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Guglielmo Cavallo (Dir.

Libros, editores y público


en el Mundo Antiguo
Guía histórica y crítica

Versión española
de Juan Signes Codoñer

Alianza
Editorial
© De la preparación, introducción y capítulo de Guglielmo Cavallo:
1975 Gius, Latería & Fígli Spa, Roma-Bari
© Ed. cast.: Alianza Editorial, S. A,, Madrid, 1995 ,
Calle Juan Ignacio Luca de Tena, 15; 28027 Madrid; teléf. 393 88 88
ISBN: 84-206-2815-8
Depósito legal: M. 14.606-1995
Compuesto en Fernández Ciudad, S. L.
Catalina Suárez, 19. 28007 Madrid
Impreso en Closas-Orcoyen, S. L. Polígono Igarsa
Paracuellos de Jarama (Madrid)
Printed in Spain
INDICE

Introducción por Guglielmo Cavallo ................................................ 11

L ib r o s, e d it o r e s y p ú b l i c o e n e l M undo A n t ig u o

Los libros en la Atenas de los siglos v y i v a . C, por EricG. Turner .. 25

Comercio librario y actividad editorial en e l Mundo Antiguo, por


Tónnes Kleberg ............................................................................. 51
I. Grecia y la época helenística ........... ................................... 53
II. Roma y la época grecorromana .......................................... 64
Libros y público afin es de la Antigüedad, por Guglielmo Cavallo .. 109
Bibliografía ............................................................................................ 169
Ilustraciones .......................................................................................... 173
INTRODUCCIÓN

Los contemporáneos ensalzaron la gran invención que supuso la


imprenta de tipos móviles, pero no podían anticipar sus múltiples
consecuencias y su enorme repercusión, que se hacen patentes so­
bre todo hoy en día, en el ocaso de su parábola de cinco siglos,
cuando el poder creciente de la comunicación mediante voces e
imágenes transmitidas a distancia, y la aparición más reciente de ins­
trumentos electrónicos de producción, transmisión y recepción del
propio texto escrito, parecen querer poner fin a la era tipográfica.
Comparada con las invenciones de nuestra época, la de la imprenta
del siglo xv aparece, si consideramos todos los factores, menos revo­
lucionaria: el libro impreso, de hecho, no modificó las estructuras
básicas del manuscrito antiguo, puesto que repite los sistemas de
fasciculación, la distribución de la página, las estructuras que mejor
se podían adaptar a los caracteres impresos, los' tipos de ilustración,
el uso de la revisión y la corrección a mano. Sin duda, no obstante,
la imprenta constituyó en todo momento un factor de cambio revo­
lucionario en la cultura escrita, de tal forma que el camino de la his­
toria moderna no se puede entender sin la técnica tipográfica l. Los
caracteres móviles y la prensa hicieron que el manuscrito dejara de
ser un objeto único con características propias y permitieron, por el
contrario, ía producción de textos uniformes y repetibles. Esto con­
llevó poco a poco una nueva predisposición mental en el lector,
una forma distinta de recibir los mensajes, de reaccionar ante ellos,
de pensar, incluso de ser.
Pero ¿y antes del libro impreso? Antes, como se sabe, se desarro­
lló la cultura manuscrita, la de los talleres artesanales, de las celdas
monásticas, de los centros escriptorios universitarios, de los escribas
profesionales, de las transacciones individuales y privadas. El estudio
de esa cultura más antigua del libro manuscrito, en sus aspectos de
contenido, formales, anticuarios, sociales y económicos, está reservado
a disciplinas especializadas: filología, papirología, paleografía, codico-
logía, historia de los textos y de las bibliotecas, por sólo citar algunas.
El peligro, hoy por hoy, es que los que cultivan esas disciplinas (y de
modo más general, las ciencias de la Antigüedad) se conviertan en
«píos necróforos» 2 encerrados en bibliotecas e institutos. La alterna­
tiva es «divulgar» determinados conocimientos: lo que significá'por
supuesto continuar reconociendo la necesidad de una investigación
de detalle (sobre todo en un campo como el de la cultura manuscrita,
en el que sólo un estudio minucioso puede ampliar el conocimiento
dándole una sólida base), pero como fase preparatoria a una contri­
bución de un valor más amplio y unitario, menos especializada. Signifi­
ca igualmente interpretar, esclarecer, confrontar los diversos aspectos
de la civilización líbraria de la Antigüedad con las dimensiones de
nuestro tiempo. La «divulgación», en cuanto simplificación, puede
ser el único modo de hacer partícipes de la cultura antigua a nuevos
estratos sociales (la cultura humanística se ha detenido siempre de­
lante de las fronteras de clase: capas sociales tradicionalmente incul­
tas, aunque hayan entrado recientemente en el ámbito de la educa­
ción primaría, de la alfabetización o incluso de la cultura técnica y
aplicada, han permanecido después fuera de la «humanitas»).
Las contribuciones que aquí se presentan tienen como punto de
partida una investigación especializada más o menos explícita en sus
datos analíticos; pero al mismo tiempo —no interesa si más o menos
intencionadamente— «divulgan» una parte muy relevante de la histo­
ria del libro antes de la imprenta: la que atañe a la civilización gre­
corromana. En la medida en que se refieren a un espacio de tiempo
que va, orgánicamente, desde la Grecia del siglo v a.C. al mundo tar-
doantiguo del VI, no es necesario justificar con ningún argumento su
recopilación aquí. Se pueden apuntar sin más una serie de notas
introductorias a la lectura y a la interpretación de ciertos hechos, te­
niendo en cuenta el papel y la función que desempeñó el libro en la
sociedad grecorromana, con las implicaciones que de ello se derivan
en el plano de las técnicas y sistemas de producción libraria.

La primera contribución, «Los libros en la Atenas de los siglos


v iv a.C.», escrita por E. G. Turner, intenta considerar qué papel había
desempeñado el libro en Grecia desHe el momento en que somos
capaces de seguir las vicisitudes de la producción literaria, constatan­
do que, aunque la escritura está atestiguada para usos diversos, el sis­
tema de comunicación normal en el mundo griego de la edad arcaica
y hasta finales del siglo v a.C. es el de la «oralidad»: composición oral
o escrita de la obra, pero publicación (y recepción) confiada a una re­
presentación oral —performance— en determinados acontecimientos
sociales, no a la escritura ni a prácticas de lectura directa o a través
de la voz de un lector en forma privada 3.
Aun con matices diversos debidos a la difusión cada vez mayor
de la alfabetización y a la progresiva consolidación del libro como
instrumento de trabajo intelectual, los estudios recientes realizados
sobre los elementos estructurales, los modos de expresión y las actitu­
des mentales de la primera producción literaria griega muestran me­
jor que nada que las situaciones de los dos siglos considerados por
Turner, el siglo V y el IV a.C., son de todos modos muy distintas, ya
que sólo para este último puede ser lícito hablar de una organización
escrita de la cultura Eas condiciones mínimas necesarias para la
producción de libros griegos (escritura alfabética y materiales escrip-
torios) existían evidentemente desde hacía tiempo y Grecia, incluso
en la edad más remota «se enorgullecía de la escritura como de una
obra de arte» 5. De ello son muestra tanto las letras como las formas
—aunque más tardías (siglo IV a.C.) sin duda reflejo de estadios ante­
riores —de un papiro documental grecoegipcio recientemente sacado
a la luz en Saqqara, quizá el más antiguo conocido, anterior al Timo­
teo de Abusir y al texto órfico de Derveni. Sin embargo, la clave del
problema está no ya en el uso de caracteres escritos o de materiales e
instrumentos éscriptoríos, sino más bien en el tipo de placer literario;
y tal placer, incluso en el siglo V, a pesar de ser ésta una época de
lenta transición, fue auditivo (audición de textos), y no auditivo y vi­
sual al mismo tiempo (lectura de textos en voz alta, según la forma de
lectura habitual en el mundo atiguo). Al menos en los primeros dos
tercios de ese siglo la situación general en Atenas parece haber sido
la de una separación creciente ante una alfabetización bastante difun­
dida con fines prácticos 6 (cuentos, cartas, marcas de propiedad, lec­
tura de inscripciones) y un usó poco frecuente de los libros. La pro­
pia educación —más allá del nivel elemental— se confiaba al oído y
la memoria.
No estamos capacitados para seguir todas las fases que marcan el
paso de la experiencia oral a una técnica de transmisión y recepción
de la cultura escrita basada en el libro 1. Por lo que indica Turner,
testimonios coincidentes de pasajes literarios y de las pinturas cerá­
micas en el curso del siglo v son prueba del cambio de actitud. Se
trató sin duda de un cambio lento, que condujo poco a poco al pe­
riodo en el que se fijó un método consciente de tradición literaria
por medio de libros. Puede ser instructivo el confrontar al prosista
más destacado del siglo V, Heródoto, el padre de la historia, con Tu-
cídides: parece que Heródoto organizó todavía en diversas ciudades
griegas lecturas públicas de sus obras, pero para Tucídides, de la ge­
neración posterior, resulta extraño el recitar su narración histórica
para entretenimiento público. Esta es ktéma es aéi\ «posesión inmor­
tal», una obra no compuesta para declamaciones de escasa duración
ante un auditorio, sino confiada a la escritura, al «libro», y por ello a
la meditación de los lectores coetáneos y venideros. Se debe pensar
por lo tanto que entre las dos generaciones de Heródoto y Tucídides
tuvo lugar la transición de la oralidad a la cultura del libro.
Sin embargo, existían textos escritos antes y después de la cultu­
ra del libro y de la propia época de transición: ¿con qué finalidad? Se
ha respondido que la escritura puede haber estado al servicio de la
cultura oral para contribuir a la producción de palabras y sonidos 8,
mediante los cuales se recibía y transmitía lo escrito. Pero sin duda
escritura y libro —sobre todo en el caso de la prosa científico-filosó­
fica— tuvieron también otra función, la de la fijación y conservación
de los textos: una fijación que tenía lugar, por lo que permiten cole­
gir ciertos testimonios, sobre materiales escriptorios pesados (sobre
todo plomo, pieles, mármol), no destinados por lo tanto a una circu­
lación rápida; y una conservación por lo general en los templos 9 o
los archivos del estado 10, con el fin de1salvaguardar la autenticidad y
la fidelidad textual de la obra. Así pues, las primeras que hicieron uso
de la palabra escrita parecen haber sido las castas sacerdotales y las
clases dirigentes (y a la luz de esto, las fuentes más tardías, según las
cuales Pisístrato y Polícrates habrían sido recopiladores de libros y
fundadores de bibliotecas, pueden encerrar en el fondo algo de ver­
dad, aunque no toda; pero la hipótesis debe ser aún verificada) u .
Ciertamente, la difusión de la escritura y del papiro (material más li­
gero, menos costoso y más transportable) hizo que el libro asumiese
un papel eada vez más importante como instrumento de trabajo inte­
lectual, compitiendo con un sistema de transmisión del saber, entera­
mente basado en el discurso oral dentro de restringidos círculos de
elite. De ahí el sarcasmo de Aristófanes, que en Ranas 1114 dice que*
«todos tienen un libro en la mano» 12, o la ironía de Platón, que en la
Apología 26 D hace decir a Sócrates que cualquiera podía comprar
en el mercado copias de Anaxágoras al ridículo precio de una dracma,
cantidad que no hay que tomar por ello muy en serio u. Todos po­
dían hacerse «lectores» y la palabra escrita era temida por aquel que
quería conservar un saber circunscrito a unos pocos. «O un libro o un
PrÓdico Ha arruinado al hombre»: de nuevo Aristófanes, Tagenistai (fr.
490 K); la polémica es sin duda contra los libros de los sofistas, pero
quizá también contra los libros en general. Con todo, los sofistas ha­
bían descubierto qué valor podía tener la difusión del libro para ins­
taurar un nuevo sistema cultural.
El rechazo de Platón hacia la palabra escrita es ya una postura
retrógrada; se justifica cuando se piensa que «hasta su época el apara­
to educativo, como ha sucedido con frecuencia a lo largo de la histo­
ria, iba a la zaga del progreso técnico y prefería ser fiel a méto­
dos tradicionales de instrucción oral, aun disponiendo de otras
posibilidades» 14 (de manera similar, a principios del siglo pasado en
una sociedad de cultura oral como la de Tahití, la difusión del libro
impreso no supuso una transición inmediata a una organización cul­
tural centrada en la palabra escrita) 15. Pero la tentativa de Platón po­
día ser incluso el propósito, desesperado, del intelectual y artista de
sustraerse a la nueva técnica invasora.

La contribución de Tónnes Kleberg, «Comercio librario y activi­


dad editorial en el mundo antiguo», satisface antes que nada la «cu­
riosidad» que, a la luz de los actuales sistemas de producción edito­
rial, provoca la circulación de libros griegos y romanos en la época
de su máximo esplendor, desde los umbrales del siglo m a.C. hasta
los siglos ii-in d.C.
Ciertamente, con la edad alejandrina se abre la verdadera y au­
téntica cultura «libraría»: se consigue establecer toda una serie de
normas técnico-librarias para la elaboración del rollo, se forman es-
crituras y estilos escriptorios en función de los libros y se elabora un
sistema de pautas de lectura y de signos críticos para la edición de
textos. El progreso de la palabra escrita había sido promovido, al me­
nos en parte, por los antiguos sofistas y sus discípulos, pero por otro
lado también las escuelas de sus adversarios, la Academia y el Perípa-
to, usaron los libros, a pesar de las críticas de Platón, para salvar la
obra de sus maestros. Aristóteles y sus seguidores acumularon una
cantidad inmensa de libros: la primera biblioteca privada fue quizá
la de Aristóteles, valiosa porque allí se encontraban los escritos origi­
nales del gran maestro. Estos pasaron después en herencia a sus dis­
cípulos, primero a Teofrasto y de éste a Neleo, fueron adquiridos
más tarde por un cierto Apelicón de Teos y finalmente acabaron for­
mando parte del botín de Sila cuando éste saqueó Atenas en el año
86 a.C. 16.
En el siglo m a.C. nace la filología «como disciplina intelectual
autónoma» con el objetivo de comprender, interpretar y reconstruir
la tradición literaria, los clásicos: «la misma existencia de la filología
está subordinada al libro» 17. Un hecho de importancia capital fue la
fundación de las grandes bibliotecas helenísticas, que despertaron un
nuevo interés por los libros, aunque se reservaron esencialmente a
una elite de hombres cultivados. Grandes bibliotecas como las de
Alejandría o Pérgamo no eran lugares de lectura o consulta de libros
por parte de un público más o menos amplio, sino que servían, por
una parte, para satisfacer la obsesión de grandcur de los soberanos. \\
por otra, para permitir que en ellas se desarrollase la actividad inte­
lectual de restringidos círculos de científicos, filólogos o poetas-filólo"
gos. Pero justamente gracias a estos eruditos hubo en época hclenísii-
co-alejandrina un fervor de recuperación de libros y textos sólo
parangonable, según la opinión de Rudolf Pfeiffer, a la del Renaci­
miento italiano, cuando la investigación laboriosa de los poetas y hu­
manistas, desde Petrarca a Poliziano, condujo al redescubrimiento de
tan gran parte de la herencia clásica y a la formación de las grandes
bibliotecas.
La circulación del libro se extendía cada vez más, salía de los am­
bientes meramente eruditos, encontraba un público más amplio, per
¿de" que naturaleza? Después de la edad alejandrina, en la Roma im­
perial, Tácito —según cuenta Plinio el Joven, Epist. IX, 23— entró
un día en conversación literaria en el circo con un vecino suyo, un
hombre del estamento ecuestre; al final el caballero le pregunta:
«¿Eres de Italia o de una provincia?». Tácito responde: «Tú me
conoces, me conoces por mis libros». Y aquél: «¿Eres Tácito o Pli­
nio?». Por lo que parece el caballero no residía en Roma, pues en
caso contrario, teniendo intereses literarios, debería haber conocido a
Tácito, siquiera de vista; viene por lo tanto de provincias, pero
conoce los libros de Tácito y Plinio: incluso en las provincias debía
de haber hombres de cultura, lectores puestos al día y lo suficiente­
mente numerosos como para que se pudiera tener a alguno de ellos
como vecino ocasional en el circo de la capital del imperio. Por lo
demás, ya Horacio (Carm. II, 20), Proper ció (II, 7) y Ovidio (Trist. IV,
9, 19-22 y 10, 128) dan a entender que sus composiciones eran o po­
dían ser conocidas en las regiones más remotas de la tierra. Así Hora­
cio {.Ars. poet. 345) dice también que los libros de éxito atravesaban el
mar. Aún más: en Vienne se vendían libros de Marcial (VII, 88) y en
Lyon se podían encontrar los de Plinio {Epist. IX, 11). Pero «la con­
versación del circo supera a todos los otros testimonios por la auten­
ticidad y la espontaneidad de una escena de la vida cotidiana sor­
prendida por casualidad. Se ve a dos personas que no se conocen,
unidas por la comunidad de la posición social y de los intereses lite­
rarios; y detrás de ellas muchas otras que por casualidad habrían po­
dido participar en la misma escena o en una parecida: no millones, ni
siquiera centenares de miles, quizá no más de unas decenas de miles,
en los mejores momentos» 18. El público culto, formado sobre todo
por las capas favorecidas que han recibido una educación superior
en las escuelas de retórica y por las personas cultivadas que están a
su servicio (secretarios, correctores, bibliotecarios), es así pues una
minoría, pero lo suficientemente numerosa como para poder sostener
la actividad editorial y la circulación de los libros. Se trata de un pú­
blico de lectores que se ha ido constituyendo en el mundo romano
de manera lenta y más bien tardía (sólo delimitado perfectamente a
partir del fin de la época republicana, de la generación de Cicerón y
Ático), pero existente en la esfera helenístico alejandrina desde el si­
glo m a.C. !'}. En esta época, de hecho, la organización de la cultura
está ya definitivamente basada en el libro; éste, gracias a su amplia di­
fusión crea un cosmopolitismo literario hasta entonces desconocido.
En Roma y en todo el mundo grecorromano se fundan bibliotecas
públicas, mientras crece cada vez más el número de las bibliotecas
privadas 20, con una intensa circulación de libros entre los círculos
de los literatos. A la función asignada a la palabra escrita en la edad
arcaica, la de divulgación y difusión de los textos en el tiempo, se
añade ahora la de su difusión en el espacio. La escritura sustituye a la
memoria, la producción libresca a los rapsodas itinerantes.

Con la tercera contribución, «Libro y público al final de la Anti­


güedad», de la pluma de quien ahora escribe, se entra en la épioca
del códice, la forma definitiva que adoptó en la práctica el líSro.
Se ha resaltado con gran número de argumentos, todos ellos de
peso, que los primeros en difundir en el mundo grecorromano el có­
dice como medio de comunicación escrita, como libro, fueron los
cristianos 21 (hasta entonces el codex había sido en esencia una espe­
cie de note-book de uso privado, en todo caso algo distinto de un «li­
bro»); en este sentido, se ha subrayado muchas veces la utilidad prác­
tica como causa de la sustitución del rollo por el códice en el uso
interno: forma más manejable (más adecuada para la localización de
un pasaje, para la lectura, para el uso escolar), más capacidad (un có­
dice podía comprender lo que estaba repartido en varios rollos, esto
es, más libros de una misma obra o todos ellos, o más obras de un
mismo o diversos autores) y una facilidad mayor para ordenar en un
corpus o canon, seleccionándolos, textos de la Biblia o jurídicos (pila­
res uno y otros de la formación tardoantigua), pero también de los
clásicos en una época más dispuesta a conservar cuanto le había que­
dado de la tradición antigua que a crear obras nuevas. A éstas se han
añadido además otras motivaciones. Así, se ha recurrido incluso a
factores más inaprehensibles, más fáciles de percibir que de describir,
como que iniciaba su decadencia la edad de la retórica, el hombre
tardoantiguo creía y aceptaba sólo cuanto estaba escrito en los libros
y esta idea del libro estaba representada por el códice.
Estos motivos han desempeñado sin duda su papel22, pero se
imponen también otras consideraciones. El códice constituía un mo­
delo de «recipiente textual» distinto del rollo, que estaba ligado a la
cultura literaria tradicional y por lo tanto a un sistema educativo pro­
pio de las clases dominantes. El cristianismo, en su calidad de reli­
gión escrita abierta a todos, se apoyaba, a su vez sobre capas de po­
blación alfabetizada con un nivel social y cultural diferente: capas
constituidas no tanto (o no exclusivamente) por el tradicional .público
de lectores más o menos cultos acostumbrados al libro/rollo,-sino
también por otro público, que se puede denominar «público del có­
dice», en el sentido de individuos capaces de leer y escribir pero que
carecían de instrumentos culturales refinados y estaban más acostum­
brados y próximos a la cultura escrita bajo la forma de tabulae docu­
mentales y de note-books de uso cotidiano, aunque no les resultaban
desconocidos los rollos que contenían textos simples o de un nivel li­
terario más bien bajo. Se trataba de hecho por lo general de indivi­
duos que practicaban disciplinas técnicas o sólo modestas lecturas de
escuela y que por ello utilizaban sobre todo libros en forma de códi­
ce, una forma qué se adaptaba mejor, por sus «páginas», a una litera­
tura de manual y de referencia, como la de los textos no sólo técni­
cos y profesionales (gramáticos, médicos, jurídicos), sino también de
carácter sacro. Si a esto se añade el factor económico (con la misma
extensión de texto había un ahorro notable de material escriptorio,
puesto que el códice se escribía sobre el recto y el verso de la página,
a diferencia del rollo, escrito normalmente sólo sobre recto), se justifi­
ca la elección cristiana a favor del códice, que se limitó sin embargo
a los textos bíblicos, ya que los mismos cristianos continuaron usan­
do en numerosas ocasiones el rollo para la literatura clásica y patrís­
tica. El texto bíblico y la tipología del códice llegaron así a estar
íntimamente ligados. Pero fueron factores inherentes a las transfor­
maciones de la cultura en la Antigüedad tardía los que poco a poco
determinaron el uso generalizado del códice. En el mismo contexto
de cambio de la tipología del libro se encuadra también el predomi­
nio del pergamino sobre el papiro como material escriptorio, aunque
rio se establezca una equivalencia forzosa entre papiro/rollo y perga­
mino/códice, Las membranae —los folios de pergamino— eran un so­
porte relacionado con la forma del códice, primero bajo la forma de
«libretitas», después de verdaderos libros; es por ello bastante verosí­
mil que —exceptuando a Egipto, área de producción del papiro,
donde se usó todavía durante largo tiempo para las prácticas libra­
rías— la adopción del pergamino en el resto del imperio romano se
generalizase justo con la forma del códice 23.
Ün público nuevo, más numeroso, pedía el códice, que poco a
poco se iba emancipando y adquiriendo la misma consideración
como libro que el rollo, y los mismos lectores tradicionales de este
último se veían obligados a adecuarse al tipo de producción que iba
siendo la corriente. No obstante, el artesanado tradicional —consti­
tuido por los antiguos talleres de producción y venta directa del li­
bro—, a pesar de todos sus intentos por renovar su repertorio, se ha­
lló con que se encontraba preparado para hacer frente a la presión
de un dpo de demanda nuevo y diferente: una consecuencia inevita­
ble fue —puesto que la fuerza emergente, el cristianismo, se organiza­
ba e institucionalizaba— la aparición de scriptoria eclesiásticos, incor­
porados a bibliotecas, monasterios y sedes episcopales, todos ellos en
definitiva centros de producción de códices. Los mismos cristianos
Hicieron además uso constante de la práctica de la transcripción indi­
vidual. Sobre todo en Occidente, de los talleres librarios sobrevive
en esencia como único interlocutor ese público de clientes tradicio­
nales que antaño había sido lo suficientemente numeroso como para
poder sostener la producción literaria y libraría, pero que en la Anti­
güedad tardía se hacía cada vez más reducido y aislado: el público li­
terario culto, aristocrático y pagano, pero que a partir del finales del
siglo iv comenzó a convertirse al cristianismo, hasta llegar a deman-.
dar no sólo textos clásicos, sino también obras cristianas. Este último
público no fue capaz —ni podía serlo— de oponerse al triunfo del
códice, que por lo tanto acabó siendo utilizado por todo tipo de pú­
blico y para todo tipo de textos.

El fin de la Antigüedad tardía marca la disolución de la relación


entre libro y público, puesto que este último acaba por faltar como
interlocutor. En Oriente la política autocrática de JustihiánÓ debilita
a la aristocracia culta hasta hacerla desaparecer; en Occidente las
guerras contra los godos dispersan definitivamente al último público
literario. Los dirigentes son escogidos entre técnicos (expertos en la
estrategia militar, juristas y taquígrafos), y ya no entre los representan­
tes de la tradición retórica clásica: la nueva clase dirigente no tiene
cultura ni libros 24; no existe ya un público, sea pagano o cristiano,
culto en cualquier caso, que encargue libros. Incluso el artesanado li-
brario desaparece: hostigado primero por los nuevos scriptoria ecle­
siásticos, poco a poco acaba por ser suplido por ellos.
El libro continúa su vida en el interior de los monasterios y sedes
episcopales, sin función alguna en el exterior de los círculos eclesiás­
ticos 25; deberá esperar a los renacimientos macedonio en Bizancio y
carolingío en la Europa medieval para reencontrar su relación con
una sociedad más amplia; a partir del siglo x ii tendrá un público de
lectores en constante alza y por ello nuevos empresarios laicos; fi­
nalmente, a través de la investigación y la producción febril de los
humanistas llegará a la época de la imprenta: la tecnología de Guten-
berg. Era la segunda gran revolución del libro después del paso del
rollo al códice 2G, aunque el libro impreso, desde un punto de vista
tipológico, es en sustancia el heredero directo del manuscrito.
¿Y hoy? Nuevas tecnologías han creado instrumentos de comuni­
cación de masas que transmiten voces e imágenes (radío, cine, televi­
sión, el más formidable de los medid); y nosotros asistimos a su en­
cuentro con la tecnología de Gutenberg. La imprenta está hecha de
signos abstractos y fijos; cine, televisión y radio reproducen directa­
mente la vida en su desarrollo real: la palabra hablada, incluyente y
participativa, la presencia humana, la viva expresión de los gestos, de
la mímica y de las voces han sido reíntroducidas por las nuevas tec­
nologías, mientras que están excluidas de la cultura impresa. A través
de los sonidos reales y la presencia viva, la cultura actual de masas
reencuentra el carácter comunicativo inmediato, simultáneo y global
de la cultura oral, aunque la relación empática de la oralidad antigua
haya sido sustituida por la teleparticipación mental27.
Hay también otra trampa que amenaza la imprenta y el libro. Los
libros escritos no tienen ya una existencia ligada exclusivamente a la
palabra impresa; pueden ser confeccionados en el ordenador o digi­
talizados, pedidos o enviados a través de una pantalla a distancia 28.
«La representación electrónica de los textos modifica totalmente las
condiciones de éstos: la materialidad del libro se ve sustituida por la
“inmaterialidad” de los textos; a las relaciones de proximidad estable
en el objeto impreso se opone la libre composición de fragmentos
que pueden ser manipulados sin límite; frente a la percepción inme­
diata de la totalidad de la obra, que es visible por el objeto que la
contiene, se sugiere la navegación en derrotas infinitas entre archipié­
lagos textuales sin riberas ni confines» 29.
¿Está por lo tanto el libro destinado a desaparecer? Regresemos
al mundo antiguo buscando ayuda en una consideración de Plinio el
Viejo: es sobre todo de charta que está hecha la humanüas, y cierta­
mente de charta está hecha la memoria 30.

G u g l ie l m o C a v a l l o
1 Me limito a remitir a E. Eisenstein, The Printing Press as an Agent of Chan-
ge. Communications and Gutural Transformations in Early Modem Europe, Cambridge,
1979.
2 La expresión es de Gius. Billanovich, introducción a la ed. it. de L. D. Rey-
nolds-N. G, Wilson, Copisti efilologi. La tradizione dei classici daU'antichitd ai tempi mo-
derni, Padua, 19 8 7 3, p. IX.
3 Sobre esta cuestión, véase en general W .J. Ong, Orality and Literacy, The Techno-
logizing o f the 'Wordy Londres-Nueva York, 1982.
4 Me limito a remitir a E. A. Havelock, Preface to Plato, Cambridge (Mass.), 1963,
sobre todo pp. 36-60, y a B. Gentili, Poesía epubblico nella Grecia antica, Roma Bari,
1984.
5 R. Pfeiffer, History of Classical Scholarship. From the Beginnings to the End o f the
Hellenistic Age, Oxford, 1968, p. 24 (trad. esp.: Historia de la Filología Clásica. Desde los
comienzos hasta el final de la época helenística, Madrid-Gredos, 1981).
6 Baste remitir a W. V. Harris, Ancient Literacy, Cambridge (Mas.)-Londres, 1989,
pp. 65-115.
7 Sobre estas complejas cuestiones, véase el reciente trabajo de R. Tilomas, Lite­
racy and Orality in Ancient Greece, Cambridge, 1992.
8 Esta es la tesis fundamental de J. Svenbro, Phrasikelia. Anthropologie de la lecture
en Gréce antienne, París, 1988.
9 G. F, Nieddu, «Testo, scrittura, libro nella Grecia arcaica e classica: note e os-
servazioni sulla prosa scientifico-filosófica», Scritíura e civilta, VIII (1984), pp. 213-61;
G. Cerrí, «II signifícate di ‘sphregis’ in Teognide e la salvaguardia dell’autenticitá tes-
tuale nel mondo antico», Quaderni di storia, XXXIII (1991), pp. 21-40.
10 E. Posner, Archives in the Ancient World’ Cambridge (Mass.), 1972, pp. 91-110.
La conservación en los archivos de estado se limita, con todo, en una edad más anti­
gua, a los textos no literarios; sólo en el siglo iv se cuenta además con testimonios de
conservación de textos literarios.
11 Puede ser significativo establecer una comparación con lo que ocurrió en épo­
cas bastante más recientes en Tan ití y las islas circundantes — donde hasta ese mo­
mento se había conservado una organización meramente oral de la cultura— una vez
que se introdujo la tipografía: «On constate dcux types d’imprimeries, celles des
missionaires pour la christianisation et celles des autorités coloniales dont la produc-
tion la plus caractéristique est celle de textes legislatifs» (G. Duverdíer, «La pénétra-
tion du livre dans une société órale; le cas de Tahiti», Revue frangaise d'histoire du livre,
N.S. I [1971], p. 41).
12 La interpretación del pasaje es discutida; pero ni el propio Turner excluye que
el tono pueda ser sarcástico.
13 Pfeiffer, Jíistory ofClassical Scholarship, op, cit,, pp. 27 s.
14 Havelock, Preface to Plato, op. cit., pp. 40 s.
15 Duverdíer, La pénétrstion du livre, op. cit., pp. 27-49.
16 Sobre las vicisitudes de la biblioteca de Aristóteles me limito a remitir a L.
Canfora, La biblioteca scomparsa, Palermo, 1986, pp. 34-7 y 59-66.
17 Pfeiffer,' History o f classical Scholarship, op. cit., p. 17.
ls Para toda esta parte, relativa al público culto en la época imperial, véase E.
Auerbach, Litemtursprache und Publikum in der lateinischen Spátantike und im Mittelalter,
Berna, 1958, pp, 177-79.
19 Harris, Ancient Lüeracy, op, cit., pp. 125-27.
20 Sobre las bibliotecas en el mundo romano, véase recientemente H. Blanck,
DasBuch in der Antike, Munich, 1992, pp. 152-78.
21 Es la tesis de C. H. Roberts - T. C. Skeat, The Birth of the Codex, Oxford, 1983.
Pero véanse las fundadas objeciones de J. van Haelst, «Les origines du codex», en A.
Blanchard (ed.), Les débuts du codex, Turnhout, 1989, pp. 13-35.
22 Sobre estas causas insiste W. V. Harris, «Why Díd the Codex Suplant the
Book-Roll?», en Renaissance Society and Culture. Essays in Honor of Eugene F. Rice, Jr.,
J. Monfasani y R. G. Musto (eds.), Nueva York, 1991, pp. 71-85.
23 Sobre esta cuestión, remito a mi trabajo «Libro e cultura scritta», en Storta di
Roma, Einaudi, IV, Caratterie morfologie, Turín, 1989, pp. 693-734.
24 Auerbach, Litemtursprache, op. cit., pp. 191 s.
25 A. Petrucci, «Scrittura e libro neUTtalía altomedievale. I. £1 sest.o secolo», Studi
medievali, ser. III, X (1969), pp. 185 s.
26 Es obligado remitir a la obra clásica de L. Febvre - H.-J. Martin, L ’appantion
du livre, París, 1958.
27 Véase cuanto escribe al respecto E. Morin, L ’espritdu temps, París, 1962.
28 Sobre el problema en general, véase G. Nunberg, «The Place of Books in the
Age o f Electronic Reproductíon», Representations, XLII (primavera 1993), pp. 33-37.
2- Son palabras de R. Chartíer, «Dal codex alio schermo», La rivista dei libn\ junio
1994, p. 5.
30 Plinio el Viejo, Nat. hist., XIII, 68 .
EN EL MUNDO ANTIGUO
Los libros en la Atenas
de los siglos v y iv a.C.
por Ene G. Turner
[E. G. Turner, Athenians Books in the Fifi!: and Fourth Centuries B.C., Uni-
versity College Publications, Londres, 1952. Contribución revisada y actuali­
zada por el autor.]
En el curso de esta charla pretendo pedirles que me acompañen
en primer lugar en un estudio preciso de la estructura material del li­
bro en Atenas. Con este propósito vamos a interrogar a los más anti­
guos libros que se han conservado (ninguno de los cuales, sin embar­
go, se remonta al periodo indicado en el título), los métodos de
escritura y las pinturas cerámicas, con la esperanza de poder configu­
rar así un cuadro que espero resulte de un cierto interés tanto para el
crítico textual como para el profano. Después ampliaré el campo de
estudio: partiendo de una investigación técnica sobre la actividad
editorial, les plantearé algunas ideas acerca del modo en que los li­
bros llegaron a usarse en la Atenas del siglo V a.C. y acerca de su in­
fluencia en la vida intelectual de la ciudad. Una auténtica aventura
para un paleógrafo. No obstante, quizá nadie mejor que un paleógra­
fo esté capacitado para emprender una indagación de este tipo. En lo
que se refiere al convencimiento de que la paleografía se ocupa de
algo más que de la simple forma de las letras y el ductus calami, coin­
cido con el prof. Francis Wormald, el primer docente de la materia
en la Universidad de Londres; por otra parte, habría sido reacio a ha­
cer frente a este tema, si no hubiese contado con el apoyo y el conse­
jo experto de algunos colegas. El prof. T. B. L. Webster y el prof. C.
M. Robertson se han prestado a responder a mis preguntas y a discu­
tir mis propuestas. En su lección inaugural de hace cerca de cuatro
años, titulada Paper and Books in Ancient Egypt, el prof. Cerny apuntó
algunas líneas de investigación dentro de las que he intentado traba­
jar. Finalmente, me complace señalar el gran número de aclaraciones
que me ha reportado con frecuencia la discusión con C. H. Roberts,
del St. John’s College de Oxford.

El libro griego más antiguo 1 conocido por nosotros es una copia


del nom os ¿ e Timoteo, Los persa s2, que, como la mayor parte de los
textos literarios de cierta extensión conservados en papiro, fue en­
contrado en una tumba, precisamente en Abusir, no lejos de Menfis.
Los objetos que lo acompañaban dentro del sarcófago, una bolsa de
cuero y un bastón, ni siquiera son datables fácilmente de por sí, pero
las sepulturas circundantes se remontan ai siglo iv a.C., antes de la
época de Alejandro, y la hipótesis de que este rollo fuese la valiosa
propiedad de un músico itinerante, quizá de Jonia, que habría sido
capaz de atraer a un público dispuesto a escuchar incluso música
griega contemporánea en un país extranjero, resulta sugerente. El ro­
llo está redactado sobre columnas de escritura muy alargadas: en las
fotografías se puede ver una sola cada vez porque los restauradores,
por necesidades técnicas, cortaron el libro columna por columna
(fig. 3). Son versos; pero no nos debe sorprender el hecho de que no
haya división tras las cláusulas métricas, desde el momento en que ni
siquiera las letras están divididas en grupos correspondientes a pala­
bras. La impresión de antigüedad viene dada también por el carácter
general de la escritura y en particular por la forma «epigráfica» de al­
gunas letras: la sigma angular en tres o cuatro rasgos; la p i con su se­
gunda asta vertical que no desciende hasta la línea inferior; la epsilon
de forma cuadrada; la omega, igual a una Q epigráfica escrita cursiva­
mente. Ninguna letra en concreto se extiende más que las otras, sea
por arriba o por debajo de la línea, sea en sentido horizontal, y cada
una, si se la traza con cuidado, puede ser inscrita en un cuadrado:
quizá es este hecho, más que la forma de las letras, el que confiere a
la escritura un aspecto de inscripción en piedra y parece apoyar la
idea de que los mejores libros atenienses pudieron haberse escrito
stocheidón, como las inscripciones.
Aunque indudablemente éste sea el más antiguo libro griego que
conocemos, no comparto la tesis, defendida en varias ocasiones, de
que pueda considerárselo un ejemplo típico 3. Es fácil confundir la
tosquedad con primitivismo. La escritura es de por sí trabajosa y el
escriba no revela verdadera soltura en su oficio. La notable longitud
de la columna, y no digamos su irregularidad, son sorprendentes si se
compara con libros más recientes, entre los cuales, a modo de ejem­
plo, se puede traer a colación el P. Brit. Mus. 115 que contiene a Hi-
pérides 4 (fig. 7). En este libro la escritura está dispuesta en columnas
bastante estrechas, de una anchura uniforme, que se suceden una a la
otra de izquierda a derecha, de modo que la mano izquierda del lec­
tor puede enrollar la parte ya leída y la derecha puede desenrollar
progresivamente la parte que se va a leer. La diferente longitud de las
columnas ¿podría ser quizá indicio de la diferencia existente entre la
norma ateniense y el estilo que se desarrolló más tarde en Alejan­
dría? Esto sin duda es posible, pero la columna estrecha aparece en
un fragmento inédito de cartonnage procedente de El Hibeh (ejerci­
cios filosóficos) que se debe remontar, según criterios paleográficos,
al 300 a.C. o poco menos (una vez más una epsilon de forma cuadra­
da y una om ega más cercana a la forma epigráfica que la del papiro
de Timoteo). En este ejemplo, aunque antiguo, la mano no tiene nada
de la rigidez del escriba de Timoteo; además, una parágraphos —for­
ma de puntuación usada en los textos atenienses de prosistas áti­
cos—- marca el fin de cada frase. Isócrates recomienda al oficial leer a
partir de la parágraphos, «del signo del margen» 5. Hipérides tiene una
anotación similar ó y Aristóteles dice, que el fin de un periodo no
debería estar señalado «ni por el escriba, ni por la parágraphos, sino
por el ritmo (de la cláusula)» 1. Probablemente los atenienses usaban
la parágraphos también para indicar la alternancia de personajes en los
textos gramáticos, ya que es utilizada de este modo (junto con los
dos puntos [:] en e! interior de la línea) en P. Hibeh 6, datable, según
los editores, entre el 300 y 280 a.C .8; este fragmento sirve para ejem­
plificar el aspecto de un libro ateniense. En el papiro de Timoteo
aparece una parágraphos acompañada de un adorno marginal que se
puede parecer a un ibis, una especie de extraña coronis que marca el
fin de una sección dentro de una composición poética. El signo no
ha asumido todavía la función que tendrá más tarde de dividir estro­
fa, antístrofa y epodo, uso que es probablemente una invención de
los alejandrinos. Como ha señalado certeramente E. Lobel, si el texto
de la poesía de Safo sobre el que Teócrito modeló su Rueca hubiese
estado subdividido por parágraphoi en estrofas de dos versos, Teócri­
to no habría podido escribir una poesía de 25 versos 9.
Resumiendo, hay dos razones por ías que soy reacio a dar al pa­
piro de Timoteo un carácter paradigmático como libro ateniense y
por las que mantengo que está por debajo del nivel habitual en Ate­
nas. La primera se basa en el carácter de la mano misma y en la con­
figuración del libro. La mano no puede ser considerada caligráfica.
Sin embargo, la caligrafía era practicada en Atenas. ¿Cómo podría
ser de otra manera entre un pueblo que alcanzó la perfección formal
en las inscripciones del siglo V? Un pasaje de las Leyes de Platón 10,
sobre el cual Roberts ha llamado mi atención, trata expresamente de
este particular. La discusión gira en torno a la educación elemental
de los niños del nuevo estado: en primer, lugar las letras, luego la li­
ra y la aritmética. El niño comenzará a leer y escribir a la edad de
diez años, y tres años de estudio intenso serán suficientes: «no insis­
tiremos en que se perfeccionen en la velocidad o la caligrafía aque­
llos que en estos años no demuestren estar dotados naturalmente».
Es más, el autor de la Rhetorica ad Alexandrum es capaz de hacer una
metáfora sobre la palabra kaligraphéo n : «realizando una imitación
en hermosa escritura con el alfabeto de la virtud». La segunda razón
es la siguiente: el pasaje de Platón que acaba de citarse hace pensar
que en la Atenas de la época y en otros lugares de Grecia pudo de
hecho venir utilizándose una escritura comercial corriente, o sea la
cursiva, que tenía esencialmente como meta la rapidez. Estudiosos
anteriores postularon su existencia con objeto de explicar la evolu­
ción de la escritura comercial. Sería difícil creer que una cursiva tan
ágil y a la vez tan legible como la que aparece en un contrato proce­
dente de Elefantina datado en el 284-3 a.C. 12 pueda haberse desa­
rrollado dentro del breve espacio de cuarenta años a partir de ma­
yúsculas cuadradas, si bien tampoco se puede negar que la trabajosa
tentativa del papiro de Timoteo no ofrece más que un tenue indicio
de su existencia 13.

En realidad, leer y escribir son elementos normales de la educa­


ción ateniense corriente I4. Y no se trata solamente de escribir sobre
una tablilla, sino sobre un papiro con una pluma. Demóstenes 15 se
burla de Esquines diciendo que, cuando ayudaba a su madre a dar
clases, una de sus misiones era la de «moler la tinta». El ateniense
medio sabe leer y escribir: las historias que se supone probarían lo
contrario no tienen ningún valor. Está la anécdota de Plutarco 16, re­
ferida al ostracismo que tuvo lugar poco antes del 480 a.C., acerca del
campesino que pide a Árístides que le escriba el nombre de Arístides
sobre la arcilla, porque estaba «cansado de oír que le llamaban el jus­
to». Ahora que las excavaciones americanas en el ágora ateniense han
sacado a la luz' gran numero de óstraca, que sin duda estaban recogi­
dos en montones y listos para usar 11, el episodio debe ser modifica­
do: lo que pedía el campesino era una tabla de arcilla con el nombre
de Arístides 18. Lo mismo vale para los fragmentos dramáticos que se
nos conservan de Ateneo 19, en los que una rústica que se supone
analfabeta traza signos sobre una vela que acaban por formar la pala­
bra «Teseo» y revela así que por fin el héroe está regresando victorio­
so de Creta: el hecho de que tres autores dramáticos diferentes, Eurí­
pides, Agatón y Teodecto de Faselis, hayan ilustrado esta escena con
palabras muy similares, hace pensar que en realidad no se trataba
sino de un cuadro teatral de gran efecto. Una cosa es para mí in­
cuestionable: la difusión de la capacidad de leer y escribir es un
presupuesto básico de la democracia ateniense 20. Ninguna otra,
explicación puede justificar la costosa inscripción sobre mármol (para
que «quien quisiese» pudiese leerlas.21) de las decisiones del pueblo
soberano. Es significativo que la serie de estos documentos solemnes
se abra con el decreto relativo a Salamina, de fines del siglo vi. Los
actos del demos son descritos con gran detalle en un pasaje de Es­
quilo 22 que no se ha entendido correctamente. En las Suplicantes, el
rey, haciéndose portavoz de una decisión democrática, dice abierta­
mente al heraldo de Egipto que Dánao y sus hijas no serán entre­
gados:

Así ha deliberado el voto unánime del pueblo,


que bajo ningún concepto se entregue a esta multitud de mujeres
cediendo a la violencia. El clavo de estas decisiones ha sido profun-
[damente hundido,
para que permanezca fijo.
Esta declaración no está escrita en tablillas
o sellada en los pliegues de documentos:
clara la oís de la boca que se expresa
libremente.

«El clavo... ha sido profundamente hundido» hace referencia al


uso de clavar con clavos en un muro las inscripciones destinadas a
registrar los actos públicos del «voto del pueblo» (p. ej. una inscrip­
ción como la famosa del Hecatompedos del 485 a.C.); las «tablillas»
reflejan el borrador del secretario; y las palabras «selladas en los plie­
gues de los documentos» se refieren, no a los rollos (¿quién ha oído
nunca hablar de rollos que hayan sido plegados?), sino al folio de pa­
piro que contenía el texto oficial que se iba a conservar en el Me-
troon —folio de papiro que, una vez escrito, se plegaba horizontal­
mente varias veces y se sellaba, como sabemos que se hacía después
con cartas y documentos—, Riblos 23 significa «documento» —se tra­
ta del «documento del decreto» de Tod, G H III 97 (403 a.C.)— y la
acepción se repite frecuentemente más adelante, tanto sola, como en
compuestos del tipo de byblíaphóros, «portadocumentos».

