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Hacia una concepción espectral del espacio cinematográfico

Hugo Salas

Si se repasa la escasa biblioteca teórica del cine, se advierte que el espacio como tal no constituye

un tópico de discusión, mucho menos de análisis minucioso, salvo contadas excepciones (como la

tesina de Rohmer [1977] dedicada al Fausto de Murnau, célebre tal vez por su rareza). Esta

negligencia no parece limitarse únicamente al pensamiento académico. La crítica, aun la que se

publica en medios especializados, abusa del latiguillo “magnífico uso del espacio”, pero salvo

honrosas excepciones no es más que un elogio carente de sentido, tan nulo y vacío como la

imperecedera “puesta en escena”, por lo general ambos “en función dramática”.

Sin embargo, lo cierto es que en el cine nunca hay uso o mera re-presentación sino

construcción de espacio, y esta es el resultado complejo de una serie de operaciones que se

plantean en el transcurso de la película. De allí los errores y generalizaciones en que ha caído la

teoría cada vez que, con sesgo esencialista, ha procurado dar un sentido unívoco a cualquier

procedimiento (un ejemplo paradigmático de ello sería la profundidad de campo en los planteos de

André Bazin), cuando el mismo sólo cobra sentido en relación con el resto de los procedimientos

que se despliegan dentro del film (y, al igual que ocurre con toda producción discursiva, en diálogo

directo con la producción de su época y del pasado).

Vale decir: la profundidad de campo y el plano secuencia en El ciudadano (Citizen Kane,

1941) no pueden ser leídos con el mismo criterio que en las películas neorrealistas italianas o en La

regla del juego (La regle du jeu, 1939), ni siquiera en otra película producida dentro del mismo

contexto, La loba (The Little Foxes, 1939), y mucho menos pueden trasladarse esos análisis a casos

más o menos actuales como Detrás de los olivos (Zire darakhatan zeyton, 1994) o Padre e hijo

(Otets i syn, 2003). La función de un procedimiento no se mantiene inmutable a lo largo de la

historia del cine, ni siquiera dentro de la producción de un mismo director, sino que es resultado de

su relación con el resto de la película, las demás películas de su época e incluso con el cine del
pasado, y lo es también de la interacción del cine con los demás discursos estéticos y culturales.

Previsiblemente, la situación histórica del que mira (crítico, docente, alumno) también afecta estas

apreciaciones.

“Tout récit est un récit de voyage, –une practique de l'espace.”

[Todo relato es un relato de viaje, una práctica del espacio] (Certeau 1990, p. 171)

En la cita precedente, Michel de Certeau recupera una idea prácticamente inmemorial: todo relato

es un relato de viaje. No está diciendo con ello nada nuevo; en realidad, es mucho más lo que cita

(no sólo en el sentido lingüístico de la palabra, sino también –como habrá de verse– con el carácter

invocante que adquiere la palabra en el ámbito jurídico) que lo que está diciendo. Así como la

fuerza de gravedad de un planeta, al atraer un meteoroide, lo hace entrar en contacto con su

atmósfera, Certeau atrae y orienta hacia sí un cúmulo de desarrollo teórico, poniendo toda una

concepción del análisis narrativo en contacto con su sistema de pensamiento sobre la organización y

el funcionamiento de la cultura. Y al igual que ese cuerpo se vuelve incandescente y se desintegra

como resultado de la colisión, la idea invisiblemente implícita en “todo relato es un relato de viaje”

queda al descubierto al chocar contra su sistema (no es causal que ese choque contra el peligroso

suplemento “una práctica del espacio” esté mediado en la ortografía original francesa no sólo por el

hiato de la coma, sino también por el guión): al poner el énfasis del viaje en el espacio, la idea es en

verdad citada para dar testimonio del modo en que, a lo largo de la historia, se ha sobreentendido

que lo enfatizado en la noción del relato como viaje era el tiempo.1

El pensamiento cinematográfico, desde luego, no podía ser ajeno a la primacía que el

pensamiento moderno confiere al tiempo. Así, cuando el pionero Canudo denomina al cine “la

Séptima Arte” lo establece, fundando una tradición que perdura hasta hoy, como una práctica del

espacio-tiempo; compuesto que, sin embargo, no alcanza a ocultar la primacía de este último.

