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Starobinski, Jean, Montaigne en mouvement. Paris, Gallimard, 1993.

Traducción de Mariano Carou.

Prefacio (págs 9-13)

Para comenzar está es la cuestión que se le plantea a Montaigne –la pregunta


que Montaigne mismo hace–: una vez que el pensamiento melancólico se niega a
aceptar la ilusión de las apariencias, ¿qué ocurre después? ¿Qué va a descubrir quien
ha denunciado alrededor de sí el artificio del disfraz? ¿Le es permitido acceder al ser, a
la verdad, a la identidad, en cuyo nombre juzgaba insatisfactorio el mundo escondido
del que se despidió? Si las palabras y el lenguaje son una “mercadería tan vulgar y tan
vil”, ¡qué paradoja escribir un libro y probarse a sí mismo haciendo uso del lenguaje! El
movimiento que este estudio se esfuerza por volver a trazar es el que nace de esta
pregunta, halla la paradoja, y no puede por tanto, encontrar descanso fácilmente.
He buscado distinguir las etapas sucesivas de un pensamiento que toma su
primer impulso de un acto de rechazo. No se tratará de recomenzar aquí lo que otros
han hecho –y muchas veces muy bien–: exponer las ideas de Montaigne sobre el
movimiento y la mudanza universales, organizar en una filosofía las afirmaciones
esparcidas en su libro de los Ensayos, o intentar señalar los conceptos y las actitudes
intelectuales que, en el orden cronológico de las ediciones, se consideran
sucesivamente como las dominantes. El movimiento al que he prestado atención es el
que anima las consecuencias lógicas de la negación inicial. Sin ser indiferente al
problema de la evolución de los Ensayos de Montaigne (tratado en una obra
fundamental por Pierre Villey, retomado luego por otros), he creído poder despegarme
de este tema, según la perspectiva que yo adoptaba.
Si se considera que una gran parte de los problemas del pensamiento y de la
escritura de la obra de Montaigne entran aquí en consideración, el lector debe estar
prevenido de que no encontrará, en las páginas que siguen, un libro de conjunto (tal el
caso de los de Friedrich, Frame o Sayce) concebido como una descripción global de la
vida, el pensamiento y el estilo del autor estudiado. Esta obra no busca situar en su
época a Montaigne ni volver a trazar la historia de su recepción. No pretende más que
seguir un recorrido –o una serie de recorridos– a partir de un acto inicial a la vez del
pensamiento y de la existencia. Así había yo procedido al interrogar la obra de
Rousseau, de la que tantos elementos –autobiografía, pedagogía, pensamiento
sociopolítico– contestan, a veces muy conscientemente, los Ensayos de Montaigne.
Desde su primer esbozo, Montaigne en movimiento había sido concebido como
simétrico a Jean-Jacques Rousseau: la transparencia y el obstáculo. Estos estudios
paralelos cobran su sentido de la semejanza del acto inicial del que parten –el rechazo
al maleficio de la apariencia–, mientras que su resultado respectivo difiere de manera
significativa: a falta de poder volver a encontrarse con el ser, Montaigne reconoce la
legitimidad de la apariencia; en cambio Rousseau, no reconciliado, ve crecer en torno a
él la sombra hostil, para no perder la convicción de que la transparencia ha encontrado
un último asilo en su propio corazón.
No dejaremos de observar que, en la presente obra, la pregunta inicial es un
lugar común de la retórica moral más antigua, al mismo tiempo que una versión
anticipada de la sospecha que caracteriza muchas actitudes contemporáneas. Las

