Está en la página 1de 37

El Señor y la golfa

Los primeros meses en Málaga fueron especialmente difíciles; me costaba


Dios y ayuda no perderme por sus calles, tan diferentes y parecidas al mismo
tiempo; me suponía un suplicio seguir el ritmo frenético de una ciudad tan
grande, por no hablar de sus habitantes. Afortunadamente mis calificaciones
en la universidad fueron buenas. Esto suponía que no tendría que estudiar en
verano, a pesar de haber aprobado casi por los pelos. Medité durante varios
días sobre lo que iba a hacer en verano y concluí que quería trabajar, aunque
solo fuesen tres meses; el dinero que mis padres me daban apenas me llegaba
a fin de mes.
No me costó mucho encontrar trabajo. La fortuna parecía estar de mi parte.
Un día paseaba sin rumbo fijo por el centro de la ciudad. Al pasar por una
librería, vi que tenía un cartelito en la puerta, ofreciendo empleo a quien
cumpliese una serie de requisitos. Como creía cumplirlos todos, me decidí a
dar el paso y ver qué pasaba. El no ya lo tenía por respuesta sin entrar y nada
podía perder. Empujé la puerta y me encomendé al Cielo. Al entrar quedé
maravillada por el aspecto del establecimiento: coqueto, en ligera penumbra y
seguramente con más de un siglo de antigüedad. Entonces me propuse a mi
misma que tenía que conseguir el empleo SÍ o SÍ, aunque tuviese que
arrastrarme y suplicar.
Entré y una morena muy mona me atendió creyendo que era una clienta. Le
dije que pretendía solicitar el empleo ofertado en el cartel. Tras una breve
entrevista con la dueña del negocio, esta me alegró el día contratándome. Me
pareció más fácil de lo que había supuesto, pero el trabajo era mío y no tenía
motivos de queja. Antes de salir de su despacho, me dijo que hablase con
Sonia, que así se llamaba la morena, para que ella me diese el resto de
detalles relativos al puesto.
―Por lo que veo… te ha dado el trabajo ―me dijo Sonia, con total
seguridad, al ver mi amplia sonrisa.
―¿Tanto se nota, Sonia? ―pregunté intrigada.
Ella me lanzó una sonrisa de complicidad y me dijo así:
―Nada más entrar por la puerta y decirme que venías por el curro, he
sabido que era tuyo… salvo que fueras tonta o grosera durante la entrevista.
Yo quedé callada. Aquella especie de profecía me dejó totalmente
desconcertada.
―No, no soy bruja, ni nada por el estilo. No pongas cara de susto ―añadió
al ver mi expresión―, porque tan solo con verte me ha bastado para
adivinarlo. Eres guapa, con buen tipo y no vistes tan vulgar como la mayoría
de las personas que han solicitado el trabajo. Mis posibilidades de acierto,
tras dos semanas viendo desfilar candidatos, eran bastante altas.
Tras indicarme que tenía que estar allí a las nueve de la mañana del día
siguiente y la forma en que tendría que ir vestida, nos despedimos. Al llegar a
casa abrí el armario de par en par y fui tirando sobre la cama la ropa que no
cumplía los requisitos indicados por Sonia.
Esa misma tarde llamé a mis padres para comunicarles la buena noticia, sin
esperarme de ningún modo su reacción. No les hizo mucha gracia. Trataron
de disuadirme para que renunciase, alegando que no me hacía falta más
dinero y que no podría pasar con ellos el verano. Pero yo estaba decidida a
mantenerme firme y así se lo dije.
El mes de julio pasó en un abrir y cerrar de ojos. Y con el primer día de
agosto llegó mi primer sueldo. Rebosaba felicidad y orgullo. Me parecía un
sueño tener semejante fortuna entre las manos. Y es que para mí ochocientos
euros, más el pico, eran toda una bendición. La imaginación volaba y me veía
comprando todo aquello que anhelaba. Eso sí, sin cometer excesos.
Recuerdo que todos los días visitaba la librería un señor que tendría unos
sesenta años. Su aspecto era muy distinguido y se conservaba muy bien para
su edad. Lucía una barba canosa y bien cuidada, como si todos los días
visitase al barbero. Sus facciones eran muy varoniles, destacando los ojos,
profundos y bondadosos. Siempre vestía con traje y corbata, como si fuese
inmune al intenso calor del verano. Pero lo que más me agradaba de aquel
SEÑOR, con mayúsculas, era que siempre nos trataba con total corrección a
Sonia y a mí, sin ahorrarse nunca un ‘usted’, un ‘señorita’ o un ‘por favor’.
Solía darse una vuelta por el local durante una media hora, mirando las
estanterías y ojeando algún que otro libro. Llegó un momento en que ni Sonia
ni yo le preguntábamos, porque la respuesta siempre era la misma tras el
saludo de rigor: ―Gracias, guapa, pero tan solo estoy mirando―. ‘Guapa’
era la mayor ligereza, si se le puede llamar así, que se tomaba aquel buen
hombre. El caso es que no nos incomodaba y todas las semanas compraba al
menos un par de libros.
Una tarde estaba yo subida en la escalera portátil, colocando unos libros en
lo alto de un estante. Entonces vino Sonia y me chistó, llamando mi atención.
Rápidamente bajé con intención de averiguar lo que tenía que decirme.
―Me encanta tu culo con ese tanga negro que llevas, Moni ―me dijo y
quedé perpleja. Es cierto que habíamos tomado bastante confianza como para
que me llamase Moni en lugar de Mónica, pero no la suficiente como para
que me mirase el trasero y lo confesase con tanto descaro.
―¿No me digas que te dedicas a mirarme el culo? ―le pregunté
confundida.
―¿Mirarte el culo?... ¿Yo?... ―Soltó un par de carcajadas―. Pero si te lo
han visto todos los clientes de la tienda. Incluso don Alberto, que no te quita
ojo desde hace un buen rato. Y… Lo cierto es que no sé de qué me extraño,
porque vaya minifaldita que te nos has puesto hoy. Si es que no escondes
nada cuando te subes a la escalera.
―¿Don Alberto? ―Lejos de preocuparme por mi forma de vestir, lo único
que me intrigaba era saber quién sería el tal don Alberto, aquel que mi
compañera había destacado de entre todos los clientes.
Ella sonrió maliciosamente y se arrimó más a mí para hablarme
discretamente.
―Don Alberto es el señor que viene todos los días. El de la barba canosa y
el traje. Una de las clientas habituales me ha dicho su nombre, porque lo
conoce de cuando daba clases a su hijo en el colegio. Por lo visto, se jubiló
antes de tiempo, debido a la depresión en que cayó tras divorciarse de él su
mujer.
―¡Pobre! ―No se me ocurrió otra cosa en ese instante.
―¿Pobre? ―Sonia no salía de su asombro ante mi pasividad―. Has de
saber que ese, al que llamas ‘pobre’, te tiene bien fichada y que ningún día te
quita la vista de encima durante todo el tiempo que pasa aquí. Si miras ahora
con disimulo, lo verás detrás de la sección de novela. Normalmente separa un
par de libros para mirar por la rendija.
Yo miré tal y como Sonia me había indicado.
―Lo siento, Sonia, pero…, o soy muy tonta, o muy despistada… y puede
que hasta cegata, pero ni veo la rendija que has mencionado ni a ese buen
señor. Igualmente no me importa, porque con la mirada solo se ofende quien
quiere. Siendo así, puede recrearse la vista todo lo que quiera, porque, si la
jefa me lo permite, pienso ponerme minifalda cuando me apetezca.
Ahí quedó la conversación. Yo era consciente de que mi compañera no se
había tomado bien mis palabras, pero en ningún momento quise ofenderla o
menospreciar su interés por mi integridad moral. Un día, tomando el café de
media mañana, así se lo expliqué y el asunto quedó zanjado.
Los días pasaron y don Alberto siguió fiel a su costumbre, honrándonos con
sus visitas y sus exquisitos modales. A mí no me importaba lo más mínimo
en qué emplease su tiempo o que me mirase como afirmaba Sonia. Varias
veces le sorprendí con los ojos clavados en mi culo y no hice nada por
remediarlo. Con el tiempo fue ganando confianza en la misma proporción
que aumentaba mi despreocupación. Incluso llegó a sujetarme la escalerilla
en varias ocasiones, justificando su gesto con el riesgo que corría de que
alguien tropezase con ella y cayera al suelo. Nunca hablaba mucho, siempre
lo justo, pero sus modales me tenían prendada. Después de todo me halagaba
que un hombre tan atento e, incluso, apetecible a pesar de su edad, me
contemplase con un deseo tan inocente.
Una tarde entró y dio un par de vueltas por la tienda. Seguramente me
estaba buscando, porque pasó junto a Sonia y tan solo la saludó. Lo supe
cuando se acercó a mí y me preguntó que si comprábamos libros de segunda
mano. Le dije que sí lo hacíamos, pero que en esos casos era la dueña quien
se encargaba de tasarlos. Me explicó que era un libro de poemas que su ex
mujer le había regalado bastantes años atrás. Continuó diciendo que no era
muy grato para él tenerlo en su biblioteca, porque le producía una gran
tristeza al recordársela. Finalmente añadió que me olvidara de la venta, que
me lo regalaba, ya que no le preocupaba el tema económico, sino que lo
tuviera alguien que lo apreciara tanto como lo había hecho él.
Su historia llegó a conmoverme. Rehusé su regalo y le propuse comprárselo
yo misma sin que la dueña se enterase. Ante su insistencia, arreglamos que a
cambio del libro yo le invitaría a tomar un café, una cerveza o lo que fuese.
Esa misma tarde cumplí con mi parte del negocio. Tras cerrar la librería,
Sonia y yo nos despedimos y ella tomó camino de su casa. Yo aguardé un par
de minutos, hasta que vi cruzar la calle a don Alberto. Como siempre, se
acercó y me dio las buenas tardes con todo respeto. A ese regalo añadió una
cajita de bombones e insistió en que no los rechazase, porque solo
representaban una muestra de amistad. Obviamente no lo hice. Me empiné
todo lo que pude y alcancé a darle un beso en la mejilla, rompiendo de ese
modo el protocolo que siempre había existido entre ambos. Acto seguido
caminamos calle abajo hasta llegar a una cafetería.
Por dos horas me habló de cuando era profesor de matemáticas en un
instituto de enseñanza secundaría. También dejó caer su amor por los libros,
y añadió que se sentía orgulloso de poseer una gran biblioteca en su casa. Yo
nunca había sido buena lectora, pero, desde que trabajaba en la librería, mi
afición había despertado y me sentía capacitada para hablar del tema con
ciertas limitaciones. Llegó la hora de marcharme y nos despedimos con un
apretón de manos.
