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JUSTICIA ROJA

© Rodrigo Rojo, 2018


isbn: 265572018

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JUSTICIA ROJA
Los baluartes de Pinochet

RODRIGO ROJO
Somewhere over the rainbow,
Way up high ....
Adiós Cuba
11

Maximón
43

De puerto en puerto
67
ADIÓS CUBA
En la localidad de Vedado vivía ella. No era difícil llegar, a
cierta hora la policía realizaba controles aleatorios, pero siempre
estuve tranquilo. Nunca vi detener ni controlar a un Lada; el mío
era color amarillo mostaza modelo 1600 del 69, fiel de motor, de
carrocería: un clásico de la antigua Unión Soviética.
La reciente lluvia, junto al calor del infierno, me hicieron
respirar, a medio diafragma, vapor y una mezcla a humedad y al-
cantarilla por la avenida Allende. Incluso mi parabrisas se dejaba
vencer, obligándome a una pausa en un paladar para beber una
Cristal cubana y fumar un habano Trinidad. Me restaban pocas
horas antes del retorno.
Compay Segundo y unos Son de fondo. En pocas horas dejo
mi ciudad a cambio de smog, micros amarillas y comerciantes en
el paseo Ahumada. Bocanadas de mi propio humo y recuerdos de
una isla que tantos años me acogió. Planificar los cigarrillos para
el viaje. Por lo menos unas cajas y algunos Cohiba del mercado
negro. Pasaron los minutos, la lluvia, pero la humedad nunca
cesa, como nunca cesaron tampoco mis ganas de ver siempre a
Valentina. Por nada querría despedirme de ella, no querrá nunca
más saber de mí, pensé todo ese día debido a que falté a mi pro-
mesa de no volver a mi país.
El Lada estacionado para emprender camino a la escale-
ra de la universidad, aquella de tantas y mil un historias que

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nos contamos, parece que fue ayer cuando caminábamos desde
el Malecón sin métrica. Pero en aquel momento fue el tiempo
nuestro principal enemigo. Mientras reflexionaba esto, venía
caminando de lejos solo como ella lo hacía, sin dudar tomé mi
lumbrera junto a un Cohiba fuerte, unas bocanadas junto a una
historia que explicara mi viaje. Recuerdo que caminamos desde
la Universidad de La Habana hasta el Malecón. Temí decir la
verdad, podían matarme si se sabe que he vuelto a investigar
asuntos relacionados con los compañeros del partido y sus des-
apariciones, seguí pensando.
—Hola cariño —me saludó con un beso, con su maravillosa
lengua que era inconfundible, esa que activaba los mejores re-
cuerdos y sensaciones, besos de borracheras en El Floridita «La
cuna del daiquirí», tal como lo escribió el propio Hemingway en la
Bodeguita Del Medio. Tus besos y los mojitos eran de otro plane-
ta. Si no fuera por Valentina jamás habría conocido a Ernest.
—Hola cariño —le respondí en milisegundos mientras pensé
todo eso, la forma y el fondo de cómo iba a darle la noticia de
mi partida. Ya en su habitación desnudos, a menos horas para mi
vuelo, un Lada y un gran amor que abandonar, no obstante mirar-
la no me cansaba. Recorrí sus facciones, los detalles de sus lentes,
las imperfecciones de su maquillaje, los secretos que escondía
su mirada, los silencios que siempre para mí fueron un misterio.
Miles de veces me pregunté qué pensabas tanto en tus silencios,
pero a la vez sabía que su mudez era parte de ella y eso también
lo amaba.
Mi putita playboy, me encantaba su sexo y cómo me trataba a
veces, como un chileno comemierda pequeño burgués, de cómo
me cogía a 43 grados, olor a café recién tostado, tabaco del bueno
y nuestros labios a sabor a jugo de frutas después de una pausa
sexual para recobrar fuerza y vigor. Su cuerpo desnudo, su piel
erizada, olor a coño de lo caliente y sus manos llenas de líneas,
húmedas, así como su espalda y abdomen después de tanto fifar.
Le confesaría: dentro de ti siento que somos uno, quisiera siempre

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habitarte, mirar tu cara, tu mirada perdida, tu fuerza cuando en-
trelazas tus dedos en los míos, sus piernas como se contorsionan
cuando logras llegar solo donde tú sabes llegar, sentirte como el
tomate a las humitas, la mantequilla al pan tostado, como las bur-
bujitas que se forman cuando se rompe la ola en la arena y suena
chispeante hasta más no poder. Nada como nuestros cuerpos lle-
nos de sudor y quedar sin aliento.
De golpe me coloqué los pantalones, ella ciñó su brasiere. Era
la despedida. Montamos su Chevy y condujo por aquel camino
oscuro, lleno de vegetación y de historias de amores que muchas
veces no tienen una segunda oportunidad o son sin retorno a esta
economía ya extinta. Miré por el retrovisor al camino, observé
cómo se consumió la colilla de mi último cigarrillo, igual que
nuestro adiós desde la Plaza de la Revolución al aeropuerto José
Martí, como si intuyera que podía ser nuestra última vez. Valenti-
na estacionó a un costado del camino y en poco tiempo volvimos
por más sexo. Ataqué su cintura y su cuello, me obsequió su es-
palda como una guitarra deseosa de ser afinada, disfruté sentado
desde mi asiento el felatio experto, de arriba a abajo, circular, con
su lengua de manera increíble, mirándome siempre buscando el
contacto. También me bebí su sexo, mordí su clítoris metiendo
mi lengua lo más profundo que pude, mientras mis dedos se per-
dieron por todo lugar que ella quiso que entrasen, cada segundo
fue un regalo extra para ambos. Un último abrazo logró cruzar su
cuerpo para abrir la manilla y con un leve movimiento me abrió la
puerta de su lindo Chevy personalizado.
—Anda, Rojo. Ve a tu país a resolver tu asunto ese, intenta
no morir —fueron sus últimos deseos a su estilo romántico re-
volucionario—.Yo no lloraré por ti. Tampoco esperes nada de mi
parte, solo espero volver a verte —sentenció antes que me bajara
en las puertas del aeropuerto asombrado de que lo supiese todo.
Un Yak-40S2, matrícula CU-T1202 en la loza del José Martí
me esperaba para despegar al Chile democrático, pero temí fuese
el mismo país que dejé hace una década. Todos deberían volar

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alguna vez por el Caribe en un avión cubano o soviético, te pueden
ocurrir dos cosas: te vuelves a la fe divina o te desapegas de todo,
pero sin duda no te deja indiferente.
No existe nada más deprimente que un vendedor en Chi-
le: desganado, sin motivación y con sueño, café en sobre que no
sabe a nada y el emblema del hambre hecho sándwich, el famo-
so «aliado». Me dieron ganas de preguntar qué coño pensaron al
bautizar un pan jamón con queso con ese nombre. Me sonaba a
guerra fría en tono de paz.
Paseo Huérfanos y aún quedan en las galerías muchos luga-
res donde planificar una cita para concretar el plan investigativo,
nunca pensé volver a seguir a un militar.
El Quijote, ese fue el local elegido para la cita, a pocas cuadras
del Paseo Ahumada, casi llegando a la Plaza de Armas, y tenía
tiempo para una lustrada de zapatos, fumar un Cohiba y leer algo
de noticias. En Chile se volvieron a dar conciertos de música, me
pareció extraordinario que el pueblo pudiera gozar y rumbear,
sentí un enorme placer al lustrar mis zapatos. Es una sensación
indescriptible, además ver cómo el lustrabotas aplica ungüentos
y con sus propias manos llenas de betún sacan brillo con tanta pa-
sión por tan solo un par de monedas. Después de todo este viaje
no sólo era trabajo. Tengo algunas tradiciones que me conectan
con un pasado en formato de lagunas con este paseo peatonal en
la época más dura.
—Qué rico huele el tabaco —comenta el afanado y amistoso
lustrador, mientras pude ver mi cara en los zapatos con el res-
plandor que quedó después de tanto bolear.
—Es tabaco cubano le respondí —me miró feo cuando le dije
cubano.
—Estamos listos con la lustrada —indicó el amable señor.
Saqué de mi chaqueta una cajetilla a medio terminar y se la
dejé en el pequeño asiento junto a un par de monedas antes de
entrar al famoso restorán a pasos de la galería.
Olor a carne frita y café en polvo fueron mis hospitalarios

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de bienvenida al entrar al comedor. Paredes de espejos, butacas y
mesas empotradas con servilleteros de metal y papel transparen-
te, junto a salseras pequeñas y a recipientes con ají. Sin cigarrillos
cubanos, pedí un Viceroy corriente con un café sabor a petróleo.
Me regalaron unas pequeñas masas fritas llamadas sopaipillas
que son exquisitas untadas en el café, no así la mancha de aceite
que queda en la taza. La mesera limpiaba los ceniceros y mos-
traba el culo cada vez que podía con cada comensal que entró al
restorán, muchos de ellos de aspecto sucio y a mal traer, al menos
así lo recuerdo.
Una mano tocó mi hombro apretándola de tal forma que no
me dejó voltear.
—Hola, Rojo —exclamó con todo mi asere Francisco «pancho»
Fierro.
Si bien asere es coloquial y a muchos no les gustaba, con Pan-
cho nos unía más que una amistad, una vida de lucha y otras histo-
rias intramuros. Nos fundimos en un triple abrazo fraterno que me
hizo viajar muchos años atrás, cuando nos dábamos los abrazos en
aquella escalera caracol de mármol y fierros fundidos en los pasa-
manos en la Gran Logia de Cuba, en el apartado 3080 de La Habana
en la que Pancho nos agasajaba con unos inolvidables ágapes cuan-
do ejerció el cargo de cocinero y yo el de Gran Secretario.
—Pequeño burgués comecandela, ¿dónde está Valentina? —
preguntó.
Le respondí que no sabía de ella, le cambié el tema.
—Me tenía otro asunto en Chile —exclamé—, ¿qué sabes de la
misión cocinero?
—Vas muy rápido, Rojo. Este es mi negocio, mi pequeño pa-
lacio, no hablaremos acá, ¿recuerdas aquel sitio de las escaleras
infinitas en la Alameda del que me hablabas miles de veces cuan-
do rumbeábamos en calle Obispo en La Habana? Bueno, ahí te
espero mañana al caer el sol, estamos muy cerca de acá —excla-
mó Pancho y prefirió sacarme de su restorán de manera rápida.
Después de todo muchos se quedaron en Chile dando la pelea en

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la dictadura, mientras muchos nos fuimos por distintas razones,
unas más o menos dolorosas, pero no estuvimos acá. Lo entendí
perfectamente.
Tenía muchas horas para adelantarme a la misión. La contra-
inteligencia me ayudó a investigar sobre a quién seguir la pista,
llegando así al apellido Ortúzar y al paradero de los compañeros
caídos en detenciones e interrogatorios. Sabido era que Ortúzar
nació en la calle República cerca de la intersección con Blanco
Encalada, pleno barrio hípico, y que después de su paso por la
Escuela Militar hizo toda su carrera en la ciudad de Antofagas-
ta, para terminar en el regimiento de calle Emiliano Figueroa con
calle Coquimbo, en pleno barrio 10 de Julio, barrio que sin dudas
guarda secretos para la confección de un perfil de investigación
que hasta el encuentro con Pancho era muy poco lo que poseía
como antecedentes. Por tanto fue de vital importancia recorrer
ese barrio. Ahí estaba el famoso y mítico Blue Moon, Night Club,
un pequeño, pero sofisticado burdel, tipo topless con las putas
más simpáticas del barrio centro de Santiago, además con variada
y amplia experiencia en milicos junto con vodka limón. En Cuba
les llamamos jineteras, que antes de la revolución se llamaban
putas. Con Batista y la política de los juegos, casinos y otros era
muy común. No obstante, con Fidel se intentó dar un cambio,
pero después del bloqueo y la caída de la Unión Soviética la re-
aparición de la prostitución incluso es parte del apalancamiento
social. No obstante, en todo el mundo hay comercio sexual, en la
isla se le llama sex tourism in Cuba. Entrar al local nocturno fue
como ingresar a un polvorín, literalmente estaba lleno de pelados
hasta grandes dignatarios de la milicia, aquellos que usan bigotes
demostrando sus grados de poder. Regresé por el pasillo nueva-
mente hacia la calle y le dije al taxista del Peugeot 404 de caja de
cambios al volante que me esperara 30 minutos en la puerta del
Colegio Hispanoamericano, a un par de calles del Blue Moon.
Un cabrón de camisa blanca a tablas en su solapa, botones
a punto de explotar, de dientes y anillos de oro, de semblante

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semiserio con bigote grueso, que evidentemente había teñido, sin
espacio al silencio, me dijo casi gritando:
—¡Hoy no atendemos público! Así que ¡buena suerte ami-
go!—¡¡¡¡Soy invitado de Ortúzar!!!! ¡¡¡¡Ando de paso!!!! —le con-
testé con tono firme—. Así que no hay problema —exclamé con
tono marcial, pero amigable. Los ojos del cabrón casi salieron de
sus órbitas y tras un llamado telefónico desapreció por una cor-
tina aterciopelada. Sentí que demoró los 5 minutos más largo de
mi vida para pronto salir con dos mujeres, una bandeja de acero y
una botella de pisco control etiqueta negra 35 grados.
—Pase, mi buen amigo —dijo con tono cortés— los demás in-
vitados llegarán más tarde. Ambas mujeres me condujeron por
pasillos cuyas paredes estaban tapizadas de alfombra roja, puer-
tas blancas, gemidos, gritos, risas, orgasmos, vasos en brindis,
festejos, y conversaciones que solo las putas saben tener con sus
clientes más regalones.
Entramos a un pequeño aposento que seguro llevaba años
sin ver una pisca de sol, invadido por el olor a cenicero y alcohol
que escaseaba el aire fresco. De la nada un hombre muy delgado
con un habano apagado ingresó con dos bebidas cola, dos tónicas y
un recipiente con cubos de hielo. Sin darme cuenta tenía a las dos
mujeres sobre mí, besándome por todos lados, escudriñando en
mis bolsillos que evidentemente no tenían nada. Por un momen-
to ambas mujeres me hicieron viajar al placer, manos expertas
recorrían mi pelo, mi barba, pero lo mejor de todo: compañía ex-
perta que no venía mal.
—Señoritas, un gusto conocerlas —expresé mientras una de
ellas se disponía a dejar su chicle en un cenicero para darme
una mamada. Por mi parte, con el culo en dos manos, me predis-
ponía para preparar unas piscolas cuando ingresó nuevamente
el hombre delgado con un plato con limones en rodajas. Evi-
dentemente la inspiración sexual mía se aminoró, no así la de
las damas. La segunda chica sacó una caja craquelada que en
su interior contenía una pequeña bolsa con cocaína, la esparció

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sobre una mesa de vidrio en tres líneas más o menos gruesas:
una para cada uno. La chica sentada en mis piernas aspiró dos
de un viaje y volteó besándome. Algo en su saliva adormeció
mi lengua, la otra acompañante consumió el restante, pasando
su dedo húmedo por la mesa chupando las sobras frotando sus
encías de manera desesperada. Música de fondo y las mujeres
comenzaron a bailar The Final Countdown de la banda sueca
Europe. En ese minuto decidí comenzar mi interrogatorio para
saber sobre el paradero de Ortúzar. Enseguida en el diálogo las
mujeres coreaban a dúo It’s the final countdown, The final count-
down, al parecer el compilado se lo sabían de memoria. Carrie
fue siguiente tema, al oído en susurros la mujer que más cerca
estuvo de mí en la pequeña fiesta me indicaba que el Coronel
Ortúzar estaba en retiro y que no se ha dejado ver hace tiempo,
mucho tiempo, y que en el Blue Moon es muy difícil que consiga
información fidedigna, que pruebe en la ciudad de Coquimbo,
en el cerro Vigía, que allí vive su hija, que posiblemente algún
día lo podía ver ahí. De todos modos me aseguró que jamás se
dejaría ver tan fácil. Era hábil y desconfiado. La información me
costó varios billetes de 500 pesos.
Se sabía que Ortúzar tenía un modo de operar muy conocido
entre sus víctimas, sobretodo su forma particular y cruel de tor-
tura. Debía obtener un mínimo de información sobre el paradero
de los cuerpos para que organizaciones de derechos humanos y familias
pudiesen brindar digna sepultura a sus deudos. La misión se con-
virtió en un imperativo ético frente al dolor, pero también a la
falta de información producto de los pactos de silencio de los al-
tos mandos militares. Tres combinados fuertes, 7 besos dobles,
3 bailes, unos agarrones y una ventana que miraba a la calle del
regimiento blindado de calle Emiliano Figueroa, fueron testigos
por donde escapé hacia mi taxi que por razones obvias ya no es-
taba. Caminé hacia avenida Matta para luego coger un auto con
destino a una vieja hostal del barrio de los Jacarandá del famoso
barrio Brasil junto a su linda plaza.

