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Tradición apostólica

La Tradición apostólica o Sagrada Tradición (del latín traditio, entregar, de tradere) es,
segú n la definició n de la Iglesia cató lica y la Iglesia ortodoxa, la parte de la Palabra revelada
por Dios que no pasó a ser escrita en la Biblia pero que sigue viva en la Iglesia. Esa
transmisió n del mensaje de Cristo fue llevada a cabo, "desde los comienzos del cristianismo,
por la predicació n, el testimonio, y el culto. Los apó stoles transmitieron a sus sucesores, los
obispos y, a través de estos, a todas las generaciones hasta el fin de los tiempos todo lo que
habían recibido de Cristo y aprendido del Espíritu Santo".1

La Divina Revelació n se realiza de dos modos: con la transmisió n viva, por las generaciones de
fieles, de la Palabra de Dios (también llamada simplemente Tradición); y con la Sagrada
Escritura, que es el mismo anuncio de la salvació n puesto por escrito.2 Ambas conjuntamente
se denominan el depósito de la fe.

Concepto y división

La Tradición en su sentido teológico

Segú n fray Santiago Ramírez de Dulanto,3 la Tradició n siempre ha sido de importancia para la
Iglesia, pero su estudio se hizo má s importante durante la contrarreforma, y en tiempos
contemporá neos ante el ataque de la herejía modernista. Tradición divina se define, primero,
como «la revelació n de una verdad, de un hecho o de una intuició n hecha por Dios a los
hombres,para que entre ellos se retransmita, se conserve y se perpetú e». La tradició n escrita
está en la Biblia y se denomina Sagrada Escritura, mientras que la que permanece oral no
tiene un nombre específico, sino que recibe el nombre genérico de Tradició n y es aquella
parte de la Revelació n que no está consignada por escrito en los libros canó nicos. Así es como
llega a distinguirse la Revelació n en sus dos partes: la Escritura y la Tradició n.

La Revelació n, hecha por Dios en un momento concreto de la historia, debía, segú n la


disposició n divina, transmitirse de generació n en generació n, y para eso quiso Dios mismo
disponer de un pueblo que realizara esa transmisió n: Israel en el Antiguo Testamento; la
Iglesia en el Nuevo. Conviene subrayar que, en este caso, aunque encontramos analogías con
el fenó meno general humano de la tradició n, hay diferencias netas: en primer lugar, porque lo
que se transmite no es una simple adquisició n humana, sino las verdades y la vida divina
comunicadas por Dios; en segundo lugar, porque la transmisió n misma no es un
acontecimiento meramente humano, sino algo que se realiza bajo una peculiar asistencia
divina, que libró a Israel y, de modo especialísimo, libra a la Iglesia de caer en deficiencias de
transmisió n. La Iglesia es indefectible: Dios puede permitir —y permite de hecho— que el
cristiano singular caiga en el error o en el pecado; pero no permite que la Iglesia pierda la
doctrina por É l revelada ni los medios de santificació n por É l instituidos, sino que actú a
constantemente en ella dá ndole vida y haciéndole trascender las limitaciones del espacio y del
tiempo. Resumiendo lo dicho, podemos definir la Tradició n, en sentido teoló gico, como la
transmisió n por parte de la Iglesia viva de la entera realidad cristiana.

La idea de tradició n contiene tres elementos constitutivos, uno activo, el acto de Dios
comunicá ndose a los apó stoles; uno pasivo u objetivo, o sea la cosa comunicada; y el tercer
elemento es la oralidad. Estos tres elementos llevan a una segunda definició n, má s concreta y
completa: «la Tradició n es la divina revelació n no consignada en las Sagradas Letras, sino
enseñ ada de viva voz por Cristo o dictada por el Espíritu Santo a los apó stoles como
fundadores de la Iglesia para que ella se conserve y perpetú e.»

Divisiones de la tradición

Ramírez Dulanto presenta dos clases de divisiones en la Tradició n: esencial, por causas
intrínsecas, o accidental, por causas extrínsecas.

La divisió n esencial surge cuando hay diferencias en alguno de los tres elementos
constitutivos. Por el principio activo -también llamado originario- se puede distinguir la
tradición divina o tradición dominical que es la revelada por Cristo a viva voz, por otro lado
está la tradición divino-apostólica que es la revelació n del Espíritu Santo a los apó stoles; y
finalmente se puede hacer una tercera distinció n: la tradición eclesiástica, que no tiene una
autoridad claramente menor, y es la que surge de los apó stoles pero no de Dios. Cabe un
ejemplo para aclarar este ú ltimo concepto, que puede tomarse del apó stol San Pablo: «A los
casados, en cambio, les ordeno —y esto no es mandamiento mío, sino del Señor— que la esposa
no se separe de su marido. Si se separa, que no vuelva a casarse, o que se reconcilie con su
esposo. Y que tampoco el marido abandone a su mujer. En cuanto a las otras preguntas, les
digo yo, no el Señor: Si un hombre creyente tiene una esposa que no cree, pero ella está
dispuesta a convivir con él, que no la abandone.»4 Como es obvio, esta ú ltima tiene una
autoridad menor que la Tradició n divino-apostó lica; no debe, sin embargo, ser identificada
con una tradició n meramente humana: la Iglesia —no lo olvidemos— está asistida por el
Espíritu Santo. Por lo demá s, no siempre es fácil determinar cuá ndo estamos ante una
Tradició n meramente eclesiá stica: en muchas ocasiones lo que a primera vista puede parecer
tal, es en realidad la declaració n o explicitació n de una realidad de origen apostó lico, y entra,
por tanto, en el á mbito de la Tradició n en sentido propio.

Atendiendo al segundo elemento, el principio objetivo, o sea el contenido, la Tradició n suele


dividirse por su relació n a la Sagrada Escritura: en constitutiva, si lo que ella transmite no se
halla en modo alguno en la Sagrada Escritura (v. gr. la Asunció n de María); inhesiva o
inherente, si, por el contrario, la doctrina transmitida está contenida también explícitamente
en los libros sagrados; e interpretativa, si declara, explica o interpreta lo que, germinalmente,
está contenido en la Biblia.

La divisió n accidental, en cambio, depende de las circunstancias (o accidentes) del lugar, del
tiempo, y de su fuerza normativa. Segú n el lugar observamos que la tradició n puede ser
universal, particular, o local. Segú n el tiempo puede ser perpetua o temporal. Y por su fuerza
normativa puede ser necesaria (también llamada obligatoria) o libre. Que una tradició n sea
libre puede parecer al lector como contradictorio, así que cabe ejemplificar otra vez con una
cita de San Pablo: «Acerca de los vírgenes, no tengo un precepto del Señ or. Pero les daré un
consejo (...) considero que lo mejor es vivir sin casarse».5

Definida así la Tradició n, en lo que sigue analizaremos lo que al respecto nos dicen el propio
Cristo y los Apó stoles y lo que luego ha enseñ ado la Iglesia, a fin de determinar con má s
detalle su realidad y naturaleza, para concluir con un estudio de los criterios que permiten
discernirla.
La realidad de la Tradición en Cristo y los Apóstoles

El modo de actuar de Cristo

Jesucristo pudo escoger distintas formas de comunicar su palabra. El aná lisis de su modo de
proceder pone de manifiesto una especial importancia concedida a la predicación oral. No solo
los Evangelios lo muestran predicando y no escribiendo, sino que la misma forma precisa, y
por consiguiente fá cil de retener, que Jesú s daba a sus palabras estaba destinada desde el
principio a ser recibida en la predicació n de los discípulos.6 Al final del evangelio de Juan se
nos dice que muchas otras cosas dijo Jesú s, que si se escribieran en detalles, ni aun el mundo
mismo podría contener los libros que se escribirían (Juan 21:25). Jesú s usó los recursos del
estilo oral: paralelismos, sentencias rítmicas fá ciles de aprender de memoria, símiles y
pará bolas. Su modo de actuar con los Apó stoles demuestra una decisió n de conceder especial
relieve a la viva voz en la misió n de conservar y transmitir su doctrina: les escoge para que
estén con É l y para enviarlos a predicar;7 les va formando personalmente y les va explicando
el sentido de las pará bolas; les da igualmente una interpretació n normativa de las antiguas
Escrituras;8 y les envía a predicar e instruir a las gentes en todo lo que É l les había enseñ ado.9
Estos hechos demuestran que Jesú s quiere comunicar un espíritu nuevo, que expresa en
palabras y que debe realizarse en vida. Para ello comunica a sus Apó stoles las fó rmulas en las
que condensa su enseñ anza, y a la vez la recta interpretació n de las mismas y la misió n de
transmitirlas.

En resumen podemos decir que Jesucristo, de una parte, manifiesta un mensaje divino dando
el encargo de transmitirlo de generació n en generació n, fundando así la Tradició n; de otra,
instaura un medio de transmisió n en el que el testimonio personal y vivo de los Apó stoles y la
predicació n oral tienen un papel decisivo.

