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Contents

Derechos
Sinopsis
Introducción
La muñeca
El callejón
Noviembre
La semilla arácnida
Tengo un secreto
Escalofrío
Nunca es tarde para conocer al abuelo
La casa
El Necronomicón
El Asesino
1937
Al otro lado de la verja
La fortuna de un hombre
Última lectura
El túnel
Tres alturas
Turno de noche
La nieta
Un beso de buenas noches
La doctora Kanohue
Noche de chicas
La hermana muerta
Cuchara
El último obsequio
La mala empatía
Los susurros de la noche
No cierres los ojos
El final del camino
Maldito traje
La noche de los muertos vivientes
El conjuro
El sabor de la carne
Al otro lado del lago
El sacrificio
Un abrazo es para siempre
El cuadro
Yo
Cordero de Dios
Tempestad en medio de la noche
Hermanos de tinta
Autores
©Todos los derechos reservados
No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste
electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el previo aviso y por escrito del autor. La infracción de los derechos mencionados puede ser
constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art.720 y siguientes del Código Penal)
Título: 40 Relatos de Terror
©GrupoLLEC

Sinopsis:

Cuarenta escritores se han unido para escribir los cuarenta relatos que componen esta antología de
terror publicada por el grupo literario Libros, lectores, escritores y una taza de café (LLEC). Brujas,
zombis, fantasmas, crímenes escalofriantes, casas encantadas…
Los beneficios irán destinados a la Fundación “Hospital amic” de Sant Joan de Déu de
Barcelona para la humanización y apoyo del tratamiento de cáncer y la leucemia infantil.
Entre ellos participan reconocidos escritores como Enrique Laso, Blanca Miosi o Mario Escobar,
muchas de sus obras han permanecido durante largos periodos de tiempo en los rankings de los más
vendidos de Amazon, convirtiéndose en auténticos Best-sellers.
También encontraréis escritores independientes que ya se están consolidando en el panorama
literario nacional e internacional, así como otros que han publicado con editoriales de prestigio.

Una iniciativa del equipo de LLEC.
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Introducción:

Cuando hay buen rollo, a veces las ideas geniales salen sin pensar, de una forma espontánea, sobre
todo cuando esas ideas nacen en un grupo de gente entusiasta y creativa.
Y esto es lo que ha pasado precisamente aquí; la antología que tienes entre manos es una iniciativa
que ha surgido de la nada en el grupo de Facebook Libros, Lectores, Escritores y una Taza de Café, como
consecuencia de que «alguien» compartió «algo» en el grupo, seguido de una breve conversación por
whatsapp unos días después y otra publicación en el Facebook.
Así, en esta antología han participado cuarenta escritores -algunos que están empezando, otros que
son bastante veteranos, y algunos que ya incluso tienen reconocimiento a nivel mundial- que con ilusión
han aportado de forma desinteresada sus cuentos, para que tú puedas disfrutar de esta novela llena de
historias inquietantes y para que los beneficios que se obtengan con las ventas pueda ser destinado para
una buena causa: la Fundación “Hospital amic” de Sant Joan de Déu de Barcelona.

Por eso, queremos darte las gracias por leernos y por colaborar en esta iniciativa. Ahora ponte
cómodo y disfruta.

Los Administradores de Libros, Lectores, Escritores y una Taza de Café:

Joaquim Colomer Boixés
Lorena Franco
Elisabeth Marrón
Yolanda Martínez
Enrique Vidal
Jaime Blanch

El miedo es uno de los sentimientos más profundos del ser humano. Intenso, a veces irracional, nos
acompaña durante toda nuestra vida y nos ha hecho imaginar seres y situaciones horripilantes.


La muñeca
Por Enrique Laso

La encontró tirada en el suelo. Parecía como si alguna otra niña la hubiera olvidado en aquella
esquina. Sabía que no estaba bien coger algo que pertenecía a otra persona, porque de alguien debía ser
aquella maravillosa muñeca de porcelana, con ese vestido negro y azul de hermosos encajes; pero en
realidad no la estaba robando… La muñeca estaba abandonada, y cualquiera podía cogerla igualmente, o
podía estropearse con la lluvia y el viento…
Llegó a su casa y lógicamente su madre le preguntó. Lamentó no haber preparado una respuesta, y
supo de inmediato que sus mejillas le delatarían si mentía.
—¿De dónde has sacado esta muñeca?
—Me la he encontrado en el cruce de la calle M con la 10. Estaba abandonada…
—Pero esa muñeca debe de ser de alguna niña. Es una muñeca de porcelana, lleva un bonito
vestido, y parece realmente cara…
Penny puso el gesto con el que sabía solía convencer a su madre, y como era habitual no le falló
esta vez.
—Está bien, te la puedes quedar. Pero si viene alguien preguntando por ella, o nos enteramos de
que por el barrio la andan buscando, se la devolvemos a su dueña de inmediato.
Cathy pensó que una vez más estaba malcriando a su hija. Pero no se sentía con fuerzas para
contrariarla. Desde el divorcio se había mostrado muy sensible. Había sido un trauma muy complicado
de asimilar para una niña de tan solo nueve años. En todo caso, si alguien aparecía preguntando por
aquella maravillosa muñeca la devolverían a su legítima dueña y asunto acabado.
Pasaron los días y pronto la muñeca se convirtió en la mejor amiga de Penny. La llevaba consigo a
todas partes: al colegio, al parque, a las excursiones… Lo mejor de todo era que nadie había preguntado
por ella, y por tanto los temores a tener que decirle adiós se habían disipado casi por completo.
—¿Y esta muñeca? —preguntó Paul, su padre, la primera vez que la vio.
—Me la encontré en la calle. Mamá me ha dejado que me la quede. Ninguna niña ha preguntado por
ella —se apresuró a responder Penny, temerosa de que su padre pusiera alguna pega.
—No me gusta. Parece que está como enfadada. Y además no te va, es demasiado… cursi.
Penny miró el rostro de su muñeca y descubrió que había cambiado. Era cierto, ahora parecía como
enfadada. Pero su expresión hasta entonces le había parecido siempre feliz y sonriente. No le prestó más
atención, porque deseaba seguir con ella.
Esa noche Cathy creyó escuchar voces que provenían de la habitación de su hija. Estaba demasiado
cansada como para levantarse, y no era la primera vez que Penny se quedaba jugando hasta muy tarde.
Pero aquella noche… Le parecía escuchar una voz… extraña, diferente…
—¿Con quién hablabas anoche hasta tan tarde? —preguntó Cathy a su hija a la mañana siguiente,
mientras desayunaban juntas.
—Con Pat —respondió Penny sin darle mayor importancia.
—¿Con Pat? ¿Quién narices es Pat?
—Mi muñeca —replicó la pequeña, mostrándole a su madre la muñeca con la que su hija iba a
todos lados.
—¿Le has puesto Pat de nombre?
—No. Es su nombre. Me lo ha dicho ella.
Cathy se aproximó a la muñeca y la tomó entre sus manos. La miró atentamente: parecía cambiada,
distinta. De inmediato le provocó una sensación extraña.
—Bueno, pues preferiría que no hablases con ella. Y mucho menos hasta tan tarde.
Pero aquel mismo fin de semana volvió a escuchar que su hija hablaba con alguien en su habitación.
Esta vez no pudo conciliar el sueño. La otra voz era muy peculiar, demasiado diferente a la de Penny
como para que pudiera ser una imitación. Qué diablos estaba sucediendo.
Sin ser capaz de resistirse a la curiosidad, se levantó de la cama y descalza y caminando muy
despacio se aproximó hasta la habitación de su hija y pegó la oreja a la puerta. Sí, su pequeña estaba
hablando con alguien, ¡pero era imposible que esa otra voz fuera la de Penny! Habría sido capaz alguna
amiga del colegio de acercarse hasta la casa a esas horas y estar hablando con ella a través de la ventana
abierta… Inverosímil, pero no imposible. Desde luego si así era se iban a enterar las dos. De repente
escuchó algo que le hizo estremecerse:
—Tenemos que callarnos: ¡tu madre está espiando al otro lado de la puerta!
«¿Cómo diablos?», se dijo Cathy. Luego se hizo el silencio más absoluto. Al cabo de algunos
incómodos segundos, le pareció oír unos pasos que recorrían la habitación. Por un momento, aunque
pudiera parecer ridículo, Cathy se sintió algo parecido a aterrorizada. Todo era tan extraño. Sacando
fuerzas de algún singular lugar de sus entrañas, abrió de golpe la puerta. No pudo reprimir un grito: le
pareció que la muñeca, ubicada en una cómoda frente a la cama de su hija, giraba la cabeza justo en el
instante que ella abría la puerta con decisión.
—¡Penny, qué está pasando aquí! —exclamó, fuera de sí.
Su hija le dirigió una mirada sorprendida. Parecía somnolienta, y un poco asustada.
—Nada, mamá…
—¿No estabas hablando con nadie?
—No. Sólo estaba durmiendo.
Cathy comprobó que la ventana estaba bien cerrada y luego cogió la muñeca, que ahora parecía un
objeto inerte entre sus manos. Pero de nuevo sintió, creyó percibir, que la expresión de la misma había
vuelto a cambiar: mostraba una mirada decidida, casi desafiante.
—No me gusta esta muñeca. Creo que deberíamos volver a dejarla en el lugar en el que la
encontraste.
—¡No, mamá! Por favor, por favor, por favor… ¡es mi amiga!
Nuevamente sintió que el peso del divorcio se le echaba encima, y que tras la separación de sus
padres no podía negarle a su pequeña, que sufría en silencio, un objeto, aquella muñeca a la que ella
estaba cogiendo manía, que al menos parecía proporcionarle cierta felicidad a su hija.
—Está bien. Pero no quiero más conversaciones por las noches —sentenció Cathy, convencida de
que su hija sabía más o menos a lo que se estaba refiriendo.
La semana transcurrió con cierta normalidad, aunque Cathy no podía evitar pensar constantemente
en la muñeca. En Pat. Se había convertido casi en una obsesión. Pensaba que era una mala influencia para
su hija. Y luego estaban aquellas expresiones. Cuando llegó el fin de semana y Paul, su exmarido, le
comentó que a él tampoco le gustaba, ella vio una puerta abierta.
—Tenemos que conseguir que Penny devuelva la muñeca a su dueña, o que al menos la deje en el
lugar en el que la encontró, en el cruce de la 10 con la M.
—Me parece una idea genial. Como este fin de semana se viene a mi casa, haremos una cosa:
dejaremos aquí la muñeca, para que se vaya haciendo a la idea —sugirió Paul.
Costó convencer a Penny, que casi se puso a llorar cuando se montó en el coche de su padre,
camino de la casa que tenían a las afueras de la ciudad, dejando a su querida Pat en su habitación.
—Pat se va a enfadar. Se enfadará mucho con mamá, y seguramente también contigo.
—Bueno, Penny, ya se le pasará. A fin de cuentas… ¡es sólo una muñeca!
Por la noche Penny telefoneó a su madre, para darle las buenas noches y contarle todo lo que había
hecho a lo largo del día en compañía de su padre.
—Buenas noches cariño. Nos vemos mañana —se despidió Cathy.
—¡Hasta mañana!
Cathy se metió temprano en la cama. Pero pronto se sintió incómoda: sabía que le costaría conciliar
el sueño aquella noche y pensó en tomarse un tranquilizante. Le sucedía con frecuencia cuando Penny
dormía fuera de casa, aunque fuera en la de su exmarido. Por fin se relajó, pero ya cuando casi se había
quedado dormida le pareció escuchar que alguien susurraba desde algún punto de la casa. En un primer
momento sintió un escalofrío, pero luego se levantó decidida a espantar al posible intruso. Se llevó
consigo el teléfono inalámbrico, por si hacía falta llamar a la policía, y una pistola de fogueo (le daba
pavor tener una de verdad). Salió de su habitación descalza, caminando lentamente por el pasillo
enmoquetado de la segunda planta. Fue en ese preciso instante cuando descubrió que los susurros
procedían de la habitación de Penny. ¿Cómo podía ser? Llegó hasta la puerta cerrada, pero no se atrevió
a abrirla.
—¿Quién anda ahí? ¡Llamaré de inmediato a la policía! —casi gritó.
Y entonces un silencio sepulcral inundó toda la casa. Esperó un par de minutos, casi aguantando la
respiración. Estaba convencida de que al otro lado alguien aguardaba. Y afinando el oído le pareció
escuchar unos débiles pasos que recorrían la habitación muy lentamente. Decidida, abrió la puerta de
golpe, apuntando con el arma de fogueo al centro de la habitación. Allí no había nadie. Un momento: la
muñeca estaba tirada en el centro de la estancia, y ella recordaba perfectamente haberla dejado sobre la
cama esa misma tarde. ¿Quién la había movido? Registró desesperada la habitación, mirando incluso en
el interior del armario y bajo la cama. No había nadie allí. Y de súbito una idea descabellada se cruzó
por su mente. Una idea tan ridícula como terrorífica. Recogió la muñeca de porcelana del suelo y le miró
el rostro. Efectivamente: había cambiado de nuevo. Ahora mostraba una sonrisa malévola, en la que se
adivinaban unos dientes desiguales y afilados. ¿Estaría perdiendo el juicio? Colérica, estrelló la muñeca
contra la pared. El rostro de porcelana de Pat se resquebrajó, y quedó marcado por una enorme cicatriz
que recorría su cara, desde la frente hasta el mentón. Cathy, satisfecha, regresó más calmada a su
habitación y se durmió enseguida.
Al día siguiente, a eso de las once, el teléfono sonó en casa de Paul. Era realmente extraño que
alguien le telefoneara en festivo, y pensó que quizá sería su madre, que deseaba invitarles a él y a su nieta
a un asado y a un delicioso pastel de ciruelas.
—¿Quién es?
—¿Hablo con el señor Paul Rosenberg?
—Sí —contestó realmente intrigado Paul.
—Soy el sheriff del condado… Mire, lamento comunicarle que una vecina ha encontrado, hará
media hora, muerta en su cama a su exesposa. Necesitamos que se acerque por aquí. Lo siento.
Paul trató, consternado, de obtener algo más de información, pero el sheriff se negó a facilitársela.
Dejó a Penny en casa de sus padres, sin contarle nada a la pequeña, y se dirigió a su antiguo hogar.
Estaba rodeado por una cinta amarilla, y montones de vecinos y periodistas se amontonaban alrededor de
la casa. Preguntó por el sheriff y de inmediato unos agentes le llevaron al salón, en el que habían
improvisado una especie de despacho para la policía y los CSI.
—Paul, esto va a ser complicado. Nos gustaría que reconociese el cadáver de su exmujer. Y no es
una escena de gusto. Si lo prefiere, podemos esperar a que acaben los CSI y hacer el reconocimiento esta
tarde en el depósito…
—No, no… Deseo ayudar en la investigación. Es que no comprendo nada… ¿la han asesinado?
—Bueno… Todavía no tenemos el informe forense, pero por el estado del cadáver… Diría que
resulta evidente.
El sheriff condujo a Paul a la planta superior, como si conociese ya la casa perfectamente. Él
arrastraba los pies, hundido, sin llegar a creer que todo aquello pudiera estar sucediendo en realidad. Y
por su mente una idea fija le atosigaba: ¿cómo explicarle a Penny que jamás volvería a ver a su madre?
Pero todos los pensamientos se diluyeron cuando el sheriff le señaló el cuerpo de Cathy, tendido boca
abajo en su cama. ¡Qué diablos era aquello! Su exmujer tenía el cuello completamente girado,
evidentemente destrozado, en sentido contrario al del resto del cuerpo. Sus ojos inyectados en sangre
parecían desbordar las órbitas que apenas los sujetaban al rostro. Paul clavó las rodillas en el suelo y se
echó a llorar como un crío, desconsolado.
—Lo siento… Entiendo que es su exmujer —susurró el sheriff, posando una de sus manos en el
hombro derecho de Paul.
Él se limitó a asentir entre sollozos. Pensaba que iba a desmayarse cuando de repente una imagen le
sobresaltó: entre sus rodillas y el pie de la cama descansaba la muñeca de Penny, aquella maldita
muñeca. Estaba tendida de lado, con su perfecto rostro de fina porcelana, y le dirigía una sonrisa de
satisfacción… ¡Sí, le estaba mirando a él, y se complacía por el dolor que el crimen que había cometido
le estaba causando!



El callejón
Por Joaquim Colomer

31 de octubre de 1986

El asesino en serie Jack Brooks, corría desenfrenadamente por las calles de Londres. Dos policías
le pisaban los talones tras su último homicidio: había desmembrado a su última víctima para utilizar sus
órganos en un rito de magia negra.
El asesino se escabulló por un estrecho callejón pasando por debajo de un arco de media luna
compuesto por unas lúgubres piedras antiguas. Sin embargo, para él sería un callejón sin salida, dos
policías más le esperaban al otro lado.
—¡Detente! —gritó uno de los agentes.
Jack, al verse acorralado, cayó de rodillas y levantó las manos.
—Después de las atrocidades que has cometido solo mereces la muerte —dijo el policía mientras
se aceraba a él y le disparaba en el pecho.
Pero Jack sonrió.
—La muerte solo es temporal; juro que volveré —respondió antes de cerrar los ojos.

31 de octubre de 2016

La sombría madrugada había caído sobre Londres. Josef regresaba con su novia Lucy de una fiesta
de Halloween y atravesaban una zona del casco antiguo.
—¿Sabes que hace muchos años mataron a un sanguinario asesino cerca de aquí, Josef? —Él la
observó con escepticismo—. Cuentan que desde entonces, en Halloween, aparece su alma por uno de
estos callejones.
—¡Bah! Tonterías. —Sacudió la cabeza—. Ya sabes que no me dan miedo estas leyendas urbanas,
son absurdas, inventadas solo para asustar a ignorantes.
Se detuvieron ante un estrecho callejón poblado de una densa niebla que no dejaba ver el otro lado
de la calle.
—Mira, algún imbécil que está intentando asustarnos —apuntó Josef.
Lucy contuvo un grito al ver aparecer la figura de un hombre de piel pálida. Llevaba la cabeza
rapada y sus ojos oscuros, como dos pozos negros sin vida, conjuntaban con una nariz aguileña, boca
torcida y ropaje negro. Era siniestro.
—Te estaba esperando —dijo el desconocido con la voz enronquecida y mirando a Josef.
—¿Nos conocemos? —preguntó el aludido—. Por cierto, bonito disfraz —soltó una risotada.
—¿Te atreves? —Con un gesto de la mano le indicó que se acercara.
—¿Atreverme?
—Sí, a cruzar el callejón del miedo. Antes te he oído decir que no temes las leyendas.
Demuéstramelo. —Mostró sus asquerosos dientes amarillos con una desagradable mueca.
Josef inclinó la cabeza hacia Lucy y sonrió con incredulidad.
—En seguida vuelvo.
—¡No vayas! ¡Por favor! —suplicó ella asustada aferrando el brazo de Josef.
—Es un momento. —Le apartó la mano.
Josef caminó, decidido, y entró en el callejón. Un escalofrío recorrió todo su ser al ver que la
niebla no había invadido esa zona. Contempló las lúgubres piedras antiguas de las paredes, las telarañas
campaban a sus anchas por el techo, y nacían tétricos hierbajos bajo sus pies que se enredaban en sus
zapatos. De repente, empezó a brotar sangre de las juntas y unos perturbadores chillidos resonaron por
todo el pasaje.
—¡Qué es esto! —vociferó con el horror plasmado en su rostro.
Se volvió para regresar junto a Lucy, pero cuando intentó atravesar la niebla que tenía delante,
impactó contra algo sólido, un muro invisible.
—¡Lucy, ayúdame! —chilló, poseído por el pánico. Se dio la vuelta y volvió a ver al extraño
hombre que le había invitado a entrar—. ¿Quién demonios eres? —Josef irguió la cabeza con agresividad
y nerviosísimo.
—Me llamo Jack Brooks y hace treinta años que me asesinaron justo en este lugar —dijo. Sacó su
mugrienta lengua y se relamió—. Voy a ser benévolo y te diré la única forma con la que cuentas para
hallar una salida: solo tienes que cruzar este terrorífico callejón y llegar al otro lado, de lo contrario,
morirás.
—¿Co-como dices? —tartamudeó preso del miedo.
—¿Y ahora? —Jack se acercó más a su víctima, salivaba sangre— ¿Tienes miedo, JOSEF? —
vocalizó, moviendo los labios de forma aterradora.
Josef se puso a correr hacia el otro lado del callejón. Se topó con cuerpos mutilados que colgaban
ahorcados y le tiraban del pelo con dedos huesudos y pálidos y lo arañaban con sus roñosas uñas negras.
El suelo estaba bañado en sangre y las carcajadas de aquellos desalmados resonaban por todo el lugar.
Entre chillidos de desesperación y golpeando cuanto se ponía en su camino, Josef logró llegar al final. En
ese momento, una ráfaga de luz impactó contra su cuerpo.
Aturdido, Josef abrió los ojos y un gemido de espanto salió del interior de su garganta al ver su
cuerpo tumbado a su lado.
—Debo darte las gracias, Josef —dijo Jack—. Mi alma ha ocupado tu cuerpo mortal. Pero
tranquilo, tú también tendrás la oportunidad de volver a la vida, solo tienes que esperar hasta el 31 de
octubre para convencer a otro infeliz y que cruce este callejón. Yo he tardado 30 años en salir, a ver
cuánto tardas tú —soltó una risotada—. Me voy con tu chica.
—¡Lucy, no vayas con él!
—Como te decía, cariño: leyendas absurdas para asustar a ignorantes —comentó mientras se volvía
hacia Josef y le guiñaba un ojo a su sucesor.
Jack Brooks acababa de cumplir su promesa: volver a la vida para seguir matando.


Noviembre
Por Marah Villaverde

La ciudad se ha despojado ya del bullicio de las miles de almas que la pisotean a diario, y solo el
cadencioso claqueteo de sus tacones perturba el silencio de las calles vacías. Atraviesa el parque con
cautela, resguardándose entre las sombras, mirando por encima del hombro a intervalos regulares como
si temiera ser descubierta. Cuando por fin adivina su silueta, a lo lejos, acelera el paso.
No puede ocultar que está demasiado nerviosa y reconoce, con una punzada de remordimiento, que
jamás conseguirá enterrar el deseo. Los labios rojos, los tacones cuatro centímetros más altos de lo
habitual y su perfume favorito evidencian que ni el argumento más sólido del mundo es capaz de desunir
el vínculo entre dos pieles que se llaman.
Por fin puede estar a su lado de nuevo, aunque tenga que ser así, a escondidas, aunque nunca sea
suficiente y aunque el peso helado de la culpa siga formando una bola de plomo en su estómago cada vez
que vuelven los recuerdos.
Él ya la espera en el banco junto a la valla.
—Hola, preciosa. Me han dejado escaparme.
—Tan guapo como siempre —responde ella, con la voz medio quebrada y una sonrisa que encierra
toda la tristeza del universo.
—Eso que traes… ¿Es lo que yo creo?
—No podría olvidarlo ni en mil vidas —sonríe orgullosa alargándole el vaso—. Es del sitio que te
gusta. Doble, con nata, canela y tres de azúcar.
Él lo coge entre sus manos, retira la tapa de plástico y aspira profundamente el aroma antes de dar
el primer sorbo.
—No sabes cuánto echo de menos el café.
—¿Y a mí?
—Tonta… A ti te echo de menos más que a nada en el mundo. Como si no lo supieras.
Él alza la vista, la mira, sonríe, se abrazan, se besan. Un beso largo, tan profundo como para que
cada uno pueda decir al otro todo lo que ya nunca se atreverán a decirse en voz alta.
Ella mira al suelo, buscando las palabras, y se mordisquea el labio antes de empezar a hablar.
—Escucha… tengo que decirte algo.
—No es necesario, cielo.
—Sí, sí lo es. No sabes cuánto te echo de menos… Ya sé que lo que pasó fue culpa mía, pero cada
día que pasa me arrepiento más de todo aquello. Yo te quería, y te sigo queriendo. Si pudiera…
—No —corta él—. No se puede dar marcha atrás al tiempo. No importa, sabes que yo también te
quiero.
—No sé qué me pasó. No era yo, me dejé llevar por el miedo, tú sabes que no soy así, que jamás…
—Lo sé. No importa, preciosa. En serio, lo entiendo. Tenías que hacer una elección, y la hiciste. Él
se quedó contigo, y todo lo demás ya no importa.
—¡Pero yo te quiero! —grita ella. Dos gruesas lágrimas ruedan por sus mejillas—. Yo… Quiero
estar contigo —dice por fin, y le abraza fuerte, tan fuerte como un niño perdido abraza a su peluche
favorito.
—No llores. No quiero que llores —dice él. La cubre de besos y entierra la nariz en su pelo—. No
lo hagas más difícil —susurra—. Estaremos juntos. Te lo prometo.
Sus últimas palabras, suaves y reconfortantes como un bálsamo, consiguen que sonría. El mundo a
su alrededor desaparece por completo y, como si fueran los dos únicos habitantes de un islote perdido,
cálido y perfecto, hablan, ríen, pasean, toman café y se besan como dos adolescentes, estirando hasta el
infinito los pocos minutos que el universo les concede cada demasiado tiempo.
—Preciosa, hemos de irnos. Casi es mi hora de volver, y no quiero que te echen en falta en casa.
—¿Ya…? —dice ella, echando un vistazo a su reloj.
—Lo siento. Ya sabes que…
—Claro. Te echaré de menos —dice ella tratando de sonreír, incapaz ya de luchar contra lo
inevitable.
—Nos vemos pronto. Cuídate, ¿vale? —susurra, estrechándola entre sus brazos—. Te quiero.
Ella le besa una última vez y, cabizbaja, da media vuelta y camina lentamente hacia la salida. Sabe
que él se quedará mirándola hasta que desaparezca, y hace un esfuerzo para no girar la cabeza y volver a
encontrarse con sus ojos. Por un momento, quisiera poder retroceder el tiempo y cambiar las cosas;
quisiera haber sido ella quien sintió el frío de la hoja en la garganta, quien vio con horror la traición y la
cobardía en los ojos de la persona que más amaba. Ojalá el cuerpo que siluetearon con tiza hubiera sido
el suyo. Ahí habría acabado todo, y no tendría que pasar el resto de su vida soportando la losa de la
culpa en las entrañas. «Odio las despedidas», piensa mientras, con un último y amargo paso, cruza la
puerta del cementerio que no volverá a pisar hasta el siguiente uno de noviembre.


La semilla arácnida
Por Elisabeth M.S.

Lucas logró llevar aquella relación al siguiente nivel, algo que deseaba desde que posó sus ojos en
una preciosa mujer llamada Elena: joven, morena y con unas caderas bien marcadas.
Llevaba días viéndose con ella y cautivándola con regalos, palabras y alguna caricia, hasta que
llegó el día en el que culminó aquel ritual. Al fin había logrado su objetivo; su único propósito con ella.
—Ya está hecho, mi señor —pronunció con los ojos cerrados al salir del piso de la joven.

Elena se despertó debido a un cosquilleo y quemazón bajo su vientre, sintió movimiento dentro de
su interior junto a unas náuseas que la obligaron a levantarse de la cama y mirar la hora: solo eran las
cuatro de la mañana.
Fue hacia el baño para refrescarse y mirarse al espejo para convencerse de que todo estaba como
siempre, pero el ardor empezaba a esparcirse progresivamente; cada vez era más intenso donde empezó y
se extendía por el resto de su cuerpo. Lo mismo le sucedía con las náuseas, que se convirtieron en unas
ganas de vomitar tremendas.
Mojó su cara con agua fría durante un buen rato para aliviarse, pero sin lograr una mejoría.
De repente un pinchazo la atravesó del ombligo a la tráquea, obligándola a encogerse por completo
en el suelo del baño. Pudo sentir como en esa sensación espeluznante, que había experimentado segundos
antes, se había instalado el cosquilleo y ardor que se inició en su bajo vientre. El miedo, el terror y la
desesperación la bloquearon por completo, estaba totalmente paralizada por el pánico.
Pero pronto su cuerpo se vio obligado a moverse; las ganas de devolver fueron más intensas y
tanteó el suelo del baño con sus manos para acercarse al inodoro y vomitar. Abrió la tapa y colocó sus
manos alrededor de la cerámica para sujetarse con fuerza, apenas se mantenía en pie. Esa vez, lo que se
conoce como arcada, fue muy distinta a las otras veces que las había sufrido; el maldito ardor y
cosquilleo que estaba atravesando su cuerpo por completo había llegado hasta su garganta para abrirse
paso al exterior, y aquello sí que fue espeluznante cuando Elena vio el líquido que había expulsado de su
interior: una mezcla de bilis amarilla con unas bolas diminutas negras que dejaban a su paso un rastro del
mismo color. ¿Qué era eso? ¿Qué había comido? Estaba claro que algo le había sentado mal.
Tiró de la cadena y se sentó en el suelo otra vez, pero esta vez apoyándose en la pared para poder
tranquilizarse y respirar tranquila. Se convencía a sí misma de que solo era una indigestión, nada más. A
pesar de que la quemazón seguía en su interior, logró calmarse un poco.
Sin tener los ojos cerrados del todo, tuvo la sensación de haber visto algo moverse en el inodoro;
creyó que se trataría de la vista borrosa típica de las bajadas de tensión después de hacer tanto esfuerzo,
pero al ver que persistían unas manchas negras diminutas en el retrete fijó su turbia visión en él. Y algo
se estaba moviendo allí y se dirigían hacia ella.
Empezó a arrastrarse hacia atrás por el suelo, pero aquellas pequeñas y aterradoras criaturas se
aproximaban hacia ella a gran velocidad. Ella con los pies intentaba apartarlas e incluso matarlas; pero
lo único que consiguió fue que se engancharan a su piel. La respiración y los gritos de la joven se
agitaron, pero más se exaltó cuando sintió como al paso de esas diminutas alimañas se le desgarraba la
piel y se formaba un reguero de sangre: la estaban devorando.
Ella, entre gritos y lágrimas, intentaba quitarse con las manos esa especie de arañas de las piernas.
Algo que fue imposible, ya que a medida que se alimentaban de su sangre, más grandes se hacían.
Volvió a sentir el mismo pinchazo que la dejó bloqueada minutos antes, esta vez en su bajo vientre;
pero fue mucho más intenso y acompañado de un crujido aterrador en su pelvis. ¿Qué narices estaba
pasando? Se sentía totalmente perdida y enloquecida, hasta que sintió, una a una, la salida de cada una de
aquellas diminutas arañas por su matriz, rompiendo su ropa y esparciéndose por todo su cuerpo a medida
que iban saliendo, devorándola por completo por fuera y por dentro, hasta que no dejaron ni un trozo de
carne en aquel aseo.

Lucas esperaba en un callejón fumándose un cigarrillo mientras sujetaba una urna negra. Cuando vio
a la primera araña salir por una tubería abrió el recipiente en el suelo y, en un minuto, todas se instalaron
en aquel envase. La cerró para entregársela a su Amo y encomendar así su deuda con él: librarle de la
muerte y vivir eternamente en el mundo de los mortales como un joven atractivo y arrebatador, pero
incapaz de engendrar un ser humano, solo esparcir una semilla arácnida que depositaba en el cuerpo de
una joven cada año, para así sacrificarla.
Caminó hasta el portal que se abría cada 31 de octubre y dejó la oscura urna enfrente de aquella
puerta lumínica y estremecedora; invocando al Señor. Éste no tardó en aparecer, rodeado de humo negro
y rojo, para hacerse con su dádiva: una joven hermosa arrebatada del mundo de los mortales para poder
llevar a cabo sus deseos y caprichos más oscuros.
Un pacto de sangre ancestral para no arrebatar más vidas mortales; con las que llevar a cabo sus
prácticas más oscuras y temibles.

Tengo un secreto
Por Roxana Bugaiciuc

La oscuridad se acercaba a pasos agigantados, cubriendo poco a poco la pequeña ciudad.
Ya es hora de cerrar la biblioteca pública, pensé alegre. Trabajaba aquí como bibliotecario desde
hacía muchos años, hasta la consideraba mi segunda casa. Las horas pasaban volando entre las
estanterías, y el constante flujo de personas me mantenía ocupado lo suficiente como para no aburrirme.
Todas las luces empezaron a apagarse poco a poco cuando vislumbré un leve movimiento al fondo
de la sala. Curioso, me acerque despacio, mirando entre las estanterías; sin embargo, la oscuridad me
impedía ver más allá.
—¿Quién anda allí? —pregunté.
—Tengo un secreto, tengo un secreto.
La voz era áspera, parecía más bien un susurro que se repetía sin cesar.
—¿Esto es una broma?
Retrocedí unos pasos, inseguro. Sin darme cuenta, me choqué con alguien que estaba detrás de mí.
Di un brinco.
—Oh, lo siento mucho —soltó sonriendo mi ayudante—. Como vi que no habías salido pensé
esperarte.
—Gracias, ¿has oído eso?
—¿El qué? —Preguntó, confusa.
—No sé, me pareció escuchar a alguien hablar al fondo de la sala. —Me rasqué la cabeza mirando
en la misma dirección que antes.
—No te preocupes —replicó ella con una sonrisa extraña en el rostro. Tengo un secreto.
—¿Cómo? —Me volví perplejo, con los ojos como platos.
—Que no te preocupes, cerraré yo la biblioteca —explicó divertida—. Seguro que tu esposa te está
esperando, ya es tarde, ¿no crees? ¿Estás bien? —Preguntó, preocupada.
—Sí, sí, muy bien... Será el cansancio, que ya llevo unos días sin dormir bien. Ten cuidado, ¿vale?
Hay mucho pervertido por allí suelto.
Y con esas palabras salí corriendo del trabajo para coger el medio de transporte. Aunque me
encantaba ser bibliotecario, vivía un poco lejos; sería un auténtico suplicio volver andando tanto
trayecto.
Cuando por fin conseguí subir al autobús, estaba medio desmayado por la fatiga.
El conductor me regaló la misma sonrisa extraña que mi ayudante me había brindado anteriormente.
—Buenas noches —murmuré fatigado.
—Buenas noches —contestó el conductor—. ¿Sabe?... Tengo un secreto.
Le observé durante un largo momento.
—Señor —volvió a decir—, son 1 euro con 20. No tengo todo el día.
—Sí, claro —balbuceé confuso, sudando a mares.
El autobús estaba sumido en la penumbra, con pocos pasajeros que me estaban observando con
fijeza. Se pusieron el dedo índice en los labios, imitando el gesto del silencio. Ladearon la cabeza y
sonrieron al mismo tiempo.
Atónito, quedé paralizado, ¿qué estaba pasando? Me volví hacia el conductor, que me estaba
devolviendo la mirada exasperado.
—Señor, no puedo poner el bus en marcha si no está sentado —soltó, con toda la paciencia que le
quedaba—. ¿Está usted bien? —preguntó con falso interés.
—Sí, perdón. Ha sido un día largo, ya me entiende.
Di la vuelta y todo parecía estar normal. Nadie me prestaba la menor atención. Qué raro, pensé.
Toqué mi frente para ver si tenía fiebre, me estaba volviendo paranoico.
Cuando por fin llegué a casa, sentí alivio.
—Cariño, ¡ya estoy en casa! No te vas a creer el día que llevo.
Subí impaciente las escaleras, entré en el dormitorio y le di un beso. —Pensé que me volvía loco
—seguí entre risas, dándome un leve golpecito en la frente con la mano—. Qué tonto soy. Será por culpa
de la falta de sueño... No te preocupes.
Cansado, me quité la ropa y entré rápido a la ducha. Tenía una sensación de suciedad por todo el
cuerpo. A medida que me duchaba, el gran espejo que tenía en el baño empezó a empañarse.
Nada más salir, horrorizado, vi escritas en el espejo las mismas malditas palabras que me habían
estado persiguiendo desde antes de salir del trabajo. Tengo un secreto.
Salí corriendo del baño para ver si mi esposa estaba bien. No había sido ella; hice un recorrido por
toda la casa acompañado de mi bate de béisbol que tenía preparado para posibles sorpresas
desagradables. Nada.
Como era de esperar, no pude pegar ojo en toda la noche, cualquier ruido me hacía sobresaltar,
como un conejo asustadizo. Así pasé la noche entera; por la mañana, por supuesto, estaba agotado.
Una vez más, salí corriendo de casa, con el reloj avanzando en mi contra; sin embargo, no pude
llegar demasiado lejos. Susana, la mejor amiga de Claire, mi esposa, empezó a perseguirme a gritos.
—Matt, espera, ¡quiero hablar contigo!
—Lo siento, Susana, no tengo tiempo, quizá más tarde.
—Será solo un minuto. Hace unos días que no veo a Claire, ni ha dado ninguna señal, quiero saber
si está bien —exigió.
Nunca nos habíamos gustado, acostumbrábamos a evitarnos y hablar lo justo, por tanto, su forma
brusca de abordarme me dejó desconcertado.
—Está muy ocupada con su nuevo libro. Ha estado escribiendo todos estos días, sin prestar
atención a nada más. Ya sabes cómo es —solté de mala manera, igualando su tono.
—Me da igual —respondió, y se acercó hasta chocar su nariz con la mía—. ¡La quiero ver!
Mi mal genio amenazaba con salir a la superficie; sin embargo, intenté calmarme. Inhalé y exhalé
unas cuantas veces.
—Muy bien. Si tanto quieres hablar con ella ven a nuestra casa esta noche, sobre las 22 horas.
Antes no va a poder, como te he dicho, trabaja mucho. —Esbocé una sonrisa forzada, a ver si así me
podía librar de ella.
—Vale, allí estaré —murmuró entre dientes. Y así, sin más, se dio media vuelta y desapareció por
donde había venido.
Lamentablemente la suerte no me acompañaba, era más que evidente. No solo llegué tarde al
trabajo, si no que me tiraron café hirviendo encima. Las mismas palabras me perseguían sin descanso.
—Oye —llamó la atención mi ayudante—, ¿has leído ese nuevo libro?
—¿Cuál? —pregunté, distraído.
—Se llama «Tengo un secreto», está muy de moda.
Me quedé parado, dejando de lado lo que estaba haciendo.
—Perdona, ¿me puedes repetir el nombre? —Esperaba no haber escuchado bien lo que acababa de
decir.
—Estás muy ido últimamente. Como te estaba diciendo, el libro se titula «Tengo un secreto»,
aunque no creo que te llame demasiado la atención. Va de un hombre de negocios que...
Dejé de escuchar su parloteo y enseguida me sentí mejor. Eso debía ser, ¡lo había estado escuchado
anunciado por varios medios!
Suspiré aliviado. Seguí trabajando, sin hacer caso a esas palabras. Como también dejé de hacer
caso al monstruo que aparecía en el espejo de mi baño susurrando, arrastrando aquellas mismas palabras.
Estaba muy animado. Ni siquiera la presencia de Susana delante de la puerta de mi casa consiguió
borrar mi enorme sonrisa.
—Entra, querida —le dije siendo todo un caballero.
Ella se quedó sorprendida por mi actitud, pero no dijo nada al respecto.
—Claire —chilló nada más entrar.
—Ten paciencia, está encerrada arriba en el cuarto, ya sabes, trabajando. Ahora subo y le diré que
baje. Ponte cómoda en el salón. Dicho esto subí las escaleras de dos en dos.
Poco después bajé y la encontré caminando de un lado a otro.
—Bajará en 15 minutos, dijo que quiere ducharse antes, para estar presentable. ¿Te hago un té
mientras esperas? —le sonreí con amabilidad.
—Sí, gracias. —Se sentó en el sofá, alisando su vestido casi obsesivamente.
Volví a los 5 minutos con dos tazas humeantes. Dejé una delante de ella y me senté en frente suya.
—¿Cómo estás? Ya sé que no somos amigos ni nada parecido —dije dándome pequeños golpecitos
en la barbilla—, pero creo que por el bien de Claire deberíamos intentar serlo. Cambié de opinión con
respeto a ti hoy, al ver la preocupación que sentías por ella.
Dio unos cuantos sorbos al té, y se quedó reflexionando pensativa.
—Vale. Aunque antes de ir más lejos con nuestra amistad —dijo en tono sarcástico—, me gustaría
saber su opinión sobre este asunto. La verdad es que…
Intentó dejar la taza sobre la mesa pero no lo consiguió. Resbaló de sus temblorosas manos,
cayendo al suelo con un pequeño estruendo. —Yo...
No pudo terminar bien la frase. Me miró con el rostro pálido, sus movimientos eran los típicos de
un borracho.
—¿Quee meee hasss heeechooo? —consiguió arrastrar las palabras.
—Oh, no te preocupes, cielo. Verás, como mencione antes me gustaría mejorar nuestra amistad; sin
embargo, para ayudar a llevar a cabo dicho propósito te he drogado un poco...
Silbando fui y abrí el armario, de donde saqué varias cintas adhesivas junto con unas esposas, y
cuerda.
Ella se precipitó al suelo como un peso muerto, intentando arrastrarse hacia la salida.
—Oh cariño, no te molestes.
Le puse el pie en la espalda impidiendo su avance.
—En el fondo todo esto es culpa tuya. Le dijiste a Claire que ¡no estábamos hechos el uno para el
otro! ¡Si somos perfectos! —Reí entre dientes—. Y, como la quiero tanto, quiero que tenga compañía
mientras yo esté trabajando para mantenernos.
Le tapé la boca con la cinta y le esposé las manos, aunque para los pies utilice cuerda. Poco a poco
la fui arrastrando hasta el dormitorio principal, donde nos esperaba Claire.
—¡¡A que es preciosa!! —susurré con los ojos brillantes. Mi esposa yacía en la cama vestida con
un precioso vestido rojo sangre. Estaba igual de guapa que el día que la maté.
—Tuve que embalsamarla, ya sabes —le expliqué contento—. Seguirá así de preciosa para
siempre.
Casi se me salían las lágrimas de alegría.
Susana intentó gritar, en vano, la cinta le impedía soltar más que unos breves gruñidos histéricos.
—Y yo que pensaba que habías descubierto mi secreto. ¡Si soy el hombre prefecto!
Me acerqué a la mesilla de noche y saqué un cuchillo grande, comprobé la hoja, perfecta para
cortar.
—Bueno cielo, ahora estaremos los tres juntos para siempre, para que veas que en el fondo te
aprecio mucho.
Luchó en vano, ya no tenía apenas fuerzas. Lentamente la cogí por los hombros y la arrastré de
nuevo, pero esta vez al baño.
—No queremos manchar el suelo, ¿verdad? —murmuré, y le di un beso en la frente mientras
cerraba poco a poco la puerta.
Lo que pasaba entre las cuatro paredes de mi casa, se quedaba aquí para siempre.