“Hemos casado a la Ciencia con el Arte …, aplicando la primera al último para captar y fijar los
1 Primacía solidaria de la que Michel Foucault (1992) advierte en el pensamiento occidental. “Será necesario”, advierte,
“hacer una crítica de esta descalificación del espacio que reina desde hace varias generaciones... El espacio es lo que
estaba muerto, fijado, no dialéctico, inmóvil. Por el contrario, el tiempo era rico, fecundo, vivo, dialéctico” (p. 126).
ritmos de la luz. Es el Cine”, escribe, y poco más adelante: “Nos ha tocado vivir las primeras horas

de la nueva Danza de las Musas en torno a la nueva juventud de Apolo. La ronda de las luces y de

los sonidos en torno a una incomparable hoguera: nuestro nuevo espíritu moderno” (Romaguera i

Ramió y Alsina Thevenet 1980, pp. 15, 16).

Esta noción del espacio como lo dado, lo quieto, ha impedido un pensamiento atento a sus

características y su funcionamiento estético. Ahora bien, ¿qué es el espacio cinematográfico? Una

vez más, sigo a Certeau:

Un lugar es el orden (cualquiera que sea) según el cual los elementos se distribuyen en relaciones de coexistencia. Ahí

pues se excluye la posibilidad para que dos cosas se encuentren en el mismo sitio. Ahí impera la ley de lo “propio”:

los elementos considerados están unos al lado de otros, cada uno situado en un sitio “propio” y distinto que cada uno

define. Un lugar es pues una configuración instantánea de posiciones. (…)

Hay espacio en cuanto que se toman en consideración los vectores de dirección, las cantidades de velocidad y la

variable del tiempo. El espacio es un cruzamiento de movilidades. Está de alguna manera animado por el

conjunto de movimientos que ahí se despliegan. Espacio es el efecto producido por las operaciones que lo

orientan, lo circunstancian, lo temporalizan y lo llevan a funcionar como una unidad polivalente de programas

conflictuales o de proximidades contractuales. (…) A diferencia del lugar, carece pues de la univocidad y de la

estabilidad de un sitio “propio”. (2000, p. 129)

La distinción que establece de Certeau entre lugar (como configuración instantánea de

posiciones) y espacio (relación de prácticas) resulta extremadamente fructífera para pensar el

problema, en tanto no se trata meramente de subsumir el viejo “espacio-tiempo” en una categoría

“ampliada” de espacio o tan sólo cambiar el énfasis y conferir la supremacía al espacio.

Para fundamentar esta apreciación, puede verse el ejemplo de uno de los manuales más

divulgados dentro del ámbito académico cinematográfico, la sintética Estética del cine de Aumont,

Bergala, Marie y Vernet (1985). En su primer subcapítulo, “El espacio fílmico”, se advierte de

inmediato el problema: los autores comienzan señalando las características de la imagen fílmica

(bidimensionalidad y encuadre) e indagan su influencia en la composición (entendida como

disposición de los elementos en sitios más o menos estáticos del encuadre). Hablar de composición
en estos términos es, de por sí, hablar de “lugar” en el sentido que entiende Certeau, ya que la

composición considera al encuadre como una configuración invariable (y relativamente estática) de

posiciones (de allí los cuadros del story-board); incluso cuando traza vectores, lo hace

entendiéndolos como potenciales o supuestos, pero nunca como un componente activo o realizado.

De hecho, cito textualmente: “El cuadro juega, en diversos grados según los filmes, un papel muy

importante en la composición de la imagen, en especial cuando ésta permanece inmóvil (...) o casi

inmóvil” (p. 20).

