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JUAN JACOBO ASTRADA

ILUSTRACIONES PEIRÓ
© JUAN JOCOBO ASTRADA

E-mail: carpincho51@yahoo.com.ar

ISBN 978-987-45081-9-5

Reservados todos los derechos.

Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo, ni en parte, por cualquier


medio, ya sea gráfico o electrónico, sin permiso del autor

Astrada, Juan Jacobo


El gato de 9 colas +3 / Juan Jacobo Astrada. - 1a ed . - Río Cuarto :
Imprecom, 2017.
108 p. ; 19 x 13 cm.

ISBN 978-987-45081-9-5

1. Relatos. I. Título.
CDD A863

Impreso en los Talleres Gráficos de IMPRECOM EDITORA


25 de mayo 273 (5800), Río Cuarto, Córdoba, Argentina
imprecomeditora@gmail.com

Diseño de El Gato con nueve colas +3: D. G. Carolina Dalio


Diseño de tapa: Manolo Peirotti
Hecho el depósito que marca la ley 11.723

1° Edición: Junio de 2017


Prefacio

Nunca fui afecto a las introducciones largas, es por


eso que voy a hacerlo de manera breve bajo la forma
de una pequeña historia.
El Gato de Nueve Colas fue un látigo, temible ele-
mento de castigo empleado en la famosa Armada Bri-
tánica de los tiempos del Almirante Nelson. Era usado
para azotar a los marineros ante cualquier indiscipli-
na, o aún por faltas menores; fue el método de castigo
usual durante siniestros largos años. La cuestión era
relativamente simple, acorde al delito o falta cometi-
da era el número de azotes que el castigado recibía, y
las consecuencias podían ser desde dolorosas escoria-
ciones hasta la muerte si los azotes eran demasiados.
Recordemos brevemente que la disciplina en la ar-
mada británica fue proverbialmente estricta y cruel.
Durante mucho tiempo, previo a la puesta en funcio-
nes del gato, cualquier falta, por leve que fuera, se
pagaba con la horca… simplemente no existía otro
castigo. Esto llevó, al pasar de los años, a que los en-
torchados del Almirantazgo comenzaran a abrir sus
ojos a la triste realidad de que, con ese método –la
horca– se perdían muchos fuertes y veteranos bra-
zos que deberían necesariamente ser reemplazados
por marineros novatos los cuales precisarían de largo
tiempo y trabajo para poder ser considerados verda-
deros marinos de guerra.

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Fue así que, pensando y pensando, los almirantes lle-
garon a la conclusión de que el uso del Gato de Nue-
ve Colas les ahorraría muchas manos útiles para sus
batallas.
Tuve un día la ocasión de ver en cierto museo, un
Gato auténtico de aquellas épocas y en verdad, su
sola contemplación mete miedo. Está construido con
un cabo de soga bien gruesa forrado en rústica lona
de vela cosida; desde allí parten las nueve colas del
mismo material pero más delgadas, forradas también
en lona y con pequeños nudos cada veinte centíme-
tros; a éstas se añadían –dicen las crónicas– para cas-
tigos especialmente severos, bolitas de plomo.
Presentado el tristemente célebre Gato de Nueve Co-
las que da título a estas historias, vamos a la razón
por la cual elegí este título. Según algunos amigos,
bromistas ellos, mi temática anda casi siempre ron-
dando a la violencia en alguna de sus formas. En ver-
dad que me lo he cuestionado seriamente algunas ve-
ces y le he dado bastantes vueltas al asunto. En algún
momento, no tengo certeza de cuando, vislumbré por
fin la siguiente hipótesis que, por ahora me conforma
y en cierta forma, vino a liberarme de mis complejos
y cavilaciones.
¿Cual es la fuerza misteriosa que siempre atrajo al
hombre en la inmensa mayoría de sus creaciones
artísticas hacia las temáticas tristes, violentas y terri-
bles?

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Porque hay que reconocer que desde que existe me-
moria de la obra humana, teatro, literatura, canciones,
cuentos, también en buena medida la plástica y por
supuesto el cine, han tenido una muy fuerte orien-
tación en este sentido. Mi explicación, que viene de
lecturas fragmentarias, conversaciones con otras per-
sonas y de mi propio afán de encontrar una razón, es
la que he dado a llamar el síndrome del soldado.
Es ese sentimiento oscuro, en cierta forma vergon-
zante, del alivio ante la desgracia ajena. No nos atre-
vemos a reconocerlo pero cuando por azar nos toca
presenciar alguna hecatombe, o accidente que nos
horroriza, lo que vemos nos shockea es cierto, pero
al mismo tiempo y sin ser conscientes de ello, surge
en nuestro interior la vocecita pérfida de nuestro sub-
consciente que nos susurra a gritos: ¡menos mal que
fue él y no tu!
Sucede igual, cuando en medio de un furioso ataque
cae herido el compañero. El soldado se desespera de
dolor y pena al ver caer a su amigo y sin embargo si-
gue corriendo… en lo más profundo, no puede evitar
sentir cierto alivio… menos mal que fue él y no tú.
Así somos los humanos, contradictorios, complejos…
también creativos, imaginativos y dignos las más de
las veces de tantas condiciones como nos otorga nues-
tro mágico ADN…
Bueno… no me parece nada mal ir terminando ya

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con las historias prologuistas, diciéndole a los lecto-
res que, es mi más sincero deseo que disfruten estos
breves relatos ya que, al menos a mí, su escritura me
ha reportado un sincero y honesto placer…

Juan J. Astrada

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Agradecimientos

En verdad tengo incontables personas (seguramente ol-


vido a muchas) a quienes agradecer su colaboración o
apoyo de una u otra manera para llegar a la publica-
ción de este libro.
A mi mujer Alejandrina, por su aguante, a veces, bue-
no…en realidad ahora que lo pienso, pocas veces.
Al clan creativo de los Peirotti, mi hermano de la vida
Manuel (Peiró) con sus soberbias ilustraciones, conse-
jos, y sobre todo por su amistad que, ya lleva una can-
tidad más que interesante de años llenos de andanzas
movilizadoras… de mochilas, fogones, música y serra-
nías.
A Manolo, su hijo mayor, a quien corresponde el diseño
tan hábil y creativo de la portada y a Miguel, el que
le sigue, por la biografía que logró tan generosamente
extractar de mí.
A Mónica Parmigiani, amiga y valiosa consejera que
se echó a las espaldas la redacción de tan minucioso y
delicado texto de contratapa.
A mis compañeros de ruta, escritores y amigos de talle-
res y de la SER (Sociedad de escritores Riocuartenses)
por su siempre bien intencionado consejo, o simplemen-
te por estar allí acompañando, dando su sostén.

Juan J. Astrada

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El Juan

El Juan no puede expresar por qué siente lo que sien-


te pero, muy adentro, sabe que ha llegado al límite.
Lo nota en su cuerpo, que le grita desde su entraña
profunda mensajes en lenguas antiguas que no logra
entender, pero tampoco desconocer.
Al verla esa madrugada salir sigilosamente de la casa
grande del alto, todo se le nubla… aunque podría de-
cirse, tal vez, que algo se le aclara, dependiendo de
cómo se interpreten los sentimientos de las personas.

Avanzada ya la mañana y como en una despedida,


pega un largo trago a lo que queda en la botella y
rumbea para el escritorio.
Nota el sudor que moja su camisa, el mismo que lo
empapa cada día al revolear el hacha contra maderas
duras de quebrachos y caldenes.
Sube los escalones de la galería con ese modo tan
suyo, lento, pausado… y enfrenta la puerta de made-
ra lustrada.
Un impulso, tal vez demorado en su cuerpo por mi-
lenios, lo paraliza un momento; luego golpea tres ve-
ces, respetuosamente, y acciona el picaporte de bron-
ce que da paso a una penumbra fresca y agradable.
Míster Kelly, administrador del obraje, levanta sus
ojos con cierto fastidio.

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-¿Qué te hace falta Juan?- pregunta y se queda mi-
rándolo.

Solía decir su Tata que: “el hacha se revolea y se deja


caer sin forzarla; nomás mire fijo adonde usted quie-
ra que caiga y déjela solita, ella sabe hacer su traba-
jo”.

Así pues, El Juan se adelanta tranquilo, revolea el


hacha como le han enseñado, y la deja caer… calla-
damente.
Pasa un rato… como no sabe bien que hacer se sien-
ta, prende un cigarro, deja el hacha clavada adonde
él fijó su mirada, y espera lo que viene…

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Ser una lady

Cinco de la mañana, mucho frío… lo recuerdo por


que que bendecía a los ingenieros franceses que dise-
ñaron el Citroén 2cv y su sistema tan simple y eficaz
de calefacción.
Doblé a la izquierda en 27 de Abril y la vi en la pa-
rada del colectivo. Estacioné junto a la vereda y
me bajé. Yo era muy joven entonces, pero ya había
aprendido que a las mujeres les gusta eso de que uno
se juegue un poco. Desde el coche y hablando a tra-
vés de la ventanilla, se sienten desvalorizadas, unas
putas o qué sé yo. Ellas admiten que les gusta eso de
sentirse unas putas, pero sólo en algunos momentos,
brevemente, mientras dure esa intimidad. El resto del
tiempo adoran ser unas ladies.

Me acerqué sonriendo, tratando de caer simpático. La


saludé, me respondió con mucha amabilidad y supe
que las cosas no estaban saliendo nada mal. La miré
mejor y lo que vi no me desagradó; no era alta, tampo-
co muy bajita, pelo castaño largo y lacio, como se usa-
ba entonces, bonita, bien proporcionada. Me llamó la
atención; pensé que no encajaba con el tipo de mujer
que uno esperaría encontrar a esa hora en pleno invier-
no en la parada del colectivo. Ofrecí llevarla y aceptó.
Cuando subimos, dijo con una risita encantadora:

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-¡Que calentito está!, no sabía que estas cucarachitas
tuvieran tan buena calefacción.
El comentario me gustó, siempre he considerado al
humor como el mejor lubricante social; nos reímos
y hubo un cierto avance en nuestra proximidad.
Mientras andábamos, sugerí que estaría bueno tomar
algo…
-Para mitigar el frío – dije.
Ella aceptó, y pensé: esto transita por andariveles
muy promisorios y estacioné junto a un pequeño bar,
frente al viejo Hospital de Urgencias de la calle Sta.
Rosa.
A esa hora no daba para andar eligiendo mucho, des-
pués de todo el lugar estaba bien calefaccionado, ha-
bía gente desayunando, y se destacaba un acogedor
aroma a café y medias lunas. Elegimos una mesa apar-
tada. Cuando vino el mozo, ella pidió un whisky…
me gustó, y pedí lo mismo.
Conversamos… la charla salía cómoda, relajada, como
si fuésemos viejos conocidos; me dijo que se llamaba
Ruby o Rubí, lo cual no hace mucha diferencia; me
pareció un apodo algo extraño, nada más.
Me contó que estudiaba, yo le conté algunas de mis
cosas y seguimos por un rato diciéndonos todas esas
banalidades típicas de personas que intentan cono-
cerse, riéndonos de ocurrencias del momento.
Sin mediar advertencia, medio de golpe, se recostó
contra mí, apoyó su cabeza en mi hombro y me dijo
bajito pero en un tono más divertido que sensual:

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- ¿Sabés?, ahora me vas a tener que hacer el aguante,
porque a esta hora, a casa ya no puedo llegar.
Asimilé la sorpresa, me recuperé, y puse lo que en el
momento me pareció una sonrisita matadora… pedí
dos whiskies más.
Salimos del bar justo cuando en el horizonte el tinte
rosado comienza a ganarle al gris. Esa hora que orde-
na la retirada de los noctámbulos, bohemios y borra-
chines.
Resistirse significaría el fin de la magia, la caída de
los disfraces, la desaparición de la belleza y el encan-
to. En ese momento, si uno quiere seguir, la gente de
la noche lo sabe, debe buscar algún refugio sombrío
adonde cobijarse, un lugar que tenga gruesas corti-
nas, o algo que haga de blindaje para atajar los demo-
nios de la luz, esos que gustan de refregarnos por la
cara una realidad que no siempre queremos ver.
Fuimos a mi departamento, tomamos algo más, hici-
mos el amor, no recuerdo si bien o mal; luego dormi-
mos.
Me despertó con gentileza… cariñosamente diría. Me
preguntó si podía llevarla a buscar a una prima que
venía de Buenos Aires.
Mientras tomábamos café en la cocina, me miró de
una manera profunda, rara, tal vez.
-¿Sabés?- dijo - No te lo iba a decir, en realidad no
tengo por qué, pero no sé, es como que me haces sen-
tir en confianza… pasa que estoy muy enferma, no es
algo que una ande por ahí contándole a todo el mundo,

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pero bueno… así son las cosas. Es por eso que viene
a visitarme mi prima, se va a quedar conmigo toda la
semana.
Siguió observándome, le tomé la mano, ensayé una
cara de circunstancia y pensé que era la peor excusa
que había oído en toda mi vida para ir a la cama con
alguien. Casi me agarraban ganas de reírme y decirle
que por favor no me encajara ese papel de boludo…
pero me quedé callado.
Ella seguía mirándome, hasta casi incomodarme. Fui-
mos a buscar a su prima. Se abrazaron fuerte y prolon-
gado, con mucho sentimiento.
Tomamos café en un barcito, luego las llevé a un ba-
rrio bastante cercano.
No volví a verla, tal vez mi vida era por entonces
muy acelerada, no sé.

La encontré seis meses después en el diario, no sa-


bía su nombre completo, solo su apodo, Ruby o Rubí,
pero ahí estaba su foto… y me quedé mirándola.
Después, cuando pasó el golpe de la primera impre-
sión, me di cuenta que estaba equivocado, no siem-
pre es verdad que las mujeres digan cualquier cosa
para quedar como unas ladies.

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El Payé

La madre, de nombre Otilia, lo largó a la vida así, fá-


cilmente, en unos pocos minutos; ni alcanzó a llegar
la comadrona que el Pedrito ya estaba afuera, todo
pegoteado y llorando.
Doña Ernesta Medina me contó, que nació una no-
che de viento huracanado, caliente y lleno de retumbos
como blasfemias… como si el diablo estuviese aven-
tando su fragua.
Noveno hijo de la Otilia con el Tristán Romero, que
solía changuear en la estancia “Los Horcones”, donde
siempre había algo que hacer.
Ya de recién nacidito, demostró que entraba en esta
vida más bien para recibir que para dar.
No quiso agarrar la teta por que su madre tenía me-
dio mermos los pezones; es que hacía mucho que no
daba de mamar, su anterior hija tenía ya como catorce
años. Por eso, por consejo de la comadrona y como
se usaba en esos casos, tuvo que tomar cartas en el
asunto su marido para que volvieran a tomar forma
los pezones de la Otilia. Claro que esas cosas no se
andaban contando, por recato… solo se mencionaban
en familia.
Cuando él llegaba de la changa, se lavaba los sudores
del día, y como ella ya lo estaba esperando, pasaban
detrás de un lienzo que tabicaba la cama formando en

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el rancho algo parecido a un dormitorio. Allí se esta-
ban un rato haciendo su trabajito, para que después el
Pedro pudiera mamar.
A veces alguno de los otros chicos espiaba un poco,
pero nadie se incomodaba por eso.
Pasados algunos días el asunto perdió interés y ya no
se habló más de los pezones, ni de su forma, ni de nada
de eso.
Así, el Pedrito se fue criando sanito y bueno, sin mos-
trar malos talantes ni feos modos; eso sí, algo adormi-
lado… como si le costara agarrar trote para andar por
la vida.
Volviendo un día de la escuela, que quedaba como a
una legua, el Pedro observó al tope de un poste esqui-
nero una casita de hornero abandonada. La contempló
largamente, sabedor del trabajo que había costado a
sus antiguos habitantes construirla… y se dijo: ¡Que
desperdicio…! Sin más, se alejó bajo el sol, levantan-
do nubecitas de guadal con sus alpargatas bigotudas.

Su madre, años después, dijo que una tarde lo observó


sentado bajo un sauce grande, muy coposo, que había
a la par del rancho.
Allí estaba, bastante crecido ya, sumido al parecer en
profundos pensamientos. Cuando ella le preguntó la
razón de sus preocupaciones, le respondió:
-Vea Mama, he estado pensando en lo inútil de en-
carar labores excesivamente trabajosas para obtener
después tan poco beneficio…
Doña Otilia se quedó confusa, rumiando esas pala-

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bras largo rato, tratando de entender, mientras cebaba
mate con una pava pequeña y negra que supo ser de
su abuela y calentaba en un brasero.
Se preguntó de dónde sacaría el Pedro esas ideas, des-
pués se puso a moler maíz para los pollos y no pensó
más.

Una tarde la mandaron a llamar y fue a hablar con la


Señorita Matilde. Se sintió incómoda frente al escri-
torio y la maestra, que notó su turbación, le dijo lo
más suavemente que pudo:
- Señora Otilia, no esté preocupada, no me parece
algo demasiado serio, pero sería bueno prestarle más
atención a Pedrito… por el día de mañana ¿vio?, nun-
ca se sabe…
Doña Otilia se estuvo callada, aunque su mirada pare-
cía interrogar ansiosamente a la maestra.
- Lo noto distraído en clase; no estoy segura si es solo
eso, que no presta atención, o sufre de alguna debili-
dad, dígame… ¿come bien, digo… con apetito?
-¡Claro que come bien, qué no va a comer…! Pero
siempre ha sido así… medio poco voluntario, lerdo
dijéramos…
-Ah… ya veo… ¿sabe que pienso?, que una consulta
con el doctor no le vendría mal, tal vez algo más de
comida… o más sustanciosa, sin ofender por supues-
to. En fin… como le comenté, por ahora no es nada
serio, pero sería bueno estar atentos.
Otilia no dijo nada, aunque el asunto no le gustó ni

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medio, sobre todo que hubieran dudas sobre su co-
mida. Esa noche, antes de apagar la vela, le dijo al
Tristán:
- Somos una familia humilde, eso lo sé… pero acá se
come bien pulsudo, y ninguno de nosotros se anda ha-
ciendo el chancho rengo pá l trabajo, cada uno ayuda
con lo suyo y yá… no sé qué quiere decir la maestrita
esa…
-Mujer, no te ha de haber querido ofender, a lo mejor
lo que tiene el Pedrito es alguna zoncera, debilidad del
cerebro, no sé… tal vez leer tantos libros en la escue-
la, o demasiado estudio… vaya a saber qué le puede
haber pasado, aunque no creo que sea algo tan difícil
de arreglar… en una de esas, el Doctor Reinoso…
-¡Qué Doctor Reinoso!... la comadre Cirila- interrum-
pió ella-, esa es la que ha de saber qué hacer… si no
hay yuyera mejor en leguas a la redonda, ni de tanta
experiencia…
Pasados unos pocos días lo tenía al Pedrito muy tie-
so, peinadito, y oliendo a jabón blanco, sentado bajo
el parral de Doña Cirila. Él lo miraba todo y se es-
taba calladito como le habían dicho, además, no era
poca la pavura que le infundía la curandera. De ella
se decían cosas de espanto, como de convocar a dia-
blos y engendros… comentarios que ponían la piel de
gallina susurrados por la noche entre relumbrones de
fogón.
-Tomate una limonada Pedrito– le dijo zalamera Doña
Cirila-, está fresquita y dulce… te va a sentar bien.

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El muchacho no se hizo rogar. Con la escasez de co-
sas dulces que probaban los chicos por esos tiempos,
se la tomó de dos tragos. Después le sirvieron otro
vaso y también lo apuró con ganas.
Al rato, Pedro dormía de lo mejor. La bebida, además
del limón, contenía unas hierbas que la yuyera, píca-
ra, había disimulado en el dulzor.
Cuando lo vieron caer en un sueño realmente profun-
do, le sacaron la camisa, lo extendieron boca abajo
sobre una mesa pesada y fuerte y le lavaron bien las
espaldas con el jugo amarillento de una planta; luego
la curandera con gran destreza, hizo un pequeño corte
justo entre las paletas.
- Allí – dijo mientras trabajaba- es donde les nacen las
alitas a los ángeles.
Tomó después un pequeño envoltorio del tamaño de
un poroto que ya tenía preparado, y con pericia lo
deslizó bajo la piel. Para terminar, le dio tres puntadas
con tripa fresca de iguana, cubrió todo con grasa del
mismo animal, y terminó así la operación.
-Listo –dijo la vieja mientras se lavaba las manos–
con esto va a cambiar, es un payé muy fuerte, ya va
a ver Doña Otilia lo poderoso que es, y como va a
cambiar… es mezcla de yuyos y otros misturajes en-
vueltos en pellejo fresco de panza de sapo, no va a
haber muchacho más sano ni potente que él, además,
aleja la mala estrella y lo más importante, conjura la
muerte, ya va a ver… – dijo la curandera mientras se
armaba un cigarro y la miraba muy fijo con sus ojos
aindiados, que parecían espiar el alma.