Espero que esta conclusión a favor de la difusión de la capacidad


de leer y escribir pueda recibir confirmación de un argumento paleo-
gráfico que nos llevará más lejos. Dos civilizaciones diferentes y más
antiguas que la griega contribuyeron al conocimiento de la escritura
entre los griegos. En primer lugar, está fuera de toda duda que Egip­
to proporcionó tanto el conocimiento del papiro como el material en
sí. Pero los griegos no siguieron escribiendo sobre papiro del mismo
modo que ellos. Los egipcios usaban para escribir el tallo de un jun­
co, «el juncus marítimas, de un diámetro de 1,5 a 2,5 mm y una longi­
tud de 16 a 23 cm. El extremo se cortaba al bies y se masticaban las
puntas para obtener un pincel fino» como escribe Cerny. Este junco
tierno y flexible se agarraba por la parte baja del tallo y así el escriba,
más que escribir, pintaba los signos con él, como sucede en la caligra­
fía china. Este modo de proceder era todavía el habitual en los siglos
il y i a.C., mucho tiempo después de que los griegos hubieran empe­
zado a usar una cañita más gruesa, rígida y hueca 24 (Phragmites
Aegyptiaca, en el caso de los ejemplares encontrados en Oxirrinco),
afilada con un cuchillo y con una hendidura en la punta. No me ha
sido posible encontrar ningún testimonio acerca del modo en que se
agarraba este instrumento 25; no obstante, puede atribuírsele en pro­
piedad el nombre de kalámos {caña o pluma), aquel que Platón llama
el instrumento de escritura 26 (fig. 4). Con el kalámos fueron escritos
sin duda los más antiguos papiros griegos conservados. No es difícil
dar ejemplos del uso de los dos instrumentos mencionados. El junco
flexible deja un trazo de tinta de un cierto espesor y deja rasgos bífi-
dos en la extremidad de los signos en el momento de levantarse,
mientras que la aplicación de la tinta a menudo no es uniforme. En­
tre las cartas del Archivo de Zenón del siglo ni a.C. hay algunas escri­
tas en griego por egipcios, habituados a los caracteres demóticos, que
se servían precisamente de un junco flexible de este tipo 2/. Los do­
cumentos contemporáneos del Archivo propiamente griegos están es­
critos con la caña rígida. La tinta presenta un trazo más sutil y no se
aprecian rebabas en el punto en que se levanta ía pluma, pero si
la mano se detiene, aunque sea por un momento, al inicio o al fin de
un trazo de pluma, se forma una pequeña mancha redonda de tinta.
Basta una simple ojeada al papiro de Timoteo para ver que fue escri­
to con una pluma de este tipo.
En segundo lugar, alguna influencia pudo venir de Mesopota-
mia 2S. Dos relieves neohitítas 29 de los siglos ix y viii muestran algo
parecido a una tablilla para escribir plegada, que podría ser el antece­
dente del díptico griego sobre el modelo de la tablilla que Preto dio
a Belerofonte, «habiendo escrito en una tablilla que se plegaba» 30.
Relieves asirios del siglo vih 31 conservados en el British Museum, so­
bre los que están representados escribas que hacen el inventario de
un botín, parecen representar dos sistemas de escritura. El escriba
que está en primer plano agarra con toda la mano (a menos que no
sea éste precisamente el gesto de contar) el estilo con el que se dispo­
ne a grabar la tablilla de arcilla; el que está a la derecha sostiene un
bastoncillo rígido, afilado como una pluma, con el pulgar y el índice
formando un ángulo en V, y escribe sobre materiales flexibles, que
podrían ser papiro o piel. Pero esta identificación no puede ser con­
firmada, dado que no se ha conservado ningún escrito mesopotámico
con tinta y dado que las cerámicas de Lachish y los papiros arameos
del siglo v encontrados en Elefantina fueron escritos con un pincel.
No puede descartarse, con todo, la posibilidad de que la pluma haya
sido importada de Mesopotamia.
Podemos ahora aclarar el objeto de toda esta discusión. El uso
indistinto de una única palabra, gráphein, para referirse al acto de pin­
tar y escribir, al que ya se ha aludido, hace pensar que en origen los
griegos usaban un pincel para trazar las letras (posibilidad que los es­
tudiosos de Homero deberían tener en consideración). Sin duda ellos
recibieron tanto el papiro como el pincel de los egipcios, pero des­
pués de algún tiempo la pluma sustituyó al pincel: algo que, como se
ha dicho, podría ser consecuencia de un influjo mesopotámico. Un
elemento posterior de analogía lo constituye sin duda la semejanza
entre la pluma rígida y el estilo usado para escribir sobre cera; ade­
más, los símbolos alfabéticos, a diferencia de la figura que está en la
base del jeroglífico, no necesitan ser pintados. El paso del pincel a la
pluma yo lo situaría gustoso en una época relativamente antigua. La
caligrafía con pincel, una verdadera técnica de por sí, que exige un
atento control de la mano por parte del ojo, requiere un largo entre­
namiento. En los países en los que se utiliza, la escritura con él es un
arte de iniciados, reservada, como sucedía en Egipto o en Asiría, a
los sacerdotes o a las corporaciones de escribas. Escribir con una
pluma, en cambio, es una operación al alcance de todos. En Grecia
no existen corporaciones de escribas que custodien un secreto here­
ditario y la diferencia entre la literatura oriental y la literatura griega
reside en el hecho de que esta última es una literatura abierta a
todos. Los mercenarios jónicos que al inicio del siglo vi se encontra­
ban al servicio de Psamétíco II (como el hermano de Alceo, Antimé-
nida o el hermano de Safo, Caraso) no tuvieron ninguna dificultad en
escribir sus nombres sobre la estatua de Ramsés II. Personalmente,
me inclino a creer que también un hijo del pueblo como Arquíloco
escribía sus poesías con una pluma.
El pinax o deltas de los griegos consiste en una tablilla enmarca­
da, cuya parte interna estaba rellena de una pasta a base de cera os­
curecida con pez, la maltha, sobre la cual se escribe después con un
estilo afilado (figs. 4 y 6). Varias tablillas de este tipo pueden ser suje­
tadas con una pequeña correa de piel, polythyroi diaptychdi32. La ta­
blilla está destinada esencialmente a tomar apuntes: «sobre la tablilla,
memoria de la mente» 33. En cuanto tal podía resultar particularmen­
te apropiada para el poeta 34 o servir a la actividad del escolar 35 {que
incluso puede comerse la cera si tiene hambre 36) o a la del secretario
en las reuniones públicas.
El papiro, que sin duda es el material escriptorio básico, es men­
cionado raras veces. La familiaridad con el papiro está implícita en la
observación de Heródoto 57 de que los jonios «han llamado durante
mucho tiempo pieles a los libros» porque en la antigüedad usaban
pieles de oveja y cabra cuando los libros escaseaban. También está
implícita en la metáfora de las Suplicantes 4's: «el fruto de la planta de
papiro no vence a la espiga». Más o menos contemporánea de las Su­
plicantes es la representación de la copa de Duris 39. El maestro tiene
en sus manos el texto y está escuchando al alumno que recita la lec­
ción: nos recuerda al maestro del Alcibía.des que afirmaba que poseía
una copia de Homero corregida por él mismo 40. Sostiene el libro de
tal forma que podemos leer lo que se ha escrito en él: por eso las pa­
labras están escritas transversalmente respecto al rollo. En la posición
normal de lectura, su mano izquierda estaría a la misma altura de la
derecha y el escrito, en una columna de arriba a abajo de la parte de­
senrollada, se encontraría frente a ios ojos del lector. Cuando leemos
el hexámetro

Moíoa [ioi á{|i)(pi SxáfiavÓQOv éÚQQoov áo%o^iai áeí{v}6ev

en seguida nos damos cuenta de que, como sucede en muchos papi­


ros del siglo m a.C. que nos han llegado, en el texto no se ha produ­
cido la elisión de ai ante aeidein, y la palabra está escrita en su integri­
dad. Como habíamos visto, si se exceptúa la parágraphos, no existe
puntuación en estos primeros libros; la puntuación debe ser suplida
por el lector, algo que queda implícito en la discusión de Aristóteles
sobre un pasaje difícil de Heráclito 4t, Tampoco parece que se escri­
bieran los acentos 42, En eí siglo IV se observa sin embargo que se ha­
cía uso de signos margínales en función de palabras ambiguas. Ha­
blando de la diferencia que hay entre oros y oros «cuando se
pronuncia con el acento», Aristóteles observa que la palabra es la
misma y está escrita con las mismas letras, pero «se hace un signo en
el margen» 43. Laum indica que el signo del margen excluye un signo
sobre la palabra en sí 44

La famosa hidria de Atenas (1260), datada por Beazley en torno


al 440-430 a.C., muestra cómo se representaban a Safo los atenienses.
Ella y sus muchachas (para dos de las cuales, Nicópolis y Calis, se da
un nombre en la pintura) se están preparando, según pienso, para
una exhibición. El texto, escrito en caracteres jónicos en la cara inter­
na del rollo y dispuesto en una columna comienza con una dedi­
catoria y puede ser leído sin problemas hasta f|£QÍcov éjtéwv ü.Q%o-
[íccl; en la cara externa de las partes enrolladas se puede leer £jrea (a
derecha) JtT8Q[óe'VTa] (a izquierda), palabras que deben entenderse
como un título escrito en el verso del rollo. La poetisa está repasando
las palabras que deberá cantar (fig. 1). En este sentido, pienso que
tendemos a dar demasiada importancia a la memoria en una época
considerada iletrada; en la poesía lírica no podían producirse las sus­
tituciones de un verso con otro similar, de las que podía servirse un
rapsoda en la épica, y el primer libro de Safo comprendía sus buenos
1.320 versos 46. Una pyxis de Atenas (1241) que podría ser ligeramen­
te más antigua parece representar una Musa en el acto de recitar te­
niendo un libro en la mano. Aquí podría darse el caso de que la es­
critura del libro estuviese dispuesta stockeidon y en tal caso se verían
las últimas letras de una columna y las primeras de la siguiente; pero
no pienso insistir sobre este particular 47.
Una copa de figuras rojas conservada en el Louvre 48 {ca. 430
a.C.) nos lleva al aula escolar. Lino, sentado sobre una silla, tiene al­
guna dificultad con el rollo (probablemente una composición didácti­
ca) que ha sacado de la caja que se encuentra en el suelo y está inten­
tando desenrollar. Su alumno Museo,, que sostiene unas tablillas en la
izquierda, está observándolo. El cuadro nos recuerda la escena de la
comedia de Alexis 49, en la que Lino ordena a Heracles, el necio, ele­
gir un libro de la biblioteca; «Orfeo, Hesíodo, “Tragedia”, Quérilo,
Homero, Epicarmo, cualquier clase de tratado». Es Ateneo quien ha
conservado para nosotros el fragmento. Heracles, naturalmente, esco­
ge un libro de cocina, «como dice el título», puesto que los libros de
esta biblioteca tienen títulos, esto es, poco más que la fórmula «Tucí-
dides el ateniense ha escrito...». La hidria de Safo hace pensar que el
título puede ser el que está escrito en la parte trasera del primer folio
del rollo y no el cartelito más tardío del pergamino.
Haré referencia en último lugar a un relieve de una tumba de fi­
nes del siglo v 50 que representa a un joven que está leyendo por pla­
cer, interrumpiendo quizá su lectura para meditar sobre lo que lee
(fig. 2). Puede que se trate de un texto en prosa; pero, para las lectu­
ras de los atenienses, no carece de significado el hecho de que las
más antiguas ilustraciones atañan todas a la poesía. De paso, pode­
mos hacer notar que no hay motivo para suponer, como Birt, que los
libros atenienses fueran de dimensiones desproporcionadas. Su hipó­
tesis de un G rossrollensystem se basaba en la suposición de que antes
de que fuese introducida por los alejandrinos la actual división en li­
bros de las obras más antiguas, toda la producción de un autor
estaba contenida en un único rollo. Para ello partía tanto de la inter­
pretación literal del dicho de Calimaco de que «un libro grande es.,
un gran mal», como de supuestos ejemplares de enormes rollos egip­
cios que los griegos habrían imitado. Pero Cerny ha puesto de mani­
fiesto que los largos rollos egipcios no contenían obras literarias des­
tinadas a la lectura, sino copias rituales del Libro de los Muertos
destinadas a ser depositadas en las tumbas, o bien compilaciones de
documentos administrativos, y que los rollos de obras literarias rara­
mente superan los 10-12 metros de longitud. Si se quita la base, el
resto de la estructura se viene abajo: B. Hemmerdinger 51 ha adelan­
tado recientemente la hipótesis de que cuando Tucídides escribe,
por ejemplo, «se cumplía el tercer año de esta guerra relatada por
Tucídides», esta fórmula puede perfectamente ser considerada como
la señal del cierre de un rollo.

Pasemos ahora a la segunda parte de nuestro estudio e intentemos


recorrer las etapas a través de las cuales los libros llegaron a hacerse
de uso corriente en Atenas. Pero antes de hacer frente a esta investi­
gación, es necesario aspirar a valorar correctamente la importancia
que tuvo la palabra escrita en la revolución de las técnicas del pensa­
miento que se produjo en el curso del siglo v a.C. Aquí ni siquiera el
propio Wilamowitz dio en el blanco, a pesar de su estilo brillante y
lleno de autoridad 52. El daba por supuesto que los primeros libros
habían sido los que contenían los textos de los trágicos. Por mi parte,
me propongo demostrar lo infundado de esta tajante afirmación; por
otro lado, la rigurosa definición que él da del libro como «lo que el
autor publica, con la mediación de un comercio librario organizado,
para beneficio de un público que lo espera» significa tomar prestado
del siglo xix un criterio que distorsiona la comprensión del v.
Tomemos como punto de partida la ideas de los contemporá­
neos. Esquilo hace enumerar a Prometeo los beneficios aportados a
la humanidad:

Y después descubrí el número,


el más excelente de los inventos,
y la combinación de ios signos,
memoria de todas las cosas,
madre laboriosa de las musas 53.

La función de las letras «combinadas entre sí» es en primer lugar


la de registrar los acontecimientos y en segundo lugar la de inspirar a
su vez ulteriores descubrimientos. Eurípides, pensando probable­
mente en Esquilo y quizá incluso en Estesícoro 54, sigue el mismo
camino y en el Palamedes ^ aplica la fórmula «remedios del olvido» a
las vocales, consonantes y sílabas. Que esta concepción estuviese ex­
tendida puede deducirse de la manera en que Platón bromea sobre
la expresión 56. Eurípides, tras la definición, pone dos ejemplos sobre
el uso de las letras. Uno es de orden utilitario: consignando por escri­
to precisas disposiciones testamentarias se evitan disputas familiares.
El segundo ejemplo (que en Eurípides va delante) es de orden cientí­
fico:

De tal manera que, aun sin haber atravesado la extensión del océano,
uno, quedándose en casa, puede llegar a conocer lo que sucede allí 57.

Esta concepción nos reenvía directamente a las obras geográficas


de los jónicos: la carta geográfica de Anaximandro, Jas Periegesis de
Mecateo y los autores anónimos de las «Descripciones de la tierra»
que Heródoto mira con superioridad condescendiente, aunque, in­
mediatamente después, les sigue el propio Heródoto.
Wilamowitz no quiere conceder la dignidad de libros a los escri­
tos de estos investigadores jónicos —y entre' ellos es quizá oportuno
incluir también las especulaciones filosóficas de Anaximandro y Ana-
xímenes-—. El sostiene que no estaban publicados, sino que se divul­
gaban en discursos o corrían manuscritos en un restringido circulo
de amigos y alumnos. El término que utiliza para denominarlos es el
de hypomnémata, «memoranda» o «apuntes», teniendo expresamente
presentes las notas de la conversación de Sócrates con Teeteto que
Euclides, una vez vuelto a casa, consignó por escrito basándose en su
memoria 58, o bien la recopilación de notas, cuya recolección Sócra­
tes admitirá en el Pedro como un propósito legítimo de aquel que
debe escribir un libro: «conservando para sí una recopilación de
notas para la vejez desmemoriada, si es que llega a ella» 59. Pero cual­
quiera que fuese el medio por el que se pudieron poner en circula­
ción estos escritos (y los testimonios sobre la transmisión oral son
bastante inseguros 60), el término «apuntes» es ciertamente inadecua­
do en ese contexto. Aquel que entre "ios ionios se confio a la escritu­
ra, adquirió vida independiente de su autor; al contrario que su au­
tor, sobrevivió y todavía habla a personas que él no vio jamás; es por
lo tanto una criatura ya adulta por completo. Por el contrario, unos
meros «apuntes», un hypómnema, continúa siendo un niño depen­
diente en todo de sus padres. El famoso tratado de Heráclito, escrito
lo más tarde en la época de las Guerras Médicas, sobrevivió lo bas­
tante como para poder ser leído por Aristóteles ciento cincuenta
años más tarde; es seguro que su supervivencia era algo deseado, des­
de el momento en que Heráclito lo depositó con este fin en un tem­
plo 61. Una intención similar puede atribuirse a Hecateo, que en el
prefacio de las Genealogías dice: «Hecateo de Mileto habla así: así es­
cribo yo, como me parece que es verdad». Es el primer estadio de la
evolución del libro: cualquiera que fuese el sistema de circulación, el
autor, medíante el propio texto, se dirige tranquilamente a quien no
lo ha conocido nunca personalmente.
Es gracias al jonio Anaxágoras, según mi parecer, como se intro­
duce en Atenas esta concepción del libro. Considero que ese debió
de ser el estilo y la intención de esos manuales técnicos de mediados
del siglo v que para nosotros son sólo nombres 62: Sobre la tragedia
(Peri choroü), de Sófocles; Sobre la pintura escenográfica, de Agatarco 63;
Sobre e l Partenón, de Ictino; Sobre la simetría d el cuerpo humano, de Po-
licleto; Sobre e l calendario, de Metón; Sobre el urbanismo, de Hipoda-
fflo, por citar sólo los más conocidos.
Esta clase de libros están escritos en un estilo «de infinita renun­
cia», según las palabras de Wolf Aly, desde el momento en que tie­
nen poco en cuenta las posibilidades expresivas. Esta es la razón por
la que no hay una evolución del estilo de la prosa desde las leyes de
Dracón y Solón hasta la mitad del siglo v. El verso es el medio reco­
nocido para que un argumento pueda cautivar el oído del hombre: lo
escrito en prosa representa algo que se sustrae al olvido y difiere sólo
por su rango del texto de las leyes y decretos. Pero el estadio siguien­
te en la evolución del libro supone una revolución. La palabra escrita
y la palabra hablada se cogen de la mano. Según el punto de vista, se
puede decir que los discursos y conferencias son escritos primero y
memorizados después por el orador, o bien que los libros son conce­
bidos para ser leídos ante un vasto auditorio. Bastará aquí contrastar
dos declaraciones extraídas de entre una gran cantidad de testimo­
nios. La primera es la observación de la Suda, a veces vista con un
cierto recelo, de que «Perícles fue el primero en pronunciar ante los
tribunales un discurso escrito, mientras que sus predecesores habían
improvisado sus discursos»; la otra, el pasaje de Diógenes Laercio en
el que se habla de Protágoras en Atenas 64: «La primera de sus obras
(lógoi) que leyó fue Sobre los dioses. La leyó en Atenas en casa de Me-
gáclides; otros dicen incluso que esto sucedió en el Liceo y que le
prestó la voz su discípulo Arcágoras, hijo de Teodoto».
Este paso supone, para el orador, tener que dominar una discipli­
na a base de una minuciosa preparación, con la exploración implícita
de las posibilidades de estructuración lógica del pensamiento y de las
variaciones del ritmo, por no hablar de la elaboración de un medio
expresivo capaz de expresar matices del pensamiento y de la especu­
lación; y viceversa, la introducción en los escritos en prosa de recur­
sos diversos capaces de actuar y atraer la atención de un público ha-
bituado a la oratoria. Sobre estas consecuencias no puedo ahora ex­
playarme. Pero, en aras de la claridad, es oportuno subrayar que el
paso revolucionario a aquello que he llamado «segundo estadio» en
el desarrollo del libro no fue cosa de un momento. Tucídides refleja
el estadio precedente: por esa razón su historia, caracterizada como
una «posesión imperecedera», es más arcaica que la . de Heródoto,
que —sólo en parte, desde luego— está influenciada por la más mo­
derna técnica publicitaria.
Me limitaré, en cambio, a una cuestión técnica. Un discurso sofís­
tico o epideixis se puede decir que se daba al dominio público en el
mismo momento en que se pronunciaba delante de un auditorio,
pero a menudo se realizaba con él una segunda publicación median­
te la puesta en circulación de copias escritas. En el siglo IV Isócrates
proporciona una documentación abundante y clara, en la que no
existe el peligro de la ironía platónica. Los lógoi de Isócrates estaban
destinados a ser leídos ante un público real en Atenas: «el discurso
que va ser leído» es la expresión con que se abre la Antidosis; y algu­
nos pasajes 65 han sido convincentemente explicados por H. Ll. Hud-
son-Williams 66 como instrucciones para aquel que hacía la lectura
pública. Muy probablemente Isócrates siguió el ejemplo de Protágo-
ras y utilizaba la voz de un discípulo, dado que, como repite a menu­
do, carecía de requisitos esenciales como energía y el saber impostar
la voz. Pero estos lógoi se ponen también en circulación en varias co­
pias a partir de una lista de distribución: diadidónai es la palabra usa­
da por Isócrates. De su discurso Contra los sofistas, que es citado en la
Antidosís, dice: «una vez escrito, lo puse en circulación» 6/, La formu­
lación más completa aparece más de una vez en otro lugar: «distri­
buir entre los interesados» 68. El procedimiento tiene alguna semejan­
za con el de un estudioso moderno que envía separatas de sus libros;
ni siquiera la motivación es diferente. Isócrates, a propósito de la pu­
blicación original de sus obras, dice: «cuando estas obras fueron es­
critas y puestas en circulación, conseguí una amplia reputación y
atraje muchos discípulos» 69. En otra parte se dice que algunas de sus
obras eran leídas en Esparta 70. Dejando a Isócrates aparte, en el Eró­
tico del Pseudo-Demóstenes se alude expresamente a esta ordenación
en forma de libro duradero del «discurso epidíctico». Ahora bien, es
preciso observar que Isócrates no habla nunca de este procedimiento
de publicación de un lógos como de una invención suya. En un autor
que nos ha proporcionado una detalladísima apología de sus propósi­
tos y de sus métodos, el argumentum ex silentio puede ser considerado
válido con toda tranquilidad. Mi conclusión es, por lo tanto, que Isó-
crates sigue una praxis de publicación anterior, propia de los sofistas,
conclusión que encuentro confirmada en dos diferentes alusiones a
lo que debe haber sido un conocido ensayo sofístico: En alabanza de
la sai En la Helena (esto es, no más tarde del 390 a.C.) Isócrates de­
clara desdeñosamente que «a aquellos que quieran hacer el elogio de
los abejorros, de la sal y similares, no les faltarán nunca argumentos
(lógon)». En el Simposio platónico Erisímaco hace referencia a esta
obra como «un libro que le ha llegado casualmente a las manos» 71.
Más aún, en la colección de libros de Eutidemo descrita en Jenofon­
te 72 figuran dos clases de obras: los poetas (y entre ellos estaba com­
prendida una copia completa de los poemas homéricos) y los escritos
de los más famosos sofistas. Era previsible que nos encontráramos
con los poetas: como hemos visto, todas las representaciones de li­
bros sobre vasos áticos son de textos poéticos. Entre la prosa se ha­
llan, por tanto, los escritos sofistas que ahora nos interesan. Poco
tiempo después, Eutidemo habría añadido probablemente a su colec­
ción los discursos políticos y forenses.
Entre los medios de difusión esbozados hasta aquí no hay lugar
para el comercio librario. El autor en persona supervisa la puesta en
circulación de sus obras y se reserva el porcentaje de propiedad lite­
raria que correspondía a un libro, según admitían las concepciones
de los antiguos. Si hubiese echado mano al comercio librario, habría
podido arriesgar estas ventajas sin ninguna compensación (desde lue­
go no un porcentaje sobre las ganancias: ningún autor de la antigüe­
dad sacó una perra de un editor). No sabemos ni siquiera si en la
Atenas del siglo v hubo alguien que hubiese asumido las funciones
de editor, esto es, si hubo una persona dispuesta a asumir el riesgo
de producir muchas copias antes de saber si habría una cierta de­
manda de la obra de un determinado autor por parte del público:
nuestra ignorancia de los métodos comerciales es absoluta. Todo lo
que sabemos es que se habla de libros entre las mercancías embarca­
das en las naves y que en Atenas se compraban y vendían libros:
Eupolis habla de un sector del mercado «en el que se venden li­
bros» 73, y otros comediógrafos hablan de vendedores habituales de
libros de un modo que hace pensar que tenían un tenderete en el
mercado 74. Platón hace decir a Sócrates que las obras (biblia) de
Anaxágoras podían ser adquiridas por cualquiera como mucho por
una dracma en la orchestra, que es casi con seguridad una parte del
mercado 75. El precio indicado aquí plantea problemas, puesto que la
única vez que se cita el coste de un rollo de papiro (chártes) 76 en el
siglo v, precisamente entre el 408 y el 406 a.C., cuando los magistra­
dos del Erecteo adquirieron dos rollos con el fin de hacer copias du­
raderas de sus balances, el precio era de una dracma y dos óbolos /7.
¿Cómo es posible que en el precio de una dracma estuvieran inclui­
dos los gastos de copia y quedase todavía un margen de ganancia?
Supongamos que cualquier ciudadano con iniciativa o meteco abrie­
ra un negocio para hacer copias de aquellas obras escritas que él con­
sideraba podían venderse; supongamos también que pudiera obtener
un ejemplar de contrabando; incluso en el caso de que empleara
como copista a un esclavo, debería descontar todo lo que era preciso
para su mantenimiento y adelantar aún algo. N. Lewis piensa que Só­
crates quiere aludir a una obra de Anaxágoras que quizá no ocupaba
más de cinco folios de entre los cerca de veinte de que constaba un
rollo medio y quizá ésta sea la respuesta adecuada a nuestro interro­
gante, a pesar de que Platón utiliza el plural. Es también posible que,
durante los últimos años de la guerra del Peloponeso, cuando la si­
tuación de los comercios debía ser difícil, el precio del papiro fuese
superior a la norma 78.
Una cosa es al menos probable, y es que el comercio de libros
fuese más bien reducido. Sin embargo, ése sería el medio que, si­
guiendo la hipótesis de Wilamowitz, habría permitido a los textos de
los trágicos griegos llegar a un público de lectores apasionado y aten­
to. Pero Aristófanes menciona sólo una vez de forma inequívoca un
texto escrito de una obra teatral, precisamente cuando Dioniso dice
que se ha leído por su cuenta la Andrómeda de Eurípides a bordo de
la nave 79. Más adelante, en la misma comedia, se lee el famoso verso
en el que el poeta indica que no hay peligro de que los espectadores
no entiendan la parodia «ya que son expertos veteranos y cada uno
tiene en la mano un libro en el que encontrar las agudezas» 80. Lo
que hemos aprendido sobre la estructura del libro ateniense nos im­
pide pensar en una copia de los Poetae Scaenici Graeci\ o sea, en un
«libreto» en el que se podía seguir la representación, por así decirlo,
a grandes rasgos. Pero es igualmente insatisfactorio suponer que Aris­
tófanes tomase de una obra de crítica literaria las expresiones objeto
de sus dardos. Con todo, y a menos que el verso no quisiera ser otra
cosa que un fuerte sarcasmo («en el día de hoy somos todos lectores»
—quizá una alusión, cuyo sentido hemos perdido, a algún libro bien
conocido aparecido recientemente—), ¿cómo pudo el público ser
capaz de captar el sentido de la parodia y de la burla? Me parece a
mí que el conocimiento que el público tiene del teatro es más bien el
dé quien va allí y no el de quien lee. Las tragedias de Esquilo, como
sabemos, fueron resumidas S1; además de las representaciones en Ate­
nas, se llevaban a escena dramas en el Pireo, en Salamina y en los de­
mos; y había también recitaciones privadas. La exclamación de Dio-
niso «Me agradó cuando escuché que había muerto Darío y de
repente el coro aplaudió así y dijo iauói» 82 es la típica observación
de un espectador; no de un crítico que estudia el texto de los Persas,
representada sólo una vez, casi setenta años antes.
El difunto J. D. Denniston ha demostrado que para el público de
Aristófanes la misma palabra biblion era un hallazgo feliz: con ella se
podía contar con una carcajada segura 83. Aun cuando pueda resultar
arriesgado hacer deducciones basándose en las agudezas de un come­
diógrafo, parece lógico que Aristófanes se dirigiese a la parte más tos­
ca de los espectadores. Cuando presenta a Eurípides «que saca el ju­
go de sus tragedias de los libros» 84, parece situarse en el lugar de un
hombre práctico que escarnece al intelectual que alcanza el conoci­
miento de la vida de segunda mano. Pero incluso Aristófanes perte­
nece a la vieja generación. Si es verdad, como se ha dicho, que los li­
bros de prosa disponibles consistían, a lo más, en las publicaciones
de los sofistas, su humor encuentra un doble blanco irresistible. En
los versos:

A este hombre lo ha arruinado un libro o Pródico 83

las dos alternativas se resuelven en una única. La malicia de Aristófa­


nes es en cualquier caso el mejor testimonio involuntario del gran
peso que tuvo la palabra escrita para los más eminentes intelectuales
de la Atenas de la época. Por otra parte, si palabra escrita significa so­
bre todo libros de sofística, podemos también comprender mejor la
reacción de los filósofos. Desde Sócrates 86 a Enópides el matemáti­
co 87 y a Antístenes 88, todos expresan su preocupación por el efecto
superficial que puede tener sobre el estudiante una materia leída y
no asimilada. Platón hace un estudio más profundo y dedica algunas
páginas del Fedro 89 a un análisis de los defectos de los libros. Aun­
que se tenga la seguridad de que el autor es impardal y conoce a
fondo su materia, un libro padece de varios defectos. Invita al lector
a confiarse a los recuerdos aprisionados de otra persona, y hace que
se convierta en un pseudo-filósofo, un doxósophos. El mensaje, una
vez congelado en la escritura, es algo rígido: un libro no puede res­
ponder a preguntas si es defectuoso, ni defenderse si es atacado. El
autor de un libro es como un agricultor poco sensato, que escribe en
el agua o siembra con tinta. Es imposible no darse cuenta de que
Platón, aun siendo un lector impenitente, está sosteniendo una bata­
lla de retaguardia contra el efecto inhibidor que tiene la palabra es­
crita sobre el pensamiento: Platón se da cuenta de que ha pasado el
tiempo en que podía anular el daño provocado por un libro demos­
trando públicamente la ignorancia culpable del autor. En los treinta
primeros años del siglo iv los libros se han establecido firmemente y
su tiranía continúa aún.
1 Esta primacía está ahora puesta en duda, aunque no rebasada con certeza, por
el descubrimiento de Derveni, para el que puede verse E. G. Turner, Greek Manus­
cripts o f the Ancient World, n. 51.
2 Wilamowitz-Moellendorff, Timotheos, Die Perser, Berlín, 1903. Tablas de algunas
columnas en M. Norsa, Scrittura letteraria greca, Florencia, 1939, tabla 1; W. Schubart,
Papyri Graecae Berolinenses, Bonn, 1911, tabla 1; E. M. Thompson, An lntroduction to
Greek andLatin Palaeography, Oxford, 1912, figura 1.
3 Para ser francos, es obligado añadir que W. Schubart, Das Buch bei den Griechen
undRómem, Berlín-Leipzig, 1 9 2 12, se expresa con mucha cautela.
4 F. G. Kenyon, Books and Readers in Greece and Rome, Oxford, 19 5 12, lámina en­
frentada a la p. 40.
■ Antidosis 59: aQt;á¡a?vog ájtó xfjg naQ«Yyacpfic.
6 Adv Dem. fr. c.
7 Rhet. 1409a 20.
s P. Hibeh (ed. Grenfell y Hunt), I, tabla IV.
9 Sanxpofrc; MéÁrj, p. XVI.
10 810: JiQog ráxoc de r¡ KáXloq ájtiiKm^too0«í xiaiv oíg ¡j,fj cpíiotc; éjiéaiteu-
aev [...] '/cáo£ lv éáv.
u Rhet. ad Alex. 1420 b, 17: ájTo^ií¡jiriaiv xoíg xf]q ágrixfig axoixfíou; KoXkiyQci-
cpoíifievOL
12 Schubart, Papyri, op. cit., lámina 4 a.
13 La forma de la Q.
14 Véase Platón, Prot. 326 b, y E.G. Turner, Bulletin of the Institute of Classical
Studies, XII (1965) p. 67.
15 De Cor. 258.
lfi Arist. 7.
17 Dicho entre paréntesis, estas tablas de arcilla sobre las que se grababa la escri-
tura con un instrumento inciso (junto con las inscripciones sobre vasos atenienses en
el caso de que fueran grabadas antes de pintadas) son los últimos ejemplos de
grámmata en la acepción original de «signos obtenidos al grabar» o «graffiti». Con e l'
siglo V, grámma significa en general «letra» o «pintura», así como graphein significa in­
distintamente «escribir» o «pintar» y grapbidion «pincel» o «instrumento para escribir».
18 F. D. Harvey, «Literacy in the Athenian Democracy», Revue des Études grecques,
LXXIX (1966), pp. 585 ss. adelanta algunas certeras objeciones a esta suposición. So­
bre los recientes y masivos descubrimientos de óstraca en Atenas, ver, entre otros, E.
Vanderpool, Ostraásm at Athens (Leciures in Memory o f Louise Tafi Semple), Cincinnati,
1970.
19 454 B-E.
20 Ni siquiera el salchichero de Aristóteles podía desconocer del todo la lectura y
la escritura.
21 Cf. B. D. Merritt, Epigrapkica Attica, Cambridge (Mass.), 1940, p. 90.
22 Suppl. 944 ss.:
TOláÓe 6 l]UÓJTDaKXOC, ÉK TtÓ^BOK |AÍCÍ
■^fjcpoc; KéKoavTcu, f.ifÍJtoT’ éKÓoíh'ai pía
gtóXov YweaKtóv ‘ tcüvó’ écpTÍXtorai to(x7x
yómpog óm^utáí;, ¿ x (iévely ága^ótoc;.
x aü t’ oí> Avct^ív éa u v éYyEYpa[i|i8v a
oí>Ó’ év 7TTÍ>xaL5 píp^cuv Kateacppa 7 LO[iéva,
oacpf| 6 ’ ¿acoíieu; é| B?teD0 EQocn;ó[iOti
Y^cóaOTig.
23 (3íp^.05 y fhpXÍOV no son términos restringidos a obras literarias.
24 Dioscórides I, 85 (I, 81 Wellman): «M ax ófe ¡KÓXa^og] oiiOLYYÍac,JTa%i>
aaoKog, jruKVOYÓvatog, eíq (3Lp)aoYQa(píav ÉJiixriSEiog.
25 Las pinturas de las cerámicas no nos permiten hacer otras observaciones que
no sean sobre el modo en que el pintor sujeta el pincel. En dos vasos (Atenas 166,
entre el 510 y el 500 a.C., Beazley, Potter and Painter, p, 8 ; kylix de figuras rojas de
Boston, OI 8073, datada por Beazley en tomo al 480 a.C., ¿4RV 231 n, 21 , cf. Potter
and Painter, op. cit. p. 10) se agarra con tres o cuatro dedos, no de otro modo a como
acostumbran a hacer los calígrafos chinos. A su vez, el modo de sujetar la espátula
propio de los pintores al encausto, tal como está representado en una cratera de co-
lumnitas procedente de la Italia meridional de principios del siglo rv, no es el normal
en un chino o japonés, a pesar de lo que diga el preparador (von Bothmer, Bulleíin of
theMetrop. Museum ofAri, 1951, pp. 156 ss.).
26 Phaedr. 275. En el 343/2 a.C. los comisarios de Delfos pagaron sumas de hasta
una dracma por K áw a, que generalmente se supone era «caña para plumas». Ver
SIG} 2 4 1 103, 24426.
27 Cf. P. Cairo Zen. II, tabla 11 (donde los diversos sistemas son visibles uno jun­
to al otro) y las notas de Westermann y Hasenoehrl en P. Columbia Zen. I, 130 (en el
n.° 152).
28 Cf. M.A. Mallowan, Iraq, XVI (1954), pp. 6.5, 97; XVII (1955), p. 3.
29 G. Contenau, Manuel darchéologie oriéntale, III, fig. 759; IV, fíg. 1244. Debo
estas indicaciones a C. J. Gadd.
30 II. VI, 169; Yoó/ijjaq év m va ia ji.tuktcú.
31 G. R. Driver, Semitic Writting, tabla 23. El dibujo es obra de Layard. El estilo
usado por el escriba asirio para grabar las cuñas estaba hecho de caña rígida y se po-
dría aventurar la conjetura de que fue justamente ese escriba el que tuvo la idea de
cortar la caña de tal modo que pudiera escribir con tinta sobre papiro o sobre piel.
Para la influencia de Asiría sobre el arte corintio en torno a la mitad del siglo vil, cf.
Humfry Paine, Necrocorinthia, pp. 53-4.
32 Eurípides, Iph. Taur. 1 2 1 .
33 Esquilo, Prom. V. 789: fxvfjfxooiv óé^xotc (poevtov. La metáfora es frecuente en
los autores trágicos: cf. p. ej. Esquilo, Eum. 215: óeXtoyoáqpcp cpQfví; Sófocles fr. 540
N2 (de Triptólemo)-. 0sg ó’év cpgBvóc; SéX/toim toiiq éjioíig X,ÓYoug; Ph. 1325: tccd
ta íit értíoxoj m í yoácpou cpgsvtov feaco.
}A Calimaco, Aet. prologo; Meleagro, A P IV, 9-10; VII, 417, 7, etc.
35 Cf. el vaso de Duris, donde está representado el maestro en el acto de corregir
un ejercicio del alumno. En el mimo III de Herodas, la madre de un escolar dice que
todos los meses se preocupa de cambiar la cera.
3Ü Aristófanes fr. 157 OCT.
37 V, 58.
38 761: |3íi|3Xoi) 6 e KagjTÓc oí) Kgaxeí axáxuv.
39 Excepto una, todas las pinturas de cerámicas atenienses que se citan son anali­
zadas en el artículo de Sír John Beazley en American Journal of Archaeology, LII
(1948), del que he sacado la información. H. Immerwahr, Acta o f the Pifth Epigraphic
Congress, 1967, p. 53, ha anunciado su intención de compilar un corpus de inscripcio­
nes cerámicas y de escribir un libro sobre este tema.
40 Plutarco, Ale. 7.
41 Rhet. 1407 b: cf. Soph. El. 166 a 35.
42 Para pronunciarse sobre la escritura de los espíritus tendrían que analizarse
los alfabetos y la paleografía de las inscripciones cerámicas, materia en la que no soy
competente. El prof. Webster llama mi atención sobre las inscripciones de un vaso de
la Italia meridional del 380 a.C. (Watmough, Harvard Studies, XXXIX (1928), pp. 3 ss.
= Messerschmidt, Rom. M i t t 1932 p. 134 =" Trendall, Erühitaliotische Vasen, tabla 28
b) que representa ITAPI-ESQ, e incluso una elisión K AT E A H 2AN Q = Kaigó^o'
avüJ.
43 Soph: El. 177 b 2 : jragáar||ia jiourüvtoa.
44 Cf. B. Laum, Das alexandr. Akzentuationssystem, pp. 103 ss. Jto.Qaoí]|.iatvoj en el
sentido de «anotar» (p. ej. Rhet. 1397 a 1) debe derivar de la acepción «escribir en el
margen», cf. jio.Qa.yQC).({rí\. Desafortunadamente no existe un ejemplo antiguo ni un
uso antiguo del término JtaQBJtLYQaqpfj, que más tarde los comentaristas aplican a los
rarísimos casos en los que se encuentran didascalias en la tragedia o la comedia ática
(p. ej. |iHY¡ióc en Esquilo, Eum. 117). La palabra debería significar «indicación en el
margen», pero en los pocos casos en los que se han encontrado tales didascalias en
los papiros, están insertadas sin excepción en el texto, no puestas al margen.
45 Cf. J. M. Edmonds, Classical Quarterly, XVI (1922), pp. 1 ss.
46 P. O x y l2 3 1 .
47 Si es verdad, como se ha mantenido tantas veces, que en el mundo antiguo los
libros se leían en voz alta aun cuando el lector estaba solo, la presencia del libro se
explica fácilmente. Para el periodo romano, cf. J. Balogh, Philologus, LXXXII (1926),
pp. 84 ss., 202 ss., y E. S. McCartney, Classical Philology, XLIII (1948), pp. 184-8, que
han presentado pruebas convincentes en favor de la lectura en voz alta; yo sólo qui­
siera añadir que este hecho tiene consecuencias para la estructura arquitectónica de
las bibliotecas. Por ejemplo, la estrechez de la sala principal de la biblioteca de Per-
gamo ha suscitado a menudo comentarios. Probablemente debía ser poco más que
un depósito de libros, del que se tomaba el volumen para leerlo bajo la columnata,
así como más tarde se supondrá que el monje va al claustro ut non altos inquietet. Pero '
en la Grecia del siglo V, a pesar de la frase de Eurípides, fr. 370, óéátcov ávajrrua-
ootfit existen testimonios de lectura silenciosa. En Eurípides, Iph. Taur. 762, la
tablilla que Ifigenia da a Pílades para que la lleve a Argos, aun en el caso de que el
portador olvide el mensaje, aí>rr| qpoáües, aiyioaa TáYyeypafA^éva. El prof. Webster
llama la atención sobre un segundo ejemplo, la adivinanza en. el Safo de Antífanes,
cuya solución es una letra:
ETEQOC, S’ áv TÚ/tl Tt£ JtXr]OLOV
éatcug ávayivcookovtoc o í r áKoúexoa.
Un excelente análisis se encontrará en el reciente trabajo de B. M, W. Knox,
«Silent Reading in Antiquity», Greek, Román and Byzantine Studies, IX (1968), p. 421.
48 G. 457.
Kock II, 345, Alexis 135.
50 Birt, Die Buchrolle in der Kunst. Archáoíogisch-antiquarische Untersucbungen zum
antiken Buchwesen, Leipzig, 1907, fig. 90.
51 Revue des Études grecques, LXI (1948), pp. 104 ss.
52 Einleitungin die griechischeTragodie, cap. III.
53 Prom. V, 459-62:
m í |i;f|v á o i 0 |ióv, 6§o%ov aoqpiajxáxcov,
e^r|tiQOv auxoíg, ypamxáxwv te auvñéaEtc,
[ivfj(j,r]v ájtávxcov |.i0 L'00 j.itíT0 Q’ éoYáv?]v.
54 Así el escoliasta ad locum.
,5 Nauck2 fr. 578: Mj0r|5 qpctQ^aica.
56 Phaedr. 215 a: las letras son ÍOTOjwfjaetüg qiá^jiaKOV, no («Un reme­
dio para el recuerdo, no para la memoria»}.
57 o ía r oí) jiuqóvtci jtovxíag íoteq jtA.okóc;
taKEÍ K at’ OLKOD5 jtcxvt’ émoTaaOai Ka)áog.
58 Theaet. 143 a.
w Pbaedr. 276 d: ÍJjto^vrjuaTa 0í)aai)Qi^ó|ievoc eig to Xi]6r]q Y!10a S éav
IKT|TCU.
60 L. Pearson, Early lonian Historians, Oxford, 1939, p. 8.
61 Diógenes Laercio, IX, 6.
62 Ed. Meyer, Gescbichte des Ahertums, Basilea, 1953, IV2, 1, pp. 839 ss.
63 Para Agatarco ver A, Rumpf, Journal of Hellenic Studies, LXVII (1947), p. 13.
64 IX, 54.
67 Como Antid. 12; AdPhil. 26 ss,
66 Classical Quarterly, XLIII (1949), pp. 65 ss,
67 Antid. 193: aóyov SiéStora YQáijKxg.
í,s Panath. 233: óm&LÓóvai xolg p o^ ojiévotg ?.a|xjjáve.iv. El pasaje completo del
Panatenaico desde 200 hasta el final es interesante por lo que se refiere a la publica­
ción de un lógos del género en la escuela de Isócrates. ¿Eran los propios discípulos
los que hacían copias para el maestro? Habría sido una excelente ocasión para fami­
liarizarse con sus ideas y su estilo.
69 Antid. 87.
70 Panath. 251.
71 177 b: f|6 r| tlv l ¿vétir/ov |:h.|j>ia>.
12 Mem. IV, 2 , 1.
73 Fr. 304 Kock.
74 Cf. Meinecke, Comicorum Graecorum Fragmenta, vol. V, Indice, s. v. |3i-
P>xojioA iiq.
'3 Platón, Apol. 26. Sobre la orchestra, cf, N. Lewis, L ’industrie du papyms, París,
1934, p, 62.
,(l Que xfXQrtlS no significa folio, sino rollo (y un rollo de dimensiones normales,
esto es, de 20 folios) ha sido demostrado más allá de toda duda por Lewis, op. cit., pp.
60 ss.
77 I G l 2 374, IX, 279-81.
/s W. B. Sedgwick, Classica et Mediaevalia, IX (1948), pp. 1 ss. En IGZII 1655, ba­
lances de cuentas de los magistrados del Erecteo de principios del siglo iv, según la
reconstrucción de los editores, el precio de un rollo de papiro es de tres dracmas y
tres óbolos, Pero son posibles otras interpretaciones, p. ej. %á(rtr|c; [ h h v Ececpátaxiov
áva/v0_>|.iáx]0jv h b h III, que da un precio de dos dracmas.
19 Ra. 52.
Kí) 1114: |3i,p?a'ov is/tov em a ro g ,ua.v0ávet t á Ós^iá.
81 A. Rumpf, art. cit., p. 1.3; W.B, Sedgewick, art. cit., pp. 1 ss. En Aristófanes, Ra.
868 , Esquilo protesta por lo injusto de las condiciones:
«Mi poesía no ha muerto conmigo,
la suya ha muerto con él y así podrá recitarla».
En los primeros versos de los Acarnienses, Diceópolís, que esperaba a Esquilo, se
queda decepcionado por el cambio de programa. En estos pasajes el escoliasta co­
menta que las tragedias de Esquilo se representaban después de su muerte en vir­
tud de un decreto popular; cf. también Eliano, Var. hist. II 23. Sócrates iba al teatro
sólo eí jiote EíiQurí6 r|g Yiytovíífc'co rcauvoíg tpayoiSoíg.
02 Ra. 1028 (pero t íÍKOuaa está corrompido).
Classical Quarterly, XXI (1927), pp. 113 ss.
84 Ra. 943.
85 Fr. 490: to íito v tó v 6.\6q' ^ pipXíov Ótécp0oo?v fj ÍIooÓikoc
t'6 Jenofonte, Mem. IV, 2 , 9.
S7 Ipresocratiaj Bari, 1969, vol. I, p. 446.
88 Diógenes Laercio, VI, 5.
89 274 ss.
Comercio librario y actividad editorial
en el Mundo Antiguo
por Torines Kleberg
[T. Kleberg, Bokhandel och bokfórlag i antiken , Almqvist & Wiksell Bok-
handel AB, Estocolmo, 1962, pp. 13-83.]
I. Grecia y la época helenística

