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La justificación ética de la contribución impositiva1

“Una vez un grupo de empresarios argentinos comentaron a un


colega japonés que a pesar de que sus utilidades eran
infinitamente inferiores a las de los hombres de empresa del
Japón, de hecho eran más ricos, puesto que pagaban menos
impuestos y tenían mas posibilidades de realizar una vida
más holgada. El interlocutor sólo replicó que uno no es solo
rico por la disponibilidad individual de bienes sino por la
calidad del medio social donde, y que el empresario
japonés que comparte el subterráneo con sus empleados es
indudablemente mas prospero que su homologo latinoamericano
que transita con su Mercedes por calles plagadas de escenas
de miseria y de violencia. Es importante tratar de articular
cuál es la concepción ética que puede estar detrás de esta réplica”

Pareciera a primera vista que la filosofía moral está tan alejada como se puede estar de la
cuestión impositiva. Pero ello no es así de ningún modo: nada de lo humano es ajeno a la
ética, y menos aún una institución que es central para la constitución de una sociedad
política organizada.
Pero ¿a qué ética se hace referencia cuando nos preocupa la justificación ética de los
impuestos? Como se sabe, cual es el fundamento y la forma de conocimiento de los
principios morales es un tema de controversia tan viejo como la filosofía misma.
Para hacer una síntesis muy apretada de las diferentes posiciones en pugna, déjenme
decirles que hay posiciones no descriptivistas que sostienen que los juicios morales que
formulamos –por ejemplo, la pena de muerte es moralmente incorrecta- no dan cuenta de
hecho alguno de la realidad, sino que simplemente expresan emociones o prescripciones
que emite el hablante. Estas posiciones conducen a un escepticismo ético, puesto que
implican que los juicios morales no pueden ser ni verdaderos ni falsos y que, por lo tanto,
no hay razones intersubjetivas para determinar su aceptación o rechazo.
A esto se oponen las posiciones descriptivistas, que entienden, en cambio, que tales
juicios pueden ser verdaderos o falsos según correspondan o no con hechos de la realidad.
Entre las posiciones descriptivistas esta el subjetivismo, que sostiene que los juicios
morales describen actitudes de aprobación o desaprobación del hablante o del grupo social
al que pertenecen el hablante y el auditorio. Al subjetivismo corresponde una posición
relativista, ya que la verdad o falsedad de los juicios morales cambia de acuerdo con quien
los formula o con el grupo en función del cual se formulan. A su vez, la tesis opuesta
corresponde al objetivismo ético, que sostiene que los juicios morales describen hechos
ajenos a las actitudes de los individuos, lo que tiene una variedad naturalista, según la cual
tales hechos –como la felicidad general o las necesidades de la gente- son de índole
empírica, y otra de carácter no naturalista, que sostiene que las propiedad éticas no son
accesibles a través de la experiencia sensible sino por intuición.

1
Ponencia realizada en las XX Jornadas Tributarias, organizadas por el Colegio de Graduados en Ciencias
Económicas de la Capital Federal y que se celebraran en la Ciudad de Mar del Plata en 1990. Publicada como
papeles de trabajo de la Comisión nº 3, a cargo del tema: “Ética y Tributación”, de dicha Jornada.
Llevaría mucho tiempo y espacio una discusión minuciosa de los diferentes méritos
y debilidades de las posiciones metaéticas –o sea acerca de las naturaleza de los juicios
éticos- que he mencionado en el párrafo anterior. Déjenme decir solamente que todas ellas
parecen fallar al no dar cuenta de la fenomenología, de los rasgos aparentes de la actividad
en la que formulamos juicios morales, o sea la práctica de la discusión moral. Para tomar
algunos ejemplos, el emotivismo no cuenta el hecho de que no sólo discutimos cuando
estamos emocionados, el subjetivismo no permite explicar la discusión en si, ya que no hay
nada que discutir acerca de cuales son las actitudes de los hablantes o del grupo social, el
no naturalismo no explica como puede haber una discusión sobre la base de intuiciones, el
naturalismo no logra identificar hechos empíricos tales que si nos ponemos de acuerdo
acerca de ellos concluye la discusión moral.
