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Juan Carlos Pueo Domínguez 1

3. INTRODUCCIÓN AL LENGUAJE CINEMATOGRÁFICO

1. Semiótica del cine

La noción de lenguaje cinematográfico surge poco tiempo después que el propio cine, ya en
los años veinte, aunque los primeros críticos como Louis Delluc o Béla Balázs se refirieron en principio
a la naturaleza no verbal del cine ―que, no lo olvidemos, era mudo―, convirtiéndolo en un lenguaje
universal que podía ser entendido por todo el mundo. Sin embargo, fueron los formalistas rusos los
que, en su Poética del cine (1927), plantearon los fundamentos de una semiótica del cine: en concreto,
fue Iuri Tinianov quien propuso la idea de que el cine era capaz de ofrecer el mundo visible en la forma
de signos cinemáticos como el montaje y la iluminación. Borís Eichenbaum, por su parte, vio la
posibilidad de adaptar los tropos lingüísticos a las imágenes, así como la viabilidad de estudiar la
organización de las secuencias en términos sintácticos.

A partir de aquí, la «gramática del cine» se convierte en un objetivo usual, como lo demuestran
los trabajos de Robert Bataille o Raymond J. Spottiswoode. Sin embargo, la semiótica del cine sólo
alcanza su mayoría de edad con el estructuralismo, aunque en principio será para contrastar el carácter
icónico de la imagen con la arbitrariedad del signo lingüístico. Sin embargo, este contraste ha de ser
analizado con cuidado, puesto que la imagen cinematográfica desarrolla las tres categorías del signo:
icono ―a través de imágenes y sonidos que guardan parecido con lo representado―, índice ―a través
del registro fotoquímico de lo real―, y símbolo ―a través del desarrollo del habla y de la escritura―.

Resulta evidente, por tanto, que en el cine nos encontramos con un lenguaje mucho más
elaborado, ya que la forma en que es percibido también lo es. No es extraño que, de la misma manera
que se habla de un lenguaje cinematográfico, se haya pretendido desde el primer momento adaptar
también la noción de código. Ahora bien, esta noción también puede resultar problemática, dado que
el desarrollo histórico del cine ha privilegiado la narración por encima de otras posibilidades
discursivas, y podría parecer que, en principio, el código cinematográfico es esencialmente un código
narrativo; sin embargo, también nos encontramos con elementos que sin responder necesariamente a
la narración, están subordinados a ella: así los elementos puramente estilísticos como los movimientos
de cámara, el diseño del color, de la imagen y de la fotografía, o la utilización de la música y otros
recursos acústicos. Cada uno de estos elementos configura un código particular, lo que nos lleva a la
conclusión de que el cine es un sistema pluricódico.

Lo que debemos tener en cuenta ante todo es que cada uno de los componentes de la
película ―incluyendo el tema, los contenidos y el argumento― funciona como parte de una estructura
global percibida por el espectador. Los textos fílmicos forman una red estructurada producida por
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la interrelación de códigos cinematográficos específicos, es decir, códigos que aparecen sólo en el


cine, y códigos no específicos, compartidos con otros lenguajes. En realidad, más que una absoluta
especificidad o no especificidad de los códigos, habría que hablar de grados de especificidad, pues
aunque el color es un código compartido con la pintura y la fotografía, la técnica cinematográfica
confiere al color del filme un estatuto específico que no comparte con las artes citadas.

Dentro de cada código cinematográfico particular, los subcódigos representan usos concretos y
específicos de las posibilidades que permanecen dentro del sistema convencional de los códigos
generales. La totalidad de los códigos y subcódigos constituiría el lenguaje cinematográfico, en la
medida en que las diferencias que separan estos diversos códigos son puestas de lado provisionalmente
con la finalidad de tratar el conjunto como un sistema unitario, permitiéndonos así formular propuestas
generales.

