Hubert Aquin
Capítulos 1 y 2
Cuba se hunde en llamas en medio del lago Leman mientras yo desciendo al fondo de las
cosas. Encajonado en mis frases, me deslizo, fantasma, en las aguas neuróticas del río y
descubro, en mi deriva, el fondo de las superficies y la imagen invertida de los Alpes. Entre
en paz, para desplegar con minuciosidad mi libro inédito y para exponer en este papel las
palabras clave que no me liberarán. Escribo sobre una mesa de juego, cerca de una ventana
que me descubre un parque ceñido por una reja tajante que marca la frontera entre lo
imprevisible y lo encerrado. No saldré de aquí antes de plazo. Eso está escrito en varias
verdad, es el siguiente: ¿de qué manera debo arreglármelas para escribir una novela de
espionaje? Eso se complica por el hecho de que sueño con ser original en un género que
implica un gran número de reglas y de leyes no escritas. Muy felizmente, cierta pereza me
inclina rápido a renunciar de entrada a renovar el género del espionaje. Siento una gran
literario tan bien definido. Sin tardar más, decido pues insertar la novela que viene en el
lúcido, ni Dios, ni Espíritu Santo, mi espía no debe ser lógico hasta donde la intriga esté
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demás y fabricar una historia sin pies ni cabeza que, en resumidas cuentas, sólo la
introdujera un agente secreto wolof... Todo el mundo sabe que los wolof no son legión en la
Suiza francófona y que están bastante mal representados en los servicios secretos. Desde
Lausana, sin otra razón que la de alejarlo de Ginebra donde el aire es menos saludable.
Desde ahora, puedo reservar para Hamidou una suite en el Lausanne-Palace, proveerlo de
cheques de viajero del Banco Cantonal de Vaud y constituirlo como Enviado Especial (pero
falso) de la República de Senegal ante grandes compañías suizas que tienden a hacer
inversiones mobiliarias en el desierto. Una vez que Hamidou esté bien protegido por su
falsa identidad e instalado en el Lausanne-Palace, ya sólo tengo que hacer entrar en acción
a los agentes de la C.I.A. y del M.I.5. Y ya estuvo. Mediante la adición de algunos espías
impacienta, lo siento listo para hacer locuras: en resumidas cuentas, ya está lanzado. Mi
futura novela ya está en órbita, de hecho tanto que ya no puedo recuperarla. Me quedo aquí
cuajado, bien plantado en mi alfabeto que me encadena; y me hago preguntas. Escribir una
novela de espionaje como uno la lee no es leal: de hecho es imposible. Escribir una historia
voy a amontonar los cadáveres en su camino, multiplicar los atentados contra su vida,
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enloquecerlo con llamadas anónimas y puñales clavados en la puerta de su habitación;
mataré a todos aquellos a los que él haya dirigido la palabra, hasta al cajero del hotel, tan
educado después de todo. Hamidou se las verá negras, si no ya no tendré el valor de seguir
pondré a los chinos hasta en la sopa, muchos chinos pero todos iguales: en todas las calles
de Lausana habrá chinos, hordas de chinos sonrientes que mirarán a Hamidou a los ojos. La
ingestión de una tableta de Stellazin me distrajo, por un instante, de la carrera del pobre
interrupción, llegaré así hasta que me acueste, edificando sin continuidad planes de novela,
cualquier cosa con tal de que esta inversión desordenada me sirva de fortificación contra la
círculos de nieve dispersos en las colinas nos recordaban la nieve embelesada que había
camino solitario que va de Saint-Liboire a Upton luego a Acton Vale, de Acton Vale a
se llamaba Tingwick, nos hablamos mi amor. Por primera vez, entremezclamos nuestras
dos vidas en un río de inspiración que aún corre en mí esta tarde, entre las playas estalladas
del lago Leman. Alrededor de este lago invisible sitúo mi intriga y en el agua misma del
apacible que va de Acton Vale a Durham-sud es el fin del mundo. Despistado, desciendo en
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me sumo sin tropiezo en la incertidumbre mortuoria. Ya no hay nada cierto sino tu nombre
