Está en la página 1de 40

Universidad Católica Argentina, FFyL, Departamento de Letras

Cátedra de Literatura Francesa I (CÁMPORA-DE CABO)

Scherer, Jacques, 1966, Les structures de Tartuffe, París, Societé d'édition


d'enseignement supérieur, pp. 211-251. Traducción de Estefanía Montecchio.
.

Las estructuras de Tartufo

Debe destacarse que la estructura gestual de Tartufo es particularmente rica y cuidada.


Tartufo, como todos saben, es una pieza repleta de ideas y de propósitos sutiles. Esto no
impide que sea también una pieza colmada de movimiento, donde el elemento
espectacular se encuentra fuertemente desarrollado. De hecho, está tan desarrollado
como en aquella farsa cuyo contenido ideológico sería nulo o paupérrimo.
Esto ocurre porque Molière fue ante todo un actor, y el más extraordinario de todos los
actores cómicos de su época. Nunca olvidó que lo era. Paulatinamente, se convirtió en
escenógrafo y director de compañía(s), luego, más tarde, en escritor. Nunca dejó de
pensar, cuando escribía las piezas, y en particular el Tartufo, que es una de sus obras
más elaboradas, en las posibilidades de actuación que podían incluirse en sus piezas al
escribir el texto. Una actuación que no era solamente para el personaje que lo
representaría, aquí Orgón, sino también para todos los otros y una actuación de conjunto
para la compañía. Los matices más finos de esta actuación desafortunadamente se
perdieron, mas el texto permite comprender al menos algunos de los gestos que Molière
les proponía a sus comediantes.
¿Cómo se distribuyen los elementos gestuales en el Tartufo? Citemos, primero, algunos
documentos contemporáneos o más o menos contemporáneos sobre el juego de Molière
como actor; estos permiten imaginar un poco al menos el modo en que podía haber
representado el papel de Orgón.

1. CÓMO INTERPRETABA MOLIÈRE


El testimonio de la Señorita Poisson

1
He aquí, en primer lugar, el retrato de Molière-actor, hecho por una comediante. Dicha
comediante es la hija de Du Croisy, también comediante de la compañía de Molière, y
que actuaba ya, bajo su nombre verdadero, en las Preciosas ridículas. Su hija se casó
con un actor llamado Poisson, y se la llamó entonces, según la costumbre de la época,
Señorita Poisson. Avanzado el siglo XVIII, escribió sus Memorias, en las que deja
testimonios valiosos y precisos sobre Molière. Tenemos entonces la oportunidad de
contar con un análisis de la experiencia del gran comediante, hecho por una especialista
en teatro.
La Señorita Poisson comienza su retrato de Molière con una caracterización física;
todos sabemos que la actuación de un comediante está determinada, en parte, por su
físico. Escribe ella: Molière “no era ni demasiado gordo ni demasiado flaco. Era más
bien alto que pequeño, de porte noble, con lindas piernas”.
La Señorita Poisson no busca escribir un texto literario; sino dar información precisa,
que haga las veces de lo que será, más tarde, la fotografía; esta información tiene como
objetivo hacernos comprender cuál era el instrumento corporal del que disponía
Molière. A grandes rasgos, el físico del que se habló hasta ahora es más bien el de un
trágico que el de un actor cómico. Para traducir al lenguaje actual las observaciones de
la Señorita Poisson, Molière tenía una contextura normal, no era ni gordo ni flaco; era
bastante alto, estaba bastante bien constituido, y tenía cierto aire de nobleza. Esto es lo
que sin duda le dio la idea de actuar en tragedias; durante muchos años, probó, sin éxito,
en la actuación trágica.
La siguiente frase muestra cómo otras características propicias para la actuación trágica
fueron utilizadas por Molière para realizar interpretaciones cómicas: “Caminaba
solemnemente, parecía muy serio…”. Este paso serio, esta gravedad, pueden servir,
aunque corran el riesgo de parecer monótonos, para realizar una representación trágica,
pero pueden permitir también acentuar los aspectos cómicos de los personajes
encarnados; hay grandes actores cómicos que no ríen jamás. Molière tenía, nos dice
además esta comediante, “la nariz gruesa, la boca grande, los labios gruesos, la tez
morena”. Nos hallamos aquí lejos de la belleza clásica; en la máscara de Molière, los
elementos que se encuentran son más bien los propios de la comedia. Tenía también,
nos dice la Señorita Poisson, “las cejas negras y gruesas, y los diferentes movimientos
que realizaba con ellas volvían su fisonomía extremadamente cómica…”. Tal vez sería
conveniente evocar aquí el cine mudo, en el que ciertos actores cómicos supieron

2
utilizar sus cejas de manera muy exagerada, contra natura, produciendo efectos
cómicos.
La Señorita Poisson se refiere a continuación a la voz de Molière: tenía la “voz ronca,
inflexiones duras, una locuacidad que precipitaba demasiado su declamación”. Como
muchos de los grandes comediantes, Molière no había sido favorecido por la naturaleza.
Él se creó un modo teatral de hablar, con trabajo y esfuerzo. Por naturaleza, hablaba
demasiado rápido, su voz no era lo suficientemente sonora y su articulación se
caracterizaba por cierta rigidez. Se deshizo de sus defectos, que transformó en encantos.
“No corrigió, dice la Señorita Poisson, esa locuacidad, tan contraria a la buena
articulación, que por esfuerzos continuos, que le causaron un hipo que conservó hasta la
muerte…”.
Este último punto es muy difícil de comprobar. Sin embargo, el hipo de Molière no es
un invento de la Señorita Poisson. Existía, pues fue destacado por otros testigos. Me
asombraría que se debiera a un esfuerzo de hablar más lentamente, me inclinaría a ver
en él más bien un efecto de las dificultades respiratorias de Molière. Molière murió a los
cincuenta y un años, quizá por un exceso de trabajo, pero también, esto no era un
secreto para ninguno de sus contemporáneos, por la enfermedad que lo minaba. No se la
podía curar, ni siquiera atribuirle un nombre, mas parece haber sido de origen pulmonar;
los especialistas actuales tienden a ver en ella una especie de tuberculosis. Sea lo que
sea, pudo extraer de este hipo efectos cómicos, tal vez un simple silbido, soplo o manera
ronca de pronunciar ciertos sonidos: efectos todos que convenían a los pasajes grotescos
de ciertos roles.

Los otros testimonios


Otro testimonio, bastante divertido, nos muestra a Molière en un papel trágico y se
refiere también a este hipo. Proviene del actor Montfleury, que en 1664 representó La
improvisación del Hotel de Condé, pequeña pieza por la que participa de la querella
desencadenada por la Escuela de mujeres. Esta pieza describe satíricamente a Molière
que interpreta un papel trágico, el de César, en la Muerte de Pompeyo de Corneille. He
aquí el modo en que es descripto:
“Viene con su nariz al viento,
Los pies en paréntesis y los hombros hacia adelante,
Su peluca, que sigue al lado que avanza,
Más repleta de laureles que un jamón de Maguncia,

3
Las manos hacia ambos lados, que parecen un poco descuidados,
La cabeza sobre la espalda como una mula de carga,
Los ojos muy extraviados, que luego producen sus papeles,
Un hipo eterno separa sus palabras”.
Sin embargo, Molière renuncia bastante rápido a representar tragedias. Los testimonios
más numerosos que poseemos hablan sobre su actuación cómica, lo que es normal, ya
que interpretó comedias por mucho más tiempo que tragedias y tuvo mucho más éxito
con ellas.
Su actuación cómica integra con frecuencia pasajes de canto y de baile; no es este el
caso del Tartufo, pero sí de muchas otras comedias. Usa los recursos de la acrobacia, de
la gesticulación y de la mímica que había podido observar en las farsas francesas en su
infancia y juventud, en el tiempo de su apogeo. Sus camaradas italianos, con los que
compartía los teatros en los que actuaba, utilizaban también esta forma de expresión. La
actuación de Molière no tenía entonces nada de noble ni de sobria. Debía de abundar en
movimientos, en movimientos desenfrenados y en ademanes de todo tipo. Sus coetáneos
hacen alusión a sus gestos, a sus “contorsiones”, a los “resortes burlescos” que moviliza.
Esta idea es fácil de ilustrar gracias a los testimonios contemporáneos. Por ejemplo, La
improvisación de Versalles ofrece un pasaje en el que Molière imita de manera paródica
a los comediantes del Hotel de Bourgogne, ridiculizándolos. La imitación de Molière es,
a su vez, imitada; nos es descripta en una de estas piezas que prolongan la querella de la
Escuela de Mujeres, del siguiente modo: “Es verdad que respira y babea bien, que hace
hincharse a toda su persona y que encontró el secreto para hinchar su cara”. Molière,
que no era gordo, lo parecía, e incluso enorme, cuando imitaba a un trágico pomposo
cuya pomposidad denunciaba.
Luego de la muerte de Molière, Donneau de Visé, que lo había conocido bien, que lo
había atacado y luego se había reconciliado con él, y que había hecho representar
muchas de sus obras en su teatro, publica un pequeño libro que titula Oración fúnebre
de Molière. En él leemos lo que es, tal vez, el más bello elogio del comediante: “Era
comediante de pies a cabeza; parecía tener muchas voces; todo hablaba en él y a partir
de un paso, de una sonrisa, de un guiño y de un movimiento de cabeza, hacía concebir
muchas más cosas que las que el mejor orador habría podido decir en una hora”.
El último texto que quisiera citar en este sentido es uno del propio Molière. En la
Crítica de la Escuela de Mujeres, concede la palabra a sus detractores y lo que estos
dicen nos informa sobre el modo en que interpretaba la Escuela de Mujeres. Su papel, el

4
de Arnolphe, era representado de una manera grotesca y bufonesca, en tanto que en
otras épocas pudo ser interpretado seriamente. El pedante Lysidas, en la Crítica, dice
sobre Arnolphe: “¿No hay algo de cómico y de exagerado en el quinto acto, cuando
explica a Agnès la violencia de su amor, con esas rotaciones extravagantes de ojos, esos
suspiros ridículos, y esas lágrimas bobas que hacen reír a todo el mundo?”.
Desgraciadamente, no tenemos testimonios tan precisos sobre la actuación de Molière
en el Tartufo. A la luz de las palabras de aquellos que acabo de citar, solo podemos
imaginar cómo había compuesto a su Orgón, y cómo daba vida a los otros personajes.
Pero en otro tiempo, es necesario decirlo, para dar a los gestos su marco, cómo utilizaba
la decoración.

II- Una escenografía funcional

Exigencias de la escenografía clásica


Se ha hablado muy mal de los decorados del siglo XVII, ya que eran muy simples. Los
decorados complejos y estructurados, las plantaciones de decorados construidos, los
dispositivos escénicos actuales eran evidentemente desconocidos entonces. No se
disponía más que de telas pintadas: una tela de fondo y a veces también, telas a los
costados. Sobre la escena no podía ubicarse más que un muy pequeño número de
muebles, cuya generalizada estrechez no estorbara. El hecho de que el espacio sea tan
parco impone limitaciones al decorado.
La escena del Palacio Real, donde Molière interpreta el Tartufo, es más extensa que la
del Hotel de Bourgogne, sin llegar a ser, no obstante, excesiva. No hay demasiado
espacio, especialmente si los personajes son numerosos. Creo que Molière entendió
admirablemente un principio fundamental, a mi parecer, de la decoración, que yo
expresaría así: en un decorado, todo lo que es inútil es malo. Este principio dista de ser
siempre aplicado actualmente, puesto que los recursos de la decoración son
prácticamente infinitos; ciertos decorados son obras de arte por sí mismos; encontramos
en ellos lo bello, lo divertido, pero también lo gratuito. En el siglo XVII, la estrechez
espacial se conjuga con el rigor de los principios para someter el decorado a la misma
ley de economía que la concepción literaria. En las buenas piezas al menos, el decorado
clásico es rigurosamente funcional y no presenta más que los elementos indispensables.

5
¿Cuáles son los elementos indispensables del decorado en el Tartufo y para qué sirven?
Estos elementos son muy pocos y de una extrema banalidad: una mesa, sillas, una
puerta, y un cuartito, contiguo al gran salón que el decorado representa.