Durante una semana no volvimos a saber de aquel hombre tan educado y
misterioso al mismo tiempo. A Sonia no parecía importarle, pero yo estaba
muy preocupada. Me preguntaba constantemente si le habría pasado algo.
Siempre me ponía en lo peor. Cada vez que sonaba la vieja campanilla de la
puerta, dejaba de hacer lo que tuviese entre manos y volvía la mirada. Al ver
que no era él, retomaba mis quehaceres con decepción y mi rostro se
entristecía. Aquel fin de semana lo pasé en mi tierra, con mi familia y mis
amigos, pero ni tan siquiera ellos conseguían que mi mente dejase de pensar
en don Alberto. Aquella situación comenzaba a angustiarme demasiado. Me
decía a mi misma que era una tontería, que no era lógico preocuparse por
alguien a quien apenas conocía.
El lunes por la tarde volvió a aparecer como si nada. Mi corazón comenzó a
latir acelerado. Las piernas se me doblaban y me faltaban uñas que morder.
Mis pensamientos eran confusos. No sabía si reír de felicidad o llorar de
rabia. Pero estaba allí y eso era lo importante. Lentamente fue avanzando
entre las estanterías hasta llegar a mi posición.
―Buenas tardes, señorita Mónica ―me saludó como siempre. Si él hubiese
sabido de mis desvelos, de mi angustia, seguramente habría cambiado el
saludo por una disculpa. Pero, claro, cómo iba a saberlo.
―Buenas tardes…, don Alberto ―respondí a su saludo tartamudeando.
Tomé aire y me decidí a seguir hablando―. Dichosos los ojos. Nos tenía
preocupadas a Sonia y a mí. La librería no es lo mismo sin sus agradables
visitas. ―Improvisé lo mejor que pude en lugar de aferrarme a su cuello y
apretar cuanto me permitiesen las fuerzas. Me dio tanta rabia verlo tan
sonriente, como si nada, que el subconsciente me jugó una mala pasada.
El percibía que mi estado de ánimo no era el de siempre y trató de indagar.
―¿Le ocurre algo, señorita?... No parece tener buen color. Sus mejillas han
perdido ese tono rosáceo tan característico.
―¿Qué si me ocurre algo?... ¿Qué he perdido el colorcito de las narices?
―Mi paciencia rebasó el límite y estallé ―. Ha de saber, muy señor mío, que
eso no se hace. Uno no desaparece de la noche a la mañana como si nada.
Pues sí, pasa algo y muy gordo. Pasa que me ha tenido en un sin vivir durante
siete días. Acaso… ¿Acaso ha estado usted creando un mundo en ese tiempo,
como hizo Dios?... ¿Acaso ha naufragado durante un paseo en barca por el
puerto? ― Tras decir aquellas duras palabras, que sin duda no se merecía,
rompí a llorar como una niña.
―Tranquila, chiquilla, todo está bien ―me dijo con tono paternal mientras
me ofrecía su pañuelo.
No pude contenerme y me abalancé sobre él, abrazándole con todas mis
fuerzas. Quedé colgada de su cuello, sin tocar el suelo debido a su mayor
estatura.
―¡Eso no se hace!... ¡Eso no se hace!... ―le repetía con insistencia al
tiempo que mi llanto se acentuaba.
Sonia nos miraba, encogida de hombros y gesticulando con las manos.
Parecía indicarme el escándalo que estaba causando. No me importó, porque
aquel llanto era la única válvula de escape que liberaba la presión acumulada.
Además, caí en la cuenta de que me tenía cogida por el culo y me apretaba
contra su cuerpo. Pude notar su respiración entrecortada en mi cuello y su
aliento en mis orejas, a medida que movía ligeramente la cabeza. Me sentía
reconfortada en sus brazos. No me incomodaba que agarrase con fuerza mi
trasero. Ni que mis pezones se clavasen en su torso. Inexplicablemente me
excitaba aquella escena y seguramente me lo hubiese tirado en aquel instante
si el lugar fuera otro.
Una vez calmada, me entregó un sobre blanco y me pidió que leyera su
contenido cuando él se marchase.
Tras salir por la puerta, abrí el sobre y lo leí detenidamente. En la nota me
decía que su biblioteca era un completo desastre, que durante muchos meses
la había tenido muy abandonada y me suplicaba que, por favor, le ayudase a
organizarla una tarde que tuviese tiempo y ganas. Terminaba la nota
ofreciéndose a pagarme por mis servicios y adjuntando su dirección. Tras
aquel día, no volvió a aparecer.
El sábado siguiente, Sonia y yo cerramos la tienda a las dos, como de
costumbre, y nos fuimos a comer a unas raciones a un bar. Después ella se
marchó a su casa y yo decidí acudir a la de don Alberto. No estaba
preocupada por él, pero había decidido aceptar su oferta por dos razones:
porque me hacía falta el dinero que me diese, y porque me moría por ver los
libros que decía poseer. Tomé un taxi y llegué en poco menos de diez
minutos. Había buscado su dirección en Internet y vi que vivía a las afueras.
Permitirme ese lujó no me importó lo más mínimo, ya que pensaba añadirlo
al importe que le exigiese por mi colaboración.
Cuando bajé del vehículo, quedé alucinada. «¡Vaya choza se gasta el
profesor!», me dije al ver aquella especie de palacete de tres plantas. La
construcción era de ladrillo visto con remates de granito. En la fachada tenía
un enorme porche, con columnas y barandilla de madera tallada. Por un
momento tuve ciertas dudas sobre si debía llamar o no. Toda aquella
ostentación me intimidaba y me veía fuera de lugar. Pero pensé que, ya que
estaba allí, no era cuestión de perder el dinero que me había costado el taxi.
Finalmente subí la escalinata de granito del porche y llamé a la puerta. Unos
segundos más tarde se abrió y apareció él, vestido con una especie de kimono
japonés. Al menos es lo que me pareció.
―Dichos los ojos, señorita Mónica ―me dijo muy sonriente―. Ya
pensaba que no había aceptado mi propuesta.
―¡Cómo iba a rechazarla con lo agradable que es usted y la falta que me
hace ganar un dinero extra! ―respondí algo avergonzada.
―Pero… ¡Entre!... ¡Entre!... No se quede en la puerta. Entre y en seguida
le sirvo una limonada bien fría, que veo que tiene la frente sudorosa.
En el tiempo que mi anfitrión tardó en volver con el refrigerio, puede notar
que el interior de aquella casa era más impresionante que el exterior. Los
muebles, las lámparas, las paredes, el suelo… todo parecía bastante lujoso y
antiguo.
―La casa la heredé de mi padre y este del suyo ―me dijo, apareciendo por
mi espalda―. Mi abuelo, que en paz descanse, la mandó construir en 1.927.
Con los años ha sufrido varias remodelaciones, casi todas en el exterior. El
interior se conserva prácticamente intacto.
―Puessss… ¡Vaya! Realmente no tenía mal gusto su abuelo. ―No se me
ocurrió nada más oportuno que decir, porque, en el fondo, me recordaba
mucho a la mansión de la Familia Adams.
―Pero… ¡Pase!... ¡Pase!... Pase a la biblioteca ―me dijo al tiempo que
parecía abrirme camino con un gesto de su brazo. Lo cierto es que aquella
forma de decirme las cosas por triplicado, anteponiendo el ‘pero’, comenzaba
a incomodarme. Pensé que no aguantaría mucho si se trataba de una
costumbre.
Entramos en la biblioteca y no daba crédito a lo que veían mis ojos. La
estancia era bastante amplia, con las paredes totalmente cubiertas de
estanterías repletas de libros, un antiguo escritorio junto al ventanal y una
gran alfombra en el centro.
―¡Hay que joderse! ―exclamé―. Pero si tiene usted más libros que
nosotras en la tienda. Ahora comprendo por qué va casi todos los días y pasa
tanto tiempo. Imagino que le costará encontrar uno que no tenga.
―Ese no es el motivo. Al menos no del todo. Es cierto que me gusta ojear
los libros, tocarlos, sentir lo que transmiten con el tacto. Pero también es
cierto que disfruto de su compañía, la de usted y la de la señorita Sonia.
Ambas son siempre muy amables conmigo.
―Bueno… Lo cierto es que usted tampoco se queda atrás, si de amabilidad
hablamos. No nos crea problemas y siempre tiene la palabra oportuna que
hace que nos sintamos… ¡Especiales! Esa es la palabra ―le dije mientras
recorría las estanterías, con el brazo extendido y pasando la mano por los
libros, como si los acariciase.
No sentamos en el sofá y planeamos cómo íbamos a organizar la biblioteca.
Me dijo que tenía un artilugio para bajar los libros de lo alto, pero que se las
veía negras para colocarlos en el mismo lugar. Me lo mostró y enseguida
comprendí cuál era el problema. Se trataba de una especie de brazo extensible
con una pinza en el extremo. Tenía incorporado un cordón del cual tiraba
para cerrar la pinza y agarrar el libro en cuestión. Esto suponía un
inconveniente al realizar la acción contraria, ya que alguno de los libros que
quedaban a ambos lados del hueco se caía, impidiendo que el sustraído
volviese a entrar. Dijo que había ideado ese sistema porque sufría de vértigo
y le daba miedo subirse a la escalera. Añadió que era su mujer quien lo hacía
antes de morir. «¡Qué desfachatez! ―pensé―. ¿Cómo tiene el morro de
decirme que su mujer ha muerto cuando la verdad es que se separó de él?».
Dejé correr el asunto porque poco o nada me importaba. Además, tampoco
tenía interés en que supiese los chismes que corrían por la tienda. Eso podría
ocasionar que dejase de ir y aquella posibilidad no quería ni contemplarla.
―Pues… bien. Aprovechemos el tiempo ahora que entra suficiente luz de
la calle ―le dije y me puse en pie.
―Como quiera, señorita Mónica. ―Él también se levantó.
Durante unos minutos repasamos cómo lo tenía organizado. Luego me
mostró la escalera a la que tendría que subirme. Era de madera y se
desplazaba mediante dos railes situados en la parte superior e inferior. La
situé en el lugar donde irían los primeros libros y subí unos cuantos peldaños.
―Estos van en la parte superior, entre aquellos de color burdeos ―me dijo
y señaló el lugar en cuestión.
―No me extraña que le dé miedo subir si padece de vértigo. Si te caes… te
partes la crisma sí o sí ―comenté mientras miraba al suelo. La altura máxima
eran unos cuatro metros y no era para tomárselo a broma. Volví a bajar para
recoger el siguiente lote.