He aquí el nudo de la cuestión: la vieja noción de espacio-tiempo ha pensado el espacio

cinematográfico como un espacio quieto; peor aún, lo ha pensado sin movimiento (en tanto el

movimiento sólo tendría que ver con el tiempo), cuando la principal novedad del cinematógrafo –

parece una perogrullada señalarlo–, no sólo como medio de expresión sino incluso como invento

técnico, es la reproducción del movimiento.

Incluso los movimientos de cámara se describen como sucesivos planos estáticos. Esta

práctica, comprensible dentro del ámbito profesional, ya que adopta para indicaciones técnicas la

misma descomposición que la mecánica clásica enseña a aplicar para describir cualquier trayectoria

(dispositivo paradójicamente basado en una concepción geométrica, según la cual todo desarrollo

temporal traza una curva que puede ser descripta dando cuenta de un número suficiente de los

puntos que la componen; vale decir, una concepción espacial), no tiene absolutamente nada que ver

con el sentido estético del movimiento en el espectáculo cinematográfico, y por tanto no es de

utilidad en el ámbito de la crítica. Para ser claros: al cámara podrá resultarle muy útil la indicación

discreta “Plano General de la habitación, traveling hasta Primer Plano de la protagonista”, pero el

espectador no verá en ello un Plano General y luego un Primer Plano, sino un acercamiento

entendido como único “gesto”, que establece además un énfasis respecto de un personaje dado. Por

otra parte, la función de ese movimiento (y su sentido) dependerá de su relación con los demás

componentes de la película e incluso de circunstancias tales como el género en que se inscribe; no

es lo mismo el prolijo acercamiento al rostro tan comúnmente utilizado en el cine industrial que el
violento traveling de plano general a primer plano, cámara en mano, empleado en la escena de la

violación fallida de Simplemente sangre (Blood Simple, 1984) o los tan elegantes como violentos

zoom de Gritos y susurros (Viskningar öch rop, 1972).

Siguiendo, entonces, la noción de espacio planteada por Certeau, entenderé al espacio

cinematográfico como el resultado íntegro y total de los distintos procedimientos que una

película despliega en su transcurso. Vale decir, cada película construye un espacio. Como tal,

no existe fuera de la película ni antes de ella, y tampoco habría posibilidad alguna de que ese

espacio cinematográfico coincida con el espacio “real” (como pretenden ciertas lecturas ingenuas

tanto del realismo como del documental).

En su metraje, una película despliega una serie de imágenes y sonidos, cuyos contenidos y

relaciones contribuyen a articular un espacio. Desde ya, el hecho de que cada película construya su

espacio no implica que varias películas no puedan compartir la misma espacialidad (vale decir, los

parámetros fundamentales en base a los cuales se construye dicho espacio); este es, claramente, el

caso del estándar de producción industrial estadounidense entre 1930 y 1950 habitualmente

denominado “cine clásico” (con variaciones que responden tanto a distintos períodos dentro de ese

lapso como a peculiaridades genéricas), como así también de buena parte del neorrealismo italiano.

En tal sentido, una historia estética del cine implicaría, entre otros elementos todavía ausentes, una

historización del espacio cinematográfico, vale decir, una sistematización de aquellas espacialidades

que muestran cierta regularidad en la historia del cine.2

¿Y dónde está ese espacio?

Arribamos así a uno de los puntos que, creo, puede causar mayor incomodidad: en un sentido

estricto, el espacio cinematográfico –tal como propongo entenderlo– no está en ningún lado y

2 Un trabajo pionero, en tal sentido, sería el realizado por Noël Burch en El tragaluz del infinito (1987), con su
oposición entre un modo de representación primitivo (MRP) y un modo de representación institucional (MRI), si bien a
mi juicio el objetivo fundamental del texto (establecer la historicidad del MRI) lo empuja a un tratamiento del primero
que simplifica en exceso un cine mucho más rico de lo que ese análisis permitiría suponer
en ningún momento es completamente visible. Es más, algunos de sus componentes nunca son

vistos.