secreto, no hay otra cosa sino tu boca cálida y húmeda, y tu cuerpo maravilloso que
reinvento, a cada instante, con menos precisión y más furor. Hago el recuento de los días
que llevo viviendo sin ti y de las posibilidades de volver a encontrarte cuando haya perdido
todo este tiempo: ¿cómo le hago para no dudar? ¿Cómo le hago para no bendecir el suicidio
antes que este desgaste atroz? Todo se desmorona en el pasado. Pierdo la noción del tiempo
enamorado y la conciencia misma de mi huída lenta, pues no tengo punto de referencia que
me permita medir mi rapidez. Nada se coagula ante mi escaparate: los personajes y los
recuerdos se hacen líquidos en el esplendor inútil del lago alpestre en el que busco mis
palabras. Ya pasé veintidós días lejos de tu cuerpo flameante. Todavía me quedan sesenta
tomar el camino a la prisión. Hasta entonces, estoy sentado a la mesa en el fondo del lago
los remolinos, vigilo todo lo que sucede aquí; escucho en las puertas del Lausanne-Palace
y desconfío de los Alpes. La otra noche en Vevey, me detuve para tomar un bock de
con un entrefilete que me tomé la molestia de recortar disimuladamente. Helo aquí: «El
conferencia sobre “César y los helvecios” bajo los auspicios de la Sociedad de Historia de
primavera del 58, los helvecios se habían reunido al norte del lago Leman, con miras a un
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millas de Genaba (Ginebra) con intención de atravesar el Ródano por el puente de esa
César. Sobre esta guerra, que enfrentó a César y a los valientes helvecios, hablará el
eminente profesor H. de Heutz». Embaucado en cierto modo por esa conferencia y por la
correlación sutil que descubrí entre ese capítulo de la historia helvética y algunos elementos
El día empieza a declinar. Los grandes árboles que bordean el parque del Instituto
están irradiados de luz. Nunca me parecieron con tanta crueldad, tampoco nunca me sentí
encarcelado a este grado. Desconcertado también por lo que escribo, siento una gran lasitud
y tengo el antojo de someterme a la inercia como se somete uno a la fascinación. ¿Para qué
seguir escribiendo y además qué? ¿Para qué trazar curvas en el papel cuando me muero por
salir, por caminar al azar, por correr hacia la mujer a la que amo, por abolirme en ella y por
redactando un rompecabezas, mientras que sufro y que el torno hídrico se estrecha en mis
sienes hasta triturar mis pocos recuerdos. Algo amenaza con estallar dentro de mí. Los
pueden conjurar. Dos o tres novelas censuradas no pueden distraerme del mundo libre que
percibo desde mi ventana, y del cual estoy excluido. El tomo IX de las obras completas de
igualmente aquejados con el mismo sentimiento, dotados todos de una energía bastante
grande como para ser fieles al mismo pensamiento, bastante políticos como para disimular
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los vínculos sagrados que los unían...» Aquí me detengo. Esta frase inaugural de la Historia
de los Trece me mata; este inicio brillante me da ganas de acabar de una vez con mi prosa
acumulativa, por mucho que me recuerde los vínculos sagrados –ahora rotos por el
aislamiento– que me unían a mis hermanos revolucionarios. Ya no tengo nada que ganar al
seguir escribiendo, no obstante sigo a pesar de todo, escribo hasta perder. Pero miento, pues
desde hace unos minutos sé bien que algo gano en este juego, gano tiempo: un tiempo
muerto que cubro con tachaduras y fonemas, que lleno con sílabas y aullidos, que cargo a
fondo con todos mis átomos confesados, múltiplos de una totalidad que no igualarán nunca.
Escribo con una escritura abiertamente automática y durante todo el tiempo que paso
deletreándome, evito la lucidez homicida. Me dejo engañar con las falsas apariencias de las
palabras. Y voy a la deriva con otro tanto más de complacencia que en esta maniobra gano
picadillo mental, me pongo a deshacer la sintaxis, ametrallo el papel desnudo, poco falta si
no escribo con las dos manos a la vez para pensar menos. Y de repente, me salgo con la
mía, sano y salvo, más vacío que nunca, cansado como un enfermo después de su crisis.