―Estos otros van allí, junto a aquellos. ―volvió a señalar con el dedo.
Empujé la escalera y la coloqué en el lugar preciso. Tomé los libros y volví
a subir, procurando no dar un paso en falso. Así estuvimos durante algo
menos de una hora. Pasado ese tiempo, no pude contenerme y le dije así
desde lo alto:
―¡Hombre de Dios! No se comporte como un chiquillo, que parece
mentira con los años que tiene. Si me mira el culo cada vez que subo, no
disimule tan mal, porque eso le convierte en un viejo verde y no en un
hombre interesado en una mujer. Si me pongo minifalda, es porque no tengo
nada que esconder. Y porque no me importa qué dirán… o qué verán los
demás.
―Discúlpeme, Mónica. He sido un desconsiderado al comportarme así.
Con mayor motivo siendo una invitada en mi casa. Lo cierto es que no le
miraba lo que usted dice, sino las piernas. Tiene usted las piernas más
delicadas que he visto en mi vida.
―¡Vaya! Menos mal que me ha quitado el ‘señorita’ que tan mal me sienta,
Alberto. ¿No le suena mejor Mónica? Y respecto a mis piernas… puede mirar
todo lo que quiera, que ni se derriten ni se deforman si lo hace.
Él me miró tratando de asimilar mi condescendencia. Entonces volvió a
sorprenderme.
―Y… ¿No le importaría si las toco? ¡Déjeme hacerlo, por favor!
―Claro que no me importa ―dije y descendí lo suficiente para
complacerle.
Comenzó acariciando mi tobillo derecho. Luego subió hasta la rodilla y,
con la misma delicadeza, terminó palpando el muslo, rodeándolo con ambas
manos, como si modelase una figura de arcilla. Cerré los ojos y permití, tras
pedirme permiso, que hiciera lo mismo con la otra pierna. Yo me aferraba a
la escalera con fuerza, temiendo caer debido a un desvanecimiento. La
delicadeza empleada por aquellas manos artesanas me colmaba de dicha…
Sus suspiros eran música para mis oídos y, junto a los míos, componían una
bella melodía. Nunca creí que se diese aquella situación, pero reconozco que
en mis pensamientos la viví muchas veces. Sobre todo desde el día que me
agarró el culo en la tienda.
―¡No pares, por favor! ―le dije cuando dejé de sentir sus caricias―. Bajé
un par de peldaños más y mi culo quedó a la altura de su cabeza.
Volvió a posar sus manos sobre mis muslos y los recorrió nuevamente, al
tiempo que yo me contorneaba golosa, ansiosa por sentirlas en los glúteos.
Mis anhelos obtuvieron la respuesta esperada al notar cómo me subía la
minifalda hasta la cintura y dejaba mi culo al descubierto. Deslizó ambas
manos por toda su extensión, mientras me propinaba pequeños besos. Por mi
parte, meneaba el trasero acompasando el movimiento con el suyo. El ritmo
era preciso, la presión la justa, la delicadeza total, la excitación extrema.
―Puedo seguir…
―Como me vuelvas a llamar señorita Mónica o me trates de usted ― le
corté bruscamente―, te juro que me marcho a mi casa. Lo mismo te digo si
vuelves a pedirme permiso por cualquier motivo. He venido libremente,
consciente de que esto podría ocurrir. Imagino que tú también albergabas
esperanzas, ¿NO?... Entonces, dejémonos de tonterías y de tanta educación.
A mi me gusta que el hombre tome la iniciativa y que me folle, no que me
corteje y copule conmigo o me haga el amor. Eso ya vendrá con los años.
―Como quieras, Mónica ―respondió―, procuraré estar a la altura de tus
expectativas.
Sin mediar más palabras, apartó el tanga hacia un lado y comenzó a
buscarme el coño con la lengua, sin dejar de magrearme el culo. Mis jadeos
volvieron de nuevo y los ojos se cerraron automáticamente. Aquella comida
de coño presagiaba un premio mucho más importante. La postura no parecía
ser cómoda para él ni mi raja lo suficientemente accesible, porque comenzó a
profundizar con un dedo, primero, y luego con dos.
―¡Eso es… así me gusta! ―susurré―. Mete otro si quieres, porque
comienzo a lubricar abundantemente.
Durante unos minutos, Alberto me folló el coño en repetidas ocasiones, con
dos o tres dedos en función de mis movimientos. Se notaba que ponía interés
en complacerme y dicha entrega merecía un premio. Le pedí que me ayudara
a bajar y comencé a desnudarle muy lentamente. Acto seguido dejé que
hiciera lo mismo conmigo. Luego le tomé de la mano y nos dirigimos a la
silla del escritorio. Allí le senté de un empujón y comencé a mamarle la polla,
que para entonces ya estaba majestuosa. A medida que esta entraba y salía de
mi boca, yo levantaba la mirada para contemplar el placer en su rostro. Su
cabeza iba de un lado a otro, sin control. Sus jadeos me animaban a
recompensar sus atenciones pasadas. Sus manos, tan cuidadosas como un rato
antes, acariciaban mi melena. El comportamiento de su verga era por
completo diferente. Insistentemente intentaba introducirla todo lo posible,
ayudándose de movimientos bruscos de cadera. Pero su tamaño era mayor
que el de cualquiera que hubiese entrado en mi boca con anterioridad. Sobre
todo su grosor. Aquel instrumento no era como el de los chicos de mi
pandilla. Aquello era una verdadera polla de hombre y no una colita
adolescente. Sus posibilidades de proporcionarme placer eran mucho
mayores, pero mi boca no la podía tragar del todo.
Sintiéndose satisfecho con la felación, apartó mi cabeza y me ayudó a
ponerme en pie. Me agarró del culo y me levantó, depositándome acto
seguido sobre la mesa-escritorio.
―Bien, Alberto. Parece que vas sacando la fiera que llevas dentro. Pero no
la metas sin preservativo. Apenas nos conocemos y no me gusta que me
follen sin él. Con mayor motivo si no es alguien de confianza… ¡Tú ya me
entiendes!
―Pero yo no tengo ninguno. Ni recuerdo la última vez que lo usé.
―No importa ―le dije―. Las chicas de hoy estamos preparadas para todo.
Mira en mi bolso y coge los que hay dentro. Creo que deben ser dos o tres.
De paso, coge también un botecito de crema para el culito… Por si te apetece
probarlo.
El pobre se quedó frito al escuchar mi sugerencia. Al menos su mirada así
me lo indicaba.
―No me digas que también… ya sabes ―No se atrevió a decirlo.
―No te cortes, cariño. Puedes decirlo con total libertad, que no me
molesto. Sí, también me gusta que me follen por detrás. De hecho, a una
buena parte de las chicas nos gusta tanto o más que por el coño. Y ahora… ve
a por lo que te he pedido. Pero te ruego que cuando vuelvas lo hagas con más
alegría en la cara, que parece que te has comido a una beata.
Cuando volvió con el encargo, efectivamente había cambiado su semblante.
Se le notaba más confiado y alegre. Me dio uno de los condones, lo rasgué
con los dientes y se lo puse muy lentamente, para que su polla recordase el
tacto del látex. Me situé en el borde de la mesa y el coño quedó bien
accesible. Luego me recliné hacia atrás, hasta apoyarme con los antebrazos
sobre la mesa.
―Ahora métela muy despacito, quiero sentir cómo entras en mí ―le pedí
cuando estuve preparada.
Fiel a mi mandato, la fue introduciendo muy despacio, sin precipitarse. Yo
notaba que el coño se abría como una flor. A medida que su polla iba
desapareciendo dentro de mí, abría más las piernas, facilitando de ese modo
una penetración plena. A partir de ese momento no necesitó más
instrucciones. Parecía haber encontrado la sexualidad perdida. Sus
movimientos al entrar y salir de mis entrañas eran más ágiles, más alegres. La
violencia de las embestidas proporcionales a mi deseo. La fiera no solo había
despertado de su letargo, sino que lo había hecho con hambre, con muchas
ganas de devorar a su presa. De vez en cuando murmuraba palabras
entrecortadas que yo no alcanzaba a comprender. Posiblemente trataba de
jalearse a sí mismo. Fuese lo que fuese, era efectivo y conseguía arrancarme
gemidos de placer. Pronto llegó mi orgasmo y con él las palabras de
agradecimiento.
―Gracias, Alberto. Me has follado ‘DELUX’. ¿Quieres probar ahora mi
culito?... ¿Alguna vez lo has hecho por ahí?
―Lo cierto es que no. ¡Nunca! A mi esposa no le iban este tipo de
prácticas. Ella era muy tradicional y yo, para qué engañarme, también. Jamás
se me pasó por la cabeza ni siquiera proponérselo.
―Ok. Entonces vamos a intentarlo, verás como te gusta. A los chicos les
suele gustar más, porque el ano ejerce mayor presión sobre la verga. Pero…,
que tontería, qué te voy a decir a ti que no sepas, aunque nunca lo hayas
probado.
En esa misma posición, me recosté, me cogí por detrás de las rodillas y tiré
de mis piernas hasta casi tocar con ellas los pechos.
―¿Estoy bien así? ―le pregunté.
―¡SÍ! ¡SÍ! así estás muy bien.
―Entonces pon un poquito de crema y luego entra sin miedo ―le dije―,
porque puede parecer la boca de un tiburón blanco, pero no tiene dientes.
La estocada que me clavó, tras embadurnarme el ano, me dejó alucinada.
Sabiendo que no era un matador consagrado, pudo deberse a un golpe de
suerte. En todo caso fue limpia, bien dirigida y profunda, de las que te
aseguran al menos las dos orejas. En ese momento me hubiese dejado cortar
las mías, porque me daba por el culo como si lo hubiese hecho toda la vida.
―Fóllame todo lo fuerte que puedas y no te preocupes por mis gritos,
porque eso es buena señal… Cuanto más grite, mayor será el gustito que me
das.
―No te preocupes por eso, princesa, porque estoy empezando a cogerle el
gusto. ¡Ay si mi mujer me viera en esta situación! Seguro que le daba un
infarto.
No pude evitar soltar un par de carcajadas pensando el la difunta que
realmente estaba muy viva. Menudo mentiroso y embaucador resultó el muy
pájaro. Por un momento llegué a pensar que lo del vértigo solo era una
excusa para mirarme el culo con detenimiento. O que todo aquello lo había
preparado a conciencia, desordenando él mismo la biblioteca para que yo
cayera en la trampa. Puede que fuera así, pero yo también acudí a su casa con
la intención de provocarle. En ese sentido estábamos a la par.
