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Contenido
1. Éticas materiales ................................................................................................................. 5
1.1 Aristóteles ..................................................................................................................... 5
1.2 Epicureísmo .................................................................................................................. 6
1.3 Estoicismo .................................................................................................................... 7
1.4 Hume y el emotivismo moral ....................................................................................... 7
1.5 Ética de los valores (axiología) .................................................................................... 8
1.5.1 Scheler ................................................................................................................... 8
1.5.2 El utilitarismo .......................................................... Error! Bookmark not defined.
2. Éticas formales ................................................................................................................. 10
2.1 La ética kantiana ......................................................................................................... 10
2.1.1 El formalismo de Kant......................................................................................... 11
2.2 Las cuatro formulaciones del imperativo categórico .................................................. 14
2.3 Las éticas procedimentales ......................................................................................... 15
2.3.1 La ética del discurso: Apel y Habermas .............................................................. 16
2.3.2 J. Rawls................................................................................................................ 19
2.4 El prescriptivismo de Hare ......................................................................................... 19
2.5 Sartre........................................................................................................................... 20
3. Bibliografía ....................................................................................................................... 21
Fue Kant quien introdujo por vez primera la distinción entre éticas materiales y éticas
formales. A su vez Kant señala que las éticas precedentes eran materiales, que la suya es
formal. Las éticas materiales consideran que es tarea de la ética dar contenidos morales, dar
“materia” moral, mientras que las éticas formales atribuyen a la ética únicamente la tarea de
mostrar qué forma ha de tener una norma para que la reconozcamos. Por lo que respecta a
las éticas materiales se escinden tradicionalmente en éticas de bienes y de valores. Y las
primeras –las éticas de bienes– se han venido escindiendo también en éticas de móviles y
de fines.
Según las éticas de bienes, para entender qué es la moral conviene descubrir ante todo el
bien o fin que los seres humanos persiguen, es decir, el objeto de la voluntad humana, y
después esforzarse en describir su contenido y en mostrar cómo alcanzarlo.
Una ética de bienes sería aquella que se rige por los siguientes principios: 1) Esto debe
quererse como fin último porque es lo más bueno en el orden práctico; 2)Esto debe
quererse como medio porque es condición necesaria de lo más humano en el orden
práctico. Naturalmente, toda ética de bienes propone fines, pero los propone precisamente
por ser buenos. La ética de fines aceptaría los dos principios anteriores, pero añadiría un
tercero: 3) Y esto es lo más bueno en el orden práctico porque es el fin último querido por
Dios, la naturaleza, la naturaleza humana, el Estado, etc. Naturalmente, toda ética de fines
apela a la bondad de éstos; pero la justifica por ser queridos.
En el seno de las éticas de bienes se produce una escisión entre las éticas de fines y las de
móviles. Según los defensores de las éticas de fines, la ética de bienes se caracteriza porque
la bondad o maldad de los actos humanos dependen de la adecuación o inadecuación al fin
que se proponen. Estos fines pueden clasificarse en dos grandes bloques: fines egoístas
(donde todos los valores son auto-relativos) y fines altruistas (donde todos los bienes son
hetero-relativos). En ambos casos, sin embargo, ya se dé más importancia al propio yo o al
tú, hay algo común, a saber, que su objeto es algo concreto, dado en la naturaleza misma,
en la vida, o no separable totalmente de ella.
Por su parte las éticas de móviles juzgan necesario para determinar el bien de los seres
humanos indagar empíricamente cuáles son los móviles de la conducta humana: qué bienes
mueven a los hombres a obrar. Para descubrir tales móviles recurren a la psicología y a un
método empirista, capaz de detectar los móviles empíricos de la conducta.
La distinción entre éticas materiales y éticas formales –distinción propuesta por Max
Scheler– es una distinción de los tipos extremos de fundamentos que cabe atribuir a la
moral o la ética. La distinción propuesta por Scheler era, por lo demás, una generalización
de la distinción de Kant entre la materia y la formade la “facultad de desear”. Pero Kant
entendía la materia en el sentido subjetivo (inmanente al sujeto deseante) que afecta a
cualquier objeto empírico que pueda ser apetecido por la facultad de desear regulada por el
principio del placer, de la felicidad subjetiva ligada a la consecución del acto. Kant llama
imperativos (y no meras máximas o reglas subjetivas que pueden darse arbitrariamente en
la facultad de desear) a las reglas objetivas que obligan a la acción como deberes.
Pero Kant establece que cuando esos imperativos son las reglas que la voluntad debe
reconocer como necesarias para conseguir la materia previamente deseada, serán
imperativos hipotéticos y por tanto carentes de significado moral, pues ellos son un simple
episodio de la concatenación causal material y por tanto, no hay autonomía puesto que
ahora la voluntad se determina por una regla que, en realidad, está impuesta por una
materia empírica. Para que la regla se convierta en ley moral la voluntad habrá de limitarse
a suponerse a sí misma, es decir, habrá de eliminar toda materia y actuar en virtud de su
propia forma, a saber, la universalidad y la necesidad. El imperativo categórico kantiano
elimina, pues, toda materia subjetiva y se presenta, por tanto, como un imperativo formal.
