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Un patio

más amplio
Nylsa Martínez
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d.r.© Nylsa Martínez, 2014


d.r.© Editorial Paraíso Perdido, 2014
Primera edición, 2014.

Editorial Paraíso Perdido


Barra de Navidad 76-C
44110 Guadalajara México
www.editorialparaisoperdido.com
editorialparaisoperdido@gmail.com

isbn 978-607-8098-42-2

Se autoriza la reproducción de este libro total o parcialmente,


por cualquier medio, actual o futuro, siempre y cuando sea para
uso personal y sin fines de lucro.

impreso y editado en méxico

editorial.paraiso.perdido

@Eparaisoperdido

editorialparaisoperdido.com
Devuélveme a Carver

Éste es el tercer día que escucho los pasos de un roe-


dor sobre el techo. Me angustia la idea de que coma,
rasgue y lastime de tal forma la madera, que un día
inevitablemente caiga y entonces venga la confronta-
ción. Mi reacción más parecida a un combate ha sido
siempre la huida: sufrir sólo las heridas inevitables.
Es lento el desgarre. Hay días en que pienso que las
circunstancias, las malditas circunstancias nos gana-
ron y rompieron nuestro manuscrito antes de tiempo,
mucho antes. Hay ocasiones en las cuales me con-
venzo de que todo ya pasó y salgo a caminar sin pre-
ocuparme de que andas por allí y un encuentro pueda
darse sin que nada pueda impedirlo.

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Hace varios meses me topé en el Bar Internacio-
nal a ése que trabajaba de tu ayudante en la librería,
lo vi desde que llegué pero hice todo lo posible no
saludarlo. Un roedor quizá. Fue hasta la cuarta ronda
de cervezas cuando al fin me puse de pie y avancé en
su dirección dando una suerte de equilibrismos. Ner-
vios de hablar con un testigo de nuestra historia tan
tumultuosa, tan… fracasada. Envolví mi cuello con una
pequeña bufanda rosa, me aproximé más. De frente a
su espalda un pequeño temblor se deslizó por mi pe-
cho y quise retirarme, era mejor dejar las cosas como
estaban: depositadas en una cubeta de brea extinta.
Lo confronté. ¿Que por qué cerramos el negocio?,
me dijo. Pues por tu culpa, por culpa de su triángulo
amoroso. Las frases resonaron en espiral. «¿Mi cul-
pa?, ¿triángulo amoroso?», me parecían muy adecua-
das para un melodrama televisivo pero no para mí,
no para lo que éramos. Me hablaban de una configu-
ración en la que estaba incluido un «él» y un «yo»,
así como la propuesta de un «nosotros prohibido».
Pero si yo ni siquiera he estado en la ciudad, no lo he
visto… ¡Estuve todo el verano fuera!, dije. Y casi eje-

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cutando una rabieta infantil me quedé callada frente
a él, no encontré más palabras para construir mi de-
fensa. El ayudante clavó sus ojos acusatorios en mí.
Tú tuviste la culpa. Pero, ¿por qué? Pues porque le
enviaste ese maldito correo y Mirna lo leyó, le cum-
plió todas sus amenazas y no le quedó de otra más
que cerrar el negocio, ¡fue tu culpa! Otra espiral hizo
eco en mis oídos.
Mirna era un personaje apenas con un rostro, sin
siquiera una historia precisa. «Ella» no había perte-
necido al «nosotros» y sólo tenía como referencia,
un montón de libros deshojados y medio local des-
truido que un día había dejado a su paso. Ese nom-
bre encerraba la representación de «la» compañera
de «él»; la llamada esposa. No fue así como lo dices,
pero entiendo, sólo quería saludarte, lamento lo de
la librería. Apreté muy fuerte la bufanda a mi cuello:
era una necesidad de ahogarme para no morir des-
presurizada. Me retiré con los pulmones congelados.
Fui directo hacia la mesa donde podría hundirme una
quinta ronda de cervezas y morir.

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Tenía frente a mis ojos un texto fuera de control,
uno más complicado que aquel Futuro imperfecto de
Salvador Elizondo en el cual, ya nos habíamos imagi-
nado y escrito. Ésta era la historia consabida de un
hombre que engaña a su esposa con una jovencita. Sí,
era claro que no había nada qué agregar al esquema
preestablecido, al arquetipo que aun con sus varian-
tes, era leal a su configuración. Qué manera de resu-
mirlo todo. Sin embargo, yo tenía una defensa real.
Desde aquella nuestra última entrevista me había
desvanecido de su panorama. Como todas las oca-
siones destinadas a ser las últimas aunque nosotros
no lo sospechemos, sólo había previsto que quizá se
trataba de una separación temporal, lograr que las
aguas volvieran a su cauce y proteger su negocio de
otra acometida en la cual quedara convertido en un
montón de cenizas. No, realmente no esperaba un fin
que acabara con aquello que sin ser algo, ya tenía un
vago aspecto, ya olía a posibilidad aunque sólo fuera
parte de una realización defectuosa.
Salir de la ciudad me había resultado verdadera-
mente doloroso. Las vacaciones iniciaron y me fui. Le

