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ISBN: 9781688602687
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A Daniela, Verónica y Emanuele….el sentido de mi vida.
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Prólogo
No es un secreto para la gente que me conoce bien que, desde muy joven haya mostrado
desahoga su caudal en cualquier papel que encuentra, para escribir una frase, un verso,
unas líneas llenas de borrones que se convertirán en ese algo donde puedo manifestar mi
Cuando hace doce años atrás me propuse concluir todos esos personajes sueltos, todos
esos caminos sin retornos, todos esos destellos fugaces y todas esas historias desajustadas
y diluidas en miles de madrugadas empapadas del febril anhelo de querer contarlas; nunca
imaginé que fuese necesario tener una batalla épica con mi yo racional, ése que vivía
diciéndome que no era lo suficientemente bueno para hacerlo. Y así, me convencí de que
el trabajo, el día a día, era más importante, que esta ilusión de contarme y contarle a otros
estas historias.
Aún cuando alguien leía, con interés y curiosidad por encima de mi hombro algún
garabato, o cuando un buen amigo me decía que debía dedicarme a escribir lo más posible,
no fue hasta que estuve dispuesto a enfrentarme a mí mismo, para hacerle espacio a ese
escritor en pañales que siempre había existido desde la época del liceo; que logré que éste
pudiese resurgir en las horas más avanzadas de la noche para comenzar a alimentarlo, a
nutrirlo de fantasía, a darle vida propia, a que decidiera por sí mismo que era lo mejor
para él. Lo vi primero, muy tímidamente, dejar solo esbozos en la mesita de noche,
bosquejos de dos líneas, la imagen de un personaje, y luego vi la pasión con que escribía
sus historias sin tener ninguna formación formal, sólo con una infinita imaginación que
buscaba tras de todo lo que tuviese a su alcance, el momento justo para crear un nuevo
relato.
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Fue así como una madrugada, apurándome para darle forma a un cuento que llevaba un
buen rato dando vueltas en mi cabeza, y para cumplir con el plazo para un concurso de
cuentos de un diario local, que llegó Elisa a mi vida…a ella le debo la valentía y el coraje
por el cual, hoy pueda presentarles estos cuentos que yo pensaba mantener ocultos por
lector. A Elisa le debo el haberme liberado, el haberme mirado a los ojos diciéndome: “yo
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Índice
Elisa en el Espejo
El Beso de la Media Luna
El Arrullo de los Lirios
La Capilla del Cielo
A la Sombra del Curarí
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Elisa en el Espejo
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Solo una brisa tenue, percibida apenas por el tintineo de las arandelas y del roce de las
hojas muertas contra las cobrizas y gastadas tablas del muelle, soplaba entre las rendijas
que dejaban abiertas, los minutos de aquel mediodía de sol intenso y voraz. Únicamente
el constante vaivén producido por el oleaje debajo de la madera húmeda, lograba, de tanto
en tanto, abstraerme de las cavilaciones propias del divagar del alma, y entre murmullos,
llevarme de regreso a una realidad que me es ajena. Me percato entonces que mi pie
izquierdo ha estado rozando con los dedos la superficie calma de la laguna, sesgándola
con constantes líneas de ansiedad, una y otra vez como si tratara de recordar que, en aquel
paraje detenido en el tiempo fugaz de las luciérnagas; hubiese tenido alguna vez la
necesidad de volver mis pasos hacia otro horizonte más agreste y violento. Por instantes
volví a recordar vagamente mi vida y pensé en Ella con tal fervor que sentía su perfume
llegado!
Conocí a Elisa una tarde de humedad malsana en la que reparaba una vía de agua en mi
pequeño bote, justo encima de la línea de flotación de estribor, que se había abierto al
chocar el casco contra los corales de Punta Venado, una tarde en que llegamos luego de
la bajamar. Llegó en un taxi grande, viejo, lleno de herrajes sueltos y con un bulto
amarrado al techo. Era una mujer muy hermosa, alta, de pelo que se adivinaba muy largo,
pero que llevaba recogido, con ojos negros profundos como las trazas que deja el carbón
en el lienzo y una tez muy blanca; no se parecía en nada a las mujeres a las cuales mis
ojos estaban acostumbrados a mirar y tal vez por ello la observé por un buen rato, no tanto
por imaginar su anatomía, sino más bien por curiosidad; me pareció ver que cojeaba un
poco y que estaba muy cansada de un largo viaje. Estaba buscando a alguno que pudiese
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llevarla esa misma tarde por mar a Piedras Pintadas, un puerto casi clandestino que
- Y cuánto paga por el viajecito? – preguntó Pancho mostrándole los pocos dientes que le
quedaban.
- Eso depende, solo por echarme a la mar en esta maldita tarde con una mujer bella como
usted, puedo darle una rebajita- dijo, mientras se espantaba las moscas que revoloteaban
Pancho era más viejo de lo que la gente creía, tostado por el sol que hacía más oscura su
piel morena; había comenzado a trabajar muy niño en un pesquero en Tobago bajo el
cuidado de su primo mayor Isaías; con el que aprendió el oficio de grumete, y quien, en
no pocas oportunidades, lo azotaba por el más mínimo desliz en sus deberes. No fue fácil
para él, a pesar de su más visceral rencor contra su primo, verlo ahogarse cuando cayó al
mar luego de que en una tormenta, una ola lo arrancara de cubierta. El mismo Pancho
cuenta que no lloró, solo para demostrar que a sus 12 años ya era un hombre de mar,
aunque cuando se acomodó en el rincón de la bodega que servía de refugio, bajaron por
sus mejillas imberbes dos lágrimas que se confundieron con la aguasal que cubría su
rostro. Al crecer ganó el aprecio del capitán trinitario quien, con el correr del tiempo lo
adoptó y crió como a su propio hijo; dejándole a su muerte, un par de barcos grandes, la
destreza de la navegación, seis litros de ron de las antillas, tres mujeres a quienes debía
decirles mamá y unos cuantos centavos para que continuara con el negocio. Era un buen
hombre, un capitán tenaz que no le temía al mar porque decía que era su hermano mayor;
pero se volvía loco por las mujeres, todo cuanto ganaba en las jornadas iba a parar a la
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pantaleta de alguna meretriz que conocía en los bares o al fondo de las botellas de
- Lo malo es que no tengo gasoil para llegar allá, tendría que cargar combustible y ya la
tarde cae; con el mar calmo como está, podríamos llegar en un par de horas más o menos
- Solo un bolso de mano, una maleta pequeña y un espejo de pedestal – dijo Elisa
- Mujeres – rió Simón, el segundo de abordo – no importa donde vayan, pueden no tener
agua o comida; pero Dios nos guarde si les falta el maquillaje y toda sus vainas para andar
coquetas!
- Simón, Cayena y Julián; ayuden a la señorita a subir sus cosas a la vieja – que era como
Puse a un lado las herramientas y con desgano me levanté a ayudar a los demás; Cayena
aunque sin llevar el ritmo, se veía muy nervioso y algo pálido para estas latitudes
caribeñas, pensé que podría estar enfermo. Cuando le dije que nos echara una mano para
bajar el espejo, dejó repentinamente de jugar con sus dedos, como si ese instante se
congelara en el tiempo; y dirigiéndome una mirada febril, con ojos grandes e insomnes
imperceptible. Me hundí de hombros e hice señas a los otros dos ayudantes, José María y
José Clemente, dos morochos casi idénticos, hasta en su sordomudez y en el gusto por el
licor; dos caras de la misma moneda, tan iguales y tan diversos, un par de truhanes que
no podían ver nada de valor porque en seguida lo robaban para venderlo, lo que uno sufría
el otro parecía padecerlo en su propia carne. Eran tan unidos que cuando uno robaba de
la bodega, el ron del capitán y era descubierto, el otro se echaba la culpa y al final ambos
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eran confinados a pasar la faena haciendo de lacayos y cocineros, penitencia esta que
parecía ser para todos nosotros, porque todo lo que los morochos cocinaban sabía
irremediablemente a las cenizas que se desprendían de los tabacos que fabricaban ellos
mismos con casi cualquier yerbajo que pudiese fumarse. Simón comenzó a desamarrar
las cuerdas que sostenían al espejo fijo en el techo del taxi; mientras Elisa se acercaba
indicándonos como cargarlo para que no fuese a romperse; fue al tenerla cerca que percibí
su perfume; era algo como una mezcla de rosas, amaranto, sal y almizcle que, por
instantes producía en mi una jauría de sensaciones que despertaban los más atávicos
instintos. No fue sino hasta que José Clemente me tocó el hombro, que se rompió ese
dos metros de alto y se veía de lejos que era muy pesado. Al tomarlo, una de las sábanas
que a manera de protección lo cubría, se enredó con uno de los bordes del que hacía años,
debió haber sido el techo de vinil del carro, rasgándola irremediablemente y dejando al
descubierto uno de los extremos de aquel curioso objeto. Por lo que pude ver tenía un
marco de madera, tal vez de caoba, en el que estaban esculpidas una cantidad de lo que
parecían ser rostros en relieve; pero inmediatamente Elisa lo cubrió lo mejor que pudo y
nos pidió que lo llevásemos con cuidado a la bodega de La Turca y que allí debíamos
asegurarlo de manera vertical sobre su misma base para que no sufriese el mínimo daño;
nos explicó que se trataba de una pieza muy antigua y frágil que databa de principios del
siglo XIX, que había pertenecido a su familia por generaciones y ahora iba a dejarlo en
manos de su hermana, tal como su madre lo hizo con ella. Fue necesario que Cayena se
nos uniese para que, entre nosotros cinco, poder llevar el espejo a la bodega con todas las
precauciones del caso. Al pasar por el solar que lleva al muelle, casi se nos va de las
manos del susto cuando la Negra, una perra que se apostaba a la sombra de las redes y
que siempre viajaba con nosotros en la faena; se levantó de pronto con el pelo del lomo
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erizado, cortándonos el paso y gruñendo con fiereza como si de ladrones se tratara, - Sale
Negra, perra necia – le gritó Pancho mientras trataba de atizarla con una vara de bambú
que usaba para rascarse. El comportamiento del animal me extrañó un poco, pero lo
atribuí al sobresalto que le causamos en su siesta vespertina. Una vez que llegamos al
barco, Cayena y los morochos se encargaron de asegurar la carga lo mejor que pudieron
dejando apenas un espacio libre para pasar hacia la cocina. Al asegurarlo los muchachos
trataron de cubrir toda la superficie con la sábana raída; pero por más que trataron un
figura esculpida de lo que parecía ser el rostro de una mujer con facciones de animal
Cayena – grito Pancho – suelta amarras y ve a ver si puedes subir a la Negra; Julián
enciende el motor y vámonos que ya estamos justos de tiempo; Simón enfila hacia la
tripulación para zarpar. Cuando estaba recogiendo las amarras, sentí que me observaban,
voltee lentamente hacia el puerto y entre las siluetas de las redes ví el reflejo que producía
el atardecer en los ojos fijos de la Negra, quien aún con el lomo erizado iba siguiendo al
- Capitán la Negra se quedó – alcancé a decirle mientras el viento silbaba a medida que
ganábamos velocidad – Que se quede la terca esa – gritó - mejores perras me han dejado!
– y soltó una carcajada que retumbó entre los manglares de los bajíos, alborotando a los
Llegamos a cargar combustible casi a la hora de cierre, Simón maniobró para quedar del
lado derecho del apostadero y así estar de frente a la salida de la bahía. El mar estaba
calmo, dejando solo al viento la misión de alborotar las crestas de las olas diminutas; ya
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el sol brindaba sus tonalidades naranja y la luna, casi llena, se asomaba con timidez de
entre algunas nubes lejanas. Pancho salió del puente a cubierta para otear el horizonte,
José Francisco Cáceres, aunque toda la gente me dice Pancho; capitán de La Turca, a sus
servicios. Elisa parecía no haber notado las palabras de Pancho, sus ojos estaban fijos en
luz pálida sobre los bordes de las nubes, aún iluminados por los mórbidos rayos del ocaso.
- Elisa Valverde – dijo ella estirando su mano delicadamente – mucho gusto. Mientras se
- Solo voy a dejarle el espejo y unas cartas a mi hermana, pues emprendo un viaje largo,
y no quiero dejar nuestra herencia familiar en manos inexpertas, que pudiesen dañar su
- Debe tener para ustedes gran valor para hacer este laborioso viaje solo para transportarlo
- Es que pienso que por mar sufrirá menos en el trayecto, que si lo llevara por las carreteras
- Allí si le doy la razón, pues con el mar sereno como está, llegaremos más rápido de lo
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- Eso no me inquieta, me encanta navegar viendo el cielo nocturno plagado de
estrellas…alguna vez ha nadado en el mar con el reflejo de la luz de la luna entre las olas,
- Pocas veces he estado lo suficientemente sobrio para darme ese placer – dijo Pancho
Dicho esto Elisa volvió a ensimismarse viendo como la luna, se había liberado al fin de
su prisión etérea para comenzar su ascenso inexorable hacia lo más alto de la bóveda del
cielo; mientras La Turca, ya con sus tanques llenos, emprendía el rumbo sur-oste para
perderse en la inmensidad nostálgica del Caribe arrullado por los vientos de Septiembre.
En la cocina, José María estaba preparando alguno de sus potajes para darnos de cenar,
cuando de repente el filo del cuchillo que estaba asiendo para cortar las verduras, capturó
un rayo de luna que se colaba por entre las claraboyas, rebotando éste a su vez en el
cachito de espejo dejado al descubierto por las sábanas, iluminando parte de las figuras
con la lama para molestar a su hermano que leía en un rincón de la despensa, ayudado
pero cuando su hermano le lanzó un ají dulce para llamar su atención, alzó la vista y se
encontró con un haz de luz plateada tan potente, que lo obligó a parpadear en varias
donde José María para investigar como había hecho para condensar la luz de esa manera
pintar de resplandores todo cuanto estaba al alcance del filoso reflector; sin embargo con
el movimiento del barco, la triangulación que hacía posible vaciar la luz de luna por los
rincones, cesó casi de inmediato al virar a babor. Los muchachos entonces se preguntaron
por señas que, si con apenas el pedacito desnudo del espejo se había logrado intensidad
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lumínica tal, que podía opacar a los vetustos candiles de bronce; que pasaría si colocaran
luna pudiese golpear su faz a plenitud?. Se miraron fijamente por un segundo, como
leyéndose mutuamente las mentes, rieron y acto seguido corrieron al lado del espejo para
desatarlo, costándoles una buena dosis de tiempo y paciencia, porque Cayena, que era un
marino muy hábil, había hecho gala de sus mejores nudos para asegurar la pesada carga.
Una vez deshechos los nudos, trataron de moverlo sin quitarle las sábanas por temor a
que pudiera caerse en la maniobra y de esta manera, pensaba José Clemente, amortiguar
el golpe. Ciertamente, el espejo era demasiado pesado para que pudiesen cargarlo ellos
solos, así que a José María se le ocurrió tomar una de las cobijas que usaban para dormir,
colocarla en el suelo, inclinar uno de los lados del espejo primero, meter la cobija debajo
de la base y luego repetir la operación, para que una vez completada, pudiesen arrastrarlo
hasta la abertura producida por la trampilla. Poco a poco y con sumo cuidado de no
producir el menor ruido para no alertar a los otros; fueron llevando su pesada carga hasta
el punto justo, donde caían perpendiculares, los rayos lunares. Agotados por la mezcla de
esfuerzo, sigilo y cuidado, aderezada por calambres en sus extremidades; se dejaron caer
jadeantes y panza arriba, a los costados del espejo para tomar un respiro y limpiarse el
sudor de sus frentes. Allí reposaron por poco tiempo para incorporarse impacientes a
culminar su travesura. Primero José María con sus manos temblorosas comenzó a desatar
los cordeles que mantenían fijas las sábanas, mientras José Clemente, más ansioso, trató
de descubrir el espejo sin esperar a que su hermano cumpliera con su tarea; halando por
encima del marco donde estaba la rasgadura. Entre este forcejeo y el desespero de ver
realizada su obra, José Clemente sintió como su mano derecha sufría un agudo pinchazo
entre los dedos anular y meñique; producido por los cuernos de una de las tallas del marco.
Casi inmediatamente un hilo continuo de sangre corrió por la madera y la superficie del
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espejo, para culminar manchando la sábana circundante, mientras el morocho se agarraba
agua y sal gruesa para limpiar la herida. Mientras esto ocurría, José María viendo la
mancha de sangre en la tela, terminó de desatar los cordeles y como una exhalación tomó
el lienzo para lavarlo antes de que la mancha se hiciese perenne. Al hacer esto el resto de
las sábanas cayeron, dejando expuesta a la luz pálida de la luna, la totalidad de la impoluta
devolvió hacia todas las paredes de la bodega, un matiz granate claro que creó una
atmósfera más sombría y lúgubre, que era totalmente opuesta a la que habían combinado
aprovechando de tanto en tanto y desde lejos, el poder estudiar a Elisa, quien seguía de
pié escudriñando el cielo, como si estuviese esperando que una estrella fugaz apareciera
- No creen muchachos que hay algo extraño en esa mujer?- inferí – Me parece que puede
estuviese herida.
- Lo que pasa es que tú no teniendo buen gusto para mujer fina – respondió Cayena con
comportamiento.
- Seguro que tu sabes mucho de mujeres de sociedad no? – se burló Simón, mientras
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Simón era un cuarentón renegado del mundo que se había hecho marino a fuerza de no
tener otro sitio donde huir y Cayena un trinitario que había acompañado a Pancho desde
sus primeros días de brega; y del que dicen que lleva ese apodo, porque estuvo preso en
expiar sus pecados en la superficie, a veces llana, a veces terrible, de esta gran ermita que
es para mí el océano; pagando solamente por ello, el alquiler de trabajar como pescador.