El proceder de los Apóstoles

Los Apó stoles son conscientes de haber recibido el encargo de predicar y dar testimonio de la
palabra recibida. El libro de los Hechos de los Apó stoles narra có mo se construye
precisamente la Iglesia por la palabra de los Apó stoles, que comunica el misterio de Cristo y la
fe de los fieles que aceptan y reciben este testimonio. Es significativo el hecho del Concilio de
Jerusalén, narrado en Act 15,1 ss. Todos los allí presentes tienen en comú n el auténtico
concepto de Tradició n, o sea, la profunda persuasió n de que es necesario conservar fielmente
y transmitir inalterada la doctrina recibida y que los Apó stoles deben velar sobre ello. Y esa
proclamació n de la palabra se realiza bajo la acció n del Espíritu Santo10 El Espíritu les va
comunicando a los Apó stoles una mayor comprensió n del mensaje de Cristo, y del misterio de
su persona. S. Juan, que recoge en su Evangelio la promesa del envío del Espíritu Santo,11
intercala a lo largo de la narració n diversos incisos en los que pone de manifiesto có mo ha
sido É l quien ha hecho penetrar a los Apó stoles en la palabra de Cristo, haciéndoles advertir
có mo en Jesú s se ha dado cumplimiento a las Escrituras;12 cuá l es el sentido de sus
pará bolas,13 de sus actos, de sus señ ales,1415 en una palabra, de todas las cosas que los
discípulos no habían comprendido antes.16 La Tradició n, por consiguiente, en el Nuevo
Testamento no es sino el Evangelio, la Palabra, el misterio de Cristo confiado oralmente a los
Apó stoles, conservado fielmente por ellos y transmitido oralmente a los fieles.

Los Apó stoles insisten, por consiguiente, en la necesidad de ser fieles a lo recibido.
Particularmente explícito es S. Pablo que hace de los actos correlativos de recibir, transmitir,
conservar, es decir, del principio mismo de la Tradició n, la ley constructiva de las
comunidades cristianas. Escribiendo a los fieles de Corinto, emplea en dos ocasiones diversas
palabras típicamente rabínicas para introducir fó rmulas de la Tradició n cristiana. «Porque yo
recibí del Señ or lo que os he transmitido»,17 dice al comienzo del relato de la cena del Señ or; y
má s adelante, al remitir a la fe en la Resurrecció n de Cristo, repite: «Porque os transmití... lo
que a mi vez recibí».18 Pablo apela en estos casos a una Tradició n recibida y transmitida como
algo fundamental en su argumentació n. Lo que el Apó stol ha recibido y lo que por eso debe
predicar debe ser firmemente retenido por los corintios, porque ha sido transmitido. El
contenido de esta predicació n de S. Pablo está formado por dos grupos de objetos: por una
parte, el mensaje mismo de la fe, que es preciso recibir como palabra de Dios,,192021 y cuyo
centro lo ocupa el anuncio de la Muerte y Resurrecció n de Cristo; en segundo lugar, ciertas
reglas que se refieren a su disciplina interna o a la conducta cristiana.22232425 Por lo que se
refiere a la autoridad de su Tradició n, S. Pablo recurre al Señ or: lo que transmite lo ha
recibido él mismo del Señ or,26 o por medio de los Apó stoles que estuvieron con el Señ or.27 La
acció n siempre presente de Cristo y del Espíritu Santo se ejerce en relació n a una transmisió n
apostó lica.

Y como S. Pablo, los demá s Apó stoles. Así, S. Pedro, en los discursos recogidos en el libro de
los Hechos, y S. Juan, que declara que los fieles deben mantenerse firmes en el principio de la
fe y de la predicació n cristiana: «Lo que habéis oído al principio debe permanecer en
vosotros».28 Permanecer firmes en lo que era desde el principio y en lo que ha sido
transmitido por el testimonio de los Apó stoles, es elemento esencial para que la comunidad
tenga y mantenga comunió n con el Apó stol y, mediante el Apó stol, con el Padre y con su Hijo
Jesucristo.29 Un rasgo, implícito en todo lo anterior, debe ser subrayado: la importancia del
testimonio oral. Así lo manifiesta el hecho mismo del recurso a la predicació n y el hecho de
que los escritos surjan no en el primer momento, sino añ os después. Por lo demá s, los escritos
mismos remiten a una Tradició n que les precede y en cuyo interior se sitú an. En lo que,
probablemente, es el primer escrito del Nuevo Testamento, la epístola a la comunidad
cristiana de Tesaló nica, S. Pablo se expresa con estas palabras: «Por lo demá s, hermanos, os
rogamos y exhortamos en el Señ or Jesú s a que vivá is como conviene que vivá is para agradar a
Dios, segú n aprendisteis de nosotros... Sabéis, en efecto, las instrucciones que os dimos de
parte del Señ or Jesú s».30 Lo que S. Pablo les expone aquí forma parte de la Tradició n
transmitida de viva voz, como se lo dice abiertamente en la segunda epístola: «Así, pues,
hermanos, manteneos firmes y conservad las tradiciones que habéis aprendido de nosotros,
de viva voz o por carta».31 Y el evangelista S. Lucas comienza su Evangelio diciendo: «Muchos
han intentado narrar ordenadamente las cosas que se han verificado entre nosotros tal como
nos las han transmitido los que desde el principio fueron testigos oculares y servidores de la
Palabra».32

El tránsito a la generación posapostólica

Pero cabe preguntar, ¿Có mo se hace el paso de los Apó stoles a sus sucesores? Las epístolas
pastorales son testimonio del modo y la forma como se lleva a cabo. Supuesto que quien
transmite la verdad no es su fuente primera, y que debe transmitirse esta verdad inmutable
por hombres llamados a desaparecer, la Tradició n adquiere necesariamente el valor de un
depósito. Por eso S. Pablo advierte a su discípulo Timoteo: «Guarda el depó sito»;;33 «Conserva
el buen depó sito mediante el Espíritu Santo que habita en nosotros».34 Este depó sito, cuya
custodia confía a Timoteo, ha de ser siempre la norma, la base, la sustancia de toda doctrina
enseñ ada en la Iglesia: «Toma como norma las palabras santas que me has oído a mí».35 El
depó sito es la norma para juzgar de la verdad, denunciar las herejías, propagar la santa
doctrina. Como la palabra de Dios ha de transmitirse a otras generaciones, el Apó stol encarga
a sus inmediatos sucesores que ellos, a su vez, confíen a hombres fieles todo cuanto le han
oído, y que éstos a su vez sean capaces de instruir a otros.36 No olvidemos que S. Pablo se
dirige al ministro ordenado mediante la imposició n de las manos y en presencia de muchos
testigos.37 Ello indica que se trata de un acto pú blico y solemne, en el cual se transmiten al
ordenado el poder de enseñ ar y la Tradició n doctrinal. El puente que une la Iglesia apostó lica
y posapostó lica es la Tradición de los Apóstoles convertida en depó sito firme, inalterable. Esta
Tradició n se confía especialmente a aquellas personas que reciben el ministerio apostó lico, a
fin de que cuiden las comunidades, y a las que se les da ademá s la misió n de que transmitan
luego su funció n a otros. La Tradició n queda vinculada al hecho histó rico de la sucesió n
apostó lica. Mediante la imposició n de manos, los Apó stoles confían a otros hombres la
continuació n de su ministerio y en él su palabra, su testimonio, su doctrina tal y como ellos la
habían recibido de Cristo y del Espíritu.

También Pablo instruye a Timoteo: «Lo que has oído de mí ante muchos testigos, esto encarga
a hombres fieles que sean idó neos para enseñ ar también a otros» (II Timoteo 2:2). A los
FiLipenses les escribe: «todo lo que aprendisteis y recibisteis y oísteis y visteis en mí, esto
haced; y el Dios de paz estará con vosotros» (Filipenses 4:9).

La doctrina sobre la Tradición en la Edad Patrística

Los tres primeros siglos

Durante el s. I es clara la actitud de la Iglesia ante la Tradició n. Los primeros errores o


desviaciones doctrinales y disciplinares que aparecen en algunos cristianos obligan a los
Padres Apostó licos (S. Clemente Romano, S. Ignacio de Antioquía, S. Policarpo de Esmirna y
otros) a establecer y recordar normas de vida y de acció n a fin de conservar la pureza de la
doctrina transmitida y recibida de los Apó stoles. Insisten en que es necesario cerrar filas en
torno al Obispo de cada comunidad, porque él está en el lugar de Dios Padre y en lugar de los
Apó stoles, y es garantía de la pureza de la fe transmitida. La enseñ anza recibida de los
Apó stoles es testimoniada por la predicació n de los obispos que rigen legítimamente la
comunidad cristiana, es decir, en el sentir uná nime de todos los obispos de la Iglesia Cató lica.