Scheler, que considera correcta la hipótesis formulada por Kant, subraya la presencia
necesaria de una materia en todo acto de desear, pues sin materia alguna el acto de desear
sería vacío, si bien concede a Kant que tal materia no debe ser subjetiva y señala a otras
materias, no subjetivas, sino objetivas, como determinantes adecuados de la acción moral.
Distingue de este modo, en general, las éticas formales de las éticas materiales.
Opuestas al formalismo kantiano hay que distinguir entre la ética de los bienes y la de los
valores. La de los bienes comprende todas las doctrinas que, fundadas en el hedonismo o
consecución de la felicidad, comienzan por plantearse un fin. Según este fin, la moral se
llama utilitaria, perfeccionista, evolucionista, individual, religiosa, etc. Su carácter común
es el hecho de que la bondad o maldad de todo acto dependa de a adecuación o
inadecuación con el fin propuesto, a diferencia del rigorismo kantiano donde las nociones
de deber, intención, buena voluntad y moralidad interna anulan todo posible eudemonismo
en la conducta moral. En una dirección parecida, pero con distintos fundamentos, se halla la
ética de los valores, la cual representa, por un lado, una síntesis del formalismo y del
materialismo, y, por otro, una conciliación entre el empirismo y el apriorismo moral. El
mayor sistematizador de este tipo de ética, Scheler, la ha definido como un apriorismo
moral material, pues en él empieza por excluirse todo relativismo, aunque, al mismo
tiempo, se reconoce la imposibilidad de fundar las normas efectivas de la ética en un
imperativo vacío y abstracto. El hecho de que semejante ética se funde en los valores
demuestra ya el “objetivismo” que la guía, sobre todo si se tiene en cuenta que en la teoría
de Scheler el valor moral se halla ausente de la tabla de valores y, por lo tanto, consiste
justamente en la realización de un valor positivo sin sacrificio de los valores superiores y de
completo acuerdo con el carácter de cada personalidad.
Por “éticas materiales” no hay que entender éticas que propongan fines de tipo material o
“materialistas”. Las éticas materiales dan un contenido a la tarea moral, especificando
cuales deben ser los “fines morales” que debe proponerse el hombre y convirtiendo toda
“norma moral” ennorma para un fin.
Las éticas formales tratan de fundar la moral sin un contenido específico. La moral es una
“forma” cuyo contenido, en lo esencial, es algo circunstancial.
Además de la distinción entre éticas materiales y éticas formales, es usual agrupar las
teorías éticas en dos grandes grupos: deontologistas y teleologistas. Sin embargo, la
terminología varía aquí mucho: por “deontologistas” es frecuente emplear hoy
“contractualistas”, mientras que por “teleologista” se usa hoy generalmente
“consecuencialista”.
Una visión deontologista de la moral está estrechamente ligada con las ideas de derecho y
de democracia: la doctrina popular de los derechos humanos es precisamente el mejor
ejemplo de doctrina deontologista. Por el contrario, el punto de vista teleologista en la
moral guarda gran semejanza (como lo muestra la historia del utilitarismo) con el del
hombre práctico, el que busca “resultados”, el hombre de la actividad económica.
Se consideran éticas deontológicas (del griego deon, deber) aquellas que encuentran en el
deber mismo incondicionado el elemento moral de la acción. Su punto central de interés
está constituido por lo moralmente exigible, que consiste en atender a los intereses
generalizables. Pera las éticas deontológicas contemporáneas (Köhlberg, Rawls, Apel) la
tarea moral consiste en “decir qué reglas mínimas hemos de seguir para que cada uno viva
según sus ideales de felicidad”. Los que se inscriben en esta línea, sitúan la esfera del deber
en los mínimos exigibles universalmente, mientras que los máximos sustanciales de
felicidad no se pueden exigir, sino únicamente invitar a su realización.
Las éticas de fines creen que para determinar en qué consiste el bien humano es preciso
desentrañar cuál es la esencia del hombre, ya que, descubriéndola, podremos afirmar que su
bien y su fin consisten en realizarla en plenitud. Por eso acuden a la metafísica, que es el
saber capaz de desvelar la esencia de los seres, y recurren al método creado por Aristóteles,
el método empírico-racional, que parte de la experiencia y prosigue sus indagaciones a
través de los conceptos.
1. Éticas materiales
1.1 Aristóteles
El fin último natural de las acciones humanas es, pues, la felicidad, porque mientras tiene
sentido preguntar “construir casas, ¿para qué?”, y responder “para ser felices”, carece de
sentido preguntar, “felicidad, ¿para qué?”. Sin embargo, hay discrepancias a la hora de
determinar en qué consiste la felicidad, ya que unos la cifran en el dinero, otros, en recibir
honores. Por eso es preciso trazar los rasgos que ha de tener una actividad para que la
identifiquemos con la felicidad y después buscar cuál de nuestras actividades los posee. La
felicidad será, pues,
un bien perfecto, es decir, que se busca por sí mismo y no por otro superior a él, a
diferencia de los bienes útiles, que se buscan por otra cosa;
un bien suficiente por sí mismo, o sea, que hace deseable la vida por sí mismo, de
manera que quien lo posee ya no desea otra cosa, aunque no es incompatible con
gozar de otros bienes;
el bien que se consigue con el ejercicio de la actividad más propia del ser
humano, según la virtud más excelente;
el bien que se consigue con una actividad continua.
