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CASA DE LA

LITERATURA
PERUANA
Jirón Áncash 207, Centro Histórico, Lima
ÁREA
EDUCATIVA
Concurso Nacional de Comprensión Lectora
“El Perú Lee”
CAPACITACIÓN EN
FORMACIÓN DEL HÁBITO
LECTOR
Embajadores de la lectura UGEL 05

Expositores: Cucha del Águila y Paulo César Peña


Especialistas del Área Educativa de la Casa de la Literatura Peruana
Enfoques de lectura
Leer es un acto complejo: es un acto que requiere esfuerzo
La lectura y la escritura son prácticas sociales y culturales
La lectura y la escritura son un derecho
¿Qué es la mediación de
lectura literaria?
Enfoques de enseñanza de la literatura

Cronológico o
historicista Canónica Análisis textual o formal

Mediación de lectura
Modelo comunicativo Pedagogía del placer
literaria
La mediación

Lev Vygotsky
- El desarrollo cognoscitivo es fruto de un proceso colaborativo
- Importancia de la interacción y el lenguaje

Gemma Lluch
- La mediación de lectura la realizan personas e instituciones

Felipe Munita
- El docente mediador de lectura literaria
¿Qué entendemos por
enfoque de lectura
literaria?
Especificidad del mediador escolar de lectura literaria

MEDIADOR «ESCOLAR»
Mediación en contexto pedagógico: idea de progreso, guiado por el docente
y en el marco de una actividad (F. Munita, 2015)

LECTURA «LITERARIA»
Refiere a una modalidad de lectura que se busca promover en la escuela: un
«va y viene dialéctico entre participación y distanciación» (J. L. Dufays,
2005)
Participación y distanciación

Relación PARTICIPACIÓ VA Y VIENE DISTANCIACIÓN Relación


SUBJETIVA N OBJETIVA
con el texto con el texto

• El lector identifica
• El lector se identifica con algún
características de la forma física
personaje de la historia o situación.
del texto o libro.
• El lector recuerda una situación
• El lector reconoce aspectos
similar en su vida personal etc.
formales del texto: personajes,
trama, argumento etc.
El docente mediador de lectura “literaria”

Fomento del hábito Desarrollo de las competencias


lector lectoras e interpretativas
¿Qué estrategia moviliza
este enfoque?
La conversación literaria*
Es una conversación que permite construir sentidos sobre lo leído de modo colectivo a
partir del arte de la pregunta.

Los sentidos sobre los que uno lee se enriquecen cuando son compartidos verbalmente con
los pares. A través de la conversación grupal ninguna opinión queda excluida ya que
ninguna apunta a ser incorrecta o correcta.

Toda conversación sobre lo leído comienza al resaltar y seleccionar de qué se va a hablar a


partir de preguntas muy sencillas que poco a poco van profundizando en el análisis de lo
leído.

*Resumen realizado por Christiane Félip del modelo Dime, de Aidan Chambers
(Fondo de Cultura Económica, 2004)
Compartimos a partir de la lectura:

Entusiasmos: ¿qué te gustó?, ¿qué no te gustó?


Desconciertos: ¿qué te sorprendió o te desconcertó? ¿qué no
entendiste?
Patrones-conexiones: ¿qué constantes o qué temas recurrentes
observas?

A partir de las respuestas a estas preguntas básicas, se


proponen preguntas generales y luego preguntas específicas
que llevan a construir sentidos cada vez más finos de la obra
que se lee e interpreta.
Clasificación de las preguntas

3. PREGUNTAS ESPECIALES
1. PREGUNTAS BÁSICAS
Son las que se refieren al contenido, a la forma
Permiten implicar al alumno y darle voz
o al lenguaje y conducen a lecturas más
-¿Qué te gustó/ disgustó/ desconcertó? profundas del texto.
-Notaste algún patrón, alguna conexión o asociación? -Tiempo: ¿en cuánto tiempo transcurre la
historia?
2. PREGUNTAS GENERALES -Personaje: ¿qué personaje te interesó más?
Ensanchan el ámbito del lenguaje y las referencias. -Lugar: ¿Dónde ocurrió la historia?
Proporcionan comparaciones
-¿Has leído alguna vez una historia parecida?
-Al leer por primera vez el libro ¿qué tipo de libro
pensaste que iba a ser? Ahora que lo has leído ¿es lo que
esperabas?
El arte (y el reto) de hacer las preguntas