Ahora que la jugarreta está hecha, Balzac eliminado, evitado el mal de desear en vano y de
amar locamente a la mujer a la que amo, ahora que despedacé mi furor en nociones
devaluadas, he descansado y puedo aspirar al paisaje devorado, contar los árboles que ya no
veo y acordarme de los nombres de las calles de Lausana. Puedo incluso, sin turbación
alguna, recordar el olor a pintura fresca de mi celda en la Prisión de Montreal y los olores
repugnantes de las celdas de la Policía Municipal. Ahora que me siento liberado, dejo de
renunciando más por pereza que por principio a la división premeditada de una verdadera
novela. Las verdaderas novelas se las dejo a los verdaderos novelistas. Por mi parte, me
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niego en el acto a introducir el álgebra en mi invención. Condenado a cierta incoherencia
ontológica, me resigno a ello. Hago incluso un sistema cuya aplicación inmediata decreto.
elaboro con el único fin de no salir nunca de él. De hecho, no salgo de ningún lugar, ni
siquiera de aquí. Estoy atrapado, arrinconado en una cabina hermética y con cristales. A
través de mi cristal penitenciario, veo una camioneta roja —sospechosa, según yo— que
me recuerda a otra camioneta roja estacionada una mañana en la avenida de Pins, delante de
la puerta cochera de los Fusileros de Mont-Royal. Pero resulta que esta mancha roja se
Bye bye Fusileros de Mont-Royal. ¡Adiós a las armas! Este calambur inesperado me
desalienta: tengo ganas de fundirme en lágrimas, no sé bien por qué. ¡Todas esas armas
robadas al enemigo, escondidas luego descubiertas una por una en la tristeza, todas esas
armas! ¡Y yo que estoy aquí desarmado por haber tenido un arma, desarmado también ante
serenamente en las aguas muertas de la ficción. Si miro una vez más el sol desvanecido, ya
no tendré fuerzas para soportar el tiempo que corre entre tú y yo, entre nuestros dos cuerpos
del cáncer. Cerrar los ojos, apretar los dedos en el bolígrafo, no rendirse al mal, no creer en
los milagros, ni en las letanías que profiero cada noche debajo de la sábana, no invocar tu
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Respiro mediante pulmones de acero. Lo que me llega de afuera está filtrado,
cortado con oxígeno y con nada, de tal modo que con este régimen mi fragilidad se
Pero sé que este dictamen mismo contiene un postulado no formulado que le confiere
combato aquí, sino este encarcelamiento clínico que impugna mi validez revolucionaria.
¡Releer a Balzac vendría a ser lo mismo! Quiero identificarme con Ferragus, vivir
mágicamente la historia de un hombre condenado por la sociedad y sin embargo capaz, por
sí solo, de hacer frente al asedio policíaco y de conjurar toda captura por medio de sus
con eso, huir cada día a un departamento diferente, vestirme con la ropa de mis anfitriones,
disimular mis huidas en un ritual de desfiles y de puestas en escena. Por haberme arropado
vigilada, después de una estancia sin gloria en la Prisión de Montreal. Todo eso se parece a
un formidable ardid, inclusive el daño que siento al confesarlo. Cuanto más avanzo en el
desencanto, más descubro el suelo árido sobre el cual, durante años, creí ver brotar una
para ocultar la llanura rasa, aterrada, quemada viva por el sol de la lucidez y del tedio: ¡yo!
de una vez por todas, mi rostro me aterroriza. Habiendo entrado aquí como prisionero, me
siento enfermar día con día. Ya nada alimenta mi alma: ninguna noche estrellada viene a
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transmutar mi desierto en un manto de sombra y de misterio. Ya nada me propone
la luz, todas las membranas se rompen dejando salir para siempre la preciosa sangre.
