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MATERIAL DE ESTUDIO

PARA PRUEBA MIERCOLES


7 DE DICIEMBRE HORA
CLASE
SECCIÓN III.-
EL DERECHO DE FAMILIA.
• Durante toda la época de la monarquía y buena parte del siglo XIX, el
matrimonio y los temas conexos se regulaban en Honduras por el Derecho
Canónico católico de rito latino, mientras que el Derecho Civil se ocupaba del
régimen patrimonial de la familia, la tutela, la curatela y otras materias.

• El Derecho indiano contenía muy pocas normas sobre Derecho de Familia. La


normativa sobre esta materia vigente en Honduras en la época de la monarquía y
hasta la entrada en vigor el 1° de enero de 1881 del primer Código Civil, estaba
contenida en el Derecho Canónico católico, las Siete Partidas, varias leyes de la
Nueva Recopilación de 1567 y algunas disposiciones de Derecho regio.
• La Partida IV contenía numerosas regulaciones sobre los esponsales y el
matrimonio, aunque ambas instituciones se regían fundamentalmente por el Derecho
canónico. El compromiso matrimonial, llamado desposorios o esponsales, era un
contrato exigible ante los tribunales eclesiásticos, y para su validez era necesario que
ambos desposados tuviesen al menos siete años de edad, aunque podía ser válido
con respecto a menores de esa edad, si era confirmado después. El matrimonio tenía
carácter de sacramento y no había divorcio vincular, con excepción de los pocos
casos previstos en el Derecho Canónico. Además de las normas de este, diversas
leyes civiles, sobre todo de las Partidas, regulaban aspectos del matrimonio
relacionados con los impedimentos, el adulterio, el parentesco y otros asuntos.
• En la Partida IV también se encontraba la normativa fundamental sobre el régimen patrimonial de la familia,
que se complementaba con varias leyes de la Nueva Recopilación y la Novísima Recopilación. La
celebración del matrimonio hacía surgir una sociedad o comunidad de bienes entre los cónyuges, que se
disolvía en caso de muerte de uno de ellos, divorcio (no vincular) o pena de confiscación de bienes. A esta
sociedad entraban los bienes gananciales, que eran los adquiridos por cualquiera de los cónyuges durante el
matrimonio, y de los cuales solamente podía disponer el marido, aunque las enajenaciones que efectuase
podían ser declaradas nulas si se comprobaba su intención de perjudicar con ellas a la esposa. Tenían un
régimen distinto los bienes dotales o dote, que eran los bienes muebles o inmuebles dados al marido, con
motivo del matrimonio, por la mujer o algún pariente de esta. El padre de la novia y en defecto suyo los
parientes cercanos tenían la obligación de constituir dote en su favor, y la ley fijaba montos mínimos y
máximos, para evitar que se eludiera tal deber mediante dotes ínfimas o que el monto de los bienes dotales
fuese excesivo. El esposo era una especie de usufructuario de los bienes dotales, ya que si bien podía
administrarlos, no podía disponer de ellos sin la expresa autorización de la mujer; además, estaba obligado a
devolverlos en caso de que falleciese la mujer, hubiese divorcio o se disolviese o anulase canónicamente el
matrimonio. 740
• Además de los bienes gananciales y dotales, las leyes regulaban y establecían
montos máximos para los donadíos o donaciones esponsalicias, que eran los
obsequios hechos por el novio a su futura mujer antes de la boda, y las arras,
que estaban constituidas por la donación que el marido hacía a la esposa por
razón del matrimonio; ambos grupos de bienes eran de dominio exclusivo de
la mujer y de sus herederos. Los bienes de la mujer que no eran gananciales,
dotales, donadíos o arras se llamaban bienes parafernales y solamente con su
expresa voluntad podían enajenarse.
• La misma Partida IV regulaba con detalle las distintas categorías de hijos. Se denominaba
legítimos a los hijos de matrimonio y naturales a los extramatrimoniales. Si uno de sus dos
progenitores o ambos estaban casados con otras personas, el hijo extramatrimonial se
denominaba adulterino y no podía ser reconocido ni legitimado, ni siquiera si después sus
padres quedaban en libertad de estado y contraían matrimonio. Las leyes establecían también
otras denominaciones para los hijos extramatrimoniales, que eran llamados espurios si la madre
era concubina del padre; fornecinos o nothos, si eran adulterinos; mánceres, si la madre era
prostituta; incestuosos si la madre era religiosa o ascendiente, descendiente o hermana del
