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La Tradición en su sentido teológico[editar]

Según fray Santiago Ramírez de Dulanto,3 la Tradición siempre ha sido de


importancia para la Iglesia, pero su estudio se hizo más importante durante
la contrarreforma, y en tiempos contemporáneos ante el ataque de la
herejía modernista. Tradición divina se define, primero, como «la revelación
de una verdad, de un hecho o de una intuición hecha por Dios a los
hombres,para que entre ellos se retransmita, se conserve y se perpetúe».
La tradición escrita está en la Biblia y se denomina Sagrada Escritura,
mientras que la que permanece oral no tiene un nombre específico, sino
que recibe el nombre genérico de Tradición y es aquella parte de la
Revelación que no está consignada por escrito en los libros canónicos. Así
es como llega a distinguirse la Revelación en sus dos partes: la Escritura y
la Tradición.
La Revelación, hecha por Dios en un momento concreto de la historia,
debía, según la disposición divina, transmitirse de generación en
generación, y para eso quiso Dios mismo disponer de un pueblo que
realizara esa transmisión: Israel en el Antiguo Testamento; la Iglesia en
el Nuevo. Conviene subrayar que, en este caso, aunque encontramos
analogías con el fenómeno general humano de la tradición, hay diferencias
netas: en primer lugar, porque lo que se transmite no es una simple
adquisición humana, sino las verdades y la vida divina comunicadas por
Dios; en segundo lugar, porque la transmisión misma no es un
acontecimiento meramente humano, sino algo que se realiza bajo una
peculiar asistencia divina, que libró a Israel y, de modo especialísimo, libra a
la Iglesia de caer en deficiencias de transmisión. La Iglesia es indefectible:
Dios puede permitir —y permite de hecho— que el cristiano singular caiga
en el error o en el pecado; pero no permite que la Iglesia pierda la doctrina
por Él revelada ni los medios de santificación por Él instituidos, sino que
actúa constantemente en ella dándole vida y haciéndole trascender las
limitaciones del espacio y del tiempo. Resumiendo lo dicho, podemos definir
la Tradición, en sentido teológico, como la transmisión por parte de la Iglesia
viva de la entera realidad cristiana.
La idea de tradición contiene tres elementos constitutivos, uno activo, el
acto de Dios comunicándose a los apóstoles; uno pasivo u objetivo, o sea la
cosa comunicada; y el tercer elemento es la oralidad. Estos tres elementos
llevan a una segunda definición, más concreta y completa: «la Tradición es
la divina revelación no consignada en las Sagradas Letras, sino enseñada
de viva voz por Cristo o dictada por el Espíritu Santo a los apóstoles como
fundadores de la Iglesia para que ella se conserve y perpetúe.»
Divisiones de la tradición[editar]
Ramírez Dulanto presenta dos clases de divisiones en la Tradición:
esencial, por causas intrínsecas, o accidental, por causas extrínsecas.
La división esencial surge cuando hay diferencias en alguno de los tres
elementos constitutivos. Por el principio activo -también llamado originario-
se puede distinguir la tradición divina o tradición dominical que es la
revelada por Cristo a viva voz, por otro lado está la tradición divino-
apostólica que es la revelación del Espíritu Santo a los apóstoles; y
finalmente se puede hacer una tercera distinción: la tradición eclesiástica,
que no tiene una autoridad claramente menor, y es la que surge de los
apóstoles pero no de Dios. Cabe un ejemplo para aclarar este último
concepto, que puede tomarse del apóstol San Pablo: «A los casados, en
cambio, les ordeno —y esto no es mandamiento mío, sino del Señor— que
la esposa no se separe de su marido. Si se separa, que no vuelva a
casarse, o que se reconcilie con su esposo. Y que tampoco el marido
abandone a su mujer. En cuanto a las otras preguntas, les digo yo, no el
Señor: Si un hombre creyente tiene una esposa que no cree, pero ella está
dispuesta a convivir con él, que no la abandone.»4 Como es obvio, esta
última tiene una autoridad menor que la Tradición divino-apostólica; no
debe, sin embargo, ser identificada con una tradición meramente humana:
la Iglesia —no lo olvidemos— está asistida por el Espíritu Santo. Por lo
demás, no siempre es fácil determinar cuándo estamos ante una Tradición
meramente eclesiástica: en muchas ocasiones lo que a primera vista puede
parecer tal, es en realidad la declaración o explicitación de una realidad de
origen apostólico, y entra, por tanto, en el ámbito de la Tradición en sentido
propio.
Atendiendo al segundo elemento, el principio objetivo, o sea el contenido, la
Tradición suele dividirse por su relación a la Sagrada Escritura:
en constitutiva, si lo que ella transmite no se halla en modo alguno en la
Sagrada Escritura (v. gr. la Asunción de María); inhesiva o inherente, si, por
el contrario, la doctrina transmitida está contenida también explícitamente
en los libros sagrados; e interpretativa, si declara, explica o interpreta lo
que, germinalmente, está contenido en la Biblia.
La división accidental, en cambio, depende de las circunstancias
(o accidentes) del lugar, del tiempo, y de su fuerza normativa. Según el
lugar observamos que la tradición puede ser universal, particular, o local.
Según el tiempo puede ser perpetua o temporal. Y por su fuerza normativa
puede ser necesaria (también llamada obligatoria) o libre. Que una tradición
sea libre puede parecer al lector como contradictorio, así que cabe
ejemplificar otra vez con una cita de San Pablo: «Acerca de los vírgenes, no
tengo un precepto del Señor. Pero les daré un consejo (...) considero que lo
mejor es vivir sin casarse».5
Definida así la Tradición, en lo que sigue analizaremos lo que al respecto
nos dicen el propio Cristo y los Apóstoles y lo que luego ha enseñado la
Iglesia, a fin de determinar con más detalle su realidad y naturaleza, para
concluir con un estudio de los criterios que permiten discernirla.

