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Cuentos Fugaces e Infinitos

ISBN: 9781688602687

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A Daniela, Verónica y Emanuele….el sentido de mi vida.

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Prólogo

No es un secreto para la gente que me conoce bien que, desde muy joven haya mostrado

esta imaginación tenaz que me ha acompañado toda mi vida y que, irremediablemente

desahoga su caudal en cualquier papel que encuentra, para escribir una frase, un verso,

unas líneas llenas de borrones que se convertirán en ese algo donde puedo manifestar mi

sentir, mi razón de existir.

Cuando hace doce años atrás me propuse concluir todos esos personajes sueltos, todos

esos caminos sin retornos, todos esos destellos fugaces y todas esas historias desajustadas

y diluidas en miles de madrugadas empapadas del febril anhelo de querer contarlas; nunca

imaginé que fuese necesario tener una batalla épica con mi yo racional, ése que vivía

diciéndome que no era lo suficientemente bueno para hacerlo. Y así, me convencí de que

el trabajo, el día a día, era más importante, que esta ilusión de contarme y contarle a otros

estas historias.

Aún cuando alguien leía, con interés y curiosidad por encima de mi hombro algún

garabato, o cuando un buen amigo me decía que debía dedicarme a escribir lo más posible,

no fue hasta que estuve dispuesto a enfrentarme a mí mismo, para hacerle espacio a ese

escritor en pañales que siempre había existido desde la época del liceo; que logré que éste

pudiese resurgir en las horas más avanzadas de la noche para comenzar a alimentarlo, a

nutrirlo de fantasía, a darle vida propia, a que decidiera por sí mismo que era lo mejor

para él. Lo vi primero, muy tímidamente, dejar solo esbozos en la mesita de noche,

bosquejos de dos líneas, la imagen de un personaje, y luego vi la pasión con que escribía

sus historias sin tener ninguna formación formal, sólo con una infinita imaginación que

buscaba tras de todo lo que tuviese a su alcance, el momento justo para crear un nuevo

relato.

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Fue así como una madrugada, apurándome para darle forma a un cuento que llevaba un

buen rato dando vueltas en mi cabeza, y para cumplir con el plazo para un concurso de

cuentos de un diario local, que llegó Elisa a mi vida…a ella le debo la valentía y el coraje

por el cual, hoy pueda presentarles estos cuentos que yo pensaba mantener ocultos por

miedo a que a la gente no le gustaran, o que no cumplieran las expectativas de algún

lector. A Elisa le debo el haberme liberado, el haberme mirado a los ojos diciéndome: “yo

soy tu, y yo no nací de ti para ocultarme de los mortales”….

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Índice

Elisa en el Espejo
El Beso de la Media Luna
El Arrullo de los Lirios
La Capilla del Cielo
A la Sombra del Curarí

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Elisa en el Espejo

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Solo una brisa tenue, percibida apenas por el tintineo de las arandelas y del roce de las

hojas muertas contra las cobrizas y gastadas tablas del muelle, soplaba entre las rendijas

que dejaban abiertas, los minutos de aquel mediodía de sol intenso y voraz. Únicamente

el constante vaivén producido por el oleaje debajo de la madera húmeda, lograba, de tanto

en tanto, abstraerme de las cavilaciones propias del divagar del alma, y entre murmullos,

llevarme de regreso a una realidad que me es ajena. Me percato entonces que mi pie

izquierdo ha estado rozando con los dedos la superficie calma de la laguna, sesgándola

con constantes líneas de ansiedad, una y otra vez como si tratara de recordar que, en aquel

paraje detenido en el tiempo fugaz de las luciérnagas; hubiese tenido alguna vez la

necesidad de volver mis pasos hacia otro horizonte más agreste y violento. Por instantes

volví a recordar vagamente mi vida y pensé en Ella con tal fervor que sentía su perfume

hundirse en mi piel resquebrajada por el trabajo, el salitre y el sol.

- estás bien? – preguntó, sacudiéndome firme pero suavemente….finalmente había

llegado!

Conocí a Elisa una tarde de humedad malsana en la que reparaba una vía de agua en mi

pequeño bote, justo encima de la línea de flotación de estribor, que se había abierto al

chocar el casco contra los corales de Punta Venado, una tarde en que llegamos luego de

la bajamar. Llegó en un taxi grande, viejo, lleno de herrajes sueltos y con un bulto

amarrado al techo. Era una mujer muy hermosa, alta, de pelo que se adivinaba muy largo,

pero que llevaba recogido, con ojos negros profundos como las trazas que deja el carbón

en el lienzo y una tez muy blanca; no se parecía en nada a las mujeres a las cuales mis

ojos estaban acostumbrados a mirar y tal vez por ello la observé por un buen rato, no tanto

por imaginar su anatomía, sino más bien por curiosidad; me pareció ver que cojeaba un

poco y que estaba muy cansada de un largo viaje. Estaba buscando a alguno que pudiese

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llevarla esa misma tarde por mar a Piedras Pintadas, un puerto casi clandestino que

quedaba en la parte meridional de la isla; famoso por su carácter lúdico y peligroso.

- Y cuánto paga por el viajecito? – preguntó Pancho mostrándole los pocos dientes que le

quedaban.

- No llevo mucho…cuanto pide?

- Eso depende, solo por echarme a la mar en esta maldita tarde con una mujer bella como

usted, puedo darle una rebajita- dijo, mientras se espantaba las moscas que revoloteaban

su cabeza – digamos unos doscientos mil?

- No traigo conmigo el dinero – dijo Elisa – pero seguramente mi hermana me espera en

el puerto y podré completarle cuando lleguemos.

Pancho era más viejo de lo que la gente creía, tostado por el sol que hacía más oscura su

piel morena; había comenzado a trabajar muy niño en un pesquero en Tobago bajo el

cuidado de su primo mayor Isaías; con el que aprendió el oficio de grumete, y quien, en

no pocas oportunidades, lo azotaba por el más mínimo desliz en sus deberes. No fue fácil

para él, a pesar de su más visceral rencor contra su primo, verlo ahogarse cuando cayó al

mar luego de que en una tormenta, una ola lo arrancara de cubierta. El mismo Pancho

cuenta que no lloró, solo para demostrar que a sus 12 años ya era un hombre de mar,

aunque cuando se acomodó en el rincón de la bodega que servía de refugio, bajaron por

sus mejillas imberbes dos lágrimas que se confundieron con la aguasal que cubría su

rostro. Al crecer ganó el aprecio del capitán trinitario quien, con el correr del tiempo lo

adoptó y crió como a su propio hijo; dejándole a su muerte, un par de barcos grandes, la

destreza de la navegación, seis litros de ron de las antillas, tres mujeres a quienes debía

decirles mamá y unos cuantos centavos para que continuara con el negocio. Era un buen

hombre, un capitán tenaz que no le temía al mar porque decía que era su hermano mayor;

pero se volvía loco por las mujeres, todo cuanto ganaba en las jornadas iba a parar a la

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pantaleta de alguna meretriz que conocía en los bares o al fondo de las botellas de

aguardiente que se bebía.

- Lo malo es que no tengo gasoil para llegar allá, tendría que cargar combustible y ya la

tarde cae; con el mar calmo como está, podríamos llegar en un par de horas más o menos

dependiendo si alcanzo al despachador de la bomba- dijo Pancho – tiene equipaje?

- Solo un bolso de mano, una maleta pequeña y un espejo de pedestal – dijo Elisa

- Mujeres – rió Simón, el segundo de abordo – no importa donde vayan, pueden no tener

agua o comida; pero Dios nos guarde si les falta el maquillaje y toda sus vainas para andar

coquetas!

- Simón, Cayena y Julián; ayuden a la señorita a subir sus cosas a la vieja – que era como

llamaba Pancho a su pesquero menor; La Turca.

Puse a un lado las herramientas y con desgano me levanté a ayudar a los demás; Cayena

tomó el bolso y la maleta; dejándonos el espejo a Simón y a mí. Cuando me acerqué al

taxi, vi al conductor escuchando un son y tamborileando sus dedos sobre el volante,

aunque sin llevar el ritmo, se veía muy nervioso y algo pálido para estas latitudes

caribeñas, pensé que podría estar enfermo. Cuando le dije que nos echara una mano para

bajar el espejo, dejó repentinamente de jugar con sus dedos, como si ese instante se

congelara en el tiempo; y dirigiéndome una mirada febril, con ojos grandes e insomnes

como platos, me contestó persignándose velozmente mientras murmuraba algo

imperceptible. Me hundí de hombros e hice señas a los otros dos ayudantes, José María y

José Clemente, dos morochos casi idénticos, hasta en su sordomudez y en el gusto por el

licor; dos caras de la misma moneda, tan iguales y tan diversos, un par de truhanes que

no podían ver nada de valor porque en seguida lo robaban para venderlo, lo que uno sufría

el otro parecía padecerlo en su propia carne. Eran tan unidos que cuando uno robaba de

la bodega, el ron del capitán y era descubierto, el otro se echaba la culpa y al final ambos

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eran confinados a pasar la faena haciendo de lacayos y cocineros, penitencia esta que

parecía ser para todos nosotros, porque todo lo que los morochos cocinaban sabía

irremediablemente a las cenizas que se desprendían de los tabacos que fabricaban ellos

mismos con casi cualquier yerbajo que pudiese fumarse. Simón comenzó a desamarrar

las cuerdas que sostenían al espejo fijo en el techo del taxi; mientras Elisa se acercaba

indicándonos como cargarlo para que no fuese a romperse; fue al tenerla cerca que percibí

su perfume; era algo como una mezcla de rosas, amaranto, sal y almizcle que, por

instantes producía en mi una jauría de sensaciones que despertaban los más atávicos

instintos. No fue sino hasta que José Clemente me tocó el hombro, que se rompió ese

extraño sortilegio en el que me había sumergido su presencia. El espejo tenía al menos

dos metros de alto y se veía de lejos que era muy pesado. Al tomarlo, una de las sábanas

que a manera de protección lo cubría, se enredó con uno de los bordes del que hacía años,

debió haber sido el techo de vinil del carro, rasgándola irremediablemente y dejando al

descubierto uno de los extremos de aquel curioso objeto. Por lo que pude ver tenía un

marco de madera, tal vez de caoba, en el que estaban esculpidas una cantidad de lo que

parecían ser rostros en relieve; pero inmediatamente Elisa lo cubrió lo mejor que pudo y

nos pidió que lo llevásemos con cuidado a la bodega de La Turca y que allí debíamos

asegurarlo de manera vertical sobre su misma base para que no sufriese el mínimo daño;

nos explicó que se trataba de una pieza muy antigua y frágil que databa de principios del

siglo XIX, que había pertenecido a su familia por generaciones y ahora iba a dejarlo en

manos de su hermana, tal como su madre lo hizo con ella. Fue necesario que Cayena se

nos uniese para que, entre nosotros cinco, poder llevar el espejo a la bodega con todas las

precauciones del caso. Al pasar por el solar que lleva al muelle, casi se nos va de las

manos del susto cuando la Negra, una perra que se apostaba a la sombra de las redes y

que siempre viajaba con nosotros en la faena; se levantó de pronto con el pelo del lomo

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erizado, cortándonos el paso y gruñendo con fiereza como si de ladrones se tratara, - Sale

Negra, perra necia – le gritó Pancho mientras trataba de atizarla con una vara de bambú

que usaba para rascarse. El comportamiento del animal me extrañó un poco, pero lo

atribuí al sobresalto que le causamos en su siesta vespertina. Una vez que llegamos al

barco, Cayena y los morochos se encargaron de asegurar la carga lo mejor que pudieron

dejando apenas un espacio libre para pasar hacia la cocina. Al asegurarlo los muchachos

trataron de cubrir toda la superficie con la sábana raída; pero por más que trataron un

resquicio en la parte superior izquierda había quedado al descubierto, dejándose ver la

figura esculpida de lo que parecía ser el rostro de una mujer con facciones de animal

marino y un cachito de la cara pulida e inerte del espejo.

Cayena – grito Pancho – suelta amarras y ve a ver si puedes subir a la Negra; Julián

enciende el motor y vámonos que ya estamos justos de tiempo; Simón enfila hacia la

bomba del puerto para repostar, ¡vamos, a moverse gente!

Elisa solo miraba el horizonte mientras en cubierta continuaban las maniobras de la

tripulación para zarpar. Cuando estaba recogiendo las amarras, sentí que me observaban,

voltee lentamente hacia el puerto y entre las siluetas de las redes ví el reflejo que producía

el atardecer en los ojos fijos de la Negra, quien aún con el lomo erizado iba siguiendo al

barco hasta donde el muelle terminaba.

- Capitán la Negra se quedó – alcancé a decirle mientras el viento silbaba a medida que

ganábamos velocidad – Que se quede la terca esa – gritó - mejores perras me han dejado!

– y soltó una carcajada que retumbó entre los manglares de los bajíos, alborotando a los

pájaros que se disponían a dormir.

Llegamos a cargar combustible casi a la hora de cierre, Simón maniobró para quedar del

lado derecho del apostadero y así estar de frente a la salida de la bahía. El mar estaba

calmo, dejando solo al viento la misión de alborotar las crestas de las olas diminutas; ya

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el sol brindaba sus tonalidades naranja y la luna, casi llena, se asomaba con timidez de

entre algunas nubes lejanas. Pancho salió del puente a cubierta para otear el horizonte,

mientras se escuchaba el monótono ruido de la dispensadora llenando los tanques.

Perdone mi falta de modales señorita – dijo el capitán – permítame presentarme, me llamo

José Francisco Cáceres, aunque toda la gente me dice Pancho; capitán de La Turca, a sus

servicios. Elisa parecía no haber notado las palabras de Pancho, sus ojos estaban fijos en

los cúmulos que aprisionaban a la luna, haciéndola desaparecer a ratos, difuminando su

luz pálida sobre los bordes de las nubes, aún iluminados por los mórbidos rayos del ocaso.

El capitán se aclaró la garganta al menos tres veces para sacarla de su trance

- Disculpe capitán….como dijo?

- Solo me estaba presentando…José Francisco Cáceres; Pancho para los amigos.

- Elisa Valverde – dijo ella estirando su mano delicadamente – mucho gusto. Mientras se

presentaban; Pancho indagó - Y dígame señorita Valverde, que va a buscar a Piedras

Pintadas?...Para serle honesto, no me la imagino a usted deambulando por ese pueblucho,

plagado de todos los vicios conocidos por el hombre!

- Solo voy a dejarle el espejo y unas cartas a mi hermana, pues emprendo un viaje largo,

y no quiero dejar nuestra herencia familiar en manos inexpertas, que pudiesen dañar su

elaboradísimo diseño o incluso romperlo.

- Debe tener para ustedes gran valor para hacer este laborioso viaje solo para transportarlo

al otro lado de la isla.

- Es que pienso que por mar sufrirá menos en el trayecto, que si lo llevara por las carreteras

maltrechas de la isla – dijo Elisa.

- Allí si le doy la razón, pues con el mar sereno como está, llegaremos más rápido de lo

que imagina, aunque hayamos salido un poco tarde.

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- Eso no me inquieta, me encanta navegar viendo el cielo nocturno plagado de

estrellas…alguna vez ha nadado en el mar con el reflejo de la luz de la luna entre las olas,

sumergiéndose y observándola a través del agua? – preguntó Elisa

- Pocas veces he estado lo suficientemente sobrio para darme ese placer – dijo Pancho

- Debería, es una sensación única…

Dicho esto Elisa volvió a ensimismarse viendo como la luna, se había liberado al fin de

su prisión etérea para comenzar su ascenso inexorable hacia lo más alto de la bóveda del

cielo; mientras La Turca, ya con sus tanques llenos, emprendía el rumbo sur-oste para

perderse en la inmensidad nostálgica del Caribe arrullado por los vientos de Septiembre.

En la cocina, José María estaba preparando alguno de sus potajes para darnos de cenar,

cuando de repente el filo del cuchillo que estaba asiendo para cortar las verduras, capturó

un rayo de luna que se colaba por entre las claraboyas, rebotando éste a su vez en el

cachito de espejo dejado al descubierto por las sábanas, iluminando parte de las figuras

talladas y de la bodega. El morocho al ver esta suerte de coincidencias, comenzó a jugar

con la lama para molestar a su hermano que leía en un rincón de la despensa, ayudado

por un pequeño candil de aceite. José Clemente no se percató de inmediato de la broma,

pero cuando su hermano le lanzó un ají dulce para llamar su atención, alzó la vista y se

encontró con un haz de luz plateada tan potente, que lo obligó a parpadear en varias

oportunidades para acostumbrarse de nuevo a la lúgubre luz de la bodega. Riendo fue

donde José María para investigar como había hecho para condensar la luz de esa manera

casi mágica. En su lenguaje, los hermanos compartieron por un instante la experiencia de

pintar de resplandores todo cuanto estaba al alcance del filoso reflector; sin embargo con

el movimiento del barco, la triangulación que hacía posible vaciar la luz de luna por los

rincones, cesó casi de inmediato al virar a babor. Los muchachos entonces se preguntaron

por señas que, si con apenas el pedacito desnudo del espejo se había logrado intensidad

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lumínica tal, que podía opacar a los vetustos candiles de bronce; que pasaría si colocaran

el espejo despojado de sus cobertores, debajo de la trampilla de cubierta; desde donde la

luna pudiese golpear su faz a plenitud?. Se miraron fijamente por un segundo, como

leyéndose mutuamente las mentes, rieron y acto seguido corrieron al lado del espejo para

desatarlo, costándoles una buena dosis de tiempo y paciencia, porque Cayena, que era un

marino muy hábil, había hecho gala de sus mejores nudos para asegurar la pesada carga.

Una vez deshechos los nudos, trataron de moverlo sin quitarle las sábanas por temor a

que pudiera caerse en la maniobra y de esta manera, pensaba José Clemente, amortiguar

el golpe. Ciertamente, el espejo era demasiado pesado para que pudiesen cargarlo ellos

solos, así que a José María se le ocurrió tomar una de las cobijas que usaban para dormir,

colocarla en el suelo, inclinar uno de los lados del espejo primero, meter la cobija debajo

de la base y luego repetir la operación, para que una vez completada, pudiesen arrastrarlo

hasta la abertura producida por la trampilla. Poco a poco y con sumo cuidado de no

producir el menor ruido para no alertar a los otros; fueron llevando su pesada carga hasta

el punto justo, donde caían perpendiculares, los rayos lunares. Agotados por la mezcla de

esfuerzo, sigilo y cuidado, aderezada por calambres en sus extremidades; se dejaron caer

jadeantes y panza arriba, a los costados del espejo para tomar un respiro y limpiarse el

sudor de sus frentes. Allí reposaron por poco tiempo para incorporarse impacientes a

culminar su travesura. Primero José María con sus manos temblorosas comenzó a desatar

los cordeles que mantenían fijas las sábanas, mientras José Clemente, más ansioso, trató

de descubrir el espejo sin esperar a que su hermano cumpliera con su tarea; halando por

encima del marco donde estaba la rasgadura. Entre este forcejeo y el desespero de ver

realizada su obra, José Clemente sintió como su mano derecha sufría un agudo pinchazo

entre los dedos anular y meñique; producido por los cuernos de una de las tallas del marco.

Casi inmediatamente un hilo continuo de sangre corrió por la madera y la superficie del

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espejo, para culminar manchando la sábana circundante, mientras el morocho se agarraba

la mano retorciéndose de dolor; tambaleante fue a la cocina para aplicarse un poco de

agua y sal gruesa para limpiar la herida. Mientras esto ocurría, José María viendo la

mancha de sangre en la tela, terminó de desatar los cordeles y como una exhalación tomó

el lienzo para lavarlo antes de que la mancha se hiciese perenne. Al hacer esto el resto de

las sábanas cayeron, dejando expuesta a la luz pálida de la luna, la totalidad de la impoluta

superficie rectangular del espejo; la cual combinando la luz y la sangre derramada;

devolvió hacia todas las paredes de la bodega, un matiz granate claro que creó una

atmósfera más sombría y lúgubre, que era totalmente opuesta a la que habían combinado

de manera fantástica, minutos atrás.

Mientras esto ocurría Cayena, Simón y yo estábamos jugando cartas en la cubierta;

aprovechando de tanto en tanto y desde lejos, el poder estudiar a Elisa, quien seguía de

pié escudriñando el cielo, como si estuviese esperando que una estrella fugaz apareciera

en el horizonte para concederle algún deseo.

- No creen muchachos que hay algo extraño en esa mujer?- inferí – Me parece que puede

estar huyendo de la justicia; la he visto cojear en más de una oportunidad, como si

estuviese herida.

- Lo que pasa es que tú no teniendo buen gusto para mujer fina – respondió Cayena con

su peculiar acento de trinitario convertido al español – por eso tu no entender su

comportamiento.

- Seguro que tu sabes mucho de mujeres de sociedad no? – se burló Simón, mientras

ganaba el juego – espabílate que si no, te dejo sin un centavo!

- No sé, no sé – murmuré – algo no me gusta, algo está fuera de lugar

- Muchacho! – exclamó Simón – pues a mí me gusta todita!

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Simón era un cuarentón renegado del mundo que se había hecho marino a fuerza de no

tener otro sitio donde huir y Cayena un trinitario que había acompañado a Pancho desde

sus primeros días de brega; y del que dicen que lleva ese apodo, porque estuvo preso en

Guyana por contrabando. Yo en cambio me defino como un hombre atormentado pero

razonablemente libre; un anacoreta que ha encontrado en la paz del mar, la manera de

expiar sus pecados en la superficie, a veces llana, a veces terrible, de esta gran ermita que

es para mí el océano; pagando solamente por ello, el alquiler de trabajar como pescador.

Mientras jugábamos sentí de repente un viento frío que recorría la cubierta al punto de

someter a los mecheros a la dura tarea de mantenerse encendidos; sentí como se

arremolinaba entre nosotros y se dirigía hacia Elisa, que por un instante nos observó por

encima de su hombro para luego volver a fijar su mirada, esta vez en el mar. No se si fue

idea mía, pero cuando nos miró, percibí por una fracción de segundo, que se dibujaba una

sonrisa satírica en sus labios carmesí, lo que hizo que por momentos mi cuerpo se

estremeciera y mis ojos evitaran volver a mirarla.