Es por ello que algunos hemos propuesto partir de la realidad de la discusión misma
y tomar en cuenta cuales son sus presupuestos y sus reglas para determinar cuando un
juicio moral es válido y como se conoce. Una de las cosas que parece inferirse de inmediato
una vez que adoptamos esta estrategia es que cuando discutimos moralmente, o sea cuando
valoramos, valoramos necesariamente la actividad de valorar y a quienes valoran. Dado que
el discurso moral está dirigido a la libre aceptación de principios para guiar nuestras
conductas y actitudes, y así lograr una coordinación entre tales acciones y actitudes que
permita la cooperación social, la participación en la práctica de ese discurso implica aceptar
un valor moral básico que es el valor de la autonomía moral: la autonomía moral es la
posibilidad de guiar nuestras conductas y nuestras actitudes por principios de valor que
aceptamos libremente, no porque una autoridad exterior nos lo ha impuesto, o por algún
condicionamiento, sino por la propia validez que asignamos a tales principios.
Dado que estos principios son tanto de tipo intersubjetivo –o sea referidos a la
conducta de un agente tomando en cuenta los intereses de los demás- como autorreferentes
–o sea referidos a la conducta de un agente hacia si mismo-, me interesa destacar que este
valor de autonomía moral comprende un valor mas restringido que es el valor de la
autonomía personal: la autonomía personal es la capacidad de guiar nuestras conductas y
actitudes por principios e ideales que se refieren al valor de nuestra propia vida y carácter,
como algo distinto de los principios que regulan nuestras conductas por los efectos que
ellas pueden tener en los demás. La distinción es importante porque la capacidad de elegir
estos últimos principios puede restringirse en función de la necesidad de preservar la misma
capacidad de los demás (la que puede verse afectada por la elección de principios que
afecten esa libre elección en el caso de los demás). En cambio la autonomía personal, o sea
la capacidad de guiar nuestras conductas por ideales sobre el valor de nuestra propia vida,
no puede limitarse en función de la propia autonomía personal. Cualquier restricción a la
autonomía personal implica una pérdida neta en términos de ese valor.
Esto hace que la autonomía personal sea un valor irrestricto en un sistema ético
extraído de los presupuestos de la práctica de la discusión moral. Esto da lugar al principio
de autonomía personal que prescribe maximizar la capacidad de la gente de elegir y
materializar su propio ideal de vida y prohíbe interferir con esa libertad. Esta autonomía
personal constituye el bien básico en una concepción liberal de la sociedad, y los demás
bienes que determinan el contenido de los derechos fundamentales –la vida, la integridad
psico física, la libertad de conciencia y de expresión, la libertad de desplazamientos, la
propiedad, la libertad de trabajar y comerciar, etc.- son aquellos estados de cosas que son
instrumentalmente necesarios para elegir y materializar planes de vida.
La cuestión que inevitablemente se plantea es la de cómo se distribuye esa
autonomía personal. También surge de los presupuestos del discurso moral que no hay,
como unidad moral básica, entes colectivos sino que las personas morales son individuos,
con una integridad y continuidad psico-física, y que estos individuos son separados e
independientes entre sí. De aquí se infiere el principio de inviolabilidad de la persona que
implica que, dado que no hay entes morales colectivos (como lo asumen posiciones
colectivistas, como el marxismo), no es valiosa en sí misma una maximización de la
autonomía global independientemente de cómo esté distribuida, y que la autonomía de un
individuo no puede ser sacrificada por la sola razón de que ello hace que otro individuo
goce de mas autonomía que el primero. Dado que la autonomía de todos los individuos es
igualmente valiosa, ello implica que todos los individuos deben gozar de una autonomía
igual, o que al menos la mayor autonomía personal de algunos no puede ser obtenida a
costa de la de otros.
Una vez que admitimos esta idea, debemos comprender también que la autonomía
de los individuos –o sea su capacidad para elegir y materializar planes de vida- no solo
requiere condiciones normativas sino también condiciones fácticas y no sólo condiciones
negativas, la ausencia de interferencias, sino también condiciones positivas, medios o
instrumentos para poder elegir y materializar ideales de vida. Esto quiere decir que los
derechos que protegen los bienes necesarios (la vida, la integridad psico-física, la
propiedad, etc.), no solo se violan por actos positivos, sino también por omisiones, es decir
por la omisión de proveer a los demás los recursos necesarios para que tengan igual
probabilidad que nosotros de realizar una vida autónoma. Dado que nadie merece sus
mejores o peores condiciones intelectuales, físicas, ambiente social o familiar, etc, los
recursos naturales deben compensarse con recursos sociales de modo de asegurar esa igual
autonomía.
