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Gabriel Andrade
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El filósofo alemán del siglo XVIII, Immanuel Kant, tiene una merecida
reputación como uno de los más difíciles de leer. Quizás en esto, se parezca
a los postmodernistas, a pesar de que el consenso entre los historiadores de
la filosofía es que Kant es entendible con cierto esfuerzo, y la dificultad para
entenderle no procede de su oscurantismo, sino de la profundidad de su
pensamiento; mientras que buena parte de los postmodernistas son
deliberadamente oscuros.
Pero, en 1784, Kant escribió un breve panfleto sumamente claro que suele
emplearse entre estudiantes como introducción a su pensamiento. El título
de ese panfleto es ¿Qué es la Ilustración? Entre otras cosas, el panfleto es
conocido por exhortar a la juventud con la frase latina “Sapere aude!”,
“¡atrévete a conocer!”. Hoy, esa exhortación resulta trivial en extremo. Por
doquier, se nos exhorta a estudiar y conocer el mundo. Pero, en época de
Kant, el asunto era distinto.
Hasta el siglo XVIII, se había mantenido en Occidente la noción de que el
hombre es un ser caído, contaminado por el pecado original.
La falta supuestamente cometida por Adán había dejado una mancha entre
todos sus descendientes, y por ello, los seres humanos estamos muy lejos
de ser perfectos. Dada nuestra susceptibilidad e imperfección, se creía,
nunca podríamos conseguir la felicidad por cuenta propia.
Puesto que somos seres caídos, necesitamos de la guía de alguna autoridad
superior que nos encamine por los senderos de la dicha.
El hombre necesita de Dios. Sin Dios, el hombre sería una oveja perdida.
Para retomar su rumbo, el hombre necesita la conducción de un pastor. Por
ello, no conviene tratar de resolver todos nuestros problemas en apelación al
uso de la razón. Ciertamente, se estimaba, la razón puede ayudarnos a
resolver algunos problemas. Pero, a la larga, no contamos con las facultades
racionales (dada nuestra condición caída) como para resolver todo. Por ello,
al final debemos suspender el uso de la racionalidad, a favor de la fe.
Mediante la fe, depositamos nuestro destino en alguna autoridad, y es
precisamente en la medida en que somos guiados, como llegaremos al
destino deseado.
Kant señalaba que así se comportan los niños. Los infantes no tienen control
de sus propias vidas, precisamente porque aún no han desarrollado a
plenitud sus facultades racionales. Por ello, deben dejar que otros decidan
por ellos. Kant, quien escribía hacia finales del siglo XVIII, estimaba que,
después de un siglo de tantos avances, ya había llegado la hora para que la
humanidad abandonara su minoría de edad, y se empezara a comportar
como un adulto. En sus propias palabras, “la Ilustración es la salida del
hombre de su minoría de edad”. Kant entendía la Ilustración como el
momento de la historia en el que los seres humanos ya no se dejarían
conducir por una autoridad superior, y asumirían las riendas de su propio
destino.
Los historiadores de la filosofía no tienen muy claro si Kant creía o no en
Dios, pero al menos sí tienen claro que Kant defendía el empleo de la razón
por encima del privilegio que antaño se depositaba sobre la fe.
Independientemente de si Dios existe o no, Kant estimaba que había llegado
el momento en que el hombre debía asumir por cuenta propia la resolución
de sus problemas, mediante el uso de la razón. Los hombres grandes son
aquellos que desarrollan un criterio autónomo mediante el empleo de la
racionalidad, y el deseo de conocer el mundo.
Suele apreciarse a Kant como el representante más tardío del movimiento
que ha venido a conocerse como la ‘Ilustración’. Lo mismo que el
postmodernismo, la Ilustración fue un movimiento bastante amplio, y
quienes lo conformaron, sostenían puntos de vista diversos e incluso a veces
opuestos entre sí. Pero, el término ‘Ilustración’ sirve como aglutinante del
movimiento intelectual propio de la Europa del siglo XVIII, el cual
eventualmente sentó las bases para la Revolución Francesa y la era
moderna.
‘Ilustración’ viene de ‘lustrare’, el verbo en latín que significa ‘hacer brillar’.
A inicios del siglo XVIII, se empezó a concebir la idea de que, hasta ese
momento, la humanidad había permanecido en una época de oscuridad.
Desde Platón, el conocimiento ha sido asimilado a la luz, y los forjadores de
la Ilustración continuaron esta metáfora. A su juicio, Occidente había estado
sumido en una época en la cual el conocimiento derivado del uso de la razón
había estado sometido a los límites de la fe y la religión. Había llegado el
momento de sacar a la humanidad de esa época oscura en la que se había
abandonado el deseo de conocer el mundo, y retomar el camino de la
racionalidad.
Así, estos forjadores se empezaron a autodenominar ‘las luces’ y ‘los
ilustrados’, y hoy suele identificarse el siglo XVIII como el ‘siglo de las luces’.
A juicio de los ilustrados, Roma y Grecia habían sido algo así como una edad
dorada. Dos siglos antes, en el Renacimiento, los artistas también habían
propiciado un vuelco a Grecia y Roma, pero más en un plano estético. Los
ilustrados pretendían reivindicar más bien el legado racionalista
grecorromano, el cual había caído en declive durante la Edad Media, como
consecuencia del auge del poder político de la Iglesia, y el predominio de la
fe como límite al uso de la razón. Probablemente los ilustrados exageraron
los méritos de Grecia y Roma y los vicios de la Edad Media (el término ‘Edad
Oscura’, probablemente muy impreciso, es debido a los ilustrados), pero en
líneas generales, se proponían un florecimiento de la racionalidad que, sin
duda, había sido limitada durante la Edad Media.