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Pocos días de gestiones con amigos de la embajada de Fran-
cia para obtener un Renault R5 de color amarillo fabricado en Va-
lladolid. Me condujo a Coquimbo, viaje que por cierto descubrí
que entre Tongoy y los Vilos son muchos kilómetros, que a punta
de aceitunas y queso de cabra pude sortear el hambre. Casi nue-
ve horas de viaje hasta La Serena para alojar e idear un plan que
hasta ese minuto no tenía del todo elaborado. Ricas papayas en al-
míbar para endulzar el recuerdo de Valentina, de la que no tengo
noticias hace muchas, muchas semanas.
Gran cantidad de subidas y calles cerradas tiene el famoso Ce-
rro Vigía, cada curva encerraba vecinos y amigos que disfrutaban
del sol matutino, cada cuadra se llenaba de aromas a sofritos, ca-
zuela, pan tostado, arroz graneado y, el más característicos de to-
dos, los porotos con rienda en una olla a presión marmicot. Mura-
lla verde, reja blanca y enanos jardineros de adorno en la entrada,
un grifo con claros indicios de una tarde llena de niños jugando
con agua. Había llegado.
—Aló —grité con voz de funcionario público. Una muchacha
joven, de menos de 30 años, se asomó en pijama indicando que la
reja se encontraba abierta.
Me presenté como funcionario del Hospital Militar. Aquella
joven se presentó como Isidora. Inmediatamente me hizo ingre-
sar. Por primera vez pude conocer por fotografías al famoso coro-
nel Ortúzar. En su casa tenía figuritas de todo tipo: lobos marinos
de Cobquecura, saquitos de abundancia de Puerto Montt, paños
que cubrían electrodomésticos, conchitas y una pequeña ventana
que daba al mar, testigo de la verdad que ocultaba aquella casa.
—El motivo de mi visita es el servicio de seguimiento a los
adultos mayores varones que han interrumpido sus controles mé-
dicos y el señor Ortúzar además presenta hipertensión grado III
del tipo severa —exclamé con verdad—. Contarle además que te-
nemos convenios en cada región de Chile y planes que garanticen
su bienestar —discurso que repetí decenas de veces de camino en-
tre Tongoy y Los Vilos. Por algún momento me creí funcionario

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público, pero era cierto que jamás nadie irá a tu casa a ofertarte
un sistema salud, menos en Chile. No obstante, la urgencia valía
la pena y el riesgo del plan era de todo o nada.
Isidora atentamente me miraba y asentía con su cabeza. Algo
me hacía sospechar que fue advertida miles de veces por el boina
negra de su padre. A ratos cubría con sus manos la falda y tapaba
su escote a mis sutiles pero punzantes miradas. Era joven, delgada,
blanca y de muchas pecas.
Me dejó explicar todo mi discurso y me invitó a la cocina.
Terminaba de condimentar una comida. De trayecto vi ropa de
niños, mochilas y tareas escolares sobre la mesa. En un silencio
tenso me dijo a secas:
—¿Buscas a mi papá para matarlo? —mientras revolvía una
olla y agregaba pequeños trozos de zapallo, vertió unas tazas de
arroz y unos cubos perfectos de zanahoria.
—Claro que no quiero matar a su padre —exclamé— pero me
urge saber de él.
De pronto, en el umbral de la puerta aparece una pequeña
niña pidiendo su leche, a lo cual ella maternalmente amparó en
sus brazos y me increpó:
—Mi padre ha cometido muchos errores, pero él es mi padre
y no quiero que lo maten. Solo espero que ahora que ha retorna-
do la democracia se sepa la verdad, pero no quiero que lo maten
—insistió.
A lo cual respondo que él sabe muchas cosas que podrían
ayudar para encontrar el paradero de unos amigos delosque no se
tiene información después de detenciones e interrogatorios. En-
contrar a este Ortúzar ha sido una corajuda joda, pensé. Su hija,
en silencio, con la pequeña niña en brazos, me indicó que su pa-
dre llevaba un par de semanas en Panamá, pero que desconoce su
paradero. Agregó que ella es su única hija, que necesita le haga
una promesa.
—Pase lo que pase con mi padre, necesito saberlo —dijo.
Me acompaña y me conduce hacia la puerta, se devuelve para

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pasarme mi falsa carpeta militar para anotar con un lápiz azul Bic
una dirección en Avenida Bulnes, pleno centro de Santiago, donde
podría obtener información sobre el retirado coronel.
En su mirada silenciosa supe que mi visita marcaría un an-
tes y un después sobre el destino de su padre. No obstante, como
cuando Judas vendió a Cristo, fue ese el momento en que a ciencia
cierta, en su fuero interno, supo que estaba haciendo lo correcto
y quería verdad, pero con justicia.
Marcha atrás en mi Renault 5 hasta llegar a la calle que baja-
ba directo desde Coquimbo a la carretera, esperanzado sobre el
destino de Ortúzar y a la dirección en Santiago. Además en Pana-
má tenía muchas posibilidades de volver a La Habana y dejar hasta
ahí la puta misión en manos de otro agente. Ir tras los pasos de un
ex agente de inteligencia militar me tomó tiempo, motivación y
energía. Conduje con una mano, el frasco de papayas en mi en-
trepierna, del cual comí y bebí hasta el fondo para pasar el trago
amargo. Entré al sector de La Canela, saqué de la guantera docu-
mentos, cigarrillos, el encendedor a bencina blanca para luego
estacionar en el mirador. Detuve el motor perdiendo el auto en
un punto ciego a la carretera para no ser observado y disfrutar
en pocas bocanadas un cigarrillo tras otro, girando el cilindro
de mi filtro entre mis dedos y observando las pequeñas vetas de
humo que escapan. Dormí unos veinte minutos para pensar en
Valentina y las inmensas ganas de que ella estuviera acá en Chile
conmigo, disfrutando juntos del mar, la vista, del viento imperio-
so de esta zona, o que simplemente me fundiera con un profun-
do y estremecedor abrazo. Su risa que a cuadras se podía oír, su
inteligencia por sobre el promedio de las demás mujeres que he
conocido y su desarrollo emocional para contenerme cuando ni
siquiera yo puedo conmigo. Nuestro sexo por las tardes, nuestras
tardes o simplemente ella sentada en mis piernas disfrutando de
nuestros besos.
Antes de que me embargara la melancolía y el viento no me
dejase salir del auto, salí del Renault que se estremecía por el

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viento, cogí un bidón lleno de nafta que llené en La Serena para
verterlo todo en los asientos traseros. Del bolsillo de mi remera
saqué mi último Viceroy, que de dos fumadas fue suficiente para
arrojarlo al interior del auto. Cerré la quinta puerta para así ha-
cerlo estallar sin dejar rastro para emprender el retorno a Santia-
go y planear mi viajé a Balboa, Panamá.
Era un miércoles, desde mi ventana podía observar la torre
Entel, los techos oxidados, un par de gatos congelados y, acompa-
ñado de una antigua cafetera manual, calenté en un anafre algo
de Águila Roja de Colombia con ese olor tostado que amerita un
Cohiba. Cuánto extrañé en ese minuto la fruta al desayuno: man-
gos, guayabas, una maracuyá, menos mal tenía reservas de café
y cigarrillos. Fue lo más cercano al trópico de cáncer que podía
obtener en el frío y gris Santiago.
Mi libreta del caso Ortúzar se iba completando de a poco.
Con ayuda de Pancho Fierro podía llegar al aeropuerto y trazar
un itinerario, pero antes debía reunirme con él. Para aquello esa
mañana caminé por el bandejón central de la Alameda. Había ol-
vidado lo entretenido que era mirar las micros por Calle Bandera,
las puertas giratorias de bronce del Banco del Estado, la pileta del
paseo Ahumada, los espejitos del techo del Eurocentro y tantos
lindos detalles de la calle Nueva York junto a los floristas que so-
breviven del poco amor que queda en esta ciudad. Junto al reco-
rrido, espero fuera de aquella puerta con el escrito en la pared: el
número 777.
Nunca supe cuántos escalones tenía ese boliche, pero sí estoy
enterado de que debía pedir una jarra de borgoña con empanadas
fritas de queso, mientras en una pequeña mesa escribía pensa-
mientos y esbozos de cómo me enfrentaría a Ortúzar. Dos escola-
res con barba fumaban afanadamente y conversaban sobre televi-
sión. Pobres pendejos, no saben cómo pierden su tiempo viendo
la caja maldita, cuántos recuerdos de este lugar en mi adolescen-
cia, mientras tanto Fierro me daba la señal de que debíamos partir
a Av Bulnes a coimear a un milico para obtener una carpeta con

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la dirección e identidad del ex coronel en Panamá. Además cerca
había una tienda de cacería que un ex compañero de la Jota ad-
ministraba desde 1985 cuando el FPMR asaltaba armerías para
derrocar a Pinochet y otros personajes de la dictadura. Ahora en
democracia era más complejo obtener un arma. No antes de par-
tir nos acabamos el brebaje de frutillas con vino.
Caminando por la Alameda e ingresando a territorio mili-
tar, en plena plaza cívica, lo primero que vi fue la llama de la
libertad, esa que estuvo en el cerro Santa Lucía para que la ciu-
dadanía viera que había sido derrocado Allende y que vivimos
en libertad del marxismo. Nunca la vi ahí, no conozco el Santa
Lucía, pero se dice que el mismo Pinochet la encendió con los
otros miembros de la junta. Un militar de 18 o quizá 19 años la
custodia con una Gewehr 57, de fabricación suiza. No le quita
la mirada a ningún peatón que se queda más de unos segundos
mirando la flama.
El mismo contacto que nos dio la papelería para el montaje
en Coquimbo, nos proporcionó nuevos datos del posible parade-
ro del coronel, mientras Pancho Fierro consigue una Astra A-80
de origen español. Entre tanto, entraron corriendo seis militares
rasos al edificio, activando la alarma de que en la armería de la
esquina se encontraba un terrorista. Conchetumadre, exclamé,
hasta acá llegamos, alguien nos traicionó o algo salió mal, pensé
de inmediato. Me devuelvo y tomo la primera calle que me lleva
a Zenteno, pero vi muchos milicos moverse regresando por Ta-
rapacá. Pensé: estoy seguro de que me siguen a mí. Y entré a lo
que al parecer sería un cine alternativo. En una pequeña bodega
esperé por horas entre baldes, traperos, algunos maniquíes y bu-
tacas rotas. No sé cuántas horas estuve escondido, mi paranoia
estaba a mil, escuché helicópteros además de balizas por todos
lados.
Mucha gente estaba trabajando en el supuesto cine. Fue mi
oportunidad para escapar por calle San Diego. Entre galerías de
libros logré salir nuevamente hacia la Alameda, sorteé muebles,

ADIÓS CUBA » 25
sillones, veladores, entre otros, por calle Arturo Prat. Mirando
hacia atrás incluso vi Los Sacramentinos cómo se alejaba cada
vez más y más.
—No tengo con quién coño contactarme para saber de Fran-
cisco —alegué en silencio mientras corría a toda prisa
La mañana siguiente abrí los ojos y no me pude el cuerpo:
molido muscularmente, sin cigarrillos y buscando por todos la-
dos alguno a medio terminar, pasé largos minutos mirándome en
un pequeño espejo en el baño. Mi cara me delata, estoy muerto,
hubiese preferido ser yo el encarcelado en vez de Pancho; por
ser cubano seguro lo harán mierda en el interrogatorio, es lo que
pasaba por mi cabeza, seguro lo tirarán a la parrilla, pensé recu-
rridamente y, contra todo protocolo, pensé en ir a su restorán.
Ahí podían saber algo sobre su paradero, aunque después lo re-
capacité y sería ese el primer lugar al cual irían a buscarme. De-
cidí entonces volver al Paseo Bulnes, lugar que pocos saben que
hubo una masacre en los años 40 donde murieron trabajadores
en la lucha laboral. Temí por mi vida y por engrosar la lista junto
a Fierro. Justo cuando me disponía a tomar La Alameda un tipo
medianamente joven de aspecto inofensivo me siguió evidente-
mente. En un kiosko pedí tres cigarrillos sueltos, dos dulces Alka,
hice tiempo en abrir la envoltura. Golpes al cigarrillo con el filtro
para su apretado. Ganando tiempo para ver si aún me seguían,
pedí lumbre al vendedor, tomé una gran bocanada de humo y me
abordaron de frente.
—Rojo, tengo que hablar con usted —dice con voz tensa pero
comprensiva—. Soy sargento primero. Estaba ayer en la calle Por-
tal de Guías que cruza el edificio militar. Soy el contacto de Fierro.
De milagro solo está detenido, lo tienen en una unidad policial
militar, pero está bien. Hoy pude verlo y es probable que lo suel-
ten mañana en cualquier lugar después de una pateadura, de eso
no se librará —me pidió que informara a la cúpula, pero además
pidió que quemara todas las evidencias—. Esto se pone color de
hormiga, Rojo —indicó con temor—. Seguro ahora cagamos todos

26 » JUSTICIA ROJA
—volvió a exclamar esta vez con tono de amenaza. No era la pri-
mera vez que militares ayudaban a causas humanitarias, ya en el
86 muchos milicos tuvieron contacto y trabajo en enlace con gru-
pos de izquierda revolucionaria intentando así ayudar al retorno
de la democracia.
—Pásame la libreta donde tienes todo anotado. Nombres, di-
recciones y mapas— conteste mirándolo a los ojos que ya me ha-
bía deshecho de toda evidencia—. No soy huevón —rematé.
Le pregunté por qué quería encontrar a Ortúzar y me contestó:
—¿Seguro quieres saber? —con una mirada pidiendo a gri-
tos que le contestara que no—. Eres curioso, Rojo, me gusta eso.
Te contaré —dijo mirándome a través de sus lentes Ray Ban,
seguramente comprados en algún contrabando al interior del
ejército.
—Hace 10 años, Ortúzar, en un interrogatorio en la calle Al-
mirante Barroso, a pasos de llegar a Moneda, obligó a un grupo
de jóvenes milicos a torturar a un periodista, lo recuerdo bien
—me relataba mientras fumaba pausadamente—. Aquel edificio
se usaba como fachada de clínica, pero era realmente un centro
de interrogatorios y laboratorios químicos —expresó el militar
mientras apagaba decenas de veces las colillas retorcidas y que-
madas en el cenicero. Frente al monumento de Los Héroes de la
Concepción nos sentamos mientras las micros, taxis, vendedores
y gente circulaba.
—Era un interrogatorio habitual. Uno más de tantos. Los
jóvenes milicos debían dar a lo más unos cachazos de culata y
unos palmazos, pero de un momento a otro todo cambió. Ama-
rrado el periodista sin posibilidad de nada, mover, mirar y se-
guro aturdido, Ortúzar tomó un cuchillo corvo y lo encajó en
su antebrazo; un grito estremecedor quedó silenciado en aquel
cuarto escuro y húmedo.
—Con una pinza kocher del tipo cangrejo, Ortúzar tomó sus
tendones y a carne viva los tiraba de manera retráctil de modo que
el profesor movía involuntariamente los dedos de su mano, los

ADIÓS CUBA » 27
lamentos y súplicas aún rondan mi mente —relataba el soplón
con cara de pena, a esa altura comencé a creerle.
»Cuando en tortura el victimario saca tu venda es que te ter-
minará asesinando y tal cual el coronel retiró el antifaz del deteni-
do, quedando este a rostro descubierto, dando lo mismo si era de-
velada su identidad. Su destino era evidente, la muerte era segura.
»El periodista cuyo nombre nunca supe, suplicaba con los ojos
cerrados que no quería ver quiénes eran, que nunca hablaría, que
guardaría silencio. Pedía clemencia. Ortúzar a más ruegos y súpli-
cas se tornaba más salvaje, se puso como un animal —relataba— al
punto de que desde un mueble sacó una caja con amperímetros
conectados a una batería de camión que estaba bajo la mesa, hizo
conexiones de cables para después enlazar con unos perros me-
tálicos a la pinza, dando golpes eléctricos directamente al hueso
y tendones de la víctima. Un grupo de pelaos lloraban en silencio
al ver el cruel escenario, por esa clínica pasaron extranjeros, en-
tre ellos brasileños, enseñando las más cueles técnicas de tortura y
técnicas de aborto a mujeres detenidas. Se sabe también que mu-
chos detenidos de Valparaíso también pasaron por esa clínica del
terror. Una vez que eran torturados en el buque escuela Esmeralda
u otros navíos, eran llevados a la clínica para el remate.
»Ortúzar dejó la máquina encendida y ordenó dejar al prisio-
nero solo, sacándonos a todos incluido él para nunca más saber
del detenido. Luego de ese episodio nunca más nos llevaron a ese
centro de tortura, como militares nunca más se habló del asun-
to, nos hizo jurar silencio o matarían a nuestras mujeres o hijos.
El silencio nos embargó. Desde la estación de metro Los Héroes nos
habíamos trasladado a la esquina de calle 18 con Alameda. Una
cajetilla de Viceroy había sido consumida, pero nuestros comple-
tos italianos y Pilsen estaban intactas.
—Ortúzar es un cabrón, sabe que lo buscan, pero jamás ha-
blará, pierdes tu tiempo —me exclamó con tono empático—. A
las 6 am, en la calle San Borja en la Estación Central estará Fierro.
Lo abandonarán en el sector de las bodegas ferroviarias. No llegues

28 » JUSTICIA ROJA
antes. Si la patrulla te atrapa no correrás la misma suerte. Soy de
los tuyos, Rojo. Acá tienes las llaves de un auto para que recojas
al malherido de tu amigo.
Un Fiat 125 coupé argentino fue el encargado de llevarme a
calle Borja, barrio de terminales de buses. Era el horario en que
las personas viajan a regiones a pelar el ajo como se dice popular-
mente en Chile. Eran las 4 am por la Alameda de los nocturnos,
pavimento húmedo y semáforos en verde, el rugido de la terce-
ra marcha a toda velocidad cruzando la Estación Central. Deci-
dí continuar hasta Las Rejas para virar nuevamente al oriente y
probar mi auto favorito, fuerza ítalo argentina, con el miedo ins-
talado de que siempre puede ser mi última noche en esta ciudad.
Si hoy muero, pensé, no quiero que Valentina sepa nada de esto.
Esquina Arica sobre la platabanda de costado y un Viceroy tras
otro espero la salvación de mi amigo Fierro.