La realidad de la Tradición en Cristo y los


Apóstoles[editar]
El modo de actuar de Cristo[editar]
Jesucristo pudo escoger distintas formas de comunicar su palabra. El
análisis de su modo de proceder pone de manifiesto una especial
importancia concedida a la predicación oral. No solo los Evangelios lo
muestran predicando y no escribiendo, sino que la misma forma precisa, y
por consiguiente fácil de retener, que Jesús daba a sus palabras estaba
destinada desde el principio a ser recibida en la predicación de los
discípulos.6 Jesús usó los recursos del estilo oral: paralelismos, sentencias
rítmicas fáciles de aprender de memoria, símiles y parábolas. Su modo de
actuar con los Apóstoles demuestra una decisión de conceder especial
relieve a la viva voz en la misión de conservar y transmitir su doctrina: les
escoge para que estén con Él y para enviarlos a predicar;7 les va formando
personalmente y les va explicando el sentido de las parábolas; les da
igualmente una interpretación normativa de las antiguas Escrituras;8 y les
envía a predicar e instruir a las gentes en todo lo que Él les había
enseñado.9 Estos hechos demuestran que Jesús quiere comunicar un
espíritu nuevo, que expresa en palabras y que debe realizarse en vida. Para
ello comunica a sus Apóstoles las fórmulas en las que condensa su
enseñanza, y a la vez la recta interpretación de las mismas y la misión de
transmitirlas.
En resumen podemos decir que Jesucristo, de una parte, manifiesta un
mensaje divino dando el encargo de transmitirlo de generación en
generación, fundando así la Tradición; de otra, instaura un medio de
transmisión en el que el testimonio personal y vivo de los Apóstoles y la
predicación oral tienen un papel decisivo.
El proceder de los Apóstoles[editar]
Los Apóstoles son conscientes de haber recibido el encargo de predicar y
dar testimonio de la palabra recibida. El libro de los Hechos de los
Apóstoles narra cómo se construye precisamente la Iglesia por la palabra de
los Apóstoles, que comunica el misterio de Cristo y la fe de los fieles que
aceptan y reciben este testimonio. Es significativo el hecho del Concilio de
Jerusalén, narrado en Act 15,1 ss. Todos los allí presentes tienen en común
el auténtico concepto de Tradición, o sea, la profunda persuasión de que es
necesario conservar fielmente y transmitir inalterada la doctrina recibida y
que los Apóstoles deben velar sobre ello. Y esa proclamación de la palabra
se realiza bajo la acción del Espíritu Sant.o10 El Espíritu les va comunicando
a los Apóstoles una mayor comprensión del mensaje de Cristo, y del
misterio de su persona. S. Juan, que recoge en su Evangelio la promesa del
envío del Espíritu Santo,11 intercala a lo largo de la narración diversos
incisos en los que pone de manifiesto cómo ha sido Él quien ha hecho
penetrar a los Apóstoles en la palabra de Cristo, haciéndoles advertir cómo
en Jesús se ha dado cumplimiento a las Escrituras;12 cuál es el sentido de
sus parábolas,13 de sus actos, de sus señales,1415 en una palabra, de todas
las cosas que los discípulos no habían comprendido antes.16 La Tradición,
por consiguiente, en el Nuevo Testamento no es sino el Evangelio, la
Palabra, el misterio de Cristo confiado oralmente a los Apóstoles,
conservado fielmente por ellos y transmitido oralmente a los fieles.
Los Apóstoles insisten, por consiguiente, en la necesidad de ser fieles a lo
recibido. Particularmente explícito es S. Pablo que hace de los actos
correlativos de recibir, transmitir, conservar, es decir, del principio mismo de
la Tradición, la ley constructiva de las comunidades cristianas. Escribiendo a
los fieles de Corinto, emplea en dos ocasiones diversas palabras
típicamente rabínicas para introducir fórmulas de la Tradición cristiana.
«Porque yo recibí del Señor lo que os he transmitido»,17 dice al comienzo
del relato de la cena del Señor; y más adelante, al remitir a la fe en la
Resurrección de Cristo, repite: «Porque os transmití... lo que a mi vez
recibí».18 Pablo apela en estos casos a una Tradición recibida y transmitida
como algo fundamental en su argumentación. Lo que el Apóstol ha recibido
y lo que por eso debe predicar debe ser firmemente retenido por los
corintios, porque ha sido transmitido. El contenido de esta predicación de S.
Pablo está formado por dos grupos de objetos: por una parte, el mensaje