San Ireneo, obispo de Lyon (ca. 180), asegura que el santo obispo de Esmirna, Policarpo, no
hizo otra cosa sino «predicar lo que aprendió de los Apó stoles».38 Su famoso viaje a Roma
traduce en acto la convicció n de un obispo que tiene necesidad de confrontar su predicació n
con la de las restantes iglesias. En los escritos de S. Ireneo la idea de Tradició n aparece
manifestada claramente y de un modo reflejo. Contra los gnó sticos, que distorsionan las
Escrituras y se precian de una tradició n secreta, Ireneo se ve precisado a explicar
ampliamente los medios a través de los cuales el Evangelio del Señ or ha sido transmitido por
los Apó stoles a la Iglesia: la Escritura y la Tradició n. Ahora bien, esta Tradició n se encuentra
ú nicamente en la verdadera Iglesia de Cristo, es decir, en aquellos que en la Iglesia poseen la
sucesió n desde los Apó stoles y que han conservado la Palabra incorruptible y sin adulterar.39
porque estos ministros han recibido con la sucesió n del episcopado el carisma cierto de la
verdad.40 Todo el mensaje cristiano fue confiado por los Apó stoles a sus sucesores, por eso es
absurdo hablar de tradiciones secretas conocidas solo por algunos (como dicen los gnó sticos),
porque si los Apó stoles hubiesen querido enseñ ar algú n secreto especial, se lo hubieran
confiado a aquellos a quienes entregaban el poder de enseñ ar en su lugar y no a otros.41 La
verdadera Tradició n «es la que, viniendo de los Apó stoles, está conservada en la Iglesia por
los sucesores de los presbíteros».42 É sta es la razó n por la que Ireneo tiene buen cuidado en
mostrar los catálogos de Obispos que en una sucesió n ininterrumpida se remontan hasta los
Apó stoles, y especialmente el de la sede de Roma. Esta Tradició n, esta acció n de la Iglesia
transmitiendo lo revelado, es de tal importancia que, aun en el caso de que los Apó stoles no
nos hubiesen dejado las Escrituras, hubiera sido suficiente recurrir a ella para resolver las
dudas y para conservar la fe, como lo demuestra la existencia de muchos pueblos bá rbaros
que creen en Cristo teniendo en sus corazones la salvació n por medio del Espíritu sin escrito
alguno y conservando con toda fidelidad la doctrina apostó lica.43 Esta Tradició n es la que hace
que, a pesar de la diversidad de lugares y de idiomas, los miembros de la Iglesia profesen una
misma y ú nica fe, la transmitida por los Apó stoles.44 La razó n ú ltima que garantiza la
autenticidad de la Tradició n es el Espíritu Santo. «Allí donde está la Iglesia, está el Espíritu de
Dios, y allí donde está el Espíritu de Dios, allí está la Iglesia y toda la gracia. Ahora bien, el
Espíritu es verdad».45

Semejante a la doctrina transmitida por S. Ireneo es la de Tertuliano; puede sintetizarse en


estas palabras: «Si nuestro Señ or Jesucristo envió a los Apó stoles a predicar, no podemos
recibir otros predicadores que a los que Cristo constituyó como tales... Cuá l sea la doctrina
predicada, nos consta por las iglesias por ellos fundadas... Estas iglesias tienen sus
credenciales en las listas de Obispos que se remontan hasta los Apó stoles en una sucesió n
ininterrumpida».46 Segú n Tertuliano, la discusió n con los herejes a base de las Escrituras no es
suficiente; se trata ante todo de saber a quién le corresponde de pleno derecho la herencia
apostó lica de la fe y de las Escrituras, de saber «por mediació n de quién y có mo la doctrina
que hace cristianos ha llegado hasta nosotros». En esta línea se expresan todos los grandes
escritores antenicenos.

Del siglo IV al final de este periodo

Durante los s. IV-VIII, las herejías cristoló gicas, pneumatoló gicas e iconoclastas obligan a los
Padres y a los Concilios a recurrir con frecuencia a la Tradició n. Su doctrina a este propó sito
es fundamentalmente idéntica a la de los Padres apostó licos. Una síntesis al respecto la
constituyen estas palabras de S. Gregorio de Nisa: «Tenemos como garantía má s que
suficiente de la verdad de nuestra enseñ anza en la Tradició n, es decir, la verdad que ha
llegado hasta nosotros desde los Apó stoles, por sucesió n, como una herencia».47 Coinciden con
estas otras de S. Atanasio: «Veamos, asimismo, la Tradició n que remonta al comienzo; la
enseñ anza y la fe de la Iglesia Cató lica (fe) que el Señ or ha dado, que los Apó stoles han
anunciado, que los Padres han conservado».48 La existencia de una Tradició n en la Iglesia, es
decir, de una doctrina de origen apostó lico con el mismo valor que la Escritura es un hecho
claro y evidente.

Los Padres de esta época no solo dan testimonio explícito de la existencia de la Tradició n, sino
también de otro hecho: hay verdades no contenidas en la Escritura, pero a las que debemos
prestar total asentimiento porque está n transmitidas por la Tradició n oral. Citemos a este
propó sito las palabras de S. Basilio: "Entre la doctrina y definiciones conservadas en la Iglesia,
recibimos unas de la enseñ anza escrita y hemos recibido otras transmitidas oralmente de la
Tradició n apostó lica. Todas tienen la misma fuerza respecto de la piedad; nadie lo negará , por
muy poca experiencia que tenga de las instituciones eclesiá sticas: porque si tratamos de
eliminar las costumbres no escritas con la excusa de que no tienen gran fuerza, atentaríamos
contra el Evangelio, sin darnos cuenta, en sus puntos má s esenciales".49 Del mismo modo se
expresa S. Epifanio: «Es también necesaria la Tradició n porque no puede sacarse todo de la
Escritura; por lo cual, los Santos Apó stoles nos dejaron unas cosas en las Escrituras, otras en
las tradiciones».50 S. Agustín afirma que el Bautismo de los niñ os es de origen apostó lico,
aunque no conste claramente por la Escritura.51 De la misma forma asegura que la costumbre
de no rebautizar a los herejes proviene de una costumbre apostó lica: «Esta costumbre viene
de la Tradició n apostó lica, como muchas cosas que no existen en sus escritos, ni en los
Concilios posteriores y, sin embargo, al ser observadas por toda la Iglesia, hay que creer que
han sido encomendadas y transmitidas por ellos». 52 Coincide con este pensamiento de S.
Agustín S. Jeró nimo; "Aunque no existiese la autoridad de la Escritura, tenemos el
consentimiento de todo el orbe en esta parte como un mandato. Porque también otras muchas
cosas que se observan en las iglesias por Tradició n reciben la misma autoridad que la ley
escrita".53

S. Juan Damasceno, el defensor del culto a las imá genes en la primera mitad del s. VIII, apeló
má s de una vez a la Tradició n apostó lica.5455 El Concilio II de Nicea nos ha legado una de las
afirmaciones má s rotundas del Magisterio sobre la Tradició n: «Si alguno rechaza toda
Tradició n eclesiá stica escrita o no escrita, sea anatema».56

¿Pero có mo y dó nde reconocer esta Tradició n? El criterio lo expresa de una vez para siempre
S. Vicente de Leríns: la universalidad, la antigüedad, la unanimidad: «Id teneamus quod
ubique, quod semper, quod ab omnibus creditum est». Criterio justo y acertado. No basta que
la Iglesia entera crea una cosa para que pueda fundar una presencia vá lida de apostolicidad a
no ser que sea completado por el de la antigü edad. En esa línea adquiere relieve la remisió n
no solo a los Concilios, sino a los grandes santos escritores, es decir, a los Padres. Ya en siglos
anteriores se los ha invocado; a partir de los s. IV y V la remisió n a ellos se hace má s
abundante. Así, en S. Atanasio, en la querella nestoriana, etc. En el Concilio de É feso se
comienzan las sesiones conciliares por la lectura de textos de los Santos Padres y Obispos. Los
Padres, en una palabra, son considerados testigos de la Tradició n como intermediarios de la
transmisió n de la verdad después de Cristo y los Apó stoles.

La Tradició n, por consiguiente, no es otra cosa que la misma predicació n apostó lica recibida
oralmente de los Apó stoles, conservada y transmitida en la Iglesia, antes y después de escritos
los libros sagrados, por la predicació n magisterial de los sucesores de los Apó stoles y por la fe
de todos los pueblos que forman la Iglesia una y ú nica de Cristo. La Tradició n es necesaria y
suficiente para defender la fe frente a las herejías, para discernir los libros sagrados y para la
recta interpretació n de los mismos.