1
cuales –¿es necesario reconocerlo?– no son extrañas a la decisión que he tomado de
otorgarle precisamente a la denuncia de la mentira la función de un primer momento
en mi lectura de Montaigne He escuchado a Michel de Montaigne lo mejor que pude;
he deseado que conservara él la iniciativa del movimiento, tanto como fuera posible.
Pero, partiendo de una inquietud moderna, planteando a Montaigne en su texto las
preguntas de nuestro siglo, no he querido evitar que este Montaigne en movimiento
fuera también un movimiento en Montaigne, de modo tal que la reflexión observadora
estableciera un nudo, un intercambio con la obra observada. Movimiento de la lectura
que interroga, donde la crítica emprende el esclarecimiento de su propia situación
interpretando, en su alejamiento y su particularidad, un discurso del pasado viviente.
La rehabilitación de los fenómenos (el “fenomenismo”), el valor extremo
conferido al instante, el recurso a la experiencia sensible, son las consecuencias bien
conocidas de la duda escéptica. Lo mismo ocurre en la cultura cristiana con el fideísmo.
Esto se lo puede leer en los manuales de Historia de la Filosofía. Y podría creerse desde
entonces que el término final a donde conduce el movimiento de Montaigne está
definido de antemano. Pero no se lo puede comprender de esta forma más que al
precio de un esquematismo extremo. Y tal esquematismo que se abstrae de la actitud
completamente personal con la que Montaigne se encamina hacia un fin que siempre
se le escapa, no hace justicia a lo más precioso del libro de los Ensayos. Todas las
variaciones de una chacona1 responden virtualmente a los primeros compases del bajo
continuo: la obra, no obstante, no termina de realizarse hasta que se han producido
todos sus desarrollos. Los siete capítulos que componen el presente libro son
variaciones sobre el tema del retorno que se refleja en las apariencias o en los
artificios, de los que el pensamiento acusador había renegado en un comienzo.
Variaciones entonces, pero que, encadenándose unas a otras, repiten una misma
marcha para dibujar mejor un recorrido a través de diferentes registros: la amistad, la
muerte, la libertad, el cuerpo, el amor, el lenguaje, la vida pública.
Montaigne puso en guardia a los comentadores: nos lleva más tiempo
interpretar las interpretaciones que interpretar las cosas, y tenemos más libros sobre
libros que sobre otro tema: no hacemos más que glosarnos unos a otros. Todo
hormiguea de comentarios, pero faltan autores. Por otra parte, Montaigne desea un
lector idóneo [suffisant lecteur], que sabrá imaginar, a partir de los Ensayos, los
infinitos ensayos para los que su libro ofrece un pretexto. Este lector aprovechará la
fortuna que ha colaborado con el escritor, y que se manifiesta mediante trazos que
sobrepasan su concepción y su ciencia. He escrito el presente estudio con la
preocupación de respetar a la vez la advertencia y la licencia que me venían de
Montaigne.

Capítulo I: “Y además, ¿para quién escribe usted?” (págs.15-32)

1: La acusación

El mundo que nos rodea no es más que mentira y traición. “La disimulación es
una de las más notables cualidades de este siglo… El engaño (…) mantiene y alimenta

