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No
existieron en la región rioplatense grandes culturas precolombinas ni tampoco una importante
sociedad colonial hispánica como en México o Lima.
La mayor parte de la población desciende de las corrientes inmigratorias europeas de fines del
siglo XIX, a las que se sumaron los exiliados políticos de guerras y persecuciones. Esto hizo que
Buenos Aires, a pesar de su desfavorable situación geográfica, llegara a constituirse en un cruce de
caminos de diversas culturas. En esas condiciones únicas en el continente, la apertura a todas las
ideas, el anhelo de asimilar el acervo de todo el mundo fue la actitud distintiva de su
intelectualidad. Pero al mismo tiempo y como defensa ante ese cosmopolitismo se dio también la
corriente diametralmente opuesta, la de un provincialismo resentido, un nacionalismo xenófobo
obsesionado por la defensa de una identidad supuestamente amenazada desde afuera. Un
intelectual argentino de mediados del siglo se vio empujado por esas dos corrientes centrípeta y
centrífuga. Pero lo que puede parecer una peculiaridad meramente local, estaba vinculado a
tendencias generales dominantes en el mundo.
Paradojalmente aquellos que en mi país o en el resto del tercer mundo atacaban a Occidente, no
tenían más que ir a buscar argumentos en una de las tradiciones occidentales, la del irracionalismo
antioccidental. Del mismo modo la defensa de la racionalidad, la universalidad, la modernidad -
desde este confín de la Tierra- implica una contradicción, una paradoja, una ironía histórica:
rehabilitar la tradición progresista occidental a pesar y en contra del pensamiento predominante
hoy en Occidente denunciando desde la perspectiva de sus valores, el incumplimiento, la traición
o la abjuración de los mismos.