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Pasaron unos días… tal vez semanas.
Cierta mañana, como de lejos, un ruido fue llegando
de a poco. Otilia se dio vuelta en la cama, se restregó
los ojos, y prestó atención. No cabían dudas, alguien
estaba hachando afuera… ¡y tan temprano!
Salió al patio y… ni bien se hubo quitado la ceguera
del sol naciente, lo vio al Pedro como a unos cincuen-
ta metros, meta que meta con el hacha astillando el
viejo tronco caído de fresno al que todos sacaban el
cuerpo por seco, por duro, y también por que medía
como un metro de grosor.
Le puso al hacha furiosamente, como enajenado…
como en un sueño. Hora tras hora, brillando el sudor
en su espalda dejaba escuchar el golpe tenaz del acero
contra la madera reseca y el bufido ahogado que bro-
taba de su garganta con cada golpe.
Unos amigos vinieron a verlo una tarde, entrado el
otoño… Pedro ni los miró, siguió golpeando un vie-
jo eucaliptus que había elegido, después de que hubo
hecho astillas el fresno. Lo saludaron, preguntaron al-
gunas cosas como para iniciar conversación. Después
se quedaron callados… al rato se cansaron y se fue-
ron. Pedro no les prestó atención.
Para cuando derribó el vigésimo segundo árbol, la
Otilia ya estaba medio inquieta.
-Me está entrando pensadera con el Pedro - le dijo al
Tristán una noche-, este asunto del payé… no sé si
habrá sido para bien o será peor el remedio que la en-
fermedad. Tengo por cierto que el menjunje era fuer-

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te, muy fuerte, porque está más bravío que toro pam-
pa; este chico ni sabe lo que es un dolor de muelas,
anda todito el día dándole al hacha esa y ni vieras lo
que come… casi nada, como un pajarito. Te digo que
hay veces que me asusta, sobre todo cuando lo obser-
vo afilar el hacha, y eso otro… su forma de mirar…

Fue una tarde de verano, como un mes después del


incendio grande que dejó el monte carbonizado y yer-
mo, como poblado por una bandada de espectros con
sus dedos negros maldiciendo al cielo. Se levantó un
viento Norte muy fuerte y caliente que hacía remoli-
near las cenizas y quebrar las ramas quemadas.
La Otilia no dijo nada, pero algo extraño debe haber
olfateado en el ambiente, por que se metió adentro a
prenderle una vela a San Bartolomé Apóstol, patro-
no de las tormentas. Alguna rareza en el aire ha de
haberle evocado esa otra noche de viento caliente…
cuando fue nacido el Pedro.
Esperó… miró por la pequeña ventana, dejó pasar las
horas; pero su hijo no volvía y comenzó a inquietarse
en serio. Cuando ya no aguantó más, se embozó con
un pañuelo grande y partió a buscar a la Cirila… Ca-
minó echada hacia adelante, batallando con ese viento
de fuego que le contrariaba el pecho; los labios rese-
cos, la cara ardiendo.
Se toparon en un recodo, a mitad de camino, porque
la vieja curandera ya estaba viniendo; había olfateado
también ella esa urgencia extraña en el viento.

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- Tengo un sentir muy malo acá – explicó Otilia y se
golpeó con el puño donde estaba su corazón.
Juntas marcharon por ese soplo caliente cargado de
carbonillas y cenizas, que se pegaban en ellas como
insectos pringosos.
Llegando al monte grande, se pararon a escuchar,
pero no oyeron nada, ni el golpe del hacha ni ningún
otro ruido; solo el soplido furioso del viento y el que-
jido ocasional de algún gajo al quebrarse, o de algún
árbol arrancado de cuajo…
Caminaron rodeando los cadáveres quemados que, en
su negrura, parecían querer detenerlas.
Seres muertos, calcinados, víctimas de esa vieja des-
ventura de los incendios, antiguos, siempre volvien-
do, siempre lúgubres…
Fue entonces que lo vieron… mejor dicho, vieron la
cabeza metálica del hacha apuntando al cielo oscuro,
brillando como una señal. Se acercaron, estremecidas
de miedo y aprensión y distinguieron al muchacho
que, aplastado bajo un grueso tronco, casi partido al
medio por el tremendo peso, solo dejaba ver parte del
torso…
Otilia le tomó la cabeza entre sus manos y lo llamó:
-¡Pedro…, Pedrito…!
Él trabajosamente abrió los ojos, parpadeó dos o tres
veces, e intentó decir algo, pero no pudo.
-Doña Cirila, fíjese, no respira… pero está vivo, ¡está
vivo…!
-Es el payé… es demasiado fuerte, no lo está dejando

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morir… hay que sacárselo pobrecito, dejarlo volar…
De entre sus ropas, sacó la mujer un cuchillito peque-
ño, de hoja redondeada y muy filosa, que usaba en el
campo para cortar sus yuyos.
-Pedrito, hijo –dijo la madre-, vamos a sacarte el
payé, para que puedas irte...
La cara ennegrecida de Pedro, en una mueca de enor-
me dolor, bajó los párpados en señal de asentimiento.
La curandera, hábil en lo suyo, se deslizó bajo el cuer-
po, cortó la camisa, abrió en la piel un pequeño, mise-
ricordioso tajo y hurgó con sus dedos duchos, palpan-
do con cautela.
-Acá está – dijo mostrando un bultito sanguinolento
que sostenía entre el pulgar y el índice.
- Ya lo sacamos Pedrito – dijo la madre, mientras to-
maba su cara entre las manos… pero Pedro ya volaba,
había partido en silencio, entreverado en el viento ca-
liente y oscuro, el mismo que lo había traído…
A las mujeres, entre dolidas y aliviadas, les pareció
ver su imagen flotando en el humo, alas arriba…

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Jaureguiberry

Lo vi y casi no lo pude creer. Por la vereda de enfrente,


bajo el escuálido solcito de invierno, caminaba Jaure-
guiberry, mi antiguo compañero de colegio.
Le hice una seña con la mano, pero no pareció notar
mi presencia. Le grité:
-¡Ey, jaureguiberry!
Recién entonces, levantó la vista como quien des-
pierta de una ensoñación. Me miró algo encandilado,
acomodó sus frágiles anteojos de alambre y, solo des-
pués de una serie de muecas y fruncimientos, pareció
reconocerme y sonrió.
Crucé la calle y le di un abrazo.
- ¿Que hacés por acá Jaure, no te habías ido al Sur
vos?
-Hola Baldomero, qué gusto che – me dijo sheshean-
do las eses, como siempre-. Si che, vivía en el Sur, en
Caleta Olivia, pero volví che, no hay como el pago
dicen…
Noté que seguía hablando igual que cuando íbamos
al colegio: Tono suave, monocorde, algo vacilante,
apenas lo justo como para calificar de tartamudo in-
cipiente.
Nos sentamos en un barcito y pedimos café con go-
tas, como antes.

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-Lo mejor para el frío che – dijo frotándose las ma-
nos.
-¡Pero mirá vos…! Siempre delgadito Jaure, no en-
gordás, no te pasan los años, contame viejo, ¿cómo
te ha ido?
-Y… estuve por el sur varios años, pero me cansé
che… Brava, ventosa esa Patagonia che…
-¿Qué hacías allá, algún curro bueno?
-Y… al principio sí che, llevaba la contabilidad de
una pesquera, se ganaba bien y se vivía cómodo, has-
ta que pasado un tiempo la cosa se complicó, y me
tuve que ir che...
-¿Cómo que te tuviste que ir… no era que venías
bien y estabas contento?
-Sí… contento estaba che, pero lo mismo me tuve
que ir; se armó un bardo de la madonna y en la ge-
rencia me la cantaron clarito: Jaureguiberry, no que-
remos quilombo, pero si se arma, usted sabe quien
pierde, así que mejor renuncie y váyase tranquila-
mente; de otra forma vamos a tener que ir a la policía
y todo se va a poner peor.
-¿Pero cómo… vos habías hecho algo…?
-No, yo no, fue el boludo del Tarta, pero lo mismo
me tuve que hacer cargo, no lo iba a largar solo al
Tarta che…
-No, claro, entiendo; vos siempre fuiste un buen ami-
go, un tipo noble…
-Y… uno hace lo que puede che...
-Después me enganché con una mina que manejaba

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una pensión y la cosa andaba bien che, una papita…
Lástima que duró unos añitos nomás, y se pudrió
todo che. Vino un día la loca de mierda y de frente
me tiró que le estaba faltando guita. ¡Me trató como
el carajo che!, me dijo que era un chorro hijo de puta,
que no era la primera vez que le metía los ganchos y
que me fuera o me iba a hacer romper la jeta. ¡Qué
mala pata!, pensé, pero me fui… no me quedaba otra
che.
-¡También sos boludo hermano vos!... te estaba yen-
do bien… vivías tranquilo… ¿A qué te mandás seme-
jante cagada?
-Pero… si yo no fui Baldomero, yo no había hecho
nada che.
Me dejó mudo.
-¿Pero si no habías sido vos, como no te defendiste
entonces?
-Claro que no había sido yo, fue el tuerto, pero yo no
lo podía largar solo che, ¿No te parece?
-Y sin dejarme meter ni una palabra prosiguió: Armé
el bolso y me fui para la costa, a la misma orilla del
mar che. Ahí me puse a vivir con unos pulperos.
-Ah… ¿los dueños de una pulpería?
-No boludo, pul-pe-ros, gente que vive en la costa,
en casitas medio precarias, en la restinga che… y se
dedican a agarrar pulpos entre la pedriza… cuando
baja la marea, para vender. Pero, ¡mala suerte che…!
También me duró poco. Una mañana se levantó un
grandote… pero lo que se dice grandote che, y me

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quiso cagar a trompadas; dijo que le había contado su
mujer que la noche anterior, no estando él, yo me le
había apersonado por la casa mamado, y había queri-
do entrar a dormir con ella che… ¡Así que de vuelta
me tuve que ir! ¿Qué otra cosa podía hacer che…?
-¿Pero… habías sido vos? – Le pregunté ya medio
desconfiado.
-Te digo que no boludo, ¿tas mamado vos? Fue el fla-
co… que te puedo decir… ¿cómo lo iba a dejar en
banda al pobre flaco che?
Cuando nos separamos en la vereda, me quedé mi-
rándolo alejarse, siempre buscando el lado de la som-
bra, con ese tranquito ligero y algo saltarín tan típico
de él.

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El Moncho

Le dicen “El Moncho.” Aunque en su documento fi-


gura como Rosendo Isabel N, todos saben que es hijo
de Ismael Cruceño y la Fidelina Luján.
Abandonado por su madre, negado por su padre, se
crió con unas tías solteras hasta los catorce, tal vez
quince años.
A esa edad decidió irse y comenzó a rodar para un
lado y para otro haciendo changas. Ahora, de tiempo
en tiempo, vive en la iglesia, a veces en alguna estan-
cia o casa... o donde le den permiso. Cuando se deja
ver, su andar cansino y tristón pareciera matizarse de
los marrones y ocres del camino.
Corta leña, desmonta, acarrea piedra para levantar
pircas y otros menesteres. Trabajos brutos, mal pa-
gos, a la medida de él, que no sabe leer ni escribir.
No necesita grandes saberes para dar ocupación a esas
manos callosas y enormes, desproporcionadas para un
cuerpo como el suyo, tan magro y mezquino.
Porque El Moncho es pequeño, hirsuto y curtido. Tan-
to que su cutis parece moreno sin serlo… es el sol, es
el viento, son las mil mordeduras de la intemperie que
lo hacen ver más oscuro, siendo que es blanco, muy
blanco, y bien orgulloso que está de serlo.

