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El cuerpo en la modernidad: mercantilización y oposición cuerpo-alma/

existencia-esencia/materia-espíritu
Esteban Suárez Buendía

"¡Oh cuerpo mío, haz siempre de mi un hombre que interroga!"


Frantz Fanon

La negación del cuerpo, es, antes que nada, negación de las prácticas del cuerpo,
fundamentada en la disociación entre el ser “pensante” y el ser “material”. El siguiente
ensayo busca abordar el desprecio por el cuerpo como un fenómeno que solamente logra
potencializar y realizar de manera generalizada los trazos históricos que le habían
esbozado, hasta que encuentra en la modernidad capitalista –organizada en base al valor
abstracto–, su justificación en el manera en la que se establecen las formas de reproducción
de la vida social.

Cuerpo y filosofía
La filosofía dominante se nos presenta como un reiterado intento de desaparecer el cuerpo.
Ante la falla de dicho acometido, los filósofos se han contentado con ignorarlo,
desconocerlo, o por lo menos, minimizarlo, considerarlo como un parásito, como lo
contingente, lo prescindible, como lo burdo, lo grosero, lo profano, argumentando la
imposibilidad de su cognoscibilidad. En la antigüedad griega, Parménides de Elea es quien
comienza la reflexión metafísica que contiene los elementos primeros de esta tradición de
desprecio. Al formular la problemática de dar cuenta lógicamente (a través del ahora
llamado <principio de identidad>) de la contradicción que presenta el mundo sensible, en
cuanto que una cosa es y no es al mismo tiempo; Parménides divide el mundo en dos, un
mundo sensible, que es pura apariencia, ilusión de nuestra capacidad de percibir, y un
mundo inteligible. Afirma que no podemos comprender el primero mediante la razón ya
que lo único que puede guiar el entendimiento es el pensamiento lógico, del cual lo sensible
se escapa, al presentarse como una serie de incoherencias. Ante el caos de lo aparente e
impensable, propone un Ser único, inmutable, eterno y estático. Bajo el supuesto de que lo
que no puede ser pensado no es real, lanza el principio de: “el ser es; el no ser, no es”. Nos
enfrentamos así, con la ontología del concepto, con la negación de toda corporeidad y la
declaración de la existencia del Ser; lo conceptual se vuelve sinónimo concreto de la
realidad, o sea que una representación del pensamiento, que nos permite hablar de las
cosas, se transforma en lo real. Tenemos pues, que se le da un carácter ontológico a la
abstracción genérica ideal: el Ser. La realidad es el pensamiento y el pensamiento es la
realidad.
Platón retoma los postulados de Parménides, y aplica las condiciones del pensar, o
sea los principios lógicos, a la determinación del Ser. Afirma que las ideas son las esencias
existentes del mundo sensible, el ser está fuera de las cosas mismas, y es a través de las
ideas como lo interpretamos; en este sentido, pone al alma como prisionera del cuerpo. El
alma, como la idea, es inmortal, y es a través del alma como se conoce, y es el alma quien
guía al cuerpo –pasional, bruto y peligroso– hacia la moderación. Aristóteles viene a
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regresar las ideas del mundo inteligible al mundo sensible, a meter la “idea” dentro de la
“cosa” sensible, argumentando que la duplicidad de concepto y ser no resuelve nada, ya que
las ideas suscitan los mismos problemas que las cosas percibidas por los sentidos. De esta
manera, deja de existir “el hombre” y solamente existe “este hombre”. Sin embargo,
Aristóteles cree que este mundo sensible sigue siendo problemático, y que hay que des-
encubrirlo para encontrar detrás de él a lo eterno e intemporal. O sea que sigue haciendo
una división entre esencia y existencia; de la misma manera, dice que toda cosa tiene 2
elementos, la forma –lo que hace que la cosa sea lo que es, la esencia– y la materia –aquello
con lo que está hecho la cosa–. Es preciso señalar que el alma que presenta Aristóteles, lo
que los griegos denominaron “psykhé”, no es exclusiva del hombre, sino que los dioses, los
animales y las plantas contienen tienen este atributo; el alma que era el principio de
racionalidad en Platón, es en Aristóteles el principio de vida, que permite la razón. Esta
desunión del Ser, entre el espíritu y el cuerpo, tiene como secuela o más bien condición, la
necesidad de un sistema que permita remediar su oposición.
No obstante, en la antigüedad, las maneras de abordar el problema de la separación,
lejos de una total repulsión por el cuerpo, aparecen más bien como un intento de salvar lo
insalvable, se rechaza el cuerpo al mismo tiempo que hay una completa preocupación por
él. Los Estoicos representan claramente esta tentativa, declaran la pasión como contraria a
la razón, no obstante, la razón está ahí para atender, para cuidar, al cuerpo; es un arte de
vivir, es dirigir el pensamiento a la existencia misma, porque ¿qué virtud tendría el alma si
no pudiese guiar al cuerpo? Es por esto que Max Stirner dice que en la antigüedad el
pensamiento no es del espíritu, sino de la necesidad de afirmación de él ante el mundo; los
Estoicos se ocupan del espíritu para saber vivir en el mundo. La metafísica de la antigüedad
es realista, lo que están tratando de pensar los filósofos es el mundo de las “cosas”, lo que
existe para Parménides es “res”, cosa. Aunque el mundo sensible se interprete a través de
las ideas, el mundo está dado, es trascendente. El Ser está ahí, es objeto del pensamiento,
está planteado de manera mediata, yo-concepto-objeto.
La filosofía moderna, inaugurada por Descartes, va a adoptar esta base dicotómica
(cuerpo-alma/existencia-esencia/materia-espíritu), y la llevará hasta el tope, haciendo una
metafísica idealista. El proyecto filosófico de la modernidad es de índole distinta, ya que, el
desprecio por el cuerpo, representado de manera genérica por el conflicto divisorio entre
cuerpo y alma, –que no había podido ser más que hipotético– solamente encuentra su
correlato directo, o su “base material”, su “razón objetiva de ser”, en este complejo social-
histórico (la modernidad capitalista). El cuerpo en Descartes es reducido a la máquina. A la
filosofía ya no le interesa lo que es exterior a la razón, ya que el ser y el pensamiento no
son cosas distintas. Descartes saca el mundo de sí mismo, lo deduce a través del
razonamiento, con ayuda de un dios matemático que lo hace posible; este mundo al ser
despojado de todo lo contingente, es pura cantidad. Para lo racionalistas no existe sujeto ni
objeto, no existe la materia, todo pude ser reducido a cuestiones matemáticas, hay nada más
la extensión (Descartes) y el movimiento de los cuerpos (Leibniz), estos cuerpos son figuras
geométricas. El filósofo supone a seres que son puro logos, enteramente discursivos. De
esta manera se prepara, se cultiva, se crea, el “cuerpo” que va a revestir el sujeto de la
modernidad: un cuerpo-cantidad, un cuerpo que solo lo es en cuanto representante de una