mismo de la fe, que es preciso recibir como palabra de Dios,,192021 y cuyo
centro lo ocupa el anuncio de la Muerte y Resurrección de Cristo; en
segundo lugar, ciertas reglas que se refieren a su disciplina interna o a la
conducta cristiana.22232425 Por lo que se refiere a la autoridad de su
Tradición, S. Pablo recurre al Señor: lo que transmite lo ha recibido él
mismo del Señor,26 o por medio de los Apóstoles que estuvieron con el
Señor.27 La acción siempre presente de Cristo y del Espíritu Santo se ejerce
en relación a una transmisión apostólica.
Y como S. Pablo, los demás Apóstoles. Así, S. Pedro, en los discursos
recogidos en el libro de los Hechos, y S. Juan, que declara que los fieles
deben mantenerse firmes en el principio de la fe y de la predicación
cristiana: «Lo que habéis oído al principio debe permanecer en vosotros».28
Permanecer firmes en lo que era desde el principio y en lo que ha sido
transmitido por el testimonio de los Apóstoles, es elemento esencial para
que la comunidad tenga y mantenga comunión con el Apóstol y, mediante el
Apóstol, con el Padre y con su Hijo Jesucristo.29 Un rasgo, implícito en todo
lo anterior, debe ser subrayado: la importancia del testimonio oral. Así lo
manifiesta el hecho mismo del recurso a la predicación y el hecho de que
los escritos surjan no en el primer momento, sino años después. Por lo
demás, los escritos mismos remiten a una Tradición que les precede y en
cuyo interior se sitúan. En lo que, probablemente, es el primer escrito del
Nuevo Testamento, la epístola a la comunidad cristiana de Tesalónica, S.
Pablo se expresa con estas palabras: «Por lo demás, hermanos, os
rogamos y exhortamos en el Señor Jesús a que viváis como conviene que
viváis para agradar a Dios, según aprendisteis de nosotros... Sabéis, en
efecto, las instrucciones que os dimos de parte del Señor Jesús».30 Lo que
S. Pablo les expone aquí forma parte de la Tradición transmitida de viva
voz, como se lo dice abiertamente en la segunda epístola: «Así, pues,
hermanos, manteneos firmes y conservad las tradiciones que habéis
aprendido de nosotros, de viva voz o por carta».31 Y el evangelista S.
Lucas comienza su Evangelio diciendo: «Muchos han intentado narrar
ordenadamente las cosas que se han verificado entre nosotros tal como nos
las han transmitido los que desde el principio fueron testigos oculares y
servidores de la Palabra».32
El tránsito a la generación posapostólica[editar]
Pero cabe preguntar, ¿Cómo se hace el paso de los Apóstoles a sus
sucesores? Las epístolas pastorales son testimonio del modo y la forma
como se lleva a cabo. Supuesto que quien transmite la verdad no es su
fuente primera, y que debe transmitirse esta verdad inmutable por hombres
llamados a desaparecer, la Tradición adquiere necesariamente el valor de
un depósito. Por eso S. Pablo advierte a su discípulo Timoteo: «Guarda el
depósito»;;33 «Conserva el buen depósito mediante el Espíritu Santo que
habita en nosotros».34 Este depósito, cuya custodia confía a Timoteo, ha de
ser siempre la norma, la base, la sustancia de toda doctrina enseñada en la
Iglesia: «Toma como norma las palabras santas que me has oído a mí».35 El
depósito es la norma para juzgar de la verdad, denunciar las herejías,
propagar la santa doctrina. Como la palabra de Dios ha de transmitirse a
otras generaciones, el Apóstol encarga a sus inmediatos sucesores que
ellos, a su vez, confíen a hombres fieles todo cuanto le han oído, y que
éstos a su vez sean capaces de instruir a otros.36 No olvidemos que S.
Pablo se dirige al ministro ordenado mediante la imposición de las manos y
en presencia de muchos testigos.37 Ello indica que se trata de un acto
público y solemne, en el cual se transmiten al ordenado el poder de enseñar
y la Tradición doctrinal. El puente que une la Iglesia apostólica y
posapostólica es la Tradición de los Apóstoles convertida en depósito firme,
inalterable. Esta Tradición se confía especialmente a aquellas personas que
reciben el ministerio apostólico, a fin de que cuiden las comunidades, y a las
que se les da además la misión de que transmitan luego su función a otros.
La Tradición queda vinculada al hecho histórico de la sucesión apostólica.
Mediante la imposición de manos, los Apóstoles confían a otros hombres la
continuación de su ministerio y en él su palabra, su testimonio, su doctrina
tal y como ellos la habían recibido de Cristo y del Espíritu.