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Entre el 26 de julio de 1960 y el 4 de agosto de 1792, a medio camino entre dos
escribe en Lausana, busco ávidamente a un hombre que salió del Lausanne-Palace después
de haber estrechado la mano de Hamidou Diop. Me colé en el hall del hotel sin llamar la
delante del hotel, justo a tiempo para ver un 300SL alejarse en dirección a la plaza Saint-
François. Algo me dijo que esa silueta fugaz no surgió del sahel senegalés y que, en este
asunto, Hamidou está jugando doble. Es inútil en todo caso cuestionarlo sobre la identidad
de su interlocutor y darle a conocer mis intuiciones temerarias. Este bello africano es más
para volver a ver Orfeu Negro. Al escuchar Felicidade, me puse a llorar. No sé por qué esta
canción de dicha me habla de melancolía, ni por qué esta alegría frágil se traduce en mí por
acordes fúnebres. En tal caso, ya nada me impide llamar a mi negra Eurídice, buscarla en la
noche interminable, sombra entre las sombras de un sombrío carnaval, noche más negra
que la noche saturnal, noche más dulce que la noche que pasamos juntos en algún lugar
bajo el trópico natal cierto 24 de junio. Eurídice, estoy bajando. Heme aquí al fin. De tanto
escribirte, voy a tocarte sombra negra, negra magia, amor. El cine Benjamin-Constant es
para mí caída libre. Esta noche misma, a unas leguas del Hotel de la Paix, sede social del
F.L.N., a unos pasos de la Prisión de Montreal, sede oscura del F.L.Q., rozo tu cuerpo
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ardiente y lo pierdo enseguida, te rehago pero me faltan las palabras. La noche histórica
parece secretar la tinta china en la que distingo demasiadas formas huidizas que se parecen
a ti y nunca lo son. Al término de mi decadencia líquida, tocaré el país bajo, nuestra cama
silueta, de mis vecinos en el cine, de este extranjero que me esconde el perfil mulato de
marmolado del lago. Eran la once y cuarto. Había perdido mi día. Ya no tenía nada qué
hacer, nadie con quién encontrarme, ninguna esperanza de volver a toparme con el hombre
atención del muchacho del elevador. Tan pronto como estuve encerrado en mi habitación,
me acosté en mi cama y releí este cúmulo informe de letras mayúsculas escritas sin
espacios: CINBEUPERFLEUDIARUNCOBESCUBEREBESCUAZURANOCTIVAGUS.
Ante este criptograma monofraseado, permanecí perplejo unos minutos, luego decidí
proceder primero a una estadística alfabética, por orden de recurrencia, la cual me dio: E 7
lengua en la que la epifanía de esta vocal sea tan numerosa. Ni siquiera en portugués y en
rumano, donde abundan las U, detectamos con semejante predominancia la U sobre las
otras vocales.
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El criptograma del Hotel de la Paix no deja de fascinarme, no sólo por su origen
misterioso (que no tiene nada que ver con la Oficina de la que me sé de memoria todas las
cifras e inclusive sus variantes), sino también por la intención que presidió el envío de este
mensaje. Al tropezar en esta ecuación con múltiples incógnitas que debo resolver antes de
impenetrable por excelencia. Cuanto más lo rodeo y lo examino, más crece al otro lado de
mi opresión, decuplicando mi propio enigma aun cuando multiplico los esfuerzos por
termine por nombrarlo. Sin embargo, por más que cubro con palabras el jeroglífico, se me
cerrada, desciendo, comprimido, al fondo del lago Leman y no llego a ubicarme fuera de la
constelado que me encarcela en un plan estrictamente literario, de hecho a tal grado que
este secuestro estilístico parece confirmarme la validez del simbolismo que he utilizado
cabellera manuscrita se mezcla con las plantas acuátiles y con los adverbios invariables,
mientras me deslizo, variable, entre las dos orillas escotadas del río cisalpino. Así,
enjaulado como es debido en mi concepto metálico, seguro de no salir de ahí pero incierto
de seguir viviendo ahí por mucho tiempo, sólo me queda una cosa por hacer: abrir los ojos,
ver locamente este mundo derramado, perseguir hasta el final a aquel que busco, y matarlo.