1
En el original dice “chaconne”, esto es, danza de los siglos XVII y XVIII.

2
la mayor parte de las diligencias de los hombres”. Nos masacramos unos a otros bajo
el disfraz de pretextos muy nobles que disimulan bajos intereses.
Montaigne, mediante pinceladas dispersas y acumuladas, desarrolla un viejo
tema, anterior a Platón, quien le dio dimensión de mito. Un temaexplotado por los
estoicos y los escépticos; retomado por Boecio; largamente ilustrado en la Edad Media,
notablemente por John de Salisbury; argumento inagotable de moralistas y
predicadores: el mundo es un teatro; los hombres sostienen allí roles, declaran y
gesticulan como actores, hasta que la muerte los expulsa de la escena. Tema aplicado
tanto para exaltar la omnipotencia de un Dios a la vez autor, director y espectador,
como para denunciar las vanas ficciones en las que los hombres se dejan prender.
Montaigne no omite citar la frase atribuida a Petronio, Mundus universus exercet
histrionam, que encontrará su eco sobre los muros del Globe Theatre en la boca de
James el melancólico (As you like it): el mundo entero representa la comedia, el mundo
entero es un teatro.
Es sobre el efecto de la ilusión desapercibida que insiste Montaigne, como
tantos de sus contemporáneos. Este juego que nos impone es un juego de sombras. La
grandeza de los príncipes es pura comedia: hábiles simulacros alcanzan a representar
la majestad y a suscitar el respeto de los pueblos. La sabiduría de los prudentes y la
doctrina de los sabios no son menos ilusorias. Todo es trampa, bufonada, gesto,
maquillaje. “Incluso la máscara de la grandeza, que se representa en las comedias, nos
compromete de cierta manera y nos engaña”. Todo es imitado, todo es “por la
máscara y el alarde”, ostentación cruel y fútil. Más por debilidad que por maldad, el
común de los hombres se presta a la impostura: cautivos de su imaginación, viviendo
en el olvido de ellos mismos, se dejan engañar. Toman la apariencia por la esencia. El
ardor guerrero de los monarcas, la propaganda de las facciones religiosas, se
acomodan muy bien a esta obcecación. Les hacen falta hombres crédulos, fáciles para
dejarse ganar por la opinión, y listos a verter por ella su sangre y la de los otros. “Toda
opinión es lo suficientemente fuerte como para que se alguien se dejar tomar por ella
y pierda por ella la vida”. La mirada, donde quiera que se pose, encuentra impostores
triunfantes o engañados satisfechos. “He visto, maravilla de mi tiempo, la indiscreta y
prodigiosa facilidad con que a los pueblos sus jefes les manipulan la confianza y la
esperanza, llevándolos allí donde estos quieren y les sirve, no importando los cien
desengaños que les inflingen, ni que todo sea fantasmas y sueños”.
Montaigne, denunciando el maleficio del parecer, está de acuerdo con el
espíritu de la época: explota, según el gusto dominante, un gran lugar común, que
amplifica y varía, ornamenta con citas y agudezas; pero, a través de ese lugar común,
señala un aspecto de la realidad contemporánea, al que la antítesis tradicional del ser y
el parecer se aplica más que a ningún otro momento de la Historia. Las luchas de los
príncipes por acrecentar su poder (con la creación de los grandes Estados europeos en
el horizonte); las querellas religiosas, que ponen en riesgo el principio mismo de
autoridad (estando en el horizonte la elevación del “fuero interior” al rango de
autoridad suprema); la violencia extendida por todas partes; el peligro que se corre en
todo momento: son todas apremiantes incitaciones al engaño y al disimulo, y que
hacen de estos un conjunto de principios de conducta generalmente observados, y de
temas literarios tratados en toda ocasión. En esta época de excesos, se brilla delante
del mundo proclamando el rechazo del mundo, el contemptus mundi: las seducciones
del mundo son trampas, los bienes verdaderos están en otro lugar. El teatro barroco