La doctrina sobre la Tradición en la Edad


Patrística[editar]
Los tres primeros siglos[editar]
Durante el s. I es clara la actitud de la Iglesia ante la Tradición. Los primeros
errores o desviaciones doctrinales y disciplinares que aparecen en algunos
cristianos obligan a los Padres Apostólicos (S. Clemente Romano, S.
Ignacio de Antioquía, S. Policarpo de Esmirna y otros) a establecer y
recordar normas de vida y de acción a fin de conservar la pureza de la
doctrina transmitida y recibida de los Apóstoles. Insisten en que es
necesario cerrar filas en torno al Obispo de cada comunidad, porque él está
en el lugar de Dios Padre y en lugar de los Apóstoles, y es garantía de la
pureza de la fe transmitida. La enseñanza recibida de los Apóstoles es
testimoniada por la predicación de los obispos que rigen legítimamente la
comunidad cristiana, es decir, en el sentir unánime de todos los obispos de
la Iglesia Católica.
San Ireneo, obispo de Lyon (ca. 180), asegura que el santo obispo de
Esmirna, Policarpo, no hizo otra cosa sino «predicar lo que aprendió de los
Apóstoles».38 Su famoso viaje a Roma traduce en acto la convicción de un
obispo que tiene necesidad de confrontar su predicación con la de las
restantes iglesias. En los escritos de S. Ireneo la idea de Tradición aparece
manifestada claramente y de un modo reflejo. Contra los gnósticos, que
distorsionan las Escrituras y se precian de una tradición secreta, Ireneo se
ve precisado a explicar ampliamente los medios a través de los cuales el
Evangelio del Señor ha sido transmitido por los Apóstoles a la Iglesia: la
Escritura y la Tradición. Ahora bien, esta Tradición se encuentra únicamente
en la verdadera Iglesia de Cristo, es decir, en aquellos que en la Iglesia
poseen la sucesión desde los Apóstoles y que han conservado la Palabra
incorruptible y sin adulterar.39 porque estos ministros han recibido con la
sucesión del episcopado el carisma cierto de la verdad.40 Todo el mensaje
cristiano fue confiado por los Apóstoles a sus sucesores, por eso es
absurdo hablar de tradiciones secretas conocidas solo por algunos (como
dicen los gnósticos), porque si los Apóstoles hubiesen querido enseñar
algún secreto especial, se lo hubieran confiado a aquellos a quienes
entregaban el poder de enseñar en su lugar y no a otros.41 La verdadera
Tradición «es la que, viniendo de los Apóstoles, está conservada en la
Iglesia por los sucesores de los presbíteros».42 Ésta es la razón por la que
Ireneo tiene buen cuidado en mostrar los catálogos de Obispos que en
una sucesión ininterrumpida se remontan hasta los Apóstoles, y
especialmente el de la sede de Roma. Esta Tradición, esta acción de la
Iglesia transmitiendo lo revelado, es de tal importancia que, aun en el caso
de que los Apóstoles no nos hubiesen dejado las Escrituras, hubiera sido
suficiente recurrir a ella para resolver las dudas y para conservar la fe, como
lo demuestra la existencia de muchos pueblos bárbaros que creen en Cristo
teniendo en sus corazones la salvación por medio del Espíritu sin escrito
alguno y conservando con toda fidelidad la doctrina apostólica.43 Esta
Tradición es la que hace que, a pesar de la diversidad de lugares y de
idiomas, los miembros de la Iglesia profesen una misma y única fe, la
transmitida por los Apóstoles.44 La razón última que garantiza la
autenticidad de la Tradición es el Espíritu Santo. «Allí donde está la Iglesia,
está el Espíritu de Dios, y allí donde está el Espíritu de Dios, allí está la
Iglesia y toda la gracia. Ahora bien, el Espíritu es verdad».45
Semejante a la doctrina transmitida por S. Ireneo es la de Tertuliano; puede
sintetizarse en estas palabras: «Si nuestro Señor Jesucristo envió a los
Apóstoles a predicar, no podemos recibir otros predicadores que a los que
Cristo constituyó como tales... Cuál sea la doctrina predicada, nos consta
por las iglesias por ellos fundadas... Estas iglesias tienen sus credenciales
en las listas de Obispos que se remontan hasta los Apóstoles en una
sucesión ininterrumpida».46 Según Tertuliano, la discusión con los herejes a
base de las Escrituras no es suficiente; se trata ante todo de saber a quién
le corresponde de pleno derecho la herencia apostólica de la fe y de las
Escrituras, de saber «por mediación de quién y cómo la doctrina que hace
cristianos ha llegado hasta nosotros». En esta línea se expresan todos los
grandes escritores antenicenos.
Del siglo IV al final de este periodo[editar]
Durante los s. IV-VIII, las herejías cristológicas, pneumatológicas e