Mientras jugábamos sentí de repente un viento frío que recorría la cubierta al punto de
arremolinaba entre nosotros y se dirigía hacia Elisa, que por un instante nos observó por
encima de su hombro para luego volver a fijar su mirada, esta vez en el mar. No se si fue
idea mía, pero cuando nos miró, percibí por una fracción de segundo, que se dibujaba una
sonrisa satírica en sus labios carmesí, lo que hizo que por momentos mi cuerpo se
En la bodega, José María ayudó a su hermano a vendarse para luego exprimir con fuerza
la sábana húmeda y extenderla sobre los sacos de provisiones amontonados en uno de los
rincones de la cocina y así facilitar su secado. Al volver su rostro para buscar a José
Clemente, sus ojos lo encontraron frente al espejo, examinando sus detalles con
minuciosa curiosidad. Poco después se uniría el otro para quedar ambos frente a la límpida
cara que rebotaba sus reflejos silentes bañados en plata; quedando sólo la imperfección
creada por los rastros de sangre de José Clemente, lo que hacía desentonar la escena que
parecía sacada de un cuadro de Caravaggio; por ello alargó su mano vendada para
limpiarlo mientras notaba el reflejo de su hermano que se preparaba para iniciar el juego
de luces con el cuchillo de cocina. José María veía pasmado como su reflejo se acercaba
al de su hermano, sin que él mismo hubiese dado paso alguno hacia el espejo;
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percatándose de repente que las formas talladas en el marco comenzaban a contorsionarse
como queriendo despojarse de su piel de madera para reclamar sus almas. Lo único que
sintió José Clemente fue la brisa que produjo el frío metal cortando su garganta; para
veloz el sucio piso de la bodega. El morocho se agachó para tratar de auxiliar a su hermano
pero ya era tarde, angustiado miró su reflejo que se mantenía en pié con el cuchillo en
mano, para luego ver como el de su hermano se incorporaba también; ambos mirándolo
fijamente, midiendo el espacio, esperando su oportunidad para tenerlo cerca. José María,
con lágrimas en los ojos, echó a correr desesperado por la escalera que comunica con la
cubierta, tratando de gritar en vano para alertar a los otros; mientras ambos reflejos se
perdían para siempre en la luna, dejando solo una nueva efigie en el marco de madera,
esta vez con el rostro de José Clemente, a medida que su sangre se colaba lentamente
entre los resquicios de las tablas hasta mezclarse con el mar nocturno.
Fue en ese instante, que en cubierta, la brisa tomó más fuerza haciendo volar las cartas;
el Caribe hasta ahora calmo, comenzó a agitarse primero lenta pero constantemente contra
La Turca, para luego desatar su furia en la proa, donde Elisa se encontraba asida con sus
manos a la baranda. Cayena corrió a buscarla antes de que arreciara el temporal, mientras
inerte de su hermano tendido en el piso; cuando nos acercamos, José María nos haló
fuertemente por los brazos mientras señalaba horrorizado el espejo que lucía yermo sin
la luz de la luna en su extensión plomiza. Al vernos reflejados, noté que nuestras facciones
cambiaban lentamente hasta hacernos ver inicuos y comprendí finalmente uniendo los
pedazos de aquel rompecabezas macabro; que aquel objeto estaba poseído por alguna
entidad maligna. Simón quiso acercarse pero lo detuve en seco mientras le señalaba a
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José María que buscase la piedra que usaba para machacar los ajos y un trapo. Los
semejante artilugio; mientras mi reflejo adquiría facciones más feroces y tuve la sensación
de que el espejo se movía lenta pero inexorablemente hacia donde yo estaba. Casi de
hice una especie de funda para que la piedra pudiese mantenerse firme al momento de
golpear al nefasto espejo. Con todas mis fuerzas lancé la piedra contra su faz,
nuevamente tomé mi arma vengadora y comencé a echar por tierra todo vestigio de la
Al mismo tiempo que en el puente, Pancho batallaba para mantener el curso y alejarse de
las peligrosas costas coralinas de la parte meridional de la isla; Cayena tomó a Elisa por
un brazo para llevarla a buen resguardo; ella estaba empapada, su cabello antes recogido,
ahora se desparramaba por sus hombros esparciendo el agua salada por todo su vestido,
no estaba bien, no solo estaban extremadamente frías, sino que además sus uñas estaban
a la mujer, o a lo que ellos habían creído una mujer, para retirarse lentamente hacia el
puente. Dio uno, dos, tres pasos hacia atrás y cuando se volvió para correr se encontró de
frente con los ojos vacíos de Elisa, reflejando en ellos su propia imagen como en la faceta
de un espejo. Tenía las facciones desencajadas y maléficas, sus labios entreabiertos, que
ya no eran más que un apéndice blancuzco de su propia tez fantasmagórica; dejaban ver
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una serie de punzantes colmillos amarillentos, mientras su lengua negra de víbora se
- No la mires! – gritó Pancho saliendo del puente – cierra los ojos, rápido!
Pero ya era en vano, Cayena no podía escucharlo, su alma había abandonado ya su cuerpo
hueco, que solo se mantenía en pié por el breve lapso en que la bruja bebía su vida,
Pancho corrió entonces a la bodega, dejando el barco a la deriva mientras buscaba algo
para combatir el ente que había escogido a su tripulación como víctimas. Recordó que
muchas leyendas hablaban de brujas de mar que tomaban los buques en mitad del océano
historias lo que siempre recordaba era como combatirlas: nunca mirarlas a los ojos,
empujarla al mar por estribor, llenándolas de sal antes de soltarlas a su tumba acuosa;
tarea fácil si se toma en cuenta que ella siempre va a tratar de que la veas a sus ojos
muertos y por ende te seguirá a donde tu vayas. Cuando Pancho iba bajando nos encontró,
a José María y a mí, echando por las claraboyas los añicos en los que habíamos convertido
al espejo.
- Subió a avisarte que José Clemente está muerto – le contesté mientras señalaba el piso
- No, Hay que buscarlo rápido! – gritó Pancho – ella está aquí, vino a llevarnos a todos al
mismo infierno y solo tenemos una oportunidad; mientras seamos más, mejor preparados
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- Elisa…ella no es humana – aseveró Pancho – busca a Simón pero ve a tientas, no la
A decir verdad no creía en nada de lo que Pancho me decía, atribuyéndolo a una mala
noche de sueño y a una peor borrachera; pero al verlo tan exaltado y recordando mi
experiencia con nuestros reflejos, decidí ser un poco más cauto. Al subir ví a Simón que
llamaba a Elisa desde poco antes de la proa donde había vuelto a instalarse mirando al
mar embravecido. Llamé a Simón para que volviera, pero hizo señas de ir a buscar a Elisa;
le grité más fuerte pero el viento no permitía que mis palabras fuesen oídas en medio de
la tempestad. Al estar a su alcance, Elisa de espaldas, le preguntó a Simón con voz gutural
Volteándose Elisa y escondiendo su rostro entre su pelo mojado, lo tomó en sus brazos y
- Pues ahora las pasarás conmigo! – y dicho esto lo traspasó con su mirada atroz, y se
No puedo describir con palabras el miedo que recorrió mi alma cuando observé aquel
espíritu impío, levantar su mirada y tratar de encontrar mis ojos; automáticamente cerré
animal salvaje sediento de sangre. Como pude, la aparté manteniendo mis ojos cerrados
todas direcciones, cosas que se caían a mi alrededor, y el incesante bamboleo del barco a
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Al lado de la escalera – contestó – tengo a José María agarrado por un brazo; ya le
explique por señas lo que pasa y ahora ambos tenemos los ojos bien cerrados. Además ya
tenemos con nosotros, una bolsa de sal para expulsarla antes de que nos estrellemos contra
Lo mató en mis propias narices y no pude hacer nada! – conteste con un nudo en la
Tenemos que subir y entre los tres debemos obligarla a ir a estribor para rociarla con la
sal y echarla por la borda – contestó – si logramos hacerlo estamos salvados, pero no
tomamos con fuerza y poco a poco la fuimos llevando a estribor; en medio de sus aullidos
alucinantes, del silbar incesante del viento, del rugido ensordecedor de los truenos y de
los violentos movimientos de La Turca, navegado con sobresaltos por entre las aguas
turbulentas de la costa sur. Por fin en el borde la rociamos con la sal; los gritos que
producía no se parecían a ningún sonido humano o animal que haya escuchado jamás;
grabándose para siempre como telón de fondo de mis peores pesadillas; y con todas
nuestras fuerzas la echamos del barco. Pancho entonces me dio instrucciones para retomar
el rumbo antes de zozobrar contra los agudos arrecifes, parpadeando repetidamente para
puente, escuche a mis espaldas de nuevo esa voz gutural y de ultratumba que preguntaba:
- Capitán…alguna vez ha nadado en el mar con el reflejo de la luz de la luna entre las
Noooo!- gritó Pancho; mientras Elisa lo tomaba con sus garras y lo empujaba en un
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Inmediatamente cerré de nuevo mis ojos para evitar a Elisa y entendí que habíamos tirado
al mar a José María, quien al no poder hablar no pudo dar aviso del engaño. Derrotado
me senté en el quicio del puente, a rezar todo lo que en mi vida no había rezado; sintiendo
- De nada te servirá rezar! – dijo la bruja – abre tus ojos, tu alma me pertenece!
Su risa febril retumbó en todos los rincones del barco; haciendo temblar mi alma y
- Es cierto, aún no me has visto y por eso estas vivo – dijo – pero tu reflejo está guardado
en mi espejo y apenas abras los ojos tu alma será mía porque habré completado tu imagen
Dicho esto no la sentí más; en cambio aprecié el golpe violento del casco contra los
arrecifes, haciendo que La Turca se partiera en dos. Cegado por voluntad como estaba,
traté de aferrarme a algún tablón para mantenerme a flote mientras mi cuerpo era
vapuleado por las olas y ocasionalmente golpeado por las filosas piedras que circundaban
la playa.
Agotado por el esfuerzo de mantenerme a flote, hundí por fin mis dedos en la arena de la
playa quedándome por un leve instante en medio de la inmensidad sonora del aguamar
retumbando en cada ola que iba a romper contra el infinito silencio de mis pensamientos
vacíos...solo el rumor del mar resonando en mis oídos hacía que el dolor de la herida del
costado izquierdo se sintiera más apacible e intermitente; aún no abría los ojos y solo me
conformaba con sentir la arena que se escurría entre mis dedos crispados por los
calambres, sintiendo el dolor quemándome las vísceras y la sal mordiéndome el alma con
cada ola que traía la marea. Traté de incorporarme y noté en el aire un aroma familiar…era
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- Señor necesita ayuda? – escuche la vocecita infantil de una adolescente – señor?
- No Elisa, no necesito tu ayuda, solo quiero que te vayas y me dejes en paz! – exclamé
- Cuando abras los ojos serás mío! – diciendo esto, desapareció como había llegado, como
Al rato llegó una familia que me llevó al hospital del pueblo. Manteniendo mis ojos
férreamente cerrados; me dejé curar por el galeno y traté de vivir lo que me quedaba de
vida con esta auto restricción de negarme volver a mirar el mar; pero sintiéndolo todas
las tardes desde el viejo muelle acompañado siempre por la nieta de la Negra….
- Finalmente has llegado – le dije con mi voz cansada por el paso de los años - ya
- Tarde o temprano tendrás que abrir los ojos….y estaré allí para llevarte conmigo!
Escuchando sus pasos mientras se alejaba ahuyentada por la perra; me dispuse a volver a
cortar la superficie de la laguna con mi pie izquierdo; pero esta vez no sentí el agua, sino
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El Beso de la Media Luna
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Al despuntar el día, aún Abel no había podido conciliar el sueño, sus ojos enrojecidos por
el insomnio latían constantemente haciendo, que sus sienes se hincharan en armonía con
los acordes del cantar de los últimos grillos nocturnos; sentía un sudor frío que bajaba por
su espalda y un parpadeo creciente de bilis que le hacía un nudo pastoso en el hígado. Sus
manos temblorosas buscaron a tientas en la mesita de noche, su reloj que sonaba a lo lejos
con un sonido seco y preciso; un sonido que formaba una ilusoria realidad hipnótica que,
hacía como si de repente, todo hubiese quedado en silencio. Antes de alcanzarlo, tropezó
el vaso con agua que ponía todas las noches para aplacar la sed que desde niño, le
producían las madrugadas estériles, y maldijo para sí, al sentir como el líquido se filtraba
por entre los papeles, las cajas de somníferos, los cigarrillos y las gavetas inferiores hasta
gotear irregularmente entre las patas con cobertura de bronce, donde la mesita se unía a
un piso de cerámica gastada, que ya había visto transcurrir sus mejores años. Con
dificultad incorporó el vaso con una mano mientras con la punta de los dedos de la otra
aire con la mitad del torso haciendo contrapeso en el colchón; como lo haría un
cambios de semáforo para poder disfrazar el hambre. Tomó el reloj y entrecerró los ojos
para enfocar en la claroscuridad las manecillas fluorescentes; eran las 5:17 AM. Se dejó
caer de nuevo en la almohada ya con los ojos bien abiertos y mirando al techo, su mente
comenzó a recordarle que había llegado la hora, que hoy era el día en que finalmente
culminaría su tarea. Se ladeó hacia la derecha para salir de la cama y se encontró por
casualidad con los restos del olor de Angélica en sus sábanas, como si se tratase de una
fogata recién apagada, aspiró profundamente para retener el aroma en sus sentidos y notó
como su imaginación dibujaba el contorno de su cuerpo desnudo entre las formas inertes
del cobertor, pensó en que sólo había pasado un día desde que no estaba con ella y ya se
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estaba volviendo loco por la soledad. Él la amaba tanto; al punto que le asustaba la sola
idea de perderla, de que en uno de sus tantos viajes se enamorara de otro, de que lo dejara
en el rincón de sus recuerdos como un amante más, que al cabo de unos años se le relega
a la inexistencia de los mitos; y por ese miedo a perder su amor, y por este miedo de
verse sumido en el desagüe de las noches perdidas; muchas veces había llegado al
extremo de complacerla en todo lo que le pidiera; así de grande era su amor por Angélica
que había decidido ayudarla, y aunque al principio dudó en participar en sus planes, hoy
era el día de demostrarle que por ella era capaz de todo; que entregaría su vida por ella si
la luz mientras intentaba levantar la tapa de la poceta, se apoyó con las dos manos a la
pared, apretó los dientes y relajó su uretra paulatinamente, sintiendo como si se estuviese
librando de mil demonios con hojillas que a su paso desgarraban sus entrañas, debido a
una infección recurrente que lo hostigaba desde los albores de una adolescencia marcada
volteó hacia la mesa donde estaba un aguamanil de peltre, se afeitó de mala gana dejando
su cara marcada con pequeños surcos rojizos, sanguinolentos, surrealistas; como si fuese
una composición de Pollock en miniatura, se lavó la cara, cepilló sus dientes manchados
por la nicotina y tomó unos jeans gastados que estaban tirados en el suelo del baño para
nuevo al acordarse de que estaban empapados sobre la mesita, y rezongando entre dientes
con el ansia de sentir el dulce veneno del alquitrán en sus pulmones, tomó su equipaje;
cerró la puerta de su apartamento de golpe y fue bajando los peldaños de las escaleras de
dos en dos. Eran ya pasadas las 6:30 AM cuando en medio de una asfixiante garúa Abel
esperaba en la entrada del edificio; el taxi que lo llevaría al aeropuerto. Mientras esperaba,
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su mirada vagaba sobre el cielo encapotado, buscando entre los cúmulos alguna ranura
que dejara entrever un desteñido rayo de sol; una señal divina que aquietara su espíritu.
Sólo volvió de sus pensamientos cuando el taxista, hizo sonar por tercera vez la corneta
con un largo y sonoro estrépito. A pesar de que sus piernas se movían hacia la acera,
como transportado por hilos invisibles; sus ojos seguían siendo vidriosos, fijos en el
infinito, como si su alma aún no hubiese llegado del todo a su cuerpo, y éste reaccionara
aproximaba a la calle, sus oídos volvieron a escuchar; esta vez no el eco de los grillos,
que ya se habían marchado hace una eternidad; sino el zumbar de los carros veloces, la
alharaca del pregonero, el andar feliz de los niños salpicando charcos de agua recién
formados mientras se apresuraban para llegar al colegio; era como si hasta ese momento
sus tímpanos se hubiesen percatado de que el silencio en la mente de Abel se había roto
y que ahora debían acostumbrarse otra vez a los sonidos cotidianos como si fuesen
mohín de desdén al tomar el radio para informar a su central que ya había recogido al
pasajero. La garúa se convirtió en lluvia, primero tenue para luego terminar en amplios
goterones que martillaban el techo del carro. Los limpiaparabrisas chirriaban con un
sonido desagradable, áspero, que le recordaba la grima que sentía de niño cuando alguno
de sus compañeros arañaba el pizarrón del salón de clases. Ahora era más difícil ver a
través del parabrisas, por lo que Abel volteó su rostro hacia la ventanilla que tenía a su
lado. Observaba el pasar de la vida ajena como en una película mojada, en el que la
ventana encuadraba la cámara y todos a su paso eran maniquíes que, sólo cobraban vida
frente al rectángulo luminoso por una mera fracción de segundo. Su mente ahora sólo
tenía un objetivo, repasar una y otra vez el plan de Angélica, cada detalle grabado en su
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cerebro, cada tiempo tomado, cada casualidad calculada, cada segundo perdido para ganar
otro, cada ficha en el tablero de ajedrez. Sentía que sus labios se movían con apenas la
cada una de las variantes de esta obra que, por amor a ella, le había tocado representar en
el teatro de los amores absurdos. Al ver pasar a un muchacho empapado que vendía flores,
divino, en sus senos firmes, sus caderas inundadas en una concupiscencia feroz, su olor,
su sabor, sus ojos…sobre todo sus ojos grises que amalgamaban aversión y devoción en
un balance casi perfecto, un balance que sólo rompía cuando algo realmente la sacaba de
sus cabales o al momento de tomar decisiones que requerían la frialdad del mármol. A
medida que recordaba su piel, un profundo paroxismo carnal le recorría velozmente sus
sentidos dormidos, despertando el deseo ancestral del animal en celo. Fue solamente
- Que si prefiere que tomemos por esta vía para llegar a la autopista, porque la principal
está trancada por la lluvia – le comentó despacio el chofer, como para que lo entendiera.
- Si, sin problema, lo único que necesito es llegar a tiempo al aeropuerto, debo tomar un
vuelo a las 10:00 AM – dijo Abel mientras volvía su vista a la ventana chispeada por las
gotas de lluvia. En ese instante notó que un leve pero constante dolor de cabeza, que
- Disculpe señor, por casualidad no tendrá un cigarrillo que me regale? – preguntó Abel
salud. Sabía que es la primera causa de muerte por afecciones respiratorias en el país?
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- Si, bueno…no importa, gracias – balbuceó. Luego pensó – Lo que me faltaba, un idiota
que además de cobrar por llevarme, me quiere convencer de que fumar te jode la salud.