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pedí a un amigo que me llevara al aeropuerto. ¿Pero
qué vas a hacer allá?, ¡Ay no sé!, algo, ¿Estás huyendo
del hombre ése?, ¿ya los cacharon? Las cosas no son
como piensas, no hay nada, ese bato se la ha pasado
persiguiéndote, ¡no te hagas!, no es eso, es otra cosa,
siempre es la misma cosa, ¿los cacharon?, que no, tú
no entiendes, tú le gustas al bato, ¡cállate mejor!
Ahora pienso que todo fue parte de un mecanis-
mo probado, que activó una a una todas las situacio-
nes previsibles desde el primer encuentro. Era media
tarde y sólo deseaba perder unos minutos. Me decidí
por la librería pues alguien me había comentado que
el nuevo dueño traía propuestas interesantes y la co-
lección ahora sí valía la pena. El timbre que suena au-
tomáticamente cuando se cruza la puerta del local, se
activó. De inmediato descubrí a un hombre en la en-
trada. Él estaba sentado en un pequeño banco de ma-
dera, tenía el cuerpo totalmente inclinado hacia uno
de los entrepaños inferiores de un librero. Se puso de
pie y me dijo: Ésa es una buena playera, ¿tú misma
la hiciste? Yo vestía una camiseta con la emblemáti-
ca portada del disco de The Velvet Underground. Sí,

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¿cómo supiste?, No sé, eso me pareció, ¿te puedo ayu-
dar?, ¿buscas algún título?, Hum no, sólo ando viendo,
¡Ah!, entonces ya no te molesto. Luego se volvió hacia
la caja fuerte que yo no había detectado al momento
de entrar y que se encontraba a unos pasos del mos-
trador. Estaba fabricada con varios tipos de acero y se
le había añadido al interior una gruesa pared de vidrio
laminado que permitía que los visitantes apreciaran
las joyas publicadas sin dejarlas expuestas al hurto u
otras calamidades. Tenía además, reguladores de hu-
medad e iluminación con el fin de mantener en el me-
jor estado las obras. Me asombré de que implementos
así existieran en mi ciudad.
En aquel encuentro imaginé que yo era una asal-
tante que llegaba con un rifle y le decía: “Anda, abre
esa caja y dame todo lo que está en ella”. Luego él
volteaba hacia mí tembloroso para entregarme los
manuscritos de Paraíso perdido de Milton o la prime-
ra edición del Ulises de Joyce. Aunque no, en realidad
esa caja poseía tesoros más modestos pero dignos.
Detuve en mi mente los planes delincuentes para lan-
zarme al pasillo de Literatura y ver qué hallaba. Me

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entretuve un buen rato hojeando los libros y elabo-
rando hipótesis sobre quiénes pudieran haber sido
sus poseedores; los ejemplares que ya han sido leídos
tienen huellas que los atan a sus primeros dueños, no
importa por cuántas manos pasen después. Revisan-
do sus interiores, encontré un recibo de supermer-
cado del año 1982, pensé que para la fecha actual el
dueño ya habría muerto. Nadie se deshace a volun-
tad de una edición ilustrada de Poemas sintéticos de
José Juan Tablada.
Cuando terminé mi deambular por los pasillos vol-
ví con un ejemplar de Carver, era el de Cathedral en
su versión en inglés. Ah, Carver, tú sí sabes de litera-
tura. ¿Tú crees? Respondí con una ingenuidad prefa-
bricada. Tomó el libro y apenas le echó un vistazo. Me
puse un poco nerviosa pues había descubierto algo
especial en el volumen y no deseaba que él también
lo encontrara. Sabía que el negocio de la librería du-
rante mucho tiempo había estado bajo la administra-
ción de unas personas poco conocedoras, así que no
me sorprendió que dicho impreso terminara en un
estante común y pasara desapercibido. Traté de en-

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tablar una charla. Lo que mejor le veía al momento
era platicar y distraerlo mientras concluía la venta.
Sólo serían unos segundos y ¡pam!, una amateur del
robo se llevaba una joya en sus narices. Aunque no,
no era así. La verdad es que aquel día me sentía tan
terriblemente sola y abandonada, que más bien, mi
hallazgo me parecía un guiño del destino, una razón
para animarme.
Nuestra conversación duró más de lo que imagi-
naba. Intercambiamos opiniones sobre los cuentos
de Cathedral, a los dos nos inquietaba la tensión
abrigada bajo cada silencio, cada mensaje oculto en
la desnudez del texto. Me contó cuál era su cuento
favorito y yo a su vez el mío. No tuve reserva para
confesarle que durante mi primera lectura de A small,
good thing había llorado un poco; cómo me había
conmovido esa escena del teléfono sonando a todas
horas, la permanencia de un nombre escrito sobre un
pastel a pesar de la muerte de su cumpleañero. Rió un
poco pero en sus ojos observé un centelleo de angus-
tia, como si él también se hubiera planteado aquella
cuestión alguna vez. Para ese momento el libro ya lo

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tenía resguardado dentro de mi bolso, aunque poco
me importaba. Relaté cómo los días y noches que le
siguieron a su lectura, suponía que tras cada timbrar
del teléfono en casa, se escondía la más terrible de
las noticias. Esa tarde sentí que todas las confesiones
iban más allá del universo despoblado de Carver, que
estábamos allí esperando que una desgracia nos ocu-
rriera para unir definitivamente nuestros destinos.
Salí de la tienda con un vuelco a mi cotidianeidad y las
ganas de agregarle más páginas.
Acudí en otra ocasión, ahora vestía una playe-
ra con la portada de Dark side of the moon de Pink
Floyd. Apenas crucé el umbral del sitio lo busqué, me
acerqué al mostrador y para mi sorpresa, se hallaba
un joven allí. Se portó muy amable e inmediatamen-
te comenzó a hablarme de filosofías orientales, el
karma y un montón de estupideces que no me inte-
resaron. No estaba él. Sentí miedo. Le pregunté al
muchacho por el propietario y me respondió: Nada,
se tomó el día para visitar proveedores. Me retiré. Al
salir recuperé la respiración.