Voy por partes. Una idea muy extendida es aquella que limita el espacio cinematográfico a lo

que se ve sobre la pantalla (comúnmente denominado “campo”), en clara analogía –desacertada–

con el espacio teatral. El primer problema de esta amalgama es que mientras el escenario, la pista, la

arena o el dispositivo teatral albergan efectivamente el espacio que producen, y efectivamente el

director toma decisiones sobre ese espacio y no otro, estas constricciones nada tienen que ver con la

pantalla. Claramente, la película no está “ahí” en el sentido estricto en que está “ahí” la obra de

teatro, y no sólo porque esté proyectada, sino por las variaciones de escala que permite la técnica

fotográfica.

Otra variante de la misma noción, ampliada, suma al campo el “fuera campo”, es decir, el

espacio que imaginariamente se extiende a los costados, por encima, por debajo, hacia adelante y

atrás de lo representado. Vale decir: el espacio tiene una parte visible y otra temporal o

indefinidamente oculta de la mirada del espectador, pero en todo caso está “ahí”. Ambas posturas

comparten, si se quiere, la convicción de que el espacio cinematográfico está, en todo o en parte,

ante nuestros ojos, que el espacio tiene una materialidad presente.

Propongo partir de una noción radicalmente distinta. “Lo propio del cine”, señala

acertadamente Michel Chion (1990), “es que no hay sino un lugar de las imágenes y que eso, y no

otra cosa, es lo que hace que pueda hablarse aquí de la imagen en singular” (p. 69-70). La pantalla

es el lugar, el sitio, la mesa de disección sobre la cual se proyectan (pero nunca “están”) las

imágenes. Chion advierte correctamente que el hecho de poner todas esas imágenes sobre una

misma pantalla hace que se hable de “la imagen”; vale decir, la pantalla es uno de los múltiples

elementos (y quizá el más relevante) por medio del cual el dispositivo establece relaciones entre las

imágenes (como bien advirtieran, con distinta interpretación, los soviéticos). En este aspecto, como

en ningún otro, el cine se evidencia plenamente como un dispositivo propio de la modernidad.


En mi propuesta, el espacio cinematográfico desplegado en una película no se confunde con la

espacialidad interior a las imágenes (producida ya sea por el accionar de los actores o de la gente

“real”), con la cual otros procedimientos bien pueden entrar en conflicto (el ejemplo más burdo de

esto sería el caso de un actor que corre en cámara lenta), ni es meramente “eso” que está en las

imágenes o “eso” dentro de lo cual están los objetos y las personas en las imágenes. Muy por el

contrario, el espacio –al igual que la trama narrativa o el ritmo– es uno de los resultados producidos

por la sucesión de imágenes y sonidos, entendidos como piezas significantes. Las imágenes y los

sonidos construyen el espacio cinematográfico, pero éste no está en ninguna de ellas por separado.

Ocurre que el espacio cinematográfico no está en ningún lugar físico, no es tangible, lo que no

quiere decir que sea inmaterial ni que se reduzca a una mera “imagen mental” (de ser así, el espacio

cinematográfico no sería algo que se construye en la película sino en la mente del espectador,

tendríamos tantos espacios como espectadores y, por ende, el espacio no sería susceptible de un

análisis crítico). Para ser claros: independiente de quien la vea, independiente incluso de que un

ciego (como le gustaba hacer a Borges) se siente en la butaca, El ciudadano construye, por medio

de una serie de procedimientos que es posible analizar, un espacio cinematográfico, su espacio, que

no se reduce a Xanadú, a la redacción del Inquirer, ni siquiera a los Estados Unidos. Es un espacio

que tiene, incluso, historia, una que se extiende por un considerable lapso de tiempo. De hecho, ya

sea por referencias verbales (de los personajes, en el caso de la ficción, o de los entrevistados, en el

documental) o distintos mecanismos sígnicos, un espacio cinematográfico puede abarcar incluso

lugares o elementos que nunca se muestran (en el caso de Kane, por ejemplo, Cuba y España).

Que ese espacio no pueda ser localizado, que no tenga lugar, no sugiere que ese espacio “no

exista” o sea una mera divagación. Muy por el contrario, es una de sus características

fundamentales: ese espacio es espectral.