De peores cosas tengo que preocuparme ahora – Miró su reloj, eran las 7:23 AM y ya
estaban tomando la autopista hacia el pequeño aeródromo que servia a los vuelos privados
que llegaban hacia la capital. Mientras el conductor seguía hablando sobre los peligros
del tabaco, como si fuese un muñeco al que se le da cuerda y no se sabe como apagarlo;
Abel había sacado de su equipaje de mano una carpeta, donde había recopilado toda la
información de las personas que volarían ese día con ellos. Angélica le había dado la lista
de los pasajeros y lo único que Abel tuvo que hacer fue investigarlos a través de los
archivos de las aseguradoras y los bancos, que manejaban sus contactos. Eran ocho en
azafata, Jhon Coles un ingeniero petrolero gringo y su esposa Gina, maestra de escuela
rural. El joven párroco Jorge Zavala que iba a predicar la palabra de Dios, entre sus hijos
perdidos desde El Dorado hasta Icabarú; y su objetivo: Joseph Taylor; cuyo verdadero
nombre era Cyril Koch, un surinamés de piel oscura como el azabache, cincuentón y
corpulento, que traficaba con los diamantes que sacaban los mineros de los afluentes del
Cuyuní, y que los vendía a los mejores postores de las Guyanas, casi todos ligados a los
carteles del Caribe. Angélica había seguido durante mucho tiempo su rutina; lo suficiente
para saber que en este viaje llevaba gran cantidad de dinero en efectivo, así como un lote
nada despreciable de piedras preciosas que había mandado a tallar para un importante
cliente en Paramaribo. Desde principios de los años ochenta, Koch había vuelto del tráfico
de diamantes un negocio tan lucrativo, que hasta algunos prominentes miembros del
gabinete del dictador Bouterse le brindaban protección a cambio de una jugosa comisión
país donde se hacía fuerte la resistencia de los opositores al gobierno de facto. Eran
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tiempos duros para el negocio. - ya el mundo no es como antes - , solía quejarse Koch a
sus clientes más allegados – la tecnología ha vuelto a los sabuesos más listos –
refiriéndose a los agentes especiales de la DEA, que perseguían a buen número de sus
compradores en las Pequeñas Antillas; haciendo cada vez más complicada la logística
para sus reuniones de negocios. Era por ello que nunca viajaba en líneas comerciales
grandes; prefería fletar aviones modestos y hacerse pasar como un simple importador de
en Trinidad. Su atuendo era siempre tan sencillo que rayaba en la profunda hediondez de
la banalidad, no ostentaba nada de valor que pudiese llamar la atención, sus zapatos
gastados por su peso, se aproximaban más al suelo en ambos lados externos, siempre
estaban pulidos, y usaba a mansalva una fragancia de agua florida muy penetrante y
barata. Pero había una falla en su disfraz, una falla de la cual Angélica se percató casi por
casualidad: el pequeño maletín de cuero que llevaba consigo de manera febril y que tenía
bordadas un par de herraduras en hilo de plata. La primera vez que Koch viajo con ellos,
por accidente tropezó con la azafata y el pequeño maletín cayó al suelo entreabriéndose.
Instintivamente Angélica se agachó para auxiliar al pasajero y notó por una fracción de
segundo, que algo brillante había saltado desde el maletín de mano y que había ido a parar
debajo del asiento de atrás de donde ellos estaban. Ella de inmediato apartó la vista del
resplandeciente objeto, mientras Koch de manera sutil pero decidida la hacía a un lado
había notado que, entre la pata de metal más lejana del asiento posterior y el doblez que
hacía la alfombra del avión, sobre los tornillos que lo aseguraban, se hallaba uno de sus
diamantes; no muy valioso a juzgar por el pequeño tamaño de la gema. Angélica entonces
pudo detallar, desde el asiento del sobrecargo que se encontraba dos asientos más atrás
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piedra centelleante; se percató sin duda de que, aquel hombre de tez oscura tenía de
importador de alimentos lo que ella de monja. Durante todo el vuelo la azafata tuvo que
luchar férreamente contra el deseo de tomar la joya para ocultarla. Por momentos el
tiempo en el aire le pareció infinito; sus ojos grises, intensos, fríos, sólo se alejaban del
La paciencia rindió sus frutos y al cabo de una hora, Angélica tenía en sus manos la
codiciada gema. Una vez que el avión estuvo asegurado en la pista y que los pasajeros
ventanas, sacó la joya, y mientras jugaba con ella entre sus dedos, su mirada se perdía en
la lejanía del ocaso montaraz, a la par que su mente hilvanaba frenéticamente, un plan
compartimiento de su equipaje, fue al baño, se puso una ropa más cómoda y bajó para dar
una vuelta por el pueblo. Para Angélica, el atardecer en Santa Elena, era un espectáculo
único que disfrutaba a plenitud cada vez que tenía oportunidad, le gustaba pasear con
calma por la ribera, contemplar la danza de los últimos rayos del sol rebotando en las olas
que producía la corriente y que iluminaban con reflejos dorados, los márgenes a su paso
por el cauce. Antes de volver al hostal le pareció observar por momentos, que en la orilla
del río, una silueta oscura se movía con rapidez a medida que las ranas dejaban de corear
su canto áspero. No se inmutó pero apretó el paso, pensando tal vez que se trataba de
algún ladrón de poca monta que andaba buscando a quien robarle algo para pagar por el
vicio que le consumía la vida. Volvió el rostro para ver el camino andado y no vio nada
que le levantara sospechas. Disminuyó la marcha, aflojó los músculos de las piernas,
respiró profundamente, volvió su vista de nuevo a la orilla sin dejar de andar, pero sólo
escuchó el acorde anfibio que iba en aumento. Ya la tarde teñida de malva se había ido,
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Angélica continuaba su camino mientras la noche joven irrumpía el cielo, sintió de
repente una brisa fría que subía desde el suelo y casi de inmediato un silencio sepulcral
ocasionaba aquel sentimiento de angustia, y aunque no pudo ver nada más que el
movimiento ondulante del monte que se acompasaba con viento seco, sus más primitivos
pero antes de poder dar otro paso, antes siquiera de que su cerebro enviara la orden a su
cuerpo y con la velocidad frenética del suicida que se lanza al vacío, una sombra cubrió
su mundo por un instante, lo único que alcanzó a ver durante ese lapso fue el fulgor breve
pero intensísimo de unos ojos escarlatas, luego un agudo dolor en el tobillo izquierdo que
notando que al final, sus ojos fijos en el pavimento, observaban el zigzagueo de una
silueta oscura alejándose hacia la noche cerrada de la luna nueva. Angélica despertó en
una camilla inmunda del dispensario del pueblo, que contrastaba con la venda
blanquísima que le cubría la herida; por extraño que pareciera no sentía dolor alguno sólo
un constante palpitar en su tobillo vendado. Sus compañeros de viaje le dirían más tarde
que una muchacha que iba en bicicleta de regreso a su casa, la encontró encorvada y
médico joven, probablemente haciendo su pasantía rural, le indicó que al parecer algún
animal le había atacado, le dijo que habían hecho todo lo posible por determinar que tipo
de bestia la había embestido, pero que las marcas en su tobillo no se asemejaban a ninguna
mordida que él o sus colegas hubiesen tratado antes, también le dijo que le había hecho
los exámenes toxicológicos sin encontrar rastro alguno de veneno en su cuerpo. A pesar
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hielo para bajar la inflamación. Se incorporó con dificultad apoyándose en sus amigos,
caminaron hacia la entrada concurrida del dispensario, se oían susurros, llantos, voces
quejumbrosas, respiraciones aceleradas, pasos sigilosos y mil sonidos más, Angélica aún
se encontraba mareada y todos esos ruidos golpeaban sin misericordia su alma traumada.
Apenas salió de las puertas de aquel infierno sónico, sus ojos grises exasperados buscaron
refugio en el cielo nocturno, pero casi inmediatamente volvió su mirada hacia el suelo
mientras movía su cola alegremente, a ella le encantaban los perros, por eso sin pensarlo
si quiera, se soltó del soporte brindado por el piloto, para acariciar aquel animal
Se fueron al hotel en el taxi que aún los esperaba, y mientras se alejaban por la carretera,
ahí a un lado de la entrada del hospital, cerca de una esquina, el perrito, enroscado en su
propio cuerpo, agonizaba aún moviendo lentamente su cola entre sus últimos resuellos.
comer, ella negó con la cabeza, sólo quería descansar. Se despidieron y Angélica abrió
los grifos de la ducha para preparar el agua, pensaba en darse un prolongado baño caliente
para luego irse a dormir tranquila. Se quitó la ropa y vio su tobillo izquierdo vendado,
monstruosamente hinchado, se quitó la venda despacio y pudo observar por primera vez
aquellas marcas lacerantes. Eran tres puntos oscuros, cuyos bordes purpúreos resaltaban
en su piel traslúcida, como si fueran pequeños volcanes listos para hacer erupción, las
otra, el resto de su piel alrededor de las heridas, mostraba una pigmentación rojiza pero
más bien tenue, lo que le asombraba era el volumen que había adquirido su pié; pulsó el
edema con sus largos dedos dejando marcas blanquecinas breves mientras la sangre
recuperaba los espacios que había desplazado al contacto de su índice. Al detallar las
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llagas se estremeció con la idea de que el animal que la atacó fuese venenoso y que su
toxina estuviese invadiendo su cuerpo; desechó la idea casi de inmediato, pues a decir
verdad, más allá de la hinchazón y de los punzantes latidos, se sentía bastante bien para
tibieza del agua que recorría su cuerpo, que hacía cascadas con los mechones de su
cabello, que se llevaba el miedo que le mordía el alma. Mientras se quitaba el jabón de la
cara, en el vaho que cubría la puerta de vidrio de la ducha, de la nada empezó a dibujarse
la forma de una medialuna casi perfecta, opacada solo por lo que parecía un cayado en
una de sus puntas. El dibujo se fue definiendo a medida que el vapor de agua seguía
llenando los espacios de los paneles de vidrio, tenía la forma de una hoz inmensa, que se
hacía cada vez más grande, expandiéndose por los azulejos del baño, como las raíces de
un mijao, trazando lo que parecía ser un cuadro con innumerables escenas ancestrales,
escenas crudas de los inicios del hombre en la tierra y que iban colmando cada centímetro
del baño. Pero cuando Angélica frotó vigorosamente su cabello, sacudiéndolo de un lado
al otro, para librarse de los rastros del champú, las gotas salpicaron el lienzo húmedo,
haciendo que el resto del fresco se desvaneciera poco a poco. Para cuando salió de la
ducha, sólo quedaban surcos acuosos en las baldosas y una nube de vapor que se mezclaba
con la fragancia del jabón. Se secó, tiró la toalla al piso y buscó la bata en la repisa de
madera, pero notó extrañada que la bata que estaba doblada era de color negro intenso,
contrastando con las toallas blancas que estaban apiladas a un lado; no recordaba haberla
visto cuando dejó su equipaje para ir a observar el atardecer, pero no le dio mayor interés
compartimiento de su equipaje de mano y sacó el brillante que unas horas antes le había
robado a Koch. En sus manos parecía como una estrella danzante, lo hacía girar en la
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cuerpo cansado se derrumbaba en la cama y sus párpados pesados se rendían por fin al
dios Morfeo. No soñó más que con un lago tenebroso y profundo sobre el cual navegaba
un pequeño bote impulsado por un báculo enorme. A medida que soñaba, las heridas
alguno de las lesiones sufridas la noche anterior, salvo tres pequeños puntos casi exiguos.
Desayunó con un hambre voraz que sus compañeros atribuyeron al ayuno de la noche
calor era infernal. Había sólo tres pasajeros para el regreso, una señora mayor y sus dos
hijos; así que el embarque fue muy rápido. El vuelo no tuvo mayores incidentes que las
típicas turbulencias cuando encontraban un frente frío, dejándole espacio a Angélica para
anciana intentó bajar por la escalerilla, Angélica le ofreció su mano para brindarle apoyo.
La anciana sonrió agradecida, bajando los peldaños guiada por la azafata. Sus hijos la
trasero sin percatarse de que, al momento de cerrar la puerta, cerró también de a poco sus
ojos, para transitar el largo sueño eterno de los muertos. Ya en casa, encontró a Abel
esperándola en el rellano de las escaleras de su edificio con un ramo de cinco rosas rojas
entre sus manos. Tomó las flores dándole un pequeño beso de bienvenida, más por
compromiso que por sentir alegría de verlo. Ella lo percibía como un animalito
dependiente, que hacía que su vida girara en torno a sus caprichos más extravagantes y
aunque eso le agradaba al principio, ya hoy el juego le aburría. De hecho luego de este
viaje pensaba dejarlo, porque había conocido en Ciudad Bolívar, a un muchacho dueño
de una hacienda, que desde hacía algún tiempo la andaba cortejando y ella finalmente se
le había entregado. Pero todo había cambiado ahora, su nuevo amor debía esperar, porque
necesitaba que Abel la ayudara con el robo que había planificado, sabía que él cumpliría
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sus deseos, porque ella sabía que su amor era demasiado grande y vio en ello una
oportunidad única de contar con un cómplice incondicional, que además podría ser
Angélica, frialdad también reflejada en sus ojos grises, frialdad que contrastaba con su
fogosidad en la cama. Luego de cenar y de la típica charla sobre el viaje; Abel buscó a su
compañera en vano, ella lo apartó bruscamente mientras sacaba las rosas de su envoltura
de plástico y las iba colocando una a una, en un jarrón en medio de la mesa del comedor.
Luego buscó su cartera, la abrió y hurgó en su interior. Angélica sacó la pequeña joya
robada y la mostró a Abel, quien con los ojos abiertos y ademán de asombro, preguntó de
dónde la había sacado. Le contó toda la historia, omitiendo lo de la mordedura, más por
no parecerle relevante que por ocultárselo. Acto seguido, le contó su plan para adueñarse
del botín de Koch; el primer paso era que Abel subiera al avión como un pasajero más,
ella previamente habría dejado debajo de su asiento un revolver cañón corto, además se
encargaría de colocar en las bebidas de los pasajeros un somnífero para facilitar su labor,
luego someterían a los pilotos para aterrizar en una pista clandestina cerca de Santa Elena,
cuyas coordenadas ya tenía; donde los estarían esperando un viejo amigo de su padre que
los llevaría al Brasil y antes de partir dañarían la radio del aeroplano para que no pudieran
dar parte a las autoridades. Abel escuchaba con atención, y aunque le parecía que el plan
era viable, no le gustaba la idea de que hubiese buscado ayuda en un tercero para llevarlo
a cabo. Lo convenció diciéndole que sin un plan de huída, el robo no tendría sentido
porque la pista está alejada de la frontera y los podían aprehender casi de inmediato. Abel
dudó un instante. Ella le puso los brazos cariñosamente alrededor del cuello, le susurró al
oído palabras dulces como la miel para convencerlo y le dijo que lo amaba mientras
cruzaba sus dedos. Él seguía dudando. Angélica entonces lo soltó diciéndole que era un
cobarde, que si no tenía las agallas para hacerlo, no la merecía. Se dirigió al cuarto,
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cerrando la puerta tras de si con un sonoro estruendo. Estaba molesta, pero en su rostro
se dibujaba una sonrisa, porque sabía que aquel ardid haría que el amor que Abel sentía
por ella se exacerbara y lo doblegaría para complacerla una vez más. Efectivamente a los
para devolverles su color. Angélica estaba de su habitual lado de la cama con la cara
vuelta hacia la pared, sus ojos grises se tornaron maliciosos y su cuerpo a la espera de
reaccionar ante la disculpa inminente. Debía representar bien su papel si quería que él
haría, que por ella lo haría, porque él la seguiría hasta el fin del mundo si fuese necesario
para estar a su lado por siempre. Angélica se volteó hacia él con una pirueta atlética, lo
abrazó, besó, le arrancó la camisa haciendo saltar por el suelo casi todos sus botones y le
hizo el amor con un desenfreno tal que se asemejaba a la pasión de los recién casados.
Cayeron exhaustos, jadeando uno al lado del otro, mientras que en la ventana de la
habitación comenzaba a caer las primeras gotas de una tormenta que se prolongaría toda
lado izquierdo del rostro de Angélica, que por momentos no mostró sus facciones, sino
radiografía desde el mismísimo cielo. Por pocos segundos, las partes de su cuerpo que
quedaron expuestas a esta luz, refulgieron azuladas, mostrando el detalle de sus huesos,
comedor, el último pétalo de unas rosas marchitas, se desprendía en silencio para caer en
la soledad de la madrugada. Abel llegó al aeropuerto a las 8:44 AM, pagó el taxi notando
que sus manos temblaban al sostener los billetes. Cerró sus ojos por un instante buscando
equilibrio, se bajó del taxi, no se atrevió a rodar su equipaje por el laberinto de charcos
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que se formaban a la entrada del andén, así que lo tomó con su mano izquierda para irse
bamboleando hacia la puerta eléctrica. Seguía lloviendo con cierto ímpetu y se mojó
copiosamente mientras alcanzaba la entrada. Aún no había nadie que lo pudiera atender
el mostrador de la modesta aerolínea, así que bajó su equipaje para extraer el brazo
metálico y dejar que las ruedas de la maleta hicieran el trabajo de transportarla. Buscó por
la terminal algún negocio que vendiera periódicos, donde también encontraría por fin, su
daría la libertad al final del día; aspiró profundamente una, dos, tres veces, sintiendo que
fumarse tres cigarrillos, comenzó a gruñirle el estómago, recordó que no había comido
nada y se dirigió a la cafetería, se sentó en la barra en un taburete muy alto que dejaba sus
piernas a merced de la ingravidez inducida por la elevación del banquillo, sonrió al ver
sus pies colgando y recordó cuando de niño su mamá lo llevaba los domingos a comer
helados en la fuente de soda de la esquina. Apoyó uno de sus pies en la parte superior de
la maleta, a la par que el encargado le preguntaba que quería servirse. Pidió un sándwich
naranja. Justo antes de que le diera el primer sorbo al café, sintió un fortísimo aroma a
agua florida, tan penetrante era el olor que neutralizaba el aroma del café, que seguía
estático en la tasa humeante sostenida por Abel frente a sus labios. Koch se quitó un
sombrero panamá sucio y raído, que parecía usarlo desde hace décadas, disponiéndolo
costumbre? – preguntó el dependiente. Koch asintió con una sonrisa plena, porque le
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encantaban los huevos revueltos con jamón y tocineta quemada que le preparaban siempre
en aquel lugar. Sin preguntarle, el encargado le sirvió un vaso grande de café con leche
frío, el cual engulló a grandes sorbos mientras abría la sección internacional del periódico.
mascullaba palabras y reía de tanto en tanto como si tuviese una conversación de papel
con las hojas del diario. Le trajeron un plato repleto de una mezcla indescifrable de
alimentos que empezó a ingerir lentamente sin separar su vista de las noticias. Abel
terminó su comida, pidió la cuenta, pagó dejando una pobre propina que el encargado
recibió con desgano. Se bajó del taburete como bajaría un niño de un columpio en
frente con Angélica quien venía flanqueada por sus compañeros de vuelo. Quiso buscar
que estaba y que le había preparado el café como a ella le gustaba. Abel apretó los dientes
para evitar que los celos se interpusieran en el plan. Llegó al mostrador, era el tercero en
publicado quien sabe donde y que hablaba de la contaminación del aire causada quien
sabe porque agente industrial que producía la industria petrolera en sus procesos de
compartimientos externos del equipaje. Agachado como estaba, sintió una voz aguda que
le decía algo en un castellano casi incomprensible; era la mujer del gringo que le
reprochaba que el aeródromo era un espacio público y que no se podía fumar. Abel se
le dio un último jalón y haciendo gala de una paciencia que le parecía ajena, lo tiró al
suelo para apagarlo con sus botas. La señora complacida le agradeció y continuó sus
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cuestionamientos con el marido, mientras detrás de él vio de reojo, un joven vestido de
negro que preguntaba si ya estaban chequeando el vuelo para Santa Elena de Uairén. Al
voltear por completo para responderle, notó que se trataba de un sacerdote que tenía la
sotana empapada y llevaba una austera maleta amarrada con unos mecates finos, como
los que se usan para hacer las asas en las cajas embaladas. Sonrió ante su mirada
asustadiza que se dejaba colar detrás de unos lentes con mucho aumento que tenían
muchacha, dando inicio al chequeo. Abel cedió su lugar al sacerdote mientras la pareja
sala de embarque. Pasó por el detector de metales, y se regresó cuando escuchó el pitido,
para quitarse la correa que llevaba una hebilla labrada en metal. Se sentó impaciente
mientras veía a la mujer del gringo gesticulando y al cura rezando. Por la forma en que
actuaba, tenía la impresión de que aquel clérigo no se había montado nunca en un avión.