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Volví otro día. Nos observamos por un rato sin
pronunciar palabra. Después contuve un impulso de
risa y fue inevitable que conversáramos. Su edad y
la razón por la que ahora él operaba el negocio las
consideré tan innecesarias, que no fue un asunto
abordado al inicio. Todo ocurría deprisa en mi vida;
pasaba de un semestre a otro en la universidad, co-
nocía gente nueva cada día; nuevos profesores, libros,
exámenes. Pensaba que si volvía invisible completa-
mente lo anterior, mi edad, nuestras historias, su ma-
trimonio —por ejemplo—, no existirían obstáculos.
Seríamos dos personas que no esperábamos nada y
en el encuentro, nada pretendíamos tampoco. Sólo
se trataba de música y literatura.
Para la siguiente visita me enfundé en una playera
que exhibía la portada del disco Horses de Patti Smi-
th. Elogió la espléndida fotografía tomada por Ma-
pplethorpe que llevaba impresa. Estaba totalmente
sorprendida de que él supiera el nombre del fotógra-
fo, era descubrir que en medio de mi desolación exis-
tía alguien con quien intercambiar opinión sobre to-
dos los asuntos que me obsesionaban. Vinieron más

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visitas. Charlas interminables sobre las bandas, sus
canciones y los conciertos a los que él había ido cuan-
do apenas era adolescente. Me contó cómo duran-
te un concierto de U2 había quedado boquiabierto.
Estaban en plena euforia, tocaban al momento algo
que ya no recordaba, la banda de repente cambió a
un compás más lento y Bono pidió un poco de silen-
cio, la mayoría calló, entonces para sorpresa de todos
dijo que entre los asistentes se encontraba Charles
Bukowski. No es cierto, me estás engañando, dije.
Es verdad, es cierto, ¿En serio?, ¿dime entonces qué
diablos haces aquí? No entendía que alguien como
él estuviera confinado a las paredes de una librería.
Lo imaginaba viajando como fotógrafo profesional o
columnista de alguna revista internacional, vocalista
de una banda, algo que no fuera estar atrapado en
aquel local que ahora ya me parecía sombrío. Ya ves,
a veces nos toca el plan b, dijo.
Cuando agotábamos el tema de las bandas le se-
guía el de los libros y a veces al revés. Discutíamos de
asuntos tan conocidos como que John Kennedy Too-
le se había suicidado antes de publicar su obra. Re-

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producíamos en voz alta líneas de la novela que imagi-
nábamos sólo por nosotros descubiertas. El ayudante
en ocasiones se sumaba a las conversaciones, sobre
todo cuando no había clientes. A veces aportaba al-
gún comentario interesante e intercambiaba miradas
de complicidad, como diciendo: «¿Creen que no me
doy cuenta?». Siempre lo ignoré. Pensaba que quizá
cuando yo salía del local, el asistente se atrevía a pre-
guntarle todo con franqueza y él, sin tener en claro
nada, sólo apostaba a decir que lo nuestro era difícil,
complicado pero no imposible.
Un día le llevé La obediencia nocturna de Juan Vi-
cente Melo, le encantó, fueron varios días que pasa-
mos haciéndonos bromas sobre el perro-tigre y otras
referencias en la misma. Parecía como si yo supiera
de antemano sus tribulaciones, los laberintos que tra-
taba inútilmente de resolver. Él me entregó a cambio
la novela Si una noche de invierno un viajero de Italo
Calvino, me dijo que estaba seguro de que el haberla
leído en su juventud era una premonición de que yo
iba a aparecer en su vida. Los dos éramos personajes
dispuestos a encontrarnos en todos los inicios de to-

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das las historias posibles. Yo era esa lectora a la que
él reconocería en la siguiente página y juntos nos iría-
mos de capítulo en capítulo resolviendo los retos de
la temporalidad. Seguimos así. Yo en cada aparición
llegaba con un estampado distinto en mi ropa: Devo,
Television, Talking Heads, The Go-Go’s.
Pasó un buen tiempo sin que pensara en qué ha-
cer respecto al ejemplar de Cathedral, hallado en su
librería. Era una colección leída en otro tiempo que
sólo buscaba reponer. La triste historia de la pérdi-
da de mi primer ejemplar ya era agua pasada, lo úni-
co que esperaba, era un día tener de frente a aquel
pseudo artista ladrón y gritarle: ¡Ey!, devuélveme a
Carver. Sentía que el tener ahora en mis manos el
libro autografiado por el autor, era hacerme justicia,
restituirme lo arrebatado por otros. Debía tomarlo
como lo que era, un regalo. No debía sentirme mal.
Sin embargo no era así. Me sentía en deuda. En
cierta forma el ejemplar también le pertenecía y yo
estaba dispuesta a devolvérselo o bien, compensarle
su valor. Me puse los tenis, una playera de Madness y
me lancé a la librería. Moría de ganas por confesarle

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que tenía en mi poder un libro autografiado por Car-
ver y compartirlo con él.
Caminé rápido de mi auto hacia la entrada. Me
inundaba una fuerza, una violencia interior que me
decía que todo aquello era una señal de que nos es-
peraban cosas buenas. Sabía que ese día era seguro
que estuviera allí, así que en cuanto crucé la puerta
y el din dang dong sonó, grité: ¡Ey!, ¡ey!, te tengo una
sorpresa. Me quedé fría cuando de entre los estantes
salió una mujer y me dijo: ¿Buscas a alguien?, ¿te pue-
do ayudar? Mi sangre se convirtió en jugo de naranja
y comenzó a transportarse locamente como en un
tobogán. ¡Perdón!, buscaba a Mario, ¿no anda aquí?
Dije el nombre del ayudante y compuse con grandes
esfuerzos mi expresión de espanto. Tenía frente a mí
a Mirna, la esposa.
Salí del sitio temblando, no sabía a dónde dirigir-
me. Me surgieron unas ganas irrefrenables de llorar y
desaparecer del mundo en ese mismo instante. Re-
gresé a mi casa y dejé que pasaran varios días para
ir otra vez.