En sus últimos años de trabajo, Jacques Derrida presta especial atención al estatuto del

espectro/fantasma, entendiendo que esta figura atenta directamente contra la metafísica de la

presencia que impregna el pensamiento occidental (para no extendernos aquí en discusiones


técnicas, me limito a señalar que esa metafísica guarda relación directa con la primacía del tiempo

en la civilización occidental antes analizada). Contrario a la idea cartesiana, según la cual el

conocimiento es una relación que se establece entre una conciencia subjetiva y un objeto puesto

ante ella (de la que se desprendería la ontología, entendida como filosofía de lo que es), Derrida

propone un modelo para el problema del conocimiento a partir de la escena del fantasma (de hecho,

en una de sus formulaciones más felices parte del comienzo de Hamlet), al que denomina

fantología.

Recordemos que todo fantasma o espectro es una aparición. Está ante nuestros ojos pero no

está concreta, materialmente allí. Es más: que esté allí (como fantasma) implica que no está allí

(como presencia viva). Al fantasma, por otra parte, nadie lo pone arbitrariamente a su antojo, como

el despótico sujeto cartesiano convoca a los objetos ante su conciencia. El fantasma aparece allí

donde se le ocurre e incluso a pesar del sujeto a quien se le presenta. Su falta-en-ser, si se quiere,

determina la imposibilidad de llegar a su conocimiento absoluto, al mismo tiempo que su capacidad

de asedio, de aparecer, determina su inevitabilidad.

Ninguna época, ningún espectador, ningún director elige el espectro que la película habrá de

presentar. El cine permite, por su dinámica productiva, la aparición de espacios que son el resultado

de múltiples determinaciones: tanto las operaciones estéticas realizadas por el director y los demás

integrantes del equipo técnico como la tecnología disponible en la época, la condición de los

lugares, un movimiento del actor o actriz y hasta el más absoluto azar. ¿No forma para nosotros,

acaso, parte de la espacialidad de cierto cine mudo esa aceleración “típica” que es sólo producto de

un trasvasamiento tecnológico?

Las implicancias éticas, políticas y gnoseológicas de la fantología derrideana exceden, desde

luego, los límites de este planteo; no así las estrictamente cinematográficas. En primer lugar,

sostener la espectralidad del espacio cinematográfico no supone, bajo ningún punto de vista, que se

hable de la mente, la fantasía o la imaginación del espectador, una conciencia ante la cual se hace

presente el espectro (ya que el espectro, se ha dicho, no está en ningún lugar ni se hace presente).
En el transcurso de la película podemos advertir una serie de “pruebas”, de “elementos”, que

nos permiten hablar de/con el espacio fantasma: los procedimientos. Ellos señalan, llaman, hacen

señas, delimitan, dejan mensajes, se presentan como huellas. El analista y el crítico pueden

inventariar esas huellas, analizar su funcionamiento e incluso darles sentido (sobre todo el crítico).

Ahora bien, así como el fantasma no es un objeto puesto y presente, tampoco se aparece ante un

sujeto-conciencia intemporal en un presente absoluto. Cuando el espectador, el crítico o el

especialista hablan hoy con el fantasma, no les dice lo mismo que dijo ayer; de hecho, el que habla

hoy con el fantasma tiene espectralmente ante sí las conversaciones pasadas y por venir que se han

sostenido y habrán de sostenerse con el espectro. En términos más sencillos: frente al análisis del

espacio cinematográfico, toda película nos permite inventariar las huellas y analizar su

funcionamiento, pero el sentido que podemos construir hoy en nuestra indagación no es atemporal.

De hecho, lo que hoy ni siquiera advertimos como huella (procedimiento), pudo haber sido

considerado como tal en el pasado o podrá serlo en el por venir.