Pasados unos minutos, me noté flotando en el aire. Abrí los ojos y pude
darme cuenta que me había levantado en vilo, como si fuese una muñeca de
trapo, y son la polla aun dentro de mi recto. De esa forma me llevó hasta el
sofá, sin que saliera palabra alguna de mi boca. Me depositó en el suelo y
giró mi cuerpo, colocándome de cara al sofá. Luego me dio un ligero
empujón y caí de rodillas sobre el asiento.
―¡Vaya, vaya, Alberto! ―exclamé―. Parece que has perdido los buenos
modales y tratas a tu ‘señorita’ como a una fulana. ¿Dónde tenías guardada
tanta rudeza?
―Por lo que he podido observar lo prefieres de este modo ―me respondió
con descaro.
Sin decir nada más, me empujó por la espalda hasta dejarme con la cara
apoyada en lo alto del respaldo. Buscó el ano con una mano y me la volvió a
clavar sin contemplaciones. Enseguida volví a gemir de placer y pronto me
corrí por segunda vez.
―¡Sí, Alberto! No pares… ¡Por lo que más quieras, no pares! Dame por el
culo como si fuese una golfa. Dame por el culo como si fuese la puta tu
mujer. Seguro que a ella le hubiese gustado tanto como a mí.
No sabía si mis palabras le enfurecían o le provocaban, pero el resultado era
el mismo: un pacer inmenso proporcionado por una polla experta. Estaba
segura de que aquel cabrón follaba con más frecuencia de la que aparentaba.
Posiblemente con las putas de algún burdel fino. Pero me daba igual que me
tomase por una de ellas, porque en el fondo me sentía como tal.
―¿Puedo correrme en tus tetitas? ―me preguntó enloquecido―. Creo que
me falta poco.
Yo asentí con la cabeza y acompañé sus movimientos para que terminase lo
antes posible. Cuando anunció el desenlace, me tumbé sobre el sofá y el
derramó la leche sobre las tetas. Recuerdo su rostro rojo como un tomate y
totalmente desencajado, los músculos del cuello en tensión y los ojos
clavados en los míos, mirándome de una forma muy diferente a como lo
había hecho desde que nos conocíamos.
Desde ese momento, algo dentro de mí cambió. Permanecimos sentados en
el sofá durante un buen rato. Yo le miraba y parecía otro, alguien muy
distinto al señor apuesto y educado que había idealizado en mi cerebro. Si
bien es cierto que volvimos a follar por segunda vez aquella tarde, ya no fue
lo mismo. Era como si la llama se hubiese apagado. Como si la pasión se
hubiese desvanecido cuando le vi enloquecido. Por supuesto que fue una
reacción lógica, propia de un hombre cuando alcanza el clímax, pero aquella
idea no cambió mi pensamiento.
La situación se agravó en los días sucesivos. Todas las tardes iba a la tienda
y se acercaba a mí, me saludaba y acto seguido comenzaba a manosearme el
culo, con total descaro y sin importarle quien nos veía. Finalmente proponía
esperarme al terminar mi jornada e ir a su casa a ‘jugar un rato’. Pero yo no
quería. No estaba por la labor de repetir nunca más. Como mis excusas no le
servían, al final tuve que mentir diciéndole que había venido mi novio a pasar
una temporada conmigo y que no era posible, que no insistiese más. Desde
entonces dejó de acudir a la librería. Yo no volví a preocupare por sus
ausencias prolongadas, y menos al enterarme de que frecuentaba otro
establecimiento donde, supuestamente, cortejaba a una chica más o menos
parecida a mí.
Extra: Una aventura de Mónica

El día que conocí a Sergio, intuí que cambiaría mi vida, solo que nunca
sospeché que supusiese un cambio tan drástico. Llevábamos algunos meses
saliendo juntos, y nuestra relación era bastante buena, a pesar de algún que
otro altibajo. Él tenía sus manías y yo las mías, y siempre habíamos
encontrado el modo de compatibilizarlas de forma satisfactoria para ambos;
en ese aspecto ninguno de los dos teníamos motivo de queja. Pero su
carácter era más rebelde e inconformista que el mío, y yo siempre trataba de
adaptarme a él, temiendo que un día se cansara y buscase a otra que le diese
lo que quería. En el fondo, dicha adaptación nunca supuso mayor problema
para mí, porque fui asimilando su forma de pensar y de vivir la vida,
llegando a convertirla en parte de la mía.
Una de sus preferencias sexuales, la que más morbo le producía, era verme
follar con otros y, por descontado, participar él también. Aquella práctica le
motivaba hasta límites insospechados. Cuando dichas situaciones se
producían, yo le observaba mientras su amigo de turno me follaba
salvajemente por delante o por detrás. Su mirada apacible y tierna se
transformaba en la de un ser perverso, en la de un individuo capaz de llegar
hasta el límite con tal de satisfacer sus instintos. Entonces parecía calmarse,
y durante una temporada volvía a ser el chico encantador que me colmaba
de atenciones y que a todo el mundo caía bien.
Un día me dijo que estaba cansado de vivir con sus tíos, que estaba harto
de tantas reglas y que quería independizarse. Añadió que había estado
hablando con sus padres, y que les anunció sus intenciones de vivir conmigo.
Ellos me conocían y su cariño hacia mi era bastante grande. Pensaban que
mi relación con su hijo había servido para que este sentase la cabeza y
prestase más atención a los estudios, consiguiendo, según ellos, que sus
calificaciones mejorasen considerablemente. Siendo de ese modo, se
manifestaron dispuestos a sufragar la mitad del alquiler, corriendo el resto
de mi cuenta. Terminó preguntándome que si quería vivir con él, bajo esas
condiciones, y yo acepté al instante, sin saber si mis padres lo verían con
buenos ojos. Aquella propuesta me llenó de ilusión, porque la veía como el
preámbulo de otra más importante que podría llegar con el tiempo.
Un mes más tarde, se materializó nuestro sueño y pudimos estrenar nuestro
nuevo nidito por todo lo alto, sin importarnos lo más mínimo lo que pensasen
los vecinos ante semejante orgía de suspiros, gemidos y gritos. De ese modo
comenzamos nuestra nueva vida juntos, y todo iba viento en popa.
Un viernes estábamos tomando el café de la sobremesa, y yo le notaba
inquieto.
― ¿Qué te ocurre, mi amor? ―Le pregunté―. Te notó nervioso, ausente,
como si tu cabeza estuviese otro sitio.
― Tengo algo que proponerte, Moni, pero no sé cómo hacerlo ―
respondió, y yo intuí que estaba recurriendo a su nueva técnica, empleada
desde hacía un tiempo, para conseguir de mí lo que quería. Era tan sencilla
como hacerse el interesante, para que yo me preocupase y cayese en su tela
de araña, que cuidadosamente tejía entre él y yo.
― Habla sin miedo, amor, porque sabes de sobra que ya no me asusto tan
fácilmente con tus alocadas propuestas. Es más, al final terminan
gustándome y nuestra relación mejora.
Él dejó de menear el café y levantó la vista de la taza; ya lo había mareado
bastante.
― Pues verás… Se trata de mi amigo Javi; ya sabes de quién te hablo.
― Claro, mi amor. ¿Cómo no lo voy a saber? Recuerdo el día que me lo
presentaste, y lo cachonda que me puse cuando me folló con los ojos.
― Pues ese comentario viene como anillo al dedo para lo que te voy a
decir. Ayer estuve hablando con él, y pensamos que estaría bien montar una
fiestecita entre los tres. Como bien has dicho, te folló con los ojos, pero no es
precisamente esa la forma en que le gustaría hacerlo.
― Bueno amor, no le des más vueltas e invitarle a venir un día de estos.
Por lo que veo, has tomado la decisión, y sabes que mi mayor deseo es
complace.
― ¡Mañana! ¡Viene mañana por la tarde! ― exclamó efusivamente. Yo reí
ante tanta desfachatez. Me hizo gracia la forma en que lo había planeado
todo, sin contar conmigo, pero plenamente seguro de que yo no me negaría.
El sábado por la tarde, después de comer, me dijo que bajaba al bar de la
esquina, donde había quedado con Javier a tomar café. Yo me quedé en casa,
preparando unos canapés y unas cervezas, para que cuando llegasen el
ambiente resultase suficientemente acogedor. Luego, me fui al dormitorio y
me puse un disfraz de camarera sexy, que Sergio me había regalado con
motivo de una fiesta de disfraces, subida de tono, a la que acudimos en
carnaval. Era de color rosa, con una faldita muy corta rematada con ribetes
rojos. Debajo de la indumentaria tan sólo llevaba un diminuto tanga de color
rojo, y en las piernas unas medias con dos lacitos también rojos, y que me
llegaban hasta poco más arriba de las rodillas. Luego recogí mi pelo en una
cola de caballo, me maquillé discretamente y me calcé unas sandalias con
bastante tacón. No voy a decir cómo me vi al mirarme en el espejo, porque
cualquiera puede hacerse una idea bastante precisa.
Sonó el timbre de la puerta y fui corriendo a abrir, sin valorar la
posibilidad de que no se tratase ellos y matar de un infarto a quien fuese.
Abrí y efectivamente eran ellos. Ambos quedaron paralizados, con los ojos
bien abiertos y sin poder cerrar la boca. Sergio había visto muchas veces
aquel disfraz, pero en ningún momento le hice participe de mis intenciones;
quería que se sorprendiese tanto como su amigo al verme. Me acerqué a
Sergio y le besé en los labios. Del mismo modo actué con Javier, que
agradeció mi gesto con una amplia sonrisa.
― Bueno chicos, sentaos y poneos cómodos, que yo mientras voy a la
cocina a terminar lo que me falta ―les dije y me fui corriendo,
acompañando mi carrera con pequeños y alegres saltitos: realmente me
sentía muy contenta.
Apenas tardé cinco minutos en reunirme con ellos. Lo hice portando una
botella de vino rosado y un sacacorchos, que entregué a Sergio para que
hiciera los honores. Llenó tres copas y bebimos tras el brindis de rigor.
Luego volví a la cocina, poniendo como excusa que me faltaba algo por
hacer; tan sólo pretendía que ellos quedasen solos, para que hablaran de sus
cosas y la pequeña tensión, que se respiraba en el ambiente, desapareciese
por completo. No tardaron en soltarse mientras yo les escuchaba a través de
la pequeña ventana que comunicaba la cocina con el saloncito.
― ¿Estás seguro de que no hay ningún problema? ― preguntó Javier.