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medida del trabajo y en cuanto movimiento, o puesta en práctica de su fuerza. El empirismo
inglés (Locke, Berkley, Hume) parecería reivindicar la sensibilidad al postular la
percepción como fundamento de todo conocimiento, pero no es una relación corpórea con
el objeto de conocimiento, sino de la mente; es una “vivencia” de las cosas sin un choque
entre sujeto y objeto, se experimentan en la razón, ya que la materia no existe, es una idea.
El conocimiento que proclaman no es conocimiento de las cosas, sino de las ideas, no hace
falta un cuerpo para estar en el mundo.
Hasta Kant, toda la filosofía idealista determinaba la existencia trascendente “en si”,
ya fuera Dios, el espacio, las vivencia, las mónadas. Con el idealismo alemán, llegamos a la
cúspide del narcisismo. El Ser ya no es más un ser “en sí”, sino un objeto, un ser para ser
conocido, puesto lógicamente por el sujeto pensante mismo, como objeto de conocimiento.
Lo que se puede conocer, con lo que el yo puede entablar una relación, no lo trasciende. El
idealismo trascendental plantea que lo objetivo (que puede ser conocido) no es en sí
mismo, sino solo es en relación con el sujeto cognoscente. El objeto tiene realidad en
cuanto es objeto de conocimiento. Así que en la modernidad, a la pregunta ¿quién existe?,
el filosofo responde: yo y mis pensamientos. El pensamiento está planteado de manera
inmediata: yo-verdad. El mundo tiene que ser construido por mi. La filosofía deja de ser
existencial, se deja de remitir al mundo para guiarse, en el idealismo las cosas no son en si
mismas, si no en mí. Los filósofos modernos, ocupan la posición, como menciona Guattari,
de traducir o conceptualizar la producción de subjetividad dominante, o sea, se dedican a
justificarla racionalmente; a lanzar silogismos que expliquen y excusen el Ser de su tiempo,
que no es otra cosa –como dice Marx en la tesis sexta sobre Feuerbach– que el conjunto de
las relaciones sociales. ¿Pero quien es el filósofo, el pensamiento no-encarnado, el
razonador monádico, sino el hombre blanco, burgués, europeo, cristiano? El objeto tiene
realidad en cuanto es objeto de su conocimiento: el hombre blanco cognoscente, el negro
objeto de conocimiento que solamente existe cuando es pensado por el blanco. Entre un
sujeto en sí y para sí y un objeto en la fábrica, en la plantación, en la casa, para el capataz,
para el arrendatario, para el jefe, para el macho. Los filósofos y los antropólogos –como
dice Horkheimer– elevando los hechos a norma, predicando de esta manera, la brutalidad, y
al mismo tiempo, construyendo un concepto del ser humano que no está situado, que es
autónomo, que es una esencia racional, que solo entra en relación con otros sujetos
autónomos no por la necesidad sino por la razón, sujetos supuestamente autosuficientes.
Interesa hacer este comentario sobre los planteamientos de la filosofía dominante no
para afirmar que la historia efectiva es el despliegue del pensamiento filosófico en sí, sino
porque su discurso delinea o da cuenta –como si se tratara de un documento histórico, como
si nos encontráramos frente a un testimonio heredado, como si buscáramos entre los
archivos de una época– implícitamente del proyecto puesto en marcha de la negación del
cuerpo en la modernidad. Es decir, dicha negación en el sujeto de este momento histórico
no le viene solamente de un discurso –aunque éste funciona como justificación, como
reforzamiento y es un mecanismo que prepara al sujeto mediante la naturalización y la
interiorización de dicho conflicto durante la socialización para aceptarlo–, sino de todo un
montón de estrategias, procesos y instituciones que generan prácticas para negarlo y que se
traduce en la forma que toman la producción y el consumo de los objetos sociales en la

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modernidad capitalista. La otra razón por la que interesa retomar las elaboraciones
filosóficas dominantes es porque el proyecto del sujeto moderno se funda/configura en
torno a la violenta intención de volver al sujeto un “sujeto-logos”, uno que se ajuste a la
exigencia totalizante del la actividad discursiva en el aire, en este sentido también se
trataría de indagar sobre su “alma” histórica.