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Siempre anda de “agregado” en algún rancho o case-
río, siempre changueando o contratado por día para
hacer esas tareas pesadas y efímeras a las que otros
sacan el cuerpo.
Lo que más le gusta es cruzar el río y llegarse hasta el
boliche; allí, ayuda a carnear por la sola recompensa
de las achuras y unos vasos de vino.
Ensilla la mula barcina, su única pertenencia en este
mundo, y cruza el río con el agua más arriba de la
verija. Regresa a la tardecita, casi inconsciente de bo-
rracho. La barcina lo mantiene sobre el recado a pura
maña y costumbre. Trae atada a los tientos su tesoro,
una bolsa de arpillera con botellas de vino que a la
pasada, va escondiendo entre los poleos para tomarlas
después.
Pasada la mamúa, la gente sonríe con cierta ternura al
verlo hurgar con un palo entre los churquis y montes,
buscando el vino. Es que estando fresco olvida donde
lo escondió; recorre arriba y abajo la costa del río, tra-
tando con disimulo de hallar ese vinito barato, dulzón,
traedor de sueños de infancias tibias.
Es de poco hablar, con más razón tratándose de asun-
tos personales. Una noche, después de varios vinos,
contó que estuvo preso; no dijo por qué, solo que los
guardiacárceles les dejaban entrar “alcohol en pasti-
llas” para que se estuviesen más tranquilos. ¡Alcohol
en pastillas… vaya a saber que droga habrá sido! Él la
llamaba así porque según dijo, disolvían cierta canti-

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dad en una jarra de agua para después beberla.
Ahora está medio ciego. Hace ya bastante tiempo que
comenzó a mezclar el vino con alcohol de quemar para
hacerlo más entrador, decía él; hasta que finalmente
tuvo una descompostura seria. Había sido advertido
en el dispensario de que eso podría pasarle si seguía
tomando tanta de esa mezcla, y le pasó nomás… la luz
se le fue perdiendo, hasta escapársele… casi del todo.

Hoy vive a la orilla del rio, en una choza de cañas y


chapas con dos perros tan flacos y grises como él que,
vaya uno a saber por qué se quedan.
Algunas personas bondadosas lo ayudan con algo de
ropa o comida, y él se viste con lo que le dan, con
lo que puede. Un saco así nomás sobre el cuero, una
bombacha vieja, alpargatas, gorra, sombrero, o boina,
según lo que le haya tocado. Todo muy sucio, del color
del monte, de la tierra de los caminos, del guadal de
las barrancas. Quién sabe si llegará a pasar el invierno
que viene, se lo ve medio debilucho, medio tristón
últimamente…
A veces, sólo a veces, sale a caminar… luce una son-
risa esperanzada mientras casi a tientas, con su palito
hurgador, escarba entre los yuyos, a ver si encuentra
alguna botella piadosa, de esas que le apacigüan los
días…

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Cirugía correctiva

Tomó un trago largo… ansioso. El sabor quemante y


dulzón del guindado le volvió a contramano por la gar-
ganta y apenas pudo con la arcada urgente.
-No sé por qué sigo tomando esta mierda- se dijo– de-
bería probar algo más sano… la bebida seca podría ser,
dicen que sienta mejor.
Levantó la vista y se alisó la pollera. Como una cáma-
ra cinematográfica, su mirada recorrió en lento trave-
lling la modesta cocina del departamento alquilado: la
mesa de formica con sus sillas de caño negro, una vie-
ja alacena que alguna vez fuera de color verde agua, la
estrecha mesada con la pileta de lavar… su recorrido
visual se detuvo allí.
Con ojos turbios, observó el sanguinolento revoltijo
de pelos y coágulos que ocupaba casi toda la pileta. La
mesada también estaba manchada con sangre, y había
salpicaduras en el piso y la pared… miró sin emoción
la suciedad de sus manos y ropa.
-Se murió nomás, perro de mierda –dijo con los dien-
tes apretados– tengo que hacerlo mejor, practicar más,
agarrarle bien la mano al asunto. Para colmo el hijo de
puta sólo tenía éste, ojalá hubiera tenido mil perros,
a los mil les hubiera cortado las pelotas limpitas, sí…
debo practicar más.
Se deleitó un rato con la idea, pero no pudo dejar

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de recordar la golpiza de la noche anterior. Sin darse
cuenta apretó sus puños hasta el dolor. Había venido
borracho como casi siempre, pero sería la última vez.
-Tenés que encontrar la forma Elisita- se dijo, mirán-
dose en el espejo empañado de la pared – no es así
como queremos que sean las cosas… si se muere ahí
nomás… pierde sentido todo lo que estamos haciendo,
¿no te parece mi amor?

Se levantó pesadamente, tomó al animal de las patas


delanteras y lo arrastró por la mesada hasta hacerlo
llegar al borde.
Con movimientos estudiados y lentos lo sujetó por las
orejas, le introdujo la cabeza y los cuartos delante-
ros en la bolsa de plástico negra que sostenía abierta
con su mano libre; tiró del borde, empujó, forcejeó
un poco y al fin, en un murmullo sedoso y deslizante,
logró hacerlo caer adentro; ató los cordones y contem-
pló satisfecha su obra.

Su mano encostrada de sangre tanteó nerviosa la bo-


tella y echó un buen trago; la bebida de sabor dulce y
espeso le recordó a un jarabe… notó que estaba sudan-
do mucho, se sintió sucia y desgraciada.
-Hijo de puta – dijo en voz alta –… ¡ya vas a ver hijo
de puta!

Sin hacer caso de la sangre seca en las manos, metió


el dedo índice en su boca y palpó con cuidado la encía

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magullada. Siguió explorando, recorrió el interior de
sus labios, tanteó cautelosamente los dos dientes flo-
jos y al moverlos, hizo una mueca de dolor.
-Desgraciado de mierda… yo te voy a enseñar un par
de cosas de las mujeres que no sabes…vos, que la vas
de tan machito…
Tomando un trapo húmedo, emprendió su tarea de
limpieza…
Un rato después, mientras se dirigía a la mesa de fór-
mica, su mirada cayó descuidadamente sobre el peque-
ño libro; su título destacaba en letras rojas: “Técnicas
quirúrgicas de castración en pequeños animales”…
Miró intensamente las letras… por unos instantes pa-
recieron deformarse, como saliéndose de foco, mien-
tras escuchaba su propia voz:
- Malparido de mierda, vas a ver… ¡Ya vas a ver…!

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Trenzados criollos

Camino el sombrío callejón de entrada a la vieja estan-


cia llevado por un impulso… voy saturado de una mis-
teriosa inercia que me lleva hasta el playón rodeado de
acacias que enfrenta los dos galpones grandes. Tomo
un respiro y me detengo, mis ojos se llenan de imáge-
nes viejas… acunando recuerdos.
Los edificios están casi iguales, pero el ambiente,
la vibración, el magnetismo, han cambiado. Falta la
gente, sus sonidos, sus olores, sus movimientos, ese
ritmo que las personas ponen a los días y a las cosas…
Me invade el aroma a eucaliptus y a pinos, y me es-
cucho hacia adentro memoriando cosas de antes: el
hacha contra la madera, el martillo sobre el hierro, un
silbido que cruza apurado, el aroma de ollas al fuego
de leña, un relincho en reclamo del potrillo distante.
Estático, miro hacia el bajo, hacia el corral de pirca a
medias hundido en la tierra, víctima de su propio peso.
En el centro, se yergue aún el palenque que supo servir
en un tiempo para embramar potros chúcaros… salva-
jes nunca tocados por el hombre, de esos que ya casi
no se ven. Todavía está allí, apuntando al cielo, como
el mástil de un navío encallado… roto.
- Qué se le va a hacer, ya hay poca gente que quiera
vivir aquí- me dice el encargado acercándose. Es un
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hombre joven y locuaz, con aspecto de ser buena per-
sona y de saber más de computadoras que de vacas.
- Sí- le contesto, y por decir algo agrego - ¡cómo cam-
bian las cosas… la pucha!
- Y... sí, fíjese nomás, ahora sólo vive aquí un matri-
monio de caseros… yo vengo y voy según haga falta,
está todo alquilado para soja.
Así porque sí, pregunto por la hacienda vacuna.
-Ya no hay - me contesta - se vendió toda cuando el
precio andaba por el suelo, ¿se acuerda? La soja es más
negocio. Total, mientras dure....
Sigue hablando… de números, de milímetros de llu-
via, de toneladas de cereal, de litros de gasoil...
Hago como si lo escuchara pero mi pensamiento está
en otro tiempo, una época que ahora parece remota;
mientras… sigo mirando los grandes árboles, los gal-
pones, el corral…

Como desde lejos me llega la voz conocida y áspera


de Don Manuel, el mayordomo. Da órdenes concre-
tas y breves, que suenan como chicotazos. Hay co-
rridas, ruido de pasos, de voces, de animales, de he-
rramientas, de humanidad en movimiento que vive,
suda, putea… que canta también, algunas veces.
A la sombra de los sauces que bordean la acequia,
Don Rosa trabaja sobando y engrasando sus guascas.
Viéndolo tan zaparrastroso y dejado, nadie podría si-
quiera sospechar en él la delicada magia tienen sus

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manos. Lazos, maneas, pretales y cabezadas salen de
entre sus dedos tejedores con naturalidad. Son traba-
jos de tal maestría y prolijidad que de solo mirar tan
sutil encaje, hecho en el cuero crudo, le nace a uno
desde adentro un profundo aprecio y respeto por su
arte, aún siendo él tan matrero, salvaje, y dado a des-
cortesías de toda clase.
Cualquier trabajo sabe hacer, pero sólo cuando él
quiere. Mal engestado y arisco, pasó la vida en la
estancia ocupando el puesto del potrero del fondo.
No tiene mujer, no tiene ni siquiera perro. La vez que
se puso a criar algún cachorro, ni bien que este hubo
crecido un poco se le fue… tal vez a buscar un dueño
más amable.
En el rancho son sólo él y su viejo pingo overo negro,
con quien vaya uno a saber mediante qué sortilegio
logra una tolerable relación de cristiano a bestia.
Nadie en el pago ha podido explicarse jamás que un
patrón tan delicado y exigente como Don Teodoro
aguante desde hace años las semejantes mañas y des-
plantes que es capaz de tener el viejo.
Cuando yo era muchacho, algunas secretas historias y
cuenteríos culebreaban por los fogones. Se rumorea-
ba que Don Leandro, padre de Teodoro, supo en sus
años mozos mirar, digamos que empecinadamente, a
la Deolinda, hermosa criolla que desde siempre traba-
jó en la estancia. Ella, de muy jovencita, fue la madre
de Don Rosa y después de haberlo parido no pidió

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nunca la ayuda de nadie. Se mantuvo soltera, fuerte
y corajuda, y así lo crió… sola, sin jamás pronunciar
una queja ni un nombre.
Por aquel tiempo yo era muy chico y no le prestaba
atención a esas habladurías. Sin embargo llevo un re-
cuerdo… uno que, al desandar los años, sigue obstina-
do en mi memoria como una antigua letanía: aquella
tardecita en que, desde lejos, los vi a los dos hablando
en la punta de la galería de la casa grande. Me era
imposible, por la distancia, entender lo que decían…
sus palabras eran para mí sólo un murmullo lejano,
pero nunca dejé de recordar, como grabada a fuego, la
imagen de su despedida.
Al contraluz del atardecer, hubo un estrechar de ma-
nos como era de esperarse, formal, con naturalidad,
pero de pronto algo cambió, sucedió lo que nunca
imaginé… sorpresivamente, antes de separarse, Don
Teodoro, fraternalmente, en una actitud de mucha con-
fianza, pasó su brazo izquierdo por sobre el hombro de
Don Rosa… como cerrando un fuerte pero pudoroso
abrazo entre varones. Después, me pareció que mur-
muraron algunas palabras más y el viejo paisano dio
la vuelta y se alejó.