Los primeros esfuerzos de la semiótica del cine se encaminaron a buscar equivalencias entre las
unidades fílmicas y las lingüísticas. Ahora bien, aunque podemos encontrar analogías entre el lenguaje
y determinados códigos particulares como la iluminación o el color, no podemos decir lo mismo
respecto al cine en su globalidad: en el cine no hay unidades mínimas que permitan establecer una
doble articulación semejante a la que define a la lengua, a no ser que consideremos, como hace Pier
Paolo Pasolini (1972) todos los objetos que aparecen fotografiados como unidades mínimas
equivalentes a los fonemas ―Pasolini las denomina «cinemas»― que se unirían en los encuadres, los
cuales serían las unidades de sentido equivalentes a los morfemas lingüísticos. Sin embargo, el
problema que presenta el sistema pasoliniano es que estos objetos tienen un carácter icónico y no
dependen del encuadre para producir por sí solos significados de este tipo.

Por otra parte, la relación entre significante y significado no siempre es arbitraria, sino que
procede a menudo por analogía ―un actor representa a un personaje con sus características físicas―,
aunque es cierto que muchas veces la analogía depende más de las convenciones representativas en las
que se ha educado al espectador. Si consideramos el plano como unidad léxica en el cine, habremos de
equipararlo no tanto a la palabra como a la oración, ya que sufre un número de determinaciones y
mediaciones que, lejos de caracterizarlo como unidad virtual que puede ser usada como el interlocutor
desee, lo hacen único e irrepetible fuera del contexto en el que aparece.

No podemos, por tanto, equiparar el código cinematográfico al código lingüístico. Pero también
es cierto, sin embargo, que los textos fílmicos manifiestan una sistematicidad semejante a la de la
lengua, y es precisamente a esto a lo que denominamos «lenguaje cinematográfico». Concretamente,
es la presencia de una «materia de la expresión» ―en términos hjelmslevianos― lo que nos permite
sostener analogías entre el lenguaje y otros sistemas que, en realidad, no funcionan semióticamente.
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Dicha materia de la expresión reside en un conjunto de elementos ―imágenes, sonidos, escritura―


dispuestos de una forma estructurada y más o menos coherente, pero también finita y autónoma
respecto de la realidad ―no independiente porque también puede ocurrir que el cine nos ofrezca una
nueva forma de ver las cosas, transformando así la realidad―. Pero también conviene tener presente
que el cine es un arte que se desarrolla tanto en el espacio ―estrictamente, el espacio de la pantalla―,
como en el tiempo. Es en este sentido en el que muchas veces se habla del cine como «arte total», arte
en la que se conjugan aspectos de la literatura ―guión―, la música ―banda sonora― y las artes
figurativas ―escenografía, fotografía―.

Como ya se ha señalado, el cine se constituye como discurso al organizarse de forma narrativa y


producir así un cuerpo de procedimientos significativos. La organización narrativa permite descubrir
una serie de figuras sintagmáticas que organizan en diversas combinaciones las relaciones temporales
y espaciales. Aquí, en la naturaleza sintagmática y paradigmática de su discurso narrativo, es donde
puede encontrarse la analogía entre el cine y el lenguaje. Es en la diégesis cinematográfica donde
nosotros encontramos la denotación que nos permite hablar de lenguaje cinematográfico.

Con todo, debemos tener en cuenta que el cine narrativo no es la única posibilidad que ofrece el
arte cinematográfico: junto a la forma narrativa, David J. Bordwell y Kristin Thompson (1979)
proponen cuatro posibilidades más: 1) forma categórica ―películas documentales cuyo asunto es
descrito objetivamente―; 2) forma retórica, ―películas documentales destinadas a presentar una
argumentación―; 3) forma abstracta, ―filmes en los que se ponen de relieve las cualidades visuales
y sonoras de los objetos filmados―; 4) forma asociativa ―películas fundadas en la yuxtaposición de
imágenes conectadas de forma libre para sugerir una emoción o concepto al espectador―.