La mercancía
La separación entre cuerpo y alma toma su forma más perfecta cuando se encuentra con el
mundo del capital. La subjetividad, el contenido del sujeto, va a tomar una forma específica
en la modernidad. La producción de esta subjetividad, constituye la materia prima de toda y
cualquier producción, es por esto que la noción de subjetividad como ideología no nos
permite comprender su función literalmente productiva, ya que la ideología permanece en
la esfera de la representación (Guattari: 2006). Por esto –por ser el fundamento mismo de la
capacidad de reproducción de la vida social– es que nos interesa comprender cómo se
moldea la subjetividad, con qué contenido se le carga, qué contenido se le niega.
En la modernidad capitalista, el rechazo del cuerpo se presenta como una necesidad
intrínseca a su mismo modo de operar. El proceso de la llamada acumulación originaria no
se presenta solamente como una desterritorialización del espacio, sino que complementaria
y paralelamente como una deshabitación del cuerpo. No son solamente lx campesinx quien
es expulsado de su tierra: el hecho de que el proceso de trabajo pase a revestir la forma de
valorización, tiene por condición que lx trabajadorx venda su cuerpo, que se salga de él,
que lo entregue como fuerza de trabajo a alguien más, que ahora todos los cuidados de su
cuerpo no remiten a su propio deseo, sino al del capital. En el mismo momento en que
alquila su cuerpo, pasa lx mismx a ser inquilinx su cuerpo es un cuerpo prestado, uno que
solamente puede usar en prácticas productivas –en términos de producción de plusvalor–, el
mismo momento de disfrute –si es que se le puede llamar así al consumo de lo
estrictamente necesario–, es un momento de restauración del cuerpo como fuerza de
trabajo. La subjetividad es literalmente productiva, en el sentido de que es el principio del
capital, siendo este, no más que una relación social –ya que solamente hay ganancia y
acumulación mediante la subsunción de toda praxis, de toda posibilidad/capacidad de dar
forma (de transformación y de creación), a la actividad del trabajo; son inútiles todas las
capacidades “materiales” de producción si no existe antes la rendición de la multiplicidad
de formas que puede tomar la subjetividad a la forma única de servidumbre, de “sacrificio
al trabajo”, como se ilustra en la historia del Sr. Peel en el capítulo XXV de El Capital–.
El proyecto de subsunción del cuerpo al proceso de valorización, se corresponde
directamente a la subsunción del proceso de trabajo al proceso de valorización; a la
racionalización de la producción en la modernidad, corresponde como condición, la des-
irracionalización del sujeto. Es necesario destruir la relación entre mente y cuerpo de lx
trabajadorx, para que el proceso de trabajo pueda maximizar la productividad, esto se da al
reducir a lo mínimo la intervención reflexiva de lx trabajadorx en el proceso. O sea, que el
cuerpo que antes se oponía, como irracional o no-estandarizado, se mecaniza: se reduce a lo
predecible, al movimiento mecánicamente condicionado y regulado al eliminar todo
elemento no calculable, es decir, creador (Mumford: 2014). György Lukács, propone

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pensar la mercancía como la categoría universal del ser social en el capitalismo; retomando
este principio, se tratará de esbozar la imagen del sujeto moderno, y pensar la psique como
materialidad histórica y no como alma.
La mercancía está constituida por dos factores elementales, el valor de uso y el
valor. El valor de uso le viene de ser un objeto útil, una cosa que satisface necesidades
humanas; el valor le viene de ser cristalización de trabajo humano. El valor de uso es la
sustancia, la materialidad misma, y el valor es una magnitud, medida por el tiempo de la
duración socialmente necesaria del trabajo. Al entrar en la esfera de la circulación, el valor
de la mercancía se presenta como valor de cambio, o sea que la única cualidad que presenta
es la de ser producto del trabajo humano, pero no producto de un trabajo real, concreto,
sino de trabajo humano abstracto para que las mercancías puedan ser intercambiadas
reduciéndose a un tercer término en común. Es decir que se hace abstracción de la
diversidad de los trabajos que se cambian, reduciéndolos a un trabajo humano igual (Marx:
1973). La mercancía, es la forma elemental de la riqueza en la sociedad capitalista, las
relaciones de producción, que en este momento social-histórico ejercen –o intentan
brutalmente ejercer– su dominio sobre la totalidad de las relaciones sociales, se configuran
a partir de esta forma particular que toman los objetos sociales.
A esta dualidad valor de uso-valor de cambio, corresponde un sujeto, también
escindido, que toma la forma de la mercancía y la expresa como cuerpo y esencia; siendo el
primero el soporte material del segundo y siendo el segundo, la posibilidad de creación de
valor. La esencia del sujeto moderno es el trabajo abstracto. La misma contradicción que
aparece en la mercancía, entre materialidad y valor, donde el valor abstracto subordina al
valor de uso, y donde los valores de uso solamente son producidos en cuanto representantes
del valor de cambio, para acumular capital, tiene su paralelo en la persona moderna. La
persona moderna se encuentra viviendo de manera contradictoria, como señala Rozitchner,
el sujeto moderno está conformado por el cuerpo –la naturaleza, las pulsiones– y por el
espíritu –contrapuesto a las pulsiones–. La corporeidad aparece solamente como el soporte
de la “nobleza espiritual”. El hecho de que el principio filosófico dualista del Ser, pueda por
fin cantar victoria, es porque esta dicha forma del Ser, descubre frente a sí, formas de
objetos que le corresponden, “la forma social de los objetos es congruente a la forma social
de los sujetos” (Rozitchner: 1987). Es por esto que Marx destaca la producción de hombres
mediante la producción de cosas. El sujeto moderno, tiene que ser necesariamente, un
sujeto abstracto, es decir un sujeto indiferenciado, un sujeto que sea forma y no contenido,
el sujeto moderno es un sujeto universal: “No existió ninguna sociedad anterior a Babel que
hubiese sido dueña de una lengua original universal. El mito bíblico, como suelen hacer los
mitos, cuenta una historia pero al revés. Narra el fracaso de la utopía de la universalidad
humana como una construcción hecha por el propio ser humano a partir de la pluralidad
originaria” (Echeverría: 2010).
La modernidad capitalista necesita suprimir el cuerpo, desvalorizarlo y
despedazarlo. Para esto, tiene primero que subyugarlo al someter la totalidad de la actividad
vital a la fase productiva y segundo, hacer que ese trabajo sea trabajo indiferenciado. Tiene
que cuantificar al Ser, convertirlo en magnitud de valor abstracto. Lo absurdo, es que el
proceso de valorización del valor o de acumulación de capital solamente se logra a través