iconoclastas obligan a los Padres y a los Concilios a recurrir con frecuencia
a la Tradición. Su doctrina a este propósito es fundamentalmente idéntica a
la de los Padres apostólicos. Una síntesis al respecto la constituyen estas
palabras de S. Gregorio de Nisa: «Tenemos como garantía más que
suficiente de la verdad de nuestra enseñanza en la Tradición, es decir, la
verdad que ha llegado hasta nosotros desde los Apóstoles, por sucesión,
como una herencia».47 Coinciden con estas otras de S. Atanasio: «Veamos,
asimismo, la Tradición que remonta al comienzo; la enseñanza y la fe de la
Iglesia Católica (fe) que el Señor ha dado, que los Apóstoles han anunciado,
que los Padres han conservado».48 La existencia de una Tradición en la
Iglesia, es decir, de una doctrina de origen apostólico con el mismo valor
que la Escritura es un hecho claro y evidente.
Los Padres de esta época no solo dan testimonio explícito de la existencia
de la Tradición, sino también de otro hecho: hay verdades no contenidas en
la Escritura, pero a las que debemos prestar total asentimiento porque están
transmitidas por la Tradición oral. Citemos a este propósito las palabras
de S. Basilio: "Entre la doctrina y definiciones conservadas en la Iglesia,
recibimos unas de la enseñanza escrita y hemos recibido otras transmitidas
oralmente de la Tradición apostólica. Todas tienen la misma fuerza respecto
de la piedad; nadie lo negará, por muy poca experiencia que tenga de las
instituciones eclesiásticas: porque si tratamos de eliminar las costumbres no
escritas con la excusa de que no tienen gran fuerza, atentaríamos contra el
Evangelio, sin darnos cuenta, en sus puntos más esenciales".49 Del mismo
modo se expresa S. Epifanio: «Es también necesaria la Tradición porque no
puede sacarse todo de la Escritura; por lo cual, los Santos Apóstoles nos
dejaron unas cosas en las Escrituras, otras en las tradiciones».50 S.
Agustín afirma que el Bautismo de los niños es de origen apostólico, aunque
no conste claramente por la Escritura.51 De la misma forma asegura que la
costumbre de no rebautizar a los herejes proviene de una costumbre
apostólica: «Esta costumbre viene de la Tradición apostólica, como muchas
cosas que no existen en sus escritos, ni en los Concilios posteriores y, sin
embargo, al ser observadas por toda la Iglesia, hay que creer que han sido
encomendadas y transmitidas por ellos».52 Coincide con este pensamiento
de S. Agustín S. Jerónimo; "Aunque no existiese la autoridad de la Escritura,
tenemos el consentimiento de todo el orbe en esta parte como un mandato.
Porque también otras muchas cosas que se observan en las iglesias por
Tradición reciben la misma autoridad que la ley escrita".53
S. Juan Damasceno, el defensor del culto a las imágenes en la primera
mitad del s. VIII, apeló más de una vez a la Tradición apostólica.5455
El Concilio II de Nicea nos ha legado una de las afirmaciones más rotundas
del Magisterio sobre la Tradición: «Si alguno rechaza toda Tradición
eclesiástica escrita o no escrita, sea anatema».56
¿Pero cómo y dónde reconocer esta Tradición? El criterio lo expresa de una
vez para siempre S. Vicente de Leríns: la universalidad, la antigüedad,
la unanimidad: «Id teneamus quod ubique, quod semper, quod ab omnibus
creditum est». Criterio justo y acertado. No basta que la Iglesia entera crea
una cosa para que pueda fundar una presencia válida de apostolicidad a no
ser que sea completado por el de la antigüedad. En esa línea adquiere
relieve la remisión no solo a los Concilios, sino a los grandes santos
escritores, es decir, a los Padres. Ya en siglos anteriores se los ha
invocado; a partir de los s. IV y V la remisión a ellos se hace más
abundante. Así, en S. Atanasio, en la querella nestoriana, etc. En el Concilio
de Éfeso se comienzan las sesiones conciliares por la lectura de textos de
los Santos Padres y Obispos. Los Padres, en una palabra, son
considerados testigos de la Tradición como intermediarios de la transmisión
de la verdad después de Cristo y los Apóstoles.
La Tradición, por consiguiente, no es otra cosa que la misma predicación
apostólica recibida oralmente de los Apóstoles, conservada y transmitida en
la Iglesia, antes y después de escritos los libros sagrados, por la predicación
magisterial de los sucesores de los Apóstoles y por la fe de todos los
pueblos que forman la Iglesia una y única de Cristo. La Tradición es
necesaria y suficiente para defender la fe frente a las herejías, para discernir
los libros sagrados y para la recta interpretación de los mismos.