» » »

05:27 y un Chevrolet Omega tipo Opala de fabricación brasileña,


de color negro se detiene y bajan a Pancho dos tipos encapucha-
dos. Lo ponen de espalda, lo bajan de rodilla apuntándolo en la
cabeza con unas MAC 10 con silenciador. Inmediatamente apa-
gué mi cigarrillo e inhalé el humo.
Entre 10 y 20 segundos ponen a Pancho Fierro manos en la
nuca y le pegan una patada a la altura del occipital. En el suelo lo
pisan, tumbando su cabeza contra el pavimento. Apenas asomo
mi cabeza. Los tipos miran a todos lados y suben al auto. Arran-
qué el motor con las luces apagadas y contra el sentido del tránsito,
marcha atrás, crucé mi cuerpo por el copiloto hasta la puerta y
jalé la manilla plateada característica del modelo y le grito: ¡Fran-
cisco!, soy yo, Rojo.
Se acercaban las fiestas patrias, pasaron un par de meses del
secuestro y tortura a Francisco «Pancho» Fierro, y todo estaba
listo para partir a Panamá. Solo 2 días para encontrar a Ortúzar

ADIÓS CUBA » 29
y hacerlo hablar, nadie apuesta a la confesión, pero viajé seguro,
algo de Justicia Roja quedará en su vida.
Arriba de un Ladeco Boeing 737/300 vuelvo al Caribe, pen-
sando siempre en Valentina que hace meses, casi un año no sé de
ella. No tengo ninguna noticia y la he extrañado tanto al punto de
que no duermo en las noches. Despierto pensando en ella. Tengo
una necesidad, una nostalgia, una saudade de voce como siem-
pre decía después de visitar Brasil, cuando me decía «bobo» cada
vez que mentía o le decía una estupidez. Acabada la misión la
convenceré de que vivamos en Chile. Si bien amábamos Cuba, en
Santiago u otra ciudad podrá ser la gran dentista que es y ayudar
a las personas que lo necesiten.
En Lima, Perú, estuve solo pensado en Valentina. Dormí 10
horas esperando arribo a mi próximo destino, constantemente
pensando en ella, en nuestras tardes en La Habana, mirar a los ni-
ños jugar beisbol o simplemente mirar el atardecer en el Malecón
disfrutando de una canasta de frutas y tomar ron para amenizar
nuestras noches de sexo, que de pronto las comencé a extrañar,
de la nada comencé cada vez más seguido a masturbarme pen-
sando en ella. Claramente no era lo mismo, pero aun cerrando los
ojos la podía sentir. Para mejorar la sensación aplicaba jabón en
mis manos para emular su humedad.

» » »

Panamá es un país de contrastes. Su casco viejo y sus modernos


edificios. Hace menos de 100 años este país le pertenecía a Co-
lombia, pero Estados Unidos intervino para su independencia con
fines económicos y negociar construyendo el famoso canal que lle-
va su nombre, donde hoy cruzan miles de naves, dejando mucha
riqueza a los dueños del canal más que al mismo país. Caminé por
la Avenida 7ª Central hasta llegar al Parque Santa Ana. Ahí me es-
peraba un amigo chileno, el famoso «Miguelito», apodado así por
su gran habilidad torciendo clavos para las patrullas que cazaban

30 » JUSTICIA ROJA
escolares en las protestas. Juan o «Miguelito», como le decíamos
de cariño, fue compañero de facultad, primo de unos de los com-
pañeros desaparecidos. Miguelito vio al coronel Ortúzar una vez
en la calle 42 en el corregimiento Bella Vista en Panamá junto a
muchas personas. Una vez que Estados Unidos derrocó a Noriega,
este país se llenó de asilados amigos de los gringos, tanto para sus
paraísos fiscales o el oficio de encubrimiento de golpistas. En el
punto en que fue visto la última vez el coronel, comienza la Vía Es-
paña, calle comercial atestada de gente. Pero dos chilenos siempre
se ubican incluso si hay muchas personas. Hola po´ huevon, hola
conchetumadre y abrazos de camaradería, el vino tinto, la empaná
y toda esa mierda, el encuentro ameritó unos Viceroy y unos Gin
tónica con mucho hielo.
Yo era conocido como Rojo por mi apellido, pero mi nombre
de combate era Javier, comandante Javier era mi apodo en An-
gola cuando rescatábamos las armas que los gringos botaban por
desuso en sus tantas guerras. Mi amigo compañero de misión fue
también González, Mauricio González, conocido como el «Mau-
ro», mi camarada en estas tierras de paraísos. Arreglamos los tres
el mundo todo el día y nos bebimos Panamá por completo, hasta
quedar completamente ebrios. Eran pocas las horas que me que-
daban para buscar a Ortúzar, pero ni en Cuba ni en Chile me sentí
tan libre. Fue increíble vivir con la sensación de que te pueden
matar en cualquierminuto. Recordamos viejos tiempos de la uni-
versidad, no solo de política vive el hombre. También repasamos
muchas aventuras de hospederías de señoritas universitarias de
región que iban a la capital a estudiar y que muchas veces no iban
a clases al ser «secuestradas» por este grupo de amigos terroris-
tas en el Chile del toque a toque.

» » »

Es tanta la libertad que se respira en Panamá que no hay banco cen-


tral. Cada banco regula según ofertante u oferente. Las condiciones

ADIÓS CUBA » 31
son así desde hace 100 años. Viven del paraíso fiscal gracias a los
yankies, tanto así que el propio cartel de Medellín con Pablo Esco-
bar y todo, operaron protegidos por Noriega. Hubo mucho dinero
de droga y otros asuntos, pero, al igual que en Chile, un tercio de la
población es extremadamente carenciada. El resto de Panamá es
pobre y unos muy poquitos son inmensamente ricos. Estoy seguro
de que en no mucho tiempo se descubrirán muchos asuntos con
Pinochet relacionados con dinero y droga.

Por la esquina del viejo barrio lo vi pasar


…Con el tumbao’ que tienen los guapos al caminar
...Las manos siempre en los bolsillos de su gabán
…Pa’ que no sepan en cuál de ellas lleva el puñal…

Canción de Blades a Pedro Navaja, así se puede poner la cosa.


Sorpresas te da la vida. Tomamos un taxi con González y Migue-
lito y nos fuimos por Calle Balboa al encuentro de Ortúzar. En
menos de 10 horas decidiré si vuelvo con noticias a Santiago o con
Valentina a La Habana. Miguelito se quedó en el camino para es-
coltar si la cosa se pone fea.

En la recepción de un hotel pequeño nos reciben con un:

—Qué Xopá ¿qué significa? ¿Qué pasa?


—Estamos buscando a este señor —le muestro una foto del
coronel que robé en Coquimbo—. Dicen que se hospeda acá hace
algún tiempo.
El recepcionista me dice mira:

—Fren (amigo), este camarón (trabajo) es muy mal pagado.


Si tú quieres bochinche (información), debes darme chen chen
(dinero).
Miro a mi amigo González que se pasea por la recepción y me
hace un gesto de que le dé unos dólares al muchacho.

32 » JUSTICIA ROJA
—Toma, ahí tienes —le dije.
—Sólido. Pritty (genial) —respondió y nos condujo a la bodega.
Entre licores y mesas arrumbadas nos habló de Ortúzar.
—Este señor que buscan es muy Yeyé (fino), viste ropa cara,
relojes de oro y fuma habanos de alta calidad, no así sus amista-
des y vínculos. Son la mayoría rakatacas —el muchacho comentó
que se le ve una vez por semana por acá—. Ayer estuvo aquí, pero
tengo las llaves de su habitación.
El recepcionista nos comentó que hace unos meses Ortúzar
viajó a Argentina o a Cuba, no lo tenía claro, pero no tenía más
información. Aclaró con tono ya de trato cerrado:
—Acá se sabe que Ortúzar es un militar chileno y que tiene
muchos amigos en La Casa Blanca, en USA y la CIA.
Entramos en su habitación con la llave obtenida. Vista al mar
y una habitación de lujo. Muy iluminada, con una maleta a medio
hacer, en el baño una máquina de afeitar manual de apertura
mariposa. Encima en el lavabo, una toalla blanca en el piso, una
cama de una plaza perfectamente realizada y restos de habano en
un cenicero de plata. Por la ventana se acerca la lluvia y no hay
pistas de Ortúzar. El cielo negro al fondo algo nos quiere decir.
Antes de salir se me ocurrió mirar bajo su colchón y encontré
una libreta.
La libreta es chilena, la reconozco por la marca. Solo una pa-
sada. Tiene nombres y claves, entre ellas la placa patente del Re-
nault 5.
—Ortúzar sabía que vendría —le dije a González que nos fué-
ramos al aeropuerto enseguida para saber si el Coronel ha dejado
o piensa dejar Panamá.
Saliendo del hotel unos polis nos interceptan y emprendimos
una corrida por el Malecón panameño. Corrimos casi 3 kilóme-
tros por Balboa antes de entrar a un restorán, vimos pasar a los
policías en sus carros cuando Miguelito nos ayudó a entrar a un
restobar.
La policía como tal existe hace muy poco en Panamá. Antes se

ADIÓS CUBA » 33
llamaba Fuerza de Defensa y, si bien parecían un ejército, me temí
que sigan operando bajo la misma lógica. Por una puerta trasera
tomamos un callejón lleno de tarros de basura, maderas y rejas de
malla. Corriendo volvimos al aeropuerto para tener más datos de
Ortúzar y su posible huida al saber de nuestra contrarespuesta.
González me dejó a medio camino y emprendí el regreso
solo, con más dudas que al inicio, salvo que pude apreciar que
Panamá es un nuevo estado de los gringos y que es probable que
muchas personas busquen asilo político y económico acá, entre
ellos personas como Ortúzar, miembros de la junta militar y al-
tos mandos cuando se comience verdaderamente a hacer justi-
cia en Chile.
Ya en el aeropuerto, haciendo el chequeo, veo en la fila a un
hombre mayor, con boina griega, barba blanca y dos guardaespal-
das junto a él. Inclino mi cabeza y miro la fotografía que sustraje
a su hija. Te tengo, Ortúzar, pensé, llegaste a mí, te tendré en el
mismo avión de regreso a Chile y estoy dispuesto a todo. Seguí re-
flexionando, evité ser descubierto haciendo diálogo y amistad con
un trasandino de la fila. Hablamos de todo, incluso de su regreso a
casa después de 10 años. Falklands War y otras miserias de nues-
tra región como continente. De pronto perdí a Ortúzar de vista
porque seguro viajaba protegido y en clase preferencial, aunque
sus guardaespaldas eran pagados por el gobierno norteamerica-
no, por ende, no irán a Chile con nosotros.
Más de 40 grados y el destartalado Aeroperla Aipar panameño
despega. La antigua aerolínea después de la invasión de los Esta-
dos Unidos en Panamá en 1989. El único avión propiedad de Air
Panamá fue dañado por los disparos y fue descrito como fuera de
servicio.
En las primeras filas logré divisar a Ortúzar, pero las aeromo-
zas me detuvieron el impulso. Señor, por favor vuelva a su asien-
to, no puede ir a primera clase, reclamaron. Mientras regresaba a
mi asiento, la misma aeromoza me invitó al baño. En el vestíbulo,
tomando mi camisa advierte:

34 » JUSTICIA ROJA
—Llegando a Lima es tuyo, pero no jodas en el aire. Viajan 7
agentes que buscan a la misma presa, pero eres el elegido para
llevártelo, será tu trofeo, Rojo —exclamó con victoria—. Ahora
vuelve a tu asiento —me dijo en portuñol sin espacio a la discu-
sión.
Incrédulo, miré a todos lados y no reconocí a nadie. Mien-
tras, el argentino solo hablaba de la hierba mate y el fernet. Pron-
to a llegar a tierra sin un plan propio, el argentino me dice:
—Chileno, no estás solo. Te ayudaremos con el cabrón. Tú
solo tienes que abordarlo cuando te indiquemos.
Se detuvo el avión y se instaló la manga en la salida, en la es-
cala en Lima y la primera clase empezó a hacer su descenso. Me
percaté de que se me escapaba Ortúzar entre los dedos. Intenté
avanzar en la fila y sentí los codazos e improperios del resto de
los pasajeros. Corriendo por la manga pude ver al coronel entrar
al baño del aeropuerto Jorge Chávez. Un par de hombres rodea-
ron el baño y me dieron la señal de entrar por una pequeña puer-
ta de una bodega que era la antesala a los lavabos. El argentino
tenía a Ortúzar contra la pared
—Cierra la puerta, chileno —gritó con voz controlada.
El silencio de Ortúzar me impresionó. No habló nada, no se
quejó de nada. Al parecer sabía que su día había llegado. Comple-
tamente sin luz desde el otro baño se abrió una puerta que nos
condujo a un pasillo interno, donde sentamos al viejo coronel. Un
bolso apareció de la nada y le cambiamos de ropa, zapatos, cami-
sa, gorra y le pusimos un abrigo negro. Con el argentino también
nos cambiamos de ropa y en menos de 2 minutos nos afeitamos
por completo. Cambio de reloj, anillo y lentes hicieron de la escena
junto al plan algo casi sacado del cine.
Ortúzar, sentado en una pequeña banca, estaba boquiabier-
to, sorprendido del plan y del aparataje empleado, pero siempre
supo que sería así su captura, tuvo siempre claridad de que la
justicia chilena jamás lo condenaría, al menos la justicia oficial.
Dos mujeres entraron al cuarto con una silla de ruedas impresa

ADIÓS CUBA » 35
la sigla ONU junto a tres pasaportes diplomáticos, sentaron de un
golpe al anciano para poner un pañuelo en su rostro tapando por
completo su respiración.
Increpé: no lo quiero muerto.
A lo que la mujer me respondió riendo:
—Tranquilo, es solo cloroformo. Además aplicaremos un se-
dante. En serio, tranquilo.
Volamos hasta Chacalluta en un Ladeco. Instalados en el
avión nadie dijo nada, solo esperamos que las horas pasaran y
todo marchase bien. Deseos de fumar y beber. Pido a la aeromoza
una copa de vino; el cigarrillo me fue negado.
Salimos con Ortúzar de Arica en un Chevrolet Nova del 72,
custom LS1 turbo, acompañado del argentino y dos agentes, de-
jando al coronel en el asiento del medio. Lo miro cada un kiló-
metro por el retrovisor y sé que está despierto, pero no abrirá un
ojo. Lo único que guardé aparte de la libreta de Ortúzar fueron
dos cajetillas Lucky Strike sin filtro que fume uno tras otro. Inclu-
so disfruté del picor del tabaco entre mis dientes y lengua cada
vez que escupía por la ventana. Paramos en Tocopilla para llenar
combustible y bidones, un equipo de logística incluyó cigarrillos
y algunos termos con café.
Chañaral, Copiapó, La Serena, Los Vilos para llegar a San-
tiago. Un día y medio conduciendo sin dormir para ingresar por
Vespucio, Ossa, Bilbao hasta el final del camino. En una pequeña
clínica nos esperaban dos agentes quienes llevaron a Ortúzar en
silla de ruedas. Yo esperé en la calle, me caía a pedazos del sue-
ño, los nervios y el cansancio de no dormir, pero no le saqué los
ojos de encima. Seré yo mismo quien aplicaré el interrogatorio,
me repetía a mí mismo en la cabeza. En este minuto deben estar
buscando a Ortúzar por todo lados, pensé. Policía internacional
debe estar al tanto de todo, incluso en Panamá sus hombres de-
ben estar viajando a Chile.
Pancho Fierro golpeó mi ventanilla.
—Enhorabuena, mi hermano —dijo—. Tengo un plan para

36 » JUSTICIA ROJA
hacer hablar a Ortúzar. Sabemos que este coño comecandela no
hablará. Aunque le saquemos la cabeza, no lo hará con la CIA,
menos la policía chilena —me lo dijo muy convencido.
Nos llevamos al coronel unos días a San José de Maipo. Hace
unos pocos años varias propiedades se compraron para la embos-
cada contra Pinochet. En el sector de la Obra detengo el Nova y
abrimos el portón. Fierro se encargó de llenar con combustible
un generador de electricidad para iluminar un pequeño sótano
bajo la casa para pasar unos días encubiertos, un par de fusiles
M16, unas granadas de mano, lo más preciado una caja de Monte-
cristo N° 1 lonsdale fuerte, una pequeña mesa, repisas con tarros
de pintura y un maletín con llave. Ortúzar sentado mirándome.
—Acá estamos, coronel. Usted y yo. Tengo muchas preguntas
para usted, supongo sabe que esto es un interrogatorio —le dije
con voz de dominio de la situación— Además no está vendado,
por tanto, de acá no saldrá vivo.
Después de muchos días sin hablar, el coronel habló y me dijo:
—Te felicito, Rojo, pero tienes tus días contados. Tu familia en
Chile y tu pseudo novia cubana. Jamás hablaré nada, pero no seas
tonto —me exclamó—. Tengo mucho dinero en Panamá, podemos
compartir mi fortuna.
Me puse tras él y saqué sus esposas, le ofrecí un Montecristo y
serví dos vasos de vodka.
—Sí que sabes de habanos —dijo muy complacido.
—Yo te ofrezco vivir a cambio de que me des datos de donde
puedo hallar cuerpos de las víctimas de la dictadura en la cual
participaste y torturaste —repliqué.
—Pierdes tu tiempo, Rojo —repitió—. Si hablo esto será un
efecto dominó y la verdad eso no puede ocurrir, la historia de
Chile se vendría abajo —lo dijo con tono egocéntricamente exa-
gerado, tipo megalómano—. Acá hijo hay financiamiento gringo,
panameño, y altas esferas económicas y políticas chilenas y ex-
tranjeras, deja todo como está, pégame un tiro en la cabeza y listo
—desafiándome a los ojos replicó por tercera vez.