Dado que este deber positivo que todos tenemos, de acuerdo a los principios de una
concepción liberal de la sociedad, de maximizar la autonomía de los menos autónomos no
se puede cumplir en forma directa sino que exige la coordinación a través del Estado, de
allí surge la función de la organización política de servir como instrumento de la
materialización de una concepción de la sociedad que, como dice John Rawls, sea un
“esquema de cooperación –o sea para el mutuo beneficio- entre seres libres e iguales”.
Esta función del Estado exige que él sea el recipiente de los recursos –sean dinerarios o de
otra índole- que estamos obligados a poner a disposición de nuestros semejantes para que
tengan igual oportunidad de realizarse como seres libres, y que a su vez distribuya esos
recursos –sea en forma de servicios o de bienes- dando preferencia a los menos autónomos.
Esto justifica moralmente el poder impositivo del Estado, siempre que él se ejerza al
servicio de una distribución igualitaria de la autonomía.
El poder impositivo del Estado suele ser desafiado sobre la base del derecho de
propiedad de los individuos, por lo que conviene que se diga algo, aunque sea sumamente
sucinto sobre este derecho.
Autores como Lawrence Becker, Jeremy Waldron y Alan Ryan han analizado
cuidadosamente las diversas justificaciones de la propiedad que se han propuesto a lo largo
de la historia. Las teorías principales que estos autores distinguen son las de la primera
ocupación, la de la adquisición a través del trabajo, la utilitarista, la de la autorrealización, y
la que asocian la propiedad con la libertad política. Ryan diferencia estas teorías según
exhiban un enfoque instrumentalista, que justifican la propiedad como un medio que no es
en sí mismo relevante para el bien de una persona pero que bajo determinadas
circunstancias es necesario para alcanzar ciertos fines, o un enfoque de “auto-desarrollo”,
que supone que hay una relación intrínseca entre la personalidad y el trabajo y entre el
trabajo y lo que uno se apropia a través del el. Waldron, por su parte, propone una
diferenciación sumamente relevante entre las justificaciones de la propiedad: algunas de
ellas apoyan un derecho especial o condicional de propiedad –o sea dan razones para
considerar legítima la propiedad de cierto bien si se han dado ciertos hechos, pero no
razones por las cuales esos hechos deben darse y la gente convertirse en propietaria; en
cambio, otras teorías justificatorias de la propiedad endosan en realidad un derecho general
e incondicional de propiedad, de modo que proveen razones para justificar que todas las
personas morales o la mayor cantidad posible de ellas se conviertan en propietarias. Por
cierto, que cada una de estas clases de justificaciones implican limitaciones diferentes al
derecho de propiedad.
Obsérvese que las justificaciones generales de la propiedad no pueden oponerse a la
redistribución de recursos por vía impositiva, ya que ellas precisamente promueven el
acceso de todos a la propiedad. Solo las justificaciones especiales de la propiedad existente
podrían constituir un obstáculo serio al poder impositivo del Estado. Veamos, entonces, con
un poco de más detenimiento este tipo de justificaciones.
El filósofo que más ha contribuido para articular estas teorías ha sido John Locke.
De acuerdo a Becker, la estructura Standard mas frecuentemente citada del argumento de
Locke es la siguiente: i. cada uno tiene la propiedad de sí mismo y de su cuerpo y nadie es
propietario de otros; ii. cada uno es propietario del mismo modo del trabajo de su cuerpo;
iii. cuando uno a través de su trabajo cambia una cosa de su estado natural, mezcla esa cosa
con su trabajo; iv. por lo tanto dada la imposibilidad de escindir la cosa del trabajo invertido
en ella, uno se hace propietario de la cosa; v. ello es así en tanto y en cuanto haya cosas en
cantidad y calidad suficientes dejadas para el consumo de los demás y en tanto y en cuanto
lo que uno toma no es mas de lo que puede usar. Por supuesto que el problema de esta
justificación de la propiedad estad dado por las premisas iii y iv ya que, como Nozick ha
preguntado ¿por qué del hecho de que mezclo inescindiblemente algo mío con algo que no
es mío debe inferirse que gano lo que no es mío y no que pierdo lo que es mío? (si yo tiro
un frasco de pintura de mi propiedad al Océano Atlántico no gano la propiedad del mar,
pierdo la propiedad de la pintura).