La enseñanza de la Escolástica

Durante el siglo de oro de la Escolá stica, el libro que sirve de base a la enseñ anza de los
grandes maestros en las Universidades es la Biblia, porque ella es la norma infalible de la
doctrina cristiana. A la vez son citados los Concilios y los Padres como auctoritates. Y, en
cuestiones concretas, p. ej., la procesió n del Espíritu Santo del Hijo, el origen y forma del
sacramento de la Confirmació n, y la veneració n de las imá genes, se reconoce que «todo no ha
sido escrito».57

En el s. XIV, incluso aquellos escolá sticos reducen la Teología a pura especulació n, y reconocen
que la Escritura es la fuente en la que todo el que cultiva la Teología debe alimentarse. La
conciencia de la riqueza de la Sagrada Escritura hace que todos remitan a ella y que falten
declaraciones explícitas sobre la Tradició n como canal original y propio; má s aú n, no faltan
textos que señ alan la Escritura como la ú nica fuente de toda la doctrina. Sin embargo, Pedro
de Aquila afirma rotundamente que muchas verdades nos han sido transmitidas sin que
fuesen escritas en la Biblia;58 lo mismo sucede con otros autores a propó sito de ciertos temas
sobre los sacramentos. Por otra parte, cuando remiten a lugares diversos de los libros
sagrados no usan la palabra Tradició n en el sentido actual, sino que emplean expresiones
como «los Apó stoles por mandato de Cristo», «la Iglesia», «la costumbre general», «el sentido
comú n de los fieles», etc. Jacobo de Viterbo enumera lo que él llama instituciones santas de la
Iglesia tomadas o de la Escritura, o de la Tradició n apostó lica, o de los Concilios.59

A finales del s. XIV, Ockham plantea abiertamente la cuestió n de la existencia de verdades


cató licas no consignadas en la Escritura,60 punto que, como hemos visto, fue poco considerado
por los escolá sticos anteriores. De él parten los ensayos de clasificació n de las verdades
cristianas y que seguirá n otros maestros durante el s. XV. Son importantes las declaraciones
de Gérson, que reconoce que las verdades no escritas ocupan un lugar de gran importancia,
aunque afirma que la Sagrada Escritura es la fuente fundamental de la doctrina cristiana y que
las tradiciones apostó licas se remontan en cierto sentido a la Biblia; como criterio de
discernimiento exige que las tradiciones no escritas lleguen hasta los Apó stoles por una
Tradició n ininterrumpida y que sean reconocidas por la Iglesia.61

Para la Escolá stica, por consiguiente, la conservació n y transmisió n de la doctrina cristiana ha


tenido lugar por la acció n simultá nea de dos factores: una carta fundamental, la Escritura, y
otro elemento má s fluido, la Tradició n. No tratan expresamente el problema de la Tradició n,
quizá porque ellos mismos se encuentran como inmersos en ella, y agentes de la misma.62

Las definiciones del Concilio de Trento

La existencia y autoridad de las tradiciones apostólicas

La doctrina de la Tradició n sufre un ataque virulento por parte de los autores protestantes.
Lutero emplea poco la palabra Tradició n y cuando lo hace le da un sentido despectivo. Las
tradiciones son para él «tradiciones humanas», con todo lo que esta expresió n tiene de
despectivo. Todos los protestantes, con los matices propios de cada uno, elaboran una
explicació n de la Escritura como ú nico principio de determinació n de la existencia cristiana,
excluyendo la Tradició n: la Escritura, dicen, da testimonio a favor de sí misma, desarrolla por
sí misma su propia autoridad, se explica a sí misma, se identifica absolutamente con la Palabra
de Dios de manera que no hay Palabra de Dios fuera de ella. Este planteamiento equivalía a
negar que la Iglesia estuviera animada por el Espíritu Santo y, por tanto, a destruir toda la
eclesiología cristiana.

El Concilio de Trento quiso, frente a todo ello, reafirmar los principios que la Iglesia había
vivido siempre. El resultado fue el decreto De canonicis Scripturis promulgado en la sesió n 4.ª
el 8 de abril de 1546. Su intenció n era «conservar la pureza del Evangelio, que prometido por
los Profetas, predicado má s tarde por Cristo el Hijo de Dios, el cual encomendó a sus
Apó stoles predicarlo a toda criatura, como fuente de toda verdad salvífica y de toda disciplina
de costumbres. Esta verdad salvífica y disciplina de costumbres está n contenidas en los Libros
santos y en las tradiciones no escritas, que recibidas por los Apó stoles de labios de Cristo o
transmitidas por los mismos Apó stoles, bajo la inspiració n del Espíritu Santo, llegaron hasta
nosotros como si pasaran de mano en mano. Por eso el Concilio con igual afecto de piedad e
igual reverencia recibe y venera a todos los libros... y también las tradiciones mismas que
pertenecen a la fe y a las costumbres, como oralmente dictadas por Cristo o por el Espíritu
Santo y conservadas en continua sucesió n en la Iglesia Cató lica».63 Lo primero que señ ala el
Concilio es la unicidad de la fuente y el pleno valor fontal del Evangelio, entendiendo por
Evangelio todo mensaje de Cristo, su Palabra comunicada a la Iglesia por los Apó stoles. En
segundo lugar, este Evangelio desde los Apó stoles ha llegado a nosotros por medio de los
libros escritos y por medio de las tradiciones no escritas que proceden de su predicació n oral.
Son dos canales, dos cauces por medio de los cuales nosotros nos ponemos en contacto con la
ú nica fuente que es el Evangelio del Señ or.

Mientras la naturaleza del primer canal, la S. E., era clara, ya que sus características habían
sido anteriormente muy consideradas y precisadas, no sucedía así con la del segundo: ¿qué
son y significan esas tradiciones? A los Padres y teó logos les faltaba en el Concilio un concepto
definido de Tradició n y de las tradiciones no escritas, por eso en las discusiones que preceden
a la publicació n del Decreto pasan indistintamente del singular Tradició n al plural tradiciones.
El primer problema que hubo de dilucidar el Concilio fue si entre las tradiciones habría que
considerar las tradiciones eclesiá sticas o solamente las apostó licas. Los Legados, a pesar de la
insistencia del cardenal Farnese,64 acordaron tratar ú nicamente de las tradiciones apostó licas.
«El orden exige, decían los Legados, que tratemos en primer lugar de los Libros Sagrados,
después de las tradiciones apostó licas y, por ú ltimo, de las tradiciones eclesiá sticas. Los Libros
y las tradiciones apostó licas tienen el mismo autor».65 Otro punto que resolvió el Concilio fue
la permanencia de las mismas: se trataba, en suma, de ocuparse de aquellas tradiciones
apostó licas que -como dirá luego el texto del Decreto- «habían llegado hasta nosotros como si
pasaron de mano en mano».63 Ahora bien, esas tradiciones apostó licas eran de muy diversa
categoría: las hay dogmá ticas, litú rgicas, disciplinarias, etc. Era, pues, necesario esclarecer
también este punto. Entre los Padres algunos se oponían a referirse a todas ellas en general
sin hacer aclaraciones previas. El primero que se refirió a la diversidad que había en las
tradiciones apostó licas fue el jesuita Jayo: unas, decía, pertenecen a la fe y por lo mismo tienen
idéntica autoridad que el Evangelio; otras son simplemente de orden litú rgico, y ello hace que
no deban ser recibidas en la misma línea de autoridad.66 No obstante esa distinció n hecha por
Jayo y apoyada por otros Padres, los cardenales Legados fueron del parecer que se recibieran
de un modo genérico, sin especificació n de ninguna clase.67 Sin embargo, en la segunda
redacció n del Decreto, la palabra «tradiciones» fue especificada con la expresió n
«pertenecientes a la fe y a las costumbres». El término «costumbres» se usaba, por
consiguiente, para designar las tradiciones litú rgicas, institucionales o disciplinares como
unidas a las pertenecientes a la fe. De esta forma el Concilio explicaba qué tradiciones recibía:
eran unas tradiciones apostó licas conservadas sin interrupció n en la Iglesia, de orden
dogmá tico, litú rgico o disciplinar, no consignadas en la Escritura, y que los Apó stoles, después
de recibirlas de Cristo y del Espíritu Santo, habían confiado a la Iglesia.

Relaciones entre la Escritura y la Tradición

En el proyecto de Decreto se decía que el Evangelio estaba contenido parte en los libros
escritos y parte en las tradiciones no escritas; sin embargo, la víspera misma de su aprobació n
final, las dos partículas parte-parte fueron sustituidas por la partícula «y», y así fue aprobado
el texto. ¿A qué se debió este cambio? Resulta casi imposible explicarlo por falta de
testimonios. Durante las discusiones habidas en el Concilio para la elaboració n del Decreto,
los Legados defendieron una y otra vez la existencia de unas tradiciones no escritas con la
misma autoridad que los libros sagrados. No obstante, el obispo Nachianti se opuso a esta
doctrina, ya que, decía, todo lo necesario para la salvació n estaba contenido en los libros
sagrados;68 aú n con mayor energía defendió esta doctrina el general de los servitas Á ngel
Bonucio, el cual afirmó que toda la verdad evangélica estaba escrita por entero y no solo en
parte.69 Esta doctrina tenía, sin duda alguna, sus partidarios, pero también es cierto que
escandalizó a no pocos Padres y que se la consideró novedosa. El cardenal Cervino, uno de los
Legados pontificios, escribiendo a Farnese afirma que el obispo Nachianti «no dice má s que
extravagancias y sobre todo con una de ellas esta mañ ana ha conmovido a todo el Concilio al
considerar como impía la expresió n igual afecto de piedad aplicada a las tradiciones».70 La
discusió n sobre este punto continuó , y al final los Legados introdujeron pequeñ as
modificaciones en el texto del proyecto del Decreto, modificaciones que, segú n dijo Cervino,
no afectaban a la sustancia del contenido. ¿Se encontraba entre estas modificaciones la que
nos ocupa? No sabemos. Si así fuera la partícula «y» no habría cambiado sustancialmente el
parte-parte, y por ello el obispo Nachianti en la votació n final se limitó a decir obedeceré en
lugar del placet pronunciado por todos los Padres.