ADIÓS CUBA » 37
Así pasaron varios días que vivimos juntos en aquella casa,
hasta que me informaron que la misión debía terminar. La idea
de un golpe militar nuevamente en Chile era muy posible y ahí
todo se iba a la mierda. Más bien dicho, todos nos íbamos al jo-
dido carajo.
Una casona en San Gabriel, también en San José de Maipo, fue
la paga por mis servicios. Pasó casi un año de la hazaña de Pana-
má. La prensa, el ejército y el gobierno descubrieron los paraísos
fiscales de Ortúzar, pero nunca se habló de sus delitos, torturas y
crímenes de lesa humanidad. Todos apuntaron que huyó a El Cai-
ro y se investigaron sus fraudes entre el ejército y tráfico de armas
que fueron pagadas con oro en toda la dictadura. Nadie sospechó
que el coronel estuvo en prisión, que tuvo una rutina, que se levan-
tó y se acostó todos los días a la misma hora cumpliendo condena
perpetua en una pequeña cárcel hecha exclusivamente para él. Or-
túzar a pesar de que debió pagar en un presidio común, nuestro
país aún no estaba listo para justicia en este tipo de caso. El famoso
coronel fue olvidado por sus filas, fue un prisionero perpetuo.
Todos los lunes por la mañana fue interrogado, incluyendo
la permanencia prolongada en posición incómoda, fue encapu-
chado, sometido a ruido ensordecedor, privado de sueño hasta
el punto de provocar alucinaciones, la privación de alimentos y
agua, se le aplicó submarino, golpes contra un muro walling, des-
nudado, sometido al frío intenso, introducido en pequeñas cajas
similares a un ataúd, y nunca confesó. Finalmente decidí que su
peor castigo fue el abandono del mundo, ignorado, condenado a
vivir en un sótano bajo una piscina hermosa y un parque lleno
de bugambilias, todos los días el coronel tuvo la posibilidad de
revertir su realidad, posibilidad que muchos compañeros deteni-
dos no tuvieron. Siempre apeló al pacto de silencio que tienen los
verdaderos militares.
Desde mi ventana miré como todos los días patrullas y vehí-
culos de inteligencia e incluso el mismo Pinochet recorrían el cami-
no, pero nunca dieron con él. Si llegaba a suceder un imprevisto,

38 » JUSTICIA ROJA
miles de litros de agua de la piscina acabarían en minutos con su
vida.
Una navidad, Ortúzar me pidió un favor. Llevar de manera
anónima regalos para sus nietos e hija. Le contesté que encanta-
do mientras confesara. Volvió a guardar silencio para nunca más
hablar.
Esa noche terminé mi último Montecarlo junto a un Brandys
hors d’age tan añejo que ya no se puede determinar su edad, cavilé
que era hora de volver a Cuba por Valentina, me dispuse que a
la mañana siguiente iría al pueblo a llamar por teléfono a Fierro
para relevar el cuidado de Ortúzar, pero no fue necesario. La so-
ledad y el silencio acabaron con el viejo coronel en su encierro y
miles de litros de agua que fueron a parar al río Maipo.
Primeros días de febrero, aeropuerto José Martí, me pregun-
tan mi nombre: José Rojo Valverde, Profesor de Estado de Chile.
Me entregaron el pasaporte de inmediato, me esperaba mi amigo
del alma Dámaso Prado, músico y taxista cubano, dueño de un
extinto Moskvitch 2141 cuatro puertas. Le digo a mi amigo Dá-
maso:
—Amigo, llévame donde Valentina —con tono y ánimo de es-
peranza. Nos fuimos por la calle 23, dos columnas blancas en la
entrada, la casa color verde agua con franjas azules, como todo en
Cuba muchas cosas y personas siguieron acá a pesar del tiempo,
así igual mi amada.
Antes de bajar del auto, mi amigo Dámaso me advierte que Va-
lentina no está sola, tiene una hermosa familia, que tenga cuidado
con mis palabras. Me quedé helado, incrédulo, pero tenía que ver-
la y que supiera que siempre le amaría.
Un beso en la mejilla y un abrazo, sin espacio al diálogo nos
quedamos fundidos mucho rato juntos. El silencio nos embargó.
—Estuvo gente de Chile y Panamá preguntando por ti hace
unos meses —me increpó a pocos centímetros de mis ojos. Solo
dijo:—. Lo mío es acá viviendo la revolución y ahora tengo una
familia —entró a su casa y regresó al instante, dentro de un paño

ADIÓS CUBA » 39
blanco me regaló las cartas que me escribió y que nunca me pudo
dar debido a que nunca tuve un paradero fijo, además de que las
misiones de este tipo no tienen fecha, hora ni lugar.
Valentina era generosa, buena persona, solidaria, pero de mal
carácter, su lema era respirar el futuro, no mirar hacia atrás.
Con el motor encendido, Dámaso me esperaba con dos shot
de ron, usando su guantera de apoyo como una mesita de coctel.
Valentina me dio la última mirada, rozó mi cara y me dio un sua-
ve beso en la mitad de mi boca. Enciendo mi primer Cohiba del
olvido y regreso a Chile. El mismo avión que me trajo me llevaba
de vuelta a Santiago, un último recorrido por la Plaza de la Revo-
lución, la que tantas veces recorrimos. A mi amigo le di un abrazo
de despedida.
—Cuídala —le exijo.
Le dejé en una hoja mi dirección de Chile por si algún día
Valentina necesita enviar de urgencia una carta.
Toda persona alguna vez en su vida debería vivir la experien-
cia de volar en las turbulencias del Caribe en estas máquinas que
desafían la lógica y la gravedad. Me despido, adiós Cuba.

40 » JUSTICIA ROJA
MAXIMÓN
En un asiento más alto que mis piernas esperé mi hot dog
tipo dinámico en el Quick Lunch, boliche igual de mítico que el
Chez Henry, en el mismo Portal Fernández Concha, edificio lle-
no de historias que me encantaba recorrer además de comer en
mi época de universitario. Y justo ahora recorriendo la ciudad el
destino me trajo nuevamente a su arco. El portal fue construido
en el 1871 sobre el antiguo Portal Sierra Bella que se incendió en
el 1869 en nuestra asentada Plaza de Armas. Con vista privilegia-
da comencé esta segunda historia, acá mismo observé paciente
cómo pasaban las personas mirando como otros comen. Observé
cómo otros miraban vitrinas con sándwiches. Personas pensando
qué comprar. Algunos otros como peatones compraban carteras
y bolsos de todo tipo. Toda una cultura propia del arcaico Portal
Bulnes y del edificio Phillips. Todo junto a la torre llamada de Los
Presidentes, en honor a Jorge Alessandri, el último presidente de
Chile en vivir en el centro de Santiago. Claramente otra época.
Una segunda misión secreta que cumplir en Chile. Ayudar
a develar y encausar crímenes de la dictadura de Pinochet y sus
protegidos no fue fácil. Mucha información oculta a través de
pactos de silencio. Siempre estuve convencido de que, desarticu-
lando a algunos miembros de la cúpula del poder de aquel enton-
ces círculo de hierro, algunos agentes militares o de la CNI iban
confesar, en casos extremos otros iban a pagar de alguna forma

MAXIMÓN » 45
sus crímenes, tal cual lo hizo el coronel Ortúzar. Abatido por mi
quiebre amoroso con Valentina, estaba más dispuesto que nunca
a cubrir cualquier misión, viajar donde fuese necesario. Nada me
ataba a nada.
Mientras devoré mis dos completos dinámicos junto a una Bilz,
vi también a muchos niños metiendo sus pequeños dedos en aque-
llos receptáculos donde caen las monedas de los cientos de teléfo-
nos públicos que hay en el centro de Santiago. Todos pequeños a la
suerte de obtener algún tesoro por ahí olvidado. Es inconfundible
ese sonido metálico y la mirada de los chavales con cara de hambre
pidiendo dinero para morfar algo. Esos niños cruzaron toda la plaza
de armas y volvieron al Edificio Comercial Edwards por calle Esta-
do hasta llegar a La Alameda haciendo travesuras. Fue increíble ver
la cantidad de chiquillos vagando por las calles, al parecer nuestro
modelo económico no favorece a todos por igual.

» » »

El maestro sanguchero del Quick Lunch tendió la mano y me en-


tregó un sobre blanco con manchas de aceite, pudiendo a espa-
cios transparentar alguna que otra letra de su interior. Las ins-
trucciones a luces me indicaron que debía cruzar todo el centro
de Santiago por una infinita red de galerías y portales hasta llegar
al palacio de gobierno. Mi nueva misión fue por algunas señales
entrar al corazón del Ejército de Chile para obtener información
sobre la articulación que existió con policías militares o de in-
teligencia en plena dictadura, miembros de la época que fueron
entrenados para detener, torturar y desaparecer personas oposi-
toras al régimen de Pinochet. Además, no solo detractores sino
también muchas personas anónimas tales como mujeres, niños
y niñas que hasta el día de hoy que son adultos no sanan sus he-
ridas del alma al ver a sus padres y madres morir a manos de los
militares, violaciones y otros relatos que al día de hoy la sociedad
chilena aún no está preparada para saber o asumir.

46 » JUSTICIA ROJA
Caminé rápido por el centro de Santiago por decenas de ga-
lerías diseñadas en el siglo pasado para evitar el sofocante calor
del verano, y en invierno para protegerse de la lluvia con frío, pero
claramente después de la dictadura se potenciaron otros ejes eco-
nómicos,por ejemplo la comuna de Providencia y otras del sector
oriente de Santiago junto la explosiva aparición de caracoles co-
merciales y centros productivos, Malls o Shoppings que hicieron de
estos pasajes techados un recuerdo de antaño, solo lleno de histo-
rias, cines, camiserías, joyerías y locales que su gran valor agregado
fue la atención personalizada y amable, pero nunca más fue po-
sible ver a diputados, senadores o autoridades políticas cruzar la
ciudad de a pie entre la multitud. Hoy solo se pueden ver personas
tristes tras un mesón, clamando entren a comprar algún producto
para salvar el mes para pagar algunas cuentas.
El Pasaje Matte, la Galería Agustín Edwards, Galería Crillón,
Galería Alessandri, el Portal del Ángel, la Galería Santo Domingo
y la Galería Victoria son algunos de los tantos ejemplos que me
cautivaron al recorrer mi retorno a Chile. La nueva cara de San-
tiago recién retornada la democracia. Un pueblo que cree en el
auge económico, donde muchos ahora pueden ahora jugar golf o
acceder a beneficios económicos usando tarjetas de crédito, ac-
cediendo a la deuda.
El contenido del sobre me indicó esperar en un escaño al
lado norte del Palacio de la Moneda, donde hubo una vez un gran
edificio que albergaba el Ministerio de Guerra y Marina demoli-
do en los años 30. Hoy se conoce como plaza ciudadana con una
hermosa vista a la Moneda. Ahí debí esperar a mi contacto para
obtener detalles inéditos de la nueva investigación.
No quise nunca tener que ver con el gobierno que recién co-
mienza un nuevo periodo democrático. No hace mucho Pinochet
hizo un ejercicio militar a metros de palacio, lo que hizo revivir
nuevamente el miedo, dando un mensaje claro para estancar cien-
tos de investigaciones sobre derechos humanos aún pendientes.
El panorama político y social es incierto, ex altos militares ahora

MAXIMÓN » 47
son senadores, son también asesores económicos y todo mezclado
entre política y negocios.
Mi contacto trabajaba en el palacio de gobierno. Poseía un car-
go administrativo de poca relevancia, pero estratégicamente ob-
tenía mucha información de contrainteligencia para detectar po-
sibles nexos entre la nueva democracia y el ejército. Álvaro Lorca
más conocido como el «loco lindo» por su extrema positividad, me
comentó que incluso hoy siguen existiendo micrófonos en La Mo-
neda, por tanto no hay garantía al mantener encuentros logísticos
cerca del centro de Santiago. Lorca me adelantó además en aquel
encuentro que debía investigar los pasos del activo General Exqui-
dez del Real, quien tuvo una gran participación en detenciones,
tortura y desaparición de hombres, mujeres y niños después del 73,
específicamente entre los años 1977 y 1980.
El «mono» Exquidez en los 70 fue un Mayor conocido en la
escuela de suboficiales del edificio Alcázar de calle Blanco En-
calada. Formó con mucha pasión, pero también con mucho abo-
rrecimiento a suboficiales de infantería, dragoneantes, cabos y
sargentos en una época muy agitada en Chile.
Exquidez fue un niño abandonado por su padre. Al quedar
viudo, lo dejó al cuidado de sus abuelos y tíos en un campo aris-
tócrata en el sector de Casablanca en la Quinta Región. De muy
pequeño el «mono» fue testigo de castigos, golpizas, injusticias,
vejaciones a los empleados y peones de la hacienda familiar Los
Maitenes, por ende, replicó en el ejército una metodología muy
dura para con los conscriptos y reclutas, sobre todo aquellos jó-
venes de origen social humilde. Era muy común escuchar al Ma-
yor decir a sus reclutas «acá yo seré su padre y su madre», incons-
cientemente quizá haciendo alusión a su condición de huérfano,
además el conflicto evidente de su Id.
Lorca me invitó a diseñar el plan de arresto ilegal del
«Mono». Estuvimos mucho tiempo refugiados en una casona de
calle Herrera, esquina Erasmo Escala. Hicimos, repasamos esbo-
zos y escritos en una clásica Olivetti Hispano, donde trazamos la

48 » JUSTICIA ROJA
planificación. Estuvimos semanas sentados tomando Café Águila
de Colombia, cerveza Gallo de Guatemala, regalada por amigos
que colaboraron en la misión y cientos de cigarrillos Viceroy.
Para llegar al plan final, la gran confesión del General Exquidez,
decidimos en aquella oportunidad formar un selecto equipo. En
primer lugar convocamos a Valeriya Petrov, de origen rusa, quién
llegó a Chile tras una larga travesía desde la ciudad fundada por
el Zar Pedro el Grande en el 1703, la gran San Petersburgo. Vale-
riya pasó por Moscú hasta La Habana en el famoso Ilyushin Il-62,
en plenos años 80 para apoyar logísticamente el derrocamien-
to de la dictadura en Chile. También la acción logística en An-
gola y ejercicios de inteligencia contra los ataques de la CIA en
Latinoamérica, así también como la promoción y formación de
contrainteligencia para obtener información de detenidos y des-
aparecidos en el prestigioso equipo del frente patriótico Húsares
de la Muerte a fines de los ochenta post atentado a Pinochet. La
agente rusa fue compañera de instrucción militar junto a Valen-
tina antes y durante sus estudios en salud dental, pero nunca hice
comentario o pregunta sobre el pasado. Fue siempre una regla
inquebrantable en la doctrina en la que estábamos, no obstante,
Valeriya constantemente referenciaba la época de oro que tuvo
con Valentina y la gran dificultad para que ella y yo pudiésemos
estar juntos. Incluso cuando fui perseguido por grupos de inte-
ligencia norteamericanos y agentes encubiertos de la Armada de
Chile que tenían negocios de drogas en Bali en Indonesia, estuve
muy cerca de ser descubierto en Europa del Este.
Otro convocado desde la República Democrática Alemana
Deutsche Demokratische fue el chileno más famoso de la RDA,
Hans Eberhard: rubio natural, hijo de colonos alemanes del sur
de Chile, gran fanático de los jeep fun race. De muy joven hizo
grandes amistades en la X región, fraternizó con muchos agentes
de la armada y su gran condición de mecánico le permitió en el
pasado ser un referente para la reparación de piezas de vehículos
4x4 de los circuitos de rally de los uniformados más acomodados