Escalofrío
Por Eduardo Martínez-Abarca

¿Nunca habéis sentido un escalofrío en el cuello al notar algo a tu espalda y que te hace volverte
de golpe para suspirar aliviado porque es tu novia o el vecino? A mí me ha ocurrido muchas veces.
Cuando llevo mucho rato en silencio, solo, o porque pienso cosas raras.
Lo que nunca me había pasado es notar en la nuca ese escalofrío de patas correosas y peludas que
mi mente inventa y volverme y no encontrar nada ni a nadie. ¿El viento frío? No, no era eso. ¡A pleno sol
de pleno verano y la carne de gallina! Sigo andando por la calle vacía. Sí, está vacía. No hay nadie.
Normal. A esta hora… Otra vez esa sensación en el cuello. No voy a volverme. No soy un idiota
miedoso. No sé si oigo algo detrás de mí. Allí en la esquina que está a pocos metros corre un líquido
oscuro, casi negro. Me paro. ¿Voy a mirar? Algo rasposo suena por ahí delante. Una leve corriente de
aire en la oreja izquierda. Como cuando alguien te susurra. Me giro, no puedo evitarlo. Nada. El sonido
rasposo es más intenso, justo al otro lado de la esquina. Sé que es una bobada pero me doy la vuelta y
camino rápido. La respiración se me atasca. Miro hacia atrás. Nada. No ocurre nada. Soy un idiota. ¡Si
alguien me viera! Casi he llegado a la otra esquina. Me paro. Escucho. Sí. Otra vez ese sonido de tela
con piedra o hueso con tierra o carne con… ¿Y ahora? Piensa. Respira. ¡Ya sé! Cruzaré la calle. Eso es.
Por la costumbre miro a un lado y a otro aunque no pasa nadie. Nadie aparece en las esquinas de la acera
de enfrente. Ahí hay una tienda. ¿Estará abierta? ¡Sí! Una campanilla me anuncia pero nadie sale a
atenderme. Me apoyo en el mostrador. Respiro. Maldito escalofrío. Malditas patas correosas y peludas.
A mi espalda suena la campanilla y me vuelvo para suspirar aliviado como siempre. Pero esta vez no.
Esta vez se acabó.


Nunca es tarde para conocer al abuelo
Por Jordi Bertrán

Cuando Pol recibió la noticia del fallecimiento de su abuelo paterno, un perturbador sentimiento se
apoderó de él: la indiferencia. No sentía nada.
A sus once años entendía que algo no debía funcionar bien en él. Rebuscó en su interior, se hubiese
conformado con hallar un simple remedo de emoción, pero fue en vano. La pérdida de un abuelo debía
traer consigo lágrimas y aflicción, frustración y rabia. En cambio, él solo asintió con la cabeza a su
dolido padre y le abrazó fuerte, aunque no tanto para consolarle como para ocultar la total inexpresividad
en sus facciones.
Aquella misma noche, cuando su madre subió a darle las buenas noches y asegurarse que ya no
necesitaba un cuento para conciliar el sueño, Pol, a su manera torpe e infantil, le transmitió sus
preocupaciones. Le habló de Alberto, un compañero de colegio que meses atrás había perdido a su
abuelo, y del que recordaba sus lágrimas, el nudo en el estómago, su mirada perdida... síntomas que Pol
creía que debía estar experimentando él también, y no era así.
Los labios de su madre esbozaron una sonrisa que no consiguió extenderse a su mirada. Se sentó a
un lado de la cama y, retirándole el mechón rebelde de la frente a su hijo, le habló con palabras
tranquilizadoras.
—Las personas lloramos la pérdida de quienes amamos, es una reacción lógica cuando lo que tanto
queremos, ya no está. Alberto lloró la muerte de su abuelo porque, para él, era una figura cercana que dio
y recibió amor. Vosotros, tú y Mireia, no conocisteis a los padres de tu padre. A eso mismo me refiero,
cariñito. No debes preocuparte por no sentir pena por la muerte de alguien que nunca viste, que nunca
sentiste.
—Y ¿por qué nunca fuimos a verlos? No vivían tan lejos.
—No, no vivían tan lejos —reconoció su madre —Pero a veces la lejanía no se mide en
kilómetros, sino por lo que hay aquí —golpeó cariñosamente el pecho de Pol que, no obstante, la miró
con expresión rara. Ella sonrió—. Ya sé lo que debes pensar: esta madre mía a veces habla de forma
extraña.
—Mmm… a veces, a veces... diría que bastante a menudo, mami.
—¡Pero bueno!
Pol se encogió ante el ataque de cosquillas de su madre.
—¿Vas a estar bien? —preguntó ella cuando sus risas se apaciguaron.
—Sí, mami. Solo una pregunta más.
—Claro, amor.
—El abuelo... ¿era malo?
Su madre lo miró con cierta tristeza. Suspiró.
—Digamos que no era una buena persona —dijo —Pero era el padre de tu padre, y solo por
respeto a él deberíamos dejar de hablar sobre este asunto. No te importa, ¿verdad, cielo?
Pol negó con la cabeza.
Le dio un fuerte beso a su madre en la mejilla.
—Te quiero, mami —le dijo, y fue cómo un bálsamo para ella. La dureza en sus ojos perdió
consistencia, y hasta sonrieron.
—Y ahora voy a ver a tu hermanita —le susurró con un mohín divertido en sus labios —.Al menos
ella sí querrá que le lea un cuento.
—Oh mama, me gusta mucho que me leas cuentos —Pol empezó una parodia de protesta—, pero es
que pronto cumpliré los doce. A ninguno de mis amigos del cole les leen cuentos a los doce años.
—Eso es lo que te dicen, porque les avergüenza. Contar cuentos nunca debe estar sujeto a la edad.
—¿Le lees cuentos a papá?
Su madre no pudo evitar reír ante semejante ocurrencia, y tuvo que darle la razón a su hijo. Le
envió un beso desde la puerta y la cerró.
El sueño se presentó pronto, y Pol le invitó a pasar con una sonrisa bobalicona en sus labios. Pero
antes de caer en el profundo pozo, un instante de duermevela hizo emerger un recuerdo. El de la única
ocasión que había hablado por teléfono con el abuelo Elías. De aquello hacía cuatro años. Todo lo que su
abuelo le dijo había resultado desagradable, casi obsceno. Pero fue lo último que escuchó lo que provocó
que el cerebro de Pol encerrase bajo llave dicho episodio. Y ese recuerdo estalló ahora en su memoria.
—Tú y yo nos vamos a conocer muy pronto, guapito, vaya que sí. Y ni la zorra de tu madre podrá
impedirlo.
Se durmió

El oscuro pasillo por el que avanzaba era largo. Tanto, que Pol no alcanzaba a adivinar su final. Le
pareció que se encontraba dentro de un espejo, y el pasillo se veía reflejado hasta el infinito. Una música
extraña llegaba hasta él desde una distancia infinita, una música de gramófono.
Había alguien detrás suyo. Se detuvo. Se dio la vuelta y la vio. Era una figura plantada en medio del
pasillo, observándole.
—¿Hola? —dijo Pol tímidamente. Pero la figura no respondió. Lucía unos cabellos blancos muy
lacios que le caían sobre su pecho.
Presa de un terror indefinible, Pol apretó el paso, pero sentía cerca la presencia de aquella
aparición. Se detuvo y volvió su cabeza. La figura seguía ahí, le pareció que a la misma distancia de él.
—No sigas —oyó que le decía.
—¿Quién eres? —preguntó Pol, aunque no estaba muy seguro de querer averiguarlo.
—Eso no importa. No sigas. Debes despertar ahora, pequeño Pol.
—¿Despertar? ¿Estoy soñando?
—No es un sueño. Es SU sueño. No debes permitir que te atrape.
—¿De quién hablas?
—De tu abuelo.
—Tú... ¿eres mi abuela?
—Él me hizo daño —El dolor con que pronunció esas palabras estremeció a Pol —. Me encerró.
No debes mirarle a los ojos. Sus ojos tienen algo diabólico. Te encerrará como hizo conmigo, si le miras
a los ojos. ¡Debes despertar ahora!
Una sombra cruzó junto a Pol con un suspiro helado, abalanzándose sobre la figura de su abuela,
rodeándola y arrastrándola a las tinieblas informes y remotas.
Su abuela no emitió sonido alguno, como si hubiese esperado que aquello ocurriera, tan solo su
suplicante brazo dirigido hacia Pol. Y éste se quedó solo en la oscuridad.
La música cobró fuerza entonces. Y ahora logró identificarla. Se trataba de una nana que su madre
le cantaba en la cuna, un entrañable recuerdo recuperado de los entresijos de una memoria infantil que ya
cedía paso a una más adulta.
Había una puerta más adelante, bajo la cual se adivinaba una luz tenue, pero cautivadoramente
atrayente, como el resplandor de la lumbre en una desapacible noche de invierno.
Dirigió sus pasos hacia allí.
Se detuvo detrás de la puerta y escuchó aquellas tonalidades de su infancia que un viejo gramófono
iba desgranando. Inconscientemente, una sonrisa se dibujó en los ojos de Pol.
Empujó la puerta.
Lo que vio le dejó anonadado. En el fondo, una vocecita le susurraba que aquello no estaba bien,
que la escena que sus ojos estaban contemplando contenía una carga de demencia y maldad de la que
debía huir apresuradamente, antes que fuese demasiado tarde.
El anciano estaba de pie, frente a un gran espejo tocador, contorneando una decrepitud que la
lencería decimonónica que llevaba puesta, no lograba ocultar. Las deslustradas bragas eran demasiado
grandes para sus enjutas caderas, asomando sus testículos por debajo, mientras que los amarillentos
sujetadores formaban bolsas huecas en un pecho hundido.
Se estaba probando un sombrero tipo pamela de exuberante color morado, valorando el resultado
positivamente. Fue entonces cuando sus vivos ojos repararon en él y, a través del espejo, le sonrió
mostrándole sus dos únicos dientes.
—Hola —dijo con un deje de gangosidad.
—Hola —repuso tímidamente Pol, aun sin atreverse a dar un paso hacia el interior.
—Pol, guapito Pol. Nos conocemos al fin. ¿Recuerdas que te lo prometí?
Pol asintió, intimidado.
En un rincón había una mesita, sobre la cual, una masa negra palpitaba como un corazón
gangrenoso. De ella, nacía una especie de apéndices vivos que trepaban por las paredes y se arrastraban
por el suelo. Pol observaba, entre aterrado y fascinado.
—Oh, esto... —dijo el anciano —Es lo que me ha estado consumiendo durante mucho tiempo,
guapito Pol, devorando mis pulmones y extendiéndose por todo mi cuerpo. Pero voy a hacerte una
confidencia: Lo a-m-o. Sí, lo amo con todas mis fuerzas, porque gracias a él estoy aquí, contigo, y
podemos conocernos al fin.
Con una serie de latidos gelatinosos, la masa amorfa, que era el Cáncer de su abuelo, pareció
querer mostrar su complacencia ante aquella muestra de afecto del anfitrión hacia su huésped. Sus
venenosas raíces se alargaron, reptando, ganando terreno por la habitación. A Pol le recordó a un gato
desperezándose de placer ante las caricias de su amo.
—¿Por qué no pasas, guapito? —Dijo el anciano—. Me estaba cambiando de ropa, pero ya he
terminado. ¿Te gusta? —acarició la textura de su sombrero.
Pol asintió.
—¿Sólo sabes mover la cabeza, guapito? ¿No sabes hablar? ¿La zorra de tu madre ni siquiera se
tomó la molestia de enseñarte?
—Mi madre no es...
—Oh, claro que lo es —cortó el viejo, cuya sonrisa se ensanchó. Se dio la vuelta muy despacio,
haciendo que Pol retrocediera, pero no huyera—. Siempre lo ha sido, y lo será hasta el último día,
cuando los gusanos empiecen a comérsela.
La vista de Pol no se había despegado del reflejo en el espejo, y ahora se dio cuenta que, en él,
contemplaba el trasero caído del anciano. Empezó a mover la cabeza negativamente. De repente sentía la
advertencia de su abuela latiendo al mismo ritmo que los alocados latidos de su corazón: «¡No le mires a
los ojos!».
—Pooooool.
Pol levantó la mirada, hipnotizado por aquella voz que había pronunciado su nombre. Entonces,
unas manos huesudas se aferraron con brutalidad a sus mejillas y le obligaron a encararse con el horror.
El rostro de su abuelo.
—Mírame —su aliento apestaba a armario viejo, a polillas. Toda resistencia era inútil—. Ya eres
mío.
Pol abrió los ojos a la oscuridad de su habitación. Aunque aterrado todavía por la onírica
experiencia, sintió un indescriptible alivio al constatar que todo había sido una pesadilla.
Cerró los ojos, pero sus párpados no se movieron. Lo intentó una segunda vez, pero de nuevo no
hubo reacción. Una tercera vez, ahora imprimiendo toda la fuerza que pudo reunir, pero que de nada
sirvió.
Entonces un empalagoso terror se apoderó de él al comprobar que tampoco era capaz de mover sus
miembros. Era como si alguien le hubiese atado mientras él dormía, pero aquello no era posible. Sentía
libre sus muñecas, sus tobillos, su cuello... pero ninguna orden de movimiento que su cerebro mandase a
su cuerpo era respondida por una acción real.
Quiso gritar, llamar a su mamá, pero su lengua se había convertido en un apéndice extraño, ajeno a
él. Fuera lo que fuese lo que le estaba sucediendo, solo le permitía mover los ojos.
Y entonces lenta… muy lentamente, la puerta de su habitación se abrió.
Los asustados ojos de Pol se movieron hacia aquella dirección, esperando encontrar la
tranquilizadora figura de su madre recortada en el marco de semioscuridad. Pero allí no había nadie.
—¿Mama? —pronunció su mente. Percibió que algo entraba gateando en su habitación— ¡¡Mama!!
Pero no era su madre; ella no habría entrado de aquel modo.
Transcurrieron unos angustiosos segundos. Entonces, la puerta, con una parsimoniosa lentitud,
volvió a deslizarse, cerrándose con un breve pero audible chasquido.
El anormal silencio que sobrevino a continuación resultó ensordecedor. Pol sabía dos cosas: que
ninguna corriente de aire había abierto la puerta y vuelto a cerrarla. Y que algo estaba a punto de suceder.
Y de la misma forma imprecisa comprendía que su actual parálisis era causada por aquello, fuera lo que
fuese, que se había introducido en su habitación.
Respiraba. Escuchaba una respiración detrás de la cortina, aunque más le pareció un jadeo ronco.
La imposibilidad de mover su cabeza hizo que, solo por el rabillo de sus ojos, intuyese el bulto oculto
tras la tela. Luego este se escabulló hasta el lateral de su cama. Y ahí se detuvo, respirando.
—Pooooool.
Un terror le atenazó las entrañas cuando creyó que aquella respiración había modulado para
pronunciar su nombre. Estaba decidido a creer que habían sido imaginaciones suyas, cuando sintió que
alguien le tocaba la mano derecha. Primero un suave roce, casi imperceptible. Luego, dos garras se
cerraron con fuerza en torno a los dedos de su mano, despertando un dolor en él que habría arrancado un
grito a su garganta.
Algo comenzó a trepar. Pol notó el anormal hundimiento en su colchón, a su derecha, y escuchó el
crujir de las sábanas al ser retiradas parcialmente, para que aquello que se arrastraba hasta él, se
introdujese. Un frío que jamás había experimentado, golpeó su pecho, le pellizcaba los muslos, ascendía
hasta su cuero cabelludo.
—Poooool. Mírame, guapito.
Como si aquella orden activara algo en su cerebro, Pol asistió aterrado a cómo su cuello empezaba
a girar hacia su derecha. Y con él, su cabeza y sus ojos.
Él estaba ahí. Sus ojos eran la viva representación de un odio que no conocía límites.
Y le sonreía.
Una grotesca lengua resbaló por aquellos labios ajados, putrefactos, reptando por el rostro de Pol,
la viscosidad de su lengua mezclándose con las lágrimas que empañaban los ojos del pequeño,
ascendiendo hasta posarse en su oído izquierdo.
Comenzó a lamer.
Lo último que escuchó Pol antes de caer en la negra nada, fue una voz. La de él, susurrándole:
—«Nunca es tarde para conocer al abuelo».


La casa
Por Teresa Guirado

Se sentó y puso la mano sobre el lector digital. Las luces del panel de mandos cobraron vida. Con
voz pausada y monótona indicó la primera orden:
—Cinturón on.
De inmediato se sintió arropado en pecho y cintura por su asiento. <Clic>, <clic> y comenzó a
oírse el tenue zumbido del motor. Presionó con la espalda el respaldo y se inclinó hacia atrás hasta que
se sintió cómodo.
—Ruta on. Destino casa.
El vehículo comenzó a ronronear más fuerte y accedió a los nuevos mandatos. Se puso en camino.
—Tele on. Canal noticias.
Una amplia zona de la luna frontal se tornó opaca y comenzó a mostrar varias secuencias de gente
corriendo, con pañuelos rojos al cuello, mientras el comentarista narraba los incidentes producidos en
los Sanfermines durante la mañana.
Suspiró y chasqueó la lengua con desdén. Como gran experto en robótica que era las imágenes
mostradas le resultaban carentes de emoción. Sabía de sobra que esos cibertorosen ningún caso harían
daño a nadie a no ser que los corredores hicieran algo sumamente descabellado. Cumplían a la
perfección la primera ley de Asimov: «Un robot no hará daño a un ser humano o, por inacción, permitir
que un ser humano sufra daño».
—Tele on. Canal porno —ordenó.
Imágenes de cuerpos desnudos practicando sexo aparecieron ahora ante su vista. Tampoco eso le
satisfizo. Moría por llegar a casa y reencontrarse con su pequeña y adorada Marisa. Recién casados,
justo en lo mejor, y a él le envían a ese estúpido congreso. A pesar de los siete días en ayunas la
carnalidad de las escenas le desagradó.
—Tele on. Canal naturaleza.
Árboles, riachuelos y pájaros. Eso le pareció bien. Se impulsó hacia atrás, un poco más, decidido a
relajarse. Había sido una semana tremendamente dura y solitaria sin su Marisa.
Cerró los ojos dejándose mecer por el movimiento del vehículo y los sonidos del bosque que
emitían los altavoces. Sin darse cuenta se vio llegando a la amplia avenida, al final de la cual, se
encontraba su casa.
Desde la distancia le sorprendió la oscuridad reinante en su domicilio. El contraste de la acera
iluminada contra el vacío que se apreciaba a partir de las vallas de altos y tupidos setos que delimitaban
su propiedad.
No era normal. A esas alturas de la tarde su mujer debía llevar en casa un par de horas al menos. Y
eso tampoco era necesario. El hecho es que las luces estaban programadas para encenderse al anochecer
cuando la intensidad lumínica descendía.
Toda la casa estaba automatizada por él para que resultara lo más cómoda posible. Lo había
controlado todo. ¿Un fallo general de la zona? No, porque el resto de casas colindantes sí tenían luz. Si
sólo era en su casa, ¿por qué no había saltado el circuito de emergencia que también tenía previsto?
—Tele off.
La luna frontal volvió a aclararse mientras el vehículo reducía la velocidad y entraba suavemente
en su jardín. Observó con detenimiento a su alrededor. No alumbraban ni las luces que señalaban el
camino al garaje, ni las del interior de la casa, ni las que indicaban el acceso a la entrada principal.
Se detuvo frente a la puerta del garaje que permaneció cerrada ante él. Eso tampoco era normal.
Tras unos segundos el leve zumbido del motor disminuyó más todavía.
—Problema en fin de ruta —señaló la voz antinatural del ordenador de a bordo.
—Ruta off. Cinturón off —le contestó él y el motor se apagó.
Bajó preocupado y dirigió sus pasos hacia la puerta principal de su hogar. Colocó la mano sobre el
lector digital el tiempo suficiente para decidir que aquello no funcionaba. Caminó hacia la puerta de la
cocina, a la derecha del esbelto edificio blanco de dos plantas. Tampoco esa entrada cedió a sus huellas.
Llamó entonces a Marisa. Su inquietud crecía y necesitaba saber que ella estaba bien. Habló con su
reloj de muñeca para seleccionarla como receptor pero nadie le contestó. En lugar de eso escuchó un
mensaje indicándole que el dispositivo llamado estaba apagado.
La última posibilidad era el garaje así que retrocedió sobre sus pasos para comprobar que la puerta
tampoco se abría por mucho que insistió en quitar y poner la mano una y otra vez sobre el sensor táctil,
desesperado ya, como empezaba a estar, por poder entrar en su domicilio.
En su desquicio recordó de golpe que la puerta abatible tenía una posición que permitía la apertura
manual. Volvió al vehículo y rebuscó en la guantera hasta encontrar la llave de emergencia. Un objeto de
metal que jamás se había visto obligado a utilizar antes, pero que siempre se preocupaba de dejar en
lugar seguro. Cuánto más conoces los entresijos de computadoras y robots, más claro tienes los fallos y
problemas con los que puedes encontrarte.
Preparó la maneta, jugó con la llave hasta que logró introducirla en el agujero indicado y elevó la
puerta lo bastante para colarse en el interior.
Tuvo que activar el modo linterna en su reloj para poder ubicarse en el lugar. El vehículo de Marisa
dormía allí, ¿dónde estaba ella entonces? Aumentó su inquietud y su velocidad. Se dirigió rápidamente a
la puerta de acceso a la vivienda.
—¿Marisa? ¿Marisa? —gritó nervioso.
¿Una broma tal vez?, ¿una fiesta sorpresa? Por su cabeza pasaron mil ideas para explicarse a sí
mismo la situación.
Con el brazo extendido para guiarse por la luz de su reloj de muñeca avanzó por el pasillo, accedió
a la cocina, al recibidor y llegó al salón. Todo a oscuras pero todo en calma. Fue en el salón donde algo
cambió.
La pared que alojaba el dispositivo de visión parpadeó mostrando que iba a encenderse. Eso le
hizo frenar en seco su inspección. Quedó en pie frente a ella esperando ver qué ocurría. Para su sorpresa
la enorme pared comenzó a mostrar imágenes de su mujer.
La automatizada casa tenía cámaras hasta en el baño. Marisa aparecía en la bañera dándose un baño
de espuma. Luego mostraba su espalda seleccionando un modelito de su enorme vestidor. Frente al
espejo de su tocador, poniendo color en sus mejillas y repasando las sombras de colores de párpados y
ojeras que tanto le gustaba remarcar para estar a la última moda.
Se embelesó observándola. Admirando su pequeña figura, sus líneas casi infantiles y ese rostro
suyo tan enigmático y especial. Le asombraba su brillantez e inteligencia. Todo en ella le resultaba
admirable. La amaba con locura desde la primera vez que la vio en aquella reunión de antiguos alumnos.
La conocía de vista del instituto, le gustaba, pero esa noche la chispa les incendió a los dos y acabaron
juntos en su pequeño apartamento.
Poco a poco logró prosperar y darle algo mejor. Esa casa era su ofrenda a ella, todo a su gusto,
todo para su amor…
Volvió en sí, a la situación que estaba viviendo, cuando en la pared vio a Marisa recibiendo a su
amigo Iván. ¿Qué hacía allí Iván, en su casa? La fecha y hora que mostraba la parte superior derecha de
las imágenes era de hacía tres días.
Ella le toma de la mano y estira de él para animarle a entrar. Las siguientes imágenes les muestran
en la cocina, tomando vino mientras terminan de preparar la cena. ¿Espaguetis quizás? Sí, espaguetis. En
la siguiente escena están en el salón en el que está él ahora mismo, sentados en la enorme mesa que ella
eligió, y puede observar con claridad que comen pasta y ensalada. No hay sonido pero, por lo gestos,
debe haber música ambiental y charla intrascendente. Ambos se sientan demasiado cerca y se sonríen
con excesiva facilidad.
Los besos comienzan antes siquiera del postre y juntos, de la mano, recorren el camino hacia el
dormitorio. SU habitación. La de los dos.
Allí se desnudan con rapidez y se besan con voracidad. Está más que claro que se desean con
ganas, con fuerza, que es algo cultivado desde hace tiempo y su ausencia, su viaje de trabajo, ha sido la
ocasión de hacer ese deseo realidad.
Las escenas de sexo son comparables a las del canal porno que poco antes le ha mostrado su
vehículo y le excitan y revuelven las tripas por igual. Todo se le junta y, sin importarle lo más mínimo
ensuciar la carísima alfombra a sus pies, se dobla sobre sí mismo para vomitar. Tira el café y el bollo de
la merienda y bilis, mucha bilis, que le deja un gusto amargo en la boca.
Pero cuando se incorpora y vuelve a mirar, mientras se limpia la boca con el envés de la mano, algo
ha cambiado. Han trascurrido unas horas en las imágenes, el sexo ha terminado y Marisa, en ropa interior,
aporrea con el puño la puerta de la habitación. Iván la aparta y comienza a mover con energía el pomo y,
al ver que no logra abrirla, a pegarle puñetazos y patadas a su vez. Discuten, se gritan.
Prueban con una silla. Es Iván el que la levanta y golpea con ella la puerta con tanta fuerza que se
parte en cuatro pedazos, pero no logra su objetivo.
Son blindadas, ¿recuerdas, Marisa? Lo quisiste así para prevenirnos de ladrones e incendios. Una
casa acorazada.
Debe acordarse porque su rostro refleja dudas y miedo. Corre a su reloj para solicitar una llamada
pero por sus gestos se adivina que no hay cobertura. La casa ha debido anular la conexión en la
habitación. Ha cerrado la puerta y los ha dejado aislados en su interior.
El cuarto de baño, piensan ambos a la vez porque corren hacia esa puerta que comunica con él. Al
menos tendrían agua… Pero no, también cerrada. Ambas puertas. A cal y canto.
Sólo una cama, un tocador, una silla rota, un vestidor lleno de ropa, complementos y zapatos caros.
Todo para ella, para su amada, para su Marisa.
La fecha de la pantalla es de tres días atrás.
Ahora unas imágenes de hace dos días con Marisa e Iván en la cama. Ella llora, él se tapa la cara
con ambas manos. Marisa se levanta entre sollozos y entra en el vestidor. Deben usarlo como excusado
porque en un minuto vuelve a salir arreglándose el pantaloncito de pijama que lleva puesto.
De ayer. Marisa en la cama está con los ojos cerrados, no se mueve. Iván golpea sin fuerzas la
puerta del baño.
La pared se oscurece y todo queda de nuevo en tinieblas.
Activa de nuevo la luz en su reloj y con él se encamina escaleras arriba hasta la puerta de su
dormitorio. Se aproxima y pone la mano sobre el pomo, un círculo integrado en la superficie de la puerta
que con un leve movimiento de inercia la debería abrir suavemente. En ese instante todas las luces de la
casa se activan. Todo se pone en marcha. La casa le cede el control.
Reflexiona unos instantes y antes de abrir decide llamar golpeando suavemente con los nudillos.
—¿David?, ¿David, eres tú? —Es apenas un susurro. La voz de su amada, de Marisa. Luego unos
lloros, seguro que de alegría.— ¿Has vuelto, David? —La voz se acerca a la puerta pero sigue sonando
muy débil. Su amor debe estar en las últimas.— ¿David, estás ahí? —le implora frágilmente, con
esperanza y dolor en la voz, rompiendo a llorar de nuevo. Como si no se lo creyera, como si no estuviese
segura de que fuera una ilusión.
Él se gira y apoya la espalda en la puerta dejándose resbalar por ella hasta que su culo toca el
suelo. Toda la casa estaba automatizada por él. Lo había controlado todo. Todo. Incluso las leyes de
Asimov. A quién no pudo controlar es a su amada Marisa.
«Tres días sin agua», piensa entre brumas, «no debe faltar mucho…».
Y sabe que nunca amará a nadie como la ha amado a ella.


El Necronomicón
Por Marta Abelló

El libro de los muertos resplandece desde el atril donde ha sido colocado. Sus páginas
amarillentas se mueven de un lado al otro para un lector invisible; se agitan inquietas sacudidas por el
viento que atraviesa el cementerio. Sus tapas son de color pardo y están confeccionadas con piel curtida,
piel humana trabajada por las manos del diablo. Las letras que forman su título están escritas con sangre
datada de cientos de años que conserva aún ciertas características, ciertos glóbulos de maldad.
El cielo se encapota y la lluvia hace acto de presencia; es entonces cuando una página del libro es
arrancada por el poderoso viento y, volando, va a parar al lado de una lápida gris que aguanta
impertérrita el paso de los años. En el mármol de esa lápida puede distinguirse un nombre que no
pertenece a este mundo; los caracteres no pertenecen a ningún alfabeto de la tierra. Y en la página
azafranada las palabras son de color escarlata: el color de la sangre de los que las han escrito. Se
mueven nerviosas y dicen así: ¡Ay, del que profane el Libro de los Muertos! ¡Ay, del que se adentre para
siempre en el Libro del Averno!

El guarda del cementerio sale de su pequeña habitación, intranquilo y enfermo; sabe que algo anda
mal ahí afuera. Bajo su paraguas camina por entre las tumbas deseando que todo esté en orden; gritando
que todo esté en orden, por favor. Y entonces la ve. Ve la hoja arrancada del libro de los difuntos y se
asusta: Las gotas de lluvia resbalan sobre ella. Duda, vacila, pero al fin la coge y se dirige al norte del
cementerio, en donde se ha levantado una niebla espesa y blanquecina.
La lluvia no cesa. La tarde está cargada de truenos y miedo. El guarda puede oír entre las tumbas el
rumor de los cadáveres, puede oír que quieren abandonar su morada y celebrar. ¿Celebrar, qué? ¿Qué
quieren hacer los que están enterrados hace ya mucho, mucho tiempo?
El libro de los muertos se mueve inquieto mientras el guarda se acerca con la hoja sujeta entre los
dedos. El número de página está escrito en una esquina: LXVI. Ahora sólo tiene que buscar el número
LXV en aquel libro colocado encima de un atril, impasible ante las inclemencias del tiempo. Siempre ha
estado ahí; al atardecer, una misteriosa mano coloca el soporte y abre el libro. Nunca ha visto quien lo
hace, pero tampoco quiere averiguarlo. Teme entrometerse en algo que seguramente no tiene que ver nada
con él ni le incumbe, así que pone la página arrancada en el lugar que le corresponde y cierra el libro
para que el viento no se la vuelva a llevar.
El guarda tiene ahora los dedos temblorosos, ásperos y húmedos después de tocar las páginas del
libro. La neblina y su poca vista no le dejan ver que los tiene manchados de rojo, pero se da cuenta de
que la cubierta del misterioso libro tiene un relieve y se estremece: Tres números seis entrelazados
encima de una cabeza de serpiente. Los mira de nuevo y ahora sabe que se trata del texto sagrado más
importante de los egipcios, que se remonta a una lejana dinastía. Describe en sus tenebrosas páginas el
viaje del alma que nunca muere; el viaje del alma inmortal. Si, es el Libro de los Muertos, la Biblia de
los que ya no pertenecen a este mundo. Y ellos lo adoran, creen ciegamente en sus versos, en sus
oraciones, y siguen fielmente sus mandatos.
Dando media vuelta, no se da cuenta de que el viento ha vuelto a abrir el Libro. Horas más tarde,
cuando el astro que gobierna la noche dirija su luz hacia una de las páginas, el guarda podría leer
claramente:

«Osiris se pregunta: ¿Cuánto tiempo he de vivir?
Y se responde: Millones y millones de años.»

Camina sobre sus propios pasos incrustados en el lodoso suelo. Tiembla y tirita de frío, pues ha
empezado a nevar. Pocos metros antes de llegar a su caseta se detiene y oye atemorizado cómo murmuran
los finados bajo sus lechos, pronto cubiertos de blanco. Entonces se alzan las lápidas al cielo y los
ataúdes caen de sus nichos derribando las losas que contienen sus nombres y las flores que sus familiares
han depositado. La necrópolis se llena de cadáveres que avanzan hacia el Necronomicón. Uno de ellos se
coloca tras el atril y empieza a leer en voz alta, como en una plegaria:

«Homenaje a tí, Osiris,
gobernador de los que se encuentran en el Amenti,
tú que haces renacer a los mortales,
bendícenos con tus poderosos brazos
y líbranos de tu indiferencia.
Tú que nos escuchas y nos hablas
con la fuerza del tumulto,
ayúdanos a conseguir nuestros deseos.»

El guarda contempla absorto la misa negra allí oficiada y decide volver silenciosamente a la garita.
No pretende ser descubierto; no tiene ningún interés en revelar su presencia. Una vez dentro, cierra bien
la aldaba y trata de dormir evitando pensar en la ruda voz del satánico sacerdote.
A la mañana siguiente todo aparece cubierto de nieve y el guarda se levanta aterido de frío.
—Ya es hora de volver a casa —piensa mirando su nuevo reloj de bolsillo—. Pronto llegará Lucas.
En efecto, a las siete en punto el guarda de día llama a la puerta.
—Buenos días, Abel. Ya estoy aquí.
Éste último asiente, recoge todas sus cosas, se pone el abrigo y sale de la caseta.
—Voy a dejar este maldito trabajo —murmura mientras camina por la senda nevada—. Voy a
dejarlo. —Y el viento helado azota su arrugado rostro.
Lucas corre tras él con un paquete y le alcanza antes de que atraviese las grandes puertas del
cementerio.
—Feliz Navidad, Abel. Se me olvidaba darte mi regalo.
—¡Uhm, gracias, Lucas! —dice. Y se aleja a toda prisa del lugar.
Una vez en casa, Abel desenvuelve el paquete que Lucas le ha entregado. Se trata de un libro. La
cubierta es de color pardo y los tres seis entrelazados encima de una serpiente hacen que se desmaye.

Su esposa acaba de levantarse de la cama. Bosteza y se dirige a la desvencijada cocina para
preparar el desayuno de su marido. Ya no ha de tardar, piensa. Más tarde se sienta en el sofá del salón
lamentándose porque tendrá que calentar de nuevo la leche. De repente, se da cuenta de que hay un libro
sobre la mesita del café y lo coge con cierta aprensión.
—¿De dónde habrá salido? —se pregunta extrañada. Y lo abre por la primera página:

«¿Queréis encontrar un corazón
que no tenga restos de sangre?
Sacrificad entonces el de los autores
del Necronomicón.
Es negro y no sufre como el de los humanos;
es pequeño y cruel y no es capaz de albergar
ni la más mínima compasión hacia nadie.
Es sanguinario y traidor; odioso, desalmado,
infame, vil,
y no merece sino sólo adoración
por parte de los habitantes
de los más hondos sepulcros.»

—¡Dios del cielo! ¿Qué es todo esto? —exclama la mujer.
Un golpe de aire que no sabe de dónde ha podido salir, agita las hojas apergaminadas del libro
hacia la derecha y hacia la izquierda. Cuando el movimiento se detiene en la página LXV puede ver una
ilustración que muestra un montón de rostros humanos dentro de un recuadro. A un lado, el semblante
serio y grave de su esposo la mira impotente. —Estoy encerrado—, parece decirle.

«... Y aquellos que entraron no podrán volver jamás,
porque en los espacios de nuestro mundo
existen tinieblas
que atrapan, que envuelven,
y obligan a permanecer en ellas para siempre.
Y allí conocen las más viles situaciones que nunca
sus limitadas mentes hubieran imaginado...»


El Asesino
Por Tomás Auchterlonie

Alguna vez deberé juntar fuerzas para actuar en su contra.
Cada día es más apremiante esta necesidad de hacer algo, aunque entienda que es imposible.

Termino mi café. En el noticiero que emite el televisor del bar repasan la lista completa (ya son
ocho) de las víctimas destrozadas por el misterioso asesino que aterra a toda la ciudad; hablan de su
mente enferma, de sus posibles motivos. Están muy lejos de encontrarle.
No saben nada.
Pongo un par de monedas sobre el mostrador y salgo a la calle, cambiando el viciado aire de la
estación subterránea por una brisa fresca. Oscurece. No conozco el barrio y el pobre resplandor de las
luces de neón, que lo tiñen de rojo o de azul, no alcanza para mostrármelo.
Levanto la vista hasta el cielo, no hay luna, como en las otras veces que él ha aparecido.
Busco por instinto en el bolsillo de mi abrigo reversible para constatar que he traído mi navaja; en
estas noches debo estar armado. Camino sin rumbo fijo por las calles desiertas y me interno en un pasaje
particularmente oscuro.
Espero. Luego de unos minutos de silencio se dejan oír los rítmicos sonidos de pisadas
acercándose y el corazón se me acelera.
Escucho los pasos casi encima de mí y él llega con su fuerza arrolladora: se apodera de mi mente
hasta que siento una irresistible sed de emociones violentas; luego me maneja a su antojo. Mi cuerpo es
él cuando la mujer que venía acercándose me descubre. Saco la navaja al tiempo que salto sobre ella. Mi
mano maneja el arma a la perfección y sé, naturalmente, el modo más rápido de darle muerte. Con un
preciso y limpio movimiento cerceno su garganta ahogando el incipiente grito con sangre. Todo ocurre en
un instante. Una enorme ola de placer recorre todo mi cuerpo mientras la mujer cae al húmedo asfalto. La
sangre refleja las luces de un modo irreal mientras forma un gran charco brillante detrás de su cabeza. Me
detengo unos segundos a contemplar mi obra y absorber, a través de mi piel hipersensible, la vida que
liberé de ese cuerpo. La vida que ahora hice mía.
Cierro los ojos y espero a que él se vaya, que abandone mis manos y mi cabeza; luego me quito el
abrigo, y lo doy vuelta para ocultar las tibias manchas rojas y así evitar que me vinculen con este, su
nuevo crimen.
Camino con rapidez contenida hasta la entrada del subterráneo y bajo las escaleras. Con un par de
largas zancadas alcanzo el tren a punto de partir; la puerta se cierra detrás de mí y me volteo para
observar la estación que se aleja. En el bar sigue encendido el televisor al que nadie presta atención.
Mañana deberán agregar un nombre más a su lista y la policía seguirá tratando de hallarlo a él, sin saber
que es imposible encontrar a alguien que no existe.

Alguna vez deberé juntar fuerzas para actuar en su contra.


