajo del director pueda influir sobre la forma de enseñanza de los docentes. Por supuesto
que, una vez más, el director debe ser un “mago del equilibrio” porque tampoco puede esperar tanto como para
que se perjudiquen los alumnos, por respetar y construir confianza con el maestro o profesor.

Esta tarea es tan difícil (aunque apasionante y por lo tanto tremendamente gratificante) que requiere que los
directores tengan sus propias oportunidades de aprendizaje, se necesita que haya instancias institucionales con
profesionales que les enseñen a ellos, que los estimulen a aprender, que los cuiden. El cuidado de estos
profesionales que realizan tareas tan complejas y de tanta implicación personal es esencial para que la tarea de
la escuela sea posible.

El director y la evaluación de los docentes


La observación de clases

Qué hacer antes de observar

Antes de empezar a ver clases, el Director debe haber trabajado cuidadosamente con las planificaciones
anuales o de unidades temáticas, de cada uno de los docentes.

En principio, dando las orientaciones necesarias para su elaboración; posteriormente, analizándolas con cada
uno a fin de apreciar su coherencia con los objetivos del proyecto curricular institucional, con los de ciclo, área y
año, con la propuesta pedagógica del establecimiento, con su estilo y con su espíritu.

También considerará su consistencia interna.

Todo esto es esencial para poder hacer después el seguimiento de la tarea cotidiana de los docentes.

Además, esos intercambios tan delicados, cuidadosos, detallados y profundos y un trabajo tan intenso y
comprometido irá gestando el necesario clima de confianza mutua indispensable para que la primera entrada
del director al aula donde está trabajando el docente, sea vivida por éste como lo que debe ser: una instancia
en la que alguien que tiene una visión más amplia y más profunda (por su posición en la estructura de la
escuela, por su historia profesional, por sus capacidades técnicas) le ayuda a mejorar su desempeño y el de
sus alumnos (objetivo éste, que debe ser la meta central de las actividades de supervisión didáctica del
director).

Hay que señalar algunos recaudos más para que ese clima de confianza inicial se afiance. Veamos: luego de
pasado un período prudencial desde el comienzo de clases, el director habrá decidido empezar a ir a las aulas.
Deberá anunciarlo explícitamente a los docentes como demostración de respeto profesional y personal hacia el
personal, eso será muy apreciado. También deberá avisar individualmente a cada uno, en cada caso.

Es imprescindible dejar pasar un cierto tiempo al inicio del ciclo lectivo, antes de iniciar las observaciones, a fin
de que se haya podido afianzar y estabilizar la relación del docente con sus alumnos. A la vez, el director
tampoco deberá dejar que transcurra demasiado tiempo y, además, deberá estar atento para que no se instalen
dificultades que luego podrían ser difíciles de corregir. Charlar con los docentes informalmente, hacer
observaciones al pasar, realizar entradas de muy corta duración a las aulas pueden permitir recoger señales de
la presencia de inconvenientes que pudieran estar apareciendo y que no sería prudente dejar avanzar.

Qué observar

El conocimiento que el director tenga de las planificaciones anuales o de las unidades didácticas, es
imprescindible para que cuando entre al aula para observar una clase, pueda entender su sentido y el de las
actividades y ejercicios en la secuencia didáctica correspondiente.

Otra cuestión a constatar es la coherencia de las actividades que se realizan, con la propuesta pedagógica de la
institución y con los objetivos planteados.

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Además del análisis de estos componentes que podríamos llamar estructurantes de la clase, se deberá
apreciar el desempeño en acto del docente: el dominio de los contenidos, el enunciado de las consignas e
indicaciones, la habilidad para la coordinación del grupo.

Por supuesto, merecerá la atención del observador, el trabajo de los alumnos: el tipo e intensidad de la
participación, su compromiso con la tarea, el tipo de relación con el docente, la dinámica grupal.

El director deberá también supervisar cuadernos, carpetas, trabajos y evaluaciones de los alumnos.

La devolución de lo observado

El director deberá conversar con el docente sobre lo observado en un momento lo más cercano posible a la
supervisión realizada.