Cada película tiene una estructura peculiar, una red de significados alrededor de la cual se agrupa,
incluso si el sistema elegido es uno de deliberada incoherencia, una configuración que surge de las
diversas elecciones realizadas de entre los diversos códigos disponibles para el realizador
cinematográfico. Esta estructura constituye el sistema textual que, dentro de los parámetros
postestructuralistas, ha de ser considerada como sistema dinámico en constante reestructuración y
desplazamiento: el sistema textual se constituye mediante la combinación, modificación y sustitución
de códigos y subcódigos. La écriture cinematográfica se refiere al proceso mediante el cual la película
trabaja con y contra los varios códigos para constituirse a sí misma como texto. En este sentido, los
códigos pueden considerarse sistemas de posibilidades o de constricciones que mantienen relaciones
sintagmáticas y paradigmáticas en una dialéctica de homogeneidad ―referida a las fuerzas
unificadoras en el texto― y heterogeneidad ―referida a las fuerzas que interrumpen y fragmentan la
unidad―.
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Entre las fuerzas unificadoras nos encontramos principalmente con una serie de convenciones
que van estableciéndose poco a poco al tiempo que nosotros vamos construyendo nuestra experiencia
como espectadores cinematográficos. Así, encontramos convenciones de género ―por ejemplo, en los
musicales tiene que haber canciones y bailes― o convenciones narrativas ―generalmente, estamos
acostumbrados a que los problemas que se plantean a los personajes acaben resolviéndose―. Algunas
de esas convenciones proceden de la experiencia que tenemos de la realidad, pero otras se conforman
según las leyes internas del cine, o incluso del género al que pertenezca la película ―es verosímil que
en la vida se den casos como los que presentan los melodramas, pero es completamente inverosímil
que la gente vaya por la calle cantando y bailando como ocurre en los musicales―.

La aceptación de las convenciones del lenguaje cinematográfico se debe en gran parte a lo


comentado antes sobre la relación entre las fuerzas unificadoras y las fuerzas fragmentadoras: la
retardación o el cumplimiento de las expectativas del espectador tienen como misión provocar
sentimientos de angustia o de satisfacción en éste. Las expectativas defraudadas o la provocación de
curiosidad suelen dar lugar a la perplejidad, aunque también a la reflexión. La emoción del espectador
procederá de la totalidad de las relaciones formales que perciba en la obra. Esta es una de las razones
por las que los críticos cinematográficos se empeñan en percibir el mayor número de relaciones
formales en la película, porque cuanto más rica sea nuestra percepción, más exacta y compleja podrá
ser la respuesta.

Como en todo arte, el receptor va a la búsqueda de algo que es, a la vez, viejo y nuevo, algo que
remite a su experiencia anterior sobre el cine, pero que le ofrece alguna novedad al respecto. La
expectación ante lo reconocible y lo sorprendente es esencial en el arte, y el juego entre lo que se
espera y lo que no se espera es crucial para entender cómo se van a conjugar los diversos elementos
que conforman la obra cinematográfica. Así, en el cine narrativo nuestra principal expectativa es que
la historia avance. Esta expectativa puede retardarse ―por ejemplo, en el suspense―, o puede ser
incluso defraudada. A veces encontramos que nuestras expectativas consisten en averiguar qué es lo
que ha ocurrido antes de que la historia empezase ―en el cine policíaco―, o, sencillamente, lo que
esperamos es que el cine nos dé una visión concreta de la realidad ―en el cine político―, o que nos
lleve a otros lugares donde nos podamos olvidar de la realidad en la que vivimos ―en el cine de
evasión―.

Para determinar los sentidos que puede tener una película, David J. Bordwell y Kristin Thompson
(1979) proponen un esquema de cuatro significados posibles. El tema de una película se establece
sobre todo a partir de su significado referencial: la fotografía en movimiento representa elementos que
nosotros reconocemos a partir de nuestra experiencia real. Pero ese significado referencial, que suele
ser narrativo, suele tener también un significado explícito, que suele ser de contenido sentimental, en
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el sentido de que tenemos ya la presencia de un protagonista cuyos avatares provocan nuestro interés,
dando lugar a un significado mucho más general que lo que es la historia del personaje. El significado
referencial de una película nos remite al argumento concreto que nos cuenta la película, con nombres
y apellidos de los personajes, en un espacio y un tiempo determinados y sin tener en cuenta nada que
no aparezca representado directamente en la película; el significado explícito alude a la historia, y más
que a la historia, al tema, tanto en lo que aparece en la película como en lo que ha sido omitido.

Ahora bien, esto no impide que podamos tener en cuenta un tercer esquema de significación que
nos proporcionaría el significado implícito, de tipo ético o moral. Por supuesto, hay una interactuación
entre significado implícito y significado explícito: aquí es donde entran en juego las valoraciones
personales que pueda hacer cada espectador, superponiendo otros significados al significado explícito
que propone la obra. El director puede tener la intención de contarnos una historia con unos personajes
y unas situaciones, pero no será siempre consciente de que dicha historia tenga uno o más significados
implícitos. A estos tres significados se añadiría un cuarto, el sintomático, en el que entramos ya en
valoraciones de tipo ideológico, situándonos dentro de una tendencia de pensamiento y en el sentido
que cobra la película dentro de la historia de la cultura.