Los siglos previos al XVIII había sido una época de grandes
transformaciones sociales. Un siglo antes, se habían sentado las bases del
método científico. A partir de ese momento, se contaba con una serie de
reglas que permitiría a los investigadores descubrir las leyes de la
naturaleza: observar la naturaleza, sistematizar los datos, establecer
relaciones, formular hipótesis, someterlas a verificación mediante la
experimentación, elaborar predicciones, etc. Muy pronto, este método
empezó a ofrecer resultados muy beneficiosos, y se empezó a adquirir una
confianza en que este tipo de aproximaciones analíticas, en vez de las
especulaciones basadas en la fe, podrían acercarnos más al conocimiento del
mundo.
Al mismo tiempo, el poder eclesiástico entraba en declive. Por supuesto,
seguía existiendo la Inquisición, y pocas personas osaban declararse
abiertamente ateas. Pero, el poder civil fue creciendo y opacando a las
autoridades eclesiásticas. Las autoridades civiles no eran propiamente
ejemplos de tolerancia y libertad, pero al menos permitieron una mayor
secularización de la vida pública. Con esto, el privilegio de la fe empezó a
ceder, y se abrió paso a la valoración del uso autónomo de la razón. Y, si
bien los sistemas políticos predominantes fueron monarquías absolutistas, la
apertura de mayores espacios de discusión permitió un eventual
cuestionamiento del despotismo que caracterizaba a la mayoría de las
naciones europeas.
Unos siglos atrás, se había empezado también una etapa de exploración de
territorios en América, África y Asia. Después de varios
siglos de aislamiento, las sociedades europeas empezaron a entrar en
contacto con sociedades de otras latitudes. Ello permitió dejar atrás el
provincialismo característico de la Edad Media, y se propició un mayor
espíritu cosmopolita. En el siglo XVIII, los ilustrados tenían la posibilidad de
comparar sus sistemas políticos, sociales y económicos, con los de otras
civilizaciones, a fin de evaluar cuáles habrían sido los resultados de cada tipo
de organización social.
La exploración de otros territorios también propició la expansión de redes
comerciales. La Edad Media se había caracterizado por el predominio del
feudalismo, un sistema que no permitía mayor movilidad comercial entre
poblaciones, y en los siglos sucesivos, se conformó un Estado mercantilista
que regulaba a toda costa las relaciones económicas, y ponía severos límites
a los mercados. A medida que las naciones europeas fueron extendiendo sus
dominios en ultramar, se fueron propiciando mayores libertades económicas
que desembocaron en un incremento dramático del flujo comercial. Y, como
es de esperar, el comercio hace fluir no sólo bienes, sino también ideas. Así,
la expansión comercial también sentó las bases para una sociedad que
terminara por abrazar el espíritu de la Ilustración.
Las condiciones estaban dadas, entonces, para que surgiera un movimiento
intelectual de gran envergadura. Si bien la Ilustración tuvo acogida en varios
países europeos, Francia fue el país que llevó la batuta. Fue la misma
nobleza francesa la encargada de apadrinar a muchos de los autores que
eventualmente se convertirían en las figuras más renombradas de este
movimiento (irónicamente, la misma Ilustración inspiró el derrocamiento de
la monarquía y buena parte de la nobleza francesa en 1789). Los nobles
impulsaron el establecimiento de salones y cafés en las grandes ciudades
europeas para discutir temas filosóficos, propios del espíritu de la
Ilustración.
Los ilustrados se caracterizaron por abrazar una visión optimista del mundo.
La mayoría terminó por rechazar la antigua doctrina cristiana del pecado
original. Antes bien, los ilustrados asumían que el hombre era bueno, y que
a partir de ello, es posible construir una sociedad que conduzca a la paz, la
prosperidad y la felicidad. Si bien ya se habían formulado algunas utopías
antes de la Ilustración, los movimientos utópicos del siglo XIX tienen una
gran deuda con los filósofos del siglo XVIII.
Además, los ilustrados confiaban en que la razón autónoma era suficiente
para resolver los problemas que se le planteaban a la humanidad; no era
necesario encomendarse a ninguna divinidad o a sus representantes. De
nuevo, esto manifestaba un espíritu profundamente optimista, pues se
confiaba en que la naturaleza humana es lo suficientemente buena como
para asegurar su propia felicidad.
Es cierto que Voltaire, el filósofo más emblemático de la Ilustración, escribió
Cándido (su obra más famosa) como una parodia del optimismo: el héroe
epónimo de la novela sufre toda clase de desgracias, lo suficiente como para
poner en duda que el hombre es bueno.
Pero, en realidad Voltaire tenía en mente ridiculizar el optimismo metafísico
de Leibniz, según el cual vivimos en el mejor mundo posible, pues ha sido
creado por Dios. Si bien Voltaire ridiculizaba el optimismo metafísico de
Leibniz, conservaba la esperanza de que, algún día, este mundo mejoraría
mediante el empleo de la razón.
Como corolario de su optimismo, los ilustrados confiaban en que la
humanidad estaría encaminada por la vía del progreso. Cada vez más, las
sociedades irían perfeccionando su conocimiento y dominio de la naturaleza,
e irían acercándose a la felicidad. Atrás quedaría la época de barbarie y
oscurantismo. A veces se ha acusado a los ilustrados de ser ingenuos en su
noción progresista. Varios de ellos ciertamente pecaron de ingenuidad, al
creer que la humanidad llegaría muy pronto a un estado idílico. Pero, otros
ilustrados sostuvieron la noción de progreso, no propiamente como un
anuncio respecto a lo que estaba por suceder, sino como una exhortación a
tratar de mejorar la vida humana, respecto a épocas pasadas. La noción de
progreso permitió defender la idea de que hay sociedades más deseables
que otras, y que debemos encaminarnos hacia las primeras. Y, si bien no se
evidencia un progreso lineal en todas las facetas de la vida, sí podemos
reconocer que, en general, las condiciones de vida hoy son mucho más
óptimas que las que imperaban en la Edad Media.