En la bodega, José María ayudó a su hermano a vendarse para luego exprimir con fuerza

la sábana húmeda y extenderla sobre los sacos de provisiones amontonados en uno de los

rincones de la cocina y así facilitar su secado. Al volver su rostro para buscar a José

Clemente, sus ojos lo encontraron frente al espejo, examinando sus detalles con

minuciosa curiosidad. Poco después se uniría el otro para quedar ambos frente a la límpida

cara que rebotaba sus reflejos silentes bañados en plata; quedando sólo la imperfección

creada por los rastros de sangre de José Clemente, lo que hacía desentonar la escena que

parecía sacada de un cuadro de Caravaggio; por ello alargó su mano vendada para

limpiarlo mientras notaba el reflejo de su hermano que se preparaba para iniciar el juego

de luces con el cuchillo de cocina. José María veía pasmado como su reflejo se acercaba

al de su hermano, sin que él mismo hubiese dado paso alguno hacia el espejo;

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percatándose de repente que las formas talladas en el marco comenzaban a contorsionarse

como queriendo despojarse de su piel de madera para reclamar sus almas. Lo único que

sintió José Clemente fue la brisa que produjo el frío metal cortando su garganta; para

inmediatamente después, notar el calor de su sangre que fluía a borbotones, salpicando

veloz el sucio piso de la bodega. El morocho se agachó para tratar de auxiliar a su hermano

pero ya era tarde, angustiado miró su reflejo que se mantenía en pié con el cuchillo en

mano, para luego ver como el de su hermano se incorporaba también; ambos mirándolo

fijamente, midiendo el espacio, esperando su oportunidad para tenerlo cerca. José María,

con lágrimas en los ojos, echó a correr desesperado por la escalera que comunica con la

cubierta, tratando de gritar en vano para alertar a los otros; mientras ambos reflejos se

perdían para siempre en la luna, dejando solo una nueva efigie en el marco de madera,

esta vez con el rostro de José Clemente, a medida que su sangre se colaba lentamente

entre los resquicios de las tablas hasta mezclarse con el mar nocturno.

Fue en ese instante, que en cubierta, la brisa tomó más fuerza haciendo volar las cartas;

el Caribe hasta ahora calmo, comenzó a agitarse primero lenta pero constantemente contra

La Turca, para luego desatar su furia en la proa, donde Elisa se encontraba asida con sus

manos a la baranda. Cayena corrió a buscarla antes de que arreciara el temporal, mientras

José María se acercaba gesticulando exasperadamente pidiéndonos, mediante fuertes

tirones, que lo acompañásemos a la bodega. Simón y yo bajamos con él y vimos el cuerpo

inerte de su hermano tendido en el piso; cuando nos acercamos, José María nos haló

fuertemente por los brazos mientras señalaba horrorizado el espejo que lucía yermo sin

la luz de la luna en su extensión plomiza. Al vernos reflejados, noté que nuestras facciones

cambiaban lentamente hasta hacernos ver inicuos y comprendí finalmente uniendo los

pedazos de aquel rompecabezas macabro; que aquel objeto estaba poseído por alguna

entidad maligna. Simón quiso acercarse pero lo detuve en seco mientras le señalaba a

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José María que buscase la piedra que usaba para machacar los ajos y un trapo. Los

muchachos al adivinar mi intención corrieron a buscar las herramientas para destruir

semejante artilugio; mientras mi reflejo adquiría facciones más feroces y tuve la sensación

de que el espejo se movía lenta pero inexorablemente hacia donde yo estaba. Casi de

inmediato Simón me entregó los implementos de nuestra redención; tomando el trapo

hice una especie de funda para que la piedra pudiese mantenerse firme al momento de

golpear al nefasto espejo. Con todas mis fuerzas lancé la piedra contra su faz,

destruyéndola completamente mientras la moldura de madera quedaba en pié;

nuevamente tomé mi arma vengadora y comencé a echar por tierra todo vestigio de la

madera tallada, sintiéndola convulsionar en cada golpe seco, aunado a un levísimo

lamento y un profundo olor a flores muertas.

Al mismo tiempo que en el puente, Pancho batallaba para mantener el curso y alejarse de

las peligrosas costas coralinas de la parte meridional de la isla; Cayena tomó a Elisa por

un brazo para llevarla a buen resguardo; ella estaba empapada, su cabello antes recogido,

ahora se desparramaba por sus hombros esparciendo el agua salada por todo su vestido,

ciñéndolo al cuerpo y mostrando su complexión. Cayena la detallaba con ojos lúbricos

mientras trataba de separarla de la barandilla y al tomar su mano se percató de que algo

no estaba bien, no solo estaban extremadamente frías, sino que además sus uñas estaban

increíblemente largas. Finalmente cayó en cuenta de la advertencia de la Negra, soltando

a la mujer, o a lo que ellos habían creído una mujer, para retirarse lentamente hacia el

puente. Dio uno, dos, tres pasos hacia atrás y cuando se volvió para correr se encontró de

frente con los ojos vacíos de Elisa, reflejando en ellos su propia imagen como en la faceta

de un espejo. Tenía las facciones desencajadas y maléficas, sus labios entreabiertos, que

ya no eran más que un apéndice blancuzco de su propia tez fantasmagórica; dejaban ver

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una serie de punzantes colmillos amarillentos, mientras su lengua negra de víbora se

asomaba de tanto en tanto para pasearse de un lado al otro de su boca grotesca.

- No la mires! – gritó Pancho saliendo del puente – cierra los ojos, rápido!

Pero ya era en vano, Cayena no podía escucharlo, su alma había abandonado ya su cuerpo

hueco, que solo se mantenía en pié por el breve lapso en que la bruja bebía su vida,

dejándolo caer posteriormente, como un bagazo al mar enfurecido.

Pancho corrió entonces a la bodega, dejando el barco a la deriva mientras buscaba algo

para combatir el ente que había escogido a su tripulación como víctimas. Recordó que

muchas leyendas hablaban de brujas de mar que tomaban los buques en mitad del océano

en noches de luna, apareciendo como náufragas o sobrevivientes en alguna otra

embarcación de cuya tripulación se habían alimentado previamente; pero de estas

historias lo que siempre recordaba era como combatirlas: nunca mirarlas a los ojos,

empujarla al mar por estribor, llenándolas de sal antes de soltarlas a su tumba acuosa;

tarea fácil si se toma en cuenta que ella siempre va a tratar de que la veas a sus ojos

muertos y por ende te seguirá a donde tu vayas. Cuando Pancho iba bajando nos encontró,

a José María y a mí, echando por las claraboyas los añicos en los que habíamos convertido

al espejo.

- Y Simón? – preguntó angustiado – tenía el rostro pálido y balbuceaba algo acerca de

protegernos los ojos, de sal…de Elisa.

- Subió a avisarte que José Clemente está muerto – le contesté mientras señalaba el piso

- No, Hay que buscarlo rápido! – gritó Pancho – ella está aquí, vino a llevarnos a todos al

mismo infierno y solo tenemos una oportunidad; mientras seamos más, mejor preparados

estaremos para enfrentarla.

- De que carajo estas hablando? – le grité- quien es ella?

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- Elisa…ella no es humana – aseveró Pancho – busca a Simón pero ve a tientas, no la

mires nunca a los ojos; me entendiste?....nunca!

A decir verdad no creía en nada de lo que Pancho me decía, atribuyéndolo a una mala

noche de sueño y a una peor borrachera; pero al verlo tan exaltado y recordando mi

experiencia con nuestros reflejos, decidí ser un poco más cauto. Al subir ví a Simón que

llamaba a Elisa desde poco antes de la proa donde había vuelto a instalarse mirando al

mar embravecido. Llamé a Simón para que volviera, pero hizo señas de ir a buscar a Elisa;

le grité más fuerte pero el viento no permitía que mis palabras fuesen oídas en medio de

la tempestad. Al estar a su alcance, Elisa de espaldas, le preguntó a Simón con voz gutural

– Te gustaría pasar una noche conmigo –

- Una no, preciosa – contestó – todas las que quieras!

Volteándose Elisa y escondiendo su rostro entre su pelo mojado, lo tomó en sus brazos y

al oído le dijo – Mis noches son eternas….realmente quieres pasarlas a mi lado? –

- Por supuesto que sí! – contestó ingenuamente.

- Pues ahora las pasarás conmigo! – y dicho esto lo traspasó con su mirada atroz, y se

alimentó ferozmente, dejando solo un montón de restos humeantes sobre cubierta.

No puedo describir con palabras el miedo que recorrió mi alma cuando observé aquel

espíritu impío, levantar su mirada y tratar de encontrar mis ojos; automáticamente cerré

mis párpados y sentí casi de inmediato su presencia a mi lado, olfateándome como un

animal salvaje sediento de sangre. Como pude, la aparté manteniendo mis ojos cerrados

y a trompicones entré en la bodega; donde esperaban los muchachos. Sentía pasos en

todas direcciones, cosas que se caían a mi alrededor, y el incesante bamboleo del barco a

la deriva; comencé a llamar a Pancho y a tratar de ubicar a José María.

Pancho dónde estás? – Pregunté –

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Al lado de la escalera – contestó – tengo a José María agarrado por un brazo; ya le

explique por señas lo que pasa y ahora ambos tenemos los ojos bien cerrados. Además ya

tenemos con nosotros, una bolsa de sal para expulsarla antes de que nos estrellemos contra

los arrecifes; pero debemos apurarnos!

Y Simón? – continuó Pancho

Lo mató en mis propias narices y no pude hacer nada! – conteste con un nudo en la

garganta – que tenemos que hacer?

Tenemos que subir y entre los tres debemos obligarla a ir a estribor para rociarla con la

sal y echarla por la borda – contestó – si logramos hacerlo estamos salvados, pero no

podemos abrir los ojos!

Subimos juntos e inmediatamente sentimos su presencia nauseabunda; y entre los tres la

tomamos con fuerza y poco a poco la fuimos llevando a estribor; en medio de sus aullidos

alucinantes, del silbar incesante del viento, del rugido ensordecedor de los truenos y de

los violentos movimientos de La Turca, navegado con sobresaltos por entre las aguas

turbulentas de la costa sur. Por fin en el borde la rociamos con la sal; los gritos que

producía no se parecían a ningún sonido humano o animal que haya escuchado jamás;

grabándose para siempre como telón de fondo de mis peores pesadillas; y con todas

nuestras fuerzas la echamos del barco. Pancho entonces me dio instrucciones para retomar

el rumbo antes de zozobrar contra los agudos arrecifes, parpadeando repetidamente para

acostumbrar mis ojos nuevamente al ambiente y mientras me dirigía velozmente al

puente, escuche a mis espaldas de nuevo esa voz gutural y de ultratumba que preguntaba:

- Capitán…alguna vez ha nadado en el mar con el reflejo de la luz de la luna entre las

olas, sumergiéndose y observándola a través del agua?

Noooo!- gritó Pancho; mientras Elisa lo tomaba con sus garras y lo empujaba en un

acompasado baile mortal, al fondo del mar.

21
Inmediatamente cerré de nuevo mis ojos para evitar a Elisa y entendí que habíamos tirado

al mar a José María, quien al no poder hablar no pudo dar aviso del engaño. Derrotado

me senté en el quicio del puente, a rezar todo lo que en mi vida no había rezado; sintiendo

los pasos de Elisa acercarse poco a poco, asechando a su presa.

- De nada te servirá rezar! – dijo la bruja – abre tus ojos, tu alma me pertenece!

- No demonio! – le grité – mi alma es mía, porque no te he visto siquiera una vez!

Su risa febril retumbó en todos los rincones del barco; haciendo temblar mi alma y

reanudar mis rezos.

- Es cierto, aún no me has visto y por eso estas vivo – dijo – pero tu reflejo está guardado

en mi espejo y apenas abras los ojos tu alma será mía porque habré completado tu imagen

y cerrado el ciclo….te estaré esperando!

Dicho esto no la sentí más; en cambio aprecié el golpe violento del casco contra los

arrecifes, haciendo que La Turca se partiera en dos. Cegado por voluntad como estaba,

traté de aferrarme a algún tablón para mantenerme a flote mientras mi cuerpo era

vapuleado por las olas y ocasionalmente golpeado por las filosas piedras que circundaban

la playa.

Agotado por el esfuerzo de mantenerme a flote, hundí por fin mis dedos en la arena de la

playa quedándome por un leve instante en medio de la inmensidad sonora del aguamar

retumbando en cada ola que iba a romper contra el infinito silencio de mis pensamientos

vacíos...solo el rumor del mar resonando en mis oídos hacía que el dolor de la herida del

costado izquierdo se sintiera más apacible e intermitente; aún no abría los ojos y solo me

conformaba con sentir la arena que se escurría entre mis dedos crispados por los

calambres, sintiendo el dolor quemándome las vísceras y la sal mordiéndome el alma con

cada ola que traía la marea. Traté de incorporarme y noté en el aire un aroma familiar…era

ella que estaba de pie en la playa esperándome

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- Señor necesita ayuda? – escuche la vocecita infantil de una adolescente – señor?

- No Elisa, no necesito tu ayuda, solo quiero que te vayas y me dejes en paz! – exclamé

con un ademán de dolor.

- Cuando abras los ojos serás mío! – diciendo esto, desapareció como había llegado, como

lo hicieron también sus huellas en la playa al paso de las olas.

Al rato llegó una familia que me llevó al hospital del pueblo. Manteniendo mis ojos

férreamente cerrados; me dejé curar por el galeno y traté de vivir lo que me quedaba de

vida con esta auto restricción de negarme volver a mirar el mar; pero sintiéndolo todas

las tardes desde el viejo muelle acompañado siempre por la nieta de la Negra….

- Estás bien? – preguntó, sacudiéndome firme pero suavemente…aún vives?

- Finalmente has llegado – le dije con mi voz cansada por el paso de los años - ya

extrañaba tu olor a amaranto!

- Tarde o temprano tendrás que abrir los ojos….y estaré allí para llevarte conmigo!

Escuchando sus pasos mientras se alejaba ahuyentada por la perra; me dispuse a volver a

cortar la superficie de la laguna con mi pie izquierdo; pero esta vez no sentí el agua, sino

el resbalar de mis dedos en una superficie fría, inerte y llana…como la de un espejo.

23
El Beso de la Media Luna

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Al despuntar el día, aún Abel no había podido conciliar el sueño, sus ojos enrojecidos por

el insomnio latían constantemente haciendo, que sus sienes se hincharan en armonía con

los acordes del cantar de los últimos grillos nocturnos; sentía un sudor frío que bajaba por

su espalda y un parpadeo creciente de bilis que le hacía un nudo pastoso en el hígado. Sus

manos temblorosas buscaron a tientas en la mesita de noche, su reloj que sonaba a lo lejos

con un sonido seco y preciso; un sonido que formaba una ilusoria realidad hipnótica que,

hacía como si de repente, todo hubiese quedado en silencio. Antes de alcanzarlo, tropezó

el vaso con agua que ponía todas las noches para aplacar la sed que desde niño, le

producían las madrugadas estériles, y maldijo para sí, al sentir como el líquido se filtraba

por entre los papeles, las cajas de somníferos, los cigarrillos y las gavetas inferiores hasta

gotear irregularmente entre las patas con cobertura de bronce, donde la mesita se unía a

un piso de cerámica gastada, que ya había visto transcurrir sus mejores años. Con

dificultad incorporó el vaso con una mano mientras con la punta de los dedos de la otra

alcanzó la pequeña hebilla plateada de su reloj; todo esto mientras se balanceaba en el

aire con la mitad del torso haciendo contrapeso en el colchón; como lo haría un

malabarista callejero con su vida vacía, balanceándose entre monedas mugrientas y

cambios de semáforo para poder disfrazar el hambre. Tomó el reloj y entrecerró los ojos

para enfocar en la claroscuridad las manecillas fluorescentes; eran las 5:17 AM. Se dejó

caer de nuevo en la almohada ya con los ojos bien abiertos y mirando al techo, su mente

comenzó a recordarle que había llegado la hora, que hoy era el día en que finalmente

culminaría su tarea. Se ladeó hacia la derecha para salir de la cama y se encontró por

casualidad con los restos del olor de Angélica en sus sábanas, como si se tratase de una

fogata recién apagada, aspiró profundamente para retener el aroma en sus sentidos y notó

como su imaginación dibujaba el contorno de su cuerpo desnudo entre las formas inertes

del cobertor, pensó en que sólo había pasado un día desde que no estaba con ella y ya se

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estaba volviendo loco por la soledad. Él la amaba tanto; al punto que le asustaba la sola

idea de perderla, de que en uno de sus tantos viajes se enamorara de otro, de que lo dejara

en el rincón de sus recuerdos como un amante más, que al cabo de unos años se le relega

a la inexistencia de los mitos; y por ese miedo a perder su amor, y por este miedo de

verse sumido en el desagüe de las noches perdidas; muchas veces había llegado al

extremo de complacerla en todo lo que le pidiera; así de grande era su amor por Angélica

que había decidido ayudarla, y aunque al principio dudó en participar en sus planes, hoy

era el día de demostrarle que por ella era capaz de todo; que entregaría su vida por ella si

era necesario…así de grande la amaba. Salió de la cama en dirección al baño; cojeando

un poco mientras sus pies se acostumbraban de nuevo a sostener su cuerpo, no encendió

la luz mientras intentaba levantar la tapa de la poceta, se apoyó con las dos manos a la

pared, apretó los dientes y relajó su uretra paulatinamente, sintiendo como si se estuviese

librando de mil demonios con hojillas que a su paso desgarraban sus entrañas, debido a

una infección recurrente que lo hostigaba desde los albores de una adolescencia marcada

por el desenfreno. Ya con los primeros tintes mustios de un amanecer de invierno, se

volteó hacia la mesa donde estaba un aguamanil de peltre, se afeitó de mala gana dejando

su cara marcada con pequeños surcos rojizos, sanguinolentos, surrealistas; como si fuese

una composición de Pollock en miniatura, se lavó la cara, cepilló sus dientes manchados

por la nicotina y tomó unos jeans gastados que estaban tirados en el suelo del baño para

vestirse. Buscó con desesperación en sus bolsillos la cajetilla de cigarrillos y maldijo de

nuevo al acordarse de que estaban empapados sobre la mesita, y rezongando entre dientes

con el ansia de sentir el dulce veneno del alquitrán en sus pulmones, tomó su equipaje;

cerró la puerta de su apartamento de golpe y fue bajando los peldaños de las escaleras de

dos en dos. Eran ya pasadas las 6:30 AM cuando en medio de una asfixiante garúa Abel

esperaba en la entrada del edificio; el taxi que lo llevaría al aeropuerto. Mientras esperaba,

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su mirada vagaba sobre el cielo encapotado, buscando entre los cúmulos alguna ranura

que dejara entrever un desteñido rayo de sol; una señal divina que aquietara su espíritu.

Sólo volvió de sus pensamientos cuando el taxista, hizo sonar por tercera vez la corneta

con un largo y sonoro estrépito. A pesar de que sus piernas se movían hacia la acera,

como transportado por hilos invisibles; sus ojos seguían siendo vidriosos, fijos en el

infinito, como si su alma aún no hubiese llegado del todo a su cuerpo, y éste reaccionara

automáticamente a los últimos mandatos grabados en sus neuronas. Se pegó

instintivamente el equipaje de mano al cuerpo, pues la garúa arreciaba a medida que se

aproximaba a la calle, sus oídos volvieron a escuchar; esta vez no el eco de los grillos,

que ya se habían marchado hace una eternidad; sino el zumbar de los carros veloces, la

alharaca del pregonero, el andar feliz de los niños salpicando charcos de agua recién

formados mientras se apresuraban para llegar al colegio; era como si hasta ese momento

sus tímpanos se hubiesen percatado de que el silencio en la mente de Abel se había roto

y que ahora debían acostumbrarse otra vez a los sonidos cotidianos como si fuesen

nuevos. Se subió al taxi llevando consigo su equipaje, mientras el conductor hacía un

mohín de desdén al tomar el radio para informar a su central que ya había recogido al

pasajero. La garúa se convirtió en lluvia, primero tenue para luego terminar en amplios

goterones que martillaban el techo del carro. Los limpiaparabrisas chirriaban con un

sonido desagradable, áspero, que le recordaba la grima que sentía de niño cuando alguno

de sus compañeros arañaba el pizarrón del salón de clases. Ahora era más difícil ver a

través del parabrisas, por lo que Abel volteó su rostro hacia la ventanilla que tenía a su

lado. Observaba el pasar de la vida ajena como en una película mojada, en el que la

ventana encuadraba la cámara y todos a su paso eran maniquíes que, sólo cobraban vida

frente al rectángulo luminoso por una mera fracción de segundo. Su mente ahora sólo

tenía un objetivo, repasar una y otra vez el plan de Angélica, cada detalle grabado en su

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cerebro, cada tiempo tomado, cada casualidad calculada, cada segundo perdido para ganar

otro, cada ficha en el tablero de ajedrez. Sentía que sus labios se movían con apenas la

imperceptibilidad de un ventrílocuo moribundo, afinando línea a línea, palmo a palmo,

cada una de las variantes de esta obra que, por amor a ella, le había tocado representar en

el teatro de los amores absurdos. Al ver pasar a un muchacho empapado que vendía flores,

rompió su concentración mientras miraba las rosas y pensó en Angélica, en su cuerpo

divino, en sus senos firmes, sus caderas inundadas en una concupiscencia feroz, su olor,

su sabor, sus ojos…sobre todo sus ojos grises que amalgamaban aversión y devoción en

un balance casi perfecto, un balance que sólo rompía cuando algo realmente la sacaba de

sus cabales o al momento de tomar decisiones que requerían la frialdad del mármol. A

medida que recordaba su piel, un profundo paroxismo carnal le recorría velozmente sus

sentidos dormidos, despertando el deseo ancestral del animal en celo. Fue solamente

cuando el conductor habló, que Abel abandonó la lujuria de su sueño ficticio,

parpadeando velozmente mientras preguntaba: - Discúlpeme señor…que dijo?

- Que si prefiere que tomemos por esta vía para llegar a la autopista, porque la principal

está trancada por la lluvia – le comentó despacio el chofer, como para que lo entendiera.

- Si, sin problema, lo único que necesito es llegar a tiempo al aeropuerto, debo tomar un

vuelo a las 10:00 AM – dijo Abel mientras volvía su vista a la ventana chispeada por las

gotas de lluvia. En ese instante notó que un leve pero constante dolor de cabeza, que

atribuía a la exasperación de pensar demasiado en su misión; se paseaba por todo el lado

izquierdo de su cabeza y sintió de nuevo en su cuerpo, la urgente necesidad de fumar.

- Disculpe señor, por casualidad no tendrá un cigarrillo que me regale? – preguntó Abel

- No señor, no fumo! – replicó el taxista – Y usted tampoco debería, es malísimo para la

salud. Sabía que es la primera causa de muerte por afecciones respiratorias en el país?

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- Si, bueno…no importa, gracias – balbuceó. Luego pensó – Lo que me faltaba, un idiota

que además de cobrar por llevarme, me quiere convencer de que fumar te jode la salud.