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¡Matar! Qué ley más espléndida con la cual a veces es grato conformarse. Durante
meses, me preparé interiormente para matar, lo más fríamente posible y con el máximo de
precisión. Ese domingo por la mañana en el que llovía, me preparaba secretamente para dar
el golpe. Mi corazón latía con regularidad, mi mente estaba clara, ágil, precisa como debe
estarlo un arma de fuego. Los meses y los meses que habían precedido verdaderamente me
interrogatorio, desarme. Contratiempo total, este accidente trivial que me valió estar
presente, por su inserción inconfesable en la vida corriente, el que le inyecta a ésta el vigor
del eje homicida. Desde ya, me devora la impaciencia al pensar en el atentado múltiple,
gesto puro y estrepitoso que me devolverá las ganas de vivir y me entronizará terrorista, en
la más estricta intimidad. Que la violencia instaure de nuevo en mi vida el orden vital, pues
me parece que, desde hace treinta y cuatro años, no he vivido sino como la hierba. Si
hiciera la cuenta, por un cómputo rápido, de los besos dados, de mis grandes emociones, de
perforadas, las ciudades que he atravesado, los hoteles en los que me he detenido por una
buena comida o por una noche de amor, el número de mis amigos y de las mujeres a las que
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he traicionado, ¿a qué sombrío inventario me conducirían todas estas operaciones
cesar mi línea de vida, para obtener, por una acumulación de indignidades, menos felicidad,
lo cual me llevó a regresar casi nada de ella. Ante esta estadística infusa que me persigue de
pronto con acompañamiento de lasitud, no me imagino nada mejor que seguir escribiendo
en esta hoja y sumergirme sin esperanza en el lago fantasma que me inunda. Descender
palabra por palabra en mi foso de recuerdos, tratar de reconocer ahí algunos antiguos
nudo de pistas falsas y que acabarán exiliándome, de una vez por todas, fuera de mi país
arruinado.
Entre cierto 26 de julio y la noche amazónica del 4 de agosto, en algún lugar entre la
y bajo la protección de la psiquiatría vienesa; me deprimo y acabo por admitir que esta
cortos circuitos. Escupir al fuego, burlar a la muerte, resucitar cien veces, correr la milla en
política, he ahí como he fijado mi estilo. Acuñé mi moneda en el jaleo a la imagen del
listo para desenvainar ante un fantasma, con el gesto relámpago, con la mano muerta y la
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y su encarnación suicida. Desde la edad de quince años, no he dejado de querer un buen
suicidio: ¡bajo el hielo nevado del lago del Diablo, en el agua boreal del estuario del San
Lorenzo, en una habitación del hotel Windsor con una mujer a la que haya amado, en el
coche triturado el otro invierno, en el frasco de Beta-Chlor 500 mg, en el lecho del Tótem,
en los barrancos de la Grande-Casse y del Tour d’Aï, en mi celda CG19, en mis palabras
sangre! Suicidarme por todas partes y sin tregua, ésa es mi misión. En mí, deprimido
explosivo, toda una nación se aplasta históricamente y relata su infancia perdida, mediante
Vienen tiempos en los que el cansancio pulveriza los proyectos a pesar de todo irreductibles
y en los que la novela que empezó uno a escribir sin sistema se diluye en el equanitrate. El
fracaso; es mi infancia en una banquisa, son también los años de hibernación en París y mi
caída en esquí en el fondo del Tótem en cuatro brazos sucesivos. El salario de mi neurosis
étnica es el impacto del chasis y de las hojas de acero lanzadas contra una tonelada
exento, de una vez por todas, de hacer de mi vida un éxito. Podría, por poco que consienta
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indefinidamente ante diez ventanas que desplieguen ante mis ojos diez porciones ecuaniles
consagrarme a escribir página por página palabras abolidas, dispuestas sin cesar según
armonías que siempre es agradable experimentar, aun cuando eso, en última instancia,
puede parecerse a un trabajo. Pero este esfuerzo miligramado con cuidado no es nocivo, ni
está contraindicado, desde luego siempre y cuando los periodos de escritura sean breves y
estén seguidos de periodos de reposo. Nada le impide al deprimido político conferir una
coloración estética a esta secreción verbosa; nada le prohíbe transferir a esta obra
improvisada el significado del que está desprovista su existencia y que está ausente en el
porvenir de su país. Sin embargo, esta inversión en fondo perdido tiene algo de
dicho que al volverme patriota, sería así arrojado en el desamparo y que de tanto querer la
que vivir para merecer el abrazo final de la sábana blanca? Ya nada me hace creer que una
vida nueva y maravillosa reemplazará a ésta. Condenado a la negrura, me doy golpes en las
vigilada, en cuclillas sin entusiasmo sobre un papel blanco como la sábana con la que uno
se ahorca.
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