Los ilustrados estimaban que sólo el uso irrestricto de la racionalidad podría
conducirnos por la vía del progreso. Por ello, atacaron consistentemente el
pensamiento religioso y sus instituciones derivadas. Se empezaron a atacar
los dogmas. Para sostener una creencia, ya no sería suficiente apelar a una
autoridad. Apelar a una autoridad para defender una creencia era
precisamente el tipo de inmadurez que Kant denunciaba. La fe es el refugio
de los perezosos que no quieren pensar por cuenta propia.
Esta invitación al empleo de la racionalidad condujo a importantísimos
aportes en la epistemología, la lógica y las ciencias en general.
Gottfried Leibniz, por ejemplo, sentó las bases para el cálculo, y estableció
varios principios lógicos. John Locke defendió consistentemente el
empirismo, a saber, la postura según la cual, la mejor forma de conocer el
mundo es mediante la evidencia procedente de la experiencia (dejando así
en un segundo plano a la fe).
Se empezaba a cuestionar las antiguas creencias aceptadas acríticamente.
Nació así el escepticismo moderno, a saber, la actitud de desconfianza frente
a alegatos no bien sustentados. David Hume, el más emblemático de los
escépticos, rechazó como irracional la creencia en los milagros, pues a su
juicio, siempre será más probable el error o el falso testimonio, que el
mismo hecho milagroso.
La religión sufría ataques por muchos frentes. Voltaire ridiculizaba el
fanatismo de los musulmanes (y, con ello, implícitamente ridiculizaba al
fanatismo cristiano). También Voltaire criticaba ácidamente a la Inquisición.
Diderot denunciaba los maltratos que recibían las monjas en los conventos.
Hume señalaba la debilidad de muchos argumentos a favor de la existencia
de Dios, y postulaba que el origen de las religiones estaba en el miedo.
El ateísmo moderno nació con la Ilustración. Pero, en realidad, la mayoría de
los ilustrados no fueron ateos en pleno sentido. Antes bien, defendieron el
deísmo, la postura según la cual Dios creó el mundo, pero desde entonces
no ha intervenido más. Y, como corolario, los deístas postulaban que puede
defenderse la existencia de Dios, sólo sobre las bases de la razón, y no
sobre las bases de la fe. Esto condujo a un ataque persistente a las
pretensiones de la teología como disciplina de estudio. Ningún conocimiento
podía asumirse como verdadero bajo la pretensión de que procedía de
alguna revelación divina o autoridad eclesiástica. Para conocer el mundo,
sería necesario emplear la razón autónomamente, y esto restringía
seriamente el alcance de la teología. A lo sumo, la teología que quedó
salvaguardada fue la teología natural, aquella que pretende emplear la razón
para pronunciarse únicamente sobre la existencia de Dios.
Así, algunos ilustrados sostenían que Dios no existe, mientras que otros
sostenían que Dios existe, pero que no interviene en el funcionamiento del
mundo. Esto condujo a una concepción mecanicista del universo. Se postuló
que el universo es una gran máquina regida por las leyes de la física.
Muchos ilustrados se inclinaron hacia un materialismo: todo cuanto existe es
materia, y ninguna fuerza espiritual interviene para propiciar los fenómenos
del universo. Esto conduciría a la incómoda conclusión de que los seres
humanos somos también una suerte de máquinas regidas por leyes físicas.
Si bien pocos ilustrados llegaron a defender una postura como ésta, el barón
D’Holbach sí defendió la idea de que todo en el universo está determinado
por las leyes de la naturaleza, y que por ende, realmente no podemos
considerarnos libres.
Los ilustrados también despreciaron la intolerancia religiosa. Unos siglos
atrás, Europa había sido devastada por guerras religiosas. Esto colocó en
alerta a los ilustrados respecto a la importancia de la libertad de expresión, y
la tolerancia frente al disenso. Una de las frases más emblemáticas de
Voltaire es: “no estoy de acuerdo con lo que decís, pero defenderé hasta la
muerte vuestro derecho a decirlo”.
La ética religiosa tampoco escapó a los ataques de los ilustrados. Se empezó
a postular la necesidad de abrazar una ética autónoma.
Kant, por ejemplo, formulaba un imperativo categórico que permitiera a los
seres humanos saber discernir qué es lo bueno, a partir de la consideración
de que debe obrarse como si la acción fuese universalizada. Kant, como casi
todos los ilustrados, postulaba la necesidad de considerar racionalmente las
decisiones éticas. Atrás quedaba también la ética procedente del mandato
divino, y la justificación moral con base en el miedo al castigo divino.
Incluso, se empezaba a aceptar la idea de que el egoísmo y el hedonismo
podrían tener justificación moral. La Edad Media había llegado a valorar el
dolor intrínsecamente (no en vano, fue durante esa época cuando surgieron
los flagelantes); los ilustrados, por su parte, defendían la búsqueda del
placer, y la mayoría de ellos habían alcanzado posiciones sociales
acomodadas. Nada de esto implicaba, a juicio de los ilustrados, el colapso de
la moral. Antes bien, lo moral es precisamente el esfuerzo por hacer
coincidir el placer propio con el placer de los demás. Así, por ejemplo,
Helvetius defendía un ‘egoísmo ilustrado’: quien realmente busca el
bienestar propio, debe ilustrase y comprender que el placer propio se
consigue en la medida en que se busca el placer de los demás.
En el plano político, la Ilustración también tuvo grandes implicaciones. El
ataque a las bases de la religión inevitablemente condujo a criticar la
doctrina del derecho divino, según la cual la autoridad de los gobernantes
procede directamente de Dios. Locke y Rousseau adelantaron la noción
según la cual la autoridad política procede de un contrato social.