Para aclarar estas dos últimas características intentará Aristóteles dilucidar cuál es la
función más propia del ser humano, y distinguir entre las acciones que tienen un fin en sí
mismas y las que se realizan por un fin externo a ellas.
Con el recurso a la función más propia del hombre enlazamos con la moral del mundo
homérico: cada ser humano tiene una función (ser soldado, gobernante) y sus obligaciones
morales consisten en desempeñarla bien y en intentar adquirir las virtudes adecuadas para
ello.
Pero Aristóteles va más allá del mundo de una comunidad y se pregunta si hay una función
propia, no del soldado, del músico o del deportista, sino una función propia del ser humano
como tal. Si existiera una actividad en la que se expresara esa función, en el desempeño de
esa actividad a lo largo de la vida entera consistiría la felicidad, y la virtud que preparara
para su ejercicio sería la más perfecta.
Por otra parte, las acciones que tienen el fin en sí mismas son más perfectas que aquellas
cuyos fines son distintos de ellas. Por ejemplo, charlar o pasear con los amigos son
acciones que se realizan por el disfrute mismo que proporcionan; mientras que ir a un lugar
determinado no se hace por disfrutar yendo, sino por llegar á él.
Las acciones más perfectas ni necesitan de algo más, ni hace falta que terminen, porque lo
que queremos conseguir con ellas en ellas mismas se contiene; por eso, si existe una
actividad propia del ser humano, que tiene que ser un bien perfecto y autosuficiente, será
del tipo de acciones que tiene el fin en sí misma.
Sin embargo, el ejercicio continuo de la vida contemplativa es imposible para los seres
humanos, por eso se realizará también moralmente quien viva según su intelecto práctico,
es decir, dominando sus pasiones para lograr la felicidad. Y en esta tarea nos ayudarán las
virtudes, que pueden ser dianoéticas, o de la inteligencia, y éticas, o del carácter.
Un hombre que vive según las virtudes es un hombre feliz, pero para serlo necesita vivir en
una ciudad regida por leyes buenas, porque el logosque nos capacita para la vida
contemplativa y para tomar decisiones individuales prudentes también nos habilita para
vivir en sociedad. Por eso la ética exige la política; el bien supremo individual (la felicidad)
requiere una poliscon leyes justas.
1.2 Epicureísmo
Para los epicúreos, el principio supremo moral es la búsqueda del placer (hedonismo). Pero
estos placeres deben procurar tranquilidad de espíritu. De ahí que Epicuro se incline por
placeres de tipo espiritual, que son los que pueden procurar la ataraxia o ánimo sereno.
El primitivo significado de la palabra «bueno» no expresa una consonancia con cierto orden
de carácter ideal o real, sino que traduce en el fondo una relación con nuestras potencias
apetitivas. Por agradarnos una cosa y traernos placer, la llamamos buena; porque otra nos
desagrada y nos acarrea molestias, la llamamos mala.. No es el principio ético un bien
objetivo en sí, sino que el placer subjetivo se convierte en principio del bien. “El placer es
el principio y el fin de la vida feliz». “Una teoría no errónea de los deseos acierta a dirigir
toda elección nuestra y toda aversión hacia la salud del cuerpo y la imperturbabilidad del
alma, pues éste es el fin de una vida feliz; y todo lo que hacemos, lo hacemos para evitar el
dolor del cuerpo y la turbación del alma”.
1.3 Estoicismo
Los estoicos propugnan un hombre virtuoso que actúe de acuerdo con su razón y que
domine sus pasiones. La apatía.
¿En qué consiste el bien moral? Cleantes acuñó el concepto básico de “vivir conforme a la
naturaleza”. Se expresaba comúnmente con esta norma un fin y orientación de la vida. Otra
fórmula rezaba así: bueno es lo conveniente, o lo que es justo y debido. Por ser el hombre
un ser racional, lo debido viene a concretarse en “una conducta a tono con la naturaleza
racional del hombre y fundada en ella”.
Hume sostiene que la moralidad se determina mediante el sentimiento. Esto quiere decir
que en todo hombre hay una misma naturaleza emotiva, igual a la de cualquier otro
hombre, que le permite sentir la moralidad del mismo modo.
Hume plantea el siguiente problema: ¿cuáles son los principios generales de la moral?, ¿en
qué medida la razón o el sentimiento entran en todas las decisiones de alabanza o censura?