La mesa
La mesa es el tema preferido de los ilustradores. La escena de Orgón bajo la mesa es la
más representada en las estampas antiguas: Orgón se coloca bajo la mesa, está allí
escondido o sale; podemos dudar sobre el momento, pero la mesa es siempre, desde el
punto de vista visual, el verdadero héroe de la pieza para los ilustradores.
Molière se vale de esta mesa en el cuarto acto. En la escena 4, vemos a Orgón
esconderse ahí, y la mesa no es mencionada más que en ese momento, cuando va a ser
utilizada. No está al frente de la escena, tampoco en el medio y tampoco es seguro que
sea completamente visible en la escena misma. En efecto, Elmira le dice a su marido, al
comienzo de la escena 4 del acto IV:
“Acerquemos esa mesa y meteos debajo”.
Si hay que acercarla, significa que no está ahí. Y no está ahí porque, si lo estuviera, los
comediantes no hubieran tenido lugar para moverse. Está en una esquina, pero en el
momento en que va a representar su papel, pues esta mesa es un personaje, se la acerca
al medio de la escena para que los espectadores puedan ver bien de qué modo Orgón se
sirve de ella.
Elmira da sus últimas instrucciones a Orgón, quien se desliza bajo la mesa. Permanece
escondido durante toda la escena 5, que es muy larga y durante la cual Elmira sostiene
con él comunicaciones acústicas secretas que no parecen llegar efectivamente a su
destinatario, pero que divierten mucho al espectador. Al comienzo de la escena 6,
Molière da esta indicación escénica: “Orgón, saliendo de debajo de la mesa”. La mesa
ha interpretado su papel, escondiendo a Orgón para permitir un vuelco capital de la
acción; es recubierta con un tapiz que lo oculta de la vista de Tartufo, por supuesto, pero
también de los espectadores. Sin embargo, Orgón, físicamente invisible, continúa
presente en la cabeza del público, no solo porque está vitalmente interesado por la
acción visible que se desarrolla ante él, sino también porque los signos sonoros que
Elmira le dirige (tose, golpea la mesa) suscitan una materialización imaginaria de su
personaje.

Las sillas

6
Las sillas actúan también. No intervienen más que en el acto III, escena 3. En la primera
gran escena de seducción entre Tartufo y Elmira, se sientan. El segundo verso que
pronuncia Elmira en esta escena es:
“Mas tomemos una silla, que estaremos mejor”.
El hecho es entonces subrayado en el texto. Es raro que los personajes se sienten en el
teatro clásico. Los comediantes del siglo XVII actúan casi siempre de pie. Si es
necesario que en algún momento un personaje de la comedia o de la tragedia se siente,
las indicaciones escénicas lo precisan generalmente. Esta costumbre se explica, me
parece, por las malas condiciones de visibilidad del teatro de esa época: las escenas eran
demasiado pequeñas y los espectadores estaban demasiado apretujados, se ve mucho
mejor a los actores cuando están de pie.
No obstante, hay casos en los que la costumbre hace que el actor se siente. Por ejemplo,
para mostrar el agotamiento de un personaje: Racine permite a su Fedra sentarse casi
desde su entrada en escena. En las escenas de reflexiones importantes, se sientan con
agrado. Sería el caso de un rey que delibera con sus consejeros sobre la conducta a
seguir en un asunto difícil, si recibe a un embajador de una potencia extranjera, o si se
discute una cuestión muy importante, como aquí, en el Tartufo. Elmira quiere hablar del
matrimonio de Mariana; es un asunto bastante importante que amerita que se sienten.
Estas sillas, estas dos sillas, pues no hay más que dos, tienen otra función más. Van a
permitir mostrar al espectador del modo más claro, a través de sus desplazamientos, la
concupiscencia de Tartufo. Este último no se limita a los elogios verbales. Se acerca a
Elmira. Molière indica que él le “toma la punta de los dedos”. Un poco más tarde, “le
pone la mano en la rodilla”. Elmira comienza a inquietarse y le dice: “os lo ruego,
dejadme, soy muy cosquillosa”. Sobreviene enseguida esta indicación escénica: “Ella
echa para atrás su silla y Tartufo acerca la suya”. Este movimiento describe la situación
psicológica. Elmira quiere alejarse de Tartufo, empuja un poco su silla; Tartufo quiere
permanecer cerca de ella, empuja también su silla en la misma dirección.
El juego de escena no está indicado más que una vez por Molière. Ocurre que,
interesados por la eficacia a cualquier costo, una puesta en escena lo repite muchas
veces. La intención del gesto no es menos clara que la necesidad de funcionalización, si
podemos decirlo, de este elemento de decoración que es la silla.

El cuartito

7
Debe decirse casi lo mismo del “cuartito” mencionado en el segundo y el tercer acto. Al
comienzo del segundo acto, Orgón, que quiere hablarle en secreto a su hija, examina los
lugares y, en particular, dice la indicación escénica de Molière, “se asoma a un
cuartito”. Justifica su inquietud mediante la declaración:
“Miro que no sea que haya alguien que pudiera estar escuchándonos. Pues este cuarto es
muy propio para espiar cualquier conversación”.
El escondite preparado está vacío en ese momento. Esta preparación sirve para que el
público admita/acepte mejor que Damis se esconda allí en el tercer acto.
Al final de la primera escena del acto III, cuando se ve entrar a Tartufo, Damis se
esconde en este cuartito, cuya existencia y utilidad nos fueron propuestas en el acto
anterior. Preocupado por la apariencia que quiere presentar ante Dorina y luego ante
Elmira, Tartufo no osa permitirse ir a ver si el cuartito está vacío; hace su declaración a
Elmira. Al comienzo de la escena 4, Molière hace hablar a Damis, “saliendo del cuartito
en que se hallaba oculto”, y Damis se apresura a explicar:
“Estaba en este lugar desde el que he podido oírlo todo”.
La función de este lugar suplementario es entonces clara para el espectador.

La puerta
El último elemento del decorado cuya función quisiera precisar es la puerta. Una puerta
es un elemento banal en un decorado: el decorado de la comedia representa
tradicionalmente una pieza de una casa y, por supuesto, se entra en una habitación por
una puerta. Pero Molière no quiso aquí que esta puerta sirviera solamente para entrar y
salir. Le dio otra función y un interés dramáticos. Se trata de una puerta que actúa, en el
mismo sentido que actúan la mesa y las sillas, e incluso el cuartito.
Al final de la escena 6 del acto III, Damis salió, naturalmente por la puerta. Tartufo y
Orgón se encuentran solos. Si Damis salió, la puerta está siempre allí y aparece como
una especie de testimonio de la escena precedente, que irritó a Orgón al punto de
expulsar, desheredar y maldecir a su hijo. Orgón y Tartufo expresan su emoción, cuya
causa, para Orgón, es Damis. Pensando en la responsabilidad y en lo que es a sus ojos la
culpa de Damis, Orgón, dice la indicación escénica de Molière, “corre, anegado en
llanto, a la puerta por donde acaba de expulsar a su hijo” y declara, como si Damis aún
estuviera allí:
“¡Granuja! Me arrepiento de haber contenido mi mano y no haberte acogotado aquí
mismo”.

8
Damis está ausente, pero representado por la puerta. Su imagen continúa excitando la
ira de Orgón.
Esta puerta interpreta todavía un papel en la segunda gran escena entre Tartufo y
Elmira, en el acto IV, escena 5. El rol que interpreta es el de sugerir la precaución,
indispensable en este momento de la intriga. Ciertas puestas en escena han incluso
considerado cerrar esta puerta con llave. Sin llegar a eso, Molière le hace decir a Tartufo
a través de Elmira:
“Mas antes entornad esa puerta para que os los diga [los secretos] y mirad bien por
todos lados, no sea que nos sorprendan”.
Estos versos introducen un pequeño juego mudo: Tartufo puede no solamente ir a cerrar
la puerta, sino mirar por todos lados, en el decorado y más allá del decorado, detrás de
la puerta, para ver si no hay nadie. Al final de la escena, Tartufo se vuelve cada vez más
apremiante, Elmira experimenta la necesidad de tomar otras precauciones más y al
mismo tiempo quiere alejar a Tartufo para prevenir a su marido que está bajo la mesa;
ella dice entonces:
“Entreabrid la puerta y ved si no está mi marido en esa galería”.
Aquí la puerta interpreta un papel de vigilancia. Le permite a Tartufo ir a ver lo que
ocurre en la galería y también a Orgón salir de debajo de la mesa.
Eso no es todo. Antes de que esto suceda, Tartufo dice algunas palabras que, escuchada
por Orgón desde debajo de la mesa, tienen un poderoso efecto psicológico y dramático.
Tartufo afirma en esencia que la precaución es muy inútil, puesto que lleva a Orgón de
la nariz y que lo ha llevado al punto de ver todo sin creer nada. No obstante, el buen
teatro quiere que a partir del momento en que se dijo que íbamos a valernos de un
objeto, nos valgamos de él en efecto; sin lo cual el espectador quedaría decepcionado.
Elmira reitera entonces su orden:
“No importa. Salid un momento, os lo ruego, y mirad bien por todas partes ahí fuera”.
Tartufo obedece. Sale un momento. Es un momento durante el que pueden pronunciarse
los diez versos de la escena 6. Regresa al comienzo de la escena siguiente, volviendo a
pasar por la misma puerta y diciendo que recorrió con la vista, siguiendo las órdenes de
Elmira, todo el piso y no encontró a nadie. Es en ese momento que, queriendo arrojarse
sobre Elmira, cae sobre Orgón.

III. LA ANIMACIÓN DE LOS PERSONAJES

9
Un personaje es una creación de la imaginación, una representación ficticia de un ser
humano con su riqueza psicológica, a la vez que una pieza del juego dramático. Pero
también es, desde una perspectiva escénica, un elemento susceptible de ser animado, al
igual que cualquier parte móvil del decorado. Mi objetivo es considerar aquí al
personaje en su relación con el movimiento físico que su creador le dio.
Molière se preocupó sobremanera por animar a sus personajes en lo gestual. Incluso
podemos decir que en el Tartufo, ciertos papeles son preferentemente papeles gestuales.
Quienes los asumen tienen que realizar gestos numerosos y variados, que el texto a
veces impone y otras se limita a sugerir. A menudo su movimiento llega casi hasta la
gesticulación.

El papel de Dorina
Si bien es muy cómico, el papel de Dorina no es, sin embargo, de una gran profundidad
psicológica y su utilidad para el desarrollo de la intriga es limitado. Su interés esencial
reside en su riqueza gestual. Es incluso, probablemente, en el Tartufo, el papel más
interesante desde este punto de vista. Si Molière desarrolló hasta este punto el personaje
de Dorina, es tal vez por su amistad con Madeleine Béjart, que lo interpretaba; pero esta
explicación no alcanza. Más profundamente, el papel atestigua el deseo de Molière de
animar la escena al máximo, usando a todos los personajes que podían ayudarlo a
lograrlo.
En efecto, el papel de Dorina, en todas las escenas en las que aparece, consta o puede
constar de numerosos gestos, dirigidos por la vivacidad de su humor y por el carácter
opuesto de las situaciones en las que se encuentra: Dorina siempre se opone a alguien.
Madame Pernelle, Orgón, Mariana, Damis, Tartufo, y hasta Monsieur Leal, tal es la
larga lista de personajes con los que Dorina, de distintos maneras, es confrontada. En
cuantiosos casos, Molière claramente construyó algunos pasajes del papel de Dorina a
fines de que pudieran estos ser eficazmente sostenidos y subrayados por los gestos.
Por ejemplo, toda la cuarta escena del primer acto, pautada por estas célebres réplicas,
“¿Y Tartufo?” y “¡El pobre hombre!”, ofrece al menos dos posibilidades de animación
gestual. Todos los detalles concretos, coloreados y contrastados que da Dorina sobre
Tartufo y sobre Elmira pueden ser, sino evocados por una mímica, al menos reforzados
por una expresividad intensa y segura.
Por otra parte, el movimiento rápido, los efectos de repetición y de absurdo en relación
con las preguntas y respuestas generan una comicidad irresistible, que no solo perciben

10
los espectadores sino también Dorina misma. Si el movimiento de la escena
desencadena una risa que es en sí misma movimiento, no puede dejar de ser
acompañada por la risa misma de la risueña Dorina. Hacia el final de la carrera de
Molière, Mademoiselle Beauval, que parece desde este punto de vista
relevar/reemplazar a Madeleine Béjart, permitirá efectos parecidos en El burgués
gentilhombre y El enfermo imaginario. Aquí, por ejemplo, Dorina, que se dirige a
Orgón con un fingido respeto, le dice:
“Voy a ir adelantando a mi ama lo que habéis de decirle sobre el interés que os habéis
tomado por su salud”.
Sin embargo, sale riéndose y ciertamente se ha reído antes, ya que en la siguiente escena
Cleanto le dice a Orgón:
“Hermano, se está riendo de vos en vuestras propias narices”.
Nos equivocaríamos si interpretáramos esta expresión, “se está riendo de vos”, como
una observación puramente psicológica. Indica, sin duda alguna, un gesto del personaje,
y un gesto tan enfático, que las circunstancias podían permitirlo.