padre; etc. Con ciertas limitaciones, los hijos naturales podían ser legitimados por merced papal
o regia, por testamento confirmado por el rey, por escritura pública, por matrimonio de la hija
natural con hombre ilustre o por ofrecerse el hijo natural al servicio del rey o al concejo de una
ciudad o villa. La adopción o porfijamiento requería autorización previa del monarca o de un
juez, notable utilidad para el adoptado y consentimiento tácito o expreso de este, que siempre
debía ser mayor de siete años. 23 nov
• Además, para la adopción era necesario, entre otros elementos, que el
adoptante no estuviera sujeto a patria potestad, que fuese al menos
dieciocho años mayor que el adoptado y que no sufriese un
impedimento natural para tener hijos, a menos que ello se debiese a
una enfermedad o desgracia. Estaba vedada la adopción a la mujer, a
menos que hubiese perdido un hijo en servicio del rey o de un
ayuntamiento y aun en este caso se requería la intervención de la
autoridad real.
• De conformidad con la Partida IV, la patria potestad sobre los hijos legítimos o legitimados le
correspondía exclusivamente al padre, quien tenía el usufructo de los bienes de aquellos hasta que
alcanzasen la mayoría de edad, fijada en veinticinco años. De la patria potestad se derivaban diversos
deberes del padre para con los hijos, entre ellos los de criarlos, alimentarlos, educarlos, corregirlos
moderadamente, representarlos judicialmente y administrar y defender sus bienes. Para proteger los
bienes e intereses de los huérfanos y de las personas que no gozaban de plena capacidad mental
existían las figuras de la tutela y la curaduría o curatela. La administración y cuentas de ambas
instituciones se regulaban detalladamente en la Partida VI. La tutela estaba establecida en provecho
de las mujeres menores de doce años y los varones menores de catorce que fuesen huérfanos de padre
y su titularidad correspondía a la persona designada como tutor en el testamento del progenitor.
• Si no había habido tal designación, la tutela correspondía a los tutores legítimos, es
decir, designados por la ley. La tutela legítima correspondía en primer lugar a la
madre de los menores, mientras no contrajese segundo matrimonio; en su defecto a
la abuela, y a falta de esta al más cercano pariente de los menores. El juez
competente nombraba al menor un tutor dativo si no había tutores testamentarios ni
legítimos. La institución de la curatela se establecía para los huérfanos menores
que por su edad no estaban sujetos a tutela, así como a favor de personas que
fuesen víctimas de locura, amnesia o prodigalidad.
SECCIÓN IV.-
EL DERECHO PENAL.
• Durante toda la época de la monarquía, y todavía muchos años
después de la separación de España, hasta la emisión del Código
Penal Común de la República de Honduras, que entró en vigencia
el 1° de enero de 1881. También había ciertas normas sobre temas
específicos de Derecho penal en la Nueva Recopilación de 1567 y
la Novísima Recopilación de 1805.
• El tratamiento de los delitos y las penas en las Partidas estaba caracterizado por una extrema severidad,
típica de la Baja Edad Media, si bien representaba un adelanto en relación con la situación prevaleciente
en Castilla en épocas anteriores, ya que por ejemplo se prohibían las penas de marcas o quemaduras en
el cuerpo y especialmente en la cara, cortadura de las narices, ceguera, crucifixión, apedreamiento y
despeñamiento. La legislación alfonsí, que dedicaba a la materia penal casi todos los títulos de la Partida
VII, consideraba a la pena como medio de castigar al delincuente e intimidar a la sociedad para que no
imitase su conducta. La prisión habitualmente solo tenía carácter de medida preventiva. Las penas
previstas en las Partidas eran las de muerte, que debía ser impuesta en público; la mutilación o pérdida
de un miembro; los trabajos forzados; el destierro perpetuo, con o sin confiscación de bienes; la infamia;
la inhabilitación, privación o suspensión de oficios, profesiones o cargos; y los azotes, las heridas o la
vergüenza pública. Sobre las penas de azotes, heridas y vergüenza pública, las Partidas decían que
• “…es, cuando condenan a alguno que sea azotado, o herido paladinamente, o lo
ponen en deshonra de él en la picota, o lo desnudan haciéndolo estar al sol
untándolo de miel, porque lo coman las moscas alguna hora del día.”