― Pierde cuidado, amigo, que todo está bajo control ― respondió
Sergio―. ¿No has visto cómo nos miraba cuando nos ha recibido en la
puerta? Seguro que ella tiene más ganas que nosotros.
― Eso me ha parecido; se ve que la tienes bien enseñada. ¡Quién tuviera
una chica como Moni para él solo y dispuesta a hacer todo lo que le pidan! Y
es que tiene un cuerpo de escándalo; con ese par de tetas tan bien puestas y
ese pedazo de culo, que parece pedir a gritos que se lamentan a todas horas.
―Percibí en las palabras de Javier un cierto tono de amargura, y me dio
pena, porque veía a Sergio como una especie de héroe. Pero él también era
un chico guapo, con buena percha, y labia suficiente para seducir y dominar
a la chica que se propusiese.
―¡Pues esta es tu oportunidad, amigo! Imagínate esta tarde tú eres yo, y
yo el invitado ― dijo Sergio, y yo me quedé tan sorprendida como Javier,
que trataba de secarse el sudor de la frente con el reverso de la mano
derecha.
― déjate de bromas, Sergio. A saber las cosas raras qué pensaría ella de
mí si me pongo en ese plan.
― ¡MONI!¡MONI! ― gritó Sergio.
―¿Qué sucede, amor?¿Dónde está el incendio? ― pregunté tras acudir a
la llamada, sin perder un solo segundo.
―¿Qué te parece si Javi se hace pasar esta tarde por mí?
― No entiendo, amor. Sé más concreto ― dije, tratando de disimular que
no me había enterado de nada.
―¡Está bien claro, cielo!...
―¡Ah! ¡Ya entiendo! Lo que quieres decir es que, por esta tarde, Javi sea
mi dueño y señor y tú un simple invitado… ¿Es correcto?
―¿Ves cómo es una chica lista, amigo? Apenas tengo que dar
explicaciones para que comprenda lo que le quiero decir; y es así en
cualquier momento del día.
―¡No sé yo! ―murmuró Javier.
―¿Qué clase de respuesta es esa, tontaina? ―le increpó Sergio―. ¿No
estás viendo el valor de lo que te ofrezco? ―Sergio se puso en pie y se situó
a mi espalda, apoyando su pecho en ella y la zona genital en mi culo. Luego,
me cogió las tetas con ambas manos y las fue empujando hacia arriba, hasta
que salieron del liviano vestido―. ¡Mira! ¡Mira que par de tetas tiene la tía!
No son muy grandes, pero su forma es perfecta y no se caen un solo
milímetro. ―Las magreó durante unos segundos y terminó pellizcando
ambos pezones, sin propasarse―. ¿Y qué me dices de su coño? Seguro que
nunca te has comido o follado una almeja como esta. ―Deslizó la mano
derecha por mi estómago, siguió por el vientre y terminó en la entrepierna.
Luego apartó el tanga y lo mantuvo tirante―. ¡No me digas que no es
precioso! Incluso, noto en mis dedos cómo dice “¡Cómeme, fóllame!”
―Introdujo un par de dedos y comenzó a meterlos y sacarlos. Luego se
detuvo y me hizo girar, de un solo meneo, media vuelta. Me dio un par de
azotes en las nalgas y continuó hablando―. ¡Y esta es la joya de la corona!
¡El culo más perfecto que hayas visto en tu vida! ―exclamó orgulloso―. Es
lo más parecido que hay a un pan de pueblo. Tiene la forma perfecta, el
tamaño adecuado y es duro como una piedra cuando tienes la polla en el
agujero y aprieta las cachas para atrapártela dentro.
Tras terminar aquella especie de subasta, me sentí como mercancía en un
mercado de trata de esclavas. Y lo cierto es que me gustó; me encantó
escuchar de labios de mi amor la devoción que profesaba por mi cuerpo;
jamás había pronunciado semejantes elogios en mi presencia. Esas eran sus
armas, esos eran los argumentos con los que me tenía subyugada. En
momentos como esos, yo era capaz de someterme a todos sus caprichos.
―Es cierto lo que dices, Sergio ―dijo Javier―. Es una chica estupenda.
―¿Estupenda? ―preguntó Sergio, algo malhumorado―. Amigo mío, creo
que deberías olvidarte de la diplomacia y soltarte el pelo. Esto no es una
chica estupenda, sino una HEMBRA, con todas sus letras. ¡Una hembra de
cuidado! Tan solo tienes que sugerir lo que quieres… y ella te complace, con
una sonrisa de oreja a oreja. Pocas veces he escuchado de su boca un “no”,
ni un “puede”… ni tan siquiera un “luego” o un “a lo mejor”. Lo normal es
que te responda con un “si mi amor”, o un “lo que tú quieras, amor”…
puedes hacerte una idea. ¿No es así, mi reina?
―¡Claro, mi rey! ―respondí sonriente―. Sabes de sobra que vivo para
hacerte tan feliz como me lo haces tú a mí.
―¡Ahí lo tienes! ―dijo mirando a Javier―. Ni la obligo, ni la fuerzo, tan
solo sugiero y ella es libre de elegir. La misma respuesta obtiene ella de mí
cuando se pone caprichosa o mimosa. Ahora vas a ver… Moni, cariño…
¿Verdad que te mueres porque Javi te meta sus deditos por la raja? ¿Verdad
te gustaría que luego te coma la almeja?
Yo giré la cabeza hasta encontrar su rostro, lo miré a los ojos y entendí
cuáles eran sus deseos. Extendí la mano hacía Javier, él la tomó, yo hice lo
mismo con la suya y tiré de él para que viniera a mí. Luego la coloqué en mi
coño y le susurré dulcemente:
―¡Fóllame con tus deditos, Javi! ¡Haz que gima de placer!¡Quiero que
sientas cuánto te deseo!
Entonces comenzó a frotar los labios vaginales, hurgando con los dedos en
forma de gancho, tratando de hallar la gruta húmeda que los esperaba
ansiosa. Me estremecí al notar como entraban, con calma y cierto recelo.
―¡Fóllame, mi rey! Hoy seré para ti lo que tú quieras que sea ―volví a
susurrar a Javier, entre jadeos de dicha y desesperación.
Durante unos minutos ambos amigos me deleitaron con sus dedos: Javier
introduciéndolos en la vagina y Sergio deslizándolos entre las nalgas,
penetrando, de vez en cuando, uno en el interior de mi agujerito. Mis
gemidos se incrementaban, y con ellos el deseo de mis amantes.
―¡Dios! ¡Me vais a matar de gusto, cabronazos! ―exclamé coincidiendo
con el gemido más sonoro. En ese momento Sergio supo reaccionar e
interpretar mis deseos.
―Ven, mi reina. Vamos a demostrar a Javier lo que vales ―parecía seguir
empeñado en ‘vender la mercancía’. Me llevó hasta la mesa donde comíamos
todos los días― ¡Échate como me gusta! ―Me ordenó.
Obedecí y deposité mi torso en la fría mesa. Acto seguido escuché, a mi
espalda, el dulce sonido de su cremallera al bajar, y cerré los ojos,
preparando mi mente para lo que iba a suceder. No tardó en colocar la polla
en mi sexo, tras apartar el tanga, y entró de un solo golpe. Yo estaba tan
mojada que no encontró resistencia en su penetración. Luego comenzó a
entrar y salir de mis entrañas. Los gemidos iniciales se convirtieron en
pequeños gritos. Abrí los ojos y pude observar que Javier se había situado a
mi derecha. Nos miraba con un brillo especial en los ojos; el brillo del deseo.
Su rostro se había puesto algo colorado, y supe que el frenesí sexual se había
apoderado de él. Aquella imagen me cautivó, consiguió encenderme más que
las propias penetraciones vaginales. El resultado fue un glorioso orgasmo,
que me dejó inmóvil durante unos segundos interminables.
―Esto es lo que me gusta de ella, Javi ―dijo Sergio―, que consigue
volverme loco con sus gemidos. Y cuanto más fuerte se la meto, más lo
agradece la muy golfa. ¡Métele la polla en la boca, que vas a recibir la mejor
mamada de tu vida! ahora es cuando mejor lo hace, cuando la están
follando.
Yo había quedado tumbada a escasos centímetros del borde de la mesa. En
esa posición Javier lo tenía muy fácil. Alargué el brazo derecho y le agarré
con fuerza del cinturón, luego tiré de él hacia mí.
―¡Dame tu polla, Javi! ―le supliqué―. Quiero que sientas la delicadeza
de mis labios y el calor de mi boca… No me hagas esperar que… ―Tuve que
dejar de hablar porque necesitaba desahogarme con gemidos y pequeños
gritos.
Mis ojos se iluminaron al ver cómo nuestro amigo se abría el pantalón y
liberaba a la bestia. Me maravillé con su forma y tamaño; no era nada
descomunal, pero resultó más que aceptable. La noté limpia y
resplandeciente, y abrí la boca para recibirla cuando la tuve a escasos
centímetros, luego penetró todo lo que pudo. Abracé la base con los dedos
índice y pulgar, y comencé a besar el glande, me esmeré en lamer toda su
superficie y succioné con dulzura hasta que sus gemidos rompieron su
timidez. Finalmente, él tomó el control y comenzó a follarme, literalmente, la
boca, al mismo ritmo que lo hacía Sergio desde atrás. Así permanecimos
hasta que ambos quisieron. Luego me dejaron recostada, durante un rato, y
se fueron a comer y beber. Me sentía bien en aquella posición, y permanecí
inmóvil hasta que mi ritmo cardíaco recuperó la normalidad.
Durante más o menos media hora estuvimos comiendo y bebiendo, al
tiempo que charlábamos animadamente. Poco a poco la conversación fue
tomando tintes eróticos hasta llegar a temas muy personales.
―Y dime, Mónica ―dijo Javier―. ¿Qué es lo más salvaje que has hecho
en tu vida?
―¿Te refieres a sexo?
―Sí.
―Puess… déjame pensar, mi rey. ―Permanecí unos segundos en
silencio―. ¡Uf! Creo que lo más salvaje todavía está por llegar ―respondí
resuelta.
―¡Vaya! Eso suena prometedor, pero lo dices con… como con pena
―replicó él.
―¡Y tanto! ―intervino Sergio―. ¿Qué te parece si le damos hoy eso
salvaje que tanto desea? ―añadió sonriente.
Las palabras de Sergio me arrancaron una sonrisa, y pensé que su mente
calenturienta ya tenía la solución. Entonces reí, ilusionada, me levanté y
comencé a retirar de la mesa platos y botellas vacías al tiempo que me
insinuaba, colocándoles el culo delate de las narices al inclinarme. Como
recompensa obtuve un par de azotes, uno de cada uno, no demasiado fuertes,
pero sumamente deliciosos.