Por ú ltimo, conviene señ alar que el Concilio fundamenta la autoridad de las tradiciones en dos
puntos: uno es la sucesió n apostó lica y otro la acció n del Espíritu Santo. Si el Concilio acepta
las tradiciones es que tienen el mismo origen que las Escrituras, el Espíritu Santo. Ahí está, en
su raíz, el nú cleo de la doctrina cató lica al respecto, a partir del cual cabe desarrollar amplias
consecuencias. El Concilio de Trento, sin embargo, no se extendió en ello. De acuerdo con su
criterio general de ir a lo esencial de la doctrina cató lica frente al peligro del oscurecimiento
nacido de Lutero, el Concilio se limita a poner de manifiesto que son dos las formas en las que
el Evangelio de Jesucristo, fuente de toda verdad salvífica y disciplina cristiana, se nos
comunica en toda su pureza, y a subrayar que ambas formas han de ser recibidas con igual
afecto de piedad, pero no entra a precisar má s sus relaciones.

Del Concilio de Trento al Concilio Vaticano II

Los teólogos de la época tridentina

La realidad de una Tradició n unida a la Escritura, pero diversa de ésta y con un mismo valor
normativo de la fe cristiana, es una verdad sentada en Trento que los teó logos
contemporá neos y posteriores comentan y desarrollan. Cristo no escribió ni mandó escribir a
sus Apó stoles, sino predicar. Los Apó stoles, a su vez, se acomodan a este precepto del Señ or
fundando las iglesias de viva voz, al menos en los primeros añ os. Y una vez que los Apó stoles y
los varones apostó licos deciden escribir y lo hacen bajo la acció n del Espíritu Santo, la Iglesia
no renuncia a la predicació n apostó lica, que continú a viva y presente en la voz, en los oídos y
en los corazones de los fieles. Los teó logos de la época ponen de manifiesto que la Tradició n
en su sentido amplio comprende todo dogma recibido por la fe de los fieles y por la Iglesia de
la enseñ anza de los Apó stoles, y en ocasiones identifican con la vida misma de la Iglesia, con
su fe, con el consentimiento uná nime de todas las iglesias a través de los siglos. No obstante,
en la mayoría de los casos usan la palabra en su sentido restringido, entendiendo por
Tradició n la doctrina que la Iglesia ha conservado sin consignar en los libros sagrados. La
Tradició n queda así definida por oposició n a la Escritura y constituida por el conjunto de
verdades reveladas, transmitidas y conservadas en la Iglesia por un medio distinto a la
Sagrada Escritura, es decir, de viva voz. «En su sentido estricto y formal, dice Pérez de Ayala,
la palabra tradició n significa la verdad conservada y retransmitida de corazó n a corazó n por
los antepasados a sus descendientes de viva voz». Conviene aclarar que aunque hablen
especialmente de la doctrina como contenido de la Tradició n, no la restringen a ello: la
Tradició n comprende igualmente hechos, costumbres y otras realidades reveladas por Dios.

Entrando a explicar las relaciones entre Sagrada Escritura y Tradició n, afirman que las
tradiciones apostó licas son de tres clases: unas, a través de las cuales nos ha llegado la
Escritura; otras, que explican y exponen el texto sagrado, y otras, que ayudan a la Iglesia a
resolver las dificultades que se presentan en torno a la fe. Existen en la Iglesia, por
consiguiente, unas tradiciones dogmá ticas que constituyen el fundamento de nuestra fe, en las
que se incluyen dogmas no escritos, es decir, verdades reveladas, transmitidas oralmente y
tan necesarias a la salvació n de los hombres como lo son las que nos han llegado por medio de
la Escritura. Estas tradiciones se transmiten y conservan en la Iglesia en razó n de dos
principios: la sucesió n apostó lica y la acció n asistencial del Espíritu Santo. Una verdad
fundamental muy comentada por la teología de esta época es, en efecto, la de la identidad de
la Iglesia actual con la Iglesia del tiempo de los Apó stoles: la Iglesia es siempre la misma
porque su doctrina concuerda con la de la Iglesia original de los Apó stoles, que a su vez
recibieron la doctrina de Cristo, y Cristo de Dios. Y ademá s porque no solo los Apó stoles sino
la Iglesia en toda su historia cuenta con la asistencia del Espíritu Santo. Si el Espíritu Santo
habla por la Escritura, lo hace también por las tradiciones y por la Iglesia misma. Como
consecuencia de todo ello, explican que la Tradició n tiene el mismo valor que la Escritura, ya
que ambas son Palabra de Dios. No se puede, pues, limitar nuestra fe a la Escritura de modo
que solo se reciba lo escrito, ya que la Tradició n y la Escritura son palabra del Espíritu Santo.
Una y otra tienen un origen comú n, una y otra se encuentran dentro de la Iglesia, una y otra
tienen su primer principio en Cristo y en el Espíritu Santo; y por lo mismo, una y otra tienen la
misma autoridad.

Una vez analizadas la existencia y la naturaleza de la Tradició n, los teó logos postridentinos
consideran las relaciones existentes entre la Escritura y la Tradició n, tema que sintetizan en
estas palabras: la Tradició n es «má s antigua», «má s clara», «má s comú n», «má s abundante»
que la Escritura. El aspecto má s importante es el de la abundancia. ¿Qué sentido tiene? ¿Existe
en la Tradició n un contenido distinto al de la Escritura? Para los teó logos de esta época
existen verdades relativas a la fe contenidas en las tradiciones que no está n en la Escritura. Es
éste un principio repetido una y mil veces en sus obras. Sin embargo, una y otra vez repiten
también que en la Escritura está contenida toda la Revelació n «de un modo genérico», «en
cierto sentido», «en general», «implícitamente», «de modo mediato», «radicalmente», «en
semilla», lo que significa que la Escritura testifica la infalibilidad de la Iglesia, la asistencia del
Espíritu Santo y el hecho de unas tradiciones no escritas. En este sentido radicalmente todo
queda vinculado a la Escritura. Insisten mucho también en otro aspecto fundamental: la
Tradició n explica la Escritura. La Escritura, en algunos puntos, es oscura y necesita por lo
mismo una inteligencia, una comprensió n. El sentido que Dios ha colocado bajo sus palabras
necesita ser descubierto de una manera progresiva. Este sentido e inteligencia, que viene del
Espíritu Santo, constituye un aspecto de la Revelació n divina y la Iglesia lo conserva en sus
tradiciones, en su fe, en el corazó n de los fieles, en su misma vida, en una palabra, en su
Tradició n. (Para documentar todo lo expuesto, cfr. V. Proañ o Gil, Tradición, Escritura e Iglesia,
o. c. en bibl.).

La Teología y el Magisterio posteriores

A partir del s. XVIII, el acento de los estudios sobre la Tradició n deja de estar centrado en el
aná lisis de la Tradició n como depó sito, es decir, en una descripció n de su contenido, para
trasladarse al de la Tradició n como ó rgano transmisor. En la Escuela de Tubinga se interioriza
la Tradició n hasta casi identificarla con el consenso de los fieles. En la escuela que se
desarrolla en torno al Colegio Romano, cuyo nombre má s destacado es Franzelin, aun sin
desconocer la parte que corresponde a los fieles en la conservació n del depó sito, se insiste
sobre todo en la transmisió n objetiva por el Magisterio.71 Teó logos posteriores de esta línea
explican el papel de la Tradició n como consistente en rendir testimonio en favor del
Magisterio. La fuente cognoscitiva es el Magisterio, la Tradició n es la referencia por la que se
justifica (así, con matices diversos, Bainvel, Billot, Deneffe, Filograsi, Michel).

El Concilio Vaticano I vuelve a ocuparse del tema, usando términos muy parecidos a los de
Trento. Ya en el comienzo de la Constitució n Dei Filius, afirman los Padres conciliares que
exponen la doctrina «fundados en la Palabra de Dios escrita o transmitida». 72 Al mismo
tiempo73 recuerda que es a la Iglesia a quien corresponde juzgar auténticamente el contenido
de la palabra divina, y subraya la autoridad del Magisterio a ese respecto. Al Magisterio le
corresponde conservar, guardar y declarar el depó sito contenido en la Escritura y en la
Tradició n.