3
hará pronto de la desilusión –el desengaño2- el instante de una Gracia amarga, que
devuelve la vista bruscamente a personajes demasiado largo tiempo enceguecidos.
El mundo que acusa Montaigne es un laberinto en el que las simulaciones
tienen, por así decirlo, curso legal. La hipocresía no es un secreto que haya que
penetrar: todo el mundo preconiza “esta nueva virtud de la simulación que tiene tanto
crédito en este momento”. La bufonada de los oficios y de las dignidades se denuncia
en su conjunto por su propio exceso. Quien se mezcla en los asuntos públicos es
advertido inmediatamente y, para no apartarse de lo que es habitual, desde luego
tomará partido por protegerse y desconfiar. “Nuestra verdad actual no es lo que es,
sino aquello de lo que persuadimos a los otros”. La duplicidad y la cautela no son
descubrimientos que se tarden en hacer: es el sesgo por el cual se ofrece el mundo a
quien se aventura en él. Son cosas que se aprenden, como se aprende a hablar
escuchando las palabras que circulan, repitiendo aquello que se ha visto tener éxito. La
educación se adquiere rápidamente. La política se define, en su principio, como
ostentación, astucia, ardid –defensas por demás legítimas contra los embustes de los
enemigos y la inconstancia de la fortuna. “La inocencia misma no sabría negociar entre
nosotros sin simulación, ni hacer negocios sin falsedad”. Así, la mentira se esconde tan
poco que toma la figura de la convención universalmente recibida. La máscara y la
duplicidad son la forma común, la manera que cada uno adopta; el sobreentendido
elevado a regla general.
En cuanto al resto, entre los discursos de una humanidad charlatana, no es raro
que se escuche denunciar las apariencias engañosas. La acusación de mentira
universal, el reclamo de sinceridad, el rechazo de la adulación, la veracidad
imprudente, tienen sus fórmulas consagradas, consignadas según las formas
prescriptas en los tratados, y forman parte del arsenal de la oratoria. La parresía 3, el
reclamo de sinceridad y de franqueza, son algunos medios entre otros a disposición de
los eloquentes. La retórica que opone ser y parecer, el topos que acusa el engaño de
las cosas mundanas, son algunas de las artimañas convenidas en las que se complace
la duplicidad. Los hipócritas saben admirablemente discurrir contra la hipocresía.
Cualquiera que saque provecho de esto con gran caudal de citas le hará el proceso a
las máscaras: él mismo quedará como un personaje enmascarado. Toma un último rol:
el del sabio desengañado. El código y la simulación serían imperfectos si no previeran,
entre los gestos de su repertorio, el del rechazo de la simulación. El enemigo de las
máscaras no es a menudo más que una función suplementaria en la comedia
travestida: el espectáculo deviene creíble (“parece” volverse creíble) por la presencia
de un personaje que, ostensiblemente, se rehúsa a creer en las apariencias que
encuentra. Durante el barroco, esta ilusión superlativa se explica, emblemáticamente,
por el teatro dentro del teatro. El actor que se defiende de las ilusiones toma él mismo
el estatus de un ser real, por el juego de oposiciones relativas. Se cree que él no está
sobre escena porque denuncia otra escena. (Hoy la ideología juega a esto, siendo una
de sus mejores maniobras de distracción la de presentarse como la acusadora de la
ideología).
A Montaigne mismo, por cierto, lo arrastra esta retórica; él promete más que
nadie; extrae elementos del repertorio de metáforas de la deslealtad y de las
2
En castellano en el original.
3
En la retórica clásica, la parresía era una manera de hablar cándidamente o de excusarse por hablar así.
Implica no sólo la libertad de expresión sino la obligación de hablar con la verdad para el bien común,
incluso frente al peligro individual.

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acusaciones a la mentira ofrecido por la tradición humanista. Pero lo hace a la vez con
más seriedad y más ironía Se vuelve creíble mientras declama sobre la veracidad, al
mismo tiempo que declara que “sufre el dolor de tener que fingir”, que “se ha
propuesto atreverse a decir todo lo que osará realizar”; o mientras cuenta cómo su
aspecto y su franqueza le han salvado la vida en varias ocasiones. Los preceptos del
coraje encuentran en él una acogida leal; vivir a corazón abierto no es, para
Montaigne, simple cláusula de estilo: es una máxima que no le resulta difícil poner en
práctica. Del mismo modo, la puerta de su castillo permaneció abierta a todo el que
venía…
Montaigne extiende largamente el alcance de su escepticismo. Al examinar la
historia humana, constata que los efectos de la sinceridad y del engaño son
imprevisibles. “Por diversos medios se llega a fines parecidos”. Pero partiendo de esta
misma imprevisibilidad, según la cual ni siquiera el engaño prevalecerá con seguridad
en el orden del hecho, Montaigne falla en favor de lo que la tradición moral establece,
en el orden del derecho, como el valor superior: la sinceridad. Sean cuales fueren las
implicancias de nuestras acciones –para conocerlas habría que remitirse a Dios–,
Montaigne no duda sobre sus elecciones morales: la exigencia de veracidad
permanece como uno de los criterios estables de su juicio, de su crítica a las
costumbres, de su conducta personal. Este es un “lugar común”, por cierto, pero
Montaigne no pretende ser original al punto de recusarlo. Hay en él una preocupación
por la honestidad que el reconocimiento de la mutación universal deja intacta.
Frente a la comedia general, Montaigne pide prestado a la tradición
humanística el modelo de su respuesta. Si “la mayor parte de nuestras diligencias son
una farsa”, ¿hace falta reír o llorar por ellas? A la compasión afligida, ilustrada por el
ejemplo de Heráclito, Montaigne prefiere su equivalente legendario: la risa de
Demócrito. Opción que hace intervenir una separación más marcada, una distancia
más liberada de todo compromiso. Y todo nos incita, aun aquí, a creer que Montaigne
se apropia plenamente de una lección tomada e una imagen que ha fijado la memoria
cultural:
Demócrito y Heráclito fueron dos filósofos, de los cuales el primero, encontrando vana
y ridícula la condición humana, no aparecía en público si no era con un rostro burlón y
risueño; Heráclito, teniendo piedad y compasión de esta misma condición nuestra,
llevaba siempre el rostro continuamente entristecido, y los ojos cargados de lágrimas
(…) Prefiero el primer humor, no porque sea más placentero reír que llorar, sino
porque es más desdeñoso, y nos condena más que el otro: y me parece que no
podemos jamás ser lo suficientemente despreciados de acuerdo a nuestro mérito (…)
No estamos tan llenos de mal como de vacuidad; somos más viles que miserables. (I,
L).