De peores cosas tengo que preocuparme ahora – Miró su reloj, eran las 7:23 AM y ya

estaban tomando la autopista hacia el pequeño aeródromo que servia a los vuelos privados

que llegaban hacia la capital. Mientras el conductor seguía hablando sobre los peligros

del tabaco, como si fuese un muñeco al que se le da cuerda y no se sabe como apagarlo;

Abel había sacado de su equipaje de mano una carpeta, donde había recopilado toda la

información de las personas que volarían ese día con ellos. Angélica le había dado la lista

de los pasajeros y lo único que Abel tuvo que hacer fue investigarlos a través de los

archivos de las aseguradoras y los bancos, que manejaban sus contactos. Eran ocho en

total, incluyéndose. Viajaría la tripulación, de la cual Angélica formaba parte como

azafata, Jhon Coles un ingeniero petrolero gringo y su esposa Gina, maestra de escuela

rural. El joven párroco Jorge Zavala que iba a predicar la palabra de Dios, entre sus hijos

perdidos desde El Dorado hasta Icabarú; y su objetivo: Joseph Taylor; cuyo verdadero

nombre era Cyril Koch, un surinamés de piel oscura como el azabache, cincuentón y

corpulento, que traficaba con los diamantes que sacaban los mineros de los afluentes del

Cuyuní, y que los vendía a los mejores postores de las Guyanas, casi todos ligados a los

carteles del Caribe. Angélica había seguido durante mucho tiempo su rutina; lo suficiente

para saber que en este viaje llevaba gran cantidad de dinero en efectivo, así como un lote

nada despreciable de piedras preciosas que había mandado a tallar para un importante

cliente en Paramaribo. Desde principios de los años ochenta, Koch había vuelto del tráfico

de diamantes un negocio tan lucrativo, que hasta algunos prominentes miembros del

gabinete del dictador Bouterse le brindaban protección a cambio de una jugosa comisión

y de una pequeña contribución para el mantenimiento de las milicias en el interior del

país donde se hacía fuerte la resistencia de los opositores al gobierno de facto. Eran

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tiempos duros para el negocio. - ya el mundo no es como antes - , solía quejarse Koch a

sus clientes más allegados – la tecnología ha vuelto a los sabuesos más listos –

refiriéndose a los agentes especiales de la DEA, que perseguían a buen número de sus

compradores en las Pequeñas Antillas; haciendo cada vez más complicada la logística

para sus reuniones de negocios. Era por ello que nunca viajaba en líneas comerciales

grandes; prefería fletar aviones modestos y hacerse pasar como un simple importador de

alimentos. La fachada la completaba una compañía de su propiedad que estaba constituida

en Trinidad. Su atuendo era siempre tan sencillo que rayaba en la profunda hediondez de

la banalidad, no ostentaba nada de valor que pudiese llamar la atención, sus zapatos

gastados por su peso, se aproximaban más al suelo en ambos lados externos, siempre

estaban pulidos, y usaba a mansalva una fragancia de agua florida muy penetrante y

barata. Pero había una falla en su disfraz, una falla de la cual Angélica se percató casi por

casualidad: el pequeño maletín de cuero que llevaba consigo de manera febril y que tenía

bordadas un par de herraduras en hilo de plata. La primera vez que Koch viajo con ellos,

por accidente tropezó con la azafata y el pequeño maletín cayó al suelo entreabriéndose.

Instintivamente Angélica se agachó para auxiliar al pasajero y notó por una fracción de

segundo, que algo brillante había saltado desde el maletín de mano y que había ido a parar

debajo del asiento de atrás de donde ellos estaban. Ella de inmediato apartó la vista del

resplandeciente objeto, mientras Koch de manera sutil pero decidida la hacía a un lado

para recoger sus pertenencias, mientras le decía cortésmente que no se preocupara. Él no

había notado que, entre la pata de metal más lejana del asiento posterior y el doblez que

hacía la alfombra del avión, sobre los tornillos que lo aseguraban, se hallaba uno de sus

diamantes; no muy valioso a juzgar por el pequeño tamaño de la gema. Angélica entonces

pudo detallar, desde el asiento del sobrecargo que se encontraba dos asientos más atrás

que el de Koch, que se trataba de un brillante. Y mientras observaba en silencio la pequeña

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piedra centelleante; se percató sin duda de que, aquel hombre de tez oscura tenía de

importador de alimentos lo que ella de monja. Durante todo el vuelo la azafata tuvo que

luchar férreamente contra el deseo de tomar la joya para ocultarla. Por momentos el

tiempo en el aire le pareció infinito; sus ojos grises, intensos, fríos, sólo se alejaban del

diminuto resplandor cuando notaba algún movimiento de Koch en el asiento delantero.

La paciencia rindió sus frutos y al cabo de una hora, Angélica tenía en sus manos la

codiciada gema. Una vez que el avión estuvo asegurado en la pista y que los pasajeros

hubiesen desembarcado, la tripulación se dirigió al hotel donde pernoctarían para

emprender el vuelo de regreso en la mañana. Angélica subió a su habitación, abrió las

ventanas, sacó la joya, y mientras jugaba con ella entre sus dedos, su mirada se perdía en

la lejanía del ocaso montaraz, a la par que su mente hilvanaba frenéticamente, un plan

para despojar al surinamés de su valioso cargamento. Guardó la piedra preciosa en un

compartimiento de su equipaje, fue al baño, se puso una ropa más cómoda y bajó para dar

una vuelta por el pueblo. Para Angélica, el atardecer en Santa Elena, era un espectáculo

único que disfrutaba a plenitud cada vez que tenía oportunidad, le gustaba pasear con

calma por la ribera, contemplar la danza de los últimos rayos del sol rebotando en las olas

que producía la corriente y que iluminaban con reflejos dorados, los márgenes a su paso

por el cauce. Antes de volver al hostal le pareció observar por momentos, que en la orilla

del río, una silueta oscura se movía con rapidez a medida que las ranas dejaban de corear

su canto áspero. No se inmutó pero apretó el paso, pensando tal vez que se trataba de

algún ladrón de poca monta que andaba buscando a quien robarle algo para pagar por el

vicio que le consumía la vida. Volvió el rostro para ver el camino andado y no vio nada

que le levantara sospechas. Disminuyó la marcha, aflojó los músculos de las piernas,

respiró profundamente, volvió su vista de nuevo a la orilla sin dejar de andar, pero sólo

escuchó el acorde anfibio que iba en aumento. Ya la tarde teñida de malva se había ido,

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Angélica continuaba su camino mientras la noche joven irrumpía el cielo, sintió de

repente una brisa fría que subía desde el suelo y casi de inmediato un silencio sepulcral

envolvió su percepción de la realidad. Miró a su alrededor en la búsqueda de lo que

ocasionaba aquel sentimiento de angustia, y aunque no pudo ver nada más que el

movimiento ondulante del monte que se acompasaba con viento seco, sus más primitivos

instintos de supervivencia inundaron su cuerpo de adrenalina para emprender la huida;

pero antes de poder dar otro paso, antes siquiera de que su cerebro enviara la orden a su

cuerpo y con la velocidad frenética del suicida que se lanza al vacío, una sombra cubrió

su mundo por un instante, lo único que alcanzó a ver durante ese lapso fue el fulgor breve

pero intensísimo de unos ojos escarlatas, luego un agudo dolor en el tobillo izquierdo que

inmediatamente irradió su espina dorsal, todo su mundo giraba como en un caleidoscopio

de espirales demenciales, cayó al suelo convulsionando, ahogándose en su propia saliva,

notando que al final, sus ojos fijos en el pavimento, observaban el zigzagueo de una

silueta oscura alejándose hacia la noche cerrada de la luna nueva. Angélica despertó en

una camilla inmunda del dispensario del pueblo, que contrastaba con la venda

blanquísima que le cubría la herida; por extraño que pareciera no sentía dolor alguno sólo

un constante palpitar en su tobillo vendado. Sus compañeros de viaje le dirían más tarde

que una muchacha que iba en bicicleta de regreso a su casa, la encontró encorvada y

balbuceando frases incoherentes, dio parte a la policía y la trasladaron al hospital. Un

médico joven, probablemente haciendo su pasantía rural, le indicó que al parecer algún

animal le había atacado, le dijo que habían hecho todo lo posible por determinar que tipo

de bestia la había embestido, pero que las marcas en su tobillo no se asemejaban a ninguna

mordida que él o sus colegas hubiesen tratado antes, también le dijo que le había hecho

los exámenes toxicológicos sin encontrar rastro alguno de veneno en su cuerpo. A pesar

de ello, el médico le recetó un antiestamínico, analgésicos si había dolor y un poco de

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hielo para bajar la inflamación. Se incorporó con dificultad apoyándose en sus amigos,

caminaron hacia la entrada concurrida del dispensario, se oían susurros, llantos, voces

quejumbrosas, respiraciones aceleradas, pasos sigilosos y mil sonidos más, Angélica aún

se encontraba mareada y todos esos ruidos golpeaban sin misericordia su alma traumada.

Apenas salió de las puertas de aquel infierno sónico, sus ojos grises exasperados buscaron

refugio en el cielo nocturno, pero casi inmediatamente volvió su mirada hacia el suelo

donde había sentido un sonido familiar y tranquilizador: un perrito callejero le gemía

mientras movía su cola alegremente, a ella le encantaban los perros, por eso sin pensarlo

si quiera, se soltó del soporte brindado por el piloto, para acariciar aquel animal

desprotegido que le había servido de salvavidas emocional en aquella noche irracional.

Se fueron al hotel en el taxi que aún los esperaba, y mientras se alejaban por la carretera,

ahí a un lado de la entrada del hospital, cerca de una esquina, el perrito, enroscado en su

propio cuerpo, agonizaba aún moviendo lentamente su cola entre sus últimos resuellos.

Al llegar, acompañaron a Angélica a su habitación y le preguntaron si quería algo de

comer, ella negó con la cabeza, sólo quería descansar. Se despidieron y Angélica abrió

los grifos de la ducha para preparar el agua, pensaba en darse un prolongado baño caliente

para luego irse a dormir tranquila. Se quitó la ropa y vio su tobillo izquierdo vendado,

monstruosamente hinchado, se quitó la venda despacio y pudo observar por primera vez

aquellas marcas lacerantes. Eran tres puntos oscuros, cuyos bordes purpúreos resaltaban

en su piel traslúcida, como si fueran pequeños volcanes listos para hacer erupción, las

marcas estaban dispuestas de manera triangular, como a cinco centímetros la una de la

otra, el resto de su piel alrededor de las heridas, mostraba una pigmentación rojiza pero

más bien tenue, lo que le asombraba era el volumen que había adquirido su pié; pulsó el

edema con sus largos dedos dejando marcas blanquecinas breves mientras la sangre

recuperaba los espacios que había desplazado al contacto de su índice. Al detallar las

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llagas se estremeció con la idea de que el animal que la atacó fuese venenoso y que su

toxina estuviese invadiendo su cuerpo; desechó la idea casi de inmediato, pues a decir

verdad, más allá de la hinchazón y de los punzantes latidos, se sentía bastante bien para

lo que había sufrido. Trabajosamente entró en la regadera y se sintió confortada con la

tibieza del agua que recorría su cuerpo, que hacía cascadas con los mechones de su

cabello, que se llevaba el miedo que le mordía el alma. Mientras se quitaba el jabón de la

cara, en el vaho que cubría la puerta de vidrio de la ducha, de la nada empezó a dibujarse

la forma de una medialuna casi perfecta, opacada solo por lo que parecía un cayado en

una de sus puntas. El dibujo se fue definiendo a medida que el vapor de agua seguía

llenando los espacios de los paneles de vidrio, tenía la forma de una hoz inmensa, que se

hacía cada vez más grande, expandiéndose por los azulejos del baño, como las raíces de

un mijao, trazando lo que parecía ser un cuadro con innumerables escenas ancestrales,

escenas crudas de los inicios del hombre en la tierra y que iban colmando cada centímetro

del baño. Pero cuando Angélica frotó vigorosamente su cabello, sacudiéndolo de un lado

al otro, para librarse de los rastros del champú, las gotas salpicaron el lienzo húmedo,

haciendo que el resto del fresco se desvaneciera poco a poco. Para cuando salió de la

ducha, sólo quedaban surcos acuosos en las baldosas y una nube de vapor que se mezclaba

con la fragancia del jabón. Se secó, tiró la toalla al piso y buscó la bata en la repisa de

madera, pero notó extrañada que la bata que estaba doblada era de color negro intenso,

contrastando con las toallas blancas que estaban apiladas a un lado; no recordaba haberla

visto cuando dejó su equipaje para ir a observar el atardecer, pero no le dio mayor interés

y se la puso ajustándola a su cintura; su tobillo casi no le molestaba. Abrió el

compartimiento de su equipaje de mano y sacó el brillante que unas horas antes le había

robado a Koch. En sus manos parecía como una estrella danzante, lo hacía girar en la

palma de su mano para observar como resplandecía. Lo guardó en su cartera, mientras su

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cuerpo cansado se derrumbaba en la cama y sus párpados pesados se rendían por fin al

dios Morfeo. No soñó más que con un lago tenebroso y profundo sobre el cual navegaba

un pequeño bote impulsado por un báculo enorme. A medida que soñaba, las heridas

fueron cerrándose y la hinchazón desapareciendo. A la mañana siguiente no tenía rastro

alguno de las lesiones sufridas la noche anterior, salvo tres pequeños puntos casi exiguos.

Desayunó con un hambre voraz que sus compañeros atribuyeron al ayuno de la noche

anterior. Se dirigieron al aeropuerto bajo un cielo despejado y con un sol abrasador. El

calor era infernal. Había sólo tres pasajeros para el regreso, una señora mayor y sus dos

hijos; así que el embarque fue muy rápido. El vuelo no tuvo mayores incidentes que las

típicas turbulencias cuando encontraban un frente frío, dejándole espacio a Angélica para

afinar los detalles de su plan. Aterrizaron sin contratiempos, y al momento de que la

anciana intentó bajar por la escalerilla, Angélica le ofreció su mano para brindarle apoyo.

La anciana sonrió agradecida, bajando los peldaños guiada por la azafata. Sus hijos la

acompañaron hasta el carro que los esperaba y acomodaron a la señora en el asiento

trasero sin percatarse de que, al momento de cerrar la puerta, cerró también de a poco sus

ojos, para transitar el largo sueño eterno de los muertos. Ya en casa, encontró a Abel

esperándola en el rellano de las escaleras de su edificio con un ramo de cinco rosas rojas

entre sus manos. Tomó las flores dándole un pequeño beso de bienvenida, más por

compromiso que por sentir alegría de verlo. Ella lo percibía como un animalito

dependiente, que hacía que su vida girara en torno a sus caprichos más extravagantes y

aunque eso le agradaba al principio, ya hoy el juego le aburría. De hecho luego de este

viaje pensaba dejarlo, porque había conocido en Ciudad Bolívar, a un muchacho dueño

de una hacienda, que desde hacía algún tiempo la andaba cortejando y ella finalmente se

le había entregado. Pero todo había cambiado ahora, su nuevo amor debía esperar, porque

necesitaba que Abel la ayudara con el robo que había planificado, sabía que él cumpliría

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sus deseos, porque ella sabía que su amor era demasiado grande y vio en ello una

oportunidad única de contar con un cómplice incondicional, que además podría ser

prescindible si algo no saliese de acuerdo a lo planeado. Así era de fría la mente de

Angélica, frialdad también reflejada en sus ojos grises, frialdad que contrastaba con su

fogosidad en la cama. Luego de cenar y de la típica charla sobre el viaje; Abel buscó a su

compañera en vano, ella lo apartó bruscamente mientras sacaba las rosas de su envoltura

de plástico y las iba colocando una a una, en un jarrón en medio de la mesa del comedor.

Luego buscó su cartera, la abrió y hurgó en su interior. Angélica sacó la pequeña joya

robada y la mostró a Abel, quien con los ojos abiertos y ademán de asombro, preguntó de

dónde la había sacado. Le contó toda la historia, omitiendo lo de la mordedura, más por

no parecerle relevante que por ocultárselo. Acto seguido, le contó su plan para adueñarse

del botín de Koch; el primer paso era que Abel subiera al avión como un pasajero más,

ella previamente habría dejado debajo de su asiento un revolver cañón corto, además se

encargaría de colocar en las bebidas de los pasajeros un somnífero para facilitar su labor,

luego someterían a los pilotos para aterrizar en una pista clandestina cerca de Santa Elena,

cuyas coordenadas ya tenía; donde los estarían esperando un viejo amigo de su padre que

los llevaría al Brasil y antes de partir dañarían la radio del aeroplano para que no pudieran

dar parte a las autoridades. Abel escuchaba con atención, y aunque le parecía que el plan

era viable, no le gustaba la idea de que hubiese buscado ayuda en un tercero para llevarlo

a cabo. Lo convenció diciéndole que sin un plan de huída, el robo no tendría sentido

porque la pista está alejada de la frontera y los podían aprehender casi de inmediato. Abel

dudó un instante. Ella le puso los brazos cariñosamente alrededor del cuello, le susurró al

oído palabras dulces como la miel para convencerlo y le dijo que lo amaba mientras

cruzaba sus dedos. Él seguía dudando. Angélica entonces lo soltó diciéndole que era un

cobarde, que si no tenía las agallas para hacerlo, no la merecía. Se dirigió al cuarto,

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cerrando la puerta tras de si con un sonoro estruendo. Estaba molesta, pero en su rostro

se dibujaba una sonrisa, porque sabía que aquel ardid haría que el amor que Abel sentía

por ella se exacerbara y lo doblegaría para complacerla una vez más. Efectivamente a los

pocos minutos, la puerta de la recamara en tinieblas se entreabrió, dejando que un haz de

la luz proveniente de la sala, rompiera la penumbra reinante y se derramara en los objetos

para devolverles su color. Angélica estaba de su habitual lado de la cama con la cara

vuelta hacia la pared, sus ojos grises se tornaron maliciosos y su cuerpo a la espera de

reaccionar ante la disculpa inminente. Debía representar bien su papel si quería que él

creyera en su actuación. Abel se acostó a su lado y murmurándole al oído le dijo que lo

haría, que por ella lo haría, porque él la seguiría hasta el fin del mundo si fuese necesario

para estar a su lado por siempre. Angélica se volteó hacia él con una pirueta atlética, lo

abrazó, besó, le arrancó la camisa haciendo saltar por el suelo casi todos sus botones y le

hizo el amor con un desenfreno tal que se asemejaba a la pasión de los recién casados.

Cayeron exhaustos, jadeando uno al lado del otro, mientras que en la ventana de la

habitación comenzaba a caer las primeras gotas de una tormenta que se prolongaría toda

la noche. Ya dormidos, un relámpago encendió parcialmente la estancia, iluminando el

lado izquierdo del rostro de Angélica, que por momentos no mostró sus facciones, sino

parte de la osamenta de su cráneo, como si aquel relámpago le hubiese tomado una

radiografía desde el mismísimo cielo. Por pocos segundos, las partes de su cuerpo que

quedaron expuestas a esta luz, refulgieron azuladas, mostrando el detalle de sus huesos,

como si no quedara tejido sobre su esqueleto luminoso. En tanto, en el florero del

comedor, el último pétalo de unas rosas marchitas, se desprendía en silencio para caer en

la soledad de la madrugada. Abel llegó al aeropuerto a las 8:44 AM, pagó el taxi notando

que sus manos temblaban al sostener los billetes. Cerró sus ojos por un instante buscando

equilibrio, se bajó del taxi, no se atrevió a rodar su equipaje por el laberinto de charcos

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que se formaban a la entrada del andén, así que lo tomó con su mano izquierda para irse

bamboleando hacia la puerta eléctrica. Seguía lloviendo con cierto ímpetu y se mojó

copiosamente mientras alcanzaba la entrada. Aún no había nadie que lo pudiera atender

el mostrador de la modesta aerolínea, así que bajó su equipaje para extraer el brazo

metálico y dejar que las ruedas de la maleta hicieran el trabajo de transportarla. Buscó por

la terminal algún negocio que vendiera periódicos, donde también encontraría por fin, su

ansiada caja de cigarrillos. Abrió el empaque con el desespero de un preso al que se le

daría la libertad al final del día; aspiró profundamente una, dos, tres veces, sintiendo que

el humo inundaba finalmente sus pulmones enfermos, tosió brevemente mientras su

cuerpo asimilaba de nuevo la nicotina, se sentía dueño de sí nuevamente. Luego de

fumarse tres cigarrillos, comenzó a gruñirle el estómago, recordó que no había comido

nada y se dirigió a la cafetería, se sentó en la barra en un taburete muy alto que dejaba sus

piernas a merced de la ingravidez inducida por la elevación del banquillo, sonrió al ver

sus pies colgando y recordó cuando de niño su mamá lo llevaba los domingos a comer

helados en la fuente de soda de la esquina. Apoyó uno de sus pies en la parte superior de

la maleta, a la par que el encargado le preguntaba que quería servirse. Pidió un sándwich

de queso con lonjas de tomate y un toque de orégano, un expreso doble y un jugo de

naranja. Justo antes de que le diera el primer sorbo al café, sintió un fortísimo aroma a

agua florida, tan penetrante era el olor que neutralizaba el aroma del café, que seguía

estático en la tasa humeante sostenida por Abel frente a sus labios. Koch se quitó un

sombrero panamá sucio y raído, que parecía usarlo desde hace décadas, disponiéndolo

sobre el mostrador, sacó del bolsillo de la chaqueta un pequeño pañuelo celeste y se

limpió el sudor de su calva grasienta, dejándola lustrosa. Se aflojó el nudo de la corbata

y el encargado al verlo lo saludó amablemente – Señor Taylor, le preparamos lo de

costumbre? – preguntó el dependiente. Koch asintió con una sonrisa plena, porque le

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encantaban los huevos revueltos con jamón y tocineta quemada que le preparaban siempre

en aquel lugar. Sin preguntarle, el encargado le sirvió un vaso grande de café con leche

frío, el cual engulló a grandes sorbos mientras abría la sección internacional del periódico.

Ni se molestó en mirar a Abel que había empezado a comerse su desayuno, sólo

mascullaba palabras y reía de tanto en tanto como si tuviese una conversación de papel

con las hojas del diario. Le trajeron un plato repleto de una mezcla indescifrable de

alimentos que empezó a ingerir lentamente sin separar su vista de las noticias. Abel

terminó su comida, pidió la cuenta, pagó dejando una pobre propina que el encargado

recibió con desgano. Se bajó del taburete como bajaría un niño de un columpio en

movimiento, estabilizándose para no caerse; al voltear para ir al mostrador se encontró de

frente con Angélica quien venía flanqueada por sus compañeros de vuelo. Quiso buscar

sus ojos, pero ella lo esquivó tajantemente. El comprendió de inmediato y siguió su

camino mientras escuchaba al dependiente del cafetín, diciéndole a su mujer lo hermosa

que estaba y que le había preparado el café como a ella le gustaba. Abel apretó los dientes

para evitar que los celos se interpusieran en el plan. Llegó al mostrador, era el tercero en

la fila, delante de él ya se encontraban el gringo y su esposa, discutiendo sobre un artículo

publicado quien sabe donde y que hablaba de la contaminación del aire causada quien

sabe porque agente industrial que producía la industria petrolera en sus procesos de

refinación. Abel encendió su cuarto cigarrillo de la mañana buscando su boleto en los

compartimientos externos del equipaje. Agachado como estaba, sintió una voz aguda que

le decía algo en un castellano casi incomprensible; era la mujer del gringo que le

reprochaba que el aeródromo era un espacio público y que no se podía fumar. Abel se

incorporó con el boleto en la mano, su cigarro en la boca y se le quedó viendo un instante;

le dio un último jalón y haciendo gala de una paciencia que le parecía ajena, lo tiró al

suelo para apagarlo con sus botas. La señora complacida le agradeció y continuó sus

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cuestionamientos con el marido, mientras detrás de él vio de reojo, un joven vestido de

negro que preguntaba si ya estaban chequeando el vuelo para Santa Elena de Uairén. Al

voltear por completo para responderle, notó que se trataba de un sacerdote que tenía la

sotana empapada y llevaba una austera maleta amarrada con unos mecates finos, como

los que se usan para hacer las asas en las cajas embaladas. Sonrió ante su mirada

asustadiza que se dejaba colar detrás de unos lentes con mucho aumento que tenían

salpicaduras de agua en los cristales. Frente al mostrador de la aerolínea se colocó una

muchacha, dando inicio al chequeo. Abel cedió su lugar al sacerdote mientras la pareja

se estaba chequeando, observando disimuladamente hacia el cafetín donde aún Koch

seguía leyendo el periódico. Le tocó su turno, entregó el boleto y la muchacha

amablemente le indicó que abordarían de un momento a otro y que pasara a la diminuta

sala de embarque. Pasó por el detector de metales, y se regresó cuando escuchó el pitido,

para quitarse la correa que llevaba una hebilla labrada en metal. Se sentó impaciente

mientras veía a la mujer del gringo gesticulando y al cura rezando. Por la forma en que

actuaba, tenía la impresión de que aquel clérigo no se había montado nunca en un avión.