―Gracias, queridos. Los tomaré como un adelanto de lo que decidáis
―les dije y me fui a la cocina, contorneándome y meneando el trasero con
gracia.
Durante una hora permanecí en la cocina, lavando los platos y dejando
todo bien organizado. Ellos pasaron el rato charlando y tomando cerveza,
una tras otra. Cuando terminaban una, uno de los dos iba a la cocina a
buscarlas. Entonces, antes de tomarlas de la nevera, el de turno se acercaba
a mí y me besaba en los labios. Luego me magreaba las tetas bajo el escueto
vestido, y terminaba manoseando mi trasero y hurgando en el coño. Parecía
como si se hubiesen puesto de acuerdo para mantenerme encendida, como si
quisieran alimentar con fuego el volcán que me consumía por dentro. El
último en ir fue Javier. En esa ocasión buscaba algo más.
―¿Quieres que te la meta? ―me preguntó algo nervioso. Parecía como si
hubiese estado acumulando valor para pedírmelo. Aunque, seguramente,
venía animado por Sergio.
―Mi rey. ¿Has olvidado que por hoy tú eres mi amo y señor? No tienes
que pedirme nada, solo ordenarlo o tomarme cuando quieras y cómo
quieras. Eso sí, te suplico que, si lo haces sin condón, no te corras dentro.
Espero que me permitas esa única condición.
El me miró compasivo. Luego me acarició la mejilla con la mano derecha,
y me dijo:
―No temas por eso. Tan solo quiero saber lo que se siente al entrar en tu
coñito. Ahora date la vuelta.
―Como gustes, amor. Gracias por tu comprensión ―le respondí y al
instante obedecí.
Al girarme, como era su deseo, el me empujó con cierta brusquedad y me
apoyó en la encimera. Me obligó con su mano a recostarme sobre ella y
levantó la faldita, que apenas me cubría medio trasero, para terminar
retirando el tanga e introduciendo la verga. Lo hizo con suavidad, en no más
de cuatro etapas. Luego comenzó a follarme a medio gas.
―¡Sergio, realmente es una pájara de cuidado. Ahora sé que no era un
farol cuando me hablaste de ella! ¡Esta golfa tiene el coño más jugoso que
he follado en mi vida!―dijo, levantando la voz para que mi novio le
escuchase bien. Luego bajó el volumen para dirigirse a mí―. ¿Te molesta
que te llame golfa? Sergio dice que no te importa.
―No, cariño. No me importa. Hace un minuto te he dicho que no tienes
que pedirme nada, tan solo ordenarlo o tomarlo. Eso mismo vale para todo
lo que me quieras llamar o decir, siempre y cuando no sea insultante o de
mal gusto… y ‘golfa’ no me lo parece.
Dicho aquello, siguió follándome con más ganas aun. Yo dejé de
preocuparme por el tema del condón en el momento que mis entrañas se
encharcaron con mis propios fluidos corporales. Mi respiración se aceleró
más, y entre gemidos le supliqué que no parase. Lamentablemente lo hizo
justo antes de correrse.
―Agáchate y abre la boca, que quiero correrme en ella ―me dijo. Yo lo
interpreté como una forma de tantear si realmente estaba dispuesta a
someterme a sus deseos.
Obedecí y esperé unos segundos, mientras él trataba de extraer el esperma,
pajeándose delante de mi rostro. Finalmente introdujo la polla en mi boca y
soltó el chorro, encharcándola abundantemente.
―¡Traga!¡Traga!¡Traga, golfa! ―dijo repetidamente al tiempo que se
movía dentro de mí, impulsándose con ligeros golpes de cadera.
Con el esperma en la boca, dediqué unos instantes a succionar el glande y
acariciarlo con la punta de la lengua. Cuando terminé, sacó la verga y alcé
el rostro, lo miré a los ojos, agradecida, abrí la boca y le mostré el fruto de
su deseo incontrolado, para terminar tragándolo ante su atenta mirada.
Aquel gesto provocó la sonrisa que yo anhelaba robarle. Luego se la enfundó
y se marchó, sin decir nada. En ese momento, mi cerebro terminó de
asimilar la nueva situación por completo; ya no me quedaban dudas de que
Javier se había desmelenado y asumía su nuevo rol. Ese pensamiento me
reconfortó, y sonreí plena de felicidad. Volví a mis cosas y escuché cómo
Javier relataba a Sergio lo sucedido. Este sonreía mientras guardaba en su
memoria hasta la última palabra, sin mostrar un ápice de resentimiento o
preocupación; después de todo, no hubiese sido lógico, ya que todo aquello
era fruto uno de sus caprichos y yo solo su abnegada compañera.
Sin nada más que hacer en la cocina, me uní a ellos y apenas participé en
la conversación. Lo sucedido con Javier había dejado de tener relevancia, y
las batallitas entre colegas ocuparon su lugar; que si yo me tiré a tal o cual;
que si a la muy guarra le dejé el coño de esta o aquella manera; que si una
vez me follé a dos guiris; etc. Como es lógico, yo no me creía ni la mitad,
pero ellos eran felices asumiendo como suyas las conquistas del otro. Pasado
un rato ya no puede aguantar y salté.
―¡ME ABURRO!... ¡ME ABURRO!... ―repetí imitando a Homer Simpson.
De ese modo conseguí llamar la atención de ambos.
―Lo siento, mi reina. No me he dado cuenta de que estas cosas de chicos a
ti te aburren ―se excusó Sergio―. ¿Qué quieres hacer?
―No sé. Me da igual. Lo que vosotros queráis ―respondí con cierta
tristeza. No hacia demasiado tiempo que albergaba grandes esperezas
respecto a aquella tarde, y no sucedía nada interesante; no veía más
resultados que los pasados; y no eran suficientes, al menos para mí.
―Ok, mi reina. ―dijo Sergio y se levantó como un resorte―. He tenido
una idea que seguro te gustará. Ponte algo de ropa que no tape demasiado y
salimos a dar un paseo. Quiero que todo aquel que te vea se muera de ganas
de follarte. Pero no temas, amor, que tú eres hoy solo para nosotros.
Los tres estuvimos conformes, y corrí al dormitorio a vestirme lo más sexy
posible. Mi rostro había recobrado la alegría, y mis esperanzas de que se
produjeran cambios sustanciales habían aumentado considerablemente.
Caminamos por la calle sin rumbo fijo, pero Sergio parecía buscar con la
mirada un lugar a su gusto. ¿Qué sería lo que maquinaba su mente
perversa? Estaba segura de que no sería nada fácil de asimilar. Aun así,
estaba resuelta a aceptarlo, fuese lo que fuese. Al pasar por la confluencia de
dos calles, Sergio se quedó parado y mirando hacia su derecha. Entonces
llamó nuestra atención y nos pidió que le siguiéramos. Ambos lo hicimos y
nos guio hasta el paseo marítimo. Apenas eran las ocho de la tarde y la
afluencia de paseantes más bien escasa.
―Ven, Moni ―me dijo Sergio y me tomó de la mano. Me llevó hasta el
pequeño muro que separaba la zona de paseo y la arena de la playa, y se
sentó en él. Acto seguido me dio indicaciones precisas―. Ahora siéntate
sobre mí, mirando hacia el paseo.
Obedecí y noté como se movía a mi espalda. Al percibir su verga desnuda
en mi trasero, comprendí lo que pretendía.
―Ahora quítate el tanga ―me ordenó. Javier no salía de su asombro.
Nuevamente cumplí su orden y me despojé de la prenda, con total
discreción.
―Ahora levanta el culito, mi reina, que te voy a dar un regalito.
Supo emplear muy bien su táctica de hablarme como a una niña; con
diminutivos; él sabía que ese tono me excitaba mucho. Lo hice y tanteó el
terreno, pidiéndome que me dejase caer cuando tuvo la polla en la entrada
de mi coño. Quedé empalada en su verga y comencé a cabalgarla, evitando
movimientos bruscos que llamasen la atención de las personas que,
esporádicamente, pasaban por delante de nosotros. El miedo a que alguien
viera o sospechase algo raro, lograba que mi excitación aumentase. Miraba
a Javier, que permanecía en pie y no me quitaba la vista de encima. Parecía
ansioso, esperando su turno.
―No te preocupes, rey ―le dije, poniendo ojitos tiernos―, que en un
ratito llega tu turno. Quiero que me proporciones un orgasmo. ¿Vas a hacer
eso por mí, cariño? ―Asintió con los ojos y le lancé un sentido beso. Acto
seguido me incliné un poquito, abrí el escote y lo ahuequé para que viera mis
pechos, que se balanceaban ligeramente debido al movimiento.
―¡No veas como me pones, Mónica! ―exclamo él.
―Y más que te voy a poner si sabes sacar de mí la fiera que llevo dentro.
Ahora siéntate, que Sergio ya ha tenido suficiente.
Javier se sentó y yo lo hice encima de él, del mismo modo que con Sergio.
De esa forma se sacó la verga don discreción. En esa posición giré la cabeza
y coloqué mi boca junto a su oreja. Luego le susurré lo siguiente:
―¿Sabes que hoy soy para ti todo lo que quieras que sea, verdad?
¿Verdad que me vas a tratar como a una golfa, y yo te voy a estar
agradecida? ―Me respondió con un leve “Sí”―. Entonces pide por esa
boquita, que Moni hará lo que le pidas.
―Quiero que te la claves en el culo ―ordenó con el mismo tono empleado
para el “Sí”―. Quiero follarte el coño con los dedos mientras te follo ese
agujero que tan cachondo me pone.
―Claro, mi dueño, lo que tú me pidas es una orden que no puedo ni quiero
desobedecer.
Metí mi mano por detrás, discretamente, tomé la verga y la coloqué en el
ano, finalmente dejé caer el culo hasta ensartarme en ella. De esa forma,
Javier hurgó en mi coño con los dedos, como había anunciado, mientras yo
daba pequeños saltitos sobre la verga, que entraba y salía con cierta
facilidad. Para alcanzar el coño, tuvo que meter la mano por la parte
delantera, levantando mi minifalda lo suficiente para que cualquiera, que
pasase en ese momento, se deleitase la vista con semejante panorama.
―Mi amor ―la voz de Sergio me devolvió a la realidad―, disimula un
poco, que no veas el espectáculo que estás dando.