El problema es uno de los caballos de batalla de todas las teorías que se han preocupado por
establecer un lenguaje estético. ¿Hasta qué punto podemos señalar significados implícitos y
sintomáticos que sean realmente producto objetivo del sistema global que supone la obra
cinematográfica? El significado implícito ―de orden no ideológico―, o el significado
sintomático ―de orden ideológico― surgen, más que nada, de un consenso entre un número
determinado de espectadores, que aceptan como válidas las proposiciones de ciertos significados de
la obra cinematográfica. Pero no olvidemos que las películas tienen significados por el simple hecho
de que somos nosotros, como espectadores, los que les damos sentido.

Tampoco podemos equiparar significados y criterios. Una cosa es lo que la película, como obra
de arte, nos dice, y otra muy distinta, la valoración que hacemos de ella. Criterios realistas o de
verosimilitud, criterios morales y criterios puramente artísticos no impiden que demos a la película sus
significados, sean del tipo que sean. Por supuesto, solemos seguir la convención ―que, no obstante,
no ha sido la principal a lo largo de la historia― del criterio de tipo artístico, referente sobre todo a
la coherencia, y en menor medida a la intensidad del efecto, a la complejidad y a la originalidad de la
película. Decimos en menor medida porque, si bien se considera que la obra de arte debe ser siempre
coherente ―hasta cuando pretende ser caótica―, que su efecto sea muy intenso, que sea complicada
o que sea original, no son siempre garantía de calidad. Puede ocurrir precisamente lo contrario. En todo
caso, la interrelación que mantienen estas categorías es lo que se tiene en cuenta para valorar la película,
más que su presencia por separado.
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Sea como fuere, los significados y las valoraciones de las películas surgen a partir de los
elementos que las constituyen. Cada uno de estos elementos, que pueden ser de orden figurativo,
narrativo, acústico, etc., tienen una o más funciones que son las que, al interrelacionarse, dan a la
película toda esa acumulación de significaciones que son las que le dan cuerpo. Las funciones nos
indican el motivo por el que dentro de la película aparecen determinados elementos; este motivo puede
ser muchas veces narrativo ―el vestuario y la caracterización de los personajes suelen ser
fundamentales para el desarrollo de la narración―, pero otras veces sirve para dar ciertas impresiones
al espectador que van más allá de la narración: por ejemplo, cuando vemos el reflejo intermitente de
una luz de neón sobre un personaje, podemos suponer que, al presentarlo alternativamente a la luz y a
la sombra, se nos da una idea de la ambigüedad moral de dicho personaje.

2. La narración cinematográfica
Como se ha indicado en el apartado anterior, el cine se ha desarrollado sobre todo como arte
narrativo, es decir, como un arte que se dedica a contar historias. Ésta es la expectativa más clara que
tenemos respecto al cine; generalmente vemos películas que nos cuentan historias, y cuando vamos al
cine lo hacemos con la expectativa de que se nos va a narrar un relato. Dicha narración sigue, por lo
general, las normas habituales observadas en la narratología: comienza con una situación, se producen
una serie de cambios ―según un esquema de causa-efecto― hasta que se crea una situación nueva que
provoca el final de la narración. Los acontecimientos deben estar relacionados entre sí, y no ser
fortuitos ―aunque también se dan casos en los que las relaciones entre acontecimientos son difíciles
de desentrañar o, sencillamente, no existen―. Por otro lado, está claro que esos acontecimientos se
producen en uno o varios espacios y se suceden en el tiempo ―por supuesto, el nivel de complejidad
depende de la película; puede haber más de una cadena de acontecimientos, con más espacios e incluso
más tiempos―

