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EL PROBLEMA DE LO BELLO.

La estética es aquella que brinda al individuo la oportunidad de elegir entre lo


que percibe como lo bello y feo. Es una percepción subjetiva, llegamos a la
conclusión de que algo nos resulta bello, cuándo sentimos un deleite, una
emoción o satisfacción que se introduce por nuestros ojos.

Por naturaleza acostumbramos a catalogar entre feo y bello a las personas, a los
objetos, incluso a las acciones. Cuándo comprendemos que la estética nos da
esa libertad de juicio ante lo que vemos, sin importar otra cosa más que el deleite
propio, es ahí cuándo habremos resuelto el problema de lo bello. Podremos
respetar la percepción ajena y, sobre todo, disfrutar en su máximo esplendor de
todo aquello que consideremos arte.

EL PROBLEMA DEL ARTE

Como sucede siempre, cuanto más confusas y nebulosas son las ideas
sugeridas por la palabra, con más aplomo y seguridad se emplea esta palabra y
se sostiene que su sentido es demasiado claro, para que valga la pena de
definirlo.

Esto es lo que ocurre de ordinario en los problemas religiosos, y también ocurre


con esta concepción de la belleza. Se admite como fuera de duda que todos
saben y comprenden lo que significa la palabra belleza. Y sin embargo, la verdad
es que no sólo no todos lo saben, sino que, a pesar de que se han escrito
montañas de libros acerca de tal asunto, desde hace ciento cincuenta años
(desde que Baumgarten fundó la estética en 1750), la cuestión de saber lo que
es la belleza no ha podido ser resuelta todavia, y cada nueva obra de estética da
a tal pregunta una respuesta nueva. Una de las últimas obras que he leído acerca
de tal materia, es un librito alemán de Julio Mithalter, titulado el Enigma de lo
Bello. Este título expresa el verdadero estado del problema. A pesar de que
millares de sabios lo han discutido durante ciento clncuenta años, el sentido de
la palabra belleza es aún un enigma. Los alemanes lo definen a su guisa de cien
modos diferentes. La escuela fisiológica, la de los ingleses Spencer, Grant Allen
y otros, contesta a su manera; lo propio ocurre con los eclécticos franceses, y
con Taine y Guyau, y sus sucesores; y todos estos escritores conocen y hallan
deficientes todas las definiciones dadas antes por Baumgarten, Kant, Schiller,
Winckelmann, Lessing, Hégel, Schopenhauer, Hartmann, Cousín, y otros mil.

PROBLEMA DE LA MORAL

Un aspecto importante de nuestra vida cotidiana consiste en juzgar nuestras


propias acciones, y las de los demás, desde un punto de vista moral. Ciertas
acciones son reprobables, incorrectas, equivocadas. Imagine alguna acción que
usted no dudaría en considerar gravemente incorrecta. Por ejemplo, torturar a
una persona inocente por placer. Si uno examina juicios de ese tipo, podrá
advertir que, al menos a primera vista, tienen varios rasgos. Por un lado,
estaríamos dispuestos a afirmar que nuestro juicio expresa nuestra creencia de
que la acción es incorrecta, y que es incorrecta en virtud de algún rasgo de la
acción que la hace incorrecta (v. g. la tortura es degradante, cruel, es la peor
forma de no considerar al otro como un igual, entre otras justificaciones). Por otro
lado, parece plausible pensar también que, si realmente pensamos que la acción
es incorrecta, ello se manifestaría de algún modo en la manera en que actuamos.
Así, ante una ocasión de llevar a cabo la acción incorrecta, deberíamos como
mínimo tener el deseo o inclinación de abstenernos de llevarla a cabo (a menos
que estemos afectados por algún defecto en nuestra racionalidad). En otras
palabras, si juzgamos sinceramente que torturar está mal, estaríamos motivados
a abstenernos de torturar1. De manera que parece claro, al menos a primera
vista, que nuestros juicios morales tienen esos dos rasgos, a los que podemos
llamar, respectivamente, la «objetividad» de nuestros juicios morales y el
«carácter práctico» de nuestros juicios morales.

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