Al fijarse en los labios murmurantes del párroco, Abel no se dio cuenta que Koch ya se
encontraba sentado en la sala, apretando con sus enormes manos, un pequeño maletín con
dos herraduras de plata. Casi de inmediato pasó Angélica con el resto de la tripulación y
finalmente darse cuenta de lo requerido, y con su mano derecha en alto la bendijo y ella
continuó su camino hacia el pequeño avión que yacía sobre la pista con los dos motores
Embarcaron primero los pilotos mientras Angélica con paraguas en mano, recibía a los
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párroco, Abel y por último Koch, cuyo peso hacía estremecer la escala con estridentes
chirridos bajo sus pies. Angélica cerró la puerta del aeroplano y se dirigió al estrecho
pasillo para pronunciar las normas de la aviación civil, el uso de los cinturones y los
chalecos salvavidas. Revisó que los cinturones de los pasajeros estuviesen debidamente
ajustados y se dirigió al puesto del sobrecargo, dispuesto en la parte posterior del avión.
La nave enfiló hacia la pista, balanceándose por el fuerte viento cruzado, Abel notaba en
las ventanillas que la lluvia persistía, tenaz ante el paso del aeroplano, como queriendo
detenerlo con su indomable voluntad. Eran las 10:18 AM cuando finalmente dejaron atrás
despegar, aunque fueron suficientes para que el cura sacara de uno de sus bolsillos un
pequeño rosario, para comenzar de nuevo sus oraciones. Durante unos quince minutos
los pilotos subieron a la mayor altura posible, tratando de salir de los cúmulos oscuros
que subían rectos hacia el cielo matutino. No lo consiguieron del todo, pero al menos el
avión se estabilizó lo suficiente para permitir que Angélica se incorporase para ofrecer un
refrigerio a los pasajeros. Del compartimiento donde estaban las bebidas, sacó una
pequeña botella con un líquido neutro, un somnífero muy fuerte para facilitarles la tarea
con los pasajeros. Vació la mitad del menjunje en el termo del café y la otra mitad en el
recipiente del jugo, acomodó los pastelitos que serviría y se dirigió a la primera fila para
empezar la distribución del refrigerio. La pareja pidió café, luego el sacerdote un jugo y
un pastelito, Koch le preguntó a la azafata si tenían café con leche, ella le respondió que
sólo tenía café negro y jugo. El surinamés pidió entonces un vaso con agua, para aplacar
la sed que le produjo el desayuno. Angélica se dirigió a Abel, pero éste le dijo que no
quería nada. La azafata sirvió el vaso con agua de Koch, mientras trataba de sacar del
franco las últimas gotas del sedante, para tratar de entorpecer los movimientos de su
corpulenta víctima. Regresó para darle el agua a Koch, mirando al resto de los pasajeros
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para comprobar si la droga había surtido efecto. Tanto Gina como Jhon estaban dormidos,
y el cura en ese preciso instante estaba dejando caer sobre su regazo, las cuentas del
cabeza, al volver a su puesto, sus ojos fríos como el hielo se movieron hasta encontrar la
mirada de Abel, y éste supo entonces que era el momento de actuar. Se inclinó para sacar
Angélica se dirigió rápidamente, con los refrigerios como excusa, hacia la cabina de
mando. La tormenta arreciaba, por lo que en ese instante se encendieron los letreros de
abrocharse los cinturones. Koch notó que el sacerdote no se movía en el asiento contiguo
al suyo; le pareció raro que un hombre tan nervioso como aquel, no se inmutara con los
algo al párroco, pero cuando estaba apoyándose en sus manos para salir de su asiento,
sintió la frialdad del metal que se apretujaba con fuerza contra su cabeza, luego de ello
sintió como aquel que sostenía el arma, montó el percutor diciéndole: - Koch, si te mueves
entonces sabe quien soy, estoy en peligro –. Luego Abel le pidió que le entregara el
maletín de las herraduras. Koch sonrió, se dio cuenta que no era más que un robo, que si
manejaba bien sus cartas podría salir ileso de este trance: - Aquí tiene – Dijo sin
inmutarse, al tiempo que le entregaba su preciado cargamento – Ahora por favor aleje el
arma, en cualquier sacudida que de éste avión, se le podría disparar. Abel desmontó el
sobre la izquierda, Abel trastabilló hasta caer sentado al lado del cura inconsciente. Koch
aprovechó la ocasión para tratar de someter a su agresor, Abel le pedía ayuda a gritos a
Angélica quien aún se encontraba en la cabina. El avión volvió a inclinarse, esta vez a la
derecha y Abel quedó encima del gigante, mientras que el arma caía al piso. La puerta de
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la carlinga se abrió de repente, apareciendo la figura delgada de Angélica en el umbral,
forcejeando con el copiloto que sangraba profusamente por una herida en su abdomen.
Abel golpeó fuertemente a Koch, con la fuerza que da la desesperación y éste quedó
atontado, lo suficiente para que Abel buscase el arma para ayudarla. Llegó a la puerta
donde veía que el copiloto estaba aún sobre ella, pero al momento que quiso separarla, se
dio cuenta de que su agresor ya estaba muerto. Abel sin entender lo que pasaba, miró
dentro de la cabina y observó al piloto sentado en el timón con los ojos desorbitados y
fijos en el horizonte, sus manos sólo se movían cuando la fuerza de la tormenta golpeaba
el avión. Miró a Angélica y ésta estaba temblando en uno de los asientos delanteros, por
momentos la notaba más pálida que de costumbre, más delgada y frágil. Cuando le tomó
las manos, se dio cuenta que apenas un delgado espacio de tejido las separaba de mostrar
sus huesos desnudos. Escuchó el ruido de unos pasos a sus espaldas y sintió un punzante
dolor en su costado derecho. Abel se desplomó en el suelo del avión mientras que la
herida abierta manchaba su camisa blanca; pudo voltear su cabeza para ver al sacerdote
tirar el puñal, arrancarse el cuello clerical de su sotana y darle un profundo beso de amor
a su adorada Angélica. Ella acarició el rostro de su amante con sus manos esqueléticas,
volvió a besarlo con ternura una y otra vez, mientras Abel se desangraba poco a poco en
el suelo del avión que caía a tierra. El joven hacendado entonces se separó de ella y se
Angélica se incorporó viendo a Abel que agonizaba; quiso confortarlo un poco antes de
convertía en una larga y sombría túnica; un nuevo relámpago iluminó el cielo dejando
que Abel pudiese ver que, lo único que quedaba de la mujer que amaba eran sus ojos fríos,
inexpresivos; sólo que esta vez no eran grises, sino dos carbones ardientes que danzaban
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en las cuencas vacías, de una calavera grotesca. Lo último que pudo apreciar Abel fue
para navegar en silencio su bote de velas negras, sobre el lago oscuro y profundo de las
noches eternas, que unía al mundo de los vivos con el de los muertos…
Abel despertó sobresaltado y sudoroso de su pesadilla, hacía un frío terrible que le calaba
los huesos; buscó refugio debajo la cobija de su cama, miró su despertador, y las
manecillas fluorescentes marcaban las 3:00 AM, escuchó la voz de Angélica cantando
una medialuna casi perfecta en el cielo. Abel le pidió por favor, que lo arropara y cerró
de nuevo sus ojos, mientras Angélica, con sus manos descarnadas, lo cubría con su manto
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El Arrullo de los Lirios
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A través de mil senderos llego por fin a descubrir, no sin esfuerzo; que la llanura, en su
inconmensurable amplitud no brinda respiro alguno para mis sueños cansados...miro pues
el paisaje con cierto desgano, vuelvo a observar los prados quemados por el verano y la
serranía a lo lejos, y me pregunto sonriente si será esto lo que el destino me depara; una
pausa luego, un chasquido rápido después y me encuentro panza arriba observando las
nubes que, de fabulosas formas cambian ante mis pupilas contraídas. - Ahora soy un poco
feliz – acerté a decir en voz alta, mientras mis párpados cansados por el esfuerzo se
observado...miré a mi alrededor y solo vi un pequeño coquito que me miraba con sus ojos
que suponía era un gran peligro – suposición por demás cierta, he de acotar -. Al no
observar nada fuera de sitio, me incorporé con pereza para buscar huellas de algún tigre,
báquiro o cunaguaro – pensando en estos animales como fuente de mis temores – pero
no...en cambio el coquito seguía allí sobre la piedra viéndome fijamente con postura
sumamente erguida.- Y éste bicho? – dije y tomé una ramita del suelo para atizarlo. Al
mortal hacia atrás y volvió a su posición inicial como si nada hubiese pasado... - algo
inusual para un insecto que no tiene estas habilidades – pensé. Con más ansias que
curiosidad vuelvo a tratar de zarandearlo pero nada; la misma pirueta y la misma postura
inmóvil esta vez aderezada con un chispeante y agudo brillo de llamas verdeazuladas en
- Ahora si te va a llevar la pelona – exclamé al tiempo que tomaba del suelo un pedrusco
de regular tamaño. Apunté con cuidado y con ambas manos lo tiré buscando deshacerme
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Al disiparse la polvareda que había dejado el choque de ambas piedras note con terrible
asombro que el coquito aún se mantenía en pie; observándome impasible pero con una
- Está bien tu ganas! – le grité al insecto con los brazos extendidos hacia el cielo- y recogí
mis cosas para marcharme de aquel lugar, prosiguiendo mi camino a un paraje aún más
lejano. No fue hasta que me di la vuelta que escuche un tenue pero claro zumbido a mis
espaldas, por instinto procuré voltearme y fue cuando sentí tres pares de pequeñas patas
corriendo por mi nuca he inmediatamente después un agudo dolor en la base del cráneo...
garganta alimentaba una y otra vez unas profundas y repugnantes náuseas. Estaba tendido
boca abajo con parte del rostro metido en la concavidad que había dejado la piedra que
percaté que estaba hinchada y fijando mi vista, lo vi entonces entre mis dedos; inmutable
y con su mirada clavada entre mis ojos entreabiertos. Traté de pedir ayuda, pero no podía
hablar, luego con más fuerza intenté gritar – ngaaahh – nada… entonces el terror se tornó
aún más real cuando repentinamente, escuche al coquito modular en un lenguaje que
combinada el batir de alas de una mosca y la pastosa letanía de una sierra eléctrica– he
aquí ante mí tu vida...La expresión de mi rostro debió combinar una serie de emociones
que resumían un profundo temor. Continuó diciendo – no trates de decir nada es hora de
que escuches; solo podrás volver a hablar cuando me contestes tres preguntas. La primera
de ellas, podrás contestarla abriendo tus ojos para decir sí y cerrándolos para decir no –
exclamó pausadamente – has entendido... y abrí mis ojos lo mejor que pude...bien,
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más civilizada – prosiguió – La primera pregunta... ¿crees que eres lo suficientemente
listo como para saber cómo deshacerte de mí? Dude un poco en contestar, en un mar de
pensamientos, mi parte racional trataba de encontrar una respuesta lógica que pudiera
explicar mi situación; sin embargo más allá de su eco en mi cerebro, mi mente atávica,
esfuerzo, esta vez con un poco mas de decisión, de abrir mis ojos lo más posible – y creo
desconcierto en su acorazado rostro – Bien, bien….creo que tenemos aquí a un rival que
tal vez logre sacarme del hastío que me produce estar encerrado en esta limitada
Sentí un poco de temor al escuchar la respuesta del coquito, dudaba de que ésa no hubiese
sido la respuesta correcta, tal vez sencillamente debí rendirme y dejarme caer en el oscuro
los segundos transcurrían como si fuesen cuentas de un rosario infinito, sentía como el
espeluznante insecto me escrutaba con cuidado, como midiendo mis posibilidades en esta
débil. Luego empezó a caminar por mi mano, primero muy lento como dudando, como
tanteando el paso que había resuelto dar a continuación; llegue a pensar extrañamente que
tal vez sería la primera persona que habría resuelto hacerle frente en mucho tiempo y que
por tal razón decidiera continuar con algo más de cautela. Aunque todas esas conjeturas
y me volvió a morder ahora con mucha más saña que antes. Esta vez casi
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instantáneamente pude mover mi rostro y de inmediato un alarido, que habría despertado
a todos los muertos del cementerio de San Juan de Payara, se escapó de mi garganta,
copas de los morichales con una alharaca ensordecedora. El dolor se había ramificado por
cada una de mis neuronas y sentía como paulatinamente a mi cara subía, ola tras otra, un
mar de sangre incontrolable que, por la forma en la que el insecto del demonio apartó su
rostro, adivinaba que el espectáculo no debería ser muy grato. –Desgraciado deja que te
ponga las manos encima – espeté con voz temblorosa por los destellos de dolor
intermitentes que aún se asomaban por mi espina dorsal – te voy a machucar hasta
convertirte en puré!–
Al pronunciar esa frase quedé maravillado al darme cuenta de que podía volver a hablar,
dejándome únicamente la libertad necesaria para poder relajar los músculos de mi rostro
y así poder seguirle el jueguito al que me estaba sometiendo desde hace horas – libérame,
anda atrévete! – le dije entre dientes, con mi voz salpicada de furia – vamos a ver qué tan
malo puedes llegar ser cuando no me ataques por la espalda, miserable! – Mientras, el
coquito me miraba con tranquilidad casi como si no hubiese escuchado lo que le había
dicho; luego volvió sus ojos al cielo con un aspaviento frívolo y casi con indiferencia me
dijo, con su curiosa voz que arrastraba la pronunciación de las zetas – tienes suerte animal
humano, no creo que llueva esta noche así que no te ahogarás al no poder levantar tú
espantosa cara del suelo – y con una malévola sonrisa, continuó – aunque no te garantizo
que a otras bestias que abundan por estos lados, les resultes apetecible como para
acompañarlas a un festín, donde el plato principal serían tus vísceras esparcidas por la
llanura –
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Me estremecí con la idea de que eso pudiera suceder, porque recordé que estaba en llano
desde hace rato y la finísima sonrisa de una medialuna efímera, comenzaba a mostrarse a
medida que el contraste del cielo se hacía más oscuro. A pesar de que el manto de la noche
comenzaba a arroparnos, notaba que el destello de los ojos psicodélicos del coquito no
que me mostraban en su convexidad, el mundo que nos rodeaba a una escala miniatura.
Mientras trataba de ver los detalles miniaturizados del entorno en sus ojos, una gélida
brisa nos envolvió, levantando una polvareda que arrastraba pequeñas briznas, piedritas
y tierra, lo que me forzó a cerrar mis párpados, haciendo que por segundos perdiera de
vista a mi captor. El viento cesó, dejando a su paso una estela de mastranto suspendida
en el aire, la cual llenaba cada rincón de aquella soledad de manera casi asfixiante. Mis
sentidos comenzaron a agudizarse, escuchaba con detalle cada ruido a mi alrededor, sentía
su presencia aunque no sabía aún donde estaba, trate en vano de mover mi cuerpo pero
seguía estando petrificado, como si ya me hubiese fundido con el agreste suelo manchado
humanos son criaturas tan extrañas – escuche su voz apelmazada, que venía de todos
lados y de ninguna parte al mismo tiempo - son unas bestias inmundas que creen ser
superiores a otras especies de este mísero planeta porque, según ustedes mismos, se hacen
llamar inteligentes. Su ego es superado tan sólo por su arrogancia. Su estúpida forma de
verse a sí mismos y a aquellos que los rodean, los condenan a repetir los mismos errores
día tras día con una intensidad cada vez mayor, destruyendo en segundos, milenios de
de nuevo en mi mano izquierda. –Y ¿qué derecho tienes tú, miserable insecto de venir a
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juzgarnos? – le solté con la soberbia de aquel, que se ha sentido ofendido por una bofetada
de realidad innegable, y que utiliza la altivez como mecanismo de defensa- déjame libre
para que veas que no somos tan irracionales, y así pueda mostrarte la técnica científica
del tin marín, para tomar tu cuerpecito y comenzar a seccionarlo en pedacitos chiquiticos,
dándote así una muerte lenta y dolorosa, insecto del demonio!- esa última expresión
resonó en mis oídos varias veces como un eco selectivo que buscaba ser acallado por la
intenso, tan agudo, que daba la impresión de que, en aquel momento el universo se
hubiese detenido por completo, incluyendo mi propio corazón que presentía el fin de la
paciencia de este ser que decía ser interdimencional – demencial diría yo, porque para mí
mente racional, el que yo estuviese conversando con un insecto y, que de paso éste me
estuviese contestando, era evidencia suficiente para saber que estaba más loco que una
cabra!– El silencio se mantuvo un instante que igual pudieron ser segundos que años; y
en ese lapso ni siquiera el viento se atrevió a soplar. – Pienso que estas tentando tu suerte
– respondió al fin con un susurro áspero, casi ahogado, como reprimiendo las ganas de
darme un pinchazo letal que acabara con mi vida - no creo que a este paso puedas llegar
a ver el amanecer, pero por si aún no entiendes lo que digo, creo que es mejor que te
muestre con un ejemplo mi técnica científica, como la llamarías tú, para tratar con bestias
la piedra que le había tirado en nuestro primer encuentro; luego se estiró de un lado al
otro y con la velocidad de un rayo, dio una voltereta en el aire dejando caer sus pequeñas
patas con tal fuerza, que la piedra se partió por la mitad con un sonido seco, en un corte
perfecto, como si la piedra hubiese estado pegada por estas mitades desde siempre. Aún
no salía de mi asombro cuando sentí que el insecto aterrizaba en mi mano; lo miré con
perplejidad mientras él arqueaba una de sus tenazas maxilares, en una especie de mueca
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triunfante y maliciosa – Ahora ya puedes imaginarte que sé infringir mucho más dolor
del que produce una simple picada ponzoñosa, verdad? – y antes de que pudiera articular
palabra, continuó con su voz de motor en aceleración – pero basta ya de perder minutos
humano...¿darías tu vida, tal cual la concibes, a cambio de salvar a otro ser? – Al escuchar
su pregunta, repasé imágenes de la vida que había dejado atrás para escaparme al monte,
de mi antiguo trabajo, del amor fugaz, de mis amigos; y mientras más escudriñaba en la
memoria, más ajeno me sentía a todo aquel pasado reciente que, de repente había
atrapado en el laberinto del alzhéimer. Buscaba en esos recuerdos alguna persona por la
cual haría el trueque. Pensé en algunas. Pero no creía que ninguna superara el test
eliminación de candidatos. Al final sólo pensé que el coquito quería una respuesta, así
hacerlo – El pequeño insecto notó que estaba evadiendo su pregunta pero no se inmutó,
por el contrario quería seguir indagando para ver cómo podía librarme de ésta. – Está
paradero, pero no fue sino hasta que noté un tenue aleteo cerca de mi oreja, que entendí
lo que estaba a punto de ocurrir; cerré mis ojos con fuerza y apreté los dientes para
repugnante insecto clavarse en mi cuello, aún con más intensidad que el piquete anterior.