La distinción narratológica entre fábula y relato, con todas las implicaciones que conlleva,
procede, igual que ocurre con la literatura, del formalismo ruso: como se ha señalado en el tema
anterior, los autores de esta corriente ya se preocupaban por el nuevo arte que había alcanzado en la
Unión Soviética un desarrollo excepcional de la mano de realizadores como Serguéi Eisenstein,
Vsévolod Pudovkin o Dziga Vértov. Sin embargo, la cuestión problemática no se refería tanto al
binomio fábula-relato como a la relación que estas categorías, en especial la segunda, mantienen con
el lenguaje cinematográfico. Si la disposición del relato permite al espectador «reconstruir» la fábula,
también es cierto que las formas estéticamente más desarrolladas del cine permiten prescindir de la
fábula.
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Evidentemente, es la eisensteiniana teoría del «montaje de atracciones» (Eisenstein, 1999) la que


permite a Víktor Sklovski distinguir entre un cine «de poesía» y un cine «de prosa», o a Iuri Tinianov
realizar una comparación entre el cine y el verso basada en la separación de los planos propiciada por
el montaje ―independientemente de las articulaciones narrativas que disponga―. Eichenbaum, por su
parte, propuso el concepto de «frase fílmica» para distribuir el relato a partir de secuencias narrativas
en las que interactúan diversos planos; el estilo, por tanto, estaría subordinado al desarrollo de la
narración.

El otro gran modelo narratológico sigue los pasos establecidos en la Morfología del cuento de
Vladimir Propp (1928), quien hace hincapié en los hechos de la fábula y en la secuencia temporal:
la estructura profunda del relato consiste precisamente en la lógica causal de hechos que se despliega
en el tiempo, la cual permite establecer su sintaxis estructural, mucho más importante que los mensajes
semánticos que puedan deducirse de él. El método morfológico busca revelar un modelo universal de
organización en la base de todas las estructuras de la trama. Así, el modelo de treinta y una funciones
del cuento maravilloso ha sido objeto de varias adaptaciones, y ha generado nuevos esquemas aplicados
a la narración cinematográfica: los defensores de este modelo aseguran que la historia narrada puede
descomponerse en un número determinado de funciones invariables y recurrentes que, además, suelen
sucederse siguiendo un orden predeterminado; asimismo, los personajes del relato también son
constantes, y son sus roles y sus esferas de acción los que determinan la secuencia de funciones que da
lugar al relato.

El esquema de Propp ha servido como base para otros modelos narratológicos que, desde el
estructuralismo ―Bremond, Greimas, Barthes, Genette―, han pretendido abarcar toda la complejidad
del relato. Sin embargo, el principal problema de este modelo ―problema que también se ha podido
comprobar en sus aplicaciones a la literatura― reside en el hecho de que Propp se limitó a analizar un
corpus estricto de cuentos maravillosos populares rusos, de manera que la precisa morfología expuesta
por él resulta inadecuada para las narraciones más elaboradas, aunque ha sido aplicado con cierto
éxito a géneros clásicos como el western (Wright, 1976).

El estudio de los géneros narrativos cinematográficos proporciona precisamente un marco donde


pueden encontrarse unidos los esquemas sintácticos y los significados semánticos. Los códigos
semánticos proporcionan el material básico, mientras que los lazos sintácticos crean significados
textuales específicos, de forma que ambos interactúan y se sustentan el uno al otro: de la misma manera
que los códigos semánticos proveen de significado al texto cinematográfico, los códigos sintácticos
sirven para dar coherencia a aquéllos, asegurando una progresión lógica y coherente en su avance hacia
la constitución del sentido general del texto.
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Una de las cuestiones planteadas desde el especial estatuto estético del relato cinematográfico es
el problema del punto de vista, ya se trate del problema de la instancia narrativa o de la perspectiva
desde la que se focalizan los hechos narrados: dos puntos de vista que determinan en buena manera el
del espectador. El punto de vista establece una retórica en la que participan los códigos de encuadre y
secuenciamiento, que son los que, en definitiva, ordenan los hechos, así como el espacio y el tiempo
en que transcurren. En muchas ocasiones nos encontramos con planos que nos permiten acceder a lo
que ve y oye un personaje, bien situándonos desde la perspectiva óptica de éste, al tiempo que nos da
a conocer las sensaciones auditivas que tienen ―subjetividad perceptiva―, o bien dejándonos entrar
en la mente del personaje para conocer sus recuerdos, sus pensamientos, sus fantasías, sus sueños,
etc. ―subjetividad mental―. La subjetividad no está aliada con la narración limitada, ya que hay
películas en las que sólo conocemos el punto de vista de un personaje pero en ningún momento
accedemos a sus percepciones o sus pensamientos. Al mismo tiempo, la narración omnisciente no duda
en utilizar flashbacks o planos subjetivos para dar más información. Es decir, el alcance y la
profundidad del conocimiento son variables independientes.