Sólo se puede hablar de un auténtico comercio librario cuando


alguien se dedica prófesionalmente a producir y vender libros. La
aparición de un comercio librario en ése sentido puede establecerse
por vez primera durante el periodo de mayor poder de Atenas, hacia
la segunda mitad del siglo v. Encontramos por primera vez la deno­
minación griega para «librero» en un poeta de la comedia ática anti­
gua, Aristómenes, concretamente en la obra Los embaucadores-, el tér­
mino es bibliopóles l. Nicofrón, que compone entre otras cosas la
comedía Cheirogastores (la gente que aplaca su hambre con el trabajo
de sus propias manos), enumera una serie de vendedores de .produc­
tos de consumo: vendedores de anchoas, de carbón, de higos, de cue­
ro, de harina, de pan, etc., e inserta dentro de esta variopinta enume­
ración también al librero. La inclusión de los libreros dentro de una
serie de otros pequeños comerciantes hace pensar que es probable
que éstos, del mismo modo que otros gremios, hubieran colocado
sus puestos en el mercado. También Eupolis, uno de los autores de
mayor éxito de la comedia ática antes de Aristófanes, habla de la
venta de libros en términos tales, que se puede concluir con certeza
que los negocios de libros estaban concentrados en un determinado
punto de la ciudad («donde se pueden comprar los libros»). También
se encuentra la expresión bibliokápelos, que hace referencia sobre
todo a un pequeño comerciante de libros, un «vendedor ambulante».
Un término antiguo para designar las librerías se ha conservado gra­
cias a un lexicógrafo antiguo, Julio Pólux, del siglo u d.C.: biblio-
thékai, A propósito de esto es oportuno recordar que desde la Anti­
güedad.. hasta nuestros días existe una estrecha relación entre
comercio librario y bibliotecas. Una anécdota cuenta que Alcibíades,
petimetre consentido, pidió en una librería un libro de Homero,
pero no lo obtuvo, porque no había ninguno en la tienda. Por ello el
librero se ganó un bofetón del cliente contrariado. Desgraciadamen­
te, la anécdota en esta versión se basa en una falsa interpretación: no
fue un librero el que se ganó el sopapo del agraciado señorito, sino
un maestro, que pertenecía a una clase social que debía a menudo
dedicarse a copiar libros para sus escolares. Sin embargo ¡no por esto
dolió menos el bofetón! Esta anécdota ha sido transmitida a la poste­
ridad en una obra del sofista Eli ano, que precisamente lleva el título
de Historias variopintas 2.
En la magnífica comedia Las aves (puesta en escena por vez pri­
mera en el 414 a.C.), Aristófanes representa a sus conciudadanos ate­
nienses precipitándose a las librerías, «hacia los libros», inmediata­
mente después del almuerzo para conocer las novedades y discutir
allí mismo sus méritos y defectos. Las librerías se habían convertido
ya en punto de encuentro y lugar de conversación para el público
con intereses literarios. Desempeñaban ya lo que más tarde fue su
función clásica en la literatura, tal y como aparece descrita por el
abad Coignard en sus agridulces recuerdos de la librería «La Biblia
de oro» en el mercado de Beauvais, o tal como se conserva en la li­
brería de Holmberg en Estocolmo según el Gustavo III de Strindberg.
En la biografía del filósofo estoico Zenón de Citio se cuenta que
su padre, Mnaseas, en las últimas décadas del siglo iv iba con frecuen­
cia a Atenas durante sus viajes de negocios. De este centro del co­
mercio librario traía a menudo a su hijo escritos de los discípulos de
Sócrates 3. Cuando Zenón, ya adulto, zarpó por primera vez como co­
merciante rumbo a Atenas con una carga de tejidos fenicios de púr­
pura, sufrió un naufragio y perdió la nave con su carga. Llegó al des­
tino de su viaje desprovisto de medios. Entró entonces en una
librería y pasó el tiempo escuchando lo que el librero leía del segun­
do libro de las M emorables de Sócrates de Jenofonte 4. Para el comer­
ciante chipriota este momento fue de vital importancia. Renunció a
hacer dinero y se dedicó por entero al objetivo de procurarse la sabi­
duría, una presa más noble y mucho más difícil de obtener. De prin­
cipios de siglo poseemos otro testimonio —por lo demás difícilmente
explicable y poco seguro— de un discípulo de Sócrates con un ca­
rácter bien distinto del de Jenofonte. Me refiero a Platón, que relata
esta interesante noticia en la Apología, una de las joyas artísticas y
morales de la literatura mundial 5. El verdadero discurso de defensa
de Sócrates fue pronunciado en el 399 a.C., y el escrito de Platón po­
dría haber sido compuesto poco después. En aquel momento el co­
mercio librario en Atenas debía de estar concentrado junto a la lla­
mada orchestra, una terraza semicircular en el mercado, al pie de la
Acrópolis. Las estatuas de los tiranicidas Harmodio y Aristogitón
estaban orientadas hacia abajo, hacia los talleres de libros y sus clien­
tes. Se podría considerar este detalle en concreto como un símbolo
no del todo despreciable del papel que tenía eí libro al servicio de la
libertad. Si esta interpretación es correcta, allí se podían adquirir a
precios reducidos, si se tenía necesidad de ello, entre otros, los escri­
tos del filósofo Anaxágoras.
El comercio pudo ser el presupuesto necesario para el estableci­
miento de colecciones privadas de libros, que sin duda existían ya en
Atenas durante el siglo V á.C. y que se hicieron cada vez más nume-
rosas durante e¡ iv. Por lo que respecta a las colecciones de épocas
anteriores, pudo haber bastantes copias producidas privadamente,
pero las escasas noticias y por lo general tardías que poseemos de
ello ño permiten sacar grandes conclusiones. Eurípides poseía
todavía un escriba privado, pero en otros casos es verosímil que el li­
brero haya sido el proveedor. En Jenofonte encontramos al rico jo­
ven Eutidemo, hijo de Diocles, que reúne libros (posee, entre otros,
un Homéro completo y una gran cantidad de poetas y filósofos) para
formar su espíritu y convertirse en un ciudadano y hombre político
concienciado 6. También el ateniense Euclides, un político apreciado,
arconte en el 403-402, nos es conocido como coleccionista de libros.
Este, entre otras cosas, es famoso por haber introducido oficialmente
el alfabeto jónico, que ya había suplido al alfabeto ático local en la
vida privada 1.
Que Platón poseyera una colección de libros es algo casi natural.
En seguida veremos una noticia sobre su actividad como comprador
de textos. Su discípulo Aristóteles era propietario de una rica biblio­
teca privada, ordenada científicamente, en el Liceo, el gimnasio al
este de Atenas. Su historia de varios siglos constituye casi una nove­
la 8. El geógrafo Estrabón, activo en la época del emperador Augusto,
explica que Aristóteles fue el primer coleccionista de libros famoso y
que enseñó al rey de Egipto el método para organizar una biblio­
teca 9.
Sin embargo el comercio librario no se ejercía sólo en Atenas,
centro de la cultura. En su libro sobre la expedición del príncipe
persa Ciro y la retirada de los diez mil —la heroica saga de los legio­
narios griegos— Jenofonte nos cuenta un episodio que es digno de
atención 10. Los griegos, en su fatigosa marcha, alcanzaron finalmente
el Mar Negro y, después de cruzar el Bosforo, penetraron en Tracia.
Aquí, en la peligrosa costa junto a Salmideso, se encontraron con
naves embarrancadas que habían sido totalmente saqueadas por la
población. Entre cajas, utensilios y otros restos similares, descubrie­
ron también «gran número de libros escritos». Resulta evidente que
el comercio librario griego de exportación había extendido por lo
tanto su ámbito de influencia de manera notable. En el siglo IV — tal
es la información que puede proporcionarnos el lexicógrafo bizanti­
no Suidas—, Hermodoro, un discípulo de Platón, vendió en Sicilia,
uña zona de colonización griega, numerosos escritos dé su maestro,
evidentemente sin autorización, por simples motivos económicos per­
sonales n. En la isla de Rodas, que estaba situada en una posición fa­
vorable por el creciente tráfico comercial hacia Egipto, pudo florecer
el comercio librario 12. En cuanto a las otras partes del mundo hele­
nístico, tenemos noticia de libreros itinerantes que recorrían diversos
territorios como vendedores ambulantes para ofrecer sus mercancías.
Así, según afirma el rétor e historiador Dionisio de Halicarnaso, li­
breros cargados con numerosas obras de la sonora retórica de apara­
to del orador Isócrates debieron de ir recorriendo diversos territorios
en la época de Aristóteles. El propio Isócrates cuenta que era leído
incluso en Esparta: una presunción suya que quizá pudo realizarse
justamente de ese modo 13.
En la época de Alejandro Magno, hacia fines del siglo iv a.C., el
coleccionar libros se ha convertido ya en algo cada vez más extendi­
do y el comercio librario resulta cada vez más intenso. El propio Ale­
jandro era un lector con numerosos intereses 14. Sabemos que gracias
a su amigo Harpalo hizo que se le proporcionasen —seguramente de
las librerías de Atenas—, entre otras, las obras de los grandes poetas
trágicos y los escritos históricos de Filisto 15.
En su impresionante hagiografía de un filósofo neopitagórico en­
vuelto en la leyenda, Apolonio de Tiana de Capadocia, el sofista Fi-
lóstrato —que desarrolló su labor en parte en Atenas y en parte en la
Roma del siglo iii d.C.— menciona que ha encontrado una de las pu­
blicaciones de Apolonio (Sobre el sacrificio) «en muchos templos, en
muchas ciudades y en muchas casas de hombres cultos». En definiti­
va, el comercio librario la había difundido muy ampliamente 16.
En el siglo IV d.C. el maestro de retórica Libanio, amigo del em­
perador Juliano, nos proporciona noticias sobre algunas vicisitudes
internas de su ciudad natal, Antioquía, «la corona de Oriente», un
centro de la cultura griega antigua. El comercio librario se desarrolla
allí sin duda a gran escala. Libanio postula, entre otras cosas, como
algo obvio que los jóvenes escolares compren libros. Esto estaba
comprendido dentro de sus deberes normales, de forma que se criti­
ca a los progenitores que escamotean el dinero destinado a este fin.
La obra de este famoso maestro de oratoria se difunde por todo el
mundo de lengua griega desde Antioquía. La demanda era tan gran­
de que los copistas no podían satisfacerla con sus entregas de manera
suficientemente rápida. En la realización de los encargos tenían prio­
ridad los ejemplares para las ciudades más grandes, en las cuales se
establecían un gran número de libreros, que a su vez debían facilitar
la distribución en centros más pequeños 11.
Los fragmentos papiráceos que nos proporciona el suelo egipcio,
cuyo número crece cada vez más de año en año, son adecuados en
cierto modo para proporcionarnos un cuadro de lo que se leía en
esta parte del mundo helenístico. Naturalmente, este cuadro no pue­
de aspirar a explicarlo todo: los diversos tipos de elementos que lo
integran son en gran medida fortuitos. Sin embargo, podemos con
todo permitirnos siempre una buena visión de conjunto y esto vale
sobre todo para los lugares en los cuales los hallazgos han sido espe­
cialmente abundantes. Cada fragmento de un libro encontrado prue­
ba que existía un ejemplar completo de la obra en cuestión y, natu­
ralmente, también que esa obra fue leída alguna vez 1S. Por ello
estamos capacitados para hacernos una idea precisa de qué tipo de
escritores tuvieron más difusión y en qué momentos la producción li­
braría fue más intensa. La mayoría de los descubrimientos pertenece,
es cierto, al periodo grecorromano, pero el cuadro que se nos ofrece
permite sin duda en gran medida hacer también deducciones sobre
un estadio de desarrollo más antiguo.
Últimamente, en 1965 el norteamericano R. A. Pack ha propor­
cionado un compendio de los fragmentos literarios en papiro que
han sido hallados (incluye, asimismo, los fragmentos sobre diversos
materiales, especialmente el pergamino) 19. Descubrimientos posterio­
res difícilmente podrán alterar el cuadro. De la totalidad de los 2.962
fragmentos literarios griegos, que van desde finales del siglo iv a.C.
hasta el siglo viii d.C. y comprenden todo tipo de producción —des­
de obras de los escritores famosos hasta ejercicios en cuadernos esco-
lares:— no menos de 612 pertenecen a los poemas homéricos, la lita­
da y la Odisea. Este hecho prueba la posición central que ocupó
Homero en todos estos siglos en la vida cultural griega. La litada pre­
domina claramente sobre la Odisea (473 fragmentos frente a 138, un
fragmento contiene trozos de ambos poemas). A esto se añaden 76
fragmentos con comentarios, índices verborum, etc. El orador Demós-
tenes está representado por 77 fragmentos, a los que se añaden 5 co­
mentarios. El viejo Hesiodo, el creador de la poesía gnómica, por 73
fragmentos, Eurípides por 71 (más 6 comentarios), el comediógrafo
Menandro —que justamente gracias a los hallazgos papiráceos ha vi­
vido su resurrección— probablemente por 47 (algunos de los cuales
son bastante inseguros); Calimaco tiene 43 (más 7 comentarios), Pla­
tón 42 (más 2), el orador Isócrates también 42, Tucídides 31 (más 2),
Píndaro 30 (más 6), Esquilo 28 (más 2), Jenofonte 25, Herodoto 21
(más 2), Sófocles 20, Aristófanes 17 (más 3), Safo 15 (más 3) y el poeta
épico Apolonio de Rodas 14 (más 1), por nombrar tan sólo a los más
importantes. El hecho de que un número bastante grande de frag­
mentos pertenezca a obras que no somos capaces de identificar y que
no han llegado hasta nosotros de otra forma, nos recuerda que sólo
una pequeña parte de la literatura griega (y lo mismo vale decir de la
latina) ha sobrevivido para la posteridad.
Como se puede comprender, una valoración mecánica de este es­
quema, como la que hemos intentado hacer, se ve afectada por defi­
ciencias y posibles errores. Es preciso sin embargo admitir que el
conjunto nos proporciona un cuadro realmente impresionante de los
hábitos de lectura y del gusto literario de las pequeñas ciudades de
provincia, de entre cuyos basureros ha sido extraído este material.
Predomina la literatura clásica del periodo de mayor esplendor de
Grecia. El patrimonio jfue bastante abundante y se comprende fácil­
mente que en los grandes centros culturales, como Alejandría, Pérga-
mo y Atenas, debió de ser aún más notable y variado.
Sí se presta atención a ia distribución cronológica de los hallaz­
gos, resulta que los siglos II y ni d.C. son aquellos mejor representa­
dos en número. Esto es totalmente natural. Los primeros tres siglos
de nuestra era constituyen el gran periodo de florecimiento de la cul­
tura grecorromana en Egipto y fue entonces cuando la formación li­
teraria y la pasión por la lectura alcanzaron su máxima expresión.
Más tarde comienza un lento declive de la cultura romana en gene­
ral, y la difusión del cristianismo limita también claramente el interés
por las producciones de la poesía antigua.
Pero estas cifras ¿pueden decirnos algo sobre lo que era capaz de
ofrecer en Egipto el comercio librario? Por supuesto muchos frag­
mentos son copias que se procuraron particulares para su uso priva­
do, pero la frontera entre copias privadas parecidas y las ediciones
comerciales es fluctuante: sólo en unos pocos casos se puede atribuir
con un cierto grado de seguridad un fragmento papiráceo a una u
otra categoría 20. No carece por lo tanto de justificación sacar del
material recopilado, por muy mutilado e incompleto que éste sea,
conclusiones sobre los tipos de productos comerciales librarlos que
llegaron a las ciudades helenísticas provinciales de Egipto. Los hallaz­
gos papiráceos nos proporcionan una especie de «barómetro libra-
río» que nos muestra qué libros se leían y cuáles se compraban.
Sabemos bastante poco sobre los precios aplicados en el co­
mercio librario griego. Según el pasaje ya citado de la Apología de
Platón, quizá fue posible comprar los escritos de Anaxágoras (o
bien uno de sus escritos) por una cifra no superior a la dracma, un
precio modesto. En otros casos los precios habrían sido altos. Na­
turalmente la presentación editorial cambiaba mucho y sus varia­
ciones influían en el nivel de los precios. Ejemplares poco vistosos
se podían comprar a un precio relativamente bajo, mientras que
trabajos costosos e ilustrados exigían precios más altos 21. Los li­
bros raros probablemente se pagaban caros: no hace falta decir que
la ley de la oferta y la demanda era tan válida entonces como aho­
ra. Platón se dice que pagó 100 minas por las obras en tres libros
del famoso filósofo pitagórico Filolao, que fueron adquiridas en Si­
cilia después de haber sido encargadas 22. Aristóteles debió pagar
tres talentos áticos por los escritos del filósofo Espeusipo 23. Estos
importes son muy difíciles de traducir al cambio moderno, pero se
trata en cualquier caso de sumas enormes. Naturalmente es tam­
bién posible que estos datos sean exagerados, pero no hay pruebas
concluyentes de ello. Luciano cuenta que pagó 750 dracmas por una
obra atribuida a Tisias, un rétor siciliano del siglo v 24.
Si sabemos tan poco sobre los precios de los libros griegos, aún
menos sabemos sobre una cuestión que para los autores de nuestros
días es capital: ¿proporcionaba ganancias o beneficios económicos la
actividad de escritor? El mundo antiguo no conocía los derechos de
autor en el sentido actual y ninguna legislación limitaba la libertad de
acción ni de editores ni de libreros. Difícilmente se puede hablar de
un honorario para el escritor en el sentido hoy atribuido al término.
Intentaré arrojar más luz a estas relaciones en la sección dedicada al
tratamiento del comercio librario en Roma y en el mundo grecorro­
mano. Allí el material es un poco más abundante, aunque todavía pa­
rece bastante escaso 2V
Una idea de la retribución de un cantor o poeta de la época ar­
caica nos la proporciona la conocida historia del octavo canto de la
Odisea. En la corte del rey de los feacios, Alcínoo, se celebra una es­
pléndida fiesta antes de la partida de Odiseo, y el cantor ciego, De-
módoco, transmite esplendor y alegría a la fiesta.
«El divino poeta» se presenta en escena con diversos cantos. Al
principio del convite sucede lo que sigue:

Y llegó el heraldo, guiando al agraciado aedo,


Demódoco, venerado por el pueblo; y lo hizo sentarse
entre los comensales, apoyándolo en una alta columna.
Entonces llamó al heraldo el astuto Odiseo,
cortando un trozo de lomo —pues quedaba el más grueso—
de un puerco de blanco colmillo y estaba cubierto de abundante grasa:
«Heraldo, toma; lleva esta carne, para que coma,
a Demódoco; yo le saludo, aunque angustiado;
entre todos los hombres de la tierra los aedos
son dignos de honor y respeto, porque la Musa
les enseñó sus cantos; ella ama a los cantores».
Así habló; y el heraldo, llevándola en la mano, la dejó delante
del divino Demódoco, que la aceptó y se regocijó en su corazón 26.

Esta narración podría ofrecer un buen cuadro de cómo vivía el


«poeta-cantor» en una corte principesca en la que recibía su «hono­
rario». Su posición era presumiblemente la misma que la de sus cole­
gas entre nuestros antepasados normandos.
En la corte de los tiranos, que abundan desde la mitad del siglo
Vil a.C., el poeta se convierte en una figura indispensable que, a pesar
de su relación de dependencia, es capaz como individuo de ejercitar
creativamente su arte 21. Baste recordar a Anacreonte, que vivió y
compuso poemas durante muchos años en la espléndida corte de Po-
lícrates de Samos.
En épocas posteriores la retribución del poeta tiene lugar de otra
manera. Los cantos de victoria de Pindaro le proporcionaban consi­
derables recompensas, que le eran entregadas por el orgulloso vence­
dor cuando regresaba a su país desde Olimpia o cualquier otro lugar
en que se hubieran celebrado juegos panhelénicos. Los grandes poe­
tas trágicos de Atenas recibían en los festivales recompensas de dis­
tinto valor, a veces sin embargo considerables.
El comercio librario alcanza su plena madurez sólo en relación
con una gran biblioteca destinada a la investigación. La biblioteca ne­
cesita un comercio de libros para poder constituirse y también para
poder crecer y desarrollarse según directrices razonables. El comer­
cio librario necesita una biblioteca para acostumbrarse a cumplir con
otras y más elevadas obligaciones que no sean la satisfacción de un
momentáneo deseo de lectura. Una relación equilibrada y mutua en­
tre los dos motores más fuertes de la cultura libraria, la biblioteca y
el comercio, no ha sido nunca más intensa y armónica que en Alejan­
dría, la poderosa capital del Egipto helenístico, en el siglo m a.C. y en
la época inmediatamente posterior. El Museo de los Ptolomeos, una
de las más soberbias instituciones culturales de la Antigüedad, se
convierte en una biblioteca de dimensiones universales. Cuando ar­
dió, a consecuencia de los acontecimientos de la guerra entre César y
su adversario Pompeyo en el 48 a.C., debía de contener unos 700.000
volúmenes. En ella estaba contenida realmente toda la literatura grie­
ga de alguna importancia.
El Museo era un centro de investigación filológica y literaria de
primer orden. Su obligación consistía no sólo en recopilar toda la li­
teratura griega y catalogarla, sino también en comentarla científica­
mente y sobre todo en preparar ediciones completamente rigurosas
desde el punto de vista formal. Para lograr un fin tan elevado, los pri­
meros representantes de la dinastía ptolemaica no escatimaron medio
alguno. Contrataron a los más renombrados filólogos de su tiempo
con el fin de agrupar los libros por series y de confeccionar los textos
definitivos. Sus encargados viajaban por todo el Mediterráneo orien­
tal y tenían amplios poderes para adquirir toda la literatura impor­
tante. Se cuenta que el tercer soberano de la dinastía, Ptolomeo
Evergetes, tomó prestado de Atenas el ejemplar oficial de los grandes
autores trágicos áticos tras el pago de una enorme fianza (quince ta­
lentos) y dejó después que venciera el empréstito reteniendo el ma­
nuscrito que se le había prestado. Una orden de este mismo monarca
clarividente y sin prejuicios mandaba que todos los pasajeros de em­
barcaciones que entrasen en el puerto de Alejandría depositaran
todos los libros que llevaban con ellos a bordo: como indemnización
recibirían copias realizadas a toda prisa 2S. Es lógico suponer que los
aduaneros egipcios limitarían su celo a libros que tenían un cierto va­
lor para la crítica textual.
Publicar un texto correcto y fidedigno era una meta no sólo am­
bicionada, sino además muy difícil de alcanzar. Aún hoy, más de qui­
nientos años después de la invención del arte de la imprenta, los es­
critores de la Antigüedad son editados no pocas veces de forma
mutilada y tergiversada. En una época en la que todo debía de escri­
birse todavía a mano, las causas de error eran naturalmente bastante
numerosas; volveremos sobre ello en seguida. Los filólogos del Mu­
seo, dirigidos por hombres como Calimaco y sus colegas, hicieron ta­
bla rasa de toda una maraña de falsas lecturas y de alteraciones arbi­
trarias cuando fijaron los textos de los escritores importantes en un
sentido estrictamente científico.
Esta labor redundó en beneficio del comercio librario alejandrino
que —como se puede suponer fácilmente— tuvo la posibilidad de
consultar los textos-ejemplares de la biblioteca. Sus productos se hicie­
ron famosos gracias a su fiabilidad y alta calidad, y de esta forma la li­
teratura griega se difundió por todo el mundo de la cultura helenísti­
ca. Incluso después del ocaso riel Musco, los textos alejandrinos
ejercieron una función decisiva, aunque la alta calidad de los ejempla­
res destinados al comercio hubiese ya desaparecido. Cuando una de
las bibliotecas públicas de Roma, en el pórtico de Octavia, ardió en el
año 80 d.C., el emperador Domiciano hizo enviar una expedición de
escribas a Alejandría para copiar y corregir los textos clásicos 29.
El incendio del Museo fue una catástrofe para la cultura: sin duda
en ese momento gran número de obras de la literatura griega se perdió
ya para siempre. Los textos recopilados allí eran excepcionales y ningu­
na otra biblioteca del mundo helenístico pudo medirse con la posición
dominante que ocupaba. Con todo, hubo algunas que alcanzaron pro­
porciones grandiosas y una riqueza e importancia acordes con ellas.
Algo posterior al Museo es la segunda biblioteca fundada por los
Ptolomeos en Alejandría, el Serapeo, que después de la desaparición
de la institución hermana mayor pudo asumir en cierto modo las
obligaciones de ésta. Asimismo, Ptolomeo Filadelfo, el segundo de la
dinastía, regaló a la ciudad de Atenas en la primera mitad del siglo m
una biblioteca; fue este mismo Ptolomeo quien hubo de desempeñar
más tarde un importante papel cuando se intentó que estuvieran dis­
ponibles en ella textos-modelo, algo que anteriormente había sido
obligación del Museo 30.
En Pérgamo, en la parte occidental de Asia Menor, otro príncipe
helenístico, el rey Atalo I, rivalizando intencionadamente con los
Ptolomeos, fundó en la segunda mitad del siglo III una biblioteca que
bajo su sucesor se desarrolló rápidamente, de tal modo que alcanzó
unas dimensiones imponentes y una importancia decisiva para el de­
sarrollo de la literatura científica en las bibliotecas. Las ruinas que
Han salido a la luz gracias a las excavaciones nos proporcionan un
buen cuadro de la configuración arquitectónica de una gran bibliote­
ca antigua 31. Y en torno, por todo el Oriente empapado de la litera­
tura griega, no tardó en surgir un gran número de colecciones am­
plías y en rápido crecimiento.
Todas estas bibliotecas, gracias a su inteligente política de adqui­
siciones, debieron contribuir en gran medida a promover el desarro­
llo y el rendimiento del comercio librario, aunque ellas mismas pose­
yeran en cierta medida copistas adscritos a sus dependencias. A los
coleccionistas privados de libros ya hemos aludido; el número de
éstos creció e incluso debió de influenciar fuertemente el floreci­
miento del comercio librario.
Un testimonio del vivo interés por el libro y de la inclinación a
adquirir libros viene dado en su género por la literatura bibliográfica
y bibliófila, que empieza a ser frecuente y probablemente tuvo su ori­
gen en Pérgamo. Alrededor del año 100 a.C. el gramático Artemón
de Casandria escribe libros con indicaciones para coleccionarlos y
hacer un uso correcto de ellos 32. Podemos seguir este género de lite­
ratura hasta la época imperial, incluso entre escritores que al menos
temporalmente estuvieron activos en un ambiente romano. Ya aquí
se puede recordar al gramático Herenio Filón, que aproximadamente
alrededor del año 100 d.C. escribió en total doce libros sobre la ad­
quisición y la elección de libros 33; Télefo de Pérgamo, el maestro del
emperador Vero, que escribió acerca de los «libros que merecen ser
adquiridos», y Damófilo de Bitinia, cuya obra P hilóbiblos de fines del
siglo II d.C. nos conduce ya hacia la imagen del clásico de la bibliofi-
lia en el medievo, el obispo de Durham, Richard de Bury.
Alejandría siguió siendo el centro más rico del comercio líbrario
del mundo antiguo: sólo poco a poco, muy lentamente, fue superada
por Roma. Los impresionantes y constantemente renovados hallazgos
de fragmentos papiráceos que las arenas de Egipto han conservado
hasta nuestros días atestiguan de forma elocuente el desarrollo y la
capacidad productiva del comercio librarlo en las orillas del Nilo.
Pero este testimonio es sobre todo de carácter general. En realidad,
son sorprendentemente escasos los detalles concretos que se pueden
obtener de este atormentado material para la historia del comercio li­
brarlo.
Los libreros griegos de la Antigüedad son para nosotros anóni­
mos las más de las veces. Un escritor de lengua particularmente mali­
ciosa los caracteriza como gente ignorante o de poca cultura 34. Se
trata del rétor y sofista Luciano de Samósata, del siglo n d.C., mordaz
satírico, el Voltaire de la literatura griega. El nos transmite por lo de­
más los nombres de los dos representantes más exquisitos de este ar­
te, Calino y Ático. De Calino no sabemos nada; de Ático algo más.
Probablemente Luciano tiene aquí en su punto de mira a un hombre
del que en seguida deberemos ocuparnos más de cerca, o al menos
alude a él 35. A pesar de su nombre, que recuerda al Ática y a Atenas,
se trata de un romano al que le está reservado un puesto de particu­
lar relevancia en la historia del comercio librarlo de la Urbe. Para
esta última, las fuentes fluyen un poco más abundantemente que
para la historia del comercio librario griego.

II. Roma y la época grecorromana

Roma conquistó por la fuerza de sus armas el área de la cultura


griega, pero Grecia conquistó con su cultura al joven pueblo victorio­
so. En la época de la segunda guerra púnica, hacia fines del siglo m
a.C., comienza realmente el influjo de la cultura griega. El poeta arcai­
co romano Porcio Licinío lo recuerda con un pesado ritmo trocaico 3Ó:

En la segunda guerra púnica la Musa, con paso veloz,


se introduce en el belicoso pueblo romano todavía salvaje.
Con la cultura griega entraron en Roma, poco a poco, también
las colecciones de libros y el comercio librario. Es posible que tam­
bién los etruscos —el pueblo vecino de los romanos y más avanzado
que éstos en numerosos aspectos— contribuyeran al progreso del co­
nocimiento y del interés por los libros en la ciudad del Tíber, cada
vez más poderosa política y militarmente, pero todavía pobre desde
el punto de vista cultural37.
Esta evolución se produjo de foma gradual. El interés por la lite­
ratura y por los libros se manifestó de modos diversos. Cuando los
romanos, tras la batalla de Pídna en el 168 a.C., destruyeron el reino
macedonio, el triunfador, el cónsul Lucio Emilio Paulo, se quedó
como botín la biblioteca de Perseo, el rey macedonio derrotado. En
el 84 a.C. el dictador Sila conquistó Atenas: su botín de guerra inclu­
yó la biblioteca del famoso coleccionista, filósofo y general Apelicón,
que contenía, entre otras cosas, restos de las colecciones de Aristóte­
les y Teófrasto. Lúculo, cuya importancia como general superaba con
mucho su buen gusto, condujo sus legiones a la victoria sobre Mitrí-
dates del Ponto, que había sido el más peligroso enemigo de Roma
durante mucho tiempo. De su expedición se llevó como trofeo de
guerra una biblioteca de imponentes dimensiones. Pero naturalmente
el deseo de coleccionar libros encontró otros medios más pacíficos
de satisfacerse. El interés por la literatura griega creció rápidamente;
a mediados del siglo i a.C. nos encontramos en los albores del perio­
do de más rico florecimiento literario de Roma: la época augústea. Ya
durante los últimos años de la República se puede encontrar en Ro­
ma una actividad comercial y editorial muy intensa.
Es preciso sin embargo considerar como altamente probable
que la historia del comercio librario romano comenzara mucho an­
tes. Es impensable que se desarrollara de improviso, sin signos que
lo comunicaran, de forma súbita. Y tampoco debemos olvidar que
Roma, ya mucho tiempo antes de Cicerón, poseía una literatura
notable, en parte excelente, aun prescindiendo de la literatura dra­
mática, que se disfrutaba sobre todo en el teatro. Los escritos de
estos poetas épicos, historiadores y oradores arcaicos debieron de
difundirse, editarse y sin duda también venderse; nosotros, no obs­
tante, no conocemos editor o librero alguno de la época arcaica.
Ninguno de ellos ha tenido un intercambio epistolar con un Cice­
rón que pudiese transmitir su nombre a la posteridad: vixere fortes
ante Agamemnona multi... 3S.
El primer editor-librero de Roma cuyo nombre nos es conocido
—y en cierto modo el primero de todos— es el amigo de Cicerón,
Tito Pomponio Ático, quizá uno de los editores-libreros menciona­
dos por Luciano. Cicerón, el maestro de la prosa romana, desplegó,
como se sabe, una actividad literaria de magnitud bastante consi­
derable. Fue mérito de su amigo Ático el que esta obra tuviese una
difusión coronada por el éxito. Ático tenía excelentes cualidades para
convertirse en un editor de categoría: tenía una profunda cultura,
que había adquirido sobre todo durante una larga estancia en Atenas
(de ahí su sobrenombre de Ático), poseía un apasionado interés lite­
rario, amplias relaciones y, por añadidura, impresionantes medios fi­
nancieros y una marcada propensión por la actividad comercial. El
dio ocupación en sus talleres del Quirinal a una plantilla de escri­
bas altamente especializados (librarii) y de correctores (anagnostae).
Parte de éstos eran sin duda griegos, como parecen indicar sus nom­
bres, por ejemplo Dioniso, Anteo o Farnaces 39. Sus ediciones de au­
tores griegos y latinos eran muy apreciadas gracias a la calidad de sus
textos. Desde este punto de vista, la actividad de Ático constituye
realmente una piedra miliar de la actividad editorial romana. Sus pre­
decesores poseían una fama, seguramente merecida, de productores
de textos poco fidedignos y de escaso valor, asunto sobre el cual vol­
veremos. Ático poseía un ejemplar-modelo de las obras de Cicerón,
que algunas décadas después de su muerte era propiedad del librero
Doro 4Ü. Su biblioteca, rica en obras griegas y romanas, desde luego
estaba constituida exclusivamente por textos de primer orden.
Por el intercambio epistolar con Cicerón, que ha- llegado hasta
nosotros, podemos seguir sus relaciones con el amigo también desde
el punto de vista de las técnicas editoriales. Nos enteramos nada me­
nos de que Cicerón concede a Ático una especie de derecho exclusi­
vo de publicación de sus obras, algo que a continuación intentare­
mos explicar qué pudo significar. En una carta está escrito: «Has
vendido estupendamente mi discurso en defensa de Ligario. De todo
lo que escriba en el futuro, te confiaré la propaganda y la venta» 41. Y
en otra carta: «Me gustaría que mis libros no fueran editados por na­
die más que por ti» 42. La satisfacción de Cicerón y el deseo expresa­
do por él no pueden sin duda deberse al hecho de que él sacase un
determinado beneficio económico de las ventas (infra, pp. 87-89);
más bien, como todo escritor ambicioso, estaba satisfecho por el éxi­
to de difusión de sus escritos.
La actividad de Ático, como ya se ha señalado, no se limitaba a la
voluminosa producción ciceroniana; sin embargo, tampoco hemos de
imaginar que tuviera proporciones demasiado grandes. Podemos pen­
sar, por los motivos antes expuestos, que esta actividad se limitaba
no sólo a las ediciones de calidad, sino también a escritores de cate­
goría. Cicerón, por ejemplo, intenta continuamente persuadir a su
amigo de que publique un escrito del partidario de César Aulo Hir-
cio: se trataba de una réplica, inspirada por César, al encomio cicero­
niano de Catón el Joven, que contenía sin embargo exageradas ala­
banzas a su autor 43. No sabemos si en este caso Ático tuvo en cuenta
las recomendaciones de Cicerón. Hírcio habría merecido sin duda
un editor de esa clase, ya que su continuación de las memorias de
César sobre la guerra de las Galias es una buena muestra literaria,
aunque no parangonable a las partes escritas por éste.

Sabemos ya con cierta exactitud cómo nacía un libro en la anti­


gua Roma. Ahora nos proponemos intentar seguir su camino desde el
manuscrito dél autor hasta el mostrador del librero, en la capital y en
la ciudad de provincias.
Antes que nada, la nueva obra poética era presentada a menudo;
con una lectura hecha por el propio autor, primero ante un círculo
dé amigos, después en público. Estas lecturas, para las que existen
paralelos también en nuestra época, creaban un contacto por lo gene­
ra) directo entre el escritor y su público y podían representar para el
autor un valioso estímulo, quizá incluso una especie de barómetro li­
terario. Estas “recitatíones” se hicieron extremadamente populares
en lá'Roma imperial, tanto que se las podía temer y aborrecer por su
cargante tediosidad. Ya Horacio observa, incisivo, que se abusa de
la paciencia del auditorio, puesto a dura prueba por los poetas que
recitan.
En lo que respecta al siglo i d.C., debe pensarse que la capacidad
de leer y la cultura literaria experimentaron un incremento constante
en los diversos estratos sociales del público romano y que creció no­
tablemente la actividad literaria 44. El comercio librario asume una
importancia cada vez mayor para dar así satisfacción a la creciente
demanda de libros. También las recitaciones literarias están atestigua­
das cada vez más a menudo, aunque con frecuencia con un matiz de
amarga desesperación. Tanto el mordaz novelista Petronio como Sé­
neca el filósofo, el incisivo epigramático que era Marcial como Plinio
el Joven, un refinado diletante, y también el sombrío poeta satírico
Juvenal con sus oscuros colores exentos de humour, nos testimonian
este fenómeno y nos proporcionan indicaciones concretas que vier­
ten algo de luz sobre acontecimientos literarios a los que se debían
dejar llevar movidos más o menos por la ambición, por el sentido del
deber o por la insistencia de los autores.
No se trataba desde luego de pequeñeces de las que uno se pu­
diera desembarazar en seguida. En una de sus últimas cartas, Plinio
el Joven se lamenta del poco interés que se mostraba en esos años
por la poesía 45: «En la época de nuestros padres se cuenta que las
cosas sucedían de un modo bien diferente», dice este laudator tempo-
ris acti. Antes los poetas tenían el auditorio lleno y el propio empera­
dor encontraba tiempo para ir a los recitales. «Ahora, por el contra­
rio, es necesario rogar e invitar con mucha anticipación a los peores
vagos, y a pesar de ello o bien no vienen, o bien, cuando vienen, se
lamentan de haber echado a perder un día.» Y lo que es peor: «La
mayor parte de los invitados se sienta alrededor del pórtico y se pasa
el tiempo chismorreando; de cuando en cuando hacen que se les co­
munique si el conferenciante ha llegado, si ha terminado de leer la
introducción o si ha ultimado la lectura de una buena parte del ma­
nuscrito. Sólo entonces entran, aunque lentos e indecisos. Sin embar­
go no se arriesgan ni siquiera a permanecer allí, sino que se alejan
antes de que llegue el fin, unos con paso furtivo, con una cierta ver­
güenza, otros a la vista de todos y sin inhibición alguna». Con todo, a
pesar de esta falta de interés por parte de un público insensible, si
hemos de creer a Plinio no habría pasado un solo día del mes de
abril sin que alguien hiciese una lectura.
Como se ha dicho, la lectura podía representar un estímulo para
el autor. Este podía animarse a dar el paso siguiente, esto es, encargar
copias de la obra para su difusión dentro de un círculo limitado de
amigos e interesados. A menudo consejos e indicaciones de parte de
los amigos podían ser de importancia inmediata para el autor cuando
daba a su escrito la forma definitiva. Así, Plinio el Joven expresa su
agradecimiento por las sugerencias ,de su amigo Pompeyo Saturnino,
pero añade que se reserva plena libertad para publicar su escrito o
retirarlo 46, lo que quiere decir que éste no había sido publicado to­
davía, no estaba editado: era un anécdoton. El hecho de que un traba­
jo se quedase en este estadio podía depender de diversas circunstan­
cias: quizá el autor creyera que no se adecuaba a un público más
amplio, o bien la obra podía ocultar en su interior huellas de una
ciencia secreta, o incluso contener relatos indiscretos y picantes,
“anécdotas” propiamente dichas.
Mientras un escrito hubiese sido presentado sólo oralmente o a
través de una copia que circulase privadamente, era como si no se
hubiese editado todavía, como si no hubiese dado el paso definitivo.
Luego, una vez que el manuscrito había sido ya entregado para la pu­
blicación, se había cruzado la frontera fatal:

... lo que no ha sido editado, lo puedes destruir.


Pero la palabra que ha huido de la boca no se puede hacer volver atrás

dice Horacio 4í.


La publicación podía tener lugar de formas diversas. El propio
autor podía hacer producir un determinado número de copias para
la distribución o para la venta. Antes de que Cicerón encontrase en
Atico a su editor, poseía quizá ayudantes en calidad de copistas; en
efecto, su hermano Quinto le pide en el 58 a.C. que se encargue de la
edición de sus Anales 4S.
Quizá sea éste el momento oportuno para decir algo sobre la fun­
ción del copista en la actividad literaria 49. Las cartas privadas y per­
sonales se escribían por lo general de propia mano: Cicerón índica a
Atico algunas veces que, en contra de lo que era su costumbre, ha
utilizado el dictado para las cartas que le dirige 50. Ovidio se disculpa
con su enfermedad por haber escrito alterius digitis «con la mano de
otros» 51. Autógrafa es también la correspondencia entre el empera­
dor Marco Aurelio y su maestro Frontón, sin contar con algunas ex­
cepciones aisladas Escritos oficiales y qartas destinadas a la publi­
cación eran, por el contrario, habitualmente dictados. Julio César
desarrolló una habilidad extraordinaria para utilizar simultáneamente
entre cuatro y siete copistas 53. Cuando se trataba de trabajos litera­
rios, o al menos en los de prosa, se empleaba regularmente el dictado
(fig. 8): el motivo radica sin duda en el hecho de que de esta manera
la voz y el oído podían colaborar en formar y controlar el ritmo de la
frase. Cicerón representa al orador Galba encerrándose con sus se­
cretarios y dictando simultáneamente varios trabajos, de forma que
hacía vacilar a los pobres copistas con su dictado incesante e impe­
tuoso 54. Plinio el Viejo y también su sobrino Plínio el Joven escribie­
ron sus obras al dictado, y este último lo hizo, por así decirlo, en va­
rias etapas, controlando y corrigiendo personalmente la fases inter­
medias El apóstol Pablo dictaba sus cartas las más de las veces,
pero en ocasiones escribía de su puño y letra algunas partes de ellas
(Gal 6, 11). También la primera carta de Pedro debió de ser redacta­
da por un copista. Un escritor especialmente consciente como Quin-
tiliano desaprobaba este método y escribía sus obras de su puño y
letra 56.
Entre los poetas las cosas se presentaban de manera algo diferen­
te: es verosímil que la redacción autógrafa de los poemas fuese la
norma, aunque no faltan alusiones al otro método 57. Se entiende que
se trata de una broma cuando Horacio representa al poeta satírico
arcaico Lucílio en el acto de dictar sus versos al ritmo atropellado de
unos doscientos a la hora 58.
Gradualmente el término que en latín designa el dictado, dictare,
pasó a significar «componer», «escribir poesía» 59Incluso el término
dictator («el que dicta») se convierte en el latín tardío prácticamente
en un equivalente de scríptor. En francés antiguo el verbo ditier tiene
el mismo significado que el alemán dichten «escribir poesía» y el sus­
tantivo dictié equivale a G edicht «poema». En los préstamos de las
lenguas germánicas como dichten o G edicht encontramos la confirma­
ción y la fase final de este cambio semántico.
Naturalmente, los copistas bien entrenados que estaban a dispo­
sición del escritor podían ser utilizados no sólo para redactar su ma­
nuscrito, sino también para confeccionar más ejemplares destinados a
la distribución y quizá a la venta.
Cuando se dedicaba una obra a un rico benefactor y se encontra­
ba favor a sus ojos, éste podía incluso costear la edición a sus expen­
sas. Un ejemplo de esto lo tenemos en el poeta Estacio (i siglo d.C.),
dotado pero como épico casi insoportable, el cual era, entre otras
cosas, un recitador; alude a este método en el prólogo al segundo li­
bro de su poema de ocasión; Silvae, dedicado al rico Atidio Melior.
Volveremos sobre cuestiones relacionadas con este punto en otro
momento (pp. 88 ss.).
Sin embargo, el iter normal debió de ser cada vez más la publica­
ción mediante un editor que asumía los costes de producción. Cuan­
do se trataba de dar a la publicación una apariencia especialmente
refinada, quizá el propio autor contribuyera personalmente en oca­
siones a cubrir los gastos 60. Sin duda las lecturas públicas desempe­
ñaron la función de despertar en el editor el interés por publicar ía
obra leída. Si el público era entusiasta, se podía confiar en que valie­
se la pena encargarse de la edición.
En latín «publicar un libro» se decía generalmente edere, emitiere,
(divulgare. Conocemos estos términos por las lenguas modernas y por
préstamos. En el Dialogus d e oratoribus de Tácito nos tropezamos con
una extraña expresión (presumiblemente de los años noventa d.C.): in
bibliothecas referre. Hay diversas opiniones sobre cuál puede ser su
significado. No hay duda de que se refiere a la publicación; un escri­
to que se incorporaba a una biblioteca estaba a disposición de todos,
se confiaba realmente al público. La intervención del editor hacía, en
primer lugar, que el libro se reprodujera en varias copias y después
que saliera a la luz. Para su reproducción había un sólo método: su
copia. Si se disponía solamente de un ejemplar como guía, el «ejem­
plar de imprenta» del autor, se podía producir sólo una copia; pero si
por el contrarío se recibían dos, éstos podían a su vez convertirse en
modelo de dos nuevos ejemplares; los cuatro ejemplares podían a su
vez dar origen a otros cuatro, etc.: se trataba, en definitiva, de un pro­
cedimiento más bien complicado. Sin embargo, se podía dividir en
partes el manuscrito y de este modo hacer trabajar a varios copistas
simultáneamente con los diversos trozos: de esta forma la velocidad
de producción aumentaba considerablemente. Esta sin duda podía
alcanzar un ritmo notable. Marcial dice, aun cuando sea con una
cierta exageración no exenta de humor, que el copista —el suyo o el
del editor— podía transcribir íntegramente y sólo en una hora un pe­
queño libro como su segunda colección de epigramas, que compren­
de 540 versos 61. Pero aun cuando, de acuerdo con Birt, haya que
calcular casi el doble de tiempo, era posible obtener una copia con
bastante rapidez. A ese mismo ritmo, todos los libros de epigramas
de Marcial podían haber sido copiados en aproximadamente 34 ho­
ras. No era por lo tanto imposible, con la ayuda de copistas bien en­
trenados que trabajasen simultáneamente, publicar en un tiempo li­
mitado una tirada relativamente alta 62.
Una cuestión que se ha debatido acaloradamente es la de si en la
Antigüedad se trabajaba al dictado incluso durante la transcripción.
Nos llevaría demasiado lejos desarrollar aquí el problema en toda su
amplitud, sobre todo porque sin duda serían necesarias algunas in­
vestigaciones monográficas detalladas si de algún modo se quisiese
tener tierra fírme bajo los pies. Puede ser suficiente el recordar que
—sin contar con determinadas similitudes de carácter general— algu­
nos indicios más que casuales indican que uno o más copistas traba­
jaban según el método auditivo y no según el visual (cf. infra p. 74).
Con todo, es necesario tener siempre presente que durante toda la
Antigüedad se empleó un método de lectura diferente del nuestro: se
leía a solas y en voz alta y no en silencio como hacemos nosotros.
Tínicamente gracias a esta lectura en voz alta se podía valorar en su
totalidad la prosa artística de la Antigüedad 63. Si se leía un texto a
un grupo de estenógrafos bien entrenados, el ritmo de producción,
como es lógico, podía aumentar de modo considerable. Pero al mis­
mo tiempo es probable asimismo que se multiplicaran en gran medi­
da las posibilidades de cometer errores.
La posibilidad de cometer errores era elevada aun cuando no
se copiara al dictado; por ello debía intervenir la labor del correc­
tor, el cual, como hemos indicado ya, era denominado anagnosta.
«Corrección de pruebas» se puede expresar en latín con librario-
rum menda tollere, esto es, «eliminar los errores de los copistas» 64.
No hace falta decir que un control era necesario, igual que lo es
hoy en día, con la sola diferencia de que en la Antigüedad la co­
rrección debía efectuarse sobre cada uno de los ejemplares. Esta
revisión podía realizarse con un grado de precisión variable, igual
que sucede hoy.
Como es lógico, el autor no podía volver a examinar por sí solo
cada copia: como mucho, revisaba algunos ejemplares que se destina­
ban a regalo, o atendía alguna petición particular 65. En otro caso,
esto era obligación del editor: los editores conscientes, una vez ulti­
mada la revisión, hacían que sus correctores colocasen un signo para
indicar que el ejemplar había sido vuelto a examinar mediante la lec­
tura y, en algunos casos, cotejado con un buen manuscrito [legiy
emendüvú con tu li, relegó después recen su i 66). Atico era conocido por
poseer anagnostae optimi, «excelentes correctores» 67, Incluso Cicerón,
que en sus cartas se había lamentado con amargura del penoso
estado de los ejemplares sacados con anterioridad a la venta, estaba
contento con el rendimiento de estos correctores y sus pretensiones
no eran desmesuradas. El mismo nos informa en una carta que en
uno de sus manuscritos, concretamente en el Orator} había confundi­
do los nombres de dos comediógrafos atenienses: Aristófanes y
Eupolis. El manuscrito había pasado ya al editor Atico, el libro había
sido publicado y una parte de la tirada había sido ya nada menos
que distribuida. Cicerón pidió entonces al editor que corrigiese el
error con la ayuda de sus copistas en todos los ejemplares accesibles,
y eso fue exactamente lo que se hizo, de forma que esta corrección
contra manuscriptum se llevó a cabo en todas las copias que nos han
llegado, puesto que allí leemos el nombre de Aristófanes 68.
Las copias en las que podía atestiguarse que insignes eruditos ha­
bían realizado un control textual eran particularmente apreciadas.
Esto se comprobará en nuestra exposición subsiguiente, cuando ha­
blemos de los precios de los libros en la antigua Roma.
A este respecto merece la pena que contemos una pequeña anéc­
dota. Esta nos ha sido transmitida por Aulo Gelio, un polígrafo del
siglo I I d.C. cuyos escritos están plagados de todo tipo de entreteni­
das fruslerías histórico-culturales que revisten con frecuencia un inte­
rés especial. El escenario es una librería romana. El librero se jacta
de que los ejemplares que ofrece de los Anuales de Fabio Píctor, his­
toriador romano arcaico tan famoso y respetado como árido (es una
de las fuentes más importantes de Livio), están totalmente desprovis­
tos de errores. Para dar .todavía más énfasis a su credibilidad, ofrece
una determinada suma como garantía de la veracidad de sus afirma­
ciones. Con todo, el desconfiado comprador hace que el libro sea
■examinado por un eminente filólogo y éste desgraciadamente en­
cuentra un error. Se recordará, en este sentido, la orgullosa promesa
del editor alemán Góschen, que se empeñó en pagar un ducado
como compensación por cada error de imprenta descubierto en su
edición de Homero 69.
No hace falta decir que otros editores eran menos cuidadosos a
la hora de confeccionar un texto impecable. Hemos mencionado ya
las quejas de Cicerón. Una profunda desesperación se oculta tras sus
palabras: de latinis libris quo m e vertam nescio; ita m endose et scribuntur et
veneunt («en lo que respecta a los libros latinos, no sé a quién me
debo dirigir; de tal modo se distorsionan cuando se editan y ven­
den») 70. El mismo fastidio melancólico caracteriza al geógrafo Estra-
bón, que en el 29 a.C. llega a Roma habiendo acumulado experien­
cias de diversas partes del imperio. Este afirma enojado que los
editores de Roma e incluso de Alejandría empleaban copistas mal
adiestrados y no se responsabilizaban de un cotejo cuidadoso de los
textos 71.
Es muy verosímil que dos personas se ayudaran alternativamente
durante la corrección: una leía en voz alta el modelo, la otra seguía
la lectura sobre ía copia y corregía. A un procedimiento de este tipo
alude Sídonio Apolinar, obispo de Clermont en el siglo v: desgracia­
damente, a la persona que había prometido contra legere durante la
revisión de una copia recién concluida, no le ha sido posible hacerlo
por culpa de una enfermedad 72. Un método semejante de revisión
está atestiguado en dos noticias del códice Sinaítico, uno de los más
importantes manuscritos bíblicos griegos, escrito en el curso del siglo
iv, quizá antes de su ecuador. Determinados libros de la Biblia que
figuran en este manuscrito fueron cotejados con un manuscrito de
una gran antigüedad. El libro fue corregido de nuevo en el 309 por
Panfilo de Cesarea (el mismo que asimismo copió el texto) en la cár­
cel, con la colaboración de su confesor Antonino, el cual leía de su
modelo. El Sinaítico presenta por lo demás diversos errores ortográfi­
cos debidos a razones fonéticas, que por sus características se pueden
explicar fácilmente sí se postula que el códice fue no sólo corregido,
sino también escrito al dictado. Un texto homérico (litada XI-XVI)
que se encuentra ahora en la famosa Pierpont Morgan Library de
Nueva York y que fue escrito en los siglos I I I o i v d.C., revela, gracias
a indicios sólidos, que fue compuesto al dictado; se trata de un pro­
ducto de serie a bajo precio /3.
Las consideraciones sobre las numerosas posibilidades de error
se pueden concluir con la siguiente pequeña anécdota. Ireneo, padre
de la Iglesia y obispo de Lyon, habría concluido, según el fidedigno
testimonio de San Jerónimo, uno de sus trabajos con estas insistentes
palabras de advertencia: «En nombre de Nuestro Señor Jesucristo y
de su regreso a la Gloria [...] yo te suplico a ti, que copias este libro,
que cotejes cuidadosamente la copia confeccionada y la corrijas de
acuerdo con el ejemplar a partir del cual has realizado la transcrip­
ción». El copista debía de consignar esta advertencia incluso en su
copia y transmitir de esa manera el mensaje 74,
Los copistas de un editor eran por lo general esclavos especial­
mente entrenados. Sin embargo, podían ser también ciudadanos li­
bres; es más, durante el periodo imperial es frecuente que el número
de esclavos disminuya y su lugar lo ocupen trabajadores libres. Un
trabajador libre debía ser retribuido aun siendo copista. Es evidente
que se trabajaba a destajo y se recibía una compensación según el
número de líneas copiadas: esto en cualquier caso es algo que ocurre
tras el periodo neroniano (mediados del siglo i d.C.). Como unidad
de medida se escogió el fluctuante hexámetro, el rey de todos los
metros. Se estableció que estaba formado por una media de quince
sílabas y, de forma global, por treinta y cinco letras. Este modo de
medir las dimensiones de un escrito mediante el cómputo sumario
de las líneas de escritura es llamado «esticometría». El copista indica­
ba a menudo al final del libro el número de líneas escritas. Encontra­
mos esta indicación esticométrica en algunos papiros llegados hasta
nosotros, notablemente diferentes entre sí en lo que respecta a su ca­
lidad: con escritura elegante o descuidada, corregidos o no corregi­
dos, producidos para uso privado o para la venta 75.
Con la esticometría se conseguía un doble objetivo. Ante todo, se
tenía la posibilidad de establecer con un cierto grado de seguridad si
un libro estaba completo. En segundo lugar —y éste era quizá el ob­
jetivo primario—, se podían calcular los honorarios del copista. Este
método de cálculo se presupone en la así llamada «tarifa máxima»
del famoso edicto de los precios del emperador Diocleciano, del año
301 d.C. En éste, una sección de cien líneas (versus) se mide de acuerdo
con la más alta tarifa admisible para un copista. Se mencionan dos cali­
dades diferentes de escritura libraría, la mejor (scriptura óptima) y la de
calidad inferior {scriptura sequení). La tarifa para el primer grupo alcan­
zaba, a lo que parece, los veinticinco denarios. Según el mismo edicto,
un notario que escribía documentos podía calcular su remuneración
por la redacción de diversas actas (como facturas, contratos, etc.) sólo a
partir de una tarifa más baja: diez denarios por cien líneas 76.
De la asignación del salario a un copista existe por lo demás un
buen ejemplo en un papiro de la primera mitad del siglo m d.C. Este
demuestra que, en total acuerdo con las prescripciones finales del
edicto de Diocleciano, se calculaba una retribución distinta para las
distintas calidades de escritura. Sin embargo, la tarifa es claramente
más baja que la prevista en el edicto imperial. A pesar de la dificul­
tad de seguir el cambio del valor del dinero, ésta es una confirma­
ción del hecho de que, a causa del más bajo coste de la vida, los tra­
bajadores de Egipto recibían salarios más bajos que sus colegas de
Italia. En el famoso códice papiráceo de la Morgan Library de Nueva
York del cual se ha hablado ya, uno de los libros más grandes llega­
dos hasta nosotros, encontramos un caso muy interesante. El copista
calcula la propia prestación y el corrector —que representa al edi­
tor— controla este cálculo. Los dos llegan a resultados diferentes,
algo que nos da a conocer explicables pero a la vez reprobables incli­
naciones humanas: el copista calcula demasiado alto, el corrector de­
masiado bajo 77.
Puesto que se pagaba al copista de acuerdo con la cuantía de su
prestación, era del todo natural que él intentase acelerar su ritmo lo
más posible. Es evidente que este método de trabajo no producía los
mejores resultados desde el punto de vista de la calidad. Marcial alu­
de a este hecho;

Si tú encuentras, lector, un pasaje que te parezca extraño,


y despropósitos aquí y allá contra la gramática y las reglas,
no es culpa mía; el escríba, de prisa y corriendo,
ha cometido los errores, porque aspira a un salario más alto /8.