Yo no podía hablar, ni ver, ni preocuparme por los demás, tan solo me
limitaba a menarme y suspirar mientras recibía el orgasmo prometido por
Javier. Más tarde vino la vergüenza… y el sonrojo, pero mi objetivo estaba
cumplido. «¡Que se joda la gente! ―me dije― Al que no le guste lo que ve,
¡que se aguante! Y al que le guste, que se ponga a la cola, que hoy hay
Mónica para todo el que quiera».
Después de aquello no fuimos a casa; yo me sentía eufórica y tenia ganas
de bailar, de divertirme. No tuve que insistir demasiado para que los chicos
me concediesen el capricho. Al final terminamos en un pub bastante
animado, donde no dejé de bailar y provocar al personal. Recordé que mi
tanga aun seguía en el bolso, justo donde lo había guardado tras quitármelo
en la playa. Y no me importó lo más mínimo bailar y saltar sin él, aun a
riesgo de que se me viese todo lo que había que ver. Incluso acudió a mi
mente una fantasía:
Me vi en mitad de la pista, bailando y saltando descontrola, cuando un
apuesto jovencito se acercaba a mí y me indicaba que se me veía todo. Yo le
preguntaba que si eso representaba un problema para él. Su respuesta no era
otra que un rotundo “NO”. Entonces me abalanzaba sobre él y me lo comía
a besos, recorriendo su cuerpo con mis manos. Luego le pedía que me hiciese
el amor, que me follase allí mismo, sobre el suelo. La escena terminaba con
él encima de mí, metiéndome la polla por el coño, una y otra vez, y
derramando de la leche en mi cara delante de todo el mundo.
Tras aquel maravilloso sueño, no tuve la menor duda de que Javier había
sacado la fiera que tanto tiempo ansiaba salir, y no había quien me pusiese
freno: follar o ser follada, esa era la cuestión.
Llegamos a casa a media noche, muertos de hambre. Pedí a los chicos que
se relajasen viendo la tele, mientras yo les preparaba una cena digna de
reyes. Al abrir la nevera, me di cuenta de que había prometido más de lo que
sería capaz de cumplir, pues el electrodoméstico estaba más vacío que lleno,
y lo poco que había no pasaba de simple bufet en una reunión de “Amigas
del punto de cruz”. Debía improvisar algo con urgencia, pero a esas horas
todo estaba cerrado, menos el negocio de los chinos de la esquina. Descarté
esa opción por razones obvias; lo más exquisito que tendrían, a esas horas,
sería el pan que seguramente les había sobrado a medio día. Entonces me
acordé de doña Paquita, la vecina del segundo A. su marido regentaba una
carnicería en el barrio y siempre tenían carne en casa. Supuse que todavía
estaría levantada, viendo el programa de cotilleo de los sábados por la
noche. Echándole un poco de morro, le podría suplicar que me vendiera,
prestase o, a ser posible, regalase un par de buenos filetes de solomillo.
Sesenta segundos más tarde.
―Buenas noches, doña Paquita. ¿No la habré sacado de la cama? ―le
dije, muy sonriente, tras llamar al timbre y esperar un par de minutos. A la
jodida le costó levantar el culo del puto sillón multifunción que le había
tocado en la tómbola parroquial el año… ni se sabía en qué año fue, pero lo
seguro es que llevaba bastantes presumiendo con la vecindad. Conmigo lo
hizo en no menos de cinco ocasiones a lo largo del último mes.
―No, hija mía. Sabes que los sábados me acuesto tarde ―me respondió,
preocupada.
―¿Y qué le ocurre, doña Paquita, que la noto triste? ―Lo menos que
podía hacer era darle palique para que la carne me saliera, a ser posible,
gratis.
―Hija, la tele. Todo son malas noticias.
―¿Malas noticias? No me asuste, doña Paquita. No me diga que se ha
estrellado un avión… O que una china ha tenido más de un hijo… O que ha
subido la carne… ―En ese momento me preocupé mucho por si había
acertado diciendo tonterías a boleo. Menos mal que negó con la cabeza a
medida que las iba enumerando―. Entonces… no me diga que su marido fue
a comprar tabaco y no da señales de vida.
―¡QUITA! ¡QUITA HIJA! ―respondió levantando la voz,
malhumorada―. ¡No caerá esa breva! Lo que pasa es queeee… ―se me
acercó para hablarme bajito, como si fuese a revelarme uno de los archivos
secretos del Vaticano―. Lo que pasa es que están dando por la tele lo del
torero ese que se ha liado con la golfa…
―No me hable de gofas, doña Paquita, que eso es solo para mis… bueno,
me cayo. Pero… ¡Siga!¡Siga, que parece interesante.
―Pues eso, que se han liado, y la mujer de él le ha mandado a la mierda
con un corte de manga. Delante de las cámaras ―No pudo ahorrarme la
escena de mal gusto al recrearme el gesto con el brazo―. Y… a todo esto,
¿Qué se te ofrece? ¿Estas enferma?¿Tienes fiebre? Te noto muy acalorada.
―Sí, muy enferma. Tengo fiebre uterina ―respondí. Tenia que vengarme
por lo del corte de manga de mal gusto―. Pero usted no se preocupe, porque
esta noche me curo… ¡Seguro! lo único que necesito es que me rega…, digo,
que me preste un par de buenos filetes de solomillo, de esos que le sobran a
don German en la carnicería. Como casi nadie en el barrio se los puede
permitir…
―Hija, si te digo la verdad, a mi si me sacas de catarros, sabañones y
almorranas, y no sé nada de nada. Imagina si me hablas de enfermedades
tropicales y raras.
Tras su respuesta, no me quedó la menor duda de que los programas del
corazón secan el cerebro de la gente. La charla duró no menos de diez
minutos, ya que prosiguió en el salón de doña Paquita; por nada del mundo
quería perderse la aparición de ‘la golfa’ ante las cámaras. Lo bueno del
caso es que la carne me salió gratis. Bueno, me la vendió a precio “de
amiga”, pero, para cuando yo tuviese intención pagarle, seguramente se le
habría olvidado.
Quince segundos más tarde.
Al entrar en casa, vi el rostro de la desesperación en los de Sergio y Javier.
No parecían contentos, y yo dudaba entre si era por causa del hambre o de
la abstinencia sexual. Di todo tipo de explicaciones y, obviamente, toda la
culpa se la eché doña Paquita. Luego me puse a preparar la cena, sin perder
un segundo más. He de reconocer que, con lo poco que tenía, me salió un
buen menú. Pero me dio la impresión de que no conseguiría satisfacerlos
plenamente. Entonces se me ocurrió una solución infalible, algo que no solo
les llenaría el estómago.
―Vamos, chicos, Retirad las cosas de la mesita, que ha llegado la cena
―les ordené nada más llegar al saloncito. En mi mano derecha portaba una
bandeja con los alimentos, y en la izquierda una botella de vino blanco, con
su respectivo sacacorchos.
Pedí a Javier que sujetase la bandeja, y luego comencé a desnudarme,
hasta quedar con menos ropa que una rana amazónica. Ellos me miraron
encogidos de hombros, perplejos. Con mayor motivo cuando me vieron
acercar dos sillas, que coloqué en los extremos de la mesita, a lo largo.
Luego me tumbé sobre ella, apoyando la cabeza en una silla y los pies en la
otra. Pedí a Javier que me devolviera la bandeja, y repartí la comida por mi
cuerpo desnudo. El menú consistía en unas hojitas de lechuga, que hacían de
improvisados platitos para los trozos de carne a la plancha, un par de flanes
de supermercado, fresas, nata y un par de lonchas de jamón serrano. Con la
nata cubrí mis pezones y los coroné con dos fresas, una en cada pezón. Las
lonchas de jamón las usé a modo de ‘tapacoños’ (versión femenina de
taparrabos).
―Mi amor ¿Te has drogado con la vecina? ―me preguntó Sergio, que
todavía no salía de su asombro.
―Amor. Lo menos que puedes hacer es darme las gracias por el menú y
por el mantel. Piensa que tenemos un invitado y que debemos estar a la
altura. ―En ese momento me di un golpe en la frente con la palma de la
mano―. Pero… ¿Qué hago dándote explicaciones? Si aquí el invitado eres
tú. ¿Verdad, mi rey? ―Terminé dirigiéndome a Javier.
Las carcajadas que ambos lanzaron debieron ser recogidas por los
sismógrafos de varios cientos de kilómetros a la redonda.
―Tienes razón, Mónica. Hoy soy yo el rey del castillo ―dijo Javier,
cuando terminó de reír.
Aquella situación me gustó, y me prometí apuntarla en una nota y pegarla
en la nevera, para que no se me olvidase repetirla al menos una vez a la
semana. Ellos cenaron finalmente bien y yo como puede; tumbada no me
resultaba cómodo, pero me apañé. Eso sí, las fresas tenían dueños y la nata
también. Fue un gustazo ver, y sentir, como lo comían. Entonces miré mi
cuerpo y me di cuenta de que estaba lleno de restos de comida. Toqué con los
dedos los restos dejados por los flanes y me sentí sucia; necesitaba darme un
baño con urgencia.
― Amores ― les dije―, voy a darme un baño, porque padezco una
marrana. Tengo el cuerpo lleno de porquería.
― ¡De eso nada! ― exclamó Javier, con una extraña expresión en su
mirada―. No voy a desaprovechar la oportunidad que tengo delante de mis
narices. Ayúdame, Sergio.
Ambos se levantaron y Javier izó mi cuerpo unos centímetros de la mesita.
Yo apenas pesaba 58 kilos y no le costó trabajo elevarme como a un muñeco.
Luego pidió a Sergio que rotase la mesita 90° y finalmente volvió a
depositarme sobre ella, quedando tumbada a lo ancho y no a lo largo, y con
el culo justo en el borde. Acto seguido me colocó un cojín entre la nuca y el
respaldo de la silla, para que mi cabeza se inclinarse hacia adelante. Apenas
tardaron un minuto en ejecutar todas las acciones, y la mitad de ese tiempo
en desnudarse.
― ¿Sabes que la nata estaba muy rica? ―me preguntó Javier―. No
quiero que te quedes sin tú postre. ―Entonces se situó con las piernas ambos
lados de la silla y embadurnó su verga con abundante en nata―. Ahora
quiero que me chupes la polla hasta que no queden restos. ¡Abre la boca,
golfa, que ya nos has provocado suficiente! ― se agachó y la colocó justo
delante de mi boca, para terminar introduciéndola.
De ese modo comenzó a follármela, al tiempo que yo me esmeraba en
cumplir sus deseos. Sergio nos miraba fijamente, esperando su turno.
Entonces Javier le increpó diciendo:
―¡Vamos, tío, no te quedes mirando como un pasmarote! Mira cómo se
mueve esta calentorra. Está pidiendo a gritos que alguien le folle ese coño
tan jugoso.