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Cuando volví él ya estaba de nuevo, tenía varios
arañazos en la cara y una expresión de destrucción
que me hizo presentir que lo que me esperaban eran
malas noticias. Lo saludé. Él me abrazó y dijo: Lo sabe
todo, no tienes idea de cómo se pusieron las cosas en
mi casa. Lo escuché con atención mientras cada uno
de mis músculos se iba encogiendo, la noticia de Car-
ver y todas mis esperanzas se diluían. Yo no soporta-
ría estar lejos de mis hijos, ¿me entiendes?, dijo. En su
rostro se formó una expresión de total desamparo,
me sentí en deuda y deposité en sus manos el ejem-
plar: Mira, no te habías dado cuenta pero me vendiste
una copia con la firma de Carver. Sus ojos se ilumi-
naron y tomó el libro para hacer un examen del mis-
mo. ¿Por qué no me habías dicho?, ¿cuándo te diste
cuenta de que estaba autografiado?, dijo. Desde que
lo iba a comprar, no te enojes conmigo, respondí. Le
describí cómo había sido aquel día y cómo ahora todo
era distinto: estaba feliz de compartirlo con él. Pero…,
en todo caso, ya es tuyo, dijo. No, no me lo digas así,
mejor que sea para los dos, ¿no crees?, Bueno sí, aun-
que estaría bien saber si la rúbrica es auténtica, ¿por

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qué no me dejas el ejemplar y yo lo averiguo? Acepté
y le entregué el volumen. Era una botella que lanzaba
al mar y esperaba me fuera devuelta con la salvación.
Una prueba irrefutable de que mi intuición estaba en
lo cierto y debíamos permanecer juntos.
Los días pasaron y cada vez que me aproximaba a
la librería experimentaba ese miedo de encontrarme
con la esposa. Para evitarle problemas le llamaba a
su celular anunciándole que iba o si podíamos comer
juntos. Pasaba a algún lugar de comida rápida y com-
praba algo para él y a veces también para el ayudante.
Las cosas volvían a la normalidad y el asunto se cal-
maba. El libro de Carver había sido enviado a un va-
luador y mientras tanto, él y yo, continuábamos con
los asuntos de las bandas de rock y las líneas de las
novelas. Nos comunicábamos a todas horas. Me sor-
prendía a mí misma riendo sin razón y era inevitable
que esperara con ansia el fin de mi jornada de clases
para salir corriendo a verle. Odiaba los días en que
debía estudiar o reunirme con los compañeros para
los trabajos de equipo.

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A causa de los exámenes finales, pasó una sema-
na completa sin que pusiera un pie en la librería. Me
estaba volviendo loca sin verlo pero todo estaba im-
posible. Los compañeros llegaban al departamento y
nos poníamos a estudiar o bien, estaba encerrada en
el laboratorio de fotografía terminando los últimos
trabajos del semestre. Al acabar todo, los amigos de-
cidieron que debíamos festejar el fin de las clases y
así se fueron varios días dedicados a vaciar cartones
de cerveza. Cuando por fin pude librarme de ellos, al
primer lugar al que me dirigí fue a la librería.
Llegué y se me cortó la respiración al ver el cristal
roto de la puerta de entrada. Por un instante titubeé
entre acercarme o no. Apenas una hora antes ha-
bía conversado por teléfono con él y parecía normal.
Avancé muy temerosa al recordar mi escena imagina-
da de un robo a la caja fuerte, ¿qué tal si alguien había
intentado asaltar el local? Todo estaba en el aire. Me
encaminé hasta el mostrador y allí encontré al ayu-
dante que recogía un montón de libros deshojados.
¿Qué pasó?, pregunté, tratando de disimular eso que
de antemano sabía. El ayudante me echó una mirada

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exterminadora, estoy segura que deseaba fulminarme.
Pregúntale a él, está atrás, y con su mano me indicó la
dirección de uno de los últimos estantes. Di pasos muy
pequeños y lentos, como si al acercarme a él fuera a
detonar una bomba. Lo encontré con más arañazos en
el rostro que la vez anterior, tenía alrededor del cuello
una gruesa marca de color tostado y la camisa rasga-
da. Sin darme el abrazo con el que siempre me recibía,
me miró y dijo con una especie de aborrecimiento: ya
no puedes venir aquí, ya no te puedo ver.
Se me vinieron las lágrimas al rostro, apoyé mis
brazos en uno de los libreros que tenía cerca. Solté
un llanto agolpado, alimentado por las ocasiones en
que había temido que eso pasara. Sí, entiendo, dije.
El ayudante se acercó y le hizo unas preguntas sobre
los ejemplares rotos. Entonces…, pronuncié como es-
perando que él completara la frase, que surgiera de
repente esa reunión de palabras que pudieran impri-
mirse en la siguiente página. No me escribas más, no
me vayas a mandar ningún correo electrónico, ella lo
va a estar leyendo todo, dijo. Me limpié el rostro con
la manga de mi blusa. Entonces…, volví a decir pero