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– Hijo de tu inmunda madre! – grité, a la par que sentía un escozor intenso que recorría
forzada a la cual estuvieron sometidos. Por instinto, apoyé mis manos en el yermo suelo
carrusel delirante, en cuyo centro, sobre una de las dos mitades de la piedra cortada, se
circo, el coquito con sus ojos incandescentes que iluminaban la noche profunda. Al final,
mi mundo centrífugo poco a poco se fue deteniendo, como lo haría una ruleta, sólo que
en éste juego, perdía con cualquier número en el que se posara la pelotica blanca. Logré
sentarme, aunque no podía aún mover mis piernas. Como pude me las arreglé para quedar
en frente del insecto que seguía erguido en la piedra partida, observándome, como
– Está bien bicho desgraciado – mascullé mientras me sobaba la nuca con una mano -
vamos a poner unas cosas en claro, ya me harté de que me estés picando cada vez que te
venga en gana; si quieres que te responda a tus preguntas estúpidas, mejor es que dejes
de tratarme como a un animal y hagas que vuelva a mover mis piernas!. La sabandija
Lo miré entornando mis ojos y con una media sonrisa en mis labios le conteste – ven,
acércate que te la digo al oído – El coquito confiado se posó en mi mano que estaba
dispuesta como una trampa para osos y como si pudiese leer mis pensamientos me dijo
en un tono infantil –verdad que no vamos a intentar nada que haga que nos lastimemos?
verdad que no queremos que nuestra cabeza corra la misma suerte que la piedrita que nos
tiramos cuando nos conocimos? – y abrió su mandíbula un tanto para reír como para
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prepararse contra un ataque. – Este…no!, para nada...cómo crees? – le contesté con una
risita nerviosa, al recordar de lo que sería capaz si trataba de aplastarlo entre mis dedos
crispados. Suspiré. – Que quieres que te responda?, me imagino que si todo el planeta
estuviese en juego y, que bastaría que yo muriera para salvarlo; seguramente una turba
enorme, me buscaría para sacrificarme al Dios de los insectos, el escarabajo rey o como
quiera que se llame tu deidad, no crees? – contesté con voz cansina, harto como estaba de
tener que lidiar con este ser sacado de alguno de los nueve infiernos de Dante. Luego de
la madrugada llanera, busqué a tientas mi morral para sacar algo con que arroparme. El
insecto no se movió, aunque podía ver como los reflectores fosforescentes de sus ojos,
seguían cada uno de mis movimientos. Más cerca de lo que me habría gustado, escuché
el rugir de un cunaguaro que, por la magnitud de su gruñido, parecía ser bastante grande.
no me ayudas a encender fuego? pienso que así estaremos más abrigados y probablemente
más seguros de los animales del monte – le dije en un tono casi de súplica. – Para qué
chiflado al estar hablando contigo, como para sólo poder ver el resplandor de tus ojos
macabros contra la oscuridad; nada personal, solo que me asustan un poco los seres
insecto realizó una serie de chasquidos, zumbidos mezclados con lo que sería el sonido
de una licuadora moliendo tuercas; una cacofonía espantosa, aguda, muy irritante; al
punto que me llevé las manos a los oídos para proteger mis tímpanos. En un instante un
un pétalo de rosa; danzaban al unísono sobre nuestras cabezas, cual coreografía de ballet,
y al estar todos en posición circundante, fueron derramando sobre nosotros una luz
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verdosa muy intensa, que manaba de millones de chiquitísimos bombillos suspendidos en
el aire por estos formidables pilotos en miniatura. Empecé a pellizcarme la cara para
cerciorarme de que no estaba teniendo un mal sueño; pero sólo conseguí confirmar que
alucinaciones producidas tal vez, por tomar tanto sol a lo largo del viaje o por fumarme
aquel cigarro al que le había caído un poco de alcohol mientras me curaba una ampolla o
qué se yo!. –Caminemos – me ordenó el insecto de pronto. Lo mire con cierta indignación
mientras le señalaba mis piernas. – Ah cierto, cierto – contestó con un ademán compasivo
– esto no te va a gustar, pero si quieres volver a caminar…- y mostro sus tenazas afiladas.
– Ya lo sé carajo! ya entendí! termina de una vez y por todas con eso, para poder
marcharnos lo más lejos posible de ese rugido hambriento – exclamé. El coquito, esta vez
con la paciencia de un cirujano que debe hacer el corte preciso en el momento exacto;
caminó con sus asquerosas patas en la base de mi cabeza, y sin mediar palabra
alguna…zas! me volvió a picar el muy miserable. Esta vez sentí que hasta mis huesos se
estaban haciendo cenizas en un horno crematorio; por instinto llevé mi mano para aplastar
al pequeño bastardo, pero mi mano nunca llegó siquiera a la mitad de su recorrido, pues
lágrimas brotaron de mis ojos enrojecidos. Al final, cuando los espasmos iban mermando,
comencé la ardua tarea de ponerme en pié; me caí al menos trece veces antes de poder
ya casi amanece; es hora de que vayamos a encontrarnos con nuestro destino – dijo
pregunta, ésa que podría hacerte libre – Aún no me recuperaba del todo, caminaba
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enfrente de mí y yo cual perro faldero, iba siguiéndolo como en el cuento de las ratas y el
flautista, pero sin música y por lo que veía, tampoco con final feliz. El mar de cocuyos
que nos iluminaba hasta hacía poco, se había disgregado; digo yo para cambiar las pilas.
La luna parecía reírse de mí en una mueca satírica, como diciéndome que me había
llegado la hora, que así era que se reía la muerte cuando estaba a punto de tomar tu último
reflexión, donde empezaron a aparecer retazos de mi vida ante mis ojos. No salí de mis
aciagos pensamientos hasta que escuché la voz de mi guía alado. –Tú última pregunta
pidiera que lo ayudaras, al punto de arriesgar seriamente tu propia vida, para que él
pudiera ser finalmente libre y feliz, lo harías?. Por primera vez desde que empezara esta
suerte de aventura excéntrica, sentía real curiosidad, no tanto por la pregunta en sí, sino
porque a mi mente, en ese justo instante, en esa hora de la madrugada cuando sabes que
ya va a amanecer para salvarte, pero que aún el mal que acecha en las tinieblas puede
del ser más repugnante, más mezquino, mi peor enemigo en ese momento era el
odio terrible, un odio que encendía mis más oscuros deseos de venganza hacia esa
criatura, que me había sometido a vejaciones durante estas largas horas, sin que hasta el
violáceo que anunciaba la inminente irrupción del alba; vi en el suelo lo que parecía una
redentora contra la alimaña que volaba frente a mí. La tomé lo más rápido posible. El
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el golpe que me permitiría retomar mi libertad. Un poco más…ya casi…no falles…y justo
instantáneamente al ver, en un claro del camino el espectáculo más grandioso que habían
visto mis ojos en su vida. Allí en el medio de la sabana, el enjambre de cocuyos eléctricos,
estaba iluminando a un lirio blanco, con tonos muy tenues, casi imperceptibles de color
menta, su tallo verde oscuro, muy alto, como para llegar a mis hombros, su aroma era
dulcísimo, y el baile aéreo de los cocuyos junto con el viento que pasaba entre sus hojas;
como si de acariciar el cabello de una mujer hermosa se tratase; hacían que surgiera
música entre sus pétalos. La rama de guayabita cayó al suelo. El coquito se me acercó y
me pidió por favor que lo acompañara a visitar a su amado lirio. Al llegar a un medio
canto era celestial, me recordaba la risa de la mujer que amo, traté de acercarme un poco
miré extrañado y noté que sus ojos se veían opacos y melancólicos. – Que quieres que te
responda? que a pesar de que te odio con toda mi alma sería capaz de arriesgar mi vida
por ti? – le dije con resentimiento – que después de hacerme pasar por todo esto tu quieres
puedo acercarme a ella sin perder mi vida, porque en su tallo hay una toxina letal para mi,
esa fue la condena que me dieron en mi mundo por mi arrogancia, al no valorar las cosas
que me habían sido dadas. Tomaron lo que más valor tenía para mí, la mujer de mi vida,
condenado a vagar de un lugar a otro hasta que mi enemigo más acérrimo se apiadara de
esta frase con una amarga mueca y prosiguió – es por eso que debía lograr por todos los
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medios que me odiaras, porque es la única forma de que puedes acercarte al lirio sin que
éste pueda ser mortal para ti humano. Por instantes me quedé pensando en la historia que
me había contado el insecto y luego le pregunté – porque es tan importante que se haga
ahora antes del amanecer? que pasa si decido no ayudarlos?. El coquito me miró fríamente
con sus ojos de nuevo encendidos por la ira – Debe ser antes del amanecer porque la flor
y yo sólo podemos coincidir una única noche cada milenio en cada dimensión, y sólo
tenemos ese día para lograr hacerme de un enemigo a muerte, lograr que me odie y
convencerlo de que me ayude – hizo una pausa como para escoger su siguiente respuesta
– si no decides ayudarme no puedo hacer nada, debe ser una decisión personal, y tú no
recibirías daño alguno de mi parte…sin embargo tus seres queridos más cercanos no
serían tan afortunados…correrían una condena similar a la mía y todo lo que ames se
destruirá- dicho esto volvió a volar para ponerse frente a mi – que decides animal
pregunté que debía hacer, por donde debía cortar la flor para que no liberara su veneno.
Me indicó que debería ser exactamente en el nudo nueve que quedaba debajo de mi
arriesgué a tomarla con la punta de mis dedos mientras el coquito gritaba instrucciones
para minimizar el riesgo de un paso fatal. El alba comenzó a despuntar. El aroma del lirio
era cada vez más dulce, su canto era cada vez más melodioso como una canción de cuna
aunque por los gestos sentía que quería que me diese prisa. Los primeros rayos de sol
flor comenzara a desmaterializarse, la arranque tal cual como lo había indicado el insecto,
pero al tomarla, una de mis manos buscó apoyo para no caer por la fatiga, rozando sin
querer las hojas del arbusto. Me incorporé como pude con el lirio translucido en la mano
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y en un instante estaba colocando al coquito en los pistilos de su amada flor. Apenas sus
patas tocaron el lirio, éste se encendió en una gama de colores impresionantes y cual se
y apasionado de luz. Luego sentí un dolor penetrante en la mano que había tocado la
supe más de mí hasta que desperté en un dispensario en San Fernando. Aún mareado pude
escuchar la voz de la enfermera que me atendía, traté de hablarle y me dijo que ya lo peor
había pasado, luego sentí un aroma familiar; al voltear vi su rostro angelical iluminado
por el sol, y sostenía frente a mí un florero con unos lirios blancos deslumbrantes – para
que se mejore pronto – me dijo…en la noche esa hermosa mujer me despertó a las tres de
la mañana para darme el tratamiento y mientras me ponía compresas frías para aliviar la
fiebre; juraría que la escuché cantándome la misma canción de cuna que me cantó el lirio
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La Capilla del Cielo
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Las montañas silentes del páramo apenas brindaban un poco de cobijo, del sol crudo que
se colaba por todos los rincones del valle, la brisa fría de la mañana había pasado tan
fugaz, que ni siquiera pudo hacer que el rocío cuajara en las matas del monte; a pesar de
ello la humedad, siempre presente, reinaba en los aleros, en los escondrijos, en los
cimientos de la vieja casa y ahora sí, también en el alma del Abuelo, que aun cuando
sentía que el sol quemaba su piel, sus ojos fríos sólo se fijaban en el límite del huerto que
le faltaba por arar. Se mecía muy suavemente en una enclenque mecedora que debía tener
más años que su propio dueño, mientras tomaba pequeños sorbos de un café tan áspero
como sus propias manos. Miraba sin ver el horizonte, sus pensamientos estaban en otro
lado, en otros tiempos olvidados. Su amor se había vuelto tan rancio como su gusto por
la vida. Desde que quedó viudo hace una eternidad, los últimos estertores del cariño que
su nieto que sólo lo visitaba en vacaciones – lo único bueno que me dio mi hijo – solía
decir a los pocos amigos, tan viejos o más que él, que aún le quedaban en aquel pueblo
sus pensamientos etéreos sólo pudieron sacarlo, las campanadas de la capilla del pueblo,
cuyo sonido fue en aumento a medida que su mente senil recogía los recuerdos rotos de
de su barba montaraz tratando de hacer cuentas de la última vez que había ido a misa. No
recordó el día, pero sí que los últimos tres párrocos se habían acercado hasta su casa en
los confines de las nubes para convencerlo de salvar su alma. Al último de ellos, un
mozuelo recién traído del seminario, que subió el páramo para visitarlo, le había ofrecido
un poco de miche carachero para que calentara sus huesos y su alma, en esa tarde de lluvia
impía, en la que el mismísimo San Isidro habría buscado refugio en cualquier otro lado
de este mundo. De tan buen agrado tomo el gesto del anciano, que terminaron en una
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disertación etílica sobre la creación del universo y de cómo era posible que la luz de las
estrellas no fuera producida por las luciérnagas que volaban altísimo en el cielo y de cómo
era que el murmullo del río en el fondo del valle, no fuese producido por el roncar del las
piedras que eran arrulladas por la fría agua que corría entre ellas desde hacía eones. Y así,
al rayar el alba, el joven cura bajó tambaleándose feliz hacia su sacristía, sintiendo como
la tierra se movía esquiva a cada uno de sus pasos, reteniendo en su memoria la promesa
del viejo de visitar la capilla el domingo próximo. Mientras, el Abuelo volvió al fogón
promesa dada al cura, al tiempo que se terminaba las últimas gotas del aguardiente
mezclándolas con el sabor agridulce de la lluvia que caía en la estepa oscura y, también
del párroco, las gotas de lluvia de la noche anterior, resbalaban en los aleros de la casa y
entre las nubes cetrinas de aquel día gris, apenas un rayo de sol se asomaba timorato,
llenando la temporalidad de las gotas que caían, de una luz brillante que contrastaba con
el paisaje – así deben llorar los ángeles cuando las estrellas se apagan – pensó mientras
sentía como el viento del norte empezaba a soplar sobre su vida. Ese día también fue
domingo y tampoco fue a la capilla, y así continuó su divorcio con la salvación a la que
se tantas veces habían querido someterlo aquellos, cuyas sotanas bailaban al compás de
las campanas. Hoy no sería la excepción, más aún cuando tenía semanas esperando que
su nieto llegara de la capital ajetreada –ese no es un lugar para criar un niño – mascullaba
mientras iba poniéndose en pié – un niño debe correr, ser libre…aquí crecería sano y feliz
– y rezongando, se metió en la casa para cambiarse de mala gana la ropa que usaba para
la faena. Su andar cansino, casi que impulsado por el viento, hacia que de vez en cuando
se ladeara sin quererlo, como siguiendo las inclinaciones de las heladas montañas que se
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rumbo hacia la modesta cocina. Verificó que todo estuviera en orden para la llegada de
su nieto. Todo estaba a punto, incluso el queso ahumado que tanto le gustaba para
acompañar las arepas de trigo que mandaba a preparar a Lucía, la hija del sepulturero del
pueblo, que le cocinaba y limpiaba desde que él quedara viudo hace centurias. Era la
única persona que lo visitaba, y a él le agradaba porque no hablaba, no era que fuese
muda, sino que se negaba a hablar, porque según el sepulturero, siendo niña iba cantando
una tarde por el cementerio y escucho la voz de una chiquilla que le pedía que la ayudara
a encontrar el camino de regreso a su casa, preguntó dónde estaba porque no podía verla,
y la voz infantil la guió hasta una fuente que quedaba en la entrada del camposanto. Allí
se asomó y vio Lucía su propio reflejo, pidiéndole estridentemente y con una sonrisa
macabra, que la llevara de vuelta a su casa. Desde ese día, la Lucía malévola, la que
hablaba y que ella, y sólo ella podía escuchar, la encontraba únicamente cuando veía
reflejado su rostro en el agua. El viejo suponía que era por esa razón, que Lucía no miraba
nunca las ollas donde colocaba el agua para colar el café en las tardes. Aún así, al Abuelo
le gustaba que no pronunciara palabra porque con el pasar del tiempo, se había vuelto un
viejo huraño que rehuía de estar con sus congéneres y prefería agotar sus días trabajando
ese pedazo de tierra enclavado en las nubes. Al pueblito sólo bajaba a vender lo que la
tierra alta le producía y uno que otro animal de corral que criaba, y casi siempre que lo
hacía, aprovechaba para socializar medianamente con sus conocidos o con aquellos que
solían recordarlo, porque la verdad era, que ya pocas eran las personas que reconocía su
memoria senil. Se iba a la plaza mayor, donde en el local de la esquina aún vendían
aguardiente hecho en casa, se tomaba dos o tres tragos y enfilaba con su mula hacia el
conuco del cielo, como le decían los paisanos a las altas tierras donde él vivía. El Abuelo
era viejo y lo sabía. Los años, el chimó y el miche ya le estaban pasando factura. Las
cosas se le olvidaban, tenia visiones de gente que había vivido en el pueblo cuando era
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niño; unos meses atrás se había sorprendido de encontrarse hablando solo en medio del
campo, y luego se sorprendió aún más al creer haber visto, en los límites de piedra de río
Jacinto que hace años se había muerto de neumonía en su casa de bahareque sin pedirle
ayuda a nadie y sin tener a ningún otro amigo en este mundo más que a él. Recordaría
después de ese episodio, que buscó al cura del pueblo, que ya no era joven, ni alegre, y
que tampoco le aceptaría aquella vez un traguito para calentar sus huesos; para que
pudiera darle cristiana sepultura. El clérigo fue junto con otros más para ayudarlo y al
marcharse, no dijo más que tenía pendiente la promesa de visitarlo a la capilla alguno de
estos domingos de Dios, a lo que el Abuelo le contestó con picardía, que iría apenas las
piedras que roncaban en el río despertasen. Era por estos desbarajustes mentales propios
de su edad que, en su última visita al pueblo, quiso poner sus cosas en orden mientras aún
le quedaba claridad en su mente. Fue al registro a colocar todos sus haberes a nombre de
su nieto, salvo un pedazo de tierra y algunos animales para Lucía, que bien se lo había
ganado al tener que soportarlo todos estos años. Se divirtió al recordar que en la tierra que
le dejaba, había una pequeña laguna y se imaginaba a la muda secándola con miles de
tinajas de barro, para no tener que encontrarse con su reflejo. La última campanada de la
capilla hizo que volviera a recoger el papagayo de sus recuerdos y lo trajera al presente
inhóspito y lleno de achaques que lo acechaba cada nueva aurora. El sol ya estaba
de lino azul marino, una camisa blanca inmaculada y un corbatín verde pálido, se sentó
en el porche a esperar a que llegaran. Lucía sabía lo importante que era para él que su
nieto llegara de vacaciones; era como ver a un bucare antiquísimo echar sus flores de
fuego al viento desnudo cuando se acordaba que había llegado diciembre, encendiendo a
lo lejos el cielo repleto de nubes, cual ánimas escapadas del purgatorio, que buscan
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ascender a los cielos con la esperanza de obtener su redención. Fue ella quien le había
rezongaba entre dientes, ella, que se maravillaba año tras año de ver como el viejo se
impacientaba con la llegada de su amado pequeño, que ya debería tener sus diez u once
años cumplidos; era ella quien al final se daría cuenta de que ese año sería la última vez
que pasarían juntos las vacaciones. El anciano miraba impaciente su reloj de plata labrada
que heredara de su padre, y que su propio hijo le habría devuelto antes de marchar a la
capital por considerarlo anticuado, – pendejo – alcanzó a pensar en voz alta. Caminó hacia
los peldaños de la entrada de la casa, a medida que escudriñaba la soledad del páramo
entrecerrando sus ojos acuosos, buscando con ansias el movimiento sinuoso del carro de
su hijo en la trocha que conducía a las tierras altas, a las tierras embebidas por la bruma
eterna. Ya el sol iba siendo tragado por las montañas azules; el frío comenzaba a hacer
estragos en los huesos del Abuelo, quien se había empeñado en permanecer de pié en el
atrio, apoyando sólo sus manos del barandal de la escalera. Lucía le habría llevado tres
rechazado de plano; la última vez de muy mala gana. Ella se fue al fogón para guarecerse
del frío que ahora sí, apuñalaba en ráfagas aullantes el techo de la casa, haciendo que todo
dentro de ella crujiera. Y aunque ya las sombras de la noche iban descendiendo hacia el
procurando ver algún destello a lo lejos, algún indicio de la llegada de su amado nieto.