Y señala que la razón tiene una aportación notable en la alabanza moral: las cualidades o
las acciones que alabamos son aquellas que guardan relación con la utilidad, con las
consecuencias beneficiosas que traen consigo para la sociedad y para su poseedor. Señala
también que, excepto casos sencillos y claros, es muy difícil dar con las leyes más justas,
leyes que respeten los intereses contrapuestos de las personas y las peculiares
circunstancias de cada acción. La razón puede ayudarnos a decidir cuáles son las
consecuencias de cada acción, útiles o perniciosas, y por tanto, debe tener cierto papel en la
experiencia moral.
Según la ética material de los valores, no toda ética material ha de estar sujeta a lo concreto
y empírico de este mundo; no toda ética material ha de ser de bienes y de fines. Los seres
humanos no sólo poseemos razón y sensibilidad, sino también una intuición emocional por
la que captamos el contenido de los valores –su materia–, sin necesidad de extraerla de la
experiencia: la ética puede ser material sin ser empirista.
1.5.1 Scheler
Scheler expone su teoría como contrapuesta a la “ética formal” de Kant, aunque acepta
diversos supuestos de la misma. Pretende probar que su teoría no incurre en los errores que
la de Kant atribuye a las éticas materiales. Ante todo, viene el reproche de que toda ética
material ha de ser ética de los bienes y de los fines. Scheler establece su ética material de
los valores arrancando de la fenomenología de Husserl, que establece la posibilidad de una
objetividad puramente ideal.
¿Qué son estos valores?. Los valores no son cosas, no son realidades que podamos
encontrar en el mundo: simplemente valen. Los valores son inespaciales e intemporales,
aunque para realizarse necesitan de seres espaciales y temporales. Pero los valores en sí
mismo gozan de una cierta idealidad, que los hace sustraerse a las condiciones del espacio y
del tiempo. De ahí que los valores tampoco sean relativos a las distintas épocas. Los valores
son inalterables. Lo único que puede considerarse relativo es la captación humana de
determinados valores. Ha habido épocas en las que no se han captado valores que ahora se
captan y, posiblemente, en un futuro se captarán otros valores que ahora no vemos.
Los valores son también bipolares: poseen un polo bueno o positivo y uno malo o negativo.
La tarea moral consiste en realizar los valores positivos y en evitar los negativos.
¿Cómo sabemos cuáles son unos y otros? Aquí podríamos interpretar la captación de los
valores desde un ángulo relativista. Para los distintos individuos los valores pueden ser
mejores o peores según el punto de vista que adopten.
Para Kant, toda ética material es empírica y a posteriori. La ética formal es a priori. Pero
Scheler reclama que el conocimiento de los valores no viene de esta experiencia común, ni
es empírico. La decisión no puede ser nunca fruto de una operación intelectual o racional.
Aquí expone Scheler su teoría de la intuición eidética de los valores, del mismo orden de la
intuición de las esencias lógicas que enseño Husserl. Los valores son percibidos por una
intuición emocional del orden del sentimiento y de la preferencia de su distinta jerarquía
axiológica. La intuición de los valores es a priori; pero este apriorismo es distinto del a
priori formal kantiano. El error de Kant está en haber confundido el a priori con lo formal,
y todo lo a posteriori con lo material y empírico.
Los valores son fruto de una intuición emocional porque los valores no se razonan: se
captan. Ahora bien, para que los valores se nos den, a esta captación intuitiva le hace falta
una preparación intelectual. Un hombre inculto tendrá mucho más disminuida su capacidad
para intuir determinados valores, y sólo captará los más brutos y primarios. En este sentido,
la ética de los valores no es una ética popular: a los elementales criterios de “bien” y “mal”
opone una serie de matizaciones o jerarquías. De ahí la necesidad de una preparación
intelectual.
La jerarquía de los valores: de menos valiosos a más valiosos, la establece Scheler así: 1)
valores útiles; 2) valores vitales; 3) valores espirituales; 4) valores religiosos. Los valores
estrictamente morales no figuran en la tabla. La tabla moral consiste en la realización de los
restantes valores. Bueno será realizar los valores positivos, y malo realizar los valores
negativos, preferir los valores inferiores y no realizar los valores positivos, que se
consideran dignos de realizarse. Porque la tarea moral no se agota en “preferir” unos
valores a otros; si no se realizan de modo efectivo, la vida moral queda incompleta. La ética
de los valores tiene en común con las éticas formales el no desear directamente que los
hombres sean “buenos” ni se realicen los valores por algo: los valores deben ser realizados
por ellos mismos, porque son algo superior, que vale y que debe ponerse en práctica. Los
valores son autónomos, atendibles por sí mismos. Ni son algo que el hombre crea, ni
tampoco algo que Dios crea.
Las éticas formales tratan de eludir cualquier contenido moral. Lo que importa es la
“forma” misma de la moralidad. Las éticas formales no se interesan ni por los fines ni por
las consecuencias de los actos morales (no son teleológicos), sino que fundan la moralidad
de un acto en el hecho moral de que se percibe su obligación (es deontológico). La moral de
Kant, para quien el único motivo de actuación moral es la voluntad buena, aquella que se
decide a obrar por fuerza del imperativo categórico, o simplemente por deber, es una ética
formal clásica; la ética de R.M. Hare, para quien moral es sólo aquella acción que se ajusta
a la prescriptividad y a la posibilidad de universalización, esto es, que se realiza sólo
porque está mandada y porque es una conducta que puede universalizarse, es un ejemplo de
formalismo (mitigado) ético actual.