Como lectores expertos del texto podemos


dirigir la atención a las diversas capas de
lectura:
-Entradas temáticas
-Entradas de conexión con la propia vida
-Entradas literarias (géneros, la manera de decir
del autor o autora)
-Entradas estéticas (ilustración, diseño)

El mediador realiza, al final de la conversación,


El arte de preguntar se basa en la capacidad del una síntesis de las intervenciones que pone en
mediador de identificar las diferentes capas de evidencia los aspectos relevantes discutidos.
lectura de un texto para poder hacer las preguntas
pertinentes.
Nueva función para el docente

El docente desplaza el centro de interés desde las disciplinas


escolares hacia las personas que viven procesos de apropiación
del universo de contenidos y prácticas de esas disciplinas.
Algunos alcances sobre la
mediación de lectura
literaria
El itinerario lector

• Considerar la disponibilidad de materiales, de espacio y


tiempo para leer
• Conocer los intereses y la experiencia lectora de nuestro
grupo de trabajo
• Elegir los textos según su utilidad para nuestros objetivos de
aprendizaje
• Preparar un itinerario de lecturas: textos de partida y textos de
llegada, con diversidad de tipologías y géneros
La conversación literaria
• Revisar el texto a ser leído con anticipación, habiendo identificado sus aspectos más
relevantes
• Preparar una batería de preguntas especiales, con énfasis en los aspectos que queremos que
sean más evidentes para nuestro grupo de trabajo
• Anotar en la pizarra, de ser posible, las ideas presentes en las respuestas de los participantes
y buscar coincidencias o diferencias para saber qué preguntas plantear
• Aterrizar las intervenciones de los participantes a modo de síntesis, reuniendo los sentidos
construidos de manera colectiva
• No dudar en darle cabida a la relación subjetiva de los lectores con los textos, pero siempre
regresando a los textos y a la relación objetiva que se teje con ellos
• Contar con una disposición a la escucha activa, así como con la intención de hacer
participar a todos los lectores
Revisamos los productos
de las categorías A B y C
José Watanabe
“Sin ira y con nostalgia”
Sin ira y con nostalgia (mi colegio, etcétera)
A Gredna