El joven encargado sigue hablándome, y el sonido de


su celular me regresa al presente. Está diciéndome
algo sobre un tractor que tiene que hacer arreglar, o
un bombeador, no se… porque en verdad, mis pensa-

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mientos están en otro lado, embramados al palenque
del corral. Estancado, detenido en el tiempo, asisto
una y otra vez a ese fugaz abrazo en la punta de la
galería de la casa grande.

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Mirar bebés

Nunca me detengo a mirar bebés. La frase me viene


a la cabeza y me pregunto adónde la escuché, porque
yo tampoco soy de de los que se paran a mirar bebés.
Comienza a rondarme cierta idea, una reminiscen-
cia… luego mi memoria se aclara y llega una imagen.
Sí, la frase pertenece a un cuento escrito por un ami-
go, ahora lo recuerdo con exactitud.

La suave, pequeña risa, me saca de mis cavilaciones.


Veo a un bebé gordito, de cachetes colorados que me
observa con mirada profunda, como de saber muchas
más cosas de las que el común de la gente cree…
mueve sus manitos y se ríe… luego, hace un gorgori-
to y me mira otra vez.
Su madre lo sostiene con el brazo izquierdo, esforzán-
dose, apoyándolo también en su cadera para aliviar un
poco el peso. Me fijo en ella: es pequeña, muy peque-
ña y bonita. Tendrá tal vez dieciocho o a lo sumo die-
cinueve años; su cuerpito magro, más que verse, se
adivina armónico… aunque maltratado.
Le va indicando al verdulero lo que desea con atenta
precisión y exactitud. En sus gestos y en el tono de su
voz se percibe un ánimo opaco, denso…
Pienso: está sola… su hombre se ha ido vaya a saber

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adónde y por qué. Intuyo que está criando a su hijito
sin ayuda, que sufre y se esfuerza mucho, que le ha
tocado ponerle el pecho a la vida de esta manera y eso
la enfurece; aún así, hace lo que se debe… con enojo
y todo.
Sin razón alguna, surge en mí un impulso nacido de
vaya a saber qué recóndito cromosoma. Se me esti-
ra el brazo y con el dedo índice, le acomodo al bebé
el rulo castaño de su sien, en una suerte de cariñoso
movimiento ascendente.
La pequeña madre se transforma. Me mira furiosa y
desafiante, directamente a los ojos… no puedo saber
qué oscuro gatillo interior he disparado con mi actitud
pero, advierto un movimiento deslizante al dar ella un
paso al costado que deja al bebé fuera de mi alcance.
Sale del negocio cargando sus bolsas y su hijo; hago
mi compra y salgo a mi vez. Parado en la vereda trato
de hallar respuesta a tantos porqués que me llegan en
tropel. Una cosa tengo por cierta, va a ser mejor que
nunca más me detenga a mirar bebés.

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Unas botas

Al bajar de la galería el sol lo cegó. Era casi medio-


día y caminó despacio, apretando fuerte el envoltorio
contra su pecho mientras rumbeaba a la cocina del
personal. Sentía al caminar el latido del voluminoso
paquete casi al ritmo de su corazón.
Y me las trajo nomás, pensó, recordando las palabras
de Don Leopoldo después de probar el hermoso lobu-
no, calzado de tres, que le entregó mansito, especial-
mente para él.
-“Te felicito Silvano; la verdad… nunca he tenido un
pingo como este, mirá que he montado a muchos pero
ninguno se le compara; su boca, su mansedumbre,
ese temple y nervio que tiene, sin contar con que es el
más hermoso que haya visto jamás…
Preparate para el regalo que te voy a hacer nomás
que ande por la capital, algo que exprese todo mi re-
conocimiento… te voy a traer lo mejor que haya en
López Taibo, la talabartería más cajetilla de Buenos
Aires; ya vas a ver qué par de botas te voy a traer…
como para que te des corte en las cuadreras y en los
boliches… que te las codicien todos donde sea que
vayas”.
Y así fue… tal como dijo. Esa mañana lo mandó a
llamar al escritorio y le entregó una caja envuelta en
delicado papel para regalo; adentro, un par de botas
que, en verdad, eran una obra de arte.

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El Silvano se quedó contemplándolas, palpó el fino
cuero fragante de color habano suave… las sostuvo
incrédulo en sus manos, solo atinó a murmurar un tí-
mido: Gracias Don Leopoldo, no se hubiera moles-
tado.
Caminaba hacia los galpones así nomás en cabeza,
porque ni atinó a ponerse el sombrero, ¡tanta era la
emoción que llevaba por dentro!, lo pensó un poco
y siguió de largo hacia los palenques sin pasar por la
matera, no hubiera disfrutado de compañía en ese mo-
mento, menos aún de bromas o cargadas.
Apretó la cincha, montó, y salió tranqueando despacio
por la avenida arbolada rumbo a su puesto del Arroyo
Amargo, casi al fondo de la estancia.

Silvano Araya vivía solo. Supo tener mujer en otro


tiempo, pero no le salió buena; un día volvió al rancho
y había volado con un vendedor de lociones lleván-
dose los gurises. Él se quedó en el puesto y no buscó
ninguna otra.
Una vez, recuerdan algunos, que estando medio en
pedo, declaró: Hay que ser precavido… las féminas
saben ser bichos muy diablos. Y así fue nomás… se
quedó solo con su tropilla y cuatro o cinco perros se-
guidores, buenos para la hacienda.
La tarde lo encuentra al Silvano sentado en el patio del
rancho, bajo unas acacias viejas que mezquinamente
sombrean el lugar. Sobre la mesa, el brillo aterciope-
lado de las botas aún sin pisar lo hechiza. No puede

68
dejar de contemplarlas, nunca soñó tener prendas tan
costosas y delicadas.
De a ratos, las toma entre sus manos con cuidado, para
darse el gusto de sentir su suavidad, de aspirar ese
desconocido aroma a cuero fino. Después, las vuelve
a dejar sobre la mesa con respeto, para continuar mi-
rándolas, como celebrando un rito.

Hoy es domingo y Silvano se prepara con cuidado,


quiere ir al boliche, el que queda a la entrada misma
del pueblo. Las pilchas que vaya a usar no sólo deben
hacer juego, tendrán que realzar la hermosura de esas
botas que piensa estrenar.
Sabe que todos los presentes se las van a admirar y
codiciar y él, tiene su lado vanidoso, como buen crio-
llo; disfruta de lucir el caballo prolijamente aperado y
atalajado, su sombrero, pañuelo, rebenque, impeca-
blemente limpios, como debe ser, y en la cintura, su
hermosa daga, cabo de plata, que calza unos respeta-
bles cincuenta centímetros.
Sale al galopito corto en un soberbio alazán; cambian-
do el andar cada veinte o treinta minutos, un poco de
trote, después al tranco; no quiere que el animal sude
por demás y le ensucie las botas nuevas. Es por eso
que al montar, aparta en lo posible las piernas por que
las botas, él bien lo sabe, con el tiempo van a man-
charse irremediablemente de sudor; sólo que no pue-
de evitarlo, el impulso de proteger ese cuero nuevo e
impecable es más fuerte.

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El boliche es una construcción alta de ladrillos, situa-
do en la esquina que forman dos calles de tierra. Se
apea, deja el caballo algo retirado, atado a una rama
delgada y alta, por si el animal llegara a asustarse, me-
jor que rompa el gajo y no el cabestro, piensa.
Cuelga el rebenque a su espalda, del cabo del cuchillo,
y camina sin apuro por el veredón de piedras hacia la
puerta.
-Buenas tardes – saluda al entrar y voces conocidas
le responden.
Siempre despacio, como descuidado, llega hasta el
mostrador y pide su copa: una caña.
-¡Amigo, que botas! – lo alaba enseguida uno de los
parroquianos.
Aletea apenas en su semblante una sonrisa tímida.
-Son regalo del patrón, por el lobuno que le entregué
el mes pasado.
-¡Jue pucha… se ve que quedó conforme Don Leopol-
do!
- Y como para no… si es un lujo ese animal, una luz
de ligero, una seda en la boca, y manso como un cor-
derito… como para que lo ensille una niña… mire si
no iba a estar conforme.
Se agregan voces, se habla del clima, de animales, de
la salud de alguien, hay bromas del momento, risas…
mientras, la tarde se va estirando perezosa en sombras
que se alargan, como esqueletos. La caña y la ginebra
colorean los semblantes curtidos y encorajean las vo-
ces. Desde las mesas llega el arrebato de trucos y falta

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envidos y hay entrechocar de vasos, que el pulpero irá
enjuagando en una palangana de lata esmaltada bajo
el mostrador, para secarlos después con un trapo no
muy limpio.
-Ese pueblero va ganando mucho esta tarde – comen-
ta alguien en voz baja.
Silvano, observa al nombrado con disimulo, no sería
decente mirar así, demasiado fijo… como un vulgar
curioso.
El hombre es un morocho alto, bien plantado, que vis-
te elegantemente en un estilo entre paisano y orillero:
bombachas, botas, saco negro y camisa blanca impe-
cable, cerrada en el cuello con un coqueto corbatín
anudado en forma de moño. Cabello lacio, renegrido,
que lleva impregnado de aceite fragante, peinado con
raya al medio. Un tupido bigote cierra esa estampa
ambigua, sombría…
A su lado, ocupando un lugar al parecer secundario
o, si se quiere, levemente inferior, un individuo pe-
queño y pálido que usa un vistoso chaleco a cuadros
forzado a contener su vientre redondo, que no conjuga
bien con su cuerpo tan mezquino. El morocho lo llama
“Lopecito” con cierta displicencia, y a él no parece
incomodarle el diminutivo. Suda mucho y habla poco
pero, como para compensar, suelta cada tanto una risa
desagradable… chillona y destemplada.
-Dicen que vienen de las sierras de San Luis – co-
menta uno – que en las últimas votaciones el más alto
estuvo como secretario de un doctor importante, can-

71
didato de no sé qué partido, vaya a saber si es cierto,
lo escuché por ahí…
-¿Secretario?, guardaespaldas son esos tipos - comen-
ta otro.
-¿Qué… sabés algo vos?
-Nomás lo que dicen…
El morocho suelta una carcajada sonora y se echa para
atrás en la silla.
-Bueno… creo que con esta falta se acabó el juego,
parece que no quedan más rivales…
De alguna manera su carcajada burlona, confianzuda,
toca en el Silvano un nervio doloroso, profundo, que
le revuelve antiguas rebeldías; o tal vez encuentra en
su interior dignidades infringidas, aún en carne viva.
Su compañero se seca el sudor y ríe también… luego
asiente en silencio como lo ha hecho toda la tarde.
El del corbatín recorre con sus ojos negros y ágiles a
los parroquianos, los estudia uno por uno en un escru-
tinio frío, casi descomedido.
Sorpresivamente se detiene en Silvano, como adivi-
nando su incomodidad:
-Tal vez el Señor aceptaría jugar una manito…
-Compañero no tengo- contesta el paisano, sabedor de
que ya nadie tiene ganas, ni plata con qué responder-,
pero si gusta, y por no despreciar, un mano a mano
podría ser…
-¡Juna gran siete…! Lopecito, parece que acá tene-
mos un hombre de coraje che.