Montaigne reajusta momentáneamente a su uso personal una actitud que data


de los comienzos de la filosofía. Demócrito se ríe de la locura del mundo. Pero, ¿no ha
sido afectado él mismo por el humor negro a causa de su empeño de comprender las
causas de la locura? Robert Burton presentará en 1621 su Anatomía de la melancolía
bajo el pseudónimo de “Democritus Junior”, y se reclamará a su vez, heredero de
Montaigne. Hamlet retomará casi textualmente una de las frases del pasaje de
Montaigne que acabamos de citar: “Si fuéramos tratados según nuestros méritos,
¿quién escaparía al castigo?” Esta frase de Shakespeare llamará la atención de Freud,
quien la evocará más de una vez, sobre todo en Duelo y melancolía, para legitimar la

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clarividencia de la acusación melancólica. ¿Qué privilegio hace que las sentencias de la
reflexión melancólica se propaguen a través de las edades, encadenando autores y
lectores, que a su vez las leen y las pronuncian? ¿Deberíamos considerar el uso de la
cita (sobre el cual volveremos) como una consecuencia del auto-desprecio
melancólico? Hablar por la voz vigorosa de Séneca o de Plutarco, a falta de un lenguaje
personal lo suficientemente fuerte, es la excusa de Montaigne para los préstamos que
al mismo tiempo ofician de ornamento. La cita, confesión de debilidad, repite con
predilección los discursos de la melancolía.
Montaigne hace más, sin embargo, que tomar en serio la lección de los
maestros antiguos e intentar vivir conforme a los preceptos de una moral consagrada.
Va más lejos. Alrededor de él, ocurre aparentemente el fin de un mundo: “Ahora bien,
volvemos los ojos por todas partes; todo se derrumba en torno a nosotros (…) Parece
que los mismos astros prescriben que hemos durado más allá de los términos
ordinarios. Y esto también me pesa, que el mal más cercano que nos amenaza no es la
alteración en la masa entera y sólida, sino la disipación y el desgarro, llegando al
extremo de nuestros temores”. “Cuando todo parece hundirse, no ha llegado la
ocasión hacerle caso a la insatisfacción, de cuestionar con más insistencia, de armarse
de una exigencia más alta, de apartarse de todas las vanidades y los discursos mismos
de la sabiduría sobre la vanidad. Es necesario poner en obra todos los recursos
defensivos de la reflexión y de la ironía. El deseo de independencia se convierte en la
energía predominante, sin que por eso se interrumpan la escucha del pasado ni la
lectura de los textos ejemplares.