MAXIMÓN » 49
de Puerto Varas y Puerto Montt. Finalmente, el último convo-
cado, el porteño Emilio Gaete del mítico Cerro Barón, un gran
conocedor de explosivos, mujeres y bares de Valparaíso. Emilio y
yo formamos una gran amistad cuando en la universidad nos co-
nocimos de voluntarios en la Vicaría de la solidaridad. Luego de
eso por su paso por Perú, fue perseguido hasta Cusco, donde tuvo
que huir llegando a Guatemala y formar parte de un gran equipo
de resistencia del régimen desde el exilio.
En un plan muy básico pero complejo a la vez, la idea fue
sorprender al General en una de sus prácticas habituales de los
días miércoles por las tardes. Además de sus famosas y excéntri-
cas visitas a los baños turcos de calle San Antonio entre Merced y
Huérfanos, el alto dignatario era un gozador. Este ritual otoma-
no lo adquirió en un viaje al Medio Oriente en los años 80 y se
encantó para siempre con el legado victoriano del vapor a gran
temperatura.
Exquidez tenía muchos secretos y fue aparentemente una pre-
sa fácil, pero la verdad no fue sencillo hacer seguimiento a todos
sus placeres de la carne, por ende, el método era que cayera en su
propia trampa e idear un plan para ir tras él, hacer una confesión
sobre el paradero de quienes fueron callados y desaparecidos en la
dictadura de Pinochet. También era el plan dar una gran lección
ejemplificadora a quienes tenían el famoso pacto de silencio.
El General asimismo tenía un gusto particular por la comi-
da alemana, era un ritual de los días martes comer Königsberger
Klopse, una especie de albóndiga con salsa de mostaza, alcapa-
rras y puré de patatas con grumos, Stampfkartoffeln, comida que
apreciaba y apetecía frecuentemente en un restaurant de calle
Serrano y que cada vez que Exquidez entraba al local todos se
movilizaban en su entorno, debido que a dicho merendero el
General lo había convertido en un centro de fiestas y jolgorios
organizado por el alto mando del ejército. Así dentro de nues-
tra investigación pudimos ver que incluso las mejores salchichas
Currywurst se preparaban los lunes para agasajar al distinguido

50 » JUSTICIA ROJA
comensal, todo el festín e insumos que se podían encontrar en el
barrio Franklin y mercados de Santiago se conseguían para el alto
funcionario.
Como si de placeres se trataba, para desintoxicar las comidas
y noches de celebración, los días miércoles eran exclusivos para
el General en el sauna, donde era el gran cliente exclusivo. No
se dejaba ningún detalle suelto, incluso hojas de eucaliptos nue-
vas eran traídas de la V Región para su preferencial atención, al
mismo tiempo que se contrataba la mejor podóloga para rasgar y
limar los callos del militar.
Pensando en el plan junto a la rutina que se debía instalar,
con Lorca, Valeriya y Hans arrendamos un pequeño departamen-
to en la calle Mosqueto, muy cerca del Parque Forestal y el Pala-
cio de las Bellas Artes para la puesta en escena de la detención
y confesión del General. Emilio Gaete planearía la segunda par-
te del plan en Centro América. El porteño del equipo fue quien
organizó la captura de Ortúzar en Panamá, pues era excelente
agente en relaciones internacionales con la izquierda revolucio-
naria. Además su pasión por el ron y el buen tabaco para mí lo
hacían un tipo más que confiable.

» » »

Exquidez era a diario transportado en un Mercedes Benz 500 SEL


junto a su chofer y escolta, pero algunos días esa rutina era al-
terada cuando había fiestas clandestinas en los baños turcos de
calle Miraflores, siendo esa nuestra ventana de entrada al gran
golpe. Hans y Lorca estuvieron semanas buscando un vehículo
Mercedes Benz idéntico. La idea era sacar completamente ebrio
a Exquidez del restaurant o del baño turco para no levantar sos-
pecha. Fue muy ardua la tarea de conseguir un modelo de vehí-
culo idéntico, pero en una compra y venta de autos en Avenida
Las Condes el milagro ocurrió: apareció un vehículo de las mis-
mas características, salvo que la placa patente se tuvo que emular

MAXIMÓN » 51
gracias a los encantos de Lorca con una funcionaria del Registro
Civil e Identificación a cambio de una noche de compañía y espu-
mantes. La réplica de la placa patente fue perfecta, la identifica-
ción y el asunto del auto fue resuelto en muy pocos días.
El trabajo más complejo fue introducir a Valeriya al sauna. A
pesar de que físicamente tenía todas las condiciones, su belleza
rusa era muy atípica a las señoras que ahí trabajaban. El negocio
solo tenía trabajadoras chilenas y la belleza soviética era eviden-
te. Finalmente analizamos que el General acostumbraba a llevar
prostitutas del Blue Moon para amenizar y acortar sus largas tar-
des de ocio. Nuestra infiltrada para ello tuvo que aprender artes
amatorias, masajes y otras prácticas de las cuales todo agente en-
cubierto debe estar dispuesto a hacer por su país o por la misión
asignada. Además la agente rusa tenía talento de sobra.

» » »

Valeriya era alta, rubia albina, blanca como la leche, nariz perfecta,
senos como dos gotas de agua, desnuda era como las maniquí que
abundan en Almacenes París de San Antonio con La Alameda. Una
hermosa mujer no solo físicamente, ambos vivimos muchas histo-
rias en la resistencia. Incluso en la última fase de reclusión de Or-
túzar, la rusa viajaba semanalmente a San José de Maipo a abaste-
cerme de víveres. Muchas noches la pasamos juntos, en particular
un año nuevo que nos embargó la nostalgia. Bebimos vino o vodka,
ya no lo recuerdo. Esa noche repasamos historias por muchas ho-
ras, me confesó que fue amante de un alto comandante en Cuba,
pero ese amor no prosperó decidiendo abandonar la isla finalmen-
te. La super agente por primera vez era derrotada por el amor y las
fuerzas oficialistas de Castro. Esa noche de primero de enero nos
quedamos sin luz. La soledad te arrastra a las búsquedas menos
esperadas. Ambos adolecíamos de desamparo. Muy temprano al
alba, Veleriya ya no estaba en mi casa.
Al miércoles siguiente al General se le presentó la nueva

52 » JUSTICIA ROJA
masajista de origen ruso, quien con encanto vestía un ajusta-
do delantal sin brasier y sin bragas. La misma luz que entraba
por una ventana podía traslucir toda su piel. Exquidez quedó
completamente anonadado. Si no fuera por su sobrepeso, su ex-
cesivo consumo de alcohol, tabaco y su evidente edad, hubiese
tenido una tremenda erección. Sonaron las palmas del General
y los guardaespaldas de inmediato destaparon las mejores bo-
tellas de espumante que el local podía tener. Nuestro plan hasta
ahí iba a la perfección. El alto dignatario cayó rendido a los pies
de la infiltrada. No pasó rato y la agente Valeriya acariciaba el
pecho frondoso y cano de Exquidez quien a ratos se esforzaba
e intentando cautivar su mirada daba luces de excitación. En
reciprocidad y en palabras poco corteses, el alto militar la ala-
baba de manera soez, incluso insistía invitándola a una reunión
social con carácter de negocios en el exclusivo Hotel Carrera.
El interés del «mono» era llegar a la fiesta con la atractiva mu-
jer, sin que nadie supiese que era una cierta dama de compañía.
Su propósito era causar envidia entre sus amigos militares. Una
parte del plan estaba esbozado, el evento se llevaría a cabo en la
piscina de la hermosa azotea del Hotel Carrera con vista privi-
legiada al mismo palacio de La Moneda. Mijita, venga con este
mono negro al hotel y hacemos cositas ricas.
Hans y Lorca tuvieron en tiempo récord el Mercedes Benz
500 SEL acondicionado de manera perfecta. Hans oficiaría de
chofer, hasta historias de la reciente caída del Muro de Berlín
se repasó por si existía diálogo con Exquidez, quien además de
mujeres era un gran conocedor de la cultura alemana.
Aquel encuentro en el Hotel Carrera sería especial. Se lle-
varía a cabo una reunión de negocios y actividades comerciales
donde los temas a tratar ocurrieron y transaron a pocos días de
terminada la dictadura en varios millones de dólares. Mercados
comerciales que se convinieron en la venta de una señal del canal
de televisión estatal para la creación de una emisora televisiva
privada. En pocas palabras, los altos ejecutivos de la Televisión

MAXIMÓN » 53
Nacional de Chile de la época, militares por cierto, vendieron a
privados señales satelitales en desuso para abrir el mercado te-
levisivo privado y proveer así prosperidad y tecnología como
herencia o legado del régimen militar. Pero lo que realmente se
celebraría en el hotel sería el pago en dinero. Hablamos de mi-
llones de pesos por toda la información, redes de contactos y la
devolución de favores a militares tanto activos como en retiro.
Los nuevos canales de televisión amasaron increíbles sumas
de dinero y hasta aquella reunión no se habían repartido las for-
tunas con todos los actores y redes de contacto de aquella histo-
ria, quienes en su mayoría eran altos funcionarios militares en
puestos estratégicos en la dictadura. Además muchos de estos
militares estaban también vinculados con detenciones y desapa-
riciones de cientos de chilenos. Una vez armado el puzle en nues-
tra pizarra en el centro de operaciones, de noche decidí caminar
por el centro de Santiago, desde el mismo Hotel Carrera hasta la
plaza Brasil al otro lado de la carretera. La nostalgia por Valen-
tina fue siempre mi esperanza. El recuerdo de su risa, su tempe-
ramento, su sexo y, por sobre todo, nuestras conversaciones en el
Malecón sobre el futuro. Los planes y el amor que nos tuvimos.
Recordé nuestra última noche juntos: una cena improvisada, una
eterna noche de conversación, sexo en el carro, música hasta ver
el amanecer. Recordé el día de la despedida en el aeropuerto.
Después de aquello decidí volver a mi habitación, resolví tam-
bién que era hora de dar algún tipo de final a mi agonía amorosa,
retomar las conversaciones con Valentina o de una vez por todas
rehacer mi vida. Sin duda prefería lo primero.

» » »

Primeros días de Septiembre en curso y el mismo General mien-


tras le rasgaban callosidades, pulían uñas y quitaban durezas de
talones en el baño turco, invitó formalmente a Valeriya a pasar
la noche en el Hotel Carrera a cambio de muchos dólares, a lo

54 » JUSTICIA ROJA
cual la infiltrada rusa no puso ninguna objeción. Incluso guiñó
un ojo mientras bebían un Martini seco con la clásica oliva verde,
además de disfrutar un cigarrillo Advance, el cual aspiraba y sen-
sualmente exhalaba bocanadas de humo mientras tomaban de la
misma copa. La hermosa agente se veía radiante.
El plan era lograr que Exquidez bebiera en demasía y estu-
viera lo suficientemente excitado para no notar el trueque de
vehículo y el cambio de chofer. Todo estaba milimétricamente
estudiado, el vehículo original del General fue llevado al sur de la
ciudad y su conductor maniatado en la cajuela con una alta dosis
de benzodiacepinas para una mejor performance del secuestro.
Corrido todo el miércoles de baños turcos, masajes, bourbon
y salchichas alemanas preparadas por Hans, se acercaba la hora
de entregar el traje al General que iba a ocupar en su reunión
de negocios del día sábado. Exquidez usaba habitualmente traje
negro, camisa blanca, zapatos brillantes, finos calcetines y un ele-
gante pañuelo de solapa de color gris junto a colleras de bronce
con un Huemul y un Cóndor del escudo patrio, piezas que sin
duda adornaban la tenida de un General. Por mi parte entré ves-
tido con un delantal blanco manchado con oxido y una gorra de
una estación de servicio. Golpeé, entreabrí la puerta e hice entre-
ga del traje a Exquidez. Inmediatamente dejé una cubeta acerada
con hielo, vasos limpios, bourbon de 12 años, más un par de bote-
llitas pequeñas de agua tónica.
—¿De dónde y quién erís tú? —me preguntó el desconfiado
General con una ronca y carraspeada voz, a lo cual respondí:
—Soy mandado del comandante Zautzik para asistirlo en la
cena del Hotel Carrera.
—Muy bien cabro —me respondió—. Sírvete unas piscolas
entonces. Eso sí, rebánate en rodajitas finas de limón.
A lo cual le respondí:
—Sí, señor.
Dos vasos del destilado para Exquidez y comenzó a tornarse
agresivo además de demandante con los empleados del baño turco.

MAXIMÓN » 55
Así también comenzó a apurar a Valeriya para salir rumbo al hotel.
Era cierto que con alcohol aquel niño abandonado se tornaba un
adulto agresivo con la servidumbre. Ya pues huevones de mierda,
me quiero ir luego y usted mijita mueva la rajita y vamos.

» » »

En la calle contigua al sauna, el Mercedes emulado esperaba don-


de siempre al General. Todos estábamos muy nerviosos de ser
descubiertos. Fracasar nos costaría la vida. Para eso la infiltrada
rusa tenía la misión de distraer y cortejar al viejo General. Salien-
do de la mampara al vestíbulo exterior, el coqueteo era mutuo
entre Exquidez y la agente. Todo por el plan era el lema. Todo
tenía que resultar impecable. El trayecto era corto por calle San
Antonio, doblar por Moneda hacia Teatinos y desde ahí comen-
zar con la operación rompe el silencio.
La misión más arriesgada es siempre la más exitosa me dije
con ahínco, recordando la misión anterior en Panamá. Cruzamos
a gran velocidad el palacio de gobierno. Estaba lleno de policías
y cercos de seguridad al llegar a Manuel Rodríguez. El General
iba insinuando y comprometiendo a Valeriya a pasar un rato jun-
tos en un habitación reservada. El muy astuto tocaba los senos
y pezones de la agente como si la calentura fuese mutua. Lo fui
siguiendo por micrófono oculto desde un Datsun Bluebird. Debi-
mos apurar la jugada, Exquidez ya comenzaba a meter sus manos
por todos lados a Valeriya. Doblamos hacia la derecha para el re-
torno hacia el hotel y muy cerca de la primera comisaría policial
de Santiago, con la música de fondo del Diario de Cooperativa.
A toda velocidad adelantamos al Mercedes para interceptar
el vehículo con una frenada brusca.
—¿Qué mierda ocurrió? —exclamó el General.
Frente al estrepitado derrape de neumáticos, Lorca cruzó su
brazo hacia atrás de su asiento para abrir la puerta de Valeriya,
todo para salvar su vida de un eminente ataque del alto militar

56 » JUSTICIA ROJA
y de inmediato la agente sacó de abajo del asiento del chofer un
arma Heckler & Koch USP modelo P8 para apuntarlo en los ge-
nitales. El General dio un impulso hacia atrás para sacar de un
compartimiento secreto un arma, pero ahí recién se percató y
razonó que era una emboscada. Pudo correr la cortina que no se
encontraba en su auto de siempre, sino en otro vehículo, además
pudo comprobar que su chofer no era soldado, que no pertenecía
al ejército.
—¡Hijos de puta! —exclamó—. Me tendieron una trampa.
Alcancé a escuchar antes de que me viera con el mismo de-
lantal blanco y la gorra roja con amarillo.
—Esto es un secuestro —volvió a reclamar el General Exqui-
dez, ya con una apariencia roja, sus venas salían por su sien.
Sin dar ninguna señal de tormento más que su propia voz
de mando que exclamaba que nos íbamos a arrepentir. Rápida-
mente subí al automóvil y lo apunté con mi arma, salimos a la
Panamericana a toda velocidad para tomar Américo Vespucio
Oriente. El brillo del sol del poniente pegaba en la cordillera
nevada junto a los primeros cerezos florecidos en primavera y
algunos volantines se veían a lo lejos en contraste con el sol. A
toda velocidad despistamos por Quilín con rumbo a la comu-
na de La Reina para tomar un avión particular hacia la ciudad
de La Serena, un segundo avión hacia Arica, tercer destino El
Dorado en Bogotá con destino final al aeropuerto La Aurora de
Guatemala.
Algo en común tienen las ciudades de Latinoamérica, el olor
que emanan los combustibles de los buses y autos, tierra mojada,
café y heladas matinales, pero en esta oportunidad no sería una
gran ciudad la que nos convocó para hacer la confesión al Gene-
ral, sino una pequeña y rural, muy cercana a la capital guatemal-
teca, abandonada siglos atrás entre una pugna Estado e Iglesia,
casi sacada de un libro de cuentos. Nos fuimos a Ciudad Antigua
de Guatemala, llena de pequeños pueblos, de calles con adoqui-
nes, pequeños tragaluces en los techos de teja, tierra de volcanes,

MAXIMÓN » 57
leyendas divinas y profanas que viven entre la religión, el cristia-
nismo y las fiestas paganas.
Siete meses transcurrieron desde la toma del prisionero.
El cruel General ha guardado silencio por un supuesto pacto y
se ha negado a hablar o a confesar el paradero de cuerpos, al-
gún antecedente. Paradójicamente, escogimos Semana Santa en
Guatemala para sacarlo del silencio brindándole la posibilidad
de hablar tras meses incomunicado. Una cuota valiosa de silen-
cio para la meditación, además como muchos militares el ca-
tolicismo y las misas fueron parte de sus rutinas en el régimen
militar en Chile. En los siete meses Exquidez bajó mucho de
peso, se negó por varios días a comer, hasta que entró en razón
cuando me presenté como José Rojo Valverde. Le comenté ade-
más que dominaba sus mismos códigos: una vez que tu captor
te devela su identidad, las posibilidades de escapar con vida son
nulas a menos que cooperara. Le dije además que fui su cuida-
dor todo ese tiempo y que estaba ahí precisamente para recibir
información de detenidos, además de desaparecidos junto con
todo lo que pudiera saber para aportar, aclarar y pagar en algo
todo el daño causado. Le informé además que todo su dinero
fue desviado a Guatemala y a Costa Rica para financiar la ope-
ración de verdad y de justicia, además que los dineros aporta-
ron a pagar educación a cientos de compatriotas chilenos del
mundo que fueron exonerados y exiliados. Incluso los pagos
bianuales que recibió por venta de información de los canales
de televisión junto a activos públicos a emisarios privados. Los
dineros en definitiva se trasformaron en becas y beneficios para
sus propias víctimas.
Encendí un Viceroy que acabé de pocas fumadas, además de
dos vasos seguidos de ron Zacapa atento a la confesión.
—Hablaré —dijo con astucia Exquidez—, pero antes quiero
confesarme con un sacerdote.
Mencionó que podíamos estar presentes, pero lo haría ante Dios
y no frente a un grupo de comunistas «herejes – comeguaguas».