Montesquieu se opuso a las monarquías absolutistas (amparadas en la
noción de derecho divino), y propuso en cambio una forma de gobierno en la
cual los poderes fueran balanceados.
El siglo XVIII fue el germen del liberalismo. Así como se enalteció la
autonomía racional de los seres humanos, también se empezó a enaltecer el
valor de la libertad. El gobierno debería interferir lo menos posible en las
decisiones individuales de los ciudadanos. Se empezó a postular la
importancia de que cada individuo conserve su integridad frente al poder
aplastante de la colectividad. Si bien no todos los ilustrados se opusieron a
las monarquías, por lo general, favorecían formas republicanas de gobierno.
También los ilustrados abrazaron las ideas igualitaristas. Las jerarquías
existentes en la sociedad no serían de orden natural. Si bien pueden existir
diferencias entre los talentos de las personas, todos los seres humanos
tienen más o menos las mismas características. Si bien pocos ilustrados
propusieron una sociedad absolutamente igualitaria (eso vendría un siglo
después, con los comunistas), sí defendieron la idea de que todos debería
ser iguales ante la ley, y tener más o menos las mismas oportunidades para
desarrollar sus potencialidades.
Asimismo, la Ilustración fue fundamentalmente un movimiento cosmopolita.
Los más célebres filósofos de aquel movimiento se reunían en París,
Londres, y otras metrópolis europeas que recibían a visitantes de otros
continentes. El contacto con otras sociedades propició que los ilustrados
abrazaran el universalismo en todas las facetas de su pensamiento. Algunos
siglos atrás, por ejemplo, aún se discutía si los nativos de América tenían
alma o no (por implicación, se discutía si eran propiamente seres humanos o
no). Los ilustrados abrazaron entusiastamente la unidad de la especie
humana.
Y, como tal, estimaban que los valores que ellos defendían serían aplicables,
no sólo a la idiosincrasia europea, sino a todos los habitantes del planeta.
Todos los seres humanos, desde el comerciante en Ámsterdam, hasta el
emperador chino y el guerrero guaraní, tenían la capacidad y la obligación
de abrazar la racionalidad y dejar atrás la infancia de la humanidad. Todos
los pueblos del mundo debían embarcarse en el sendero del progreso
mediado por el empleo de la racionalidad, el abandono de la fe, el control de
la naturaleza, etc. El universalismo resultó, entonces, un corolario del
igualitarismo: puesto que existe una mínima igualdad entre los seres
humanos, los valores defendidos por la Ilustración tienen alcance universal.
Resultó natural, entonces, que este universalismo condujera a la Declaración
de los Derechos del Hombre en 1789. Esta declaratoria promulgaba un
mínimo de derechos a todos los seres humanos, en cualquier rincón del
planeta. Eventualmente, esto sería aún más elaborado siglo y medio
después, con la Declaración de los Derechos Humanos en 1948, una vez más
ratificando el legado universalista de la Ilustración.
Incluso, este universalismo ya era prominente en la defensa de la razón y el
progreso científico. Los ilustrados defendieron a ultranza el descubrimiento
de las leyes de la naturaleza, las cuales se asumía tendrían validez universal
(es cierto que Hume advertía que nunca podremos estar seguros respecto a
la universalidad de las leyes de la naturaleza, pero el mismo Hume admitía
que, a efectos pragmáticos, tentativamente se podía asumir su
conocimiento). Cuando Newton postuló la ley de gravedad, asumía que ésta
era universal. No postulaba que en Cambridge las manzanas caían de los
árboles, pero que en Caracas se mantenían flotando en el espacio (como
veremos, bochornosamente algunos postmodernistas han llegado a asumir
que la ley de gravedad no es universal, sino una ‘construcción social’); antes
bien, la ley de gravedad es universal.
El universalismo, el racionalismo, y la exhortación al conocimiento, también
se manifestaron en el producto cumbre de la Ilustración, la enciclopedia.
Diderot y D’Alambert organizaron un gigantesco esfuerzo por elaborar un
compendio de todas las áreas del conocimiento.
Su pretensión era almacenar en varios volúmenes datos suficientes como
para formular teorías que tuvieran alcance universal, y estuviesen a la
disposición de cualquier persona que deseara ilustrarse sobre cualquier
tema. Los artículos estaban escritos con mucha agudeza, pero a la vez, con
la suficiente claridad como para que cualquier persona pudiese ilustrarse
sobre las distintas áreas del saber.
A partir de entonces, el conocimiento estaría disponible al alcance de todos,
de manera tal que ya no reposara sobre la autoridad de los dogmas.
***
La Ilustración encontró su máximo apogeo en el siglo XVIII, pero de ninguna
manera ha estado confinada a esa época. Hoy, escuchamos sus ecos. La
gran revolución científica y tecnológica del siglo XX es heredera del proyecto
intelectual que exhorta a conocer el mundo y transformarlo. El declive de las
teocracias y monarquías, el predominio de sistemas cada vez más
democráticos e igualitaristas y los mayores niveles de tolerancia religiosa,
entre otros, son consecuencias políticas de la Ilustración. La primera y más
influyente revolución moderna, la Revolución Francesa, se amparó
ampliamente en las ideas de los ilustrados.
En el plano de la filosofía, la Ilustración también ha tenido extensiones en los
siglos XX y XXI. En el siglo XIX, los positivistas intentaron llevar a un
extremo el racionalismo, el empirismo y la confianza en el progreso de la
humanidad. Los positivistas lógicos del siglo XX sostuvieron que el lenguaje
religioso carece de sentido, y que por lo tanto, deben erradicarse sus
pretensiones científicas. Los utilitaristas de estos dos últimos siglos han
abrazado el igualitarismo y el hedonismo, en clara continuidad con muchas
de las ideas éticas de la Ilustración.