Cuando posteriormente se había copiado un determinado núme­


ro de ejemplares del libro y éstos se habían revisado y corregido, era
necesario preparar cada ejemplar para la venta. Durante la mayor
parte del periodo que tratamos aquí, la forma del lib r o era el rollo He
papiro, que se componía de un número variable de folios con colum­
nas de escritura y se distinguía según su altura y grosor. Sólo hacia fi­
nes del siglo i d.C., por lo qué sabemos hasta ahora, un nuevo tipo de
libro, con formato de códice, comienza a hacer su aparición, hasta
reemplazar gráduálmeñté al rolló cómo transmisor de la literatura de
la Antigüedad.
Este no es lugar para entrar en detalles sobre la producción del
libro. Partimos ahora del ejemplar preparado y listo, esto es, del mo­
mento en que se puede poner en circulación. La obligación del edi­
tor ahora es la de su distribución, más que nada bajo la forma de
contactos con el comercio librario minorista. Con bastante frecuen;
cia, es difícil o del todo imposible distinguir ai editor de! librero mi-,
norisra, algo que en parte se explica sin duda por la circunstancia de
que la misma persona ejercía ambas actividades. La distinción implí­
cita en las observaciones que siguen es por ello a veces artificial y en
muchos puntos insegura.
Ático era, como se ha dicho, un editor de gran categoría. Su acti­
vidad cae dentro del periodo tardío de la República. Conocemos los
nombres de algunos colegas suyos en la antigua Roma algo más tar­
de, sobre todo en el primer periodo del imperio, en torno al naci­
miento de Cristo y en el siglo-inmediatamente posterior.
No sabemos cuál fue el editor que recibió el encargo de publicar
el inmortal epos nacional de los romanos, la Eneida de Virgilio, desa­
parecido prematuramente. Debe de haber sido algún cargo oficial; de
hecho, por expresa orden del emperador Augusto, Vario y Tuca reci­
bieron el encargo ■ —contra la voluntad de su difunto amigo, que des­
de el lecho de muerte habría querido hacer quemar su manuscrito—
de publicar su gran obra, a la que le faltaba todavía la última revi-
sion 79 .
* "

Los hermanos Sosios —con un negocio en el Tuscus Vicus, cerca­


no al arco de Jano y por lo tanto en las proximidades del Foro Ro­
mano con su vida llena de bullicio— se encargaron de la envidiable
tarea de publicar las poesías de Horacio. El ya mencionado Doro, se­
gún la indicación de Séneca, fue el editor y vendedor, entre otras
cosas, de la impresionante Historia romana de Tito Livio. Quizá se hu­
biera especializado en historias monumentales, puesto que antes lo
hemos encontrado como poseedor del ejemplar-modelo de los escri­
tos ciceronianos que perteneció a Ático ao. Del editor del joven Luca-
no, que compuso versos fáciles de declamar y en un estilo revolucio­
nario, tan sólo sabemos que se suponía que hacía buenos negocios.
En Marcial leemos que había personas que no consideraban a Luca-
no como un poeta: pero el librero que publicó sus obras no era de
este parecer, y entendía de esto 81.
Un editor de bastante importancia hacia fines del siglo i d.C. fue
Trifón, quizá un liberto de origen griego. Uno de los productos más
notables de su actividad editorial fueron las finas creaciones del epi­
gramático Marcial. Sin embargo, él no fue su único editor, sino que
tuvo que compartir este honor al menos con un rival, Quinto Polio
Valeriano, que con toda probabilidad publicó las composiciones ju­
veniles del poeta. Probablemente el cambio de editor significara para
Marcial un ascenso dentro de la escala social sin ambiciones de los
escritores 82. Trifón era un editor apreciado que dedicaba su atención
también a la publicación de trabajos menos efímeros, sobre todo del
manual pedagógico, realmente indigesto, del maestro de retórica
Quíntiliano.
Quintiliano nos ha dejado escrito un prefacio a su gran obra que
contiene diversos detalles de interés. El prefacio contiene una dedi­
catoria al editor Trifón de la que se deduce que el editor asumió
la iniciativa de la publicación. Quintiliano había escrito la obra, que
comprendía doce libros, para su amigo Marcelo. Según su parecer no
había alcanzado todavía la madurez necesaria para poder darla por
concluida, aun cuando le había supuesto un fatigoso trabajo de más
de dos años, periodo durante el cual se había dedicado sin duda
también a otros menesteres. Este, por lo demás, no parece ser un Iap-
so tan largo, teniendo en cuenta las dimensiones de la obra, como
para que nos produzca impresión. Quintiliano siguió sin embargo el
excelente consejo de Horacio a los jóvenes poetas y dejó dormir la
obra alrededor de nueve años, con el-fin de examinarla atentamente
como un lector que analiza con espíritu crítico: «Pero si la demanda
es ahora tan apremiante como tú aseguras, déjanos pues izar las velas
y augurarnos un buen viaje, cuando la nave zarpe desde la orilla.
Pero de tu atención y cuidado depende en gran medida que los volú­
menes lleguen a manos del público con el menor número posible de
errores» 83.
Las últimas palabras son significativas. Depende del editor que
cuando su obra salga a la luz sea digna de confianza. Que ésta era ya
conocida por el público es algo que puede deducirse de la observa­
ción «si la demanda es ahora tan apremiante». Podrían haberse pre­
parado diversas copias para uso privado, que quizá difirieran del ori­
ginal en diversos detalles.
Para un escritor, la verdadera ventaja de haber encontrado un
editor prestigioso para las propias obras no residía en el aspecto eco­
nómico. En seguida tendremos la ocasión para volver sobre este
asunto. La ventaja residía más bien en que se recibía una determina­
da protección contra toscas «ediciones piratas», que, sin que el escri­
tor lo desease ni supiese nada de ellas, eran lanzadas al mercado por
individuos emprendedores o por editores poco escrupulosos. Desde
luego, estas ediciones piratas (así deberíamos llamarlas) no eran raras.
Cicerón dice en una de sus cartas a su amigo Atico que no sabe có­
mo uno de sus discursos —presumiblemente el dirigido contra Cu-
rión— pudo llegar a manos del público; el discurso, por lo demás, se
ha perdido 84. También en su famosa obra De oratore Cicerón hace
que el ilustre orador Marco Antonio, que fue una de las víctimas de
las sangrientas persecuciones de Mario en el año 87 a.C., hable de
«un pequeño libro que, sin yo saberlo y contra mi voluntad, se ha
publicado y ha llegado a las manos del público» Cuando Ovidio,
como consecuencia de una repentina hostilidad por parte del empe­
rador, fue desterrado de Roma en el año 8 d.C y recluido en un in­
hóspito rincón de la costa del Mar Negro, no había dado todavía los
últimos retoques a su obra más famosa, las Metamorfosis. El mismo
nos dice que quemó el manuscrito antes de partir. No veo en sí moti­
vo alguno que sea determinante para no dar crédito a esta noticia y
considerarla, apresuradamente, como un guiño jocoso con el que el
poeta quería aludir al poema de Eneas dejado por Virgilio y publica­
do contra su última voluntad. Comoquiera que fuera, había ya copias
en circulación y este texto no autorizado está difundido en numero­
sos ejemplares 86. Quintiliano, al que acabamos de citar, se lamenta
de que oyentes poco atentos hayan tomado apuntes de sus lecciones
y los hayan publicado 87. El gran médico Galeno de Pérgamo, que en
la segunda mitad del siglo íí d.C. se trasladó a Roma, entre otras
cosas, para servir de médico personal de Cómodo, el joven hijo del
emperador Marco Aurelio, se lamenta también porque, sin saberlo él,
se han publicado sus escritos. Diodoro Sículo, otro griego trasladado
a Roma y cuya actividad cae dentro del reinado de Augusto, había
debido de tener ya una experiencia semejante e igualmente deplora­
ble 88. Era el autor de una inmensa Historia Universal en cuarenta li­
bros, una obra que resultaba claramente apetecible a cualquier perso­
na sin sentido de los límites del “derecho de caza” literario, límites
que por lo demás estaban marcados en el mundo antiguo de una for­
ma un tanto elástica 89. Pese a todo, la norma era que la publicación
tuviese lugar con la autorización del autor, pues de otro modo el edi­
tor no habría tenido acceso al texto definitivo. Se arriesgaba así a que
en poco tiempo su edición se hiciese inservible y por ello de difícil
venta, o que un texto aprobado por el autor fuese editado por otro.
Por lo demás no se excluía.tampoco del todo que el autor pudiese
iniciar una querella, una iniuriarum actioy contra el librero que vendía
sus escritos sin permiso 90.
Pasemos ahora del editor al librero propiamente dicho. Este se
llama en latín bibliopola (préstamo deí griego: cf. supra p. 55), a ve­
ces también Ubrarius; en un sentido despectivo es llamado también
libellio 91. Merece la pena subrayar una vez más que el límite entre
los dos tipos de actividad era fluctuante en muchos casos y se nos
revela hoy en día todavía menos claro, dada la limitación de las
fuentes.
Existía en Roma gran número de librerías y de tamaño variable.
Es lo que deja suponer ya Catulo, el mayor lírico de la literatura ro­
mana, en torno al año 50 a.C. 92.
Una librería se llamaba en Roma taberna libraria o, abreviado, li­
brarla 93. Al igual que otros negocios con la configuración habitual de
taberna, se abría hacia la calle y fuera, en las jambas de la puerta o en
los muros, se colgaban avisos y carteles 94. Quizá se expusieran y
mostraran también algunos ejemplares de libros 93. Los bibliófilos, o
cualquiera que tuviese intereses literarios o científicos, se reunían allí
para enterarse de las publicaciones antiguas o recientes que estaban
disponibles en el comercio librario y para discutir cuestiones litera­
rias y científicas %. Aulo Gelio nos transmite varios episodios de esta
clase y relata agudas conversaciones filológicas que se desarrollaban
en las librerías; también en suelo griego hemos encontrado manifesta­
ciones análogas. En el taller los libros estaban dispuestos en diversos
armarios (armaría) o sobre estanterías denominadas n id i3i, o bien per­
manecían quizá también expuestos sobre la mesa {mensa) 98. No hace
falta decir que la literatura más solicitada se disponía de modo que
fuera fácilente accesible ". Séneca señala que era posible que a me­
nudo en el negocio no se pudiera encontrar nada más que lo que
estaba expuesto 100 La disponibilidad no debe de haber sido muy
elevada, al menos todavía en época de Augusto. Horacio relata que
su amigo Iccio debía rebuscar para encontrar los escritos del famoso
estoico Panecio, aunque éste había vivido en Roma, había sido amigo
de Escipión el Joven y había ejercido una gran influencia como fuen­
te del D eofficiis de Cicerón 101.
Conocemos los nombres de varios libreros romanos. Algunos de
los editores que hemos mencionado sin lugar a dudas vendían tam­
bién al por menor sus publicaciones: entre éstos recordaremos a los
hermanos Sosios. Marcial nos transmite los nombres de otros libre­
ros: Atrecto y Segundo I02: el primero vendía ejemplares de las
obras de los poetas de moda confeccionados con gran elegancia.
Ateneo, el gramático y sofista griego que vivió durante mucho tiem­
po en Roma en el siglo iii d.C, nos menciona el nombre de Deme­
trio: es posible, pero no seguro, que con él se refiriese a un libre­
ro 103. Una inscripción de la ciudad de Roma, sin fecha, menciona a
un tal Sex(to) Peduceo Dionisio, liberto imperial, de profesión
bybliopoía 104.
Es verosímil que muchos libreros, como el que se acaba de men­
cionar, pertenecieran a la categoría de los libertos. Lo mismo podría
valer también para una parte de los editores. De Segundo sabemos,
gracias a Marcial, que era liberto y que como esclavo había sido pro­
piedad del erudito Lucense 105. Ático, que era caballero romano, al­
canzaba incluso talla de gigante, desde el punto de vista social, al
lado de la mayor parte de sus colegas.
Las librerías se encontraban en varios barrios de Roma, pero so­
bre todo, como es lógico, en aquellos con un comercio intenso. (Toe-
ron nos habla de una librería en el mismísimo Foro Romano, en la
que Publio Clodio, al ser perseguido, parece que buscó protección
contra la espada desenvainada de Antonio. Esta noticia procede de
un apasionado discurso contra ese odiado adversario político suyo
que fue Antonio y por cuya orden fue asesinado a la postre el gran
orador y escritor !06. Hemos visto ya antes que los hermanos Sosios,
los editores de Horacio, se encontraban también allí cerca. Marcial
menciona a libreros en la vía llamada Argiletum, cerca del Foro de
César (Atrecto) y al lado del templo de la Paz, en el Foro de Vespa-
siano (Segundo) 107. En una de sus poesías nos proporciona estas de­
talladas indicaciones:

Pero, para que no tengas que dar vueltas sin objeto por las calles,
sin saber a dónde ir, toma nota de esta dirección:
vete al negocio de Segundo, justamente detrás del templo de la diosa
de la Paz, cerca de la plaza de Nerva. Allí puedes comprar mi libro 10S.

Gracias a Aulo Gelio, diligente recopilador de noticias y narrador


de anécdotas (hemos hablado ya de él) 109 y al médico Galeno llü, te­
nemos noticia de librerías junto al vicus Sandaliarius, probablemente
al norte o noreste del templo de la Paz, donde parece que estaba si­
tuado el mayor número de ellas en el siglo II. En el barrio Sígilario,
cuya ubicación no estamos en condición de precisar, Aulo Gelio
menciona una librería; todavía en el siglo IV este barrio parece haber
sido conocido como centro del comercio librario 11
El comercio librario romano, que en un primer momento había
sen ido sólo al mundo literario de la capital, se desarrolló rápidamen­
te h i ra alcanzar una importancia universal. Los escritos de Cicerón
encontraron una amplia difusión por todo el imperio romano. De ahí
que su poema que elogiaba su actuación como cónsul y que él esti­
maba mucho, pudiese ser expuesto para su venta en Atenas y otros
rincones del mundo de lengua griega 112. La vida literaria comenzó a
florecer cada vez con más intensidad en las provincias.
En el siglo n d.C. se puede hablar con cierta base de un público
literario relativamente homogéneo en la mayor parte del imperio uni­
versal romano. Han caído las fronteras entre las nacionalidades y las
diversas culturas. El imperium Romanum, con Roma en el centro,
constituye una unidad también desde el punto de vista literario. En
esté mundo de cosmopolitismo literario, la herencia de la Hélade
constituyó siempre el núcleo-base de nuevas ideas U3. Las obras de
los escritores griegos y latinos podían ser adquiridas en seguida en
las librerías tanto de lo que es hoy Francia como en el norte de
África, en España tanto como en el Oriente helenizado. Ya Horacio
prevé con justificado orgullo que sus obras penetrarán hasta el Bos­
foro, hasta las ensenadas de las Sirtes norteafricanas, hasta los pára­
mos helados del Norte, hasta la Cólquide en las costas orientales
del mar Negro, hasta las nieblas impenetrables del Danubio y las
tribus de las orillas del Dnieper, hasta las provincias occidentales y
norocddentales del imperio universal, España y las Galias 114. Ovi­
dio sueña durante su exilio que sus poemas se difundan por todo el
mundo, de Oriente a Occidente 115, Marcial está firmemente con­
vencido de que sus versos serán leídos en Vienne junto al Róda­
no 116 igual que en Britania y de que serán sostenidos por las manos
de los centuriones, ateridas de frío, en la tierra de los getas en el
Danubio inferior 117. Plinio el Joven, hacia el año 100 d.C., recuerda
con cierto asombro que hay librerías en Lyon. «No creí», escribe a
su amigo Gémino, «que hubiera librerías en Lugdunum, y por eso
me puse tan contento cuando me enteré por tu carta de que allí
arriba se venden mis libros. Me complace comprobar que en pro­
vincias gozan de la misma popularidad que en Roma» U8. Aulo Ge-
lio da fe del florecimiento del comercio librario en la ciudad por­
tuaria de Brindisi 119.
Sobre el balance que nos transmite Libanio del comercio librario
en la Antioquía del siglo IV ya hemos hablado.
Alrededor del 400 d.C. el presbítero Sulpicío Severo escribió una
biografía de San Martín, una novela edificante más que una biografía.
Esta obra fue llevada a Roma por el obispo Paulino de Tréveris y allí
se convirtió en un libro de un enorme éxito comercial; esto está fue­
ra de duda, aunque la descripción de Severo está caracterizada por
un evidente tono de autoironía desatada. Por todas partes en la ciu­
dad se rivalizaba por adquirir el libro. Postumiano, un amigo de Sul-
picio Severo, cuenta que los libreros estaban fuera de sí de alegría,
puesto que el libro se despachaba rápidamente y se vendía a muy al­
to precio. Postumiano estaba de viaje hacia África y quería dar una
sorpresa a sus amigos de allí con esta notable novedad literaria, pero
al llegar descubrió que ésta había llegado ya a Cartago, a Alejandría y
a todo el Egipto, incluso hasta el desierto 120.
El nombre de Jerónimo ha aparecido ya en nuestra exposición.
Como contemporáneo algo mayor de Sulpicio Severo, era segura­
mente el hombre más culto de su tiempo, con vastas y extensas lectu­
ras en el campo de la literatura cristiana y profana. A él le parecía
evidente que toda actividad literaria en el fondo encontraba su razón
de ser y a la vez su finalidad en una difusión eficaz. Se escribe un li­
bro no para ocultarlo, sino para verlo publicado y difundido 121.
También sus escritos se difundieron ampliamente por todo el mun­
do. El presbítero español Orosio asegura que todo el Occidente es­
peraba sus obras como cuando la piel de camero ansia el refrescante
rocío 122. Casiano, fundador de conventos, atestigua que las obras de
Jerónimo brillaban por todo el mundo como antorchas divinas J23.
Los escritos de los Padres de la Iglesia fueron por lo general co­
piados y difundidos en gran número. Sus trabajos eran sin lugar a du­
das muy solicitados por todo el mundo cristiano.

No cabe duda de que, al igual que en el mundo helenístico, tam­


bién en Roma y en las provincias de la Europa occidental y de África
las bibliotecas públicas contribuyeron en gran medida a estimular el
dt. ur >llo del comercio librario. La propia Roma obtiene, su primera
biblioteca pública en el 39 a.C. gracias a Cayo Asinio Pollón, un fun­
cio n ario p o lítico de gran cultura. Su amigo, el dictador César, abri­
gaba proyectos en la misma dirección, pero no había podido hacerlos
realidad todavía cuando cayó bajo los puñales de sus asesinos. Au­
gusto quería atraer la atención de sus conciudadanos sobre la prehis­
toria. de Ruui i \ despertar su sentimiento nacional: las bibliotecas pú­
blicas debim favorecer sus propósitos. Ya en el 28 a.C. fundó una
biblioteca en el templo de Apolo sobre el Palatino y más tarde otra
en el campo de Marte (pórtico de Octavia). Varios emperadores con­
tinuaron posteriormente el camino emprendido. De acuerdo con el
llamado Catálogo regional constantiniano de mediados del siglo iv, la
capital del imperio estaba dotada de no menos de veintiocho biblio­
tecas públicas. En muchas otras localidades de Italia y de las provin­
cias, entre otras en la Galla y África, se desarrollaron instalaciones
bibliotecarias a menudo fundadas gracias a donativos de particula­
res 124. Las bibliotecas públicas eran el punto de encuentro de todos
aquellos que quisiesen consultar libros. Se convirtieron también en
centros de discusión científica y literaria en una sociedad en la que la
pasión por leer, el interés literario y el conocimiento de la lectura ha­
bían alcanzado unos niveles muy altos 125.
Las bibliotecas públicas encontraban sus principales fuentes de
abastecimiento en los representantes de un comercio librario que se
hacía cada vez más rico, aunque al menos las más importantes de en­
tre ellas se dedicaban a copiar ejemplares con sus propios recursos.
Junto a los cada vez más numerosos coleccionistas privados, las bi­
bliotecas eran sin duda los mejores y más influyentes clientes del co­
mercio librario.
Cicerón poseía en su casa de Roma una biblioteca con fondos
muy ricos. Pero también en su casa de campo tenía a su disposición
considerables tesoros bibliográficos, de tal manera que podía retirar­
se allí para elaborar sus composiciones literarias y científicas. Atico le
ayudaba a enriquecer sus colecciones :26. El propio Ático, como ya se
indicó, poseía una biblioteca particular muy notable. Otras bibliote­
cas particulares bastante destacadas fueron la del hermano de Cice­
rón, Quinto, y la del erudito Marco Terencio Varrón.
Varrón escribió por lo demás un trabajo (que no ha llegado hasta
nosotros), titulado Sobre las bibliotecas, en tres libros. Escritores más
tardíos, en concreto Suetonio, se sirvieron de esta obra como fuente.
Durante el imperio llegó a ser una costumbre muy extendida la
de dotar a la propia casa de biblioteca. El manual de arquitectura de
Vitruvio, que ha llegado hasta nosotros, proporciona algunas indica­
ciones para su instalación. El poeta Persio, que murió joven, dejó, se­
gún el testimonio de Suetonio, alrededor de setecientos rollos de li­
bros 12'. Marcial poseía sólo una modesta colección I28. El poeta
é p ic o Silio Itálico fue un esteta y coleccionista hasta la médula: po­
seía varias villas en Campania, a las que se retiraba lejos del bullicio
y del tumulto de la gran ciudad. Allí acumulaba una gran cantidad
de libros, de estatuas y retratos, a los que tributaba un verdadero cul­
to 129. Plinio el Joven, hombre rico y uno de los más insignes repre­
sentantes de la cultura de su tiempo, poseía sin duda una biblioteca
particular ricamente dotada, heredada en parte del hermano de su
madre. Sabemos entre otras cosas que poseía una estancia particular
destinada a biblioteca en su residencia de campo en Laurento 130. In­
cluso Codro, un pobre que habitaba en un cuchitril, en uno de los
enormes bloques de pisos de alquiler en Roma, tenía, según Juvenal,
una vieja arqueta con libros griegos. En torno a ella se veía obligado
a sostener una lucha desigual contra los ratones, enemigos reconoci­
dos y declarados de la cultura n i>hasta que un día en un incendio
todo quedó destruido.
Las colecciones particulares tenían, como es lógico, una composi­
ción muy diversa según los casos y que dependía de los intereses del
propietario, siempre y cuando éstos no fueran simplemente la deco­
ración suntuosa de la propia casa. Colecciones de un interés literario
general se alternaban con colecciones especializadas desde el punto
de vista científico. Como hemos visto ya, Iccio, el amigo de Horacio,
iba acumulando «de cualquier parte» escritos del estoico Panecio y
de los socráticos 132. También la biblioteca de rollos papiráceos des­
cubierta en el 1752 en Herculano —la única hallada hasta ahora con
una disposición concreta— posee un contenido bastante homogéneo.
Sus rollos ennegrecidos y fragmentarios, que sólo con dificultad se
pueden desenrollar y descifrar, consisten en definitiva en escritos epi­
cúreos, que quizá pertenecieran a Lucio Calpurnio Pisón, amigo ínti­
mo del filósofo epicúreo Filodemo 133 (fig. 5). El filósofo Séneca, que
en un determinado momento fue maestro del prometedor joven Ne­
rón, poseía sin duda una biblioteca de grandes dimensiones, por la
que sentía una auténtica pasión. «El tiempo libre sin libros es como
la propia muerte y sepultura de un hombre todavía en vida»: pala­
bras de un verdadero bibliófilo 134.
La loable costumbre de reunir libros degeneraba a veces en gro­
tescas distorsiones. Séneca fustiga con feroces palabras a los colec­
cionistas que se fijan sólo en la apariencia exterior de los libros y
les dedican tan poco tiempo, que durante toda su vida no han leído
ni siquiera el catálogo 135. Y prosigue: «Muchos hombres, que no
tienen siquiera el raciocinio de un esclavo, consideran sus libros no
como medios de estudio, sino como decoración de las habitacio­
nes». Trimalción, el parvenú ricachón de la inmortal novela de Pe-
tronio, se jacta de poseer «dos bibliotecas completas, una griega y
otra latina» 136: se puede adivinar el uso que pudo hacer de ellas. Ya
antes hemos recordado al malicioso Luciano de Samósata (p. 64),
que fustiga violentamente a los ignorantes y presuntuosos bibliófilos
de su tiempo. Estos no podían sacar el mínimo provecho a sus teso­
ros: «Del mismo modo el calvo podría comprarse un peine y el cie­
go un espejo, o bien el sordo hacerse con un flautista, el eunuco
con una amante, el campesino con un remo o el timonel con un
arado» 13
Del poeta Sereno Samónico, que desarrolló su actividad en el si­
glo ni, uno de los libros de la Historia Augusta afirma que poseía una
biblioteca heredada de su padre que constaba de no menos de 62.000
rollos. Quizá una cifra tan alta sea expresión de una exageración re­
tórica, no infrecuente en este contexto 138. También en la Galia con­
vertida al cristianismo hubo poseedores de colecciones de conside­
rables dimensiones. Algunos de ellos eran naturalmente hombres
cultos y educados científicamente; otros, en cambio, «ignorantes
maniáticos de los libros», por usar la maliciosa definición de Lucia­
no. El rétor y maestro de retórica Ausonío escribe, presumiblemen­
te en la segunda mitad del siglo iv, un epigrama que merece ser tra­
ducido:

Has comprado libros y llenado los estantes, Filomuso:


¿crees que estás educado gracias a ellos, que eres culto ya?
Si hoy te compras cuerdas, lira y plectro,
¿crees de verdad que mañana te pertenecerá el reino de la
música? 139.

En su Ars poética (de ca. 10 a.C.) Horacio dice a propósito de un


buen libro, que se piensa está editado por el negocio de los herma­
nos Sosios:

A los hermanos Sosios les aporta ganancias, al autor honor,


si cruza el mar y esparce su gloria por todo el orbe 140.

Exactamente el mismo enfoque del problema lo encontramos en


Marcial, que, consciente de su propia popularidad, dice:

Hasta Bretaña lee ya las obras que he escrito.


Sólo el honor es mi recompensa, pues mi cartera no se llena ,4L.

En estos dos pasajes se habla de las ganancias del editor respecto


a los honorarios del autor, una cuestión siempre importante. Respec­
to a este espinoso problema no quiero entrar en pormenores, sino
sólo declarar que ni Roma ni tampoco Grecia (cf. supra pp. 60 s.) co­
nocían los derechos de autor en el sentido que hoy les solemos dar, y
tampoco un auténtico estipendio para el autor 142.
Los dos conceptos están estrechamente ligados. La discusión so­
bre su carta de ciudadanía en él mundo antiguo ha sido fatigosa y
objeto de considerables muestras de agudeza. Todo lo que se sabe
con una relativa seguridad se puede formular quizá del siguiente
modo: mientras el libro o la composición poética permanecían en
manos de su autor eran naturalmente su propiedad privada; si se po­
nían en circulación mediante copias privadas o gracias al comercio li­
brario, se convertían en propiedad pública. El interés del autor en te­
ner relación con el editor estaba relacionado generalmente con el pa­
go, sino con la difusión del libro en una versión que a ser posible no
tuviera errores.
Pero, a pesar de esto, un escritor debe disponer por lo general de
ciertos medios de subsistencia y esto también debía de suceder en
Roma. Si era económicamente independiente, como Tácito, Plinio el
Viejo y Plinio el Joven, Quintiliano, Silio Itálico y otros, la cuestión
era de una importancia secundaria. Sin embargo,, cuando la situación
era diferente ¿de qué podía vivir?
Ciertamente el escritor a veces podía recibir una cierta compen­
sación por su actividad literaria. Esto era válido sin duda para los
dramaturgos romanos cuando se representaba un nuevo drama. Los
testimonios proceden del primer periodo republicano, pero podrían
valer también para periodos posteriores. El director del teatro pagaba
un honorario al autor; él mismo era contratado por los magistrados
responsables de la organización, los ediles, que podían ejercer una in­
fluencia decisiva en la selección de los trabajos. Sabemos entre otras
cosas que el joven comediógrafo Terencio recibió la más alta recom­
pensa que se había concedido jamás a una comedia, esto es 8.000
sestercios, por el Eunuco, una hábil adaptación y refundición de dos
comedias de Menandro representada por vez primera probablemente
en el año 161 a.C. Lo elevado del honorario había venido determina­
do por el gran éxito de público y quizá por una intervención perso­
nal por parte de los ediles 143.
Entre otras noticias deprimentes, Juvenal nos transmite también
ésta: Estacio, el poeta más apreciado de su tiempo, que atraía con
gran éxito a grandes masas de gente a la lectura de su poema la Te­
baida, para ir tirando, debía engendrar necias farsas que vendía al ac­
tor París 144
Una composición poética todavía inédita se podía ceder, a cam­
bio de un cierto beneficio, a personas que se enorgullecían de escri­
tos ajenos y querían presentar la obra como una creación propia. De
ello existen ejemplos en Marcial. Un cierto pendant a este uso se pue­
de encontrar en la producción de poesías de ocasión, que en época
tardía alcanzó proporciones industriales 145.
Un escritor podía vender también un trabajo suyo todavía no pu­
blicado con importancia científica o literaria, que constituía un pa­
trimonio desde el punto de vista económico. Así, el gramático Sueto-
nio nos informa de que el erudito gramático Pompilio Andrónico tu­
vo que vender uno de sus manuscritos por 16.000 sestercios a fin de
procurarse dinero en metálico 146. También el famoso naturalista Pli-
nio el Viejo, según el testimonio de su sobrino, recibió la oferta de
ceder su colosal colección de apuntes por no menos de 400.000 ses­
tercios: él, sin embargo, rehusó 147.
Con frecuencia, no obstante, un escritor romano —en el supues­
to dé que aspirase a ello— obtenía sus ganacías económicas de otra
forma, como la de subsidios personales otorgados por el emperador
o por ricos ciudadanos.
Las formas del mecenazgo han experimentado fuertes cambios,
desde los regalos, únicos en su género, entregados por Mecenas a
poetas sin pedir ninguna contrapartida a cambio, hasta las gratifica­
ciones hechas por cualquier pretencioso parvenú y arrojadas como
pago a la cara de poetas serviles y de mal gusto en las generaciones
posteriores 14S.
De algunos emperadores sabemos que recompensaban espléndi­
damente a los poetas, naturalmente sobre todo a aquellos que habían
cantado sus alabanzas o habían comprendido que debían adular su­
tilmente en sus poemas las iniciativas políticas de sus señores 149.
Puede ser significativo recordar el caso de Lucio Vario Rufo, el ami­
go de Virgilio, que ensalzó las gestas de Augusto y Agripa. En el año
29 a.C. obtuvo del emperador una donación, verdaderamente princi­
pesca, de un millón de sestercios por su tragedia Tiestes.
Nosotros consideramos verdaderamente humillante esta clase de
vida de ios hombres de letras. Al escritor que no era independiente
económicamente le aguardaba un destino poco envidiable, pues se
hallaba expuesto al arbitrio de un protector, tanto para bien como
para mal, y obligado en esencia a dar satisfacción a sus gustos y de­
seos. Pero estas condiciones, como se sabe, se prolongaron sin altera­
ciones hasta la edad moderna. Sólo en tiempos relativamente recien­
tes ha sido posible vivir como un hombre libre —aunque sea a veces
miserablemente— de la propia pluma y ello gracias a un honorario
acordado con el escritor y en las condiciones claramente establecidas
por los derechos de autor.
Juvenal nos proporciona en su séptima sátira un cuadro claro y
verdaderamente indignante de la lamentable existencia de un poeta
romano pobre. Poetas famosos y conocidos (celebres notique poetae) se
veían apremiados por la necesidad a arrendar panaderías en Roma o
balnearios en Gabios, o bien a trabajar como subastadores 15°. Otras
sombrías imágenes de la vida de los poetas las encontramos en los
epigramas de Marcial.
Los poetas pobres no podían contar con ningún privilegio de ca­
rácter general, como por ejemplo la exención de las prestaciones co­
munales que se concedía a profesores y médicos. Una disposición del
emperador Filípo el Arabe, de los años cuarenta del siglo m, excluye
expresamente a los poetas de cualquier privilegio de esta clase 151.
Pero el emperador era hijo de un jeque beduino de la Jordania
oriental, que había sabido ascender al grado de prefecto del pretorio
y de ahí al trono imperial, y no se puede por lo tanto pensar que
abrigase algún tipo de sentimiento favorable hacia la literatura.
En la relación con mecenas ricos y benévolos las dedicatorias no
representaron sin duda un papel secundario. Un señor rico al que se
había dedicado una obra literaria no sólo se hacía cargo de la respon­
sabilidad económica que conllevaba la publicación, sino que daba al
escritor una recompensa en metálico o incluso en especie 1J2. Esta
tradición de arrancar ventajas económicas gracias a una dedicatoria
que podía ser considerada un honor, se ha mantenido, como se sabe,
durante mucho tiempo.
Además de la publicación a través de un verdadero editor, se uti­
lizaba también otro método, como ya he indicado antes. El escritor
podía hacer copiar su libro a expensas suyas y después ponerlo a la
venta por medio de una persona que recibía este encargo. Probable­
mente Cicerón procedía ya así antes de contar con los servicios de
Ático 153.
Como hemos visto, en el mundo de la cultura romana no había
rastro alguno de un verdadero derecho de autor o de editor. Cuando
se habían copiado algunos ejemplares de un libro y difundido de un
modo u otro, éste dejaba de ser propiedad de nadie. Oraüo publícala
res libera est así se expresa, a fines del siglo IV d.C., el orador Símaco,
un alto funcionario estatal1:34. Cualquiera podía copiar cualquier tipo
de libro, venderlo o integrarlo en su biblioteca. Por lo general sin
embargo uno lo conseguía a mejor precio sí lo adquiría por vías co­
merciales. Llegamos así a la cuestión del precio de los libros.
Cualquier cálculo sobre precios en una época tan remota como
es la de la Antigüedad está destinado a ser una empresa de más que
dudosos resultados. No somos capaces de seguir caso a caso los cam­
bios de valor del dinero y las variaciones del poder adquisitivo. No
obstante, sabemos que también en la Antigüedad se podía hacer un
cálculo de la inflación recurrente en diversos periodos. Los costes del
material y de la producción estaban ligados, naturalmente, al nivel
general de los precios e influían por su parte en las oscilaciones de
los precios de venta. Sin embargo, determinados valores, por lo de­
más muy aproximados, quizá se puedan dar. Marcial nos proporciona
una serie de noticias de interés. Su primer libro de epigramas, que
contiene poco más de setecientos versos, repartidos entre ciento die­
ciocho composiciones poéticas, costaba en una edición de lujo —edi­
ciones para bibliófilos diríamos nosotros— cinco denarios 15;7, que
equivalen quizá aproximadamente a unas 2.000-3.500 liras. Por otra
recopilación de poemas, los Xenia («regalos para los amigos»), el edi­
tor Trifón recibía cuatro sestercios, quizá alrededor de 350 liras. Se­
gún la opinión del poeta, sin embargo, Trifón habría obtenido unas
buenas ganancias aun cuando se hubiera limitado a vender la obra a
mitad de precio 15é. En la imprenta hoy en día el libro ocupa aproxi­
madamente un «folio» más o menos según la configuración del texto.
El precio no es realmente alarmante. Un libro en prosa del filósofo
estoico griego Crisipo, con unas cuarenta páginas del formato moder­
no en octavo con una impresión más bien apretada, parece que pudo
haber costado cinco denarios 157. Una suma de 2.000 a 3.500 liras es,
desde luego, una cantidad relativamente elevada para un libro tan
pequeño, pero no sabemos nada de su aspecto exterior y debemos
pensar siempre que el comercio librario antiguo ofrecía libros de for­
mas muy diversas, desde las ediciones más simples y baratas hasta
ediciones para bibliófilos ilustradas artísticamente.
De acuerdo con una noticia bastante digna de crédito de Cor-
nelio Frontón, rétor y maestro en la corte imperial (siglo n d.C.), en
el comercio se pagaban unos precios especialmente altos por obras
de Cicerón y otros clásicos en las ediciones de Atico o de otros
prestigiosos editores 15s. Las ediciones de Atico en especial gozaban
de una estima muy alta y ya hemos aclarado antes que esto sucedía
a justo título. Se puede demostrar incluso que los así llamados Atti-
kiana apógrapha pudieron desempeñar cierto papel en la formación
de una tradición manuscrita de determinados escritores griegos,
como por ejemplo los oradores Demóstenes e Isócrates, o el mismo
Platón 139.
Desde luego seria extraordinariamente interesante que los pre­
cios de los libros se pudieran poner en relación con el coste de los
materiales. Sin embargo poseemos datos demasiado poco seguros
como para poder realizar un estudio. Estado, contemporáneo de
Marcial, envía a su protector Plocio Gripo uno de sus libros (no sa­
bemos cuál), sin duda con una excelente presentación exterior 160. In­
dica que ha pagado diez ases (dos sestercios y medio, quizá poco más
de 200 liras) por el papiro, incluida la púrpura y las dos borlas del
bastón en torno al cual se enrollaba el rollo. La transcripción del tex­
to era trabajo personal del poeta y no está comprendida, por modes­
tia, en el cálculo de los gastos.
Dispones también de información sobre los precios de libros de
anticuario, algunas veces sorprendentemente bajos y otras extrema­
damente altos. Hemos considerado ya antes algunos ejemplos de
Grecia. Aquí podemos añadir una nota sobre el Padre de la Iglesia
de la primera mitad del siglo II, Orígenes. El historiador de la Iglesia
Eusebio (muerto en torno al 340 d.C.) nos cuenta que Orígenes ven­
dió su rica biblioteca a cambio de que se le adjudicara una especie
de pensión vitalicia de cuatro óbolos al día 161. El óbolo correspondía
a una sexta parte de la dracma. No era mucho, pero Orígenes dispo­
nía desde luego de otros recursos.
Aulo Gelio, que nos ha proporcionado ya diversas informaciones
de interés, cuenta que vio un ejemplar muy antiguo del libro segun­
do de la Eneida de Virgilio —la caída de Troya— que costaba veinte
áureos (alrededor de 100.000 liras). Según la opinión del orgulloso
poseedor, no muy digna de crédito, se trataría del ejemplar personal
de Virgilio, lo que quizá pudiera significar que se trataba del manus­
crito original o en cualquier caso de un ejemplar de singular impor­
tancia y de inapreciable valor para un coleccionista 162. Probablemen­
te de hecho existían coleccionistas de manuscritos autógrafos. En su
impresionante Naturalis Historia, editada por vez primera en el 77
d.C., Plinio el Viejo, en el momento en que se dispone a hablar del
uso de la cola en la producción de papiro, cuenta que ha visto autó­
grafos de los famosos hermanos Gracos, Tiberio y Cayo (siglo n a.C.),
en casa de su amigo Pomponio Segundo, funcionario, oficial y trage-
diógrafo. En la época de Plinio no era muy infrecuente ver manuscri­
tos autógrafos de Cicerón, del emperador Augusto y de Virgilio 163.
Entre otros testimonios, una anécdota sobre Marco Aurelio, el
emperador filósofo (161-180 d.C.), y su maestro Frontón nos muestra
cuán grande era el valor que se concedía a un ejemplar muy antiguo.
El emperador había enviado en préstamo a Frontón un ejemplar
realmente muy antiguo de un poema de Ennio. El destinatario hizo de
él en seguida una nueva copia de elegante factura y devolvió ésta a
su señor, reteniendo para él la preciosa antigüedad ló4.
Del elevado precio de los libros en el siglo i d.C. puede servirnos
como testimonio —por lo demás muy vago— una indicación de los
Hechos de los Apóstoles 165. En su tercer viaje apostólico, Pablo ha­
bía llegado a Efeso y su predicación había tenido un gran éxito. En­
tre otras cosas, muchos «que habían practicado artes supersticiosas»
juntaron todos sus libros y les prendieron fuego. Cuando se calculó
el valor de los libros destruidos, resultó que alcanzaba las 50.000 mo­
nedas de plata (denarios).
Se podían conseguir, no obstante, libros antiguos a buen precio
cuando no estaban ya en buen estado o cuando no eran especialmen­
te interesantes. Estacio reprocha en tono de broma en una epístola
en verso a su protector Plocio Gripo el que éste le haya comprado
como regalo, por una miseria y en la tienda de un mercachifle, un
ejemplar de los escritos (sin duda los discursos) del noble «asesino»
de César, Bruto. Estacio llama a estas obras de Bruto, sin el menor
respeto, «invitaciones al bostezo» {oscilationes), por lo que se puede
suponer que no disfrutaban de cotizaciones muy altas en la bolsa de
los libros 166. Aulo Gelio compró en una librería de Brindísi varios
rollos de literatura griega, en su mayor parte, evidentemente, obras
de lectura amena y sin embargo de escritores relativamente aprecia-
dos. En cuanto a los rollos, se encontraban en un estado lamentable,
estaban sucios y gastados por la lectura. Pero su precio era también
sorprendentemente bajo, «extraño e inesperado» 167.
Naturalmente en ocasiones se producen quejas ante la avidez de
dinero y la subida artificial de los precios por parte de los libreros.
De ello es testigo Luciano, que debe ser citado en este contexto por­
que vivió también en Roma experiencias muy diversas. Sin lugar a
dudas debían de darse asuntos más bien poco claras: lo contrario se­
ría lo extraño. El coleccionista inexperto podía ser engañado fácil­
mente por un astuto librero anticuario, convirtiéndose así, según las
palabras de Luciano, en «un descubrimiento para estafadores que se
dedicaban a vender las excelencias de sus libros y un verdadero teso­
ro para todos aquellos que comercian con libros» 168. Un hombre de
esa clase podía sentirse atraído «a coleccionar todos los manuscritos
de Demóstenes, escritos de su puño por el orador, y las obras de
Tucídides, copiadas ocho veces ya por el propio Demóstenes», si
era lo suficientemente ingenuo para dar crédito a la publicidad sin
escrúpulos que el librero hacía de su mercancía. Pero ¿qué es lo
que debía significar una falsificación de este tipo para el «maniático
coleccionista», un snob ignorante al que el poeta satírico dirige estas
fulminantes palabras: «Tú no comprendes nada de lo que has leído,
te semejas a un asno que mueve las orejas cuando oye los acordes
de una lira»?
Sabemos incluso que libreros sin escrúpulos y ávidos de ganan­
cias sometían rollos nuevos de libros a un tratamiento especial (alma­
cenándolos entre cereales) para darles así un color con el que aparen­
tar una venerable antigüedad ló9. El precio podía verse aumentado
en la misma medida en q u e el color se hacía más oscuro.
Nos ha llegado una anécdota casi conmovedora acerca de Her-
mias de Alejandría, un filósofo de la escuela neoplatónica activo en
el siglo V. Este filósofo era famoso por su honestidad. De ésta dio
también pruebas convincentes: si un librero no informado le pedía
un precio demasiado bajo, Hermias le llamaba la atención sobre el
error y le pagaba su valor cabal 1/0.
A veces se cuenta que los libreros dejaban en préstamo previo
pago ejemplares raros y notables. Según Aulo Gelio, el rétor Anto­
nio Juliano se procuró de esta manera los Anuales del poeta arcai­
co romano Ennio, un libro «venerable por su gran antigüedad» [li-
brum sum m ae atque reverendae vetustatis). Evidentemente el préstamo
le costó no sólo trabajo, sino también una suma considerable m .
Desde luego no se podía descubrir entonces en el mercado nin­
gún ejemplar de este libro. Ni siquiera en la época de los Antoni-
nos, cuando el gusto literario se caracterizó por las tendencias
arcaizantes y llenas de entusiasmo por la Antigüedad y las obras
de los escritores de esta época eran muy apreciadas, la demanda
de estos venerables poetas fue particularmente intensa. Por lo tan­
to, a ningún editor le valía la pena sacar a la luz nuevas ediciones
de ellos.
Lo - mismo sucedió con otros clásicos antiguos. Es cierto que
los escritos del erudito Varrón se leían todavía con interés y que po­
dían encontrarse fácilmente en el mercado. Pero los escritos de su
contemporáneo Publio Nigidio Fígulo, un poco más joven, «el roma­
no más erudito junto a Varrón» según el propio testimonio de Aulo
Gelio, no gozaron del mismo destino: no fueron editados nunca
más 1/2.
En estas circunstancias a menudo era difícil hacerse con un li­
bro antiguo si se necesitaba imperiosamente; incluso en nuestros
días la situación es a veces similar. En la Antigüedad, sin embargo,
las dificultades podían ser también mayores. Por un lado, el comer­
cio librarlo de anticuario, en la medida en que estamos capacitados
para emitir una opinión, no estaba tan desarrollado, diferenciado y
sistematizado como hoy en día. Por otro lado, el libro antiguo, en la
forma de rollo papiráceo, tenía por lo general una duración menor
que los impresos de nuestro tiempo, aun considerando los peligros
provocados por el papel, que está hecho de madera. Un libro papi­
ráceo que no fuese renovado mediante una copia después de un
tiempo relativamente breve y que tuviese un uso constante corría el
peligro de pudrirse y deshacerse en pedazos. Es preciso considerar
estos hechos a propósito de determinados datos sobre los altos pre­
cios de los libros de anticuario. También la observación de Aulo
Gelio que acabamos de citar debe ser valorada desde este punto de
vista. Es más, Gelio nos dice por otra parte que para sus estudios
dialectales se vio en la necesidad de consultar un trabajo de Lucio
Elio Estilón, antaño maestro del antiguo Varrón, investigador exi­
mio y en cierto sentido fundador de la lingüística científica latina:
«Tuve que buscarlo con gran trabajo y al fin lo encontré en la bi­
blioteca del Templo de la Paz y de esa forma pude estudiarlo» 573.
Sabemos que en un periodo posterior San Jerónimo, Padre de la
Iglesia, se lamentaba de no haber podido citar la obra de Tertuliano
Sobre e l manto de Aarón más que en la bibliografía: «Hasta hoy no
me ha sido posible encontrarla» 174.
La tirada de las ediciones naturalmente variaba mucho. Pero
puesto que un libro nada más ser publicado se convertía en un bien
público y podía ser publicado libremente por cualquier otra persona,
el editor debía tener interés en sacar a la luz de una sola vez tantos,
ejemplares como el mercado pudiera absorber. Ediciones de unos
L000 ejemplares no eran quizá extraordinarias. Gracias a una nota
en las cartas de Plinio el Joven sabemos que Marco Régulo hizo pu­
blicar precisamente con este número de ejemplares una obra para la
ocasión conmemorando la muerte prematura de su hijo 175. El dis­
curso debió de tener un círculo de lectores relativamente limitado y
quizá el dolor paterno y la piedad hacia la memoria del hijo deter­
minaron la tirada de la edición. En cualquier caso se puede estar se­
guro de que los libros de interés más general se publicaban con
tiradas todavía más elevadas, puesto que debían difundirse en un im­
perio universal.
Probablemente tanto los editores como los libreros, explotando
hábilmente todas las posibilidades de venta, podrían hacer negocios
relativamente buenos, aun cuando debieran tener en cuenta las gran­
des dificultades provocadas por la falta de una reglamentación de los
derechos de autor y editor. Hemos visto anteriormente algunas afir­
maciones en este sentido, en concreto la declaraciones de Horacio
sobre los hermanos Sosios y de Marcial sobre su editor y sobre el de
su colega Lucano.
Por otra parte, el editor —y el librero, aunque es difícil distinguir
uno de otro— tenía que asumir sin lugar a dudas grandes riesgos,
que podían ser de naturaleza económica. Podía ocurrir fácilmente
que los cálculos para una edición estuvieran mal hechos, que el mer­
cado no reaccionara quizá como se esperaba. Hemos indicado ante­
riormente los diversos riesgos que debía asumir un editor cuando
publicaba un libro sin autorización del autor. Pero también un editor
completamente intachable podía quedarse con restos de edición sin
vender cuando el autor reelaboraba su obra. En una carta a Ático,
Cicerón habla de una segunda edición revisada de sus Académica. Áti­
co debía contar con pérdidas a causa de los remanentes de la prime­
ra edición. «Que soportes las pérdidas con resignación», le anticipa el
fogoso escritor 176.
Un método para librarse de los fondos de libros que no eran ya
de actualidad consistía en exportarlos a provincias. A esto alude Ho­
racio, cuando, con una fina ironía, hace este pronóstico para su pri­
mer libro de epístolas:

Serás amado y permanecerás en Roma mientras dure tu juvenil


[esplendor.
Pero cuando comiences a desgastarte, manchado por sucias manos,
entonces tu triste destino será servir de pasto a las polillas
o emigrar empaquetado hacia Utica o Ilerda 1/7,

Pero esta cómoda resolución del problema no era siempre posi­


ble; entonces se recurría a la venta de los excedentes como papel
para pasta y en el mejor de los casos llegaban al ámbito escolar. El
verso en blanco de los folios usados de papiro a menudo podía servir
de espacio para los deberes y ejercicios de cálculo de los escola­
res 178. Pero un libro podía verse abocado a un desdno todavía más
humillante: ser utilizado en los mercados o por los pescaderos como
papel de embalar o cucurucho. A esta perspectiva realmente sórdida
para una obra literaria hace referencia Persio en su primera sátira, en
la que se pregunta: «¿Quién no querrá ser popular y dejar escritas
composiciones poéticas que no teman servir a los comerciantes para
envolver arenques o como cucuruchos?». Catulo profetiza un destino
similar a los escritos de su odiado enemigo Volusio:

Pero la obra de Volusio debe morir ya en Padua,


y servir allí de amplio ropaje para innúmeras caballas ,79.

