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El mundo antiguo de las Islas Británicas: celtas, romanos y anglosajones

Después que las tropas del imperio romano abandonasen las islas acompañando a
Constantino III en 407, el territorio padeció acometidas y penetraciones constantes por
parte de los pictos, desde Escocia, así como de los irlandeses. Como protección, es factible
que los habitantes celta-romanos intentasen conseguir el apoyo como foederati de algunos
grupos armados de germanos, sobre todo sajones, además de pequeños grupos de anglos y
jutos. Todos ellos ya tendrían alguna presencia en las costas a través de periódicas razias
desde las costas del mar del Norte. De tal situación resultaría el asentamiento de grupos
germánicos, organizados a partir del ámbito de la soberanía señorial germánica, en ciertas
localidades del noreste.

El hecho fundamental que marca indeleblemente la historia de la antigua Britania romana


hasta mediados del siglo VI no es tanto el conflicto entre celto-romanos y sajones, sino la
desaparición del poder centralizado. En lugar del mismo surgirían múltiples y pequeños
reinos o principados, relacionados con un lugar fortificado y fundamentados en un grupo
militar asociado a un linaje nobiliario. Un ejemplo representativo del estilo de vida y del
poder de estos régulos (de origen germánico) es el célebre tesoro de Sutton Hoo (Suffolk),
correspondiente a un enterramiento de un príncipe de Estanglia del siglo VI, que todavía
era pagano. Gildas da a conocer el nombre de algunos de tales régulos, todos con nombre
romano o céltico.

Así pues, se extendió en el centro y el oriente de la isla, una fragmentaria estructura política
a base de pequeños reinos tribales que, por otra parte, siempre habían estado presentes al
norte del muro de Adriano. En su seno vivirían gentes de habla céltica o germánica,
pudiéndose dar alianzas militares entre unos y otros. En las tierras bajas de la isla, por su
parte, continuarían viviendo grupos de la anterior población celto-romana, a pesar de su
germanización lingüística desde mediado el siglo VI. De tal modo, grupos de hablantes
celtas, de britones, habrían habitado en Devon, Cornualles y Gales. La continuidad de estos
pequeños reinos dependía de la fortuna guerrera de sus mandatarios. Uno de esos reinos
que acabó consolidado en tiempos posteriores, fue el de Wessex.
En consecuencia, las Islas Británicas de fines del siglo VI conformaban un mosaico de
pequeños reinos contralados por una nobleza de señores de la guerra. En la más rica y
sajonizada región meridional se consolidaría una primacía del Reino de Wessex, en tiempos
de su rey Ceawlin, hacia 556-593.

A comienzos del siglo VII se pueden señalar dos unidades políticas poderosas, en principio
sajonizadas, si bien en ambas con elementos poblacionales britano-romanos. Por un lado, el
Reino de Kent, en el sudeste, con el rey Etelberto (565-616), y por el otro, el de
Nortumbria, al norte, con el soberano Etelfrido (hacia 593-617), fruto de la fusión de los
anteriores y más pequeños reinos de Bernicia y Deira. El de Kent protagonizaría un hecho
crucial, como remarca la Historia eclesiástica de Beda el Venerable, la conversión al
Catolicismo romano gracias a la misión enviada por el papa Gregorio el Grande en 597 y
conducida por Agustín. La misión cristiana de Agustín debe explicarse por la más que
probable continuidad de grupos cristianos celto-romanos en antiguos centros urbanos
tardorromanos. Así, los diversos concilios de la Iglesia gala de los siglos V y VI (Tours
Vannes, Orleans y París), atestiguan la existencia de obispados britones. En la corte de
Kent ya debían existir previamente creyentes. Además de la acción de la misión romana, el
cristianismo se impondría en las pequeñas cortes reales merced a misioneros irlandeses.

Tales influjos dominarían en Nortumbria desde el reinado de Oswaldo (633-642). Después


del Sínodo de Whitby, en 664 se impondría en Nortumbria el influjo romano. En cualquier
caso, básico para la difusión del cristianismo, en concreto en su vertiente romana, basada en
fundar sedes episcopales, sería la continuidad de ciertos antiguos centros urbanos
tardorromanos (en ese instante centros ceremoniales y administrativos), caso de York,
Canterbury, Cirencester, Wroxeter y Carlisle. La cristianización de origen irlandés se
orientó a la fundación de centros monásticos, como por ejemplo el de Lindisfarne en la
Nortumbria de mediados del siglo VII.

Una vez que el poder de Kent se fue desvaneciendo, se estableció la hegemonía de Mercia
e, incluso, la del Reino de Wessex. El reino de Mercia había sido el producto de la unión de
principados de menor extensión. La primacía de Mercia sería en buena medida la obra del
rey pagano Penda (626-655), que logró aliarse con príncipes galeses cristianos contra la
amenaza que representaba la expansión meridional del soberano Edwin de Nortumbria
(617-632). La cristianización de Mercia se produjo a mediados del siglo VII, gracias a los
influjos irlandés y nortumbrio, estableciéndose en 653 un único obispado para todo el reino,
fijado en Lichfild de la mano del obispo Chad. Desde ese momento, los lazos entre la
Iglesia anglosajona y Roma se fortalecerían con la tradición de soberanos que renunciaban
al trono para ingresar en un monasterio y peregrinar hasta la sede del Papa.