Pero, la Ilustración no ha triunfado del todo. Alguna gente no querrá asumir
el proyecto de la Ilustración, probablemente porque, tal como sostenía Kant,
tienen pereza o miedo a pensar por cuenta propia. Así, desde el mismo siglo
XVIII, ha habido oposición a las ideas ilustradas. Allí donde los ilustrados
enaltecieron la razón, el universalismo, el progreso y la ciencia; no tardaron
en aparecer figuras que rechazaron esos valores, y prefirieron enaltecer la
emoción irracional, el particularismo, la tradición y el pensamiento mágico-
religioso. Se conformó así el movimiento que vino a llamarse la
‘Contrailustración’.
En líneas generales, la Contrailustración fue una reacción posterior a la
misma Ilustración. Pero, hubo contemporáneos que ya desde el siglo XVIII
rechazaban los valores promovidos por los ilustrados. Así, por ejemplo,
Giambattista Vico fundó una filosofía de la historia según la cual, cada época
y cada pueblo tiene sus propios valores, y no es posible comparar épocas y
pueblos distintos, desde un patrón universal de racionalidad. Allí donde los
ilustrados tenían la convicción de que todos los pueblos del mundo
marcharían por la senda del progreso, la razón, la ciencia y la técnica, Vico
defendió más bien las particularidades de cada pueblo, y exhortó a juzgar a
cada pueblo a partir de sus propios parámetros. Los ilustrados despreciaron
las instituciones medievales; la filosofía de Vico exhortaría más bien a juzgar
a la Edad Media a partir de los propios valores medievales. Vico, entonces,
propone rechazar las pretensiones universalistas de la
Ilustración. No hay leyes históricas que dicten el progreso de toda la
humanidad. Cada pueblo tiene su propia idiosincrasia, y ésta debe ser
respetada. La noción de progreso supone un fin hacia el cual se dirige (o se
debe dirigir) toda la humanidad. Vico rechaza la existencia de tal fin (y,
como corolario, parece rechazar la noción de progreso), y propone más bien
que cada pueblo tiene su propio fin.
Por ello, no podemos pretender que todos los pueblos del mundo abracen la
racionalidad, la técnica, la ciencia, en fin, los valores promovidos por la
Ilustración.
En el mismo seno de la Ilustración, hubo razonamientos someramente
similares. Suele incluirse a Jean Jacques Rousseau como un representante
de la Ilustración, pero una revisión más minuciosa de la historia de las ideas
más bien debería retratar a Rousseau como el Caballo de Troya de la
Ilustración: haciéndose pasar por ilustrado, en realidad terminó por ser uno
de los forjadores de la Contrailustración.
Rousseau defendía la idea de que la civilización ha traído muchos males, y
que el hombre incivilizado es mucho más benigno y feliz. Así, la civilización
ha traído la racionalidad, la ciencia y la técnica, pero resultó mucho más
conveniente vivir en un estado natural, muy cercano al comportamiento
animal. Allí donde los ilustrados tenían gran confianza en las ventajas que
podría traer el dominio de la naturaleza y la exhortación al conocimiento,
Rousseau era pesimista al respecto, y postulaba, por ejemplo, que la ciencia
cura algunas enfermedades, pero genera más males de los que resuelve.
Lógicamente, Rousseau estimaba que los hombres que vivían en condiciones
primitivas en América y África, eran más felices y loables que los europeos.
Nació así la nostalgia por la vida primitiva, frente a la racionalidad de la vida
moderna. Evaluaremos en el capítulo 8 si esas sociedades primitivas en
realidad son idílicas.
Inclusive algunos de los más grandes representantes de la Ilustración
esbozaron algunas ideas similares, respecto al valor de sociedades no
europeas. Diderot, por ejemplo, suponía que los tahitianos vivían en mejores
condiciones que los europeos. Montesquieu daba vida a unos personajes
persas que se burlaban de las absurdas costumbres europeas. Se forjó así el
mito del buen salvaje: se crearía una imagen romantizada de todo aquello
que procediese de culturas exóticas. Y, puesto que en el mundo ajeno a
Europa no predominaba la racionalidad, la ciencia y la técnica, se empezó a
constituir la idea de que el abandono de la racionalidad ilustrada podría
resultar loable.
En realidad, Diderot y Montesquieu (pero, presumiblemente no Rousseau)
pretendían criticar las irracionalidades existentes en Europa.
Y, puesto que no se atrevían a hacerlo abiertamente por temor a la censura
y otras formas de control, prefirieron ridiculizar a los europeos,
contrastándolos con las supuestas sociedades idílicas de otras latitudes.
Es curioso que, de todos los filósofos del siglo XVIII, los revolucionarios
franceses dedicaran especial atención a Rousseau, y éste se convirtiese en la
principal inspiración para los partidos que, una vez destronado Luis XVI,
asumieran el poder. En el plano político, Rousseau había defendido
entusiastamente la idea de que la soberanía del gobernante procede de un
contrato social. Esto sirvió para que los revolucionarios cuestionasen la
autoridad monárquica, y forjasen un gobierno republicano.
Pero, Rousseau también defendió algunas ideas muy peligrosas. Sostuvo que
la ‘voluntad general’ debe imponerse frente a los disidentes, y que éstos
deben ser aplastados por la colectividad. Incluso, sostenía Rousseau, un
Estado puede atribuirse la facultad de someter a sus ciudadanos en nombre
de la libertad, pues aun si los ciudadanos no saben ser libres, el Estado debe
obligarlos a serlo. No es muy difícil apreciar cómo esto sirvió de germen
ideológico para regímenes que, en nombre del pueblo y la libertad,
aplastaran a toda forma de disidencia.
De hecho, así ocurrió en la Revolución Francesa. El partido de los jacobinos
no tardó en perseguir a los disidentes, e imponer un régimen autocrático
que desembocó en un escandaloso número de ejecuciones, y todo tipo de
abusos y atropellos. El entusiasmo que en un principio hubo a favor de la
Revolución Francesa menguó rápidamente, como consecuencia de estos
atropellos.