72
El nombrado, abrazando su vientre redondo, suelta
una de sus risas chillonas, como grito de loro barran-
quero, piensa Silvano.
-¿Y a que quiere que juguemos?
-Me da igual… si estaban jugando al truco, pues truco
podría ser.
-Que sea, pero antes me parece que deberíamos pre-
sentarnos, digo… sería lo que corresponde, mi nom-
bre es Efigenio Corvas, secretario del Dr. Argañaraz,
supongo que a él lo habrá oído nombrar.
-Si claro… conocido lomo negro el Doctor, sin ofensa
sea dicho. Soy Silvano Araya, puestero de la estancia
de Don Leopoldo Taboada.
-Ya veo – contesta el morocho algo incómodo por
el término “lomo negro” aplicado a su empleador–.
Bueno amigo Araya, siéntese y comencemos si le pa-
rece; no sé usted, pero yo me siento bastante suertudo
este día.
El del chaleco festeja la ocurrencia con algunos chi-
llidos más, y estira el cogote como los buitres listo a
disfrutar del espectáculo.
El juego comienza en un ambiente tenso, hay gestos
nerviosos… la gente no parece alegrarse con esa par-
tida.
El primero lo gana el paisano con relativa facilidad y
lo festeja invitando una “vuelta” para todos. Cuando
se arrima a servirles, el pulpero, un buen hombre de
apellido Requena, le pone la mano en el hombro y le
aconseja en voz baja:

73
- Tal vez sea mejor que no tome más Don Araya,
digo… si va a jugar, es capaz que no le asiente.
-Pero… ¡habrase visto! – interviene el forastero so-
carrón –; deje estar pulpero, el hombre ya es crecido,
sabrá lo que le convenga. Si para eso sale uno, para
tomar, para fumar y pasarla bien que joder…
-Claro pues… descuide Don Requena, yo sé lo que
hago- agrega el Silvano.
El morocho sonríe, y su mirada, oscura, helada, como
de serpiente, no pierde detalle. Se percibe en él cier-
ta tensión contenida, como una tormenta por estallar,
que inquieta, y él disimula sonriendo.
La gente sigue las alternativas del juego… el sol se
va echando a tierra, dejando al humo de los cigarros
espiralar figuras en sus rayos que se inclinan a través
de la ventana. Es el segundo partido, Silvano vuelve
a ganar.
-Parece que la suerte se ha cambiado para su lado
amigo, ¡que va´cer… también hay que saber perder! y
digo… ¿Qué le parece si al que viene lo hacemos por
el doble?, a ver si me da ocasión de recuperar algo…
-Como guste Don, si está dispuesto, vamos nomás por
el doble que acá no le ha tocado pito a ningún sordo.
Se dan las cartas, Silvano Araya canta:
- ¡Envido!
-¡Falta envido y no son tunas! – responde el otro en
voz bien alta.
-Quiero treinta y uno.
-Treinta y tres son mejores – dice triunfante el mo-

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rocho, poniendo en la mesa un seis, un caballo y un
siete de copas.
-¡Se fue el partido!– grita Lopecito y, caliente de caña
fuerte, suelta su graznido de loro.
-Parece que me está volviendo la suerte, ¿vamos por
otro doble o ya se le está enfriando el pecho?
-¡Que pecho ni pecho, dele nomás!– dice el paisano…
que pierde otra vez, y otra más…
Pasa un largo rato de continua mala racha y un re-
celo oscuro empieza a ganársele al Silvano entre las
tripas… presiente algo raro, nadie puede tener tanta
suerte, piensa, mientras concentra toda su atención en
las manos de su oponente y en las miradas de Lope-
cito.
Los últimos rayos del sol penetran ya casi horizontales
por la ventana enrejada. Don Requena enciende un par
de faroles “Sol de Noche” como para aguantarle a las
sombras… Silvano Araya sigue perdiendo.
Cada vez está más seguro… le están haciendo tram-
pas. De alguna manera muy hábil, entre el morocho y
su compañero acomodan la baraja, o se hacen señas,
o emplean vaya a saber qué camándulas para hacerlo
perder partido tras partido, sin que él pueda descubrir-
los.
Mete la mano al bolsillo y comprueba que ya no le
queda plata. Con un nudo en la garganta juega su úl-
tima mano y pierde otra vez.

75
No hay nada que hacer, pide una caña doble y se la
embucha toda de un trago, como para aflojar el nudo
en el estómago y mitigar la bronca. Al fin… mirando
al suelo y con poca gana resopla:
-Bueno amigo, parece que ganó nomás, ya no me que-
da resto.
Pesadamente, entumecido, hace ademán de levantar-
se, pero el otro alza la mano y lo detiene.
-Pare, pare señor… no se levante todavía, que no tiene
enfrente a ningún maula que lo vaya a dejar así… sin
la oportunidad de recuperarse.
Silvano mira sin comprender.
-Le hago una proposición generosa, acá mismo, de-
lante de toda esta gente honrada: lo que perdió más
una mitad, contra esas hermosas botas que trae pues-
tas ¿Qué me dice? Nunca va a recibir mejor oferta…
Murmuran los parroquianos, Lopecito chilla arreba-
tado… el paisano se ha puesto pálido, las manos le
sudan… colije que tiene ahora una oportunidad de re-
cuperarse, aunque también de perderlo todo, incluido
su orgullo.
Duda… pero el demonio verde del juego, ese al que
nadie resiste, se le cuela en el cuerpo y se pone en
acción retorciéndole las tripas con manos expertas…
traedoras de desgracia. No hay nada que hacer… no
puede contener el jadeo de coraje, de desafío, que se
escapa de su garganta en una arcada de alivio:
-Tá bien Corvas… todo lo perdido más un medio,

76
contra las botas, ¡traiga naipe nuevo Don Requena…!
Un silencio pesado sobrevuela el siseo de los faroles
que, entre los vahos del kerosene, iluminan la peque-
ña mesa. Allí los hombres lanzan miradas de lobo…
se estudian especulando, mientras dan las cartas para
la primera mano.
Entonces juegan…. mienten, esconden, adivinan.
Amagan fintas y confunden, como en la proverbial
pelea de la víbora con el gato.
Silvano advierte un movimiento de manos… fue in-
creíblemente veloz, pero ya está sobre aviso, sabe que
el otro ha hecho un cambio y se prepara como un ca-
zador experto, para pegar el salto en la próxima.
Juegan otra mano, otra y… ¡Ahí está de nuevo!... el
cruce de cartas.
Como luz se dispara la mano curtida y fuerte del pai-
sano que atenaza la muñeca del otro.
-¿Así que querés mis botas…? ¡Tas haciendo trampas
mierda!- Y se le echa encima. Salta por el aire la carta
culpable a la vista de todos, los dos hombres ruedan
por el suelo entre ruido de vidrios y maderas rotas.
Se ponen de pie. Veloz, el Silvano le va encima… ha
desenvainado su cuchillo largo y brillante que le sirve
para todo… también para pelear como ahora. Los ojos
de piedra negra lo miran fijo y el tiempo parece dete-
nerse en una eternidad de humo sólo interferida por el
jadeo anhelante de los presentes.
Un estruendo ensordecedor los paraliza a todos; luego
otro, y otro más.

77
Con su daga aún en la mano, el paisano se tambalea,
recula dos pasos, y cae hacia atrás. Allí, en el suelo,
suelta un breve estertor, para luego quedar inmóvil,
los brazos en cruz.
El del saco negro reacciona, se sacude un poco, y dice
tranquilamente al otro que todavía sostiene el “Lechu-
cero” humeante:
-¡Ca…rajo… Lopecito!, no me haga pasar estos apu-
rones; en la próxima no se me demore tanto che… y
hablando de apurones, me parece que mejor nos va-
mos, no vaya y sea que a alguno de éstos le dé por
cometer una zoncera.
Se mueven juntos y atentos, como un equipo bien en-
trenado. Nadie dice una palabra, campea un pesado
silencio… y el espirar asmático de los faroles.
Han caminado ya un par de metros hacia la puerta,
Corvas titubea y se detiene, su compañero lo interroga
con la mirada y él le dice:
-¡Un momento compadre, acá falta una cosa che…!
Esas botas son mías, ¿o acaso no se las gané en buena
ley al chino este?... ¡sujétele las patas Lopecito!
Y así… despacio, una por una, levantan las piernas
inertes del Silvano; tironean un poco, sacan las codi-
ciadas botas y salen en silencio, tranquilamente.
Algunos, los que se encuentran más cerca de la puer-
ta, alcanzan a escuchar al morocho:
- Le digo, che Lopecito, que, desde que lo vi al infeliz

78
este, con tan hermosas botas, supe que tenían que ser
para mí.
El chillido de loro rapaz se mezcla con el ruido de los
cascos alejándose al galope.
En el boliche los hombres bajan la mirada...

79
81
Jubilación anticipada

Salió del edificio enfrentando el bullicio. Sus ojos re-


corrieron sin ver, la calle, la gente, y respiró profundo,
como quien enjuaga internamente un mal fermento.
-¡Que hijo de puta!, pensó, ¡que hijo de re mil pu-
tas…! Si le habré sacado papas del fuego a ese sorete,
además de tener que tragar sus zalamerías baratas…
Recordó: “vea Recondo, usted de verdad tiene un
gran futuro en la empresa, debe seguir esforzándose,
nada más esforzarse mi amigo, sólo eso”…
Una mierda, se dijo; veinte años tirados a la mierda…
En un acto reflejo, se acomodó el cuello del sobretodo
y bajó los cuatro peldaños hasta la vereda.
Esa mañana, Espeche lo había llamado al escritorio,
allí le dijo tranquilamente: Usted sabe como son es-
tas cosas Recondo. La empresa pasa por momentos
difíciles, no es algo personal, no tenemos nada que
reprocharle, pero… hay que hacer recortes mi ami-
go. Son malos tiempos; aunque después de todo, mi
querido Recondo, no la va a sacar nada mal, le he-
mos arreglado el asunto muy bien, todo acomodadito
como si fuera una jubilación anticipada. Va a cobrar
una buena platita...
Se recordó mirando la punta de sus zapatos igual que
un escolar en falta.