1937
Por Daniel Guzman

En un pequeño pueblecito perdido en el desierto de Texas, una camioneta Chevrolet, de color
verde oliva traqueteaba por sus calles invadidas de torbellinos de arena y plantas rodadoras. Tras un par
de giros, el conductor aparcó frente al gris edificio del colegio municipal. La portezuela se abrió y
bajaron dos críos, de unos seis años, una pareja de gemelos de cabello rubio y grandes ojos azules a los
que seguía una preciosa niña, de cuatro años, con dos trenzas morenas y abrazada a sus libros.
—Adiós, pequeñajos —se despidió su padre, Brian.
Brian, que robaba coches en su adolescencia en Arkham, donde fue miembro de la pandilla de los
Finns. Que, años después, fue tendero en del First National Grocery de Innsmouth, donde intentó robar la
caja fuerte del bazar Waite, pensando, ingenuamente, que habría un gran tesoro compuesto de lingotes de
oro y joyas, y donde sólo encontró un libro mohoso. Brian, que fue detenido por las corruptas fuerzas del
orden de la ciudad, y estuvo retenido en su cárcel para ser sacrificado en el ritual que la Orden Esotérica
de Dagon celebraba en la noche del Samhain, esa inquietante fecha en la que desparecía mucha gente en
los alrededores del pueblo maldito. Brian, que huyó de la ciudad con ayuda de sus viejos camaradas, los
Finns, ya adultos pero igual de valientes, que se jugaron la vida para sacarle de allí a él y al amor de su
vida, Ruth.
Y ahora, Brian era un padre de familia que trabajaba de cowboy en un rancho cercano a ese
pequeño pueblecito perdido en el desierto de Texas. Muy lejos de Innsmouth y de Y’ha N’thlei, la ciudad
submarina que había en sus costas.
Muy lejos del mar.
Del verde, oscuro y profundo mar.
—¡Warren, eres el mayor! —gritó Brian —. ¡Cuida de tus hermanos!
—¡Pero si somos gemelos! —se quejó Ezra.
—Ya, pero como nací cinco minutos antes que tú, siempre seré el mayor—fanfarroneó Warren antes
de propinarle una colleja a su hermano.
Mientras los gemelos se adentraban en el recibidor del colegio, la pequeña niña de las trenzas se
paró en seco. Se volvió y miró con sus grandes y oscuros ojos a su padre. Correteó de vuelta hasta la
camioneta.
—¡Papá, papá, papá, papá, papá!
—¿Qué te pasa, pequeña Ann-Patrice?
—¿Mamá vendrá a recogernos esta tarde?
La sonrisa de Brian se congeló en su rostro. Del muchacho que huyó de Innsmouth, de facciones
juveniles y deslumbrante sonrisa, sólo quedaba una sombra. Estaba mucho más delgado, con unas oscuras
ojeras bajo sus apagados ojos azules, su peculiar cabello rubio estaba cada vez más quebradizo y tan
canoso como la barba de tres días que se rascaba con aire preocupado ante su hija pequeña.
—Iré a verla esta mañana… Antes de ir al rancho… A ver cómo se encuentra. ¿Vale, pequeña?
—¡Genial! —chilló exultante la niña, que subió al coche para propinarle un sonoro beso en la
mejilla de su padre y volvió correteando hasta el colegio.
Brian consiguió despedirse de su hija sin que le viera llorar.
Mientras volvía hasta la pequeña granja que tenían a las afueras de la ciudad, se paró en un callejón
donde explotó. Se dejó caer contra el volante, en un llanto desgarrado, echando afuera todo el dolor que
le mordía las entrañas. Llegó a un punto en el que no podía llorar más, en el que no tenía más lágrimas,
más dolor que soltar.
Exhaló el aire de sus pulmones con bocanadas agónicas, intentando controlarse.
Tenía que ser fuerte. Tenía que soportar todo aquello por sus hijos. Por los gemelos Warren y Ezra.
Por la pequeña Ann-Patrice…
Por Ruth.
Se limpió la cara con los faldones de su camisa a cuadros y arrancó de nuevo la camioneta. Cuando
la aparcó frente a su granja, se recompuso. Entró por la puerta trasera que daba a la cocina, lanzó un
vistazo a la pila de platos y cacharros que debía fregar y resopló disgustado. Preparó unas gachas con
leche con mucho azúcar, como le gustaban a Ruth, y subió escaleras arriba… hacia el ático.
La puerta del ático estaba cerrada con un monstruoso candado y a su lado había un rifle de cerrojo
del calibre 30.06. Brian suspiró, dejó las gachas en el suelo, cogió el rifle y comprobó por enésima vez
que estaba cargado. Quitó el seguro. Sacó las llaves del bolsillo, abrió el candado y la puerta.
Ella se había quitado la mordaza.
—Hoy no voy a matarte, Brian —gorgoteó la voz de lo que una vez fue su esposa, Ruth—. Antes
destriparé a la pequeña mocosa y te obligaré a mirar cómo lo hago.
Aún a pesar de que el brillante sol de Texas bañaba la casa con toda su furia, la habitación estaba
en penumbra porque Brian había cegado las ventanas con ladrillos y tablones. En la cama, tumbada boca
arriba, atadas sus muñecas y tobillos con correas de cuero, estaba su mujer, Ruth, solo que ya no era la
preciosa veinteañera de grandes ojos negros que había salvado de Innsmouth. Su piel estaba reseca,
descamada. Sus delicadas manos se habían atrofiado hasta convertirse en unas zarpas de uñas negras y
dedos palmeados. Sus ojos habían perdido los párpados y cada día, cada hora, cada minuto, la
esclerótica estaba cada vez más negra. Su boca se había ensanchado, los labios se habían encogido y
azulado, y los dientes… los dientes eran más largos, más puntiagudos, más afilados… cómo los de una
siniestra criatura abisal.
Pero lo peor era la voz. Y no se trataba de los croares que surgían de su garganta abotargada, ni de
esos chasquidos húmedos que eran imposibles realizar por unas cuerdas vocales humanas. No, lo peor
era lo que decía esa voz. La voz de Ruth, de su mujer, de la madre de sus hijos.
—Voy a degollar a los niñitos, Brian. Voy a beberme su sangre y luego me comeré sus entrañas. Me
los comeré crudos mientras tú me ves hacerlo.
Tras el parto de los gemelos Ruth había comenzado a cambiar. Pequeños cambios de actitud al
principio, pequeñas fluctuaciones en su comportamiento. Se pasaba el día entero riendo, feliz, era la
chica pizpireta de la que se había enamorado hasta que llegaba la noche y rompía a llorar desconsolada.
Le asaltaba en la cocina, buscando un coito rápido y apasionado pero, cuando él la abrazaba bajo la
colcha y le susurraba piropos en el oído, ella le miraba con reproche o argumentaba que le dolía la
garganta, que tenía sed. Y sí los gemelos lloraban mucho durante la noche, estallaba en gritos y
maldiciones. El médico local, el doctor Jeremiah no lo consideró algo destacable, era habitual que
algunas mujeres desarrollaran esos cambios de actitud tras un parto. Histeria post parto, lo llamó. Pero la
llegada de la pequeña Ann-Patrice desmoronó a su mujer. Cada día era menos Ruth. Los cambios
psicológicos se acentuaron: Estallidos de rabia, lujuria explosiva, violencia doméstica… Brian acudía al
trabajo con un ojo morado, hematomas por el torso, un arañazo en la cara, ocasionados cuando protegía a
los niños. Encontró a Ruth una noche masticando un bistec crudo. Su mujer hablaba en sueños, soñaba con
que se ahogaba, gorgoteando en una lengua imposible, gruñía amenazas de muerte contra sus hijos.
Cada día que pasaba Ruth, era menos Ruth y más… otra cosa…
Era más un Profundo.
Brian había visto a esas cosas en Innsmouth. No antes de que le apresaran y nunca cuando había
trabajado en la tiendecita de ultramarinos de la ciudad. Por lo visto esos monstruos sólo salían de su
guarida submarina y de los túneles de los contrabandistas para algunos rituales secretos de la Orden
Esotérica de Dagon que gobernaba en la sombra. Cuando sus amigos le rescataron, cuando les convenció
de llegar a la casa de los padres de Ruth y de llevársela con ellos en su huida, Brian vio por primera vez
a los profundos, unos monstruos antropomórficos, un cruce entre una rana gigante y un ser humano, unos
batracios más altos que un hombre, con la piel escamosa, azul, negra, verde, unos vientres abultados,
caídos, bamboleándose ante sus deformes cuartos traseros, con unas zarpas afiladas como cuchillas, unos
enormes ojos de tiburón, muertos, vacíos, ante unas fauces plagadas de colmillos.
—Tenderé sus cuerpecitos en un altar y los despellejaré en honor al gran Cthulhu, ¿me oyes, Brian?
—continuaba escupiendo el monstruo en el que se convertía su mujer—. Los sacrificaré para regocijo de
Dagon e Hidra. Me bañaré en su sangre. Copularemos sobre sus cadáveres, ¿me oyes, querido? ¿Me
escuchas, mi amor? Y a ti nunca te haré daño. No. Nunca. Eres mío y yo soy tuya. Pero a tus pequeños
retoños los voy a desmembrar, pedazo a pedazo. Y te haré mirar. Les oiremos gritar juntos, ¿me oyes?
¿¡Me oyes!? ¡ME OYES!
—Te oigo, Ruth.
Brian temblaba.
Ruth, su mujer, la madre de sus hijos, tenía sangre de los profundos de Y’ha N’thlei corriendo por
sus venas. Tenía la marca de Innsmouth. Los ojos grandes, la amplia sonrisa, los labios carnosos. En Ruth
eran detalles atractivos, hermosos. Pero esa sangre había comenzado a corromperla, a mutarla, a
transformarla en su verdadero ser, su verdadera naturaleza.
Y sus hijos… sus hijos también tendrían la marca de Innsmouth. Las amplias sonrisas de Warren y
Ezra. Los ojos grandes de Ann-Patrice.
Algo dentro de él se rompió en pedazos con cada palabra que escupían los labios azules de su
mujer. No era capaz de dispararla. No sería capaz nunca. Nunca. Pero se colgó el rifle al hombro y
recogió el tazón de gachas del suelo.
Con mucho azúcar. Cómo a Ruth le gustaban.


Al otro lado de la verja
Por Gemma Herrero

Las gruesas verjas de hierro se cierran a mi espalda. Por un momento, me quedo paralizada en
medio de la plaza desierta, sin saber hacia dónde continuar. Me vuelvo hacia La Alhóndiga,
preguntándome si Abel me dejaría regresar si le pido perdón y le prometo seguir sus órdenes. Puedo
distinguir sus largas vestiduras blancas tras las rejas. Seguro que está esperando que el terror me impida
avanzar y que vuelva suplicando. Ya es muy tarde para eso. No debí rebelarme contra mi destino, y
mucho menos delante de toda la congregación. Me lo ha dejado muy claro: o soy reproductora o
recolectora. No me dejará volver si no le demuestro que puedo conseguir alimentos tan bien como
cualquiera de los hombres.
Me ajusto las correas de la mochila vacía, aprieto con fuerza el rifle que me han prestado y
comienzo a avanzar. Solo la luna en cuarto menguante ilumina mis pasos. No puedo distinguir nada más
allá de la plaza, rodeada por la vegetación descontrolada de los jardines que forma una muralla en la que
podría esconderse cualquier cosa. Abel ha dicho que es mejor salir de noche, que, aunque sea más difícil
ver, evitas que los podridos te vean a ti. No me tranquiliza, sé que ellos nos huelen. Avanzo hacia la
salida de la plaza, temiendo que un brazo frío y grisáceo aparezca entre la maleza para atraparme.
No sucede nada. Camino agachada por Alameda Urquijo, pegada a los coches, con todos los
sentidos alerta. El viento arrastra papeles, bolsas y latas vacías, haciendo que me vuelva a cada
momento. Toda la ciudad huele a cementerio, a cadáveres abandonados dentro de sus casas, a cadáveres
rondando por las aceras… Vuelvo a plantearme que debería volver, reconocer que me he equivocado y
jurar que aceptaré mi lugar, pero ya he avanzado más de cincuenta metros y me da tanto miedo darme la
vuelta como seguir avanzando.
No tengo muchas esperanzas de conseguir comida en estas calles. Llevamos más de seis meses
encerrados en La Alhóndiga y los recolectores han debido de acabar con todas las provisiones de las
tiendas cercanas. Me habría gustado hablar con alguno de ellos antes de salir para preguntarles dónde
podría ir, pero, tras mis duras palabras a Abel, toda la congregación me ha dado la espalda, como si les
hubiese traicionado. Nadie me ha dirigido la palabra en las horas que han pasado hasta el anochecer. Ni
siquiera me han mirado a los ojos, como si cualquier contacto conmigo pudiese infectarles. Comprendo
que mis palabras supongan una amenaza al orden que nos protege y nos separa de la muerte, pero yo no
pretendo destruir nada. Sólo quiero mejorarlo.
Es imposible que Abel tenga la razón en todo, que su palabra sea ley. Nos comportamos como un
grupo de fanáticos detrás de un líder y, cuanto más le seguimos a ciegas, más brilla en sus ojos una chispa
que se parece mucho a la locura. Sé que si compartiese en voz alta estos pensamientos, nunca podría
volver. Sólo me quedan dos posibilidades: convertirme en recolectora y ganarme así el derecho a decidir
mi destino o aceptar la orden de Abel de convertirme en la cuarta mujer de Caleb, su lugarteniente, y
comenzar a parir hijos con los que formar un ejército y repoblar la Tierra. Esa idea es estúpida. Ya
pasamos bastante hambre siendo unos pocos. ¿Con qué piensa alimentar a un ejército? Además, no quiero
ser la esposa de Caleb. He visto cómo trata a sus mujeres, las cosas que les hace por las noches en el
barracón común. Yo no quiero que me haga eso. Sólo tengo catorce años.
He cruzado Alameda Urquijo sin encontrarme con nadie. Me enderezo y le echo un vistazo a la
Gran Vía. La calle parece enorme, demasiado abierta, con las entradas a los portales demasiado
grandes… Voy a estar muy expuesta, no sé dónde podría esconderme si alguno de ellos aparece, pero, en
todo lo que puedo abarcar con mi vista, no descubro a ningún podrido tambaleándose. Por un momento
me planteo que todos ellos han muerto, que el mundo vuelve a ser de los humanos y que Abel lo sabe,
pero prefiere ocultárnoslo y seguir dominándonos. Niego con la cabeza, me estoy dejando llevar por la
paranoia. Ni siquiera Abel puede ser tan retorcido.
Me siento más tranquila, así que me adentro en la Gran Vía con aire decidido. Después de todo,
puedo correr más que cualquiera de ellos y voy armada. No tiene por qué sucederme nada. Llenaré mi
mochila, volveré como una triunfadora y me habré ganado el derecho a decidir sobre mí misma.
Me parece escuchar algo a la espalda, un arrastrar de pasos. Un tempano helado recorre toda mi
columna, paralizándome. Sólo puedo desear que sea algún cartón arrastrado por el viento. Entonces me
llega su sonido, ese gemido ahogado que se quedó grabado en mi cerebro desde los primeros días de la
plaga, lo último que escuché de labios de mi madre, de mi padre, de mi hermano pequeño… Lo tengo
detrás, tengo a un maldito podrido a unos diez pasos. Sigo avanzando unos segundos, como si no me
hubiese dado cuenta de su presencia, mientras quito el seguro del rifle.
Me vuelvo y la veo, con los brazos levantados hacia mí, la cabeza ladeada hacia la izquierda, la
boca abierta lanzando ese sonido… Es una mujer joven, con el pelo sucio tapándole la mitad del rostro.
Lleva unos pantalones vaqueros llenos de barro y sangre. Va desnuda de cintura para arriba. En lugar de
su pecho derecho hay un desgarrón cubierto de sangre coagulada. A su brazo derecho le falta carne,
puedo ver trozos de hueso a través de los agujeros. Seguro que fue ahí donde la mordieron cuando la
convirtieron, cuando hicieron que dejase de ser una humana con familia y sentimientos para pasar a ser el
monstruo repulsivo que se alza ante mí, acercándose poco a poco. No debo pensar en esas cosas, en eso
Abel tiene razón. Son monstruos, no queda nada de humanidad en ellos. Lo mejor que se puede hacer es
matarlos.
Apunto con cuidado a la cabeza, espero a que esté lo bastante cerca como para asegurarme de no
fallar y aprieto el gatillo. Un clic apagado es la única respuesta que recibo. Disparo una y otra vez,
incapaz de creer lo que está sucediendo. La mujer acelera un poco el paso, alzando más los brazos para
atraparme. Me vuelvo y echo a correr, sintiendo cómo sus dedos rozan mi nuca. El gemido de la mujer
crece, cada vez más alto y más alto. Se convierte en un grito desgarrador con el que expresa toda su
frustración y su hambre. Y también se convierte en una llamada a la caza para su manada.
En mi loca carrera voy viendo por el rabillo del ojo cómo más podridos van uniéndose a la
persecución. Surgen de las negras bocas de los portales, se levantan de los asientos de los coches,
aparecen tambaleándose por las puertas de los bares, como borrachos tras su última copa…
Avanzan lentamente, pero cada vez son más. Sus gritos se unen a los de la mujer, llamando a más
compañeros al banquete. Corro todo lo rápido que puedo, esquivando a los que aparecen frente a mí,
librándome por pocos centímetros de su mortal abrazo, de la caricia infectada de sus largas uñas… Sólo
tengo que correr un poco más, sólo otros doscientos metros.
Escucho a mis espaldas el arrastrar de sus pasos, cada vez más numerosos. No sé cuántos me
persiguen, no quiero volverme para mirarlos, pero suenan como un ejército. Noto que mis ojos se llenan
de lágrimas. Pediré perdón públicamente, le diré a Abel que le obedeceré para siempre, me entregaré a
Caleb como la más sumisa y abnegada de sus esposas. Lo único que quiero es estar de nuevo a salvo,
alejar de mí la pesadilla…
Me seco con la manga de la chaqueta las lágrimas que me impiden ver. Sólo quedan cien metros.
Empiezo a distinguir al fondo de la calle la silueta de La Alhóndiga. Voy a conseguirlo, sólo tengo que
correr un poco más. Un podrido enorme, con un trozo de cuero cabelludo colgando de su cabeza, aparece
frente a mí, a un par de pasos. Está colocado en medio de la carretera con los brazos abiertos y las
rodillas flexionadas, como un jugador de fútbol americano que intentase placarme. No me da tiempo a
esquivarle, así que agarro el rifle con todas mis fuerzas y le golpeo en la boca con la culata. El podrido
cae al suelo, pero sujeta el rifle con las manos mientras lo muerde como un perro. Intento recuperarlo,
pero es muy fuerte y, si me entretengo, me alcanzará el grupo que me persigue, así que, en lugar de tirar,
cargo todo mi peso sobre el rifle, notando como los dientes del monstruo se rompen en pedazos. Después
lo suelto y sigo corriendo.
Quedan menos de cincuenta metros. Ni siquiera busco los escalones de entrada al parque. Me subo
de un salto y atravieso la maleza, demasiado asustada como para pensar que alguno de ellos pueda estar
escondido allí. Corro hacia la verja y vislumbro las vestiduras blancas de Abel. Mis ojos vuelven a
llenarse de lágrimas. Estaba esperando mi vuelta, deseando perdonarme.
Me agarró a las rejas y le miró agradecida. Pero él se mantiene quieto, casi como si no me viera. A
mis espaldas oigo como el arrastrar de pies se sigue acercando.
—Abel, ábreme —le suplico—. Tenías razón, nunca debí llevarte la contraria. Haré todo lo que tú
quieras.
—Ya es muy tarde —responde él—. Tú ya estás muerta.
Entonces lo comprendo todo. Nunca me ha dado la posibilidad de luchar por mi destino. Por eso me
envío sola a buscar provisiones, por eso es él mismo el que está vigilando la entrada, por eso mi rifle no
tenía municiones… Desde que hablé en su contra, estaba condenada. Les dirá a los demás que no lo
conseguí y rezarán fervorosamente por mi alma. Mi muerte será un ejemplo, acrecentará el poder de Abel
y el miedo de los otros a desafiar el orden establecido. Me agarro con fuerza a las verjas, mientras
escucho los pasos cada vez más cerca.
—Tú eres el monstruo, tú eres el podrido— grito mientras escupo entre las rejas.
Algo me agarra desde atrás, notó unos dientes hincarse en mi hombro. Me separan de la verja y se
lanzan sobre mí. Intento no gritar y seguir mirándole, tratando de grabar en mi cerebro su imagen. Si en la
otra vida recordamos algo, quiero que sea el recuerdo de su rostro el que alimente mi hambre.


La fortuna de un hombre
Por J.D. Martín

“La fortuna favorece al valeroso y avasalla al cobarde”. Séneca.

F ue sólo la mala fortuna la que hizo que Sergio saliese tarde del trabajo aquella mañana de
invierno. La mala fortuna de cruzarse con Israel, un compañero del turno de mañana, siempre dispuesto a
hacerle perder el tiempo con absurdas reivindicaciones y protestas incoherentes que Sergio, como
miembro del comité de empresa, tenía que aclarar en lo posible.
Aquel día dedicó casi media hora a explicar a su torpe compañero cómo funcionaba el cómputo
global de horas y cuántos días de vacaciones le correspondían a final de año.
Así que eran más de las seis y media de la mañana cuando por fin salió a la calle, viéndose
sumergido de golpe en una niebla espesa, húmeda y fría como helado medio derretido. Paseó su mirada
por el aparcamiento, esperando que quizá algún compañero rezagado pudiese acercarle en coche a su
casa, distante casi a un kilómetro de la fábrica, pero por supuesto no había nadie entre los coches
alineados como una formación de fantasmas expectantes, latentes.
Se envolvió la boca y la nariz con la bufanda, subiéndose la capucha del impermeable para detener
en lo posible la cruda humedad, y echó a andar con un suspiro resignado.
El paisaje del polígono, lleno de vida en las horas del cambio de turno, era ahora desolado y frío,
plagado de tristes luces de farolas y rótulos que apenas intentaban horadar la oscuridad previa al
amanecer.
Pasó junto al matadero, haciendo una mueca ante el apestoso olor que envolvía el lugar como una
manta vieja y polvorienta, un olor más penetrante y real que el de la sangre y la carne muerta, un olor
vacuo y triste que quizá exudasen los animales, aterrorizados y resignados al morir allí, tan solos entre
sus iguales; un olor a desolación que le hizo pensar en su propia soledad, en la casa lejana donde ya
nadie le esperaba desde que ella, cansada quizá de la rutina de los últimos trece años, se había marchado,
dejando sólo una habitación para los niños que se llenaba en fines de semana alternos, Navidad y dos
semanas de verano, y un hueco en la cama de matrimonio que no se llenaba nunca, pero que nunca parecía
lo suficientemente vacío como para poder, por fin, tumbarse también en él y compensar la ausencia.
La fortuna de un hombre es la desgracia de otro, se dijo, filosófico, mientras salía del polígono a la
larga avenida que atravesaba la pequeña ciudad. La fortuna de un hombre, que ahora dormirá
abrazándola, que quizá se esté levantando ya para preparar cuatro desayunos, que quizá sienta ahora la
tibia humedad de sus labios.
Para Sergio no había tibieza en la humedad que lo envolvía, ni al parecer fortuna.
Se detuvo para encender un cigarrillo, el último del paquete semanal que, agobiado como estaba
por la regulación de empleo y la necesidad, legal y personal, de cubrir en lo posible los gastos de sus
hijas, era todo lo que podía permitirse.
Bueno, se dijo, es ya domingo por la mañana, no lo llevo mal.
Quizá Sergio podría haber encendido el cigarrillo un paso antes, o quizá un paso después. Pero lo
hizo justo allí, junto a la luz parda e intermitente de un semáforo que aún no había empezado su jornada
laboral, justo delante de la gastada cartera negra que, como un pájaro herido con las alas abiertas y rotas,
yacía en el suelo huérfana de dueño.
La fortuna de un hombre es la desgracia de otro, pensó de nuevo. Alguien había perdido su billetera
en aquella calle desierta. Mientras se quitaba el cigarrillo de la boca, exhalando una nube de humo que se
confundió de inmediato con la niebla, Sergio miró a su alrededor, girando por completo en busca de un
potencial dueño de aquel objeto, hasta quedar de nuevo encarado con la cartera.
Nadie. Soledad, niebla, penumbra. Nadie. Como en su vida.
Se agachó, mirando aún por encima del hombro, como un niño que teme ser pillado en falta. Ni por
un momento pensó quedarse con la cartera, sino llevarla a la cercana comisaría, desviándose de su
camino apenas un par de calles. Pero sí, se dijo, podría quedarme con diez euros, si los hay, y tomarme
un café con los amigos esta tarde, y comprarme una cajetilla de tabaco. Por diez euros no se va a morir
nadie.
Hasta que tocó la cartera, esa era su firme y sincera intención.
Pero aquel objeto, cuero viejo y desgastado, extrañamente tibio a pesar del aire helado de la noche,
suave y cómodo como unos zapatos usados, estaba preñado y a punto de romper aguas, como notó por su
volumen abultado y denso. Al mirar dentro, vio que había un fajo de billetes de diez y veinte euros,
grueso como un dedo, y un escalofrío recorrió su espalda.
Miró de nuevo a su alrededor, tratando de cruzar la oscuridad. Alguien debía estar buscando esa
cartera repleta. Contó rápidamente los billetes, aunque tuvo que repetir la operación tres veces, porque
los nervios y el entumecimiento que entorpecía sus dedos hicieron que perdiese la cuenta. Por fin, se
conformó con un cálculo aproximado, determinando que habría unos trescientos euros en billetes
pequeños.
Sin poder creer en su suerte, empezó a caminar deprisa, metiendo la cartera en el bolsillo de su
impermeable y sujetándola con fuerza con la mano derecha.
Sobre la acera quedó el cigarrillo a medio fumar, olvidado por el nerviosismo y la emoción.
Caminó apresuradamente durante unos minutos, cruzando las calles desiertas en dirección a su casa,
olvidando toda intención de devolver la cartera. Trataba de mirar a todas partes a la vez, temiendo que
alguien le hubiese visto, y sintiendo como si en cada espesa sombra oscura un observador aguardase para
reprocharle su vergonzosa actuación.
Se detuvo por fin, abandonando la avenida y refugiándose en el oscuro refugio de una entrada de
garaje, apoyando la espalda en la pared y retirando la bufanda de su boca para respirar aliviado. Sin
creer aún en su suerte, sacó la cartera del bolsillo.
Durante unos segundos, prestó atención al frío y vacuo entorno, creyendo por un instante que
escuchaba pasos en la distancia. Sin embargo, no había nada.
Sergio sabía que ese espejismo de sonido, así como la sensación absurda pero cierta de sentirse
observado por una presencia expectante, ansiosa, eran fruto de su sentimiento de culpabilidad.
Abrió la cartera, tratando de alejar aquellas sensaciones, y contó de nuevo el dinero. Había
exactamente cuatrocientos veinte euros.
Dejó escapar una risa floja, nerviosa, que tapó inmediatamente con su mano temblorosa, temiendo
que aquel sonido impulsase a actuar a quien quiera que lo observase, y sabiendo a la vez que estaba solo.
Sin embargo, no podía dejar de pensar, de sentir, que alguien le contemplaba en cada momento,
aguardando algo, quizá su decisión final.
Miró de nuevo la cartera, fijándose entonces en el abultado compartimiento para monedas, en el que
no había reparado hasta entonces. Soltó el botón que lo mantenía cerrado, y sacó del interior una pata de
conejo, unida a una cadenita de plata.
Acarició la suave extremidad muerta, sin sorprenderse por su acogedora tibieza, pensando que era
el calor natural que su propio cuerpo había transmitido al objeto. La sensación de ser observado le
golpeó con fuerza casi física, y levantó de nuevo la mirada para buscar a su alrededor al incómodo
espectador. Guardando la cartera, pero con la pata de conejo aún entre sus dedos temblorosos, salió del
refugio que la cochera ofrecía, pero ni vio ni escuchó a nadie.
Pensativo, contempló la pata de conejo. El dueño de aquella cartera, un pobre iluso como él, creía
también en la fortuna. Esperaba que fuese mejor que la suya.
Con un suspiro que parecía reprochar su propia estupidez, guardó la pata de conejo en el
compartimiento para monedas, extrajo un billete de veinte que metió en su propia billetera, y empezó a
andar hacia la comisaría, deseando tener un cigarrillo para el camino.
Sintió una extraña relajación, como si hubiera sostenido una cuerda tensa y tirante entre las manos y
por fin, con un gesto seco, la hubiese soltado. Como si aquella presencia expectante soltase un aliento
largamente contenido.
Llegó a la comisaría unos minutos después, y entró rápidamente, sin darse tiempo a arrepentirse de
su acción. En el mostrador de atención al público, un policía leía unos folios, mientras del pasillo que
salía hacia la derecha llegaba un segundo agente, con dos tazas de café caliente en las manos.
Ambos saludaron a Sergio, preguntándole amablemente qué deseaba, pero observándole con la
presumible sospecha que despertaría un hombre embozado al entrar allí a las siete de la mañana. Sergio
observó que el que traía el café se apresuraba en dejar las tazas sobre el mostrador, como si temiese
necesitar las manos libres.
Devolvió el saludo, sacando la cartera de su bolsillo, mientras con la otra mano se quitaba la
capucha y bajaba la bufanda lo suficiente como para descubrir su rostro, y explicó a los agentes dónde y
cómo había encontrado la billetera, y su intención de restituirla al dueño, que seguramente estaría
buscándola.
La actitud de los policías cambió al recibir el objeto, hasta el punto de que uno de ellos le ofreció
un café, que Sergio, a esas alturas aterido de frío, aceptó gustoso.
Mientras bebía el café, el agente que permanecía sentado sacó de la cartera el fajo de billetes,
contándolos y escribiendo la cantidad total y su desglose en un formulario. Es usted un hombre honrado,
dijo con sincera admiración, poca gente encuentra esta cantidad de dinero y la devuelve. Sergio
enrojeció, sintiéndose mal consigo mismo aunque sabía que aquellos veinte euros que había cogido poco
importarían ante la cantidad que había respetado, y apuró el ardiente café de un trago.
Bueno, es mi deber ciudadano, dijo temiendo atragantándose, espero que encuentren al propietario,
buenas noches.
Se dio la vuelta para marcharse, pero el agente del café le detuvo a dos pasos del mostrador al
preguntarle si no quería dar su nombre y señas.
Sergio preguntó si era necesario, y el agente, con una sonrisa cómplice, le explicó que no sería
mala idea hacerlo por si el legítimo dueño de la cartera desease entregarle alguna recompensa por su
restitución.
No será necesario, de verdad, dijo Sergio, y siguió caminando hacia la puerta mientras el policía
sentado sacaba la documentación y su neutra expresión se tornaba sorprendida. Sergio le oyó murmurar
algo, aunque no pudo entender sus palabras porque el otro agente, que le acompañó hasta la puerta y en
ese momento la abría para dejarle paso, estaba hablando de alguna trivialidad.
—¡Detén a ese hombre!
El grito del agente del mostrador paralizó a Sergio, y pudo ver que el policía situado a su lado
quedaba igualmente sorprendido. Ambos se giraron para mirar al agente del mostrador, que ya estaba
desenfundando su arma reglamentaria, con el rostro pálido sólo coloreado por dos puntos de profundo
carmesí en las mejillas.
Sobre el mostrador, junto al fajo de billetes, Sergio vio un DNI con su nombre y fotografía, su
propio carné de conducir y, salido inexplicablemente del compartimiento para monedas, un dedo largo y
delicado, rematado en ambos extremos por una mancha carmesí; por un lado, la uña bien cuidada y
pintada de una mujer. Por el otro, una mancha de sangre aún fresca, que había salpicado la cartera y el
mostrador.


EXTRAÍDO DEL DIARIO LOCAL, AL DÍA SIGUIENTE

ASESINA A SU MUJER Y ENTREGA LAS PRUEBAS EN COMISARIA

Un vecino de esta localidad que responde a las iniciales S.M.H, de treinta y dos años, fue detenido
ayer acusado de la muerte de su ex esposa, L.J.M, de veintinueve años y madre de los dos hijos habidos
en el matrimonio. El presunto asesino se personó en la comisaría de la policía nacional, entregando una
cartera que afirmó haberse encontrado en la calle momentos antes. Al inventariar el contenido de la
cartera, los agentes de guardia hallaron en su interior cuatrocientos euros, así como un dedo índice
amputado, según los primeros indicios, con un objeto cortante. Lo más curioso de este macabro incidente
es que la documentación hallada en el interior de la cartera correspondía al sospechoso, aunque éste
mantiene en su declaración que la encontró en la vía pública. La huella dactilar del dedo mutilado llevó a
la policía hasta L.J.M, que fue hallada muerta en su domicilio con cinco cuchilladas en el pecho,
habiendo sufrido la amputación traumática de los dedos de la mano derecha. Tras comprobar los
movimientos bancarios de la finada, la policía considera que ella retiró del banco cuatrocientos euros
que, al parecer, su ex marido robó posteriormente tras asesinarla y mutilarla.
El sospechoso continúa en las dependencias policiales, donde ha recibido asistencia psicológica al
encontrarse, según parece, en un fuerte estado de confusión mental y defendiendo su inocencia pese a las
abrumadoras evidencias.



Última lectura
Por Ramón Ferreres Castell

A Silvia nunca le gustaron los funerales. No entendía cómo iba a ayudar ver a un ser querido
encajonado y vestido con un elegante atuendo. Hubiese deseado estar en cualquier otra parte, pero
seguramente nadie hubiera comprendido que la viuda no fuera al funeral de su propio marido. Una hilera
inacabable de personas, a algunas de las cuales no había visto jamás, intentaron reconfortarla con
palabras de ánimo. Pero ellos volverían a sus vidas después de la ceremonia. Ella, en cambio, estaba
sola. Así se sintió al llegar a casa.
En la habitación todo estaba como lo había dejado. No había motivo para que no fuera así. Sobre la
mesilla de noche de Pedro, la lámpara que le había regalado por su treinta cumpleaños y su última
lectura. La cama, aún deshecha, la invitaba a derrumbarse sobre ella. Así lo hizo. Durante un instante, la
reconfortó sentir el olor de su marido entre las sábanas, hasta que comprendió que aquel aroma era lo
único que quedaba de él. Rompió a llorar preguntándose por qué había sucedido todo de aquella manera,
cómo aquella repentina y fulminante enfermedad había robado toda la juventud y belleza de su amado.
Silvia tomó entre sus manos el libro que yacía sobre la mesilla. Estaba cuidadosamente forrado, como
solía hacer Pedro. Siempre la había sorprendido aquella costumbre. Él solía decir que no quería
estropear los libros, pero ella sabía que era una forma de que nadie supiera lo que estaba leyendo. Como
ávido lector que era, le gustaba mantener el anonimato de sus lecturas. Así, evitaba comentarios como:
«Yo también lo he leído, pero el final no me gustó». Silvia intentó recordar un solo día en que no hubiera
visto a su marido leyendo, pero no pudo. Si hasta en su viaje de bodas se había llevado un par de libros.
Y volvieron del Caribe leídos y bien leídos. En ocasiones, se enfrascaba tanto en la lectura que acababa
comportándose como algunos de los personajes de la novela en cuestión. Recordó con una sonrisa como
su suegra le había explicado que de niño, cuando estaba leyendo Pinocho, aseguraba que le estaba
creciendo la nariz. Intrigada por cuál había sido la lectura póstuma de Pedro, abrió el libro. De él cayó
una fotografía. Solía utilizarlas como punto de libro. Silvia recordaba aquella instantánea perfectamente.
Ella misma la había hecho. Aparecía Pedro en la playa con un bañador horroroso que le había regalado
su madre. Sí, recordaba perfectamente aquella imagen. A quien apenas reconocía era a su marido. Estaba
radiante. Se le veía lleno de vida. Parecía como si aquella fotografía se hubiese apoderado de toda la
vitalidad de Pedro. Desconcertada, y temiendo lo que podría descubrir, comenzó a leer el último párrafo:
«Al entrar se encontraron, colgando del muro, un soberbio retrato de su amo, tal como le habían visto
por última vez, en todo el esplendor de su juventud y su belleza».
Silvia supo en aquel instante que jamás debería haberle regalado aquella novela de Oscar Wilde.

El túnel
Por Miguel Ángel Comín

Eran felices… y quien no lo es cuando se trata de recién casados.

Íbamos de Luna de Miel y como nuestra economía no nos permitía grandes lujos decidimos
olvidarnos de países exóticos y alquilamos un pequeño apartamento en un pueblecito de montaña.
Nuestro sueño era pasar la luna de miel en sábanas blancas durante 7 días.
Conducíamos un pequeño coche de alquiler y según el mapa no quedaban más de 22 millas para
llegar a nuestro destino. El recorrido era precioso, una carretera tranquila sin tráfico…
Pasamos la última gasolinera que quedaba hasta llegar al final del trayecto, el indicador de gasolina
indicaba que teníamos todavía combustible suficiente para poder llegar al pueblo, así que continuamos.
Poco antes de llegar a la gasolinera habíamos visto un letrero.

Túnel de Vielha. Longitud 5 millas.
Se recomienda repostar en la próxima gasolinera.
Se recomienda revisar las luces.
Túnel de muy poca iluminación.