Los papeles de Madame Pernelle y de Orgón


Podríamos hacer observaciones análogas acerca del papel de Madame Pernelle.
Personaje ridículo pero vehemente, que está atado a épocas antiguas pero intenta
imponer a los jóvenes su manera de ver, interpretado por un hombre travestido, tiene
entonces una fuerza que acentúa los efectos cómicos por el contraste del vestuario, este
papel invoca el gesto a cada paso.
El papel de Orgón, que interpretaba Molière, no puede dejar de ser clasificado
igualmente en la categoría de los papeles gestuales. La exuberancia natural de Orgón, el
ímpetu de sus sentimientos, su propensión a la tiranía, a la cólera e incluso a la
adoración lo impele sin cesar a los gestos; es un personaje que, casi continuamente,
explota. Por la riqueza de su mímica, de la docilidad y la expresividad de los
movimientos de todo su cuerpo, también por su voluntad de acentuar lo cómico en una
obra que corría el riesgo de ser negra, no parece dudoso que Molière haya puesto
muchos gestos en su interpretación de Orgón. Desgraciadamente, no los subrayó en los
detalles, y nosotros no podemos más que suponerlos a partir del mismo texto.

Correr

11
Para ser precisos, entre los diferentes gestos que pueden hacer los personajes, hay uno
que quisiera destacar primero, pues muestra la voluntad del autor de ir rápido y de
sustituir la escena por el movimiento, a pesar de su relativa banalidad: es el gesto de
correr. Correr es, de todos modos, en relación con la acción normal de caminar, un gesto
diferente y un elemento suplementario, máxime en las puestas en escena del siglo XVII,
en las que se camina muy poco. La estrechez del escenario no favorece en absoluto los
movimientos, y el actor, si camina para entrar y salir de escena, actúa, muy a menudo,
inmóvil. Si a los ojos de un espíritu dinámico como el de Molière, caminar es mejor que
estar inmóvil, correr es aún mejor que caminar. Ahora bien, en Tartufo, se corre con
bastante frecuencia. Algunas indicaciones del texto lo prueban.
El segundo verso de la pieza, dicho por Elmira a Madame Pernelle, es:
“¡Camináis tan aprisa que cuesta seguiros!”.
Por lo tanto, Madame Pernelle prácticamente corre. Esta imagen de una anciana, que se
apresura con tanta convicción que los otros personajes, más jóvenes, no pueden
seguirla, es, desde luego, grotesca.
Este grotesco puede fácilmente ser subrayado en la interpretación. Tal vez Madame
Pernelle, seguida de la familia sin aliento, da dos o tres vueltas a la pista. Quizás el actor
que interpreta su papel está dotado de largas piernas, o da la impresión de estarlo, y le
añade efectos cómicos. A partir de la intención de correr, podemos imaginarnos los
medios de producir risa.
Orgón también corre, y alegra con su carrera un momento que sería, si no, trágico. Al
comienzo del quinto acto, Cleanto le dice:
“¿A dónde queréis ir tan aprisa?”.
Este parlamento presenta el mismo problema de interpretación que el correspondiente a
la risa de Dorina. Podemos interpretar ese “correr” como una suerte de metáfora
utilizada detrás de la cual no habría ninguna realidad gestual. Creo, por el contrario, que
Orgón corre realmente, e incluso que gira sobre sí mismo, como un abejorro ansioso que
se choca contra las paredes de la habitación, sin saber qué hacer pero haciéndolo igual
con impetuosidad.
Ocurre esto, de todos modos, al comienzo de la última escena de la pieza, cuando
Tartufo entra diciendo:
“Pasito, pasito, señor; no vayáis tan aprisa”.

12
Me parece que la presentación de la escena es mucho más eficaz si este verso no es
interpretado como vana retórica y si Orgón corre efectivamente en el momento en que el
traidor frena su ímpetu.

Las bofetadas
Luego del gesto de correr, analizaré rápidamente otro, que pertenece igualmente a la
tradición cómica; es el de la bofetada. En Tartufo se cuenta dos bofetadas. Es ya mucho,
pues el público, que está en el teatro y no en el circo, se cansaría de una repetición
demasiado frecuente de este gesto brutal.
La primera bofetada, en el final de la primera escena, es dada por Madame Pernelle a su
sirvienta muda, Flipot. Recibir esta bofetada es la actividad principal de Flipot, que no
está allí más que para ser golpeada. Durante toda la escena precedente, escuchaba sin
decir nada o soñaba sin escuchar; tenía, en todo caso, una actitud estúpida. Exasperada
por la resistencia de los otros personajes, Madame Pernelle se venga en esta desgraciada
sirvienta, dándole una bofetada que Molière exige explícitamente a través de una
indicación escénica y de dos versos y medio de enérgicas amonestaciones.
La segunda bofetada es errada. Pero su fracaso no le impide convertirse en objeto de
una discusión muy sabrosa, larga y de un movimiento totalmente interesante. Se ubica
en el acto II, escena 2. Es Orgón quien quiere darle la bofetada a Dorina. Permite un
juego que es una verdadera danza, realizada por Molière con cuidados de coreógrafo. Al
final de esta escena, leemos que Orgón “hace gesto” de darle una bofetada a Dorina.
Pero Dorina evita esta bofetada no hablando en el momento en que Orgón esperaba que
lo hiciera, luego huye en tanto pronuncia una réplica picante. En este momento, Orgón,
según la indicación escénica, “intenta darle un bofetón y lo yerra”.
Una bofetada lograda y otra errada, con esto es suficiente, en este capítulo, para la
animación de la comedia.

Arrodillarse
El gesto de arrodillarse es interesante, menos frecuente que los precedentes, y Molière
hace un uso curioso de él aquí. Arrodillarse no es precisamente un gesto del repertorio
cómico. Lo veríamos más bien en ciertos momentos conmovedores de la tragedia. Hay,
sin embargo, en el Tartufo, arrodillamientos destacables, en primer lugar en el acto III,
escena 6. Tartufo y Orgón se explican ante Damis, que acaba de revelar a Orgón la
artimaña de Tartufo, inútilmente por lo demás. Dirigiéndose a Damis con una fingida

13
humildad, Tartufo le pide que lo llame con todos los sustantivos que designan a los
criminales, y añade:
“Postrado aquí prefiero sufrir la ignominia”.
Pero Tartufo no se levanta; permanece de rodillas. Un rato después, le dirá a Orgón:
“Si es menester, de hinojos pediros su perdón…”.
Esta réplica nos permite pensar que el primer arrodillamiento no involucraba más que
una rodilla apoyada, ante Damis. Ante Orgón, Tartufo apoya ambas rodillas. Molière
graduó sus efectos, tal como conviene que lo haga. Ante el gesto de Tartufo, Orgón
responde:
“¡Ay de mí! ¿Os burláis?”.
Esto es todo lo que leemos en las ediciones publicadas mientras Molière aún vivía. Sin
embargo, podemos saber más si consultamos la edición de 1734.
En relación con la muerte de Molière en 1673, esta fecha es evidentemente muy tardía.
Pero en un contexto histórico en el que los estilos de interpretación no evolucionaron
tanto, la distancia entre ambas fechas no es tanta que las tradiciones actorales se hayan
corrompido de manera radical. Nos imaginamos, por el contrario, que el recuerdo de la
actuación de Molière, que había ocupado un lugar tan importante en el teatro de su
época, pudo transmitirse sin deformarse por medio de comediantes que vivieron
bastante antes del siglo XVIII. Tal era el caso del famoso Barón, comediante aún
adolescente que Molière, en los últimos años de su carrera, se encargó de formar, y que
vivió hasta 1729, no sin haber transmitido, sin duda, lo que sabía de Molière a los que lo
subsistieron.
En el límite de la verosimilitud, la edición de 1734 puede entonces conservar
indicaciones que se remontan a Molière mismo, con una fidelidad que no podemos
evidentemente medir con precisión. Ahora bien, esta edición, muy cuidada, recoge en su
texto numerosas indicaciones escénicas que no figuran en las ediciones anteriores.
Parece ser seguro que no fue Molière mismo quien redactó estas indicaciones escénicas,
pero sí parece posible que estas constituyan el rastro escrito de los gestos realmente
efectuados por la compañía en la época de Molière y bajo la dirección de este. Por este
motivo, esta edición nos es valiosa para el estudio de los gestos.
A la réplica de Orgón que acabo de citar, la edición de 1734 añade por primera vez esta
indicación: “Postrándose también de rodillas, a Tartufo”. El procedimiento es entonces
llevado todavía más lejos. En su conjunto, implica tres tiempos. Primer tiempo: Tartufo
coloca una rodilla en tierra. Segundo tiempo: Tartufo se arrodilla con las dos rodillas.

14
Tercer tiempo: Orgón, profundamente emocionado por este gesto de humildad, se pone
de rodillas, con ambas rodillas, también. Los dos hombres se encuentran, por lo tanto,
de rodillas, uno frente a otro.
Lo que confirma la verosimilitud de este juego escénico es que Molière no lo utilizó por
primera vez en el Tartufo. Podemos encontrarlo ya en El despecho amoroso, acto III,
escena 4, donde Molière hace poner de rodillas a dos personajes ridículos uno ante el
otro, de la manera más explícita.
Aquí, en la escena 6 del acto III del Tartufo, Orgón enseguida quiere que Damis se
ponga de rodillas ante Tartufo para pedirle perdón. Naturalmente, Damis se rehúsa. Su
padre lo maldice y debe dejar la casa. Toda esta escena, de una psicología tan justa y
original, está marcada por el gesto de arrodillarse, cuyas resonancias, en tal situación,
son profundamente cómicas.
El otro arrodillamiento en el Tartufo es mucho más cercano a las tradiciones trágicas.
Ocurre en el acto IV, escena 3, cuando Mariana se pone “de rodillas”, como lo indica el
texto, para suplicarle a su padre que no la obligue a casarse con Tartufo, a quien detesta.
La desesperanza de Mariana en ese momento, muy sincera y verdadera, se expresa
normalmente a través de un gesto de súplica trágica. Por el contrario, en la escena 6 del
acto III, el mismo gesto, destinado a mostrar la hipocresía de Tartufo y la credulidad de
Orgón, nos hace reír. Sea como sea, este gesto, diversificado por las circunstancias,
ocupa un lugar importante en la comedia de Tartufo.

Los gestos de advertencia


Quisiera, finalmente, señalar un último tipo de gestos de los que sirven en el Tartufo
para la animación de los personajes: se trata de los gestos de advertencia. Gracias a
estos gestos, un personaje que no puede expresarse mediante palabras comunes, quiere
advertir de esto a otro y le transmite una información más o menos secreta.
El procedimiento se encuentra de manera evidente en la escena 5 del acto IV, en la que
Orgón se esconde bajo la mesa y escucha la conversación entre Elmira y Tartufo.
Elmira quiere hacer entender a su marido que la situación se extendió bastante, que
debería considerarse convencido y salir de su escondite; pero no quiere decírselo con
palabras, puesto que Tartufo está ahí, ante ella. Debe encontrar, entonces, gestos para
expresarlo; y lo hace.
Tose tres veces. Los efectos cómicos se repiten fácilmente tres veces: si se repitiera
más, el gesto se volvería fastidioso, pero menos de tres, el efecto no sería lo

15
suficientemente claro y apenas merecería el apelativo de repetición. La primera vez,
Elmira, nos dice Molière, “tose para avisar a su marido”. La segunda, un poco más
tarde, no hay indicación escénica, pero la tos se infiere del texto, ya que Tartufo dice a
Elmira:
“Mucho toséis, señora”.
Ella responde que es un suplicio y él le ofrece un poco de regaliz para calmar la
garganta irritada. Un poco después, por último, Molière escribe, en el papel de Elmira:
“tras haber tosido otra vez”. Estas tres toses son todas advertencias a Orgón, quien no
parece entenderlas.
La Carta sobre la comedia de El impostor nos permite conocer otro juego escénico
aparentemente utilizado en 1667 y del cual no hay ningún motivo para pensar que no
haya sido conservado en la puesta en escena de 1669. Según esta Carta, Elmira ha
“hecho con el pie todos los signos que pudo” a su esposo. Podemos entonces imaginar a
Elmira dando algunos golpes con el pie en el tapiz que esconde a Orgón bajo la mesa.
Estos gestos pueden ser vistos muy claramente por los espectadores y escapársele
completamente a Tartufo, por cerca que esté del otro lado de la mesa.
Además, estos golpes de pie tienen la ventaja escénica de hacerle un poco mal a Orgón:
el dolor que le causan no es muy terrible; sino un castigo muy ligero por todas las
imprudencias de las que se volvió culpable; el gesto de Elmira añade entonces a su valor
de advertencia el hecho de que constituye una especie de justicia cómica, de la que el
público debe reír. Por lo demás, los golpes de pie bajo la mesa, independientemente del
Tartufo, son en la realidad y prácticamente en el lenguaje, un medio muy conocido para
indicar ese ligero dolor cómico que acompaña una advertencia discreta.
Un último medio de advertencia de Elmira a Orgón nos es indicado por la edición de
1734, cuyos méritos como elemento de información sobre la tradición gestual he
señalado: Elmira golpea la mesa. Hablando puede , de una manera más o menos natural,
dar algunos puñetazos en la mesa, de modo tal que llame la atención de Orgón sin
llamar la de Tartufo.
Estos tres gestos de advertencia, la tos, el golpe de pie y el acto de golpear la mesa, no
se excluyen de ningún modo el uno al otro. Es fácil combinarlos. Una puesta en escena
muy expresiva de Tartufo, como era aparentemente la del propio Molière, bien puede
emplear las tres juntas. De esta manera, el hecho de que Orgón sea excesivamente
advertido refuerza la situación cómica.