La moral tiene que ser independiente de lo que sucede en el mundo. Kant da por supuesta la
existencia de una conciencia moral ordinaria. La moralidad es lo que es. ¿Qué forma tiene
que tener un precepto para que sea reconocido como precepto moral? Kant examina esta
cuestión partiendo de que no hay nada incondicionalmente bueno, excepto una buena
voluntad. La atención se centra desde el comienzo en la voluntad del agente, en sus móviles
e intenciones, y no en lo que realmente hace. El único móvil de la buena voluntad es el
cumplimiento de su deber por amor al cumplimiento de su deber. Por ello, establece un
contraste entre el deber y la inclinación de cualquier tipo. Pues la inclinación pertenece a
una determinada naturaleza física y psicológica, y no podemos, según Kant, elegir nuestras
inclinaciones. Podemos elegir entre nuestras inclinaciones y nuestro deber.
El deber se presenta como la obediencia a una ley que es universalmente válida para todos
los seres racionales. ¿Cuál es el contenido de esta ley? ¿Cómo tomo conciencia de ella?
Tomo conciencia de ella como un conjunto de preceptos que puedo establecer para mí
mismo y querer que sean obedecidos por todos los seres racionales. La prueba de su
auténtico imperativo es que puedo universalizarlo.
Según Kant, el ser racional se da a sí mismo los mandatos de la moralidad. Cada uno de
nosotros es su propia autoridad moral – autonomía del agente moral –. Por tanto, la
autoridad externa, aun si es divina, no puede proporcionar un criterio para la moralidad.
La moralidad limita las formas en que conducimos nuestras vidas y los medios con que lo
hacemos, pero no les da una dirección.
La doctrina del imperativo categórico me ofrece una prueba para rechazar las máximas
propuestas, pero no me dice de dónde he de obtener las máximas que plantean la exigencia
de una prueba. La prueba kantiana de un verdadero precepto moral es la posibilidad de
universalizarlo en forma consistente. El deseo de Kant es exhibir al individuo moral como
si fuera un punto de vista y un criterio superior y exterior a cualquier orden social real.
Kant construye su teoría en la Crítica de la Razón Práctica. La razón pura puede hacerse
práctica, en cuanto es “principio de determinación de la voluntad”. Su teoría moral la
completa con la adición de otras dos obras: Fundamentación de la metafísica de las
costumbres y Metafísica de las costumbres.
La ética de Kant se plantea como una ética del deber puro. No puede haber ningún móvil,
distinto del puro deber, que justifique una acción moral. Si actuamos en virtud de alguna
mira egoísta, de la índole que sea, actuamos obedeciendo lo que Kant denomina
“imperativos hipotéticos”. Un imperativo hipotético es el que se ajusta a la fórmula general:
“si quieres A, haz B”. Se trata de establecer nuestra acción como medio para conseguir un
fin. Pero Kant entiende que este fin es egoísta.
La voluntad humana, que es racional, no deber seguir los impulsos de los intereses de los
sentidos: la voluntad tiene que superar la estricta naturaleza y hacerse autónoma. Ha de ser
una voluntad que se de su propia ley. La ley moral no llega al hombre desde fuera, es un
medio de su misma constitución racional. Cuando sale de sí misma a buscar esa ley en la
constitución de sus objetos, entonces se produce siempre heteronomía, que será la
dependencia de nuestro obrar libre de los principios exteriores que vienen de los objetos, y
señalados como fundamentos de obrar materiales. La voluntad humana es en sí legisladora
bajo la regla de la razón, y no reconoce otro imperativo que vega de fuera y condicione su
autodeterminación bajo la propia ley a priori. Por ello, debe guiarse de un imperativo
categórico. Todo el ideal moral, según Kant, debe estar formado por estos imperativos
categóricos, que ordenan la ejecución – su omisión – de un acto, sin condición. Sólo al
excluir todo “fin” o “bien, la voluntad queda libre, al no estar determinada por ningún
objeto. El imperativo categórico dice: “obra de modo que la máxima de tu voluntad pueda
siempre a la vez valer como principio de una legislación universal”.
Lo que cuenta es la “máxima de la voluntad”, es decir, la intención o ratio suficiens agendi
que es lo que constituye una buena voluntad. Se trata de obrar por el deber sin más; obrar
porque se considera que hay que obrar así, con independencia de cualquier juicio exterior
que pueda merecer nuestro acto.
Pero la máxima de la voluntad no queda reducida a una mera “intención” subjetiva; tiene
que valer, a la vez, como principio de legislación universal; si podemos querer que nuestro
modo de obrar se convierta en ley general, en modelo para cualquier acción en las mismas
circunstancias, entonces actuamos moralmente, entonces somos buenos.