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del uso del la corporeidad: la negación del cuerpo en el capitalismo, al no poder ser
eliminación, es despojo del cuerpo a través de la mercantilización del sujeto, de convertirlo
en fuerza de trabajo a explotar. Pero para que esto sea posible, el cuerpo tiene que ser
sometido a un continuo proceso de domesticación o sea de modelización de sus prácticas;
antes que nada, tiene que ser un sujeto escindido interiormente, tiene que interiorizar el
poder que lo domina, tiene que sentir repulsión por su cuerpo, tiene que rechazarlo. Sin
embargo la dominación del alma, de lxs educadorxs psicólogxs y psiquiatras, como dice
Foucault, no consigue ni enmascarar, ni compensar toda esa tecnología del poder sobre el
cuerpo. La división del Ser, es un mecanismo de enajenación: “por el alma, el hombre
pertenece a Dios, por el cuerpo al jefe temporal, por el espíritu a sí mismo; su salvación
está en el alma, su libertad en el espíritu, su vida terrestre en el cuerpo” (Vaneigem: 1988).

La domesticación del cuerpo


El conflicto de la experiencia del cuerpo del sujeto moderno, esta sostenido por la división
entre lo público y lo privado. Dipesh Chakrabarty traza el surgimiento del yo moderno, al
momento en que se da la capacidad de advertir y documentar el sufrimiento (aunque se
trate del propio), desde la posición de un observador generalizado y –enfatiza–
necesariamente incorpóreo. Esto solamente es posible, al situar a la razón o al pensamiento,
fuera del sujeto, como algo universal y público. El mantenimiento de dicho sujeto, solo es
realizable mediante “una interioridad del conflicto, en que la razón luchara por mantener
bajo su orientación y control aquello que distinguía a un sujeto de otro y que al mismo
tiempo era diferente de la razón” (Chakrabarty: 2008). Todo aquello que no podía ser
asimilado a las leyes de la vida pública moderna, fue asimilado a una estructura de
represión privada. Las pasiones, los deseos solamente tienen cabida en el interior de la
mente, regidos por la razón; el conflicto entre lo público y lo privado es un conflicto entre
el ser social normado y todo lo que no pueda ser experimentado de manera abstracta e
intelectual.
El conflicto al interior del sujeto moderno, el conflicto de la división entre su Ser
racional y su Ser carnal, es un conflicto entre lo vivido directamente y la representación
abstracta (lo histórico-social como proyecto de significar, de dotar de sentido, siempre
implica la representación, aquí se hace alusión a la representación de lo que pudiera ser
vivido en concreto pero queda vedado). La represión del dolor, del deseo, de la rabia, de
aquello que no puede ser universalizado en la razón, no es solamente represión del sentir,
sino de las prácticas que se prohíbe exteriorizar. Al negar las prácticas del cuerpo, tenemos
que sublimar el cuerpo, vivir en su representación, ordenar nuestro aparato psíquico del
mismo modo en el que aparece la forma de los objetos sociales, es decir, como “físicamente
metafísicos”.
El poder punitivo –o los mecanismos del poder punitivo– sobre el cuerpo, nos
permite acceder, retomando a Foucault, al alma moderna, al alma que habita el cuerpo “y
lo conduce a su existencia, que es una pieza en el dominio que el poder ejerce sobre el
cuerpo. El alma, efecto e instrumento de la anatomía política; el alma prisión del
cuerpo” (Foucault: 2005). La domesticación del cuerpo es una interminable serie de
castigos sobre el cuerpo, que en los primeros años de la socialización/enculturación del

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sujeto aparecen como una mezcla de sanciones físicas y condicionamiento por lxs tutorxs,
para pasar luego a ser una punición interiorizada en la represión a la que el sujeto mismo se
somete. La subjetividad del sujeto moderno tiene que responder a los requisitos que exige
la reproducción del valor acumulado, como rectora de la totalidad de la reproducción social
de la vida. El cuerpo del sujeto moderno tiene que comportarse, de una manera específica,
tiene que someterse al ethos de “entrega al trabajo, de ascesis en el mundo, de conducta
moderada y virtuosa, de racionalidad productiva, de búsqueda de un beneficio estable y
continuo, en definitiva un ethos de autorrepresión productivista del individuo
singular” (Echeverría: 2015).
La interiorización del ethos capitalista, exige que esta se manifieste “físicamente” de
alguna forma, en el aspecto exterior del sujeto, en las formas de presentar su cuerpo, en sus
movimientos, en su postura, en la vestimenta con que se cubre. Se trata de someter al
cuerpo a un comportamiento “civilizado”, un “buen comportamiento”, el del hombre
blanco. Como dice Bolivar Echeverría, no es una cuestión de blancura, sino una exigencia
de blanquitud; si se reprime correctamente su corporeidad lx latinx puede participar en la
blanquitud.
La domesticación del cuerpo moderno incluye también ciertas maneras de percibir,
hay una ruptura entre el percibir con los sentimientos y el percibir con la razón; se excluye
todo aquello que pueda no ser comprendido, el odio y el amor tienen que ser apaciguados,
si se perciben de alguna forma desfigurada e inauténtica, es en la soledad secreta; se
permite sentir un poco, sentir racionalmente y sobriamente, sin embargo, se percibe como
representación de esos sentimientos, se percibe de manera normativa, lo que se sale de las
guías del sentir es reprimido –aunque no aniquilado, sigue presente de manera latente–. Lo
mismo pasa con la sensibilidad, al subordinar la totalidad de la vida al proceso productivo,
y subordinar la actividad de lx trabajadorx en el proceso productivo a una forma única de
labor, lo sensible se reduce a aquella ocupación exclusiva. Se tiene acceso solamente a una
manifestación de la sensibilidad, solo a una relación con el mundo sensible; el resto se
adquiere de manera indirecta. La sexualidad queda reducida a un proceso puramente
reproductivo, el cuerpo de la mujer es domado, sus prácticas contenidas, y su vientre
controlado.
Hace falta volver a señalar que la domesticación del cuerpo no se reduce al cuerpo
“físico”, sino que es antes que nada una segmentación entre la psique, la razón, la
imaginación y el cuerpo. La institución de la modernidad en el sujeto se fundamenta en dos
movimientos de naturaleza distinta pero complementarios, por un lado ésta es colonización
del cuerpo; y por otro, es colonización del lenguaje. Ambos como empresa de la edificación
del sujeto universal-abstracto, y dado que este sujeto se construye como un sujeto
específicamente discursivo mediante una pretendida negación corpórea, es necesario
considerar a estas dos maneras en las que la modernidad se tripula dentro del sujeto como
inseparables. Lo que queremos decir es que el sujeto es trastocado al presentarlo, y por
ende representarse a sí mismx, como materia lógica, como palabra razonada, como la
tercera persona de la narrativa sin dejar de ser la primera persona del singular; así es como
creemos que se da la forma primera o básica de subordinación del cuerpo al lenguaje, en la
creación del sujeto abstracto.