16
Estos son los medios por los que Molière logró animar a los personajes de Tartufo.
Otros tipos de gestos, además de los que sirven para movilizar a los comediantes,
tienen, cada uno, una función particular. Son los que llamaré gestos de sorpresa, gestos
de deseo y gestos de baile.

IV. LOS GESTOS DE SORPRESA

El escondite
La sorpresa es un efecto cómico extremadamente difundido; puede ser producida de
numerosos maneras; en Tartufo, un personaje se esconde y sale de su escondite en el
momento en que no lo esperábamos; sorprende, por ende, no al espectador, sino al
personaje que se le opone y que es colocado en posición de inferioridad por el hecho de
que es sorprendido.
Es así que Damis se esconde en el cuartito desde donde va a escuchar la conversación
entre Tartufo y Elmira; su salida sorprenderá mucho a Tartufo en el tercer acto.
Otro efecto de sorpresa, más importante todavía, muestra la voluntad de Molière de
sacar partido al máximo de este procedimiento. El texto no señala este efecto en todas
sus implicancias, pero la Carta sobre la comedia de de El impostor nos permite precisar
el mecanismo cómico. Se trata del acto IV, escena 7. Es el momento en el que, luego de
la segunda escena entre Tartufo y Elmira, Tartufo sale un instante a la galería adyacente
a la escena para ver si nadie podía sorprenderlos, y el momento en que Orgón,
finalmente convencido, sale de debajo de la mesa y se encuentra cara a cara con
Tartufo. La edición dice solamente, al final de la escena 6, que Elmira “hace que su
marido se ponga detrás de ella”.
La Carta sobre la Comedia de El Impostor describe así la puesta en escena en aquel
momento: “Mientras que el pretendiente”, es decir Tartufo, “se dirige a la puerta, el
marido sale de debajo de la mesa, y se encuentra de frente con el hipócrita, cuando él”,
es decir el hipócrita, “se vuelve hacia la dama para acabar la obra tan afortunadamente
encaminada. La sorpresa de Panulfo es extrema…” [recordemos que en esta versión,
Tartufo se llama Panulfo] “al encontrarse al hombre entre los brazos, que…” [se trata
siempre de Tartufo] “no puede expresar más que confusamente su sorpresa y
admiración”. Por lo tanto, Tartufo-Panulfo, volviendo luego de haber recorrido con la
vista la galería vecina, se encuentra con que no solo no puede abrazar a Elmira como se

17
disponía a hacer, sino que entre sus brazos se encuentra Orgón, el “buen hombre”,
palabras que designan a un hombre bastante mayor.
Tenemos sobre algunas de estas líneas de la Carta sobre la comedia de El Impostor un
comentario excelente de M. Descotes en su libro sobre las interpretaciones de Molière.
Muestra por qué este juego escénico, aparentemente creado por Molière puesto que hay
testimonio de él desde 1667, se transmitió de actor en actor por una tradición puramente
oral. M. Descotes escribe: “Orgón sale de debajo de la mesa, mientras Tartufo va a la
puerta; Tartufo vuelve a bajar con los brazos abiertos y se encuentra estrechando a
Orgón en lugar de Elmira. Veremos que no se trata aquí de un efecto cómico provocado
por un rasgo de carácter, sino más bien de un efecto gratuito, que se hizo posible sin
duda por la situación, pero que no está impuesto por ella. Tenemos así una idea precisa
del modo en que Molière animaba su juego”.
Pienso que hay ahí, en efecto, una distinción extremadamente importante entre los
gestos necesarios y los innecesarios. Un gesto innecesario puede, sin embargo, ser útil o
agradable. No hablamos de los gestos injustificados o absurdos, que estorban o
desfiguran una puesta en escena bajo el pretexto de animarla. No hablamos tampoco de
los gestos indispensables, implicados en el tema, en el texto mismo o exigidos por las
indicaciones del autor. El juego escénico de Tartufo abrazando a Orgón en lugar de
Elmira no es ni absurdo ni indispensable. Es un ornamento.
Cuando actualmente los comediantes trabajan en una puesta en escena, son muy
conscientes en general de este tipo de gestos y de su calidad ornamental. Comienzan
poniendo en su lugar lo que es indispensable, lo que la pieza exige, lo que es sólido.
Luego, podemos “añadir”. Según su temperamento, cada uno agrega más o menos, o
demasiado, o nada en absoluto. Estamos aquí, al final de esta escena, en el dominio de
lo ornamental.

La falsa salida
La sorpresa puede igualmente ser expresada, en Tartufo, a través del procedimiento de
la falsa salida. Este procedimiento, que es también un gesto, es bastante conocido en la
tradición teatral. Un personaje camina para salir de la escena, luego, por una razón
cualquiera, sea porque cambia de opinión, sea porque ocurre algo nuevo, no sale. El
espectador experimenta a la vez una suerte de interés que acompaña la salida de un
personaje, puesto que se pregunta qué va a pasar luego, y sorpresa ante la novedad, ante

18
el hecho de que el personaje no sale porque los elementos del problema cambiaron. En
Tartufo, las falsas salidas son relativamente numerosas.
Acto I, escena 5, Orgón y Cleanto discuten sobre la hipocresía. La extensa tirada de
Cleanto no convence a Orgón, quien dice:
“¿Señor cuñado, lo habéis dicho ya todo?”. Cleanto responde: “Sí”. Orgón se despide
con la fórmula: “Si no mandáis nada más”, seguida de esta indicación escénica que da
Molière: “Hace ademán de marcharse”. Pero no se va, ya que Cleanto lo engancha con
otro tema de conversación y le pide, sin obtenerlo por lo demás, confirmar la promesa
de darle su hija en matrimonio a Valerio.
En el acto II, escena 3, encontramos una falsa salida de Mariana en esta suerte de
repetición del despecho amoroso que interpreta con Dorina antes de hacerlo con
Valerio. Está desesperada: Dorina le dijo que sería “tartuficada” y ella cree no tener
ninguna oportunidad de escapar de esta desgracia. Pronuncia entonces algunos
conmovedores versos, y Molière escribe: “Hace intención de marcharse”. Pero Dorina
no la deja partir:
“Volved acá. Fuera enfados. Debéis, antes que nada, sentir piedad por vos”.
Juego gratuito, pero movimiento y animación de los personajes para crear un efecto de
sorpresa.
Hay, natural e inexorablemente, no solo uno sino diversos efectos de falsa salida en la
escena que sigue, la del despecho amoroso propiamente dicho, entre Mariana y Valerio.
Sobre este escribe Molière: “Da un paso como para salir pero se vuelve siempre”.
Descripción a través del gesto, muy simple y clara, del mecanismo propio de la falsa
salida. Empuja a Valerio cada vez más cerca de la puerta y al joven hombre cada vez le
cuesta más salir aunque sin cesar dice que lo hará. Así pues, la indicación escénica que
le sigue es esta: “Se marcha, pero cuando está cerca de la puerta se vuelve”. Finalmente,
Dorina es obligada a retenerlo, en el momento en que Mariana juega, a su vez, el juego
de la falsa salida. Dorina debe abandonar a Valerio para correr hacia ella; enseguida es
al revés, hasta que por fin los dos jóvenes se reúnen en un espacio que no es más que el
símbolo del sentimiento.
[Termina p. 237, continuamos desde la 240.]
Muy ligero, el instrumento es también así muy fácil de manipular; es frecuente en la
comedia italiana, y empleado particularmente por Arlequín.
A primera vista, no es fácil comprender para qué puede servir en Tartufo. Podemos
buscar las partes de la pieza en las que se habla de un palo, y preguntarnos si el bate

19
puede ser puesto en una u otra de esas partes. ¿Será Orgón quien maneje el bate? En la
escena 6 del acto III, furioso contra su hijo Damis, quiere golpearlo. “Te parto los
brazos”, lo amenaza. No se lo ve, sin embargo, llevando el palo de Arlequín durante
toda la pieza para usarlo en ese momento. Además, la prueba de que no lo hay es que en
esta misma escena grita: “¡Un palo, un palo!”. Si lo hubiera, no se lo pediría.
¿Pensaremos enseguida en el mismo Damis? En el quinto acto, el entusiasta hombre
joven se encuentra ante Monsieur Leal y tiene, también él, ganas de pegarle. Resiste con
esfuerzo su indignación y declara:
“Me cuesta aguantarme y se me va la mano”.
Si hubiera un palo, finalmente lo utilizaría y al hacer esto, llevaría la comedia hacia un
camino falso. No hay más palo que Dorina, que habla después de él, para decir:
“Con esas espaldas tan hermosas, señor Leal, unos bastonazos no os sentarían mal”.
Monsieur Leal, que no ve palo alguno, destaca con mucha justicia que no se trata más
que de palabras. Responde:
“Bien pudiera haceros pagar la insolencia de vuestras palabras”.
El palo, como instrumento para golpear, no nos lleva a ninguna parte en el Tartufo.
¿Buscaremos en otra dirección? Monsieur Leal, como él mismo lo declara, es “alguacil
de vara”. Su función no es la de golpear a las personas; la vara, o el palo, que llevaban
en otro tiempo los alguaciles, era una insignia de su cargo. ¿Blandirá aquí Monsieur
Leal el bate para mostrar que es un alguacil? El texto muestra, por el contrario, que no
puede hacerlo: cuando Monsieur Leal entra, no se sabe quién es; todo lo que sabemos es
que habla de manera dulce y que dice venir de parte de Tartufo; ningún palo visible lo
designa como alguacil; debe entonces presentarse y dar su título de alguacil de vara para
que los otros personajes estén informados sobre su función.
El único personaje en manos del que podemos, sin demasiada inverosimilitud, ubicar el
palo de Arlequín me parece que es, a fin de cuentas, el oficial de policía. Hombre de
justicia como el alguacil, personaje oficial como él, el oficial de policía puede, como
nuestros agentes de policía actuales lo hacen por un palo blanco, ser distinguidos por
una maza que será la insignia de su cargo. Pero aquí la maza, mucho más noble que
entre las manos de Arlequín, hará pensar más bien en el bastón de mando.
El oficial de policía ser servirá de él para marcar y dirigir su última tirada, y sobre todo
para materializar de la manera más clara y escénica el cambio que se produce en el
desenlace. Venía, creíamos, para detener a Orgón. Esta idea abstracta de detención es
susceptible, en estas condiciones, de una visualización muy precisa: detener significa

20
poner en prisión, pero también inmovilizar a alguien que corre. En los dos sentidos de la
palabra es que el oficial de policía simula primero detener a Orgón y luego detiene
verdaderamente a Tartufo; su maza está entonces ampliamente justificada. Del modo
más concreto, cuando Orgón corre para huir, el oficial de policía, tocándolo con su vara
de justicia, lo inmoviliza y lo pone a disposición de la autoridad. Luego el mismo juego,
de una buena vez, con Tartufo.
Todo esto no es, sin duda, más que una hipótesis que propongo. Creo que, sin embargo,
está justificada por la eliminación de las otras posibilidades de uso de la maza a las que
podríamos enfrentarnos, y también por su eficacia escénica. El procedimiento por el
cual el oficial de policía detiene a Tartufo en lugar de Orgón no es solamente una
profundización en el orden gestual del procedimiento de cambio de interlocutor, es
también un movimiento teatral muy simple y poderoso, cuya eficacia no se limita al
registro cómico. Figura en el desenlace trágico de No habrá guerra de Troya de
Giraudoux: Héctor detiene su lanza para matar a alguien, pero la persona a la que quería
matar desaparece; aparece entonces otro que sostiene el discurso necesario para ser
asesinado, y Héctor lo mata con la lanza destinada al primer personaje. Desde un punto
de vista puramente gestual, el movimiento es exactamente el mismo que en la
resolución de Tartufo.