Al fijarse en los labios murmurantes del párroco, Abel no se dio cuenta que Koch ya se

encontraba sentado en la sala, apretando con sus enormes manos, un pequeño maletín con

dos herraduras de plata. Casi de inmediato pasó Angélica con el resto de la tripulación y

deteniéndose por un instante, le pidió la bendición al cura, que aún continuaba su

monólogo inaudible. Se sorprendió al principio, luego hizo un gesto de desconcierto, para

finalmente darse cuenta de lo requerido, y con su mano derecha en alto la bendijo y ella

continuó su camino hacia el pequeño avión que yacía sobre la pista con los dos motores

ya encendidos. La lluvia había amainado, volviéndose un poco más fina y punzante.

Embarcaron primero los pilotos mientras Angélica con paraguas en mano, recibía a los

pasajeros en la escalerilla. Subió primero la maestra de escuela, seguida de su marido, el

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párroco, Abel y por último Koch, cuyo peso hacía estremecer la escala con estridentes

chirridos bajo sus pies. Angélica cerró la puerta del aeroplano y se dirigió al estrecho

pasillo para pronunciar las normas de la aviación civil, el uso de los cinturones y los

chalecos salvavidas. Revisó que los cinturones de los pasajeros estuviesen debidamente

ajustados y se dirigió al puesto del sobrecargo, dispuesto en la parte posterior del avión.

La nave enfiló hacia la pista, balanceándose por el fuerte viento cruzado, Abel notaba en

las ventanillas que la lluvia persistía, tenaz ante el paso del aeroplano, como queriendo

detenerlo con su indomable voluntad. Eran las 10:18 AM cuando finalmente dejaron atrás

el aeropuerto y enfilaron el morro en dirección sur este, no hubo mayores sacudidas al

despegar, aunque fueron suficientes para que el cura sacara de uno de sus bolsillos un

pequeño rosario, para comenzar de nuevo sus oraciones. Durante unos quince minutos

los pilotos subieron a la mayor altura posible, tratando de salir de los cúmulos oscuros

que subían rectos hacia el cielo matutino. No lo consiguieron del todo, pero al menos el

avión se estabilizó lo suficiente para permitir que Angélica se incorporase para ofrecer un

refrigerio a los pasajeros. Del compartimiento donde estaban las bebidas, sacó una

pequeña botella con un líquido neutro, un somnífero muy fuerte para facilitarles la tarea

con los pasajeros. Vació la mitad del menjunje en el termo del café y la otra mitad en el

recipiente del jugo, acomodó los pastelitos que serviría y se dirigió a la primera fila para

empezar la distribución del refrigerio. La pareja pidió café, luego el sacerdote un jugo y

un pastelito, Koch le preguntó a la azafata si tenían café con leche, ella le respondió que

sólo tenía café negro y jugo. El surinamés pidió entonces un vaso con agua, para aplacar

la sed que le produjo el desayuno. Angélica se dirigió a Abel, pero éste le dijo que no

quería nada. La azafata sirvió el vaso con agua de Koch, mientras trataba de sacar del

franco las últimas gotas del sedante, para tratar de entorpecer los movimientos de su

corpulenta víctima. Regresó para darle el agua a Koch, mirando al resto de los pasajeros

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para comprobar si la droga había surtido efecto. Tanto Gina como Jhon estaban dormidos,

y el cura en ese preciso instante estaba dejando caer sobre su regazo, las cuentas del

diminuto rosario. Angélica le sonrió a Koch y éste le devolvió el gesto inclinando su

cabeza, al volver a su puesto, sus ojos fríos como el hielo se movieron hasta encontrar la

mirada de Abel, y éste supo entonces que era el momento de actuar. Se inclinó para sacar

el revolver, que se hallaba camuflado en el compartimiento del chaleco salvavidas.

Angélica se dirigió rápidamente, con los refrigerios como excusa, hacia la cabina de

mando. La tormenta arreciaba, por lo que en ese instante se encendieron los letreros de

abrocharse los cinturones. Koch notó que el sacerdote no se movía en el asiento contiguo

al suyo; le pareció raro que un hombre tan nervioso como aquel, no se inmutara con los

constantes vaivenes del aeroplano, se desabrochó el cinturón para ir a ver si le pasaba

algo al párroco, pero cuando estaba apoyándose en sus manos para salir de su asiento,

sintió la frialdad del metal que se apretujaba con fuerza contra su cabeza, luego de ello

sintió como aquel que sostenía el arma, montó el percutor diciéndole: - Koch, si te mueves

te mato – el enorme moreno pensó para sí – Koch?, me ha llamado por mi nombre!,

entonces sabe quien soy, estoy en peligro –. Luego Abel le pidió que le entregara el

maletín de las herraduras. Koch sonrió, se dio cuenta que no era más que un robo, que si

manejaba bien sus cartas podría salir ileso de este trance: - Aquí tiene – Dijo sin

inmutarse, al tiempo que le entregaba su preciado cargamento – Ahora por favor aleje el

arma, en cualquier sacudida que de éste avión, se le podría disparar. Abel desmontó el

percutor sin retirar el revolver de la cabeza de su víctima. De repente el avión se inclinó

sobre la izquierda, Abel trastabilló hasta caer sentado al lado del cura inconsciente. Koch

aprovechó la ocasión para tratar de someter a su agresor, Abel le pedía ayuda a gritos a

Angélica quien aún se encontraba en la cabina. El avión volvió a inclinarse, esta vez a la

derecha y Abel quedó encima del gigante, mientras que el arma caía al piso. La puerta de

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la carlinga se abrió de repente, apareciendo la figura delgada de Angélica en el umbral,

forcejeando con el copiloto que sangraba profusamente por una herida en su abdomen.

Abel golpeó fuertemente a Koch, con la fuerza que da la desesperación y éste quedó

atontado, lo suficiente para que Abel buscase el arma para ayudarla. Llegó a la puerta

donde veía que el copiloto estaba aún sobre ella, pero al momento que quiso separarla, se

dio cuenta de que su agresor ya estaba muerto. Abel sin entender lo que pasaba, miró

dentro de la cabina y observó al piloto sentado en el timón con los ojos desorbitados y

fijos en el horizonte, sus manos sólo se movían cuando la fuerza de la tormenta golpeaba

el avión. Miró a Angélica y ésta estaba temblando en uno de los asientos delanteros, por

momentos la notaba más pálida que de costumbre, más delgada y frágil. Cuando le tomó

las manos, se dio cuenta que apenas un delgado espacio de tejido las separaba de mostrar

sus huesos desnudos. Escuchó el ruido de unos pasos a sus espaldas y sintió un punzante

dolor en su costado derecho. Abel se desplomó en el suelo del avión mientras que la

herida abierta manchaba su camisa blanca; pudo voltear su cabeza para ver al sacerdote

tirar el puñal, arrancarse el cuello clerical de su sotana y darle un profundo beso de amor

a su adorada Angélica. Ella acarició el rostro de su amante con sus manos esqueléticas,

volvió a besarlo con ternura una y otra vez, mientras Abel se desangraba poco a poco en

el suelo del avión que caía a tierra. El joven hacendado entonces se separó de ella y se

metió en la carlinga, desplazando al piloto moribundo de los controles, estabilizó el avión

por unos instantes, antes de que volviese a precipitarse irremediablemente al vacío.

Angélica se incorporó viendo a Abel que agonizaba; quiso confortarlo un poco antes de

que su vida se apagara, caminó hacia él mientras su uniforme ajustado de azafata, se

convertía en una larga y sombría túnica; un nuevo relámpago iluminó el cielo dejando

que Abel pudiese ver que, lo único que quedaba de la mujer que amaba eran sus ojos fríos,

inexpresivos; sólo que esta vez no eran grises, sino dos carbones ardientes que danzaban

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en las cuencas vacías, de una calavera grotesca. Lo último que pudo apreciar Abel fue

que en su mano derecha se había materializado una guadaña enorme en forma de

medialuna. La metamorfosis de Angélica estaba ahora completa, la Parca había vuelto

para navegar en silencio su bote de velas negras, sobre el lago oscuro y profundo de las

noches eternas, que unía al mundo de los vivos con el de los muertos…

Abel despertó sobresaltado y sudoroso de su pesadilla, hacía un frío terrible que le calaba

los huesos; buscó refugio debajo la cobija de su cama, miró su despertador, y las

manecillas fluorescentes marcaban las 3:00 AM, escuchó la voz de Angélica cantando

suavemente en la ventana abierta; mientras observaba como se filtraba el resplandor de

una medialuna casi perfecta en el cielo. Abel le pidió por favor, que lo arropara y cerró

de nuevo sus ojos, mientras Angélica, con sus manos descarnadas, lo cubría con su manto

negro y le daba tiernamente, su último beso de buenas noches.

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El Arrullo de los Lirios

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A través de mil senderos llego por fin a descubrir, no sin esfuerzo; que la llanura, en su

inconmensurable amplitud no brinda respiro alguno para mis sueños cansados...miro pues

el paisaje con cierto desgano, vuelvo a observar los prados quemados por el verano y la

serranía a lo lejos, y me pregunto sonriente si será esto lo que el destino me depara; una

pausa luego, un chasquido rápido después y me encuentro panza arriba observando las

nubes que, de fabulosas formas cambian ante mis pupilas contraídas. - Ahora soy un poco

feliz – acerté a decir en voz alta, mientras mis párpados cansados por el esfuerzo se

cerraban al compás de los cantos dicharacheros de los arrendajos de la tarde. Luego de

dormitar no sé cuanto tiempo, me despierto con la inquieta sensación de estar siendo

observado...miré a mi alrededor y solo vi un pequeño coquito que me miraba con sus ojos

verdes alucinantes; al principio lo obvié y volví a escudriñar el horizonte en busca de lo

que suponía era un gran peligro – suposición por demás cierta, he de acotar -. Al no

observar nada fuera de sitio, me incorporé con pereza para buscar huellas de algún tigre,

báquiro o cunaguaro – pensando en estos animales como fuente de mis temores – pero

no...en cambio el coquito seguía allí sobre la piedra viéndome fijamente con postura

sumamente erguida.- Y éste bicho? – dije y tomé una ramita del suelo para atizarlo. Al

intentarlo el coquito – siempre con la mirada fija en mí – dio un impresionante salto

mortal hacia atrás y volvió a su posición inicial como si nada hubiese pasado... - algo

inusual para un insecto que no tiene estas habilidades – pensé. Con más ansias que

curiosidad vuelvo a tratar de zarandearlo pero nada; la misma pirueta y la misma postura

inmóvil esta vez aderezada con un chispeante y agudo brillo de llamas verdeazuladas en

sus ojos diminutos.

- Ahora si te va a llevar la pelona – exclamé al tiempo que tomaba del suelo un pedrusco

de regular tamaño. Apunté con cuidado y con ambas manos lo tiré buscando deshacerme

de una vez y por todas de esta especie de súper insecto.

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Al disiparse la polvareda que había dejado el choque de ambas piedras note con terrible

asombro que el coquito aún se mantenía en pie; observándome impasible pero con una

notable transformación de dureza en su pequeño rostro

- Está bien tu ganas! – le grité al insecto con los brazos extendidos hacia el cielo- y recogí

mis cosas para marcharme de aquel lugar, prosiguiendo mi camino a un paraje aún más

lejano. No fue hasta que me di la vuelta que escuche un tenue pero claro zumbido a mis

espaldas, por instinto procuré voltearme y fue cuando sentí tres pares de pequeñas patas

corriendo por mi nuca he inmediatamente después un agudo dolor en la base del cráneo...

cuando volví en mí aún todo me daba vueltas y por un momento la resequedad de mi

garganta alimentaba una y otra vez unas profundas y repugnantes náuseas. Estaba tendido

boca abajo con parte del rostro metido en la concavidad que había dejado la piedra que

segundos antes había agarrado para aplastarlo.

- Me envenenó – pensé y trate de moverme, pero en mí reinaba una total rigidez

acompañada por una serie de calambres espasmódicos...al mirar mi mano izquierda me

percaté que estaba hinchada y fijando mi vista, lo vi entonces entre mis dedos; inmutable

y con su mirada clavada entre mis ojos entreabiertos. Traté de pedir ayuda, pero no podía

hablar, luego con más fuerza intenté gritar – ngaaahh – nada… entonces el terror se tornó

aún más real cuando repentinamente, escuche al coquito modular en un lenguaje que

combinada el batir de alas de una mosca y la pastosa letanía de una sierra eléctrica– he

aquí ante mí tu vida...La expresión de mi rostro debió combinar una serie de emociones

que resumían un profundo temor. Continuó diciendo – no trates de decir nada es hora de

que escuches; solo podrás volver a hablar cuando me contestes tres preguntas. La primera

de ellas, podrás contestarla abriendo tus ojos para decir sí y cerrándolos para decir no –

exclamó pausadamente – has entendido... y abrí mis ojos lo mejor que pude...bien,

dependiendo de tu primera respuesta podremos intentar hablar de otra manera un poco

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más civilizada – prosiguió – La primera pregunta... ¿crees que eres lo suficientemente

listo como para saber cómo deshacerte de mí? Dude un poco en contestar, en un mar de

pensamientos, mi parte racional trataba de encontrar una respuesta lógica que pudiera

explicar mi situación; sin embargo más allá de su eco en mi cerebro, mi mente atávica,

esa que dispara el instinto de la supervivencia, buscaba la manera de salir de la parálisis

para aplastar a aquel insecto demencial. El resultado de mi batalla mental culminó en un

esfuerzo, esta vez con un poco mas de decisión, de abrir mis ojos lo más posible – y creo

que eso desconcertó un poco a mi captor a quien se le dibujó una expresión de

desconcierto en su acorazado rostro – Bien, bien….creo que tenemos aquí a un rival que

tal vez logre sacarme del hastío que me produce estar encerrado en esta limitada

dimensión y de sus criaturas pseudointeligentes – dijo con su voz metalizada, cortante

como una hoz-

Sentí un poco de temor al escuchar la respuesta del coquito, dudaba de que ésa no hubiese

sido la respuesta correcta, tal vez sencillamente debí rendirme y dejarme caer en el oscuro

pozo de la muerte con la resignación y la paz de un condenado al cadalso. A medida que

los segundos transcurrían como si fuesen cuentas de un rosario infinito, sentía como el

espeluznante insecto me escrutaba con cuidado, como midiendo mis posibilidades en esta

especie de desafío desigual, donde evidentemente el coquito no era el contendor más

débil. Luego empezó a caminar por mi mano, primero muy lento como dudando, como

tanteando el paso que había resuelto dar a continuación; llegue a pensar extrañamente que

tal vez sería la primera persona que habría resuelto hacerle frente en mucho tiempo y que

por tal razón decidiera continuar con algo más de cautela. Aunque todas esas conjeturas

terminaron en un momento cuando el muy desgraciado, en un ataque de furia acompañada

con unos zumbidos de pequeñísimos aviones, corrió frenéticamente de nuevo a mi cuello

y me volvió a morder ahora con mucha más saña que antes. Esta vez casi

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instantáneamente pude mover mi rostro y de inmediato un alarido, que habría despertado

a todos los muertos del cementerio de San Juan de Payara, se escapó de mi garganta,

haciendo que los últimos arrendajos de la tarde se espantaran arremolinándose en las

copas de los morichales con una alharaca ensordecedora. El dolor se había ramificado por

cada una de mis neuronas y sentía como paulatinamente a mi cara subía, ola tras otra, un

mar de sangre incontrolable que, por la forma en la que el insecto del demonio apartó su

rostro, adivinaba que el espectáculo no debería ser muy grato. –Desgraciado deja que te

ponga las manos encima – espeté con voz temblorosa por los destellos de dolor

intermitentes que aún se asomaban por mi espina dorsal – te voy a machucar hasta

convertirte en puré!–

Al pronunciar esa frase quedé maravillado al darme cuenta de que podía volver a hablar,

como si de alguna manera la alimaña, al picarme de nuevo, le hubiese dado a un botón

específico para permitirlo; como un mini acupunturista sádico, metódico y perturbado;

dejándome únicamente la libertad necesaria para poder relajar los músculos de mi rostro

y así poder seguirle el jueguito al que me estaba sometiendo desde hace horas – libérame,

anda atrévete! – le dije entre dientes, con mi voz salpicada de furia – vamos a ver qué tan

malo puedes llegar ser cuando no me ataques por la espalda, miserable! – Mientras, el

coquito me miraba con tranquilidad casi como si no hubiese escuchado lo que le había

dicho; luego volvió sus ojos al cielo con un aspaviento frívolo y casi con indiferencia me

dijo, con su curiosa voz que arrastraba la pronunciación de las zetas – tienes suerte animal

humano, no creo que llueva esta noche así que no te ahogarás al no poder levantar tú

espantosa cara del suelo – y con una malévola sonrisa, continuó – aunque no te garantizo

que a otras bestias que abundan por estos lados, les resultes apetecible como para

acompañarlas a un festín, donde el plato principal serían tus vísceras esparcidas por la

llanura –

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Me estremecí con la idea de que eso pudiera suceder, porque recordé que estaba en llano

abierto, totalmente vulnerable, sin siquiera haber encendido el fuego y montado el

campamento, además la noche ya estaba cayendo, la primera estrella iluminaba el cielo

desde hace rato y la finísima sonrisa de una medialuna efímera, comenzaba a mostrarse a

medida que el contraste del cielo se hacía más oscuro. A pesar de que el manto de la noche

comenzaba a arroparnos, notaba que el destello de los ojos psicodélicos del coquito no

amainaba, por el contrario parecían adquirir un resplandor como de espejos esmeralda,

que me mostraban en su convexidad, el mundo que nos rodeaba a una escala miniatura.

Mientras trataba de ver los detalles miniaturizados del entorno en sus ojos, una gélida

brisa nos envolvió, levantando una polvareda que arrastraba pequeñas briznas, piedritas

y tierra, lo que me forzó a cerrar mis párpados, haciendo que por segundos perdiera de

vista a mi captor. El viento cesó, dejando a su paso una estela de mastranto suspendida

en el aire, la cual llenaba cada rincón de aquella soledad de manera casi asfixiante. Mis

sentidos comenzaron a agudizarse, escuchaba con detalle cada ruido a mi alrededor, sentía

su presencia aunque no sabía aún donde estaba, trate en vano de mover mi cuerpo pero

seguía estando petrificado, como si ya me hubiese fundido con el agreste suelo manchado

de tonos amarillentos, propios de la sabana reseca en verano. – Ustedes los animales

humanos son criaturas tan extrañas – escuche su voz apelmazada, que venía de todos

lados y de ninguna parte al mismo tiempo - son unas bestias inmundas que creen ser

superiores a otras especies de este mísero planeta porque, según ustedes mismos, se hacen

llamar inteligentes. Su ego es superado tan sólo por su arrogancia. Su estúpida forma de

verse a sí mismos y a aquellos que los rodean, los condenan a repetir los mismos errores

día tras día con una intensidad cada vez mayor, destruyendo en segundos, milenios de

presunta evolución – y haciendo su acostumbrada pirueta en el aire, se posó erguidamente

de nuevo en mi mano izquierda. –Y ¿qué derecho tienes tú, miserable insecto de venir a

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juzgarnos? – le solté con la soberbia de aquel, que se ha sentido ofendido por una bofetada

de realidad innegable, y que utiliza la altivez como mecanismo de defensa- déjame libre

para que veas que no somos tan irracionales, y así pueda mostrarte la técnica científica

del tin marín, para tomar tu cuerpecito y comenzar a seccionarlo en pedacitos chiquiticos,

dándote así una muerte lenta y dolorosa, insecto del demonio!- esa última expresión

resonó en mis oídos varias veces como un eco selectivo que buscaba ser acallado por la

respuesta de mi secuestrador. No la obtuve. A cambio, sólo silencio…un silencio tan

intenso, tan agudo, que daba la impresión de que, en aquel momento el universo se

hubiese detenido por completo, incluyendo mi propio corazón que presentía el fin de la

paciencia de este ser que decía ser interdimencional – demencial diría yo, porque para mí

mente racional, el que yo estuviese conversando con un insecto y, que de paso éste me

estuviese contestando, era evidencia suficiente para saber que estaba más loco que una

cabra!– El silencio se mantuvo un instante que igual pudieron ser segundos que años; y

en ese lapso ni siquiera el viento se atrevió a soplar. – Pienso que estas tentando tu suerte

– respondió al fin con un susurro áspero, casi ahogado, como reprimiendo las ganas de

darme un pinchazo letal que acabara con mi vida - no creo que a este paso puedas llegar

a ver el amanecer, pero por si aún no entiendes lo que digo, creo que es mejor que te

muestre con un ejemplo mi técnica científica, como la llamarías tú, para tratar con bestias

intransigentes – acto seguido el coquito brincó de mi mano y se posó suavemente sobre

la piedra que le había tirado en nuestro primer encuentro; luego se estiró de un lado al

otro y con la velocidad de un rayo, dio una voltereta en el aire dejando caer sus pequeñas

patas con tal fuerza, que la piedra se partió por la mitad con un sonido seco, en un corte

perfecto, como si la piedra hubiese estado pegada por estas mitades desde siempre. Aún

no salía de mi asombro cuando sentí que el insecto aterrizaba en mi mano; lo miré con

perplejidad mientras él arqueaba una de sus tenazas maxilares, en una especie de mueca

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triunfante y maliciosa – Ahora ya puedes imaginarte que sé infringir mucho más dolor

del que produce una simple picada ponzoñosa, verdad? – y antes de que pudiera articular

palabra, continuó con su voz de motor en aceleración – pero basta ya de perder minutos

en estas tonterías; el tiempo se hace corto y he de volver pronto a mi dimensión antes de

que me quede varado en este mundo absurdo – continuó – tu segunda pregunta

humano...¿darías tu vida, tal cual la concibes, a cambio de salvar a otro ser? – Al escuchar

su pregunta, repasé imágenes de la vida que había dejado atrás para escaparme al monte,

de mi antiguo trabajo, del amor fugaz, de mis amigos; y mientras más escudriñaba en la

memoria, más ajeno me sentía a todo aquel pasado reciente que, de repente había

adquirido tonos de una vetusta remembranza, como si fueran desvaríos de un viejo

atrapado en el laberinto del alzhéimer. Buscaba en esos recuerdos alguna persona por la

cual haría el trueque. Pensé en algunas. Pero no creía que ninguna superara el test

formidable de preguntas esenciales que había organizado mi cerebro como mecanismo de

eliminación de candidatos. Al final sólo pensé que el coquito quería una respuesta, así

que me escudé en la ambigüedad al responderle – depende de la situación podría o no

hacerlo – El pequeño insecto notó que estaba evadiendo su pregunta pero no se inmutó,

por el contrario quería seguir indagando para ver cómo podía librarme de ésta. – Está

bien, supongamos que de ti dependiera la supervivencia de toda tu raza, que serías

responsable de la continuación de tu especie inferior y de toda la vida que encierra este

planeta insignificante, entonces que decidirías? – preguntó e inmediatamente después

brincó fuera de mi campo visual. Escuché atentamente para tratar de identificar su

paradero, pero no fue sino hasta que noté un tenue aleteo cerca de mi oreja, que entendí

lo que estaba a punto de ocurrir; cerré mis ojos con fuerza y apreté los dientes para

aguantar el mordisco, y casi simultáneamente después sentí de nuevo la ponzoña del

repugnante insecto clavarse en mi cuello, aún con más intensidad que el piquete anterior.