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Esto sucede a la vez que se toma al cuerpo en el trabajo forzado, solamente como
substancia a conservar para destruir; la capacidad de evidenciar esto únicamente a través de
la razón convierte a lo vivido concreto, al castigo en la domesticación del cuerpo, en una
categoría del lenguaje, para así mistificar el sufrimiento concreto, el sufrimiento del cuerpo
irracional. Se coloniza el cuerpo por que se subsume sobreponiéndole la razón o el
lenguaje; pero, se coloniza al lenguaje, negándole su intimidad con el cuerpo, o su relación
discursiva con la materialidad concreta, al hacer de la razón un atributo del sujeto general-
abstracto-universal.
Dicha relación entre razón, lenguaje y cuerpo lleva a considerar –no de manera
causal, sino como implicación– la imaginación. La imaginación es también una práctica del
cuerpo, y quizás la practica más negada/invisibilizada. BLAH…
Cornelius Castoriadis define lo distintivo de la subjetividad a partir de dos
elementos: la reflexividad y la voluntad (como instancia reflexiva y deliberativa); estos dos
elementos se entrelazan mutuamente con la imaginación –la capacidad de formular lo que
no está; lo imaginario no es igual a una “imagen de”, sino que es creación indeterminada de
alguna cosa (Castoriadis: 2013)–.
La reflexividad es la acción reflexiva del sujeto imaginante. Esta actividad
“razonadora” no es propia de la conciencia vigil de la esfera psíquica, la reflexividad es el
pensamiento que va más allá de la lógica conjuntista-identitaria –la lógica de la
determinación, lo que nos permite movernos como sujetos socializados pero que siempre se
encuentra en ruptura por la presencia del imaginario instituyente–; es a través de la
reflexividad como podemos pensar lo no-dado; y lo que la posibilita es la imaginación. Por
otro lado, la voluntad es la capacidad de acción deliberada, y es también posibilitada por la
imaginación, ya que hay que poder imaginar algo otro, para poder quererlo, pero también
hay que querer algo distinto para liberar la imaginación (Castoriadis: 1998).
Lo característico de la psique humana, según Castoriadis es la autonomía de la
imaginación, la capacidad de formular lo que no está, de hacer aparecer lo que no es
derivable combinatoriamente o de otra forma a partir de lo dado (Castoriadis: 1997), o en
los encadenamientos del pensamiento racional ya instituído (aunque lo instituído también
tiene su origen en la imaginación, y es justo esto lo que nos explica la función simbólica
que nos hace humanos: el poder “ver” y “pensar” una cosa que no es tal; por ejemplo, la
capacidad de del lenguaje, lograr “ver” un animal en la combinación de fonemas que
forman la palabra “perro”, pero también no siempre ver la misma cosa, y poder decir “me la
pase bien perro”, pero además poder ver un perro en “dog”). La autonomía de la
imaginación es la fuente de lo histórico-social, lo que permite crearse instituciones; es a
partir del imaginario radical, que se crea el sentido que al ser socializado se convierte en
imaginario social. O sea que el mundo se determina a partir de una instancia no-
determinada, que es la imaginación.
Lo que nos lleva a situar a la imaginación como una práctica del cuerpo es que no se
imagina a través de la lógica o a través del pensamiento calculador. Lo que se imagina está
mediado por la condición del cuerpo, es a partir de la experiencia directa con la realidad, a
través de lo vivido-concreto, desde donde se puede vislumbrar otra realidad, o sea siempre
se imagina desde lo histórico-social, no en abstracto. Sin embargo, hay creación ex nihilo,