Éramos jóvenes, aquello nos pareció excitante.
Había anochecido cuando llegamos al túnel y la verdad es que estaba bastante abandonado a su
suerte, enfrente nuestro, oscuridad, solo a lo lejos pudimos percibir una pequeña luz, el primer foco del
que disponía el túnel.
Empezaba a nevar.
Las luces del coche iluminaron el túnel, Peter decidió encender las luces de largo alcance, pero una
extraña neblina formada en el interior hizo que la visibilidad fuera peor en esas condiciones, decidimos
seguir con las luces de cruce.
Vimos que en el techo se habían formado estalactitas debido a las filtraciones de agua, parecía que
lloviznaba, había que accionar el limpiaparabrisas de vez en cuando.
Yo miré hacia atrás, vi como la boca del túnel iba desapareciendo poco a poco, estábamos bajando.
Aquello no me pareció tan excitante.
El suelo del túnel era de tierra y en algunos tramos fangoso debido a la humedad, encontramos
piedras que se habían desprendido del techo y la pared. Peter conducía despacio por miedo a no dañar
los neumáticos.
Hacía rato que ya habíamos pasado el primer foco de luz y todavía no percibíamos el segundo, si es
que había un segundo.
De pronto el coche empezó a perder potencia y a dar trompicones, al rato el motor se paró.
Peter intentó ponerlo en marcha varias veces, pero no fue posible. Golpeó malhumorado el volante,
luego se quedo quieto muy serio, miró el indicador de gasolina, acercó su dedo índice hacia él y golpeó
el protector de plástico que lo cubría, de repente la aguja bajó en picado, los dos nos quedamos
petrificados, aquella maldita aguja se había quedado bloqueada por alguna extraña razón y nos había
engañado, no teníamos combustible.
Empecé a perder los nervios, Peter intentó tranquilizarme, pero noté que él también estaba
nervioso.
Decidimos esperar por si pasaba alguien que nos pudiera acercar a la gasolinera.
Dejamos el contacto puesto y las luces de posición junto con las de emergencia para ser visibles en
el caso de que pasara algún vehículo, luego Peter fue al maletero a por una linterna y algo de abrigo,
fuera hacía mucho frío y dentro de poco en el interior del vehículo también, sin el motor en marcha no
había calefacción.
Peter me pasó el polar que me había comprado para la ocasión, me lo puse por encima mientras él
iluminaba con la linterna el túnel, no se podía ver prácticamente nada a más de 10 metros por culpa de la
niebla. Todo estaba en silencio.
Pasaron 45 minutos y allí no pasaba nadie. Teníamos que hacer algo, no podíamos esperar más, a
estas horas ya tendríamos de haber llegado al apartamento y todavía estábamos dentro de aquel túnel.
La batería del coche no sabíamos lo que podría aguantar dejando las luces del coche encendidas,
pero no podíamos apagarlas. En el supuesto caso de que pasara alguien no nos vería con tiempo
suficiente y podríamos ser arrollados, pero sin batería, aunque tuviéramos gasolina no podríamos ponerlo
en marcha, todo era muy confuso, complicado.
Había que hacer algo y pronto, lo único que se nos ocurrió fue que teníamos que volver a la
gasolinera.
Yo al principio descarté la idea, pero Peter dijo que teníamos que hacer algo ¡ya! No podíamos
quedarnos de brazos cruzados y esperar, no pasaba nadie, allí dentro hacia mucho frío, quizás estábamos
a menos dos grados bajo cero, llevábamos puestos los polares, los gorros de lana, los descansos de
nieve, los guantes y estábamos helados, si nos quedábamos aquí toda la noche podríamos morir
congelados.
Calculamos que andando hasta la gasolinera tendríamos unas 7 u 8 millas así que tardaríamos en
llegar una hora más o menos y otra hora de vuelta. Eran las diez y media, con suerte sobre la una
estaríamos de regreso. Podríamos poner el coche en marcha y largarnos de una vez por todas de este
lugar.
Pero de nuevo se nos planteó un problema.
¿Íbamos a dejar el coche allí solo? Si lo hacíamos tendríamos que apagar las luces, pues funcionan
con el contacto puesto. ¡No íbamos a dejarlo con las llaves puestas!
Tampoco era buena idea dejar el coche totalmente a oscuras con el peligro que eso suponía, ni
dejarlo abandonado, aunque fuera momentáneamente, teníamos todo el equipaje en el maletero, podría
pasar alguien y robarlo.
«Quien podría pasar?» me dije. «¡Si llevamos más de una hora aquí dentro y no ha pasado nadie!».
Pero no me fiaba.
Alguien tendría que quedarse en el coche, era un coche de alquiler, si le pasaba algo tendríamos de
sufragar los gastos nosotros, no podíamos arriesgarnos, además dependíamos de él para movernos y si lo
dejábamos solo no sabíamos en que condiciones podríamos encontrarlo a la vuelta.
A Peter no le hizo ninguna gracia que me quedara en el coche, ni a mí quedarme, pero no teníamos
opción.
Se despidió de mi con un beso y un te quiero y se fue rápido y con paso firme hacia la gasolinera,
lo vi alejarse a través del cristal trasero del coche, al rato solo pude ver la luz de su linterna moverse de
arriba abajo, luego todo quedo en oscuridad.
«Solo serán dos horas». Pensé. «Dos horas y Peter ya estará de vuelta, llenaremos el depósito y nos
iremos pitando hacia el apartamento».
Que ganas tenia de que acabara esta pesadilla.
Pensé en dormir un poco, así el tiempo pasaría más rápido, Peter estaría de vuelta casi sin
enterarme, pero no pude. Estaba muy nerviosa, tenía mucho frío, aquel túnel era tenebroso y estaba sola,
completamente sola. Estuve a punto de salir a su encuentro, la idea de quedarme en el coche ya no me
parecía tan buena. Me di cuenta de que no tenía linterna, ¿cómo me iba a ir a oscuras?
Rápidamente abrí la puerta, salí y grité su nombre, pero no recibí respuesta. ¡Dios! Dentro del
coche hacia frío, pero fuera era peor, volví a gritar sin éxito y decidí entrar de nuevo.
Tenia que hacer algo para matar el tiempo y distraerme, estaba muerta de miedo, Peter solo hacia
20 minutos que había salido, quizás ya estuviera fuera del túnel, recordé que cuando nos disponíamos a
entrar empezaba a nevar, ojalá ya haya parado.
Hasta ahora no me había dado cuenta, casi no podía ver nada por el parabrisas, una estalactita
situada justo encima dejaba caer gotas de agua que resbalaban por el cristal y debido a la baja
temperatura quedaban congeladas en él, el ruido del goteo empezó a ser un poco molesto, no se como no
lo había escuchado antes.
¡Plic!, ¡Plic!, ¡Plic! …
Estuve un rato viendo caer las gotas de agua por el cristal para entretenerme, algunas veces caían
dos o tres a la vez y las seguía para ver cual de ellas llegaba mas lejos, unas morían muy pronto y
paraban en algún trozo escarchado, otras sorteaban con gracia las otras que habían quedado congeladas y
como si de un camino se tratara recorría el cristal casi por completo. En una de aquellas carreras me
pareció ver una luz al fondo, salí rápida del vehículo pensando que se trataba de algún coche, pero la luz
no se acercaba, estaba inmóvil, muy lejos, y pensé que quizás seria el segundo foco del túnel. ¿Cómo es
que no lo había visto antes?
Me di cuenta de que la luz desaparecía y aparecía una y otra vez, la pequeña niebla que envolvía el
túnel jugaba con mi vista.
Entré de nuevo en el coche.
55 minutos.
Peter ya tendría que haber llegado a la gasolinera, seguro que había comprado una lata de 5 o 10
litros y estaría de vuelta, una hora más y estaría aquí.
Yo no entendía de coches ni de mecánica ni nada por el estilo, pero me preguntaba «Cuantas millas
se podrían recorrer con 5 litros de gasoil?»
Ojalá diera para poder llegar al pueblo, aquella noche se me hacia eterna.
Una hora desde que se marchó.
Llevaba rato con ganas de poner algo de música pues tanto silencio me ponía los pelos de punta, el
coche solo disponía de radio y aunque me parecía inútil pues sabía que aquí dentro no llegaba ninguna
señal decidí entretenerme con el sintonizador a ver si por un casual escuchaba algo, por lo menos algo
mejor que el ¡Plic!, ¡Plic! de las malditas gotas.
Empecé a mover el botón hacia la izquierda y solo pude oír aquel ruido característico que hacen las
radios cuando no hay señal.
Tffff – Shshshsh – Tffff – Shshshsh…
«Ya lo sabía». Me dije. «Pero no tengo nada mejor que hacer».
Me había traído un nuevo libro para leer, pero me lo reservaba para leer en la cama entre revolcón
y revolcón.
Moví esta vez el botón hacia la derecha y nada.
Ya había pasado una hora y veinte minutos mas o menos, estaba totalmente agarrotada y empecé a
mirar por el espejo retrovisor a ver si llegaba Peter, todo seguía oscuro, además los cristales estaban
totalmente empañados, no podía ver absolutamente nada y tampoco tenía ningunas ganas de limpiarlos.
En uno de los giros del sintonizador de la radio, que además movía como si de abrir una caja de
caudales se tratara, me pareció oír música, subí un poco el volumen para escuchar mejor. De repente algo
sonó muy fuerte en el techo del coche y este se tambaleo un poco, seguidamente un ruido continuo como
de golpes.
¡BOOM!, ¡BOOM!, ¡BOOM!
Primero grité asustada, luego empecé a chillar como una loca. ¿Qué ocurría?, ¿qué era ese ruido?
Notaba que había algo en el techo, parecía como si éste quisiera hundirse y empecé a tocar el
claxon insistentemente, pensando que lo que fuera que estuviera allá arriba saliera despavorido, pero en
contra de lo previsto los golpes eran cada vez más fuertes…
¡BOOM!, ¡BOOM!, ¡BOOM!...
Algo o alguien lo estaban golpeando.
¡BOOM!, ¡BOOM!, ¡BOOM!...
Seguía chillando de desesperación, de miedo, subí el volumen de la radio intentando en vano
enmudecer aquel sonido.
TFFFF – SHSHSHSH – TFFFF – SHSHSHSH…
Fue inútil.
¡BOOM!, ¡BOOM!, ¡BOOM!...
Empecé a llorar, ya no sabía qué hacer, no me atrevía a salir del coche, ¿que era aquello?, me
acurruqué en el asiento y empecé a gritar con todas mis fuerzas.
—¡BASTA!, ¡BASTA!, ¡BASTA!
No sé cuánto duro aquello, ¿5, 10 minutos?
¡BOOM!, ¡BOOM!, ¡BOOM!...
El coche seguía tambaleándose, alcé la vista y me pareció ver unas gotas que salpicaban el cristal
delantero, pero a diferencia de las otras, éstas eran oscuras.
Escuché ruidos de sirenas, luego enmudecieron. Luces rojas y azules iluminaron el entorno, una voz
que parecía proceder de un megáfono dijo.
—¡ATENCION LE HABLA LA POLICIA, SALGA INMEDIATAMENTE DEL COCHE CORRA
HACIA NOSOTROS Y NO MIRE HACIA ATRÁS!
¿Qué era aquello? ¿Me estaba volviendo loca? Había pasado de encontrarme sola y a oscuras en un
túnel a tener a la policía, luces por todos lados y un montón de ruido.
TFFFF – SHSHSHSH – TFFFF – SHSHSHSH…
¡BOOM!, ¡BOOM!, ¡BOOM!...
El mensaje volvió a repetirse.
—LE HABLA LA POLICIA, RAPIDO SALGA DEL COCHE CORRA HACIA NOSOTROS Y NO
MIRE HACIA ATRAS!
Decidí hacer caso a aquella orden y con gran esfuerzo abrí la puerta del auto, caí al suelo.
Al levantarme miré hacia delante, unos focos de coches me cegaron
De nuevo escuche.
—CORRA HACIA AQUÍ, ¡RÁPIDO!
Noté como si gotas de agua salpicaran mi cara, gotas calientes. Estaba aturdida. Empecé a correr
hacia la voz con bastante dificultad, llevaba unas dos horas dentro del vehículo y tenía las piernas
entumecidas, ya de por si me costaba andar.
¡BOOM!, ¡BOOM!, ¡BOOM!...
De nuevo la policía.
—¡NO MIRE HACIA ATRÁS, NO MIRE HACIA ATRÁS!
Quería mirar, sentía curiosidad por ver qué pasaba, pero estaba presa del pánico, lo primero que
deseaba era alejarme del coche lo antes posible.
En uno de los intentos por avanzar tropecé y caí al suelo, intente levantarme, pero esta vez resbale
al pisar un pequeño charco helado, me di la vuelta y lo que vi me mató de por vida.
En el techo del vehículo pude ver a un hombre que vestía una bata blanca, la cual muchas partes de
ella estaban manchadas de rojo, los focos de los coches de la policía le daban un aspecto fantasmagórico.
El hombre se encontraba de pie con las piernas arqueadas, parecía un Neanderthal y en su mano sujetaba
algo con lo cual golpeaba el techo del vehiculo.
¡BOOM!, ¡BOOM!, ¡BOOM!...
Al principio no distinguí muy bien, luego me di cuenta que lo que aquel monstruo sujetaba era…,
era…, era la cabeza de Peter. La golpeaba una y otra vez contra el techo, salpicándolo todo de sangre.
¡BOOM!, ¡BOOM!, ¡BOOM!...
Gotas calientes cayeron de nuevo en mi rostro, pasé mis manos para limpiarme y al mirarlas las vi
teñidas de rojo, era sangre, la sangre de Peter. Caí desmayada.
La noticia corrió como la pólvora.
Un loco que se había escapado del Manicomio había matado a un turista y le había cortado la
cabeza, luego con ella había golpeado repetidas veces el techo del coche en el cual se encontraba su
mujer.
¡BOOM!, ¡BOOM!, ¡BOOM!...

A los tres meses de lo ocurrido me enteré de que iban a tapar el túnel e iban a construir una
carretera exterior para llegar al pueblo. Lo dieron en las noticias de las 3 pero no pude saber más,
alguien cambio de canal y nos pusieron dibujos de Mickey Mouse y de Bugs Bunny, en el Psiquiátrico
donde me encontraba no nos dejaban ver otra cosa.
No tenía cura y la medicación que me daban no ayudaba mucho así que decidieron trasladarme a un
Manicomio de por vida.
El primer día que llegué me hice amiga de un tipo que tenia pinta de Neanderthal.
A veces en los Manicomios también ocurren accidentes.
¡BOOM!, ¡BOOM!, ¡BOOM!...


Tres alturas
Por Jose Luis Diaz Marcos

Luis conduce por un bacheado camino, en pleno bosque. A medida que progresa, busca algo entre
los árboles. Se lleva la mano a la espalda visiblemente dolorido, quejumbroso.
Poco después, enfila un segundo camino que pronto lo acerca hasta un inmueble cuya añeja
apariencia ha conocido tiempos mejores. Delante, un coche. En la puerta, una mujer de aspecto urbano
con un portafolios.
—¿El señor Más, Luis Más? —pregunta aquélla en cuanto él pisa, «¡Ay!», el suelo.
—Sí…
—Soy Eva Torres, de la inmobiliaria. —Ofrece su mano—. Siento decirle que no voy a poder
enseñarle la casa.
—¡¿Cómo?!
—Me ha surgido un imprevisto y debo irme enseguida. Pero no se preocupe —tranquiliza—: aquí
tiene la llave. Pase usted.
—¿Yo…?
—Sí. A su aire, con total confianza. Como verá, la vivienda consta de sótano, planta baja, primera
planta y desván. Tres alturas.
—Si no hay otra opción… —asume Luis cogiendo la llave, dolorido.
—Cuando termine, déjela en esa maceta de ahí: ya pasaré a recogerla. ¿Se
encuentra bien?
—Más o menos. Hace unos meses sufrí un accidente y la espalda aún me culpa por ello.
—Ánimo entonces. ¿Puedo preguntarle qué le trae por aquí?
—Turismo rural. Quiero abrir mi propio negocio.
—¡Fantástico! En ese caso, ha venido al sitio ideal. Disfrute —desea Eva camino de su coche.
—¿No teme que le robe los cubiertos? —bromea él.
—En absoluto. La casa le va a gustar tanto, que los cubiertos me los regalará como agradecimiento
por vendérsela.
Luis abre la puerta principal y lo golpea la atmósfera sólida y rancia de las construcciones
deshabitadas. El mobiliario, antiguo y polvoriento.
—¡Buf! Sus últimos inquilinos debieron ser…
En el vestíbulo, de izquierda a derecha: una puerta (cerrada con llave, según comprueba), un
estrecho pasillo, la escalera que conduce a la primera planta y una segunda puerta, también obstruida.
Se adentra por el pasillo. Salvo el de la cocina, todos los dinteles que encuentra están bloqueados.
—Empiezo a pensar,… ¡ay!, que me he dado la paliza del viaje para nada...
Entra en aquella, puro descuido. Descubre en el centro de la estancia, bajo la mesa, el rectángulo
abierto de una trampilla.
—El sótano, imagino…
Intenta mover el mueble y un doloroso latigazo le fustiga las lumbares. Se
agacha y gatea.
—No es la postura más elegante, pero al menos…
Encuentra una sucesión de escalones en cuyo fondo, semioculta en la oscuridad, despunta una pala.
Duda.
—Pensándolo bien, mejor dejarlo para luego...
Extenuado como un alpinista en la cumbre del Everest, Luis corona la primera planta aferrado a la
barandilla.
Más puertas. Todas cerradas.
—¡¿Así recibes a quien se interesa por ti: dándole con las puertas en las narices?! ¡¿Quieres acabar
convertida en una montaña de leña, eh?! ¡¿Es eso lo que quieres?! —vocea a la casa, frustrado.
De improviso, como respuesta a su reproche, una segunda escalera se despliega estrepitosa desde
el techo, en el pasillo. Luis recula hasta un rincón, temeroso.
—¡¿Ha, hay alguien ahí…?!
Sin respuesta, se acerca tímidamente:
—Y esto debe ser…
Sube a una buhardilla con techo a dos aguas también anegada por el polvo.
Enfrente, un rosetón acristalado.
—Más de lo mismo… No sé si este sitio puede tener futuro como negocio…
Asomado al tragaluz: fuera, tres alturas más abajo, su coche.
Se dispone a bajar y queda atónito. Ahora, de repente, la trampilla ya no se abre a la segunda
planta, sino… a los escalones del sótano en cuyo fondo, semioculta por la oscuridad, despunta una pala.
—¡¿Pero qué…?!
Se aventura, tímido, en la negrura. Uno de los peldaños, quizá podrido, cede bajo su peso y acaba
sentado de golpe.
—¡¡Aaaah!! —grita, transido por el dolor. Teme no poder levantarse.
Alcanza un interruptor al final de la pared: la mortecina luz de una sucia
bombilla ilumina un recinto cuadrangular surcado por pilares y traviesas.
Luis niega, atónito.
Apoyado en la herramienta a modo de bastón, sube, «¡Ay!», y se asoma… ¡al desván!
Ahoga una risita sintiéndose absurdo. Otea bajo el suelo-techo, frontera que separa ambos niveles,
intentando atisbar el menor rastro de los espacios perdidos.
—¡¿Qué… qué locura es esta?! ¡¿D-dónde están la planta baja y la primera planta, las dos alturas
que… faltan?!
Agitado, suelta el apoyo y saca su móvil. Intenta encenderlo, sin éxito. Lo
estrella contra la oscuridad.
—¡Así que esto es lo que quieres! —exclama mirando a su alrededor, sopesando de nuevo el
utensilio, desafiante—. Para salir de aquí tengo que cavar un túnel... Para eso es la pala, ¿no? ¡¿Quién
eres?! ¡¿A qué juegas?! ¡¿Qué quieres de mí?!
Tantea el piso y el muro con el metal: roca pura. La golpea y se le escapa un doloroso gruñido. Tira
la pala, furioso.
Aparece en el desván, arrastrándose.
Caída la noche, sobre las tejas empieza el golpeteo rítmico y progresivo de lalluvia.
—Agua… —murmura, esperanzado.
Gatea hasta el rosetón: el aguacero llora sobre el cristal. Se incorpora a
regañadientes e intenta la apertura. Sin fuerzas. Insiste y la logra.
—Gracias…
Sacia la sed usando las manos como cuenco. Se deja caer, molido.
Ya de día, lo despierta un motor:
—Eva…—recuerda—. ¡Eva! ¡¡Eva!! ¡¡Socorro!!
—¡¿Luis?! —exclama la mujer. Sorprendida, desconcertada —¡¿Qué hace ahí…desde…?! ¡¿Qué
ocurre?!
—¡No puedo salir! ¡Ayúdeme!
—¡Tranquilo…! ¡La llave! ¡Tire la llave!
Luis busca entre sus ropas, ansioso.
—¡Ahí va!
Escrupulosa, Eva busca entre el barro.
—¡Ya la tengo!
—¡El sótano! ¡Suba a través del sótano!
—¡¿Qué?!
—¡Confíe en mí! ¡Vaya al sótano!
Aturdida, Eva corre hacia la casa.
—Por fin… Por fin saldré de esta pesadilla… —se confiesa él, contento.
De súbito, algo empuja la escalera y cierra la trampilla con gran violencia.
—No… ¡No! ¡¡NO!!
Renquea hasta aquella e intenta abrirla, impotente.
Eva entra en la cocina. Descubre la trampilla, cerrada. Forcejea y... Bajo la madera, suelo puro y
duro: el sótano no existe.
—¡Por todos…!
Sale al zaguán y sube a la primera planta. A la segunda trampilla, también cerrada. Repite la
maniobra y… Sobre la madera, techo puro y duro: el desván tampoco existe.
—¡¿Có… cómo pueden desaparecer… el sótano y una altura?! ¿Qué…? ¡¡Luis!! ¡¿Luis, sigue ahí?!
¡¿Me oye?!
Silencio.
Eva corre escaleras abajo y se precipita fuera de la casa.
—¡¡Luis!! ¡¡Luis!!
—¡¡Sí!! —Se asoma al cabo— ¡¿Por qué está ahí?! ¡¿Qué pasa?!
—¡Algo extrañísimo! ¡No se lo va a creer, pero…! ¡Han desaparecido el sótano y la altura del
desván, su altura!
—¡Se equivoca! ¡Faltan la planta baja y la primera, las otras dos alturas!
Confundida, Eva saca el móvil.
—¡No funciona! ¡Voy a buscar ayuda!
—¡No tarde! ¡Por Dios bendito, no tarde! ¡Se lo ruego!
La mujer sube en su coche y se aleja a toda velocidad.
Eva conduce de vuelta. Precede la marcha de un coche policial. Ambos vehículos se detienen.
Aquélla grita de pronto y se apea. Policía y Ayudante la imitan, boquiabiertos.
La casa se ha derrumbado quedando convertida… en una montaña de leña.
Los agentes intentan tranquilizarla. Se acercan los tres.
Aún sobrecogida, Eva grita de nuevo señalando los escombros: asoma,
inconfundible, el cadáver de Luis. Ayudante la aleja.
Policía intenta establecer comunicación con su walkie:
—Qué raro… No…
Unos metros más allá, aquél pregunta:
—¿Estaba solo? ¿Había alguien más en la casa?
—N-no… ¡Ay, Virgencita! ¡Pobre hombre…!
—Intente calmarse…
—¡Espere! ¡¿Ha oído eso?!
—¿Qué?
—Un ruido. ¡Por ahí! Donde estaba la cocina…
Se suceden varios golpes. Policía se reúne con ellos.
—¡El sótano! ¡En el sótano! —Urge de improviso, tan exacta e
inconfundible como su propia muerte, la voz de Luis Más— ¡Estoy aquí, Eva! ¡Sácame! ¡¡Sácame
pronto, Eva!!


Turno de noche
Por Benjamín Ruiz

El hospital Doctor Sagaz Zubelzu está enclavado en el monte El Neveral, uno de los que
circundan la ciudad de Jaén, que se encuentra al fondo, en el valle. La gente lo conoce simplemente por el
nombre de El Neveral. Es un edificio vetusto, construido a 700 metros sobre el nivel del mar e
inaugurado en 1935, como un sanatorio para tuberculosos. La fachada está pintada de un amarillo
desvaído, tiene cuatro plantas «aunque la última lleva muchos años cerrada», y se encuentra rodeado de
pinos por los cuatro costados. En noviembre de 1936 sufrió un aparatoso incendio. Murieron dos
enfermeras que se lanzaron desde una de sus ventanas, huyendo de las llamas. Actualmente, es uno de los
tres hospitales que forman el Complejo Sanitario de la ciudad de Jaén.
María aparcó el Ford Fiesta en la zona reservada para los trabajadores y corrió hacia la entrada;
estaba lloviendo. Eran casi las diez, llegaba tarde y se iba a ganar la reprimenda de su compañera cuando
le diera el relevo. Saludó al vigilante y a los celadores y enfiló el pasillo. Al fondo: una escalera
descendía al Mortuorio. A la izquierda: se encontraban los ascensores. Tomó uno y subió a su planta, la
tercera. En el puesto de enfermeras había un estimulante olor a café recién hecho. Ayudaba a soportar la
noche. Los sonidos de las habitaciones iban cesando poco a poco; los pacientes habían cenado ya y los
televisores se apagaban. Enfermos y acompañantes se preparaban para dormir.
Su compañera, una enfermera de edad avanzada y a punto de jubilarse, le dio el relevo
malhumorada. Le regañó por haber llegado tarde y se marchó. «Amargada», pensó María, mientras iba
revisando los informes y la medicación. «Se cree que porque tenga 107 años puede hablarme como le dé
la real gana».
Esa noche solo se encontraban ella y otra compañera, auxiliar, para toda la planta. La crisis había
hecho estragos y siempre andaban bajo mínimos en cuestión de personal. Se repartieron las habitaciones
y empezaron a administrar la medicación nocturna y a preparar los goteros del suero. Cuando terminaron,
volvieron a juntarse en su sala de estar para tomarse el café. Eran casi las doce.
—Nena —le dijo su compañera Paqui, la auxiliar—, me ha dicho la acompañante del abuelo que
hay en la once, que no dejan de oírse golpes en la planta de arriba y no pueden dormir.
María dejó la taza de café.
—Eso es imposible. La planta de arriba está vacía. Lleva años clausurada. ¿Se lo has dicho?
—Sí, pero insiste en que arriba hay alguien. Suenan golpes, pasos y sillas moverse. He llamado a
seguridad y les he explicado el tema, pensando en la posibilidad de que se haya colado alguien. Me han
dicho que subirán a echar un vistazo. Pero dudo mucho que lo hagan, al menos de momento. Están viendo
el fútbol: La Champions.
—Iré a hablar con la mujer.
Se terminó el café y se levantó. Cuando llegó a la habitación once no encendió la luz para no
molestar, por si se habían dormido. El paciente estaba roncando, pero la acompañante no. Estaba sentada
en su sillón con los ojos abiertos en la oscuridad.
—Me ha dicho mi compañera que oyen ruidos de arriba —susurró la enfermera, agachándose.
La mujer asintió. Era mayor, posiblemente la esposa del paciente. Habían ingresado por la mañana
y estaban solos en la habitación. La otra cama estaba libre. Habló en voz baja.
—Él se ha dormido de puro cansancio. Pero yo no puedo. Me molesta hasta el vuelo de una mosca.
Y lo que se oye son golpetazos muy fuertes, y como si arrastraran camas o sillas de ruedas.
A María le subió un escalofrío por la espalda. Negó con la cabeza.
—La planta de arriba está cerrada. No hay nadie. ¿No lo habrá imaginado?
La mujer sonrió.
—Créame, joven. Aún conservo la cabeza en mi sitio. ¡Eran golpes clarísimos!
La enfermera no supo qué decir durante tres segundos. En ese momento se oyó un golpe tremendo
justo encima de sus cabezas. Las dos se sobresaltaron. El enfermo continuó durmiendo.
—¿Lo ve? —susurró la mujer—. Pues así todo el rato.
—Intente descansar —respondió incorporándose—. Voy a ver qué pasa.
Salió al pasillo y, al llegar al mostrador de enfermería, le pidió a su compañera una linterna que
guardaban para emergencias. En la planta cerrada no había luz eléctrica.
—¿Vas a subir tú sola allí arriba? —le preguntó la auxiliar, espantada—. ¿Estás loca? Avisa a los
de seguridad y que hagan su trabajo, les pagan por ello.
—¿Y fastidiarles su precioso partido, Barcelona-Manchester United? —respondió sonriendo—. No
te preocupes, lo más probable es que se haya colado algún gato desde el tejado.
La auxiliar no se quedaba tranquila.
—¿Subo contigo?
—No, quédate por si surge alguna complicación. Me llevo el móvil por si me tienes que llamar.
Y se fue hacia el rellano.
El ascensor no llegaba a la cuarta planta, así que subió por las escaleras. A partir del descansillo
no había iluminación. Encendió la linterna y comenzó el ascenso. Llegó hasta una puerta de doble hoja
que estaba cerrada, pero no con llave. Se abrió con un chirrido oxidado al girar el picaporte. Dentro
había una quietud absoluta. Las mujeres de la limpieza subían allí una vez al mes, para mantener el
pasillo y las habitaciones libres de polvo, así que no se veía demasiada suciedad, pero sí que era
evidente el estado de abandono de las instalaciones. Fue mirando las habitaciones, una por una. Todas
estaban a medio desmantelar. En algunas había camas y en otras no. Había alguna en la que habían
acumulado los portasueros, o las sillas de ruedas. De pronto, le llegó un olor a quemado muy
desagradable. Al principio, era solo el tufo a plástico o madera carbonizada, pero después vino el hedor
a carne quemada y se le erizaron los pelos de la nuca. Empezó a percibir mucho calor en el aire, algo que
era imposible, dado que la calefacción no subía a esa planta. Además los radiadores nunca llegaban a
quemar. La gente siempre se quejaba del frío que hacía en aquel hospital.
Entonces se dio cuenta de que al final del pasillo había alguien. Era una figura vestida como las
antiguas enfermeras, mitad con hábito de monja y mitad uniforme con cofia. Tenía una especie de babero
blanco, pero el resto de la vestimenta era negra. La linterna iluminó la silueta durante un segundo, antes
de que ésta desapareciera hacia el interior de una habitación. María soltó la linterna, que cayó al suelo,
apagándose.
Se agachó para recogerla con el corazón latiéndole deprisa en el pecho. La localizó a tientas y
probó a encenderla pero no funcionaba; algo se había roto dentro de ella. Se la guardó en el bolsillo del
uniforme y sacó el móvil. Llamó a su compañera. Al cuarto tono, su compañera Paqui, lo cogió.
—Dime
—Paqui, hay alguien aquí —susurró con voz temblorosa—. Avisa a seguridad. ¡Corre!
—¿…ué? —respondió la auxiliar. Su voz se oía entrecortada, como si en vez de estar unos cuantos
metros por debajo de ella, estuviera al otro lado del mundo—. No….tien…que…ces… ¿M…yes…ía?
A pesar del calor, María sintió un sudor frío en el cuello del uniforme.
—Digo que he visto a alguien —murmuró forzando la vista en la oscuridad—. ¡Llama a los de
seguridad! ¡Que suban!
—¡Qué! —Ahora sí que oyó a su interlocutora, que susurraba también, como si la pudieran
escuchar desde abajo—. ¡Sal de ahí ahora mismo!”
Colgó el teléfono y se dio la vuelta en mitad del pasillo, dispuesta a volver por donde había venido.
Encendió la antorcha del Smartphone. Un chorro de luz iluminó la figura que estaba justo delante de ella,
impidiéndole el paso. La monja enfermera tenía la cara quemada y sus ojos amarillos brillaban con una
maldad más antigua que el propio hospital. Su rostro era pálido, a pesar de las quemaduras, y tenía los
dientes afilados como un depredador.
María estaba tan espantada que no pudo ni chillar. El grito quedó ahogado en su garganta. La
enfermera se acercó a ella y pareció olisquearla. Cuando habló, los dientes se hicieron más grandes.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó. Su voz era tan rasposa como el papel de lija rozando una pared
—. ¿Quién te ha dado permiso para subir a mi planta? Si te vuelvo a ver por aquí te arrastraré del pelo
por todo el pasillo. Lárgate de mi vista. Y ponte el uniforme reglamentario. Vas vestida como una fulana.
María estaba petrificada por el horror, era incapaz de reaccionar. Estaba inmóvil como un conejo
en la carretera, deslumbrado por los faros de un coche.
—¿A qué huele? —preguntó de pronto la enfermera-monja—. Huele a quemado.
Alzó la nariz, como un zorro en mitad del bosque, tratando de identificar el olor. María también
percibió el hedor a quemado que había olido antes, esta vez más intenso.
—¡Se está quemando la techumbre! —gritó la monja. Su voz era de hombre; a María no le cupo
ninguna duda y el saberlo la horripiló—. ¡Esas malditas estufas de leña, han prendido fuego!
La monja se acercó a ella, la cogió de la muñeca y le sonrió. Era la sonrisa de alguien que no está
en sus cabales.
—Tenemos que tirarnos por la ventana —dijo con toda tranquilidad, y el timbre de su voz se volvió
aún más bronco—. Es mejor morir aplastada que abrasada.
María sintió el calor de su mano en la piel. Le apretaba tanto que le dolía y le quemaba a la vez.
—No…yo no. Yo no me tiraré —susurró—. Esto no está pasando.
La mujer se le acercó tanto al oído que notó el aliento a putrefacción que desprendía.
—Esto pasa todos los días. Y a todas horas.
La soltó, se metió en una de las habitaciones y saltó por la ventana, gritando mientras caía.
María salió corriendo hacia la salida. Había recuperado su voz y gritaba sin cesar. Cuando los
vigilantes de seguridad llegaron, la encontraron desmayada, cerca de la puerta de doble hoja que cerraba
la última planta del hospital.
Semanas más tarde, pidió la excedencia. Nunca más volvió a trabajar. Su cerebro no se recuperó
jamás del trauma de ver a la monja de El Neveral.


La nieta
Por Juan Frau Castro

Me levanté a las ocho de la mañana para ordenar la ropa que el día anterior había trasladado
desde casa de mis padres hasta mi nuevo hogar. Había pasado mi primera noche entre los muros de la
casa que iba a formar parte de mi nueva vida. Todavía resonaban en mi mente las palabras que mi madre
había pronunciado la noche anterior:
—Te vas porque quieres. ¿Dónde vas a estar mejor que aquí?
—Mamá, ya lo hemos hablado. Necesito mi espacio y no voy a depender toda la vida de vosotros.
La despedida fue dura para ella, pero la decisión estaba tomada.
El reloj de la cocina marcaba las nueve y media de la mañana y mi estómago empezaba a reclamar
con ganas su ingesta diaria matinal. Todavía no había realizado ninguna compra de alimentos, así que
decidí bajar al bar de enfrente y tomarme un café con leche y un croissant. Después seguiría con la faena.
Cerré la puerta con llave y me dispuse a coger el ascensor. Pulsé el botón de llamada, pero la luz
roja de puesta en marcha no se encendió. Volví a pulsarlo varias veces seguidas pero el efecto fue el
mismo. Acerqué la oreja a la fría puerta de hierro del ascensor para confirmar si se había puesto en
movimiento, pero no escuché nada. Parecía que el ascensor se había averiado. Era extraño pues el día
anterior funcionó perfectamente cuando subí las cajas con la ropa. Miré la escalera y me dirigí hacia ella.
Bajar cinco pisos o subirlos no sería un problema para mí, pero todavía quedaban varios enseres que
trasladar desde casa de mis padres. Sólo esperaba que para entonces el ascensor estuviera arreglado.
Me encontré con él en la segunda planta. Estaba agachado junto a la puerta del ascensor y
murmuraba palabras que apenas lograba entender. De pronto se puso de pie y, con movimientos torpes, se
dio la vuelta y se quedó mirándome. Era un hombre mayor. Calculé, por su apariencia, que debía tener
más de ochenta años. Debido a su extrema delgadez daba la impresión de que la ropa, que era de una
talla pequeña, le sobrara por todos lados. Todavía conservaba una abundante cabellera blanca, peinada
hacia atrás, y sus llamativos ojos azules parecían estar a punto de llorar.
—¡Está roto! —le dije—. Parece que no funciona.
El anciano levantó lentamente la mano señalando al ascensor. Su cuerpo parecía estar temblando de
frío dando una sensación de extrema fragilidad.
—Mi nieta —dijo al fin con voz temblorosa—, se ha quedado en el ascensor.
Me dirigí hacia él y le puse una mano sobre el hombro para calmarlo. Enseguida noté sus delicados
huesos bajo la delgada capa de ropa.
—No se preocupe la sacaremos de ahí —le aseguré
—La sacaremos de ahí —repitió él con la vista perdida.
Me acerqué al ascensor, extrañado por la forma de actuar del anciano, y golpeé la puerta con los
nudillos suavemente.
—Hola —dije con voz afectuosa—, soy Juan, tu vecino del quinto. ¿Cómo te llamas?
Estuve esperando una respuesta que no llegó.
—¿Qué edad tiene su nieta? —pregunté al anciano.
—Seis años.
—¿Cómo se llama?
—Clara —afirmó—. ¡Ah! Y tiene seis años.
—Sí, claro —dije mirando aquellos ojos tristes.
Me acerqué de nuevo al ascensor y golpeé otra vez la puerta levemente para no asustar a la niña.
—Clara. No te asustes. Ahora mismo te voy a sacar de ahí dentro.
Me dirigí de nuevo al anciano.
—Puede que el ascensor se haya puesto en marcha y esté parado en otra planta. Por eso no me oye.
¡Espere usted aquí!
Bajé hasta la planta baja y toqué la puerta del ascensor llamando a la niña. No contestó nadie. Subí
hasta el primer piso y volví a llamar a Clara, obteniendo de nuevo el silencio por respuesta. Al llegar al
segundo piso el anciano seguía al lado del ascensor.
—¡Espere aquí! Voy a comprobar las plantas de arriba.
En el tercer y cuarto piso tampoco contestó nadie. Ya sólo quedaba comprobar en mi rellano. La
respuesta también fue nula. Miré el tramo de escaleras que subía hasta la planta de entrada a la azotea y
subí por ellas. Pudiera ser que el ascensor tuviera una salida en la última planta. Pero no fue así. Una
estructura de ladrillo cerrada guardaba el mecanismo que ponía en marcha el ascensor. De pronto, algo
llamó mi atención. Sujeta en la pared, una pequeña caja de cristal contenía lo que parecía una llave
maestra para la apertura de puertas del ascensor. Abrí el cajetín, cogí la llave y baje los escalones de dos
en dos hasta el segundo piso. El anciano estaba de cara a la puerta del ascensor con las dos manos
apoyadas sobre la puerta.
—Tranquila, cariño —dijo el anciano—. No llores. Ya falta poco.
—¿Está aquí? —pregunté
—Sí. Me dice que tiene mucho miedo. Está asustada.
Acoplé la llave sobre el pivote de hierro, que sobresalía en la parte superior izquierda del marco
de la puerta, y giré el mecanismo hacia la derecha con fuerza. Un sonoro «Clac» sonó en el interior y la
puerta de hierro se abrió.
—¡Apártese! Por favor —le pedí.
Tras abrir la puerta exterior observé la puerta de cabina, formada por tres hojas correderas de
metal, que estaba cerrada. Al final el anciano tenía razón, el ascensor estaba atascado en la segunda
planta. Agarré la corredera con las dos manos y tiré con fuerza para abrirlas.
—¡Ya está…! ¿Clara? —dije con asombro al comprobar que el ascensor estaba vacío.
—¡Gracias! ¡Muchas gracias! —dijo el anciano—. Es usted muy amable. Ahora ya no está asustada.
El corazón me dio un vuelco. Allí dentro no había nadie.
—¡Disculpe! —sonó una voz de mujer tras de mí.
Cuando me giré pude ver una chica que debía tener más o menos mi edad y que, sin dejar de
mirarme, agarró al anciano de la mano.
—¡Vamos, abuelo! Ya ha pasado todo.
—Pero… ¡Clara! —pronunció el anciano mirando hacía el ascensor, mientras la chica le
acompañaba al interior de su casa.
—Siéntate en tu sillón, abuelo. Ahora vengo. —Escuché desde el umbral de la puerta de entrada a
la vivienda, mientras la corredera de la cabina del ascensor volvía a cerrarse.
La chica salió al rellano.
—Debe perdonar a mi abuelo —se excusó—. Me llamo Ana. Soy nieta de Anselmo.
—Yo soy Juan. No te preocupes —la calmé—. Es sólo que me ha sorprendido un poco todo esto.
—Verás es que… —Ana titubeó un poco—. Mi abuelo padece de Alzheimer. Está en una fase
avanzada y en poco tiempo perderá toda movilidad. No pensé que se fuera a levantar. Lleva sufriendo
está enfermedad desde hace años.
—Lo siento —dije—, pero ¿Quién es Clara?
Ana bajo la vista pretendiendo esquivar mi pregunta.
—Perdón —me excusé—, no quería…
—¡No! No pasa nada —dijo mirándome de nuevo a los ojos—. Verás. Clara era mi hermana mayor:
murió a los seis años, antes de que yo naciera. Por aquel tiempo mi abuelo se ocupaba de ella. Mis
padres trabajaban los dos y, por culpa del horario, no podían llevar a mi hermana a la escuela, así que mi
abuelo se ofreció a ello. Cada mañana, antes de empezar a trabajar, mis padres se la dejaban en casa y mi
abuelo se ocupaba de llevarla a la escuela y de traerla. Comía con él y luego volvía a llevarla por la
tarde y también la recogía. Él se ocupaba de todo hasta que mis padres volvían de trabajar por la noche.
Una mañana mi hermana entró sola en el ascensor sin que mi abuelo se diera cuenta. El destino quiso que
el ascensor estuviera parado en esta planta.
«Mientras él cerraba la puerta de casa con llave, ella entró dentro y lo puso en marcha. Por aquel
tiempo los ascensores no tenían contrapuerta interior. No disponían de la protección de hoy en día.
Parece ser que Clara se asustó y metió la mano en el hueco que quedaba entre la cabina y la pared. El
ascensor le arrancó el brazo y Clara murió desangrada. Pero su muerte no fue inmediata. Mi abuelo
intentó por todos los medios abrir el ascensor mientras mi hermana no paraba de llamarle entre sollozos.
No hubo manera de acceder al interior. Cuando llegaron los bomberos no pudieron hacer nada por ella.
Había perdido mucha sangre. Desde el inicio de su enfermedad mi abuelo revive aquel momento
continuamente. Recuerda a su nieta, pero no lo que pasó. Es lo que tiene el Alzheimer. La memoria se
desvanece día a día y con ella tus recuerdos. Es la manera más lenta de morir en vida. Mañana no se
acordará de nada y otra vez volverá al ascensor a buscar a mi hermana. Y yo tendré que volver a
explicárselo. Y de nuevo volverá a sufrir el dolor de perder a su nieta igual que la primera vez.
—Lo siento —dije—. Yo… acabo de mudarme al quinto. Si alguna vez necesitas algo…
—Gracias —me interrumpió—. Perdona. Ahora he de volver con él.
Y cerró la puerta. Me quedé un rato parado, pensando en el continuo dolor que debía sufrir aquel
pobre hombre al revivir aquel momento cada día. También debía de ser muy doloroso para Ana tener que
explicárselo cada vez. Me dirigí hacia la escalera. El hambre me estaba royendo las entrañas. Necesitaba
un aporte rápido de hidratos. Me agarré a la barandilla, dispuesto a bajar los escalones, cuando una dulce
voz sonó tras de mí.
—¡Señor! ¿Me puede ayudar a salir del ascensor? Me he quedado encerrada.