Un último mérito de este abordaje espectral del espacio reside en que nos permite recuperar

una dimensión fundamental del hecho cinematográfico. Basados en modelos lingüísticos generados

íntegramente bajo una metafísica de la presencia, los abordajes de la semiótica estructuralista, al

tiempo que reducen el análisis a la generación de un mapa catastral, se ven en la obligación de

adjudicar a cada procedimiento/signo un sentido/significado. Esto se advierte fuertemente en los

alumnos (y más de un crítico), siempre preocupados por establecer “qué quiso decir el director” con

tal o cual encuadre, tal o cual decisión de montaje, tal o cual escena.

En principio, qué haya o no haya querido decir el director es irrelevante, nosotros tenemos que

habérnoslas con el espectro resultante de su trabajo y el de muchas personas más (incluso, como en

el caso del azar y la tecnología, de agentes que no son personas). Ahora bien, así como los

fantasmas no siempre hablan en el sentido estricto de la palabra (ya lo sabrá Hamlet), no todo

procedimiento tiene necesariamente un significado, entendiendo por ello una pieza de información

concreta. En el caso, por ejemplo, del famoso plano secuencia inicial de El sacrificio (Offret, 1986),
me atrevo a sugerir que mucho antes de los significados que se le han querido adjudicar (incluso de

los significados trascendentalistas que animaban el pensamiento de su director), la progresiva

transformación de la escala, infinitamente sutil por la extensión temporal en que se produce, genera

una experiencia visual y emotiva que es en sí misma el significado más importante de ese plano.

Una concepción espectral del cine nos permite recuperar, justamente, una dimensión estética

(entendida como experiencia sensorial) que la tradición crítica de la metafísica de la presencia

aplana bajo la avasalladora primacía concedida al sentido (como cifra última del conocimiento

utilitario; una vez que se ha desentrañado el sentido, no hay más por ver), sin por ello recaer en

trascendentalismos que buscan reducirla a cuestiones ajenas a la práctica cinematográfica (como es

el caso de André Bazin en sus escritos menos críticos y más influenciados por cierto existencialismo

de corte religioso, vagamente panteísta).

Señalar o postular que, al menos en el momento en que el crítico en cuestión se sienta a hablar

con el fantasma, un determinado procedimiento tiene o puede tener fines no-semánticos,

experienciales, no supone que la película tenga la capacidad de ponernos en contacto místico y no

mediado con entidades trascendentes (ya sean Dios, la naturaleza o la realidad), de “revelarnos la

verdadera naturaleza de las cosas”, por ejemplo; antes bien, se trata de devolverle al análisis crítico

aquello que tiene, justamente, de estético, esa peculiaridad que los Románticos procuraban dilucidar

mediante el estudio de la “belleza”, pero sin ceder un ápice al impresionismo subjetivista que era

tan propio del culto decimonónico del genio.

Referencias

Aumont, Jacques y otros (1985). Estética del cine. Espacio fílmico, montaje, narración, lenguaje. Barcelona: Paidós.
Bazin, André (1966). ¿Qué es el cine? Madrid: Rialp.
Burch, Noël (1987), El tragaluz del infinito (Contribución a la genealogía del lenguaje cinematográfico). Madrid:
Cátedra.
Certeau, Michel de (1990). L’Invention du quotidien, 1. Arts de faire. París: Galimard.
———— (2000). La invención de lo cotidiano. 1 Artes de hacer. México: Universidad Iberoamericana.
Chion, Michel (1990). La audiovisión. Introducción a un análisis conjunto de la imagen y el sonido. Barcelona: Paidós.
Derrida, Jacques (1995). Espectros de Marx. El estado de la deuda, el trabajo del duelo y la nueva internacional.
Madrid: Trotta.
———— (1998). Políticas de la amistad, seguido de El oído de Heidegger. Madrid: Trotta.
Foucault, Michel (1992). “Preguntas a Michel Foucault sobre la geografía”, en Microfísica del poder. Madrid: La
piqueta.
Rohmer, Eric (1977). L’Organisation de l’espace dans le Faust de Murnau. París: Union Générale d’Editions.
Romaguera i Ramió, Joaquim y Alsina Thevenet, Homero (1980). Fuentes y documentos del cine. Barcelona: Gustavo
Gili.

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