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Soliloquio
que Nancy no va a escuchar
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(Cuento)
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Premio Binacional de Literatura Colombo-venezolana.

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San Cristóbal, Estado Táchira, Venezuela, 2003.

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www.letramaestra.blogspot.com

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MANUEL IVÁN URBINA SANTAFÉ

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WWW.
[Escribir la dirección de la compañía] Página 1
Soliloquio
que Nancy no va a escuchar
Manuel Iván
Urbina Santafé

El cuarto era pobre y ordinario,


oculto encima de la equívoca taberna.
Por la ventana se veía la calleja,
estrecha y sucia. (...)

Y allí sobre vulgar y humilde lecho


fue mío el cuerpo del amor...

CONSTANTIN PETROS CAVAFIS

[DE LA FORMA]

Para contar una historia, empozada en lo que dicen que es la memoria, esa
especie de arcón que llevamos dentro, o lo arrastramos, y pueden
pulverizárnoslo fácilmente con un balazo, con unas cuantas copas, una
enfermedad terminal o haciéndonos zancadilla; en fin, para contar ese
tejido que vivimos trasteando y un día nos damos cuenta de que está ahí,
porque alguien sin querer, eso dijo, hala lo que parecía una motita y
resulta que se viene buena parte de la madeja, y en eso parece consistir la
imaginación, o el pensamiento, o cualquiera de los signos e imágenes que
se han usado para representar ese suéter viejo. Para contar lo que se
mueve en el pensamiento —démosle por ahora este nombre—, y contarlo
sin intermediarios, como se nos aparece en la cabeza cuando la siesta
termina y el culpable que nos habita se va a continuar sus deberes
mientras el ello se queda haciendo tiempo en la cama, se podrían omitir, si
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de un problema gramatical se tratara, todos los signos de puntuación, o


quedarse a lo sumo con la coma y el punto y seguido, que bien se puede
reemplazar por alguna mayúscula no clasista, porque entre los
pensamientos no hay mucha coordinación, ni les place subordinarse, sino
que se yuxtaponen, se vienen uno tras otro, uno sobre otro, se pisan, se
empujan, se encaraman, sobrenadan, al principio como unos pececitos
grises, de lo más aburridos, luego como un cardumen multicolor, y
muchos de ellos vuelven a su color originario, a merced del olvido, que
protagoniza tempestades silenciosas —y licenciosas— aparecen de barriga
cada cierto tiempo, flotando en la superficie del cesto de la basura.

[DEL CONTENIDO]

Uno guarda sus desvalidas esperanzas, y no está exento de cierto


patetismo, una mezcla de miseria y tristeza. Algo al menos debería placerle
al cielo que se hiciera realidad, pero generalmente no es así, o sucede
luego de que no hemos tenido reparos en humillarnos ante el destino, los
enemigos, los seres amados, los prestamistas, o quien sea.
Milimétricamente, lo que uno anhela no se cumple. Basta con desearlo, ya
lo dijo Betty Blue, para que nos sea negado. Y eso es más preciso cuando
la felicidad depende de lo que otro haga. Hasta pensar en esas cosas puede
parecer una cursilería, pero así es, no deja de ser una evidencia cotidiana,
cuando no le toca a uno, le toca a los vecinos, pero es mejor que nos
toque, así no nos hacemos mala sangre con la culpa, con la conciencia o
con esa lástima que arranca pedazos de alma, nos inmoviliza y al cabo de
todo no sirve para nada, no compromete, porque le basta al alma ese
dolorcito de meretriz que la limpia de pecados más negros que el cainismo,
y la prepara para seguir siendo indiferente frente a otros crímenes, puestos
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ya por obra en ese prostibulito recargado de luces, ceremonias y adornos


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maricones que es la vida.


[LOS HECHOS]

Ya había pasado varias veces por el frente de su casa, casi me la


arriendan, pero no, al final se la dejaron a un policía. Cuando tenía que
hacer una vuelta por Motilones, le imaginaba pequeñas variaciones al
recorrido para que coincidiera varias veces con esa cuadra, aunque
siempre encontraba la puerta cerrada y ya me habían contado que se
organizó con un novio de antes, y que se fue del barrio. Hasta de noche,
bien tarde, venía yo a su vecindario, cuando era menos posible verla.
Incluso le hice una visita de madrugada, en la hora más oscura me puse a
llamarla en voz baja, como si ella todavía ocupara su cuartico de soltera.
En esas me encontraba cuando vi aparecer por el extremo de la calle una
gallada grande y me tocó acostarme en el antejardín, cuidándome de no
respirar mientras pasaban; menos mal que esa vez no me dio hipo. Luego
me dediqué a mear todas las maticas del antejardín, con la conciencia de
ser vigilado desde atrás de la oscuridad. Yo de eso sí me alcanzo a acordar,
aunque no pareciera el mismo que vino tiempo después, modocito, a
sentarse en el sillón rojo de la sala, dicen que la vergüenza no tiene
conflictos con la memoria. Era diciembre, todo tenía un buen sabor, el que
dan los deberes escolares cumplidos, o la ausencia de deberes. Qué vaina
el tiempo, y cómo es de empalagoso cuando nos permitimos recordarlo,
cómo se adorna y le da por regresar a lugares de dudosa felicidad. Tal vez
sea porque en esos días primordiales madrugábamos para las novenas de
aguinaldo y alcanzábamos a ver el mundo humedecido: el musgo crecía
ante nuestros ojos, como si en todo el barrio Dios estuviera haciendo un
pesebre y nosotros fuéramos las ovejitas y los pastores, los carritos más
pequeños que patos de hule. Nos veíamos desde temprano, a escondidas;
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como para tener todo el día algo qué recordar, generalmente nos
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ofrecíamos para cuidarle la casa a la abuela, y nos daba una exploradera