En los añ os posteriores, y especialmente ya en el s. XX, el tema de la Tradició n ha sido


considerado desde dos perspectivas: 1) Con respecto a la orientació n de la investigació n
teoló gica, lo que motiva las aclaraciones hechas por Pío XII en la Encíclica Humani generis, de
1950: el Magisterio es regla pró xima de la labor teoló gica; debe, pues, acudirse a las fuentes
no para sustituir lo definido por el Magisterio con expresiones menos precisas, sino al
contrario, explicando lo oscuro a partir de lo claro. En toda la exposició n Pío XII se refiere al
depó sito de la fe como contenido «en las Sagrada Escritura y la divina Tradició n».74

Con respecto al movimiento ecuménico

En algunos ambientes protestantes se advierte un cierto reconocimiento de la Tradició n,


aunque limitado (así ocurre con Oscar Cullmann, con los ambientes relacionados con la abadía
de Taizé, en la conferencia del movimiento «Fe y Constitució n» celebrada en Montreal en
1963...). Entre algunos teó logos cató licos se realiza un intento de facilitació n del diá logo
interconfesional, lo que les lleva a insistir en la íntima unidad que existe entre Escritura y
Tradició n, y, en algú n caso, a adoptar posiciones minimistas con respecto a esta ú ltima.

La enseñanza del Concilio Vaticano II

Naturaleza de la Tradición

El Concilio Vaticano II ha dedicado uno de sus principales documentos, la Constitució n


dogmá tica Dei Verbum, al tema de la Revelació n y su transmisió n. El Concilio parte ante todo
del hecho base: Cristo ha escogido como medio de la transmisió n viva de la Revelació n el
ministerio de sus Apó stoles y de sus sucesores. Esta transmisió n viva incluye amplitud de
medios. No se limita a la predicació n oral, sino que comprende también ejemplos e
instituciones, del mismo modo que los Apó stoles recibieron la Revelació n no solo de las
enseñ anzas orales de Jesú s, sino también de su vida y de sus obras. Los mismos Apó stoles u
otros de su generació n pusieron por escrito, bajo la inspiració n del Espíritu Santo, el mensaje
cristiano de salvació n. Finalmente, los Apó stoles eligieron a otros sucesores suyos a los que
confiaron su cargo de Magisterio, ya que por voluntad de Dios el Evangelio había que
conservarlo íntegro y vivo. De esta forma el Concilio vincula la conservació n y transmisió n de
la Revelació n divina al hecho de la sucesió n apostó lica. Los Obispos, sucesores de los
Apó stoles, han sido instituidos para conservar y transmitir fielmente la predicació n
apostó lica.75 La funció n conservadora de la Tradició n no se realiza solamente por medio de los
Obispos, corresponde también a toda la Iglesia, por lo que los Apó stoles amonestan a los fieles
que conserven las tradiciones que han recibido de palabra o por escrito.76 El Concilio viene así
a decir que, en el fondo, la Tradició n no es otra cosa que la misma Iglesia, que en su doctrina,
en su vida y en su culto perpetú a y transmite a todas las generaciones todo lo que ella es y
todo lo que ella cree.76

Siendo la Tradició n por naturaleza algo vital, hay que admitir en ella un incremento o
desarrollo homogéneo correspondiente a su propia naturaleza. El Concilio, má s que
demostrar el hecho de este crecimiento, explica su sentido. El crecimiento radica en la
comprensió n de las cosas y de las palabras transmitidas. No se trata ló gicamente de un
aumento cuantitativo, pero tampoco se reduce a un simple cambio en los vocablos, sino del
progreso interno propio de toda realidad viva que va caminando hacia la plenitud de la
verdad. La garantía de la verdad de este desarrollo radica en la asistencia del Espíritu Santo, el
cual vivifica toda la vida de la Iglesia y conduce hacia la verdad completa a todos y a cada uno
bajo la guía y enseñ anza de los sucesores de los Apó stoles.76

Escritura, Tradición y Magisterio

Pasando a explicar la funció n de la Tradició n con respecto a la Palabra escrita de Dios, el


Concilio la concreta afirmando que ambas constituyen el depó sito sagrado de la Palabra de
Dios, confiado a la Iglesia.77 Precisando má s, subraya tres puntos. En primer lugar deja
constancia de que es la Tradició n quien nos da a conocer el Canon íntegro de los libros
sagrados, pues el hecho de la inspiració n de los libros solo es cognoscible por el testimonio de
quien es testigo autorizado, es decir, la Tradició n. En segundo lugar, pone de manifiesto có mo
la Tradició n hace comprender má s profundamente la Palabra de Dios, en cuanto que Dios,
presente en la Iglesia, hace que en ella resuene siempre la voz de Cristo, de manera que la
Tradició n transmite la verdad divina y hace comprender má s profundamente la Sagrada
Escritura. Por ú ltimo, afirma que la Tradició n hace incesantemente operativa a la Escritura,
pues la palabra escrita necesita ser aplicada a la realidad concreta de los hombres y esto le
corresponde a la Tradició n y especialísimamente al Magisterio de los sucesores de los
Apó stoles, por lo que se refiere a la aplicació n de modo autorizado y auténtico. La Tradició n y
la Escritura se enlazan y comunican estrechamente entre sí, porque una y otra son Palabra de
Dios, «manan de la misma fuente, se unen en un mismo caudal, corren hacia el mismo fin».78

La Escritura evidentemente no solo transmite la Palabra de Dios, sino que ella misma es
formalmente Palabra de Dios. La Tradició n, a su vez, aunque palabra humana, transmite la
Palabra de Dios en cuanto comunica la predicació n oral de los Apó stoles y la misma palabra
escrita, presentando los libros sagrados como tales y haciendo operante su contenido. De toda
esta doctrina saca el Concilio dos conclusiones prá cticas. La primera es la siguiente: «La
Iglesia no deriva solamente de la Escritura su certeza de todas las verdades reveladas». La
segunda es que la Sagrada Escritura y la Tradició n han de recibirse con idéntico espíritu de
piedad y reverencia, como había enseñ ado el Concilio de Trento.78 Como se ve, el Concilio
quiere dejar claro la insuficiencia del principio protestante de la sola Scriptura, pero no decide
algunas cuestiones debatidas entre los autores cató licos sobre la mutua interconexió n entre
Tradició n y Escritura.

Concluye el Concilio señ alando las relaciones de la Sagrada Escritura y la Tradició n con el
Magisterio. Cristo, afirma, ordenó a los Apó stoles que la Buena Nueva se transmitiese en
primer lugar por la predicació n, o sea, por la transmisió n oral, y que los Apó stoles traspasaran
ese mandato a sus mismos sucesores. En cumplimiento de este mandato, los Apó stoles
confiaron a los obispos, sucesores suyos, no solo un depó sito de doctrina, sino su propio cargo
del Magisterio. Ahora bien, esta misió n importaba dos cosas: por una parte, la tarea de
transmitir materialmente la Revelació n, y por otra, la de explicarla auténticamente. Al
Magisterio vivo le corresponde, por consiguiente, conservar, transmitir y explicar
auténticamente la doctrina recibida de los Apó stoles. Si en la Tradició n existe un crecimiento
gracias a la predicació n de los Pastores, este crecimiento no significa otra cosa que la plena
conservació n de la Palabra de Dios en su pureza. Así, el Magisterio sirve fielmente a la
Tradició n, como Palabra de Dios transmitida. Toda esta tarea del Magisterio se realiza por
mandato de Cristo y con la asistencia del Espíritu Santo.77

Criterios de la Tradición

La exposició n histó rica que acabamos de hacer pone de manifiesto la naturaleza de la


Tradició n y el papel insustituible que, por institució n divina, tiene en la transmisió n de la
Palabra de Dios. Ahora bien, ¿Có mo conocer la Tradició n?, ¿dó nde consta?, ¿cuá les son los
criterios que permiten discernirla? ¿Dó nde se la encuentra? Analicemos a continuació n los
principales.

La autoridad má s importante, má s idó nea, y má s segura para saber si una costumbre o


precepto surge de la tradició n, es el magisterio de la Iglesia. En palabras de Ramírez Dulanto:
«Siendo, pues, las verdades reveladas el objeto propio de ese magisterio, la naturaleza de las
cosas exige que a él se le atribuya esa facultad discretiva».79 El Magisterio es, en efecto, a la vez
intérprete autorizado de la Sagrada Escritura y de la Tradició n, y testigo y eco de esta ú ltima,
que es recogida en sus declaraciones y definiciones. Habiendo ya sido estudiadas las
propiedades y modo de ejercicio del Magisterio en la voz correspondiente, no es necesario
extendernos má s aquí.

Afirma Melchor Cano en De locis Theologicis III, que hay otras maneras de intuir si algo viene
de la Tradició n: especialmente si está atestiguado en la actitud universal de la Iglesia, de los
fieles, o de los primeros autores cristianos.