Pero los riesgos no eran sólo de naturaleza económica. El autor


de una obra ofensiva en algún sentido, podía verse afectado, como es
lógico, por el rechazo de los poderosos. Sabemos que ya en la Atenas
del siglo V a.C. el filósofo Protágoras fue expulsado de s u patria a
causa de sus declaraciones irreverentes hacía los dioses; sus escritos
fueron requisados y quemados públicamente en la hoguera iao. La ira
del emperador Augusto envió a Ovidio al exilio; pero también recayó
sobre los así llamados libri fatidici, los libros de profecías. Según las
informaciones de Suetonio, debieron quemarse no menos de dos mil
ejemplares de estos libros 1S1. No debe haber ninguna duda de que
en ello desempeñaron un papel motivos políticos. En la época de Au­
gusto, probablemente poco antes del 8 d.C., fueron quemados tam­
bién los escritos de Tito Labieno, orador encendido y sincero (por
orden del senado, pero naturalmente de acuerdo con el deseo del
emperador): «un castigo desconocido hasta entonces (nova poena)», di­
ce Séneca el Viejo, padre del famoso filósofo 182. Esta medida causó
sin duda una profunda impresión entre los contemporáneos.
La política imperial se hace cada vez más dura. El sucesor de Au­
gusto, Tiberio, interviene cada vez más a menudo para castigar a es­
critores que lo han irritado y hace quemar sus libros. El anciano his­
toriador Aulo Cremucio Cordo fue acusado en el año 25 d.C. por
una afirmación que contenía un trabajo suyo que había publicado
hacía ya muchos años. Sus libros fueron quemados. Todos los ejem­
plares que se encontraban en Roma debieron ser destruidos por los
ediles; las autoridades locales de otros lugares recibieron la misma
orden 183. Se prohibió leer y poseer los libros objeto de la acusa­
ción. En casos más graves, que eran considerados delitos de lesa
majestad, se aplicaba la pena capital 184. Del emperador Domiciano,
nuestras fuentes testimonian varias medidas de esta clase. Orde­
nó que se matara a Aruleno Rústico y Herenio Seneción porque
habían escrito biografías elogiosas de dos firmes opositores suyos.
Sus libros fueron quemados públicamente en el Foro 1S5. Hizo ade­
más ajusticiar a un historiador llamado Hermógenes de Tarso por
algunas expresiones que le disgustaron. Los libreros que habían di­
fundido sus obras fueron crucificados 186. Piénsese en el editor e
impresor alemán Johann Philipp Palm, de Nüremberg, que se atre­
vió a difundir una obra contra la opresión napoleónica y por ello
fue conducido en el año 1806 frente al pelotón de ejecución impe­
rial 187, El jurista Pablo, que vivió en el siglo m d.C., nos refiere que
estaba prohibido poseer libros mágicos, libri magicae artis-, en cual­
quier lugar que se encontrasen eran quemados y el poseedor era
castigado con la confiscación de su propiedad, con la deportación
o incluso con la muerte 188.
Después de esta breve digresión, donde nos hemos ocupado de
la posición a veces precaria de la libertad de expresión, pasamos a
una cuestión concreta, que es de importancia para el precio de los
libros.
Como ya he señalado antes, en la presentación exterior tuvie­
ron lugar grandes variaciones, ya se tratase de un rollo de papiro o
de un libro con forma de códice 189. La presentación editorial ha
influido siempre, como es natural, en el nivel de los precios. Junto
a simples ediciones de uso por poco precio existieron ediciones
más lujosas, quizá acompañadas de ilustraciones en color. La ilumi­
nación librarla era sin duda una práctica que existía ya en época
alejandrina. Tratados de geometría, de matemáticas o de otras cien­
cias especializadas necesitaban ilustraciones para ser comprendi­
dos; sobre todo en las obras de botánica se insiste en la necesidad
de tener ilustraciones 190. El polyh istor Varrón, contemporáneo de
Cicerón, al que ya antes hemos hecho referencia, es conocido entre
otras cosas por haber publicado una obra biográfica, que desgracia­
damente no ha llegado hasta nosotros, con retratos de más de sete­
cientas personas. Plinio el Viejo, que encontró la muerte en una ex­
pedición de ayuda e investigación con motivo de la erupción del
Vesubio del año 79 d.C., nos habla sobre este particular:
Varrón no podía soportar la idea de que desaparecieran las imágenes de
hombres famosos ni de que el paso del tiempo venciese al hombre;
por ello insertó en los abultados rollos de su obra los retratos de sete­
cientos hombres que de uno u otro modo se habían hecho famosos.
De esa manera realizó una empresa que debía despertar incluso el re-,
chazo y la envidia de los dioses, porque no sólo dio la inmortalidad a
los representados, sino que difundió sus retratos por todos los países
de la tierra, de m o d o que pudieron estar presentes en todas partes
como los propios dioses 1S1.

También Atico, asimismo escritor, publicó una obra con retratos


de romanos famosos; bajo la imagen de cada uno se representaban
sus empresas en cuatro o cinco versos 192.
El códice de pergamino, con la misma configuración que los
actuales libros, se adaptaba mucho mejor todavía que el rollo de
papiro a los fines de la ilustración. De este tipo de libro nos han
llegado notables ejemplos de ilustraciones tardoantiguas: imágenes
para la Ilíada de Homero, la Eneida de Virgilio, las comedias de Te-
rencio o la famosa farmacopea de Dioscórides, que remontan a mo­
delos más antiguos. También Marcial menciona la ilustración en su
descripción de unos curiosos libros de pergamino (piel), pequeños
y baratos:

¡Mira aquí el cuaderno de piel! La inmensa obra de Virgilio


se esconde dentro. En la página uno encuentras el retrato del poeta 193.

Esta presentación no ha podido más que ofrecer sólo algunos


rasgos fragmentarios de la historia del comercio librario antiguo. Sin
embargo, debemos precisar que en realidad todo lo que conocemos
sobre este aspecto está constituido por episodios fragmentarios que
deben reunirse, ilustrarse según diversos puntos de vista e integrarse
mediante deducciones concluyentes no siempre bien fundamentadas.
Esto sucede por lo demás con la mayor parte de los sectores de la vi­
da cotidiana en la Antigüedad. Los escritores antiguos nos ofrecen
panoramas que muy raras veces son completos y coherentes. Las más
de las veces debemos contentarnos con noticias sueltas, poco elo­
cuentes, que encontramos dispersas en amplias partes de la literatura
que se ha conservado y en las inscripciones.
Con todo, es seguro que el comercio librario tuvo una papel de­
cisivo en la vida de la Antigüedad y que su contribución fue determi­
nante para asegurar al libro la posición dominante que al cabo asu­
mió. Pero todavía hay más. Sin Atico, los hermanos Sosios, Trifón y
sus colegas, a menudo anónimos para nosotros, la literatura de la An­
tigüedad sin duda no habría sobrevivido en su mayor parte hasta la
época del derrumbamiento del imperio romano.
1 Aristómenes en la comedía Tór|Tec; según el gramático Pólux: Comicorum Atti-
corum fragmenta, ed. Th. Koch, I, Leipzig, 1880, p. 691 (fr. 9); Nicofrón en k comedia
^eiQOYáoTOpe^ según Ateneo, ibíd. p. 779 (fr. 19); Eupolis en una comedia sin título
según Pólux: oí) t á pupXí' am a, ibíd. pp. 339 s. (fr. 304).
2 Eliano, Var. hist, XIII, 38.
J Diógenes Laercio, VII, 31.
4 Diógenes Laercio, VII, 2. El librero leía — según la costumbre antigua— solo y
en voz alta y por ello Zenón pudo escucharlo. Cf. infra nota 63.
5 Apol. 26 d-c.
b Níem, IV, 2.
' Ateneo, Deipnosoph. 1, 3; A. Kitchhoff, Studien zar Geschicbte des griecbischen Al-
phabets, Gütersloh, 18874, pp. 92 ss.
8 C. Wendel, Geschicbte der Bihliotheken. Das griechisch- rómische Altertum, en
Handbuch der BibliothekswissenschaftUI, I, 2, Wiesbaden, 19552, pp. 60 ss.; C. Callmer,
Die antiken Bihliotheken, Lund-Leipzig, 1944, pp. 146 ss.
9 Estrabón, XIII, 1, 54.
10 Anab. VII, 5, 12-4.
11 Zenob. V, 6; Cicerón, ad. Att. XIII, 21, 4; K. Dziatzko, «Autor- und Verlags-
recht im Altertum», Rheinisches Museum fü r Pkilologie, N.F., XLIX (1894), pp. 568-9.
Mientras vivió fue el propio Platón el que decidió si sus libros debían ser publica­
dos. Después de su muerte, su herencia literaria pasó a la Academia. Zenón, el fun­
dador de la Estoa, podía disponer de ella previo pago: Diógenes Laercio, III, 67. Qui­
zá entonces los escritos de Platón no se pudieran adquirir en el comercio librario:
B. A. van Groningen, Mnemosyne, ser. IV, XVI (1963), pp. 8 ss. (Zenón) y 10 ss. (Her-
modoro).
12 Ateneo, Deipnosoph. I, 3b; Licurgo, adv. Leocr. 15 ss.; W. Schmitz, Schrifisteller
undBuchhándler in Athen undimübrigen Griechenland, Heidelberg, 1876, p. 52.
13 Dionisio de Halicarnaso, Lsocr. 18; Isócrates, Panath. 250 $.; Th. Bift, Kritik und
Hermeneutik nebst Abriss des antiken Bucbwesens, Munich, 1913, p. 307; E. Kuhnert - H.
Widmann, Gescbichte des Bucbhandels, en Handbucb, op. cit., I, 2, p. 857.
14 Ateneo, Deipnosoph. XII, 11; XV, 49.
15 Plutarco, Alex. 8; Schmítz, op. cit., pp. 47 s.
16 Filóstrato, IV, 19; Birt, Kritik, op. cit., p. 311.
17 A. F. Norman, Journal of Heüenic Studies, LX X X (1960), pp. 122 ss.; Th. Birt,
Das antike Buchwesen in seinem Verhaltnis zur Lileratur, Berlín, 1882 (reimpr. anast.
Aalen 1959), p. 507.
18 F. G. Kenyon, Books and Readers in Ancient Greece and Rome, Oxford, 1951',
pp. 30 ss.
19 R. A. Pack, The Greek and Latín Lüerary Texis from Graeco-Roman EgypU II, ed.
rev. y ampl., Ann Arbor 1965 (la primera ed. apareció en 1952). El catálogo (con su
suplemento) es válido hasta aproximadamente el año 1964. Compendios anteriores:
C. H. Oldfather, The Greek Literary Texis from Graeco-Roman Egypt. A Study in the His-
tory o f Civilization, Madíson, 1923; E. Reggers, Catalogus van de griecsche letterkundige
papyrusssteksten uitg. in de jaren 1922-38, Lovaina, 1942; L Giabbani, Testi letterari greci
di provenienza egiziana (1920-194)), Florencia, 1947. De los compendios de Oldfather
y Giabbani hace mención Kenyon, Books, op. cit., pp. 31 ss. En el número de 2962 es­
tán comprendidos, naturalmente, también los números añadidos en el suplemento. Es
necesario subrayar que hay una cierta inseguridad en lo que respecta a una parte de
estas cifras.
20 W. Schubart, Einführung in die Papyruskunde, Berlín, 1918, p. 57.
21 Sobre la iluminación del libro en la Antigüedad, cf. A. Boeckler - A. A. Schmid,
Die Buchmalerei, en Handbucb der Bibliothekswissenschaft, op. cit., pp. 249 ss. con biblio­
grafía. Cf. nota 190.
22 Diógenes Laercio, III, 9; VIH, 15; Aulo Gelio, Noct. Att. III, 17, 1. Gelio indica
el precio en 10.000 denarios.
23 Diógenes Laercio, IV, 5; Aulo Gelio, Noct. Att. III, 17, 3. Gelio indica el precio
en 72.000 denarios.
24 Luciano, Pseudolog. 30.
25 Pp. 87 ss. y nota 142.
26 VIII, 471 ss.
27 Cf. H. Hiárne, Svenskt och frámmande, Estocolmo 1903, pp. 226 ss.
28 Wendel, Handbucb, op. cit., p. 66.
29 Suetonio, Dom. 20.
30 A. Dain, Les manuscrits, París, 1949, p. 99.
31 Callmer, Die antiken Bibliotbeken, op. cit., pp. 148 ss.; Wendel, Handbucb, op. cit.,
p. 82.
32 Ateneo, Deipnosoph. XII, 515 e; P-W 2, col. 1446; Christ - Schmid, Gescbichte
der griechischen Literatur, 2 vols., Munich, 1920-246. Los títulos eran Jiepi |ji|3?a'cov
ouvaytoYÍ |5 y Jt£pi |jl(jXícuv '/grioetog.
33 La Suda recuerda a los tres últimos escritores. La obra de Herenío Filón se ti­
tulaba Tt8QÍ KtfjaECüg Kcd £KÁoyf|C ptpiícov. Télefo escribió tres libros, év otg 5 l-
SáoxKt xa KX^aetog a^ta P-W 8, col. 650 ss. (Gudeman); serie II, 9, col. 369
ss. (Wendel). Damófilo compuso la obra <Í>lXo|3l|3Xo5 , cuyo primer libro trataba de los
libros que merecen ser adquiridos; fue leído, entre otros, por el emperador Juliano:
P-W 4, col. 2076; Callmer, Die antiken Bibliotbeken, op. cit., p. 145.
34 Luciano, adv. indoct. 4.
35 Sobre Calino y Ático, cf. Dziatzko, P-W 3, col. 982.
36 Porcio Licinio (apud Aulo Gelio, Noct. Alt., XVII, 21, 45): «Poenico bello se­
cundo Musa pínnato gradu / intuüt se bellicosam in Romulí gentem feram».
37 Birt, Krüik, op. cit., p. 307.
38 Horacio, Carm. IV, 9, 25 ss.: «fueron muchos antes de Agamenón / los héroes,
pero todos oscuros y no llorados / y en la noche infinita sumergidos / porque no re­
ciben de un sagrado vate el canto».
39 Nepote, Att. XIII, 3: «namque in ea [se. familia] erant pueri Ktteratissími,
anagnostae optimi et plurimi librarii»; Cicerón, ad. Att. IV, 8a, 2; XIII, 44, 3. So­
bre la relación entre Cicerón y Ático, cf., entre otros, R. Sommer, «T.Pompo-
nius Atticus und die Verbreitung von Ciceros Werken», Hermes, LXI (1926),
pp. 389-422.
40 Séneca, De benef. VII, 6, 1. Cf. sobre esto Dziatzko, «Autorrecht», art. cit., pp.
571 s.; L. Haenny, Schriftsteller undBuckhándler im alten Rom, Leipzig, 1885, p. 110.
41 Ad. Att. XIII, 12, 2.
42 Ad. Att. XIII, 22, 3: «scripta nostra nusquam malo esse quam apud te».
43 Ad. Att. XII, 40, 1; 44, 2; 45, 3.
44 Cf., entre otros, A.-M. Guillemin, Lepublic et la vie, littéraire á Rome, París, 1937,
pp. 39 ss. y 77 ss.
^ Ep. I, 13. La realización de estas lecturas se prolonga hasta avanzada la edad
cristiana. Cf. E. Arns, La technique du livre daprés Saint-]eróme, París, 1953, p. 130,
Sobre esta cuestión, cf, también E. Rohde, Der griechische Román, Leipzig 19002,
pp. 326 ss.
46 £>.1,8, 3.
47 Ep. II, 3, 389 ss. Sobre la publicación, cf. B.A. van Groningen, Mnemosyne, ser.
IV, XVI (1963), pp. 1 ss.
48 Ad. Att. II, 16, 4.
49 Cf. E, Norden, Die antike Kunstprosa, Leípzig-Berlín, 1918, pp. 953 ss.; cf. tam­
bién App. p. 20; A. Ernout, Revuedes Études latines, XXIX (1951), pp. 155 ss.
5(1 Ad. Att. II, 23, 1; VII, 13, 7; VIII, 12, 1; V, 7, 1; X, 3 a, 1, etc. C f ad Qu. fr. II, 2, 1.
51 Tnst. III, 3, 1.
52 M. Aurelio, Ep. IV, 1, 8; V, 47; Frontón, Ep. ad. M. Caes. 4, 9. El emperador Có­
modo escribe de su propia mano al pretendiente al trono Clodio Albino (Script. hist.
aug., ju lio Capitolino, vita Clodii Albini 2, 2).
53 Plinio, Nat. hist. VII, 91.
54 Brut. 22, 87.
55 Ep. III, 5, 14; VI, 16, 15; IX, 36, 2.
56 X, 3, 19.
Horacio, Sai. I, 10, 92. Cf. R. Heinze, Hermes XXXIII (1898), pp. 462 s. Sueto­
nio nos introduce en el quehacer literario de Nerón (Ñero 52): «Me han llegado a la
mano algunas de sus tablillas y cuadernos con algunos famosísimos versos escritos de
su puño, de los que se podía colegir a simple vista que no habían sido tomados en
préstamo de otra parte ni transcritos al dictado de otro, sino compuestos por uno
que crea mediante meditación personal; tantas eran las palabras y frases ya tachadas y
borradas, ya sustituidas escribiendo por encima».
58 Sai. I, 4, 9 ss.
39 Norden, op. cit., pp. 957 ss.; Ernout, art. cit., pp. 159 ss. (cf. nota 49).
60 Cicerón, Ad. Att. XIII, 25, 3.
61 II, 1, 5; Birt, Antike Bucbwesen, op. cit., p. 356.
62 Cualquier cálculo debe ser a la fuerza inseguro. Cf. L, Friedlánder, Darstellun-
gen aus der Sittengeschichte Roms in der Zeit von Augustas bis zum Ausgang der Antonine,
Leipzig, 19 2 2 10, vol. II, p. 223; T. Steinby, Romesk publichtik, Helsingfors, 1956, p. 35
(cuyo cálculo del tiempo empleado es considerablemente corto).
63 Cf. A. Wifstrand, «Grekísk och tnodern prosastil», en Tider och stilar, Lund
1944, pp. 10 ss.; J. Balog, «Voces paginarum», Philologus LXXXII (1926-7), pp. 84 ss.,
202 ss.; E. S. McCarney, «Notes on Reading and Praying Audibly», Classical Pbiloíogy,
XLIII (1948), pp. 184 ss.; Norden, op. cit., I, p. 6; Nachtrage, pp. 1 ss.; II, p, 956; Na­
chtrage, p. 20. El método de lectura en voz alta aparece claramente en el conocido
episodio de los Hechos de los Apóstoles (8, 27 ss.), en el que el apóstol Felipe oye al dig­
natario etíope mientras éste lee solo al profeta Isaías. Es probable que se trate del
mismo método de lectura mencionado supra (p. 54), donde se recuerda que el náufra­
go Zenón oyó a un librero de Atenas leer a Jenofonte. Por este método de lectura se
advierte que un error, cuando parece basarse en un sobreentendido condicionado
por la fonética, puede haberse producido mientras el escriba leía en voz alta para sí
mismo.
64 Cicerón, Ad. Att. XIII, 23, 2.
65 Marcial, VII, 17, 7 s. (para su amigo Julio Marcial); VII, 11 (para el centurión
Aulo Prudente); Frontón, ad. M. Caes. 1, 6.
66 Dziatzko, P-W, 3, col. 961.
67 Cf. supra nota 39.
68 Cicerón, Ad. Att., XII, 6, 3; Orat. 29. Cicerón pide una corrección análoga para
su discurso Pro Ligaría, Ad. Att. XIII, 44, 3. Cicerón pretende eliminar el nombre de
Lucio Corfídio que se le había deslizado por error («erratum esse meum») y quiere
que lo hagan tres conocidos copistas, Farnaces, Anteo y Salvio. A pesar de ello el
nombre se ha conservado [Pro Ligario, XI, 33).
69 Aulo Gelío, V, 4, 1 ss. La promesa de Góschen es mencionada en la conocida
carta de Tegnérs a Martina von Schwerin del 10 de enero de 1821 (Brev. I urval och
medfórklaringaravF. Book, Estocolmo, 1949, p, 77),
70 Ad Qu.fratr. III, 5, 6.
71 XIII, 609.
72 Ep. V, 15, 1.
73 T. C. Skeat, «The Use of Dictation in Ancient Book Production», Proceedings of
the British Academy, XLII (1956), pp. 194, 197 s.; H. J. M. Milne - T.C. Skeat, Scribes
and Correctors of the Codex Sinaiticus, Londres, 1938; R. Devreesse, Introduction a l ’étude
des manuscrits grecs, París, 1954, pp. 123 s.
74 San Jerónimo, Devir. ill. 35.
15 K. Ohly, Sticbometrische Untersucbungen, Leipzig, 1928, pp. 86 ss., 41 s.
76 El edicto está editado por Th. Mommsen en C1L III, p. 831. Un nuevo texto
que se basa en fragmentos encontrados posteriormente en SuppL, pp. 1926-53; este
texto decisivo está reproducido en Mommsen-Blümner, op. cit. infra. Cf. Th. Momm­
sen, Berichte über die Verhandl. der Kgl. Sachs. Ges. d. Wissensch. zu Leipzig Phil-bist CL,
III (1851), pp. 19 y 72; W. H. Waddington, Édit de Diociélien établissant le máximum dans
l ’empire romain, París, 1864, p. 19; Edictum Diocletiani depretiis rerum venalium, ed. Th.
Mommsen - H. Blümner, Berlín, 1893, pp. 22 y 112 s. Cf. también Diatzko, P-W 3 col.
985; W. Schubart, Das Buch bei den Griechen und Rómern, Berlín-Leipzig2, pp. 64 y 72
ss. (III ed., Heidelberg-Leipzig 1962, pp. 66 ss.); íd., Papyrusk.unde, op. cit., pp. 49 ss.; C.
Wendel, Die griecktsch-rómische Buchbeschreihung verglichen mü der des vorderen Orients,
Halle, 1949, pp. 34 ss.
n Ohly, op. cit., pp. 90 ss.; cf. pp. 68 ss.
78 II, 8.
79 Donato, Vita Verg. 39 (52); 37 (56); 41 (59) (ed. Diehl-H. Lietzmann, Kleine Tex-
te, LXXII [1911]); Servio, Comment. in Aen. (ed. Thílo, vol. I, 1881, p. 2).
80 Séneca, De ben. 7, 6.
81 XIV, 194.
82 Sobre Marcial y sus editores, cf., entre otros, Haenny, op. cit., pp. 60 ss.; Birt,
AntikeBuchwesen, op. cit. (Register).
83 Quintiliano, Inst. or. praef. Cf. M.P. Nicolsson en Bokhandeln i antiken, op. cit.,
p. 15.
84 AdAtt. III, 12, 2; cf. XIII, 21, 4.
S5 De orat. 1 ,2 1 ,9 4 .
s” Trist. I, 7, 13 ss. El exilio de Ovidio ha inspirado recientemente una magnífica
obra literaria: Dieu est néen exil de Horia.
8' Inst. or., proemio 7; III, 6, 68.
88 De anat. administr. 1; Cf. K. Dziatzko, Untenucbungen über ausgewáhlte Kapúel des
antiken Buchwesen, Leipzig, 1900, pp. 164 ss. Sobre un ejemplo en S. Agustín, cf. H.-I,
Marrou, «La technique de l’édition de Fépoque patristíque», Vigilias Christianae III
(1949), p. 209.
8Í Diod. Sic. XL, 8.
90 Dziatzko, P-W 3, col. 967; íd., «Autorrecht», art. cit., p. 566.
91 Estacio, Silv. IV, 9, 21.
92 XIV, 17; cf. también LV, 4.
93 Aulo Gelio V, 4, 1.
94 Marcial, I, 117, 10; Horacio, Sai I, 4, 71; Ep. II, 3, 373 (dudoso: cf. J, G. Grif-
fiths, Classical ReviewLXXTV (1960), p. 104).
9’ Séneca, Ep. 33, 3; Horacio, Sat. I, 4, 71.
96 Aulo Gelio, V, 1; XIII, 30, 1; XVIII, 4, 1.
97 Sidonio Apolinar, Ep. II, 9, 4; Marcial, I, 117, 15.
98 Pseudo Acrón, ad. Hor. ep. I, 20, 2; «in mensa Sosiorum».
99 Marcial, I, 117, 15.
100 Ep. 33, 3.
11)1 Carm. I, 29, 14.
102 I, 117, 13 (Aírecío); I, 2, 7 (Segundo).
103 Deipnosoph. XV, 15. El texto es dudoso.
104 CIL, VI, 9218.
105 I, 2, 7.
106 Cicerón, Phil. I, 9, 21,
107 I, 3, 1; I, 117, 9 ss.; I, 2, 8.
ws I, 2, 5 ss,
109 XVIII, 4, 1. Cf. Platner-Ashby, A Topographical Dictionary of Ancient Rome,
Londres 1929, pp. 577 s.
1,0 De librispropriis 19, p. 8 (Kühn). Cf. Devreesse, Introduction, op. cit., p. 79.
111 Aulo Gelio, II, 3, 5; V, 4, 1; Ausonio, Opuse, p. 206 (ed. Peiper).
112 Cicerón, AdAtt. II, 1, 2.
113 Cf. Guiilemin, Lepublic et la vie littérairea Rome, op. cit., p. 112.
114 Carm. II, 20, 13 ss.
115 Trist. IV, 9, 14 ss.
1,6 VII, 88.
117 XI, 3.
118 Ep. IX, 11, 2.
119 IX, 4, 1. Cf.
120 Sulpicio Severo, Dial. I, 23, 3. Cf. Marrou, «La technique», art. cit. p. 213.
121 Jerónimo, ad Rufin. 3, 34: «Dic, oro te, celandas schedulas scripseras an pro-
dendas». C f Arns, op. cit., p. 130.
122 Orosio, Apol. 4, 6; Arns, op. cit., p. 135.
12} Casiano, De incarn. 7, 26.
124 Wendel, Handbucb, op. cit., pp. 126 s.; R. Cagnat, «Les bibliothéques municipa­
les dans l’empire romain», Mémoires de VAcadémie des inscr. et belles-lettres XXXVIII
(1909), parte I, pp. 1 ss.; Callmer, Antike Bibliotbeken, op. cit., pp. 177 ss.
125 Guiilemin, op. cit., p, 97.
126 Wendel, Handbucb, op. cit., pp. 114 s.; T. Kleberg, Bokvdnner i den romerska
forntiden, Estocolmo, 1962, pp. 13 ss.; Id., «Bibliophiles in Ancient Rome», Libri I
(1950), pp. 2 ss. Ático proporcionaba a su amigo también libros procedentes de fuera.
127 Suetonio, Reliquiae, p. 74 (ed. Reifferscheid).
12S XTV, 190.
129 Plinio, Ep. III, 7, 8.
130 Ep. II, 17, 8. Cf. V. Burr, «Aus der W elt des Buches», en Festgabe zum 70. Ge-
burtstag von GeorgLeyh, Leipzig, 1950, pp. 94 ss.
151 III, 203 ss.
132 Cf. supra p. 80 y nota 101.
133 Kenyon, Books, op. cit., pp. 83 s.; D. Comparetti - G. de Petra, «La biblio-
théque de Philodéme», en Mélanges offerts á Emile Chatelain, París, 1910, pp, 1.18-29;
A. Maiuri, Ercolano, Roma, 19 463, pp. 75 ss. (cf. también ed. posteriores); cf., en­
tre otros, Wendel, Handbucb, op. cit., p. 113; Callmer, Antike Bibliotbeken, op. cit.,
pp. 156 ss.; Ipapiriercolanesi, I, Nápoles 1954.
134 Séneca, Ep. 82, 3. Los intentos de reconstruir la biblioteca del filósofo bus­
cando los escritores que él cita o de los que se sirve de forma manifiesta han re­
sultado vanos. Un escritor antiguo no tiene por qué haber poseído, como es lógico,
todos los libros que cita: puede haberlos pedido en préstamo a un amigo o haber­
los leído en una biblioteca pública. En última instancia, no es siquiera necesario
que haya leído los libros: tenía a su disposición muchas antologías, léxicos con ci­
tas y compendios.
135 Dial. IX, 9, 4.
136 Petronio, Sat. 48, 4.
13' Luciano, Adv. indoct. 19.
138 Script. bist. Aug., «Gord.» 18, 2. Cf. Wendel, Handbucb, op. cit., p. 117.
139 Ausonio, Opuse, p. 113 (ed.Peiper).
140 Ep. II, 3, 345 s.
141 XI, 3 ,5 s.
142 Sobre toda esta cuestión, cf. sobre todo Dziatzko, «Autorrecht», art. cit.; Th.
Birt, «Verlag und Schriftstellereinnahmen im Altertum», Rheinisches Museum fiir Philo-
logie n.f. LXXII (1917-1918), pp. 311-6.
143 Suetonio, Vita Ter. 3; Dziatzko, «Autorrecht», art. cit. pp. 562 s.; Birt, «Verlag»,
art. cít. p. 314.
144 Juvenal, VII, 82 s.
145 Marcial, XII, 46; II, 20; X, 102, 3 s.: I, 29, 4.
-146 Suetonio, Gramm. 8.
147 Plinio, Ep. III, 5, 17.
148 Cf., entre otros, C.-O. Reure, Les gens de lettres et leurs protecteurs d Rome, París,
1891 {tesis Aix).
143 Friedlánder, Sittengeschichte, op, cit., pp. 238 ss.
150 Juvenal, VII, 1 ss.
151 Cod, Isul. 10, 53 (52), 3.
152 Sobre las dedicatorias y su importancia económica, cf. Dziatzko, P-W 3, col.
967. Cf. supra.
153 Birt, Kritik, op. cit., p. 310.
154 Ep. 1> 31> p. 17 (ed. Seeck),
155 Marcial, I, 117, 15 ss. Cf. Birt, Antike Buchwesen, op, cit,, pp. 83 ss.; Dziatzko
P-W 3, col. 984; Haenny, op. cit., pp. 114 ss.; Schubart, Buch, op. cit., pp. 155 s. (III ed.,
pp. 139 s.).
* Esta indicación, como otras que siguen, está tomada de la traducción italiana y
ha de tomarse en cuenta que se refiere a liras de, aproximadamente, 1975.
156 Marcial XIII, 3.
157 Epicteto, Diss. 1, 4, 6. Cf. Th. Birt, Die Buchrolle in derKunst. Archáologisch-an-
tiquanche Untersuchungen zum antiken Buchwesen, Leipzig, 1907, p. 29.
158 Frontón, Ep. ad. Ai. Caesarem1, 4. Cf.Haenny, op. cit, p.28.
159 Cf. A. Dain, Les manuscrits, París,1949, p.101; Dziatzko, P-W 2 coll. 2237 ss.
16(1 Estacio, Silv. IV, 9.
161 Eusebio* Hist. eccl. VI, 3.
162 Aulo Gelio, II, 3, 5.
lfi3 Plinio, Nat. hist XIII, 83.
164 Frontón, Ep. ad. M. Caes. IV, 2, 6: «Sota Ennianus remissus a te et ín charta
puriore et volumine gratíore et littera festiviore quam antea fuerat videtur». En Dión
Crisóstomo (Or 21, 12) encontramos la indicación de que debido a la mejor calidad
del material papiráceo, había una demanda de antiguos rollos líbranos, al menos en
determinados momentos; Birt, Kritik, op. cit., p. 323.
163 Hch, 19, 19.
166 Estacio, Silv. IV, 9, 20 ss.
167 Aulo Gelio, IX, 4, 1 ss.: «fasces librorum venalium expositosvidimus [...].
Erant autem isti omnes libri Graeci miraculorum fabularumque pleni, res inauditae,
incredulae, scriptores veteres non parvae auctorítatis [...]; ipsa autem volumina ex
diutino situ squalebant et habitu aspectuque taetro erant. Accessi tamen percontatus-
que praetium sum et adductus mira atque insperata vilitate libros plurimos aere pau-
co emo».
168 Luciano, Adv. indoct. 4.
169 Dión Crisóstomo, Or. I, 12; Dziatzko, P-W 3, col. 978.
170 Cf. praechter, P-W 8, col. 732.
171 Aulo Gelio, XVIII, 5, 11. El texto de este libro de Ennio debedehaber sido
fijado por el ilustre filólogo Cayo Octavio Lampadión {siglo II a.C.).
172 Aulo Gelio, XIX, 14, 2; IV, 9, 1.
1.3 Aulo Gelio, XVI, 8, 1 s.
1.4 Jerónimo, Ep. adFab. 64, 22. Cf. Arns, op. cit., pp. 167 s.
175 Plinio, Ep. IV, 7, 2. Por lo demás parece que el discurso fue lamentable.
m AdAtt. XIII, 13, 1.
17' Ep. I, 20, 10 ss.
178 Marcial, IV, 86, 11.
179 Persio, I, 41 ss.; Catulo, 95, 7 s. Cf. Horacio, Ep., II, 1, 267 ss.: Marcial, III, 2,
3 ss.; III, 50, 9; IV, 86, 7 ss.; XIII, 1, 1 ss.; Sidonio Apolinar, Carm. 9, 320; Friedlánder,
Sittengeschichte, op. cit., p. 225.
180 Diógenes Laercio, IX, 3 (52). Cf. Kuhnert-Widmann, op. cit., p. 865; L. Gil,
Censura en el mundo antiguo, Madrid, 1961, pp. 63 y 76.
181 Suetonio, Oct. 30. cf. Bírt, Antike Bucbwesen, op. cit., p. 368; Kuhnert-Wida-
mann, op. cit, p. 865; F. H. Cramer, «Bookburning and Censorship in Ancient Rome»,
Journal of the History of Ideas, VI (1945), pp. 157 ss. (sólo para el periodo hasta Calima­
co inclusive).
182 Séneca, Controv. 10, praef. 5; cf. Suetonio, Cal. 16; Gil, op. cit., pp. 214 ss.
183 Tácito, Ann. 4, 35; Dión Casio, 57, 24; Suetonio, Tib. 61, 3; cf. Séneca, ad Marc.
I, 3 s.; Suetonio, Cal. 16, 1; Gil, op. cit, pp. 232 ss.
184 Suetonio, Tib. 61, 3; Cramer, art. cit., pp. 178 ss.
185 Tácito, Agr. 2. Habitualmente esta desagradable tarea era confiada a funciona­
rios de la más alta graduación, los ediles. Domiciano confió esta medida a altos fun­
cionarios de policía, los triumviri capitales, quizá para hacer el castigo todavía más
humillante.
í86 Suetonio, T)om. 10, 1: «item Hermogenem Tarsensem propter quasdam in his­
toria figuras [se. occidit], librariis etiam, qui eam descripserunt, cruci fixis». Este Her-
mógenes era un historiador griego por lo demás completamente desconocido.
187 H. Hiárne, «Forlaggaren-martyren», en Till Hugo Geber den 30 augusti 1913, Es-
tocolmo, 1913, pp. 157 ss.
188 Sent. 5, 23, 18. Cf. Dziatzko, P-W 3, col. 981.
185 Cf. infra pp. 111 ss.
190 Plinio, Nat. bist, XXV, 2, 4 s.; F. Reichmann, «The Book Trade at the Time of
the Román Empire», The Library Quarterly, VIII (1938), pp. 36 ss. Sobre la ilustración
de los libros, cf. A. Boeckler - A. A. Schmid, «Die Buchmalerei», en Handbuch der Bz-
bliothekswissenschaft, op. cit., pp. 249 ss. con bibliografía; E. Bethe, Buch und Bild im A l­
tertum, ed. por E. Kirten, Leipzig-Viena, 1945; K. Weitzmann, lllustrations in Roll and
Codex, Princeton, 1947 [trad. esp. El rollo y el códice, Madrid, Nerea, 1990 (N. del T.)
m Plinio, Nat. hist., XXXV, 2, 11.
192 Nepote, Att. 8, 5 s.
193 Marcial, XIV, 186.
Libros y público
a fines de la Antigüedad
por Guglielmo Cavallo
Entre los siglos iv-v concluye ya definitivamente aquella que fue
la gran revolución de la historia del libro antes de la imprenta: el pa­
so &é\ volumen, el rollo de tradición helenística, al codex, el códice de
tradición sobre todo romana, al que se puede considerar el antece­
dente deí libro moderno l. Como causas de este fenómeno a menudo
se "Kan invocado factores de índole práctica: el códice permitía en­
contrar más rápidamente un pasaje, algo que no era secundario en li­
teraturas de «referencia» como la de las Escrituras (y en realidad los
primeros en difundir el códice en el mundo grecorromano habían si­
do los cristianos) pero también la jurídica, pilares una y otra de la
formación tardoantigua; su forma más manejable se adaptaba mejor a
la lectura, al transporte durante el viaje, al uso escolar; e incluso su
capacidad, mucho mayor que la del rollo, permitía por una parte el
ahorro de material escriptorio y por otra respondía bien a las exigen­
cias de selección o sistematización no sólo de los textos escriturarios
o jurídicos, sino también del patrimonio literario antiguo en una épo­
ca ya exhausta, que tendía a conservar la herencia recibida más que a
crear una producción literaria nueva. A éstas se añadieron otras moti­
vaciones del mismo género.
Se trata de causas que han podido desempeñar un papel más o
menos importante, pero a la hora de valorar la aparición del códice
se debe considerar también la relación entre producción libraría y
lil
público, entendiendo por público los destinatarios concretos del li­
bro, insertos en el contexto político, económico-social, cultural, en
una palabra, histórico, dentro del que se desenvolvían. A través de
una descomposición articulada de esta relación debe aventurarse una
visión, es más, una interpretación, no sólo del paso del volum en al co ­
dex, sino de la cultura del libro en la totalidad de sus aspectos y cam­
bios entre la Antigüedad y la Edad Media.
Visto bajo esta luz, el problema no es tanto el del nacimiento del
códice considerado desde una perspectiva técnica, y tampoco el del
paso de los textos del rollo al códice; el hecho verdaderamente “re­
volucionario” fue el triunfo definitivo de la forma del códice en las
prácticas librarias; y por ello su transformación en el libro receptor
incluso del patrimonio literario que tenía en el rollo su base editorial
canónica. Este hecho marca una línea de separación no convencional
en la historia del libro y, yendo más allá, de la cultura escrita greco­
rromana. Para dar una explicación a esto hay que partir del hecho de
que los primeros siglos del imperio fueron una época de difusión de
la alfabetización 2; esto implicaba una distribución social más amplía
y estratificada de los productos escritos, muchos de los cuales habían
adoptado siempre la forma del códice, ya que era éste el tipo de so­
porte más usual en la producción escrita cotidiana. Fuera de Egipto
(área de producción del papiro) y del área circundante, la mayor par­
te de los individuos alfabetizados se servía de productos escritos so­
bre todo con el aspecto de dípticos, trípticos o polípticos de tablillas
de madera, o incluso de hojas de pergamino, los cuales tenían la for­
ma de códices, fueran documentos oficiales, civiles o militares, o, más
modestamente, libros de cuentas, recibos, mensajes o borradores. Se
trataba de las capas medias urbanas, las cuales sin embargo no se fue­
ron incorporando también al libro —un libro que a partir de los si­
glos 11-111 d.C. tuvo cada vez más la forma de códice— más que de
forma progresiva. Existe una documentación que no puede ser ca­
sual: los códices en lengua griega más antiguos contienen muy rara­
mente textos que giran dentro de la órbita de la literatura de alta
calidad; las más de las veces contienen en cambio materiales escola­
res, textos subliterarios y algunas veces narrativa de escaso nivel,
como los Vhoinikika de Loliano 3, adecuados para ofrecer a un lector
no inculto, pero tampoco intelectualmente avezado —en definitiva, a
un lector medio—, los estímulos de una comicidad elemental y de
una sensualidad trivial 4. Uno de los más antiguos códices latinos
conservados contiene un epítome, De bellis M a c e d o n í c i s un texto,
pues, de amplia divulgación. Finalmente, se encuentran bastante
pronto en forma de códice obras de cultura técnica y aplicada, textos
instrumentales empleados por individuos de extracción social medía.
El códice en suma se revela como el libro de una literatura destinada
a clases menos acomodadas, o incluso nuevos ricos, pero sin una cul­
tura refinada, que precisamente tenían más familiaridad con esta ti­
pología libraría.
El cristianismo -—al que se debe la primera adopción masiva del
códice— se apoya con su religión del libro sobre esta franja de lecto­
res interesados en textos alternativos respecto a la gran tradición lite­
raria. Estos lectores constituían no tanto un “público del rollo”, como
más bien un “público del códice”, de modo que la elección cristiana
se dejaba guiar por el producto escrito más conocido y accesible a
ellos. El códice, por otra parte, significaba para los cristianos también
la ruptura con la cultura pagana oficial representada por el rollo.
Para producir la renovación tecnológica del libro es pues preciso un
empuje desde abajo: en el momento de la crisis del mundo antiguo
nuevas clases y categorías aspiran a entrar en el mundo de la palabra
escrita, no sólo para adquirir mayor preparación profesional, sino
también porque, más conscientes de sí mismas y de su papel históri­
co, expresan y difunden en el libro sus ansias de progreso. De forma
que en la Antigüedad tardía, también a consecuencia de causas gene­
rales atribuibles a las transformaciones económico-sociales de la épo­
ca de Diocleciano (la clase media entra de forma estable en los meca­
nismos del poder), sectores de público más amplios que en el pasado
se incorporan al libro. Estos nuevos lectores eran los del códice: el
público de la “literatura de consumo”, de los textos cristianos o de
los textos de materias técnicas, en una época en la que éstas, además,
tendían a emanciparse de su tradicional estatus de sujeción y a si­
tuarse al mismo nivel que las artes liberales. La aparición del códice
iba a romper, pues, el círculo restringido de los lectores habituales:,
bajo una perspectiva como ésta, su función puede parangonarse de
algún modo con la aparición de los libros de bolsillo en nuestra
época.
Cuando la forma del códice, que permaneció siempre viva en el
mundo romano para determinados usos de escritura (documentos
públicos, pugillaria de uso privado), llega a difundirse más amplia­
mente bajo la forma de un auténtico libro, el artesanado debe adap­
tarse a la nueva demanda 6. Las grandes familias que desde el final de
la época republicana se habían sucedido en la dirección del imperio
se vieron diezmadas y marginadas de la política por los Severos, y
con esta capa aristocrática quedó desautorizada también la influencia
helenística impuesta por ella sobre Roma, de la que habían sido ma­
nifestaciones la propia constitución de instituciones literarias y el vo­
lumen como supremo modelo librario. El nuevo público, más nume­
roso, reclamaba el códice, que se independizaría así gradualmente en
su manufactura y función, adquiriendo la misma dignidad que el ro­
llo: de hecho, los n ovi bomines, laicos o eclesiásticos, intentaban imi­
tar a las antiguas clases elevadas, las cuales seguían poseyendo atracti­
vo y suscitando emulación 7; y por otra parte, las mismas personas
que tradicionalmente encargaban los libros, los lectores del rollo, se
adecuaron a su vez al tipo de producción que se estaba convirtiendo
en estándar.
El paso del rollo al códice se convertía así en un hecho consuma­
do; el códice y su público quedaban en esencia como únicos protago­
nistas de la producción libraría tardoantigua.

En el mundo griego el códice literario corriente, transmisor del


patrimonio clásico que había encontrado en el rollo su primera base
de conservación y transmisión, prevaleció durante mucho tiempo so­
bre el papiro (al menos hasta los últimos años del siglo v); de papiro
eran también los códices que contenían obras de la literatura post-
clásica. Cierto es que estos datos se obtienen a partir de materiales
procedentes en realidad sólo de Egipto, área por excelencia de pro­
ducción de papiro, pero el fenómeno no parece haber sido exclusivo
de esta área. Por lo que Libanio —al que se deben numerosas noti­
cias sobre la producción libraria de su tiempo 8— permite suponer,
también en la Antioquía pagana tardoantigua debía de ser papiráceo
el códice de contenido, literario y ágil circulación (sobre todo en las
escuelas).
Ese tipo de códice (fig. 10), a partir de algún momento situado
entre finales del siglo m y principios del iv, está constituido por va­
rios cuadernillos de número variable, numerados en el margen dere­
cho en la parte superior de la primera página y que por lo general
empiezan con el lado de las fibras verticales exteriores hasta finales
del siglo rv y con el de las fibras horizontales más tarde 9; muestra
medidas variables (si bien cierta tendencia a la hoja de grandes di­
mensiones) y formato por lo general rectangular (a menudo el doble
de alto que de ancho); está redactado, con algunas pocas excepcio­
nes, en una sola columna (esta observación se entiende que debe
aplicarse a textos en prosa, ya que la poesía no podía escribirse a lí­
nea tirada dada la necesidad de conservar la apariencia métrica). Las
escrituras utilizadas son las más de las veces poco precisas, fluidas,
con un ductus más bien rápido, en ocasiones semicursivas; sólo raras
veces se encuentran escrituras caligráficas, canonizadas y respetuosas
del canon. Una característica definitoria del códice literario de papi­
ro es además frecuentemente la hoja con los márgenes laterales, pero
a veces también los superiores e inferiores, muy espaciosos, para po­
der escribir en ellos —a menudo, de hecho, se encuentran escritos-
notas de comentario y escolios. La aparición de semejante técnica li­
braría se justifica si se piensa que ya en ía Antigüedad tardía los co­
mentarios de autores antiguos contenidos en libros aparte comienzan
a ser copiados en los márgenes de los textos, asumiendo de algún
modo la forma compuesta de los escolios medievales 10. La encuader­
nación de tales códices papiráceos podía ser fundamentalmente de
dos clases: con tablitas de madera o con cubierta de cuero u .
En el Oriente griego el códice de papiro fue, por lo tanto, al me­
nos en la práctica más: corriente, el que utilizaba preferentemente,
.bien por tradición o por reacción, el público instruido, ligado a la
lectura y exégesis de los textos antiguos: un público “de escuela” que
frecuentaba auditoria, theatra, bouleuteria 12; el mismo público de la an­
tigua nobleza terrateniente del que procedían los dynatoí de la admi­
nistración bizantina, que detentaban los más altos cargos del estado o
los primeros puestos en las curias ciudadanas 13.
Pero ¿qué autores parece que se pudieron leer a juzgar por los
fragmentos de los códices que nos han llegado? Homero fue muy
transcrito y estudiado; y de hecho es a la poesía homérica a 1a que
corresponde el primer lugar, al menos entre los textos leídos en el
Egipto bizantino: tal suerte tuvo que ver, sin duda, como en cualquier
otra época, con la “clasicidad” y “escolaridad” de los poemas homéri­
cos, pero a ella debió también contribuir el renacer de la épica en la
edad tardoantigua (con Trifiodoro, Nono, Coluto y otros), lo que ex­
plica también la lectura más frecuente de Apolonio de Rodas. En se­
gunda posición está Eurípides, presente de manera ininterrumpida en
todo el periodo de la Antigüedad tardía, mientras que Sófocles figura
sólo en unos pocos papiros; entre los comediógrafos fueron leídos
Aristófanes y Menandro (pero también Éupolis); entre los líricos, Pín-
daro, pero aún en el siglo Vil encontramos fragmentos de un códice
de Safo. Hesíodo está bien representado; y entre los poetas helenísti­
cos vemos que se lee por igual a Euforión, Calimaco y Teócrito. Los
estudios retóricos, tan florecientes en la Antigüedad tardía, incitaron
al conocimiento de Demóstenes, Esquines e Isócrates, pero también
del aticista Elio Arístides. Poco nos ha llegado de los filósofos e his­
toriadores: solamente algunos fragmentos de Platón y Tucídides; algo
que puede provocar asombro por cuanto los intereses filosóficos de
la época fueron varios y abundantes, y no se había dejado de leer en
ningún momento a los historiadores. En torno a la mitad del siglo vi,
junto a Afrodito y Antinoe se encuentra la figura de Dióscoro, tal vez
un buen abogado y notario, pero sin duda un mal poeta, que en sus
versos imitó a Homero, los poemas de Anacreonte y sobre todo a
Nono, y que poseería el manuscrito cairota P. Cairo inv. 43227 de
comedias de Menandro y de los D ém oide Éupolis 14.
La producción de códices para el público culto que los deman­
daba debía estar a cargo de talleres librarlos 15 o incluso de escribas
que trabajaban solos para el mercado librario. Pero era también prác­
tica usual tomar o dar en préstamo libros que el interesado copiaba
por sí mismo o mandaba copiar (algunos particulares, sobre todo ré-
tores y familias aristocráticas tenían escribas a su servicio) 16; sin du­
da todos los maestros de enseñanza superior poseían copias de los
principales poetas y prosistas antiguos y de sus comentarios 17.