En un primer momento, se deben señalar los aspectos positivos encontrados para pasar luego a lo que deba
ser criticado. Empezar por los aciertos facilita la comunicación posterior y abre la escucha del docente. Hacer lo
contrario, conllevaría el riesgo de instalar una barrera difícil de sortear después.

Obviamente, se trata de que el análisis de la clase consista en un verdadero diálogo en el que ambas partes
puedan intercambiar impresiones, argumentos, coincidencias y discrepancias. Para que esto sea posible, ya lo
hemos señalado, debe haberse construido previamente un clima de confianza mutua que se edifica en el
trabajo conjunto continuado y en el diálogo permanente.

Es sobre esa confianza mutua y sobre ese diálogo fecundo, que el director podría permitirse intervenir durante
una clase que está observando, sé que muchos colegas pueden no estar de acuerdo con esta sugerencia por
considerarlo inapropiado y hasta irrespetuoso para el docente de aula. Pero creo que esto dependerá de cómo
sea la intervención, con qué fin, en qué momento y sobre todo con qué intención. Habrá que ser
extremadamente cuidadoso para no ser descalificador o para no desautorizar al docente delante de sus
alumnos. Personalmente, puedo decir que he llegado a intervenir en clases que estaba observando para
ampliar una explicación, para señalar un camino posible que no había sido advertido, para proponer un
ejercicio. Lo he podido hacer respetando al docente. Más aún: logrando que éste valorara y agradeciera
auténticamente el aporte. Pero, sin duda, debería insistir, permítamelo colega lector, que eso es posible sobre
las dos condiciones indispensables: sólida confianza mutua construida previamente y auténtica y sana
intención de hacer un aporte positivo para el maestro o para los alumnos, sin ocasionar el más mínimo
inconveniente a uno ni a otros.

Quiero comentarles, colegas directores, que algunas veces, como consecuencia de este tipo de intervenciones,
he conseguido lo que considero uno de los logros más apreciados por mí en la tarea de conducción: que algún
maestro me pidiera que fuera a desarrollar alguna clase en su curso porque había aprendido mucho viéndome
intervenir en el aula.

En este punto, creo que también sería bueno contarles que frecuentemente cuando quise introducir una nueva
propuesta metodológica para enseñar un determinado contenido, lo primero que he hecho ha sido mostrarlo en
una clase a mi cargo, el maestro observaba y luego la analizábamos entrambos.

Algunas veces, hasta nos animamos a desarrollar clases conducidas en equipo: maestro y director.

El registro de las observaciones

No soy partidario de las guías de observación muy analíticas, en ellas suele haber tantos detalles a tener en
cuenta que se nos pueden escapar aspectos esenciales, más globales y más estructurales. Por otra parte,
cuando uno quiere reconstruir una impresión general de la clase revisando esas guías tan meticulosas, suele
resultar difícil porque la actividad supervisada ha quedado atomizada en muchísimas pequeñas partes,
aspectos y componentes.

Cada nueva observación del desempeño de un docente debe ser integrada a las anteriores, a fin de analizar
semejanzas, diferencias, coherencias, discrepancias, mejoras o retrocesos. Es sólo ese monitoreo con
continuidad el que permitirá descubrir (como vimos en el capítulo 3) la lógica subyacente del accionar del
docente. Como planteamos en el mencionado capítulo anterior: sólo descubriendo esa lógica, se puede
empezar a corregir los errores más importantes si los hubiera.

También será importante considerar en conjunto las observaciones de distintos docentes, de distintos cursos,
de las diferentes áreas, para apreciar si hay aciertos y fallas que se repiten, porque son esas reiteraciones las
que nos pueden dar una visión de conjunto de lo que está ocurriendo con la propuesta pedagógica y didáctica
de nuestra escuela.

En esta época de multimedios y de intensiva y extensiva publicidad, se me ocurren dos mensajes que
podríamos colocar en cada Dirección, en cada Rectoría, en cada sala de maestros o de profesores:

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Señor Director: no se prive del placer de enseñar a sus docentes. Exija que también le enseñen a Usted. Exija
que lo cuiden.

Señor Docente de Aula: exija que sus directores lo hagan aprender con ellos.