Al penetrar en las profundidades de la subjetividad mental, el espectador tiene más facilidad para
identificarse con el personaje, y puede crear expectativas permanentes sobre lo que dirá o hará dicho
personaje más adelante. Además, estas incursiones en la subjetividad nos proporcionan información
que resuelve enigmas planteados antes o plantea otros nuevos. Por otra parte, la objetividad nos permite
ser más escrupulosos respecto a la información que se nos da, de manera que incide más en la reflexión.
Por supuesto, ni la objetividad ni la subjetividad suelen darse en estado puro ―aunque una película
como Fresas salvajes (Ingmar Bergman, 1957) sería un excelente ejemplo de objetividad, mientras
que La dama del lago (Robert Montgomery, 1947) se propuso como ejemplo extremo de
subjetividad―, ya que la práctica habitual es la inserción de momentos subjetivos dentro de una
estructura global de objetividad.

Los flashbacks ofrecen un buen ejemplo del poder totalizador de la narración objetiva.
Normalmente su motivación es la subjetividad mental, puesto que los hechos que vemos los
desencadena el recuerdo del pasado de un personaje. Sin embargo, en el flashback los hechos se nos
muestran desde un punto de vista totalmente objetivo. Es decir, la mayoría de las películas adoptan la
narración objetiva como una línea básica desde la que se puede partir en busca de la profundización
subjetiva, pero a la que se ha de volver. No obstante, hay películas que se salen de esta norma y mezclan
objetividad y subjetividad de forma ambigua: El año pasado en Marienbad (Alain Resnais, 1961),
Ocho y medio (Federico Fellini, 1963), Belle de Jour (Luis Buñuel, 1967), Ese oscuro objeto del deseo
(Luis Buñuel, 1977), etc.
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Esta aproximación al punto de vista enfatiza las técnicas del narrador para presentar la
subjetividad del personaje, su estado emocional y cognitivo, del mismo modo que las técnicas para
evaluar, ironizar, confirmar o desmentir las percepciones, pensamientos y actitudes del personaje. El
control del punto de vista es el medio más poderoso para inducir al espectador a dar al texto
cinematográfico un sentido determinado, aunque esto no quiere decir que todos los espectadores
tiendan a recibir dicho texto de la misma manera, puesto que su individualidad juega un importante
papel en el proceso de recepción. De todas formas, el espacio del narrador cinematográfico es también
problemático, ya que no siempre podemos identificarlo. Siguiendo la terminología de Gérard Genette
(1972), hay casos de narradores intradiegéticos que participan verbalmente en la
película ―homodiegéticos cuando se trata de uno o varios personajes, heterodiegéticos cuando su
presencia se limita a una voz en off que no aparece como personaje―.

Ahora bien, la presencia de un narrador es discutible cuando no se puede identificar como


narrador intradiegético: al igual que ocurre en el teatro, los hechos son presentados directamente, sin
que podamos distinguir la presencia de alguna instancia que se dedique a narrarlos. Por esta razón se
ha preferido a veces hablar de «representación», mejor que «narración». En cambio, otros críticos han
defendido la presencia de un narrador extradiegético que se manifiesta no a través del discurso verbal,
sino a través de los códigos cinematográficos, para disponer los principios que dirigen la jerarquía de
los procedimientos narrativos, determinar la cualidad de verdad y autenticidad en el mundo ficcional
y asociar a la narración los sentidos implícitos y sintomáticos que podamos encontrar en la película.

Muchos de los elementos textuales de la narración son percibidos directamente por el espectador
como elementos del mundo ficcional, más que como elementos del discurso de un narrador: los
actores, las localizaciones o los decorados, la puesta en escena, en general, son percibidos como el
mismo mundo ficcional, y sólo en segundo lugar como un discurso del narrador. La teoría narrativa
del cine ha reconocido hace tiempo la distinción entre «comentario» ―relacionado con la narración
literaria― y «presentación» ―asociada a las ficciones dramáticas―. Sin embargo, las teorías más
recientes tienden a resaltar la estructura dualista del relato cinematográfico, señalando cómo el
comentario y la presentación actúan simultáneamente en el cine. En este caso, la instancia narradora
sería el montaje, que produce, de acuerdo con una lógica temporal, una lectura guiada de los hechos
que la cámara se limita a mostrar ―aunque determinados elementos del encuadre como la distancia,
el ángulo o el movimiento, u otros factores como la iluminación, el color o el sonido, pueden tener
también una función narradora―.