hasta rara, de esas que sirven para aprenderse de memoria el cuerpo y así
andar palpándolo el resto del día en el pensamiento, y andar oliéndolo
siempre, hasta confundirlo con el aroma del barrio que bailotea en la
resolana de las once y al mediodía se seca, porque qué se va a poder oler
con ese puto bochorno, cómo recordar un cuerpo hidratadito si de lo único
que dan ganas es de empelotarse, no con buenas intenciones, sino para
escapársele al calor, nada más.

[FOTOGRAFÍA]

A veces posaba para la nostalgia, mi deseo era la cámara oscura. Estos


recuerdos evidencian ya un deterioro color sepia, y en pocos años
desaparecerán. Se dirigía al fondo del salón, dejaba la ropa junto a un
tablero, y desde allí sonreía con todo su cuerpo, especialmente con la
redondez acaramelada de sus senos. Yo la contemplaba desde el patio, sin
imaginar que aquella piel iba a realizar un viaje cuyo desenlace estaría
vedado para mí. Qué más podía desear, cómo iba a vislumbrar su
ausencia si no había tiempo en mis ojos para esas cosas. En uno de sus
trances daguerrotípicos, sacó del escritorio un libro de poemas que aún
conservo, Este libro se acabó de imprimir en Madrid, en casa de Manuel
Tello, el día XXVI de febrero del año de MDCCCLXXXV, después había una
viñeta, una antigua ramita de plomo. Lo recibí como debía ser, como un
objeto sagrado, pues perteneció a su padre fallecido, y yo compartía con él
mi nombre, haber sido educados en un seminario católico, el gusto por
deambular desnudos por el patio y otras coincidencias que sin duda
hubieran sido de provecho para los psicoanalistas. En las noches, a salvo
en mi cuarto, abriendo camino entre los escombros que interpone el
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tiempo, solía tomar el libro, acariciaba el empaste de cuero, me detenía en


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los rayonazos rojos que seguramente fueron las primeras letras de Nancy,
y comenzaba a leer las páginas en que el libro se abría automáticamente
por fuerza de la costumbre y las emociones de su lector primero. La he
vuelto a ver, tú prepararás mi lumbre, el mal siempre presente, la dicha
siempre ausente, adiós a ti, y oigas un nombre, el nombre ya olvidado que
dabas al que acabe de morir. Esas y otras claves vinieron a mí,
ennegrecidas, subrayadas por las mil lecturas que puede hacer el
desamor, las recibí de sus manos. Entonces, tocado por la historia,
nombré a Nancy bibliotecaria de Alejandría, desnuda tras de los estantes
incendiados.

[GAVIEROS]

Desde el cuarto principal, que un fantasma compartía con la abuela,


vigilábamos la puerta de su casa materna, los ojos cruzando la calle en
diagonal, cociéndose en el placer, o totalmente extraviados en su caldo.
Los amantes son gavieros de su dicha, pero generalmente la alegría apaga
el faro, y la madre irrumpe antes de que la falda esté en su sitio. A vigilar
hemos venido a este mundo, de pronto aquella mujer descubre que
estamos enamorados, esa otra se cuida de rozarnos con el sujetador
porque nota que en nuestra imaginación le estrujamos el contenido, o el
jefe averigua que nunca estuvimos enfermos, el policía adivina que nos
gustaría patearlo, la profesora se percata de que su escote levantó una
oleada de morbo que la acorrala contra la pizarra, mamá echa en falta
unas monedas. De pronto crucifican al culpable. Y cuando son dos los que
vigilan, porque quieren trabar la rueda del tiempo con sus desnudeces
gemelas, se convierten en un monstruo de grandes ojos y muchas manos,
que se amasa hasta obtener una textura uniforme, y no cesa de
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asombrarse —se nota especialmente en la tensión de los músculos del


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cuello— ante la amenaza de su propia eternidad.