Un beso de buenas noches
Por Gemma Solsona Asensio

En todo pueblo pequeño existe una casa misteriosa. Un lugar abandonado al que pocos se acercan
una vez oscurece y del que los niños inventan historias que no les dejan dormir por la noche. Aquí nada
es diferente. Tenemos también nuestra propia casa encantada, con paredes cubiertas de hiedra, puertas
chirriantes y escaleras polvorientas. Hace años que nadie vive allí pero son muchos los que, durante la
noche, han visto iluminarse alguna de sus ventanas o admiten haber oído extraños ruidos antes de salir
corriendo y no parar hasta llegar a la cálida protección del hogar. Es gracioso que todavía piensen que
hay algo extraño en esa casa. Yo creo que jamás lo ha habido, aunque ahora sí tendrán algo real de lo que
preocuparse. Sé que ella ha venido hasta aquí. Y está fuera, esperando, cuando el sol se esconde.
Mamá decía que yo era un chico con suerte y se las apañaba para hacerme sentir así, único,
privilegiado. Si podía, me llevaba con ella allí dónde iba y siempre encontraba algo nuevo que contarme,
algún juego con el que entretenerme. Yo era el único chico del colegio que sabía contar hasta cien en
francés, italiano y alemán. Era capaz de cantar varias canciones en estos idiomas y a ella le gustaba
acompañarme con el viejo piano que teníamos en el salón. Podíamos pasarnos así horas y horas. Yo era
también, gracias a uno de los amigos de mamá, el único chico de la clase que acababa todas las
colecciones de cromos y los demás miraban con envidia mis álbumes siempre completos. Una o dos
veces por semana pasábamos por el quiosco del señor Frannelli. Al vernos, bajaba la persiana y a mí me
daba, al menos, diez sobres repletos de cromos. Yo me daba cuenta de que deslizaba alguno de los que
guardaba en el cajón del mostrador, esos que contenían los más buscados, aquellos que siempre te hacen
falta para acabar la colección. Entonces, me quedaba allí, sentado en la penumbra, abriendo los sobres y
mirando las revistas de cine y él y mamá se metían en el trastero. Me gustaba el quiosco del señor
Frannelli. Olía a libros y se estaba caliente. Recuerdo también al hombre del bar. Íbamos algunos
domingos por la tarde, a comprar cerveza para mamá. Ese sitio siempre estaba vacío. Me sentaba ante
una de las mesas con dos dedos de polvo encima y veía la tele, mientras el hombre ponía la caja de
cervezas en la nevera, para que se enfriaran, me decía. Colocaba el cartel de cerrado y salían con mamá
a dar una vuelta. A veces podía estar allí esperándoles una hora, pero no me importaba. Cuando volvían
mamá parecía contenta y yo la ayudaba a cargar con el cajón de cervezas que estaba ya casi congelado.
Éramos diferentes. Ella lo sabía. Cuando íbamos a la iglesia, muy de vez en cuando, yo sentía las
miradas de todos fijas en nosotros pero a mamá le daba igual. Ellos la miraban con la misma expresión
que ponía mi amigo Lucas al pasar por delante de la confitería. Enganchaba la nariz al inmenso
escaparate y se quedaba absorto devorando con los ojos las trufas de chocolate y los enormes pasteles
cubiertos de fresas, cerezas y manzanas, que estaban absolutamente deliciosos. Y ellas susurraban.
Siempre murmuraban a nuestras espaldas. Ahora pienso que le tenían envidia. A mamá. A su lado,
comparándolas con su pelo de fuego y su perfume francés, ellas eran orugas grises y aburridas. Y todos lo
sabían.
No me gustaba que saliese por las noches. A veces, alguno de sus amigos venía a buscarla y no me
dejaba ir con ella. Decía que era demasiado pequeño. Me acompañaba hasta la cama y juraba que, al
volver, nadie iba a quitarme mi beso de buenas noches. Yo no podía dormirme hasta escuchar la llave que
giraba en la puerta de casa. Sabía que, a continuación, ella entraría en la habitación, lo inundaría todo
con aquel perfume de flores almizcladas y se acercaría sigilosa, para desearme las buenas noches, con un
beso que a veces olía a vino o a cerveza, pero a mí me daba lo mismo. En alguna ocasión, cuando bebía
más de la cuenta, se olvidaba y yo me quedaba en cama, esperando. Entonces me hacía el enfadado y no
le hablaba durante, al menos, dos días seguidos. Sé que ella se sentía culpable, porque siempre intentaba
cumplir lo que me prometía. Dijeran lo que dijeran me quería, era una buena madre y yo lo sabía.
Aquella noche se había puesto el vestido de flores rojas que tanto le gustaba y parecía una estrella
de cine. Me dijo que volvería tarde pero me prometió como siempre que, al llegar, me daría mi beso de
buenas noches. Esperé varias horas despierto pero supongo que al final me dormí y no desperté en toda la
noche. Al abrir los ojos miré el reloj de la mesilla y me sorprendió ver que eran más de las doce del
mediodía. Me desperezé en un santiamén. Era miércoles y mamá se habría quedado dormida. La
despertaría. Salté de la cama y al abrir la puerta me quedé quieto. Se oían voces en el salón pero ninguna
de ellas era la de mamá. Hablaban en susurros. Me acerqué de puntillas por el pasillo y escuché. Algo
había pasado. Distinguí la voz de la señorita Dora, mi maestra. La otra voz, masculina, me resultó
desconocida. «Es una desgracia. La han encontrado desnuda, en la carretera que lleva al cementerio.
Pobre infeliz. Algún loco quizás. Con mujeres como ella...nunca se sabe. No, nadie se merece esto,
pero bueno, no hace falta que le explique cómo era. Lo peor es el niño, qué será ahora de él, pobre
criatura...». Abrí la puerta y las palabras se quedaron atrapadas en la boca de mi profesora. Les pregunte
por mamá. La señorita Dora vino hacía mi y me acarició la cabeza, como el que acaricia a un sucio perro
abandonado, con lástima pero con cierta aprensión.«Será mejor que te vistas.Tu mamá ha tenido un
accidente».
Me quedé en casa de Lucas y, al cabo de dos días, supe que tenía una tía de la que mamá nunca
había hablado. Vino para quedarse conmigo. Por lo que parece, mi abuelo ya había abandonado a otra
familia, antes de dejar a la abuela y a mamá. Lina, mi tía, era su primera hija. Se hizo pronto a la vida en
el pueblo. La señorita Dora me dijo que era una buena mujer. Lo que para ella significaba una oruga gris,
piadosa y discreta. Yo estoy convencido de que a mi tía nunca le hizo mucha gracia lo de quedarse
conmigo. Pero era su obligación, «como buena hija de Dios, cumplo mi deber» me dijo, casi sin mirarme
a los ojos, la primera vez que entró en casa. Y así, ni ella ni yo, le dimos más vueltas. Era opuesta a
mamá, en todo. Vestía siempre con colores apagados, como sus ojos, y parecía mayor de lo que era.
Jamás ponía la radio, que antes no dejaba de sonar en todo el día con la música jazz que a mamá tanto le
gustaba y, cada noche, en lugar de un beso, me leía un capítulo del antiguo testamento. La casa se
ensombreció y nunca visité tanto la iglesia como aquellos días. Echaba de menos a mamá pero la verdad
es que las vecinas empezaron a frecuentarnos cada vez más y traían tartas de manzana y chocolate y yo
podía jugar con los niños del colegio, en mi propia casa. «Pobre niño» le decían a tía Lina. Y me
pellizcaban la mejilla o me acariciaban el cabello como había hecho la señorita Dora el día que mamá se
fue. Todo parecía fácil, previsible. Sí, todo iba más o menos bien, hasta que llegaron las primeras
desapariciones.
El primero fue el señor Franelli. Gracias a mi amigo Lucas me enteré de todos los detalles. Su
padre trabajaba en la funeraria y para Lucas las muertes en el pueblo no tenían ningún secreto. Seguro que
también hubiera podido contarme todo acerca de mamá, pero yo ya había escuchado demasiado. Aunque
con el señor Franelli era distinto. Quería saberlo todo. Según me dijo, lo habían encontrado en su
quiosco, en el trastero, y con las persianas bajadas. Estaba completamente desnudo y, lo más extraño
según Lucas, es que no tenía ni una gota de sangre en el cuerpo, y la piel se le enganchaba a los huesos,
como si le hubieran succionado hasta el último aliento con una aspiradora. Él había podido verlo
mientras su padre intentaba arreglarlo para el entierro. Se ve que no hubo manera y el ataúd tuvo que
cerrarse para la ceremonia. Tal vez Lucas exageró un poco pero, por su cara mientras lo explicaba, la
última imagen del señor Franelli no podía haber sido muy agradable.
Unos diez días más tarde desapareció la señorita Dora. La encontraron en las mismas condiciones
que al señor Franelli. Cuando, una semana después desapareció Tomás, el dependiente de la tienda de
correos, la psicosis se adueñó del pueblo. La gente no se atrevía a salir de noche y los vecinos
organizaban rondas nocturnas para vigilar los alrededores. Formaban, noche tras noche, grupos de media
docena de hombres y salían armados con la escopeta, como si fueran a cazar un oso. Pero la gente seguía
desapareciendo. Tía Lina estaba aterrorizada. Llenó la casa de crucifijos y se estremecía al escuchar el
silbido de una cafetera. Aunque todos se esforzaban por hacer ver que nada ocurría e incluso había
llegado una nueva profesora para substituir a la señorita Dora. Yo, la verdad, estaba bastante tranquilo.
No tenía miedo. Empecé a creer que no se habían portado bien con mamá y quizás ahora todos pagaban
por ello. Eso pensaba. Hasta que pasó lo de Lucas. Él no podía tener la culpa de nada. Pobre Lucas.
Habíamos estado jugando en casa toda la tarde y tía Lina llamó a sus padres para que se quedase
aquella noche con nosotros. Dormiría en mi habitación y a mí me tocaría ir a la de la tía, a la cama
grande de mamá. No pude conciliar el sueño. Hacía viento y el ruido que provocaba me susurraba al
oído, para mantenerme despierto. Finalmente me levanté y fui a ver si Lucas estaba dormido. La tía no
iba a enterarse. Siempre decía que le costaba conciliar el sueño pero lo cierto era que roncaba como un
cerdo. Descalzo, para no hacer ruido, fui hasta mi habitación. Al abrir la puerta me pareció oir unos
extraños gorgoteos que provenían del interior. Pensé que a Lucas no le haría ni pizca de gracia saber que
él también roncaba como tía Lina, aunque en su caso jadeaba como el perro pequinés de su madre, al
devorar los huesos que sobraban del pavo de los domingos. Entré y entonces la ví. Estaba inclinada
sobre Lucas y sólo pude distinguir su pelo, porque el rostro permanecía oculto, mientras hurgaba en el
cuerpo de mi amigo. Sus manos agarrotadas lo mantenían preso, aunque ya no resultaba necesario. Estaba
muerto. Era ella quien hacía aquel ruido asqueroso. De repente, se detuvo y alzó la cabeza. Era mamá, su
cara, sus ojos. Pero sus pupilas eran oblongas, como las de un gato y sus facciones extrañamente afiladas
marcaban cada uno de los rasgos que yo tan bien conocía. La luz de las farolas, en la calle, entraba en la
habitación, y yo podía verlo todo con claridad. Ella estaba pálida, casi translúcida, pero en su interior
corría una luz rojiza, incandescente, como la de una vela. Era la vida de Lucas. Sonrió y pude ver sus
dientes, caninos, sangrantes. Se levantó. Venía hacía mí. Sus movimientos eran ágiles, animales. Me
susurraba que no tuviese miedo. Ellos la habían apartado, la habían matado. Pero el desprecio y el dolor
la habían convertido en lo que era, ahora, y tenía el poder de vengarse eternamente de los que nos habían
hecho daño. Yo podría ser como ella. «Ven, hijo, acércate». Estaba muy cerca, cada vez más y más cerca.
«Ven con mamá, pequeño. Ven y te daré el beso de buenas noches que te prometí...». Al inclinarse sobre
mí, sentí el aliento gélido de su boca que hacía tan poco estaba alimentándose de la vida de Lucas. Y
grité. Y ella, como una bestia acorralada, retrocedió, arqueó la espalda como un gato y resopló,
lanzándose a la ventana y desapareciendo en la oscuridad.
Al día siguiente hicimos las maltas. Aún no sé cómo se las arregló tia Lina para poder salir del
pueblo. Ni siquiera pude despedirme de Lucas. Sus padres estaban destrozados y la tía me dijo que era
mejor que no fuera a verles. Creo que me consideraban culpable de lo que había pasado. Todo volvía al
principio. Preferían vernos fuera de allí. Viajamos durante varios días, meses, cogiendo autobuses que
cada vez nos llevaban más y más lejos. Y así fue como llegamos hasta aquí, donde nadie nos conoce y tía
Lina dice que podremos empezar de cero.
Hace unas semanas que ya voy al colegio. Tengo nuevos amigos y cada vez me gusta más esto. Me
han explicado la historia de la antigua casa encantada, con sus ventanas iluminadas de forma misteriosa y
sus ruidos nocturnos. A mí no me da miedo, la casa. Aunque hace unos días desapareció un niño del
colegio. Dicen que era sonámbulo. Quizás se levantó por la noche y se dirigió al río que atraviesa el
bosque, en las afueras del pueblo. Es muy caudaloso en esta época y será muy difícil encontrarlo. Mis
amigos creen que algo tiene que ver la casa. No se dan cuenta de que la mansión vacía ha estado siempre
ahí y los rumores que circulan sobre ella sólo son leyendas. Creo que yo sé la verdad. Y por eso tengo
miedo. Ella ha venido con nosotros. Todavía está aquí, conmigo. Y está esperando fuera, en la oscuridad.
Sé que mamá quiere cumplir su promesa y darme mi último y sangriento beso de buenas noches.

La doctora Kanohue
Por Blanca Miosi

La doctora Kanohue era una mujer de ojos pequeños y mirada lejana; delgada, de rostro enjuto y
cuerpo sin forma definida. Debía tener unos sesenta años, aunque nadie sabía su edad exacta. Tampoco se
sabía si había sido casada, si tenía hijos o si al menos contaba con algún amigo. De lo único que se tenía
certeza es que era profundamente religiosa, tanto, que había mandado colocar en todas las habitaciones
sin excepción un crucifijo incrustado en la pared, de manera que sus queridos pacientes no pudiesen
hacerse daño. Hacía treinta años llevaba adelante la institución para enfermos mentales, y hacía treinta
años no se le había visto tomar vacaciones. Siempre estaba en su puesto, y si era requerida de
emergencia allí estaba ella, parecía que nunca dormía porque su presencia en constante alerta daba esa
impresión.
Sus amados pacientes, como ella los llamaba, eran los que con el tiempo dejaban de recibir visitas.
Olvidados por sus parientes como viejos muebles guardados en un almacén, se volvían tan dependientes
de ella como lo era ella de ellos. Porque la doctora Kanohue sentía verdadera adicción por los
olvidados, solía reunirlos y conversarles aunque estuviera consciente de que no la entendían. Sólo una
línea muy delgada separaba el entendimiento de la fuerza de la costumbre y para sus amados pacientes un
día sin su charla y acercamiento carecía de sentido aunque para ellos hacía tiempo la vida no tenía
sentido. Algunos en el hospital la comparaban con la Madre Teresa de Calcuta, y la reverencia que le
demostraban rayaba en adoración. Otros en cambio, no podían dejar de sentir desconfianza por alguien
que se mostraba tan bondadosa. Todo tiene un precio..., solían decir, pensando que su actitud le reportaba
algún beneficio.
Cuando se presentó en el hospital aquel anciano con apariencia de santo, algunos pensaron que
había encontrado la horma de su zapato. Ella lo llevó a una sala apartada y se dispuso a conversar con él.
—Hermana Kanohue, estoy aquí para salvarlos. Deben arrepentirse de sus pecados, o serán
enviados al infierno —dijo el hombre.
—Sí, creo que todos somos unos pecadores, pero ¿cómo puedo hacerles entrar en razón? no lo
entienden —respondió circunspecta la directora—. Si usted pudiera hacer algo por ellos... —Ella lo
miraba con fervor, parecía ser alguien que había estado esperando.
—A todos se les ha regalado el don del libre albedrío. Yo no puedo obligarlos a creer, ellos tienen
que desearlo.
—¿Y justamente tiene que ser aquí donde están los pecadores? Creo que afuera hay quienes pecan
conscientemente, estos son sólo enfermos mentales, no saben lo que hacen... la Santa Biblia dice que
Jesús dijo: «perdónalos porque no saben lo que hacen».
—Sí, pero Él estaba en otros tiempos. Hoy en día todo el mundo sabe lo que hace. Y para eso he
venido yo. Para castigar a los pecadores —respondió el hombre inflexible.
—Creí que con amor y comprensión se podía llegar al cielo.
—Hace tiempo ya que la Iglesia ha recibido mensajes por medio de sus más cercanos asesores, y el
mensaje ha sido claro: «El mundo será castigado con toda clase de calamidades, pestes, enfermedades,
terremotos, inundaciones, la bestia se hará presente, el que no se arrepienta será enviado al infierno sin
remedio, y el que crea en Él, será salvado, serán llevados al cielo rodeados por ángeles y vivirán por
siempre en su reino».
—Me parece injusto. Mis amados pacientes no pueden arrepentirse de lo que no saben. Algunos son
el producto de los errores cometidos por sus padres, no tienen responsabilidad por ser dementes.
—La vida es injusta, ¿o te parece justo traer al mundo a seres catalogados de pecadores desde que
nacen?
La doctora Kanohue se quedó de una pieza. No era ese el razonamiento que esperaba de un
personaje como aquél. Lo quedó mirando y pudo observar que su piel era escamosa y tenía algunas venas
a punto de saltársele en el cuello. Pudo notar que del borde de la camisa sobresalían unos pelos como si
su cuerpo fuese extremadamente velludo.
—¿Quién eres? —preguntó con voz trémula.
—Soy el que vino por ti —respondió el hombre con una sonrisa—. ¿Acaso no me reconoces?
Regresé después de treinta años, nunca pude olvidarte.
—Puedes irte, y regresar en treinta años más. No te quiero ni te necesito —dijo ella tratando de
intimidarlo.
—No es una opción. No tengo más remedio que llevarte conmigo, así que arrepiéntete de tus
pecados.
—Yo no tengo pecados —dijo con altivez la doctora.
—Entonces abre el sótano y saca de ahí a nuestros hijos. Hace treinta años están encerrados y no
están locos.
—¿Nuestros hijos? —preguntó ella sobresaltada—. ¿Qué sabes tú de eso?
—¿Recuerdas nuestra última noche? Sé que te inoculé gemelos. Ya es hora de que conozcan a su
padre, y que vean el mundo y la luz del día.
—¡No! ¡No te lo permitiré! —gritó la directora mientras corría dando alaridos hacia el sótano,
lugar al que únicamente ella tenía acceso. Unas gruesas puertas de madera con listones de hierro cerraban
la entrada; a duras penas pudo introducir la antigua llave que siempre llevaba colgada del cuello.
Los empleados del hospital, alarmados por los gritos de la mujer, corrieron tras ella y, cuando
bajaron al sótano, se encontraron con una escena dantesca. En medio de un olor nauseabundo y rodeados
de inmundicia, dos seres desnudos cubiertos de una capa de suciedad impregnada a lo largo de los años
se encontraban encerrados en una jaula. Sus largos cabellos y barbas eran indicativos del descuido y falta
de afecto durante años de cautiverio. No hablaban, emitían sonidos guturales, trataban de alcanzar con
unas manos que más parecían garras a la piadosa doctora Kanohue en un vano intento de acercase a su
proveedora de alimentos.
El anciano que había aparecido en la mañana en las puertas del hospital estaba sentado con la
mirada perdida en una de las salas del manicomio. Era mudo, unos parientes llegaron buscándolo. Se
había extraviado.


Noche de chicas
Por Jaime Blanch Queral

Eba fue la última en subir a la buhardilla y cerró la puerta tras de sí. El suelo de madera crujía
bajo el peso de las cuatro muchachas. En la amplia y polvorienta sala, llena de trastos viejos
amontonados en una equina, las chicas habían puesto sacos de dormir bajo la diminuta ventana. Una
bombilla desnuda que colgaba de un cable era la única iluminación del lugar. Afuera era noche cerrada y
el viento soplaba con fuerza, agitando los pinos del jardín.
—¡Por fin otra noche de chicas! —exclamó Gemma.
—Y encima en casa de Eba. Me encanta este sitio —añadió Lorena, emocionada—. Es una pena
que nuestros padres no nos dejen venir más a menudo.
—La regla principal para la noche de chicas es que cada vez se celebra en una casa distinta —
recordó la anfitriona.
—Bueno, ¿y qué vamos a hacer esta noche? —Gemma se volvió hacia Eba—. Nos has tenido toda
la semana en ascuas.
—Pensaba que íbamos a ver una peli de miedo y comer palomitas —apuntó Marah con timidez.
—Ay sí, la última película de Campanilla. —Gemma habló con una voz exageradamente aguda para
imitar a la de Marah. Esta enrojeció pero no dijo nada.
—A veces dudo que tengas quince años —dijo Lorena, acariciando su larga melena larga a la vez
que se imaginaba posando ante una cámara. Gemma le dio un codazo a Eba y las dos rieron por lo bajo al
ver las exageradas poses que adoptaba su amiga, algo que hacía con frecuencia, ya que soñaba con ser
actriz de televisión.
Eba les indicó que se sentaran en el suelo, dibujando en su rostro una siniestra sonrisa.
Las tres amigas soltaron risitas nerviosas al ver la cara de la pelirroja.
—¿Qué has preparado? —insistió Gemma.
Eba sacó un mechero.
—¿Vamos a fumar porros? —aplaudió Lorena. Todas habían fumado alguna vez y Gemma era la
única fumadora habitual, pero ninguna había probado todavía las drogas y para varias de ellas era algo
pendiente en su lista de cosas a hacer en la vida.
Eba no dijo nada y, levantándose, fue a buscar una caja de cartón. De su interior sacó doce velas,
que puso alrededor de ellas formando un círculo, de tal manera que las muchachas quedaban dentro de él.
Las encendió, apagó la luz y se sentó. Sus amigas la observaban intrigadas.
Luego, la pelirroja metió de nuevo las manos en la caja y sacó un tablero.
—¿No me digas que vamos a jugar al parchís? —preguntó Lorena, decepcionada—. Pensaba que
íbamos a emborracharnos. El novio de Gemma es mayor de edad y nos podría haber comprado alcohol.
—¿Con mis padres en casa? ¿Estás loca? —exclamó Eba.
—Si la liamos, aunque sea un día, se acabarán para siempre las noches de chicas, ya lo sabéis —
apuntó Marah.
—Pues habría estado bien que Benja nos hubiera conseguido unas cuantas cervezas al menos —
suspiró Lorena, tocándose de nuevo el pelo, a la vez que se imaginaba como protagonista en un anuncio.
—Dejad ya de quejaros y de decir tonterías y mirad. —Eba les mostró el tablero. En su superficie
destacaban pintados un sol y una luna, además de las palabras Sí y No. Debajo de estos, en un tamaño
más pequeño estaban las letras del abecedario y los números del 0 al 9.
—¿Qué es eso? —preguntó Marah con su vocecita.
—¡Una ouija! —exclamó Gemma, aplaudiendo—. Vamos a invocar a los espíritus.
La joven colocó el tablero en medio y puso un vaso de cristal boca abajo encima.
—Ahora todas tocaremos el vaso con un dedo y, sin soltarlo en ningún momento, formularemos
preguntas a los espíritus. Ellos moverán el vaso y nos responderán formando palabras.
—¿Así de simple? —preguntó Marah—. ¿No hay que recitar ninguna fórmula mágica ni nada?
Eba se encogió de hombros.
—Oh, espíritus, acudid a nuestra llamada, os lo pedimos por favor —dijo la pelirroja con mucho
dramatismo.
De nuevo risitas nerviosas.
—Empecemos —dijo la anfitriona—. ¿Quién quiere hacer la primera pregunta?
—Yo —dijo Gemma—. Vamos a ver... ¿Marah es virgen?
El vaso se movió hacia Sí y todas menos la aludida empezaron a reír.
—No es verdad, no soy virgen. Te he visto mover el vaso, Lorena.
—Venga, confiesa —dijo la aludida.
—¡Confiesa! ¡Confiesa! —repitieron a coro las otras dos.
—Eso del sexo está sobrevalorado —replicó Marah enfadada.
—Claro, claro —dijo Eba, sin dejar de reír.
—Ahora voy yo con mi pregunta —intervino Lorena, mirándolas una a una con una sonrisa traviesa
—. ¿Conseguirá Francisco Izquierdo tirarse a Eba?
Antes de que la aludida pudiera reaccionar, el vaso se había movido hacia el Sí y todas menos la
pelirroja estaban riendo.
—¡Malditas zorras! Ni de coña me acostaré con ese feo apestoso. ¡Aunque fuera el último bicho de
la Tierra, porque a ese no lo considero ni hombre!
—Lleva todo el curso acosándote, y ya sabes que quien la sigue la consigue —intervino Marah, que
lloraba y reía a la vez.
—Bueno, vamos a ponernos serias —dijo Gemma, después de cinco largos minutos de risas. Todas
volvieron a poner el dedo en el vaso—. ¿Hay aquí algún espíritu? ¡Manifiéstate!
El vaso se movió hacia el Sí.
Las cuatro sintieron un escalofrío, y una mezcla de miedo y emoción las embargó. Algo había
diferente ahora, y todas lo podían percibir.
—¿Eres una mujer? —preguntó Marah, algo asustada.
No.
A partir de aquí las muchachas fueron preguntando sin parar.
—¿Eres familiar de alguna de nosotras?
Sí.
—¿Moriste hace muchos años?
Sí.
—¿Te mataron?
Sí.
—¿Un asesinato?
No.
—¿En la guerra?
Sí.
—¿Cómo te llamas?
El vaso fue moviéndose por las letras, sin que las jóvenes apenas lo tocaran.
A
N
T
O
—!Antonio! —exclamó Marah—. Mi abuelo se llamaba Antonio y lo mataron en la Guerra Civil.
¿Eres mi abuelo?
Sí.
Las muchachas se quedaron quietas y en silencio, sin saber qué hacer.
—¡Qué pasada! —exclamó Eba, intentando disimular el miedo que sentía—. Sigamos preguntando.
A lo mejor quiere contarnos algo que se llevó a la tumba.
Durante los siguientes veinte minutos estuvieron preguntándole cosas, y él contestaba.
En un momento dado en que estaban pensando qué nueva pregunta hacer, el vaso empezó a moverse,
pero esta vez sin que ninguna lo tocara.
Los jóvenes contemplaron, estupefactas, cómo se desplazaba por las letras. Poco a poco la frase se
fue completando.
Estoy muy orgulloso de ti, Marah.
A la joven se le escapó una lágrima y sonrió, emocionada y agradecida de poder hablar con alguien
a quien no había conocido pero del que tanto había oído hablar.
—Gracias.
De pronto, una corriente de aire, procedente de no se sabía dónde, invadió la sala y apagó las
velas.
Las chicas chillaron al quedarse a oscuras.
Mientras Eba tanteaba el suelo en busca de su teléfono móvil para usarlo como linterna, sus amigas
empezaron a reír.
—¡Ay! —exclamó Gemma—. ¿Quién coño me ha pellizcado el culo?
La pelirroja encontró su teléfono y, con su ayuda, se dirigió a la pared y encendió la luz
—Creo que ha sido bastante por hoy —dijo la pelirroja—. Vamos a dejar a los espíritus tranquilos.
—¡Cuando se lo cuente a mi madre le va a dar un patatús! —exclamó Marah, todavía emocionada
por que había ocurrido.
—¡Esto tenemos que repetirlo otro día! —exclamó Lorena.
—Pero en una casa que no sea la de Eba no molará tanto —dijo Marah.
Guardaron la ouija y Marah se levantó, mientras las otras empezaban a hablar de cosas
intrascendentes.
Caminó despacio por la sala y se acercó a la zona en la que estaban los trastos viejos amontonados.
Distinguió entre los objetos y enorme espejo con el marco plateado y se acercó a él. La pulida superficie
le devolvió su imagen. Algo dentro de ella se revolvió y miró con curiosidad el reflejo de la joven que
tenía delante. Ojos grandes, pelo corto, cara inocente.
Una siniestra sonrisa se dibujó en el rostro de la niña. Había sido cuestión de tiempo, y por fin lo
había conseguido, gracias a la ouija. Su abuelo, menudas estúpidas, pensó el ser que ahora habitaba en el
cuerpo de la muchacha. Ahora era libre, y no iba a permitir que nadie le echara de ahí.
—Marah, ¿qué pasa?
—Nada —dijo la joven, sobresaltándose—. Me he quedado como traspuesta.

Nota del autor:
«El demonio, siendo mucho más inteligente que nosotros, tiene conocimientos que nos parecen
maravillosos y que los utiliza para atraparnos y engañarnos. Puede además imitar voces y apariencias de
personas que han muerto». Padre Gabriel Amorth, exorcista de la diócesis de Roma. DEP



La hermana muerta
Por Lorena Franco

Cuenta la leyenda, que cuando uno de los hermanos gemelos muere, el otro puede seguir viéndolo
cada noche a través del espejo. El hermano gemelo muerto, si no sabe que lo está, desea ocupar el lugar
del vivo al otro lado de la realidad que le tocó abandonar. Si es completamente consciente de lo que ha
sucedido, a menudo consigue avanzar y evolucionar hacia otra dimensión; pero si cree que fue injusto
irse antes que su otra mitad, sus deseos de arrastrarlo con él serán más poderosos que todo el amor que
existió entre ellos cuando aún vivía.

9 de noviembre, 2014

El teléfono sonó a las dos y media de la madrugada. Chloe apenas se inmutó; la noche había sido de
lo más agitada debido a unas horribles pesadillas que la habían acosado desde el minuto cero en el que
se metió en la cama. Miró de reojo la pantalla de su teléfono móvil. El miedo volvió a apoderarse de
ella. De nuevo una llamada, otra vez a la misma hora y el nombre de su hermana muerta: Lea.
—¡Déjame en paz! ¡Déjame en paz!
Chloe lanzó el teléfono contra la pared y se encerró en el cuarto de baño, evitando en todo momento
mirarse al espejo. Recordó el momento exacto en el que le habían dicho que Lea había muerto, aunque
ella lo supo horas antes de que le dieran la fatídica noticia: un coche la había atropellado cuando volvía
de trabajar. Fue en el mismo momento en el que a Chloe le dio un vuelco el corazón, y un nudo en la
garganta se apoderó de ella durante media hora.
Había pasado un mes. Desde aquel día, su teléfono móvil no había dejado de sonar siempre a las
dos y media de la madrugada. Lea aparecía en sus sueños, sus ojos verdes mostraban la locura de quien
no entiende qué ha ocurrido, unas venas oscuras sobresalían de su piel pálida y caminaba despacio,
siempre en busca de Chloe para atraparla. Chloe huía, pero al final, Lea siempre lograba arrastrarla con
ella hasta las profundidades del mismísimo infierno.
—Esa no es mi hermana… esa no es mi hermana —se repetía a sí misma, sentada en el diminuto
cuarto de baño, en posición fetal.
Tic tac, Tic Tac… las agujas del reloj no se detienen.
Tac. Tac. Tac. Tac. Un sonido lento y agonizante; unas gotas de sangre caen a los pies de Chloe, que
al mirar hacia arriba, ve el rostro de su hermana desencajado y repleto de maldad. Está
escupiendo sangre por la boca.
—Ven conmigo —le susurra—. Siempre juntas, siempre unidas.
—¡No! —grita Chloe, volviendo a su dormitorio.
Las luces se apagan. Por mucho que Chloe le dé al interruptor, no vuelven a encenderse. Esta vez
es distinto. No ha terminado en una pesadilla o en una llamada telefónica, esta vez se la quiere llevar.
Chloe y Lea, tan iguales y tan distintas. Destinadas a estar juntas desde antes de nacer, siempre estuvieron
unidas por un hilo invisible que ni siquiera la muerte ha logrado romper. A Lea siempre la acompañó el
peligro y la locura; mientras que Chloe, siempre centrada y cuerda, había llevado una vida más tranquila.
—No es justo que tú estés aquí —le dijo una voz ronca, que no parecía la de Lea—. Yo sabía
disfrutar de la vida. De cada momento. Tú lo desperdicias. Tú, eres tú la que tendría que estar muerta.
De nuevo el miedo. Chloe, paralizada; no puede ver, no puede oír y mucho menos hablar o gritar; ni
siquiera puede levantarse de la cama y huir de su apartamento.
De repente, su cuerpo empieza a funcionar por sí solo saliendo de la cama y dirigiéndose al primer
espejo que encuentra por el camino. Es ella. Pero no lo es. Está muerta, pero parece muy viva. Cuatro
ojos verdes idénticos se miran. Unos ocultan el miedo; los otros, las ansias de volver a vivir.
«Déjame en paz, Lea. Tú no eres así. Siempre quisiste lo mejor para mí, ¿qué es lo que te ha
pasado?», le dice Chloe mentalmente.
«Lo siento, hermana. Pero si vieras lo que hay aquí, te aseguro que tú también querrías huir y harías
lo que fuera para hacerlo», contesta Lea, dejándose ver en el espejo.
Chloe sigue paralizada, pero a la vez es como si alguien pudiera manipular sus movimientos. Una
mano sobresale del espejo, Chloe la mira, sabe que la va a arrastrar hasta el mismísimo lugar que su
hermana muerta teme. Una fuerza sobrehumana la empuja hacia lo desconocido; Lea desaparece y de
repente, Chloe no puede ver más que oscuridad. Almas que la acechan, que se acercan poco a poco,
susurrándole como ecos de ultratumba, palabras que no desearía haber escuchado jamás.

10 de noviembre, 2014

—¡Chloe! Te veo diferente, qué guapa estás hoy —saluda Cristina, la recepcionista de la oficina.
—Gracias —responde Chloe sonriendo.
Chloe se dirige hacia su despacho, dispuesta a cumplir con su día laboral después de una noche
difícil y angustiosa. Sin embargo, una fotografía hace que se detenga un instante a reflexionar. Dos
hermanas gemelas, tan idénticas como dos gotas de agua; reflejan amor la una por la otra y se muestran
radiantes de felicidad. Ella, siempre tan bonita y responsable. Ella, que ahora duerme con el enemigo,
con los muertos que no saben que lo están, con las almas tristes y rotas de un mundo que no las quiso y
las escupió hasta ese lugar oscuro y frío que tanto miedo da. Ella…
«Lo siento, Chloe. Pero me niego a volver ahí».
La fotografía cae al suelo. Al cogerla y recoger los trozos de cristal rotos, la auténtica Chloe
muestra una sonrisa desfigurada, los ojos tristes de quien han conocido la maldad y el dedo índice
señalando a la hermana muerta que ha ocupado su cuerpo, como queriéndole decir: «Volverás. Y esta vez,
seré yo quien te arrastre hasta aquí».


Cuchara
Por Javi Navas

Levantó la mano y saludó al guardia a través de la mampara de seguridad.
―Identificación, por favor ―pidió con voz inexpresiva y distorsionada por el sistema de
megafonía.
―Vamos, ya me conoces, soy el de siempre.
―Lo siento, doctor, son las normas.
Con un gesto de fastidio sacó su tarjeta y la pasó por el escáner, que se puso en verde.
―Jorobando hasta el último día ―murmuró.
―Yo no hago las normas ―respondió el guardia, franqueándole el paso.
El doctor avanzó por el pasillo hasta llegar a la celda 217. Otro guardia se acercó y le abrió.
―¿Quiere que lo espose? ―preguntó.
El doctor miró al recluso: menudo, esmirriado, medio calvo y con ojos inquietos detrás de sus
redondas gafitas.
―No, terminaré pronto ―dijo, y pasó al interior. El guardia cerró la puerta.
―Hola, doctor, llega tarde ―dijo con voz suave el ocupante de la 217.
―Lo siento, ¿tenías prisa por ir a algún sitio? ―rio su ocurrencia.
El recluso sonrió levemente.
―¿A seguir intentando sonsacarme información? ―preguntó irónicamente.
―En realidad he venido a despedirme y a darme el gustazo de anunciarte que no me importa lo que
tengas que decir. Estoy harto de ti y de todos los demás. Me da igual si te ahorcan o no. Me jubilo, y solo
quiero que sepas que te desprecio profundamente. En fin, no puedo decir que haya sido un placer
conocerte. ―Se volvió para irse.
―Vaya, doctor…, precisamente hoy estaba dispuesto a contarle cómo lo hice.
―¿Sí, verdad? Después de todas estas semanas, hoy precisamente es cuando te ibas a sincerar.
―Pero si prefiere que se lo cuente a su substituto… ―El doctor lo miró durante varios segundos y,
por fin, se sentó en la silla que había en el centro de la habitación. El recluso continuó en pie.
―Vale, te escucho. Nos habíamos quedado en el arma del crimen…
―Una cuchara ―dijo en voz baja.
―¿Una cuchara? ¿Cómo que una cuchara? ―El doctor tuvo que ladear la cabeza para mirar al
recluso, que había caminado hasta su espalda y se apoyaba contra la puerta.
―Una cuchara, una cuchara, la de comerse la sopa, esa fue el arma.
El doctor lo miró en silencio, después se carcajeó.
―Vale, agradezco tu esfuerzo por hacerme reír y, ahora, si me disculpas… ―Se puso en pie.
―No me cree. Nadie me cree cuando se lo cuento.
―¿Se lo has contado a más gente? ―El doctor sonrió―. ¿Que esas horribles carnicerías las hiciste
con la cuchara de comer la sopa? ―El doctor se desconcertó al ver la sonrisa del recluso―. Vale, pues
ilústrame, por favor, ardo de curiosidad.
―Bueno, sacar los ojos con la cuchara es muy fácil, sobre todo si se es tan veloz y preciso como lo
soy yo. Extraer piezas dentales es más complicado, pero con las palancas y los movimientos adecuados,
también soy capaz de hacerlo rápidamente.
―Ya, muy bueno, una cuchara siniestra, nada menos ―rió el doctor―. ¿Y me dirás que los
desgarros abdominales…?
―Si presiono con fuerza la parte trasera de la cuchara contra el ombligo y la giro muy rápido a uno
y otro lado consigo penetrar dentro del cuerpo. Después, mis manos y mis dientes hacen el resto. ―El
recluso levantó las manos y movió los dedos, rematados con afiladas uñas, a la vez que le mostraba sus
irregulares dientes. El profesor lo miró con asco, dudando, pero enseguida rio de nuevo.
―Vale, vale, gracias por la idea, cuando escriba mi primera novela de terror te enviaré un ejemplar
―dijo, caminando hacia la puerta. El recluso no se apartó.
―No me cree, ¿verdad?
―Claro que sí, yo mismo he cazado un ciervo con un tenedor este fin de semana…, y ahora, ¿me
dejas pasar, por favor?
―Tiene usted el día gracioso.
―No, lo que ocurre es que estoy harto de tus tontadas, y como ya no tengo que guardar las
formas… Ahora, por favor…
―Doctor, si usted quiere puedo demostrárselo. ―Todavía sonreía.
El doctor dudó un momento.
―Vale. Te escucho.
―Ha llegado tarde, después de la hora del almuerzo.
―Sí, de nuevo lo siento, ¿tenías que acudir a alguna reunión de psicópatas perturbados? ―rio su
ocurrencia―. ¿Y esa demostración?
El recluso sonrió de oreja a oreja.
―He robado una cuchara ―dijo con suavidad, mostrándosela. El doctor abrió mucho los ojos.
Los gritos alertaron al guardia, que pidió refuerzos sin atreverse a entrar él solo en la celda.
Cuando, minutos más tarde, cuatro agentes acudieron a la llamada, se encontraron al recluso sentado en
su cama. Estaba completamente cubierto de sangre y masticaba un chorreante trozo de carne alargado.
En el suelo yacía el doctor, sus ojos se encontraban un par de metros más allá y había varios dientes
esparcidos por el suelo. Vomitaba sangre y una cuchara sobresalía de sus fosas nasales.
―Realmente tenía el don de la palabra ―dijo el recluso entre sonoros bocados―. Ahora lo tengo
yo. ―Rio y mostró a los guardias lo que quedaba de la lengua del doctor, ofreciéndoles participar en el
festín.