Ha sido un lugar común acusar a la Ilustración de haber inspirado este triste
episodio. Pero, visto con mayor rigor, quienes perpetraron todos estos
crímenes se habían inspirado en las ideas de Rousseau, la oveja negra de la
Ilustración. Es mucho más plausible argumentar que no fue la Ilustración,
sino el germen contrailustrado y totalitario de Rousseau, lo que condujo a
las atrocidades de Robespierre y los jacobinos.
La ola de terror producida por los jacobinos hizo perder confianza en las
virtudes de la Ilustración. Y, una vez que Napoleón asumió el poder y
sometió a Europa a terribles guerras, más desilusión hubo respecto a la
Ilustración. Especialmente en los territorios alemanes, empezó a prosperar
un nuevo movimiento intelectual que emergería como rechazo a la influencia
ilustrada de los franceses.
Empezó así una reacción frente a la razón, y una exaltación de la
imaginación, lo poético y lo absurdo, por encima de lo analítico y lo racional.
Y, lo mismo que Vico, estos autores rechazaron las pretensiones universales
de la racionalidad. J.G. Hamann, por ejemplo, sostenía que la razón es presa
del lenguaje y sus imperfecciones, y que es un esfuerzo en vano el tratar de
sobreponer las distancias lingüísticas. Cada lenguaje tiene su propia
estructura, y cada forma de pensamiento debe ajustarse a ese lenguaje. Es
fútil intentar aproximarse a una racionalidad universal, pues cada lenguaje
tiene sus propios esquemas de pensamiento.
Frente a las pretensiones universalistas de los ilustrados, los románticos
alemanes defendieron con ahínco las particularidades insalvables de cada
pueblo. Y, a su juicio, el lenguaje es la vía de expresión de cada
particularidad; en otras palabras, las diferencias lingüísticas impiden el
predominio de los valores universales a los cuales aspiraban los ilustrados.
Wilhelm von Humboldt, por ejemplo, defendía la idea de que cada pueblo
manifiesta su espíritu particular a través del lenguaje, de manera tal que es
imposible adoptar un lenguaje universal de la razón (como, por ejemplo, el
de la lógica o la matemática).
Quizás el más emblemático de estos románticos contrailustrados fue J.G.
Herder. A este autor se remonta el uso generalizado del concepto de
‘Volksgeist’, el espíritu del pueblo. A juicio de Herder, cada pueblo tiene su
propia idiosincrasia, su propio Volksgeist. Como sus antecesores
contrailustrados, Herder estimaba que el Volksgeist se manifestaba por
encima de todo en el lenguaje, aunque también encontraba expresión en las
artes y la poesía.
Herder creía, además, que puesto que cada pueblo tiene su propio
Volksgeist que le resulta típicamente característico y le concede identidad
propia, la cultura de cada pueblo debe ser celosamente guardada, y debe
evitarse que sea ‘contaminada’ por influencias foráneas. Así, en la visión de
Herder, cada cultura debe mantener su pureza, y debe cerrar el paso a los
elementos culturales procedentes de otras naciones.
No es difícil apreciar cómo Herder es uno de los padres del nacionalismo
moderno. A Herder debemos la idea de que cada nación debe tener sus
límites culturales establecidos, a fin de que cada país se distinga
culturalmente de los demás. A algunas personas esto puede resultarles muy
hermoso: aparentemente, emerge una gran sublimidad cuando, por
ejemplo, un equipo de fútbol gana la Copa del Mundo, y en honor patrio, los
aficionados agitan sus banderas nacionales. Pero, en realidad, el
nacionalismo ha causado más daño que sublimidad: precisamente por el celo
de querer mantener la pureza nacional del Volksgeist, ha habido fuertes
brotes xenofóbicos.
El mantener la pureza del Volksgeist como garante de la identidad cultural
frente a influencias extranjeras, eventualmente conduce a nociones de
pureza racial. Herder nunca se propuso perseguir minorías étnicas, pero sí
debemos ser lo suficientemente analíticos como para comprender que, el
deseo ideológico en el siglo XIX de preservar la identidad cultural alemana
frente a las influencias extranjeras, tuvo bastante incidencia sobre las
atrocidades del nazismo. Hitler también quiso a toda costa mantener la
pureza del Volksgeist alemán, y para eso, se propuso eliminar todas aquellas
personas que lo ‘contaminaran’.
El rechazo a lo extranjero y la exaltación de las costumbres locales terminó
por conducir a Herder a considerar que el proyecto ilustrado de hacer
prevalecer la racionalidad en todas las esferas, quizás se ajuste bien a los
pueblos francófonos, pero no a los germanos. Y, en vista de eso, Herder
rechazó las pretensiones universalistas de la razón. Herder prefirió las
supersticiones de origen local, que la racionalidad procedente de los filósofos
radicados en ciudades extranjeras. Después de todo, la superstición
contribuía a un sentido de identidad nacional, al fortalecimiento del
Volksgeist.
Alguna gente ve esta reacción contrailustrada con entusiasmo. De hecho,
marca el inicio de lo que ha venido a llamarse el ‘romanticismo’, el cual hoy
cuenta con muchos entusiastas. A la actitud crítica, racionalista y analítica
de la Ilustración, se le contrapuso el predominio de la emoción, sin importar
si ésta conduce a cometer locuras. En vez de favorecer el dominio de la
naturaleza, los románticos enaltecieron el contacto con la naturaleza, sin
importar si ésta termina por dominarnos. Como contraparte de la
secularización, el romanticismo promovió un regreso al mito y la religiosidad
popular; de hecho, intentó impregnar de sublimidad a la Edad Media.