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ahora concluí con voz más resuelta, ¿ya no te voy a
ver? En su semblante se reveló un profundo fastidio.
No se puede, entiéndeme. Permanecí en silencio e
inmóvil, como esperando algo más. Necesito que te
vayas, va a volver y no quiero que te vea, dijo.
Me encaminé hacia la puerta y al pasar frente al
mostrador le dije señalando en dirección de la caja
fuerte: Mi libro. Recibí otra mirada enemiga pero aho-
ra con cierto aire de aflicción: Ah sí, está allí dentro,
¡se salvó de milagro!, ¿lo quieres en este momento?
Salí del lugar y me dirigí al auto. Él se asomó por la
puerta hasta verme desaparecer del corredor que co-
municaba hacia un estacionamiento común. Me fui de
vacaciones durante el verano y de nuevo, volví para
iniciar el ciclo de la escuela. Algo no estaba en orden,
era como un desajuste en el que sólo pensaba cuán-
do sería el mejor momento para volver a la librería. Ya
había pasado más de medio curso cuando el mismo
amigo que me había llevado al aeropuerto, insistió
en que la mejor forma de darle la vuelta a esa histo-
ria necia que me tenía trastornada, era lanzarnos de

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compras a la licorería y beber hasta perder el juicio.
Le hice caso.
Si no fuera por aquel encuentro con su ayudante
en el bar, juraría que yo jamás envié dicho mensaje.
Cuando volví a mi departamento esa noche, me puse
a revisar el historial de mis textos enviados por el ce-
lular y no encontré nada. Luego traté de hacer me-
moria y tampoco. Probablemente debía ser producto
de alguna de mis borracheras. Fue hasta que pacien-
temente leí los mensajes almacenados en la bandeja
de salida de mi correo electrónico, que encontré uno
que había sido enviado justo a mitad de octubre, de-
cía así: POR FAVOR, DEVUÉLVEME A CARVER, TUYA.
No creo que esa haya sido la causa para el cierre
de la librería. Sinceramente lo dudo. En todo caso,
como he dicho desde inicio, yo tengo una defensa
real: todo se trataba de música y literatura. Sólo can-
ciones y algunas líneas de novela. Si acaso, un par de
capítulos no escritos o por escribir.

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Un patio muy amplio

No sé qué más hacer, pienso que nadie vendrá, no hay


razones para que lo busquen aquí…, además…, el pa-
tio es muy amplio. La abrazó y pusieron manos a la
obra. Del cuarto de atrás, el que está construido junto
al anexo, sacaron un par de palas y un pico. Era una
de las escenas que ocurre en tantas películas donde
un par de personas cavan un pozo ungidos por la no-
che y la clandestinidad. Sus manos estaban acostum-
bradas al trabajo del hogar, no era extraño pasar los
domingos haciendo jardinería en el patio. A su padre
no se le podía aplicar el dicho de: “En casa del herre-
ro, azadón de palo”, pues toda la construcción estaba
rodeada de flores y árboles sembrados por él. Uno

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de los lados de la casa estaba franqueado por una hi-
lera de laureles enanos y el otro, por una cadena de
buganvilias naranjas. En todas partes se asomaban
yucatecos, granados, higueras y un naranjo cuyo tallo
a lo largo del tiempo había robustecido. El esmero en
el cuidado de la vegetación le daba un aire vivo y de
distinción.
Su papá fue el que hizo la mayor parte al momento
de escarbar, ella se dedicó solamente a dispersar un
poco los montículos que se iban acumulando sobre
el suelo. El clima en la ciudad es muy generoso, nadie
se puede quejar, pero esa noche sí que hizo calor, era
como si el mismo ambiente quisiera complicarles aún
más todo. Del pequeño refrigerador trepado sobre
un pallet de madera sacó una caguama para él y un
Crush para ella. Destapó la soda y se quedó en silen-
cio. Dejó que el líquido suavemente resbalara por su
garganta. A través de la puerta de screen del patio
pudo divisar la cocina; las cosas compradas un poco
antes en el mercado seguían en bolsas de papel sobre
la mesa. Quizá ya no harían su carne asada.

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Volvió a la parte trasera del anexo, adonde cavaban
el pozo. Llevaban a lo mejor un metro de profundi-
dad. Lo tenemos que hacer muy hondo, aunque nos
estemos aquí toda la noche, dijo su padre. Asintió y le
ofreció la cerveza. Él depositó la pala sobre uno de los
bultos de tierra y le dio un trago generoso. ¿Qué dices
mija?, ¿le seguimos?, Sí papi. Ella continuó abriéndole
espacio a los montones de tierra y él con lo suyo. ¿En-
tonces mañana haremos nuestra carne?, le pregun-
tó. Yo creo que sí, a ver si no estamos muy cansados,
respondió con mucha fatiga y sin detener su labor. Lo
dejó por un momento y corrió hasta la cocina para
meter la carne y todo lo demás al refrigerador.
Se hizo tarde y le comenzó a dar sueño. Aún que-
daba toda la noche tal como su padre había pronos-
ticado. Quizá llevaban dos metros más. Yo creo que
ya es suficiente papi, ni en el panteón los hacen tan
hondos. La miró y ni siquiera pudo esbozarle una son-
risa. Tienes razón, ya estoy cansado, que sea lo que
Dios quiera. Su hija le ofreció otra caguama, para ese
momento ya sumaría tres o cuatro. Ella destapó otro