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en el sentido de que la creación no puede surgir ni de lo real ni de lo racional, ya que no se
trata de “producción” (de poner otro ejemplar de lo ya dado) o de transformación (de
“traducción”, de “reacomodo” de elementos en otra figura); solo puede brotar desde el
imaginario. O sea, la capacidad de creación concretada, cruzada por la reflexividad y por la
posibilidad deliberativa, no se puede derivar ni de algo percibido ni deducir lógicamente de
algo pensado; porque lo que surge ahí no es la “diferencia” (18 es diferente a 81) sino la
alteridad. La creación ex nihilo no implica creación en abstracto; si no fuera sobre algo y
desde algo no sería. Siempre está implicada pues la corporeidad, pero los “elementos”
dados no alcanzan a dar cuenta de lo que se configura.
Luego, es a través del lenguaje (no solo el lenguaje-palabra), como se puede
colectivizar lo imaginado desde la autonomía de la psique, desde donde se puede compartir
para construir un sentido distinto, para construir otras instituciones. Decimos que la
negación del cuerpo es también una negación del imaginario radical –donde se origina la
alteridad–, porque el desprecio del cuerpo crea una ruptura del Ser unitario, e impide que la
voluntad y la reflexividad se comuniquen con lo vivido para actuar, o sea que la
subjetividad, queda en un estado de entumecimiento para la praxis.
Esta forma de dominación se logra porque según Rozitchner, el inconsciente no se
comunica con el consciente sino a través del preconsciente, y al haber una censura en el
proceso de percepción, censura que nos separa al transformar el preconsciente en un
aparato de contención que se presenta como una instancia crítica sometida a la racionalidad
pensante, se reprime nuestro propio poder, el del cuerpo, ya que éste solo obrará siguiendo
las líneas que la represión y la censura le han impuesto como única posibilidad de Ser
(Rozitchner: 1987). Ahora lx represorx no se encuentra fuera del aparato psíquico, en lx
policía, en lx militar, en lx educadorx, sino que nosotrxs mismxs somos ya este aparato de
contención, que se desborda en la locura. La identificación es un “estado enfermizo, pero
tan solo los accidentes de identificación caen el la categoría oficial denominada –
enfermedad mental–“ (Vaneigem: 1988). Al no poder comunicar lo inconsciente con lo
consciente no se puede producir la rebeldía, que nace en la imaginación; se niega el cuerpo
porque el cuerpo es la fuerza, la amenaza desde donde se puede luchar.

La reivindicación del cuerpo


En la doctrina cristiana, satán es presentado como el rebelde, el separado, el negador, el
enemigo mortal. No es casualidad que el que sujeto que da la contra, tiene su cuerpo
poseído por satán. La “máquina argumentativa del cristianismo” (Morin: 2007) condena
todo acto de voluntad deliberada; toda afirmación de la unión entre alma y cuerpo, es para
este discurso, un ataque de satán. Aquella que disfruta con el cuerpo, aquella que lucha con
el cuerpo, aquel que cuida de la carne, aquel que tiene saberes de lo corporal ha de estar
endemoniado, es un hereje, es una hechicera, tiene pactos con satán. Los procesos de
institucionalización de la barbarie, como la inquisición/la caza de brujas han estado siempre
dirigidos contra aquellxs que se negaban a renunciar al cuerpo, el cristianismo justificaba
sus acciones dirigidas a la destrucción del cuerpo, acreditando las acciones, no al juicio del
sujeto, sino a la bestia infernal que contenía.

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La institucionalización de la barbarie que vivimos hoy, caza de negrxs, de latinxs, de
árabes, de kurdxs, de otomíes, de yaquis, de tzeltales… es una guerra contra el recuerdo de
que el sujeto moderno universal no existe, de que hay “lo otro”, lo diferenciado, lo no-
equivalente, lo peligroso: recuerda que el Ser no es una cuestión de forma sino de
contenido. Ahora la maquina argumentativa es otra y tiene otros argumentos, pero quiere
sancionar lo mismo.
La reivindicación del cuerpo en lxs subalternxs, se da, antes que nada, por la
imposibilidad de renunciar a él, por que las mismas estrategias y aparatos del opresor, le
obligan a acordarse, como cuenta Frantz Fanon –cuando en el transporte público en
Francia, la gente dejaba 3 lugares de distancia por la repugnancia que provocaba su
negrura– que no solamente tiene un cuerpo, sino tres. La concepción del “hombre” desde el
espíritu europeo, ensimismado, racional, progresivo, encuentra su contraparte y correlato en
el hombre de las colonias ahora llamadas periferias. Esa Europa “que no deja de hablar del
hombre al mismo tiempo que lo asesina dondequiera que lo encuentra, en todas las esquinas
de sus propias calles, en todos los rincones del mundo” (Fanon: 2014), se enfrenta
parloteando su antropología filosófica humanista, a una “antropología filosófica” de carne y
hueso. Su idealismo se desintegra cuando lxs subarletnxs plantean –sin decirlo– su
materialismo crudo, inocultable, de dolor muscular y no solamente psíquico.
El europeo nace al suprimir el alma del “nativo”, y presentarse con un doble alma al
arrebatársela al primero, dejándolo con un doble cuerpo. El sujeto moderno se enorgullece
siendo iniciativa pura, un aventurero a quien su cuerpo no lo limita, ya que es razón, es la
técnica racionalizada, para quien todo queda reducido a la categoría de materia inerte, Otra,
ahí para ser moldeada. “Lo Otro”, quien tiene el martillo en la mano, se encuentra ante la
imposibilidad de aceptar esta supuesta subjetividad, no puede renunciar a su cuerpo por
dictamen de la razón, tiene que trabajar para reponer su cuerpo, para sobrevivir, tiene que
forzar su cuerpo, tiene que reprimir el hambre. El odio no se siente en abstracto, porque las
venas se calientan cuando el policía le roba, cuando el gobernador le despoja. Y cuando
desde abajo se roba el burgués le dice “tu cuerpo, tu naturaleza es bestial” a lo que se
responde “¡no, pero fuerzas que la escasez domine la vida al reproducirla artificialmente en
la sociedad de la abundancia!”. Para el abajo, “lumpen proletarix”, “proletarix”,
“campesinx”, “indix”, “violadx”, la lucha no es solamente por la emancipación de clase
sino por la liberación del cuerpo.
Pero donde hay opresión hay resistencia, la negritud –término que surge en la
década de los años 30 y que será central para el movimiento negro del siglo XX– se
presenta como posición de intransigencia y de protesta del cuerpo. Es un ethos, que después
de la destrucción, la ursurpación, la reducción a nada, del ser negro, que lleva a estx a
querer hacerse blancx, para que se reconozca su humanidad; después de que “en el mundo
blanco el hombre de color tiene dificultades para elaborar su esquema corporal” ya que “el
conocimiento del cuerpo es una actividad estrictamente negadora” (…) “un conocimiento
en tercera persona”, porque es un cuerpo que se construye a partir de elementos que “no los
proporcionaban sensaciones, percepciones de orden táctil, vestibular, cinestético, sino que
[d]el otro, el blanco, que [me] había tejido con mil detalles, anécdotas y relatos”; después
de los “sueros de desnegrización” que permitían “a los desdichados negros blanquearse, así