La actitud universal de la Iglesia

Si un artículo de fe es creído, o si una costumbre es observada, en todas partes, en todos los


tiempos, y por todos los fieles, aunque nunca jamá s haya sido instituido formalmente por un
Papa, ni por un Concilio, ni esté expresamente escrito en la Biblia, queda en evidencia que ese
dogma o esa costumbre proviene de la Tradició n. Abundan ejemplos: el ayuno cuaresmal, el
uso de lámparas en los templos, el bautismo de los niñ os, la veneració n de los santos.

El sentir unánime de los fieles

Otro criterio de excepcional importancia es «el sentido de la fe» de todo el pueblo cristiano. Se
trata de un don de Dios que afecta a la realidad subjetiva de la fe y que da a toda la Iglesia la
seguridad de una fe indefectible. Ya desde la antigü edad se considera este sentido de la fe
como un criterio de Tradició n. S. Ireneo habla de «la salvació n que muchos pueblos bá rbaros
poseen escrita sin tinta ni papel por el Espíritu Santo en su corazó n y así guardan la tradició n
antigua con cuidado creyendo en un solo Dios».80 Segú n Tertuliano, el Espíritu de verdad no
puede dejar que el pueblo crea otra cosa que lo que Cristo predicaba.81 S. Agustín invoca la fe
de la Iglesia a propó sito de la necesidad de la gracia, atestiguada por el sentido que dan los
fieles a la oració n y a propó sito de la necesidad y eficacia del Bautismo, especialmente de los
niñ os pequeñ os.82 El Concilio Tridentino al comienzo de algunas sesiones recurre a la fe de
toda la Iglesia.83 Entre los teó logos inmediatamente posteriores a Trento, es frecuente el uso
de la expresió n: «El Evangelio quedó escrito en los corazones de los fieles» para justificar la
conservació n de las tradiciones escritas. Los papas Pío IX y Pío XII se refirieron en la
definició n de los dogmas de la Inmaculada y de la Asunció n de la Virgen al perpetuo sentir del
pueblo fiel.

El Concilio Vaticano II sintetiza esa enseñ anza. La Tradició n, dice, conserva la predicació n de
los Apó stoles, es decir, la doctrina transmitida oralmente, y este quehacer corresponde a los
sucesores de los Apó stoles y a los fieles todos, a cada uno segú n la misió n que le ha sido
confiada. De esta forma, no solo los Obispos, sino los fieles todos se constituyen en ó rganos de
la Tradició n, ya que en su fe conservan la predicació n apostó lica. Así lo enseñ an las palabras
de S. Pablo cuando amonesta a los fieles a que conserven las tradiciones que han aprendido de
palabra o por escrito, y las de S. Judas cuando invita a combatir por la fe que se les ha
transmitido.76 Corrobora esta misma doctrina el Concilio cuando hace ver que la Tradició n se
identifica con la misma Iglesia, que, en su vida y en su culto, perpetú a y transmite a través de
las generaciones su fe su gracia, su caridad y todo lo que ella es, y cuando al hablar igualmente
del continuo progreso de la Tradició n y señ alar los factores determinantes, cita en primer
lugar «la reflexió n y el estudio de los creyentes».76 Por su parte, la Const. Lumen gentium
declara que mediante el sentido de la fe, los fieles «se adhieren indefectiblemente a la fe
transmitida a los santos una vez para siempre, penetran má s profundamente en ella mediante
un juicio recto y la aplican má s plenamente a la vida»84

Toda esta acció n la realiza el Pueblo de Dios con dos condicionantes:

 la acció n asistencial del Espíritu Santo y


 la subordinació n al Magisterio.

El Espíritu Santo está presente en toda la Iglesia y la instruye en todo;85 y así el Concilio
Vaticano II declara que si los fieles no pueden engañ arse en su creencia cuando manifiestan
un asentimiento universal en las cosas de fe y costumbres, ello es debido a la unció n del
Espíritu Santo.86 Aun cuando se trate de un don del Espíritu Santo concedido a todo el pueblo,
no queda desvinculado de la autoridad docente de la Iglesia, a la que corresponde proponer
autoritativamente la palabra de Dios.87 De esa forma «prelados y fieles colaboran
estrechamente en la conservació n, en el ejercicio y en la profesió n de la fe recibida».88

Los Santos Padres

Criterio fundamental son las palabras y escritos de los Santos Padres, que «atestiguan la
presencia viva de esta Tradició n».89 Ya en la antigü edad los Concilios ecuménicos recurren al
consentimiento de los Padres para conocer la doctrina tradicional de la Iglesia; así, É feso para
la maternidad divina de María,90 Calcedonia para las dos naturalezas de Cristo,91 el segundo de
Nicea para las imá genes,92 etc. Ahora bien, ¿quiénes son los Padres? En el primitivo
cristianismo recibían el apelativo de «Padre» aquellos que instruían a otros en la fe, y como el
oficio de enseñ ar incumbía a los obispos, éstos recibían de modo especial el nombre de
Padres.93 Posteriormente, S. Agustín designa con este nombre a S. Jeró nimo, que no era obispo,
teniendo en cuenta su doctrina y santidad.94 Entre los teó logos cató licos actuales se conocen
comú nmente con el nombre de «Padre» a aquellos escritores eclesiá sticos que reú nen las
cuatro notas distintivas siguientes:
1. doctrina ortodoxa,
2. santidad de vida,
3. antigüedad y
4. aprobación de la Iglesia.

Aquellos autores antiguos a los que no les cuadra alguna de estas notas reciben el nombre de
escritores eclesiásticos, p. ej., Tertuliano y Orígenes.

Para que los Padres constituyan verdadero criterio de Tradició n es necesario:

 que propongan una doctrina como perteneciente a la fe o a las costumbres, no solo


objetivamente, sino también subjetivamente considerada;
 que la propongan como testigos de la fe o como doctores auténticos de una manera
cierta y segura;
 que exista un consentimiento moralmente uná nime entre los Padres acerca de una
materia. El problema radica en señ alar cuá ndo existe ese sentir uná nime de los
Padres, pues pueden darse casos especiales en que el consentimiento de unos pocos,
por la gran autoridad que tuvieron en la Iglesia, equivalga al de una mayoría. Má s aú n,
puede suceder que el testimonio de un solo Padre sea un criterio cierto de Tradició n,
sobre todo si ese Padre es altamente significativo en la materia que trata, p. ej., S.
Atanasio en materia trinitaria, S. Agustín en la gracia y S. Cirilo de Alejandría en
cristología. Por lo que se refiere a la interpretació n de la Sagrada Escritura, para que el
consentimiento uná nime de los Padres sea criterio cierto de Tradició n se requiere no
solo el sentir uná nime en una determinada interpretació n, sino que ademá s la
propongan como el sentido que le fue inspirado al autor sagrado, es decir, que no se
trate de una interpretació n acomodada con un fin puramente espiritual.

La Liturgia

El relator de la Const. Dei Verbum, al presentar la doctrina contenida en el n.º 8 de la misma,


afirmó que la Liturgia es un testimonio privilegiado de la Tradició n viva, y citó un texto de Pío
XII segú n el cual «con dificultad se hallará una verdad de la fe cristiana que no esté de alguna
manera expresada en la Liturgia». Esta importancia de la Liturgia como criterio y testimonio
de la Tradició n es subrayado desde la antigü edad. Lo usó S. Agustín para defender la
necesidad de la gracia y antes que él lo usaron Tertuliano y S. Cipriano. En la época
contemporá nea el papa Pío XI habló de la «Liturgia como didascalia de la Iglesia..., como el
ó rgano má s importante del Magisterio ordinario». Con bastante frecuencia se ha repetido la
venerable fó rmula de Pró spero de Aquitania «legem credendi lex ex statuat suplicandi», como
síntesis de esta doctrina, cuyo sentido explica Pío XII en la Encíclica Mediator Dei. Las
doxologías y los símbolos usados en el culto han sido siempre lugares destacados en los que se
reflejaba la verdad de la fe, ya sea afirmá ndose contra los ataques, ya sea consignando los
avances conseguidos. Por otra parte, nadie puede negar cuá n preciosas enseñ anzas se derivan
de la praxis litú rgica, p. ej., en la veneració n de las imá genes y en la administració n concreta
de los sacramentos. La disciplina penitencial está llena de informaciones sobre la teología de
este sacramento. Por eso Pío XII pudo llamar a la Liturgia «el espejo fiel de la doctrina
transmitida por los antiguos».