• La Nueva Recopilación contenía numerosas normas relativas a las


multas o penas pecuniarias a favor del fisco, que se conocían con el
nombre de penas de cámara. 29 nov
• Toda pena era personal, salvo la de infamia en los delitos de lesa majestad, que era
extensiva a los hijos del delincuente y les llevaba a ser desheredados. La
imposición de penas tenía como requisito que el delincuente tuviese capacidad
mental y fuese mayor de diez años y medio de edad. La gravedad de las sanciones
dependía en algunos casos de las condiciones personales del sujeto, ya que por
ejemplo se imponían menores penas a los hidalgos y a los ancianos que a los
plebeyos y a los jóvenes, y existía toda una variedad de atenuantes y agravantes
que debía tomar en cuenta el juez al fijar el castigo. En caso de sanciones
pecuniarias se le aplicaba al pobre menor pena que al rico.
• Se distinguía entre penas ordinarias, fijadas previamente en la ley, y penas arbitrarias o
extraordinarias, que se dejaban al arbitrio del juez aunque la minuciosidad de las
Partidas hacía que en realidad solamente quedase arbitrio al juez para moderar o
aumentar las penas según las circunstancias del delito. Según la intención del imputado,
las Partidas distinguían entre los delitos dolosos o malfetrías y los culposos o
cuasidelitos, que conllevaban una disminución en la pena, y también disponían que no
debía imponerse ninguna pena si el hecho había derivado de un caso fortuito. La
tentativa, la instigación y el encubrimiento se sancionaban con la misma pena que el
delito, mientras que quedaba exento de responsabilidad criminal quien se hubiera
propuesto cometer un delito pero se había arrepentido de tales intenciones antes de
ejecutarlo.
• Muchas de las penas previstas en las Siete Partidas dejaron
paulatinamente de aplicarse en la práctica judicial castellana e indiana,
por lo general para ser reemplazadas por sanciones menos severas. Por
ejemplo, según las Partidas, se castigaba con pena de muerte al varón
culpable en el adulterio de una mujer casada o en el desfloramiento de
doncella honesta cometido en despoblado, pero esa pena fue sustituida
por la de destierro en el primer caso y por la de presidio o trabajo en
minas en el segundo.
• La Partida VII enumeraba un considerable número de delitos y sus correspondientes penas.
Entre los delitos incluidos en ese texto figuraban los de traición o lesa Majestad, las
falsedades, los homicidios, las deshonras contra vivos y muertos, las fuerzas cometidas con
o sin armas, los robos, los hurtos, los daños, los engaños y estafas, el adulterio de la mujer
casada, el incesto, el estupro, el rapto, la sodomía, el proxenetismo y otros delitos de índole
sexual, la herejía, el suicidio y la blasfemia. La legislación alfonsí también se refería a una
serie de instituciones propias de su época y que en Indias tuvieron muy poca aplicación,
tales las lides o combates entre dos hidalgos.

• Correspondía exclusivamente al rey el derecho de gracia u otorgamiento de perdones e


indultos, que generalmente eran concedidos en Viernes Santo.
• Muchas de las normas penales contenidas en las Partidas y las recopilaciones
resultaron contradictorias con la Constitución de 1812 y la ideología sobre
Derechos humanos que inspiraba el pensamiento liberal. En agosto de 1820
las Cortes nombraron una comisión para redactar un proyecto de código
penal, que fue presentado a la cámara legislativa en abril de 1821. El Código
Penal fue aprobado por las Cortes el 8 de junio de 1822 y promulgado por el
rey D. Fernando VII el 8 de julio siguiente, pero ya desde septiembre del año
anterior Honduras se había separado de la Monarquía Española.

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