PADRES DE LA IGLESIA
Ver También:
Escritos de los Padres y otros del Oficio de Lectura para todo el año
Biblioteca de Patrística
Fathers of the Church Extraordinary collection of the works of the Fathers.

Los "Padres de la Iglesia" son los mas insignes pastores, generalmente obispos (no
siempre), de la Iglesia de los primeros siglos. Sus enseñanzas, en sentido colectivo,
son consideradas por la Iglesia como fundamento indispensable de la doctrina ortodoxa
cristiana. Por su cercanía a los Apóstoles nos presentan la correcta interpretación de
las Sagradas Escrituras.

Los cuatro principales criterios para ser reconocido como "Padre de la


Iglesia": antigüedad, ortodoxia, santidad, aprobación de la Iglesia. No todos los
escritos de los Padres son ortodoxos sino solo aquellos en los que hay común acuerdo
entre ellos. (Ej.: Orígenes y Tertuliano cayeron en serios errores pero no se niega el
valor de sus obras anteriores.) El Papa Gelasio (Pontificado: 492-496) hizo una lista de
autores aprobados que contiene las "obras de los santos Padres aceptadas por la
Iglesia"

Los Padres se distinguen entre griegos (procedentes del Este) y latinos (del
Occidente). Generalmente se considera que el último de los Padres latinos es Isidoro
de Sevilla (560-636) y el último de los Padres del griegos es San Juan
Damasceno (675-749).

El título de "Padres" ya era común en el siglo IV.

"Lo que nosotros enseñamos no es el resultado de nuestras reflexiones personales,


sino lo que hemos aprendido de los Padres" -San Basilio
Al estudio de los Padres se le llama "Patrística" (cuando el estudio se centra en la
doctrina) y "Patrología" (cuando se centra en la vida personal)

Padres Apostólicos: Estos son los Padres de la Iglesia que fueron discípulos
directos de alguno de los Apóstoles. También se otorga este título a los Padres (siglo I,
II) que constituyen un eslabón entre el Nuevo Testamento y los apologistas del
segundo siglo. Los escritos de los Padres Apostólicos son considerados como un eco de
la enseñanza de los Apóstoles. Ejemplo: San Policarpo, San Ignacio de Antioquía.

Padres de la Iglesia:

PADRES LATINOS PADRES GRIEGOS


(en algunos casos hemos dejado el nombre en
latín) San Anastasio Sinaita, apologista, monje (m.
700)
San Ambrosio, Obispo de Milán (340-97) San Andrés de Creta, Arzobispo de Gortyna
Arnobius, apologista (327) (660-740)
San Agustín, Obispo de Hippo (354-430) Afrates, monje sirio (siglo IV)
San Benito, Padre del Monasticismo San Arquelao, Obispo de Cascar (m.. 282)
Occidental (480-546) San Atanasio, Arzobispo de Alejandria (c.
San Caesarius, Arzobispo de Arles (470-542) 297-373)
San Juan Casiano, abad, escritor ascético Atenágoras, apologista (siglo II)
(360-435) San Basilio Magno, Arzobispo de Cesarea
San Celestino I, Papa (m. 432) (329-79)
San Cornelio, Papa (m. 253) San Cesario de Nazianzus (330-69)
San Cipriano, Obispo de Cartago (m. 258) San Clemente de Alejandría, teólogo (150-
San Dámaso I, Papa (m. 384) 215)
San Dionisio, Papa (m. 268) San Clemente I, Papa (Clemente
San Enodio, Obispo de Pavia (473-521) Romano) (88-97)
San Euquerio, Obispo de Lyons (d. 449) San Cirilo, Obispo de Jerusalén (315-86)
San Fulgencio, Obispo de Ruspe (468-533) San Cirilo, Patriarca de Alejandría (376-
San Gregorio de Elvira (m. después del 392) 444)
San Gregorio Magno (I), Papa (540-604) Didimus el ciego; teólogo (313-98)
San Hilario, Obispo de Poitiers (315-68) Diodoro, Obispo de Tarsus (m. 392)
San Inocente I, Papa (m. 417) Dionisio el PseudoAreopagita, teólogo
San Ireneo, Obispo de Lyons (130-200) místico (finales del siglo V)
San Isidoro, Arzobispo de Sevilla (560-636) San Dionisio el Grande, Arzobispo de
San Jerónimo, sacerdote, exegeta, traductor Alejandría (190-264)
de la Vulgata. (343-420) San Epifanio, Obispo de Salamis (315-403)
Lactancio Firmianus, apologista (240-320) Eusebio, Obispo de Cesarea (260-340)
San León Magno, Papa (390-461) San Eustaquio, Obispo de Antioquía (siglo IV)
Mario Mercator, (principios del siglo V) San Firmiliano, Obispo de Cesarea (m. 268)
Mario Victorinus, romano (siglo IV) Genadio I, Patriarca de Constantinopla (m.
Minucio Felix, apologista (siglo II o III) 471)
Novatiano, el Sismático (200-62) San Germano, Patriarca de Constantinopla
San Optatus, Obispo de Mileve (finales del (634-733)
siglo IV) San Gregorio Nacianceno, Obispo de Sasima
Orígenes (185ca. -254) (329-90)
San Paciano, Obispo de Barcelona (siglo IV) San Gregorio de Nisa (330-95)
San Pamfilio, sacerdote (240-309) San Gregorio Taumaturgo, Obispo de
San Paulino, Obispo de Nola (353-431) Neocesarea (213-70)
San Pedro Crisólogo, Arzobispo de Ravenna Hermas, autor de El Pastor (siglo II)
(400-50) San Hipólito, mártir (170-236)
San Fobadio, Obispo de Agen (m. 395) San Ignacio de Antioquía (35-107)
San Próspero de Aquitaine, teólogo (390- San Isidoro de Pelusium, Abad (360-c. 450)
463) San Juan Crisóstomo, Patriarca de
Rufino, traductor al latín de la teología griega Constantinopla (347-407)
(345-410) San Juan Clímaco, monje (579-649)
Salvian, sacerdote (400-80) San Juan Damasceno, defensor de las
San Siricio, Papa (334-99) imágenes sagradas (675-749)
Tertuliano, apologista, fundador de la San Julio I, Papa (m. 352)
teología latina (160-223)
San Vicente de Urins, sacerdote, monje (m.
450)

EL PAPA FRANCISCO Y MARIA

Queridos hermanos y hermanas

Estamos aquí, en este encuentro del Año de la fe dedicado a María,


Madre de Cristo y de la Iglesia, Madre nuestra. Su imagen, traída desde
Fátima, nos ayuda a sentir su presencia entre nosotros. María siempre
nos lleva a Jesús. Es una mujer de fe, una verdadera creyente. ¿Cómo
es la fe de María?

1. El primer elemento de su fe es éste: La fe de María desata el nudo del


pecado. ¿Qué significa esto? Los Padres conciliares han tomado una
expresión de san Ireneo que dice así: “El nudo de la desobediencia de
Eva lo desató la obediencia de María. Lo que ató la virgen Eva por su
falta de fe, lo desató la Virgen María por su fe”.

El “nudo” de la desobediencia, el «nudo» de la incredulidad. Cuando un


niño desobedece a su madre o a su padre, podríamos decir que se forma
un pequeño “nudo”.

Esto sucede si el niño actúa dándose cuenta de lo que hace,


especialmente si hay de por medio una mentira; en ese momento no se
fía de la mamá o del papá. ¡Cuántas veces pasa esto! Entonces, la
relación con los padres necesita ser limpiada de esta falta y, de hecho,
se pide perdón para que haya de nuevo armonía y confianza.
Algo parecido ocurre en nuestras relaciones con Dios. Cuando no lo
escuchamos, no seguimos su voluntad, cometemos actos concretos en
los que mostramos falta de confianza en él – y esto es pecado –, se
forma como un nudo en nuestra interioridad.