Nada. Sólo se escuchaba el silbido incesante del viento que remontaba las laderas a una
la casa y vio al anciano apretando con sus manos callosas el barandal, sus ojos muy
abiertos estaban fijos en el sendero. Por un momento pensó que estaba muerto y que se
había quedado petrificado en esa posición gracias al frío implacable; pero al acercarse
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para tocarlo, él volvió su mirada hacia ella y separando su mano derecha del madero,
apuntó hacia el camino – ahí viene, ahí viene – gritaba en un ataque de euforia propia de
un chiquillo – y tú que creías que ya no vendría! – reía - allí están las luces del carro,
mira! – Lucía miró hacia donde el viejo le señalaba y a lo lejos se veían dos luces mínimas,
que podían ser cualquier cosa. Aún así se apresuró a poner la mesa y a calentar un poco
de chocolate para el pequeño. Le llevó al viejo una frisa raída y se la puso sobre los
hombros, mientras que él, ésta vez sí, le aceptaba el calentadito para aquietar la
mientras veía cómo las luces iban en aumento a medida que se acercaban. Finalmente,
luego de lo que pareció una eternidad, un carro blanco se detuvo frente a la casa que
parecía contraída por el frío. El anciano bajo los peldaños con la rapidez de un adolecente.
Sólo una mirada de soslayo y cargada de reproche, le dirigió a su hijo que se bajaba a
saludarlo, mientras abría la puerta trasera donde estaba sonriente su nieto amado que
había venido a pasar su mes de vacaciones con él. El chiquillo salió como una exhalación
y rodeó con sus pequeños brazos el cuello del Abuelo, desanudándole el corbatín verde
hasta hacerlo ver como un trapo. No paraban de reír, sus palabras se confundían en una
conversación cruzada de miles de temas a la vez: - vamos a ensillarte a la mula para irnos
a la laguna a pescar – o – cuéntame Abuelo como es que los frailejones tienen pijamas?
– o – es verdad que cuando hay tantas, tantísimas nubes es que los gigantes están
preparando sus camas para dormir?. Y en esa tertulia de cuentos y fábulas estuvieron
durante toda la cena y mucho después del primer canto de gallos. Luego que el pequeño
se durmiese, el viejo le pidió a Lucía que se quedara en casa porque ya era tarde para
bajarla al pueblo; ella se limitó a recoger los restos de la cena, a ordenar la cocina y buscó
una ruana mientras medio arreglaba el cuartico que quedaba junto al fogón, donde se
guardaba la leña, para poder extender un catre. Antes de acostarse había dejado la botella
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de miche en la mesa con dos vasos, aunque sabía, como cada año, que esa noche tampoco
Juan, el hijo del Abuelo, probaría el aguardiente y que al final sería ella quien en la
mañana tomaría un poquito de la botella para prepararse un café que la calentara. A la luz
de una lámpara de kerosene que despedía una humareda amarga, el viejo invitó a su hijo
a que se sentara junto a él para que conversaran un rato antes de dormir. Juan era un
hombre más bien cenceño, parecía más viejo de lo que en realidad era, tal vez porque
siempre fue un niño enfermizo; su padre lo escudriñaba con cuidado y cierto celo, parecía
un tanto nervioso o tal vez cansado por el viaje. En todo caso el viejo notaba algo raro en
su mirada esquiva; al final Juan se sentó con su padre, le llenó su vaso de aguardiente y
luego, para sorpresa del anciano, llenó el suyo también. Juan alzó su vaso y sin mediar
palabra con el taita, se empinó el trago de un golpe, sintiendo como el fortísimo menjunje
la tos, el rubor en las mejillas, y la casi inminente caída del taburete enclenque donde
estaba. Quiso tomar de nuevo la botella donde lo aguardaba el delirio y la fuerza que
siempre le huían al estar en presencia de su viejo, pero la mano rugosa del anciano lo
detuvo en seco – que te preocupa? – preguntó el Abuelo aun sosteniendo el menudo brazo
de Juan – éste tuvo la valentía de mirarlo a los ojos por un instante fugaz y el viejo pudo
ver un dejo de melancolía en sus ojos oscuros, y casi de inmediato apartó la vista hacia el
umbral de la casa – debo irme papá – dijo al final Juan con voz serena - sólo quería
cumplir mi promesa de traerte a Enrique para pasar estos días contigo, pero ya debo partir,
un sorbo y sirvió de nuevo para ambos – es muy tarde hijo, ya los gallos cantaron por
segunda vez y afuera ya las nubes han cubierto todo; mejor tómate el otro trago, duerme
incorporaba para asegurar la puerta de la casa. El hijo asintió obediente al taita – pero
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mañana debo irme antes de las primeras luces papá – y se tomó su segundo vaso de
aguardiente sintiendo que toda la casa le daba vueltas, antes de desplomarse en el sillón
que le serviría de camastro esa noche zurcida por las ráfagas invernales. Al clarear, ya
Lucía había buscado los huevos al corral, encendido el fogón, colado el café y montado
las arepas; todo esto después de recoger de la mesa, la botella de miche y lavar el único
vaso usado la noche anterior; mientras se preparaba un calentadito para ella. Poco después
llegaría el Abuelo a despertar a Juan, pero su hijo no estaba en el sillón. Lanzó una mirada
inquisidora a Lucía quien se limitó a encoger los hombros y negar con la cabeza. Miró
hacia la puerta y vio que estaba entreabierta. Salió al pórtico, el viento, ya un poco menos
salvaje, moldeaba el celaje que aún estaba al ras del suelo bruñido por el rocío. Juan se
había ido. El viejo se quedó un instante escrutando el sendero, pero la luz del incipiente
sol rojizo de la aurora, se reflejaba en la niebla haciendo casi imposible ver más allá de
unos cuantos metros. Antes de volver a entrar a la casa, noto extrañado como la humedad
reinante había borrado todo vestigio de las huellas del carro, como si nunca hubiese estado
arreció trayendo un poco de garúa consigo, obligándolo a entrar a la casa. Fue entonces
cuando por primera vez sintió una tos seca que le hizo retumbar el esternón. Aunque
granos que él mismo cosechaba sin percatarse que ya los primeros rayos de un sol cubierto
por un tul de nubes, caían perpendiculares, casi con pereza, sobre el cobertizo de la cocina.
El pequeño Enrique llegó a la mesa estrujándose los ojos para despegarse el sueño; el
Abuelo sonrió al verlo y abrió sus brazos para recibirlo. El pequeño había crecido desde
la última vez que lo visitó; el pijama que había dejado hace un año, le quedaba ya muy
corta. A pesar de ello él lo notaba muy pálido y flaco – déjenmelo dos semanas y lo
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repondré – pensó. Aún desaliñado y somnoliento, el niño tenía un rostro muy hermoso,
que le hacía honor a los genes de su difunta abuela. Abrazo a su abuelo con cariño y le
preguntó si su papá se había ido ya. El viejo asintió y lo convidó a sentarse para desayunar.
Lucía le había preparado su desayuno favorito incluyendo el queso ahumado y las arepas
de trigo; y viéndolo comer desde un rincón de la cocina, su corazón afligido sintió una
profunda ternura al verlos reír y conversar, al punto que por momentos creyó haber
escuchado una levísima melodía que se filtraba por la ventanilla de la cocina, a la par que
los rayos del astro rey, se abrían paso por entre los cúmulos eternos, cobrando color e
intensidad, bañando por completo la casa, que parecía distenderse a medida que el calor
calaba en sus cimientos. Lucía vio maravillada como uno de esos haces de luz, tocaba las
cabezas del niño y su Abuelo, mientras que las partículas de polvo flotaban a su alrededor,
día de exhalar su último suspiro. El tañido de las campanas de la capilla se alzó con el
viento, acallando las risas y haciendo que las miradas se entrelazaran buscando respuestas
en sus rostros. – Si no es domingo, entonces ese sonido sólo puede significar una cosa –
dijo el anciano casi en un susurro, buscando con la mirada a Lucía quien asintió con la
cabeza. Las campanas de la capilla sólo suenan para llamar a misa y para anunciar que
alguno de los lugareños había pasado a mejor vida – Lucía, hágame el favor de vestir al
chino mientras yo ensillo a las mulas – masculló al tiempo que tomaba su chaqueta aún
con la mirada colgada en el techo, tratando de adivinar por quién estarían redoblando las
campanas. Al cabo de unos instantes ya las tres mulas estaban listas para emprender el
viaje. Dos de ellas estaban cargadas con los aparejos de pesca y los pertrechos para
acampar; la otra, con una silla ligera y una especie de folgo abierto de piel, para que Lucía
pudiera abrigarse un poco las piernas mientras descendía por el sendero empantanado del
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páramo. El viejo jamás prestaba sus animales a nadie, por ello el especial cuidado y las
recomendaciones que le hacía a la muda, para que el animal pudiera volver sano y salvo
a su corral – déjele correr la cincha, ella conoce el camino mejor que usted – le decía
mirando a la mula como si de una hija se tratara – cuando llegue póngale agua fresca, un
poco de pienso, una zanahoria y un poquito de sal, es así como las mantengo sanas. En
tres o cuatro días, después de volver de la laguna, la pasaré buscando – terminó la frase
tosiendo de nuevo, mientras montaba al pequeño Enrique sobre su acémila para luego
montar él la suya. Se despidieron de Lucía, quien los miraba retozando como si fueran
dos muchachos de la misma edad. Una ligerísima sonrisa, mezcla un tanto de alegría, otro
tanto de tristeza, surcó su rostro a medida que sus ojos ávidos los perdían de vista. Con
un ligero espueleo en los ijares de las mulas, se enfilaron hacia la laguna nevada. No era
un trayecto largo pero sí bastante escabroso, era por eso que el viejo siempre prefería a
las mulas que a los caballos para ir hasta allá, pues ellas tenían una pisada mucho más
segura entre los desfiladeros que descendían al estanque enclavado en el corazón de las
añiles montañas. El frío iba en aumento a pesar de que los rayos del sol no habían dejado
de derramar su luz sobre ellos, las nubes eternas cedían a los pasos de los animales,
despegándose del suelo para elevarse sobre las cumbres que los vigilaban impávidas a
medida que iban acercándose. El Abuelo sacó del bolsillo de su chaqueta, la latica de
chimó y, casi a hurtadillas, se puso un poco debajo de la lengua, tal vez temiendo que el
iba poniéndose sobre las montañas, mezclando su color cobrizo con los violetas de las
ancestrales, que sirvieron de telón de fondo, para el primero de los muchos cuentos que
el anciano le contara esa noche a su amado nieto. El pequeño ayudaba a descargar los
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yermo suelo para asegurar las bestias y arrumando unas piedras para hacer una fogata que
los calentara, pues al vislumbrar el cielo, notó que las nubes, como por arte de magia,
escuchó que las primeras ráfagas de viento que se filtraban por las grietas de las altas
montañas, iban adquiriendo cierta armonía, como si sus superficies irregulares, de repente
se hubiesen alineado con el viento, para que éste tocase una especie de ocarina milenaria,
que sólo se tocaba en comunión con los elementos – música celestial – alcanzó a decir el
pequeño con los ojos muy abiertos y quien sin duda alguna había escuchado también lo
que el Abuelo pensó, no era más que otra de las jugarretas de su mente agobiada por años
de exilio voluntario en el páramo. Ambos dejaron caer las cosas que tenían en las manos,
haciendo que los acordes cesaran de pronto y volviera a escucharse solamente el bramar
del viento – Abuelo, tú que todo lo sabes, quien tocaba esa música y porque dejó de sonar?
– Al anciano, que había visto miles de cosas extrañas a lo largo de su prolongada vida,
pero que no sabía cómo explicar ésta; sólo le quedó decir su verdad – ese es un indio
cuica que le toca a las montañas con su flauta de caña para que no se despierten y así
pudieran irse para siempre de los andes, llevándose con ellas la laguna y los peces. El
niño divertido le preguntó que si era por eso que el río arrullaba a las piedras, para que no
les espantara las truchas; a lo que el Abuelo asintió riéndose, mientras le venía a su
memoria la imagen del cura ya viejo, al que alguna vez le había prometido ira a la capilla
de echar sus cuentos fantásticos, por los que su nieto boquiabierto le gustaba tanto venirlo
a visitar. Él acostó al niño y lo abrigó con cuidado para que el frío no pudiese tocar su
chimó mientras velaba el sueño del pequeño. Estaba cansado pero el extraño episodio de
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la melodía, lo había puesto en alerta. Nada se movía en la inmensidad serena, sólo se
escuchaba el crepitar de la leña de la fogata y ahora también, la tos del viejo que subía en
intensidad a medida que las horas pasaban. La alborada irrumpió de golpe con una oleada
de luz que se reflejaba en la apacible superficie del lago. El amanecer detuvo por unos
segundos su avance para ver la cara del Abuelo que continuaba inmutable y aún vigilante,
frente a la carpa del pequeño Enrique; y al seguir le regaló al anciano un golpe de calor
que lo ayudara a sacudirse el frío que, su hermana la noche, le había colgado en las
mejillas hundidas, en la barba antiquísima y hasta en su alma cosida al cuerpo con los
hilos de la soledad. Se incorporó con esfuerzo haciendo que casi todos sus huesos sonaran
a medida que se estiraba. Montó el café, preparó el cebo y dispuso las cañas mientras que
su pequeño nieto se levantaba. Al poco tiempo ya estaban en uno de los márgenes del
helado lago lanzando sus carnadas, combinando cada sorbo del café y el chocolate, con
historias y anécdotas que el viejo en parte inventaba, para que la risa del niño pudiera
darle un poco de sosiego a su alma asceta. Y entre risas y cuentos, las truchas fueron
llegando, y era tal su alegría que el Abuelo no se percató, que arriba en las montañas, su
cuica imaginario, volvía a entonar su melodía onírica, usando el soplido del viento y el
Lucía casi llegaba a su destino, cuando vio una gran multitud de personas asomadas a uno
de los despeñaderos de la sierra que unía al pueblito andino con las tierras altas, con el
conuco del cielo donde vivía el Abuelo. Allí se encontraba también su padre y el cura del
pueblo. Detuvo la mula y se apeó para saber lo que estaba pasando. Se asomó y descubrió
en el fondo del valle, donde el río arrullaba las piedras, los rastros destartalados de un
carro blanco que había caído al vacío la noche anterior, seguramente por la espesa niebla
que reinaba en estos lados del mundo cuando arreciaba el invierno. Ya algunos hombres
estaban bajando al río para verificar si el conductor aún pudiera estar vivo, aunque aún
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asumiendo que la caída no lo hubiese matado, seguramente el frío cortante lo habría
hecho. Lucía sintió una fuerte opresión en el pecho. Un presagio atroz le desdibujaba el
corazón. Aun así, se hizo fuerte y permaneció con el grupo de los paisanos que esperaba
a que los exploradores llegasen al lugar del accidente. Al alcanzar el amasijo retorcido de
herrajes, uno de los campesinos empezó a agitar frenéticamente los brazos mientras se
escuchaba – hay dos, un adulto y un niño, pero parece que sólo uno está vivo! –
rápidamente varios hombres más, buscaron una tabla y varios mecates para rescatar al
infortunado conductor. Llamaron al boticario del pueblo, para que le administrara algún
hábito para administrar los santos oleos si fuese necesario – parece que uno de ellos es
Juan, el hijo del viejo de la montaña – llegó a gritar uno de los que medianamente lo
para reanimarla. Al volver en sí, le dijo en señas a su padre, que el Abuelo y el pequeño,
se habían ido en la mañana a la laguna a pernoctar allí por varios días de pesca. El
sus gestos, otro tanto por la información que lograba traducir; aún así, se aprestó para ir
a buscar al Abuelo y Lucía se incorporó de golpe para acompañar a su taita quien no pudo
persuadirla de quedarse.