Si prestamos ahora atención a la producción membranácea de


textos griegos profanos, vemos que ésta se presenta más bien escasa
en los siglos iv y v y más abundante en el vi. Lo primero que se pue­
de resaltar es la estrecha conexión que presenta con las escrituras ca­
ligráficas, canonizadas y estrechamente ligadas a los tipos que les sir­
ven de norma (especialmente próxima es la conexión entre el
pergamino y la mayúscula bíblica, la escritura que, aunque de origen
“laico”, se reserva progresivamente a las Sagradas Escrituras). Al mar­
gen del uso casi constante de las escrituras caligráficas, ef códice de
pergamino revela, respecto al de papiro, un formato cuadrado o casi
cuadrado en el siglo IV y hasta el principio del siglo v , moderadamen­
te alargado más adelante, preferencia por la disposición en dos o más
columnas y una distribución compacta de la página con márgenes
por lo general estrechos (fig. 13). Se trata de productos librarios de
alta calidad o al menos de factura muy esmerada y que se encuentran
a partit del siglo rv. Por lo demás, el propio códice de calidad no po­
día aparecer antes de esa época: las clases sociales que, gracias a sus
intereses culturales y sus más sólidos medios financieros, sostenían la
demanda de libros de algún valor, fueron, en efecto, las que sin duda
permanecieron más tiempo apegadas a la tradición del rollo, mientras
qué, Hasta las postrimerías del siglo m, los códices fueron libros de
calidad inferior 1S; pero en el siglo siguiente la situación estaba ya ma­
dura para que se produjeran códices de superior calidad. Algunos de
estos códices iban a presentarse también iluminados: aunque falta
una documentación directa al respecto para el periodo tardoantiguo,
las copias medievales de originales perdidos muestran que existió
una circulación de códices iluminados, y permiten a la vez recons­
truir con ello la fenomenología histórico-artística 19.
Sólo algunos ejemplares llegados hasta nosotros nos permiten
concluir que también tales códices profanos de una calidad buena o
superior fueron destinados a elites aristocráticas o académicas o en
cualquier caso acomodadas. Así, el Dioscórides de Viena fue produ­
cido en un taller librario de Constantinopla en el 512 o poco des­
pués por encargo de Juliana Anicia 20 —hija de Flavio Anicio Oli-
brio, emperador de Occidente en el 472 21—, ensalzada por un poeta
contemporáneo como «esplendor de los divinos progenitores que ha
producido sangre real por cuarta generación» 22; y la misma Juliana,
representada en el códice con paludamento de patricia romana, es re­
cordada por haber mandado construir una iglesia dedicada a la Vir­
gen en el barrio constantinopolitano de Honorato. Se ha supuesto
que el Dioscórides fue elaborado como regalo a un hospital23, y sin
duda actos muníficos de este tipo eran acordes con la caridad sin fin
de Juliana 24; pero es más lógico pensar que su Materia medica encaja­
se dentro de los intereses científico-culturales de los Anicios, una fa­
milia que unía a su poder político el prestigio intelectual de una cul­
tura transmitida durante generaciones. Por lo demás, los textos
griegos técnico-científicos fueron los que se leían preferentemente en
los ambientes cultos tardorromanos 25. En cualquier caso, el Dioscó­
rides se revela, incluso en la «clasicidad» de sus módulos figurativos,
como la expresión más consumada de un artesanado librario de tra­
dición antigua conservado por la última aristocracia del Bajo Im­
perio.
En torno a la misma época del Dioscórides se produjo la litada
iluminada de la Biblioteca Ambrosiana 26. Entre los problemas de
este manuscrito está la adopción, en forma mimética, de una escritu­
ra, la “mayúscula rotunda”, caída en desuso desde hacía tiempo,
puesto que tuvo su auge a finales del siglo n d.C. y fue abandonada
después de esta época. El fenómeno —inquietante por su carácter
excepcional— no es sin embargo explicable si se piensa en una elec­
ción consciente: la mayúscula rotunda era una escritura no sólo caída
en desuso desde siglos, sino la única genuinamente profana, puesto
que nunca aparece atestiguada, en sus formas canónicas, en la praxis
cristiana. Su reutilización sería por ello deseada en un ambiente con­
servador y pretendería crear una continuidad ideal con el libro de
tradición clásica. Se podría incluso intentar identificar tal ambiente:
la misma escritura se reencuentra solamente en otros dos fragmentos
de los siglos V -V i, Pg. Duke inv. G 5 (Platón, Parm énides)21 y Pg. Ant.
II 78 (Platón, Teetetó). No parece ser casual que ambos contengan
textos clásicos, sino que ello confirma más bien el papel de escritura
profana que desempeña la mayúscula rotunda 2S. El Pg. Ant. 78 pro­
cede de Antinoe, es decir, de Egipto; del otro fragmento no se
conoce con exactitud la procedencia, pero el hecho de que se trate
de un palimpsesto y de que la segunda escritura sea copta indica
que el manuscrito circuló en Egipto. Es posible por ello concebir a la
Alejandría tardoantigua como el centro de producción de tales ma­
nuscritos: en Egipto destacaba de hecho una cierta clase culta tradi-
cionalista, sobre todo en sus círculos intelectuales y universitarios 29,
y los manuscritos del Parménides y del Teeteto en concreto encajan
bien en la Alejandría académica de aquella época, empapada, como
Atenas, por el neoplatonismo de la última reacción pagana 30. En
cualquier caso, tanto a la litada ambrosiana como a los libros platóni­
cos mencionados se les confirió mediante la escritura esa configura­
ción arcaizante que debía demandar un determinado público conser­
vador.
En el primer periodo bizantino, por lo tanto, los códices de los
autores antiguos (y de forma más general, de la literatura profana, in­
cluso coetánea) eran preferentemente de papiro cuando se trataba de
copias destinadas al estudio, a la enseñanza y, de forma más general,
a la circulación literaria más corriente; y de hecho para códices de tal
clase (las más de las veces en escritura fluida e incluso semicursíva) el
empleo de pergamino parece haber sido raro. A su vez, con algunas
excepciones al margen, en correspondencia con la consolidación del
códice, la reducción del papiro como soporte de copias de menor va­
lor desde un punto de vista técnico (aunque no de contenido) se ve
acompañada por la promoción del pergamino como material escrip-
torio de los libros de calidad buena o superior.

A partir del siglo iv, fueron quizá membranáceos, al menos en su


mayoría, los códices de las bibliotecas públicas, que, en el mundo
greco-oriental, parece que fueron producidos dentro de ellas mismas:
una práctica ya de época helenística, continuada también en las bi­
bliotecas cristianas 31. Al menos para Constantinopla se tienen testi­
monios de una producción “interna”' capaz de abastecer a la primera
gran biblioteca de la nueva capital: un pasaje de la Oratio IV de Te-
mistio, pronunciada el 1 de enero deí 357 en honor de Constancio
I I 32, atestigua que el emperador ordenó que escribas profesionales,
transfirieran a nuevo molde •—en aquella época ya en forma de códi­
ces— los libros de autores antiguos deteriorados por el tiempo; a esta
empresa se asignaron un superintendente y fondos estatales. Tal acti­
vidad libraría no respondía sólo a la necesidad inmediata de dar
cuerpo a una gran biblioteca pública en Constantinopla (una ciudad
que no tenía las tradiciones culturales que habían existido en los
grandes centros helenísticos)33, sino que constituía lo que Paul Le-
merle considera con razón la primera gran recuperación de la litera­
tura griega que tuvo lugar en la capital del Oriente 34; y de hecho Te-
mistio atribuye a Constancio el gran mérito, en virtud de la obra de
transcripción encargada, de devolver a la vida, como sacándolos del
Hades, además de a los grandes autores, a la pléyade innumerable de
la antigua sabiduría (no la sabiduría común y que se despliega delan­
te de los ojos de todos, sino la más rara y recóndita): si para salvar a
los grandes autores pueden bastar en efecto sus propios méritos sin
una disposición legal, ésta es en cambio necesaria para recuperar a
ios autores menos conocidos, gramáticos, comentaristas y filósofos
menores. La actividad del taller de copia anexo a la biblioteca públi­
ca de Constantinopla se prolongó mucho más allá de la época de
Constancio; se mantuvo probablemente activo también bajo Juliano y
más tarde hay un testimonio explícito en la Constitución de Valente
del 8 de mayo del 372, dirigida al prefecto de Constantinopla Clear-
co, la cual ordenaba que cuatro antiquarii griegos y tres latinos, hábi­
les calígrafos, fueran contratados ad bibliothecae códices com ponendos
v el reparandos3:>. Aunque no tengamos noticias precisas para la época
posterior a la de Valente, un prueba indirecta de la riqueza de fon­
dos librados de la biblioteca pública incluso más adelante (debida
—es probable— al menos en parte a la actividad del taller de copia
anexo) nos la proporciona Zonaras, el cual refiere que durante la in­
surrección de Basilisco (9 de enero del 475 a fines de agosto del 476)
un incendio destruyó una cantidad inmensa de libros 36.
En la biblioteca estatal de Constantinopla no se producían sin
duda libros para clientes de fuera, sino sólo para la propia biblioteca,
y quizá incluso con el fin de que estuvieran disponibles para el círcu­
lo de profesores universitarios que se puede pensar estaba ligado a
ella (en Constantinopla en el 425 Teodosio II reorganizaba la Univer­
sidad) 37; en la medida en que la lectura y el comentario de los clási­
cos constituían el fundamento de la enseñanza superior secunda­
ria 38, es de suponer que los ejemplares “oficiales” fueran modelo de
transcripciones o cotejos obra de profesores y estudiantes 39, de
aquella «flor de los helenos» que, según Temistio, habría acudido a
Constantinopla para experimentar, a través de los libros que se ha­
bían recopilado allí, el renacer de la grandeza del espíritu y regresar a
su patria llenos de virtud y ciencia 40.
Pero ¿cuál es la situación del códice profano en el Occidente la­
tino? Si aquí el papiro es empleado durante casi todo el alto medievo
en determinada documentación privada y pública (sobre todo real y
pontificia)41, está por el contrario muy poco atestiguado en la pro­
ducción Iibraria tardorromana; la casi totalidad de los códices de esta
época que contienen autores antiguos es de pergamino. Lo que desta­
ca es la asociación, al igual que en la praxis griega, entre el pergami­
no y las escrituras caligráficas, canonizadas (capital e uncial): fenóme­
no en el mundo romano aún más significativo que en el griego,
puesto que si en éste, a causa de la mayor difusión del papiro en
todos los usos cotidianos, la introducción del pergamino en la manu­
factura del códice tiene lugar relativamente tarde, en una época en la
que éste había adquirido ya entidad autónoma, en la praxis latina, en
cambio, la membrana estaba por lo general asociada, en los primeros
siglos del imperio, con anotaciones o apuntes tomados al azar, desor­
denados, o a lo más con obritas de carácter técnico y uso privado,
mientras que por tradición era el papiro el material “adecuado” para
los libros 42. El pergamino era, en definitiva, al igual que la forma de
códice, un soporte escriptorio de uso cotidiano. La asociación con las
escrituras caligráficas, es más, con las canonizadas (y en la casi tota-
lídad de los casos sólo con éstas), debe concebirse por lo tanto como
algo totalmente nuevo, y confirma, si es que la praxis griega había de­
jado todavía algún resto de duda, una revolución libraría que va más
allá del paso del rollo al códice, en la medida en que sacude todas
las estructuras del libro antiguo.
El público que entre los siglo iv y vi sostenía en Occidente la
producción de códices de autores antiguos estaba constituido en su
mayor parte por la aristocracia senatorial que fue protagonista en tor­
no al final del siglo iv del último renacimiento pagano 43. Para ella, el
culto de la tradición clásica constituía un programa de restauración
política antes incluso que una labor erudita, y en estrecha relación
con esta aristocracia existían aquellos círculos de gramáticos y réto-
res que en Roma (y no sólo en Roma) animaban la vida de la escuela
tardoimperíal. Con todo, era un público limitado y aislado: el público
literario, bien es verdad, había sido una minoría incluso en los tiem­
pos antiguos, pero una minoría tan amplia que se concentraba en
gran número en distintos lugares; y tenía además un vínculo con el
pueblo, en la medida en que este último, o al menos parte de él, par­
ticipaba en la propia producción libraría, la comprendía e incluso
ejercía su influencia sobre ella 44. Ahora bien, aquellos que a su vez
participan en la vida intelectual se mantienen como una sociedad ce­
rrada de aristócratas, de maestros y discípulos, dedicados solamente
a reavivar la cultura antigua de forma programática y no a producir
de ella una nueva. Esa cultura, no obstante, ha agotado ya en sí misma
sus razones vítales y su tradición hegemónica, de forma que la defen­
sa que hace de ella al principio del siglo V un Marciano Capela, se
expresa preferentemente a base de un cúmulo de erudición 45. El
nuevo y auténtico debate cultural es conducido por los cristianos;
aunque la resurrección de lo antiguo se prolongó más allá del fin del
siglo rv y del inicio del v, éste fue debilitándose progresivamente. En­
tre los siglos V y vi en la Rávena capital del reino godo en la época
de Teodorico, dentro de un difícil equilibrio político entre romanos
y bárbaros, la cultura antigua, sobre todo con Boecio y Casiodoro,
encontrará todavía medios para expresarse con vigor, pero será su úl­
timo resplandor. La ruina de Italia habría de destruir o de desplazar
a otro lugar, con frecuencia a Oriente, la misma sociedad que había
sido promotora de esa resurrección.
Suscripciones, pocas veces originales, casi todas en copias medie­
vales de manuscritos tardoantiguos 46, documentan de manera suge-
rente la activa recuperación de la tradición clásica por obra de la eli­
te de la aristocracia pagana (aunque más tarde convertida al cristia­
nismo) y de sus colaboradores cultos, una obra que ponen de relieve
las Saturnalia de Macrobio. Una recuperación de los autores antiguos
debía pasar necesariamente por la escuela, que era la depositaria ins­
titucional de la transmisión e interpretación de esos autores: de ahí
los estrechos vínculos y apoyos mutuos entre los círculos aristocráti­
cos y escolares, en función de los cuales encontraba su razón de ser
la producción y circulación de textos clásicos. Juvenal era leído en el
círculo de Servio y de sus alumnos, puesto que entre ellos un tal Ni-
ceo corregía un manuscrito suyo bajo la supervisión de su maestro 47;
así pues, Servio —que formaba parte, según lo que se puede colegir
por Macrobio, de ese séquito culto de hombres que se reunían en las
casas de Pretextato, Nicómaco Flaviano y Símaco poco antes del 385
en la víspera de las Saturnalia y en los dos días de la fiesta— no sólo
comentaba a Virgilio, sino que daba carta de ciudadanía en su escue­
la, además de a Juvenal, a autores como Lucano y Estacio. Por lo de­
más, el renovado interés que los círculos aristocráticos mostraron por
los poetas de la edad de plata se debe a los gramáticos 48. En el 395
Salustio, vastago de una familia vecina de Símaco, realizaba en el
Foro de Augusto una exercitatio sobre un manuscrito de Apuleyo
bajo la guía del rétor Endelequio, y revisaba después el mismo ma­
nuscrito en el 397 en Constantinopla 49. Algunos años más tarde, en
el 401, Flavio Genadio Félix Torcuato, al que Claudiano dedicó uno
de sus poemas 50, corregía a Marcial en el mismo Foro de Augusto 51
(también en el Foro de Trajano y en el Ateneo capitolino se desarro­
llaba en esta época una cierta vida cultural 52).
Aún más: Flavio Julio Trifoniano Sabino, un joven aristócrata, in­
tentaba corregir, sin ejemplar con el que cotejarlo, su manuscrito de
Persio en Barcelona y Tolosa en el 402 mientras era soldado 5?. En
los códices “nicomaqueos” de la primera Década de Livio se conser­
van testimonios de la revisión que hizo el propio Símaco de este au­
tor 54, en la que en cualquier caso participaron Nicómaco Flaviano,
su hijo Nicómaco Dextro y Tascio Victoriano 55, este último, más
que un profesor de la escuela pública, quizá un “técnico” de la crítica
de textos, dependiente de la gran familia de los Símacos, hombre
cuyo trabajo en cualquier caso era muy apreciado, por lo que deja
entender Sidonío Apolinar 5(\ Para las casas ilustres y emparentadas
de los Símacos y Nicómacos, protagonistas de la última resurrección
de lo antiguo, la primera Década de Livio debía parecer una especie
de Biblia de la cultura romana y pagana 57.
En el último decenio del siglo v (puesto que conserva en él la
suscripicíón autógrafa) Turcio Rufo Aproniano Asterio puntuaba y
enmendaba en Roma el Virgilio mediceo de la Laurenciana 58; y a en­
mendar y puntuar un códice de Macrobio, junto a un descendiente
del autor, se dedicaba a su vez en Rávena, siempre en las postrime­
rías del siglo v, Aurelio Memio Símaco 59, biznieto del gran Símaco
de las Saturnalia. Y también en el siglo vi: Vecio Agorio Basilio Ma­
vorcio revisaba un códice de los Épodos de Horacio con la ayuda del
rétor Félix 60 (quizá el mismo Securo Melior Félix, revisor en el 534
en Roma de Marciano Capela)61; se trataba de una tradición familiar,
puesto que su pariente más importante de la época de Símaco, Vetio
Agorio Pretextato, solía aprovechar los momentos de relajación,
cuando estaba libre de los asuntos públicos, para “rumiar'’ libros de
autores antiguos 62; por último, Flavio Licerio Fírmico Lupicino, nie­
to de Enodio, revisaba los Commentarii de bello Gallico de César63.
Eran las postreras voces del público literario culto: Félix es el último
maestro de quien se tiene noticia en la escuela romana de retórica
abierta por el estado en los tiempos de Quintiliano; e incluso la fecha
en la que enmienda el Marciano Capela, la del 534, es significativa 64:
un año más tarde daba comienzo la empresa de Justiniano de resta­
blecer el control sobre Italia, lo que dará paso a decenios de una his­
toria incierta y trágica. La universidad que Casiodoro, de acuerdo
con el papa Agapito (que fundó una biblioteca a tal fin), intenta crear
en Roma en esos años (535-536) no tendrá futuro 65.
En cuanto a la naturaleza y valor de tal actividad “filológica” apli­
cada a los textos, ni los patrones cultos ni los gramáticos de su séqui­
to hicieron nunca a partir de ella una edición en sentido estricto (al­
gunos autores fueron enmendados sin ejemplares con que cotejar); su
trabajo fue el de simples revisores, en cierto modo de correctores de
descuidos materiales 66, puesto que eran otras las razones que anima­
ban a cónsules, senadores, rétores, jóvenes aristócratas estudiantes o
en servicio militar a perpetuar la tradición con libros y con los libros
de autores antiguos: en la base de su actividad intelectual había de
hecho tanto intereses individuales como el programa político y cultu­
ral que se ha mencionado, el intento de consolidar la tradición anti­
gua en su integridad.
Aunque una intensa actividad literaria de esa clase parece haber
sido modesta desde una perspectiva “filológica”, estimulada por ese
último público literario culto en un periodo de creciente barbarismo,
contribuyó, con todo, de manera notabilísima a salvar la literatura la­
tina antigua, puesto que en Occidente faltó en ese sentido una inicia­
tiva de estado como la que se produjo en Oriente, en la Constantino-
pla de Constancio II.

La producción de estos códices estuvo confiada en parte a copis­


tas que trabajaban en las mansiones de los ricos y en parte a los últi­
mos talleres librarios, los cuales habían caído ya en una profunda cri­
sis a causa de la depresión cultural del siglo m y de los trastornos
económico-sociales de todo el periodo.
Sobre el carácter limitado, exclusivamente de elite, de esa pro­
ducción de clásicos latinos, no puede haber ninguna duda: los nom­
bres de los suscriptores recordados son en realidad ios de la aristo­
cracia senatorial; además, los testimonios directos que han llegado
hasta nosotros muestran todas las características del códice de alta
calidad (fig. 14), como son el pergamino de primera clase, una tecmc i
rigurosa en la presentación de la página, la elección preferente de la
capital “rústica” o la presencia en determinados casos de iluminacio­
nes que hacen del códice un auténtico producto artístico. El propio
pergamino es por lo general en esta época indicio de una producción
de gran calidad editorial: Naucelio —una figura de esos círculos aris­
tocráticos a la que los Epigrammata Bobiensia han dado un rostro y
una historia—, en un poema dedicado a Nonio Atico, espera que sus
escritos sean pergamenis digna («de pergamino») 67: el pergamino ya era
por tanto la materia de los copistas profesionales, de atelier, del libro
de buena calidad, destinado a transmitir a la posteridad las obras de
valor (digna), quizá la de Naucelio, sin duda las de los autores anti­
guos.
Pero todavía hay más. En códices como el palimpsesto ambrosia-
no de Plauto 68 y el Bembino de Terencio 69, la bipartición de versos
“largos” (distribución de su cuerpo en dos líneas de tal forma que se
mantenga la unidad métrica) indica que fueron producidos para un
público exigente, empapado de cultura gramatical, que, teniendo una
conciencia muy clara de los metros plautinos y terencianos, imponía
el respeto más riguroso posible a ía apariencia exterior del texto con­
sagrada por la tradición secular del rollo, de manera que los talleres
librarios o los copistas sagaces debían pensar en la forma de dividir
los versos “largos”: se respondía así a la doble exigencia, funcional y
estética, de no confundir los versos, aun dentro de los límites espa­
ciales marcados por un determinado formato estándar deí códice, y
de dar a la página escrita esa apariencia rigurosa del texto a la que el
cliente culto no estaba dispuesto a renunciar 70.
Otra característica propia, quizá más significativa, de una afecta­
ción culta viene dada por el uso frecuentísimo de la escritura en ca­
pitales en una época en la que la tradición gráfica se había interrum­
pido ya desde hacía tiempo, arrastrada por la crisis de producción
libraría de los siglos ni-iv que había quitado su valor a la función de
la mayúscula latina caligráfica. El renacimiento cultural de las postri­
merías de la Antigüedad pretende revitalizar la escritura secular ro­
mana, pero ésta no podía reaparecer más que bajo formas miméticas
o modeladas sobre otros lenguajes escriptorios, epigráficos 11 o inclu­
so unciales 12. De entre una producción libraria de elite de esa clase,
se pueden al menos recordar, además de los códices de Plauto o Te-
rencío ya citados, los manuscritos de Virgilio llamados Vaticano 73,
Palatino 74, Romano ‘5, Augústeo 76 y Sangalense 77, e incluso los frag­
mentos del Vaticano de Livio, Lucano y Gelio 78, o el que sea quizá
más valioso de todos, el Calendario de Filocalo, realizado en Roma
en época de Dámaso, en el 354, por el bibliófilo Valentino, pero co­
nocido por nosotros sólo por dibujos de los siglos XV , xvi y X V II basa­
dos a su vez en una copia carolingia intermedia 79.

Entre el público occidental culto que se ha esbozado aquí circu­


laron también libros griegos. En efecto, el intento programático de
restauración y difusión de la cultura antigua conllevó una intensa
traducción de textos del griego 80; y un trabajo de esta clase implica­
ba necesariamente que los autores de las traducciones dispusieran de
modelos griegos. La elección de los textos es además indicativa de las
distinta articulación de los intereses de ese público: a mediados del
siglo iv Mario Victorino traduce todavía a Platón y Aristóteles, pero
entre los siglos v y vi varios traductores anónimos, Boecio y Casiodo-
ro se muestran interesados sobre todo por obras de carácter técnico-
práctico (ya se trate de dialéctica o de aritmética, de gramática o de
medicina), aunque no faltó, por iniciativa del propio Casiodoro y con
el propósito de hacer conocer mejor la historia de ía Iglesia a quien
no sabía griego, una traducción de Flavio Josefo; pero los intereses
históricos de Casiodoro fueron incluso más amplios, si, a lo que pare­
ce, utilizó de primera mano la obra de Dión Casio 81 (por lo demás
parece que circulaba un manuscrito suyo en Italia desde la Antigüe­
dad tardía, el Vaticanus graecus 1288). Con todo, en el último refugio
de Casiodoro en Vivarium, parece haber sido prioritario el estudio
de textos griegos de carácter técnico-práctico. Pero también en otras
partes: en la Italia septentrional, quizá en Rávena, en los siglos V -V i
fueron leídos, y con toda probabilidad también copiados, códices
griegos de medicina y de matemáticas (se Kan conservado algunas
partes de ellos, casi todas reutilizadas más tarde en Bobbio)82; en Ro­
ma, a mitad de camino, la situación no debía de ser diferente, ya que
más adelante, al principio de la segunda mitad del siglo viii, Pablo I
había conseguido reperire libros griegos de contenido geométrico y
gramatical para enviárselos a Pipino el Breve 83; y cuando la aristo­
cracia culta occidental, arrastrada por la crisis político-social, se refu­
gió en Constantinopla, conservó esos intereses, puesto que Juliana
Anida encargó un Dioscórides. «Es el ideal de una sociedad que en­
cuentra en estas formas técnicas de la cultura la posibilidad de una
unidad consciente: la retórica, que fija los principios, los transmite,
cuida la expresión constantemente y es capaz de arraigar en las con­
ciencias; las matemáticas y las ciencias basadas en la naturaleza; la
técnica que convierte estos conocimientos en artificios y certifica el
dominio del hombre sobre la realidad. A pesar de todas las oscuras
amenazas nos podemos sentir orgullosos de que quede la posibilidad
de comprender y ejercitar estas inclinaciones y facultades» 84.
Sin embargo, los intereses de aquel público hacia la cultura grie­
ga fueron quizá incluso más amplios de los que están sin duda docu­
mentados por los testimonios conservados que se han examinado o
por las traducciones. Parecen confirmarlo, indirectamente, los textos
profanos cuya tradición se ha conservado solamente en la Italia meri­
dional o en los que la rama italogriega resulta independiente del res­
to de la tradición y revela así una transliteración propia: uno y otro
fenómeno indican, con toda verosimilitud, la existencia de copias de
aquellas obras conservadas en Italia desde las postrimerías de la An­
tigüedad 85. Entre otros, textos épicos tardíos como los poemitas de
Quinto de Esmirna y de Coluto, se han conservado gracias tan sólo a
la tradición itálica, quizá por ser leídos como una “novedad” por el
público culto que sabemos mantenía relaciones con los ambientes
tardopaganos del Oriente griego, cuya plasmación en el ámbito litera­
rio era justamente la poesía épica. Pero no menos significativo es que
de una obra de un autor antiguo —-el Vaetonte de Eurípides— que no
formaba parte de la selección euripídea, el único testimonio directo
sea italiano. Todo esto parece indicar que en Italia se había constitui­
do un patrimonio no sólo de textos griegos que Constantinopla había
salvado ya, sino también de obras que, en la medida en que eran
contemporáneas o estaban al margen de la literatura clásica leída ha­
bitualmente o estudiada en los programas escolares, no podían sal­
varse más que gracias a los intereses de cierto público culto que con­
servaba ejemplares de ellas en sus bibliotecas.

Por otra parte, la presencia de este mismo público tardorromano


en Constantinopla explica la producción de códices latinos en ésta ya
en los siglos IV y v , pero sobre todo en el vi. En la Constitución de
Valente del 372 antes mencionada hay una mención explícita a tres
antiquarii latinos entre los empleados de la biblioteca imperial, con la
obligación, evidentemente, de copiar manuscritos de autores lati­
nos 86; en el siglo siguiente, como se deduce de las suscripciones con­
servadas en copias medievales, un códice de Solino era copiado por
el emperador Teodosío I I 87, que entre otras cosas era un hábil calí­
grafo (durante los espectáculos ecuestres se sentaba en el lugar que le
estaba reservado, pero, ocupado en escribir libros, no prestaba aten­
ción a lo que se desarrollaba 88; era capaz de pasarse noches enteras
devorando libros sagrados, basta el punto de que fue preciso cons­
truirle una lámpara especial en la que el aceite se añadía por sí
solo)89; más aún, por una suscripción conservada en códices medie­
vales se tiene noticia de que en el 450 un tal Flavio Eutropio (por lo
demás desconocido) revisaba un manuscrito del Epitome rei militaris
de Vegecio 90. Bien es verdad que la elite cultural que se movía entre
Roma y Bizancio llevó sin duda a esta última libros latinos (recuérde­
se al aristocrático Salustio que en el 397 revisaba allí un manuscrito
de Apuleyo)91; pero la elevación de la capital de Oriente al rango de
centro productor de códices latinos es un fenómeno sobresaliente
del siglo vi, sobre todo de la edad justinianea 92 (aparte de otros indi­
cios a favor, un testimonio seguro lo ofrecen un vez más las suscrip­
ciones conservadas en copias más tardías). La tragedia que arrastraba
la parte occidental del imperio desplazaba de hecho cada vez más al
Oriente a aristócratas como los Anicios y, más adelante, al propio Ca-
siodoro.
Si el Juvenal del siglo vi encontrado en Antinoe 93 fue escrito en
la capital de Oriente (éste es el juicio autorizado de Lowe)94 con
toda verosimilitud fue un cierto personaje de la aristocracia occiden­
tal el que introdujo en Bizancio al autor satírico, quizá redescubierto
y leído de algún modo por la elite culta tardorromana. «Los Anicios
no eran sólo aristócratas de Occidente que consideraran oportuno
establecerse dentro de los sólidos muros de Constantinopla. La ocu­
pación vándala de Africa hace crecer el número de los emigrados a
Oriente: algunas veces figuras patéticas y grotescas de aristócratas se­
guidos por sus esclavos» 95; y entre los exiliados, desde Cesarea de
Mauritania, estuvo Prisciano, que en Constantinopla hizo escuela y
tuvo alumnos como Flavio Teodoro, adscrito al ojficium del quaestor
sacri palatii’ pero activo también como maestro librero y “editor”: él
fue de hecho quien se encargó del texto de la Institutio del maestro
en el 526-7 96 y, a lo que parece, quizá incluso de un corpus de trata­
dos de Boecio (con la indicación, entre otras cosas, de los nombres
del autor con sus títulos de alto oficial al principio o al final de cada
obra o en ambos lugares), que fue revisado por Marcio Novato Rena­
to 97, personaje que sabemos estuvo en Constantinopla y que aparece
en el círculo de los Anicios 9S. Ese texto de los tratados de Boecio,
escrito por Flavio Teodoro y revisado por Marcio Novato Renato,
sirvió después como modelo de cotejo; por otra parte, «es interesante
llamar la atención sobre el hecho de que, cuando Boecio había deja­
do apenas la vida libre de Roma por la cárcel y la muerte, a causa de
una conspiración verdadera o presunta con el Imperio de Oriente, y
fue privado de todos sus títulos y honores, varias obras suyas se
transcribieron, con todos los honores, precisamente en Constantino­
pla» ": ¿se trataba quizá de una ptetas solícita de la rama constantino-
politana de los Anicios, la familia a la que Boecio pertenecía?
Todavía más tarde, en el siglo vil, un calígrafo de nombre Teodoro,
experto en escritura latina, aparece en la misma Constantinopla
como titular de un taller junto a la Iglesia de San Juan y Focas 10°, un
indicio de que también en aquella época se escribía algún que otro
libro latino en Constantinopla.
Por el autor de una suscripción, al libro IV de la Tebaida de
Estacio que se nos ha conservado en el códice Puteano 101, nos ente­
ramos de que es una copia, aunque no directa, de un codex «del ilus-
trísimo Juliano»; y este Juliano —un aristócrata que vivió sin duda no
más tarde del siglo vi según lo que permite suponer el título y la ana­
logía con otras suscripciones 102— es quizá el cónsul y patricio Julia­
no a quien está dedicada la Institutio grammatica de Prisciano lü3, en
donde se le describe como un hombre cultivado en asuntos griegos y
latinos 104: si es así, debe citarse el nombre de Juliano como el de
uno de los aristócratas que encargaron manuscritos latinos en Cons-
tantinopla. Hay que recordar otras figuras, aunque no sean mencio­
nadas por otras fuentes, como el Paulus Consíantinopolitanus que en­
mendó un manuscrito de Lucano 105 (cuya fecha, sin embargo, se
desconoce) y Cledonio, senador de Constantinopla, autor de un co­
mentario gramatical a Donato 106 que se nos ha conservado en un
único manuscrito en uncial de los siglos VI-V H I07. No debía de faltar
una producción de códices iluminados de autores antiguos latinos,
puesto que especialistas competentes han asignado al área oriental y
al siglo V , o más bien al v i , el arquetipo iluminado de las Comedias te-
rencianas 1U\
Fue por lo tanto la llegada de la aristocracia occidental a la nue­
va Roma ía que, en virtud de sus intereses culturales y de sus sólidos
medios financieros, dio impulso a una producción libraría latina, has­
ta entonces limitada, salvo en contadas excepciones, a textos de uso
escolar (¡la lengua latina era la lengua oficial del estado!) y a manus­
critos realizados en la biblioteca imperial. Es más, en una época, la
edad justinianea, en la que la cultura griega tardía estaba en decaden-
cíá y los autores griegos antiguos se iban dejando de leer progresiva­
mente, una demanda de este tipo de códices latinos debía constituir
un soporte renovado (el último) para una determinada industria li­
braría greco-oriental.

La producción de códices de autores antiguos en el Occidente


latino se vio unida a un programa de restauración política, reflejo, in­
cluso en la técnica libraría, de una determinada voluntad dé vuelta áí
pasado. No está atestiguada una producción por motivos análogos en
el mundo griego tardoantiguo y sin duda no existió (no se pueden
traer a colación la litada Ambrosiana y otras piezas raras que testimo­
nian la recuperación de la mayúscula rotunda, en la medida en que
constituyen un hecho aislado, irrelevante, como aislada fue la última
reacción pagana de determinados círculos universitarios de la Alejan­
dría de los siglos V-V i cuya expresión en el plano escriptorio constitu­
yen estas piezas) m . En Occidente 1a cultura clásica se identifica, al
menos en un principio, con una idea programática de restauración
política que le confiere una aureola de prestigio frente a los pro­
pios cristianos 110, sensibles a esa cultura y atormentados por el dile­
ma, al igual que S. Jerónimo, de ser ciceronianos o cristianos 1U. De
aquí arranca esta producción de códices en capital, en una escritura
por entero profana y romana que había dejado de representar el
viejo orden de cosas; e incluso cuando la aristocracia y su docto sé­
quito de gramáticos y rétores se hicieron cristianos, siguieron siendo
únicos garantes de aquella tradición libraría hasta su desaparición
final.
De manera diferente a Roma, en Oriente no había una poderosa
aristocracia hereditaria, educada según los métodos tradicionales,
capaz de servir de guía a un programa de oposición político-cultu-
ral 112. La clase dirigente de Constantinopla estaba formada en gran
parte por parvenus procedentes de los estratos más profundamente
impregnados de cristianismo: las capas medias bajas. Con una ironía
un tanto molesta observa Libanio que el senado no está compuesto
enteramente de nobles cuyos antepasados hayan tenido cargos du­
rante cuatro o más generaciones, hayan sido embajadores o se hayan
dedicado a la administración pública 113. La misma elite senatorial
constantinopolitana está formada por lo tanto también por hombres
que han llegado a su alta posición desde unos humildes orígenes:
muchos de ellos eran sin duda cristianos ya desde antes, y todos los
que no lo eran con frecuencia no habían tenido una educación retó­
rica que los predispusiese contra el cristianismo; por otra parte, los
estratos greco-orientales tradicionalmente cultos, que formaban ade­
más los estratos superiores del orden curial, mostraron ya en época
de Constantino una disposición a convertirse mucho más amplia que
la de Occidente. Por lo demás, en Oriente no hubo nunca aristócra­
tas, ya no cultos, sino otiosi, entregados en sus villas a la revisión de
códices.
Ninguna reacción por lo tanto en el plano político-cultural. Liba­
nio afirma claramente que hay una conexión, un vínculo estrecho,
entre el paganismo y la cultura clásica 114: en la práctica ese vínculo
estaba ya roto U5; y por lo demás el propio Libanio podía con razón
reprochar a los principales de la curia de Antioquía, orgullosos de su
educación y de su cultura clásica, ser totalmente indiferentes en ma­
teria de religión nó. Por tanto, no existía una sociedad que hiciese
aparecer un “determinado” tipo de libro. Los ejemplares tardoanti-
guos de los clásicos latinos son ejemplares particulares, a menudo in­
dividuales hasta el extremo de conservar el nombre de sus ilustres
poseedores y revisores. En Oriente la perspectiva es otra: los ejempla­
res de los clásicos griegos tienen el anonimato de las copias oficia­
les 1 1 no es una casualidad que el único códice griego aristocrático y
no anónimo de esta época, el Dioscórides de Viena, fuese copiado
para Juliana Anicía, dama de una de las más ilustres familias tardo-
rromanas.
En Occidente es una clase social la que conserva a los autores
antiguos; en Oriente, el propio Estado.

Pero los códices latinos, como los que nos son conocidos (mem­
branáceos, en capital o en uncial) sobre todo en el siglo rv, pero tam­
bién en el v y en el vi, no debieron de ser los únicos que circularon
por Occidente; junto a ellos había sin duda una producción de códi­
ces en papiro. Las elites cultas, aristocracia y círculos de la enseñan­
za, no eran de hecho más que el público tradicional del rollo papirá­
ceo, que no pudo prescindir del material escriptorio antiguo de una
manera repentina y traumática (al igual que tampoco lo hizo, por otra
parte, de la escritura antigua, la capital), de forma que no es arriesga­
do suponer, a pesar de la falta casi absoluta de testimonios directos,
que una parte de los códices que circulaban en aquellos ambientes
fueron —como en el Oriente griego— de papiro: de ese material
eran con toda probabilidad los códices “de autor”, las copias que el
interesado se procuraba a partir de los libros recibidos en préstamo
(probablemente de códices “de autor” como los que se intercambia­
ban Símaco y Naucelio) 118 o más en general los códices “de trabajo”,
entendido éste, si se quiere, en un sentido filológico o didáctico. Por
lo demás, dado que es del todo seguro que el papiro se usaba
todavía en el Occidente tardoantíguo con fines librarios (hay testimo­
nios de ello en Símaco 119, en autores de su círculo 120, en Auso-
nio 121y en Casiodoro 122 y en los escritores cristianos l23), es más que
probable que, además de los últimos rollos, se confeccionaran códi­
ces con él, aunque este uso, ya sea declarado o se sobreentienda, está
siempre reservado al manuscrito de segunda clase, probablemente al
borrador de autor o al libro de uso escolar.
Difícil es, sin embargo, decir de qué modo estaba estructurado
desde una perspectiva técnico-libraria semejante tipo de códice. El
fragmento de las Catilinarias de Cicerón de la Duke University, atri­
buido por Lowe a ios siglos IV-V y a Italia 124, y el Flavio Josefo de la
Ambrosiana de aproximadamente un siglo después y escrito quizá
en Milán 125, son por sí solos del todo insuficientes para sacar conclu­
siones de alguna plausibilidad. En lo que se refiere a los hallazgos li­
terarios egipcios, aunque en realidad forman parte de la producción
de manuscritos latinos del área greco-oriental m , pueden dar, no obs­
tante, al menos alguna indicación general sobre la tipología del códi­
ce papiráceo occidental que con seguridad seguía existiendo en la
edad tardoantigua. Los hallazgos latinos de Egipto prueban la exis­
tencia de un códice de papiro algunas veces de pequeño formato
(como el códice misceláneo de Barcelona que contiene dos Catilina-
rias de Cicerón y otros textos profanos y sacros) 12/, pero en otras
ocasiones de grandes dimensiones y con amplios márgenes, adecua­
dos para escribir en ellos anotaciones (como el P. Ant. I 29 que con­
tiene las Geórgicas de Virgilio). La escritura utilizada es con frecuen­
cia más bien informal o directamente cursiva.
También en Occidente numerosos códices de trabajo debían de
ser del tipo que se ha mencionado: papiráceo, de formato alargado,
algunas veces de grandes dimensiones y con márgenes generosos, en
úna época en la que de los comentarios a los autores latinos antiguos
se hacían extractos compuestos bajo la forma de escolios de acuerdo
con modelos seguramente tomados de los usos griegos (material que,
sacado de varios comentarios separados y reunido en un conjunto,
comenzaba ya a consignarse en los márgenes de los textos); y en
cuanto a la escritura, tales códices estaban redactados sin duda en
minúscula antigua o semiuncial cursiva (de ello constituyen un testi­
monio directo significativo los ya citados fragmentos Duke University
y el Flavio Josefo Ambrosiano), en aquellas formas gráficas, si se pue­
de decir, que generalmente los manuales y estudios dicen que se usa­
ban para notas marginales o comentarios, pero que los descubrimien­
tos latino-egipcios nos demuestran se usaban también en gran
medida para la redacción de códices enteros. Entre los manuscritos
latinos membranáceos, los de trabajo llegados hasta nosotros, con
una calidad modesta, son bastante escasos. Pero el número de códi­
ces de uso corriente debía de ser considerable, probablemente más
elevado que el de los manuscritos de lujo en escrituras caligráficas,
en capital o en uncial: su desaparición casi total se debe sin duda al
hecho de que, al ser de apariencia modesta, precisamente porque en
gran parte estaban escritos sobre papiro, una vez copiados y recopia-
dos en el curso de los siglos, probablemente en un determinado mo­
mento fueron considerados inservibles y por ello abandonados o des­
traídos m . Por otra parte, como se sabe, sólo en determinados terri­
torios de Egipto, Palestina y Mesopotamia existían las condiciones
climáticas adecuadas para que se conservaran los papiros.
Se sobreentiende que la producción papirácea tardorromana,
aunque su existencia no se ponga en duda, fue sin embargo, con mu-
chó, inferior a la griega de aquella misma época; por esta razón en
Occidente el códice papiráceo se hallaba ya en la práctica fuera del
círculo de producción corriente, teniendo en cuenta que la tradición
misma del libro de papiro, por toda una serie de motivos político-so
cíales, permanecía ligada a un público disperso y particular.' por esta
causa, su sustitución en gran medida (y casi por completo) por el có­
dice de pergamino estaba destinada a efectuarse en breve plazo o, si
acaso, en plazo más breve que en Oriente. Hay que subrayar también
especialmente que en la producción del códice tardorromano —al
igual que en la praxis griega, en la que el fenómeno presenta una
evolución diferente— el papiro, que no-era ya como antaño el mate­
rial librario por excelencia, sfe utilizaba para escribir sobre él anota­
ciones provisionales 129 o incluso para códices de calidad modesta, al
menos desde una perspectiva del libro y no del contenido (puesto
que algunos de ellos contenían sin duda autores clásicos). A su vez, el
pergamino, libre ya de su antiguo papel de cuadernito de apuntes o a
lo más de libro de viaje (como parecen ser los códices de los que nos
informa Marcial) ;í ', se había convertido en el material "propio” para
ios libros.
Los siglos IV-vi marcaron así en todo el mundo romano-bizantino,
aunque con un cierto desajuste diacrónico entre Oriente y Occiden­
te, el”paso a una nueva' “cultura del libro” y las razones deben bus­
carse en la otra estructura que era soporte He la producción libraría
de la Antigüedad ''tardía: la cristiana. .

Los testimonios de libros cristianos de época más antigua llega­


dos hasta nosotros muestran desde el punto de vista de la calidad un
nivel técnico en general más bien bajo (fig. 9), pues son obra no de
talleres escriptorios, sino de miembros de las propias comunida­
des 131: códices confeccionados por manos poco expertas, con mate­
riales de escaso valor, redactados en una escritura semicursiva o a lo
más burocrática y sólo en muy raras ocasiones caligráfica. No carece
de importancia el hecho de que los primeros códices de contenido
profano, técnico o literario, aunque a veces de gran formato, sean
también de calidad más o menos baja, y estén redactados en escritu­
ras propias de la práctica documental (el códice Bodmer XXVII, de
Tucídides, que se remonta a fines del siglo ni, presenta una mano pu­
ramente cancilleresca) 132; la mayor parte de ellos debe atribuirse con
toda probabilidad a cristianos o al menos a personas pertenecientes
al mismo nivel social, más o menos bajo, del que procedían los pri­
meros cristianos. Hasta fines del siglo m, el códice, cristiano y n o
cristiano, se destinó sobre todo a libros de segunda clase.
En el siglo iv, con la instítucionalización de la Iglesia, el códice
cristiano (aquí queremos hacer referencia sobre todo al códice de
los textos escriturarios, puesto que para la literatura cristiana de
otros géneros la tipología libraría no fue tan fija como para la Bi­
blia) se liberó de su condición original de inferioridad definiéndose
en todos sus aspectos técnicos (fig. 11): en la selección del material
escriptorio y de los tipos gráficos, en la arquitectura compositiva
(formato, disposición de cuadernillos, compaginación), en la cano-
nicidad de los textos, en la técnica editorial, en la elaboración
de las tablillas de correspondencia, así como también «en la que
debía de ser la novedad más llamativa, la iluminación del libro sa­
grado» 133. Si hasta los últimos años del siglo m la propia forma
del códice y ella sola había sido una característica sobre todo
cristiana 134, más adelante, en una época en la que la Iglesia se
consolidaba como nueva fuerza oficialmente reconocida, se impuso
la necesidad de definir el libro sagrado en la totalidad de sus com­
ponentes (así como en el siglo iv fue necesario definir los tipos de
edificios destinados a las reuniones litúrgicas de los fíeles); un libro
cuyas características técnicas en su interacción estructural indica­
ran la índole del contenido, aunque la cuantificación y expansión
de una determinada tipología libraría comportase por sí misma la
difusión y aceptación del mensaje cristiano.
Desde los inicios de la época bizantina, el códice de las Escritu­
ras, en su tipología estándar, es de pergamino: el material escriptorio,
antaño de segunda calidad, alcanzaba así la plena condición de libro
por medio de la Iglesia, que lo había elegido y apoyado. En verdad,
quizá incluso los primeros códices cristianos, en cuanto libros no ofi­
ciales, fueron por lo general pergaminos; el códice de papiro parece
haber sido, con toda probabilidad, una creación egipcia, y si los códi­
ces más antiguos llegados hasta nosotros son de papiro, esto se debe
al hecho de que son los únicos que nos han llegado y son todos de
Egipto (donde el papiro, producido allí mismo, era materia de uso
múltiple y al alcance de todos los bolsillos).
Comoquiera que sea, los materiales conservados desde el siglo iv
en lo que se refiere al ámbito griego no dejan dudas sobre la elección
de los cristianos a favor del códice membranáceo; tales datos, puesto
que hacen referencia sobre todo a Egipto, de donde procede la ma­
yor parte de los hallazgos, muestran que desde el momento en el que
el pergamino se convierte en el material escriptorio “cristiano”, es
adoptado incluso en Egipto, y muestran al mismo tiempo el escaso
papel desempeñado por el área greco-egipcia en cuanto patria del
papiro en ía manufactura del códice profano, que, como se ha visto,
se conservó durante mucho tiempo en el material escriptorio tradi­
cional.
Pero, más allá de las manufacturas llegadas hasta nosotros, no fal­
tan testimonios indirectos capaces de demostrar que a partir del siglo
IV el pergamino era el material escriptorio por excelencia del libro
CTisfíaño. Los códices de las Sagradas Escrituras, una serie de más de
cincuenta, encargados por Constantino a Eusebío de Cesarea, en tor­
no al 330 135, se piden expresamente en pergamino bien trabajado; y,
siempre en Cesarea, algunos decenios más tarde, el obispo Euzoio
(336-379) renovó la biblioteca de Orígenes —ya recuperada y amplia­
da por Pánfilo y Eusebio—, transfiriendo a códices de pergamino los
escritos contenidos en libros ya gastados, evidentemente de papi­
ro 136; en San Jerónimo membrana equivale en esencia a Sagrada Es­
critura 137. Pero no faltan otros testimonios. No se trata de que desde
el siglo i v el papiro fuera abandonado del todo por los cristianos,
síno de que fue producido más bien en la praxis libraría no escritural
y relegado a funciones modestas: libros probablemente también bíbli­
cos, pero de calidad inferior, copias particulares, pequeños códices
de viaje, borradores y schedulae.
Desde una perspectiva gráfica, el códice de las Escrituras escoge
y adopta signos canonizados a la hora de definirse, en cualquier caso
signos extremadamente caligráficos, según demuestra la mayor parte
(es más, casi la totalidad) de los testimonios conservados. El cristia­
nismo, de hecho, consideraba el códice escritural medio de difu­
sión de la palabra divina, de forma que el uso en la praxis libraría de
escrituras fijas desde el punto de vista del estilo garantizaba la legibi­
lidad de lo escrito («bien legibles» ordena Constantino que sean las
Biblias) y desempeñaba en cierto modo el papel de la imprenta hoy
en día. La mayúscula bíblica se convierte en la escritura por antono­
masia de los libros cristianos, la más formalizada de las canonizacio­
nes griegas tardoantiguas, y desde principios del siglo rv aparece
como exclusiva de la praxis cristiana.
Sobre todo en el siglo iv y en los primeros decenios del v el cua­
drado es el formato preferente del códice cristiano, entendiendo aquí
por forma cuadrada la altura igual o también, como en la mayor par­
te de los casos, un poco superior a la anchura: se trató de una ten­
dencia tipológica casi estándar más allá de las dimensiones en sí, muy
diversas, de los códices, elaborados en una escala que va desde los
monumentales a los de miniatura y que está ampliamente documen­
tada en el mundo griego en todas sus variantes. También estuvo di­
fundido el formato rectangular, con altura superior a la anchura, que
adquiere preponderancia en el siglo V. No está atestiguado en los
usos de los cristianos de esta época el códice de altura superior en el
doble o más a la anchura, un indicio de que tal formato, que se en­
cuentra en determinados libros cristianos de papiro hasta los albores
del siglo iv, fue abandonado a partir de esta época junto con otros
caracteres antiguos (mientras que a su vez ese formato se conservó
para usos profanos).
Otra característica del códice cristiano entre los siglos iv-vi es la
preferencia marcada por ja disposición de la escritura en dos (o a ve­
ces más) columnas estrechas en cada folio; una presentación de esa
clase se ha querido poner en relación, por parte de diversos autores,
con las imitaciones de los rollos de papiro, en los cuales, como se sa­
be, se sucedían una serie de columnas de escritura; pero esta tesis
debe ser valorada en sus verdaderas dimensiones. Hasta el fin del si­
glo lll los códices con varias columnas en la página son extremada­
mente raros; su uso se difunde en el siglo iv y se asocia, salvo en ra­
ras excepciones, con el pergamino y las escrituras caligráficas y
canonizadas, características tanto la una como la otra, muy desarrolla­
das por el libro cristiano. Hay que subrayar además que los códices
más antiguos con escritura en dos columnas son cristianos. Me pare­
ce que puede pensarse, por lo tantq, que bajo el aspecto técníco-li-
brario, la distribución en varias columnas respondiese a una necesi­
dad de los cristianos, que con toda probabilidad contribuyeron a la
difusión de tal técnica (pero ésta se encuentra muy pronto también
en códices de contenido profano); es difícil decir cuál pudo ser esta
necesidad, pero se puede suponer que la distribución de la escritura
en dos o más secciones gráficas estrechas podía permitir encontrar
más rápidamente un pasaje de las Escrituras (el ojo recorre mejor un
área escrita limitada) o citarlo más fácilmente.