― Tienes razón, amigo ―dijo Sergio―, esta golfa tiene suficientes
agujeros para elegir. ―Se acercó a mí y me levantó las piernas lo suficiente
para tener vía libre. Totalmente accesible, situó la verga en el coño y me la
metió de un solo empujón―. Se nota, mi amor, que hoy estás más cachonda
de lo normal y te vamos a follar como quieres, hasta que el cuerpo aguante o
nos supliques que paremos―. Dicho esto, comenzó a follarme como si
hubiese cumplido una condena de seis años y un día.
Con las dos pollas dentro de mi cuerpo, comencé a gemir y a retorcerme
sobre la mesa. Aquella situación era algo que yo no me esperaba y, ni tan
siquiera, la había provocado premeditadamente, pero debía disfrutarla tanto
como fuese posible.
― Vamos a cambiar, Javi ― dijo Sergio―, que yo también quiero que está
mamona me chupe la polla.
Ambos intercambiaron sus posiciones, y yo volví a retorcerme como si
fuese una serpiente, agradeciendo, así, todas y cada una de las
penetraciones.
― Me encanta el coño de esta golfa, Sergio ― dijo Javier―. Estoy
alucinando con la forma en que traga. Cuando vas a sacarla, parece que se
cierra, como si no quisiese desprenderse de ella. Realmente tiene un coño de
los que hay pocos. Por no hablar del agujerito, que ese me lo reservo para
dentro de un rato.
―¡Pues vas a alucinar cuando lo hagas, porque no veas cómo se mueve
está guarra cuando la estás dando por el culo; nunca tiene suficiente; nunca
parece estar satisfecha; y si por ella fuera, estaría recibiendo durante horas.
Javier río, sorprendido por las palabras de su amigo, y se detuvo.
―Pues…, sí es como dices, yo no tengo ningún problema en darle por el
culo durante el resto de la noche. Es más, tampoco me importaría hacerlo
durante todo el día de mañana.
Tras aquella caliente charla, que sonó como música celestial en mis oídos,
ambos se intercambiaron varias veces, y me proporcionaron un par de
orgasmos descomunales. Ellos seguían hablando, mientras me follaban, y yo
no quería intervenir por si les cortaba el rollo; era una conversación de
machitos que les auto motivaba a emplearse más a fondo, algo que a mí me
venía de perlas.
― Bien, golfa ―me dijo Javier mientras terminaba de limpiarle la polla
con la lengua―, ya he probado tu apetitoso coño y he comprobado lo bien
que la chupas, mejor que una profesional. Ahora viene lo mejor. ¿Verdad
que estar deseando qué te la meta por el culo? ¿Verdad que lo vas a menear
para mí tal y como ha dicho Sergio que sabes hacerlo?
Yo le miré los ojos, tomándome mi tiempo para responder de forma
apropiada; él estaba metido en su papel al cien por cien, y yo debía estar a
la altura de lo que esperaba. Cuando lo tuve claro, respondí.
― Me va a encantar tener tu polla dentro de mi culito, tanto o más que en
el paseo marítimo. Estoy segura de que me vas a hacer gritar de placer como
una loca, y yo lo voy a mover para ti como tú quieras que lo haga, porque
hoy eres mi dueño y señor, y no te pienso negar nada. Hace mucho tiempo
que no tenía a nadie tan dispuesto como tú a darme por el culo, y eso es un
lujo que no puedo dejar pasar. Haz conmigo lo que quieras, pero, sin olvidar
lo que acordamos esta tarde cuando me follaste en la cocina.
Se quedó unos segundos pensando, tratando de recordar a qué me refería,
luego reaccionó.
―¡Ah! Ya recuerdo. Por eso no te preocupes, reina, porque me encanta la
forma en que ha terminado, y me ha puesto muy cachondo ver como tragabas
la leche. A partir de este momento, todas las veces que sea capaz de
correrme, quiero que hagas lo mismo. Ahora colócate cómo te diga, que ya
no puedo aguantar más sin abrirte el agujerito.
Yo asentí con la cabeza y me coloqué en la posición que me ordenó: de
rodillas en el suelo y tumbada sobre la mesita. De esa forma dejé el culo en
la posición deseada por Javier y con la cabeza ligeramente sobresaliendo en
el otro extremo de la mesita. Rápidamente se situó detrás de mí, con
intención de sodomizarme sin más preámbulos. Entonces le pedí que
guardase un momento.
― Sergio, por favor ―le dije―, trae la crema para el culito, porque
presiento que la voy a necesitar durante un buen rato. Está guardada en el
cajón de la mesita del dormitorio.
No tardó en regresar con ella, y entonces pedí a Javier que se untara un
poquito en la polla y otro tanto en mi agujerito. Tras hacerlo, la fue metiendo
muy despacio hasta que su vientre chocó contra mis nalgas. Entonces
comenzó al entrar y salir, aumentando la velocidad progresivamente. No
tardaron en llegar mis gritos agradecidos y, con ellos, el movimiento de mi
culo que tanto deseaba ver. Ciertamente aquella especie de danza consiguió
motivarle de forma satisfactoria para mí, porque me dio por el culo con
extremada agresividad. Sergio nos observó durante un breve periodo de
tiempo, luego se puso delante de mí, y comenzó a meter y sacar su verga de
mi boca. Yo gemía y sollozaba enloquecida, sin poder gritar al tener la boca
obstruida.
La situación se prolongó durante unos cinco minutos, tiempo suficiente
para que yo me corriese nuevamente, tratando de gritar y suplicar que por
favor no parasen, pero sin conseguirlo. Del mismo modo que habían hecho
un rato antes, Sergio y Javier se intercambiaron varias veces, disfrutando de
ambas vergas por delante y por detrás. Aquello era una verdadera locura, un
sueño del que no quería despertar, porque cuanto más me daban por el culo,
más les suplicaba que lo hiciesen. Llegó un momento en que sentí la boca
totalmente adormecida, ya casi no podía moverla y no daba para más. Les
pedí que por favor no siguiesen por ahí, que prefería guardar mis pocas
fuerzas para cuando se corriesen en ella. Ninguno de los dos puso objeción
alguna y únicamente se dedicaron a sodomizarme. Nuevos orgasmos
convulsionaron mi vientre antes de llegar los suyos.
El primero fue Javier. Tras anunciarme que estaba a punto, me puse de
rodillas delante de uno él y me introduje la polla dentro de la boca, tras
limpiársela con ambas manos. Durante unos instantes le hice una buena
mamada, hasta que se vino dentro de ella. Luego alcé el rostro y abrí la
boca, tal y como había hecho por la tarde en la cocina, y terminé tragando el
semen ante su atenta mirada, al tiempo que me relamía los labios para su
mayor disfrute.
― realmente sabes cómo provocar a un hombre, golfa ― me dijo―. Si
fueses mía, nunca me casaría de ti, pero todavía queda mucha noche y es
posible que vuelva a verte esa carita de viciosa, al menos, un par de veces
más. Pienso seguir intentándolo hasta que mis huevos estén completamente
vacíos.
― Claro, mi rey ―le dije mimosa―, yo misma pienso hacer todo lo
posible para que sea cómo quieres. Es más, si Sergio lo permite, puedes
venir a casar todas las veces que quieras, porque mi boca, mi coño y mi culo
siempre estarán dispuestos para ti. Entonces serás mi amo y Señor durante el
tiempo que permanezcas aquí, y yo me desviviré para que no tengas motivo
de queja alguno.
― Por mí no hay problema ―dijo Sergio―, pero ahora vuelve a ponerte
en posición, que te voy a encular hasta que me venga; yo también quiero ver
como te tragas mi leche y como te relames después.
Volver a situarme como estaba y recibir la leche de Sergio en mi boca, tras
una breve sodomía, fue cuestión de pocos minutos. Igualmente mamé su polla
hasta dejarla seca y luego tragué, procurando que lo viese con total
claridad. Obviamente le regalé una relamida que le dejó plenamente
satisfecho.
Durante un buen rato descansamos, charlando y riendo de forma
totalmente natural, como si lo sucedido aquella tarde-noche fuera una de
tantas. Cuando lo retomamos nuevamente, ellos decidieron que era hora de
dar un giro de tuerca a la situación: eligieron la cama del dormitorio como
escenario y la doble penetración como rutina a seguir durante el resto de la
noche. Hasta cuatro veces más me llenaron la boca de semen, dos cada uno,
que yo tragué de aquella forma que tanto les había gustado. Y no, no sentí ni
asco ni repulsión alguna, sino todo lo contrario. De esa forma llegó el día,
anunciado por los rayos de luz que se filtraban entre las rendijas de la
persiana. Javier se fue a su casa, y Sergio y yo nos quedamos felizmente
dormidos, con una pronunciada sonrisa adornando nuestros rostros.
Al día siguiente llamé por teléfono a Javier, por la tarde, porque tenía la
imperiosa necesidad de agradecerle todo el placer recibido. En un principio
me dio corte abordar el tema, pero luego me lancé.
―Javier ―le dije dulcemente―, anoche te comportaste como un campeón.
Quiero confirmar el ofrecimiento que te hice, para que veas que no fue algo
que surgió en el momento, como una tontería más. Puedes venir a casa
siempre que quieras, o podemos quedar donde me digas si te da corte. Te has
convertido en un chico muy especial para mí y no quiero que sientas envidia
de Sergio. Estoy segura de que él no pondrá ningún ‘pero’ a la hora de
compartirme contigo.
Él quedó en silencio, durante unos segundos, tratando de asimilar mis
palabras. Luego reaccionó.
―Por mí tampoco hay problema. Estaría de puta madre que seas también
mi golfilla. Eso sí, no quiero que surjan malos rollos.
―Por eso no temas, rey, porque, durante el tiempo que pase contigo, no te
faltarán atenciones, seré todo lo que quieras que sea y haré todo lo que me
pidas que haga. Mi única meta será conseguir que te sientas feliz.
Dicho aquello, nos dependimos con un “nos llamamos” y con un “hasta
pronto”, que no tardaría demasiados días en llegar, convirtiéndose en una
rutina de dos o tres días por semana, incluido algún que otro fin de semana
completo. Y es que Javier me había gustado mucho, más de lo que hubiese
imaginado. Por otro lado, lo veía como una especie de sustituto, por si
alguna vez al voluble Sergio le daba uno de sus prontos y mandaba a la
mierda nuestra relación. Yo rezaba para que esa situación no se diese nunca,
y estaba dispuesta a luchar con uñas y dientes por conseguirlo.

También podría gustarte