V. LOS GESTOS DEL DESEO


Los gestos del deseo son aquí sobre todo aquellos que Tartufo se permite ante Elmira.
Gracias a ellos, hay en Tartufo un contenido erótico excepcional para la época. No
habría evidentemente que exagerar la importancia de este contenido, que es nulo en
relación con el de ciertos espectáculos que pueden verse en la actualidad. Sin embargo,
no es nulo. El hecho de que Tartufo es sensible a la belleza femenina no es cuestionable.
Por mucho que disimule esta sensibilidad bajo pretextos morales y religiosos, esta es
evidente para el espectador.

Tartufo y Dorina
Aquella es evidente desde su entrada en escena. Las primeras palabras pronunciadas por
Tartufo en la escena 2 del acto III son dichas hablando al foro a su sirviente Laurent
para informar a los que lo escuchan sobre su santidad: no es más que una cuestión de
penitencia, de disciplina y de caridad; es un discurso hecho para ser escuchado. Luego
Tartufo levanta su vista y a la primera persona que ve es a Dorina. Él la interrumpe, tira

21
un pañuelo y le pide que se cubra el pecho que él no querría mirar. Nada permite
suponer que Dorina esté vestida de manera poco conveniente, que su vestido sea más
escotado de lo que se acostumbraba en el siglo XVII. Los grabados de la época
confirman, por cierto, que su vestimenta es perfectamente normal. Debe concluirse al
respecto que la intención erótica está en Tartufo, no es Dorina. Ella tiene
completamente razón al decirle: «Bien sensible sois a las tentaciones, que el ver la carne
tanto os altera».
Es, a la vez, la sensualidad y la hipocresía de Tartufo lo que se expresa en la escena del
pañuelo.

Tartufo y Elmira
En la escena siguiente, con Elmira, los gestos del deseo son más claros e insistentes.
Con Dorina, Tartufo negaba su deseo; con Elmira, intenta satisfacerlo, según un
procedimiento absolutamente cauteloso. Es destacable que los gestos de la satisfacción
erótica preceden la declaración amorosa de las que deberían ser más bien, parece, la
consecuencia, si ella era bien recibida. Frente a Elmira, que le atrae, Tartufo va a tratar,
olvidando la prudencia, de darse principios de satisfacción.
Esta satisfacción es ilusoria, quimérica, inauténtica, ya que no puede asumirse jamás
como satisfacción y debe siempre esconderse bajo pretextos que la disimulen. Así, a
pesar de los toqueteos, se encuentra preservada la virtud de Elmira. Del mismo modo, a
pesar de los mismos toqueteos, se encuentra vacío de toda sustancia el placer que
Tartufo cree tener, querría tener, arriesga todo por tener; lo que constituye tal vez una de
las formas de condenación, ─a menos que esto no sea un presentimiento genial del
existencialismo.
Sea como sea, hay que destacar en el plano teatral que las satisfacciones que Tartufo
intenta darse son, en total, tres. Este número es significativo, no por tener algún valor
mágico, sino porque, como lo hemos remarcado a propósito de la repetición, define una
medida justa de la intensidad en lo que puede proponerse al espectador: una acción
doble no sería suficientemente explotada (si es bastante rica), una acción cuádruple
fatigaría a la atención.
El primer gesto de deseo de Tartufo es señalado por esta indicación de Molière:
«Cogiéndole la punta de los dedos». Como Elmira protesta, Tartufo se excusa
invocando un exceso de fervor.

22
Segundo acto: «Le pone la mano en la rodilla». Provoca una pregunta de Elmira: «¿Qué
hace ahí vuestra mano?», a la cual Tartufo no puede más que responder que de modo
disfrazado: «Os estoy tocando el vestido…» etc. Todo esto es desarrollado de la manera
más cómica y sutil a la vez.
El tercer gesto no es precisado por una indicación escénica, pero se deduce fácilmente
del mismo texto. Tartufo exclama:
«¡Dios mío! ¡Qué labor de encaje tan primorosa!»
Se trata seguramente de un punto de encaje. ¿Dónde se encuentra este encaje? Es la
edición de 1734 la que nos lo informa. Nos describe a Tartufo en ese momento como
«manipulando la pañoleta de Elmira». Para saber exactamente qué es una pañoleta,
basta con consultar el Diccionario de Littré, que brinda la siguiente definición:
«Vestimenta ligera en punta con las que las mujeres se cubren el cuello, la garganta y
los hombros».
El deseo de Tartufo se vuelve cada vez más descarado, puesto que va de la mano a la
rodilla y de la rodilla a la garganta.
Destacaremos, incluso, que esta progresión en tres gestos no se encuentra más que en la
primera parte de la escena. Tartufo, cuando se atreve a estos gestos, no ha hecho aún su
declaración. Estos gestos de deseo son entonces solamente introductorios a la verdadera
pasión. La conducta de Tartufo, a pesar de que describe a un personaje despreciable,
parece aquí de una verdad profunda y general. Cuando la pasión se exprese plenamente,
o, si se prefiere una expresión paradójicamente justa, puramente, se expresará por un
discurso al que los gestos habrán servido como preparativos.

Tartufo y Mariana
Ningún gesto de deseo, por el contrario, une a Tartufo con Mariana. Estos dos
personajes no son, por cierto, mostrados juntos nunca, excepto en la última escena, con
otros ocho personajes, cuando el carácter dramático de la situación haría parecer
superada toda posibilidad de expresión erótica. Es decir que la actitud de Tartufo ante
la joven de la casa es un proyecto de ambición, no de deseo.

VI – LOS GESTOS DE LA DANZA


Ya he indicado cómo en muchas situaciones los personajes de Molière interpretaban un
tipo de ballets. Pero la diferencia con lo que ocurre en muchos ballets verdaderos, las
evoluciones de los personajes de Molière no son de ningún modo gratuitas. Ellas se

23
explican y justifican por las circunstancias, lo que no le impide a Molière desarrollarlas
en un espíritu de danza. Llega a concebir toda la estructura de una escena de manera tal
que se destaquen al máximo las posibilidades gestuales. Los gestos de la danza están en
estos casos implicados en el diálogo, que permite seguirlos de modo muy claro; su
apariencia musical, la exactitud de su ritmo son subrayados con una visible
complacencia.

El final del primer acto


Por ejemplo, al final del primer acto, la escena entre Cleanto y Orgón tiene el
movimiento de falsa salida que señalé. Este movimiento contiene una veintena de
réplicas/respuestas, lo que sobrepasa ampliamente las necesidades del efecto de sorpresa
que la falsa salida se propone provocar. Pero la escena tiene otra función. En la
perspectiva que propongo, el texto brinda verdaderamente a los dos personajes los
medios para danzar: Orgón, buscando esquivar la barrera que representa Cleanto, gira
alrededor de él para llegar a la puerta. Cleanto, por el contrario, responde a cada paso de
Orgón con el paso contrario y le bloquea la salida todas las veces. Es un paso
psicológico de dos.

El comienzo del segundo acto


El segundo acto ofrece de esta técnica ejemplos aún más refinados. Casi se puede decir
que este segundo acto está construido en su totalidad sobre la base de una estructura
danzante. Es así que debemos considerar primero el enfrentamiento de Orgón y de
Mariana en la primera escena. Molière escribe allí: «Mariana retrocede con sorpresa».
Psicológicamente, retrocede porque está horrorizada por la proposición que le hace su
padre de casarse con Tartufo. Para una joven tan tímida y tan poco expresiva, es difícil
de admitir que la sorpresa, ciertamente real, cause en ella esta reacción trágica. Si ella
retrocede, es esencialmente para danzar. Y si ella retrocede, su padre avanza, para
conservar con ella el contacto afectivo que le es indispensable. De este modo, los dos
personajes van a danzar para expresar visiblemente, corporalmente, los sentimientos que
los animan. El ballet subraya y explica el diálogo, al mismo tiempo que está explicado y
justificado por él.
Lo mismo ocurre en la escena siguiente, entre Orgón y Dorina. El esquema general es el
de un juego de interrupción. En la primera parte de la escena, Dorina interrumpe
directamente a la vez la iniciativa y el discurso de Orgón: ella finge no tomar en serio el

24
proyecto de casamiento, luego lo discute contradiciendo siempre lo que Orgón afirma,
al punto que este último le dice: «¡Dejad ya de interrumpirme […]!».
Orgón se vuelve entonces hacia su hija, que permanecía muda, y quiere hablarle a pesar
de la presencia de Dorina. Pero no llega a sacarle a Mariana una sola palabra ya que
Dorina lo interrumpe sin cesar. El juego de interrupción se juega, o se danza, en esta
segunda parte de la escena con tres personajes en lugar de dos. Molière da la fórmula
con su claridad habitual en una indicación escénica: «Sigue interrumpiéndole cada vez
que se vuelve para hablar a su hija». Orgón quiere establecer una comunicación directa
entre él y Mariana, y Dorina interviene todas las veces para cortar esta comunicación e
impedirle hablar: el esquema no tiene nada de extraordinario, ni siquiera de interesante,
desde el punto de vista psicológico, pero su valor es esencialmente gestual. La relación
entre los personajes es menos vívida que danzada.
Cuando comprende este juego, Orgón se vuelve contra Dorina. Busca en vano hacerla
callar. Como ve que no puede lograrlo, decide darle una bofetada. Se prepara
pausadamente para esta acción que requeriría rapidez. «Hace gesto de ir a darle una
bofetada», escribe Molière. Es el juego que indiqué, la actitud cuya firmeza expone a
Orgón a la desventura del cambio de interlocutor. Efectivamente, a la interlocutora
Dorina va a substituirla un interlocutor cero. Dorina huye lanzando una última reflexión
punzante y Orgón, dice la indicación escénica, «Intenta darle un bofetón y lo yerra».
Orgón perdió porque, en esta lucha de rapidez, se retrasó y su bofetada cayó en el vacío.
esta estructura gestual no involucra, evidentemente, ninguna lección moral o
psicológica. Dorina sale triunfante, no porque tenga razón (además, Orgón es
impermeable a la razón), sino porque ella danzó mejor que Orgón.
La escena 3 de este mismo acto II comienza, luego de algunas reflexiones sobre el
episodio precedente, con un desarrollo puramente verbal. «Mas razonemos», dice
Dorina. En efecto, se razona, pero el razonamiento no llega a ningún término razonable
de modo que se escapa hacia lo gestual; el desarrollo de la escena muestra cómo se pasa
del discurso a la danza.
Dorina cuestiona a Mariana, pero no puede sacar de ella ningún proyecto más sensato
que un proyecto suicida. Esta idea la encoleriza; renuncia a su vez a todo discurso
constructivo y abandona a Mariana con Tartufo movida por la imaginación. La
evocación que sigue, bastante complaciente, de la vida que esperaría a Mariana si,
casada con Tartufo, se fuera a vivir con él a su pueblo, es sarcástica pero quimérica. La
irrealidad de este discurso puede y debe ser subrayada por el gesto. Su función,

25
comparable a la que tienen a menudo las escenas de los sueños en el cine actual, es
provocar una reacción afectiva violenta en el personaje a quien estos cuadros son
presentados libremente, sobre todo porque no son reales.
Esto es lo que sucede en Mariana. Es llevada por esta evocación a adoptar ante Dorina
una actitud de súplica que no tenía antes. Dorina se rehúsa a ayudarla. ¿Por qué? «Para
castigaros», dice. Es muy poco creíble. La actitud de Dorina no es psicológicamente
verosímil, y no sabríamos encontrarle más que razones frágiles. Es una actitud gestual.
Dorina, en el impasse en el que el problema se encuentra en este momento
comprometido, no puede danzar. Danza con Mariana un pequeño paso de despecho
amoroso que prefigura la escena siguiente.