83
Repleto de una nada biliosa, casi asfixiante, entró en el
bar, pidió un café, un cognac doble, y se sentó a rumiar
la bronca… al rato, pidió otro cognac doble, esta vez
sin café.
Salió del bar hacia su departamento, en verdad: una
pieza con baño en un inquilinato de barrio, donde vi-
vía esperando que su estadía allí fuera lo más breve
posible mientras se definían los resultados de su di-
vorcio. De pasada, compró vodka, dos limones y ci-
garrillos.
Cuando destapaba la botella, recordó haber leído una
vez que el Vodka se elaboraba con papas; tal vez, des-
pués de todo, no sea tan dañino conjeturó; luego sacó
hielo, cortó los limones, encendió la tevé y se tiró en
el sillón a celebrar el viejo rito analgésico de cigarri-
llos y alcohol.

Supo que Iris estaba llegando… siempre se sabía


cuando Iris estaba llegando porque todas las miradas
convergían en un punto: Ella... sonrió para sí porque
le vinieron a la mente las palabras del tango: “se pa-
raban pa ´mirarte”… Iris era en verdad digna de esa
frase: rubia, de piernas largas, siempre bronceada, y
vestida con ese sobrio buen gusto de chica de cla-
se, sin ninguna estridencia de esas que delatan a una
trepadora. Si hasta daban ganas de protegerla, cui-
darla… tal vez imaginarla como una posibilidad de
relación seria.

84
Él la conocía bien, sabía qué especimen de turra era,
pero… que le va uno a hacer, pensó; había nacido así,
con esos mohines de Barrio Norte y su vocecita de
tono bajo, estilo Graciela Borges, sabrá Dios de qué
caprichosa genética le habrá venido a caer justo a ella.
Bueno… conjeturó, seguro que si Él hubiera querido
hacerla diferente lo habría hecho.
Hizo una seña discreta desde la mesa y la vio acer-
carse sonriendo, muy consciente del efecto que cau-
saba al pasar.
-Hola Iris, ¿cómo estás?- se levantó.
-Carolina mi amor, Carolina Rollands – corrigió ella
y se quedó mirándolo con aire divertido.
-¿Tomamos algo Carolina Rollands?...
-Claro, ¿qué estás tomando vos?
-¿Scotch… te va?
- Mi preferido…
Los tragos, la charla, entretejieron sentimientos vie-
jos, sensaciones nuevas, lubricaron… fueron desti-
lando lentamente esa atmósfera cómplice que suele a
veces, copas mediante, terminar en una cama; no en
este caso claro…
-¿Has estado con mamá últimamente? – preguntó él.
-La semana pasada. No se la ve bien, y me parece
difícil que algo vaya a cambiar, ya no conoce a nadie.
En verdad no sé si vale la pena visitarla; te confieso
que me resulta muy doloroso, y aunque ambos sabe-
mos que la vida es la vida, sin importar qué filoso-

85
fía elaboremos al respecto, te digo que es algo fuerte
che, muy bravo…
-Sí, hace mucho que no voy por la misma razón; es
demasiado triste.
Hubo un largo silencio, él respiró hondo como sacu-
diéndose de encima un peso muy íntimo.
Luego, mirando hacia la calle a través del ventanal,
preguntó suavemente:
-¿Y lo tuyo… como va eso?
-Ando bien… siempre con la medicación, cuidándo-
me, pero bien –Sonrió, y por primera vez su tono de
voz reflejó fugazmente una sombra de agobio.
Pidieron otro Scotch.
-¿Y de guita como andás Iris? bueno… Carolina.
- ¿La verdad?
-Claro, no te iba a preguntar eso para que me cantés
cualquier verdura.
-Bueno… te digo que bien, lo que se dice bien, no
ando. Sabés perfectamente lo que salen los medica-
mentos, los honorarios médicos y el motón infinito de
etcéteras que van detrás…
-Claro que lo sé, y es por eso que te voy a hacer una
pregunta directa, así… digamos… medio a lo bruto,
pero no te ofendas, tal vez te pueda interesar: ¿Cómo
te vendrían digamos… unas cien luquitas?
- Pará loco de la guerra… ¿me estás hablando en serio
vos?
-Claro hermanita querida, muy en serio; con ciertas
cosas como la platita, no se jode bebé.

86
-Ah la mierda che, y por esa guita… ¿a quién hay
que matar?, hablando como en Hollywood.
-No estás tan lejos… no tan lejos…– se rió.
-Me liquidaste amor, no entiendo nada…
-Te lo voy a preguntar así, a calzón quitado, y por fa-
vor no me salgás con remilgos ni pelotudeces de mu-
jeres. ¿Te llevarías un tipo a la cama por esa guita?
Por unos instantes Iris se mantuvo callada, aunque su
espalda se puso tiesa; luego miró por la ventana y se
acomodó el pelo.
- Bueno… en realidad no tendría mucho drama que-
rido; vos conocés mi historia. No me voy a poner en
estrecha, y menos ahora que estamos hablando de esa
cantidad de guita, ¿quién es el agraciado?
-Te digo, no es un viejo gordo, decrépito, asqueroso,
si es lo que te preocupa. Cincuenta y pico, limpio,
bien cuidadito, tipo ejecutivo…
-Pero, mirá vos…. ¿Así que de viejo asqueroso nada?
¿Mirá si después de todo me termina gustando el
candidato? - Rió bajito en su tono Borges.
-Un excelente espécimen de macho humano- dijo él.
-No suena mal, nada mal…
-Bueno, antes de irnos te doy los datos y diez luquitas
de adelanto. Para tus gastos… y que puedas entrar en
contacto, ¿te arreglas solita con eso sí? no creo que
tengas drama. Hay un solo detalle que es crucial y no
podés obviar: el tipo no tiene que usar forro, si hay
gomita se va todo al carajo ¿ok?

87
-Claro, no hay problema, me doy cuenta hacia donde
apunta la cosa, ¿es grande la bronca o me parece…?
Quedate tranquilo hermanito, yo me arreglo.

De a ratos el sueño casi lo vencía, el golpeteo de la


lluvia sobre el coche lo amodorraba todavía más;
mientras el frío lo iba ganando por dentro.
Un whisky me vendría bien pero, no es momento para
hacer desarreglos especuló, y se sirvió un café bien
cargado del termo que tenía a su lado. Prendió otro ci-
garrillo, debía mantenerse despierto vigilando el fren-
te del edificio.
Son ellos, se dijo de pronto, y nervioso, los vio bajar
del taxi abrazados y entrar al departamento. Ella es-
taba divina.
Cagaste Espeche, hijo de puta. ¿Ves como son las co-
sas gil…? Si vos mismo me lo aconsejaste: “vea Re-
condo, ya sé que no es tanto dinero como para vivir
toda una vida pero, si lo planea bien, puede hacer
alguna cosa interesante con él.” Parodió.
Bien señor Espeche, paso a informarle que seguí su
consejo, lo pensé bien… muy bien, y creo que en este
mismo instante se está realizando con esa mierda de
dinero que usted me pagó, una operatoria especial-
mente interesante, de hecho creo que me va a redituar
muchísimo más de lo que usted mismo o cualquier
otro podrían creer…

88
89
La gente de abajo

Es un hombre extremadamente pequeño, se afana


cuesta arriba por el túnel oblicuo buscando la claridad.
Magro, dientes amarillentos, lívido como una rana
huesuda de venas azuladas, avanza casi en cuclillas
sobre las piedras sueltas… cada tanto tropieza y gruñe
su disgusto.
-Tenga cuidado niño– advierte con su voz chillona y
áspera.
Suena como un lagarto ensartado, piensa el adolescente
que lo sigue agachado detrás, con su rostro sucio, gris,
del color de las piedras que lo han visto nacer.
Continúan trepando…
-No es hora todavía– dice el hombre que rechina
como los reptiles… el niño mugriento asiente-. Hay
que esperar la oscuridad- agrega.
Se sientan y, mientras aquietan su respiración, el
hombre abre un pequeño bolso de lona, saca un en-
voltorio de papel grasiento y dice en voz baja:
- Tenemos tiempo de comer, veamos qué prepararon
las mujeres.
Desata el cordón de cuero y canta por lo bajo una can-
ción indefinida con visible satisfacción, preparándose
para el festín.
-¿Que tenemos papá?

91
-No me llame así niño; mil veces le he dicho que no
soy su padre.
El chico baja la vista avergonzado.
-Es carne…
-¿De qué?
-¡Que importa niño!, es carne… de rata, de murcié-
lago, de iguana, ¿a quién carajo le importa? Es carne
gorda y buena, tenemos hambre, además tiene sal.
Arranca lo que parece una pata y se la pasa al mucha-
cho… él la mordisquea un poco.
-Está buena – dice.
-Claro – reafirma el hombre, mientras mastica y can-
turrea complacido.
Dejan pasar el tiempo… después de un rato murmura
el hombre:
-Veremos cómo va la cosecha hoy; mañana vienen los
recolectores y no les gustará hallarnos con las manos
vacías.
-¿Que necesitan esta vez?
-Riñones, dijeron… pero si conseguimos otras partes
las llevarán igual; a menor precio claro.
-¿A qué hora saldremos a revisar las trampas?
-Cuando anochezca, no antes; arriba están cada vez
más desconfiados.
Buscan un sitio confortable entre las piedras para es-
perar. De a rato dormitan, pero alertas…
-¿Y si las trampas están vacías?
-¡Cállese niño!, ya déjeme descansar.
El muchacho calla, se acurruca como puede, y se en-

92
vuelve en su poncho de lana basta, que usa directa-
mente sobre la piel.