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– Hijo de tu inmunda madre! – grité, a la par que sentía un escozor intenso que recorría

mi epidermis. Mi cuerpo de la cintura para arriba comenzó a contorsionarse, sentía un

hormigueo progresivo en los brazos producto del tiempo de inamovilidad y de la posición

forzada a la cual estuvieron sometidos. Por instinto, apoyé mis manos en el yermo suelo

de la sabana tratando de levantarme. No lo logré, apenas mis brazos temblorosos eran

capaces de sostener mi torso. Me sentía narcotizado, todo me daba vueltas como en un

carrusel delirante, en cuyo centro, sobre una de las dos mitades de la piedra cortada, se

encontrara erguido como la estatua de un prócer, como el anfitrión de un espectáculo de

circo, el coquito con sus ojos incandescentes que iluminaban la noche profunda. Al final,

mi mundo centrífugo poco a poco se fue deteniendo, como lo haría una ruleta, sólo que

en éste juego, perdía con cualquier número en el que se posara la pelotica blanca. Logré

sentarme, aunque no podía aún mover mis piernas. Como pude me las arreglé para quedar

en frente del insecto que seguía erguido en la piedra partida, observándome, como

queriendo saber si estaba en condiciones de retomar el hilo de nuestra retórica existencial.

– Está bien bicho desgraciado – mascullé mientras me sobaba la nuca con una mano -

vamos a poner unas cosas en claro, ya me harté de que me estés picando cada vez que te

venga en gana; si quieres que te responda a tus preguntas estúpidas, mejor es que dejes

de tratarme como a un animal y hagas que vuelva a mover mis piernas!. La sabandija

siempre en posición altiva se limitó a gruñirme – y bien, cuál es tu respuesta humano? –

Lo miré entornando mis ojos y con una media sonrisa en mis labios le conteste – ven,

acércate que te la digo al oído – El coquito confiado se posó en mi mano que estaba

dispuesta como una trampa para osos y como si pudiese leer mis pensamientos me dijo

en un tono infantil –verdad que no vamos a intentar nada que haga que nos lastimemos?

verdad que no queremos que nuestra cabeza corra la misma suerte que la piedrita que nos

tiramos cuando nos conocimos? – y abrió su mandíbula un tanto para reír como para

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prepararse contra un ataque. – Este…no!, para nada...cómo crees? – le contesté con una

risita nerviosa, al recordar de lo que sería capaz si trataba de aplastarlo entre mis dedos

crispados. Suspiré. – Que quieres que te responda?, me imagino que si todo el planeta

estuviese en juego y, que bastaría que yo muriera para salvarlo; seguramente una turba

enorme, me buscaría para sacrificarme al Dios de los insectos, el escarabajo rey o como

quiera que se llame tu deidad, no crees? – contesté con voz cansina, harto como estaba de

tener que lidiar con este ser sacado de alguno de los nueve infiernos de Dante. Luego de

la respuesta, el bichito se quedó meditabundo por un instante. Yo tiritando, en el frío de

la madrugada llanera, busqué a tientas mi morral para sacar algo con que arroparme. El

insecto no se movió, aunque podía ver como los reflectores fosforescentes de sus ojos,

seguían cada uno de mis movimientos. Más cerca de lo que me habría gustado, escuché

el rugir de un cunaguaro que, por la magnitud de su gruñido, parecía ser bastante grande.

Me inquieté un poco y busqué la manera de incorporarme. No sentía mis piernas. – Porque

no me ayudas a encender fuego? pienso que así estaremos más abrigados y probablemente

más seguros de los animales del monte – le dije en un tono casi de súplica. – Para qué

quieres luz? – se limitó a preguntar. – No lo tomes a mal, pero ya estoy lo suficientemente

chiflado al estar hablando contigo, como para sólo poder ver el resplandor de tus ojos

macabros contra la oscuridad; nada personal, solo que me asustan un poco los seres

extraños de otra dimensión que vienen a fastidiarme la vida, es todo – En respuesta el

insecto realizó una serie de chasquidos, zumbidos mezclados con lo que sería el sonido

de una licuadora moliendo tuercas; una cacofonía espantosa, aguda, muy irritante; al

punto que me llevé las manos a los oídos para proteger mis tímpanos. En un instante un

enjambre de cocuyos comenzó a rodearnos, cortando el aire con la delicadeza propia de

un pétalo de rosa; danzaban al unísono sobre nuestras cabezas, cual coreografía de ballet,

y al estar todos en posición circundante, fueron derramando sobre nosotros una luz

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verdosa muy intensa, que manaba de millones de chiquitísimos bombillos suspendidos en

el aire por estos formidables pilotos en miniatura. Empecé a pellizcarme la cara para

cerciorarme de que no estaba teniendo un mal sueño; pero sólo conseguí confirmar que

estaba viviendo una experiencia cercana de no sé qué tipo, o estaba sufriendo

alucinaciones producidas tal vez, por tomar tanto sol a lo largo del viaje o por fumarme

aquel cigarro al que le había caído un poco de alcohol mientras me curaba una ampolla o

qué se yo!. –Caminemos – me ordenó el insecto de pronto. Lo mire con cierta indignación

mientras le señalaba mis piernas. – Ah cierto, cierto – contestó con un ademán compasivo

– esto no te va a gustar, pero si quieres volver a caminar…- y mostro sus tenazas afiladas.

– Ya lo sé carajo! ya entendí! termina de una vez y por todas con eso, para poder

marcharnos lo más lejos posible de ese rugido hambriento – exclamé. El coquito, esta vez

con la paciencia de un cirujano que debe hacer el corte preciso en el momento exacto;

caminó con sus asquerosas patas en la base de mi cabeza, y sin mediar palabra

alguna…zas! me volvió a picar el muy miserable. Esta vez sentí que hasta mis huesos se

estaban haciendo cenizas en un horno crematorio; por instinto llevé mi mano para aplastar

al pequeño bastardo, pero mi mano nunca llegó siquiera a la mitad de su recorrido, pues

una fuerte convulsión se apoderó de mi cuerpo, como un terremoto interno, un río de

lágrimas brotaron de mis ojos enrojecidos. Al final, cuando los espasmos iban mermando,

comencé la ardua tarea de ponerme en pié; me caí al menos trece veces antes de poder

estabilizarme por completo en posición vertical. El insecto revoloteaba a mi alrededor –

ya casi amanece; es hora de que vayamos a encontrarnos con nuestro destino – dijo

pausadamente, quitándole la velocidad a las zetas pronunciadas – es hora de tu última

pregunta, ésa que podría hacerte libre – Aún no me recuperaba del todo, caminaba

tambaleándome un poco, como en zigzag pero sin coherencia. –Adonde vamos? –

murmuré – que no puedes hacerme la pregunta y ya dejarme en paz?. Él se limitó a volar

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enfrente de mí y yo cual perro faldero, iba siguiéndolo como en el cuento de las ratas y el

flautista, pero sin música y por lo que veía, tampoco con final feliz. El mar de cocuyos

que nos iluminaba hasta hacía poco, se había disgregado; digo yo para cambiar las pilas.

La luna parecía reírse de mí en una mueca satírica, como diciéndome que me había

llegado la hora, que así era que se reía la muerte cuando estaba a punto de tomar tu último

aliento. Me estremecí por momentos al pensar en ello, comenzando un proceso de

reflexión, donde empezaron a aparecer retazos de mi vida ante mis ojos. No salí de mis

aciagos pensamientos hasta que escuché la voz de mi guía alado. –Tú última pregunta

humano…¿si tu peor enemigo estuviese prisionero en la más infame de las cárceles, y te

pidiera que lo ayudaras, al punto de arriesgar seriamente tu propia vida, para que él

pudiera ser finalmente libre y feliz, lo harías?. Por primera vez desde que empezara esta

suerte de aventura excéntrica, sentía real curiosidad, no tanto por la pregunta en sí, sino

porque a mi mente, en ese justo instante, en esa hora de la madrugada cuando sabes que

ya va a amanecer para salvarte, pero que aún el mal que acecha en las tinieblas puede

alcanzarte con un último zarpazo; la imagen que se proyectaba en mi cerebro, la imagen

del ser más repugnante, más mezquino, mi peor enemigo en ese momento era el

justamente, el perverso insecto que marcaba el rumbo de mi destino. Entonces sentí un

odio terrible, un odio que encendía mis más oscuros deseos de venganza hacia esa

criatura, que me había sometido a vejaciones durante estas largas horas, sin que hasta el

momento me pareciera lógico el porqué lo había hecho. Al caminar, ya con el cielo

violáceo que anunciaba la inminente irrupción del alba; vi en el suelo lo que parecía una

rama de guayabita, lo suficientemente pesada como para que me sirviera de arma

redentora contra la alimaña que volaba frente a mí. La tomé lo más rápido posible. El

insecto no se percató o al menos no dio muestras de hacerlo pues su vuelo continuaba

sereno. Me fui acercando un poco, acechándolo, buscando mi oportunidad para asestarle

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el golpe que me permitiría retomar mi libertad. Un poco más…ya casi…no falles…y justo

cuando estaba en posición de darle el trancazo; mis brazos se paralizaron

instantáneamente al ver, en un claro del camino el espectáculo más grandioso que habían

visto mis ojos en su vida. Allí en el medio de la sabana, el enjambre de cocuyos eléctricos,

estaba iluminando a un lirio blanco, con tonos muy tenues, casi imperceptibles de color

menta, su tallo verde oscuro, muy alto, como para llegar a mis hombros, su aroma era

dulcísimo, y el baile aéreo de los cocuyos junto con el viento que pasaba entre sus hojas;

como si de acariciar el cabello de una mujer hermosa se tratase; hacían que surgiera

música entre sus pétalos. La rama de guayabita cayó al suelo. El coquito se me acercó y

me pidió por favor que lo acompañara a visitar a su amado lirio. Al llegar a un medio

metro de distancia se detuvo en mi hombro y ambos la contemplamos maravillados. Su

canto era celestial, me recordaba la risa de la mujer que amo, traté de acercarme un poco

más, pero el coquito me detuvo en seco – No has contestado mi pregunta humano – Lo

miré extrañado y noté que sus ojos se veían opacos y melancólicos. – Que quieres que te

responda? que a pesar de que te odio con toda mi alma sería capaz de arriesgar mi vida

por ti? – le dije con resentimiento – que después de hacerme pasar por todo esto tu quieres

que yo te ayude? te ayude a hacer qué?. El insecto se limitó a contestarme – libérame de

mi prisión, la más horrible de todas – y se cubrió su pequeño rostro – Yo la amo pero no

puedo acercarme a ella sin perder mi vida, porque en su tallo hay una toxina letal para mi,

esa fue la condena que me dieron en mi mundo por mi arrogancia, al no valorar las cosas

que me habían sido dadas. Tomaron lo que más valor tenía para mí, la mujer de mi vida,

y la convirtieron en esta flor bellísima. A mí me encerraron en este cuerpo inmortal,

condenado a vagar de un lugar a otro hasta que mi enemigo más acérrimo se apiadara de

mí y me liberara, cortando el tallo y dejándome caer en los pistilos de mi flor – concluyó

esta frase con una amarga mueca y prosiguió – es por eso que debía lograr por todos los

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medios que me odiaras, porque es la única forma de que puedes acercarte al lirio sin que

éste pueda ser mortal para ti humano. Por instantes me quedé pensando en la historia que

me había contado el insecto y luego le pregunté – porque es tan importante que se haga

ahora antes del amanecer? que pasa si decido no ayudarlos?. El coquito me miró fríamente

con sus ojos de nuevo encendidos por la ira – Debe ser antes del amanecer porque la flor

y yo sólo podemos coincidir una única noche cada milenio en cada dimensión, y sólo

tenemos ese día para lograr hacerme de un enemigo a muerte, lograr que me odie y

convencerlo de que me ayude – hizo una pausa como para escoger su siguiente respuesta

– si no decides ayudarme no puedo hacer nada, debe ser una decisión personal, y tú no

recibirías daño alguno de mi parte…sin embargo tus seres queridos más cercanos no

serían tan afortunados…correrían una condena similar a la mía y todo lo que ames se

destruirá- dicho esto volvió a volar para ponerse frente a mi – que decides animal

humano? me odias lo suficiente como para ayudarnos?. Medité un instante, luego le

pregunté que debía hacer, por donde debía cortar la flor para que no liberara su veneno.

Me indicó que debería ser exactamente en el nudo nueve que quedaba debajo de mi

cintura, mi navaja se había quedado en el morral en el descampado, por lo que me

arriesgué a tomarla con la punta de mis dedos mientras el coquito gritaba instrucciones

para minimizar el riesgo de un paso fatal. El alba comenzó a despuntar. El aroma del lirio

era cada vez más dulce, su canto era cada vez más melodioso como una canción de cuna

que me invitaba a dormir eternamente. El coquito aleteaba gritando, pero no le entendía,

aunque por los gestos sentía que quería que me diese prisa. Los primeros rayos de sol

comenzaron a caer perpendicularmente sobre la sabana y justo un instante antes de que la

flor comenzara a desmaterializarse, la arranque tal cual como lo había indicado el insecto,

pero al tomarla, una de mis manos buscó apoyo para no caer por la fatiga, rozando sin

querer las hojas del arbusto. Me incorporé como pude con el lirio translucido en la mano

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y en un instante estaba colocando al coquito en los pistilos de su amada flor. Apenas sus

patas tocaron el lirio, éste se encendió en una gama de colores impresionantes y cual se

tratara de la implosión de una supernova, desaparecieron para siempre en un beso eterno

y apasionado de luz. Luego sentí un dolor penetrante en la mano que había tocado la

planta, camine un trecho buscando ayuda. En el camino mi visión se nubló. Luego no

supe más de mí hasta que desperté en un dispensario en San Fernando. Aún mareado pude

escuchar la voz de la enfermera que me atendía, traté de hablarle y me dijo que ya lo peor

había pasado, luego sentí un aroma familiar; al voltear vi su rostro angelical iluminado

por el sol, y sostenía frente a mí un florero con unos lirios blancos deslumbrantes – para

que se mejore pronto – me dijo…en la noche esa hermosa mujer me despertó a las tres de

la mañana para darme el tratamiento y mientras me ponía compresas frías para aliviar la

fiebre; juraría que la escuché cantándome la misma canción de cuna que me cantó el lirio

entre sus pétalos mientras trataba de matarme…

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La Capilla del Cielo

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Las montañas silentes del páramo apenas brindaban un poco de cobijo, del sol crudo que

se colaba por todos los rincones del valle, la brisa fría de la mañana había pasado tan

fugaz, que ni siquiera pudo hacer que el rocío cuajara en las matas del monte; a pesar de

ello la humedad, siempre presente, reinaba en los aleros, en los escondrijos, en los

cimientos de la vieja casa y ahora sí, también en el alma del Abuelo, que aun cuando

sentía que el sol quemaba su piel, sus ojos fríos sólo se fijaban en el límite del huerto que

le faltaba por arar. Se mecía muy suavemente en una enclenque mecedora que debía tener

más años que su propio dueño, mientras tomaba pequeños sorbos de un café tan áspero

como sus propias manos. Miraba sin ver el horizonte, sus pensamientos estaban en otro

lado, en otros tiempos olvidados. Su amor se había vuelto tan rancio como su gusto por

la vida. Desde que quedó viudo hace una eternidad, los últimos estertores del cariño que

le quedaba para dar, desde el fondo de su corazón frívolo, lo recibía incondicionalmente,

su nieto que sólo lo visitaba en vacaciones – lo único bueno que me dio mi hijo – solía

decir a los pocos amigos, tan viejos o más que él, que aún le quedaban en aquel pueblo

andino atascado en el tiempo y suspendido en los nubarrones de aquel agosto eterno. De

sus pensamientos etéreos sólo pudieron sacarlo, las campanadas de la capilla del pueblo,

cuyo sonido fue en aumento a medida que su mente senil recogía los recuerdos rotos de

su memoria. - Ya es domingo? – se preguntó mientras se agarraba uno de los mechones

de su barba montaraz tratando de hacer cuentas de la última vez que había ido a misa. No

recordó el día, pero sí que los últimos tres párrocos se habían acercado hasta su casa en

los confines de las nubes para convencerlo de salvar su alma. Al último de ellos, un

mozuelo recién traído del seminario, que subió el páramo para visitarlo, le había ofrecido

un poco de miche carachero para que calentara sus huesos y su alma, en esa tarde de lluvia

impía, en la que el mismísimo San Isidro habría buscado refugio en cualquier otro lado

de este mundo. De tan buen agrado tomo el gesto del anciano, que terminaron en una

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disertación etílica sobre la creación del universo y de cómo era posible que la luz de las

estrellas no fuera producida por las luciérnagas que volaban altísimo en el cielo y de cómo

era que el murmullo del río en el fondo del valle, no fuese producido por el roncar del las

piedras que eran arrulladas por la fría agua que corría entre ellas desde hacía eones. Y así,

al rayar el alba, el joven cura bajó tambaleándose feliz hacia su sacristía, sintiendo como

la tierra se movía esquiva a cada uno de sus pasos, reteniendo en su memoria la promesa

del viejo de visitar la capilla el domingo próximo. Mientras, el Abuelo volvió al fogón

donde la leña chisporroteaba, atisbando silenciosamente sus brasas y echando al fuego la

promesa dada al cura, al tiempo que se terminaba las últimas gotas del aguardiente

mezclándolas con el sabor agridulce de la lluvia que caía en la estepa oscura y, también

ahora, en su alma inundada de amargura. Recordó que a la mañana siguiente a la visita

del párroco, las gotas de lluvia de la noche anterior, resbalaban en los aleros de la casa y

entre las nubes cetrinas de aquel día gris, apenas un rayo de sol se asomaba timorato,

llenando la temporalidad de las gotas que caían, de una luz brillante que contrastaba con

el paisaje – así deben llorar los ángeles cuando las estrellas se apagan – pensó mientras

sentía como el viento del norte empezaba a soplar sobre su vida. Ese día también fue

domingo y tampoco fue a la capilla, y así continuó su divorcio con la salvación a la que

se tantas veces habían querido someterlo aquellos, cuyas sotanas bailaban al compás de

las campanas. Hoy no sería la excepción, más aún cuando tenía semanas esperando que

su nieto llegara de la capital ajetreada –ese no es un lugar para criar un niño – mascullaba

mientras iba poniéndose en pié – un niño debe correr, ser libre…aquí crecería sano y feliz

– y rezongando, se metió en la casa para cambiarse de mala gana la ropa que usaba para

la faena. Su andar cansino, casi que impulsado por el viento, hacia que de vez en cuando

se ladeara sin quererlo, como siguiendo las inclinaciones de las heladas montañas que se

veían a lo lejos, forzándolo a que se apoyara en el quicio de la puerta para enderezar el

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rumbo hacia la modesta cocina. Verificó que todo estuviera en orden para la llegada de

su nieto. Todo estaba a punto, incluso el queso ahumado que tanto le gustaba para

acompañar las arepas de trigo que mandaba a preparar a Lucía, la hija del sepulturero del

pueblo, que le cocinaba y limpiaba desde que él quedara viudo hace centurias. Era la

única persona que lo visitaba, y a él le agradaba porque no hablaba, no era que fuese

muda, sino que se negaba a hablar, porque según el sepulturero, siendo niña iba cantando

una tarde por el cementerio y escucho la voz de una chiquilla que le pedía que la ayudara

a encontrar el camino de regreso a su casa, preguntó dónde estaba porque no podía verla,

y la voz infantil la guió hasta una fuente que quedaba en la entrada del camposanto. Allí

se asomó y vio Lucía su propio reflejo, pidiéndole estridentemente y con una sonrisa

macabra, que la llevara de vuelta a su casa. Desde ese día, la Lucía malévola, la que

hablaba y que ella, y sólo ella podía escuchar, la encontraba únicamente cuando veía

reflejado su rostro en el agua. El viejo suponía que era por esa razón, que Lucía no miraba

nunca las ollas donde colocaba el agua para colar el café en las tardes. Aún así, al Abuelo

le gustaba que no pronunciara palabra porque con el pasar del tiempo, se había vuelto un

viejo huraño que rehuía de estar con sus congéneres y prefería agotar sus días trabajando

ese pedazo de tierra enclavado en las nubes. Al pueblito sólo bajaba a vender lo que la

tierra alta le producía y uno que otro animal de corral que criaba, y casi siempre que lo

hacía, aprovechaba para socializar medianamente con sus conocidos o con aquellos que

solían recordarlo, porque la verdad era, que ya pocas eran las personas que reconocía su

memoria senil. Se iba a la plaza mayor, donde en el local de la esquina aún vendían

aguardiente hecho en casa, se tomaba dos o tres tragos y enfilaba con su mula hacia el

conuco del cielo, como le decían los paisanos a las altas tierras donde él vivía. El Abuelo

era viejo y lo sabía. Los años, el chimó y el miche ya le estaban pasando factura. Las

cosas se le olvidaban, tenia visiones de gente que había vivido en el pueblo cuando era

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niño; unos meses atrás se había sorprendido de encontrarse hablando solo en medio del

campo, y luego se sorprendió aún más al creer haber visto, en los límites de piedra de río

que demarcaba el huerto, la silueta de su vecino Jacinto fumando su pipa. El mismo