La escena de despecho amoroso


Esta escena 4 es un modelo de integración de la estructura gestual de una pintura
psicológica que, para ser gratuita, no puede ser más justa, fina, delicada, llena de
encanto y humor. Su punto de partida es arbitrario, ciertamente: engañados por las
palabras, los dos jóvenes hablan como si fuera voluntariamente que Mariana acepta
desposar a Tartufo; Valerio admite esta idea sin una buena razón, y Mariana, que podría
probar que está equivocado con solo decir una palabra, no lo hace. Establecido así el
malentendido claramente, tendrá consecuencias que serán danzadas.
Dorina, experta en la materia, adopta ante el espectáculo que se prepara una actitud de
espectadora; dice:
«Por ver solo hasta dónde podíais llegar».
La siguiente es la escena de despecho amoroso propiamente dicho. Esta escena que los
dos jóvenes interpretan y se presentan está necesariamente marcada por los gestos, de
los que Molière no indica más que algunos. El discurso, con los reproches que contiene,
empuja a Valerio a una falsa salida que ya señalé: «Da un paso como para salir, pero se
vuelve». Cuando la ruptura está cerca, cuando, luego de varias idas y venidas, la
obstinación de Mariana corre el riesgo de transformar esta falsa salida en verdadera,
Dorina interviene. Va a ejecutar la danza del mediador, cuyos pasos están todos
claramente explicados en las indicaciones escénicas de Molière.
Acercándose primero a Valerio, «lo detiene cogiéndolo por el brazo, pero él hace
ademán de oponer gran resistencia». Él hace ademán, no solamente a través del gesto,
sino del diálogo, mientras uno sostiene al otro, ya que dice: «¿Qué pretendes, Dorina?».
Sorpresa, pero falsa sorpresa. Ciertamente comprendió lo que Dorina quería, pero finge

26
no comprenderlo. Ella lo hace volver, más por el gesto que por los argumentos, hacia el
centro de la escena de la que él huía. Para entonces, es Mariana quien quiere huir, o
quien finge hacerlo. Dorina debe entonces correr tras Mariana y hacerla volver. Luego,
el mismo juego recomienza con Valerio. Podríamos pensar en continuar así, si
olvidáramos que Molière no sobrepasa, excepto en casos excepcionales, las tres
muestras de un mismo movimiento. Dorina hizo regresar a Valerio, después a Mariana y
luego a Valerio: con esto basta. El lugar está libre ahora para la escena de
reconciliación.
Esta se representa, como sucede a menudo, primero con palabras y enseguida solamente
con gestos. Cuando se discutió lo suficiente, Dorina ordena: «Venga, la mano. La una y
la otra». En una primera instancia, hay contradicción entre el gesto y la palabra. Valerio,
«dando su mano a Dorina», dice: «¿De qué sirve todo eso?». Destacaremos que es el
gesto el que tiene la razón y la palabra la que se equivoca, lo que hace prever la victoria
final del gesto, como corresponde a una danza. Luego del movimiento de Mariana,
simétrico al de Valerio y caracterizado, como él, por la oposición del gesto y la palabra,
después de una última exhortación de Dorina que acaba por vencer la resistencia
recíproca de sendos jóvenes, la joven se deja conmover: «Mariana vuelve los ojos hacia
Valerio y esboza una sonrisita».
Con esta pequeña sonrisa, el despecho amoroso propiamente dicho se termina. La
escena vuelve sobre razonamientos que no llevan lejos, pues las sugerencias de Dorina
al respecto no son, como vimos, más que falsas pistas. Molière no puede entonces
concluir más que sobre el movimiento. Imaginó para este acto tan danzante un final
ingenioso, por un movimiento contrario al que lo precedía y que materializa en gestos el
placer de los felices jóvenes de reencontrarse tras haber imaginado que se habían
perdido. Mientras que en el movimiento precedente, mucho más largo, ellos querían
partir, cada uno por su lado, y a Dorina le costaba mucho trabajo mantenerlos juntos,
aquí, por el contrario, no quieren volver a abandonarse, y Dorina debe separarlos casi a
la fuerza.

Todas estas indicaciones sobre la estructura gestual de Tartufo podrían sin duda ser
desarrolladas más profundamente. El dominio que estudian está aún poco explorado y
las búsquedas no se han referido a este aspecto, sin embargo esencial, del teatro. No
obstante, me ha parecido útil hacer conocer estos primeros resultados, que contribuyen
a colocar la comedia de Tartufo bajo la luz que le es propia.

27
Pp. 61- 73: “Segunda parte. Estructura ideológica”
Las opiniones sobre el contenido ideológico de Tartufo son extremadamente variadas,
en primer lugar porque la pieza fue a menudo juzgada con una verdadera pasión,
religiosa o anti-religiosa, y también porque el texto mismo no ha sido nunca explícito
sobre puntos esenciales. Entre las ideas, como el que explora los riñones y los corazones
podría conocerlas, y su expresión literaria, hay una distancia que puede ser
considerable. Molière pudo pensar ciertas cosas en su fuero interno, sus personajes
pueden decir otras cosas, los oyentes pueden comprender otras cosas incluso. Estos tres
niveles de realidad son de hecho diferentes los unos de los otros. Coinciden a veces pero
en el caso de Tartufo no lo hacen aparentemente.
Una segunda fuente de ambigüedad que habrá que intentar dilucidar enseguida está
constituida por el mismo personaje de Tartufo. Por extraño que esto pueda parecer, este
personaje central de una comedia célebre recibió interpretaciones extremadamente
diversas, y no se está de acuerdo en su personalidad profunda, en lo que es en realidad.
Estos son entonces los dos primeros problemas que debe tratar el análisis de la
estructura ideológica de la pieza.

I. – LAS IDEAS Y SU EXPRESIÓN

Las ideas de Molière


¿Cómo conocer las ideas de Molière en Tartufo? Debemos confesar que no se sabe lo
que Molière mismo pensaba. No tenemos de él ningún testimonio personal, ningún
diario íntimo, ninguna carta, ninguna verdadera confidencia. Es así, tal vez, porque
ciertos acontecimientos históricos, que ignoramos, condujeron a la destrucción de los
papeles que Molière habría podido escribir, o simplemente porque el siglo XVII no se
concedía a todo lo que podía dejar un escritor la misma importancia que se dará a estos
documentos en los siglos XIX o XX, y que sus papeles pudieron ser considerados sin
interés y destruidos sin malas intenciones.
Sea como sea, Molière no nos es conocido más que por los testimonios de sus
enemigos, que no es sorprendente que sean decepcionantes, y no por sus amigos. Como
él mismo, sus amigos fueron prudentes, y esto se entiende. Por sus compañías, podemos
adivinar que fue un poco libertino. Sus amigos no solamente son habitúes de cabarets,
sino hombre sin fe, quizás incluso ateos, pero en cualquier caso escépticos. ¿Compartía

28
Molière sus ideas? Personalmente, creo que es probable. Pero es evidente que no hacía
alarde de esta actitud. Hubiera sido extremadamente peligroso. En oposición con la
moral corriente y, diría yo, casi con las preferencias de esa época, estas ideas no podían
tampoco encontrar su expresión en el teatro. Hubieran parecido inadmisibles, chocantes
en última instancia, y habrían provocado a su autor problemas considerables y tal vez
incluso graves peligros; la historia de Tartufo basta para probarlo. En el siglo XVIII,
comenzaremos a tener la libertad de abrazar palabras bastante poco religiosas, bastante
poco conformistas, en los salones: no en los teatros, sino con disfraces bastante
extraordinarios. Esta libertad del siglo XVIII, el siglo XVII no la conoce. Ni
escribiendo, ni hablando, excepto con amigos muy íntimos, Molière no se sentía libre de
expresar su sentimiento verdadero con respecto a los problemas de la religión. Es por
esto que no conocemos este sentimiento; no podemos más que suponerlo.
El proyecto de medir la distancia entre las ideas de las que no sabemos nada cierto y su
expresión resulta ser entonces bastante vano. A falta de ser guiados por su autor,
debemos desplazarnos, para orientarnos en un paisaje ideológico voluntariamente
neblinoso, hacia otro sistema de referencia. El primero que se presenta es evidentemente
el sistema cristiano.

La dificultad de una interpretación cristiana


Es esta la que se ha realizado naturalmente, persuadidos como estaban de encontrar en
él una verdad absoluta y de algún modo la medida de todas las cosas, los primeros
espectadores a los que la pieza contrarió en su cristianismo. Aun admitiendo, lo que
mucho de entre ellos no hicieron, que el teatro podía tener como vocación tratar tales
problemas, tenían de la comedia una visión inadmisible. A sus ojos, Tartufo era un
canalla cuyos crímenes comprometían a la religión tras la cual se resguardaba; Orgón y
su madre, personas limitadas cuya religión, por sincera que fuera, no hacía más que
volver más tenaz y grotesca su ceguera; Cleanto era un cristiano ineficaz y totalmente
desarmado ante el mal; los otros personajes no parecían interesarse en absoluto en
problemas religiosos.
En fin, ningún personaje «positivo», como diremos más adelante. Ninguna acción
tampoco: la religión en esta pieza no provoca más que males; de ella no nace ningún
bien.
Aunque exacto en su materialidad, este análisis no parece justificar el motivo de una
condenación cristiana de la pieza. Los puntos de vista han evolucionado. El triunfalismo

29
parece haber vencido. Es la época barroca, no la nuestra, que consideraba que la religión
debía estar ligada siempre a lo bueno y a lo bello. Actualmente admitimos que el vicio y
la fealdad pueden encontrar lugar en un corazón sinceramente creyente; de esta
posibilidad nacerá además una posición de repliegue para la interpretación religiosa de
Tartufo. Añadamos una consideración de historia cultural: se podía aplastar Tartufo en
su nacimiento, y se intentó hacerlo. No podemos hacerlo más en la actualidad. En una
época de aspiración al ecumenismo, es imposible condenar totalmente, en nombre de la
religión que sea, una pieza que nuestra civilización tiene como obra maestra desde hace
tres siglos.

La dificultad de una interpretación anti-cristiana


El cristianismo (podemos sospecharlo) no es la clave de Tartufo. ¿Llegaremos a una
visión más justa de las cosas adoptando la actitud opuesta? ¿Podemos decir que la
villanía o la estupidez de los personajes proviene precisamente de su cristianismo,
─incluso agregando que se trata de un cristianismo mal comprendido? Faguet, con un
humor a menudo paradójico, sugirió esta visión de Tartufo en su libro Rousseau contra
Molière. Considera que, en la pieza, los devotos son o bien criminales hipócritas, como
Tartufo, o bien idiotas, como Madame Pernelle, o bien hombres en otro tiempo
razonables, pero influenciados por los precedentes y devenidos idiotas a su vez, como
Orgón. Hay que confesar que, así presentado, el cuadro dista de ser halagador.
Faguet añade a esto una idea históricamente interesante: en la presentación de Molière,
la devoción aparece como una cosa del tiempo pasado. Madame Pernelle es una vieja
dama; Orgón, un hombre de cierta edad, que tuvo en su gloria en la juventud o era
razonable y leal para con el Rey; pero ahora las cosas se complicaron. Podemos deslizar
a partir de aquí la idea de que amar a Dios es bueno para los abuelos y que la juventud
no tiene necesidad de estas cosas; en esta perspectiva, la devoción es asunto de personas
obtusas y testarudas, y hay que haber nacido en el siglo XVI para ser religioso.
El crítico continúa diciendo que en la pieza todos los personajes antipáticos o ridículos
son devotos, y que todos los personajes simpáticos no tienen ninguna religión
perceptible. Esta presentación no me parece acorde a lo que Molière hace decir a todos
sus personajes. Hay un personaje en particular muy importante para comprender de una
manera justa la ideología de la pieza: es el de Cleanto. Cleanto es un hombre razonable,
a diferencia de Orgón. Todos parecen estar de acuerdo en este punto. Pero es también,
basta con releer su papel para convencerse, un hombre religioso. Esto no sucede en

30
absoluto en nombre de la libertad, o del libre pensamiento, o de la independencia del
individuo, que opone a la religión cristiana bien comprendida y mal practicada por
Tartufo. Molière insistió en este punto para toda una serie de disociaciones, donde
explica que no debe confundirse la máscara con el rostro, el dinero falso con el
verdadero, etc. En consecuencia, al decir que Cleanto es tolerante a la manera del siglo
XVIII pero que no es en verdad cristiano, Faguet comete un error. Oscurece las cosas y
no presenta la ideología de la pieza de una manera verdaderamente objetiva.
La interpretación anti-cristiana, por su parte, tampoco puede dar cuenta de Tartufo de un
modo justo y completo. Ante este dilema, somos conducidos a buscar elementos
explicativos no tanto en el conjunto de la concepción cristiana del mundo, sino en tal
elemento cristiano más localizado, tal institución o tal forma de pensamiento. Estas
condenaciones parciales no me parecen justificadas por la realidad histórica.