Salen a la superficie, una noche cálida los recibe bon-


dadosamente. No corre viento, los sonidos se perci-
ben con claridad desde muy lejos dándoles ventaja.
-Esto es bueno, piensa el hombre pequeño. Será di-
fícil que puedan descubrirnos, nosotros somos mejo-
res, los escucharemos primero.
El niño-adolescente no está asustado, otras veces ha
visto las estrellas y hasta una vez la luna; siempre eli-
gen noches oscuras para sus incursiones a la super-
ficie. Nunca ha visto el sol, aunque le han contado
como es… de su calor, de su brillantez enceguecedo-
ra, la sensación al recibirlo sobre la piel; extrañamen-
te, aún sin haberlo visto, el sol no le da miedo, tal vez
cierta aprensión o recelo al imaginar un posible en-
cuentro, sólo eso.
Caminan rápidamente, cuidando de no hacer ruido;
la lana y el cuero que envuelven sus pies les ayudan
al silencio.
Marchan largo rato explorando y revisando sus tram-
pas en la oscuridad… finalmente, casi exhaustos, y
con un leve resplandor rosado que comienza a insi-
nuarse al este, retornan agotados a la boca del estre-
cho túnel abierto en la roca viva, oculta por arbustos
leñosos del desierto.
-¡Mierda! - rechina sus dientes amarillentos el hombre
pequeño-

93
-¡Mierda, mierda, la puta mierda, no conseguimos
nada!, necesitamos esas partes para entregar a cambio
de los remedios, no podemos volver abajo sin esos re-
medios, los necesitamos, para los bebés…
El niño lo mira asustado, la furia del hombre lo para-
liza.
Repentinamente cae en la cuenta. Sin haberla senti-
do, la mano huesuda y pálida ha hecho presa sigilo-
samente en su poncho y comprende; pero es tarde,
demasiado tarde…
Con el rabillo del ojo alcanza a ver el reflejo del ace-
ro junto a su cuello. La voz sibilante del hombre pe-
queño susurra:
- Se lo dije mil veces niño, yo no soy su padre…

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95
Santerías

Es, aún hoy, un pueblo pequeño, un caserío del norte


como tantos. Ranchos de horcones torcidos y flequi-
llos de paja, entreverados con madreselvas y parrales,
todo esparcido a la buena de Dios en una sombría ca-
ñada pedregosa.
Algunos años, si la primavera viene lluviosa, suele
insinuarse el verdor siempre avaro de algunos álamos
y pastizales de las sierras. Nomás lo suficiente para
esperanzar la estación entrante y matizar la aspereza
del pedregal.
Dicen las viejas comadres que su nombre, “Sante-
rías”, fue consecuencia de un suceso ocurrido muchos
años atrás, durante sangrientas luchas que hubo cuan-
do el país era joven.
Sucedió una mañana calurosa que, estaba de Dios, iba
a ser muy diferente de las monótonas y pacíficas de
siempre…
El pueblo salió bruscamente de su letargo conmovido
por el ruido de cascos de caballos, gritos y polvare-
da, advirtiendo la llegada de una partida de soldados.
Eran fugitivos, vencidos y rotos, huyendo de alguna
batalla perdida, vaya a saber dónde.
Los del villorrio los acogieron; era buena gente, pací-
fica, de trabajo; además, nunca había sido tocado ese

97
lugar por cuestiones de guerras, poderes, vencedores
ni vencidos. Allí comieron, bebieron, calmaron sus
dolores, y tuvieron un lugar para el descanso de sus
cuerpos agotados.
Pero, el haberse detenido, aunque imperioso para dar
respiro a sus caballos, fue su desgracia; los persegui-
dores venían demasiado cerca; su demora les dio el
tiempo justo para alcanzarlos y apresarlos sin poder
siquiera defenderse.
Había, dicen, entre los prisioneros, un Sargento muy
notable que comandaba el pequeño grupo. Hombre ya
maduro, alto, delgado y áspero como las piedras re-
secas del lugar; vestía chaqueta militar y un llamativo
sombrero de copa redonda y alta, de esos que antaño
solían llamar “panza e’ burro”. Veterano milico gau-
cho, curtido de intemperies y batallas, gozaba entre la
tropa de un profundo y bien ganado respeto, tanto por
su capacidad militar, como por su manera tan especial,
casi paternal, de ejercer el mando, singularidad que
además de la obediencia, le conquistaba un particular,
rústico cariño, por parte de esos milicos curtidos.
Al momento en que fueron encerrados en una celda
de la iglesia, usada en la ocasión como calabozo, el
sargento, tomando la iniciativa, pidió hablar con el
jefe enemigo, a fin de conseguir mejores condiciones
para sus hombres… se sorprendió al no ser siquiera
recibido; breve y rudamente, un Cabo le comunicó
que serían fusilados al amanecer.

98
Terrible noche la de aquellos soldados a la espera de
los fusiles con el sol naciente; su Sargento les habló
para confortarlos y sostenerlos en tan nefastas cir-
cunstancias; aunque, se supo luego, una sola cosa les
pidió: mueran con valentía. Un pedido en verdad in-
necesario…
Apenas despuntado el sol, marchó el pequeño grupo
a enfrentarse con las balas en el pedregoso faldeo de
una loma cercana.
Murieron serenamente; soldados y Sargento, y allí
quedaron, tirados a la intemperie… sus verdugos, ter-
minada la matanza, no demoraron en acomodar sus
atalajes, recargar los fusiles y partir a todo galope,
apurados por seguir guerreando en alguna otra parte.
Así estuvieron los cuerpos por varias horas, a la vis-
ta de todos, ensangrentados, helados, tiesos… como
amojonando un sitio más de grandes barbaries.
Los pobladores, no pudiendo tolerar por mucho tiem-
po el triste espectáculo y, en la cabal comprensión de
que nadie más iba a hacer algo por ellos, les dieron
allí mismo, cristiana sepultura.
Era primero de noviembre, día de los santos difuntos.
Este hecho de sangre, marcó el nacimiento de un sen-
tir místico y profundo. Fue retoñando de a poco entre
la gente una suerte de piadoso respeto y, quién sabe
si por la fecha o por la crueldad que envolvió todo el
asunto; lo cierto es que lentamente, como crecen esos
árboles rústicos del campo, los vecinos se dieron a

99
enterrar también sus difuntos allí, tal vez a modo de
compañía para los desgraciados milicos.
Andando el tiempo, se levantó en el lugar un cerco de
madera, luego cruces pintadas de blanco y algo des-
pués, un pequeño oratorio; el humilde lugar adquirió
así cierta dignidad, como corresponde a un verdadero
camposanto.
Sucedió algo más tarde, que algunas comadres in-
dustriosas del pueblo, más por pelearle a la pobreza
que por otra cosa, y observando que en ciertos días se
congregaba en el pequeño cementerio mucha gente,
comenzaron a ingeniarse en la fabricación de velas,
seguidas poco después por rosarios hechos de semi-
llas y más tarde, pequeñas imágenes gauchamente ta-
lladas de la Virgen María. Venía bien agregar un peso
al bolsillo, ofreciéndolas a la venta los domingos y
fiestas de guardar.
Las noticias corren veloces en pueblos chicos y co-
marcas lejanas; fue así que pobladores de zonas ve-
cinas solicitaron autorización para sepultar también
ellos sus difuntos en el modesto camposanto. El ce-
menterio pues, hubo de ser ampliado, mejorado, y
luego, circundado de una prolija muralla de calicanto,
cerrada por un portón de hierro forjado.
Contaban, quienes vivieron entonces, que al descen-
der a caballo por la bajada del cerro, era un placer di-
visarlo a la distancia, enclavado en la ladera, sesgado
por el sol del atardecer que emblanquecía aún más su

100
muralla encalada, y acicalado por el verdor fresco de
álamos y sauces recién brotados…
Los problemas, que fueron la verdadera razón de que
el pequeño cementerio acabara abandonado, comen-
zaron varios años más tarde, curiosamente un primero
de noviembre…
Eran como las seis de la tarde y comenzaban ya a
estirarse las sombras pero, por ser ese día bastante
caluroso, mucha gente permanecía aún en el lugar.
Algunas mujeres llevaban flores, otro por ahí encen-
día una vela o hacía alguna oración en voz baja, los
más emprolijaban sus tumbas, sacando malezas o
acomodando alguna piedra aquí o allá.
Tal vez la escena fuera demasiado pacífica, como
para que el mismo Satanás se incomodara pues,ines-
peradamente, un fuerte grito de mujer cortó de cuajo
la paz del lugar:
-¡Santa Madre de Dios!
La gente, al darse vuelta sorprendida, se topó con
Doña Onofria Vildoza que traía cuesta abajo y a pleno
galope el volumen completo de sus redondeces, los
ojos desorbitados y la cara blanca como el papel.
Dadas semejantes circunstancias, la pobre señora, cie-
ga de terror, no pudo evitar en su carrera llevarse por
delante al primer grupo de rezadores que encontró a su
paso, dejando varios por el suelo y otros a los manoto-
nes buscando equilibrio.
Enseguida, acomodaron sobre unos ponchos a la

101
aturdida Doña Onofria, que había quedado como
“con poco sentido,” según se dijo. Le preguntaron
el motivo de sus gritos, pero ella no respondía, solo
repetía en turbada letanía: El Sargento, el Sargen-
to… mientras la gente comenzaba a murmurar: vio al
Sargento… parece que vio al Sargento….
Pasado el episodio, la señora ya en su casa, relató
como mejor pudo lo sucedido. Dijo que se hallaba
muy tranquila en la esquina más alta del cementerio,
que era donde se encontraban las tumbas de los fusila-
dos años atrás, junto al muro de calicanto, disfrutando
los últimos rayos amables de sol.
Así las cosas, dejó vagar perezosa su mirada por el
lugar un rato, cuando de pronto, algo en el suelo lla-
mó su atención, fijó mejor la vista y el terror le heló
la sangre… sobre la tierra reseca, la sombra que se
proyectaba no era la suya conocida y regordeta, ¡era
la del Sargento!   
Desde ese momento, dijo, no recordaba más… lue-
go, a pedido, más bien insistencia, de sus allegados
y parientes, agregó que la sombra era alta, flaca, y
sumó otro detalle: que usaba un sombrero muy alto y
“pupudo“, explicó, como el que cubría la cabeza del
Sargento el día en que murió…
No se sabe con exactitud que eventos acaecieron en
los años siguientes, tampoco si pudo haber influencia
de factores de índole sicológica, o una cierta predis-
posición a lo sobrenatural, común en gentes sencillas;
vaya uno a saber…

102
Lo cierto es que comenzaron a partir de ese día, a
sucederse en el pequeño cementerio los casos de
“cambio de sombra,” por así llamarlos, y sea por este
motivo u otro, los lugareños fueron de a poco y lenta-
mente, alejándose, evitando el lugar, para finalmente
a abandonarlo del todo.

Por estos días no se recuerda el sitio exacto en que


el viejo cementerio debió haber estado, la madera se
ha podrido, las piedras del muro y el portón de hierro
fueron utilizados para otros menesteres, solo queda el
nombre que al pequeño pueblo la gente le dio en su
momento, por las esmeradas artesanías de sus muje-
res: “Santerías”...

103
Índice

Prefacio....................................................................... 7
Agradecimientos......................................................... 11
El Juan......................................................................... 15
Ser una lady................................................................. 19
El Payé........................................................................ 25
Jaureguiberry............................................................... 37
El Moncho................................................................... 43
Cirugía correctiva........................................................ 49
Trenzados criollos....................................................... 55
Mirar bebés................................................................. 63
Unas botas................................................................... 67
Jubilación anticipada................................................... 83
La gente de abajo........................................................ 91
Santerías...................................................................... 97

105

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