El último obsequio
Por J.A. Utrera

En las afueras de la ciudad, la última casa de una estirpe que se extinguió hace medio siglo,
sobrevive al desgaste, encumbrada sobre una colina gibosa; como si fuera una deidad profana, que
aguarda de sus acólitos… un sacrificio nuevo. La chimenea destaca sobre el tejado, al igual que un dedo
profético que augura grandes males sobre los réprobos. En su proximidad, rodeada por un puñado de
buhardillas, una veleta con forma de gallo se mueve a capricho del viento. Las ventanas parecen ojos sin
párpados que miran sin mirar a quien las mira. Al otro lado de los cristales, la oscuridad de un abismo
sin fin no deja ver nada más.
El salón es amplio y acogedor; y, aunque abundan el polvo y las telarañas, no es difícil imaginarlo
dotado de vida y elegancia. Los muebles están cubiertos por sábanas blancas, como si fuesen cadáveres
que reposan bajo la tela de un sudario; padeciendo, con impotencia, la corrosión de sus restos. A su
alrededor, colgadas de la pared, varias pinturas que fueron creadas por artistas decimonónicos eran
testigos del deterioro. En el vestíbulo principal, un reloj de pared todavía funciona, aunque no lo hace a
diario sino cuando le apetece. En el hogar, un montículo de cenizas es todo cuanto queda de los grandes
maderos que ardieron allí por última vez. En su proximidad, una araña elegante se movió en su tela.
La casa persiste sobre la colina yerma, en compañía de un árbol sin hojas; el último de un jardín
que el tiempo devoró... al igual que a sus hijos, los dioses, durante los remotos días del mito. Las ramas
del árbol simulan la deformidad de los dedos artríticos. A pesar de la ambición expansionista de los
suburbios, la casa ha sobrevivido hasta la actualidad. Al parecer, desde que sus dueños regresaron al
polvo, las agencias de bienes raíces han intentado venderla, sin conseguirlo. De las razones de su
fracaso, existen varias hipótesis que han dado pie a un sinfín de leyendas urbanas. Algunas hablan de un
asesinato, ocurrido en condiciones extrañas; otras, de la práctica de un ritual oscuro que culminó de un
modo trágico; otros tantos aseguran que, bajo la colina jorobada, yace un cementerio ruinoso.
Una anciana de cabellos plateados, que vive sola en el Nº 42 de la calle Delaware, tiene una
versión distinta. A su entender, la mansión está habitada por la presencia de un fantasma; un espectro que
añeja su dolor en completa soledad. Por esta razón, el muerto se encarga de espantar a todo el mundo.
Nadie sobrevive en esa casa más de dos días con sus noches, sin perder la cabeza y el buen juicio. El
fantasma deambula a través de los corredores, usualmente, sin hacer ruido; y, aunque puede tomar muchas
formas, le gusta asumir la apariencia walpolesca; prototipo, de todo un género literario. Su único
acompañante es un gato negro, que está emparentado con la caricatura de Toulouse, el célebre pintor.
Aquella noche, antes del día de Navidad, el gato salió a dar un paseo. El fantasma lo vio salir por
la puerta de la cocina. En las afueras, el viento arrullaba los copos de nieve que caían desde el cielo.
Entonces, la inquietud de mil preguntas asaltó el núcleo de su mente fallecida por enésima vez. ¿Cómo
había perdido el don de la vida? ¿Por qué estaba atrapado en esa casa moribunda, de la que no
conservaba recuerdos, o emociones? ¿Tendría un porvenir ultraterreno?
No lo sabía.
El fantasma avanzó hacia las escaleras para ascender a la planta superior, donde atesoraba un
tablero de ajedrez. Aunque podía levitar, prefería subir andando. Además de jugar al ajedrez consigo
mismo, le gustaba pintar sobre lienzos de fábula sus fantasías más extravagantes. Otras veces, invertía
días enteros en golpear las teclas del piano con sus dedos invisibles; aunque, casi nunca conseguía hacer
música. No hay que olvidar que el alma en pena de un difunto, no puede influir a voluntad sobre la
materia.
El pobre llevaba decenas de años intentando comerse un bombón de chocolate, sin conseguirlo. Es
cierto que en una ocasión levantó uno, pero se le escurrió entre los dedos, antes de que le fuera posible
saborearlo. Sin embargo, el ajedrez y los pinceles no le daban esa clase de problemas.
No obstante, aquella noche, todo fue muy distinto. Cuando quiso mover la reina blanca para
eliminar la torre contraria, la figura permaneció impasible sobre el tablero. Después de varios intentos...
no consiguió moverla. Lo mismo ocurrió con los pinceles y con los viejos tubos de óleo que guardaba en
el ático. En todos sus años de alma en pena, jamás le había pasado nada parecido; porque, si bien es
verdad que el chocolate y la música se rebelaron siempre a sus deseos, el ajedrez y los pinceles eran
dóciles.
De pronto, una inquietud exógena se le metió en el alma, con la misma brutalidad de una garrapata
cuando se incrusta en la piel. Aunque ignoraba el motivo, era evidente que ambos fenómenos estaban
relacionados. ¡Entonces, lo supo! En las afueras de la casa sucedía algo perverso y escalofriante. Cuando
el gato se puso a maullar desde el tejado y la araña retrajo sus ochos patas... el fantasma comprendió que
una gran maldad estaba a punto de beber sangre. Tal, era el motivo que quebrantó la rigidez de su rutina
melancólica.
El fantasma se aventuró hacia el mundo de los vivos, en busca de una respuesta; al instante, dejó de
nevar. A su alrededor, todo estaba en calma y en silencio. Su alma en pena se deslizó, colina abajo,
ondeando como una bandera ante el influjo del viento. Cuando la verja oxidada que limitaba los jardines
quedó atrás, se adentró en el bosque circunvecino.
Tras un largo andar, en un paraje solitario y hostil, encontró la causa exógena de su conmoción
interna; un hombre estaba a punto de matar, por séptima vez. La mujer que había elegido suplicaba por su
vida a gritos; tiritando de frío, bajo el cielo invernal. Al principio, el fantasma se quedó quieto;
contemplando el momento con la misma actitud de quien asiste a una cena aburrida. Después de todo, la
vida ya no significaba nada para él. ¿Qué importaba si el asesino le rompía los huesos a la chica? No
obstante, una gran angustia se impuso. ¿Qué le estaba ocurriendo? Lo más sensato era volver a casa para
terminar la partida nocturna, en lugar de ello se mantuvo ahí, observando.
Entonces, como si el destino lo hubiera escuchado, recordó las grandes verdades que olvidó al
morir. El misterio de su pasado brotó en su memoria, emulando la furia de la tempestad. Los momentos
de su vida desfilaron a través de su consciencia, vertiginosamente: el primer llanto, el sabor de las
fresas, los días de la escuela, los paseos en bicicleta, la delicia de los pajazos… del mismo modo, los
recuerdos oscuros que estaban sepultados en su mente regresaron, también: el perro que mató a palos, las
borracheras de su madre, sus amoríos clandestinos, la muerte de su padre, el primer asesinato… en fin.
Al recordar, comprendió por qué se convirtió en fantasma. Después de todo, la noche de su muerte
estuvo a punto de matar. Sin embargo, ahora que contemplaba la última escena de su vida, desde el
mundo de los espíritus... todo era muy distinto. Ya no experimentaba el perverso placer que le producía
la tortura ajena, sino un arrepentimiento infinito. ¡La chica no debía morir! ¡El fantasma se abalanzó sobre
su yo viviente para quitarle el cuchillo de las manos! Por desgracia, carecía de influencia sobre las cosas
terrenas.
La mujer volvió a suplicarle que le perdonara la vida; aún así, él se mantuvo impasible, con los
ojos rebosantes de crueldad. El fantasma lo intentó, nuevamente, sin conseguirlo. Al instante, en su
corazón cadavérico, la desesperación se apoderó de sus fibras más íntimas. «¿Qué puedo hacer?» Tras un
momento reflexivo, que se le antojó eterno, recordó que podía volverse visible ante un ser humano, una
vez, cada año.
Aunque estaba desprovisto de ética y moral, el asesino que había sido en vida sintió pánico, al
verlo surgir en medio de la oscuridad. ¡La mujer se quedó petrificada! ¡Los gritos no se hicieron esperar!
El asesino dejó caer el cuchillo de plata sobre la nieve blanca. Sin demora, corrió hacia el coche. A
medida que una mezcla de adrenalina y miedo tensaba sus nervios, la velocidad no dejó de aumentar
hasta que se estrelló contra un árbol, en la carretera que conduce a Newport. ¡La muerte cayó sobre él en
pocos segundos!
Además del cadáver, en el interior del vehículo la policía encontró un sinnúmero de fotografías de
varias chicas que habían desaparecido sin dejar rastro. Cuando los perros de la brigada hallaron el rastro
de la única superviviente, los agentes cerraron el caso del asesino en serie, que mantuvo en vilo a toda la
ciudad. Aunque la policía sabía que la casa de la colina pertenecía al asesino, omitió ese detalle a los
voceros de la prensa para evitar que pandilleros, chiflados e imitadores la convirtieran en santuario de
sus perversiones. En cuanto a la última superviviente, permaneció encerrada en una institución mental,
durante años, hasta que los psiquiatras que llevaron su caso le dieron el alta, a finales de los ochenta.
Mientras la policía acordonaba la zona, la chica le dijo adiós con la mano, sonriéndole de un modo
perturbador antes de que los paramédicos la llevaran al hospital. ¡También ella lo había visto!
Cuando el bosque recuperó su soledad habitual, después de un largo rato de silencio, el fantasma
decidió volver a la casa en ruinas para descubrir que las luces del salón estaban encendidas. ¿Qué estaba
ocurriendo? Al cabo de unos segundos, su aspecto walpolesco quedó atrás. Entonces, la apariencia del
niño que había sido regresó a su espíritu. Y con la apariencia, volvió la alegría de los días perdidos. Sin
pensarlo, corrió hacia la casa, como si la melancolía de la muerte no lo hubiera poseído, jamás. A su
llegada, la puerta principal se abrió, por sí misma. El reloj del vestíbulo anunciaba el comienzo del día
de Navidad. La casa se hizo joven de nuevo; tal, y como había sido antes del estallido de la Gran Guerra.
En medio del salón, un enorme árbol de pino, decorado con luces de colores, cautivó sus sentidos.
A su alrededor, todo era mágico y radiante. Los objetos flotaban en el aire, danzando al compás de la
música del piano. Los bombones desfilaron ante él, como soldaditos de plomo que se preparan para
combatir el mal. ¡El sabor del chocolate embriagó su alma!
Entonces, ocurrió la cosa más fascinante de todas. El último obsequio de su Navidad infantil
apareció a los pies del árbol. El niño experimentó un gran entusiasmo al ver la caja blanca de sus sueños
más íntimos, precintada con un lazo azul. Al instante, se arrojó sobre el obsequio. Y lo que encontró, lo
llenó de esperanza: ¡era el modelo a escala de un avión de combate! ¡El avión de su padre! Además del
objeto metálico, en el interior de la caja había una nota. Una sonrisa radiante se propagó a través de su
rostro, cuando terminó de leerla. Al cabo de unos segundos, todo cuanto había sido se disolvió en la
inmensidad para siempre. La casa recuperó su aspecto habitual, si es que puede decirse que lo había
perdido.
En la ciudad, el único personaje que sabe lo que pasó, realmente, durante la víspera de Navidad de
1973, es la anciana de ojos grises que vive sola en el Nº 42 de la calle Delaware. Al fin y al cabo, de no
haber sido por el fantasma de un niño muerto, su vida habría terminado sobre la nieve de un modo
trágico. Aunque los psiquiatras le hicieron creer lo contrario, ella nunca olvidó la verdad. Sin embargo,
algunas veces, dudada de sus propios recuerdos; a fin de cuentas, la terapia de choque, lo que te imponen
con ella, es difícil de refutar. Sin embargo, le bastaba con mirar el avión de juguete que tenía sobre la
mesita de noche para saber y comprender que todo cuanto recordaba ocurrió, realmente.

La mala empatía
Por Edu Moreno

Juan estaba exento de todo sentimiento, en su corazón solo albergaba un poco de compasión
dedicada a sí mismo, los fuertes gemidos de su víctima le hacían llegar a un grado de excitación mental
que solo se puede llegar a comprender estando dentro de su propio ser. Él sostenía una cuchilla que, para
comprobar la eficacia de esta, la llevó lentamente hacia la palma de su otra mano a cámara lenta. Con un
suspiro hundió el hierro afilado lo suficiente para liberar un poco de ese líquido de vida fuera de su
cuerpo para, acto seguido, deslizarlo con un ligero y acurado movimiento abriendo unos cuantos
milímetros la piel. Definitivamente estaba muy afilada, ese dolor que experimentaba le hacía sentir muy
vivo, le encantaba experimentar en su carne lo mismo que infringiría, era su forma de empatizar; con una
leve sonrisa fijó su mirada en los ojos del desquiciado que lo esperaba sentado, sin opción a escapar.
Era bonito ver los ojos saltones y los intentos de súplica debajo de la mordaza, los mocos y el sudor
dibujaban una imagen hermosa dentro de su mente. Quería hacer de ese momento algo especial,
saboreando cada segundo, acercándose sosteniendo el arma cerca de su nariz para poder impregnarse de
ese olor a hierro característico que lo liberaría al jugar con su amigo; solo tenía que alargar la mano para
acariciar su proyecto. Cuando, de repente, un parpadeo de la luz le perturbó, el fogonazo dejó delante de
su mirada una silla vacía, el asombro lo dejó atónito, no le dio tiempo a nada, algo le oprimía la cabeza y
el dolor era inaguantable, solo podía luchar, hasta que su cuerpo como acto de defensa le provocó un
desmayo inmediato.
Al volver en sí le dolían las muñecas, intentaba hablar pero algo se lo impedía, por mucho que
luchara era prisionero de una fuerza desconocida hasta ese momento; al levantar la mirada se vio como
en un espejo, su propio ser avanzaba lentamente hacia él, la mordaza estaba impregnada de mocos y
sudor dándole un sabor salado, sentía miedo, agonía, unos sentimientos jamás experimentados hasta ese
mismo momento. Ahora él sabía lo que ocurriría, eso hizo que se volviera loco y que se le pusieran los
ojos como platos. Empezó a gemir debajo de la tela que impedía el paso de las palabras llenas de
suplicas por su vida, pero él sabía muy bien que era una imagen hermosa la que ahora proyectaba en los
ojos que lo miraban, y una sonrisa se dibujó en el rostro del ser libre.

Los susurros de la noche
Por Jose Miguel Biel

I - La novia del cementerio.

Era un joven impetuoso, poco más de un adolescente, con acné y las hormonas encendidas por la
pubertad.
Habían hecho una apuesta con los amigos. Jugando con una botella, que colocaban entre ellos, la
hacían girar, sentados en círculo.
Aquel al que señalaba la botella, con su extremo más delgado, le era formulada un pregunta
comprometida por aquel que señalaba el extremo más ancho. Debía contestar el señalado, o aceptar el
reto que le propusieran.
Y su reto había sido ir al cementerio de la localidad, pasar en él la noche y filmarlo, como prueba
de haber completado el desafío.
Con el corazón en un puño, el muchacho, que se había negado, por vergüenza, a contestar a la
pregunta de si ya había dado su primer beso, del que la respuesta era negativa.
Llegó al cementerio, saltó el muro que lo rodeaba, con la respiración agitada, y caminó entre las
tumbas, leyendo los nombres, las fechas, ajenas, anónimas. Hileras de nichos, con el yeso aún fresco,
tumbas olvidadas, presa del musgo y la hiedra.
Al cabo de un rato, se sentó con la espalda apoyada en una de las tumbas y sacó la videocámara de
su funda.
Empezó a grabar unos minutos, guardó la cámara, dejándola a su lado, y respiró profundamente el
aire nocturno, cerrando los ojos.
Cuando los abrió, el corazón quiso salírsele de la boca. Frente a él, había una figura espectral, gris,
de una joven muchacha, de no más de 23 o 25 años, vestida con un vestido de novia.
El muchacho quiso gritar, quiso huir, pero las palabras, morían en sus labios, en su garganta
atenazada, enmudecida.
La dama, se inclinó hacia el muchacho, tomó su rostro entre sus espectrales manos, cerró los ojos, y
fundió sus fantasmagóricos labios, con los del muchacho.
Aquel joven... nunca olvidaría su primer beso, esa noche, en el cementerio.
II - Te amaré en la muerte.

Él era un soldado, reclutado, llamado a levas para ir a una guerra que no era la suya, a una guerra
que nada le importaba, una guerra que ni le iba ni le venía, como todas las guerras.
Tenía apenas 20 años, barba lampiña, sueños de ser maestro de escuela, al que un tiro de los
Nacionales segó su vida en la batalla del Ebro, allá por mediados del pasado siglo.
Ella, era una enfermera, de un hospital de campaña. Veía la muerte cada día. Los cuerpos
sanguinolientos de jóvenes y mayores, que caían en el combate, algunos con un parter noster en los
labios, otros con una foto arrugada de la novia o la madre, estrujada en la mano agarrotada en el rigor
mortis.
Le dieron una noche la noticia de la muerte. Que una bala perdida, que ni siquiera le era destinada,
había desparramado su savia vital en la tierra madre.
Alejándose del campamento, tras agradecer la amarga noticia al malhadado emisario, se dirigió a
un árbol, yerto, retorcido, muerto en la linde de un campo de cultivo.
Con una navaja de afeitar, segó su yugular, susurrando a los pies del árbol.
—Voy a tu encuentro, amor mío.

III - Piel fría como el hielo.

Había pasado una noche increíble junto a aquella muchacha. Se habían conocido esa misma noche,
en un pub de la localidad.
Habían conectado al momento. Habían tomado un par de copas, hablado largo y tendido de sus
vidas, incluso bailaron juntos las canciones que más les gustaban.
Pasearon por la calles de la ciudad, besándose en cada farola con ardor, riéndose, tomados de la
mano.
Todo iba increíblemente bien, sólo había algo, algo realmente extraño. La muchacha tenía el rostro
pálido, increíblemente pálido, sin apenas color en las mejillas
Ella afirmó tener mucho frío al poco de salir del pub, a la fría noche. Él se quitó su chaqueta y se la
colocó sobre los hombros para abrigarla, cosa que ella le agradeció.
Se despidieron para regresar cada uno a su casa. Ella le entregó, en un trozo de papel, la dirección
de su casa, donde a la mañana siguiente podía pasarse para restituirle su chaqueta. El joven aceptó
encantado, además, era una ocasión en bandeja de plata para poder verla de nuevo.

A la mañana siguiente el muchacho se encaminó a la dirección que le indicaba el papel.
Cuando llegó al lugar, llamó al timbre y le recibió una mujer anciana, que entreabrió la puerta.
Preguntó si podía ver a la joven con la que había pasado la noche anterior.
La anciana se quedó muy sorprendida por la pregunta del muchacho. Diciéndole que se había
equivocado, las lágrimas, acudieron a los ojos de la mujer.
El muchacho insistió, describiendo a la muchacha. A medida que proseguía la descripción, la
expresión de la mujer se tornó en horror.
Dijo que la mujer que describía era su hija, que había fallecido hacía algunos meses.
El joven, creyó que le estaba tomando el pelo. La mujer, para convencerle, le pidió que le
acompañara al cementerio, donde le llevó hasta donde estaba la tumba.
Apoyada sobre la lápida, estaba la chaqueta que el joven le había prestado.

IV - El escritor maldito.

Carecía de talento, carecía de imaginación, y sin embargo se empecinaba enconadamente en seguir
escribiendo libros.
Nadie le leía, nadie disfrutaba con sus historias, nadie apreciaba sus textos. Tenía un corazón negro,
podrido de ciega ambición, del anhelo febril de lograr la fama mediante la palabra escrita.
Hasta que en su desesperación, el maligno se apareció una noche al escritor frustrado,
prometiéndole que, a cambio de su alma inmortal, él le daría el talento que anhelaba conseguir para crear
una historia que jamás sería olvidada, pero eso sí, debía seguir el escritor, a pies juntillas sus
indicaciones.
El escritor aceptó el trato dando por sentado, pobre incauto, que nada tenía que perder en aquel
trato.
El diablo, le entregó una pluma, solamente una pluma estilográfica de color encarnado, indicándole
que escribiera con esa pluma sus historias, y crearía las más maravillosas que jamás hubieran existido.
Pensando que era un trato fácil, el escritor aceptó el trato sin dudarlo ni un sólo instante.
El diablo se fue, y el escritor, deseoso de probar su nueva pluma, se sentó a su escritorio, sacó un
manojo de folios en blanco y empezó a deslizar la pluma.
Sintió un dolor lacerante en la mano, mientras una tinta de color encarnado escribía sobre el papel,
como poseída por un anhelo febril.
Intentó soltarla, pero no pudo, no podía despegar la pluma de su mano, por más que lo intentaba.
Contrariamente a su voluntad, la pluma seguía deslizándose, hoja tras hoja, sobre el papel, el dolor
aumentaba por momentos, pero no podía parar, mientras una sensación de debilidad se apoderaba de él.
Entonces lo comprendió. No era tinta, era su propia sangre, con lo que estaba escribiendo.
Pasaron las horas de la noche, el libro estaba terminado. Cuando escribió el punto final de aquella
novela, sintió su corazón detenerse súbitamente, sin ni una gota más de sangre en sus venas, y cayó
muerto, con una expresión de horror en el rostro.



No cierres los ojos
Por Clemente Roibás

Rosa cerró los ojos muy a su pesar. Lo había intentado por todos los medios, pero al final había
cedido… Normal, tras dos días en vela. Se sumió en un dulce sueño, pero poco a poco fue cambiando
hasta convertirse en una terrible pesadilla…
—No… no… no —gritó, mientras esos ojos brillantes e hipnotizadores se acercaban a ella. Intentó
escapar, pero sus piernas no le respondían. Esos seres que no sabría describir se fueron acercando
lentamente y con ellos un viento gélido. Rosa sintió frío, pero ese era el menor de sus problemas. Esos
extraños seres comenzaron a recorrer su cuerpo mientras ella intentaba moverse, pero por una extraña
razón su cuerpo no le respondía.
—Fuera… fuera, dejadme malditos —gritó desesperada, mientras sentía sus lenguas frías y ásperas
sobre su cuerpo.
—Déjate hacer… Todo será más fácil —le dijo uno de ellos.
Rosa tembló al oír su voz. Sonaba lejana, pero a la vez muy dentro de ella. Era como si estuviera
dentro de su cabeza.
—No… no. He dicho que no —gritó con toda su alma mientras sentía cómo sus lenguas y sus manos
la tocaban por sitios muy delicados.
—Déjate hacer…. Todo será más fácil… No te resistas…
Rosa intentó abrir los ojos para que esa pesadilla desapareciera, pero sus párpados no la
obedecían. Los tres seres siguieron lamiéndola como si la estuvieran limpiando. Rosa miró a uno
fijamente y no pudo evitar gritar. Su cara no tenía ojos, ni nariz. Tan solo una boca enorme con una lengua
estrecha y larga componía ese rostro fantasmal.
—No… por Dios… no —gritó con espanto mientras las lágrimas recorrían sus mejillas cuando
sintió sus asquerosas manos por dentro de su ropa interior.
—Déjate hacer… Todo será más fácil… No te resistas… —La voz sonó una y otra vez en su
cabeza.
—¿Quiénes sois? ¿Qué queréis de mí? —gritó angustiada.
—A ti —contestó la voz—. Tu cuerpo. Necesitamos engendrar un hijo y tú nos lo darás.
—Pero… —Rosa estaba desesperada—. No podéis, no sois humanos. Dejarme, por favor.
Un ruido atronador sonó en toda la habitación y Rosa tuvo que taparse los oídos temiendo que le
explotaran los tímpanos.
—Tú nos darás un hijo y él guiará a las almas en pena hacia un lugar mejor… No te resistas… Todo
será más fácil.
Rosa hizo un gran esfuerzo para poder mover las piernas, pero lo consiguió. Las apretó con fuerza
con la intención de que no pudieran consumar el acto, pero para su sorpresa y desesperación los sintió
dentro de su sexo.
—No… no… no —gritó aterrada intentando abrir los ojos—. Esto no está ocurriendo, esto no es
verdad. Es solo una pesadilla, nada es real. Quiero despertar, quiero despertar…
Los espíritus desaparecieron a la vez que la luz de la habitación se encendía y una enfermera
aparecía con cara de preocupación.
—Otra vez con esas pesadillas, Rosa. Al final vamos a tener que darte algo más fuerte para dormir.
—No, por favor, no. —Rosa la agarró de las manos de forma suplicante—. Deme algo para no
dormir, para no dormir.
La enfermera la miró muy preocupada. Esa chica se estaba marchitando de una manera alarmante en
unos pocos días.
—Rosa, mañana mismo le pediré al médico que te vuelva a ver. Tienes muchas ojeras y mírate…
estás temblando.
—Vienen a por mí… y esta vez quieren dejarme embarazada. Por favor, deme algo para no
descansar. Necesito estar despierta o conseguirán su propósito.
La enfermera negó con la cabeza.
—Otra vez esas pesadillas… Rosa, no son reales… Por favor, no digas esas cosas. Me estás
asustando.
Rosa la agarró con fuerza de las manos mientras la miraba fijamente a los ojos.
—No quiero dormir y no estoy loca. Esos seres van a por mí… ayúdame, por favor.
La enfermera intentó soltarse, pero no pudo.
—Suéltame, me haces daño. Ayuda… ayuda…
Dos enfermeras acudieron a su petición de auxilio y la obligaron a soltarla. Luego la sujetaron
mientras su compañera le inyectaba un tranquilizante muy fuerte que la haría dormir profundamente.
—Rosa, hazme caso. Ahora dormirás profundamente sin sueños ni pesadillas y mañana verás todo
de otro modo.
Ella intentó protestar, pero sus ojos poco a poco se fueron cerrando. La enfermera decidió dejarle
la luz encendida. Dudaba que se despertara en las próximas cinco horas, pero por si acaso la claridad de
la habitación le ayudaría a tranquilizarse. Las primeras dos horas no ocurrió nada, Rosa por primera vez
en esa semana conseguía dormir con tranquilidad. A la tercera hora comenzó a soñar que estaba en un
jardín paseando a su recién nacido con una sonrisa en el rostro, feliz de haber sido madre por fin. Una
señora se le aproximó y le sonrió. Se acercó a decirle algo al pequeño y un grito de espanto salió de su
garganta. Rosa la miró sorprendida y apartó la mantita del niño por si le pasaba algo… Casi se desmayó
al comprobar que su pequeño no tenía ojos ni nariz… tan solo una boca enorme y una larga lengua que
parecía querer tocarla.
—No…no… no —gritó con pavor mientras caía al suelo inconsciente.
Abrió los ojos y se vio de nuevo en la habitación del hospital. Suspiró aliviada, no había sido más
que otra pesadilla. Desde que había ingresado por un problema de piedras en el riñón no había dejado de
tener esas horribles pesadillas. Pediría mañana mismo el alta y se iría. Estaba claro que ese hospital la
estaba traumatizando. Se alegró de que la enfermera hubiera dejado la luz encendida, eso ayudaba a
ahuyentar esos horribles sueños. Se levantó para ir al baño, tenía una necesidad urgente de orinar, y de
repente se sintió más pesada, más gorda, más… Bajó la vista hacia su vientre y lo comprendió todo…
—No…no…no —gritó al ver su barriga enorme—. No puede ser… no puede ser…
De repente se oyó una voz en toda la habitación.
—Déjate hacer… Todo será más fácil… No te resistas…
Rosa comenzó a llorar y gritar como una loca pidiendo auxilio, pero nadie parecía oírla. Otra vez
sonó esa voz en su cabeza, esta vez con más fuerza.
—Déjate hacer… Todo será más fácil… No te resistas…
—No…no… no —gritó Rosa desafiante mientras la desesperación se apoderaba de ella.
Un grito desgarrador sonó en su cabeza. Sus oídos comenzaron a sangrar y Rosa se agarró la cabeza
temiendo que le estallara.
—Tú… tú… tú….
—Dejadme… dejadme… dejadme, por favor. Dios mío, ayúdame —gritó aterrada.
—Dios no está aquí… no está contigo. Eres nuestra… solo nuestra… —La voz sonaba cada vez
más fuerte en su cabeza—. Déjate hacer… Todo será más fácil… No te resistas…
Rosa no podía con el terrible dolor que parecía estar a punto de explotarle la cabeza. Se la agarró
con fuerza y miró para todos lados, desesperada. La luz estaba encendida y su vientre estaba hinchado…
Tenía los ojos muy abiertos… No era un sueño, no era una pesadilla. Comenzó a caminar con dificultad
hacia la ventana mientras la voz volvía a sonar con gran fuerza en su cabeza: «Eres nuestra… eres
nuestra…»
Rosa apenas podía ver, las lágrimas corrían a mares por su rostro. Miró para la ventana y no se lo
pensó… Se tiró contra ella y el cristal cedió. Su cuerpo cayó desde un cuarto piso y la muerte fue casi
instantánea. Fue catalogado como suicidio y no hubo ni el menor indicio de lo contrario. Sus delirios, su
estado permanente de ansiedad y sus terribles pesadillas habían acabado con la poca cordura que le
quedaba.
—Señor, es la segunda mujer que se suicida en esa habitación —le comentó preocupada la
enfermera jefe al gerente del hospital una semana más tarde.
—Sí, qué casualidad, verdad.
—Pero… también diagnosticó la autopsia que estaba embarazada. Como la anterior y en ambos
casos nosotros no teníamos constancia de ello… No sé, es muy raro, no cree.
—Errores humanos, no le busque más explicación. Simplemente eso. ¿La habitación ya ha sido
ocupada?
—Sí —contestó la enfermera jefe—. Por una joven, de apenas 16 años. Sonia Ramos se llama.
—Perfecto. Vuelta a la normalidad. No es bueno para el hospital la mala prensa.
Esa noche Sonia Ramos descansaba plácidamente en su cama cuando sintió que algo la tocaba. Un
grito de terror salió de su garganta cuando vio a esos seres sin ojos ni nariz intentando lamerla. Intentó
moverse, pero no pudo mientras una voz profunda y lejana se oía en su cabeza una y otra vez: «Déjate
hacer… Todo será más fácil… No te resistas».


El final del camino
Por Mara Urnoba

Ruidos como martillazos de botas metálicas aplastaban la tierra húmeda por la intensa lluvia que
caía con rabia. Gotas que se deslizaban por nuestras caras y nos impedían ver los huecos libres entre las
ramas de aquel bosque que nos engullía. Avanzábamos desesperadas, dejando un río de sangre a nuestro
paso. Yo no me atrevía a mirar hacia atrás. Sentía el dolor del miedo en el pecho. Apenas podía respirar
y a pesar de eso aceleré el paso. Demasiado joven para morir en manos de unos descerebrados. Solo
pensar en lo que serían capaces de hacer con nosotras aquellos monstruos fortalecía mi cuerpo para
seguir adelante. Pero Grace ya no podía más. Se detuvo en mitad del camino y se dejó caer, rendida,
dejando cosidas sus rodillas en la tierra enfangada.
—Por Dios, no te pares —le supliqué con los ojos vidriosos.
—No puedo más —me dijo con la voz entrecortada.
El ruido de aquellas botas se aproximaban hacia nosotras y mi corazón se agitaba cada vez más.
Olía el odio de aquellos devoradores de niños y sentía sus afilados cuchillos en mi piel.
—Tenemos que seguir.
—Alison, no insistas. Es inútil. Vete.
—No pienso abandonarte.
—Sin mí avanzarás más rápido.
—¡¡No!! —grité totalmente alterada por las circunstancias. La agarré del brazo. Estiré de él con
desesperación, pero ella se resistía.
—Déjame.
—Juntas. Eso fue lo que me dijiste cuando decidimos escapar —le recordé.
Los ojos de Grace se convirtieron, en segundos, en mares. La miré fijamente y me di cuenta de que
ya lo había decidido. Le solté el brazo y me senté a su lado.
—Entonces, moriremos las dos —sentencié con la mirada perdida en el camino.
—De eso nada. Tú seguirás y lo contarás todo.
—Nadie me creería.
—La gente del pueblo tiene que saberlo. Las vidas de esos niños están en juego.
—No pienso abandonarte por nada del mundo.
El silencio se adueñó de nuestras lenguas.
—Está bien. —Rebuscó en uno de los bolsillos de su cazadora. Sacó el trozo de cristal con el que
habíamos cortado las cuerdas que habían utilizado las bestias para inmovilizarnos cuando nos
descubrieron husmeando por la casa y me lo enseñó.
—¿Qué vas a hacer? —le pregunté angustiada.
—Ahora ya puedes continuar.
Y se lo clavó en el corazón. Intenté sacárselo pero apenas había dejado nada en el exterior. Una
ráfaga de pensamientos turbios invadió mi mente.
—Vete —me decía entre susurros.
Y con el dolor que supone abandonar a una hermana mayor, que se había ocupado de protegerme
toda su vida, fui alejándome de allí sin apartar la mirada de su cuerpo inerte con la sensación de que yo
había provocado aquel final. Mis ojos enrojecieron por las lágrimas que surcaban mi rostro herido. Eché
a correr con desesperación. Mis pasos se hicieron largos y en cada zancada que daba veía los ojos
hambrientos de aquellos monstruos. No me dejaría atrapar. Se lo debía a ella. Aceleré todo lo que pude
hasta llegar al final del camino: un cementerio me esperaba con los brazos abiertos. Y en décimas de
segundo apareció en mi mente toda mi vida en fotogramas. Creí que había llegado mi hora y pensé que
era preferible hacer lo mismo que Grace a dejar que aquellos perturbados me torturasen para después
acabar en sus estómagos. Fue, entonces, cuando vi aquel grupo de personas enlutadas junto a un féretro
que esperaba ser enterrado. Me acerqué a ellos y me uní al grupo con la única intención de pasar
inadvertida. Pero mi jersey morado me traicionó. Y cuando me dirigí a ellos para pedirles auxilio, sus
miradas me taladraron y no tuve elección. Les dejé con su dolor y me alejé. No mucho, no había perdido
le esperanza de que una de esas almas rezumase caridad cristiana y me tendiese una mano. Pero eso no
sucedió.
La espesa niebla nocturna me saludó con ironía. Me restregué los ojos. Tres días sin dormir me
estaba pasando factura. En ese preciso instante el sepulturero informaba a aquel grupo de seres
deshumanizados que el personal del cementerio se encargaría de terminar el trabajo a la mañana
siguiente, que el tiempo empeoraba por momentos y el cielo amenazaba con descargar con furia. A mi
alrededor la soledad acompañaba a todas las tumbas. Lo único que perturbaba aquel silencio era el ruido
de las gargantas de las bestias que se aproximaban irremediablemente. En cualquier momento
aparecerían ante mí, dispuestas a poner fin a mi corta existencia. Entonces, me vino la idea. Esperé hasta
quedarme sola en la ciudad de los muertos. Y cuando eso ocurrió, me acerqué de nuevo al ataúd medio
enterrado, salté a él y abrí la tapa. No lo pensé dos veces. Me escondí en su interior y me encerré. Noté
el frío del cuerpo del difunto en mi espalda y vomité al instante.
No tardaron en llegar. El corazón se me aceleró cuando el líder de aquella manada de medio-
hombres se detuvo en la tumba donde me hallaba. Voló hasta ella y el impacto seco de sus garras en la
tapa me hizo estremecer. Se quedó quieto, olfateando su interior. Temí que el olor de mis propios vómitos
me delatase. De pronto, su garganta lanzó un aullido que alertó al resto. Todos acudieron rabiosos a su
llamada. Rodearon la tumba mientras gruñían ansiosos. Y aquel devorador de niños intentó abrir la tapa
con sus patas delanteras. Los arañazos producidos por sus garras se quedaron atrapados en mis oídos y
aunque el miedo había perforado mi corazón permanecí callada, agarrándome a la esperanza como un
clavo ardiendo. Hasta que la luz empezó a colarse por el filo y supe, entonces, que estaba perdida. La
claridad se adueñaba del espacio lentamente. Sentía que el corazón me salía del pecho, que no podría
soportar otro sobresalto. No tuve tiempo. Los colmillos de aquella bestia me cortaron el aliento…

… Me desperté sobresaltada y empapada en sudor. Entonces me vi en el interior de una habitación
de paredes blancas, completamente vacía, y con una cama como único mueble decorativo. Las ventanas,
cerradas a cal y canto, estaban protegidas por rejas tan blancas como los muros de mi inesperado
encierro. Y lo recordé todo. La mañana que, presa de la ira, envenené el agua de quince botellas, las
mismas que acabaron con las vidas de mis quince criaturas en la guardería donde trabajaba.


Maldito traje
Por Antonio Caro

Capitulo 1

Un año más se acerca la noche de Halloween, todos los años tenía doble motivo para la
celebración de esta fiesta pues era el día de su cumpleaños y le gustaba disfrazarse, desde que tenía uso
de razón no había repetido disfraz y este año no iba a ser distinto.

Como cada treinta y uno de octubre era el día propicio para recorrer las tiendas de disfraces, rebuscar
uno que le gustara y disfrutar al máximo de su noche de difuntos, no quería desagradar a los suyos.
Entró en una nave grande del polígono en la que había de todo, en especial disfraces, dadas las
fechas que se avecinaban. Hacia la mitad de la nave estaban los estantes con todos los tipos y tallas,
empezó a pasear por pasillos mirando los trajes cogiendo uno por aquí, otro por allá, buscando el que
realmente le dijera algo, que le llamara poderosamente la atención y,
para eso, tenía que ser único. Removió cientos de trajes de todos los modelos y colores, ya cansado
decidió dejarlo e irse a otro lado. Cuando salía por el último pasillo pasó al lado de los probadores y al
mirar hacia el interior lo vio, allí estaba lo que buscaba, parecía que lo estaba esperando, colgado en su
percha, entró en el probador y lo cogió, miró la talla… ¡Bingo! La suya, se lo probó y parecía hecho a
medida. Salió de la tienda silbando contento con la funda y su traje en el interior con ganas de llegar a
casa y ponérselo de nuevo.

Capitulo 2

Una vez en casa se lo puso delante del espejo, quería verse de nuevo pues le sentaba muy bien. Se
colocó la peluca y se maquilló para caracterizarse. Volvió al espejo una vez acabó y al mirarse algo raro
sucedió: el reflejo le sonrió, el brillo en los ojos de aquel payaso le hizo estremecer. En su mente oyó una
voz que le decía «esta es mi noche y tú eres mi herramienta
para completar mi obra»
Se retiró con un estremecimiento que invadió todo su cuerpo, el miedo le recorrió la espina dorsal
poniéndole los pelos de punta. ¿Qué había sido esa voz? ¿Qué le estaba pasando? Temeroso se aproximó
despacio para comprobar si lo que había sucedido había sido su imaginación o era real.
«No me temas —volvió a oír en su cabeza—, juntos haremos grandes cosas, hablaran de nosotros,
de ti, será nuestra noche salgamos a la calle y haremos truco o trato, sin trato solo truco. Jijijijiji»
Aquella risa le hacía temblar de pánico, pero aun así la curiosidad y la fuerza de voluntad de aquel ser
podían más que la razón. Por eso se dejó convencer y, aunque intentara luchar contra él, no podía. Su
fuerza era muy superior y le tenía a su merced, por lo que cuando quiso darse cuenta estaba en la calle.
Era ya de noche, una noche oscura sin luna, la gente iba de aquí para allá con sus disfraces riendo y
asustando a los niños que se atrevían a salir de sus casas sin disfrazar, solo por el gusto de ver los trajes
tan variopintos que llevaban los demás, pero todo el que se cruzaba con aquel extraño payaso se quedaba
mirando e incluso algunos le decían:
—Bonito disfraz, que realista, si pareces un clown de verdad — Era un clown. «El Clown».
Sé dirigió al parque del pueblo donde se encontró a una pareja disfrazada de fantasmas, se acercó a
ellos y dijo «truco o trato». El fantasma le contestó «truco» y el payaso riéndose le rompió el cuello con
sus propias manos. Mientras seguía riendo con una risa estridente, le dijo a la chica.
—¿Te ha gustado el truco? —La miró con sus ojos brillantes de excitación—. Jijjijiji.
Ella comenzó a chillar de miedo, pero él poniéndole una mano en la boca le dijo:
—No, eso no, no chilles.
Se abalanzó hacía ella enseñándole los dientes, unos dientes puntiagudos y negros. Se tiró sobre su
cuello mordiéndola en la yugular. Un violento chorro de sangre saltó cómo si hubiera pulsado el botón de
la fuente del parque, la vena desgarrada tardó unos pocos minutos en expulsar hasta la última gota de su
sangre, mientras el payaso saltaba como un poseso dando volteretas y riendo como un loco.
Unos chicos que entraban en ese momento vieron toda la escena, unos se quedaron petrificados sin
saber qué hacer, otros comenzaron a correr en dirección contraria y el resto se puso a insultar al payaso
que seguía bailando descontrolado y eufórico.