Jacinto que hace años se había muerto de neumonía en su casa de bahareque sin pedirle

ayuda a nadie y sin tener a ningún otro amigo en este mundo más que a él. Recordaría

después de ese episodio, que buscó al cura del pueblo, que ya no era joven, ni alegre, y

que tampoco le aceptaría aquella vez un traguito para calentar sus huesos; para que

pudiera darle cristiana sepultura. El clérigo fue junto con otros más para ayudarlo y al

marcharse, no dijo más que tenía pendiente la promesa de visitarlo a la capilla alguno de

estos domingos de Dios, a lo que el Abuelo le contestó con picardía, que iría apenas las

piedras que roncaban en el río despertasen. Era por estos desbarajustes mentales propios

de su edad que, en su última visita al pueblo, quiso poner sus cosas en orden mientras aún

le quedaba claridad en su mente. Fue al registro a colocar todos sus haberes a nombre de

su nieto, salvo un pedazo de tierra y algunos animales para Lucía, que bien se lo había

ganado al tener que soportarlo todos estos años. Se divirtió al recordar que en la tierra que

le dejaba, había una pequeña laguna y se imaginaba a la muda secándola con miles de

tinajas de barro, para no tener que encontrarse con su reflejo. La última campanada de la

capilla hizo que volviera a recoger el papagayo de sus recuerdos y lo trajera al presente

inhóspito y lleno de achaques que lo acechaba cada nueva aurora. El sol ya estaba

empezando su descenso cuando el Abuelo, impecablemente vestido con unos pantalones

de lino azul marino, una camisa blanca inmaculada y un corbatín verde pálido, se sentó

en el porche a esperar a que llegaran. Lucía sabía lo importante que era para él que su

nieto llegara de vacaciones; era como ver a un bucare antiquísimo echar sus flores de

fuego al viento desnudo cuando se acordaba que había llegado diciembre, encendiendo a

lo lejos el cielo repleto de nubes, cual ánimas escapadas del purgatorio, que buscan

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ascender a los cielos con la esperanza de obtener su redención. Fue ella quien le había

escogido y planchado su ropa, quien le había hecho el moño al corbatín mientras él

rezongaba entre dientes, ella, que se maravillaba año tras año de ver como el viejo se

impacientaba con la llegada de su amado pequeño, que ya debería tener sus diez u once

años cumplidos; era ella quien al final se daría cuenta de que ese año sería la última vez

que pasarían juntos las vacaciones. El anciano miraba impaciente su reloj de plata labrada

que heredara de su padre, y que su propio hijo le habría devuelto antes de marchar a la

capital por considerarlo anticuado, – pendejo – alcanzó a pensar en voz alta. Caminó hacia

los peldaños de la entrada de la casa, a medida que escudriñaba la soledad del páramo

entrecerrando sus ojos acuosos, buscando con ansias el movimiento sinuoso del carro de

su hijo en la trocha que conducía a las tierras altas, a las tierras embebidas por la bruma

eterna. Ya el sol iba siendo tragado por las montañas azules; el frío comenzaba a hacer

estragos en los huesos del Abuelo, quien se había empeñado en permanecer de pié en el

atrio, apoyando sólo sus manos del barandal de la escalera. Lucía le habría llevado tres

veces, un calentadito andino para ayudarlo en su vigilia, pero el anciano lo había

rechazado de plano; la última vez de muy mala gana. Ella se fue al fogón para guarecerse

del frío que ahora sí, apuñalaba en ráfagas aullantes el techo de la casa, haciendo que todo

dentro de ella crujiera. Y aunque ya las sombras de la noche iban descendiendo hacia el

valle, el viejo permanecía inmóvil, combatiendo al viento con estoica paciencia,

procurando ver algún destello a lo lejos, algún indicio de la llegada de su amado nieto.

Nada. Sólo se escuchaba el silbido incesante del viento que remontaba las laderas a una

velocidad demencial, haciendo temblar a los frailejones. Lucía se asomó a la entrada de

la casa y vio al anciano apretando con sus manos callosas el barandal, sus ojos muy

abiertos estaban fijos en el sendero. Por un momento pensó que estaba muerto y que se

había quedado petrificado en esa posición gracias al frío implacable; pero al acercarse

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para tocarlo, él volvió su mirada hacia ella y separando su mano derecha del madero,

apuntó hacia el camino – ahí viene, ahí viene – gritaba en un ataque de euforia propia de

un chiquillo – y tú que creías que ya no vendría! – reía - allí están las luces del carro,

mira! – Lucía miró hacia donde el viejo le señalaba y a lo lejos se veían dos luces mínimas,

que podían ser cualquier cosa. Aún así se apresuró a poner la mesa y a calentar un poco

de chocolate para el pequeño. Le llevó al viejo una frisa raída y se la puso sobre los

hombros, mientras que él, ésta vez sí, le aceptaba el calentadito para aquietar la

tembladera de su cuerpo. El Abuelo estaba feliz y se paseaba anhelante en el zaguán

mientras veía cómo las luces iban en aumento a medida que se acercaban. Finalmente,

luego de lo que pareció una eternidad, un carro blanco se detuvo frente a la casa que

parecía contraída por el frío. El anciano bajo los peldaños con la rapidez de un adolecente.

Sólo una mirada de soslayo y cargada de reproche, le dirigió a su hijo que se bajaba a

saludarlo, mientras abría la puerta trasera donde estaba sonriente su nieto amado que

había venido a pasar su mes de vacaciones con él. El chiquillo salió como una exhalación

y rodeó con sus pequeños brazos el cuello del Abuelo, desanudándole el corbatín verde

hasta hacerlo ver como un trapo. No paraban de reír, sus palabras se confundían en una

conversación cruzada de miles de temas a la vez: - vamos a ensillarte a la mula para irnos

a la laguna a pescar – o – cuéntame Abuelo como es que los frailejones tienen pijamas?

– o – es verdad que cuando hay tantas, tantísimas nubes es que los gigantes están

preparando sus camas para dormir?. Y en esa tertulia de cuentos y fábulas estuvieron

durante toda la cena y mucho después del primer canto de gallos. Luego que el pequeño

se durmiese, el viejo le pidió a Lucía que se quedara en casa porque ya era tarde para

bajarla al pueblo; ella se limitó a recoger los restos de la cena, a ordenar la cocina y buscó

una ruana mientras medio arreglaba el cuartico que quedaba junto al fogón, donde se

guardaba la leña, para poder extender un catre. Antes de acostarse había dejado la botella

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de miche en la mesa con dos vasos, aunque sabía, como cada año, que esa noche tampoco

Juan, el hijo del Abuelo, probaría el aguardiente y que al final sería ella quien en la

mañana tomaría un poquito de la botella para prepararse un café que la calentara. A la luz

de una lámpara de kerosene que despedía una humareda amarga, el viejo invitó a su hijo

a que se sentara junto a él para que conversaran un rato antes de dormir. Juan era un

hombre más bien cenceño, parecía más viejo de lo que en realidad era, tal vez porque

siempre fue un niño enfermizo; su padre lo escudriñaba con cuidado y cierto celo, parecía

un tanto nervioso o tal vez cansado por el viaje. En todo caso el viejo notaba algo raro en

su mirada esquiva; al final Juan se sentó con su padre, le llenó su vaso de aguardiente y

luego, para sorpresa del anciano, llenó el suyo también. Juan alzó su vaso y sin mediar

palabra con el taita, se empinó el trago de un golpe, sintiendo como el fortísimo menjunje

de caña y hierbas, le desintegraba las papilas gustativas y le encendía el gaznate. Luego

la tos, el rubor en las mejillas, y la casi inminente caída del taburete enclenque donde

estaba. Quiso tomar de nuevo la botella donde lo aguardaba el delirio y la fuerza que

siempre le huían al estar en presencia de su viejo, pero la mano rugosa del anciano lo

detuvo en seco – que te preocupa? – preguntó el Abuelo aun sosteniendo el menudo brazo

de Juan – éste tuvo la valentía de mirarlo a los ojos por un instante fugaz y el viejo pudo

ver un dejo de melancolía en sus ojos oscuros, y casi de inmediato apartó la vista hacia el

umbral de la casa – debo irme papá – dijo al final Juan con voz serena - sólo quería

cumplir mi promesa de traerte a Enrique para pasar estos días contigo, pero ya debo partir,

me están esperando y se me está haciendo tarde. El viejo se tomó el miche de su vaso de

un sorbo y sirvió de nuevo para ambos – es muy tarde hijo, ya los gallos cantaron por

segunda vez y afuera ya las nubes han cubierto todo; mejor tómate el otro trago, duerme

un poco, mañana temprano desayunamos y coges tu camino – dijo mientras se

incorporaba para asegurar la puerta de la casa. El hijo asintió obediente al taita – pero

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mañana debo irme antes de las primeras luces papá – y se tomó su segundo vaso de

aguardiente sintiendo que toda la casa le daba vueltas, antes de desplomarse en el sillón

que le serviría de camastro esa noche zurcida por las ráfagas invernales. Al clarear, ya

Lucía había buscado los huevos al corral, encendido el fogón, colado el café y montado

las arepas; todo esto después de recoger de la mesa, la botella de miche y lavar el único

vaso usado la noche anterior; mientras se preparaba un calentadito para ella. Poco después

llegaría el Abuelo a despertar a Juan, pero su hijo no estaba en el sillón. Lanzó una mirada

inquisidora a Lucía quien se limitó a encoger los hombros y negar con la cabeza. Miró

hacia la puerta y vio que estaba entreabierta. Salió al pórtico, el viento, ya un poco menos

salvaje, moldeaba el celaje que aún estaba al ras del suelo bruñido por el rocío. Juan se

había ido. El viejo se quedó un instante escrutando el sendero, pero la luz del incipiente

sol rojizo de la aurora, se reflejaba en la niebla haciendo casi imposible ver más allá de

unos cuantos metros. Antes de volver a entrar a la casa, noto extrañado como la humedad

reinante había borrado todo vestigio de las huellas del carro, como si nunca hubiese estado

estacionado frente a la casa, como si se hubiese materializado de la nada. La ventisca

arreció trayendo un poco de garúa consigo, obligándolo a entrar a la casa. Fue entonces

cuando por primera vez sintió una tos seca que le hizo retumbar el esternón. Aunque

sorprendido, el anciano no se inmutó, y fue a la cocina donde Lucía ya le había preparado

el café cerrero como a él le gustaba. Se sentó en silencio saboreando la esencia de los

granos que él mismo cosechaba sin percatarse que ya los primeros rayos de un sol cubierto

por un tul de nubes, caían perpendiculares, casi con pereza, sobre el cobertizo de la cocina.

El pequeño Enrique llegó a la mesa estrujándose los ojos para despegarse el sueño; el

Abuelo sonrió al verlo y abrió sus brazos para recibirlo. El pequeño había crecido desde

la última vez que lo visitó; el pijama que había dejado hace un año, le quedaba ya muy

corta. A pesar de ello él lo notaba muy pálido y flaco – déjenmelo dos semanas y lo

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repondré – pensó. Aún desaliñado y somnoliento, el niño tenía un rostro muy hermoso,

que le hacía honor a los genes de su difunta abuela. Abrazo a su abuelo con cariño y le

preguntó si su papá se había ido ya. El viejo asintió y lo convidó a sentarse para desayunar.

Lucía le había preparado su desayuno favorito incluyendo el queso ahumado y las arepas

de trigo; y viéndolo comer desde un rincón de la cocina, su corazón afligido sintió una

profunda ternura al verlos reír y conversar, al punto que por momentos creyó haber

escuchado una levísima melodía que se filtraba por la ventanilla de la cocina, a la par que

los rayos del astro rey, se abrían paso por entre los cúmulos eternos, cobrando color e

intensidad, bañando por completo la casa, que parecía distenderse a medida que el calor

calaba en sus cimientos. Lucía vio maravillada como uno de esos haces de luz, tocaba las

cabezas del niño y su Abuelo, mientras que las partículas de polvo flotaban a su alrededor,

como si de un universo en miniatura se tratara. La imagen, que rayaba en lo celestial, la

conmovió tanto, que la atesoraría por siempre en su memoria; recordándola incluso, el

día de exhalar su último suspiro. El tañido de las campanas de la capilla se alzó con el

viento, acallando las risas y haciendo que las miradas se entrelazaran buscando respuestas

en sus rostros. – Si no es domingo, entonces ese sonido sólo puede significar una cosa –

dijo el anciano casi en un susurro, buscando con la mirada a Lucía quien asintió con la

cabeza. Las campanas de la capilla sólo suenan para llamar a misa y para anunciar que

alguno de los lugareños había pasado a mejor vida – Lucía, hágame el favor de vestir al

chino mientras yo ensillo a las mulas – masculló al tiempo que tomaba su chaqueta aún

con la mirada colgada en el techo, tratando de adivinar por quién estarían redoblando las

campanas. Al cabo de unos instantes ya las tres mulas estaban listas para emprender el

viaje. Dos de ellas estaban cargadas con los aparejos de pesca y los pertrechos para

acampar; la otra, con una silla ligera y una especie de folgo abierto de piel, para que Lucía

pudiera abrigarse un poco las piernas mientras descendía por el sendero empantanado del

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páramo. El viejo jamás prestaba sus animales a nadie, por ello el especial cuidado y las

recomendaciones que le hacía a la muda, para que el animal pudiera volver sano y salvo

a su corral – déjele correr la cincha, ella conoce el camino mejor que usted – le decía

mirando a la mula como si de una hija se tratara – cuando llegue póngale agua fresca, un

poco de pienso, una zanahoria y un poquito de sal, es así como las mantengo sanas. En

tres o cuatro días, después de volver de la laguna, la pasaré buscando – terminó la frase

tosiendo de nuevo, mientras montaba al pequeño Enrique sobre su acémila para luego

montar él la suya. Se despidieron de Lucía, quien los miraba retozando como si fueran

dos muchachos de la misma edad. Una ligerísima sonrisa, mezcla un tanto de alegría, otro

tanto de tristeza, surcó su rostro a medida que sus ojos ávidos los perdían de vista. Con

un ligero espueleo en los ijares de las mulas, se enfilaron hacia la laguna nevada. No era

un trayecto largo pero sí bastante escabroso, era por eso que el viejo siempre prefería a

las mulas que a los caballos para ir hasta allá, pues ellas tenían una pisada mucho más

segura entre los desfiladeros que descendían al estanque enclavado en el corazón de las

añiles montañas. El frío iba en aumento a pesar de que los rayos del sol no habían dejado

de derramar su luz sobre ellos, las nubes eternas cedían a los pasos de los animales,

despegándose del suelo para elevarse sobre las cumbres que los vigilaban impávidas a

medida que iban acercándose. El Abuelo sacó del bolsillo de su chaqueta, la latica de

chimó y, casi a hurtadillas, se puso un poco debajo de la lengua, tal vez temiendo que el

pequeño lo reprochara si llegase a verlo. Finalmente llegaron a la laguna cuando el sol

iba poniéndose sobre las montañas, mezclando su color cobrizo con los violetas de las

nieves eternas, dejando a la vista del par de visitantes, un espectáculo de matices

ancestrales, que sirvieron de telón de fondo, para el primero de los muchos cuentos que

el anciano le contara esa noche a su amado nieto. El pequeño ayudaba a descargar los

pertrechos mientras el Abuelo iba armando el campamento, clavando las estacas en el

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yermo suelo para asegurar las bestias y arrumando unas piedras para hacer una fogata que

los calentara, pues al vislumbrar el cielo, notó que las nubes, como por arte de magia,

habían cedido su espacio a un cielo crepuscular inmaculado, y las primeras estrellas

comenzaban a regalarle al paisaje su centelleo multicolor. Por un instante, el Abuelo

escuchó que las primeras ráfagas de viento que se filtraban por las grietas de las altas

montañas, iban adquiriendo cierta armonía, como si sus superficies irregulares, de repente

se hubiesen alineado con el viento, para que éste tocase una especie de ocarina milenaria,

que sólo se tocaba en comunión con los elementos – música celestial – alcanzó a decir el

pequeño con los ojos muy abiertos y quien sin duda alguna había escuchado también lo

que el Abuelo pensó, no era más que otra de las jugarretas de su mente agobiada por años

de exilio voluntario en el páramo. Ambos dejaron caer las cosas que tenían en las manos,

haciendo que los acordes cesaran de pronto y volviera a escucharse solamente el bramar

del viento – Abuelo, tú que todo lo sabes, quien tocaba esa música y porque dejó de sonar?

– Al anciano, que había visto miles de cosas extrañas a lo largo de su prolongada vida,

pero que no sabía cómo explicar ésta; sólo le quedó decir su verdad – ese es un indio

cuica que le toca a las montañas con su flauta de caña para que no se despierten y así

pudieran irse para siempre de los andes, llevándose con ellas la laguna y los peces. El

niño divertido le preguntó que si era por eso que el río arrullaba a las piedras, para que no

les espantara las truchas; a lo que el Abuelo asintió riéndose, mientras le venía a su

memoria la imagen del cura ya viejo, al que alguna vez le había prometido ira a la capilla

algún domingo de estos. Encendieron la hoguera, cenaron frugalmente y el viejo terminó

de echar sus cuentos fantásticos, por los que su nieto boquiabierto le gustaba tanto venirlo

a visitar. Él acostó al niño y lo abrigó con cuidado para que el frío no pudiese tocar su

piel; luego buscó en la montura de su mula, su machete y se sentó al fuego mascando

chimó mientras velaba el sueño del pequeño. Estaba cansado pero el extraño episodio de

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la melodía, lo había puesto en alerta. Nada se movía en la inmensidad serena, sólo se

escuchaba el crepitar de la leña de la fogata y ahora también, la tos del viejo que subía en

intensidad a medida que las horas pasaban. La alborada irrumpió de golpe con una oleada

de luz que se reflejaba en la apacible superficie del lago. El amanecer detuvo por unos

segundos su avance para ver la cara del Abuelo que continuaba inmutable y aún vigilante,

frente a la carpa del pequeño Enrique; y al seguir le regaló al anciano un golpe de calor

que lo ayudara a sacudirse el frío que, su hermana la noche, le había colgado en las

mejillas hundidas, en la barba antiquísima y hasta en su alma cosida al cuerpo con los

hilos de la soledad. Se incorporó con esfuerzo haciendo que casi todos sus huesos sonaran

a medida que se estiraba. Montó el café, preparó el cebo y dispuso las cañas mientras que

su pequeño nieto se levantaba. Al poco tiempo ya estaban en uno de los márgenes del

helado lago lanzando sus carnadas, combinando cada sorbo del café y el chocolate, con

historias y anécdotas que el viejo en parte inventaba, para que la risa del niño pudiera

darle un poco de sosiego a su alma asceta. Y entre risas y cuentos, las truchas fueron

llegando, y era tal su alegría que el Abuelo no se percató, que arriba en las montañas, su

cuica imaginario, volvía a entonar su melodía onírica, usando el soplido del viento y el

eco de las montañas como un artífice maestro de los instrumentos de viento.

Lucía casi llegaba a su destino, cuando vio una gran multitud de personas asomadas a uno

de los despeñaderos de la sierra que unía al pueblito andino con las tierras altas, con el

conuco del cielo donde vivía el Abuelo. Allí se encontraba también su padre y el cura del

pueblo. Detuvo la mula y se apeó para saber lo que estaba pasando. Se asomó y descubrió

en el fondo del valle, donde el río arrullaba las piedras, los rastros destartalados de un

carro blanco que había caído al vacío la noche anterior, seguramente por la espesa niebla

que reinaba en estos lados del mundo cuando arreciaba el invierno. Ya algunos hombres

estaban bajando al río para verificar si el conductor aún pudiera estar vivo, aunque aún

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asumiendo que la caída no lo hubiese matado, seguramente el frío cortante lo habría

hecho. Lucía sintió una fuerte opresión en el pecho. Un presagio atroz le desdibujaba el

corazón. Aun así, se hizo fuerte y permaneció con el grupo de los paisanos que esperaba

a que los exploradores llegasen al lugar del accidente. Al alcanzar el amasijo retorcido de

herrajes, uno de los campesinos empezó a agitar frenéticamente los brazos mientras se

escuchaba – hay dos, un adulto y un niño, pero parece que sólo uno está vivo! –

rápidamente varios hombres más, buscaron una tabla y varios mecates para rescatar al

infortunado conductor. Llamaron al boticario del pueblo, para que le administrara algún

sedante y evaluara su condición general; mientras el cura corrió a su sacristía a buscar su

hábito para administrar los santos oleos si fuese necesario – parece que uno de ellos es

Juan, el hijo del viejo de la montaña – llegó a gritar uno de los que medianamente lo

recordaba. Lucía se desvaneció, su padre la tomó en sus brazos y la acostó en la calzada

para reanimarla. Al volver en sí, le dijo en señas a su padre, que el Abuelo y el pequeño,

se habían ido en la mañana a la laguna a pernoctar allí por varios días de pesca. El

sepulturero confundido, no entendía lo que su hija le decía, un tanto por el desenfreno en

sus gestos, otro tanto por la información que lograba traducir; aún así, se aprestó para ir

a buscar al Abuelo y Lucía se incorporó de golpe para acompañar a su taita quien no pudo

persuadirla de quedarse.

La pesca de truchas resultó abundante y extrañamente el cielo no se había cubierto de

nubes, por lo que el sol empezaba a hacer sentir sus lenguaradas de fuego sobre la piel

curtida del viejo. El pequeño emocionado no paraba de hablarle, de preguntar, de querer

saber tantas y tantas cosas, que sólo su Abuelo era capaz de saberlas, porque a sus ojos,

era el hombre más sabio del mundo. El viejo dejó su caña para buscarle una gorra y así

protegerlo un poco del sol. Pero antes de dar siquiera tres pasos, un verdadero ataque de

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tos lo invadió, sintiendo como si sus pulmones se les fueran a salir por la boca. Tuvo que

sostenerse de una piedra grande para evitar caerse de bruces; en uno de esos episodios de

tos frenética noto que estaba escupiendo sangre cada vez más profusamente y cada vez

de color más oscuro. Tan oscura era, que el pequeño al acercarse para ver cómo estaba su

Abuelo, lo reprendió al ver la mancha en el suelo, pensando que estaba mascando chimó.