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ya no tendrán que soportar más esta maldición corporal”; después de la supra-
corporización, –“las miradas, blancas, las únicas verdaderas, me disecan”–; después de caer
en cuenta que “me era imposible partir de un complejo innato, decidí afirmarme en tanto
que NEGRO. En vista de que el otro dudaba reconocerme sólo me quedaba una solución:
hacerme reconocer” (Fanon: 1973). Mientras la blanquitud corresponde a la racionalización
del proceso técnico del trabajo, la negritud se planta como rechazo de esta modernidad,
como ethos que reivindica el sentir improductivo. Aimé Césaire, escribe:
“Eía por los que nunca han inventado nada
por los que nunca han explorado nada
por los que nunca han conquistado nada
si no se rinden, cautivado por la esencia
[de todas las cosas
ignorantes de las superficies pero cautivados
[por el movimiento de todas las cosas
indiferentes a la conquista pero jugando
[el juego del mundo.”

Por otro lado, Léopold Sédar Senghor, retoma lo irracional y se lo auto-atribuye como
condena a la filosofía dominante y apunta: “La emoción es negra, la razón helena”. Junto a
él, Frantz Fanon exclama, “si somos (los negros) atrasados, simples, libres en nuestras
manifestaciones. Y es que para nosotros el cuerpo no se opone a lo que vosotros llamáis
espíritu.” Se trata de una revuelta contra la relación del Ser con el mundo que se habían
creado los occidentales europeos, una relación de apropiación y no de coexistencia, una
relación metafísica, de quebrantamiento del Ser y no de unidad, basada en el olvido del
cuerpo y en la alabanza del alma abstracta.
Ante el hombre hecho de esencia, se enfrenta otrx, a quien la sangre de la
compañera le impide olvidar de que está hecha la esencia del amo, del varón. “Caminamos
estas calles por la muerte que llevamos en el cuerpo”, dicen las mujeres que ante el tiempo
del presente siempre superado en el que se mueve el sujeto moderno, tienen un tiempo que
no olvida, que pesa por estar cargado del siempre-ahora, no en el sentido del eterno retorno,
porque hay nuevas heridas, sino del tiempo del pasado que no deja de remitirse al ahora, de
hacerle preguntas, de exigirle que haga de ese siempre un no-ahora, pero que en el ahora lo
reivindique, de tiempo que no puede (y no quiere) emprender la ligera aventura del
progreso por el yugo que no lo deja, porque le recuerda de que está hecha esa ligereza; las
mujeres quienes “atrapan una imagen del pasado”, como dice Walter Benjamin, “tal como
ésta se le enfoca de repente al sujeto histórico en el instante del peligro”. Al no poder
renunciar al cuerpo, porque el feminicida les hace indudable su presencia, lo reivindican
para recuperarlo, para recuperar el de sus compañeras caídas, “no reclama solamente un
bien que no posee o que le hayan frustrado. Aspira a hacer reconocer algo que tiene y que
ya ha sido reconocido” por ella, su cuerpo; “al mismo tiempo de repulsión hay una
adhesión a una parte de sí” (Camus: 2003). Porque la muerte que se da, no es esa última,
esa donde ya no se puede seguir dando más muerte, que se mata compulsivamente,

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ordinariamente, periódicamente: “caminamos estas calles por la muerte que llevamos en el
cuerpo”.
La desaparición forzada, el crimen lógico, la barbarie justificada por el Estado:
“desde el instante en que, por falta de carácter, corre en busca de una doctrina, desde el
instante en que el crimen se razona prolifera como la razón misma, toma todas las formas
del silogismo. Era solitario como el grito y aquí se hace universal como la ciencia. Ayer
juzgado, ahora dicta leyes” (Camus: 2003). El culmen del edificio de la razón y la barbarie
sobre el cuerpo, la desaparición forzada, el robo desesperado del cuerpo, la completa
apropiación del cuerpo, sustentada en un argumento escupido por el espíritu absoluto, el
Estado. Las madres, lxs compañerxs, los padres, del desaparecido hacen una rebelión de los
cuerpos al no poder extraer razones de ningún otro lugar, porque la “razón” es contra lo que
se levantan; recorren los poblados con el rostro de su desaparecido, se lo muestran al
militar, al policía, al que también está buscando a su familiar, su compañerx; se recupera la
garganta, se mira con los ojos, se mira físicamente; van y se plantan frente a los lugares que
son la antesala del crimen, los lugares donde se medita y se planifica, ocupan el espacio con
su cuerpo, enseñan (de mostrar y de instruir) su dolor, su llanto.