Pero, de cualquier modo, adviértase que aun esta justificación de la propiedad deja
un amplio margen para la redistribución por vía impositiva, gracias a su famosa cláusula –
mencionada en el punto v- de que haya cosas en cantidad y calidad suficientes para los
demás y que lo que uno tome no sea mas de lo que pueda usar. Aún el más prominente
exponente del pensamiento liberal conservador y seguidor de Locke, Robert Nozick, admite
redistribuciones de la propiedad a través de su principio de rectificación de la propiedad
adquirida sin que se cumplieran las condiciones establecidas por los principios para su
adquisición o transferencia, esencialmente lockianos. Sin embargo, Nozick se opone al
impuesto sobre la renta que no tenga este carácter rectificatorio y que no sea necesario para
preservar el Estado mínimo.
Su argumento, como se sabe, esta basado en un ejemplo que se hizo famoso sobre el
basquetbolista Wilt Chamberlain: si cincuenta mil personas desean verlo actuar pagando un
dólar cada uno, interferir con la apropiación de Chamberlain de los cincuenta mil dólares
resultantes es en última instancia frustrar la voluntad y la autonomía de las cincuenta mil
personas que han consentido en ceder parte de su propiedad para verlo jugar. Sin embargo,
el argumento prueba menos de lo que parece ya que lo que es seguro es que esas personas
han consentido, como condición para ver a Chamberlain, desprenderse de un dólar cada
una. Puede ser que, por lo menos algunos, hayan consentido en que Chamberlain reciba ese
dólar, pero lo que no es cierto es que hayan consentido –y tampoco que puedan consentir-
que Chamberlain conserve ese dólar con todas las facultades de la propiedad, que es lo que
hay que justificar para fundamentar una propiedad derivada plena.
Yo sostengo que la propiedad privada es moralmente justificable bajo ciertas
condiciones. Si bien todas las justificaciones que se han dado tienen debilidades obvias, se
puede fundamentar la propiedad individual, sobre todo de los bienes de uso, en una
combinación de varios de ellos que los fortalezca mutuamente. En primer término, los
argumentos consecuencialistas son importantes si tomamos en cuenta la posibilidad de que,
bajo ciertas condiciones, el reconocimiento de la propiedad individual de algunos recursos
contribuya significativamente a promover varios estados de cosas valiosos, como la
limitación del poder público y la eficiencia económica en el sentido de maximización de la
producción. Por cierto que esta justificación depende de verificaciones empíricas que tomen
en cuenta ciertos datos fácticos, posiblemente variables, como las motivaciones
autointeresadas de la mayoría de la gente. Hoy en día parece mas claro que nunca que el
acceso y control individual de bienes de consumo y de bienes de capital maximiza la
productividad, como lo muestra la comparación en tales términos de los países con
economías colectivistas y los que reconocen ampliamente la propiedad privada.
Pero este tipo de argumentos condicionales de índole consecuencialista deben
necesariamente combinarse con otro argumento de diferente carácter que se emparenta con
la justificación hegeliana. Me refiero a la relación intrínseca que hay entre el desarrollo de
la autonomía de la persona y la necesidad de controlar individualmente algunos recursos
económicos, principalmente los bienes de uso personal. Sin ese control individual de
recursos es imposible la elección y materialización de planes de vida constitutiva de la
autonomía de la persona. La capacidad de elegir y materializar planes de vida requiere no
solo condiciones psicológicas y físicas de los individuos sino también recursos externos que
potencian las primeras condiciones y permiten la plasmación de las preferencias de los
individuos en el mundo exterior. Los recursos económicos son aún necesarios para
desarrollar la actividad intelectual en la que consiste la elección de planes de vida; pero su
papel central está sobre todo dado por su indispensabilidad para concretar prácticamente
todos los proyectos vitales. La privación del acceso a esos recursos difiere solo
cuantitativamente de la acción de impedir el desarrollo de las condiciones mentales y
físicas de un individuo que contribuyen a que tenga éxito en la materialización de sus
proyectos.