2: El espacio votivo

Para distinguir tan claramente el “exilio de la verdad”, es necesario que


Montaigne haya formulado para sí mismo una exigencia de franqueza y de veracidad
que el mundo no ha dejado de defraudar. ¿Hablaría él tan seguido de inconsistencia e
impostura si no se relacionara con una posibilidad de constancia y de lealtad, aunque
la norma no fuera conocida más que a través de un espíritu confundido? Toda
acusación de la falsedad del mundo supone la creencia en un valor opuesto: una
verdad que se situaría en otro lugar (en este mundo o fuera de él) y que nos
autorizaría a intervenir en su nombre, y a convertirnos en los acusadores de la mentira.
Denunciando los prestigios del parecer, Montaigne toma partido, implícitamente, por
la plenitud sin equívoco del ser verdadero. Pero no lo conoce más que por la fuerza del
rechazo que lo hace considerar inaceptables la mentira y la máscara. Montaigne, en el
instante en que se opone al mundo, no puede encomendarse a ninguna a la posesión
de ninguna verdad: proclama solamente su odio al disfraz. Lo verdadero es lo positivo
aún desconocido, implicado por la negación dirigida contra el mal abundante; lo
verdadero no tiene un rostro determinado: no es más que la energía insatisfecha que
anima y que pertrecha el acto del rechazo.
La oposición no tiene en principio otro medio de manifestarse que bajo las
figuras del espacio. El rechazo dubitativo se expresa metafóricamente por el acto de
apartarse, de abstenerse. Montaigne experimenta la necesidad de reservarse un lugar
a distancia del mundo, un lugar donde pueda hacerse espectador de la vida de los
hombres, y donde se sienta liberado de todas las trampas. Si el mundo es un teatro
engañoso, no hay que permanecer sobre el escenario; es necesario encontrar el medio

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de establecerse en otro lugar. Exilarse de un mundo del que la verdad ha sido
desterrada no es verdaderamente exilarse. Montaigne se asombra de que Sócrates,
por escapar a las “leyes tan fuertemente corrompidas” de los atenienses, no haya
preferido una sentencia de exilio.
La separación toma así la figura de un acto inaugural. Determina el sitio en el
que Montaigne deja de pertenecer al comercio engañoso; establece una frontera,
consagra un umbral. Este sitio no será un promontorio abstracto. En Montaigne, todo
toma cuerpo: el lugar separado será la biblioteca situada en la torre, lugar dominante,
mirador acondicionado del último piso del castillo familiar. Se sabe que Montaigne
jamás tendrá allí una residencia continua: dedicará aún mucho de su tiempo a las
ocupaciones públicas, a las negociaciones conciliadoras. No se sustraerá a aquello que
considera un deber en vistas al bien común. Pero lo importante, para él, es haber
conquistado la posibilidad de establecerse en un territorio personal y privado, de
poder tomar distancia allí cada vez que quiera, saliendo del juego; lo importante es
haber dado a la distancia reflexiva su localización a la vez simbólica y concreta, haber
reservado un sitio siempre acogedor, sin obligarse a habitarlo en todo momento. De
ahí en más, entre la mirada del espectador y las agitaciones humanas, un vacío óptico
se interpone, un intervalo puro, que le permite percibir la esclavitud a la que las
muchedumbres se arrojan voluntariamente, mientras que en cambio se asegura a sí
mismo una nueva libertad. Descubre los lazos que encadenan a los otros; siente caer
los suyos. Porque lo primero que está en juego no es el saber: es la presencia ante uno
mismo.
Ahora bien, esta toma de posesión de un lugar, este acondicionamiento de un
espacio inaccesible a la mentira del mundo, marcan también una cesura en el tiempo.
No hay más que prestar atención a la antología de inscripciones latinas que Montaigne
hace pintar en 1571. Una fecha precisa solemniza esta ruptura en la existencia. Una
nueva era comienza y debe quedar fijada simultáneamente en un punto determinado
del tiempo colectivo de la cristiandad y del tiempo biográfico personal. El aniversario
refuerza la idea de un nacimiento voluntario. El tiempo toma un nuevo origen, y
conjuntamente toma otro sentido: es el tiempo limitado que queda por vivir, los pocos
días que se añadirán a la vida ya vivida. Una nueva ley, una nueva regla entran en
vigor. Apegos reanudados compensan el desapego a la vez sufrido y querido. Este
orden no es más el del servitium, sino el de la libertas. La liberación va pareja con el
encierro. Una estricta oposición se manifiesta entre la expresión del disgusto, la
voluntad de ruptura y el acto votivo que consagra y circunscribe estrechamente el
lugar del retiro. Este lugar es metafóricamente el “seno de las doctas Musas”: se
constituye, por supuesto, con paredes que ofrecen “curvándose” la colección de obras
de poesía, filosofía, historia, con las que Montaigne quiere rodearse. La imagen del
repliegue, del lugar escondido, la figura femenina de las Musas (Montaigne dirá que no
sabe si le gustaría más haber tenido un hijo “gracias a la intimidad con las musas que
con su mujer”), evocan, para el lector moderno, el concepto psicológico de regresión,
con su cortejo de nociones asociadas. Cuando Montaigne evoca la tranquilidad, la
seguridad, el reposo, puede creerse que no hace más que confirmar la naturaleza
regresiva de su deseo. Ciertamente, la casa es el lugar ancestral, y reenvía a la línea de
sus antepasados varones, pero esta masculinidad, ligada desde 1477 a la propiedad de
los dominios, se encuentra contrabalanceada (para la argumentación psicoanalítica)
por el género femenino de sedes, y por el predominio de nombres femeninos (en la