[SUS EPIFANÍAS EN LA CIUDAD]

Ya desaparece de la memoria la ciudad, nada sostiene sus amados


lugares, igual que empiezan a flaquear los postes que ayudan a las
fachadas de las casas en ruinas. Los placeres con que nos celebrábamos
se silenciaron hace tiempo, y cayeron grano a grano, como las
habitaciones donde nos amábamos. El pasado no pudo mudarse a un
vecindario que se mantuviera en pie, y que fuese posible recordar. En esos
lugares, sin embargo, tuvo lugar el encuentro. Como un arco magnífico,
destinado al placer, se tensaba su vientre, la espalda era el eco. En cuanto
a la vida le resultó oportuno, no fueron pocos los dardos que hicieron
blanco en su afán de creer. Del sueño viajera, y de su piel, sus actos de
existencia, como suele suceder en estos viajes, no estuvieron exentos de
dolor. Entre tanto se escuchaban las voces de otros, que se amaban y
desamaban en las vidas contiguas.

[EL PASADO]

Antes de nuestro encuentro, Nancy vivía en un caserío lejano y


polvoriento, como una flor exótica ajena a muchas vidas apagadas por el
tedio. Tenía veinte años de ser morena y hermosa, dijo Raúl. El brillo de su
cuerpo, el deseo en traje de flores, la noble imponencia de su cuello, la
hacían reinar. El sol, que en aquellos lugares también es pobre, y el humo
de la estufa campesina, se confabularon para teñirla. No obstante,
iluminaba, y su luz era dura como el carbón de piedra, suave al tacto sin
embargo. Siempre aparentaba estar ausente de su reino, su vivir era
elemental espera, afán cotidiano su pobreza, su verdad ensueño.
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[LAS MUERTES]

Cuando pude volver a verla, nos separaba un cristal, ella en un féretro, yo


en otro, algo más grande, que los filósofos llaman el Ser, porque si una
parte está muerta de pronto de la totalidad se puede predicar que vive.
Ella no se movía y yo apenas aparentaba hacerlo. Parménides atinó a decir
que aquí dentro es imposible moverse, y cualquier ex-periencia contraria
no es más que a-pariencia, como ya lo demostró la tortuga. Está bien que
lo diga, la muerte cuando menos lo pone a uno a filosofar. Vi su naricilla,
que ella se sonaba hacia arriba, a diferencia de la mayoría de los mortales,
tal vez para respingársela, y me imaginé la de Cleopatra, “que está en
algún museo”. A los museos pertenecen los muertos, a nadie más por
supuesto, ni a la muerte, que no es un ente sino un estado, tal vez, pero
hay gentes que se consuelan velando solos a sus difuntos, recordarán
ustedes que ella tenía dueño en este valle. Por eso le puse bozal a mi pena
y la llevé enganchada de una correa, no sea que la muy perra se
sobreactuara, o se pusiera a husmear por ahí con otros perros, ni en la
sala la solté, la otra vez me hizo quedar muy mal, mordió a una señora que
nada tenía que ver conmigo, la pobre, solamente se acercó a ver si yo era
feliz. Cristal de por medio, la boca juguetona que años atrás repetía mis
versos adolescentes como si fueran conjuros, su boca y su rostro dulce, el
mismo pecho generoso —no me puedo quejar— en que me adormecía, sus
cabellos en desorden sobre una almohada humilde, a quién van a
pertenecer los muertos sino a quien pueda recordarlos, ese lunar sobre la
ceja fue un frecuente destino de mis besos. Ya sé que por el barrio anda de
civil un dios homicida que insiste en borrarme, comenzando por los
recuerdos, se pasea en una flamante camioneta roja, le pregunta a los
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niños y dedica piropos obscenos a las muchachas que salen a comprar el


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pan, ya está dando mucho visaje, lo peor es que a todo el mundo le hace
gracia verme de nariz contra una nueve milímetros. Perdónalos, Señor,
como nosotros perdonamos a nuestros deudores y olvidamos pronto
cuando nos ofendes. Con todo y eso, hice lo propio: me ocupé en desandar
los lugares que nos pertenecieron, amante en ejercicio de fantasma, a falta
de oficio conocido; pero los muros y sus lechos sin número nada me
permitieron recuperar de quienes fuimos entonces.

Yo de verdad estaba pasando peligros en esas calles, pero era por una
buena causa, cómo no iba a acompañarla ahora en su muerte si en los
últimos años había dejado de acompañarla en su vida, y ese detalle había
quedado en la impunidad. Que cómo la conocí, pues a través de un amigo,
dueño de una rubia que orina en un saxofón, Horacio, que suele estar
atento a las campanas, pues a menudo lo llaman a sexo de seis.

[LA PROMESA]

Sobre los escaños del parque, que hoy está invadido de maleza, flota la
promesa de ser amantes siempre. Si alguna vez esas palabras fueron
bellas, no tardaron en hacer agua y detenerse, como un barco de niebla.
Allí han fondeado desde entonces, ajenas a los escombros que les acerca la
tempestad.

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