Estos nudos nos quitan la paz y la serenidad. Son peligrosos, porque


varios nudos pueden convertirse en una madeja, que siempre es más
doloroso y más difícil de deshacer.

Pero para la misericordia de Dios nada es imposible. Hasta los nudos


más enredados se deshacen con su gracia. Y María, que con su “sí” ha
abierto la puerta a Dios para deshacer el nudo de la antigua
desobediencia, es la madre que con paciencia y ternura nos lleva a Dios,
para que él desate los nudos de nuestra alma con su misericordia de
Padre.

Podríamos preguntarnos: ¿Cuáles son los nudos que hay en mi vida?


¿Pido a María que me ayude a tener confianza en la misericordia de Dios
para cambiar?

2. Segundo elemento: la de fe de María da carne humana a Jesús. Dice


el Concilio: “Por su fe y obediencia engendró en la tierra al Hijo mismo
del Padre, ciertamente sin conocer varón, cubierta con la sombra del
Espíritu Santo”.

Este es un punto sobre el que los Padres de la Iglesia han insistido


mucho: María ha concebido a Jesús en la fe, y después en la carne,
cuando ha dicho «sí» al anuncio que Dios le ha dirigido mediante el
ángel.

¿Qué quiere decir esto? Que Dios no ha querido hacerse hombre


ignorando nuestra libertad, ha querido pasar a través del libre
consentimiento de María, de su “sí”.

Pero lo que ha ocurrido en la Virgen Madre de manera única, también


nos sucede a nosotros a nivel espiritual cuando acogemos la Palabra de
Dios con corazón bueno y sincero y la ponemos en práctica. Es como si
Dios adquiriera carne en nosotros. Él viene a habitar en nosotros,
porque toma morada en aquellos que le aman y cumplen su Palabra.

Preguntémonos: ¿Somos conscientes de esto? ¿O tal vez pensamos que


la encarnación de Jesús es sólo algo del pasado, que no nos concierne
personalmente? Creer en Jesús significa ofrecerle nuestra carne, con la
humildad y el valor de María, para que él pueda seguir habitando en
medio de los hombres; significa ofrecerle nuestras manos para acariciar
a los pequeños y a los pobres; nuestros pies para salir al encuentro de
los hermanos; nuestros brazos para sostener a quien es débil y para
trabajar en la viña del Señor; nuestra mente para pensar y hacer
proyectos a la luz del Evangelio; y, sobre todo, nuestro corazón para
amar y tomar decisiones según la voluntad de Dios. Todo esto acontece
gracias a la acción del Espíritu Santo. Dejémonos guiar por él.

3. El último elemento es la fe de María como camino: El Concilio afirma


que María “avanzó en la peregrinación de la fe”. Por eso ella nos
precede en esta peregrinación, nos acompaña y nos sostiene.

¿En qué sentido la fe de María ha sido un camino? En el sentido de que


toda su vida fue un seguir a su Hijo: él es la vía, él es el camino.

Progresar en la fe, avanzar en esta peregrinación espiritual que es la fe,


no es sino seguir a Jesús; escucharlo y dejarse guiar por sus palabras;
ver cómo se comporta él y poner nuestros pies en sus huellas, tener sus
mismos sentimientos y actitudes: humildad, misericordia, cercanía, pero
también un firme rechazo de la hipocresía, de la doblez, de la idolatría.

La vía de Jesús es la del amor fiel hasta el final, hasta el sacrificio de la


vida; es la vía de la cruz. Por eso, el camino de la fe pasa a través de la
cruz, y María lo entendió desde el principio, cuando Herodes quiso matar
a Jesús recién nacido.

Pero después, esta cruz se hizo más pesada, cuando Jesús fue
rechazado: la fe de María afrontó entonces la incomprensión y el
desprecio; y cuando llegó la «hora» de Jesús, la hora de la pasión: la fe
de María fue entonces la lamparilla encendida en la noche. María veló
durante la noche del sábado santo.

Su llama, pequeña pero clara, estuvo encendida hasta el alba de la


Resurrección; y cuando le llegó la noticia de que el sepulcro estaba
vacío, su corazón quedó henchido de la alegría de la fe, la fe cristiana en
la muerte y resurrección de Jesucristo.

Este es el punto culminante del camino de la fe de María y de toda la


Iglesia. ¿Cómo es nuestra fe? ¿La tenemos encendida como María
también en los momentos difíciles, de oscuridad? ¿Tengo la alegría de la
fe?

Esta tarde, María, te damos gracias por tu fe y renovamos nuestra


entrega a ti, Madre de nuestra fe.

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