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lista de términos que la inscripción consagra, después de libertas y tranquilitas, el
único término no femenino es otium, el cual sin embargo ¡es neutro!). En todo esto,
hay que reconocer sin embargo –como Hugo Friedrich bien lo mostró– las fórmulas
tradicionales del otium cum literis, variante “contemplativa” de la vida humana, tal
como ha sido preconizada cuando la vía activa del humanismo cívico se reveló
impracticable, o sembrado de peligros excesivos. Montaigne, que supo honestamente
llevar a cabo tareas políticas, es la prueba de que las dos actitudes pueden alternar. La
inscripción inaugural de 1571 no debe ser leída en primer lugar como un documento
psicológico: permanece conforme a un paradigma cultural, impersonal y generalizable.
Podría de todas maneras sostenerse que mediante la ocurrencia que exalta a la
antigüedad como fuente y como savia nutricia, que, justifica la vida solitaria y el
repliegue sobre la propia intimidad (sibi vivere), la tradición humanista ponía a
disposición del deseo individual las expresiones preformadas en las cuales podían
colarse la insatisfacción, la nostalgia, el esfuerzo de sublimación, la necesidad de
seguridad: se deja adivina aquí todo un uso “pulsional” de un lenguaje codificado …
La inscripción por la cual Montaigne consagra su biblioteca a su libertad y a su
propia tranquilidad era redoblada por una segunda inscripción, un texto desde hace
mucho tiempo no tan fácilmente descifrable, que dedicaba ese mismo lugar a la
memoria del amigo perdido: La Boétie. La consagración al “hermano” desaparecido se
agrega a la consagración a sí mismo: la biblioteca de la que Montaigne pretende
disfrutar contiene también los libros legados por La Boétie 4. La tranquilidad que quiere
saborear en esta segunda parte de la vida –cercana a la muerte– prolonga y perpetúa
el diálogo con el mejor amigo. La estadía en la biblioteca está entonces doblemente
rodeada por la muerte: por aquella que Montaigne espera y por aquella de la que es
sobreviviente; en las dos perspectivas, la noción de identidad juega un rol capital.
Respecto a La Boétie, Montaigne se siente responsable de una imagen, de una
semejanza: ha tenido el cuidado de editar sus obras (1570-1571), ha tomado el
compromiso de conservar y transmitir, entero e intacto, el rostro del compañero
admirable, tal como fue durante su vida. La regla de la identidad está aquí: no dejar
que nada se pierda, no alterar nada, disputar a la muerte y al tiempo las imágenes que
se precipitan en el olvido y la oscuridad. (Varias veces deberemos retomar este tema).
En cuanto a su propia vida, asegurándole el descanso, la libertad, el ocio, la
tranquilidad, la seguridad, Montaigne pretende ante todo librarla de la mutación, de la
vana ceremonia a que están condenados quienes sirven a la vida pública: se trata
ahora de vivir en diálogo consigo mismo, sin perderse más, fiel a su naturaleza, fiel a la
gran Naturaleza.

4
El texto latino, más conjetural, de esta segunda inscripción, fue traducido así en la edición de
Thibaudet: “Privado del amigo más dulce, más querido y más íntimo, el mejor que ha visto nuestro siglo,
el más docto y perfecto, Michel de Montaigne, queriendo consagrar el recuerdo de este mutuo amor
por un testimonio único de su reconocimiento, y no pudiendo hacerlo de manera que lo expresara
mejor, ha dedicado a su memoria este aparato estudioso con el cual que hace sus delicias”.

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