nubes, por lo que el sol empezaba a hacer sentir sus lenguaradas de fuego sobre la piel
saber tantas y tantas cosas, que sólo su Abuelo era capaz de saberlas, porque a sus ojos,
era el hombre más sabio del mundo. El viejo dejó su caña para buscarle una gorra y así
protegerlo un poco del sol. Pero antes de dar siquiera tres pasos, un verdadero ataque de
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tos lo invadió, sintiendo como si sus pulmones se les fueran a salir por la boca. Tuvo que
sostenerse de una piedra grande para evitar caerse de bruces; en uno de esos episodios de
tos frenética noto que estaba escupiendo sangre cada vez más profusamente y cada vez
de color más oscuro. Tan oscura era, que el pequeño al acercarse para ver cómo estaba su
Abuelo, lo reprendió al ver la mancha en el suelo, pensando que estaba mascando chimó.
aguardiente que tenía en su mochila. El niño lo miró con reproche, a lo que el viejo, con
ojos bondadosos le dijo que era sólo un poquito como medicina, que no se preocupara. El
pequeño accedió a regañadientes y el viejo sólo pudo beber un sorbo con dificultad, antes
de que otro espasmo bronquial se apoderara de su ser, hasta casi hacerlo perder el
conocimiento. Enrique no parecía asustado y eso era bueno para el Abuelo, porque de esa
manera él podría transmitirle tranquilidad, aunque en el fondo sabía que no estaba para
nada bien y le asustaba la idea de que le pasara algo, no por él, sino por el pequeño que
complacido al ver a su nieto como todo un hombrecito. Fue luego de ese pensamiento,
que volvió a escuchar la armonía de la noche anterior, sólo que esta vez era acompañada
por una especie de cánticos que se elevaban desde el mismo edén. Sus ojos se
escuchar la música. Trató en vano de hacerle señas para que agudizara el oído, pero sus
brazos parecían pesarle una tonelada. Ya sólo podía ver la sombra borrosa de su nieto que
le levantaba su cabeza para ponerle una manta enrollada debajo, para que descansara
mejor; y podría jurar que también había visto a Jacinto, su vecino y amigo de la infancia,
ayudando a su nieto a recoger todo y asegurar la carga sobre las mulas. Pasado unos
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Lucía y su padre ya habían pasado la casa de Abuelo hace algunos instantes. Iban lo más
rápido que les permitían los jacos que montaban. Lucía se arrepintió de no haber traído a
la acémila del anciano, pues sus mulas conocían de memoria los atajos que los llevarían
más rápidamente a la laguna nevada. Pasados unos veinte minutos, divisaron a lo lejos
las siluetas de dos mulas sin jinetes, que venían en sentido contrario. Eran las bestias del
Abuelo que venían de regreso a su corral, solas como habían aprendido hace años. Lucía
las detuvo y le explicó al padre en su lenguaje mímico, que cambiaran los caballos por
las mulas. El sepulturero accedió y dejaron los jamelgos amarrados a un lado del camino
en el agua que la llamaba, que la invitaba a bañarse con ella para enseñarle lo maravilloso
que le resultaría vivir para siempre en el fondo fangoso y frío de la laguna. Una serie de
gemela, sin tener éxito. Pero el amor que sentía por el anciano y su pequeño nieto, la
motivaba a seguir adelante, aún a riesgo de caer en las garras de su mitad maligna. Y
empezaron a caer rayos de sol oblicuos que vestían de dorado la superficie del lago, y
escucharon una armonía celestial y coro de voces que cantaba loas al Altísimo. Casi de
quebrado y seco. El concierto celeste, se agudizaba a medida que llegaban al sitio donde
había estado el campamento, al reconocer los vestigios de una fogata reciente. Escrutaron
el horizonte y aunque el reflejo de los rayos del sol, no los dejaba verlos con claridad; a
unos escasos diez o quince metros, pudieron divisar las siluetas del Abuelo y Enrique
tomados de la mano, mientras veían apacibles que Lucía y su padre se les acercaban. Pero
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antes de que pudieran reunirse con ellos, el Abuelo les hizo un ademán para detenerse y
con ternura sólo les dijo que aún no era el tiempo para ellos, y sin decir nada más, Abuelo
y nieto, desplegaron unas alas blanquísimas y antes de alcanzar los cielos, caminaron por
la superficie del agua, tomados de la mano, mientras el pequeño le pedía que le dijera
quiénes les ponían los lentes a los osos frontinos. El Abuelo sonrió y le susurro que eran
las arañas que se los tejían cuando dormían en las noches de luna llena. El pequeño sonrió
Muchos años han pasado ya, la historia se ha contado de mil maneras distintas, pero lo
cierto es que ya el río del valle corre sin murmurar, las estrellas sólo salen en el cielo
cuando hay suficientes luciérnagas y siempre, todos los domingos, desde tiempo
inmemorial, al sonar las campanas de la capilla, un rayo de sol la ilumina, como si tratara
de escuchar la misa; y si agudizas el oído en algún domingo despejado, podrías jurar que
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A la Sombra del Curarí
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El árido y amarillento camino contrastaba en su amplitud con las llamas que bramaban
entre los secos cujíes, retorciéndose al compás de la sinfonía del fuego. Los pedruscos
negros, la mezcla de humo de pólvora sulfurosa y la cañada seca, dejada al olvido de las
lluvias por décadas; arropaban en su hiel a un amasijo de hombres que buscaban, con muy
poco éxito, ponerse a resguardo de la artillería. Pocos eran los que tenían caballos, mucho
menos aquellos que vestían de uniforme, pero todos sin duda, tenían el alma cosida al
miedo y las tripas entretejidas a punto de ceder con cada cañonazo que retumbaba en
aquel infierno, al que los chivos solo se atrevían a adentrarse para morir de viejos. Entre
las descargas de mosquetes, muchos eran los que huían en tropel al descampado
procurando librarse del terror, con los ojos desorbitados, asfixiados por el polvo, el sudor
De los tres oficiales que acompañaban a estos indios, mestizos y esclavos convertidos a
juro en soldados miserables de una insurrección contra un rey que no conocían; solo el
capitán Lira quedaba en pie, dando órdenes en el borde de la quebrada, arengando a viva
voz para que sus hombres pelearan contra los realistas hasta que no les quedara un ápice
de alma en sus cuerpos. El coronel Azuaje yacía boca abajo con el cráneo abierto por un
pedazo de metralla que ennegreció su casaca azul, su brazo derecho había sido cercenado
de los Dragones Británicos que le regalara el mismísimo coronel James Rooke con quien
había peleado en la Batalla del Pantano de Vargas. Era un hombre valiente y decidido que
oportunidades, rayar en la locura más inverosímil. Contaban los oficiales bajo su mando
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que cuando iniciaba la batalla, entornaba sus ojos marchitos empuñando el sable, luego
escupía el suelo y le gritaba con abyección a los sepultos: - hoy no me esperen carajo que
voy a matar Canarios - y en ese momento era como si el demonio tomara las riendas de
su alma convirtiendo al enjuto coronel en un títere mortal de las huestes del averno.
Recordó el capitán Lira algunos años después, que esa mañana antes de la emboscada el
coronel estaba inquieto e irascible, desde su hamaca mandó a llamar a los oficiales y les
dificultad tratando de disimular la mueca de dolor que se le dibujaba en el rostro cada vez
que tenía que apoyar la pierna derecha; debido a una mala cicatrización del muslo que lo
perseguía como una sombra desde que lo hirieran en la batalla de Los Horcones. No los
escarlatas fugaces al compás del sol trémulo del alba, ni tampoco se tomó la molestia de
darles mayores detalles: - prepárense y estén alertas porque anoche ese pajarraco maldito
nos avisó con su letanía siniestra, que vamos a ser comida pa´ los zamuros -. No cabía
duda que el viejo coronel tenía un sexto sentido para estas cosas, demostrado en un sin
aquella mañana se revelaba tan plácida que la guerra se veía lejana y ajena, más aún
sabiendo que las tropas realistas del coronel Pedro Luís Inchauspe; que habían dejado la
plaza de Coro para reforzar la arremetida contra los insurgentes en Carora y El Tocuyo,
estaban batiéndose en retirada hacia Maracaibo. La guerra estaba tan distante, que aquella
Encarnación, un indio caquetío manco de la mano izquierda, curtido por el sol inclemente,
que había dejado su piel como un papiro resquebrajado y que le servía al coronel, un tanto
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Manaure y que llevaba grabado en el traqueteo de sus huesos, los gritos ahogados de las
almas de sus antepasados, martirizados sin clemencia a través de los siglos por uno y otro
bando. Tenía el extraño hábito de cortarle las manos izquierdas a los muertos que más se
resolana, en una alforja de cuero crudo; porque decía que no podía viajar al otro mundo
incompleto y que alguna de estas le serviría para engañar a sus Dioses y así poder reunirse
con los suyos, que hace tiempo se habían ido, dejándolo prendido en fiebre en el
polvoriento catre del olvido. Limpió Encarnación el suelo ambarino con una rama hasta
dejarlo lo más llano posible y sacó entonces, de una bolsita hecha de cuero de mapanare,
unas piedras que no parecían ser de este mundo, relucientes, lívidas e inmaculadas que
contrastaban con las enmarañadas arrugas de su piel terrosa. Las echó al aire donde
parecieron flotar por cuenta propia y al caer en el suelo arenoso, sus ojos se espantaron
alcanzando solo a murmurar entre sus dientes gastados: - Capu Guacaubana! - nadie supo
entonces que significaban esas palabras que hicieron que Encarnación las gritara una y
otra vez mientras se iba a todo galope en un zaino sin montura, perdiéndose para siempre
del indio solo atinó a preguntar, sin asombro alguno, en que dirección se había marchado.
- Al este, mi coronel – respondió con firmeza el teniente Mirabal – Iba como ánima en
Azuaje caviló por unos segundos con expresión grave en el rostro- Así nos habrá marcado
la muerte; que hasta el indio pudo olfatear en el aire nuestro destino – dijo el coronel.
– Mirabal, mande a tres de sus mejores hombres a buscarlo mientras nosotros seguimos
hacia Baragua, y tráigame a Neptalí para que me traduzca lo que quiso decir el viejo –
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El teniente Mirabal era un mantuano que había ingresado muy joven a la carrera militar
y como tantos otros, había decidido incorporarse a la causa de la independencia, más por
la aventura y temeridad de sentirse héroe entre los suyos, que por convicción. Fue muy
extraño para él que esa nefasta tarde; recostado a un lado de una gran piedra empinada y
lisa; el último recuerdo que pasara por su mente mientras se veía las manos
ensangrentadas luego de palparse el pecho; y aún sintiendo el eco sordo del impacto de
bala que le partió en dos el esternón; fuese precisamente el estar llevando a rastras a
Neptalí y escucharle recitar ante los oficiales, con lágrimas en los ojos producto de la
tortura impuesta ante su negativa a emitir sonido alguno y con una exasperación en su
mencionar esa frase, hiciera liberar de las más oscuras entrañas de la tierra, maceradas en
la malevolencia milenaria, un augurio letal y certero de sus destinos; les heló la sangre de
las venas. Ninguno de los presentes pronunció palabra, mientras sentían el retumbar del
canto de la pavita que perforaba sus entrañas y se acompasaba con el latido unísono y
guisante, pero que iban colmando con su diminuta presencia todos los rincones del agreste
horizonte, haciendo que las cosas se movieran sin moverse, solo por el efecto que daba
su propio movimiento frenético pero uniforme que parecía por momentos, haber sido
enajenado al viento seco y pertinaz que seguía soplando a la espalda de la brigada. Entre
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el desconcierto de sus oficiales, la tropa siguió su camino hacia Baragua para ayudar a
contener el avance del coronel Lorenzo Morillo quien, según las informaciones que
manejaban, se estaba reagrupando para unirse a las formaciones realistas que darían la
batalla en Carabobo. Cumpliendo la orden del coronel; Mirabal escogió a tres de sus
ofreciera como guía para hallarlo porque decía que estaba seguro del paradero del viejo,
y fue tal la insistencia que el teniente lo dejó a cuidado del sargento Hilario quien
comandaba la búsqueda. Antes de montar, Neptalí emparejó con sus pies el terreno donde
habían quedado las piedras míticas del indio fugitivo, enterrándolas parcialmente bajo la
arena y disimulando no haber sentido bajo sus extremidades el crepitar de los cientos de
mínimos escarabajos aplastados por sus pasos. Al subirse al lomo de su caballo rucio
observó con alivio, que los insectos en su marcha tenaz y despiadada, no los seguían a
ellos sino que iban moldeando un horizonte efímero de espejismos móviles al paso de los
previno de la necesidad de marcharse lo más lejos posible de aquel lugar. Los cuatro
partieron al este, siguiendo las órdenes de Mirabal y las indicaciones de Neptalí, quien
conocía cada rincón de aquella tierra moldeada por el sol impío y el viento incansable;
galoparon un trecho espinoso marcado por la vasta soledad monótona del paisaje sin
encontrar rastro alguno de Encarnación, como si aquel suelo pajizo se lo hubiese tragado
con todo y zaino. Al principio Hilario sospechaba con razón, que Neptalí estaba ganando
tiempo, y que desde hacía un buen rato, había encontrado las huellas del prófugo sin
mencionar nada para retrasar el regreso. Efectivamente la estrategia del caquetío era
llevarlos en dirección contraria, zigzagueando entre los tunales, yendo en círculos entre
los promontorios de espinas de cujíes, haciendo pausas prolongadas para simular rastrear
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el suelo, solo buscando una oportunidad para escapar de los soldados que seguían
celosamente cada movimiento del guía, escudriñando en sus actos un mínimo pretexto
que justificara el fusilamiento por traidor ante los ojos del sargento. Sin embargo, el una
vez claro rastro dejado por Encarnación, fue desdibujándose ante los ojos de Neptalí,
como si fuese borrado de a poco por la mano invisible del delirio. Descubría en cada
cambio de rumbo, una variación en las mismas trazas que había visto una y otra vez ante
el paso del sol creciente, hasta desembocar en el sopor delirante del mediodía. Ya
totalmente desconcertado por aquel misterio sutil, bajó de su montura para escrutar el
horizonte.
- Por aquí ya pasamos – murmuro Neptalí al reconocer en el terreno una piedra marcada
por el mismo – estamos dando vueltas en círculo sargento! – indicó mientras seguía
estudiando aquella tierra tan parecida pero a la vez tan distinta a la que conocía.
- A mí no me vengas con vainas indio – le increpó Hilario – por aquí no hemos pasado
porque me he encargado de estampar con dos cruces hechas por mi estilete, algún recodo
de los sitios donde nos hemos detenido y aquí no vemos ningunas cruces o sí?.
- Sargento hasta cuándo vamos a estar siguiendo al indio, si todos sabemos que nos está
engañando? – preguntó uno de los soldados con el acento pausado de otras tierras, mucho
más altas y frías que aquellas, y en cuyo rostro se adivinaba el efecto demoledor del calor
que hacía que sus sienes hinchadas palpitaran arrítmicamente – fusilémoslo aquí mismo
y dejemos que se lo coman las alimañas del monte – dijo mientras se secaba el sudor con
lanzada por el soldado, y a pesar de estar allí entre ellos, su mente divagaba en otro lugar
mas distante; sus pensamientos profundos y febriles, buscaban entre los rastros de cordura
que le quedaban, una explicación lógica para la transformación fantástica que había
sufrido aquel lugar, que cambiaba constantemente su naturaleza muerta, en mil matices
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siniestros y diversos de una misma composición macabra. Tal era su perplejidad ante esta
mutación geográfica que hacía y deshacía el horizonte, que no se percató que un grupo
de escarabajos salían de las monturas de las bestias, de sus bolsillos, de sus alpargatas
remendadas, de toda grieta entre las piedras, de cada rincón de sus pertenencias; y se
Neptalí continuaba su absorta pesquisa de la línea que dividía el cielo sin nubes y la
arenisca sin sombra; ya sin preocuparse por las cosas de este mundo porque entre cada
infinito de su propia locura. En medio del frenesí silencioso de los insectos, una inmensa
duna se fue separando lentamente en su centro para dejar ver entre su vientre de arena, la
imagen borrosa por el reflejo del sol en los minúsculos caparazones que se agolpaban en
el horizonte, de dos siluetas recostadas contra un curarí en flor que parecía haberse
las siluetas le dijo – ahí está sargento – dándole a Hilario el tiempo justo de detener en el
aire el mandoble, a escasos centímetros de aquella garganta que seguía gritando – ahí está
sargento, ahí a la sombra del curarí - Hilario desvió la mirada hacia el punto señalado
por el indio, pero sin dejar de tener su cuello a merced de su sable, por si se trataba de
alguna treta para poder escapar de sus captores. Contempló atónito al igual que el resto
de los soldados, como se iba contorneando ante sus ojos encendidos por el incandescente
resplandor del suelo, las figuras inmóviles de lo que parecían ser dos cuerpos humanos y
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el de un jaco echado al pie de un árbol distante e insólito, sacado de otras tierras menos
- Rápido a por ellos! – gritó Hilario a sus hombres, aún sorprendidos por la visión – no
Los dos soldados se avecinaron a todo galope, mientras Hilario le ordenaba a Neptalí que
montara y fuera delante de él para poder tenerlo a tiro. Fue en ese momento cuando
Hilario se percató de las innumerables sabandijas que colmaban cada rincón de la llanura
Neptalí frenó en seco su rucio que se encabritó por la templanza de las riendas; mientras
que el Hilario sacaba su pistola del cinto presto a accionarla contra él por si decidía huir.
- Usted también los ve? – preguntó el indio, más con resignación que con sorpresa, a la
par que giraba su montura para encontrarse frente al cañón de la pistola del sargento que
nuestro camino fue cerrado por el viento y los mensajeros ya nos han encontrado – le dijo
- Ustedes no entienden estas tierras, son incapaces de ver la muerte que nos acecha desde
que salimos, moviéndose sigilosa entre la arena, sin dejar rastro de su paso, cambiando
su forma con cada ráfaga de viento, con cada serpenteo del camino, confundiendo
nuestras propias huellas por intermedio de sus mensajeros naranjas, haciéndonos ver
cosas que no están allí – le dijo Neptalí mientras señalaba al galope la figura del curarí
que se iba definiendo a medida que se acercaban – y eso sargento, es la trampa sutil que
nos tiende para llevarnos con ella a vagar por siempre en este mundo de ilusiones blancas,
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arena y espinas. Cuando llegaron al círculo irregular que formaba la sombra del árbol, ya
los dos soldados de avanzada habían desmontado y se aproximaban con sus mosquetes
cargados y las bayonetas caladas, a los cuerpos yermos de Encarnación y de otro anciano
que adivinaron también caquetío o jirajara por su atavío indígena. Los dos ancianos
yacían recostados contra el tronco como si sus piernas extendidas fueran parte de sus
raíces, las manos del indio desconocido estaban con las palmas hacia el cielo a un lado de
sus muslos, mientras que la de Encarnación sostenía tenuemente entre sus dedos, el
cuchillo que usaba para desmembrar las manos izquierdas de sus pares en batalla. Las
flores amarillas del curarí cubrían notablemente sus cuerpos, pertenencias y toda la fresca
superficie del suelo que se encontraba amparada por las múltiples ramas sin hojas. Parecía
que hubiesen permanecido en ese estado desde al menos tres días, para estar cubiertos de
tal modo por aquel manto floral, que lucía como germinado desde su propia piel y no por
el seto que los cubría. Luchando contra el hedor penetrante del zaino muerto, también
tomaron sus pulsos notando que apenas respiraban. Era tal el estado de deshidratación,
que no fue hasta el tercer o cuarto intento de pasar agua por sus gaznates, que reaccionaron
primero con un movimiento reflejo que hacía que echaran buches lentos que se escurrían
por las comisuras de sus labios quebrados por el sol y luego con la ansiedad nerviosa
propia del moribundo que busca con sus pocas fuerzas, la manera de asirse a los bordes
de vida. Al paso de los minutos, los ancianos lograron sobreponerse a su estado casi
idioma, algo de comer aunque al parecer no estaba muy seguro de quienes eran aquellas
- Que dijo del viejo Neptalí? – preguntó el sargento que estudiaba al otro anciano que
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- Está pidiendo un poco de pan sargento, puedo darle de mi ración? – dijo el caquetío.