Toda la teoría kantiana se centra en la determinación de esa ley moral. Para ello distingue
tres clases de principios prácticos: las máximas, los imperativos hipotéticos y los
imperativos categóricos:
1. las máximas son principios prácticos, pero de valor subjetivo. No son imperativos ni
leyes. La máxima es un principio conforme al cual obra un sujeto.
2. los imperativos hipotéticos son reglas de determinación de la voluntad que mandan
algo con vistas a un fin, es decir, una acción que es buena como medio para otra
cosa, no como acción buena en sí. Son preceptos prácticos o normas imperativas y
en esto se distinguen de las máximas; pero no son leyes porque carecen de
universalidad.
3. los imperativos categóricos deben ser absolutos o incondicionados, que obliguen a
la voluntad en cuanto voluntad, es decir, a toda voluntad. Y serán, por tanto,
imperativos universales que obliguen a todo ser racional, independientemente de
todo motivo, finalidad o condición, no sólo a las personas que deseen ciertos fines.
Un principio general de la filosofía kantiana es que la universalidad y necesidad no
pueden provenir de la experiencia ni de los objetos reales; la universalidad y la
necesidad provienen sólo de la razón, son a priori. De igual suerte, en el orden
moral, una ley universal y necesaria tiene que derivar de la razón, ha de ser a priori:
no puede proceder de fuera, de fines y objetos deseados.
¿Cómo hallar entonces esta ley moral? Para determinarla, Kant procede a la distinción entre
la materia y la forma de la ley. Para ello, sienta la siguiente afirmación: “Todos los
principios prácticos que suponen un objeto (materia) de la facultad de desear, como
fundamento de la determinación de la voluntad, son empíricos y no pueden proporcionar
ley práctica alguna o ‘ley moral’”.
Por consiguiente, la verdadera ley práctica universal del obrar moral que contenga el propio
fundamento de determinación de la voluntad no ha de tomarse por parte de la materia, que
son los objetos de deseo, principios de obrar subjetivos que determinen la voluntad por el
placer o la felicidad. La forma de legislación universal es lo único que puede constituir un
fundamento de determinación de la voluntad libre.
Esta ley moral será un imperativo categórico que exprese la mera forma de la ley, como
suprema condición de todas las máximas y con independencia de las condiciones empíricas
o de los móviles de obrar materiales, reducibles al placer subjetivo y egoísta. Sólo es
posible, admitiendo en la razón práctica una forma a priori, paralela a las formas aprióricas
de la razón teórica. Es el imperativo categórico del deber que se expresa como proposición
sintética a priori.
Kant desprecia todo lo material, todo lo que tenga contenido en la ética. Para él sólo es
ética la forma pura del deber. Kant no nos muestra ninguna forma objetiva que pueda
aceptarse como norma de comportamiento moral. Sin embargo, esto ofrece algunas
dificultades:
Se trata de una normativa que, reconociendo la dignidad del hombre, viene a completar el
juicio vacío formal del imperativo categórico. Tomar a los demás como fines es obrar por el
deber; pero un deber que viene ya encarnado en algo más concreto.
Así pues, la ética kantiana va a ser puramente formal, una moral autónoma y apriórica. El
imperativo categórico no tolera ninguno de los supuestos “materiales”.
La voluntad es buena sólo por el querer (la intención). Lo único bueno entonces es esta
buena voluntad, como un valor absoluto. Kant no postula valores morales determinados
para saber qué es bueno o malo, sino sólo si se ha obrado con “respeto a la ley”, si se ha
cumplido el deber por el deber. Por ello, Kant no se preocupa de determinar cuáles son en
concreto los deberes del hombre.
1. Fórmula de la ley universal. La primera es la fórmula general, y dice así: Obra sólo
según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal.
Por consiguiente, sólo hay un imperativo categórico, y dice así: obra sólo según
aquella máxima que puedas querer que se convierta, al mismo tiempo, en ley
universal (Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Madrid, Espasa-
Calpe, 1994, pp. 91-92)
Las otras tres formulaciones se derivan de éstas, pero sólo existe un imperativo categórico,
una sola ley moral suprema, aunque dicha de formas diferentes.
Esta formulación del deber excluye cualquier finalidad relacionada con principios
subjetivos (condicionados) de la voluntad, porque supone que no hay que buscar más que
una finalidad absoluta, ahora bien, sólo el ser racional es fin en sí mismo.
3. Fórmula del fin en sí mismo: la tercera formulación es la siguiente: Obra de tal modo
que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre
como un fin al mismo tiempo, y nunca solamente como un medio.
La idea de un ser racional que es fin en sí mismo fundamenta la idea de autonomía moral.
Pues no se actúa moralmente sino en conformidad con uno mismo, esto es, el hecho de
tener como imperativo categórico el respeto a la misma humanidad como fin en sí misma
nos constituye a la vez en legisladores universales; por eso, la moralidad puede llamarse
también reino de los fines. “Reino”, o sea, sociedad de seres racionales sometidos a las
mismas leyes; “de fines2, es decir, sociedad en la que los miembros son seres racionales
autónomos; en este reino, los miembros, como soberanos legisladores, se dan la ley a sí
mismos y la moralidad consiste, una vez más, en actuar de acuerdo con una ley que haga
posible un “reino de los fines”.