Las diferentes posiciones que puede adoptar un narrador intradiegético también dan cuenta
de una enunciación que dirige en uno o varios sentidos el discurso del filme. Un personaje narrador
puede narrar hechos que no ha presenciado ―si bien lo que no puede hacer es proporcionar
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información que él no conoce―, pero un narrador heterodiegético también puede tener una visión
limitada a un solo personaje. Los dos pueden ser extremadamente objetivos ―ciñéndose sólo a los
hechos―, o pueden permitirnos el acceso a profundidades subjetivas. No obstante, los narradores
intradiegéticos no siempre son dignos de confianza, y puede ocurrir perfectamente que su narración
verbal de una secuencia de hechos se oponga a la narración expuesta a través de los códigos
específicamente cinematográficos ―las memorias de juventud del protagonista de Cantando bajo la
lluvia (Gene Kelly y Stanley Donen, 1952)―, o incluso que la narración verbal y visual se descubra
falsa ―el flashback que promueve la acción de Pánico en la escena (Alfred Hitchcock, 1950)―.

Las relaciones de tiempo constituyen uno de los más importantes elementos de la estructura
narrativa, y proporcionan una poderosa técnica artística para presentar el mundo de la historia de
formas variadas y estéticamente interesantes. La categoría del tiempo se refiere a las relaciones
temporales entre la fábula y el relato. Al nivel de la fábula, los hechos están concebidos en una
secuencia cronológica estricta, en un orden simple y lineal. Al nivel del relato, los hechos pueden ser
presentados en un orden que se desvía de la pura cronología, en el cual los mecanismos de
prolepsis ―salto hacia atrás en el tiempo― y analepsis ―salto hacia adelante―, los paralelismos,
etc., complican la progresión del relato. Además, los simples hechos de la fábula pueden ser
presentados de un modo complejo que implique repetición, elipsis, aceleración o congelación del
tiempo.

A partir del argumento ―que puede ser considerado como significado referencial―, el
espectador reconstruye la historia ―la fábula, que funciona como significado explícito― colocando
los acontecimientos en orden cronológico, y asignándoles una duración y una frecuencia.
Respecto al orden temporal, es muy común la utilización del flashback, aunque para poder reordenar
la sucesión cronológica de los acontecimientos necesitamos signos como la voz en off, efectos
musicales, cambios de vestuario y decorado, efectos de puntuación como el fundido en negro o el
encadenado, o secuencias de montaje que nos muestran, por ejemplo, hojas que se arremolinan o
páginas de calendario que retroceden. A partir del orden del argumento deducimos el orden de la
historia y conseguimos explicarnos las causas de determinados efectos, que no se podían saber en el
argumento. El flashforward, en cambio, es menos común.

La cuestión de la duración es más compleja, porque el argumento y la historia de la película


suelen tener una duración mayor a la de la propia película. Una película suele durar entre hora y media
y dos horas, pero en este lapso se pueden condensar días, meses y años. A veces se dan casos en los
que la duración de la película coincide con la duración de lo que se nos está contando ―por ejemplo,
Sólo ante el peligro (Fred Zinnemann, 1952), cuya acción dura los ochenta y cinco minutos que
necesita para contarnos la historia, aunque se puede llegar al caso extremo de Empire (Andy Warhol,
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1964), que dura ocho horas―, pero no suele ser lo habitual. Por consiguiente, la película presenta
frecuentes elipsis en las que se considera que no sucede nada realmente interesante, aunque también
puede suceder que las elipsis se utilicen con fines eufemísticos o con fines puramente expresivos ―el
ejemplo paradigmático lo encontramos en 2001: una odisea del espacio (Stanley Kubrick, 1968),
donde hay una elipsis de miles de años entre la imagen del hueso en el aire y la imagen siguiente, que
es la de una nave espacial― o argumentativos. A veces la elipsis tiene un significado implícito que
consiste en señalar que las acciones que omite son acciones rutinarias.