Del códice cristiano latino no se tienen testimonios directos an­


tes del siglo rv, pero en la época que nos interesa aquí presenta las
mismas estructuras como libro que el griego: uso del pergamino,
formas caligráficas (para las Escrituras en la práctica sólo uncial),
formato preferentemente cuadrado en el siglo iv y entre el iv y v,
más tarde una tipología alargada variada y compaginación en dos o
más columnas (fig. 12). La propia creación del códice cristiano de
lengua latina no pudo ser muy anterior al inicio del siglo iv y, como­
quiera que sea, fue desde luego posterior a la creación del códice
en lengua griega: sólo en las postrimerías del siglo n comenzaron a
circular versiones del Nuevo Testamento y en el iii de toda la Bi­
blia 138; y, en lo que se refiere a la liturgia, su latinización definitiva
tuvo lugar todavía más tarde, en la época del pontificado de Dáma­
so (360-382) 139, aunque quizá haya que pensar que ésta se remonta
ya a finales del siglo m y que en la época de Dámaso alcanzó su de­
finitiva regulación 140. Fue por lo tanto a partir del momento de la
difusión de las Escrituras en lengua latina y de la adopción de ésta
en los oficios de culto cuando debió de empezar una expansión de
los códices cristianos latinos, los cuales, al igual que los griegos, fue­
ron inicialmente sin duda de una calidad rudimentaria, redactados
con frecuencia en escrituras semicursivas, algunas veces quizá de
papiro, pero en general de pergamino, en una época en la que éste,
al menos en el Occidente romano, era un material para borradores
y libros de calidad inferior (el propio códice había nacido por lo de­
más, según permiten suponer todos los indicios, en Occidente y era
membranáceo: además del testimonio, muy antiguo, de Marcial 141,
San Pablo usa el término latino membrana, transliterado en griego,
para hacer referencia a él) I42.
La autonomía del códice cristiano a partir del siglo iv impone,
según se ha dicho, una serie de elecciones técnico-estructurales que
en todo el mundo romano-bizantino fueron las mismas, excepción
hecha de la escritura latina, la uncial, no escogida, sino creada. En
realidad en los usos griegos, cuya evolución puede seguirse en todo
momento, se observa, por parte del libro cristiano, una selección en
favor de las escrituras caligráficas, canonizadas, y, además, de la más
formalizada de entre ellas, la mayúscula, que justamente debido a
esta elección cristiana, se ha querido llamar con razón bíblica. En la
realidad gráfica griega había signos adecuados para desarrollar la fun­
ción que los cristianos asignaban al libro. Pero ¿consideraba la Iglesia
latina que debía adoptarse una escritura en el momento en que, con
su institucionalización, se le imponía la necesidad de dar una solu­
ción gráfica adecuada al libro sagrado? La respuesta no puede ser si­
no negativa. La capital, arrastrada por la crisis cultural del siglo ffl, no
era más que una supervivencia mimética exigida por aquel público
reducido de la útima resurrección de lo antiguo; en cuanto a la mi­
núscula, ya predominante en el mundo romano, podía servir para
manuscritos privados o en todo caso de calidad inferior en una épo­
ca en la que las formas no habían sido todavía caligrafiadas, pero no
para el códice latino cristiano (escritural sobre todo) en su forma aca­
bada y canónica. Así surgió el compromiso de la uncial: escritura cali­
gráfica pero extremadamente artificiosa, canonizada en formas redon­
das que carecen de antecedentes en la fenomenología gráfica latina
(pero que tienen una larga tradición en la mayúscula griega y en con­
secuencia fueron tomadas de ésta por la uncial latina, asegurando así
la continuidad en el paso de la palabra divina de una lengua a otra).
La uncial es, en cualquier caso, una escritura cristiana: aparece y se
canoniza (ambos momentos coinciden en su génesis artificial) con la
institucionalización de la Iglesia, convirtiéndose en el instrumento
fundamental de difusión del mensaje de ésta.

Muchos códices bíblicos de grandes dimensiones, tanto en


Oriente como en Occidente, estaban destinados a la comunidad, igle­
sias o bibliotecas, pero otros, sobre todo los de factura estándar, eran
solicitados por particulares. En realidad se había constituido de he­
cho lo que se ha llamado «un nuevo público literario» 143 (compuesto
en buena parte de eclesiásticos), el cual centraba su saber en la Bi­
blia, haciéndola objeto de lecturas cotidianas y de meditaciones noc­
turnas; pero había también otra clase de lectores: en el siglo iv el cris­
tianismo no era ya, como en sus, comienzos, una religión con
seguidores las más de las veces de escasa cultura: aunque conservaba,
es más, reforzaba, su base en las capas medías y bajas de la ciu­
dad 144, en los trabajadores manuales y pequeños burócratas, en los
comerciantes (y entre este público seguían circulando libros de cali­
dad modesta, como códices sacros, canónicos o no, en miniatura, ver­
daderos “libros de bolsillo” 145 que determinados fieles, sobre todo
muchachas supersticiosas, llevaban consigo) !46, el cristianismo se in­
troducía ya cada vez más, por toda una serie de motivos histórico-so-
ciales, en las capas elevadas. Por lo demás la consolidación de la Igle­
sia como organización en concurrencia con el Estado mismo y capaz
de atraer en medida creciente a personas influyentes y de alto rango
(que eran además los depositarios de la cultura) es uno de los aspec­
tos centrales de la romanidad tardía 147, de forma que ya en torno a
la mitad del siglo iv, especialmente en la parte oriental del imperio,
las clases cultas estaban imbuidas de la nueva religión. Eran estos lec­
tores los que junto a ese «nuevo público literario» contribuían con
su demanda a que se produjera la autonomía y definición del libro
sacro.
En los primeros tiempos de difusión del cristianismo, la labor de
escritura de los textos sagrados fue obligación de miembros de las
propias comunidades: individuos sólidamente alfabetizados, proba­
blemente burócratas e incluso antiquarii que formaban parte de ellas;
de forma que raras veces las escrituras formales, las propias de los ro­
llos literarios de buena calidad, para entendernos, tuvieron carta de
ciudadanía en el códice cristiano. Sin considerar los medios financie­
ros limitados de los primeros fieles (los libros confeccionados en los
talleres especializados debían de ser costosos), los propios talleres li­
brarlos inicialmente sin duda fueron reacios a producir textos sacros,
puesto que esto significaba desafiar a una determinada política impe­
rial que perseguía a los cristianos (dentro de la que se incluía, entre
otras cosas, la confiscación de sus libros) 148. Pero desde el siglo iv,
una vez transformado el clima social, también el códice sacro fue
producido en centros de copia equipados, y fue aquí donde éste se
emancipó y articuló en varios tipos, desde el estándar al monumental.
Estos talleres de copia eran en parte los mismos de la tradición
profana, pero hubo entre ellos también algunos de nueva creación. El
códice, sobre todo el códice cristiano, había roto el restringido círcu­
lo de los usuarios habituales del libro y los viejos talleres no eran su­
ficientes para satisfacer la nueva demanda de iglesias, instituciones
religiosas y el público formado por viejos y nuevos lectores; de aquí
la aparición de scriptoria cristianos, entre los cuales adquirieron parti­
cular importancia •—en las áreas greco-orientales hay testimonios ya
en época muy antigua— aquellos que estaban incorporados a deter­
minadas bibliotecas episcopales, con una producción dedicada prefe­
rentemente a fines internos, de forma que es preciso hablar de scrip-
toria, en los cuales se comienza a respirar una atmósfera medieval. La
biblioteca de Orígenes en Cesarea tuvo desde la época de su funda­
dor un scriptorium en el que taquígrafos, copistas y mujeres expertas
en caligrafía, tenían la obligación de escribir libros 149; y allí, más tar­
de, fueron redactadas las Biblias que Constantino encargó a Eusebio
en una fecha, ca. el 330, en la que en Constantinopla faltaba obvia­
mente un taller equipado para la producción masiva y rápida que el
emperador exigía. Si el códice Sinaítico 150 de la Biblia, como es muy
probable, fue escrito en Cesarea 151, constituiría un testimonio ejem­
plar de la actividad de aquel scriptorium (el códice es de; fines del si­
glo iv, pero las Biblias constantinopolitanas presentaban sin duda la
misma tipología técnica). Y también en el scriptorium de Cesarea, se­
gún se ha dicho, Euzoio se encargó de renovar, transfiriéndolos a có­
dices de pergamino, los viejos libros deteriorados. Hubo otros scrip-
toria eclesiásticos de nueva fundación en las áreas greco-orientales. Al
parecer, hubo un taller de copia incorporado a la biblioteca fundada
en Jerusalén por el obispo Alejandro algún tiempo después del
212 132 y también debía de haber un scriptorium perfectamente equi­
pado agregado a la escuela de catequesis de Alejandría: allí fueron de
hecho elaboradas con toda probabilidad las Biblias encargadas por
Constante a Anastasio para que las enviase a Roma 153. Quizá en el
códice Alejandrino 154 se conserva todavía un ejemplar, posterior a la
época de Constante, de aquel scriptorium, donde parece que se pudie­
ron producir textos de todo tipo y al menos, tal vez, los escritos que
Cirilo de Alejandría parece que leyó y utilizó 155.
Esta producción de los scnptoria incorporados a determinadas bi-
bliotécas cristianas era de carácter interno; una producción exterior
debía de ser excepcional, motivada por encargos imperiales o tam­
bién quizá por demandas de la Iglesia, ya que San Jerónimo podía
admitir que muchas bibliotecas eclesiásticas poseyeran el Antiguo Tes-
tamento en la recensión de Panfilo y Eusebio !'J": copias por lo tanto
confeccionadas con toda probabilidad en el scriptorium de Cesarea.
En el siglo iv (pero incluso desde1antes) sé está así, al menos en
Oriente (puesto que falta en esta época cualquier testimonio seguro
para Occidente) frente a un mecanismo de producción de carácter
interno, que precede al de los scriptona medievales, episcopales y mo­
násticos. Un mecanismo que fue adoptado también por la biblioteca
iuiperirr] de Constantinopla 157 y que fue retomado por las bibliotecas
árabes semipúblicas y públicas, que tenían, al menos en la época de
los abasidas, una plantilla de copistas 15s. Por lo demás, en materia li­
braría los árabes tomaron como modelo en todos los aspectos (desde
las técnicas de producción hasta los modos de conservación de los li­
bros) a la Antigüedad tardía pagana y cristiana.

La consolidación del cristianismo y, ya con las reformas diocle-


cianas, el acceso al poder de las capas medias significaron la autono­
mía de la forma más corriente de libro, el códice, que en el siglo iv
alcanza una expresión técnica propia más bien estable y estándar. El
tipo de libro requerido por las nuevas clases —que constituyen ya la
propia estructura soporte de la circulación libraría— era en conse­
cuencia, tanto en Oriente corno en Occidente, el códice de pergami­
no, m áso menos cuadrado entre los siglos iv v. moderadamente, alar­
gado más tarde, con una cierta preferencia por la compaginación en
varias columnas, redactado con escritura caligráfica, canonizada in­
cluso :.en el mundo griego la elección se había producido a favor pre­
ferentemente de la mayúscula bíblica; en el mundo latino se había
creado la uncial, parecida a ésta por su concepción y función gráfica),
de forma que los talleres tradicionales podían de algún modo hacer
frente a la crisis del libro antiguo solamente introduciéndose en una
realidad de oferta y demanda diferente. El último público literario de
la Antigüedad, el público del rqllo, era cada vez más más escaso, de­
saparecía incluso, y un nuevo público, el del códice, ocupaba su lu­
gar. De ahí la decadencia del rollo, y no sólo del rollo, sino del papi­
ro (relegado a usos más modestos) y de determinadas escrituras; por
lo tanto, si se pasaba en el códice, aunque también en el pergamino,
a una concepción diferente de la página, a determinadas escrituras
canonizadas en su mayor parte (sobre todo a la mayúscula bíblica y a
la uncial), todo ello era consecuencia de los cambios de las técnicas
de producción libraría debidos, a su vez, al progreso irreversible de
toda una nueva sociedad que había escogido esas técnicas y las de­
mandaba en función de una diferente concepción y utilización del li­
bro en sí.
Sobre todo en Occidente, a los talleres profanos, que estaban ya
en crisis debido a que la escasa demanda de textos antiguos estaba li­
mitada a un público de elite, no les quedaba otra opción, si querían
sobrevivir, que la de ampliar o reemplazar el repertorio propio, textual
pero también técnico, puesto que texto, manufactura libraría y elabo­
ración gráfica presentaban una estrecha correlación entre sí y con el
público que los encargaba. En este sentido me parece significativo
observar que códices cristianos (tanto en el contenido como en las
técnicas gráfíco-librarias) como el Pablo Orosio Laurenciano 159 o el
comentario de San Jerónimo a los Salmos de París 160 fueron escritos
en el siglo vi, en Rávena, en el taller, profano con toda probabilidad,
de Viliaric 16]; y el manuscrito 20 de la Biblioteca municipal de An-
gers es una copia de los siglos ix-x de un Tetraevangeliario salido del
taller romano (situado en S. Pedro in Víncoli) de un librero llamado
Gaudioso, activo quizá entre los siglos v y vi, que acostumbra a po­
ner su suscripción 162. Por lo demás, aquel público literario culto que
sostenía los tradicionales talleres librarlos se hacía cristiano (el Ende-
lequio mencionado en la rúbrica del Apuleyo Laurenciano es con
toda probabilidad el rétor cristiano Severo Santo Endelequío 163, y
cristiano se hace Mario Victorino) y la misma aristocracia se conver­
tía (los Anicios, por ejemplo, y también miembros ilustres de la clase
senatorial) 164. Esa sociedad por lo tanto se convertía también en
cliente de libros cristianos, aunque alguna vez en su biblioteca los
mantuviera separados de los textos de escritores paganos 165. Así en
la postrimerías del siglo V Turcio Rufio Aproniano Asterio revisa el
Virgilio mediceo 166, pero también se encarga de la edición del Pas-
chale carmen de Sedulio 167; el Prudencio parisiense es “enmendado”
en el siglo vi por el mismo Agorio Basilio Mavorcio 168 que revisa los
Épodos de Horacio; y si algunas veces las exigencias de ese público
imponen el uso de la capital, la escritura de tradición antigua, tam­
bién en códices de contenido cristiano (en capital está el propio Pru­
dencio de París), por regla general son en cambio las nuevas técnicas
escriptorias las que llevan las de ganar.
En cualquier caso, los textos viejos y nuevos se producían ya
unos junto a otros; por ello, a partir del siglo iv, los códices de textos
clásicos presentan una correlación entre materia escriptoria, formato,
tipología gráfica y compaginación que es la misma de los libros cris­
tianos (como ejemplos se pueden citar el Dión Casio Vaticano 169 o el
palimpsesto del De república de Cicerón l70); además, la producción
simultánea, en los mismos talleres, de textos profanos y de textos
cristianos, es lo que explica, desde una perspectiva artística, el desa­
rrollo interdependiente de la iluminación de los libros paganos y cris­
tianos en la Antigüedad tardía 1?1.
Sin embargo, a pesar de todos los esfuerzos por adaptarse a Ja
nueva demanda, los talleres profanos estaban destinados a desapare­
cer. La aparición de scriptoria eclesiásticos atraía en la práctica hacia
ellos la mayor parte de la producción libraría, la cristiana; de forma
que el único interlocutor que les quedaba era el público tradicional
de elite, probablemente cristianizado pero en vías de desaparecer jun­
to con su cultura clásica y sus libros. Una vez desaparecido ese públi­
co, también los talleres librarios profanos tendrían que desaparecer.

El paso de técnicas antiguas a otras nuevas no fue simultáneo en


toda la cultura escriptoría romano-bizantina. La ruptura cultural que
se produjo en Occidente ya en el siglo I I I y que se consumó en los si­
glos v-Vi golpeará al imperio de Oriente más tarde, en el periodo pos-
" í é r i o r a Jus¡imano. A su vez, ya a fines del siglo IV , pero sobre todo
en el siglo v, recorre el mundo bizantino una intensa actividad de es­
tudio de los textos antiguos, a los que, según se ha visto, parece no
les faltó incluso el apoyo solícito del poder imperial. Aunque hubo
una fractura creada por la religión cristiana en Oriente —a diferencia
de Occidente, donde la recomposición fue lenta y difícil— con las
grandes figuras del siglo iv (desde Basilio a Juan Crisóstomo, desde
Gregorio Niceno a Gregorio Nacianceno) se ha realizado ya la sínte­
sis entre clasicismo y cristianismo que será el fundamento de toda la
cultura bizantina 112.
Continuidad por lo tanto. En términos de producción libraría esto
significaba que la industria del códice profano, de papiro (que era ade­
más la de la tradición del rollo), habría entrado en crisis en Oriente
más tarde que en Occidente, puesto que estaba apoyada por un públi­
co más amplio 173; como consecuencia de ello la transformación misma
del libro entre los siglos iv y vi fue más lenta y tuvo lugar sin sobresal­
tos o retrocesos nostálgicos (el fenómeno de la recuperación de la ma­
yúscula rotunda en la Alejandría “neoplatónica” es aislado y académi­
co 1/4). En el mundo romano a su vez, la crisis, ya presente en el siglo
iv, consiguió que la transformación de la cultura del libro tuviese lugar
con más rapidez y quizá justamente por eso no sin traumas. Pero tanto
en Oriente como en Occidente la conclusión fue la misma: al final re­
sultaron subvertidas, además de la forma, todas las técnicas tradiciona­
les del libro y las relaciones existentes entre ellas.

Los libros de las Escrituras no fueron los únicos que circularon


en manos cristianas; junto a ellos se habían difundido diversos textos
de literatura cristiana, los cuales sin embargo no estaban ligados al
pergamino y a la misma forma de códice de manera tan exclusiva
como la Biblia. Sin contar con la conservación directa de textos pa-
trísticos griegos y latinos en papiro (me limito a recordar dos códices
famosos: el papiro de Tura que contiene, entre otras cosas, el Diálogo
con Heráclides de Orígenes 175, y el San Hilario de Viena 176, ambos
del siglo vi), no falta un buen número de testimonios indirectos: San
Basilio no envía en papiro su libro Sobre e l Espíritu Santo a Anfiloquio
sólo porque éste le ha hecho saber expresamente que lo desea en
pergamino 177; los escritos de Orígenes se vendían en Alejandría en
libros de papiro 178; San Jerónimo asegura haber visto sus escritos en
códices papiráceos 179; Sidonio Apolinar recoge en un códice de per­
gamino sus Epístolas editadas, sin embargo, en rollos de papiro 18°.
Pero es más significativo observar que los escritos de literatura
cristiana no tuvieron relación alguna con el auténtico mercado libra-
rio, con sus talleres, su publicidad y sus calígrafos; el proceder habi­
tual, cuando alguien quería procurarse la obra de un autor contem­
poráneo, era el de la transcripción privada, hecha por el interesado
mismo o por escribas a su servicio l81. Los nuevos escritos, de hecho,
por regla general eran confiados por el autor a un amigo que actuaba
como depositario, al cual se autorizaba a custodiar el manuscrito-mo-
delo y a encargar copias a petición del público interesado. Ésta era
en la práctica la “técnica editorial” de los escritos cristianos: San Basi­
lio recurre únicamente a la transcripción privada 182; obras de San
Agustín y San Jerónimo tuvieron este tipo de difusión 183, e incluso
los amigos de San Jerónimo (cuyos nombres nos son todos bien co­
nocidos: Paula y Marcela, Eustoquia, Pamaquio, el cura Domnión)
constituían un verdadero “centro de documentación jeronimiano”; y
también la transcripción privada, la difusión a través de círculos de
amigos y admiradores aparece como corriente en los escritos de Sul-
picio Severo 184, Sidonio Apolinar 185, Ruricio de Limoges 186 (que co­
pia directamente un libro de Sidonio sin que éste lo sepa) y Cesario
de Arlés I8'.
Semejante sistema de publicación >y difusión privada de una lite­
ratura como la cristiana en la edad tardoantigua venía a agravar la
crisis de los talleres líbrarios, puesto que en la práctica quedaban ex­
cluidos de una amplia producción de libros de esa literatura: es segu­
ro que el artesanado tradicional, además de los códices de las Escri­
turas, había extendido su repertorio a otros textos cristianos (de ello
nos dan prueba el Prudencio Parisiense, el Orosio Laurenciano y el
Jerónimo Parisiense) I88; a su vez, es posible que determinadas obras
de autores cristianos que atañían a asuntos de interés general y eran
por lo tanto susceptibles de atraer a un público más amplio pudieran
empujar a los inversores librarios a publicarlas de forma oficial l89,
pero en cualquier caso la praxis no era más que la de la “edición” y
difusión mediante talleres librarios (de hecho en un periodo anterior
también en los casos, más bien frecuentes, en los que se daban a
conocer las obras literarias mediante, no la publicación escrita, sino
la recitación 190 —habitualmente en reuniones libres y privadas de
los amigos del autor— muchas veces aquellas mismas obras se difun­
dían y circulaban después mediante empresas librarías).
No obstante, en lo que respecta a Oriente, está atestiguado que
en Alejandría se vendían los escritos de Orígenes en papiro 191 y en
Constantinopla el tratado De Trinitate de Novaciano (en forma de có­
dice bajo el nombre de San Cipriano) 192, que habían sido quizá pro­
ducidos en talleres; y en Occidente, la Vita Níartini de Sulpicio Seve­
ro, cuando fue introducida en Roma, provocó, a lo que parece, la
alegría de los libran^ los cuales, dado el éxito que tuvo esa obra en­
tre el público, esperaban obtener con ella abundantes ganancias l93;
también los escritos de Constancio de Lyon, de Avito de Vienne y de
algunos otros autores, tuvieron una publicación “editorial”. Pero
todos estos hechos parecen haber sido episódicos y no muestras de
una praxis habitual; es más, en lo que se refiere al De virginitate, la
obra de San Avito que tuvo una publicación oficial, se ha pensado en
un tirada de pocos ejemplares como las actuales ediciones de copias
numeradas para bibliófilos m .
Hay que preguntarse más bien por qué era frecuente la transcrip­
ción privada de los escritos de la literatura cristiana. Se ha dicho que
las obras de los autores cristianos eran susceptibles de falsificación,
pues se podían insertar en ellas doctrinas heréticas, y que por eso los
mismos autores no quisieron recurrir a empresarios librarios que, tra­
bajando con miras exclusivamente comerciales, podían ser inducidos
por dinero a interpolar los escritos 195; pero posiblemente esta tesis no
se sostenga: también la transcripción privada exponía la obra a actua­
ciones arbitrarias, falsificaciones o robos 196. Es preciso pensar por ello
más bien que se trata de un hecho de tradición: también en el periodo
más antiguo y en los textos profanos está atestiguada la transcripción y
circulación de libros entre círculos privados 197. Quizá hubiera tam­
bién una razón intrínseca: el cristianismo había creado entre el escri­
tor y su público una relación de empatia estrecha, en la que se ex­
hortaba, se predicaba y se enseñaba, de forma que el autor formaba
un todo con aquellos a los que se dirigía, estando unidas en los escri­
tos cristianos la acusación y la autoacusación, la severidad y la humil­
dad, la superioridad doctrinal y la hermandad; por ello la transcrip­
ción privada e individual conservaba y exaltaba esta relación mejor
que cualquier otra forma de adquisición libraria. El que después no
siempre transcribiera las copias el propio interesado, sino escribas a
su servicio, se debió a la extensión y a la organización de esta praxis.
En realidad, en la Antigüedad tardía los talleres librarios habían
entrado ya en crisis: al no ser ya protagonistas, como en la Antigüe­
dad, de la difusión y a veces del “lanzamiento” de nuevas obras litera­
rias (pero ¿cuáles y cuántas hubo en una época de creciente decaden­
cia cultural?), se habían visto reducidos, sobre todo en Occidente, a
forjas de un artesanado muy cualificado (como todavía hoy en día
ciertos talleres, raros y valiosos, de artesanado local, de cérámica, teji­
dos y otros productos) con una producción sostenida solamente por
un determinado público de elite. Los cristianos no pedían a los talle­
res más que un número limitado de textos (los libros de las Escritu­
ras, algunos autores cristianos, y todavía también algunos autores clá­
sicos) y los talleres, por otra parte, no eran capaces de ir más allá de
un «repertorio apenas renovado y renovable» 198 de manufacturas. El
artesanado librario antiguo iniciaba un declive irreversible y los scrip-
toria eclesiásticos —los nuevos centros de producción libraria—
estaban todavía en su comienzos y tenían de todos modos un sistema
de producción completamente “interno”: no quedaba sino la trans­
cripción privada.

La institucionalización de la Iglesia con la delimitación de las al­


tas jerarquías y la adhesión al cristianismo de clases elevadas o en
cualquier caso acomodadas explican la aparición desde fines del siglo
iv del códice cristiano de alta calidad, incluso de lujo, y no tanto a
causa de las ricas iluminaciones (que podían faltar), sino en la medida
en que sus ejemplares más soberbios estaban confeccionados con
pergamino purpúreo, escritos en letras monumentales de oro y plata
y recubiertos de piedras preciosas: es el códice-objeto, destinado no a
la lectura, sino a una simple y rica función ornamental. El fenómeno
es tanto más significativo en cuanto que representa el vuelco definí-
tivo de la original praxis libraría cristiana: el mismo códice, antaño
elegido como humilde portador del nuevo mensaje entre capas socia­
les menos elevadas, terminaba poco a poco por convertirse en un
costoso objeto de ostentación; se había producido por lo tanto no
sólo la autonomía del libro cristiano, sino también su versión triunfal:
el códice había ascendido desde las simples lecturas protolitúrgicas
hasta la ceremonia imponente del Evangelio llevado en procesión al
altar, había ascendido desde los ambientes de las capas medias y ba­
jas y de los pequeños burócratas y comerciantes, hasta la autoridad
imperial, las damas bibliófilas de la aristocracia y las altas dignidades
eclesiásticas.
La condena de ese tipo de libros por parte de los Padres de la
Iglesia es, con todo, expresa y decidida: ¿quién toma en casa un libro
entre sus manos para leer en él las Escrituras?, se pregunta San Juan
Crisóstomo. Pocas personas poseen libros y es como si no los tuvie­
sen; su atención se dirige a la finura del pergamino y a la belleza de
las letras, no al contenido; de aquí la amarga conclusión: lo único que
importa es que lo que está escrito, lo esté en letras de oro l99. San Je­
rónimo dice: se tiñe el pergamino de color de púrpura, se trazan las
letras con oro fundido, se recubren los libros de piedras preciosas,
pero Cristo muere desnudo ante sus puertas (donde el «sus» hace re­
ferencia a las damas de la aristocracia 200).
Los libros preciosos, purpúreos y escritos en letras de oro o plata
parece que fueron conocidos ya en el mundo pagano 201 y hacía tiem­
po, pero debió de tratarse seguramente de una producción excepcio­
nal, tanto por estar relacionada a veces con figuras imperiales (en la
toma de poder de Maximino el Joven parece que resultó de buen au­
gurio el haber recibido como regalo libros homéricos purpúreos es­
critos en letras de oro 202, y Optaciano Porfirio dedicó a Constantino
una serie de poemas ilustrados escritos en oro y plata sobre púrpu­
ra 203) como por desvanecerse a veces en la leyenda (según una noti­
cia de Zonaras, recogida en Cedreno, en el 475-6, durante la insu­
rrección de Basilisco, un incendio de la biblioteca imperial de
Constantinopla destruyó, entre otras cosas, un Homero iluminado es­
crito en letras de oro sobre una larga piel de serpiente 204). Pero no
hay duda de que fue el cristianismo triunfante el que dio impulso a
la producción de tal tipo de libros, movido quizá por la necesidad de
dar una imagen visual externa a la grandeza de la palabra divina o de
revestirla de ciertos atributos imperiales (la púrpura y los materiales
preciosos como el oro y la plata); pero pronto los libros de esa clase
se conviertieron en simple ostentación arrogante de riqueza (¡de ahí
el severo juicio de Crisóstomo!).
De origen greco-oriental son códices-objeto como el Génesis Cot-
ton 205 del siglo v producido en Alejandría 206, el Génesis de Viena 20'
y los manuscritos Rossanense 208 y Sinopense 209 de los Evangelios
del siglo vi, todos quizá obra artesanal antioquena 21°, el códice Add.
Ms 5111 del British Museum, también del siglo vi, producido en
Constantinopla y del que se conservan las tablas eusebianas 211. En
Occidente la mayor parte de la producción de libros sacros latinos
de alta calidad, en esencia códices-objeto, se puede relacionar con el
Renacimiento de Teodorico 212: una prueba de ello la constituye toda
una serie de ejemplares áulicos, quizá destinados a la corte (me limito
a recordar códices como el Rufino de Viena 213, los purpúreos de Sa-
rezzano 214 y Verona 215 de los Evangelios, la Biblia Queriniana 216).
Centro de producción de códices-objeto en el Occidente latino entre
los siglos V y v i fue por lo tanto, con toda probabilidad, la Rávena de
Teodorico, para el que se produjo quizá el célebre codex Argeníeus go­
do 217 (fig. 1.5); pero también en la Roma senatorial de esa misma épo­
ca puede reconocerse una producción de códices sacros de alta cali­
dad 218 (el Salterio purpúreo de París 219, el Evangeliario llamado de
San Agustín 22ü, el Evangeliario de San Bucardo 221, por recordar al­
gunos ejemplares famosos).

Si fue el cristianismo, al triunfar definitivamente, el que creó el


fastuoso códice-objeto (aunque los ejemplares que se han conservado
no son anteriores al final del siglo v, los testimonios de San Juan Cri­
sóstomo y de San Jerónimo demuestran que existía tal tipo de libros
ya en el siglo iv), no hay duda, sin embargo, por cuanto se deduce de
lo que se ha dicho en relación con el Renacimiento de Teodorico, de
que los godos fueron los que potenciaron ciertas características de
suntuosidad en los libros y contribuyeron a que tuviesen una mayor
demanda y difusión en el mundo tardorromano; incluso Teodorico
se preocupó de crear un centro de estudios bíblicos que tenía como
objetivo principal el cuidado y edición de textos godos «para usos
oficiales y solemnes de carácter eminentemente nacional y para el
culto en las iglesias arrianas» y de manuscritos bilingües gótico-lati­
nos «para un público más amplio y para la propaganda en gene­
ral» 222 Para crear una cultura libraría los godos adoptaron las téc­
nicas contrastadas por la tradición artesanal grecorromana, pero les
dieron un carácter más grandioso y suntuoso. Esto resulta evidente
por la conservación directa de fragmentos como la Biblia Queriniana,
de seguro origen godo, o el célebre codex Argenteus (esta última una
verdadera obra «de refinada orfebrería bárbara en la que la página
está reducida a un fondo de color y la escritura a un puro diseño or­
namental») 223, pero también por testimonios indirectos y litera­
rios 224.
Para explicar la creciente demanda de códices cada vez más sun­
tuosos y menos manejados incluso entre el público tardorromano es
preciso referirse por lo tanto al vuelco de los componentes formales
y de la dinámica histórica que se pone de relieve junto con otros as­
pectos diferentes a partir del siglo iv d.C. 22’ : en el periodo tardoanti-
guo, la asimilación de los valores romanos por parte de los “bárbaros”
iba acompañada, por otra parte, por una orientación simultánea de la
cultura romana hacia valores primitivos; y cuando los “bárbaros” as­
cendieron a las más altas escalas de la organización social, los propios
romanos se apresuraron a asumir determinados, comportamientos y
por lo tanto su magnificencia libraría: una mentalidad “snob”, quizá
también frívola, que hizo que, junto a las elites godas, las clases eleva­
das tardorromanas encargasen y adquiriesen suntuosos libros-objeto;
incluso Teodosio II, como calígrafo excepcional, parece que transcri­
bió textos sagrados en letras de oro disponiendo el escrito en forma
de cruz 226.
Aunque se trate de códices sacros y nos encontremos en una
época en la que los mecanismos de producción del libro cambian y
su manufactura pasa de los talleres profanos a los scriptoria eclesiás­
ticos 22', la confección de tales manuscritos parece que debe atri­
buirse todavía a las oficinas librarías tradicionales. Los códices de
unas ciertas dimensiones se producían, bien es verdad, también en
scriptoria eclesiásticos (episcopales, monásticos, en la propia Curia
romana y, al menos en Oriente, también en aquellos que estaban in­
corporados a las grandes bibliotecas cristianas), pero las técnicas ar­
tesanales que pone de relieve esa producción de lujo, el tipo de li­
bro no sólo sacro que se producía (el Dioscórídes de Viena fue
copiado con toda probabilidad en el mismo taller que las tablas eu-
sebianas de Londres y el Arcerianus A de los agrimensores latinos
fue quizá producido en Roma junto a alguno de los manuscritos sa­
cros ya citados) y sobre todo el público de las viejas y nuevas elites,
romano-bizantinas o godas, que hay que suponer que era el que ha­
cía los encargos (senadores, grandes funcionarios, rétores, damas de
la aristocracia, altos eclesiásticos), inducen a pensar quizá que los ta­
lleres profanos funcionaron como talleres de los códices-objeto y en
general de la manufactura libraría de alta calidad al menos hasta
aproximadamente el siglo vi. Por lo demás, la última producción del
artesanado cualificado del mundo antiguo parece que tuvo lugar allí
donde floreció ese público de elite de laicos y de altas jerarquías
eclesiásticas: en Oriente, en Alejandría, Antioquía y Constantinopla;
en Occidente, en la mitad septentrional de Italia, donde, junto a los
centros culturales (y en ocasiones sedes episcopales de relieve) como
Vercelli, Milán, Pavía, Verona y Aquileia, desempeñaron un papel
decisivo los círculos que se movían en torno a las cortes de Rávena y
el senado de Roma.

Se ha dicho del códice que sus padrinos fueron la Iglesia y la


Ley. Pero el hecho de que haya habido alguna forma antigua de códi­
ce jurídico no debe hacer pensar que la ley desempeñara desde el
principio un papel significativo en las razones más generales que lle­
varon a la adopción del códice 228; es preciso decir más bien que en
la época tardorromaña, una época caracterizada por úna concepción
autoritaria, del derecho, el códice jurídico, como depositario que era
de las leges (como ya lo eran las constituciones imperiales) adquirió
una dimensión autocrática que hizo de él, además de la Iglesia, él
otro pilar de la cultura medieval.
Si ya en tiempos antiguos los libros de leyes o actas de oficio tu­
vieron la forma de códice, ello se debió al carácter práctico de reco­
pilaciones de ese género, que debían ser constantemente consultadas
o ampliadas con la aportación de nuevos textos; éstas se inspiraban
por lo tanto en formas privadas de libros (membranae o codicilli) de
las que tomaban su estructura funcional (por lo demás, Ulpiano en su
época se planteaba todavía la cuestión de si se debían considerar ver­
daderos libros los que habían sido escritos in codicibus con un mate­
rial cualquiera229). Es sin duda muy■significativo que los más anti­
guos fragmentos jurídicos conservados en forma de códice, del siglo
IV y de los siglos IV-V, sean todos de pergamino más o menos basto y
estén escritos en escrituras no formalizadas, según lo que debía de
ser la estructura típica de los borradores y libros de uso privado en
el mundo romano. Al principio, sólo en la medida en que eran una li­
teratura técnica, los textos jurídicos, al igual que los otros textos téc­
nicos, tuvieron forma de códice en la praxis cotidiana, forense y ad­
ministrativa, de forma que el paso a la nueva tipología cristiana no
debió de ser ni sistemático ni programático, sino más bien de acuer­
do con las necesidades prácticas del ejercicio del derecho, puesto
que el códice era más adecuado, para, obras que debían ser citadas
frecuentemente. En cualquier caso, la estructura libraría, más bien
rudimentaria en los primeros códices jurídicos, no deja sombra de
duda sobre el uso “privado” y profesional que se hacía de ellos. Sólo
más tarde la nueva forma literaria se impuso oficialmente y ello como
consecuencia del cambio de la concepción misma del derecho 230.
A partir de la época de Constantino todas las constituciones fue­
ron llamadas leges, y esta modificación semántica es el indicador de la
nueva concepción del poder normativo: concepción implícita en la
codificación de Teodosio II y expresada definitivamente en el siste­
ma político de Justiniano, según la cual se concede al emperador
todo tipo de potestad jurídica 231. Bien es verdad que las exigencias
de selección y de reedición de los textos, que encontraron en el códi­
ce su sistematización definitiva, desempeñaron su papel, no menos
que en la literatura clásica, en la afirmación final de la nueva tipolo­
gía libraría también para la literatura jurisprudencial; pero si la ley hi­
zo del códice la forma suprema del libro, hasta llegar a una identifi­
cación entre códice y ley, esto tuvo que ver con el hecho de que en
la edad tardoantigua el orden legislativo, autoritario, aspiraba a alcan­
zar un carácter solemne y sacro 232: el cristianismo de hecho había in­
troducido la idea de la aceptación total de los textos y estos textos
estaban escritos en códice. En una época en la que la legislación se
convirtió ya en obligación exclusiva del princeps, el uso del codex se
relaciona con una reverencia por los textos escritos que se une a la
necesidad de imponer una observancia absoluta a su contenido; un
respeto de ese tipo, en el caso de las constituciones imperiales, alcan­
za su culmen en los emperadores cristianos, que hablan «en nombre
de Dios». El códice es así depositario de la ley divina y humana.
El códice jurídico es, se sobreentiende, sobre todo manuscrito la­
tino; también en Oriente la lengua del Estado, de la praxis legislativa,
burocrática y militar, del poder en definitiva (como escriben Temis-
tio 233 y Libanio 234) es el latín 235, de tal modo que aunque más tarde
el griego se convierte en la lengua del Estado, se trató siempre de un
griego “romanizado”. Bajo el aspecto de la estructura física, por así
decirlo, el códice jurídico es preferentemente membranáceo (al igual
que el de las Escrituras). El formato (por lo que se puede juzgar por
los trozos mejor conservados) oscila entre el cuadrado y el modera­
damente alargado; falta en cualquier caso el tipo con altura doble de
la anchura. Numerosos manuscritos, sobre todo los de papiro, pre­
sentan amplios márgenes, una práctica que se ha visto también en el
códice destinado a la lectura y al estudio de los textos literarios; en
los manuscritos jurídicos los márgenes amplios debieron de tener
una función aún más relevante, como la de permitir la redacción de
escolios y glosas (en el ámbito greco-oriental a menudo en griego),
pero también la de incluir remisiones, añadidos y modificaciones.
Tampoco carece de significado que ese tipo de códice de amplios
márgenes desaparezca después de principios del siglo vi, en realidad
con la compilación justinianea, que iba a constituir el otro pilar in­
mutable de la ideología autoritaria, burocrática y cristiana del bajo
imperio: la ley humana junto a la divina y como complemento de
ésta; en ninguna de las dos había “márgenes” para variaciones de esa
clase. El códice jurídico, por estar destinado a una forma textual “de
referencia”, se inclina, al igual que el cristiano, por la compaginación
en dos columnas. Desde una perspectiva gráfica, hay a principios del
siglo V un predominio neto de escrituras apenas precisas, a veces se-
micursivas (lo que demuestra que también para los textos jurídicos
en un primer momento el códice fue considerado una forma libraría
privada y de nivel inferior), pero después de esa época los signos cali­
gráficos canonizados (en esencia la escritura uncial) prevalecieron y
se convirtieron en exclusivos en la praxis jurídica. Modelo del códice
jurídico fue por lo tanto el cristiano.
El gran auge de manuscritos jurídicos que se produjo entre los
siglos iv y V I encaja bien con una época como la del bajo imperio, ca­
racterizada por una nueva autoridad del derecho, en la que la com­
petencia técnico-jurídica abría las puertas a las más prestigiosas carre­
ras estatales. A partir de mediados del siglo IV en Oriente cada vez es
más necesario formar funcionarios, pero la formación tradicional, la
de la retórica, es por el contrario cada vez menos adecuada: al aboga-^
do-rétor, educado según la escuela griega, le sustituye el abogado-
jurista, educado en el derecho y en latín, atraído por la carrera
.administrativa, transformado poco a poco en offkialis superior a
disposición de cualquier gobernante o funcionario de la cúspide, des­
tinado a su vez a los más altos cargos. De ahí vienen las acusaciones
de Líbanio, que ve cómo los jóvenes estudiantes —sin interés ya por
la antigua tradición retórica griega— viajan para aprender el derecho
a Beirut, ei latín a Roma y la taquigrafía a Constantinopla 236; o las
palabras amargas de Gregorio de Nisa sobre aquellos que abandonan
los estudios retóricos por una carrera burocrática 237; o incluso, más
en general, la polémica contra los nuevos funcionarios culpables de
ascender a altos cargos sin una cultura retórico-filosófica, sólo gracias
a sus conocimientos técnico-jurisprudenciales. El público del códice
jurídico se hacía por ello cada vez más extenso, a la vez que se con­
solidaba la propia enseñanza del derecho; con Justiniano la duración
de los estudios jurídicos llega hasta los cinco años obligatorios: esto
indica —y es algo que es preciso resaltar—- que en esta época el de­
recho ha dejado de ser una simple técnica, elevándose al nivel de
ciencia, de «disciplina de cultura» 23S.
Muchos de los manuscritos jurídicos llegados hasta nosotros
parecen proceder de los centros más florecientes en el estudio del
derecho: de Roma, de Constantinopla (hay que recordar el monu­
mental códice Laurenciano de las Pandectas [fig. 16], quizá una de
las copias que se hicieron confeccionar para las provincias del im­
perio con el objeto de difundir la compilación justinianea 239) y de
Beirut. Se trataba de hecho, si no exclusivamente, sobre todo de
manuscritos encargados para uso escolar (un códice de esa clase,
membranáceo y de grandes dimensiones, es capaz —-según el polé­
mico Libanio— de disimular la ignorancia de un estudiante de de­
recho así como de servir de arma arrojadiza en las grescas estu­
diantiles 240).
En lo que se refiere a los talleres de copia, al menos hasta aproxi­
madamente la mitad del siglo V I, la mayor parte de los manuscritos
jurídicos, sobre todo sí eran de envergadura y valor, se producía sin
duda en talleres profanos, que en Oriente debían disponer por lo
tanto de escribas latinos, quizá italianos o africanos, pero no se pue­
de descartar que se tratase alguna vez de griegos que hubieran apren­
dido a escribir latín, aunque fuese por maestros occidentales. Esos
escribas latinos, como se ha visto, redactaban también códices litera­
rios, al menos en Constantinopla.