La ética del discurso ordena su tarea en dos partes: una dedicada a la fundamentación de la
moral y otra, a su aplicación a la vida cotidiana. La ética discursiva toma como concepto
fundamental el concepto de acción comunicativa. Una acción comunicativa es aquella en la
que hablante y oyente buscan el entendimiento mutuo, como un medio ineludible para
coordinar sus proyectos personales, mientras que es acción estratégica aquella en la que el
hablante y oyente se instrumentalizan mutuamente para lograr sus metas individuales,
tratándose, por tanto, como medios y no como fines. La acción comunicativa posee una
prioridad axiológica, porque el sentido y la meta del lenguaje consiste en lograr un
entendimiento; el uso estratégico del lenguaje es –por el contrario– derivado, ya que
instrumentaliza el mutuo entendimiento. Si no existe una racionalidad comunicativa
además de la estratégica, es imposible tomar en serio la afirmación kantiana de que todo ser
racional ha de ser tratado como un fin en sí, ya que a través del lenguaje no podemos sino
instrumentalizarnos recíprocamente.
Para que una acción comunicativa sea racional, es preciso presuponer que el hablante eleva
implícitamente cuatro pretensiones de validez del habla –inteligibilidad, veracidad, verdad
y corrección– y que el oyente también implícitamente las acepta. Si el oyente pone en
cuestión alguna de ellas, el hablante procederá racionalmente sólo si trata de explicarse
mejor (inteligibilidad), decir lo que piensa (veracidad), o aducir las razones por las que
considera que la proposición que emite es verdadera o que la norma de acción es correcta.
En los dos últimos casos, la verdad y la corrección no pueden quedar resueltas sino a través
de una argumentación, sujeta a reglas lógicas, y también a las reglas que surgen de
considerar la argumentación como un proceso de comunicación y como una búsqueda
cooperativa de la verdad y la corrección. Tal argumentación recibe el nombre de discurso.
Si para Kant el punto de partida de la ética era el hecho de la conciencia del deber, ahora
partimos también de un hecho: las personas argumentamos sobre normas y nos interesamos
por averiguar cuáles son moralmente correctas. Entablamos argumentaciones sobre si la
insumisión y la desobediencia civil son moralmente correctas, pero también sobre la
distribución de la riqueza y sobre la violencia. En esas argumentaciones podemos adoptar
dos actitudes distintas:
discutir por discutir, o intentando llegar a la conclusión que nos favorece, sin ningún
deseo de averiguar si podemos llegar a entendernos
tomar el diálogo en serio, porque nos preocupa el problema y queremos saber si
podemos entendernos
La primera actitud convierte el diálogo en un absurdo, la segunda hace que tenga sentido y
se convierta en una búsqueda cooperativa de la justicia y la corrección.
Si Kant intentaba desentrañar los presupuestos que hacen racional la conciencia del
imperativo, la ética discursiva se esfuerza por descubrir los que hacen racional la
argumentación, los que hacen de ella una actividad con sentido. La conclusión es que
cualquiera que pretenda argumentar en serio sobre normas tiene que presuponer:
que todas las personas son interlocutores válidos y que, por tanto, cuando se
dialoga sobre normas que les afectan, sus intereses deben ser tenidos en cuenta y
defendidos a poder ser por ellos mismos. Excluir a priori del diálogo a cualquier
afectado por la norma, lo desvirtúa y lo convierte en una pantomima.
que no cualquier diálogo nos permite descubrir si una norma es correcta, sino sólo
el que se atiene a unas reglas que permiten celebrarlo en condiciones de simetría
entre los interlocutores. A este diálogo lo llamamos discurso. Este discurso, según
Habermas, debe atenerse a las siguientes reglas
Por tanto, la norma sólo se declarará correcta si todos los afectados por ella están de
acuerdo en darle su consentimiento porque satisface, no los intereses de un grupo o de un
individuo, sino intereses universalizables. Con lo cual el acuerdo o consenso al que
lleguemos diferirá totalmente de los pactos estratégicos, de las negociaciones.
El discurso que acabamos de describir es un discurso ideal, bastante distinto de los diálogos
reales, que suelen darse en condiciones de asimetría y coacción, y en los que los
participantes no buscan satisfacer intereses universalizables, sino intereses individuales y
grupales. Sin embargo, cualquiera que argumenta, preocupado por averiguar en serio si una
norma moral es correcta, presupone que ese discurso ideal es posible y necesario. Por eso la
situación ideal de habla a la que nos hemos referido es una idea regulativa.
Una idea regulativa es la idea de una situación que no sabemos si se dará alguna vez, pero
que nuestra razón propone como deseable. Por eso, los que trabajan por realizarla obran
racionalmente. Por ejemplo, que haya paz en el mundo o que la distribución de riqueza sea
justa. La idea sirve como meta para nuestra acción y como criterio para criticar nuestras
situaciones concretas.