- Según el reglamento, a los desertores no se les da mas que una ración de pan y agua al
atardecer – dijo Hilario mientras se preparaba para montar – además, el teniente Mirabal
me pidió que lo llevara, pero no me dijo si vivo o muerto, así que si lo estoy dejando vivir,
parece que sea uno de nuestras milicias – continuó el sargento que observaba
detenidamente al anciano. Neptalí tomó al viejo por los hombros preguntándole primero
en cristiano lo que le había pasado y quien era aquel otro indio que lo acompañaba.
Encarnación no parecía entender en que lenguaje le estaban hablando, fruncía el ceño con
arbórea, no permitía que las manecillas de la memoria se sincronizaran con los recuerdos
- Necesitamos ponernos a resguardo de la lluvia, falta poco para que llegue – fue lo único
que atinó a decir en un castellano casi incomprensible. Hilario soltó una carcajada que
retumbó en toda la meseta: - A este viejo ya se le quemó la cabeza, está loco como una
cabra de monte – siguió riendo estruendosamente – lo que nos faltaba, que de la nada y
- Que significan tus palabras viejo?, quien es ese a quien encontramos contigo? – le dijo
mensajeros han llevado el recado y él ya viene en camino; hay que ocultarnos pronto y
trampa. Luego de decir esto se desplomó en los brazos de Neptalí que tuvo que hacer un
gran esfuerzo para evitar que se fuera de bruces y pidiéndole a uno de los soldados que
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lo auxiliara, lograron montarlo de través en el lomo del caballo del soldado de la sierra.
Como si las palabras del viejo hubiesen vuelto al sargento a la realidad, fijó sus ojos por
un momento en el suelo para estudiarlo con celo intenso, observando que aquellos
insectos fulgurantes que hasta no hace mucho estaban en todas partes; aparecían
agolpados y en la más extrema quietud, en las fronteras que delineaba la sombra del
curarí. Luego de ocuparse de Encarnación, los soldados fueron a ayudar al otro anciano,
quien seguía aferrándose al tronco en busca de equilibrio para sus piernas entumecidas;
otro anciano parecía mucho más frágil que Encarnación, sus ojos estaban apagados por
una ceguera antigua, su piel estaba tan reseca que crujía con el contacto de los soldados
que lo asían para estabilizar sus pasos; Neptalí fue a su encuentro para preguntarle quien
era y a que clan pertenecía, pues a pesar de que su indumentaria era similar a la de su
pueblo, no recordaba haberlo visto antes entre los suyos o en alguno de los cinco clanes
Este anciano si parecía reconocer, no solo el idioma, sino también a la persona que le
hablaba, porque sus ojos muertos buscaron con la angustia de la oscuridad perenne, la
dirección de donde venía la voz que le preguntaba; apoyándose en el soldado que venía
de las tierras frías, comenzó a caminar con dificultad hacia donde estaba Neptalí. Se
detuvo frente a el, irguió su cabeza blanqueada por los años y estiró su mano temblorosa
para palpar a su interlocutor; Neptalí detuvo su mano suave pero firmemente, antes que
llegara a su rostro, percibiendo algo familiar en el viejo que no atinaba a adivinar, en ese
instante sintió el pulso trémulo del octogenario y decidió soltarlo mientras le preguntaba:
- Dinos quien eres – esta vez en castellano. Por un brevísimo momento el anciano trató
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impedimento físico y abriendo la boca lo mejor que pudo, le mostró a Neptalí que su
lengua había sido cortada de cuajo hace tiempos inmemoriales. Entonces el anciano,
siempre asistido por el soldado, se fue agachando para sentarse en el suelo, quitando las
flores con sus manos extendidas, comenzó a dibujar con sus dedos toda suerte de figuras
en la arena que, forzaron a Neptalí e Hilario a agacharse para interpretar los trazos
compuestos por dos cerros casi simétricos, un boscaje de cujíes dispersos en una
depresión y lo que parecía el curso de un río que corría casi paralelo a un sendero creado
por el inagotable masticar de los cabríos. A un lado de lo que parecía el riacho, el anciano
dibujo una piedra inclinada y lisa en su cara que daba al cielo, con una ligera concavidad
en su centro, sobre la piedra perfiló a su vez la imagen de lo que parecía un hombre con
los ojos muy grandes y sin pies. Neptalí supo de inmediato que trataba de decir el indio e
El anciano giró la cabeza con estupor, abriendo sus ojos extintos a plenitud, como si
realmente pudiese ver a Neptalí en el reflejo vacío de sus retinas. Entonces sus manos
empezaron a deshacer con encono lo que había hecho con tanta devoción para advertir a
los forasteros que lo habían auxiliado, alzó su cabeza y sus manos descarnadas al cielo
como el fuego que extingue el fugaz vuelo de una mariposa a su paso, como si su misión
Al momento en que el viejo exhalaba su último aliento; los hasta ahora inmóviles
escarabajos que vigilaban celosamente los límites del curarí comenzaron a ajetrearse
paulatinamente e iniciaron su marcha hacia los hombres que se hallaban al pie del difunto,
roció con un poco de agua a modo de ritual funerario improvisado. Hilario le hizo una
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seña al caquetío para que montaran mientras observaba como la mancha anaranjada los
iba cercando lentamente. El soldado de acento pausado recogió el odre casi vacío, las
mientras el otro soldado lo ayudaba a asegurar al indio fugitivo, que aún seguía
inconsciente encima de su jamelgo cansado. Los jinetes espuelearon velozmente los ijares
de sus monturas y los cuatro caballos iniciaron el enardecido galope de regreso hacia la
encrucijada de Baragua donde debían encontrarse con el coronel Azuaje. A medida que
sus cascos vertiginosos golpeaban el suelo; sus patas iban adquiriendo un color malva
claro, producto de la mezcla de la aniquilación de los insectos bajo sus patas y el sudor
profuso de las bestias. El sargento alzó la voz lo más que pudo, para que no se confundiera
con el rítmico sonido melancólico del triturar de los cuerpos diminutos bajo las herraduras
despiadadas de aquellos potros desbocados y exhaustos por las exigencias de sus jinetes.
- Neptalí necesitamos encontrar un atajo para tratar de llegar antes del anochecer, de lo
- La única salida que nos queda sargento, es enfilar hacia los Cerros Morochos que están
al sur oeste – gritó Neptalí contra el viento – pero nos llevaría al menos una hora más
- El tiempo no es lo que me preocupa – gritó a la par Hilario – sino que nos encontremos
- Entonces hay que enfilar a la izquierda en medio de aquellos tunales que se ven allí
diminutas mandíbulas de los insectos, que iban mellando cada vez más sus patas
y sus grupas se retorcieron al punto que el soldado que llevaba a Encarnación tuvo que
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maniobrar hábilmente las riendas con una mano, mientras que con la otra sujetaba al viejo
fugitivo por el mecate que le servía de cinturón; para no perderlo en la faena. Cabalgaron
trabajosamente entre cantos, cardones y pencas de sábila; hasta que el terreno agreste
hacia las primeras horas de la tarde. Las bestias exhaustas fueron disminuyendo
lentamente su paso a medida que la colina se iba haciendo más empinada; hasta que el
sendero de chivos por el que subían, los obligó a andar en fila en aquellas sinuosas laderas.
dieron un tiempo para descansar, explorar el área y darles de beber a los jamelgos; en un
estrecho recodo de la vereda. Neptalí ayudó al soldado del páramo a bajar de su montura
a Encarnación, que aún continuaba inconciente y lo recostaron contra una de las paredes
rocosas cuya sombra cubría su torso, dejando solamente expuestas sus piernas al sol
perímetro para evitar encontrarse con alguna de las vanguardias realistas de Morillo,
mientras ellos exprimían los odres de cuero curtido para despojarlos de los últimos
vestigios de agua y así calmar el agotamiento de los caballos que no encontraban alivio
escasa agua que le quedaba, pero su reacción fue más un reflejo que una señal clara de su
despertar, pero el sargento volvió a intentarlo solo que esta vez añadió un par de bofetadas
y sacudidas leves, que hicieron que poco a poco Encarnación fuese volviendo en si entre
balbuceos cabalísticos enunciados alternativamente entre sus dos idiomas, hasta que
finalmente abrió los ojos opacados por la edad y con una expresión de asombro, que
revelaba hasta al más ingenuo sus temores; preguntó donde se encontraban, pues su
último recuerdo lo sitiaba a franco galope por el desierto con dirección al este, a un
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pequeño caserío donde vivía un sabio chaman que podría protegerlo contra los caprichos
del destino. Aparte de esta evocación, el resto de sus memorias lo constituían retazos
aislados que no lograba poner en orden: el batir de alas de mil insectos, la alteración
repentina del paisaje, la aparición de un gran curarí en flor, el zaino desplomándose por
el cansancio, el cuchillo para defenderse del extraño que se encontró al pie del árbol,
luego visiones agónicas que se arremolinaban en su cabeza a una velocidad tal que no le
permitía siquiera saber cuáles de estas visiones eran ciertas y cuales, las había creado a
- Sargento sea lo que sea que le hayan ordenado – dijo Encarnación mientras recobraba
la lucidez – no nos haga volver a la brigada; esos hombres están condenados por un
destino que está a punto de alcanzarlos y nosotros no tenemos que estar allí para correr
con la misma suerte, por favor reconsidere pues aún estamos a tiempo de huir.
- Indio cobarde! – le espeto Hilario mientras sacaba su pistola del cinto – si fuera por mí
ya estarías alimentando a esos escarabajos del infierno desde hace rato, así que alístate
porque apenas llegue el soldado con el resultado del reconocimiento, enfilamos hacia la
encrucijada de Baragua, tal como nos lo ordenaron, y si no quieres venir con nosotros; ve
- Al menos quíteme las ataduras – le replicó Encarnación a la par que estiraba sus muñecas
estrujadas por la presión del mecate – y denme mi cuchillo y también mi alforja; porque
si este es mi día para morir, pues déjenme morir peleando y que mis dioses se apiaden de
El sargento dudó por unos instantes y miró a los otros que habían sido testigos mudos de
la discusión; buscando en sus ojos las señales para liberar o no al prófugo, mientras éste
superior. Tanto Neptalí como el soldado de las tierras altas asintieron, más por la
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necesidad de contar con otro ariete, por si se encontraban con las avanzadas de Morillo
que por la convicción de que el anciano no se escaparía nuevamente. Hilario cortó con el
sus ojos estudiaban detalladamente cada tramo del despeñadero que de la nada comenzó
a cambiar sutilmente su forma con un levísimo susurro en medio de las rocas desnudas.
- Ya están aquí de nuevo sargento – dijo el joven caquetío - busque al otro soldado y
vayámonos pronto, porque no se cuanto tiempo más el camino que estamos siguiendo sea
El soldado obedeció rápidamente la orden y recorrió los escasos metros hasta la saliente
que servía de punto de observación al otro soldado que se hallaba de espaldas al camino,
El soldado no movió ni un solo músculo, aún cuando el otro recluta se le iba acercando,
que lo tomó por uno de sus hombros y lo hizo girar, descubrió con horror que todo su
cuerpo estaba cubierto de escarabajos que habían devorado sus ojos y su lengua,
insectos que iban blanqueando sus huesos a una velocidad increíble. El soldado andino
se privó por unos segundos antes de salir corriendo en busca de los otros, el espanto que
reflejaba su cara a medida que se iba aproximando al recodo era tal, que de inmediato los
dos indios y el sargento montaron sus bestias. El soldado brincó acrobáticamente sobre el
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caballo que le sostenía Neptalí y los cuatro jinetes enfilaron hacia la proximidad de la
cumbre, para luego iniciar el penoso descenso por la otra vertiente del cerro. Al llegar a
kilómetros antes de la confluencia de Baragua. No cabía duda de que las fuerzas del
coronel Morillo habían cerrado el paso a la brigada del coronel Azuaje, escogiendo para
la emboscada una pequeña área cubierta de cujíes al pie de una depresión curva, cuya
topografía parecía ser contorneada por el paso de una quebrada. El sargento apresuró a
sus hombres para unirse a la defensa de los suyos, Encarnación miró hacia la batalla y
- Prepárate porque la lluvia caerá al anochecer, y aunque como puedes ver, no haya
ninguna nube en el cielo; ciertamente te digo que esta noche cuando la lluvia caiga ya no
Eran, según él, las que más se les parecían a la suya y con las que podría engañar a sus
dioses para poder ir en paz con sus antepasados. Se colgó el abalorio humano, dijo unas
palabras inaudibles y tomando su cuchillo entre las riendas, comenzó a bajar la cuesta
hacia la batalla.
- Capu Guacaubana – exclamó Neptalí, esta vez con una traza de amargura en su corazón,
a medida que sus ojos se iban abstrayendo del resto del mundo para fijarlos en el sitio
- Vamos carajo! – gritó Hilario con su voz estentórea – que nos están necesitando.
desbocadamente en la árida meseta, hacia uno de los flancos de artillería realista; la cual
silenciar tantos cañones como fueran posibles. A pesar del factor sorpresa, los realistas
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los superaban en número, obligándolos a replegarse hacia donde se encontraban las
reducidas fuerzas de sus compañeros. El primero en caer fue el soldado de las tierras frías
cuyo caballo fue alcanzado por una bala, derribando a su jinete en medio de la infantería
enemiga, la cual lo fulminó con sus bayonetas. Entre los zumbidos de los proyectiles, los
gritos y las órdenes entremezcladas, los dos indios y el sargento se abrieron paso
estoicamente a fuerza de sables y fuego hasta llegar donde estaba el capitán Lira con lo
contestó señalando hacia la piedra inclinada que estaba a unos veinte metros del borde de
la cañada
- Lo que queda de él debe estar al pie de esa enorme piedra, el coronel Azuaje también
está muerto – dijo el capitán sin dejar de disparar – ya casi no tenemos municiones, si no
nos llegan refuerzos pronto, estaremos todos muertos antes de que cante el primer
gallo…mejor será sargento, que se lleve a estos dos por la cañada para que apoyen a lo
- A su orden capitán – obedeció Hilario y se puso en marcha con los caquetíos. Al pasar
a un lado de la piedra inclinada, Neptalí sintió un escalofrío porque comprobó que todo
aquel paraje era idéntico al que había dibujado en la arena el indio anciano que
quebrada. Neptalí no quiso voltear, siguiendo únicamente el seco contorno del río de
piedras. En ese instante sintieron que la guerra se recrudecía y treparon con cautela el
borde oblicuo de la cañada para ver lo que sucedía. Eran cientos de indios bien armados
que estaban a las órdenes del coronel patriota Juan de los Reyes Vargas o del Indio Reyes
Vargas como se le conocía al cacique siquisiqueño; atacaron como siempre, con sus
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guerra conocido. El sargento y los dos indios salieron de la quebrada para apoyar el
contraataque; pero al pasar por la piedra inclinada que Neptalí no quiso ver; una bala
encontró blanco en medio de las costillas de Hilario. Los dos indios quisieron ayudarlo a
yacía recostado con las manos en el pecho. El sargento iba apagando su vida entre los que
consideraba sus enemigos y mientras lo auxiliaban tuvo la extraña impresión que las
herida que desangraba sus entrañas y su voz, que se quedó muda al estar recostado boca
arriba y ver, sobre la piedra una figura grotesca que parecía no tener pies y de cuyo rostro
solo resaltaban sus facciones virulentas, alumbradas por unos ojos rojos y profundos que
hacían claroscuro con el resplandor de una sonrisa maligna; su rostro se cubrió de pánico.
Fue en ese instante que Encarnación pudo leer los ojos desesperados del sargento
piedra inclinada que les servía de refugio; en ese instante un rayo surcó los cielos
iluminando aquella visión del inframundo que los miraba fijamente esperando la
quebrada para ocultarse de aquel engendro del mal, y se encontraron con una patrulla de
encuentro para solicitar ayuda, mientras que Neptalí cuidaba sus espaldas del espectro.
En ese preciso instante comenzó a caer del cielo grandes goterones, seguidos de un
espectacular despliegue de rayos para dejar al final el ruido ahogado de la lluvia invernal
sobre el estéril suelo del desierto. El caudal de la quebrada fue llenándose de a poco y
Encarnación al ver la lluvia se detuvo antes de encontrarse con los soldados; quienes al
sentir la presencia del caquetío, voltearon solo para que éste pudiese mirar con pavor que,
todos tenían sus ojos muertos, las lenguas cortadas y a los seis les faltaban sus manos
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izquierdas. El abalorio de Encarnación comenzó a moverse por cuenta propia y de las seis
manos izquierdas que más se le parecían a la suya, cinco lo sujetaron mientras la sexta
escarabajos precedidos por el Capu; le brincaron encima mientras sentía las garras de la
fuerzas de donde no le quedaban; Neptalí empujó aquel espíritu maligno hacia la quebrada
que ya contaba con fuerza suficiente para arrastrarlo por un breve instante; dándole
tiempo para montar su rucio con los ojos llenos de insectos los cuales iban dejándolo
ciego con sus minúsculas mordidas, a medida que galopaba a tientas hacia cualquier lugar
que lo pusiera a salvo del demonio. Continuó cabalgando hasta que su rucio no pudo más
y cayó muerto por el esfuerzo. Sabía que era de día porque a pesar de estar ciego, sentía
el sol inhumano del desierto en su piel y en sus ojos muertos. Vagó sin rumbo hasta que
encontró una sombra amplia y fresca que aliviaba su cuerpo envejecido por los años de
peregrinar, y sintió como miles de flores, que adivinaba eran amarillas por un recuerdo
floral que parecía brotado de sus propios poros y comprendió entonces finalmente que la
muerte desde siempre lo había estado esperando en ese lugar….en medio de la sombra de
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