A veces ocurre que la duración de la película amplía la duración de la fábula: en Octubre


(Serguéi Eisenstein, 1928), tenemos un ejemplo con una escena en la que se nos muestran unos puentes
alzándose y el cadáver de un caballo que va a precipitarse al río. En este caso, un hecho que sucede en
unos pocos segundos en la historia se amplía a varios minutos de duración en la pantalla mediante la
técnica del montaje cinematográfico, dando como resultado un énfasis mucho mayor en esta
escena ―que alude metafóricamente a la caída del régimen de Kerenski―.

Más habitual es lo contrario, el resumen, que se da cuando el tiempo se condensa y se utilizan


una serie de planos escogidos al efecto para dar a entender un proceso más largo ―en el comienzo de
Primera plana (Billy Wilder, 1974), donde se nos va mostrando la composición de un periódico en un
par de minutos―. El tiempo también puede detenerse en las pausas descriptivas ―las más habituales
son los planos iniciales de una secuencia que introducen al espectador al escenario donde se van a
desarrollar los hechos―.

En cuanto a la frecuencia, lo más habitual es la forma singulativa, que consiste en la única


descripción de un único hecho. También es habitual modificar una acción que sucede varias veces
mediante el modo iterativo o frecuentativo, que consiste en presentar uno o unos pocos casos, dejando
que éstos resuman todos los demás. Sin embargo, uno de estos casos que representa una acción habitual
puede convertirse en el momento en que sucede un hecho inusual, con lo cual nos encontramos con lo
que Genette (1972) denomina la pseudo-iteratividad. La cuestión de lo iterativo en el cine se complica
por la especial configuración de las características de detalle del medio en cada momento, que hace
difícil para el cine conseguir la cualidad de generalización necesaria para lo iterativo.

Ocasionalmente, un único acontecimiento de la historia puede aparecer dos o más veces:


vemos una acción al comienzo de la historia, y luego esa acción aparece de nuevo en flashback; también
puede suceder que la película presente varios puntos de vista respecto a un mismo hecho ―Rashomon
(Akira Kurosawa, 1950), o Atraco perfecto (Stanley Kubrick, 1956)―. Las diferentes formas en que
el argumento de una película puede manipular el orden, la duración y la frecuencia de la historia ilustran
hasta qué punto debe participar activamente el espectador para comprender una película narrativa. El
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argumento suministra pistas sobre la secuencia cronológica, el tiempo que duran las acciones y el
número de veces que se producen los hechos, y es tarea del espectador hacer deducciones y formarse
expectativas.

En el cine, el espacio es un elemento tan importante como el argumento o el tiempo, tiene una
presencia que no es tan evidente en otras formas de narración, y a veces llega a ser esencial para
comprender el sentido de ésta, como ocurre con lugares fantásticos como el país de Oz o lugares reales
como el Manhattan de Woody Allen. A veces encontramos espacios que no aparecen en la película
pero son descritos ―por ejemplo, el espacio deseado, en películas como Las uvas de la ira (John Ford,
1940) o Cowboy de medianoche (John Schlesinger, 1969)―.

Hay que diferenciar entre el espacio de la fábula y el espacio del relato, espacios que
corresponden al desarrollo narrativo de la película, y el espacio en campo, que es el espacio visible
dentro del encuadre. Sea cual sea el tamaño de la pantalla, el encuadre nos ofrece una imagen finita, es
decir, una imagen seleccionada a partir de una realidad mucho más amplia. Por eso se distingue entre
el espacio dentro de campo y el espacio fuera de campo. Pero que el espacio fuera de campo no aparezca
en la imagen no quiere decir que no tenga importancia para la narración. En cualquiera de los cuatro
lados de la pantalla, o detrás del escenario, o incluso detrás del espacio que ocupa la cámara ―aunque
esta ocupación queda olvidada cuando atendemos a la narración―, puede haber elementos importantes
respecto a lo que ocurre dentro de campo: cuando un personaje dirige sus miradas hacia alguno de estos
puntos, o cuando aparece un elemento que sólo se muestra en parte, mientras que el resto está fuera de
campo. Y es muy habitual que lo que está fuera de campo se utilice para provocar sorpresa en el
espectador.

Bibliografía recomendada

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