La razó n por la cual la Liturgia constituye un criterio de Tradició n es porque ella es la voz de
la Iglesia que expresa su fe, la canta, la practica en una celebració n viviente. La Liturgia,
igualmente, es una acció n sagrada, una acció n que incorpora una convicció n, la expresa, y, por
lo mismo, la desarrolla. Por otra parte, la Liturgia, siendo ritual, tiene gran poder de
conservació n, porque el rito es fijo, se transmite y practica como tal. A esto hay que añ adir que
el sujeto responsable de sus afirmaciones es siempre la Iglesia. La Liturgia se desarrolla a
partir de un fondo comú n que se remonta hasta los Apó stoles. Los mismos ritos y fó rmulas,
aunque nazcan de una iniciativa particular, para que penetren en la Liturgia han de ser
aceptados por la Iglesia y aprobados por la autoridad guardiana de la Tradició n apostó lica.
Esto no obstante, hay que reconocer que es un criterio difícil de usar. La Liturgia, testigo
privilegiado de la creencia de una Iglesia, no tiene otra autoridad que la del Magisterio que la
ha aprobado. Por eso, antes de examinar la fuerza que pueda tener una doctrina extraída de la
Liturgia, es preciso analizar qué antigü edad, universalidad y aprobació n tiene dicha Liturgia.

Bibliografía

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 Y. M. CONGAR, La Tradición y las tradiciones, San Sebastiá n 1964;
 J. H. DALMAIS, La liturgia y el depósito de la fe, en A. G. MARTIMORT, La Iglesia en
oración, Barcelona 1967, 259-267;
 J. DANIÉ LOU, Écriture et tradition dans le dialogue entre les chrétiens séparés, «La
Documentation Catholique» 54 (1957) 283;
 J. FILOGRASSI, Tradizione divinoapostolica e Magisterio della Chiesa, «Gregorianum»
33 (1952) 135-167;
 R. FORNI, Problema della Tradizione: Ireneo di Lione, Milá n 1939;
 J. R. GEISELMANN, Sagrada Escritura y Tradición, Barcelona 1968;
 H. HOLSTEIN, La tradition dans l'Église, París 1960;
 ID, La Tradition d'aprés le Concile de Trente, «Revue Sciences Religieuses» 47 (1949)
637-690;
 P. LENGSFELD, Tradición, Escritura e Iglesia en el diálogo ecuménico, Madrid 1967;
 H. LENNERZ, ¿Scriptura sola?, «Gregorianum» 40 (1959) 38-53;
 ID, Sine scripto traditiones, ib. 624-635;
 H. DE LUBAC, La révélation divine, Lyon 1966;
 I. MADOZ, El concepto de Tradición en S. Vicente de Leríns, Roma 1933;
 A. MICHEL, Tradition, en DTC 15,1252-1350;
 A. PHILIPS, La Iglesia y su misterio en el Concilio Vaticano II, Barcelona 1968;
 V. PROAÑ O GIL, Escritura y tradiciones, «Burgense» 3 (10) 9-67;
 ID, Tradición, Escritura e Iglesia, «Burgense» 5 (1964);
 G. PROULX, Tradition et Protestantisme, París 1929;
 J. SALAVERRI, El argumento de tradición patrística en la Iglesia antigua, «Revista
Españ ola de Teología» 5 (1945) 107-119;
 M. SCHMAUS, Teología Dogmática, 1, 2 ed. Madrid 1963, 150-174;
 D. VAN DE EYNDE, Les normes de I'enseignement chrétien dans la littérature patristique
des trois premiers siécles, París 1933;
 ID, Tradizione e Magistero, en Problemi e Orientamienti di Teología dommatica, 1, Milá n
1957, 231-252;
 A. M. VELLICO, Le fonti della Rivelazioni nel «De praescriptione haereticorum» di
Tertulliano, Roma 1934;
 P. DE VOOGHT, Écriture et Tradition d'aprés des études catholiques récentes, «Istina» 3
(1958) 183-196.

Como ejemplo de autores protestantes que se acercan al concepto de Tradició n cfr.:

 O. CULLMANN, La Tradition, probléme exégétique, historique et théologique, París


1955;
 R. SCHUTZ, M. THURIAN, La parole vivante au Concile, Texte et commentaire de la
Const. sur la Révélation, Taizé l 6;
 M. THURIAN, La tradition, «Verbum Caro» 15 (1961) 49-98.

Referencias

1.

 Catecismo de la Iglesia Católica. Compendio. n. 12


  Catecismo de la Iglesia Cató lica. Compendio. n. 13

  Ramírez Dulanto, Tradición, Enciclopedia Universal IlustradaEspasa, tomo 63, ps. 371-
376.

  1 Cor. 7,10-12

  1 Cor. 7.25-26

  cfr. Lc 10,1-16

  Mc 3,13

  Mt 5,20-48

  Mt 28,18-20

  Act 4,8

  Io 16,7 ss.

  Io 5,39

  Io 2,19

  Io 16,13

  I Io 2,20 ss.

  Io 2,22; 12,16; 13,7; 20,9

  I Cor 11,23

  I Cor 15,3
  1 Tes 4,1-15

  2 Tes 2,15 3,6

  1 Cor 7,40; 11,2.23-25

  1 Tes 2,13

  1 Cor 15,1-11

  Gal 1,11-12

  Col 2,6-8

  I Cor 2,23

  1 Cor 11

  1 Io 2,24

  1 Io 1,3

  1 Tes 4,1-2

  2 Tes 2,15

  Lc 1,1-3

  1 Tim 6,20

  2 Tim 1,14

  2 Tim 1,13

  2 Tim 2,2

  cfr. 1 Tim 4,14; 2 Tim 1,6; 2,2

  Adversus Haereses, 3.4: PG 7,852

  Adv. Haer. 4, 26, 6: PG 7,1053

  Adv. Haer. 4, 26, 2: PG 7,1053

  Adv. Haer. 3, 3, 1: PG 7,848

  Adv. Haer. 3, 2, 1: PG 844

  Adv. Haer. 3,4: PG 7,855-856

  Adv. Haer. 1, 10, 1: PG 7,549


  Adv. Haer. 3, 24,1

  De praescriptione haereticorum, cap. 32: PL 2,52

  Contra Eunomium, cap. 4: PG 45,653

  Ep. ad Serapionem, 28: PG 26, 593

  De Spiritu Santo, 27,66: PG 32,188

  Panarion, 61,1: RI 1098

  De Gen. ad litteram, 10, 23,39: PL 34,426; De Bapt. contra Donatistas, 1, 24,31: PL 43,174

  De Bapt. contra Donatistas, 2, 7,12; PL 43,133; cfr. 5, 23,31: PL 43,192

  Dial. contra Luciferum, 8: PL 23,163

  De Imaginibus Or., 1,23: PG 94,1256

  cfr. De fide ortodoxa, 4,12: PG 94,1136

  Denz. Sch. 609

  cfr. S. Buenaventura, In 1 Sent. disp. 11 al ad5; In 3 Sent. disp. 9 al q2 ad6; S. Tomá s: In 4


Sent. disp. 7 q1 a3; Sum Th. 3 q25 a3 ad4; Escoto: In 1 Sent. Proe. q2

  Libros hos sententiarum quatuor, I.l, d.11

  H. X. Arquilliers, Le plus ancien tracté de l'Église: Jacques de Viterbe, «De Regimine


christiano» (1301-1302), París 1926, 32

  De potestate ecclesiastica et politica, 1. 2, cap. 2, en Opera omnia, Francfort 1614, t. 11,


411-412

  cfr. Declaratio veritatum quae credenda sunt de necesitate salutis, en Opera omnia, 1, cap.
22

  cfr. P. de Vooght, Les sources de la doctrine chrétienne, Versalles 1954, 262-64

  Denz. Sch. 1501

  Concilium Tridentinum, ed. Societatis Gocrresianae, Friburgo 1900, 10,406

  ib. 5,77

  ib. 1,492

  ib. 1,492; 5,14

  ib. 5,19; 1,33


  ib. 1,525

  ib. 10,433

  cfr. Franzelin, De divina Traditione et Scriptura, Roma 1870

  Denz. Sch. 3000; expresió n que reaparece en Denz. Sch. 3006 y 3011, en el primero de
esos lugares reproduciendo palabras textuales del Decreto tridentino

  cfr. Denz. Sch., 3000, 3012, 3020, 3069

  Denz. Sch., 3884 y 3886

  Const. Dei Verbum, n.º 7

  Const. Dei Verbum, n.º 8 Error en la cita: Etiqueta <ref> no vá lida; el nombre
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  Const. Dei Verbum, nº 10

  Const. Dei Verbum, nº 9

  Ramírez Dulanto, Op. cit, p. 374

  Adv. Haer. 4,1 y 2: PG 7,855

  cfr. De praescrip. haeret. 28: PL 2,40

  De dono persev. 23,63: PL 45,1031; Serm. 294, c.17: PL 38,1346

  Denz. Sch., 1507, 1510, 1520, 1635

  Const. Lumen Gentium, nº 12

  1 Io 2,20. 27

  Lumen gentium, 12

  Lumen gentium, 12 y 25

  Dei Verbum, 10

  Const. Dei Verbum, 8

  Denz. Sch., 251

  ib. 5561
  ib. 602-603

  cfr. Martyrium Policarpi, 12,2; Cipriano, Epist. 30, 31,36

 Contra Jul. 1,7

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