El anciano se sentó en la piedra y le pidió al pequeño que le alcanzara la botella con

aguardiente que tenía en su mochila. El niño lo miró con reproche, a lo que el viejo, con

ojos bondadosos le dijo que era sólo un poquito como medicina, que no se preocupara. El

pequeño accedió a regañadientes y el viejo sólo pudo beber un sorbo con dificultad, antes

de que otro espasmo bronquial se apoderara de su ser, hasta casi hacerlo perder el

conocimiento. Enrique no parecía asustado y eso era bueno para el Abuelo, porque de esa

manera él podría transmitirle tranquilidad, aunque en el fondo sabía que no estaba para

nada bien y le asustaba la idea de que le pasara algo, no por él, sino por el pequeño que

estaría sólo y perdido en el páramo – quédate acostado un ratico Abuelo, no te preocupes

yo levanto el campamento y te despierto para ayudarte a subir a la mula si? – él asintió

complacido al ver a su nieto como todo un hombrecito. Fue luego de ese pensamiento,

que volvió a escuchar la armonía de la noche anterior, sólo que esta vez era acompañada

por una especie de cánticos que se elevaban desde el mismo edén. Sus ojos se

entrecerraban y apenas podían seguir los movimientos de su nieto, quien parecía no

escuchar la música. Trató en vano de hacerle señas para que agudizara el oído, pero sus

brazos parecían pesarle una tonelada. Ya sólo podía ver la sombra borrosa de su nieto que

le levantaba su cabeza para ponerle una manta enrollada debajo, para que descansara

mejor; y podría jurar que también había visto a Jacinto, su vecino y amigo de la infancia,

ayudando a su nieto a recoger todo y asegurar la carga sobre las mulas. Pasado unos

instantes, el Abuelo finalmente se durmió plácidamente y ya nunca más sentiría dolor.

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Lucía y su padre ya habían pasado la casa de Abuelo hace algunos instantes. Iban lo más

rápido que les permitían los jacos que montaban. Lucía se arrepintió de no haber traído a

la acémila del anciano, pues sus mulas conocían de memoria los atajos que los llevarían

más rápidamente a la laguna nevada. Pasados unos veinte minutos, divisaron a lo lejos

las siluetas de dos mulas sin jinetes, que venían en sentido contrario. Eran las bestias del

Abuelo que venían de regreso a su corral, solas como habían aprendido hace años. Lucía

las detuvo y le explicó al padre en su lenguaje mímico, que cambiaran los caballos por

las mulas. El sepulturero accedió y dejaron los jamelgos amarrados a un lado del camino

de recuas. Al irse acercando a la laguna, Lucía sentía la voz esquizofrénica de su imagen

en el agua que la llamaba, que la invitaba a bañarse con ella para enseñarle lo maravilloso

que le resultaría vivir para siempre en el fondo fangoso y frío de la laguna. Una serie de

escalofríos recorrieron a raudales su espina dorsal y busco desesperadamente acallar a su

gemela, sin tener éxito. Pero el amor que sentía por el anciano y su pequeño nieto, la

motivaba a seguir adelante, aún a riesgo de caer en las garras de su mitad maligna. Y

cuando ya el paroxismo de la llamada letal de su reflejo, parecía sellar su destino en una

tumba húmeda; de pronto y frete a sus ojos, de un cielo extremadamente brillante,

empezaron a caer rayos de sol oblicuos que vestían de dorado la superficie del lago, y

escucharon una armonía celestial y coro de voces que cantaba loas al Altísimo. Casi de

inmediato la mitad demencial de Lucía, desapareció para siempre, con un quejido

quebrado y seco. El concierto celeste, se agudizaba a medida que llegaban al sitio donde

había estado el campamento, al reconocer los vestigios de una fogata reciente. Escrutaron

el horizonte y aunque el reflejo de los rayos del sol, no los dejaba verlos con claridad; a

unos escasos diez o quince metros, pudieron divisar las siluetas del Abuelo y Enrique

tomados de la mano, mientras veían apacibles que Lucía y su padre se les acercaban. Pero

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antes de que pudieran reunirse con ellos, el Abuelo les hizo un ademán para detenerse y

con ternura sólo les dijo que aún no era el tiempo para ellos, y sin decir nada más, Abuelo

y nieto, desplegaron unas alas blanquísimas y antes de alcanzar los cielos, caminaron por

la superficie del agua, tomados de la mano, mientras el pequeño le pedía que le dijera

quiénes les ponían los lentes a los osos frontinos. El Abuelo sonrió y le susurro que eran

las arañas que se los tejían cuando dormían en las noches de luna llena. El pequeño sonrió

feliz, el Abuelo besó su frente, le apretó suavemente su pequeña mano, y fueron

desvaneciéndose a medida que los rayos de sol se difuminaban sobre el páramo.…

Muchos años han pasado ya, la historia se ha contado de mil maneras distintas, pero lo

cierto es que ya el río del valle corre sin murmurar, las estrellas sólo salen en el cielo

cuando hay suficientes luciérnagas y siempre, todos los domingos, desde tiempo

inmemorial, al sonar las campanas de la capilla, un rayo de sol la ilumina, como si tratara

de escuchar la misa; y si agudizas el oído en algún domingo despejado, podrías jurar que

se escucha una sinfonía celestial cantada por los mismísimos ángeles…

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A la Sombra del Curarí

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El árido y amarillento camino contrastaba en su amplitud con las llamas que bramaban

entre los secos cujíes, retorciéndose al compás de la sinfonía del fuego. Los pedruscos

negros, la mezcla de humo de pólvora sulfurosa y la cañada seca, dejada al olvido de las

lluvias por décadas; arropaban en su hiel a un amasijo de hombres que buscaban, con muy

poco éxito, ponerse a resguardo de la artillería. Pocos eran los que tenían caballos, mucho

menos aquellos que vestían de uniforme, pero todos sin duda, tenían el alma cosida al

miedo y las tripas entretejidas a punto de ceder con cada cañonazo que retumbaba en

aquel infierno, al que los chivos solo se atrevían a adentrarse para morir de viejos. Entre

las descargas de mosquetes, muchos eran los que huían en tropel al descampado

procurando librarse del terror, con los ojos desorbitados, asfixiados por el polvo, el sudor

y la certidumbre de saberse muertos antes de morir. Aquellos que lograban evadir la

primera línea de fuego, se encontraban inexorablemente con una infantería organizada y

presta a destrozar a bayonetazos a cuanto rebelde se cruzara en su formación de dos líneas.

De los tres oficiales que acompañaban a estos indios, mestizos y esclavos convertidos a

juro en soldados miserables de una insurrección contra un rey que no conocían; solo el

capitán Lira quedaba en pie, dando órdenes en el borde de la quebrada, arengando a viva

voz para que sus hombres pelearan contra los realistas hasta que no les quedara un ápice

de alma en sus cuerpos. El coronel Azuaje yacía boca abajo con el cráneo abierto por un

pedazo de metralla que ennegreció su casaca azul, su brazo derecho había sido cercenado

desde el hombro y se encontraba a un par de metros de su cuerpo empuñando aún el sable

de los Dragones Británicos que le regalara el mismísimo coronel James Rooke con quien

había peleado en la Batalla del Pantano de Vargas. Era un hombre valiente y decidido que

ganó la confianza del general Urdaneta en la campaña de occidente donde había

demostrado un feroz temple contra sus adversarios que lo hacía, en no pocas

oportunidades, rayar en la locura más inverosímil. Contaban los oficiales bajo su mando

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que cuando iniciaba la batalla, entornaba sus ojos marchitos empuñando el sable, luego

escupía el suelo y le gritaba con abyección a los sepultos: - hoy no me esperen carajo que

voy a matar Canarios - y en ese momento era como si el demonio tomara las riendas de

su alma convirtiendo al enjuto coronel en un títere mortal de las huestes del averno.

Recordó el capitán Lira algunos años después, que esa mañana antes de la emboscada el

coronel estaba inquieto e irascible, desde su hamaca mandó a llamar a los oficiales y les

preguntó si no habían escuchado cantar a la pavita en la noche anterior; se incorporó con

dificultad tratando de disimular la mueca de dolor que se le dibujaba en el rostro cada vez

que tenía que apoyar la pierna derecha; debido a una mala cicatrización del muslo que lo

perseguía como una sombra desde que lo hirieran en la batalla de Los Horcones. No los

miró mientras se abotonaba la casaca de botones dorados que destellaban matices

escarlatas fugaces al compás del sol trémulo del alba, ni tampoco se tomó la molestia de

darles mayores detalles: - prepárense y estén alertas porque anoche ese pajarraco maldito

nos avisó con su letanía siniestra, que vamos a ser comida pa´ los zamuros -. No cabía

duda que el viejo coronel tenía un sexto sentido para estas cosas, demostrado en un sin

número de situaciones desesperadas, atajos inciertos y virajes de último minuto; pero

aquella mañana se revelaba tan plácida que la guerra se veía lejana y ajena, más aún

sabiendo que las tropas realistas del coronel Pedro Luís Inchauspe; que habían dejado la

plaza de Coro para reforzar la arremetida contra los insurgentes en Carora y El Tocuyo,

estaban batiéndose en retirada hacia Maracaibo. La guerra estaba tan distante, que aquella

premonición no llegó a arrugarle el espíritu a ninguno de los suyos, salvo al viejo

Encarnación, un indio caquetío manco de la mano izquierda, curtido por el sol inclemente,

que había dejado su piel como un papiro resquebrajado y que le servía al coronel, un tanto

de guía en aquellas tierras de espejismos ardientes, como de consultor ancestral de los

designios y caprichos de la Madre Naturaleza; se decía que descendía del cacique

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Manaure y que llevaba grabado en el traqueteo de sus huesos, los gritos ahogados de las

almas de sus antepasados, martirizados sin clemencia a través de los siglos por uno y otro

bando. Tenía el extraño hábito de cortarle las manos izquierdas a los muertos que más se

le asemejaban después de las acometidas de la tropa y guardarlas, luego de secarlas a la

resolana, en una alforja de cuero crudo; porque decía que no podía viajar al otro mundo

incompleto y que alguna de estas le serviría para engañar a sus Dioses y así poder reunirse

con los suyos, que hace tiempo se habían ido, dejándolo prendido en fiebre en el

polvoriento catre del olvido. Limpió Encarnación el suelo ambarino con una rama hasta

dejarlo lo más llano posible y sacó entonces, de una bolsita hecha de cuero de mapanare,

unas piedras que no parecían ser de este mundo, relucientes, lívidas e inmaculadas que

contrastaban con las enmarañadas arrugas de su piel terrosa. Las echó al aire donde

parecieron flotar por cuenta propia y al caer en el suelo arenoso, sus ojos se espantaron

convirtiendo su taciturno semblante en la manifestación sorda del terror mudo,

alcanzando solo a murmurar entre sus dientes gastados: - Capu Guacaubana! - nadie supo

entonces que significaban esas palabras que hicieron que Encarnación las gritara una y

otra vez mientras se iba a todo galope en un zaino sin montura, perdiéndose para siempre

en las largas sombras de los cemerucos. Al informarle al coronel de la deserción temprana

del indio solo atinó a preguntar, sin asombro alguno, en que dirección se había marchado.

- Al este, mi coronel – respondió con firmeza el teniente Mirabal – Iba como ánima en

pena, gritando una retahíla indescifrable en su idioma - .

Azuaje caviló por unos segundos con expresión grave en el rostro- Así nos habrá marcado

la muerte; que hasta el indio pudo olfatear en el aire nuestro destino – dijo el coronel.

– Mirabal, mande a tres de sus mejores hombres a buscarlo mientras nosotros seguimos

hacia Baragua, y tráigame a Neptalí para que me traduzca lo que quiso decir el viejo –

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El teniente Mirabal era un mantuano que había ingresado muy joven a la carrera militar

y como tantos otros, había decidido incorporarse a la causa de la independencia, más por

la aventura y temeridad de sentirse héroe entre los suyos, que por convicción. Fue muy

extraño para él que esa nefasta tarde; recostado a un lado de una gran piedra empinada y

lisa; el último recuerdo que pasara por su mente mientras se veía las manos

ensangrentadas luego de palparse el pecho; y aún sintiendo el eco sordo del impacto de

bala que le partió en dos el esternón; fuese precisamente el estar llevando a rastras a

Neptalí y escucharle recitar ante los oficiales, con lágrimas en los ojos producto de la

tortura impuesta ante su negativa a emitir sonido alguno y con una exasperación en su

rostro que entremezclaba terror e impotencia, la traducción literal de lo dicho por

Encarnación, Capu Guacaubana: el demonio de la quebrada escondida. Los que

escucharon aquellas palabras no entendieron exactamente que significaban, pero al ver

como se contorsionaba el indio entre escupitajos y persignaciones, emitiendo toda una

suerte de blasfemias atropelladas en su idioma áspero de cardonal, como si el solo

mencionar esa frase, hiciera liberar de las más oscuras entrañas de la tierra, maceradas en

la malevolencia milenaria, un augurio letal y certero de sus destinos; les heló la sangre de

las venas. Ninguno de los presentes pronunció palabra, mientras sentían el retumbar del

canto de la pavita que perforaba sus entrañas y se acompasaba con el latido unísono y

acelerado de los corazones marcados por el desasosiego de la clarividencia indígena. Casi

de inmediato e imperceptiblemente, de la tierra arenosa de aquel paraje alucinante,

comenzaron a brotar pequeños escarabajos anaranjados, un poco más grandes que un

guisante, pero que iban colmando con su diminuta presencia todos los rincones del agreste

horizonte, haciendo que las cosas se movieran sin moverse, solo por el efecto que daba

su propio movimiento frenético pero uniforme que parecía por momentos, haber sido

enajenado al viento seco y pertinaz que seguía soplando a la espalda de la brigada. Entre

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el desconcierto de sus oficiales, la tropa siguió su camino hacia Baragua para ayudar a

contener el avance del coronel Lorenzo Morillo quien, según las informaciones que

manejaban, se estaba reagrupando para unirse a las formaciones realistas que darían la

batalla en Carabobo. Cumpliendo la orden del coronel; Mirabal escogió a tres de sus

hombres para darle caza a Encarnación, asombrándose de que el mismo Neptalí se

ofreciera como guía para hallarlo porque decía que estaba seguro del paradero del viejo,

y fue tal la insistencia que el teniente lo dejó a cuidado del sargento Hilario quien

comandaba la búsqueda. Antes de montar, Neptalí emparejó con sus pies el terreno donde

habían quedado las piedras míticas del indio fugitivo, enterrándolas parcialmente bajo la

arena y disimulando no haber sentido bajo sus extremidades el crepitar de los cientos de

mínimos escarabajos aplastados por sus pasos. Al subirse al lomo de su caballo rucio

observó con alivio, que los insectos en su marcha tenaz y despiadada, no los seguían a

ellos sino que iban moldeando un horizonte efímero de espejismos móviles al paso de los

que marchaban en dirección opuesta. Por momentos experimentó en sus venas un

profundo estado de sosiego al no estar entre aquellos desdichados; pero su instinto le

previno de la necesidad de marcharse lo más lejos posible de aquel lugar. Los cuatro

partieron al este, siguiendo las órdenes de Mirabal y las indicaciones de Neptalí, quien

conocía cada rincón de aquella tierra moldeada por el sol impío y el viento incansable;

galoparon un trecho espinoso marcado por la vasta soledad monótona del paisaje sin

encontrar rastro alguno de Encarnación, como si aquel suelo pajizo se lo hubiese tragado

con todo y zaino. Al principio Hilario sospechaba con razón, que Neptalí estaba ganando

tiempo, y que desde hacía un buen rato, había encontrado las huellas del prófugo sin

mencionar nada para retrasar el regreso. Efectivamente la estrategia del caquetío era

llevarlos en dirección contraria, zigzagueando entre los tunales, yendo en círculos entre

los promontorios de espinas de cujíes, haciendo pausas prolongadas para simular rastrear

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el suelo, solo buscando una oportunidad para escapar de los soldados que seguían

celosamente cada movimiento del guía, escudriñando en sus actos un mínimo pretexto

que justificara el fusilamiento por traidor ante los ojos del sargento. Sin embargo, el una

vez claro rastro dejado por Encarnación, fue desdibujándose ante los ojos de Neptalí,

como si fuese borrado de a poco por la mano invisible del delirio. Descubría en cada

cambio de rumbo, una variación en las mismas trazas que había visto una y otra vez ante

el paso del sol creciente, hasta desembocar en el sopor delirante del mediodía. Ya

totalmente desconcertado por aquel misterio sutil, bajó de su montura para escrutar el

horizonte.

- Por aquí ya pasamos – murmuro Neptalí al reconocer en el terreno una piedra marcada

por el mismo – estamos dando vueltas en círculo sargento! – indicó mientras seguía

estudiando aquella tierra tan parecida pero a la vez tan distinta a la que conocía.

- A mí no me vengas con vainas indio – le increpó Hilario – por aquí no hemos pasado

porque me he encargado de estampar con dos cruces hechas por mi estilete, algún recodo

de los sitios donde nos hemos detenido y aquí no vemos ningunas cruces o sí?.

- Sargento hasta cuándo vamos a estar siguiendo al indio, si todos sabemos que nos está

engañando? – preguntó uno de los soldados con el acento pausado de otras tierras, mucho

más altas y frías que aquellas, y en cuyo rostro se adivinaba el efecto demoledor del calor

que hacía que sus sienes hinchadas palpitaran arrítmicamente – fusilémoslo aquí mismo

y dejemos que se lo coman las alimañas del monte – dijo mientras se secaba el sudor con

el canto de la mano derecha. Neptalí no se inmutó siquiera un poco con la amenaza

lanzada por el soldado, y a pesar de estar allí entre ellos, su mente divagaba en otro lugar

mas distante; sus pensamientos profundos y febriles, buscaban entre los rastros de cordura

que le quedaban, una explicación lógica para la transformación fantástica que había

sufrido aquel lugar, que cambiaba constantemente su naturaleza muerta, en mil matices

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siniestros y diversos de una misma composición macabra. Tal era su perplejidad ante esta

mutación geográfica que hacía y deshacía el horizonte, que no se percató que un grupo

de escarabajos salían de las monturas de las bestias, de sus bolsillos, de sus alpargatas

remendadas, de toda grieta entre las piedras, de cada rincón de sus pertenencias; y se

arremolinaban en el contorno como si fuesen charcos de acuarela anaranjada que

salpicaban la arena con su estertor lúgubre.

- Bueno indio no digas que no te lo advertí – dijo Hilario mientras desenvainaba –

encomiéndate a tus dioses, porque salimos cuatro y ya solo volverán tres…

Neptalí continuaba su absorta pesquisa de la línea que dividía el cielo sin nubes y la

arenisca sin sombra; ya sin preocuparse por las cosas de este mundo porque entre cada

ligero parpadeo, cambiaba el escenario y su percepción, adentrándose más en el laberinto

infinito de su propia locura. En medio del frenesí silencioso de los insectos, una inmensa

duna se fue separando lentamente en su centro para dejar ver entre su vientre de arena, la

imagen borrosa por el reflejo del sol en los minúsculos caparazones que se agolpaban en

el horizonte, de dos siluetas recostadas contra un curarí en flor que parecía haberse

materializado de la nada para plantarse en medio de aquel desierto de movilidad

interminable. Neptalí volvió de pronto su rostro hacia Hilario y señalando en dirección a

las siluetas le dijo – ahí está sargento – dándole a Hilario el tiempo justo de detener en el

aire el mandoble, a escasos centímetros de aquella garganta que seguía gritando – ahí está

sargento, ahí a la sombra del curarí - Hilario desvió la mirada hacia el punto señalado

por el indio, pero sin dejar de tener su cuello a merced de su sable, por si se trataba de

alguna treta para poder escapar de sus captores. Contempló atónito al igual que el resto

de los soldados, como se iba contorneando ante sus ojos encendidos por el incandescente

resplandor del suelo, las figuras inmóviles de lo que parecían ser dos cuerpos humanos y

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el de un jaco echado al pie de un árbol distante e insólito, sacado de otras tierras menos

áridas de las que ellos se encontraban.

- Rápido a por ellos! – gritó Hilario a sus hombres, aún sorprendidos por la visión – no

me importa quien esté con el viejo, igual tómenlo prisionero –

Los dos soldados se avecinaron a todo galope, mientras Hilario le ordenaba a Neptalí que

montara y fuera delante de él para poder tenerlo a tiro. Fue en ese momento cuando

Hilario se percató de las innumerables sabandijas que colmaban cada rincón de la llanura

con sus diminutos cuerpos convexos que se movían a velocidades increíbles.

- Y estos bichos? – preguntó el sargento con un dejo de repulsión.

Neptalí frenó en seco su rucio que se encabritó por la templanza de las riendas; mientras

que el Hilario sacaba su pistola del cinto presto a accionarla contra él por si decidía huir.

- Usted también los ve? – preguntó el indio, más con resignación que con sorpresa, a la

par que giraba su montura para encontrarse frente al cañón de la pistola del sargento que

seguía apuntándole desde su caballo – Entonces ya no podremos regresar sargento, ya

nuestro camino fue cerrado por el viento y los mensajeros ya nos han encontrado – le dijo

Neptalí mientras volvía a enfilar su caballo al encuentro de Encarnación.

- Es otra de tus supersticiones? – le gritó el sargento al momento de espuelear su alazán

criollo para darle alcance – a mí no me vas a inquietar con esas pendejadas.

- Ustedes no entienden estas tierras, son incapaces de ver la muerte que nos acecha desde

que salimos, moviéndose sigilosa entre la arena, sin dejar rastro de su paso, cambiando

su forma con cada ráfaga de viento, con cada serpenteo del camino, confundiendo

nuestras propias huellas por intermedio de sus mensajeros naranjas, haciéndonos ver

cosas que no están allí – le dijo Neptalí mientras señalaba al galope la figura del curarí

que se iba definiendo a medida que se acercaban – y eso sargento, es la trampa sutil que

nos tiende para llevarnos con ella a vagar por siempre en este mundo de ilusiones blancas,

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arena y espinas. Cuando llegaron al círculo irregular que formaba la sombra del árbol, ya

los dos soldados de avanzada habían desmontado y se aproximaban con sus mosquetes

cargados y las bayonetas caladas, a los cuerpos yermos de Encarnación y de otro anciano

que adivinaron también caquetío o jirajara por su atavío indígena. Los dos ancianos

yacían recostados contra el tronco como si sus piernas extendidas fueran parte de sus

raíces, las manos del indio desconocido estaban con las palmas hacia el cielo a un lado de

sus muslos, mientras que la de Encarnación sostenía tenuemente entre sus dedos, el

cuchillo que usaba para desmembrar las manos izquierdas de sus pares en batalla. Las

flores amarillas del curarí cubrían notablemente sus cuerpos, pertenencias y toda la fresca

superficie del suelo que se encontraba amparada por las múltiples ramas sin hojas. Parecía

que hubiesen permanecido en ese estado desde al menos tres días, para estar cubiertos de

tal modo por aquel manto floral, que lucía como germinado desde su propia piel y no por

el seto que los cubría. Luchando contra el hedor penetrante del zaino muerto, también

cubierto de flores, los hombres desarmaron a Encarnación y verificaron si aún vivían,

tomaron sus pulsos notando que apenas respiraban. Era tal el estado de deshidratación,

que no fue hasta el tercer o cuarto intento de pasar agua por sus gaznates, que reaccionaron

primero con un movimiento reflejo que hacía que echaran buches lentos que se escurrían

por las comisuras de sus labios quebrados por el sol y luego con la ansiedad nerviosa

propia del moribundo que busca con sus pocas fuerzas, la manera de asirse a los bordes

de vida. Al paso de los minutos, los ancianos lograron sobreponerse a su estado casi

catatónico, y comenzaron a mover lentamente sus músculos; Encarnación pidió en su

idioma, algo de comer aunque al parecer no estaba muy seguro de quienes eran aquellas

gentes que los habían auxiliado.