La casa de campo del dueño de Laredo, don José Ignacio Chopitea,estaba a kilómetro y medio del pueblo, al final de una polvorienta
avenida que se abría entre cañaverales. A caballo se iba bien por la avenida, a pie era para hundirse hasta los tobillos en esa tierra muerta.
Era mejor ir por el filo de la tapia que corría hasta la casa. La casa tenía dos plantas y dos torres puntiagudas. Era de adobe, aunque en su
revestimiento simulaba ser de ladrillos rojos; las torres eran de madera. Cerca había una pequeña ranchería de peones y sirvientes, un
molino de viento y una huerta de cerezas que el guardián vendía a escondidas, tomando como medida un cuenco de calabaza.
Dicen que cuando don José Ignacio, que había muerto en Lima, regresaba a Laredo en tren y con bandera de luto, el demonio lo
esperaba impaciente en esa casa vacía. A través de las ventanas los sirvientes vieron su silueta fosforescente sentada en un sillón. Hasta él
llegó don José Ignacio cuando el pueblo estaba recibiendo su cadáver lejos de allí, en la Alameda de la Contrata. Llegó pálido y resignado a
pagar con su alma los favores del demonio, a cumplir el pacto que lo había convertido en el mayor hacendado del valle.
Algunos años después, las tierras de Laredo fueron compradas por los Gildemeiester. La escenografía de cortinajes y sillas de Viena
de la antigua burguesía agraria fue desmontada por estos alemanes que habían venido a modernizar. La casa de campo de don José
Ignacio Chopitea pasó a ser colegio. Ese fue mi colegio.
Nosotros éramos nueve hermanos, cinco íbamos al colegio. El día comenzaba con la competencia por ganar la palangana donde nos
lavábamos la cara. Mi madre, regresando del mercado, venía a decirnos la cantaleta: Éramos igualitos a nuestro padre, dormilones.
Mencionaba a mi padre por el gusto de mencionarlo, le hacía cariños al revés. Y si encontraba a alguno de nosotros mirando las gusarapas,
esos bichitos que bailaban en el agua del barril, que éramos remolones, claro, también como nuestro padre.
Antes de irnos al colegio teníamos que darles de comer a los animales. En el gallinero había unos pobres gallos que tenían una gran
cicatriz en el lugar de la cresta. Mi madre se las cortaba para curarnos el mal susto. Hasta hoy me sobrecoge un poco esa ceremonia
nocturna, en que ella, solemne hasta donde se le permitía el pataleo del gallo, les rebanaba la cresta, la mojaba en agua florida y nos la
colgaba en el pecho.
Nos íbamos al colegio por la calle Real. Por allí pasaba la carretera que bajaba de la sierra. A veces caminábamos entropados con
chivos o reses que iban a los camales de Trujillo. Todos los animales tenían la cabeza pintada de rojo. Los guardias que controlaban el paso
del ganado, para no equivocarse o volverlos a contar, les señalaban la cabeza con un manchón de pintura. La calle Real terminaba en el
pozo que surtía a las carretas repartidoras de agua. Allí empezaba la avenida del colegio. A veces subíamos a los camiones que traían
alumnos de los fundos vecinos, pero casi siempre llegábamos tarde y ya habían pasado. Solo quedaba subirse a la tapia y juntarse a la
hilera que ya iba caminando por el filo, saltando las grietas y las enredaderas espinosas.
Nadie iba desayunado. La hacienda nos daba el desayuno en el colegio. La caballeriza de la antigua casa de campo había sido
convertida en refectorio. Cientos de pocillos pendían de un tablero que había sido colgador de fuetes y bridas. Y donde antes posiblemente
se almacenó alfalfa, había ahora una cocina con dos ventanillas, una para el pan, la otra para el cucharón de chocolate.
El desayuno lo hacíamos y lo servíamos nosotros mismos. Cuando nos tocaba en turno había que levantarse casi al amanecer.
Algunos se adelantaban al colegio a prender el fogón y hervir el agua en el medio cilindro que hacía de olla. Otros íbamos al bazar de la
hacienda a pedir las bolsas de chocolate y los costalillos de pan. El chocolate venía en pequeñas bolas azucaradas. Todos guardábamos un
puñado en el bolsillo, por el servicio. Esas eran las únicas veces que yo veía cómo empezaba la vida en el pueblo. La gente se lavaba la
boca en plena calle, los trenes salían al campo llevando a los braceros, las placeras arreaban burros, en la esquina de la fábrica las
carretillas vendían caldo de gallina y emoliente. Yo juraba una vez más levantarme más temprano.
Después del desayuno, antes de entrar a las clases, formábamos en el patio dando frente a una pizarra que un profesor llenaba con la
noticia más importante del día. Cientos de veces habré formado allí, pero solo recuerdo una noticia: Había muerto un sabio que se llamaba
Alberto Einstein y que había dicho que todo era relativo porque todo dependía de donde uno se paraba a mirar las cosas. No entendí nada.
Yo tenía nueve años.
Pero tenía razón el sabio. La infancia, vista desde aquí, parado aquí, parece un solo día, idealizado y entrañable, que se repite como
un modelo. En ese día, como en esas composiciones donde el tamaño de los personajes es según su importancia, hay enanos y gigantes.
El director del colegio es, por ejemplo, un gigante, aunque mi madre me dice ahora que más bien era petiso. Pero entonces yo tenía la
mano extendida y él se acercaba cada vez más alto y calvo, alzando la palmeta que cuando caía parecía precipitarse desde el cielo.
A cada palmetazo yo juraba venganza. Esa misma noche iba a regresar al colegio y no me iban a asustar los muertos, la campana
que se mecía sola y tocaba, la fosforescencia en la torre, los caballos conducidos por perros negros. Regresaría para regar sal al pie de
todas las paredes del colegio. Había oído que la sal destruye lentamente y en secreto el adobe. Esa misma noche yo iba a empezar la
corrosión indetenible hasta que la antigua casa de campo de don José Ignacio Chopitea se desplomara. No lo hice. Creo que me quedé
dormido.
Carlota Carvallo
“Una niña vendrá”
Una niña vendrá

Una niña linda vendrá a nuestra casa,


antes que en los campos se dore el maíz,
antes que perfume las huertas el mango
y cante en las tapias el tuctupillín.