Obviamente, para ello se requieren, también, adecuadas condiciones institucionales, de equipamiento, laborales
y de formación profesional; y por parte del propio directivo: cualidades personales tales como sólida seguridad
básica, óptima autoestima, disposición para la comunicación, capacidad de reflexión e intachable posición ética
(sobre ellas nos explayaremos en el capítulo…….).

“Agarrá lo libro´ que no muerden” (Mario Fortuna, actor cómico) o “El saber no ocupa lugar” (Dicho popular)

En el capítulo 2, ya afirmamos que en toda situación de comunicación (por lo tanto también en toda situación
de enseñanza y de aprendizaje, que es lo que nos interesa ahora) se construyen relaciones con las personas
(alumnos, directivos, colegas y familias), con los componentes de la situación didáctica (especialmente, con los
contenidos) y con aspectos del encuadre de la tarea (normas institucionales, tiempo, espacio, material didáctico
auxiliar, mobiliario).

Ahora, los invitaré, apreciados colegas, a ocuparnos de las relaciones (“peligrosas”) con el saber.

En el capítulo sobre “comunicación”, ya afirmé que no hay acto de la vida humana sin alguna forma de relación
con otros; en el caso de la enseñanza y de la gestión institucional, eso es imprescindible para que el hecho
ocurra: siempre se enseña o se conduce a otro.

Veamos especialmente la situación de enseñanza: hay que enseñar “algo”. No existe una relación “enseñante-
enseñado” sin “algo” que se enseñe y se aprenda. Esto determina que la relación sea más compleja que la
compuesta solamente por dos polos (el que enseña, el que es enseñado) pues al incluir un “algo” a ser
enseñado ya tenemos, también, las relaciones “enseñante- algo a ser enseñado” y “enseñado – algo a ser
aprendido”.

Aquí propondré reflexionar sobre el par “enseñante - algo a ser enseñado”.

Cuando empecé a escribir lo anterior y lo que sigue, recordé lo que decía por radio (en épocas de mi infancia y
de mi juventud, décadas del ´50 y del ´60) un personaje interpretado por el actor cómico Mario Fortuna: “Agarrá
lo´libro que no muerden”. Creo que lo que quería expresar con esa frase era la idea de que el saber no es
peligroso. Siempre la incluía aconsejando a alguien la necesidad de estudiar, de “cultivarse”. Hay otro dicho
popular que, más o menos, propone una idea parecida: “El saber no ocupa lugar”. Por el contrario, a mí me
parece que “los libros pueden llegar a morder”. Por lo menos, ésa puede ser la fantasía (seguramente no
consciente) de todo aquel que no ha aprendido a tener una relación fluida con ellos.

Ya dije, en el mencionado capítulo anterior, que “lo nuevo” (en este caso, un saber a incorporar, un tema a
comprender, un conjunto de contenidos a recibir) inquieta, moviliza, desorienta, a veces angustia. Que las
relaciones – también con los libros – acogen pero agreden, acompañan pero atacan, abren pero cierran, ligan
pero pueden desarmar, enriquecen pero “muerden” (aunque lo negara aquel cómico popular, que posiblemente
lo sabía y por eso quería convencer a sus interlocutores de lo contrario).

Ante un saber nuevo, podemos sentir (no conscientemente, quizás) que nos puede hacer tambalear, confundir o
destruir certezas que tenemos incorporadas y que forman parte de nuestra identidad. Lo que ocurre es que la
mayoría de las veces, efectivamente es así. Piaget conceptualizó esto como proceso de acomodación:
modificaciones cognitivas del sujeto que aprende para poder incorporar conocimiento. Modificaciones que
pueden ser pequeñas, restringidas, parciales; o muy importantes, amplias, profundas (depende de lo que se
esté aprendiendo – asimilando -).

Se aprende tomando (y a partir de) lo que sabemos (lo que llaman hoy “significatividad cognitiva del
aprendizaje”), y ese saber previo puede facilitar pero también obstaculizar los nuevos aprendizajes pero no hay
forma de evitarlos a costa de generar resultados superficiales, coyunturales, transitorios, mecánicos, no
significativos, pobres, entorpecedores de nuevos aprendizajes. Lo que pasa también es que esos saberes así
“aprendidos” generan o refuerzan una baja autoestima porque uno siente que no puede dialogar, cuestionar,
discutir, “pelearse” con el nuevo saber, criticarlo. Incorporarlo, descubrirlo, construirlo luego de un arduo
proceso en el que uno ha sido participante activo y comprometido, potencia la significatividad personal: me
siento fuerte, soy capaz de cambiar porque tengo y sigo construyendo una personalidad sólida como para
afrontar el temor que generan “los libros que muerden”, pero igualmente dialogo con ellos.