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Crush. Los dos le dieron sendos tragos como si qui-
sieran asfixiar las botellas.
El cuerpo estaba allí cuando llegaron de la calle,
su padre lo encontró al ir al patio del anexo a recoger
unos trozos de cerca que deseaba adelantar. Ahora
sí los quiero arreglar, llevan allí semanas. Con mucho
cuidado lo recargaron contra la barda de bloque que
todavía rodea la parte trasera de la propiedad. Era un
hombre que se había atrevido a invadir el patio sin
prever que se perforaría medio tórax y cráneo. Su-
pusieron que en su salto al interior había tropezado
sobre una afilada armazón que iban a usar para ten-
der guías en el jardín. Quitarle lo puntiagudo a esos
fierros era trabajo pendiente, por eso estaban en la
parte de atrás, no fuera a ser la de malas y pasara
algún accidente.
Entre los dos jalaron el cadáver para acomodarlo al
borde del pozo. Lo aventaron y escurrió hacia el fondo
dando un golpe sin eco. Apenas y pudieron distinguir
los contornos de su silueta, ya estaba oscuro y por
precaución no prendieron las luces de afuera. No se ve
bien sin la luz, seguro que éste se ensartó anoche o en

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la madrugada. Ella recordó que el día anterior no había
prendido las luces, un olvido. Bañaron el pozo con cal
y luego comenzaron a devolver la tierra al agujero, fue
rápido. Guardaron las palas y el pico. Mañana recoge-
mos y arreglamos bien aquí, dijo el papá. Ella lo abrazó
y se fue directito a bañar. Él también.
Ese domingo como pocos su papá durmió hasta
tarde. Dieron las nueve y los ronquidos la despertaron.
Se deslizó hacia afuera de la cama sin hacer ruido. En
la cocina se sirvió un cereal y luego se sentó frente al
televisor de la sala para ver las caricaturas. Ya al rato,
su papá salió de la habitación y le dijo que debían ter-
minar lo de anoche, arreglar el patio de atrás.
El sol los golpeaba de lleno, desde el día anterior
el clima castigaba. No se puede dejar sólo esta parte
revuelta, debemos revolverla toda. Con su pala ayudó
a remover la tierra del área que rodeaba al pozo, él
aprovechó para dar un poco de orden y sacar las cosas
que ya no servían. Cuando toda la tierra estuvo suelta
le dijo que trajera la manguera y regara bastante para
que el polvo se aplacara. La dejó y él se fue a compo-
ner los trozos de cerca que lo esperaban en la parte

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de enfrente desde el día anterior. Al terminar con las
tareas el pequeño espacio relucía en orden y mejor
que antes. Esa tarde prendieron el asador y prepara-
ron carne junto con unas costillas muy jugosas.
Ella no le comentó en ése ni en los días sucesivos
sobre el asunto del cuerpo. Sin declararlo de mane-
ra explícita, se comprometieron a guardar silencio. El
lunes su padre volvió a la rutina de despertar a las
tres con cuarenta, bañarse, echar todos sus enseres
al pick-up y enfilarse para cruzar al otro lado. Por su
parte ella regresó a las tareas de diario: despertar a
las seis veinte, comer un pan tostado, tomar leche,
ajustarse el uniforme y esperar a que la recogiera el
camión del colegio.
La primera clase en el día fue la de religión. La
monja les repartió unas hojas que ilustraban todos
los elementos del altar de consagración, a cada ob-
jeto litúrgico le acompañaba una línea sobre la cual
debían escribir el nombre correspondiente. Les pidió
que colorearan las figuras. Ella tomó un crayón rojo
y todo lo pintó en esa tonalidad. Al salir al recreo se
quedó sola en una banca, como siempre. El asunto

28
del cuerpo enterrado era como un regalo, ahora se
sentía parte de un gran asunto, inmersa en la aven-
tura. Sus compañeros iban de aquí para allá botando
una pelota, las compañeras de clase saltaban la cuer-
da y otras, brincaban sobre un elástico. Ella estaba en
calma, dichosa. Por primera vez observó con cierta
superioridad al mundo.
Fueron tres días después de cumplir dieciocho
años cuando encontró a su padre tirado sobre la lo-
seta del baño. El médico dijo que había sido un infar-
to fulminante. Fulminante, repitió a cada una de las
personas que informó sobre el fallecimiento. Dos días
después, cuando todos se fueron y ya su padre esta-
ba depositado en el panteón, quiso pronunciar en voz
alta las palabras infarto fulminante, comprender por
qué estos dos términos ostentaban la autoridad de
arrebatarle su único afecto.
Se sentó en una de las sillas del porche y reparó en
la abundancia que se desplegaba sobre ese patio tan
amplio. Volvió a pensar en el hombre enterrado junto
al anexo, ¿por qué su papá había decidido enterrarlo
en vez de llamar a la policía? Nunca se lo preguntó.