Es un lugar común apreciar todo esto como una reacción quizás ingenua,
pero inofensiva. Según este entendimiento, quizás podamos reprochar a
Herder su rechazo a la racionalidad, pero al menos es destacable su
intención de querer salvaguardar la felicidad del ser humano. Por ello, en
apariencia, la Contrailustración conserva un halo seductor en mucha gente.
Así, ha resultado lamentablemente común presentar a los ilustrados como
pensadores fríos y aburridos, mientras que los contrailustrados son
emocionantes y divertidos. Por emplear una metáfora, los ilustrados son los
viejos gruñones que quieren cuidar su salud, mientras que los
contrailustrados son los jóvenes que prefieren ir con el sexo, las drogas y el
rock-and-roll.
Pero, la Contrailustración tiene un lado mucho más sombrío. Pues,
precisamente en la medida en que se combate el predominio universal de la
racionalidad, se abraza una visión del mundo no muy distinta de la que
imperaba en Europa en los siglos anteriores al XVIII. Y, fue precisamente
ésta la pretensión de muchos contrailustrados: hacer regresar a Europa al
tipo de sociedad que la Revolución Francesa había aniquilado. Tal como
hemos visto en el capítulo anterior, surgió así en el siglo XIX un movimiento
reaccionario. En el plano político, la reacción era en contra de la Revolución
Francesa; pero en el plano ideológico, la reacción era en contra de la
Ilustración.
Como alternativa, los reaccionarios promovieron un regreso al Ancién
regime. Así, por ejemplo, surgieron figuras como Louis Bonald, Joseph de
Maistre, y para la deshonra hispánica, Donoso Cortés. A diferencia de Herder
y Humboldt, estos personajes ya no resultan tan seductores. Defendieron,
en primer lugar, el derecho divino, en contraposición a la idea de contrato
social, adelantada por los ilustrados.
Abogaban por un papel protagónico de la Iglesia Católica en la vida política,
en contraposición al laicismo ilustrado. Y, de forma general, desconfiaban
profundamente del ejercicio de las libertades políticas. Maistre incluso
recomendaba la exaltación de la figura del verdugo, pues las ejecuciones
mantienen atemorizada a la población civil, y así puede conservarse la
estabilidad del trono y el altar. En una vena similar, Cortés recomendaba
aplastar las libertades individuales con una ‘dictadura del sable’ que
garantizara la continuidad de la tradición.
El historiador de las ideas Isaiah Berlin ha hecho célebre la tesis, según la
cual, el desagrado contrailustrado por la democracia (en especial el de
Maistre) constituye el germen ideológico del fascismo del siglo XX.
Probablemente Berlin está en lo cierto. Contrario a lo que muchas veces se
asume, los totalitarismos del siglo XX deben mucho más a la
Contrailustración que a la Ilustración. Después de todo, el totalitarismo fue
algo parecido a un regreso a los regímenes absolutistas del Ancién regime,
pero con un potencial mucho más destructivo.
***
Lamentablemente, el vuelco irracionalista picó y se extendió en la segunda
mitad del siglo XIX. Los contrailustrados tradicionalistas que deseaban
explícitamente un regreso a las instituciones del Ancién regime fueron
apagándose, pero aparecieron nuevas figuras que abiertamente hacían
apología de lo absurdo, o en todo caso, del privilegio de la intuición y la fe
por encima de la razón.
Desafortunadamente, muchas de estas figuras conservan popularidad en
nuestros días. Arthur Schopenhauer, por ejemplo, esbozó un sistema
metafísico según el cual, la voluntad es el principio rector del universo. La
voluntad, a juicio de Schopenhauer, no conoce los límites de la racionalidad,
y por ello, inevitablemente el hombre terminará por emprender la
satisfacción de sus deseos, aun si éstos resultaren irracionales. Alguna gente
se ha tomado esto muy en serio, y ha perdido sus ahorros de toda la vida,
en un arrebato voluntarista de ludopatía.
Hubo también, por supuesto, un irracionalismo de corte religioso. Los
ilustrados defendieron la primacía de la autonomía racional y el rechazo a
cualquier enseñanza dogmática. Pero, como cabría esperar, algunos
herederos de la Contrailustración enaltecieron la fe por encima de la razón,
incluso si muchas creencias resultan absurdas. Personajes como Maistre y
Cortés son hoy motivo de vergüenza para la mayoría de los cristianos, pero
algunos irracionalistas cristianos sí son objeto de alabanzas.
El que más destaca entre ellos es el danés Soren Kierkegaard. A juicio de
Kierkegaard, los seres humanos no debemos conducir nuestras vidas por la
razón exclusivamente: de vez en cuando, es necesario asumir un salto de fe.
Por ejemplo, Abraham escuchó una voz divina que le ordenó matar a su hijo
Isaac. Según Kierkegaard, Abraham es loable por haber abandonado su
racionalidad y haberse decidido a cometer un acto atrozmente absurdo; con
ello, vivió auténticamente su fe.
Hoy, millones de personas se amparan en razonamientos similares para
tomar decisiones sumamente absurdas. Viendo en Abraham el paradigma
del héroe de la fe que, convencido de su experiencia religiosa, se deciden a
cometer actos que van en contra del más elemental criterio de racionalidad.
En una época, opiniones como las de Kierkegaard resultaban muy
vanguardistas; incluso, tuvieron un profundo impacto sobre uno de los más
insignes autores de lengua hispana, Miguel de Unamuno. Pero, el brote de
terrorismos religiosos en fechas recientes debería hacernos apreciar que los
terroristas religiosos piensan exactamente de la misma manera en que lo
hacía Abraham (y Kierkegaard): prefieren anteponer el mandato de una voz
divina frente a la deliberación ética racional. Resulta claro que el sueño de la
razón produce monstruos; en este caso, los monstruos de la violencia.