Los jesuitas
Para unos, la pieza está dirigida contra los jesuitas. Tartufo, destacan ellos, tiene
procedimientos y habilidades que recuerdan ciertas actitudes de espíritu de los
directores de conciencia que Pascal había atacado algunos años antes en sus
Provinciales. Es verdad que ciertas armas de Tartufo son comunes a las de los
directores de conciencia: hay casuística en el discurso dirigido a Elmira para explicarle
que hay acomodamientos en el Cielo y que se puede siempre presentar las cosas de tal
modo que pueden parecer moralmente aceptables; casuística también en el consejo dado
por Tartufo a Orgón y repetido inocentemente por este: al decir que no tiene más el
cofre, podría negar lo que se le reprochará en caso de peligro.
Estos parecidos precisos son limitados. Por el contrario, hay en el arsenal ideológico de
los jesuitas todo tipo de ideas que Tartufo no tiene y el comportamiento de Tartufo
implica, a la inversa, muchas otras actitudes que no tienen nada que ver con la moral
jesuita ni con el rol que su lugar en la sociedad les asignaba. En particular, Tartufo finge
cierto rigor: está en contra de los bailes, las asambleas, los afeites femeninos, etc. Esta
no era en absoluto la actitud de los jesuitas, que no veían nada de malo en la vida
mundana y no se oponían para nada a la vida social, incluso brillante. Para ellos, la
piedad podía perfectamente coexistir con ciertos divertimentos y practicaban incluso el
teatro en sus establecimientos educativos.

Los jansenistas

31
Entonces, si Tartufo es un puritano, e incluso un puritano exagerado, ¿no sería un
Jansenista? De esta idea nace una serie de interpretaciones que llevan al Tartufo en esta
dirección. Esta hipótesis me parece tan poco verosímil como la precedente. Entre
Tartufo y el jansenismo está, en efecto, este terreno en común del puritanismo, del
rechazo de la carne, del rechazo del mundo. Esta posición es adoptada por Tartufo de
una manera a la vez ridículamente excesiva y profundamente hipócrita; esta
contradicción hace la vida del personaje. Pero todas estas reflexiones del jansenismo
sobre el destino del hombre, sobre el problema de la Gracia, sobre la necesidad de la
soledad, no se encuentran en absoluto en la vida intelectual de Tartufo, tal como nos es
presentada por la pieza.
Además, lo que es verdadero de los jesuitas no puede serlo también de los jansenistas.
La hipocresía que se puede reprochar a tal director de conciencia no puede concernir
igualmente, sin perder todo sentido, al solitario de Port-Royal. Las dos interpretaciones
me parecen, lógicamente, destruirse mutuamente.

La Compañía del Santo-Sacramento


Otros dicen: Molière no ataca en Tartufo ni a los jesuitas ni a los jansenistas, sino a la
Compañía del Santo-Sacramento. Es una sociedad secreta, que existía desde comienzos
del siglo XVII, a la cual había pertenecido, entre otras personalidades religiosas
célebres, San Vicente de Paul. Extendía sus ramificaciones en todas las capas de la
sociedad. Comprendía tanto a religiosos como a laicos, y entre estos últimos, a los
grandes señores, ministros, personas revestidas de una gran autoridad. Es factible que
Lamoignon, que prohibió el segundo Tartufo en 1667, fuera miembro de esta sociedad.
El objetivo de la Compañía del Santo-Sacramento es hacer prevalecer la virtud cristiana;
sus medios, la caridad, la intervención junto a los poderosos, pero también, a veces,
como se ve en el Tartufo, la voluntad de introducirse en la vida de las familias para
dirigirlas, incluso el espionaje o la delación.
Sabemos todo esto porque los historiadores, sobre todo en el siglo XIX, hicieron un
trabajo considerable y encontraron archivos. Esta sociedad, secreta en su momento, no
lo es actualmente para nosotros, cuando ya hemos escrito libros enteros para estudiarla.
Pero Molière no sabía necesariamente todo lo que sabemos; tal vez lo sabía; no
podemos afirmar que lo ignoraba. Sin embargo, es verosímil que lo ignorara, pues la
Compañía, muy prudente, actuaba independientemente del gobierno y, desde muchos
puntos de vista, contra él. Luis XIV no la quería y es una de las razones por las cuales

32
protegió a Molière. Los devotos, como los llamaban, o la conspiración, o incluso la
conspiración de los devotos, estos términos designan a una organización muy precisa en
realidad, pero sobre la que los contemporáneos no tenían muy ciertamente más que
ideas muy vagas. No fue hasta mucho tiempo después que pudimos identificar esta
misteriosa «conspiración» con la Compañía del Santo Sacramento.
El gobierno, habiendo tenido noticias de la existencia de esta sociedad y habiéndola
juzgado peligrosa, la prohibió en 1660, algunos años antes que el Tartufo. Por supuesto,
como siempre que se trata de sociedades secretas, esta prohibición tuvo como
consecuencia no suprimir la sociedad sino volverla más prudente y más secreta. Los
trazos de su actividad tuvieron entonces aún más oportunidades de escapar a Molière.
Estamos, en consecuencia, en un terreno extremadamente frágil. De esta fragilidad
puedo, además, dar una prueba. La relación entre la creación literaria de Molière y la
realidad histórica de esta Compañía del Santo Sacramento condujo siempre a presentar a
Tartufo como un miembro oculto de la Compañía: oveja infame además, que utiliza la
religión para el triunfo de sus objetivos personales. Pero otros historiadores demostraron
que Orgón, más que Tartufo, podía ser considerado como representante de la Compañía
del Santo Sacramento: ¿no profesa acaso de piedad? ¿No tiene acaso una actitud de
discreta oposición al gobierno, ya que mira los papeles de un anciano Frondeur? ¿No
quiere acaso hacer reinar la virtud a través de medios a la vez imperativos y secretos?
Estamos, como puede verse, en pleno terreno de hipótesis. Entre las ideas y su
expresión se teje una suerte de velo impenetrable de la historia.

Las declaraciones de Molière


Alguien podría habernos informado: es Molière. Pero el autor de Tartufo fue, es fácil de
entender, extremadamente prudente. Se aproxima a estos problemas en dos pasajes
solamente y sostiene allí, muy subyacentes, las hipótesis que acabo de presentar. El
primer pasaje se encuentra en la primera Placet, donde Molière explica ante el Rey sus
intenciones. Es entonces una información extraída de la misma fuente.
He aquí lo que escribe Molière: «Hice, Señor, esta comedia con todo el cuidado, según
creo, y todas las circunspecciones que podía pedir la delicadeza de la temática».
Podemos creerlo sin dificultad; un texto como el Tartufo es de aquellos que se escriben
luego de haber colocado la pluma como siete veces en el tintero. «Y para conservar la
estima y el respeto que se les debe a los verdaderos devotos, lo distinguí todo lo que
pude del carácter que debía representar». Desde 1664, en este texto dirigido al Rey,

33
insiste entonces en la diferencia entre los verdaderos devotos y los falsos, lo que implica
claramente que Tartufo es un falso devoto. «No di en absoluto lugar al equívoco»,
continúa, «quité lo que podía confundir el bien con el mal y no me serví para esta
pintura más que de los colores expresos y los trazos esenciales que permiten reconocer
primero a un verdadero y franco hipócrita». El objetivo que Molière se propuso parece,
por ende, perfectamente claro. «Sin embargo,», dice enseguida, «todas mis
preocupaciones han sido inútiles», y es verdad. Afirma que su comedia puede ser puesta
en manos de todos o presentada ante todas las orejas y que entonces no debería
prohibirse, ya que es clara.
Pero no es tan claro como dice, puesto que numerosas personas, desde el siglo XVII,
han dudado de la hipocresía de Tartufo. Para convencernos, hubiera sido necesario que
Molière nos dijera, no lo que Tartufo no es (a saber, un verdadero devoto), sino lo que
es. Ahora bien, no lo dice en su primera Placet, y no lo dice tampoco en el Prefacio que
escribió para la edición de la pieza y que es el segundo documento que querría
examinar.
Escribe en 1669: «Si nos tomamos la molestia de examinar de buena fe mi comedia,
veremos sin duda que mis intenciones son en todo momento inocentes, y que no tiende
de ningún modo a jugar con cosas que se deben reverenciar». Tal vez perfectamente
puras, las intenciones reales de Molière permanecen para nosotros, no obstante,
incognoscibles en el estado actual de nuestra ciencia; este pasaje del Prefacio no las
esclarece. «Traté mi comedia», dice incluso, «con todas las precauciones que me exigía
la delicadez de la temática», retomando una expresión de la primera Placet; «puse todo
el arte y todos los cuidados que pude para distinguir al personaje del hipócrita de aquel
del verdadero devoto». La idea de la primera Placet es retomada y afirmada con más
fuerza todavía. El hipócrita es Tartufo, por supuesto. El verdadero devoto es Cleanto, no
Orgón, devoto si se quiere, pero devoto tan tonto que hace que la religión sirva, sin
quererlo, a fines malos. Ideológicamente, la pieza está construida, según Molière, en
base a una oposición entre Tartufo y Cleanto. No sale de esta distinción.
«Mi villano», continúa Molière, «no tiene en ningún momento al oyente indeciso, se lo
conoce primero que nada» ─es decir, desde el principio─ «en los gestos que le doy, y a
lo largo de la obra no dice una palabra ni realiza una acción que les describa a los
espectadores el carácter de un hombre malvado, y que haga estallar al verdadero hombre
de bien que le opongo».

34
He aquí, entonces, siempre la misma idea: Tartufo es malo a lo largo de la obra, no
podemos no comprender que es malo. Es todo, no estamos más informados que antes.
Hay un misterio, tal vez el de la creación, o el de la conciencia, en la base del problema
del Tartufo. Las afirmaciones de Molière, por repletas de sensatez que estén, no nos
ayudan a esclarecerlo.
Examinemos por lo tanto al personaje mismo de Tartufo.

Pp. 92- 94

IV. – EL SENTIDO DE LA PIEZA


El sentido humano y dramático de la pieza es perfectamente claro. Todo el público
comprende de inmediato las motivaciones y el comportamiento de los personajes y
participa afectivamente de las acciones que de ellos resultan. Tartufo es, en el plano
puramente teatral, una de las piezas más límpidas y eficaces que hay. Solo resulta
complicado su contenido ideológico, con los problemas religiosos que ocasiona. Tan
solo en este punto ha sido atacado y que hay que tomar partido.
Ni las interpretaciones históricas ni las interpretaciones psicológicas pueden ayudarnos
en este sentido. Las primeras, frágiles analogías que apuntan a los jesuitas, los
jansenistas o a la Compañía del Santo Sacramento, no están más que parcialmente
justificadas. Las segundas, que trazan retratos sutiles de Tartufo, místicas o no, no nos
hacen penetrar antes que nada en el corazón de la pieza. Ni a través de unas ni a través
de las otras podemos eludir el problema ya planteado, y con cierta violencia, por los
contemporáneos: la pieza de Tartufo, ¿ataca a la falsa devoción o a la verdadera
religión? Según Molière, todo el problema ideológico de la pieza está allí.

La defensa de Molière
Muchas personas aseguran que, fingiendo atacar a la falsa devoción, Molière arremete
contra la religión en verdad: Tartufo sería una pieza moralmente malvada, puesto que es
anti religiosa. El primer testigo a consultar en torno a este problema es, evidentemente,
Molière mismo. Sus declaraciones son no solo claras, sino también de una insistencia
que no teme llegar a la pesadez. Sintiendo que el problema era capital y que se lo
esperaba en este momento crucial, Molière se expresó con una seguridad que no me
parece permitir ninguna duda.