Por otra parte, siempre se supo que además de enseñar, por ejemplo, matemática, música, geografía o
deportes, enseñamos formas de relación con esos saberes (“actitudes y valores” dicen los C.B.C). Nuestros
alumnos aprenden, junto a las fórmulas para hallar la superficie de los cuadriláteros, las relaciones entre clima,
suelo y producciones, a cantar en un coro, a hacer un saque de potencia en voleibol; a disfrutar, rechazar,
ignorar y valorar la matemática, la música, el deporte o la geografía.

Y no es fácil (si uno piensa tal como se cree a cierta edad que “siempre a mayor perímetro, mayor superficie”)
modificar una hipótesis cognitiva, como no es fácil aprender el valor del “saque de arriba” en el voleibol – que
eso es el “saque de potencia” – saltando y pegando a la pelota desde arriba hacia abajo como en el saque del
tenis cuando uno está acostumbrado a pegarle a la pelota desde abajo y parado firmemente en el piso. No usar
más ese saque de abajo bien aprendido y muy arraigado, modificar las creencias sobre las relaciones entre
perímetro y superficie, “complicarse” con los vínculos entre clima, suelo y producción: “muerde”, lleva tiempo,

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“ocupa lugar”, no es fácil aprender: uno tiene que cambiar, abandonar o cuestionar “cosas de uno mismo”, que
pertenecen a nosotros, que hacen a nuestra forma de ser. Y a lo largo de la vida uno va construyendo o
aprende formas (que suelen tener mucha estabilidad, consistencia y fijeza) de relacionarse con el saber. Y esas
formas suelen ser (como ya dije en el capítulo 2), básicamente: la negación (o resistencia muy fuerte) al nuevo
conocimiento, la indiferencia (que es otra forma de negación que cumple la misma función), la absorción
acrítica, pasiva, dependiente (y por lo tanto, superficial) que no produce ninguna acomodación del sujeto; la
incorporación deformante, que modifica tanto los contenidos en función de una asimilación egocéntrica por
parte del sujeto que tampoco produce auténtico aprendizaje o cambio en el que aprende (por ejemplo: hacer el
mencionado “saque de potencia” parado fijamente en el piso, de tal manera que casi nada se modifica en la
forma de sacar y lo incorporado – aprendido no es el “saque de potencia” sino “cualquier cosa”) o la
problematizadora, interdependiente, dialéctica, de ínter influencia mutua entre el conocimiento y el sujeto que
aprende.

Lo que hay que tener en claro es que no sólo nuestros alumnos y docentes tienen esas formas de relacionarse
con el saber sino nosotros, los directores, también las tenemos y que (quizás sea lo más importante) nuestras
formas de relación influyen sobre las de los docentes con sus alumnos. Es bien sabido que, por ejemplo,
maestro a quien le guste la música hará que sus alumnos también la aprecien (aunque no se lo proponga
explícitamente) y que director que le teme a la matemática, probablemente, genere ese mismo sentimiento en
sus docentes.

De todo esto surge la importancia de trabajar sobre las relaciones que los docentes tienen con el saber (así
debería hacerse también con los futuros docentes en las instituciones de formación). Aprender no es sólo una
cuestión cognitiva; es también una tarea difícil porque involucra aspectos afectivos, actitudinales y valorativos.
El saber “muerde” y “ocupa lugar” pero por lo contrario (o complementariamente) no sólo su incorporación sino
el trabajo arduo para adquirirlo divierte, recrea, enriquece, apasiona, gratifica si uno se atreve a “cambiar como
la llama aunque se siga siendo inconfundible como el fuego” (Martiñá, 1974). Solamente si descubrimos esa
dificultad y ese placer en nosotros, podremos acompañar en una aventura similar a los otros (los docentes de
aula con su propio aprender y con el aprendizaje de sus alumnos).

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