29
Sin embargo, ella ignoraba que aquel hombre no
era un desconocido, era el mismo que años atrás le
había soltado un par de tiros a su padre. El resumen
era el siguiente: su papá se aprovechó de una mucha-
cha a sabiendas de que ésta tenía un hermano con
fama de violento, no le dio importancia, pensó que
la libraría. Le prometió el cielo, el mar y las estrellas,
acaso ella tendría quince y él diecinueve. Cuando ya
no procuró a la chica, el hermano enfurecido fue a
buscarlo para pedirle cuentas. Le disparó. Casi mue-
re, se salvó de milagro.
Un amigo le consiguió documentos gringos para
que se fuera allá por un tiempo. Era mejor poner tie-
rra de por medio. Los papeles eran buenos, los había
conseguido de un joven muerto en un accidente en
este lado de la frontera. Era un hijo de sus vecinos, los
visitaba cada semana, tenía una novia acá. El amigo
les ofreció a cambio una compensación económica,
además, se trataba de realizar una buena obra. Le en-
tregaron un acta de nacimiento del estado de Califor-

30
nia y el número de seguro social del chico. Su padre
se fue a los Estados Unidos y adoptó esa identidad.
Más de seis años esperó para retornar. Se le re-
volvían las tripas al imaginar que su perseguidor lo
encontrara de nuevo. Sólo recuperó la seguridad al
escuchar rumores sobre la desaparición de éste. Se
decía que a varios traía muy molestos, no faltó quien
le pusiera un alto. Lo primero que hizo fue comprar
una propiedad en las afueras de la ciudad. Era un te-
rreno llano, al inicio no tenía gran cosa. Apenas sólo
dos cuartos de adobe y una extensión amplia que lo
hacían sentir como todo un hacendado. Allí estaba
construida casa.
Ella observó de nuevo la extensión de tierra. Re-
cordó cómo se pobló gradualmente de árboles. Pen-
só en aquella noche que sepultaron al hombre en el
patio del anexo. Cómo luego lo transformaron en un
pequeño huerto que ahora daba frutos dulcísimos y
grandes. Se trasladó a las tardes donde la única mi-
sión era armarse de una vara con un gancho y reco-
lectar guamúchiles. Este patio tan grande…, pronun-
ció.

31
La casa era el proyecto de su padre, cada fracción
de tierra escondía cierto ideal. Un conjunto de histo-
rias cuya suma moraba en cada espacio. Quién sabe
si aún hubiera más secretos que ella ignoraba; más
muertos, armas, quizá fortuna. Su mirada se volvió lí-
quida. Sería imposible sostener la casa y cuidarla con
el mismo esmero de su padre. Todo eso requería de
tiempo. Se le caería en pedazos el jardín, la construc-
ción se derrumbaría.
Quizá era el momento de abandonarla y que al-
guien más se hiciera cargo. Venderla. Ya el esqueleto
alguien lo encontraría después, o quizá nunca. Más
pensamientos la asaltaron. Tuvo miedo de haber pro-
nunciado aquello en voz alta. ¿Qué si aquel cuerpo
cobraba vida ahora?, ¿si durante la noche se atrevía
a llamarle o tocar la ventana de su habitación? Ya no
estaba el padre para defenderla. El patio por primera
vez la intimidó. Se revelaron con claridad una serie de
peligros y catástrofes latentes.
Rápidamente se puso de pie y dirigió al interior de
la casa. Emparejó la puerta de screen y a otra de ma-
dera le echó cerrojo. Una conciencia temerosa cobró

32
vida. Ahora estaba sola en medio de un cementerio.
Habitaba una casa de paredes que se antojaban listas
para ser engullidas por tanta vegetación. Debía llamar
inmediatamente a un agente inmobiliario. Huir de allí.
En el directorio telefónico encontró un nombre y
apuntó los datos en un trozo de papel. Revisó la hora
y se dio cuenta que era un poco tarde para la llama-
da. Se prometió que al día siguiente la realizaría, sería
lo primero. La intranquilidad la invadió, presentía que
en cualquier momento se levantaría aquel hombre
como un resucitado. Escuchó pisadas que provenían
de afuera. A su miedo se sumó el repentino azote del
viento. Llegaban hasta su habitación unos chillidos in-
descriptibles. Apenas y pudo dormir con el resuello
del aire que se colaba por las hendiduras de la casa.
Al día siguiente inició con las llamadas a los agen-
tes de bienes raíces. Hubo varias visitas pero la posi-
bilidad de venta se complicó. Todos le pedían papeles
de propiedad que ella no disponía, tendría que enta-
blar un juicio de sucesión pues no había testamento.
¿De dónde sacaría dinero para contratar a un aboga-
do?, ¿cuánto tiempo le tomaría el realizar esos trámi-

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tes? Se propuso buscar un trabajo, ahorrar todo lo
que pudiera para arreglar esos papeles. Ya después
de la venta, podría estudiar sin mayores preocupacio-
nes, incluso con dinero suficiente.
Así lo hizo. El tiempo se le iba en trabajar y arre-
glar al paso los desperfectos que surgían por aquí por
allá. Apenas cubría los gastos de un asunto cuando ya
tenía encima otro. En uno de los veranos las lluvias
sembraron goteras por toda la casa. Tuvo miedo de
que las corrientes de agua removieran la tierra y de-
jaran al descubierto el cuerpo. Noches de insomnio.
Se imaginaba cómo la policía tocaba a su puerta para
llevársela presa. La humedad provocada por la lluvia
resquebrajó la pintura de varias paredes. En su mente
se reproducía una y otra vez el colapso de su casa, la
imaginaba como absorbida por un terremoto. Llora-
ba. Cada vez que creía que podía terminar y alejarse,
algo nuevo la retenía.
Podía sentir cómo sus mañanas cada vez eran
más nubladas, como si mientras dormía algo de ella
se quedara enterrado en la cama. Ella entraba, salía,
realizaba quehaceres. Los vecinos sólo observaban.