Al concluir la Antigüedad tardía se rompe ya el vínculo existente


entre libró y público, de forma que este último llega a faltar como in­
terlocutor; por ello desaparece también el artesanado tradicional del
libro: flanqueado en un primer momento por los nuevos scriptoria
eclesiásticos, luego es suplido por ellos progresivamente.
El último público literario estaba arruinado, extenuado 241. La
enfermedad que lo había golpeado había sido el aislamiento, la sepa­
ración del estrato intermedio de la burguesía ciudadana, de la que
había obtenido apoyos para integrarse en un juego relativamente li­
bre de fuerzas, mientras que la vida política y literaria bebió de la
misma y única fuente, es decir, de la educación filosófico-retórica.
Pero en la época del bajo imperio esta educación era totalmente ina­
decuada incluso para las obligaciones de organización del ejército, las
tecnológicas y en general las económicas que implicaba la administra­
ción del imperio. A partir del siglo n el Estado, cuya administración
se concentraba cada vez más en las manos del emperador, reclutaba
a sus cuadros dirigentes entre técnicos (ya fueran expertos en estrate­
gia militar, juristas o taquígrafos), prácticamente nunca entre la chic
intelectual. Esta permaneció aislada; la burguesía ciudadana, gracias a
la que habría podido reconstituirse, se vio debilitada por la anarquía
del siglo m y por la política fiscal opresiva del iv. No obstante, un úl­
timo empuje de la activa tradición literaria antigua viene determina­
do por la aristocracia senatorial, tantas veces diezmada y reconstitui­
da, que hasta el siglo vi representó algo de aquello que había sido en
sus orígenes. Fue éste el último público, un público aislado de unos
libros también aislados, escritos en cánones gráficos cerrados —por
su estructura formal poco usual— a la comprensión de la clase más
amplia de alfabetizados y semialfabetizados, integrados en la dinámi­
ca de la grafía más usual, diferente y separada de las escrituras libra­
rías de las elites 242. Es claro que el aislamiento de un público que se
expresa gráficamente de ese modo (en escrituras disociadas de las
realizadas en la práctica cotidiana por aquel que sabía escribir) o que
encuentra placer en enmendar o anotar códices mientras su propia
existencia corre un riesgo extremo, es ya un aislamiento sin espe­
ranza.
En Oriente, la política autocrática de Justiniano debilitó hasta el
colapso la base social de la cultura tardoantígua 24j; en Occidente la
guerra gótica dispersó definitivamente al último público literario 244.
La política romana y cultural de los Amalos consiguió desde luego
que en Italia, más que en ningún otro lugar, se conservasen algunas
escuelas (en Roma, Rávena y Milán) y grupos literarios de tradición
romana (al círculo de los Amalos pertenecían Enodio, poeta cortesa-
no y obispo de Pavía, y Arator, un poco más joven y, a su manera,
también importante, más tarde subdiácono en Roma), pero nada más
morir Teodorico ios representantes de la tradición retórica clásica
que habían sobrevivido acabaron por desaparecer incluso en Ita­
lia 245. Y así los grupos dirigentes de la sociedad no tuvieron ya cultu­
ra y ni siquiera libros: no existió ya un público culto, pagano o cris­
tiano (sus últimos representantes, pertenecientes a la alta aristocracia,
se convirtieron probablemente en obispos), que encargase libros o
diese vida a escuelas y bibliotecas. Siempre había sido la elite culta la
que con su participación, sus programas y su riqueza, había sostenido
la producción del artesanado del libro: desaparecida esta elite, debía
desaparecer en consecuencia todo tipo de códice que fuese expre­
sión de ella, ya fuese de estudio, de biblioteca pública o de bibliófilo.
La nueva cultura es la del midáh’broic y el hombre de cierta eru­
dición es desde este momento casi siempre un hombre de iglesia, al .
que precisamente los centros eclesiásticos le facilitan su propia for­
mación y libros. Se trató de lo que con razón se ha denominado una...
«verdadera y profunda revolución» de los mecanismos de produc­
ción del libro 246. Los scriptoria de las bibliotecas cristianas ya desde
edad más antigua no habían sido sino su preludio.
No falta, bien es verdad, no sólo a finales del siglo V, sino incluso
más tarde en el vi, algún testimonio relativo a la actividad de los ta­
lleres librarios, pero éstos eran sin embargo raros y se encontraban al
borde la extinción. En Oriente por estas fechas, según el testimonio
de Agatías, Uranio, un pseudo-filósofo y pseudo-sabio, sirio de ori­
gen, a menudo permanecía sentado en las librerías de Constantino-
pla 247, evidentemente en talleres destinados a la producción y venta
directa de libros; todavía más tarde, en el siglo vil, parece que se re­
conoce un taller en el ergasterion (local de trabajo) situado, todavía en
Constantinopla, junto a la iglesia de San Juan y Focas. En Occidente,
sin contar con las ya mencionadas suscripciones de Vilaric y Gaudio-
so, Sidonio Apolinar parece aludir a talleres librarios 248 y de empre­
sarios (a cuyo servicio, puesto que eran iletrados, trabajaban mercena-
rii litterati) habla expresamente Cesario de Arlés 249; además podría
quizá reconocerse a artesanos del libro al frente de una oficina cual­
quiera entre los no menos indeterminados librarii que trabajaban sin
duda en Roma en estrecho contacto con Gregorio Magno, que super­
visa y a veces alienta su trabajo 250 (pero cabe sospechar que pueda
tratarse de librarii activos en el propio palacio lateranense o pertene-
cientes a comunidades eclesiásticas sitas fuera del palacio, encargadas
en cualquier caso de transcribir en varias copias las obras del pontífi­
ce 251).
En definitiva, y a pesar de algunas pervivencias más bien raras, a
fines del siglo vi ha desaparecido el público tradicional como cliente
del libro y puede considerarse concluido el traspaso de la produc­
ción libraria de los talleres profanos a los scriptoria eclesiásticos. Pero
a fines del siglo vi la Antigüedad tardía ya no existe y todavía se vis­
lumbran lejanos los renacimientos macedonio y carolíngío.
1 Sobre el paso del rollo al códice, véanse, además del estudio clásico de
C, H. Roberts - T. C. Skeat, The Birth o f the Codex, Londres-Oxford, 1983, los
trabajos de G. Cavallo, «Libro e cultura scritta», en Storia di Roma, Einaudi, IV,
Caratteri e morfologie, Tutín, 1989, pp. 693-734, y de j. van Haelst, «Les origines
du codex», en Les débuts du codex, ed. por A. Blanchard, Turnhout, 1989, pp.
13-35.
2 G. Cavalío, «Glí usi della cultura scritta nel mondo romano», en Princeps ur-
bium. Cultura e vita sociale dellítalia romana, ed. G. Pugliese Carratelli, Milán, 1991, pp.
200 - 2 1 .
3 Los Vhoinikíka de Lolíano están transmitidos, entre otros, por un códice de pa­
piro del siglo II d.C. editado por A. Heinrich, Díe Phoinikika des Lollianos. Fragmente
eines neuen griechischen Romans, Bonn, 1972.
4 Sobre este tipo de lectores, véanse al menos T. Hágg, The Novel in Antiquity, Ox­
ford, 1983, pp. 90-101, y K Treu, «Der antike Román und sein Publikum, en Der anti-
ke Román. Untersuchungen zur literarischen Kommunikation und Gattungsgeschichte, ed.
por H. Kuch, Berlín, 1989, pp. 178-97.
5 P. Oxy. I 30. Cf. J. Mallon, «De l’écriture», Recueil d ’études publiées de 1937 a
1981, París, 1982, pp. 209-12.
6 Para la industria libraría es válido cuanto se ha revelado para la industria artís­
tica acerca de la relación entre el gusto clásico y la tradición popular: véase R. Bianchi
Bandinelli, «Continuitá ellenistica nella pittura di etá medio- e tardo-romana», Rivista
deilístituto nazionale dArcheologia e Storia dell’arte, N.S. II (1953), pp. 143 s.; M. Boni-
catti, «Traería per uno studio sulParte tardo antica nell’ambiente urbano-occidenta-
le», en M. Bonicatti, Studi di storia dell'arte sulla tarda antichita e sull'alto medioevo, Ro­
ma, 1963, p. 80.
7 P. Brown, The World of Late Antiquity. From Marcus Aurelius to Muhammad, Lon­
dres, 1971, pp. 29 s.
8 Los testimonios han sido reunidos por A. F. Forman, «The Book Trade in
Fourth-Century Antioch», The Journal of Hellemc Studtes, LXXX (1960), pp. 122-6.
9 E. G. Turner, Greek Papyri. An Introduction, Oxford, 1980 %pp. 12-6.
10 N. G. Wílson, «A Chapter in the History of Scholia», Tbe Ciassical Ouarterly,
XVII {1967), pp. 244-256, sobre todo pp. 248 s.
11 Sobre el tipo de encuadernación de los códices de papiro los materiales coptos
proprocionan también útiles indicaciones. Sobre este aspecto, véase B. van Regemor-
ter, Some Early Bindings from Egypt in the Chester Beatty Idbrary, Dublín, 1958, y «La re-
liure des manuscrits gnostiques decouverts a Nag Hamadi», Scriptorium, XTV (1960),
pp. 225-34; J. Doresse, «Les reliures des manuscrits gnostiques coptes», Revue d’Egyp-
tologie, XIII (1961), pp. 27-49.
12 A. Müller, «Studentenleben im 4. Jahrhundert n. C'hr.», Philologus, LXIX
(1910), pp. 305 s.
13 Sobre las clases altas de esta época me limito a reenviar a L. Petit, Libanius el
la vie municipale a Antioche au jve siécle aprés J.-C., París, 1955, pp. 359-81 y 391 (donde
se lee, entre otras cosas, que la situación social que presenta Antioquía es en esencia
la misma de todas las grandes ciudades greco-orientales).
14 Sobre la figura de Dióscoro existe un trabajo magistral de J. Maspero, «Un
dernier poete grec d’Egypte: Dioscore, fils d'Apollós», Revue des Études grecqii.es,
X X IV (1911), pp. 427-81.
15 Turner, Greek Papyri, op. c i t pp. 88-96.
16 Norman, «The Book Trade», art. cit., pp. 122-6; pero véase también P. Petit,
«Recherches sur la publication et la diffusion des discours de Libanius», Historia, V
(1956)> pp. 484 s.
17 Múller, «Studentenleben», art. cit., p. 304.
18 Sobre la tipología de los códices más antiguos, véase el excelente trabajo de E.
G. Turner, The Typology of the Early Codex, Filadelfia, 1977; véase también G. Cavallo,
«.Discorsi sul libro», en Lo spazio letterario delía Grecia antica, ed. G. Cambiano, L. Can­
fora, D. Lanza, I, 1 , 1 Greci e Roma, Roma, 1994, pp. 613-47.
19 K. Weitzmann, «Book Illustration of the Fourth Century: Tradition and Inno-
vation», en K. Weitzmann, Studies in Ciassical and Byzantine Manuscript Illumination,
Chicago-Londres, 1971, pp. 96-125.
20 Entre los trabajos sobre el Dioscórides de Viena me limitaré a citar el más re­
ciente, debido a H. Gerstinger, Dioscurides. Codex Vindobonensis Med. Gr. 1 der Óste-
rreichischen National-bibliothekKommentarband zu der Faksimileausgabe, Graz, 1970.
Pero la bibliografía relativa al Dioscórides es inmensa.
21 Una información detallada sobre Juliana Anicia y su linaje, en A. Momiglíano,
«Gli Anicii e la storiografia latina del VI sec. d.C.» en A. Momigliano, Secando contri­
buto alia storia degli studi classici, Roma, 1960, pp. 231-53.
22 Anthologia Palatina, I, 10, 7 s.
23 A. von Premerstein, «Anicia Iuliana im Wiener Dioscorides-codex», Jahrbücher
der kunst-historischen Sammlungen des allerhóchsten Kaiserhauses, XXTV (1903), p. 124.
24 Momigliano, «Gli Anicii», art. cit., pp. 236-9, sobre todo p. 238.
25 P. Courcelle, Les letires grecques en Occident. De Macrobe a Cassiodore, París, 1948,
pp. 257-312.
26 Milán, Biblioteca Ambrosiana, cod. F. 205 inf. Un trabajo esencial es el realizado
por R. Bianchi Bandínelli, Hellenistic-Byzantine Miniatures of tbe Iliad (llias Ambrosiana),
Olten, 1955. También sobre la Iliada Ambrosiana la bibliografía es abundantísima.
2' Editado por W. H. Willis, «A New Fragment o f Platos Parmenides on Par-
chment», Greek, Román and Byzantine Studies, XII (1971), pp. 539-52. W illis (pp. 544-
52) ha propuesto equivocadamente una datación del fragmento en el siglo n d.C.
28 E. G. Turner, Greek Manuscripts of tbe Ancient World, Segunda edición por P. J.
Parsons, Londres, 1987, p. 38 (núm. 13).
29 Además de la excelente síntesis de G. W . Bowersock, Hellenism in Late Anti-
quity, Ann Arbor, 1990, véase el trabajo monográfico de A. Cameron, «Wandering
Poets: A Literary Movement in Byzantine Egypt», Historia, X IV (1965), pp. 470-
509.
30 H.-I. Marrou, «Synesíus of Cyrene and Aíexandrian Neoplatonism», en The
Conflict between Paganism and Christianity in the Fourth Century, ed. A. Momigliano, O x­
ford, 1963, pp. 126-50.
31 G. Cavallo, «Scuola, scriptorium, biblioteca a Cesarea», en Le biblioteche nel
mondo antico e medievale, ed. G. Cavallo, Roma-Bari, 19892, pp. 67-78.
}2 Temistío, Orat., IV, 59 d - 60 c.
33 Sobre la primera biblioteca imperial de Constantinopla, véase el excelente tra­
bajo de C, Wendel, «Die erste kaiserliche Biblíothek in Konstantinopel», Zentraíblatt
fürBibliotbekswesen, LIX (1942), pp. 193-209.
34 P, Lemerle, Le premier humanisme byzantin. Notes et remarques sur enseignement et
culture a Byzance des origines au xe siécle, París, 1971, pp. 56 s.
35 Cod. Theod. XIV, 9, 2.
36 Zonaras, Epit. XIV, 2, 22-24.
3' Léase al menos Lemerle, Le premier humanisme byzantin, op. cit., pp. 63 s.
38 H.-I. Marrou, Histoire de l ’éducation dans lAntiquité, París, 19646, pp. 485 ss.
(trad. esp. Historia de la educación en la Antigüedad, Buenos Aires, 1965).
39 Para posibles procesos textuales con origen en ejemplares de la biblioteca
estatal de Constantinopla, véase A. Carlini, Studi sulla tradizione antica e medievale del
Fedone, Roma, 1972, pp. 127-41, y G. Cavallo, «Conservazione e perdita dei testi gre-
ci; fattorí material!, sociali, cultural!», en Tradizione dei classici, transjormazioni delta cul­
tura, ed. A. Gíardina, Roma-Bari, 1986, sobre todo pp. 129 y 135 s.
1(0 Temistío, Orat. IV, 61 b.
41 L. Santifaller, Beitráge zur Gescbicbte der Beschreibstoffe im Mittelalter. Mit beson-
derer Berüeksichtigung der pápstlieben Kanzlei, I, Untersuchungen, Graz-Colonia, 1953,
PP- 29-32.
42 Roberts-Skeat, TbeBirtb, op. cit., pp. 15-23.
43 Véase sobre todo H. Bloch, «The Pagan Revival in the West at the End of the
Fourth Century», en The Conflict between Paganism and Christianity in the Fourth Cen­
tury,, op. cit., pp., 193-218; pero también útiles resultan R. A. Markus, «Paganism,
Christianity and the Latín Classics in the Fourth Century», en Latin Líterature o f the
Fourth Century, ed. J. W. Binns, Londres-Boston, 1974, pp. 1-21; A. Cameron, «Paga­
nism and Líterature in the Late Fourth Century Rome», en Cbristianisme et formes lit-
téraires de lantiquité tardive en Occident, Ginebra, 1977, pp. 13-26; L. Cracco Ruggini,
«II paganesimo romano tra religione e política (384-394 d.C.)», Memorie delVAcademia
Nazionale dei Lincei, Ser. VIII, XXIII, Roma, 1979. Una recopilación de textos relati­
vos a la polémica entre cristianos y paganos se debe a E. Sánchez Salor, Polémica entre
cristianos y paganos, Torrejón de Ardoz, 1986.
44 E. Auerbach, Literatursprache und Publikum in der lateinischen Spatantike und im
Níittelalter, Berna, 1958, p., 191.
C. Leonardi, «I codici di Marziano Capella», Aevum XXXIII (1959), pp. 443-6,
sobre todo 444.
46 Sobre las suscripciones tardoantiguas, véanse los trabajos de O. Jahn, «Über
die Subscriptíonen in den Handschríften rómischer Classiker», Berichte über die Ver-
handlungen der kóniglich sacbsischen Gessellschaft der 'Wissenscbaften zu Leipzig Phil-hist.
Classe, III (1851), pp. 327-72; J. E. G. Zetzel, Latin Textual Cnticism in Antiquity, Nueva
York, 1981, pp. 211-31; O. Pee ere, «La tradizione deí testí latini tra rv e v secolo atra-
verso i libri sottoscritti», en Tradizione dei classici, op. cit., pp., 19-81 y 210-46. Referi­
das a algunas suscripciones se citarán aportaciones individuales.
4' U. Knoche, Die rómisebe Satire, Góttíngen, 19572, p. 95; W. V. Clausen, A. Persi
TlaccietD. luni íuvenalis Saturas, Oxford, 1959, p, X.
48 A. Cameron, «Líterary Allusions in the Historia Augusta», Hermes, XCII (1964),
pp. 367-72, sobre todo p. 372.
49 II. I. Marrou, «La vie intellectuelle au forum de Trajan et au forutn dAuguste»,
Mélanges d ’archéologie et d ’bistoire de fÉcolefrangaíse deRome, XLIX (1932), pp. 93-5.
Carm. min., XIX (43).
51 L. Friedlánder, Ai. Valerii Martialis Epigrammaton libri I, Leipzig, 1886, p. 69; W.
M. Lindsav, The Ancient Editions of Martial ivitb Collations of the Berlin and Edinburgh
Manuscripts, Oxford, 1903, pp. 1-7.
52 Sobre el Foro de Trajano, véase Marrou, «La vie intellectuelle», art. cit., pp. 93-
VI0, y sobre el Ateneo capítolino, H. Braunert, «Das Athenaeum zü Rom bei den
Scriptores Historiae Augustae», en Historia Augusta Colloquium, Bonn, 1963, Bonn,
1964, pp. 9-41.
>3 W. V. Clausen, «Sabinus MS of Persius», Hermes, XCI (1963), pp. 252-6 (y del
mismo Clausen, A Persi Flacci, op. cit., pp. V s).
54 Símaco, Epist. IX, xiii, 1.
55 J. Bayet, Tite-Live, Histoire Romaine, I, París, 1947, pp. XCII-C; J. E. G. Zetzel,
«The Subscriptions in die Manuscripts of Livy and Fronto and the Meaning of
‘emendado’», ClassiealPhilology. LXXV (1980), pp. 38-59.
56 Sidonio Apolinar, Epist. VIII, íii, 1.
57 G. Billanovich, «Dal Lívío di Raterio (Laur. 63, 19) al Livio del Petrarca (B. M,
Harl. 2493)», Italia medioevale e umanistica, II (1959), p. 103.
58 Laur. 39, 1. Véase sobre todo A. Pratesi, «Sulla datazione del Virgilio Medi-
ceo», Rediconli deíl’ Academia Nazionale dei Lincei, Cl. di se. mor., st, e filol. ser. VIII, I
(1946), pp. 396-411; pero véase también C. Leonardi, «Aproniano Asterio», en el Di-
zionario Biográfico degli Italiani, III, pp. 648-50.
59 Sobre la difusión de la cultura antigua en Rávena y sus protagonistas en esta
época, véanse A. Momigliano, «Cassiodorus and Italian Culture of his Time», en
A. Momigliano, Secando contributo alia storia degli siudi classici, Roma, 1960, pp. 191-229, y
G. Cavallo, «La cultura scritta a Ravenna tra antichitá tarda e alto medioevo», en Sto­
ria di Ravenna, II, 2, D all’etá bizantina all’etd ottoniana. Ecclesiologia, cultura e arte, ed. A.
Carile, Venezia, 1992, pp. 90-9 y 122 s. .
60 G. Pasquali, Storia delia tradizione e critica del testo, Florencia, 19622, p. 377; Mo­
migliano, «Cassiodorus», art. cit., p. 198.
61 Ver Leonardi, «I codici di Marziano Capella», art. cit., pp. 446 s., pero tam­
bién H. I. Marrou, «Autour de la bíbliothéque du pape Agapit», Mélanges d ’archéolo­
gie et d ’histoire de locóle frangaise de Rome, XLVIII (1931), pp. 157-61, y sobre todo J.
Préaux, «Securus Melior Félix, lultime ‘Orator Urbis Romae’», en Corona Gratia-
rum. Miscellanea... patrística, histórica et litúrgica Eligió Dekkers... oblata, Brujas, 1975,
pp. 101-21.
62 Símaco, Epist., I, liii, 1.
63 O. Seel, C. Iulii Caesaris Commentarii remm Gesiarum, I, Bellutn Gallicum, Leip­
zig, 1961, pp. X X V s.
64 Sobre el clima cultural en el que se inserta la suscripción al ¿Marciano Capela,
véase Leonardi, «I codici di Marziano Capella», art. cit., pp. 446 s. Fundamentales
para todo este periodo son además los trabajos de Momigliano, «Gli Anicií», art. cit.,
pp. 231-53, y «Cassiodorus», art. cit., pp. 191-218.
65 Marrou, «Autour de la bibliothéque du pape Agapit», art. cü., pp. 124-69.
66 Sobre el valor de las revisiones tardoantiguas, véanse al menos G. Jachmann,
Die Geschichte des Terenztextes im Altertum, Basilea, 1924, p. 125; Pasquali, Storia della
tradizione, op. cit., pp. 366 y 478.
67 Epigrammata Bobiensia, detexit A, Campagna, edidit F. Munari, II, Roma, 1955,
núm. 57. Léase el comentario de W. Speyer Naucellius und sein Kreis. Studien zu Epi­
grammata Bobiensia, Munich, 1959, pp. 77-9.
68 Ambros. G. 82 sup.
69 Vat. lat. 3226.
70 Esta parte relativa a la bipartición de los versos “largos” está basada íntegra­
mente en el excelente trabajo de C. Questa Numeri innumeri: Ricercbe sui cantica e la
tradizione manoscrita diPlauto, Roma, 1984, pp. 23-159.
71 R. Manchal, «De la capitale romaine á la minuscule», en M. Audin, Somme
typographique, I, París, 1948, pp. 90 y 109 n. 46; J. Mallon, Paléographie romaine, Ma­
drid, 1952, pp. 152-7.
72 A. Pratesi, «Considerazioní su alcuni codici in capitale della Biblioteca Apostó­
lica Vaticana», en Mélanges Eugéne Tisserant, VII, Biblioteca Vaticana, 1964, p. 252. So­
bre la producción libraría entre los siglos iv-vi, consúltese siempre A. Petrucci, «Scrit-
tura e libro neiritalia altomedíevale», Studi medievali ser. III, X (1969), pp. 157-207.
En particular sobre los manuscritos virgílianos: A. Petrucci, «Virgilio nella cultura
scritta romana», en Virgilio e noi, Genova, 1982, pp. 51-72, y A. Pratesi, «Nuove diva-
gazíoni per uno studio della scrittura capitale. I ‘códices Vergiliani antiquiores’»,
Scrittura e civiltá, IX (198 5), pp. 5-33.
73 Vat. lat. 3225.
74 Vat. Palat. lat. 1631.
75 Vat. lat. 3867.
76 Vat. lat. 3256 + Berol. lat. F. 416.
'7 S. Gallo, Stiftsbíbliothek, cod. 1394 (pp. 7-49).
78 Vat. Palat. lat. 24 (códice palimpsesto compuesto de folios procedentes de tex­
tos diversos).
La bibliografía sobre el Calendario de Fílocalo es riquísima. Me limitaré a en­
viar a H. Stern, Le calendrier de 354. Étude de son texte et ses illustrations, París, 1953, y al
volumen más reciente de M. R. Salzman, On Román Lime. The Codex-Calendar o f 354
and the Rhythms ofXlrban Life in Late Antiquity, Berckeley-Los Angeles-Oxford, 1990.
80 Véase Courcelle, Les lettres grecques, op. cit., pp. 257-341; J. Irigoin, «LTtaiie mé-
ridionale et la tradition des textes antíques», Jahrbuch der ósterreiehischen Byzantinistik,
XVIII (1969), pp. 40 s.
81 Th. Mommsen, Intr. a la ed. de Jordanes, en Monumenta Germaniae Histórica,
Auctores antiquissimi, V, pp. xxx s.
82 Por lo que han demostrado G. Mercati, Prolegomena al facsímile del De re publi­
ca’ di Cicerone, Ciudad del Vaticano, 1934, pp. 15-9, y sobre todo Courcelle, Les let-
tres grecques, op. cit., pp. 344-88, hay que considerar desprovista de fundamento la atri­
bución a Vivarium de los palimpsestos griegos y latinos de Bobbio, defendida a
principios de este siglo por R. Beer, «Bemerkungen über den áltesten Handschriften-
bestand des Klosters Bobbio», Anzeiger der kaiserlichen Akademie der Wissenschaften
Wien, LJhil.-hist. Klasse, XLVIII (1911), pp. 78-104, y Monumenta Palaeograpbica Vindo-
bonenesia, II, Leipzig, 1913, pp. 1-54, sobre todo 15-28.
83 Monumenta Germaniae Histórica, Epist, III, p. 529.
84 P. Lamma, «Ricerche sulla storia e la cultura del VI secolo», en P. Lamma,
Oriente e occidente nelValto medioevo. Studi storici sulle due civiltá, Padua, 1968, p. 117.
85 Irjgoin, «L’Italie meridionales, art. cit., pp. 45-51.
86 Cf. suprap. 121 s. (92).
87 B. Hemmerdinger, «Les lettres latines á Constantinople jusqu’a Justinien»,
Byzantiniscbe Forschungen, I (1966), p. 175.
88 Miguel Glicas, Annal, IV, 262 (Patrología Graeca, 158, 489 C-D).
89 Nicéforo Calisto, Eccl. Hist., XIV, 441 (Patrología Graeca, 146, 1064 A-B).
90 Hemmerdinger, «Les lettres latines», art. cit., p. 175 (pero véase también la edi­
ción del Epitome de Vegecio realizada por C. Lang, Leipzig, 18852, pp. xxíii-xxix).
91 Cf. supra p. 124 (95).
92 Momigliano, «Gli Anicii», art. cit., pp. 240-2; E. A. Lowe, «Greek Symptoms in
a Sixth-Century Manuscript of St. Augustine and in a Group oí Latín Legal Manus-
cripts», en E. A. Lowe, PalaeographicalPapers, 1907-1965, II, Oxford, 1972, pp. 466-79.
93 «The Antinoé Fragment of Juvenal», ed. C. H. Roberts, The Journal of Egyptian
Archaeology, XXI (1935), pp. 199-207.
94 E. A. Lowe, Códices Latini Antiquiores, Supl., Oxford, 1971, núm. 1710.
95 Momigliano, «Gli Anicii», art. cit., p. 240.
96 Las suscripciones conservadas en copias medievales demuestran todo esto:
véase Hemmerdinger, «Les lettres latines», art. cit, p. 176 (pero léase también M.
Hertz en H. Keil, Grammatici Latini, II, Leipzig, 1855, pp. viii s.).
97 Incluso esto se conoce por notas y suscripciones conservadas en manuscritos
medievales. Estas han sido estudiadas de manera exhaustiva por G. Schepps, «Subs-
criptionen in Boethius-handschriften», Bldtter für das Bayer, Gymnasialschulwesen,
X X IV (1888), pp. 19-29; pero véase también Hemmerdinger, «Les lettres latines», art.
cit., p. 176; y sobre la edición de los tratados de Boecio en general me limito a citar
A. van de Vyver, «Les étapes du développement philosophique du Haut Moyen Age,
Revue belge dephilologie et d ’histoire, VIH (1929), pp. 443 s.
98 Momigliano, «Gli Anicii», art. cit, p. 240.
w L. Minio Paluello, «Nuovi impulsi alio studio della lógica: la seconda fase della
riscoperta di Aristotele e di Boezio», en Settimane di studio del Centro italiano di studi
sullalto medioevo, XIX, La scuola nelVOccidente latino dell'alto medioevo, Espoleto, 1972,
p. 758. '. .
10(> J. D. Mansi, Sacrorum Conciliorum nova et amplissima Collectio, XI, Florencia
1765, col. 596 B. Sobre una iglesia de San Juan en cuyo interior había una capilla de­
dicada a San Focas, véase R. Janin, La géographie ecclésiastique de l ’empire byzantin, I, Le
siége de Constantinople et le patriarchat oecuménique, III: «Les églises et les monastéres»,
París. 19692, p. 497.
101 París, lat. 8051.
102 Pasquali, «Storia della tradizione», art. cit, p. 175.
lo? p Vollmer, «Textkritisclies zu Statíus», Rheinisches Museum, ni., LI (1896), p.
27, nota 1.
104 Prisc., Gramm., II, 2.
105 Se obtiene como siempre por una suscripción conservada en copias medieva­
les: ver sobre todo P. Lejay, «Notes latines», Revue de philologie, n.s. XVIII (1894), pp.
56-9; pero también Hemmerdinger, «Les lettres latines», art. cit, p. 177. No se puede
aceptar, como ha demostrado Lejay, la datación de Paulus Comlantinopohtanm en el
siglo vil adelantada —basándose en una suscripción de interpretación dudosa conser­
vada en el París, lat. 7530 que contiene textos gramaticales— por H. Usener, «Vier la-
teinische Grammatiker», Rheinisches Museum, n.£, XXIII (1868), pp. 497-503.
106 Hemmerdinger, «Les lettres latines», art. cit., p. 177.
107 Berna, Burgerbibliothek, cod. 380.
108 Sobre el arquetipo iluminado de las Comedias de Terencio, véase sobre todo
la obra monumental de L, W. Jones-C. R. Morey, The Miniatures of the Mss. o/Terence
prior to the Thirteenth Century, Princeton s.d. (pero 1930-1); pero también Jachmann,
Die Geschichte des Terenztextes, op. c it.pp, 118 s.; Pasquali, Storia della tradizione, op. cit.,
pp. 362-4; y por último, J, N. Grant, « r and the Miniatures of Terence», Classical
Quarterly', n.s. XXIII (1973), pp. 88-103.
10S Cf. supra p. 117.
110 F. Paschoud, «Réfiexions sur Pideal relígieux de Symmaque», Historia; XIV
(1965), p. 235.
m Jerónimo, Epist., XXII, 30.
132 Sobre toda esta parte, léase A. H. M. Jones, «The Social Background of the
Struggle between Paganísm and Christianity», en The Conflict between Faganism and
Christianity, op. cit., pp. 29-37.
113 Libanio, Oratio, XLII, 22.
Libanio, Orat., LXII, 8.
115 A. J. Festugiére, Antioche paíenne et chrétienne. Libanius, Chrysostome et les moines
deSyrie, París, 1959, pp. 229-40.
116 Libanio, Orat., XVI, 47.
117 La observación es de A. Tuílier, Recherches critiques sur la tradition du texte
d'Euripule, París, 1968, p. 95.
1IS Símaco, Epist., III, XI, 2-4. Cf. también supra p. 124.
119 Símaco, Epist., II, VIII, 2.
120 Se deduce del poema de NauceHo a Nonio Ático (cf. supra p. 124).
121 Ausonio, Epist, IV, 67 s.; VIII, 2, 47 s.; X, 39 s.
122 Casi o doro, Inst. div., VIII, 1.
123 Cf. infra p. 143 s.
124 E. A. Lowe, Códices LatiniAntiquiores, XI, Oxford, 1966, núm. 1650.
125 Ibid., III, Oxford, 1938, núm. 304.
126 Además de Lowe, «Greek Symptons», art. cit., pp. 466-74, véase O. Pecere, «I
meccanismi della tradizione testuale», en Lo spazio letterario di Roma antica, ed. G. Ca-
vallo-P. Fedeií-A. Giardina, III, La ricezione del testo, Roma, 1990, sobre todo pp. 366-86.
127 R. Roca-Puig, Cicero. Catilinaries (I et II in Cat.). Papyri Barcinonenses, Barcelona,
1977.
128 Ver. G. Cencetti, «Postilla nuova a un problema paleografico vecchio: I’origine
della minuscola ‘carolina’», Nova Historia, VIII (1955), p. 17.
129 Mucho más tarde, en la época humanística, esa función la desempeñará el pa­
pel (y siempre respecto al pergamino): véase S. Rizzo, 11 lessico filologico degli umamsli,
Roma, 1973, p. 17.
130 Marcial, I, 2; XIV, 184, 186, 188, 190 y 192.
131 Sobre la estructura de los primeros códices cristianos envío al trabajo de C.
H. Roberts, «Books in the Graeco-Roman W orld and in the New Testament», en The
Cambridge History of the Bible, I, From Beginnings to ] eróme, ed. P. R. Ackroyd-C. F.
Evans, Cambridge, 1970, pp. 62-64, y Turner, The l'ypology, op. cit., sobre todo pp.
43-88.
132 Ed. A. Carlini, «II papiro di Tucidide della Bibliotheca Bodmeríana», Museum
Helveticum, XXXII (1975), pp. 33-40.
133 C. Bertelli, «Stato degli studi sulla miniatura fra il VII e íl IX secolo ín Italia»,
Studi medievali, III ser., IX (1968), p. 410.
134 Todavía en la época de la persecución diocleciana parece que los agentes en­
cargados de consignar libros cristianos requisaron códices: por San Agustín, Contra
Cresc., III, 27, 30, nos enteramos de que un tal Donato responde a la acusación dicitur
te tradidisse con un dedi códices medicinales (los agentes de policía, probablemente igno­
rantes, consideraban por lo tanto cristiano cualquier tipo de códice).
135 Eusebío, Vita Const., IV, 36. Sobre este pasaje, véase al menos C. Wendel,
«Der Bibel-Auftrag Kaiser Konstantins», Zentralblatt fü r Bibliothekswesen, LVI (1939),
pp. 165-75.
136 Jerónimo, Vir. il, 113. El otro testimonio al respecto que se encuentra en San
Jerónimo {Epist. XXXIV, 1) quizá no es genuino (véase E. Klostermann, «Díe Schrif-
ten des Orígenes in Hieronymus Brief an Paula», Sitzungsber. d. kónigl. preuss. Akad. d.
Wissenshaften zu Berlin 1897, pp. 856 s.). Sobre la biblioteca de Cesarea, léanse al me­
nos R. Cadiou, «La Bibliothéque de Césarée et la formation des chames», Revue des
sciences religieuses, XVI (1936), pp. 474-83; J. de Ghellínck, Patrislique et Mayen Age.
Eludes d ’bistoire liltéraire et doctrinal, II, Bruselas-París, 1947, pp. 259-68; Cavallo,
«Scuola», art. cit., pp. 67-78.
13' Jerónimo, Comment. in Ep. ad Galat., I, 3, 8 s. (Patrología Latina, 26, 353 A). Véa­
se E. Arns, La tecbniquedu livre daprés saint Jéróme, París, 1953, p. 25.
138 G. Bardy, La question des langues dans lÉglise ancienne, I, París, 1948, pp. 81-
121 .
139 T. Klauser, «Der Ubergang der rómischen Kirche von der griechischen zur la-
teinischen Líturgiesprache», en Miscellanea Giovanni Mercati, I, Ciudad del Vaticano,
1946, pp. 467-82.
140 C. Mohrmann, «Les origines de la latinité chrétienne á Rome», Vigiliae Chris-
tianae, III (1949), p. 70.
141 Cf. supra p. 133.
142 2 Tim., 4, 13.
143 Arns, La technique, op. cit., p. 24.
144 Jones, «Lo sfondo sociale», art. cit., p. 27. ■
145 L. Amundsen, «Christian Papyri from the Oslo Collection», Symbolae Osloen-
s e s XXIV (1945), pp. 126-9, concretamente p, 127. Además de Amudsen, véase para
el códice en miniatura al menos A. Henrichs-L. Koeneh, «Ein griechischer Mani-Co-
dex»,Zeitschr¿ftfürPapyrologieundEp¿graphik,V (1970), pp. 100-103.
146 Jerónimo, Comment. in Evang. Matt., IV, 23, 6 (Patrogia Latina, 26, 174 C-D -
175 A).
14' A. Momigliano, «Christianity and the Decline of the Román Empire», en The
Conflict between Paganism and Christianity, op. cit., pp. 9 s.
148 Ghelinck, Patristique, op. cit., p. 188.
149 Eusebio, Hist. Eccl, VI, 23, 2.
150 Londres, I3rit. Mus., Add. MS. 43725.
151 H. J. M. Milne-T. C. Skeat, Scribes and Correctors o f the Codex Sinaiticus, Lon­
dres, 1938, pp. 66-9.
152 Roberts, «Books», art. cit, p, 65,
153 Atanasio, Apol ad. Const. imp. 4 (Patrología Graeca, 25, 600 C).
154 Londres, Brit. Mus, Royal MS. 1 D V-VIII.
1J5 T. Scherman, «Griechische Handschriftenbestande in den Bibliotheken der
chritlichen Kulturzentren des 5-7 Jahrhunderts», Oriens Christianus, IV (1904),
p. 154.
156 Jerónimo, Epist. CXII, 19.
157 Cf. supra p. 119.
158 Y. Eche, Les bibliothéques arabes publiques et semipubliques en Mésopotamie, en
Syrie et en Egypte au Moyen Age, Damasco, 1927, pp. 20-7.
155 Laur. 65.1.
160 París, la t 2235,
16) p etruccí, «Scrittura e libro», art. cit., p. 176, y «Un altro códice della bottega di
Viliaric», en Studi offerti a Roberto Ridolfi, Florencia, 1973, pp. 399-406. Sobre la locali­
zación del taller de Viliaric en Rávena ver A. Campana, «II códice ravennate di s. Arn-
brogio», Italia medioevale e umanistica, I (1958), p. 36, nota 1 (con análisis de la biblio­
grafía anterior).
lfl- D. de Bruyne, «Gaudiosus un vieux libraire romain», Revue Bénédictine, XXX
(1913), pp. 343-5.
161 Marrou, «La víe intellectuelle», art. cit., p. 94. Cf. también supra p. 122.
,í’4 Ver sobre todo P. Brown, «Aspects of the Christíanization of the Román Aris-
tocracy», en P. Brown, Religión and Sociely in the Age of Saint Augustine, Londres, 1972,
pp. 161-82; pero también S. Mazzarino, Aspetti sociali del quarto secolo. Ricerche di storia
tardo-romana, Roma, 19.51, p. 367, y M. T. W. Arnheim, The Senatorial Aristoeracy in the
Later Román Empire, Oxford, 1972, pp. 89 s., 97, 100.
165 Sidonio Apolinar, Epist. II, IX, 4.
166 Cf. supra p. 123.
16' Lo demuestran las suscripciones conservadas en copias medievales: J. Hue-
mer, De Seduliipoetae vita etscriptis commentatio, Viena, 1878, pp. 31-7.
163 Se conserva la suscripción original: ver U. Robert, «Notice paléographique sur
le manLiscrit de Prudence n. 8084 du fonds latín de la Bibliothéque Nationale», en
Mélanges Graux, París, 1884, pp. 405-35; M. P. Cunnigham, Prudentii Aurelii Clementis
Carmina (Corpus Christianorum 126), Turnholti, 1966, p. xi.
169 Vat. gr. 1288. Cf. también supra p. 126.
171> Vat. lat. 5757.
171 Weitzmann, Book Illumination, op. cit., pp. 116 s.
1/2 Véase H. Hunger, Reich der Neuen Mitte. Der christliche Geist der byzantinischen
Kultur, Graz-Viena-Colonia, 1965, pp. 299-369, sobre todo pp. 300-17 y 355-69.
1/3 Véase K. Treu, «Antike Literatur im byzantinischen Aegypten im Lichte der
Payri», Byzantinoslavica, XLVII (1986), pp. 1-7.
1,4 Cf. supra p. 118.
1,3 P. Cair. 88745. J. Scherer, Entretien d ’Ongene avec Héraclide et les évéques ses co-
llégues sur le pére, le fils, et lame, El Cairo, 1949.
176 Víena, Austria, Nationalbibliothek lat. 2160 (se conservan fragmentos también
en S. Florián, Stiftsbibliothek III.15.B y en la Bibl. Vaticana, Barb. lat. s.n.).
17' Basilio, Epist. 231 (Patrología Graeca, 32, 861 C).
178 Jerónimo, Epist. LXXXIV, 3.
179 Jerónimo, Epist. LXXI, 5.
180 Los testimonios son reunidos y discutidos por M. Kraemer, Res libraría caden-
tis antiquitatis Ausonii et Apolinaris Sidonii exemplis illustratur, Marpurgi Cattorum,
1909, pp. 27-40.
181 De Ghellink, Patristique, op. cit., pp. 184-200; G. Bardy, «Copies et éditions au
V e siecle», Revue des Sciences religieuses, XXIII (1949), pp. 38-52; H.-I. Marrou, «La
technique de l’édition a l’époque patristique», Vigiliae Christianae, III (1949), pp.
208-224.
182 Basilio, 2Epist. 135 (Patrología Graeca 32, 572 s.).
183 Un testimonio significativo al respecto lo constituye una carta de San Agustín
editada por C. Lambot, «Lettre inédite de S. Augusdn relative au ‘De civítate Dei’»,
Revue Bénédictine, LI (1939), pp. 109-21, concretamente p. 113, líneas 25-31. Para San
Jerónimo los testimonios están recogidos por Arns, ha technique\ op. cit., pp. 137-49.
184 Sulpicio Severo, Epist. Il’I, 1-3.
185 Sidonio Apolinar, Epist. IX, vii, 1 y IX, ix, 6-8.
186 Ruricio, Epist. I, 6 y I, 8.
187 Cesario de Arles, Serm. II.
188 Cf. supra p. 142.
189 H. L. M. van der Valk, «On the Edition of Books in Antiquíty», Vigiliae Chris-
tinae, XI (1957), p. 8.
190 P. Fedeli, «I sistemi di produzione e diffusione», en Lo spazio letterario di Ro­
ma antica, ed. G. Cavallo-P. Fedeli-A. Giardina, II, La circolazione del testo, Roma, 1989,
pp. 343-78.
191 Cf. supra p. 144.
192 Rufino, De adulter. libr. Origenis 12.
193 Sulpicio Severo, Dial I, 23.
194 Bardy, «Copies», art. cit., p. 52.
195 Van der Valk, «On the Edition», art. cit., p. 8.
196 De Ghellink, Patristique, op. cit., pp. 222-6; Arns, La technique, op. cit., pp. 154-9.
197 R. J. Starr, «The Circulation of Literary Texts in the Román World», The Clas-
sical Quarterly n.s. XXXVII (1987), pp. 213-23.
198 Petrucci, «Scrittura e libro», art cit., p. 182,
199 Juan Crisostomo, loann. homil. 32, 3 (Patrología Graeca 59, 186 s.).
200 Jerónimo, Epist. XXII, 32. Hay otro pasaje de San Jerónimo, Praef. in Job
(Patrología Latina 28, 1142 A), relativo a los códices purpúreos, en el cual sin embargo
la polémica se dirige no tanto contra los libros de lujo en sí, sino más bien contra la
incorrección que debía caracterizar su texto (signo, en cualquier caso, de la indiferen­
cia hacia el contenido de quien se inclinaba por tal tipo de libros).
201 Th. Birt, Das antike Buchwesen in seinem Verhaltnis zur Literatur, Berlín, 1882,
pp. 113 s. y 504; W. Wattenbach, Das Scbriftwesen im Mittelalter, Leipzig, 18963, pp.
132 s.; E. M. Thompson, An Introduction to Greek and Latin Paleography, Oxford, 1912,
P- 32.
202 Julio Capítolino, Maxim. 30 (4), 4.
203 E. Kluge, P. OptatianiPorphyrii Carmina, Leipzig, 1926, p. xxviii.
204 Zonaras, Epit. XIV, 2, 22-24; Cedr., Hist. comp. 351 C.
205 Londres, Brít. Mus. Cotton Otho B. VI.
206 K. Weitzmann, «Observations on the Cotton Genesis Fragments», en Late
Classical and Medieval Studies in Honor o f Albert Mathias Friend Jr., Princeton, 1955, pp.
112-31.
207 Vindob. Theol. gr. 31.
205 Rossano, Bibl. Arcivescovile, s.n.
2,w París, supl. gr. 1286.
210 La atribución a Antioquía de los códices citados aquí es la más probable,
pero no faltan opiniones contrarias (para un resumen de la cuestión, véase la breve
exposición hecha por E, Kitzinger, «Byzantine Art in the Period between Justinian
and Iconoclasm», en Berichte zum XI. Inlernationalen Byzantinisten-Kongress, Munich,
1958, IV, 1, p. 36, nota 137).
21! C. Nordenfalk, Die spátantiken Kanontafeln. Kumtgeschichtliche Studien über die
eusebianische Evangelien-Konkordanz in den vier ersten Jahrbunderten ihrer Geschibte,
Góteborg, 1938, pp. 127-46 (Nordenfalk atribuye, sin embargo, según pienso equivo­
cadamente, el Add. Ms 5 1 11 del Brit. Mus. al siglo vil).
212 H. Butzmann, Introducción al Corpus Agrimensorum Romanorum. Codex Arce-
rianus A der Herzog-August-Bibliothek zu Wolfenbüttel (cod. Guelf 36. 23 A), Leiden,
1970, pp. 20 s.
213 Vindob. lat. 847.
214 Sarezzano, Bibl. Parrochiale, s. n.
215 Verona, Bibl. Capitolare, cod. VI (6).
216 Brescia, Bibl. Queriniana, s. n. (llamado codex Brixianus).
21' Nordenfalk, Die spátantiken Kanontafeln, op. cit., p. 283; P. Scardigli, Die Goten.
Sprache und Kultur, Munich, 1973, p. 141; Cavallo, «La cultura scritta», art. cit., pp.
84-90.
218 A. Petrucci, «L’onciale romana. Origini, sviluppo e diffusione di una stilizzazio-
ne grafica altomedievale (sec. VI-IX)», Studi medievali, III ser, XII (1971), pp. 101-14.
213 Paris. lat. 11947.
220 Cambridge, Corpus Christi College, 286.
221 Würzburg, Universítátsbíbl. M. P. Th. F. 68.
222 Scardigli, Die Goten, op. cit., pp. 180-2.
223 Petrucci, «Scrittura e libro», art. cit, p. 191.
22‘í Zonaras, Epit. XIV, 7, 44; Greg. de Tours, Hist. Franc. 3, 10,
225 A. J. Toynbee, A Study ofHistory, V, Oxford, 1951, pp. 467-77.
226 Nicéforo Calisto, Eccl. hist. XIV, 441 (Patrología Graeca 146, 1064 B).
22' B. Bischoff, «Scriptoria e manoscrittí mediatorí di civíltá dal VI secolo alia ri-
forma di Cario Magno», en B. Bischoff, Mittelalterliche Studien, II, Stuttgart, 1967, pp.
316 s.; Petrucci, «Scrittura e libro», art. cit, pp. 182 s.
228 Roberts-Skeat, TheBirth, op. cit., pp. 30-4.
229 Digest. 32, 52.
230 No me parece que se pueda defender la tesis de F. Wíeacker, Textstufen klas-
sischer Juristen, Gotinga, 1960, pp. 93-119, según la cual la literatura jurídica habría
sido sistemáticamente transferida del rollo al códice en los siglos iii-iv. El trabajo de
Wieacker no deja sin embargo de ser fundamental en el estudio del problema.
2,1 Una buena síntesis de todos estos problemas ha sido esbozada por F. de Ma-
rini Avonzo, Critica testuale e studio storico deldiritto, Turin, 19732, pp. 65-99.
232 Wieacker, Textstufen, op. cit., p. 94.
233 Temistio, Oral. VI, 71 c.
234 Líbanio, Ep. 668.
235 G. Dagron, «Aux origines de la cívílísatíon byzantine: langue de culture et lan-
guc d’État», Revue historique, CCXLI (1969), pp. 36-46.
236 Los testimonios son recogidos y discutidos por Festugíére, Antioche patenne et
chrétienne, op. cit., p. 92.
237 Gregorio de Nisa, Ep. XIV, 6 y 9.
238 Dagron, «Aux origines», art. cit., p. 43.
239 Lowe, «Greek Symptons», art. cit., pp. 472 s.
240 Líbanio, Orat. IV, 18; LVIÍI, 5.
241 Sobre estas transformaciones en los sistemas de producción libraría, véase Pe-
trucci, «Scrittura e libro», art. cit., 157-207.
242 Sobre la dicotomía entre escrituras librarías y escrituras corrientes a partir del
siglo Vi, véanse: para el mundo greco-oriental, G. Cavallo, «Papíri grecí letterari della
tarda antichitá. Note grafico-culturali», Akten des XIII. Intemationalen Papyrologenkon-
gresses, Marburg, August, 1971, pp. 70-3; para el mundo latino-occídental, Petrucci,
«Scrittura e libro», art. cit., p. 168.
243 Brown, 11 mondo tardo antico, op. cit., pp. 147 s.
244 Sobre la supervivencia final de la cultura clásica en Occidente, léanse las pági­
nas de P. Riché Éducation et culture dans lOccident barbare. Vle-VIIIe siécles■, París,
19622, pp. 78-90.
245 O. Pecere, «La cultura greco-romana in etá gota tra adattamento e trasfcrma-
zione», en Teoderico il Grande e i Goti di taita. Atti del XIII Congresso iniemazionale di
studisullalto medioevo, Espoleto, 1993, pp. 35.5-94.
246 Petrucci, «Scrittura e libro», art. cit., pp. 181-8, concretamente p. 185,
-24' Agatías, Hist. II, 29, 2.
248 Sidonio Apolinar, Epist., II, ix, 4.
249 Cesario de Arles, Serm. VI, 2.
230 Gregorio Magno, Registrum epistolarum I, 41 (.Monumento. Germaniae Histórica,
Epist. I, p. 58).
251 Petrucci, «L’onciale romana», art. cit., p. 88.
BIBLIOGRAFÍA

La presente bibliografía no pretende en absoluto ser exhaustiva, sino te­


ner un valor orientativo. Junto a las obras acerca del libro antiguo considera­
das ya “clásicas” y, en consecuencia, de consulta obligada, se ofrece una se­
lección de estudios recientes sobre el tema en sus distintos aspectos, como
estructura material, producción, lectura o conservación del libro en el mun­
do griego y romano.

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ILUSTRACIONES
F ig u r a 1. Safo leyendo su libro. De un vaso ateniense del 440-430 a.C. (Aleñas; Museo Na
cional núm. 1260).
Joven leyendo un rollo. De un relieve sepulcral ático del siglo v a. C. (Abadía de
F ig u ra 2.
Groltafenata).
{f.A\ fo-f ?>**>r>?!j?AK-'-f**TAfA
¿L V .' M « H A T r i ^ e l t A H t- ‘H i - X M t A F ^ % M t A A M ? » r T A A A ^ | r ^ N < V
,w-." rtATTM#xFziA'<4!rtK’ í W A p f N ^ r A ^ r f s * ? t n »y<r*.
V" • K CI <• r A <KÁM £• í A * t A T r * -
••'••r-IXH«*rHA<t n o HCC^HÁ^NA^K CK-4FíKTaNCf*(Hm fa? r /]JA
isAl M*T« H^-iTtXA^ 0 H C T A J Í fí * A A CM ,Kf T«ff< I^Af-N K KATÍA
i:' i r íf i af Aft HfHAt/í+* « p*f AYf AiN7KTíf*AT £i?.4? E APA¿ <«H
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M í í ^ mt€ &"KCr« £FTAMáí¿*Tt o A ? At rf^A^PATANA ríAj«-vn'
.. • .'; \
JWCn £fWA^í M ^Mir Cl^fajsATTi KArtí. m
i/ rrí-^ iírp fríK 'H -
eTAr»^i-^fT«K a í ...

F ig u ra 3. Parte de una columna de escritura del papiro de los P ersas de Timoteo\ siglo
va. C. (Berlín, StaatlicheMuseen, P. Berol. Inv. 9875).

F ig u r a 4. Materiales escriptorios de una pintura mural de Herculano, anteriores al 79 d.C.


De izquierda a derecha: raspador, tablillas; tintero doble\ abierto a la izquierda y cerrado a la
derecha, sobre el que se apoya una pluma; finalmente, un rollo desplegado en el centro y enro­
llado en los bordes (Ñapóles, Museo Nacional).
F ig u r a ó . Retrato pompeyano, anterior al 79 d. C. El hombre posa su barbilla sobre un rollo;
la mujer tiene en la mano derecha un estilo, apoyado en los labios•, y en la izquierda las tabli­
llas para escribir. Las tablillas y el estilo se usaron en el mundo romano todavía más que en
el mundo griego (Ñapóles, Museo Nacional).

F ig u r a 5. Columnas de escritura de un rollo griego de papiro de Herculano, anterior al /9 d. C.


(Ñapóles, Biblioteca Nacional, P. Herc. 1050: Filodemo, Sobre la muerte).
F ig u ra7. Columnas, de escritura de un rollo griego de papiro, del siglo ü d.C. (Londres,
British Museum, P. inv. 108+ 115: Hipérides, Discursos).
F ig u r a 8. Escribas trabajando. Parecen escribir sobre tablillas al dictado del personaje del
centro, quizá un orador. De un relieve de Ostia del siglo IVÁ C. (Museo de Ostia).
Figuka 9. Hoja de un códice griego cristiano de papiro de los siglos u-m (Dublw, Chester
Beatty Library, Pap. VI: Números).
« ® ía S E S w K

§¡£V g^áJ %)&frr*>.?¿4fír

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F ig u k a 11. Hoja de un códice griego cristiano de pergamino. Escritura mayúscula bíblica.


Códice llamado «Sinaütco» del siglo ¡v (Londres, Brítisb Museum, Add. Afr. 43725: pasaje
í/e/Evangelio según San.] uan).
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15. Hoja del Codex Argenteus godo, purpúreo y escrito con tinta de plata.
F ig u ra
Época de Teodorico (Uppsala, Biblioteca Universitaria: pasaje del Evangelio según san
Lucas).
F ig u ra 16. Parte de una hoja de „n códice jurídico, posterior al 533 (Florencia, Biblioteca Laurcnckna, S.n, Pandectas

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