58 » JUSTICIA ROJA
Desde Antigua de Guatemala, llena de ruinas, iglesias, capi-
llas y miles de personas visitando las procesiones cristianas, nos
adentramos con el General a recorrer pueblos buscando un sa-
cerdote amigo que pudiera oficiarnos la confesión, pero a la vez
resguardando el secreto de la misión. Para ello Emilio ya tenía un
plan. Cuando a García Márquez se le ocurrió decir que Fernanda
del Carpio, venía de una ciudad en la que a las cinco de la tarde 32
iglesias tocan a muerto, fue porque no conocía Antigua Guatema-
la, palabras de un gran amigo de Costa Rica, ingeniero agróno-
mo que trabajaba para el gobierno de su país. Estuvo en Chile en
dictadura replicando el modelo social y económico de Pinochet.
En el pueblo de Atitlán lo ubicamos. Su nombre era Luis Fer-
nando Campos, además fotógrafo autodidacta y lo mejor de todo
muy cristiano. Perfecto para nuestro plan. Hacer de Luis un per-
fecto sacerdote, quién además colaboró activamente en gestionar
una capilla para la puesta en escena. Recorrimos San Bartolomé
Becerra, San Antonio de aguas calientes, San Miguel Escobar, San
Gaspar Vivar, San Cristóbal Bajo y Alto, Santiago de los Caballe-
ros hasta llegar al éxito en el pueblo de Jocotenango, donde pu-
dimos armar dentro de la iglesia una confesión con todas las de
la ley divina.
Exquidez en dictadura fue el responsable de interrogatorios
con resultado de muerte y promoción a la violación de mujeres
en los centros de tortura que tuvo a su cargo.
En Jocoteango, Valeriya preparó las flores, organizó a los fieles
falsos y armó el escenario de la pequeña capilla al costado del altar.
Por otra parte Hans organizó el traslado de Exquidez en una ca-
mioneta Toyota tipo furgón de vidrios polarizados, mientras Lorca
y yo acompañamos en el traslado desde Antigua y vigilamos desde
la pileta y la plaza al exterior de la Iglesia para arribo del General
para que no ocurrieran imprevistos. Seis mil kilómetros para mon-
tar una confesión. Nada podía resultar mal. El plan era grabarlo
para presentarlo en Chile como medio de prueba.
Luis, con su acento caribeño, dijo:

MAXIMÓN » 59
—En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
A lo que el General respondió:
—Amén.
El diálogo continuó:
—Ave María purísima —replicando Exquidez.
—Sin pecado concebida.
Nuestro falso sacerdote leyó un breve texto del evangelio y
esperó en silencio los pecados del General.
—Tengo mucho que confesar —dijo el ahora acongojado Ge-
neral, sin más salida que hablar. Desde una banca podía ver cómo
Luis daba la señal de grabar la confesión, que no tenía mucho
sentido debido a la ilegalidad de la detención, no obstante, el re-
gistro del audio era válido e importante para cientos de personas.
Grabando...
—Hace muchos años tuve a mi cargo varios camiones Uni-
mog 406, 416 y 426, —comenzó relatando en el confesionario—,
que entraban y salían a diario del Estadio Nacional en Ñuñoa.
Fui reconocido por mi efectividad para hacer hablar prisioneros,
Mandé a ejecutar a varios. Juro que nunca aprendí un nombre,
solo juntaba los cuerpos de los más duros en el Velódromo que
daba a calle Pedro de Valdivia y luego enviaba los cuerpos a desa-
parecer en sitios eriazos de poblaciones. Profesores, obreros, pe-
riodistas, gente de a pie, nadie se salvaba si no quería hablar. Lue-
go con la famosa intervención internacional de dejar el recinto
sólo para el fútbol, nunca más tuve que ver con detenidos. Desde
1977 hasta el verano del 78, mientras mi General Pinochet y Vide-
la de Argentina resolvían el conflicto entre ambos países, yo pasé
a tener poder en los interrogatorios. Recuerdo en particular que
di la orden de interrogar a un grupo de pobladoras a quienes un
fin de semana en mi ausencia unos lotes de cabos violaron, corta-
ron sus cabellos y torturaron hasta el cansancio. Incluso una de
ellas murió, pero no quise saber dónde la desaparecieron.
»Más allá de un muerto más un muerto menos, tengo mucho
dinero, puedo compartir mi fortuna con ustedes y con tan solo

60 » JUSTICIA ROJA
una parte ustedes serán extremadamente ricos —dijo sin asco—.
Sin ningún remordimiento —recalcó—, imaginen sus hijos, sus
nietos con dinero para siempre —replicó intentando comprar
nuestro silencio.
Hincado en posición de oración, en una sola maniobra saltó
sobre Luis dándole un rodillazo y un cabezazo en la mandíbu-
la, teniendo el espacio para salir arrancando entre las bancas al
vestíbulo exterior de la iglesia, cruzando la pequeña plaza todos
quedamos perplejos con la reacción, pero a pesar de toda acción
lógica lo dejamos correr hasta su cansancio. El barbudo y sucio
General gritaba por las calles que era un prisionero del Marxismo
chileno, pobladores y personas que andaban de a pie lo miraban
con pena, su apariencia y discurso era como de un loco escapado
de una casa de orates. El cansado General avanzó varias cuadras
hasta que se arrodilló llorando y volvió a ofrecer su dinero a cam-
bio de la libertad y retornar a Chile junto a los suyos.
Subimos a Exquidez a la Toyota Hiace Wagon y fuimos por
Luis para llevarlo a un hospital. Afortunadamente no hubo gra-
ves lesiones, pero si varios días de hielo que lograron deshinchar
su rostro. En cuanto al General, nunca sospechó que el falso sa-
cerdote sería su peor pesadilla.
De regreso a la ciudad Antigua de Guatemala, decidimos
hacer hablar a Exquidez, le dijimos que sabíamos de su partici-
pación en la DINA y su responsabilidad en las muertes en Ca-
lle Ahumada 312, en el centro de tortura Santa Lucía 162 y en la
oficina del Portal Edwards. El General en un acto de desahogo
confesó con un sí rotundo
—Soy culpable. Soy culpable de todo lo que dicen, pero dé-
jenme ir o mátenme acá mismo —replicó con furia, pero a la vez
con súplica.
Siempre supimos que no sería fácil armar el rompecabezas,
que pasarían meses para ir sacando la verdad a Exquidez, no obs-
tante, la última parte del plan sería la más interesante para hacer
hablar al alto funcionario militar. Torturas, muertes y excesos a

MAXIMÓN » 61
prisioneras, violaciones, niños nacidos en prisiones clandestinas,
asfixias como métodos de tortura, empaquetar cuerpos con rieles
de tren, alambrar cuerpos en las cajuelas de los autos fiscales, in-
yecciones letales, paquetes al aeródromo Tobalaba, gas Sarín, fue
lo mucho que pude anotar en 6 meses en una libreta. No reveló
nombres, no delató a miembros del ejército, ningún dato que al
ser presentado en la justicia en Chile que tuviera algún peso. Solo
resta atrapar a más generales y coroneles que nos permitan llegar
a la verdad, fue mi conclusión en ese momento. Exquidez corrió
la misma suerte que el Coronel Ortúzar en la primera misión: su
silencio su condena.
En la ciudad Antigua de Guatemala rivalizaban dos gran-
des monumentos, La Catedral y la Iglesia de la Recolección, era
perfecta esta última para encerrar a Exquidez en grandes crip-
tas secretas. El monumento por años se cierra para efectos de
limpieza cuando se acaban los fondos públicos. Recibía en aquel
entonces muy pocas visitas, al menos los subsuelos no son pro-
fanados ni por turistas ni visitantes. Por tratarse que ahí resi-
dían altos dignatarios y monjes propagadores de la fe. Exquidez
fue condenado a la soledad de las criptas. Muerto fue tomado
por las cofradías locales que aún actúan en silencio y de manera
discreta en la ciudad. Su cuerpo fue aprovechado para ser usa-
do en una ceremonia pagana con imágenes cristiano católicas.
El cuerpo de pocos meses extinto se convirtió en la figura de
Maximón, fue sacado de las catacumbas tal cual, como un san-
to y como un diablo por un grupo de incógnitos de Santiago de
Atitlán. Quienes lo vistieron en la cofradía solamente fueron el
Telinel, el Roox y los Rukaaj quienes fueron permitidos entrar al
petate para cumplir este deber. Todo debido al gran secreto que
estaba adentro de ese fardo.
Lo que quedó en el cuerpo de Exquidez en la figura de Maximón
fue llevado al Volcán San Pedro. En la falda del macizo se llevó a
cabo la ceremonia de cofradía y en el más absoluto secreto con re-
zos y oraciones en la Piedra Sagrada se celebró el descanso final

62 » JUSTICIA ROJA
junto a las plegarias divinas para que en los próximos tiempos los
ajusticiados militares rompan los pactos silencios.

» » »

Pocas horas de arribo en Cuba y conduje por el Malecón habane-


ro en un Cadillac Fleetwood Brougham del 77. Grandes bocanadas
a un Cohiba, el aire del marino pegaba en mi cara, era tan solo una
pequeña escala de tres días para ponerme al corriente de amigos,
camaradas, avances en mi investigación y visitar a Valentina, mi
gran amor de las gradas de la universidad. No olvidé los años que
estuve con ella, era cierto que no supe todo este tiempo de ella ni
ella tampoco supo de mí, pero siento fuertemente que el amor se
mantiene por los años. Mi última vez en La Habana solo logré un
tibio adiós y un par de cartas.
72 horas tenía para volver a mirarla, tocar sus mejillas, mirar
sus manos únicas llenas de líneas de vida, cerrar los ojos y sentir
que habité tantas veces su amor. Pasar por el recuerdo su mira-
da, remembrar sus chokers del cuello, sentir su pelo en mi cara,
imaginar sus manos en su cajonera con espejo y cómo sentada se
iba observando mientras entraba en ella. Volver a palpar en mis
manos el calor en su cintura y senos. Miles son los recuerdos de
Valentina que aparecen en mi cabeza a medida que avanzo por
las calles de Vedado.
En un pequeño paladar —restaurante al paso como decía-
mos en Chile—, un día platicamos con una pizza doble queso.
Mi abordaje supe después fue sencillo debido que querías co-
nocerme por ser chileno, pretendías saber de Salvador Allen-
de, la historia de mi país. Luego de un tiempo muy corto nos
reíamos de todo. Fuimos honestos desde el principio, nunca
olvidaré la noche del 88 cuando desde una pequeña radio a pi-
las escuchamos hasta el último cómputo el plebiscito cuando
ganó el NO. Me invitaste a tu casa, comimos alcachofas, te en-
señé el aderezo chileno y tú la presentación en forma de flor a

MAXIMÓN » 63
lo cubano. Por muchos años no compartí alcoba. Fue extraño
en un principio, pero romántico, todos mis recuerdos de Valen-
tina antes de llegar a su barrio aparecieron como una película.

» » »

En 1980 me fui de Chile de manera clandestina hasta Argentina


y luego a Alemania del Este. No podía seguir en mi país, quería
un futuro revolucionario. Claramente todo lo que sabía del so-
cialismo lo había obtenido de libros, no obstante, con los años
me esperaba conocer los grupos de inteligencia soviético-cuba-
no. Mi especialización en preparación de estrategias y espionaje
político en Berlín me hizo fama hasta conocer altos mandos en la
jerarquía castrista. Mi familia también de profesores y de letras
no pudieron soportar mi opción de vida, me dieron más de algu-
na vez por muerto, mientras desde el exterior apoyamos la causa
revolucionaria de quienes se quedaron dando la pelea, muchos
no volvieron tal cual cantaba el gran Víctor Jara.
Desde mi partida a Chile, por segunda vez me encontraba en
la misma situación de visitar a Valentina, torciendo la mano al
destino, buscando para ambos otra oportunidad.

64 » JUSTICIA ROJA
DE PUERTO EN PUERTO
Hablamos largo y tendido incluso con esperanza. Todavía su mi-
rada se conectaba con la mía a ratos, esquiva igual que cuando nos
conocimos, pero era su forma de ser. A ratos miradas al suelo, in-
tentando ambos conectar toda una historia de amor del pasado,
toda la tarde estuvimos en mi hotel en el Parque Central. Desde mi
ventana el Capitolio. Ella bebió zumo de Chirimoya con Guayaba.
Yo por supuesto una Cristal cubana junto a un Montecristo núme-
ro 4. Comimos quesos y chocolates blancos, hablamos de todo, hi-
cimos el amor de manera suave, lenta, sin importarnos nada, ni el
calor, la humedad y menos el poco tiempo que teníamos. No toca-
mos tema alguno, salvo recuperar años de ausencia en pocas horas.
Si bien fui iluso, nos entregamos por entero sin reproches, sin que
ninguno supiera del otro por años. Ahí estábamos otra vez.
Mientras ella sacaba lo que quedaba de mi ropa y mis manos
recorrían su piel, remembrar tantos escenarios juntos en la Uni-
versidad cuando juntos tomamos el ramo de Marxismo y escu-
chábamos a Los Prisioneros y la trova de Silvio,
Cómo gasto papeles recordándote, cómo me haces hablar
en el silencio, cómo no te me quitas de las ganas, aunque nadie
me vea nunca contigo y cómo pasa el tiempo, que de pronto son
años, sin pasar tu por mí, detenida…… te doy una canción era
nuestro tema musical favorito. Desde aquella vez que saliendo de
una biblioteca me derramé un café en el brazo y me llevaste a la

DE PUERTO EN PUERTO » 69
enfermería, que una vez curado comenzamos a contarnos la vida,
siempre fui un bobo por mi torpeza con el café. Silvio Rodríguez
fue testigo de nuestro amor profundo y sin condiciones. Cada vez
que entraba y salía lentamente no despegamos nuestras miradas
uno del otro, fue un fideicomiso estar juntos esa tarde.
Valentina al menos desde su inconsciente tuvo siempre una
mala relación con su padre, un militar tozudo, controlador, por
lo cual la adolescencia le estuvo marcada por grandes conflictos
internos, bulimia, rebeldía, que muchas veces su madre y her-
manos intentaban mediar, nunca hablamos de su padre, pero
con certeza que fuera un General Comandante la atormentaba.
Su padre y el alto mando me siguieron los pasos más de alguna
vez. Yo para ellos era un simple chileno pequeñoburgues sin an-
tecedentes. Tuve que demostrar mi militancia en las juventudes
comunistas con mucho trabajo debido a que en la clandestinidad
en Chile fuimos cientos quienes quemamos nuestros documen-
tos para no ser perseguidos, torturados o eliminados.

» » »

Junto a Valentina, para despistar a todos sobre nuestro roman-


ce, creamos un proyecto educativo, el cual funcionó muy bien
en Santiago de Cuba. Todo iba de maravillas hasta que Chile por
la vía democrática (pactada) le dijo NO a la dictadura, pero la
incautación de armas clandestinas, un atentado en San José de
Maipo a Pinochet junto a mucha descoordinación de la resisten-
cia chilena, hicieron difícil el camino al retorno a la estabiliza-
ción. Un segundo golpe fue casi inminente y de seguro para dar
justicia a tantos años de dictadura hubo que diseñar un plan de
justicia a los tantos detenidos y desaparecidos. Así intenté casi
dos años convencer a Valentina que nos asentáramos en Chile,
pero no hubo caso. Su carácter a veces era más fuerte que ella,
nos separamos todo ese tiempo, sin saber del otro, pero aun así
estábamos acá haciendo el amor.