Y olerá su carne como la magnolia,


y será morena como el capulí,
y tendrá los ojos como la vicuña,
y el cuerpo tan fino como el colibrí…

Todos cuidaremos a la niña linda,


hasta de la brisa que la pueda herir.
Le haremos la cuna cogiendo en el campo
plumas de las aves, flores de jazmín.
César Vallejo
“El hombre moderno”
El hombre moderno (1925)

Dicen que nuestro tiempo se caracteriza por los caballos de fuerza que tiran de los carruajes, de las astas
de las banderas, de los cuernos de la vida entera. La velocidad es la seña del hombre moderno. Nadie
puede llamarse moderno sino mostrándose rápido. Así lo estatuyen los filósofos. Los oradores ingleses han
reducido la factura de sus oraciones a lo esquemático y hay representantes liberales que, como Mr. Jiwons,
han ganado la elección con un solo discurso, en un país donde toda gran empresa política supone mil
anginas por inflamación del órgano de la voz. En Estados Unidos el Alcalde de New York acaba de ser
elegido sin haber dicho un solo discurso. Se podría argüir que el silencio no quiere decir la rapidez. Esa es
otra cuenta. Posiblemente, el tiempo que habría empleado el alcalde en pronunciar una oración política lo
habrá empleado en otra cosa. Porque el ritmo de la velocidad no solo consiste en hacer una cosa pronto,
sino también, y sobre todo, en escoger acertadamente el empleo del tiempo oportuno. Supongamos dos
personas que quieren atravesar la calzada de la Avenida de la Ópera; estará más pronto en la otra acera la
persona que acierte el momento de la travesía, pues el adagio reza: No por mucho madrugar, se amanece
más temprano... Naturalmente, en nuestro ejemplo lo que hay que escoger es el momento, es decir, el
tiempo, y no la clase de labor, como en el caso del Alcalde de New York. De todas maneras, en ambas
cosas, la rapidez sale de saber escoger el empleo del tiempo. No hay que olvidar, por lo demás, que la
velocidad es un fenómeno de tiempo y no de espacio; hay cosas que se mueven más o menos ligeras, sin
cambiar de lugar. Aquí se trata del movimiento en general físico y psíquico. En algún verso de Trilce he
dicho haberme sentado alguna vez a caminar.
Pero nos hemos salido de tema. La velocidad, pues, signo es de nuestro tiempo. No soy yo quien lo
dice; yo solo gloso un concepto general. Algunos se preguntan: —¿De qué manera se es rápido? ¿Qué se
debe hacer para acelerarnos? Se trata de una disciplina heredada o de una disciplina que puede
aprenderse a voluntad...
Estos son los que creen en que la rapidez nos lleva por buen camino. Ya sabemos que los que no
crean así echan una buena yuca a los demás y no hay santo que los mueva, sino con las espaldas vueltas
a la máquina.
Mas la disciplina de la velocidad existe, heredada o aprendida. Ella consiste en la posesión de una
facultad de perspicacia máxima para la percepción o, mejor dicho, para traducir en conciencia los
fenómenos de la naturaleza y del reino subconsciente en el menor tiempo posible; emocionarse a la mayor
brevedad y darse cuenta instantáneamente del sentido verdadero y universal de los hechos y de las cosas.
Hay hombres que se asombran de la actividad de otros. Hay escritores europeos —por ejemplo— que en el
transcurso de un solo día han leído un bello libro, han saboreado una gran audición musical, han peleado y
se han reconciliado tres veces con sus mujeres, han pasado una hora conversando con un hostilano, han
escrito dos capítulos de un libro, se han cambiado cuatro veces de traje para diversos actos, han asistido a
una representación teatral, han dormido una siesta, han llorado, han tenido una larga mirada sobre Dios y
sobre el misterio...
No hay que confundir la velocidad con la ligereza, tomada esta palabra en el sentido de banalidad. Esto
es muy importante.
Dos personas contemplan un gran lienzo; la que más pronto se emociona, esa es la más moderna.
www.casadelaliteratura.gob.pe
GRACIAS

Contacto:

grupo de Facebook Área Educativa de la Casa de la Literatura Peruana


correo electrónico comunidadyescuela@minedu.gob.pe

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