La situación ideal de habla, como idea regulativa, es una meta para nuestros diálogos reales
y un criterio para criticarlos cuando no se ajustan a la idea.
Urge, pues, tomar en serio en las distintas esferas de la vida social la idea de que todas las
personas son interlocutores válidos, que han de ser tenidas en cuenta en las decisiones que
les afectan, de modo que puedan participar en ellas tras un diálogo celebrado en las
condiciones más próximas a la simetría. Serán decisiones moralmente correctas, no las que
se tomen por mayoría, sino aquellas en que todos y cada uno de los afectados estén
dispuestos a dar su consentimiento, porque satisfacen intereses universalizables.
2.3.2 J. Rawls
En Teoría de la justicia aborda una de las cuestiones que más preocupan hoy: ¿qué es una
sociedad justa? Una sociedad justa –dice– es la que se somete a unos principios de justicia
que sus miembros elegirían en condiciones de justicia. Pero, ¿cuáles son esas condiciones?
Para responder diseña los trazos de los que llama una posición original.
Supongamos que tenemos que decidir las normas por las que vamos a guiarnos en una
situación concreta, y cada uno propone las que le favorecen a él. ¿Podríamos decir que esas
normas son justas? Según Rawls, no lo son, porque en la tradición democrática occidental
la justicia se entiende como equidad: una norma es justa cuando favorece a todos y cada
uno, con independencia de sus características. Lo contrario sería parcialidad y, por tanto,
injusticia.
Por eso Rawls diseña los trazos de una situación imaginaria, a la que llama posición
original. En esa situación los miembros de una sociedad todavía no saben qué
características naturales y sociales van a tener: están cubiertos de un velo de ignorancia. Y
tienen que decidir qué principios quieren que les gobiernen. Cada uno de ellos piensa que le
puede tocar en el futuro ser el peor situado: pobre, enfermo, miembro de una raza
discriminada. Por eso tratará de maximizar los mínimos: de proponer unos principios que
beneficien al máximo al peor situado, que es a lo que se llama principio maximin.
La situación que hemos descrito es una situación de equidad y, por tanto, de justicia, porque
proponemos principios poniéndonos en el lugar del peor situado. Rawls considera que
desde esta situación cualquier persona inteligente sugeriría dos principios:
Este segundo principio necesita una cierta explicación: lo ideal sería que todas las personas
fueran iguales, pero, como no es así y como cada uno ha de dar lo mejor de sí para que se
beneficie la colectividad, sólo estarán justificadas las desigualdades que beneficien a los
menos aventajados.
Las prescripciones en que consiste el lenguaje moral no provienen de la razón pura, pero sí
de la razón (ha de ser razonables, lógicas) lo que exige que respeten los requisitos generales
de la racionalidad y la lógica del lenguaje moral. Ello implica que las prescripciones deben
tener una doble base:
2.5 Sartre
Para Sartre Dios no existe, y de esta verdad hay que sacar todas las consecuencias. Al
desaparecer el fundamento último de los valores, ya no puede hablarse de valores,
principios o normas que tengan objetividad y universalidad. Queda sólo el hombre como
fundamento sin fundamento (sin razón de ser) de los valores.
Según Sartre, el hombre es libertad. Cada uno de nosotros es absolutamente libre, y muestra
su libertad siendo lo que ha elegido ser. La libertad es, además, la única fuente de valor.
Cada individuo escoge libremente, y al hacerlo crea su valor. Así pues, al no existir valores
objetivamente fundados, cada uno debe crear o inventar los valores y normas que guíen su
conducta. Pero si no existen normas generales, ¿qué es lo que determina el valor de cada
acto? No es su fin real ni su contenido concreto, sino el grado de libertad con que se
efectúa. Cada acto o cada individuo vale moralmente no por su sumisión a una norma o a
un valor establecidos –con lo cual renunciaría a su propia libertad–, sino por el uso que
hace de su propia libertad. Si la libertad es el valor supremo, lo valioso es elegir y actuar
libremente.
Pero existen los otros, y yo sólo puedo tomar mi libertad como fin, si tomo también como
fin la libertad de los demás. Al elegir, no sólo me comprometo yo, sino que comprometo a
toda la humanidad. Así, pues, al no existir valores morales trascendentes y universales, y
admitirse sólo la libertad del hombre como valor supremo, la vida es un compromiso
constante, un constante escoger por parte del individuo, tanto más valioso moralmente
cuanto más libre es.
Sartre rechaza que se trate de una elección arbitraria, ya que se elige en una situación dada
y dentro de determinada estructura social. Pero, con todo, su ética no puede su cuño
libertario e individualista, ya que el hombre se define con ella: a) por su absoluta libertad de
elección (nadie es víctima de las circunstancias), y b) por el carácter radicalmente singular
de esta elección (se toma en cuenta a los otros y su correspondiente libertad, pero yo –
justamente porque soy libre– elijo por ellos, y trazo el camino a seguir por mí mismo –
incluso con respecto a un programa o acción común–, pues de otro modo abdicaría de mi
propia libertad).
3. Bibliografía