El horizonte ético-político
Contra la ontología del concepto y las construcciones idealistas, se hace necesario
pensarnos desde el contenido y no desde la forma. Con contenido nos referimos a lo
contrario al sujeto como substancia inmaterial. La necesidad de racionalizar la producción,
la circulación y el consumo, es a la vez necesidad de racionalizar al sujeto, que es sujeto
como contenido –o sea corpóreo– y formalizarlo, al hacerlo objeto abstracto. En oposición
a esto, la recuperación del cuerpo a través de la disolución de la dualidad materia-alma,
cuerpo-mente, contenido-forma, implica a la vez la reconsideración de la noción de “ser
humano”. Ya que el Ser solo es tal cuando es puesto en relación con otrxs, situado en un
momento histórico y socializado en una colectividad, tenemos siempre, como sostiene
Horkheimer, un Ser provisional; entonces se trataría más bien de bosquejar el “desde
donde” es posible hacer reflexiones sobre el Ser para localizarnos como contenido
histórico, es decir, con posibilidades de destrucción y creación material.
Puesto que se trata no solamente de rechazar al discurso filosófico dominante, sino
de criticar la forma social de los objetos que lo sostiene –las mercancías, constituidas de
valor de uso y valor–, y de la subjetividad implicada, no podemos pensar, siguiendo a
Castoriadis, saliéndonos de esta institución que somos nosotros mismos, ni poniéndonos
encima de ella, porque ella nos socializó, lo que si podemos hacer es ponerla en duda. Y
podemos poner en duda su lógica porque no estamos totalmente socializadxs, hay el
imaginario radical. Pero no podemos movernos y pensar con el mismo instrumento que usa
la barbarie, con su síndrome de racionalización que es enteramente lógico. Las “bases
empíricas” que permitirían justificar lo que se opone al demens (fuente de se considera la
barbarie) no nos sirven para luchar contra la barbarie. Quiero decir que la justificación es el
plano en el que se mueve la razón-bárbara moderna y que las razones que quieren negar la
barbarie, creo yo, no se pueden justificar bajo la misma lógica, ya que ésta exige
argumentar o justificar en pensamiento positivo. No planteo que se tenga que argumentar

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desde la no-justificación del argumento, sino que las críticas que le hacemos a la barbarie o
las razones por las que repudiamos sus formas, no caben dentro de este tipo de
pensamiento. Porque se trata de un hacer ético-político desde la negatividad. Y plantearse
en la negatividad de lo dado es a la vez reflexividad de lo no-dado; y lo no-dado no se
puede justificar empíricamente. Es una ruptura con la tradición greco-occidental de “dar
cuenta y razón de todo lo que decimos y hacemos en público”.
Es un horizonte pensado desde el postulado ontológico que supone una
indeterminación del Ser, “en el sentido de que lo que es, nunca es de manera tal que
excluye el surgimiento de nuevas formas de determinación” (Castoriadis: 1997). O sea un
hacer-pensar desde la negatividad, para con lo no-dado, es una concepción que acepte la
creación y que acepte el imaginario que nos deja situarnos desde una perspectiva
argumentativa contra la barbarie, ya que supone que la reflexión se esta dando desde
“justificaciones” que no son solamente empíricas porque incluyen cosas que están todavía
por-ser, o cosas que ya fueron pero de las que todavía tenemos que dar cuenta. Tal vez
solamente en esto que ya fue podemos mostrar empíricamente la negatividad de la barbarie,
en la lucha de los oprimidos, ya que sólo la fuerza de la lucha de los oprimidos nos puede
dar elementos para hacer la crítica de la barbarie y solo nos podemos hacer empíricamente
de estos elementos a través de la memoria; es un argumentar desde lo empírico-memorial.
Significa poder pensar desde la negatividad de lo dado y no necesariamente desde la
justificación. Pensar desde la negatividad implica también el rechazo de las concepciones
teleológicas y acumulativas, que ven en el devenir del Ser momentos del proceso de la
conciencia de sí y del conocimiento de sí del espíritu, o que ven en la negatividad el
despliegue de las leyes de la historia.
La negatividad desde la que nos queremos situar es una negatividad crítica, y a mi
parecer esto implica una reivindicación de la filosofía, al plantear que se puede argumentar
desde planteamientos ético-políticos, que se “justifican” a partir de lo “irracional” (lo que la
razón moderna dice que no es racional y por ende no se puede pensar de manera lógica y
argumentativa). El pensamiento racional en la modernidad continuando su herencia teórica,
ha querido plantear que la contradicción no puede ser pensada, y que el cuerpo como
movimiento, contingencia, temporalidad pertenece a la dimensión de la contradicción. Lo
que queremos decir aquí es que solo desde ahí –desde el cuerpo, desde el movimiento, la
contingencia, la temporalidad…– se puede pensar. Por eso lo dicho anteriormente del
“pensar” es un lado, pero un lado que no alcanza a dar cuenta lo que implica la
recuperación del cuerpo. Romper la dualidad cuerpo-razón implica que todos los modos en
los que existimos desbordan por completo el ámbito de la “argumentación”. Es decir, la
lógica del pensar se queda corta porque refiere a solo un momento del hacer negativo. Si se
reivindica el cuerpo se quiebran los postulados de la discursiva racional porque la práctica
la inunda y se derrama sobre ella.
Es considerar el hacer-pensar como la actividad autoreflexiva que nos permite, pues,
hacer-pensar desde lo que todavía no es y hacer-pensar desde la tormenta, hacer-pensar
desde el proceso continuo de la auto-institución. Y si acompañamos, junto con Castoriadis
la idea de que la filosofía no se define a partir de la pregunta por el ser, sino de la pregunta
(de la cual la primera es solo secundaria) de ¿qué debo pensar sobre el ser?, nos

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posicionamos ya desde un punto de partida ético-político, en el que el “debo” (no como
obligación sino como auto-crítica) pone al pensamiento en relación con el comportamiento,
en relación con la manera en la que se experimenta el Ser que está por ser cuestionado.
Situarnos para hacer-pensar desde este Ser en el mundo, solo se da reparando la relación
entre lenguaje y cuerpo. Implica deshacer la separación de dominio que se creo en la
domesticación de la subjetividad y que situó al logos como amo y que desconsidero al
cuerpo. Reparar esto significa quitar el muro de contención que impedía que la reflexión
fuese de lo concreto, del cuerpo vivido, de la experiencia sensible. Sería pensar desde una
“manera existencial” desde una “lógica existencial”, como dice Michel Onfray, en donde la
teoría propone una práctica y fuera de esto no tiene razón de ser. Un horizonte ético-político
o sea desde lo concreto, desde la carne, desde la vida lleva a poner en discusión: ¿a quien le
corresponde la producción de sentido? ¿a los especialistas o a las personas? ¿quién hace la
historia? ¿quién produce el sentido? La recuperación del cuerpo es a la vez la recuperación
de la fuerza para luchar.

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