- Que dijo del viejo Neptalí? – preguntó el sargento que estudiaba al otro anciano que

intentaba ponerse en pie.

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- Está pidiendo un poco de pan sargento, puedo darle de mi ración? – dijo el caquetío.

- Según el reglamento, a los desertores no se les da mas que una ración de pan y agua al

atardecer – dijo Hilario mientras se preparaba para montar – además, el teniente Mirabal

me pidió que lo llevara, pero no me dijo si vivo o muerto, así que si lo estoy dejando vivir,

entonces que se aguante hasta que regresemos…pregúntale quien es el otro porque no me

parece que sea uno de nuestras milicias – continuó el sargento que observaba

detenidamente al anciano. Neptalí tomó al viejo por los hombros preguntándole primero

en cristiano lo que le había pasado y quien era aquel otro indio que lo acompañaba.

Encarnación no parecía entender en que lenguaje le estaban hablando, fruncía el ceño con

consternación tratando de recordar si conocía ese dialecto y la persona que lo estaba

hablando; pero su mente aún aturdida por el despertar temprano de su hibernación

arbórea, no permitía que las manecillas de la memoria se sincronizaran con los recuerdos

perdidos por la alucinación ardiente del desierto.

- Necesitamos ponernos a resguardo de la lluvia, falta poco para que llegue – fue lo único

que atinó a decir en un castellano casi incomprensible. Hilario soltó una carcajada que

retumbó en toda la meseta: - A este viejo ya se le quemó la cabeza, está loco como una

cabra de monte – siguió riendo estruendosamente – lo que nos faltaba, que de la nada y

sin una nube en el cielo, nos caiga un palo de agua!

- Que significan tus palabras viejo?, quien es ese a quien encontramos contigo? – le dijo

Neptalí mientras trataba de centrarlo, mirándolo fijamente a sus ojos perdidos.

- Es que no lo entiendes? – le dijo el viejo caquetío en un arranque de lucidez – ya los

mensajeros han llevado el recado y él ya viene en camino; hay que ocultarnos pronto y

no confiar en tus sentidos, porque hará lo imposible por engañarnos y llevarnos a su

trampa. Luego de decir esto se desplomó en los brazos de Neptalí que tuvo que hacer un

gran esfuerzo para evitar que se fuera de bruces y pidiéndole a uno de los soldados que

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lo auxiliara, lograron montarlo de través en el lomo del caballo del soldado de la sierra.

Como si las palabras del viejo hubiesen vuelto al sargento a la realidad, fijó sus ojos por

un momento en el suelo para estudiarlo con celo intenso, observando que aquellos

insectos fulgurantes que hasta no hace mucho estaban en todas partes; aparecían

agolpados y en la más extrema quietud, en las fronteras que delineaba la sombra del

curarí. Luego de ocuparse de Encarnación, los soldados fueron a ayudar al otro anciano,

quien seguía aferrándose al tronco en busca de equilibrio para sus piernas entumecidas;

ninguno de ellos se había percatado de la presencia de los coleópteros en el entorno. El

otro anciano parecía mucho más frágil que Encarnación, sus ojos estaban apagados por

una ceguera antigua, su piel estaba tan reseca que crujía con el contacto de los soldados

que lo asían para estabilizar sus pasos; Neptalí fue a su encuentro para preguntarle quien

era y a que clan pertenecía, pues a pesar de que su indumentaria era similar a la de su

pueblo, no recordaba haberlo visto antes entre los suyos o en alguno de los cinco clanes

que agrupaban a los caquetíos de esas tierras.

- Oye anciano – le dijo Neptalí en su idioma – Cual es tu nombre? de donde vienes?

Este anciano si parecía reconocer, no solo el idioma, sino también a la persona que le

hablaba, porque sus ojos muertos buscaron con la angustia de la oscuridad perenne, la

dirección de donde venía la voz que le preguntaba; apoyándose en el soldado que venía

de las tierras frías, comenzó a caminar con dificultad hacia donde estaba Neptalí. Se

detuvo frente a el, irguió su cabeza blanqueada por los años y estiró su mano temblorosa

para palpar a su interlocutor; Neptalí detuvo su mano suave pero firmemente, antes que

llegara a su rostro, percibiendo algo familiar en el viejo que no atinaba a adivinar, en ese

instante sintió el pulso trémulo del octogenario y decidió soltarlo mientras le preguntaba:

- Dinos quien eres – esta vez en castellano. Por un brevísimo momento el anciano trató

de arrancarle una palabra a su faringe, antes de que la realidad le recordara su

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impedimento físico y abriendo la boca lo mejor que pudo, le mostró a Neptalí que su

lengua había sido cortada de cuajo hace tiempos inmemoriales. Entonces el anciano,

siempre asistido por el soldado, se fue agachando para sentarse en el suelo, quitando las

flores con sus manos extendidas, comenzó a dibujar con sus dedos toda suerte de figuras

en la arena que, forzaron a Neptalí e Hilario a agacharse para interpretar los trazos

compuestos por dos cerros casi simétricos, un boscaje de cujíes dispersos en una

depresión y lo que parecía el curso de un río que corría casi paralelo a un sendero creado

por el inagotable masticar de los cabríos. A un lado de lo que parecía el riacho, el anciano

dibujo una piedra inclinada y lisa en su cara que daba al cielo, con una ligera concavidad

en su centro, sobre la piedra perfiló a su vez la imagen de lo que parecía un hombre con

los ojos muy grandes y sin pies. Neptalí supo de inmediato que trataba de decir el indio e

interrumpiendo nuevamente el curso de sus manos, le susurró

- Capu Guacaubana? – le preguntó Neptalí con una inflexión de su voz ronca.

El anciano giró la cabeza con estupor, abriendo sus ojos extintos a plenitud, como si

realmente pudiese ver a Neptalí en el reflejo vacío de sus retinas. Entonces sus manos

empezaron a deshacer con encono lo que había hecho con tanta devoción para advertir a

los forasteros que lo habían auxiliado, alzó su cabeza y sus manos descarnadas al cielo

manteniéndolas en alto por algún instante mientras la vida se le consumía rápidamente,

como el fuego que extingue el fugaz vuelo de una mariposa a su paso, como si su misión

en este mundo, hubiese sido completada con aquella revelación.

Al momento en que el viejo exhalaba su último aliento; los hasta ahora inmóviles

escarabajos que vigilaban celosamente los límites del curarí comenzaron a ajetrearse

paulatinamente e iniciaron su marcha hacia los hombres que se hallaban al pie del difunto,

mientras Neptalí le colocaba en sus manos un puñado de arena, un pedazo de pan y lo

roció con un poco de agua a modo de ritual funerario improvisado. Hilario le hizo una

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seña al caquetío para que montaran mientras observaba como la mancha anaranjada los

iba cercando lentamente. El soldado de acento pausado recogió el odre casi vacío, las

alforjas de cuero crudo y el cuchillo de atasajar de Encarnación y los ajustó a su montura

mientras el otro soldado lo ayudaba a asegurar al indio fugitivo, que aún seguía

inconsciente encima de su jamelgo cansado. Los jinetes espuelearon velozmente los ijares

de sus monturas y los cuatro caballos iniciaron el enardecido galope de regreso hacia la

encrucijada de Baragua donde debían encontrarse con el coronel Azuaje. A medida que

sus cascos vertiginosos golpeaban el suelo; sus patas iban adquiriendo un color malva

claro, producto de la mezcla de la aniquilación de los insectos bajo sus patas y el sudor

profuso de las bestias. El sargento alzó la voz lo más que pudo, para que no se confundiera

con el rítmico sonido melancólico del triturar de los cuerpos diminutos bajo las herraduras

despiadadas de aquellos potros desbocados y exhaustos por las exigencias de sus jinetes.

- Neptalí necesitamos encontrar un atajo para tratar de llegar antes del anochecer, de lo

contrario estos malditos insectos nos van a comer vivos!

- La única salida que nos queda sargento, es enfilar hacia los Cerros Morochos que están

al sur oeste – gritó Neptalí contra el viento – pero nos llevaría al menos una hora más

encontrarnos con el coronel en la intersección.

- El tiempo no es lo que me preocupa – gritó a la par Hilario – sino que nos encontremos

a algún destacamento realista o que estos bichos nos alcancen.

- Entonces hay que enfilar a la izquierda en medio de aquellos tunales que se ven allí

adelante – exclamó Neptalí a viva voz, mientras su rucio comenzaba a mostrar el

cansancio producto de la sed interminable de aquellas tierras y de la tenacidad de las

diminutas mandíbulas de los insectos, que iban mellando cada vez más sus patas

asediadas. Al cambiar de curso intempestivamente, los caballos recortaron bruscamente

y sus grupas se retorcieron al punto que el soldado que llevaba a Encarnación tuvo que

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maniobrar hábilmente las riendas con una mano, mientras que con la otra sujetaba al viejo

fugitivo por el mecate que le servía de cinturón; para no perderlo en la faena. Cabalgaron

trabajosamente entre cantos, cardones y pencas de sábila; hasta que el terreno agreste

comenzó a elevarse paulatinamente a la par que el sol perseverante comenzaba a declinar

hacia las primeras horas de la tarde. Las bestias exhaustas fueron disminuyendo

lentamente su paso a medida que la colina se iba haciendo más empinada; hasta que el

sendero de chivos por el que subían, los obligó a andar en fila en aquellas sinuosas laderas.

Desde que iniciaron el ascenso, no veían rastros de sus diminutos perseguidores y se

dieron un tiempo para descansar, explorar el área y darles de beber a los jamelgos; en un

estrecho recodo de la vereda. Neptalí ayudó al soldado del páramo a bajar de su montura

a Encarnación, que aún continuaba inconciente y lo recostaron contra una de las paredes

rocosas cuya sombra cubría su torso, dejando solamente expuestas sus piernas al sol

vespertino. El sargento le ordenó al otro soldado que hiciera un reconocimiento al

perímetro para evitar encontrarse con alguna de las vanguardias realistas de Morillo,

mientras ellos exprimían los odres de cuero curtido para despojarlos de los últimos

vestigios de agua y así calmar el agotamiento de los caballos que no encontraban alivio

en aquel recodo soleado. Luego de abrevar modestamente a las monturas, Hilario se

acercó al viejo caquetío para tratar de reanimarlo echándole en la cara, un poco de la

escasa agua que le quedaba, pero su reacción fue más un reflejo que una señal clara de su

despertar, pero el sargento volvió a intentarlo solo que esta vez añadió un par de bofetadas

y sacudidas leves, que hicieron que poco a poco Encarnación fuese volviendo en si entre

balbuceos cabalísticos enunciados alternativamente entre sus dos idiomas, hasta que

finalmente abrió los ojos opacados por la edad y con una expresión de asombro, que

revelaba hasta al más ingenuo sus temores; preguntó donde se encontraban, pues su

último recuerdo lo sitiaba a franco galope por el desierto con dirección al este, a un

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pequeño caserío donde vivía un sabio chaman que podría protegerlo contra los caprichos

del destino. Aparte de esta evocación, el resto de sus memorias lo constituían retazos

aislados que no lograba poner en orden: el batir de alas de mil insectos, la alteración

repentina del paisaje, la aparición de un gran curarí en flor, el zaino desplomándose por

el cansancio, el cuchillo para defenderse del extraño que se encontró al pie del árbol,

luego visiones agónicas que se arremolinaban en su cabeza a una velocidad tal que no le

permitía siquiera saber cuáles de estas visiones eran ciertas y cuales, las había creado a

raíz de la alucinación propia de los desvaríos del desierto.

- Sargento sea lo que sea que le hayan ordenado – dijo Encarnación mientras recobraba

la lucidez – no nos haga volver a la brigada; esos hombres están condenados por un

destino que está a punto de alcanzarlos y nosotros no tenemos que estar allí para correr

con la misma suerte, por favor reconsidere pues aún estamos a tiempo de huir.

- Indio cobarde! – le espeto Hilario mientras sacaba su pistola del cinto – si fuera por mí

ya estarías alimentando a esos escarabajos del infierno desde hace rato, así que alístate

porque apenas llegue el soldado con el resultado del reconocimiento, enfilamos hacia la

encrucijada de Baragua, tal como nos lo ordenaron, y si no quieres venir con nosotros; ve

rezando lo que te sepas porque de aquí no sales vivo!

- Al menos quíteme las ataduras – le replicó Encarnación a la par que estiraba sus muñecas

estrujadas por la presión del mecate – y denme mi cuchillo y también mi alforja; porque

si este es mi día para morir, pues déjenme morir peleando y que mis dioses se apiaden de

mi alma por contravenir sus designios.

El sargento dudó por unos instantes y miró a los otros que habían sido testigos mudos de

la discusión; buscando en sus ojos las señales para liberar o no al prófugo, mientras éste

continuaba con sus brazos extendidos y la cabeza gacha esperando la indulgencia de su

superior. Tanto Neptalí como el soldado de las tierras altas asintieron, más por la

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necesidad de contar con otro ariete, por si se encontraban con las avanzadas de Morillo

que por la convicción de que el anciano no se escaparía nuevamente. Hilario cortó con el

mismo cuchillo de Encarnación, las sogas que lo aprisionaban, entregándoselo con la

única advertencia de que no dudaría un segundo en dispararle si observaba algún

comportamiento sospechoso. Neptalí mandó a hacer silencio con un ademán, mientras

sus ojos estudiaban detalladamente cada tramo del despeñadero que de la nada comenzó

a cambiar sutilmente su forma con un levísimo susurro en medio de las rocas desnudas.

- Ya están aquí de nuevo sargento – dijo el joven caquetío - busque al otro soldado y

vayámonos pronto, porque no se cuanto tiempo más el camino que estamos siguiendo sea

seguro para nosotros.

- Gocho, vaya a buscar a su compadre rápido para largarnos – ordenó el sargento.

El soldado obedeció rápidamente la orden y recorrió los escasos metros hasta la saliente

que servía de punto de observación al otro soldado que se hallaba de espaldas al camino,

con ambas manos apoyadas sobre el mosquete con la bayoneta calada.

- Vámonos Juan, el sargento ordenó retomar la marcha – le gritó el andino secándose el

sudor de su frente – Es que no me has escuchado? que tenemos que irnos!

El soldado no movió ni un solo músculo, aún cuando el otro recluta se le iba acercando,

diciéndole cualquier cantidad de improperios, para ver si reaccionaba. Al momento en

que lo tomó por uno de sus hombros y lo hizo girar, descubrió con horror que todo su

cuerpo estaba cubierto de escarabajos que habían devorado sus ojos y su lengua,

convirtiendo su rostro en un cuadro sanguinolento surcado por miles de desenfrenados

insectos que iban blanqueando sus huesos a una velocidad increíble. El soldado andino

se privó por unos segundos antes de salir corriendo en busca de los otros, el espanto que

reflejaba su cara a medida que se iba aproximando al recodo era tal, que de inmediato los

dos indios y el sargento montaron sus bestias. El soldado brincó acrobáticamente sobre el

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caballo que le sostenía Neptalí y los cuatro jinetes enfilaron hacia la proximidad de la

cumbre, para luego iniciar el penoso descenso por la otra vertiente del cerro. Al llegar a

la cima divisaron una profusa columna de humo y el fragor de la batalla a un par de

kilómetros antes de la confluencia de Baragua. No cabía duda de que las fuerzas del

coronel Morillo habían cerrado el paso a la brigada del coronel Azuaje, escogiendo para

la emboscada una pequeña área cubierta de cujíes al pie de una depresión curva, cuya

topografía parecía ser contorneada por el paso de una quebrada. El sargento apresuró a

sus hombres para unirse a la defensa de los suyos, Encarnación miró hacia la batalla y

luego sin voltear a ver al joven indio le dijo:

- Prepárate porque la lluvia caerá al anochecer, y aunque como puedes ver, no haya

ninguna nube en el cielo; ciertamente te digo que esta noche cuando la lluvia caiga ya no

perteneceremos al mundo de los vivos. Encarnación abrió entonces su alforja y sacó un

collar compuesto de seis manos izquierdas en distintos estados de embalsamamiento.

Eran, según él, las que más se les parecían a la suya y con las que podría engañar a sus

dioses para poder ir en paz con sus antepasados. Se colgó el abalorio humano, dijo unas

palabras inaudibles y tomando su cuchillo entre las riendas, comenzó a bajar la cuesta

hacia la batalla.

- Capu Guacaubana – exclamó Neptalí, esta vez con una traza de amargura en su corazón,

a medida que sus ojos se iban abstrayendo del resto del mundo para fijarlos en el sitio

donde posiblemente perdiera su vida esa tarde.

- Vamos carajo! – gritó Hilario con su voz estentórea – que nos están necesitando.

Bajaron la vereda lo más rápido posible para luego encontrarse galopando

desbocadamente en la árida meseta, hacia uno de los flancos de artillería realista; la cual

encontraron prácticamente sin defensa y comenzaron a liquidar a sus enemigos para

silenciar tantos cañones como fueran posibles. A pesar del factor sorpresa, los realistas

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los superaban en número, obligándolos a replegarse hacia donde se encontraban las

reducidas fuerzas de sus compañeros. El primero en caer fue el soldado de las tierras frías

cuyo caballo fue alcanzado por una bala, derribando a su jinete en medio de la infantería

enemiga, la cual lo fulminó con sus bayonetas. Entre los zumbidos de los proyectiles, los

gritos y las órdenes entremezcladas, los dos indios y el sargento se abrieron paso

estoicamente a fuerza de sables y fuego hasta llegar donde estaba el capitán Lira con lo

que quedaba de su pelotón. El sargento le preguntó por el teniente Mirabal y éste le

contestó señalando hacia la piedra inclinada que estaba a unos veinte metros del borde de

la cañada

- Lo que queda de él debe estar al pie de esa enorme piedra, el coronel Azuaje también

está muerto – dijo el capitán sin dejar de disparar – ya casi no tenemos municiones, si no

nos llegan refuerzos pronto, estaremos todos muertos antes de que cante el primer

gallo…mejor será sargento, que se lleve a estos dos por la cañada para que apoyen a lo

que resta de la columna de Mirabal, mientras nosotros los contenemos aquí.

- A su orden capitán – obedeció Hilario y se puso en marcha con los caquetíos. Al pasar

a un lado de la piedra inclinada, Neptalí sintió un escalofrío porque comprobó que todo

aquel paraje era idéntico al que había dibujado en la arena el indio anciano que

encontraron con Encarnación en el desierto. Solo faltaba un detalle en la composición que

se mantenía vívida en su cabeza; la imagen del Capu encima de la piedra vigilando su

quebrada. Neptalí no quiso voltear, siguiendo únicamente el seco contorno del río de

piedras. En ese instante sintieron que la guerra se recrudecía y treparon con cautela el

borde oblicuo de la cañada para ver lo que sucedía. Eran cientos de indios bien armados

que estaban a las órdenes del coronel patriota Juan de los Reyes Vargas o del Indio Reyes

Vargas como se le conocía al cacique siquisiqueño; atacaron como siempre, con sus

técnicas de guerrillas y sus contragolpes mortales que no seguían ningún protocolo de

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guerra conocido. El sargento y los dos indios salieron de la quebrada para apoyar el

contraataque; pero al pasar por la piedra inclinada que Neptalí no quiso ver; una bala

encontró blanco en medio de las costillas de Hilario. Los dos indios quisieron ayudarlo a

ponerse a cubierto y se colocaron justo detrás de la piedra donde el cuerpo de Mirabal

yacía recostado con las manos en el pecho. El sargento iba apagando su vida entre los que

consideraba sus enemigos y mientras lo auxiliaban tuvo la extraña impresión que las

manos izquierdas que componían el collar de Encarnación estaban moviéndose y entre la

herida que desangraba sus entrañas y su voz, que se quedó muda al estar recostado boca

arriba y ver, sobre la piedra una figura grotesca que parecía no tener pies y de cuyo rostro

solo resaltaban sus facciones virulentas, alumbradas por unos ojos rojos y profundos que

hacían claroscuro con el resplandor de una sonrisa maligna; su rostro se cubrió de pánico.

Fue en ese instante que Encarnación pudo leer los ojos desesperados del sargento

moribundo; y haciéndole señas a Neptalí, volcaron muy lentamente la mirada hacia la

piedra inclinada que les servía de refugio; en ese instante un rayo surcó los cielos

iluminando aquella visión del inframundo que los miraba fijamente esperando la

oportunidad de despojarlos de sus almas. Los indios saltaron al unísono al fondo de la

quebrada para ocultarse de aquel engendro del mal, y se encontraron con una patrulla de

seis soldados patriotas que estaban buscando sobrevivientes. Encarnación corrió a su

encuentro para solicitar ayuda, mientras que Neptalí cuidaba sus espaldas del espectro.

En ese preciso instante comenzó a caer del cielo grandes goterones, seguidos de un

espectacular despliegue de rayos para dejar al final el ruido ahogado de la lluvia invernal

sobre el estéril suelo del desierto. El caudal de la quebrada fue llenándose de a poco y

Encarnación al ver la lluvia se detuvo antes de encontrarse con los soldados; quienes al

sentir la presencia del caquetío, voltearon solo para que éste pudiese mirar con pavor que,

todos tenían sus ojos muertos, las lenguas cortadas y a los seis les faltaban sus manos

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izquierdas. El abalorio de Encarnación comenzó a moverse por cuenta propia y de las seis

manos izquierdas que más se le parecían a la suya, cinco lo sujetaron mientras la sexta

tomó su cuchillo de atasajar y le corto la garganta. Neptalí al ver aquel espectáculo

fantasmagórico, salió despavorido de la hondonada solo para sentir que miles de

escarabajos precedidos por el Capu; le brincaron encima mientras sentía las garras de la

aparición que le abría la boca y le cercenaba la lengua de un tajo. Desesperado y sacando

fuerzas de donde no le quedaban; Neptalí empujó aquel espíritu maligno hacia la quebrada

que ya contaba con fuerza suficiente para arrastrarlo por un breve instante; dándole

tiempo para montar su rucio con los ojos llenos de insectos los cuales iban dejándolo

ciego con sus minúsculas mordidas, a medida que galopaba a tientas hacia cualquier lugar

que lo pusiera a salvo del demonio. Continuó cabalgando hasta que su rucio no pudo más

y cayó muerto por el esfuerzo. Sabía que era de día porque a pesar de estar ciego, sentía

el sol inhumano del desierto en su piel y en sus ojos muertos. Vagó sin rumbo hasta que

encontró una sombra amplia y fresca que aliviaba su cuerpo envejecido por los años de

peregrinar, y sintió como miles de flores, que adivinaba eran amarillas por un recuerdo

fugaz de su juventud, caían sin cesar en derredor de su cuerpo, cubriéndolo de un manto

floral que parecía brotado de sus propios poros y comprendió entonces finalmente que la

muerte desde siempre lo había estado esperando en ese lugar….en medio de la sombra de

aquel curarí fantasmagórico.

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