Final

Los más atrevidos, aquellos que empezaron a insultarlo, se dirigieron hacia él cogiendo
piedras y rompiendo ramas de los árboles. Se enfrentaron al payaso que se puso serio mirándolos y les
dijo gritando:
—¿Truco o trato?
A la vez que saltaba hacía el más cercano y le clavaba los dedos en los ojos. Solo se oían gritos de
dolor y la risa del payaso.
Un policía que pasaba por el otro lado, al oír la algarabía entró en el parque. Al ver lo que sucedía
sacó su arma y comenzó a disparar a la vez que corría hacía el grupo. Una bala le entró al payaso por el
omóplato derecho e hizo que se diera la media vuelta por el impulso, quedando de cara hacía el policía
que seguía disparándole. Otra bala se alojo entre las costillas, haciendo que cayera al suelo mientras se
miraba el agujero que le había dejado en el traje.
Al caer el policía se le echo encima y vio como el brillo de los ojos se le apagaba. Solo
pudo abrir la boca y exclamar:
—Ha sido él, él me ha obligado.
El agente sin saber a qué se refería lo miró fijo y vio como
su sonrisa se apagaba en un rictus de dolor. El brillo de sus ojos volvió un segundo, lo justo para que
aquel ser que habitaba dentro lanzara la mano hacía el corazón del policía, con la sonrisa otra vez en la
cara, para caer sin conocimiento al lado del payaso. El brillo de sus ojos volvió a apagarse y la sonrisa
se le congeló en un rictus.
Los servicios de emergencia llegaron en aquel momento, justo para coger al agente, atenderlo y
subirlo a una ambulancia. Cuando los primeros rayos de luz aparecían en el horizonte el policía abrió los
ojos y estos brillaron solo un segundo, el camillero no pudo decir si lo vio o fueron imaginaciones suyas.



La noche de los muertos vivientes
Por Jose Ángel Márquez

Los chavales del barrio, capitaneados por el Chulo y su fiel escudero el Gordo, habían adoptado
la tradición anglosajona de la noche de Halloween. Disfrazarse, hacer el ganso asustando a los
parroquianos, y encima conseguir chucherías y dinero, resultaba demasiado tentador. De hecho el 31 de
octubre se había convertido en una de las citas más esperadas.
Desde el crepúsculo rondaban las calles disfrazados de brujas, demonios, calaveras, fantasmas y
zombis. Se apiñaban en los rellanos y gritaban al unísono «truco o trato» cuando les abrían.
Escarmentados, los inquilinos respondían «trato» y pagaban el tributo con caramelos o algunas monedas
para librarse del estruendo de petardos.
A la banda del Chulo se le había dado mejor este año, ¡dónde iba a parar! Además de haberse
currado mucho más los disfraces, la gente ya conocía de qué iba el rollo. A media noche se estaban
repartiendo el suculento botín de sus calabazas bajo uno de los pocos faroles que lograron sobrevivir a
balonazos y pedradas. Consiguieron reunir unos cuantos euros y muchísimas chuches a pesar de que sobre
todo el Gordo había ido dando buena cuenta de ellas durante toda la noche. Ya iban a recogerse, pero el
Chulo propuso a la tétrica pandilla echar antes unas risas a costa del viejo cascarrabias, ese que siempre
les increpaba por jugar a la pelota frente a su casa. El bravucón del Gordo, con la boca llena de
gominolas, se apresuró a dar la orden.
El portal del Viejo estaba abierto, pero no funcionaban ni la luz ni el timbre. Se esmeraron en hacer
una buena escenificación de la hueste de la muerte mientras el Gordo aporreaba la puerta principal, que
resultó estar solo entornada. La acabó de abrir en un crujir estremecedor de bisagras. La oscuridad y la
humedad los recibió.
—¿Truco o trato? —sugirieron más que inquirieron.
Visto el prolongado mutismo el Chulo se aventuró a entrar, arengando al grotesco bulto que se
recortaba contra la penumbra amarillenta de la calle. El Gordo no quería ser un gallina y tiró del grupo,
aunque según avanzaba por el pasillo tras la penosa luz de su mechero mientras se oían maullidos como
lamentos, casi mejor hubiese sido serlo.
Cuando llegaron al final del pasillo eran uno de pegados que iban todos. Se sobresaltaron al ver la
fantasmal imagen de zombis que les devolvió un gran espejo y de sopetón a empujones entraron en el
salón. En la oscuridad flotaba un vapor rancio de sopa de geriátrico. De pronto, dos circulitos
centelleantes pasaron por entre sus pies profiriendo desabridos maullidos. Los chillidos y los saltos
hicieron vibrar las tulipas de la lámpara. Congestionados, avanzaron un poco y tropezaron con algo.
Acercaron los mecheros para ver de qué se trataba. Tirado en el suelo yacía el Viejo junto a un enchufe,
sosteniendo el cable de la estufa, los pocos pelos tiesos y la dentadura postiza fuera de la boca.
Uno de los mecheros se apagó. El Chulo protestó, ¿pero que quería que hiciera el Gordo si estaba
achicharrándose el dedo? De súbito unas manos se aferraron a sus tobillos. Sus gritos de pavor se
contagiaron al instante. El muerto había abierto los ojos e intentaba incorporarse. Empezaron todos a
correr como almas que lleva el diablo mientras el Gordo intentaba zafarse de las garras del zombi. Por
increíble que parezca, cuando ganaron la puerta y salieron a la calle, el Gordo les había sacado varias
barrigas de ventaja a los demás. Ni siquiera escucharon al viejo ganguear que a él le iban a venir con
tonterías de extranjeros y que se fueran a dar por culo con el jalogüín ese de los cojones a otro sitio, so
gamberros.


El conjuro
Por Adriana González

El desastre sucedió en la noche de luna llena. Todo comenzó un mes antes cuando Andrea vino a
mi casa para realizar un trabajo escolar. Ella era una chica inteligente y con grandes deseos de seguir los
pasos de su padre, el profesor Barcia, un arqueólogo destacado internacionalmente. En todo lo que él le
permitía, Andrea le ayudaba, debido a eso, a pesar de su juventud, poseía cierto conocimiento en culturas
antiguas.
Lo que ocasionó nuestra tragedia fue un códice que estaba redactado en un idioma en desuso que el
profesor Barcia llevó a su casa para estudiarlo con detenimiento. Ella lo tomó prestado para
enseñármelo; lucía bien conservado a pesar de su antigüedad, al verlo no entendí una sola palabra; no
obstante, las imágenes dantescas que mostraba no necesitaban explicación. Según Andrea, hablaba del
culto a divinidades primitivas mesoamericanas, no la comprendí muy bien, pero eso no impidió que
sintiera escalofrío.
—No creo que sea buena idea jugar con eso —dije perturbada por las imágenes. Instintivamente me
llevé las manos al cuello. Entonces palpé el dije con el que ella me obsequiara días antes, no sin antes
explicarme su significado. Lo único que entendí de su largo discurso sobre éste es que protegía contra
espíritus malignos, para mí sólo era un adorno ordinario; pero como de costumbre la dejé hablar.
—Es sólo un libro con dibujitos, ¿qué puede pasar? —aclaró con seguridad.
Su actitud de, cuidado intelectual trabajando, me tranquilizó, si alguien sabía lo que hacía era ella
y esa no era la primera vez que me enseñaba escritos antiguos o artefactos de apariencia rara y antes,
nada había pasado, esa vez no tenía por qué ser distinta.
El dichoso códice fue el pretexto que utilizó para dejarme con la responsabilidad de la tarea. Ella
estaba absorta leyendo uno de los pasajes de éste. De repente gritó: «¡Te gané papá!».
—Sé el conjuro exacto para invocar a una de esas divinidades. —Se acercó a mí mientras
murmuraba parte de lo que había traducido. Lo que dijo fue: «El que haya realizado este conjuro y decida
revertirlo, será condenado a desaparecer». En ese momento no le presté atención, si lo hubiera hecho,
nada malo habría sucedido...
—A menos que sea para que nos ayude a terminar la tarea y obtener diez, no veo el caso de que
invoquemos a una divinidad —dije con sarcasmo porque estaba molesta por su falta de ayuda.
—Lo dices porque en el fondo crees que esto son sólo tonterías —habló con cierta malicia.
—Y así es, son sólo supersticiones de gente simple; tú mejor que nadie debería saberlo. Desde que
te conozco te la has pasado tratando de encontrar algún artefacto mágico que abra puertas a mundos
ocultos y esas cosas pero te diré algo: la magia no existe.
—Hagamos el conjuro —dijo retadora—, y si tienes razón y nada pasa, no te molestaré con estas
cosas nunca más; pero si te equivocas y por fin encuentro el artefacto mágico entonces tendrás que
aceptar que todo lo sobrenatural es real. Hasta el ratón de los dientes.
—Es broma, ¿verdad? —La miré con extrañeza. Pensé que con tantas cosas raras que sabía ya se
había desquiciado. Era la primera vez que me hacía una propuesta así.
—Tienes miedo, eso me da la razón —dijo para picarme el orgullo, lo consiguió. Me dejé llevar
por sus palabras sólo para demostrar que no era una cobarde.
Esa noche mis papás no estaban así que pudo montar todo el escenario para llevar a cabo su
conjuro. Después de enseñarme lo que tenía que recitar con ella, dibujó extraños símbolos, que juntos
formaron un hexágono, nos colocamos frente a frente. Nos miramos, ella lucía emocionada y yo nerviosa.
No creía en lo que no pudiera ser comprobado científicamente aun así siempre estaba ese «por si acaso
mejor no lo hago».
Comenzamos a recitar el conjuro. Lo repetimos en cinco ocasiones seguidas y francamente en la
tercera yo ya estaba sugestionada. Influenciada por las películas hollywoodescas, imaginé, que un
remolino de viento nos envolvería y que en medio de éste, un espíritu imponente emergería y nos diría
«Ordene ama» pero eso no sucedió. La desilusión en el rostro de Andrea fue evidente, un «Te lo dije»
estaba de más.
Como su semblante se tornó sombrío ya no le pedí su ayuda en la tarea. Cuando me acosté, ella ya
se había dormido.
En sueños sentí como algo subió a mi cuerpo impidiéndome hablar y moverme. Un escalofrío me
envolvió porque ese algo estrujó mi corazón como si quisiera destrozarlo. Comencé a sofocarme.
Reaccioné cuando unas manos heladas tiraron de mis pies. Estaba sudando, miré a Andrea, como no
vi algo extraño en ella, decidí no despertarla por tonterías.
Me levanté. Encendí la televisión que estaba en el cuarto mientras volvía a conciliar el sueño,
instintivamente abrí la cortina, estábamos en el segundo piso, entonces un miedo profundo se apoderó de
mí.
Desde la calle alguien observaba hacia la ventana. Cerré la cortina. Mis manos temblaban. Volví a
abrirla para confirmar que no había sido mi imaginación. El extraño seguía ahí. Me oculté bajo la sábana.
Cuando escuché que una pequeña piedra se estrelló en la ventana, empecé a rezar lo poco que tenía en mi
acervo religioso. El sueño tardó en llegar.
En la madrugada al ver el rostro asustado de Andrea supe que había tenido una pesadilla sólo que a
ella le fue peor, tenía moretones y marcas de garras en el cuello.
Luego de que entregamos el trabajo, evitamos hablar del tema. Estábamos asustadas.
Empecé a sentir que me observaban, las noches se poblaban de extraños ruidos y al dormir una
sombra se posesionaba de mí. Cuando pensaba que ya no podía ser peor algo más horroroso sucedió.
Estando en la escuela fui al baño. Estaba solo. Entré. Minutos después alguien lo hizo también. Vi
su sombra por debajo de la puerta. Se dirigió hasta el retrete del fondo.
Terminé, bajé la palanca y salí. Abrí la llave para enjuagarme las manos. Observé en el espejo el
baño que estaba ocupado, me extrañé ya que no se le veían pies pero sabía que algo estaba ahí. El
alboroto de tres chicas que entraron distrajo mi atención por unos segundos. Miré con espanto cómo una
de ellas entró al retrete del fondo.
Estaba vacío.
Mi expresión de miedo debió ser evidente porque se asustaron al verme. Salí corriendo.
Busqué a Andrea, la pobre estaba ojerosa, obviamente le estaba sucediendo lo mismo. Dijo:
—Mientras almorzaba alguien me hizo señas desde detrás del edificio de la dirección. No quería ir
pero debía saber de quién se trataba. En el lugar sólo hallé este mensaje —Sacó de su bolsa un papel con
caracteres similares a los del códice. «Sus almas son mías ahora» tradujo. El terror hizo que escuchara
lejano cuando agregó: Ania tenemos que deshacer el conjuro. Sé cómo lograrlo. Necesitamos hacerlo en
un lugar que una al mundo material con el espiritual. La luna llena nos ayudará y será mañana.
La odié cuando dijo tenemos pero era verdad, las dos nos habíamos metido en eso.
El panteón no es el mejor lugar para alejar a un espíritu siniestro que está en pos de tu alma, pero
ahí estábamos las dos, con el maldito códice y la luna llena como ayudante y testigo. Irónicamente, si
queríamos vernos libres de eso, teníamos que hacer una promesa de sumisión.
Andrea dibujó símbolos distintos a los de la primera vez, nos acomodamos dentro. En esa ocasión
sólo ella lo recitó. Comenzó diciendo: «Prometemos servirte fielmente…»; algo en ese conjuro de
liberación no me inspiraba confianza y con sobrada razón.
Esta vez sí hubo los tan deseados efectos. El viento ululante, el movimiento trepidante de las
tumbas y finalmente una sombra amorfa que pudimos distinguir, por la luz de la luna. Temblábamos de
miedo, nuestros cuerpos se paralizaron. Al escuchar un lamento de ultratumba, yo me oriné. Andrea no
pudo resistir más la presión, tiró el códice y huyó, me desconcerté al verla correr como loca pues no
atinaba a huir con ella o quedarme ahí.
Cuando volví la vista al lugar de donde provenía el lamento, me llevé la impresión más
traumatizante de mi vida: la sombra maligna se materializó mostrando a un ser de pesadilla.
Eso me rodeó, sentí un frío sobrenatural, creí que atacaría, ya que pasó sus garras por mi cuello,
pero al ver el dije que sobre éste pendía, sólo dijo con voz cavernosa: «Protegida», enseguida fue tras
Andrea. Un grito horrible salido de la garganta de ella rompió el silencio nocturno.

Desperté abruptamente. Había un médico y varias enfermeras, sus miradas estaban cargadas de
lástima, escuché cómo una de ellas decía al oído de otra:
—Pobre, lleva días desvariando sobre un monstruo y una amiga imaginaria. Se confirmó con el
profesor Barcia que él nunca ha tenido una hija llamada Andrea.
Esas palabras causaron horror en mí. Sentí una opresión en el pecho, lo toqué con una de mis
manos, en éste apareció el dije que ella me regaló. Entonces recordé todo lo sucedido: el conjuro, la
maldición que había para aquel que se atreviera a revertirlo y que alguien se apiadó de mí, creyendo que
sólo era una drogadicta delirando, y me trajo al hospital.
Me arrepentí, no sólo de la estupidez que cometimos sino de todos mis pecados.


El sabor de la carne
Por Ramón Hernández

Todo cambió para David cuando la infección dio comienzo. Su entorno, su modo de vida y su
propia alma, que contaba con tan solo cinco años de vida. Sus padres desaparecieron, junto con la
mayoría de sus seres queridos. Sus juguetes ahora solo eran recuerdos, y sus amigos se convirtieron en
una neblina de humo tiznada con sangre en su mente. El inicio de algo nuevo significó la desaparición de
su antiguo mundo, sencillo y bello.
A sus padres los mataron delante de sus ojos, y a él los infectados le devoraron parte del cuero
cabelludo y la cara, antes de salir corriendo sin rumbo fijo. En ese momento pensó que se convertiría en
uno de ellos, pero no fue así. Caminó a la deriva por su ciudad natal durante días, sin saber qué hacer y
alimentándose de los cubos de basura y en supermercados que encontraba por su camino, porque frente a
todo pronóstico, él no se convirtió totalmente en un loco come-carne. Él conservó la cordura y el libre
albedrío. O por lo menos conservó su mente de niño. Se sentía triste y solo como nunca antes en su corta
vida. ¿Y si solo él, de entre todos los muertos vivientes, era el único que no perdió la cabeza?
Su respuesta quedó resuelta al cabo de una semana mientras vagaba por las calles. Se encontró con
Paul, un hombre de mediana edad que cuidó de él desde ese mismo momento. Pasó a ser su padre
adoptivo sin mediar palabra, y David aceptó a aquel hombre como su nuevo papá, imaginando que nada
había cambiado. Era como él, un infectado que no sucumbió al estado tan deplorable en el que había
quedado la mayoría de la humanidad, y eso le dio esperanzas. ¿Existiría mas gente como ellos?
No tardaron mucho en encontrarse a más como él y Paul. Y al cabo de tres meses, consiguieron
reunirse más de mil doscientos en San Luis, su ciudad natal. Se instalaron en uno de los rascacielos del
centro, adecuando su interior para vivir de forma permanente, y durante unos meses todo volvió a la
normalidad. Pero no todo dura eternamente. Los suministros que existían a su alrededor desaparecieron
con una velocidad asombrosa, y cada vez que necesitaban conseguir comida, medicamentos o cualquier
otro elemento básico para la supervivencia debían partir más lejos, y la mayoría de los supervivientes
tomaron la decisión de irse de la ciudad. Los No Muertos les ignoraban, por lo que podían viajar y vivir
donde les diera la gana, sin temer a morir despedazados. Al final solo quedaron unas doscientas personas
en el centro de San Luis, rebuscando entre los restos de la civilización.
Lo que no sabía David era que lo peor vendría después. La mayoría de las personas se volvieron
locas, cada uno inmerso en sus pensamientos. Hasta hubo ataques que produjeron varias muertes. Paul, al
ver qué camino estaban tomando los últimos habitantes vivos de San Luis, creó un pequeño libro, llamado
los «Cuentos de los Muertos», en el que escribió varios relatos, incluso unos evangelios, con el que
pretendió instaurar la paz y un mismo pensamiento para todos ellos.
Pero no salió como Paul planeó. Los habitantes del rascacielos sucumbieron a ese libro,
adoptándolo como una nueva fe, y no tuvo más remedio que seguirlos la corriente. En un mes dejaron el
rascacielos, y se instalaron en el jardín botánico de Missouri, rodeando el Climatrón. Cada uno se montó
su propia cabaña al lado de la estructura, y de un plumazo retrocedieron por lo menos mil años en el
camino de la evolución humana. Al poco tiempo parecían un grupo de homínidos del paleolítico. Se
dieron nuevos nombres, tomaron costumbres nuevas, y se forjaron un nuevo método de vida, muy
primitivo. David quería irse cuanto antes, pero Paul se negó. Dijo que su labor aquí no había terminado, y
por ello, se integraron en aquel grupo que parecía ahondarse cada vez más en la locura.
El punto más álgido de aquella pesadilla se culminó un día, cuando varios hombres atraparon a un
superviviente solitario, y convocaron una reunión en el Climatrón por la noche. Todos sin excepción
acudieron, junto con algún que otro No Muerto solitario, pues ellos pululaban sin fronteras, y el grupo se
había acostumbrado a su presencia. La estructura en su interior sufrió muchos cambios en las últimas
semanas. El cincuenta por ciento de las plantas tropicales allí situadas las eliminaron para dejar más
espacio a sus rituales, y crearon muchos más caminos para poder moverse por el recinto. El interior del
Climatrón era sagrado, y por ello nadie podía construir su casa dentro del recinto. En el centro dejaron
una explanada limpia lo suficientemente extensa para poder alojar de pie a la mitad de las personas del
grupo, y cuando llegaron David y Paul nada más caer la noche les costó llegar al centro. Cuando pasaron
el anillo de personas, se encontraron con los líderes del grupo junto a una gran olla, en la que había un
estofado cocinándose. El olor a comida inundaba sus fosas nasales, y de pronto le rugió el estómago.
Desde ese momento no pudo pensar en más que en comer.
—¡Hermanos, a la luz de las estrellas, del día ciento cuatro después del levantamiento de los
muertos, se nos ha concedido una revelación! —empezó a relatar Krokatum, el líder del grupo—.
¡Después de varios meses a base de alimentarnos con latas de comida y potingues del antiguo mundo,
hemos conseguido traer algo de carne fresca a la mesa! ¡Un manjar que ha venido de manera voluntaria a
nosotros, traído por las dríades! No temáis, pues nuestro Chamán nos dará consejo en este instante. Por
favor, Akavalpa, ven conmigo.
Akavalpa era el nuevo nombre que había adoptado Paul. Para David era un nombre más bonito que
los de la mayoría. Se acercó al centro de la explanada y comenzó a hablar en voz alta.
—Todos sabéis quienes somos. Aquellos que se fueron no lo comprendían. Somos los bendecidos
por los divinos, aquellos a los que los No Muertos perdonan. Y por ello somos la evolución de la
especie humana, el siguiente eslabón de la cadena evolutiva. Y por lo tanto, como los No Muertos,
podemos alimentarnos de la especie anterior, los homo sapiens. —Se oyó un murmullo entre los
presentes, cuestionándose lo que decía Krokatum—. ¡Hermanos, no tengáis atisbo de duda, pues entre
nosotros está el profeta, aquél que nació del vientre de una No Muerta! ¡Nuestro guía hacia lo más alto!
David era ese guía. Paul, en un intento de darles importancia entre el grupo, en su libro escribió una
leyenda en la que colocaba a David como un salvador y mesías, alguien intocable. Su nuevo nombre fue
Khroetuliah, el nacido entre los muertos. Porque entre ellos no existía ningún niño, él era un caso muy
excepcional. ¿Quién se atrevería a rebatir las palabras del chamán del grupo?
Khroetuliah se acercó al círculo y se colocó entre Akavalpa y Krokatum, mostrándose al público.
Todos miraban con fervor a los tres, como si fuesen una luz en un túnel oscuro. Nadie parecía querer ser
el primero en probar el potaje recién preparado, y por esa razón volvió a hablar el líder de todos ellos.
—Veo que no os mostráis muy seguros. No desconfiéis. Quiero lo mejor para vosotros, y será eso
lo que os serviré, os lo aseguro. Está en juego nuestra propia supervivencia, y el homo sapiens solo es un
impedimento para llevarla a cabo. Somos una amenaza para ellos, y solo es cuestión de tiempo que nos
ataquen. Son ellos o nosotros, no lo olvidéis. Profeta Khroetuliah, muestra ante todos el poder de la fe.
Come del puchero.
Khroetuliah miró a todos los presentes. Poco los diferenciaban de los No Muertos. Sucios, con el
cuerpo lleno de granos y pústulas sanguinolentas, los ojos verde ciénaga... Khroetuliah hacía tiempo que
perdió su infancia. Justo el día en que le mordieron. El día que perdió a sus padres. El día que vio la
muerte por primera vez.
Toda su vida pasó ante sus ojos mientras se acercaba a la gran olla y cogía un trozo de carne
caliente. Ya no era un niño, sino una bestia, una bestia con forma de niño. Le dio un buen mordisco a la
carne y la saboreó. Todos aullaron y se acercaron lentamente a por su parte. Y en lo más recóndito de la
mente, recordó un día de verano en el que fue con sus padres a la reserva Carlyle, donde comió en un
restaurante al pie del lago. Comió algo muy parecido, y desde entonces fue su plato favorito. Solo pudo
tener un pensamiento en su cabeza mientras devoraba la carne: sabe a pollo.


Al otro lado del Lago
Por Antonio Asencio

La pérdida de los nervios siempre había sido un problema para Irene. Lo único que la calmaba era
meter los pies en agua muy fría.
La rutina de todos los veranos era ir con sus padres a la casa que tenían junto a un lago, una idea
fantástica si no fuese porque tan sólo había árboles y animales salvajes en varios kilómetros a la
redonda. Mecía los pies en el agua fría del lago, mientras trataba de relajarse, intentando quitar
importancia a los dos aburridos meses que le esperaban en aquel solitario lugar. Llevaba unos veinte
minutos calmándose cuando escuchó la voz de su madre:
—¡Vamos Irene, la comida está lista! ¡Las he preparado como a ti te gustan!
Costillas a la barbacoa. Sí que le gustaba, pero ya hacía algunos años que no le ilusionaban, puesto
que era lo que comían casi todos los días. Eso y los conejos que cazaba su padre.
Por mucho que ella imploraba a sus padres que la dejaran con su abuela en la ciudad, lo único que
conseguía era caldear el ambiente y que su padre saliera con que aún eres menor de edad, y mientras sea
así y vivas bajo mi techo, harás lo que se te diga. Ya tenía diecisiete años y esperaba que la hubieran
liberado de esta tortura veraniega.
Después de discutir sobre el tema en la mesa, puso algunas costillas en su plato y se levantó para
volver lo más rápido que pudo a su lugar de desahogo: el final del muelle. Comenzó a pegar grotescos
bocados a las costillas mientras sus pies se volvían a mecer en el agua. Tenía la vista fija en el bosque
del otro lado del lago. Había perdido la noción del tiempo cuando decidió quitarse la ropa para, de un
salto, meterse en las gélidas aguas justo cuando sonó un impresionante ¡pum!
Alterada, sacó la cabeza del agua solo para ver cómo los pájaros dejaban su cómoda estancia en la
copa de los árboles. Estaba acostumbrada a los disparos de su padre, pero ese era extraño y diferente.
Volvió a subir al muelle por las viejas escaleras de madera, sin apartar la mirada del otro lado del
lago, intentando encontrar el origen de ese sonido. Forzaba la vista mientras temblaba y se abrazaba para
guardar el poco calor que tenía.
—Debe ser Juan. —Volvió la cabeza y allí estaba su padre. Se acercaba con una toalla que le puso
sobre los hombros. Se la enrolló y comenzó a secarse mientras le preguntaba sobre ese Juan.
—Aún no lo conozco, pero dicen que ha comprado la casa abandonada...
—¿Qué?
Ella lo miró, él le sonrió.
—Sí. Mañana iremos para presentarnos. —Otra noticia que la pilló desprevenida—. Vamos, sube a
ponerte algo, ya sabes que aquí refresca pronto.
La ira proveniente de dolor comenzaba a inundarla. Su abuelo solía llevarla allí para jugar y
contarle historias de miedo. Comenzó a recoger la ropa del muelle cuando otro disparo captó su atención.
Parecía una repetición del anterior, pero esta vez, al mirar al otro lado, vio una figura que desapareció en
el bosque.
Raúl volvía de recoger leña cuando vio cómo su hija, Irene, entraba en la casa. Pasó junto a su
madre que estaba en el porche tomándose una limonada mientras intentaba completar un enorme puzle. Se
miraron, pero no hablaron.
—¿Qué le ocurre? —inquirió Verónica a su marido cuando este accedió al porche.
—No lo sé.
—Voy a hablar con ella. —Raúl asintió con la cabeza y entró en la casa para dejar la leña junto a la
chimenea.
Toc, toc.
Sin esperar respuesta, Verónica giró el pomo y abrió la puerta. Irene estaba sentada en la cama
pasando las enormes páginas de un álbum de fotos mientras sujetaba un pañuelo; las lágrimas hacían su
aparición solo con la visión de esas fotos. Su madre se sentó junto a ella, rodeó con su brazo a su hija y
ojeó con ella las páginas del álbum.
Los recuerdos comenzaron a aflorar, había toda una vida comprendida entre esas páginas, toda una
vida de risas, alegrías, tristeza, buenos y malos momentos, pero en definitiva toda una vida feliz. Ya hacía
tres años que su abuelo había muerto y ella lo echaba de menos. Un accidente limpiando su escopeta le
mató.
Raúl colocó los pequeños troncos de leña con precisión milimétrica formado un trapecio casi
perfecto, después salió al porche y se quedó de pie inmóvil justo en el linde del mismo, observaba el
bosque del otro lado del lago.
—Yo también lo echo de menos. —Verónica cogió el álbum y lo cerró con cuidado. Luego la besó
en la frente.

Al día siguiente, el sol brillaba en un cielo despejado. La leve brisa fresca movía las copas de los
árboles, enviando ráfagas de aire fresco a la mesa del porche, donde desayunaban envueltos en un calor
que comenzaba a ser sofocante.
Después de desayunar, y más rápido de lo que a Irene le hubiera gustado, bajaron hasta el muelle y
se subieron a la pequeña lancha motora. No sabía por qué, pero la idea de volver a la vieja casa le ponía
nerviosa. Al llegar al otro lado, tomaron el camino que les adentraba en el bosque.
Hacía ya tres años que Irene no iba por allí, pero no podía evitar sonreír levemente al recordar las
veces que había estado allí con su abuelo, y los juegos que él se inventaba para que ella se lo pasara
bien.
Después de andar unos veinte minutos, llegaron al claro donde se levantaba las deterioradas tablas
que formaban la casa. Un amasijo de madera que pretendía conservar la majestuosidad que tuvo hace
muchos años. Accedieron al porche, donde los nudillos de su padre aporrearon la puerta un par de veces.
Al no recibir respuesta, decidió asir el pomo y abrirla. La puerta cedió con el crujir y los quejidos de la
edad.
—¿¡Hola!? —gritó tímidamente su padre, introduciendo la cabeza en la pequeña abertura de la
puerta—. ¿¡Juan!?
Obtuvo silencio como respuesta.
—Vamos —les indicó a su mujer y su hija.
Abrió la puerta completamente y entraron.
—Raúl, no deberíamos entrar, la casa ya no está abandonada.
—¿¡Hola!? ¡¿Hay alguien aquí!? —Agudizó el oído unos segundos —. ¿¡Juan!?
Raúl sonrió a su familia al escuchar el crujir de maderas, y se dirigió al origen del ruido esperando
encontrar a Juan trabajando en la reforma de la casa. Verónica le siguió, pero Irene se quedó atrás algo
asustada hasta que el grito de su madre la alertó. Echó a correr hasta donde estaban sus padres.
Irene no podía dejar de mirar al hombre decapitado que colgaba del techo por varios hilos
metálicos. Estaba desnudo, y la piel se estiraba de forma grotesca por donde los ganchos le atravesaban
para sostenerlo en el aire. Estaba en posición horizontal sobre un charco de sangre, a un metro y medio
del suelo, en cuyo centro se encontraba un informe trozo de carne que debía ser cabeza. El cuello aún
seguía goteando sangre.
—Vámonos de aquí —ordenó un asustado Raúl mientras trataba de calmar a su mujer.
Caminaron rápidamente hacia la puerta, pero esta se cerró de golpe, impidiendo que salieran de
allí. Un escalofrío recorrió la espalda de Irene, mientras su padre se obligaba a reaccionar al ver
reflejado en los ojos de su mujer cómo el pánico se apoderaba de ella.
—Vamos, saldremos por una de las ventanas.
Todas y cada una de las puertas que daban a las estancias se cerraron de golpe, dejándolos aislados
en el casi oscuro pasillo de entrada. Del fondo, bajo las escaleras, una puerta crujía al abrirse despacio
dejando escapar la luz del otro lado. Verónica, llevada por la histeria, corrió hacia allí, pero se detuvo en
seco al llegar. La sorpresa era manifiesta en su rostro. Miró a su marido implorando ayuda con la mirada,
cuando multitud de alambres similares a los que tenían colgado el cuerpo del hombre decapitado le
atravesaron la cabeza de derecha a izquierda hasta clavarse en la pared. Aún respiraba cuando dos manos
ensangrentadas agarraron sus tobillos y tiraron de ellos hacia el interior de la habitación.
A Raúl le fallaron las piernas, mientras la garganta de Irene daba rienda suelta a una serie de gritos
a cual más fuerte y desgarrador. Se dejó llevar por el dolor acompañando a su padre, que la abrazaba
tratando de impedir que viera cómo el cuello de su madre se estiraba hasta ceder, dejando caer el cuerpo
con un golpe seco en el suelo, y desapareciendo después arrastrado por las manos que tiraron de él. Los
ojos sin vida de Verónica le miraban fijamente, enmarcados en la cabeza que antes fue su mujer, y que
ahora está colgando por multitud de alambres.
Pasados unos minutos, Raúl seguía abrazando a su hija, que había dejado de gritar para sumirse en
un llanto desconsolado. Su padre la acompañaba llorando en silencio. No podía dejar de mirar los ojos
de su mujer mientras el sonido rítmico de la sangre goteando en el suelo llegaba a sus oídos.
—Tenemos que salir de aquí —le dijo a su hija en voz baja cuando notó que casi había dejado de
llorar.
Irene se apartó lentamente de él, y ambos se pusieron en pie. Se miraron unos segundos a los ojos
detectando en el otro el dolor y el miedo. Raúl besó a su hija en la frente tratando de calmarla.
De nuevo el sonido del crujir de la madera y el quejido de las bisagras oxidadas llamaron la
atención de ambos. Esta vez era otra puerta la que se abrió. Raúl cogió a su hija de la mano y juntos
avanzaron hacia ella, atravesando el umbral poco a poco, como si la amenaza de los alambres le esperara
al otro lado. La respiración de ambos era algo acelerada, y sus corazones golpeaban con fuerza. Irene
apretaba la mano de su padre hasta que se le pusieron los nudillos blancos. Caminaron tratando de hacer
el menor ruido posible hacia una de las ventanas, pero cuando llegaron, el sonido de la puerta cerrándose
de golpe les detuvo, y se dieron la vuelta rápidamente. Lo que vieron les dejó petrificado. La estancia
había perdido su tétrico y descuidado aspecto para mostrar una acogedora estancia. La luz de los
candiles tintineaba, reflejándose en las paredes, y la chimenea llenaba la estancia de un agradable calor.
El mobiliario parecía nuevo. Estaban absortos observando todo el lugar cuando la puerta se abrió. Un
hombre de muy avanzada edad entró cerrando la puerta tras él. Se dirigió al aparentemente cómodo
butacón junto a la chimenea y se sentó.
—Es hora de expiar tus pecados. —El hombre habló con voz cansada.
Raúl frunció el ceño sin saber a qué se refería. Miró a su hija indicándole que le siguiera hasta la
puerta, pero la grotesca risa del anciano les detuvo.
—No creas que te librarás de esta. Tienes que pagar por lo que hiciste.
—¡Nosotros no hemos hecho nada! —gritó Irene llevada por el miedo.
—Tú no. —Inexplicablemente, el anciano se encontraba junto a ella, pero no lo vio al mover la
cabeza—. Pero él sí. —Ahora el anciano le daba la espalda mientras hablaba a su padre.
—¿Qué pasa? ¿No le has contado nada?
El viejo se alejó andando penosamente para volver a sentarse en su sillón.
—Tiene una mentira oculta en su corazón, y es hora de dejarla salir.
Con estas palabras la habitación volvió a su descuidado estado. Incluso el frío golpeó sus cuerpos
hasta provocarles escalofríos.
Raúl, llevado por el miedo desenfrenado, accionó el pomo de la puerta, abriéndola de golpe sin
esperarse lo que encontró al otro lado. Un alambre le atravesó el tórax de lado a lado. Tocó el fino metal
con las manos mientras se miraba el pecho. Otros tres le atravesaron por el abdomen. Raúl miró a su hija
temeroso de lo que se avecinaba. Durante lo que a Irene le pareció una eternidad, un alambre tras otro
atravesaron el cuerpo de su padre hasta partirlo por la mitad desde la cabeza hasta los pies. Una mitad de
su cuerpo cayó hacia delante mientras la otra mitad lo hizo hacia atrás. Irene retrocedía despacio
mientras forzaba su garganta con cada grito.
—Hora de saber la verdad.
No vio al anciano, pero sí sintió cómo dos manos le sujetaban la cabeza, obligándola a entrar en un
sueño inesperado.
Se encontraba frente al porche de la casa del lago, donde esa mañana había desayunado. En una
mecedora, su abuelo sujetaba una escopeta que estaba limpiando mientras su padre y su madre le
hablaban airados sobre un tema que no alcanzaba a escuchar. Se acercó temerosa de que la oyeran, pero
parecían estar tan inmersos en la discusión que no se percataron de su presencia.
—¡No puedes hacer eso, nos arruinarás a todos! —le gritaba su padre mientras su madre intentaba
hacerle razonar.
—Vamos papá, lo hemos hablado mil veces, Raúl es el único que puede hacerse cargo de la
empresa.
A lo que su abuelo respondía una y otra vez:
—Ya está decidido, y a menos que me muera, la venta seguirá su curso.
En ese momento, Raúl, en un arrebato, le quitó el arma y le golpeó con ella en la cabeza. Su abuelo
se quedó conmocionado. Su madre dio muestras de sorpresa, y su padre volvió a golpearle hasta que el
anciano se quedó inmóvil. Entendiendo lo que su marido había hecho, y a lo que les llevaría si
encontraban al hombre con marcas en la cabeza, le entregó un cartucho a su marido, quien lo introdujo en
el arma. Se agachó junto al anciano colocando su cabeza en la trayectoria del cañón y pulsó el gatillo. El
familiar sonido sobresaltó a Irene. Era el mismo que había escuchado el día anterior y que provenía del
otro lado del lago.
—Ya sabes, niña: no hagas nada de lo que debas arrepentirte, o tendré que venir a buscarte.
Ya no miraba con los mismos ojos los restos de su padre. Salió de la habitación como pudo y corrió
hacia la puerta para escapar de allí. Forzó sus piernas para que la llevaran lo más rápido posible a la
orilla del lago. Allí se dejó caer de rodillas y, con su garganta rota, exhaló un grito de dolor que dejó
escapar la furia y la frustración que llevaba dentro.