34
En muchas ocasiones intentó alejarse pero siempre
era traída de regreso, como si un par de altavoces
la persiguieran a cada lugar anunciándole que tenía
cuentas pendientes, que debía volver. Quizá era que
la endemoniada construcción iba a mantenerle presa
toda la vida.
Por la mañana cepilló su pelo que escurría agua
y lo ató en un chongo. Una vez más experimentó la
pesadez de la noche transcurrida. Se calzó unas di-
minutas zapatillas de tacón bajo y de nuevo se diri-
gió a la calle, otra vez a la oficina de bienes raíces.
Cuando entró, uno de los empleados nuevos le dio
la bienvenida y la hizo sentar junto a otros clientes
que esperaban. Le entregó un número tomado de un
dispensador. Ella se acomodó en uno de los sillones
y colocó las manos sobre su regazo. Pasados unos
minutos, se impacientó y sacó una pluma de su ma-
letín. Se entretuvo un buen rato haciéndola circular
de un dedo a otro y pasándola de una mano a otra.
Escuchó gritos y supuso que provenían de los gran-
des altavoces distribuidos por el techo lugar. Luego
observó con detenimiento y descubrió que eran pan-

35
tallas que sólo exhibían la numeración del orden en
que atendían, de ahí no escapaba mayor sonido. Para
ese momento no recordaba en cuál de los bolsillos
se encontraba su número, ¿en cuál estaba? Su rostro
mostró preocupación.
El mismo empleado que al entrar le dio el reci-
bimiento se acercó a ella y le comentó que ya hacía
buen rato que su número había pasado, que en qué
le podía ayudar. Ella pareció ignorarlo y siguió entre-
tenida con el juego de la pluma. Otro de los traba-
jadores del lugar le echó una mirada al principiante
indicándole que se retirara de la mujer. El joven se
alejó de ella para intercambiar en silencio unas pala-
bras con el trabajador. Luego regresó y le dijo: Dime
en qué te puedo ayudar, veo que ya ha pasado mucho
tiempo y sigues aquí. Ella le lanzó una mirada fiera
para luego arrojarle un trozo de papel muy desgas-
tado. Tengo una cita, exclamó. El muchacho cogió
aquello y lo leyó. En él estaban anotados la dirección
de una oficina inmobiliaria y el nombre de un agente.
Creo que te has equivocado de sitio, aquí somos la
compañía de televisión por cable, el joven le dijo con

36
amabilidad. ¡Yo tengo un asunto aquí!, ¿no me ves?,
gritó y el resto de las personas que esperaban en la
misma sala voltearon a verla. ¿Es que necesito sacar
lo que traigo aquí guardado para que me atiendan?,
dijo con una voz fuerte, al tiempo que se inclinó so-
bre el maletín para abrirlo. Todos que ya estaban al
pendiente de lo que ocurría se sobrecogieron por un
instante. ¡No!, no es necesario, ¿por qué no me plati-
cas de tu asunto allá afuera?, yo te puedo ayudar. Ella
soltó el maletín y se acomodó el peinado, luego dijo:
No, yo estoy esperando a que me atiendan y no me
voy a salir. El muchacho que vestía una camisa muy
planchada y corbata, apuró la conversación. Está
bien, vuelvo en un rato más por si algo se te ofrece.
No tardó mucho en aparecer en la sala un hombre
de complexión robusta que vestía un traje y zapatos
muy lustrados. Nos da pena molestarlos pero en este
momento debemos realizar un simulacro de incendio,
les pedimos por favor que desalojen el lugar. Todos
se voltearon a ver un poco incrédulos de la instruc-
ción. La mayoría atendió pero con lentitud. No se
preocupen por su turno, conserven el número, esto

37
sólo tomará unos minutos, repitió el hombre. Los em-
pleados que ocupaban el lado de los mostradores, se
levantaron de sus asientos y dirigieron al grupo hacia
el estacionamiento.
Pasó efectivamente un corto lapso cuando anun-
ciaron que se podía volver al interior, el simulacro ha-
bía concluido. En el exterior de las oficinas se aprecia-
ba una patrulla; sentada en el asiento de atrás estaba
ella y el maletín. El gerente del lugar entró y dijo al
momento que esbozaba una sonrisa: Ustedes discul-
pen, son políticas de seguridad. Luego se dirigió al
principiante que se encontraba justo a su lado. Trató
de hablarle en voz baja y evitar ser escuchado por los
que todavía mantenían sus miradas sobre ellos: Esa
mujer no debe pasar, es un dolor de cabeza, vive cer-
ca de aquí, donde hay un patio muy amplio. El mu-
chacho se frotó las manos sobre los pantalones: No
se preocupe, es que yo no sabía, no me vuelve a pa-
sar. El hombre hizo un reconocimiento del lugar con
la mirada y dijo: Está bien, abuzado para la próxima.
Salió de nuevo hacia el estacionamiento y vio
cómo arrancaba la patrulla llevándose consigo a la

38
mujer. Se sintió satisfecho de su actuación. Los poli-
cías ni se sorprendieron ni hubo que ofrecerles mayor
explicación del incidente. Se acercaron a ella procu-
rando no asustarla y con palabras amables la conven-
cieron de subir a la patrulla. Por enésima ocasión, ella
se sintió descubierta. El auto encendió y sin mayor
problema se enfiló hacia una de las calles adyacentes
Eran ellos los que habían acudido una semana atrás
para atender el mismo caso, ya sabían la dirección.

39
Índice
Devuélveme a Carver, 3
Un patio muy amplio, 23
De Un patio más amplio,
editado en la ciudad
de Guadalajara
en noviembre de MMXIv,
se imprimieron 100
ejemplares numerados.
En su composición se
usó la fuente Alright
Sans de 7, 9 y 16 puntos.
El cuidado de la edición
estuvo a cargo de Isabel
Jazmín Ángeles.

ejemplar

de 100

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