Los sucesores del rey Penda (Wulfhere y Etelredo), lograron consolidar y extender el poder
de Mercia sobre los sajones y los anglos orientales, frente a Nortumbria, con la
recuperación de Lindsey (Lincolnshire), y también frente al Reino de Kent, que fue
saqueado en 676. La expansión de Mercia obligó a los reyes de Nortumbria a intentar
expansionarse hacia el norte, sobre los pictos que hacían vida entre el muro de Adriano y el
Firth of Forth. Esta aventura culminó trágicamente en la catástrofe de Nechtansmere, con la
derrota y muerte del rey Ecgfrith. De esta manera, en las Islas Británicas el siglo VIII se
abría con la superioridad del Reino de Mercia en toda la zona sur, oriental y central de la
Gran Bretaña.

La isla de Irlanda, por su parte, no había sido conquistada por Roma, viviendo así con las
mismas estructuras socio-políticas célticas de tiempos previos a los romanos. En tal
sentido, la unidad política básica era el pueblo-tribu (túath), una pequeña comunidad de
valle a cuyo frente se hallaba un rey, con funciones religiosas y militares, pues conducía a
la guerra a los hombres libres y a los nobles con sus clientes.

Como consecuencia, el número de régulos era muy elevado, si bien con el paso del tiempo
se llevaría a cabo una cierta concentración de poder que conllevaría el surgimiento de
realezas regionales (ríruirego o rey de los altos nobles), asociadas a las que serían las
clásicas provincias de la Irlanda medieval, Connacht, Ulster, Leinster y Munster. Este
proceso de concentración de poder se incrementó en el siglo V, gracias a la propaganda de
los reyes provinciales, que asociaban su hegemonía con unos supuestos orígenes míticos de
sus dinastías. En cualquier caso, los pequeños régulos tribales subsistieron hasta bien
entrado el siglo XI. Entre las monarquías provinciales destacó, desde mediados del siglo V
la de los Uí Néill en el Ulster (centro ceremonial en Tara), mientras que en el sur sobresalió
la dinastía de los Eóganachta.
El cristianismo, que penetró desde el sur, integraría a Irlanda en la comunidad de la Europa
Occidental. En las zonas meridionales serían fundadas, desde 431, las primeras iglesias
irlandesas por parte del misionero Paladio, tal vez procedente de Auxerre1. En cualquier
caso, la decisiva cristianización irlandesa seria posterior, esencialmente a partir de
principios del siglo VI, gracias a la fundación de monasterios desde el este al oeste, lo cual
indica un origen gales. Sin duda, parte del éxito de tales monasterios residió en el
patrocinio de los miembros de la nobleza. El prototipo sería Columbano el Viejo (Colum
Cille), emparentado con los Uí Néill y con los soberanos de Leinster, quien fue el fundador
del monasterio de Durrow y del de la isla de lona, este último base de la cristianización de
los pictos.

Las fuentes escritas sobre los pictos y acerca de quienes le sustituirían en los territorios más
septentrionales de las Islas Británicas, los escotos, provienen de los Anales irlandeses, de
mediados del siglo VIII, así como de la llamada Lista real picta, más tardía, de la décima
centuria.

Los pictos, gentes que habitaban al norte del muro de Adriano, empezaron a ser
mencionados en las fuentes romanas desde comienzos del siglo IV, debido a sus frecuentes
incursiones de pillaje en la Britania romana, en ocasiones aliados con los escotos de
Irlanda. Entre los pictos se dio un leve proceso de concentración del poder, tal y como se
aprecia en la figura de un soberano de mediado el siglo VI, Bridei MacMaelcon, quien
derrotó a los escotos y que probablemente favoreció la evangelización de su pueblo,
recibiendo al monje irlandés San Columbano.

Ya desde principios del siglo VII, los pictos tuvieron que enfrentarse al expansionismo del
reino sajón de Nortumbria. En 685 Ecgfrith, rey de Nortumbria, sufrió una derrota que
permitió la reunificación e independencia del territorio picto bajo el rey Bridei MacBili. A
partir de aquí, apenas nada más se sabe de los pictos hasta que fueron conquistados por
Kenneth MacAlpin, rey de los escoceses, a mediados del siglo IX.

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El tradicional y célebre patrono de la Iglesia irlandesa, San Patricio, habría realizado su misión en el norte,
en el Ulster, con anterioridad a 460. Patricio, un britón nacido en una familia romanizada y que experimentó
el cautiverio, actuaría inicialmente entre los inmigrantes britones en la isla, para ganarse después el apoyo
incondicional de los reyes de Ulaid (el Ulster oriental), constituyéndose de esta forma en el primer obispo de
Armagh.
Las relaciones entre Irlanda y Escocia tuvieron profundas raíces, ya desde el lejano siglo
III. A comienzos del siglo VI se testimonia el establecimiento de una dinastía irlandesa en
lo que habría de ser la escocesa Dalriada. En este antiguo reino escoto, el cristianismo se
constituyó en un elemento esencial, pues fue centro irradiador del monaquismo irlandés. La
estructura aristocrática de tradición céltica instaurada, con la presencia de grupos tribales
bajo el predominio de una familia con sus clientes asentada en un sitio fortificado o dun,
explica el surgimiento de una fragmentación política ya en el siglo VII. Un nuevo impulso
unificador corrió a cargo de Ferchar el Largo, aunque desde mediado el siglo VIII, y hasta
el IX, Dalriada viviría bajo el control picto.

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