35
Si releemos el Prefacio, si releemos el segundo Placet, si releemos el rol de Cleanto, del
cual todos los críticos dicen que es, desde muchos puntos de vista, el portavoz de
Molière, el hombre honesto, el que expresa las ideas razonables, encontraremos en
todos estos textos la idea de que la pieza ataca la falsa devoción y no la verdadera. Para
distinguir la falsa de la verdadera, Molière acumula, en detrimento del efecto artístico,
toda una serie de fórmulas, de imágenes expresivas y de comparaciones.
A pesar de las precauciones que tomó y que son importante, estamos obligados a
constatar que no nos las hemos creído. Sobre este punto esencial, sobre un punto que
ponía en peligro no solo su legítima susceptibilidad de autor dramático, sino la
prosperidad de su compañía, la tranquilidad personal y su vida misma, sobre un
problema que lo mantuvo ocupado durante más de cinco años, en el centro de su breve
carrera dramática, no le hemos creído a Molière y hemos dicho y repetido que la verdad
era lo contrario a lo que no cesaba de afirmar. Si lo hemos hecho es porque teníamos
fuertes razones para hacerlo. Es necesario que entendamos cuáles son estas razones.

Sobre el poco cristianismo de Molière


La primera me parece residir en la afirmación, a menudo repetida, según la cual Molière
no habría tenido en absoluto sentimientos religiosos. Ya no es más entonces el Tartufo
lo que atacamos; es a Molière mismo. Según la argumentación de numerosísimos
críticos, Molière no temió escribir una pieza chocante desde el punto de vista religioso,
puesto que él mismo no tenía sentimientos religiosos, sinceros o profundos.
Ciertamente, la vida personal, íntima o interior, de Molière permanece en el misterio.
Yo no juraría que Molière creía en Dios. Tampoco juraría que Molière haya tenido esa
fe un poco banal y fría, tan extendida en Francia, que asegura la tranquilidad del
espíritu, no solamente a los vecinos, sino al propio interés.
Por el contrario, lo que podemos vislumbrar del profundo pensamiento de Molière es,
en esta perspectiva, bastante inquietante. Si hubiera que hacerle a su creador un juicio
sobre su intención en el plano religioso, encontraríamos un número bastante grande de
detalles sospechosos. Sus amigos eran a menudo un poco herejes; pero eran al menos
espíritus libres, y a veces incluso libertinos. Las relaciones de Molière con estos amigos
y su comportamiento en general son tales que no podemos, en ningún momento de su
existencia, detectar el fervor cristiano en él, o incluso la fe cristiana. A lo mejor, era un
indiferente.

36
Aceptaré con gusto que nos representemos estas imágenes de la vida interior de
Molière. Lo que me parecería inadmisible es concluir de esta realidad supuesta sobre la
vida moral de Molière, la realidad, muy cierta y objetiva, que es la pieza del Tartufo. De
sus sentimientos, que pudieron ser discretos, incluso secretos, hasta las declaraciones
públicas que puso en boca de sus personajes teatrales o en los libros que publicó, el
salto es ilegítimo. Con los personajes ficticios, no hay que olvidar jamás que el autor no
se solidariza en absoluto de una manera necesaria.

Pp. 100- 105

La dialéctica de lo verdadero y lo falso en el cristianismo y en Tartufo


Las consideraciones precedentes no pudieron escapar a Molière. Las subordinó a la
pasión de la verdad humana que habitaba en él. Para todo hombre inteligente y honesto,
la falsedad de Tartufo debía, pensaba, saltar a la vista. Salta, en efecto, a la vista de todo
espectador o lector no prevenido. ¿En qué se opone esta perspectiva del discernimiento,
que podemos llamar racionalista, a la perspectiva cristiana? Molière, y muchos hombres
como él, piensan que el hombre, por sus propias fuerzas, puede distinguir lo verdadero
de lo falso de una manera radical y que esta distinción puede ser una guía competente
para su accionar. Para el cristianismo, o al menos para el catolicismo, no es exactamente
lo mismo. La verdad, ciertamente, es un valor para la Iglesia; la Iglesia reconoce, posee
y enseña la verdad. La falsedad no goza de un estatuto metafísico tan seguro. No
podemos nunca afirmar de manera absoluta ni la falsedad de la devoción de Tartufo ni
la falsedad de lo que eso sea. A menos que se aparte de toda posibilidad de progreso y
de asimilación de los descubrimientos científicos o de los hechos de la civilización, la
Iglesia no puede dar a los falso una preeminencia ontológica. Para ella, lo falso debe
poder convertirse en verdadero; debe ser un poco verdadero. Es así que durante siglos
ha sido falso que la Tierra giraba alrededor del Sol; luego se transformó en verdadero.
Esta actitud se encuentra en las antípodas de aquella que llevó en Occidente a la
creación de una ciencia fundada en el principio de la contradicción. Es necesario
recordar aquí que el cristianismo es una religión oriental en sus orígenes. No fue
establecido más que en una pequeña parte de Europa Occidental, e incluso tampoco lo
fue en todo el mundo, que cuando una proposición es verdadera, su contraria es falsa.
Una idea tan categórica no tiene en absoluto asidero en el Mediterráneo oriental. Al este

37
de Atenas, lo falso es a menudo asunto de interlocutor, de atmósfera, de punto de vista:
es manejable por Dios.
Si, entonces, la creencia en la eficacidad de la distinción de lo verdadero y lo falso,
sobre la cual reposa todo el Tartufo, no es verdaderamente cristiana, se entiende que las
precauciones de Molière y el hecho mismo de que tenga razón no hubieran alcanzado
para desarmar a sus adversarios. Cada uno de los principales roles de la pieza puede ser
pesado sobre las balanzas de la religión y sobre las de la verdad; pero el resultado no es
el mismo. Orgón, por su estupidez, queda por debajo de esta dialéctica de lo verdadero y
de lo falso que es incapaz de comprender. Tartufo, por su inteligencia criminal, va más
allá y vuelve un arma «todo lo que se reverencia», como dice Dorina al final, religión y
razón. Cleanto, por su parte, está en el corazón del problema y su papel es
ideológicamente el más rico de la pieza, ya que Molière quiso darle a la vez todos los
valores cristianos que el teatro de su época permitía expresar y todos los valores de la
verdad. Desde sus primeras palabras, Cleanto supone la distinción radical y
esclarecedora de lo verdadero y lo falso; despreciando a «los tontos y los chismosos»,
piensa que lo justo puede encontrar en sí mismo el criterio de la «inocencia». Esta
posición racionalista le permite explicarle largamente a Orgón la diferencia entre los
verdaderos y los falsos devotos. Mejor aún, define con una claridad perfecta el
fundamento de sus juicios: «Mas sí sé, y esa es toda mi ciencia, diferenciar lo falso de lo
verdadero».
Ciencia de geometría, pensará un cristiano, no ciencia de Dios. Esta distinción entre lo
verdadero y lo falso es a tal punto el motor constante del pensamiento de Cleanto, que
no lo aplica solamente a la devoción sino a todo. Es ella, por ejemplo, la que explica la
advertencia, insistente e ineficaz, que dirige a Orgón sobre la palabra dada a Valerio; es
verdad que Orgón dio esta palabra; pero es falso que se sienta obligado a respetarla;
Orgón, para quien lo falso no es lo contrario de lo verdadero, elude; Cleanto, por su
excesivo rigor racionalista, se vuelve torpe. Este rigor es lo que le permite tener siempre
razón, incluso contra el adversario más habilidoso, Tartufo. Dos veces, al comienzo del
cuarto acto y al final del quinto, es Cleanto el único que presenta a Tartufo objeciones
tan indiscutibles que el hipócrita está obligado a evitar la discusión. Tener razón, no por
criterios religiosos o morales, sino por la distinción de lo verdadero y lo falso es, quizá,
lo que los devotos pueden perdonarle menos a Cleanto. De hecho, Madame Pernelle
reacciona con sospecha a sus «máximas» y Orgón piensa que el discurso de su cuñado
«huele a libertinaje». ¿Vamos a decir a Cleanto, como Sganarelle en el Don Juan:

38
«Vuestra religión, según lo que veo, es la aritmética»? Molière evitó esta consecuencia
con los más grandes cuidados. Al comienzo del quinto acto, Cleanto condena con
energía la tontería de los libertinos que niegan la verdadera devoción. Al comienzo del
cuarto, predicaba a Tartufo, dos veces, el perdón de las ofensas ─y en vano, por lo
demás. Al final de la pieza, mostrará su caridad hacia el mismo Tartufo; será el único
que quiera salvar el alma del hipócrita. Su cristianismo coexiste cómodamente con su
racionalismo.
En otros aspectos de la comedia, la dialéctica de lo verdadero y lo falso se degrada en
dialéctica de la realidad y de la apariencia, que permite otros pasajes. Lo aparente es
precisamente lo falso que pasa por verdadero, y Tartufo es menos un falso devoto que
un devoto aparente. A los ojos de aquellos que son abusados, lo aparente, como lo falso,
pasa por verdadero y por real. Pero la realidad misma se convierte, por su semejanza
con la apariencia, sospechosa, y adquiere una fragilidad que lo verdadero, contrario
teórico de lo falso, no tenía. Es por esto que Orgón y Madame Pernelle pueden con tanta
convicción negar la realidad. Orgón no le cree a su hijo en el tercer acto, Madame
Pernelle no le cree a Orgón en el último. Si niegan la evidencia con una perseverancia
tan cómica, significa que los crímenes de Tartufo, que son reales, pueden pasar por
aparentes a partir del momento en que decidimos ser soberanamente exigentes, tan
exigentes como Dios, con respecto a las pruebas. La realidad se vuelve entonces lo que
la verdad no era: susceptible de graduaciones. Poniendo la exigencia de realidad a un
precio suficientemente elevado para que ninguna experiencia pueda pagarlo, el
personaje molieresco garantiza su quimera contra toda intrusión del mundo exterior. Es
superfluo subrayar la profundidad del grotesco que permite esta dialéctica inatacable.
No lo es, tal vez, sugerir la analogía con un aspecto de la metafísica cristiana. Para el
cristiano, la realidad misma no es más que apariencia. Detrás de este mundo, hay otro
─donde Tartufo es quizá redimido de todos sus crímenes.

Una ideología transformada por la historia


Si volvemos a bajar ahora desde estas consideraciones filosóficas hasta las
proporcionadas por la historia, podemos proponer acerca del delicado problema del
Tartufo una formulación suficientemente objetiva que tenga en cuenta las legítimas
susceptibilidades en cuestión. Vuelvo a presentar la evolución de los acontecimientos de
la siguiente manera. En 1664, Molière escribió una comedia de la cual no sabemos
demasiado pero de la que podemos pensar que estaba dirigida, esencialmente hacia un

39
efecto cómico en gran parte tradicional: en el centro, un personaje grotesco, Orgón,
interpretado por Molière, engañado por un bribón que asume la máscara de la religión.
Tartufo engañando a Orgón a través de todas las vicisitudes de la pieza, tal es el
esquema general de la comedia.
Este esquema es al comienzo relativamente inofensivo, excepto porque la máscara
tomada por Tartufo es una máscara religiosa. Bastante excepcional en la tradición
cómica del siglo XVII, este hecho no lo es en absoluto en la Edad Media, ni, incluso, en
ciertas comedias del siglo XVI. Molière vuelve entonces a una tradición cómica antigua,
que era fuerte en las épocas en que la Iglesia era menos exigente. Luego, las cosas se
complicaron. Es evidente que todas las dificultades que le suscitaron a Molière sus
enemigos no pudieron dejar de amargarlo. Es normal que padeciendo resentimiento
mientras volvía a trabajar sobre su obra, haya cargado su cuadro de colores un poco más
negros o de matices un poco más polémicos. Debió decirse, y con razón, que eran los
devotos los que estorbaron su carrera dramática. ¿Los verdaderos o los falsos devotos?
Me parece que entre aquellos que se opusieron a la representación pública de Tartufo
pudo haber de los dos tipos y que los verdaderos pudieron sufrir los golpes dirigidos
contra los falsos.
Agrego que Molière, en lo que llamaría la pureza de su corazón o de su alma, no
padecía la susceptibilidad la sensibilidad verdadera en materia religiosa, en la que no se
interesaba profundamente. Es entonces verosímil que no haya temido ofender a ciertos
espíritus con la naturaleza misma de los problemas que abordaba; y los ofendió.
Esta suerte de inocencia, cada uno la interpretará según sus convicciones, como torpeza
o como brutalidad, o como coraje o incluso como mala fe. Sin juzgar la intención,
constataremos que el conjunto de esta situación empujó a Molière a presentar una
imagen escénica de los problemas religiosos en una comedia que es la más atrevida de
su siglo.

40

También podría gustarte