Claro está que este tipo de justificación de la propiedad basada en la autonomía de
la persona es del tipo de las que Waldron advierte que conducen a un derecho general de
propiedad: dado que la autonomía de los individuos debe ser distribuida igualitariamente, si
se respeta el principio de inviolabilidad de la persona, toda persona moral tiene derecho a
acceder efectivamente a la propiedad individual y no solamente a tener una oportunidad de
tal acceso que solo se concretaría si ciertas condiciones que el individuo en cuestión no
controla se dieran. A la propiedad le es aplicable lo que se dijo sobre la libertad cuando se
justifico la necesidad de su distribución igualitaria: cuando se sostiene que es algo valioso
no se predica ese valor de situaciones en que quien goza de la libertad o de la propiedad
necesaria para esa libertad es una persona o grupo específico; es valioso que todos gocen de
libertad y de propiedad. Esta necesidad de expandir la propiedad privada conlleva
necesariamente la necesidad de limitarla –como lo reconocen la mayor parte de las
Constituciones de Europa Occidental-, no ahora para satisfacer otros valores –como ocurría
con el argumento instrumentalista anterior-, sino en términos del mismo valor de la
propiedad por su relación intrínseca con la autonomía.
Una democracia de propietarios –como suele llamarse a un sistema de propiedad
equitativamente distribuida- requiere generalizar las condiciones de acceso a esa propiedad
y la mejor forma de proveer tales condiciones de modo que sea compatible con la libertad
individual es a través de un sistema de impuestos progresivos.
Lo mismo se advierte en cuanto a la organización del mercado. Si tomamos en
cuenta el hecho de que los mismos valores morales y de eficiencia proveen argumentos
tanto a favor como en contra del mercado –parece adecuado adoptar un camino prudencial:
la conveniencia de adoptar un sistema mixto, que combine amplios márgenes de iniciativa
privada, de control individual de recursos, de intercambios consensuales, con el
intervencionismo democrático de que habla Kart Popper en protección de los mas
desvalidos, a favor de la disminución de las desigualdad irritantes, para superar las
disfuncionalidades y limitaciones del mismo mercado y para proteger al sistema político de
las distorsiones a que puede verse sometido por su combinación con el mercado. Cual debe
ser el alcance de la propiedad privada y del mercado y cual el de la propiedad pública y el
intervencionismo democrático dependerá de las condiciones de cada sociedad en cada
época –sus recursos, las motivaciones prevalecientes en su población, su distribución
preexistente de bienes- y de las condiciones de interacción internacional –grados de
integración, grados de proteccionismo, sistemas económicos vigentes en otros países con lo
que se interactúa, grados de dependencia con otros países, etc. Pero hay ciertos aspectos
generales que sí pueden ser indicados en general y que tienen una directa relevancia
constitucional: hay razones independientes para sacar del mercado en forma total o parcial
a algunos bienes o servicios, como la educación, la justicia, la seguridad, los medios de
comunicación pública, la influencia sobre los partidos políticos. Hay formas de corregir las
desviaciones que produce el mercado respecto de las exigencias de un liberalismo pleno, o
sea igualitario, que son menos disruptivas que otras en términos de autonomía personal y de
eficiencia, lo que como vimos también redunda en la autonomía personal: el procedimiento
redistributivo que es menos perturbador de esos valores es un sistema impositivo
progresivo –que grave diferencias en ganancias, patrimonios y transmisión gratuita de
bienes-, transparente y eficaz. Desde el punto de vista de las prestaciones, salvo en casos
como los mencionados antes en que la prestación pública directa es exigida por
consideraciones valorativas independientes, el procedimiento igualitario menos disruptivo
de la autonomía y la eficiencia parece estar dado por la distribución de dinero o de vales
equivalente. El sistema de distribución de vales que Milton Friedman ha propuesto en
materia de educación, y que es parcialmente objetable por las razones que hacen exigible
una fuerte participación pública en la educación, puede sin embargo ser aplicado por
ejemplo al ámbito de la salud o del esparcimiento.
En definitiva, el sistema impositivo es un síntoma prácticamente infalible de la
concepción vigente en cierto ámbito político sobre la naturaleza de la sociedad: la
progresividad y el monto de los impuestos, los índices de evasión, la transparencia en el
sistema de recaudación, su aplicación a gastos sociales o de otra índole muestran
traslucidamente si esta vigente una concepción de la sociedad como un campo de
competencia despiadada para aprovecharse de los semejantes como un recurso mas a
explotar, en el que prevalece el mas fuerte, hábil o afortunado, o si la sociedad es vista
como una empresa solidaria para el beneficio mutuo.

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