70 » JUSTICIA ROJA
Mientras disfrutábamos de nuestras existencias en mi hotel,
repasé cada centímetro de su cuerpo, su piel, sus senos, sus pe-
zones que eran perfectos en mi boca, su sexo, aromas, miradas.
Todos estos años en Chile no hubo mujer más importante que
ella, con ninguna amante pude mirar su alma a través de mis ojos.
Los años hacen de este tipo de detalles la gran diferencia. Tuve
amores no menos significativos, dulces y atractivas mujeres, que
me brindaron mucho amor, sexo, placer, pero nunca todo junto.
Una simple caricia en mi barba o una mirada de Valentina llenaba
mi ser.
Cuando apostábamos a vestirnos, con la sensación de dos
desconocidos, no por el acto sexual, más bien por el escenario de
estar a escondidas. Valentina tenía una familia, una vida en Cuba,
algo que en ese minuto no dimensioné, pero claramente en ese
minuto no me importó.
Mientras abotonaba su blusa color palo rosa que tanto me
gustaba y encajaba sus pantalones negros con flores rojas, me co-
mentó que quería ir a Chile, a lo cual me pareció por lo bajo extra-
ño, pero cuando mencionó que estaba invitada a un congreso de
salud pública, comprendí que no era por nosotros el viaje. Menos
chance tuve cuando mencionó que viajaría con su hijo pequeño.
—Cariño —exclamó con su acento caribeño— necesito de tus
contactos para que mi hijo viaje conmigo. Además necesito ayu-
da unos días con alojamiento.
—Claro —le respondí— por supuesto. Arreglaré todo para
que estés segura y cómoda.
Llegamos a la planta baja en un antiguo ascensor de rejillas de
los años 50, nos llenamos de fraternos abrazos apostados en un bri-
llante piso a mosaicos blanco y negro. No existe cuadro más incó-
modo que los silencios en el ascensor. La última vez que estuvimos
juntos en un elevador fue en el Habana Libre, oportunidad que le
mencioné sobre viajar a Chile una vez retornara la democracia. Tu-
vimos una discusión muy fuerte, la primera y la última, creo que
ese fue el punto de inflexión en mi vida, ese fue el día en que debí

DE PUERTO EN PUERTO » 71
quedarme en Cuba para siempre y no regresar o simplemente ha-
ber vuelto con Valentina a alguna región, pero claramente eso no
sucedió. En ese momento no podía dejarla ir, pero tampoco podía
retenerla. Valentina es de aquellas mujeres esquivas, que necesitan
su espacio, como cuando el agua intenta entrar en el aceite. Seguía-
mos en el ascensor, le di las gracias por las cartas entregadas, como
siempre ella se molestó por mis insistentes agradecimientos, se me
salía siempre lo «campechano» como tanto a ella le gustaba que me
autodenominara. Llegando a la planta baja le pregunté si podía lla-
marla de vez en cuando a lo que me contestó que ella se pondría en
contacto conmigo. Un no pero diplomático. Dejé mi querida Ha-
bana por tercera vez, sin saber que lo haría para siempre. Con mis
labios aun ardiendo ya estaba sentado en la cabina del avión espe-
rando despegar con 40 grados de calor a sabiendas que en Santiago
me esperaba la neblina, el smog y lo más probable fuera costa o mar
lo que iba a necesitar para seguir adelante en mi cometido.
Tras varias semanas, me vi en la urgencia de salir de la clan-
destinidad, contactar a Leticia y Camilo para compartir noveda-
des sobre el plan. Era de vital importancia, principalmente tam-
bién para reunir al equipo que llevaría a la justicia al Almirante
Washington Cretton de la Cerda. Como en otras ocasiones, idear
el plan para una confesión.
Acostumbrado a las calles empinadas, estrechas, húmedas,
de adoquines, rieles y parches de alquitrán, es que salí de noche
en mi fiel Volga Gaz 24 verde oliva, de gran manubrio brillante,
de pedales metálicos, cambio de luces en el piso. Sin duda ru-
gía en las subidas y expelía gran olor a bencina junto a pequeños
saltos de carrocería producto de un carburador sin mantención.
Pero un gran auto que tomaba gran velocidad al acelerar por las
cerradas curvas de los cerros, de pronto por el espejo retrovisor
divisé un Mercedes Benz w115 240d con cuatro ocupantes, los que
esquivé un par de cuadras antes de llegar al bar acordado.
Una brillante barra de roble, asientos de gran altura, la clási-
ca caja registradora centenaria, banderitas de navíos, salvavidas,

72 » JUSTICIA ROJA
timones y mascarones de naves que recorrieron el mundo junto
a naves que nunca zarparon, eran los adornos que decoraban la
portuaria taberna, pero evidentemente ninguno de mis compa-
ñeros de plan llegó a la cita.
El garzón me dejó un borgoña, unas empanadas fritas y una
nota en un sobre cerrado con mi apellido. Para Rojo. La abrí de
inmediato. Cambio de planes, hasta nuevo aviso, no tuve más al-
ternativa que seguir bebiendo y continuar observando los masca-
rones de mujeres desnudas en la proa: las habían diosas, guerre-
ras armadas, Atenea, Minerva, Ninfa e incluso Nereidas con alas
y cola de pez, además guitarras, acordes y maracas estampaban
los ritmos y más aún una segunda botella para el camino y una
última cajetilla de Viceroy, junto a una boqueada de humo que
fue lo último que hice antes de que dos hombres me golpearan en
la cabeza y me fuera literalmente a negro.
Cerros color tornasol, el puerto no durmió, grúas, camiones
y contenedores dinamizaron el paisaje de la matutina vaguada
costera. Desde mi ventana se podían ver pequeños los autos y
las personas que comenzaban su jornada, los niños ir a las es-
cuelas y en general las personas que iban a sus propias activida-
des diarias. Parafina, pan tostado, café y colonia inglesa fueron
los olores que reconocí tras la golpiza para luego volver a dor-
mir por el cansancio y el dolor, sin saber el lugar donde estaba,
ni la hora en la pequeña habitación amenazada por la oscuridad
que solo se iluminaba con la irradiación naranja de un anafre.
Mis captores en la oscuridad me ofrecieron un cigarrillo y un
tarro metálico oxidado lleno de agua para depositar la colilla.
Un tatuaje en el antebrazo, que solo un hombre de mar podía
tener, fue la pista que necesité para comenzar el diálogo antes
de que nuevamente me golpearan para perder la conciencia por
segunda vez.
Atado a una silla, recibí un par de cachetadas para despertar.
Sentí mi cabeza inflamada, de inmediato supe que estaba ahí por
encargo. Sentí también una conexión con el nuevo caso, incluso

DE PUERTO EN PUERTO » 73
esposado en aquella condición la situación se asemejaba a lo ocu-
rrido hace veinte años en esta misma ciudad.
A pocos días del golpe cívico militar en Chile, la gloriosa
Esmeralda, ícono de la Guerra del Pacífico fue un centro de re-
clusión, detención y tortura. Pablo Arroz Cifuentes, vendedor de
camisas en el puerto y el sacerdote gringo Kevin Smith fueron
detenidos, brutalmente golpeados, vejados al igual que otras cien
personas, tanto en el buque escuela como los cargueros Maipo y
Lebu. Una red de protección de marineros, soldados, capitanes
de fragatas, capitanes de navíos, comodoros e incluso el mismo
Almirante Merino junto a Pinochet fueron artífices de ocupar los
recursos navíos para ejecutar los interrogatorios y desaparicio-
nes. Pablo Arroz se dedicaba a vender camisas en el puerto en el
barrio comercial de calle Bustamante. Fue detenido por un grupo
de hombres como agentes encubiertos en busca de información
sobre el rol de Pablo como profesor vespertino a los operarios
portuarios iletrados. El vendedor era bueno con los números y
decidió tomar un voluntariado para que los trabajadores pudie-
ran negociar sus salarios, horas extras y tratos con los empresa-
rios portuarios que muchas veces timaban a los trabajadores que
no tenían educación formal.
El vendedor de camisas era viudo, quien el 12 de Septiembre
fue sacado de su casa cerca de la medianoche, encapuchado y sus
tres hijos adolescentes golpeados a culatazos. Arroz fue llevado
directamente al buque escuela Esmeralda donde bajo estrictas
técnicas marinas fue atado a modo de tortura, vejado, golpeado,
quebrado, pateado hasta el cansancio por decenas de marinos
para que confesara nombres sobre la cúpula de una supuesta cé-
lula partidaria. No obstante, Arroz solo era un profesor volunta-
rio con muchos amigos sensibles a la temática social que murió
a manos de funcionarios navales, golpeado hasta el cansancio. Su
cuerpo no se pudo reconocer de lo hinchado y moreteado. Todo
ocurrió en la cubierta del entrepuente del barco. Tres días de pa-
teaduras, sin comida, sin agua, Pablo Arroz estuvo muerto, atado

74 » JUSTICIA ROJA
a una silla dos días después de su muerte, sin ayuda médica, su
cuerpo mandado a desaparecer, su sangre lavada a mano con es-
tropajos y ropas viejas de marinos de franco. Su familia nunca
supo por años detalles de su muerte, por aquello era relevante
obtener nombres, fechas, circunstancias de los victimarios de los
detenidos desaparecidos. Era parte del plan.
El equipo para capturar a Cretton estaba compuesto por Le-
ticia Winter, periodista de un diario local, en sus inicios trabajó
en un pasquín en San Antonio y pueblos costeros, fue la más jo-
ven de muchas profesionales en escribir sobre la Esmeralda en
los últimos años de dictadura. Su trabajo nunca salió en prensa,
pero tuvo siempre la habilidad de llenar Valparaíso con mensajes
cada 21 de mayo. En más de alguna oportunidad la marina estuvo
tras sus pasos, pero su extensa red de contactos le permitieron
zafar de un posible juicio, incluso de la muerte. Parte del equi-
po también estaba compuesto por Camilo Rebolledo, licenciado
en Química de la Universidad del Puerto. Este experimentado
alquimista tomó mucha experiencia en los laboratorios de FA-
MAE con artefactos explosivos, elaboración de reacciones quí-
micas y otros trucos casi cinematográficos. Finalmente el equipo
lo terminó de conformar mi buen amigo Ramiro López Carrasco,
encargado de bodega en el puerto. No era apropiado que los fun-
cionarios de la marina ni nadie supieran sus nombres, el retorno
a la democracia fue hace muy poco. No obstante, el ejército y sus
otras ramas todavía dominaban por el temor a los dos presiden-
tes ya en ejercicio, a partidos políticos oficialistas. El control de
la prensa transversalmente y gran parte de la sociedad chilena
que aún anhelaba que Pinochet volviera al poder para que el país
retornara a la senda del crecimiento y el orden social a través de
la fuerza. Mantuvimos nuestras identidades y rutinas en la más
absoluta reserva.
Tres días atado a una la silla, solo bebiendo café y cigarri-
llos de caridad por parte de mis captores. Mis ojos ya se habían
deshinchado y comencé a elucubrar distintos escenarios sobre el

DE PUERTO EN PUERTO » 75
paradero de mi equipo y el de las armas. Comencé a repasar al-
gún posible error cometido del cómo fui apresado, mientras mis
captores usaban lenguaje militar y dominaban a la perfección la
performance de los pre interrogatorios, creando escenarios de
miedo junto con la toma del control de la situación. Transcurrió
mucho tiempo, horas y me trasladaron a un sector muy cerca del
Paseo 21 de Mayo. Todavía mi sentido de la orientación seguía
perfecto, fui llevado en aquel Mercedes Benz que había visto hace
pocos días.
Fui sacado del secuestro una mañana soleada en un Opala
Coupé negro, seguido por una caravana de Mercedes Benz. Los
mismos de aquella noche en el bar. Rumbo a Concón fui lleva-
do al aeródromo Torquemada. Eran comandos de la armada, lo
concluí llegando a la estación aeronaval al ver el gran despliegue,
pero no vi ningún uniformado. Todos hombres de trajes impeca-
bles con pasamontañas, ingresamos a un estacionamiento subte-
rráneo para salir a un hangar de aviones Cessnas.
—Hola Rojo —saludó un delgado y blanco hombre, cuyas
manos venosas dejaban ver su temple al tomar el arma, que por
cierto nunca dejó de empuñar—. Somos de la armada como ya
pudiste notar y sabemos quién eres —mis pensamientos volaron
a mil por hora, incluso temí por mi vida y la forma que moriría—.
Sabemos que no eres de ningún frente patriótico, ni paramilitar
conocido, estamos al tanto de tus pasos hace algunos años cuan-
do dejaste Chile en el 80.

» » »

El delgado sujeto estaba acompañado de otros cinco fornidos


hombres, que nunca hablaron ni sacaron sus pasamontañas
—Queremos darte información clave para que captures a
Cretton, pero somos también parte de una red de protección de
políticos, específicamente de senadores de la república. Lo único
que pedimos a cambio es que toda información que ayude a que

76 » JUSTICIA ROJA
Estados Unidos de América sea destruida, al igual que informa-
ción de empresarios o empresas estatales. ¿Qué te parece Rojo?
Una por otra. Además te perdonamos la vida, a ti y tu noviecita
cubana, ¿aceptas el trato? —replicó con su mano en mi garganta y
su pie encima de los míos que estaban descalzos. Por una puerta
trasera entraron escoltados Leticia y Camilo, con quienes subimos
a un Cessna sin matrícula sin saber el destino ni nada.
Junto a Leticia encendimos la aeronave. Con una hoja de ruta
con instrucciones, presos a la voluntad de los díscolos militares.
Nos miramos y emprendimos la marcha al sur de Chile, mismo
plan pero ahora con más interesados en la cabeza de Cretton. No
era la primera vez que ocurría que dentro de las mismas fuerzas
armadas un grupo pequeño traicionara a sus superiores a cambio
de dinero, poder o bienes. Ya antes del retorno a la democracia un
grupo de militares se descolgaron para unirse a las filas del FPMR.
Con Leticia no cruzamos palabras en el vuelo, no dijimos
nada. Nos embargó ese silencio eterno que activa la memoria.
Mientras pilotaba la imagen de Valentina siempre venía a mi ca-
beza, más aún de nuestra última vez juntos cuando el marcador
de arribos me había indicado su llegada a la loza de aterrizaje
en Santiago de Chile. La paranoia se apoderó de mí en todo ese
instante, la vi cruzar en el umbral de policía internacional, junto
al pequeño niño, nos fundimos en un gran abrazo, lloramos y reí-
mos al mismo tiempo. Cuando en cosa de segundos tomaste mi
mano y la uniste con la del pequeño Javier, paradójicamente ese
fue el nombre que usé en la clandestinidad cuando crucé de Chile
a Argentina. Quizá fue coincidencia o alguna vez se lo mencioné,
recordé mientras pilotaba
Vivo en un país libre, cual solamente puede ser libre, en esta
tierra en este instante y soy feliz porque soy gigante, amo a una
mujer clara, que amo y me ama, sin pedir nada o casi nada, que no
es lo mismo pero es igual, pensé también que esperé cinco años
para tener tiempo a solas, ella y yo, conversar sobre sus proyec-
tos, la situación con el partido, me preocupaba cómo hizo con su

DE PUERTO EN PUERTO » 77
padre el General para salir de la isla. También pensé en conquistar
nuevamente su corazón y lograr su perdón o simplemente hablar
sobre nosotros, en una larga caminata por el centro de la capital.
Le enseñé el cerro Santa Lucía que yo nunca lo había subido en
mi vida, miramos a la distancia la Plaza Italia, que tantas veces ha-
blamos. Fue divertido explicarle que en Cuba tienen la Plaza de la
Revolución, nosotros acá el caballo del General Baquedano. Nos
divertimos, caminamos por el edificio Diego Portales y lo más en-
tretenido estuvo en cruzar la Alameda corriendo entre los vehícu-
los para comernos un completo gigante en la mítica Fuente Alema-
na. Bebimos una Pilsen nacional también de nombre Cristal. Fue
genial esos minutos, reímos mucho, ella limpió mis bigotes cada
vez que me embetuné con la mayonesa casera, me confesó que
amaba los completos, no pude parar de reír con su confesión cu-
linaria. En Cuba siempre hablamos de Chile y fue claramente una
hermosa tarde hasta llegar a la estación en Plaza Italia, pero que
no quiso subir al metro preferiendo ir en micro al hotel. Al siguien-
te día de tantas lindas experiencias mientras esperaba la luz ver-
de del semáforo, miré hacia mi costado, estaba con Valentina. No
podía aun creer que estuviera en Chile, algo me resonaba aun en
mi autoexamen, no obstante, mi mano como siempre en su rodi-
lla. Por el espejo retrovisor pude ver al pequeño muchacho, asom-
brado por los autos, las luces de neón del Vigorella y de Valdivieso.
Estaba impresionado con el comercio, una bocina me despertó del
lapsus una vez dada la luz del semáforo para avanzar.
Entramos al hotel. Mientras el niño se cepillaba los dientes,
nos fundimos en un abrazo, lágrimas y miradas. Sabía que ese era
el momento de preguntar por el niño, pero lo pospuse a cambio
del lindo momento. Nada pude reprochar, ni tampoco juzgar. Fui
yo quien nunca regresó. Javier salió del baño y me puse de rodi-
llas, tomé su carita y disimulé, no tenía urgencia, al siguiente día
una tarde entretenida en los juegos Diana, en pleno barrio San
Diego, los juegos originales que se encontraban al costado de la
Iglesia San Francisco ya no estaban. Esa tarde comimos golosinas,

