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INERCIA

Por Andrés Moreno Galindo

Siempre he sido una persona de costumbres. O, mas bien, una persona de inercias
porque, bien pensado, cuando adoptas una costumbre es porque la misma te proporciona
una satisfacción constante, aunque ésta sea casi insignificante. Sin embargo, ser una
persona de inercias conlleva altas dosis de aburrimiento, hastío y una sensación de
dejadez y laxitud, de falta de lucha. Siempre que reflexionaba sobre el tema, me venía a
la memoria un párrafo de la magnífica novela de Graves sobre Claudio, en el que el
viejo emperador, enfermo, cansado y hastiado de las constantes traiciones y conjuras
que a su alrededor se sucedían, se sentía como un viejo leño arrastrado por la corriente
de un río, dejándose llevar mansamente hacia el fin. Una sensación parecida era la que
sentía yo, al repetir día tras día, noche tras noche, las mismas cosas, no porque
encontrara deleite en ellas, sino porque me negaba a luchar contra la corriente, a buscar
otra alternativa, a dar un golpe de efecto que cambiara mi vida y me liberara de las
ataduras de una vida repetitiva y carente de emociones y alicientes. Podéis llamarlo
pereza, falta de energía, espíritu conformista, pero el hecho cierto era que me había
dejado atrapar por una serie de múltiples y pequeños compromisos de los cuales no
podía o no quería escapar, a pesar de que gran parte de ellos hacía tiempo que habían
perdido su interés inicial para mí. Por inercia tomaba siempre la misma ruta para ir al
trabajo, por inercia desayunaba siempre con los mismos compañeros, desgranando sin
convicción los mismos tópicos que se perpetuaban en nuestras conversaciones desde
hacía ya demasiados años. Por inercia leía el mismo periódico, comía lo mismo en el
mismo restaurante, bebía la misma marca de vino, la misma marca de licor, y así ad
infinitum. Me veía encorsetado por múltiples de pequeñas ligaduras en los momentos en
los que presuntamente podía dar rienda suelta a mi imaginación y libre albedrío. Si
algún día alguien lee esto, estoy seguro de que pensará que fui la persona más aburrida
y poco excitante de mi tiempo, y tendría razón, sólo que ese dudoso honor lo compartía
desde hace años con mi buen amigo R., cuya existencia seguía un rumbo totalmente
paralelo al mío. Habíamos sido compañeros de estudios desde la primera infancia,
después habíamos compartido las nada excitantes diversiones de nuestra adolescencia, y
por fin habíamos acabado desempeñando el mismo tedioso y monótono trabajo en una
oficina poblada de moluscos humanos como nosotros, que como nosotros también se
dejaban llevar perezosos y ajados por la corriente. Y así como la inercia nos arrastraba a
desayunar lo mismo desde hacía más de treinta años, nos veíamos arrastrados a la
partida de ajedrez de los sábados, partida que, indefectiblemente, tenía lugar en mi casa,
por un motivo que se nos escapaba a los dos, si es que en algún momento habíamos
llegado a reflexionar sobre él. El ritual, creo obvio contarlo a estas alturas, era siempre
el mismo. R. llegaba a las 11 en punto, colgaba su chaqueta y su sombrero en el
perchero del recibidor y juntos pasábamos a mi pequeña biblioteca, donde una vieja
lámpara proporcionaba a la estancia una luminosidad mortecina y desvaída. Nos
sentábamos y jugábamos en silencio hasta las doce o doce y cuarto, dejando casi
siempre la partida inacabada, momento en el que apagábamos las luces y nos
sentábamos en sendos butacones frente a la chimenea, fumando, bebiendo jerez y
charlando de insustancialidades hasta bien entrada la noche.. El sabor del jerez y del
tabaco de pipa, las cambiantes sombras en nuestras caras provocadas por el movimiento
de las llamas, la pausada conversación, todo proporcionaba a esos momentos un
encanto especial, aburrido pero placentero. Sólo en contadísimas ocasiones habíamos
renunciado a este ritual, quizás el menos desagradable de los miles que componían el
devenir de mi existencia. De hecho, estoy escribiendo esto una hora tan sólo después de
haber despedido a un R. Bastante más excitado que de costumbre. Todavía puedo verlo
sentado delante de mí, con un leve temblor en la mano que sostenía su copa de jerez. Su
conversación de esta noche, mas bien su monólogo, ha supuesto una brusca variación de
nuestras habituales charlas insulsas. Sí, todavía oigo su voz.

- Le aseguro, mi querido H., que he tenido una endiablada suerte esta tarde.
Circulaba a una velocidad moderada por la carretera que conduce a la costa,
cuando he podido esquivar por los pelos a uno de esos condenados turistas de la
ciudad que ha hecho caso omiso de una señal de stop. De pronto, me he
encontrado frente a mis narices un deportivo rojo, y he tenido el tiempo justo de
dar un volantazo y esquivarlo. Créame si le digo que ha sido cosa de centímetros.
– R. hizo un gesto de alivio y sorbió con deleite su jerez- Estas son las cosas, H.,
que le hacen a uno plantearse el porqué de su existencia. Uno lleva una vida
sosegada, tranquila, sin sobresaltos, pretendida y pretenciosamente segura, y un
buen día el destino pone en tu camino a unos turistas locos y todo se desmorona
como un castillo de naipes, y espero que me disculpe por este símil tan manido.
En fin, amigo H., he decidido disfrutar un poco más de la vida, salir más, hacer
incluso un viaje por el extranjero. Siento como si el incidente de esta tarde
hubiera sido un guiño del destino, un aviso de que una vida aburrida y tranquila
no garantiza un final aburrido y tranquilo. Sí, creo que voy a cambiar un poco
mis hábitos, salir de la rutina, dar un pequeño golpe de mano en mi vida. En fin,
estimado H., creo que ya va siendo hora de marcharme. Todavía me siento un
poco aturdido. Creo que un largo y relajante sueño me hará bien.

Sí, todavía me parece verlo levantarse y caminar levemente tambaleante hacia la puerta,
bastante presentable para las circunstancias. Y digo esto porque también para mí ha sido
un día fuera de lo normal, lleno de incidentes. A media tarde he tenido que ir a
identificar el cadáver de mi amigo R., muerto en accidente de circulación, al chocar de
frente con un deportivo rojo en la carretera de la costa. Su cuerpo había quedado
prácticamente intacto. Sólo una horrible herida en la nuca, la que le había causado la
muerte, la misma que yo había visto al girarse para marchar hacia la puerta. En fin, les
dejo, he de subir a acostarme. Por cierto, qué cabeza la mía, se me olvidaba algo.
Demasiadas emociones para un tipo tan aburrido como yo. El caso es que R. no viajaba
solo. Resulta que mañana es mi cumpleaños, y R. tenía que acompañar a mi mujer a la
ciudad para comprar mi regalo. Ella ha tenido menos suerte. El impacto del choque la
hizo atravesar el parabrisas del coche de R y la lanzó encima del deportivo rojo,
segundos antes de que comenzara a arder. Su cuerpo ha quedado totalmente calcinado,
un horrible amasijo negro con una espantosa expresión en su rostro. Pobre paloma mía,
cuanto ha debido sufrir.. Ahora sí que les dejo. He de subir a mi dormitorio, a nuestro
dormitorio. Alguien –o algo- me espera. Y yo lo comprendo. Ella también era lo que
podríamos denominar una persona de inercias.

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