Como contraparte del irracionalismo religioso, hubo también un
irracionalismo ateo. Friederich Nietzsche fue el más emblemático
representante de esta tendencia. Nietzsche pretendía una ruptura contra
todo aquel sistema que impusiera límites a las acciones humanas.
Naturalmente, la religión sería uno de esos sistemas. Pero, también lo serían
las instituciones que, a partir de la racionalidad, pretenden colocarle freno a
los acometidos absurdos de la humanidad. Nietzsche no sólo era adversario
de la religión, sino también de la ciencia. Estaba en contra de todo tipo de
reglas, y por supuesto, esto incluye las reglas del método científico.
Frente al predominio de lo religioso, la figura de Nietzsche resulta seductora.
En nuestra época, muchos jóvenes que proceden de hogares religiosos
adoctrinadores, optan por rechazar la enseñanza religiosa y se amparan en
Nietzsche. Es una de las figuras ateas más populares, especialmente entre
los jóvenes rebeldes. Pero, lamentablemente, el ateísmo de Nietzsche no
conduce a nada bueno, precisamente porque, junto a la religión, rechaza a
la racionalidad. Es lamentable que el ateísmo nihilista de Nietzsche haya
desplazado al ateísmo ilustrado de Diderot o Bertrand Russell. Nietzsche ha
dado un mal nombre al ateísmo, precisamente por las cosas tan absurdas
que defendió.
Nietzsche murió en 1900 (murió enloquecido, dicho sea de paso). Varios
filósofos del siglo XX continuaron su irracionalismo. Bergson, por ejemplo,
anteponía la intuición a la racionalidad. Hoy, esto resuena entre mucha
gente: a la hora de tomar una decisión, se dejan
conducir por lo que la intuición dicte, sin realmente detenerse a considerar
cuál es la decisión más conveniente. Una vez más, semejantes arrebatos
intuitivos han dejado en la ruina a millones de personas, como consecuencia
de sus decisiones erradas.
El existencialismo también tuvo inclinaciones irracionalistas. Sartre enaltecía
a tal punto la libertad, que en ocasiones sostuvo que era necesario rebelarse
en contra de las reglas de la racionalidad. A Camus le costaba encontrar
sentido a la vida, y en ocasiones llegó a sostener que prefería una vida
absurda, que una vida guiada por la racionalidad.
Todo este recorrido irracionalista preparó el camino para la aparición del
postmodernismo. El postmodernismo es la versión más reciente de la
Contrailustración. Autores tan dispares como Maistre (un ultracatólico) o
Nietzsche (un ateo) comparten su desdén por el empleo a plenitud de la
racionalidad, y en ese sentido, son ubicables en un mismo movimiento
contrailustrado. Pues bien, Foucault, Derrida, Lyotard, Baudrillard y
compañía, también pertenecen a ese grupo. Probablemente ninguno de
estos postmodernistas defienda explícitamente un regreso al Ancién regime,
al trono y el altar. Pero, sí proceden de esa tradición contrailustrada. Como
Herder, rechazan el universalismo. Como Hamann, rechazan la primacía de
lo racional. Como Maistre, rechazan muchos de los valores de la Revolución
Francesa. Como Nietzsche, incurren en una forma de nihilismo.
Gracias al desarrollo de la lógica (tan ampliamente defendida por los
ilustrados), hoy sabemos que es una falacia asumir que una persona es
reprochable por el mero hecho de que tenga un parecido o asociación con
una persona reprochable. Los lógicos llaman a esto una ‘falacia de
asociación’. No debemos apresurarnos e incurrir en esta falacia al evaluar a
los postmodernistas. El hecho de que los postmodernistas tengan un
parecido o asociación con algunos inspiradores del fascismo o el terrorismo
religioso (Maistre, Nietzsche o Kierkegaard, por ejemplo), no los hace
reprochable en sí mismos.
Pero, el postmodernismo es fundamentalmente el rechazo más reciente a la
Ilustración y el proyecto de la modernidad. Y, parece inevitable que el
rechazo a los valores ilustrados, en especial el predominio de la racionalidad,
conduzca a infelicidades, precisamente porque la suspensión del juicio
racional lleva a hacer cosas absurdas, en algunos casos cosas banales como
creer que la posición de los astros influye sobre nuestras vidas, en otras
casos cosas gravísimas como matar a seis millones de personas en campos
de exterminio.
Así, los postmodernistas no serían meramente unos asociados de los
contrailustrados reaccionarios del siglo XIX. Antes bien, los postmodernistas
son los contrailustrados de nuestra época, y como tal, sus ideas resultan,
además de falsas, peligrosas.
Es por lo demás sumamente irónico que en apenas dos siglos, Francia haya
pasado de ser el país promotor de los ideales de la Ilustración, a ser el país
que más los ataca. Francia es el país de origen de los grandes ilustrados:
Voltaire, Diderot, D’Holbach, D’Alambert y Montesquieu. Pero, también es el
país de origen de los grandes gurús postmodernistas: Lyotard, Baudrillard,
Foucault, Derrida, Deleuze. La Contrailustración empezó en la actual
Alemania, en parte como consecuencia del rechazo al invasor francés
durante la época napoleónica. A mediados del siglo XX, esta
Contrailustración promovió el auge del totalitarismo nazi, y los franceses
heroicamente resistieron la ocupación nazi. Pero, ha resultado lamentable
que la tradición ilustrada de Francia venciera en el campo de batalla, pero
fuera vencida en las universidades. Hoy los postmodernistas defienden ideas
muy vinculadas a los valores contrailustrados de los invasores alemanes de
mediados del siglo XX. Sería conveniente retomar el legado de Voltaire y sus
amigos, y enrumbar nuevamente a la humanidad por los senderos de la
racionalidad, la ciencia y la técnica, a fin de hacerla salir de su infancia de
una vez por todas.