78 » JUSTICIA ROJA
jugamos de todo, pero estuve anestesiado en todo momento, es-
perando ver lo que ocurriría. El niño con naturalidad me toma-
ba la mano y gozaba de las entretenciones del paseo junto a los
juegos electrónicos flippers. Con Valentina conversamos de todo,
nos reímos de nuestras tantas tardes en la biblioteca de la univer-
sidad. No existía en nuestra época tecnología ni recursos, pero
lográbamos exitosos artículos posmodernos sobre la sociedad y
el rol del Estado. También recordamos su alergia y sus ronchas
frente al estrés. De a poco volvió la magia entre nosotros con pe-
queñas cápsulas de recuerdo, pero era todo muy complicado in-
cluso que alguien nos reconociera en el Chile de los noventa, aun
existían espías de contrainteligencia. Matar a la hija de un gene-
ral cubano podía ser un «gustito» que cualquier agente podía am-
bicionar. Pasamos la noche juntos. La deleité con unos chacareros
y probamos todos los tragos dulces a base de leche que el hotel
regala en el bar de la habitación. Sin duda las noches más román-
ticas de mis últimos años.
Así pasaron algunos días y el congreso había terminado. Valen-
tina no regresó al hotel, tampoco recogió al pequeño Javier. Evi-
dentemente no pude recurrir a la policía, tampoco pude alertar a la
cúpula del partido y así fue como esperé unos pocos días para bus-
car un lugar seguro para ambos. El tener a un niño indocumentado
era un gran riesgo y si algo ocurría con Javier seguro lo deportarían.
Evidentemente ese escenario arriesgaba la misión con Cretton. Los
militares en Chile me darían muerte inmediata, además la agencia
de espionaje cubano no tendría piedad teniendo que volver a la
isla en el peor escenario, además de poner en riesgo la integridad
del pequeño chamaco. Pasamos muchas semanas con Javier a las
afueras de Talca, cerca de San Clemente, a la espera de noticias de
Valentina. Nunca pensé que nuestra historia terminaría así con ella
desaparecida, a cargo de un pequeño y ahora conduciendo un Cess-
na, cuyas instrucciones de ruta nos llevaron a Puerto Montt.
Mirando el Lago Llanquihue y al Volcán Osorno en una ca-
sona del Colegio de Profesores de Chile, es que recibí el primer

DE PUERTO EN PUERTO » 79
llamado en clave. El Almirante Cretton viajaría a Santiago en el ex-
preso Rápido de los Lagos. El desplazamiento duraría 24 horas, sin
paradas. Además de una relevante oportunidad para trasladar ar-
mamento a nuestro comando al centro del país, nadie iba a sospe-
char de un cargamento de armas en un tren con tan alto estándar
de seguridad y a bordo con comandantes de la Armada de Chile.
El expreso sería ocupado como transporte oculto con cajas que en
su contenido llevaron Sub Walthers, Sterlings, R.P.G, Steyrs y más
de cien mil cartuchos. El plan perfecto para insumar armamento
y así enfrentar el clima de incertidumbre a la débil democracia,
todo a bordo de la locomotora diésel D-16004. Si por alguna razón
existían nuevos intentos de golpe de Estado, al menos estaríamos
preparados, mejor que otras ocasiones. La izquierda revoluciona-
ria ya sabía de muchos fracasos en materia de armamento.
Por alguna razón las armas son pesadas cuando las coges. Po-
cas veces portaba una, pero debí tomar las providencias para abor-
dar al vice almirante y hacerlo confesar. El plan fue elaborado para
que en plena noche se interceptara el tren, tomar a Cretton en una
emboscada, hacerlo confesar sobre el paradero de información y
obtener documentos que avalaran nuestra investigación e hipóte-
sis. Dos Berettas serían las responsables de cuidar mi alma.
En pleno viaje a Santiago en el tren Rápido de los Lagos viaja-
ba Cretton, Guzmán y Piarattinni, todos amigos de la vida, de la
Armada, de negocios, de pactos de silencio, de los primeros años
de dictadura. Un grupo de capitanes y comodoros que alguna una
vez lideraron las torturas, desapariciones, vejámenes a hombres
y mujeres en navíos de la Armada de Chile.
La junta militar dio carta blanca a estos poderosos marinos
quienes amasaron una fortuna importante por sus vínculos en
distintos puertos del mundo tales como Yakarta en Indonesia,
donde estos selectos marinos armaron lazos con en el tráfico de
distintas drogas en los barrios de Kuta, en la paradisíaca Bali,
clubes nocturnos y centros de espectáculos. Se cuenta que fue
tanto el éxito comercial que muchos paquetes turísticos de altos

80 » JUSTICIA ROJA
mandos militares se reunían para disfrutar del paraíso del con-
sumo de cocaína con las mujeres más lindas llamadas maripo-
sas nocturnas o kupu kupu malam. Se cuenta además que en los
ochenta Cretton junto a sus camaradas más de algún tour hicie-
ron con adinerados empresarios al edén de la Marina, la isla de
los dioses, aprovechando la cercanía de Australia, Japón y Singa-
pur. En Yakarta los contenedores chilenos nunca eran revisados,
miles de millones de dólares se transaban en estos puertos los
cuales eran gestionados desde el mismo Valparaíso.
Paralelamente con familiares y amigos, los altos oficiales de
marina incursionaron en el tráfico de piezas de arte en Génova
comprando e incluso vendiendo a coleccionistas privados piezas
originales y réplicas del Palazzo Turzzi & Bianco, además de otros
objetos relacionados con Giuseppe Garibaldi tanto de su vida,
obra como colecciones de escritos por su paso por Latinoaméri-
ca. Génova fue para muchos el paraje intelectual de los más ricos
y poderosos que podían hacer viajes paralelos. Mientras otros
funcionarios concretaban negocios viajaban también a multicul-
tural Barcelona y a la siempre elegante costa de Marsella.

» » »

La red de estos tres hombres de mar no solo había hecho hondos


crímenes de lesa humanida. Además, aprovechando la protec-
ción de Pinochet y del Estado se dedicaron a generar recursos
propios, entregar dinero a redes de protección por mandato de
la junta militar como asimismo a conceder poderosos recursos a
empresarios para la privatización del país a mediados de los años
ochenta, promoviendo un modelo económico único en la región
importado por los mismos Chicago Boys y toda una generación
que tuvieron a sus anchas la libertad para hacer negocios bajo la
protección de la dictadura.
En pleno viaje en tren, con todo el equipo cruzamos vagón por
vagón, mirando los durmientes como a toda velocidad pasaban por

DE PUERTO EN PUERTO » 81
nuestros pies. El viento y el ruido eran ensordecedores. Logramos
llegar al salón vip donde la cúpula de la Armada bebía whisky es-
cocés y fumaban cigarrillos importados. Risas, garabatos e historias
que repasaban una y otra vez de sus hazañas en Indonesia, Francia
e Italia. Nuestro equipo se camufló de mecánicos del tren, incluyén-
dome. Al medio del viaje hicimos parar la locomotora por posibles
desperfectos en un puesto de adelantamiento y estacionamiento.
Hubo un cambio de locomotora para proteger las armas que debían
llegar intactas a Santiago. Desde Carrizal y las armas que provenían
del carguero cubano desde Angola, que no se manejaba tanto arma-
mento clandestino, no obstante, estábamos en democracia, segura-
mente cualquier error, sería tremendamente fatal.
Cretton con sus camaradas fueron agasajados con espuman-
tes, habanos y regalos como quesos, vinos, junto a algunas líneas
de cocaína de alta pureza. Una vez arrancada la nueva locomo-
tora, marinos y mecánicos fundimos amistad siendo invitados al
casino naval de Av. Condell en plena Plaza Victoria. Si algo une
a estos contextos es la droga, el buen licor y el sexo gratis. Estos
caballeros lo tenían todo, el resto lo esperaban en Valparaíso.

» » »

El ferrocarril hizo su parada en San Bernardo, en una cara-


vana de Mercedes Benz w115 240d tomamos la panamericana para
luego ser escoltados por la 68 rumbo a la fiesta privada. Marinos
y mecánicos de trenes sorteamos amistad inmediata, increíble-
mente todo iba bien dentro del vehículo. Íbamos a 150 kilómetros
por hora, escuchando el hit del momento
Boombastic
Mr lover lover,
mr lover lover,
girl She call me
mr boombastic say me fantastic,
touch me in me back,

82 » JUSTICIA ROJA
Mientras tuve que inhalar algo de cocaína para no levantar
sospechas. A dos autos iba Cretton y yo con mis dos armas ocul-
tas. Por varios minutos pensé en un tiroteo para capturarlo a mi
modo, pero había mucho en juego. Sin darme cuenta el olor a bri-
sa marina me dijo que el plan debía cambiar nuevamente.
Muy bebidos, llegamos al Club Naval para continuar la fiesta
con Cretton, Guzmán y Piarattinni. Una gran recepción nos es-
peraba con comida, tragos, damas de compañía y obviamente co-
caína, mucha cocaína. Finalmente hacer el interrogatorio en el
tren no resultó, en camino el consumo de “coca” hizo que todos
tomáramos el asunto con calma, por ello con Ramiro quien era el
hombre de los contactos en la Armada, logró que se diera el es-
cenario perfecto para confirmar fechas, datos, nombres, relatos
de los días cercanos a la segunda quincena de septiembre del 73
y todo el resto del año donde hubo la mayor cantidad de torturas
en los barcos de la marina chilena. Ramiro quien en el pasado
fue dirigente estudiantil de la “jota,” terminó trabajando en la
logística del puerto. Todo lo que necesitábamos confirmar esta-
ba contenido en un maletín. Esta valija se encontraba completa
de documentos, órdenes y decretos de la junta militar, incluso
firmados por el mismo Merino bajo los auspicios de Pinochet
en los primeros meses del golpe. Era el botín que debíamos re-
cuperar de la casa de Cretton, quien seguro escondía bajo siete
llave los documentos, aunque fuentes cercanas aseguraban que
en el salón de recepción a la peluquería del club naval existía un
segundo maletín de respaldo. Unos sillones de cuero contenían
muchos documentos clasificados y el momento de abrir esos so-
fás había llegado. La peluquería naval es un lugar de elite, muy
concurrido, no existiría otra oportunidad como aquella.
Leyla era una bailarina de la unión Árabe Palestina. Ingresó
con nuestra ayuda a un grupo de hermosas danzarinas que con
movimientos suaves y fluidos que enamoraron rápidamente a los
toscos marinos de alto rango. Movimientos de caderas, del vien-
tre, tanto rápidos como suaves, ondulatorios, rotativos de brazos,

DE PUERTO EN PUERTO » 83
hicieron vulnerable el edificio, más aún cuando las bailarinas co-
menzaron a perfumar las manos de los asistentes, fue en ese mo-
mento que volteamos varios sillones y rajamos los finos cueros
brillantes, de botones con insignias marítimas. Entre resortes y
rellenos un portapliegos de cuero estaba lleno de papeles amari-
llos con informes, comunicados y memorándums que revelaban
parte de las torturas en la Esmeralda, el Maipo y el navío Lebu.
Como efecto secundario del consumo de drogas, varios tuvi-
mos mareos, fatiga y nos temblaron las piernas, al punto de que
no podíamos mantenernos en pie, decidiendo antes de cortar la
luz en el tablero central, fotografiar los documentos como un res-
paldo. Era probable que alguien resultara muerto y quien fuese
del equipo no debía arruinar todo lo conseguido en la misión,
nuestra acción incluso podía ser usado como excusa para dar tri-
buna a las fuerzas armadas y de orden.
Emprendiendo la huida por los jardines interiores del club,
a lo lejos sonidos de sirenas, bailarinas gritando eran la tónica
del escenario. A tientas logramos brincar paredes y cercos hasta
llegar al camino colindante al club. Camilo y Leticia nos espera-
ban para huir a la clandestinidad en algún cerro porteño, esperar
instrucciones para desclasificar los documentos y volver defini-
tivamente a Santiago. La historia de Pablo Arroz la pude compro-
bar según los documentos y memorándums leídos por las pocas
hojeadas que pude dar a la carpeta
Pude leer la historia del padre Kevin en el Lebu. Torturas
sostenidas, reiteradas y vejatorias, la sed de venganza se apode-
ró de la armada al enterarse que el sacerdote protegió a familias
de la persecución política. El llamado cura rojo del puerto en la
madrugada previa al vía crucis del 74 fue detenido, desnudado
y prisionero en los camarotes por varios días. Fue vigilado por
infantes quienes, en una apuesta de neófitos marinos, borrachos
dispararon en la cabeza del joven cura norteamericano. De su
cuerpo por escritos de la carpeta, fue arrojado cerca de San An-
tonio. Cientos de pobladores y pescadores artesanales del puerto

84 » JUSTICIA ROJA
buscaron su cuerpo por el océano, sin éxito. Sin esperanzas en su
memoria todos los años se encienden velas en memoria de Pablo
y del cura del pueblo.
El interrogatorio comenzó directamente pidiéndome la car-
peta de cuero con los documentos sustraídos.
—Acá te tenemos conchadetumadre —replicó un fornido
comando, siguiendo de la frase— ¿creíste que el montaje del
tren, las bailarinas y todo no sería descubierto? ¡Comeguaguas
de mierda! Sabemos mucho de ti Rojo y no saldrás vivo de acá
sin esos documentos.
El matón no dejaba de gritar y gritar pidiendo la carpeta de
cuero. Jamás les revelé que los documentos fueron enviados al
Palacio de Gobierno, directo al ministro del interior y muchas co-
pias de las fotografías fueron enviadas a la prensa independiente,
además de algunos sacerdotes de confianza de la agencia. Tuve
la franca certeza en ese minuto que las misiones y las respecti-
vas decisiones fueron justas y necesarias, además de los riesgos
tomados. El camino recorrido ya había sido largo, solo quería
mantenerme con vida. Al menos por un tiempo a pesar de estar
prisionero las causas habían seguido su curso.
Comenzó a caer a noche y fueron cinco los comandos que in-
tentaron hacerme hablar. No hubo golpes, no hubo tortura, pero
sabían todo de mí, de mi familia y las misiones en las que había
participado. De pronto en pleno interrogatorio avisan a viva voz
que el alto mando de la marina se encontraba en la base aerona-
val para el desconocimiento de todos. Parte de las altas esferas
de la derecha chilena, junto al oficialismo propondrían a Cretton
como embajador en México en vez de su cupo constitucional a
Senador vitalicio, tal cual lo dejó la junta militar amarrado entre
cuatro paredes en 1980. Sería en México D.F la siguiente fase del
plan si fuese necesario para hacer real justicia.
Me condujeron a un pabellón, fui acostado en un sillón odon-
tológico amarrado de pies y manos, con un foco en mi rostro.
—Ahora vas a hablar, gusano —replicó Cretton entrando a la

DE PUERTO EN PUERTO » 85
sala de manera desesperada, sudado, claramente bajo los efec-
tos de la cocaína, lo pude ver en la rigidez de su rostro y cue-
llo—. No perderé mi carrera, tampoco me iré escapando como
una rata por tu culpa, ¿dónde están los documentos? —dándo-
me de un puñetazo en mis costillas mientras estaba atado, a lo
cual le respondí:
—Es tarde vicealmirante, si no se entrega ahora a la justicia,
ella irá por ti donde estés.
Era cosa de tiempo que se develara la verdad sobre los dete-
nidos desaparecidos en los navíos y dependencias navales junto a
toda la información recopilada del tráfico de drogas, armas, mer-
cado negro y trata de personas entre otros graves delitos.
Un comando me tomó del pelo y otro me descargó golpes
en el cuello, brazos y genitales. Cretton junto a los suyos esta-
ban desesperados, no sabían qué hacer. En el peor momento de la
golpiza y el peor momento de mi vida, apareció Valentina vestida
de médico, traje color verde agua, usando mascarilla y un arma
con silenciador.
Cuatro disparos certeros en las piernas a los comandos y a
Cretton de rodillas clamando piedad. Con mucho dominio Va-
lentina con una mano abrió una jeringa, introdujo la aguja en una
ampolla y succionó su contenido sin dejar de mirar al alto militar
y apuntar a su cabeza. De un golpe con la mano empuñada, pin-
chó su cuello vaciando por completo su contenido, todo era un
caos, comenzó a entrar mucha gente a la habitación, llevándose a
los heridos y al propio Cretton.

» » »

Solo pude ver sus ojos. Abrió mi boca e introdujo un sedante y de


inmediato en mi mano izquierda en mi muñeca puso suavemente
y con amor una inyección en mi vena que poco a poco fue entran-
do. Bajó su máscara, inhaló y exhaló fuerte, un par de lágrimas

86 » JUSTICIA ROJA
tocaron mi cara. Unió su mejilla a la mía, suavemente con su voz
susurró cuida a nuestro Javier, mientras a lo lejos las turbinas de
un avión se encendían a toda potencia.

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