El sacrificio
Por Balbina López

Tengo miedo, no sé qué hago aquí ni cómo he llegado, siento un sabor metálico en la boca, que me
da ganas de vomitar, estoy maniatada, me duele todo el cuerpo. Aún conservo el disfraz de bruja que
utilicé en la fiesta de Halloween aunque esta hecho jirones. Me incorporo muy lentamente y recorro las
dependencias de aquella habitación. Un penetrante olor invade mis fosas nasales, la humedad recorre
aquellas gruesas paredes.
Los últimos rayos de sol penetran por unas bellas cristaleras, formando figuras orgánicas.
Me siento mareada y me sujeto en unas de las ciento de columnas que adornan este templo sagrado.
Estoy confusa, aturdida, intento recordar todo lo que hice ayer, para poder entender cómo he
llegado hasta aquí.
Miles de imágenes se agolpan en mi mente. Alicia y yo nos disfrazamos para la noche de
Halloween, salimos a la calle dispuestas a divertirnos y nos dirigíamos al local de moda. De repente un
joven se interpuso en nuestro camino, iba disfrazado de diablo, con una gran sonrisa nos ofreció una
entrada.
—¿Queréis pasar miedo?, la mejor fiesta de la ciudad, os lo aseguro, no la olvidaréis jamás —
dijo.
Alicia, se atusó el cabello y le sonrió, siempre hacía el mismo gesto cuando algún chico le gustaba.
Cogimos las entradas y nos dirigimos hacia la dirección que el chico nos había indicado.
Llegamos a una nave bastante apartada del centro, la fachada principal estaba llena de ojos gigantes
de maligno aspecto. Entregamos las entradas a un joven fornido que franqueaba la puerta y nos dejó
pasar. La entrada era una boca bien repleta de afilados y amenazadores dientes.
La decoración era espectacular, el ambiente estaba demasiado cargado para mi gusto, había muchos
jóvenes bailando al son de la música. Nos acercamos a la barra donde un camarero guapísimo nos
atendió, tenía unos ojos verdes penetrantes, había algo en su mirada que me intimidaba; mi amiga
comenzó a atusarse el cabello.
Pedimos un par de refrescos, el camarero no dejaba de coquetear con Alicia, yo estaba
acostumbrada a quedar siempre en segundo plano debido a mi timidez. De repente la música cesó, las
luces cegadoras se apagaron dejando paso a una suave luz tenue. Todos se dirigieron al escenario.
Un chico disfrazado de hombre lobo comenzó a relatar una historia de miedo, después le tocó el
turno a una chica y así sucesivamente todos los que se hallaban allí relataban historias terroríficas. Le
llegó el turno al camarero de los ojos verdes.
—Dicen que en la noche de Halloween, hay un grupo de jóvenes que buscan con ansia a un humano
virgen, para sacrificarlo como ofrenda a Belcebú. Una vez elegida la persona, se deposita junto al altar,
se encadena y luego se invoca a Belcebú, se abre con una daga y se le saca el corazón, que es comido por
todos los presentes y después se procede a beber su sangre. Dicen que al año siguiente en Halloween
aquella misma persona regresa para poder sacrificar otro ser humano y así obtener la vida eterna.
Me quedé sin palabras ante aquella macabra historia, mi amiga dirigió su mirada hacia mí y me
gritó:
—Yo no tendría ningún problema, dejé de ser virgen hace tiempo, en cambio tú deberías de tener
cuidado —dijo mientras reía
Todas las miradas se dirigieron hacia mí y sentí como mi cara enrojecía.
La música volvió a sonar y todos comenzaron a bailar, agradecí dejar de ser el centro de atención.
El camarero de los ojos verdes me sonrió y me ofreció un refresco. Un chico de ojos azules cristalinos se
acercó a mi amiga y le susurró algo al oído, un rato después se marchaban juntos. Siempre se repetía la
misma historia, salíamos juntas, ella conocía a chico y desaparecían, hoy también me tocaba volver a
casa sola.
Intenté salir a la calle, sorteando cuerpos jóvenes sudorosos que bailaban la música infernal y...
¡Ya no recuerdo nada más!
Seguramente mis padres me estarán buscando, también mi hermana pequeña, le prometí que iríamos
al campo juntas.
Al acordarme de ellos las lágrimas empezaron a fluir. De repente oigo pasos, enmudezco. Dos
hombres vienen hacia mí, son corpulentos, van con el rostro oculto con una capucha. Grito de terror, me
sujetan y me conducen hasta el sótano.
Hay una mesa de piedra con extraños dibujos y marcas, a su alrededor una docena de jóvenes
encapuchados entonan extraños cánticos.
Me depositan en la mesa de piedra, me encadenan pies y manos, forcejeo con violencia pero todo
es en vano. Una joven me inyecta una droga y mi cuerpo comienza a relajarse, mientras las lágrimas
corren por mis mejillas.
Un encapuchado sube al altar sosteniendo una daga y se quita la capucha. Es el camarero de ojos
verdes. Eleva la daga y la hunde en mi cuerpo, no siento nada, pero sé que este es mi fin.
La sangre me sube por los pulmones a la boca, veo la sangre salpicar aquella mesa de piedra, me
voy desmayando exhalando mi último aliento...
Hoy hace un año de mi muerte, me encuentro en la misma nave donde todo comenzó, ahora soy yo la
camarera atractiva que tiene que sacrificar un ser humano para lograr la vida eterna. Percibo un olor
dulzón que me atrae, el olor es penetrante. Dos chicas se dirigen a mí y me piden un par de refrescos, un
momento… reconozco esos ojos ¡Es mi hermana!, no siento ningún sentimiento fraternal hacia ella, mis
ganas de pasar a la vida eterna son inmensas, así que introduzco una pequeña dosis de droga en su bebida
y se la ofrezco...
Nos encontramos en la pequeña iglesia donde perdí la vida, para ofrecer la de mi hermana. Un
compañero la agarra del brazo, la colocan en la mesa de piedra, suenan los cánticos y hundo la daga en su
cuerpo justo donde está su corazón. Nuestras lágrimas fluyen, mientras pienso que pronto podré disfrutar
de la compañía de mi hermana, eternamente.



Un abrazo es para siempre
Por Leticia Meroño Catalina

Un fuerte ruido me despertó, abrí los ojos y agudicé mis sentidos. La habitación estaba oscura casi
por completo, entraba algo de claridad debido a las rendijas de la persiana que habíamos dejado sin
bajar, era de noche y la luz de las farolas no era suficiente para que viera dentro del habitáculo. El sonido
parecía provenir de la planta de arriba, me daba la sensación de que arrastraban un mueble; algo
improbable pues en la parte superior no dormía nadie. Por instinto me cubrí con la sábana hasta el cuello,
así me sentía protegida.
No me atreví a levantarme para encender la luz, aunque tan solo debía dar unos pocos pasos para
alcanzarla, ya que estaba descansando sobre un colchón que habíamos acomodado en el suelo. En la
cama de al lado dormía mi mejor amigo, y en la habitación contigua se habían alojado las otras dos
amigas con las que viajábamos.
Habíamos ido a pasar el puente de todos los santos a un antiguo caserón situado en un pequeño
pueblo de Salamanca. A pesar de que éramos cuatro, alquilamos una casa bastante grande puesto que era
la única que encontramos libre; el precio no era muy elevado porque la casa era bastante antigua. Aunque
había varias habitaciones, era tal la angustia que nos transmitía la construcción que decidimos
distribuirnos entre dos habitaciones para que nadie durmiera solo, y de la misma planta para estar más
cerca.
Lo que fuera que chirriaba en la parte superior dejó de sonar, y a mis oídos llegó el bullicio que
montaban las termitas alimentándose de la madera. Me daba la impresión que provenía de la cómoda
situada al lado de la puerta, y que estaba a escasos pasos de mí. Aquel susurro comenzó a causarme
pavor.
Deseaba que el tiempo pasara a toda velocidad y que llegara el amanecer para llevarse mi
inquietud. Cerré los ojos para intentar dormirme de nuevo, pero el sonido de gente hablando en la calle
me impedía conciliar el sueño. Las campanas de la iglesia empezaron a sonar.
Llamé a mi amigo y no obtuve respuesta, alcé la voz con la intención de despertarlo, mas siguió sin
responderme. Finalmente, me armé de valor y salí de la cama para encender la luz. Me quedé paralizada
al ver que estaba sola. La cama estaba hecha y no había ni rastro de mi amigo; ni estaba él, ni estaban sus
pertenencias. Asustada me dirigí con celeridad hacia la instancia en la que dormían mis dos amigas. El
corazón se me aceleró al comprobar que ellas tampoco estaban. Busqué en los armarios con la esperanza
de, al menos, hallar sus cosas; pero estaba todo vacío.
Se me ocurrió que quizá me estuvieran gastando una broma, aunque no tenía ninguna gracia. Y
realmente hubiese preferido que así fuera, pero bien sabía que no era su forma de actuar.
Revisé el salón y la cocina, tampoco había nada, ni comida en la nevera, ni las botellas y juegos
que teníamos en el salón, nada. El pánico se apoderó de mí, estaba sola en aquella casa y no entendía por
qué. Las voces del exterior consiguieron hacerme volver en sí. Me asomé con discreción por la terraza
del salón y observé cómo todo el pueblo, o gran parte de él, se encontraba en la plaza. Las campanas no
paraban de sonar. Los vecinos charlaban animadamente y sus risas me resultaban estridentes. Permanecí,
agazapada en la terraza, contemplando la escena sin saber qué hacer.
A pesar de mantenerme quieta y de la oscuridad de la noche, intuyeron que estaba allí. Todos al
tiempo, como máquinas sincronizadas, clavaron su mirada en mí. Tenían los ojos muy abiertos, sin
expresividad y no pestañeaban; sus labios mostraban una seriedad absoluta.
Me metí dentro de la casa cerrando tras de mí la puerta de la terraza. No sabía hacia dónde
dirigirme hasta que oí golpes en la entrada de la casa y me encerré en el baño.
Pegué la oreja en la puerta y pude escuchar el chirriar de los muebles al rozar contra el suelo,
después un golpe seco y gente corriendo por las escaleras. ¿Habían conseguido entrar? ¿Qué querían de
mí? El corazón me latía con tanta fuerza que me costaba concentrarme en el exterior.
De repente, regresó el silencio. Dudaba si estaba despierta o dormida, quizá estuviera viviendo una
pesadilla. Intenté recordar los acontecimientos del día anterior y no conseguí rememorar el momento en
que me había acostado. ¿Y si nos habían drogado? Habíamos comprado comida en la única tienda que
tenía el pueblo. La dependienta, de reducido tamaño y avanzada edad, con una simpatía de las que dan
escalofríos, nos generó una desconfianza irracional. Nos había ofrecido alimentos que no habíamos
solicitado y que, una vez en la casa, descubrimos que estaban podridos.
Un caserón tan grande, con un alquiler tan barato y libre en fechas festivas, era algo que resultaba
bastante extraño. Temí por la vida de mis amigos y por la mía.
El llanto de un bebé rompió el silencio. Acerqué un poco más el oído y me calmé para poder
atender a aquel eco. Unas uñas rasgaban desesperadas la madera; lo que lloraba no era un niño, era un
gato. Lo imaginé atrapado tras uno de esos muebles que no paraban de moverse.
Un gran estruendo se escuchó dentro de la casa y el suelo tembló. La valentía o el miedo se
adueñaron de mí, y salí de mi encierro en busca de aquel misterio. Corrí escaleras arriba y me detuve en
el último escalón al oír gritos de dolor. Avancé con lentitud hacia la habitación que encerraba aquel
clamor, la luz estaba encendida y las voces me resultaban familiares. Asomé la cabeza muy despacio, no
quería ser descubierta. Distinguí a mis tres amigos tirados en el suelo llorando y gritando sin consuelo.
Sus rostros estaban coloreados del rojo que genera la rabia. No comprendía qué estaba sucediendo hasta
que vi el gran mueble caído en el suelo y lo que yacía bajo él.
Bajé a toda velocidad las escaleras y salí a la calle; entonces fui yo la que grité, fui yo la que se
llenó de rabia y de ira. Multitud de pasos se dirigían hacia mí, las risas habían concluido y las campanas
ya no repicaban. Miré las caras blancas y demacradas que me acechaban con fijeza y lástima.
Extendieron sus brazos para acogerme; un abrazo infinito, eterno… El abrazo de la muerte.


El cuadro
Por Asier Garay

Tours estaba tranquila, como todas las tardes en esa época del año. Y yo era una persona inquieta,
curiosa, amante del arte en todas sus formas. Pero si algo me llamaba la atención por encima de todo era
la pintura. Mi maestro me había enseñado desde pequeño que las formas sobre el lienzo no eran más que
pistas sobre un mapa, y el tesoro terminaba siendo la reacción del espectador. Era algo que siempre
había tenido en cuenta.
Pero los tiempos habían cambiado, y nuevas corrientes artísticas aterrizaban en la nueva Francia
que nacía en la década de 1880. La gente se había vuelto loca. Los cánones se habían roto y parecía que
desde ese momento el mundo tenía que empezar a observarse al revés. Todo era distinto, pero no me
impresionaba. Me conocían como Alix Bélanger, pintor de paisajismo y crítico de arte. Soltero.
Huérfano. En definitiva, no tenía mucho que ofrecer al mundo más que mis cuadros y mi opinión. Y
cuando me faltaba la inspiración, iba a la galería de arte de Tours.
Se trataba de un edificio antiguo, cansado, nacido en el seno del siglo XVII. Cada vez que me
plantaba ante él necesitaba unos minutos para contemplar las ventanas sucias, la carcoma de la madera, la
vegetación que crecía por donde no debía y, en definitiva, la soledad que lo rodeaba en todo momento.
Era mi sitio, definitivamente.
No esperaba nada nuevo, ni a nadie allí. Sin embargo, esa tarde fría me aguardaba una sorpresa.
Abrí la puerta, provocando un chirrido que sobrecogería el corazón a quien no estuviera ya
acostumbrado. Mis pasos sobre los tablones del suelo quedaban marcados en su historia con leves
crujidos, y conforme avanzaba abría el ligero mar de polvo que bañaba esas estancias. La luz era tenue,
delicada, y se arrojaba a sí misma desde las ventanas maltrechas hasta los confines de la vieja casa.
Todo estaba igual, en el mismo sitio, significando nada para nadie.
No, todo no. Al fondo, en la pared blanca, habían colocado un nuevo cuadro. Si es que se podía
llamar así. Había oído hablar de las nuevas tendencias que rompían todos los esquemas establecidos,
pero nunca se me habría ocurrido imaginar que un ejemplar aparecería ante mí tan pronto. Se trataba de
una serie de líneas curvas que se entrelazaban entre ellas, en diagonal, rodeando formas azules que caían
inertes como una cascada antinatural. Tenían matices verdosos, pero a la vez mantenía uniformidad. Lo
que más me llamó la atención era el marco: liso, blanco, pulido… sobrio de toda ornamentación.
Y entonces me di cuenta de que estaba acompañado.
—No tiene nombre —dijo la anciana que me había acompañado sin avisar—. Es un cuadro sin
nombre.
—¿Debería tenerlo? —pregunté, aunque lo que más me perturbaba era no saber de dónde había
salido esa mujer.
—Todos tienen uno.
—Ah… bien, tiene usted razón. —Carraspeé un poco, por los nervios. No estaba muy
acostumbrado a la compañía—. ¿Qué nombre le pondría usted?
—«La sangría». Lo llamaría así. «La sangría».
No lo entendía. ¿Dónde veía sangre esa mujer? Todo eran formas azules, marcadas por líneas
negras. Y había verde, un poco de verde entre aquellos dibujos planos. Pero no conseguía encontrar nada
de rojo.
—Yo lo llamaría «El río». —No me atrevía a llevarle la contraria a esa señora, pero se suponía
que yo también debía aportar un nombre—. Por los… azules.
—Así que tú lo ves azul.
No supe qué contestar, así que esperé a que la anciana se fuera para disfrutar de nuevo de mi
soledad. Busqué la etiqueta del cuadro, esperando encontrar el nombre o, al menos, el autor de la obra.
No tuve éxito. A diferencia de las demás pinturas de la galería, esa pieza estaba huérfana. Sí, como yo,
así que me sentí identificado con ella.
Al cabo de un rato llegó un señor. A ése sí lo conocía, de vista al menos. Era el que vendía el pan
por la mañana, a dos esquinas de mi apartamento. Nunca le había comprado nada, pero por lo visto tenía
una buena reputación en Tours. El hombre se plantó a mi lado, sin saludarme, aunque en realidad yo
tampoco lo hice. Él también miraba el cuadro, con lo que empecé a sentir curiosidad. Tras unos minutos
de silencio, me atreví a preguntarle.
—¿Qué ve usted?
Él me miró, como si acabara de enterarse de que yo también estaba allí.
—¿Acaso no es evidente?
Me quedé perplejo. Miré de nuevo la pintura. Yo había sacado mis propias conclusiones, había
decidido que lo que veía era un río. Pero había tenido que emplear un poco mi imaginación, es decir, no
era a ciencia cierta un río. Sin embargo… tampoco era a ciencia cierta… nada. No había ninguna
evidencia de lo que pudiera mostrar. Podía ser cualquier cosa.
—Lo que trato de preguntarle es… —dije al fin, dudoso—. No sé cómo explicarme, ¿qué le dice a
usted el cuadro?
—Yo no soy un entendido —dijo, tras reírse—. Simplemente veo unas vías un poco mal hechas. No
me gustaría ser el maquinista que tuviera que llevar el tren por ahí.
Me fui. Tal vez ni me despidiera. Todo era muy extraño.
Esa noche apenas dormí. Las ondas azules del dibujo se movían en mi mente como si estuvieran
vivas. Pero cuando tuve la oportunidad de soñar, lo que vi fue la sangre de la anciana y las vías del señor.
También se movían, lentamente, como si fueran el agua de mi río. Era como si tratara de juntarlo todo en
mi cabeza, como si intentara darle un sentido a lo que había visto y oído.
Al día siguiente volví a la galería, y me pasé la mañana solo, mirando el cuadro, esperando que
alguien entrara por la puerta. No obstante, no fue hasta la tarde que una niña entró por la puerta.
—Buenas tardes, señor.
Chica educada. Pero la miré intranquilo. Lo que hizo la pequeña fue dar una vuelta por toda la
habitación, mirando todas las pinturas, en lugar de ir directamente a la de mi río. ¿A qué esperaba? Tenía
que decirme lo que veía ella, sólo así saldría de dudas. La niña siguió caminando, con alegría e
inocencia, delante de todas las escenas que, aunque bellas, habían estado siempre allí. No eran la
novedad. No, ella tenía que mirar el cuadro nuevo en algún momento.
La sorpresa que me llevé fue cuando, tras observar todas las obras del ala oeste, pasó directamente
a ver las del ala este. Ni siquiera echó un vistazo a la pintura junto a la que estaba yo. La seguí con la
mirada, todavía más inquieto. No era posible que no le llamara la atención ni un poco. Las demás piezas
llevaban allí meses, ¿cómo era posible que no las hubiera visto antes?
—Jovencita —dije al fin.
Ella se giró, inocente. Me miró con sus grandes ojos marrones. Por un momento tuve la certeza de
que no confiaría en mí.
—¿Sí, señor?
—¿Qué ves en este cuadro?
Ella frunció el ceño y miró la pintura. Tenía curiosidad de saber qué veía una niña de su edad en
ella.
—No entiendo, señor. ¿Qué cuadro?
—¿Cómo? Este cuadro que tengo delante —insistí, señalándolo.
—Señor, es usted muy raro.
Cuando volví a quedarme solo no terminaba de salir de mi asombro. No lo veía. La niña no veía la
pintura, ni siquiera el marco. No estaba allí para ella. Sopesé que tal vez era una pieza tan vanguardista
que la jovencita ni siquiera la había apreciado, pero no dejaba de ser extraño.
Los siguientes dos días me los pasé en la galería, pero no vino nadie. Al tercero, decidí quedarme
en la cama, pensando que debía ponerme a trabajar de nuevo en mis propias pinturas si quería pagar el
alquiler de ese mes. Bajé a la calle a comprar materiales, y cuando pasé por delante del quiosco de
prensa me tuve que detener. Algo en la portada del diario de la mañana me había llamado la atención, y
cuando la tuve en mis manos me di cuenta: había habido un asesinato. Conforme fui leyendo supe de qué
se trataba: una anciana había sido hallada muerta en la bañera de su casa.
Enseguida mis miedos se propagaron y fui a la dirección de la que hablaba la noticia. Era una casa
bastante señorial, con lo que deduje que la mujer era heredera de una gran fortuna. Pude burlar el cerco
policial, y entonces busqué el baño, abriendo todas las puertas. Cuando lo localicé y llegué a la bañera,
quedé petrificado ante lo que vi: estaba llena de sangre, o al menos la sangre había teñido de un fuerte
rojo el agua. No pude quedarme mucho más, ya que los agentes me encontraron y me sacaron de allí.
Mi siguiente objetivo era la panadería. En cuanto llegué, la encontré abarrotada de personas. Me
arrastré entre la muchedumbre hasta el mostrador, temiéndome lo peor. Sin embargo, cuando di con él,
sólo vi un cartelito. En él decía que se había tenido que ausentar unos minutos de la tienda, pero que
volvía enseguida.
—¡Siempre hace lo mismo! —exclamó una señora—. Hace media hora que se fue, ¡y aquí está
empezando a acumularse la gente!
Salí de allí enseguida, especialmente para no ahogarme. Caminé por la ciudad, sin ningún rumbo
aparente. Pasado un tiempo alcancé a ver al final de una calle a un hombre que no tardé en reconocer: era
el panadero. Algo me hizo correr hacia él, no sabría decir si fue instinto o simplemente miedo, duda; no
lo sabía. Cuando llegué, le grité, y él se dio la vuelta.
—¿Qué pasa chico? ¿Hay mucha gente en la tienda?
De repente caí en que nos encontrábamos en un paso a nivel. Justo a tiempo de oír las campanas, las
sirenas. El olor del humo llegó demasiado tarde. Cuando pude reaccionar el tren ya se había llevado por
delante al hombre. No conseguí gritar, mi único impulso fue correr. Y corrí. Todo lo rápido que pude,
corrí. No había lágrimas en mis ojos, sólo miedo en mi corazón. No sabía a dónde ir, ni lo que estaba
ocurriendo. No entendía nada. Vi de reojo a la niña del otro día, pero no le hice caso. Ella tampoco me
vio, iba con sus amigas. Seguí corriendo, hacia algún lugar. Y corrí más.
Y llegué. Era la galería de arte. Entré sin ni siquiera darme cuenta, como si todo fuera un instinto.
Entonces vi el cuadro. Me acerqué más, todavía más. Era siempre igual, como lo había visto en un
principio. Nada cambiaba, y yo no entendía qué ocurría. Me quedé allí plantado el resto del día, hasta
que la luz arrojada por las ventanas empezó a desvanecerse y el frío penetró por las rendijas de la
madera. Me senté en el suelo y apoyé la espalda en la pared carcomida. Tal vez me dormí.
Pero entonces escuché pisadas en la puerta. Abrí los ojos y vi una silueta marcada por la luz de la
noche. No era alguien erguido, pero estaba quieto, expectante en la entrada de la galería. Un frío mucho
mayor se apoderó de mi cuerpo. Empecé a notar el sudor cayendo por mi frente, y noté como mis
extremidades temblaban ligeramente. La persona dio un paso, y mi primera reacción fue levantarme, abrir
una ventana y salir por ella tan rápido como pude.
—Así que tú lo ves azul —dijo una voz demasiado familiar en mi oído.
Grité. Corrí. La anciana estaba en todas partes, incluso en las sombras de mis párpados. Quizás me
volví loco. Tropecé con una raíz, y entonces me di cuenta de que estaba huyendo por el bosque. Los
árboles siguieron retrocediendo a mi alrededor mientras yo avanzaba. Mi miedo hacía latir con fuerza mi
corazón, azotado también por los pulmones y mi rauda respiración.
—Así que tú lo ves azul.
Huía y lloraba. La voz me daba vueltas, estaba en todos lados. Empecé a notar mi cuerpo
entumecido, y las fuerzas comenzaban a fallarme. Entonces caí de rodillas, y noté la tierra húmeda. Y
justo después unas gotas salpicaron mi cara. Quise apoyar mis manos hacia adelante, pero en lugar de eso
se hundieron. Estaba en el agua. El río. Me estaba cayendo en el río. No podía subir, no tenía fuerzas. Mi
peso me venció, y poco a poco el mundo fue subiendo, la luz se fue yendo. Y yo me deslicé entre las
ondas azules hasta lo más profundo de la oscuridad.


Yo
Por Eva Cubas Navarro

Llevo varias noches sin dormir muy bien. Al principio creí que sería debido al nuevo cambio de situación en mi vida. El primer año en
la universidad, haciendo la carrera de arquitectura. Recuerdo cuando jugaba a hacer casas y construcciones, con mi abuelo primero y después
con los juegos de mecano. Me había esforzado mucho para conseguir la nota necesaria y por fin lo logré.
Todo es nuevo para mí. He empezado a vivir por mi cuenta, a valerme por mí mismo sin depender de mi madre. Pero conservo muchas
cosas de mi vida anterior: a mis amigos, a mi chica; cosas que se mezclan con las nuevas como nuevos compañeros, aficiones,
preocupaciones. Aunque la mayor sorpresa de todas, y no es buena, ha sido descubrir a Héctor. ¿Cómo era posible que continuara tan cerca
de mí?, y no solo eso, sino que, para mi desgracia, había entrado conmigo en arquitectura. La verdad es que nunca había mencionado que le
interesase la carrera, seguro que ingresó para fastidiarme.
Desde que recuerdo, su interés por mí fue maligno, toda nuestra vida hemos estado enemistados, es más, dudo que hayamos tenido
nunca una conversación normal, aunque pensándolo bien tampoco es que se haya relacionado mucho con nadie más y no le conozco más
amigos que yo y no lo soy. Siempre ha estado detrás de mí, como al acecho, observando, juzgándome, envidioso de todo lo que me rodeaba.
No me gusta tener sentimientos adversos hacia las personas, pero a Héctor he llegado a odiarle y creo que mi vida sería mucho más tranquila
si él simplemente desapareciera o no hubiera existido nunca. ¿Desear la muerte de alguien? No creo que llegue a tanto.

Anoche tuve una pesadilla:
Estaba en el césped del campus con algunos de mis compañeros, hablábamos de la última clase de dibujo técnico mientras tomábamos
unos refrescos. Era un día caluroso y apetecía estar allí. Alguien me llamó, levanté la vista y vi acercarse a mi novia, que venía a estar un rato
conmigo durante el descanso. Se sentó a mi lado y me dio un beso. Al verme reflejado en sus gafas de sol me di cuenta de que algo andaba
mal, la persona que salía reflejada en ese momento no era yo: era Héctor. Pero no podía ser porque en frente de ella solo estaba yo, pero no,
era Héctor, que volvía a besar a mi novia y se reía de mí desde el reflejo de las gafas. Grité y me desperté sobresaltado. Bebí agua y volví a
dormirme, tuve el sueño inquieto el resto de la noche, pero sin pesadillas, y no me desperté sudando de miedo de nuevo.

Sábado 7 de noviembre
El día de hoy se presenta algo extraño, tengo ansiedad, pero no consigo saber por qué, me levantaré y aprovecharé para salir a correr y
despejarme. Volveré renovado, llamaré a Silvia e iremos a comer y al cine, no me preocuparé por el sueño.

Domingo 8 de noviembre
¡Menos mal! La noche ha sido tranquila, ya pensaba que me estaba obsesionando, al fin y al cabo, solo fue un sueño, una pesadilla.
Silvia durmió a mi lado, pero yo, aunque no tuve pesadillas, dormí algo inquieto. Por suerte el día lo pasaremos en casa haciendo el remolón y
preparando el proyecto que debo entregar mañana en clase.

Lunes 9 de noviembre
¡Menuda mierda! ¡Ahí está de nuevo! He vuelto a tener la misma pesadilla y Héctor sigue riéndose de mí desde el reflejo. La misma
angustia extraña, la misma sensación de asfixia me invade. Me va a volver loco y para colmo hoy lo tengo que ver en clase, las expectativas
de mi día son sombrías.
Más tarde: el día, al final, fue tranquilo. Héctor no apareció por clase, es extraño pero nadie sabe por qué.

Martes 10 de noviembre
Las clases teóricas de hoy han sido bastante aburridas. Todo el tiempo estuve dormitando, quizás porque anoche tampoco dormí bien.
Volví a soñar, pero esta vez algo cambió: Héctor se iba desvaneciendo, estaba delante de mí, me señalaba y decía algo que no podía oír y poco
a poco desaparecía. Hoy tampoco apareció por clase, nadie sabe nada.

Miércoles 11 de noviembre
Silvia quiere que cuando acabe las clases vaya de compras con ella. Pero yo estoy cansado, sigo durmiendo mal y esto me pasa
factura. Pero al final la acompañaré.
Más tarde: ha pasado algo extraño. Mientras caminábamos por el centro, le hablé a Silvia de que Héctor llevaba unos días sin ir a la
universidad y ella se extrañó, me preguntó que qué Héctor. He decidido no pensar en eso, ya hablaré con ella otro día.

Jueves 12 de noviembre
¿Tendrán mis sueños algo de premonición? Estoy empezando a asustarme, porque soñé que Héctor desaparecía y llevo ya mucho sin
saber de él. Quizás me pasé deseando que se evaporase de mi vida. Pero qué voy a hacer, prefiero no verlo, así no tengo que odiarlo.
Contradictorio el ser humano. Me he quitado un peso de encima, el día se me presenta luminoso.

Viernes 13 de noviembre a las 5 de la mañana
Esta noche he tenido el peor sueño de toda mi vida: soñé que yo era Héctor. Casi me da un infarto de la impresión. Aunque me sentía
yo, físicamente era él, menuda pesadilla de mierda, ¿qué coño me está pasando? Es absurdo sentirse culpable por nada, ¿qué coño quiere mi
mente? Pasaré bien el viernes, seguro, ya estoy harto de complicarme. Ya llega el fin de semana y descansaré, no tengo ganas de salir de
casa. Haremos maratón de cine: la saga Matrix y comeremos palomitas.

Sábado 14 de noviembre
Estoy aterrado, creo que son mejores los sueños y las pesadillas, que hasta las deseo. Es extraño tener una noche sin imágenes
oníricas; darte cuenta de que tu mente está en blanco: sin consciencia, sin existencia inmaterial. Hay sido terrorífico.
Más tarde: me he levantado algo tarde y creo que voy a darme un baño, el agua me despejará. El vaho empañaba el espejo y lo he
limpiado con la mano. Me he quedado de piedra al ver mi reflejo: ese no era yo. Delante de mí no estaba yo, estaban mis pesadillas. ¿Aun
dormía? He golpeado el espejo con el puño y el dolor me confirmó que estaba despierto. Mi reflejo seguía allí, mirándome; sin mis ojos verdes
en él, sino unos ojos oscuros que me taladraban; sin mi nariz alargada, sino una algo más redonda; sin mi pelo negro, si no castaño claro.
Delante de mí no estaba mi persona, sino Héctor. ¿Cómo podía ser yo él? No puedo describir lo que sentí, la impotencia, el odio y el asco que
me dio, el desconcierto… Silvia ha llamado y yo contesté, no era tampoco mi voz, espero que no lo haya notado. Bajo ningún concepto voy a
permitir que me vea así, cómo explicárselo. Tengo que averiguar qué pasa.

Domingo 15 de noviembre
No pude evitar que Silvia se pasara por casa, estaba preocupada. Según me dijo me notó raro por teléfono. Se quedó a comer, y
sorprendentemente no ha notado nada, NADA. Corrí al espejo y seguía siendo él, pero mi chica no lo notó. ¿No entiendo nada? Para ella sigo
siendo yo. Intento creer que todo está en mi mente, que me he obsesionado con Héctor. Pero no puedo pensar que mis momentos íntimos con
Silvia y toda mi relación, ella la hubiera creído tener con él. Sí, está en mi mente, está en mi mente, ella me ve como soy, me ve a mí.


Lunes 16 de noviembre
He vuelto a clase aturdido, pero decidido a enfrentarme con el mundo. Mis compañeros no notaron nada tampoco, para ellos no había
ningún cambio, todo era normal y yo no quise indagar. Intenté averiguar con mis profesores lo que pude sobre la situación de Héctor,
definitivamente es como si nunca hubiera existido, como si se lo hubiera tragado la tierra. Pero: ¿cómo iba yo a inventarme una vida entera con
él? Siempre estaba a mi alrededor, aunque no se relacionaba con nadie más, no tenía amigos, pero ¡era una vida tan real!, recuerdo a su
familia, su casa y el colegio… Pensándolo bien, quizás el que no ha existido sea yo, no él. Ya que el que aparece en el espejo es Héctor y no
yo. Me estoy volviendo loco.

Martes 17 de noviembre
«¡Descríbeme Silvia! ¿Cómo soy?»
Me quiero morir. Mi peor pesadilla: DESCRIBIÓ A HÉCTOR, NO A MÍ. ¿Ahora me he convertido en la persona a la que más odio?
Creo que no voy a poder vivir con eso. Ver cómo todos a mi alrededor lo aceptan y lo quieren. Pero este no soy yo, no puedo. Esta noche voy
a dibujar un autorretrato y veré si me reconoce.

Miércoles 18 de noviembre
He intentado explicarle a Silvia lo de mis sueños y lo que me pasa y le he mostrado el dibujo: no sabe quién es, dice que nunca lo había
visto antes. Me miró como si estuviera loco. No sabía nada de mi anterior yo. ¿Qué está pasando? No lo puedo aceptar. Iré a un psicólogo, es
mi última opción.

Jueves 19 de noviembre
Tengo la cita para esta tarde, espero que me entienda y me dé una solución.
Más tarde: el psicólogo cree que todo está en mi mente, que es algún trauma que arrastro desde niño. Dice que quizás tuve un amigo
invisible al que no logré superar o que he mantenido una imagen falsa de mí mismo en mi cabeza; quiere estudiarlo mejor hasta descubrir por
qué me pasa esto. No recuerdo nada de amigos invisibles en mi niñez. Igual no tiene explicación científica, he quedado poco conforme, creo
que no voy a volver. Lo tengo todo muy claro, no estoy loco ni traumatizado, esto va más allá. ¿Y si fui poseído? Nadie me cree.

Viernes 20 de noviembre
Odio a todo el mundo, odio todo lo que me rodea. La personalidad que yo le entendía a Héctor me engulle, ahora sí me estoy
transformando en él de verdad, acabará dominándome, lo sé y no puedo hacer nada. Todo a mi alrededor se vuelve oscuro y cada vez me alejo
más del mundo. Este fin de semana no saldré, no sé si Silvia querrá verme ya. No he vuelto a hablar con ella desde que le conté lo ocurrido,
igual está asustada. Es lógico. ¿Y si pronto dejara de existir? Quizás sería mejor perder la consciencia de mi YO y ser él completamente, así
quizás acabe mi angustia.

Sábado 21 de noviembre
Mis malos sueños e inquietudes me avisaron, pero no los escuché. Estoy perdido. Sigo tirado en la cama, me niego a comer. Ojalá
entrara en trance por el ayuno como los antiguos chamanes y todo volviera a la normalidad. Ojalá me durmiera y al despertar fuera yo de
nuevo, pero ¿quién es YO? Ojalá. Mi anterior vida parece tan lejana, como un precioso sueño del que no hubiera querido despertar nunca. El
mundo sigue girando sin mí, nadie me echa de menos, nadie me necesita, nadie me ayuda, estoy solo, solo con él. Si yo desapareciera, ¿lo
notarían?

Domingo 22 de noviembre
¿Cuánto tiempo llevo así? Es como si fuera una eternidad y solo han pasado varias semanas. El tiempo es una losa para mí, un abismo
insondable mi alma. Voy a acabar con todo, esto ya no es vida. No permitiré que ÉL viva en mí, que me utilice. No permitiré que viva mi vida
mientras yo desaparezco. Que se busque a otro. ¿Cuál sería la forma más rápida? ¿Veneno o somníferos?
Más tarde: he tomado una caja de pastillas que Silvia tenía aquí. Noto que poco a poco me abandona la vida, no es tan doloroso y casi
estoy feliz. A lo mejor el más allá está bien, siempre he creído en la vida después de la muerte. Allí encontraré paz. Supongo que nadie me
extrañará, estoy solo. No hay nada más triste que no tener a alguien mientras dejas este mundo. Estoy sobre la cama y delante de mí está el
espejo del armario, por última vez miro el reflejo en el espejo para reírme de él, para maldecirlo. Vuelvo a ser YO… ¡Qué ironía!

Domingo 8 de noviembre a las 4 de la mañana
«Cariño, despierta».
La voz de Silvia me hace reaccionar, según parece yo estaba gritando y después me quedé como muerto. Estoy en mi cama con mi
novia. ¡¿Fue todo un sueño?! Cuesta creer que así sea. Me he levantado y he ido al espejo: cabello negro, ojos verdes…, vuelvo a ser Yo. He
tenido una pesadilla tremenda y agobiante. ¡Qué mal lo he pasado! No me queda más que tranquilizarme y disfrutar. Pero no paro de pensar:
¿Sueño o nueva oportunidad de vivir?... Qué más da…Todo acabó.


Cordero de Dios
Por Xevi Vila

La sangre empezó a caer por la esquina opuesta de la mesa de metal oxidada explotando
alborotadamente contra el viejo, sucio y agrietado suelo del sótano. No era un plato de buen gusto tener
que hacer aquello pero era su deber, su trabajo. No hacía preguntas, no cuestionaba nada, solo obedecía
las órdenes de su señor. Le encantaba recorrer con sus dedos la precisa línea que había trazado antes con
el bisturí sobre la piel del pequeño cordero que yacía prácticamente quieto preso de un más que
justificado terror. Se sentía fuerte, poderoso con esa diminuta vida a merced de sus atroces manos.
El hombre, de unos cincuenta años mal llevados y recogidos en una enorme barriga que rebosaba
por encima de los pantalones, tarareaba una y otra vez la misma melodía. Un cántico oscuro, una especie
de salmo que evocaba a gestas y actos ocurridos mucho tiempo atrás, cuando los días y los años
transcurrían anónimamente sin que a la historia le importaran demasiado. Fue después de todo aquello
cuando empezamos a contar el tiempo como ahora lo hacemos y nacieron los años, décadas y siglos, las
religiones, los gobiernos y las leyes. Fue entonces cuando nos dividimos en buenos y malos, en creyentes
y herejes, en autóctonos e inmigrantes. Fue entonces cuando todo empezó a ir mal para muchos y
demasiado bien para unos pocos.
El cordero se removió espasmódicamente y se estremeció quedando prácticamente rígido por un
instante, las ataduras de cuero resistieron a la perfección las embestidas devolviendo a la presa a su
cautiverio forzado encima la fría mesa. Acto seguido se relajó, su pequeño cuerpo se estaba despidiendo
de la poca vida que le quedaba mientras esta se escurría por el alféizar de la mesa en forma de diminutas
gotas de un color granate oscuro casi negro que morían olvidadas en el desagüe oxidado y lleno de pelos
que remataba el desvencijado y viejo suelo del oscuro y olvidado sótano.
—Duerme pequeño —dijo el hombre mientras recortaba el pelo rizado que le recubría parte del
rostro—. Ya no habrá más dolor.
Y efectivamente el dolor cesó. El mundo se apagó definitivamente para la pequeña criatura. Ya no
habría más amaneceres y la oscuridad sería para siempre su mundo a partir de aquel mismo instante.
El hombre se frotó la entrepierna y notó como un pequeño bulto crecía entre sus generosos muslos.
Era horrible, un monstruo y, aunque fue durante un solo segundo, se sintió culpable por ello. Nadie en su
sano juicio podía excitarse en esa situación. Y menos él, un sirviente de Dios. Pero ver a la pequeña
criatura muerta y desnuda encima de la mesa era superior a su capacidad de auto control.
Nadie echaría de menos al niño, nadie lloraría su pérdida. Era un huérfano, un bastardo. Fruto de la
unión de una prostituta y algún borrachuzo que frecuentaba su alcoba. No era digno de vivir en el reino de
nuestro misericordioso señor. No hay lugar para él en los verdes pastos de la creación. Los impíos deben
ser aniquilados, esa era, es y será siempre su misión y Dios sabe bien que haría todo lo posible para
llevarla a cabo.
Con cada palabra y cada pensamiento el bulto crecía al mismo tiempo que su respiración se
aceleraba. Sus manos empezaron a recorrer el cuerpo desnudo del chico. El bisturí surcó una vez más la
piel del pequeño dibujando una cruz en el tórax que, debido a la excitación, perforó algo más que la
carne y provocó que pequeñas esquirlas de hueso se incrustaran en su cara.
—¡Desgraciado! ¿Cómo osas? —le dijo al cuerpo inerte.
El bisturí punzante y afilado dejo paso a la sierra que quedó olvidada a un lado manchada de sangre
y restos de piel y hueso cuando el taladro entró en acción. Le encantaba penetrar lo poco que quedaba del
cuerpo del chico con la broca metálica. El ruido era música para sus oídos y la erección era cada vez
más intensa. Finalmente, después de haberse hartado de torturar a su víctima, la fregona se encargó de
limpiarlo todo.
Se lavó la cara y las manos concienzudamente en el aseo antes de salir por la puerta principal. Alzó
la vista y le dio gracias una vez más a su señor que le estaba observando orgulloso desde un cielo
encapotado por negras nubes que amenazaban tormenta. Se respiraba el agua en el ambiente y el viento,
que a esa hora empezaba a ser considerablemente frío, le devolvió a la vida con una bofetada cargada de
realidad. Estaba fuera y debía actuar con la pulcritud que requería su hábito.
Empezó a caminar por el paseo, bajo la alargada sombra de los árboles, acompañado por el crujir
de hojas secas que se rompían bajo sus pies. A su espalda quedó el viejo edificio de ventanas oscuras.
Las paredes de piedra, la puerta principal y un cartel pequeño que decía:
«Orfanato Cordero de Dios. Dónde todos los niños serán bien recibidos»



Tempestad en medio de la noche
Por Begoña Medina

Los Infiernos es un pueblo muy tranquilo de Murcia. Nada que ver con aquel terrible cartel que
habitaba al principio del pueblo. Nathalie lo sabía muy bien, era un pueblo rural más, dónde lo más
inquietante que había ocurrido había sido el ahorcamiento del caballo de Felixin, que por no dejarse
montar, se lanzó a la batalla con la cuerda que lo tenía amarrado en el corral.
Cuando arribó a España, apenas chapurreaba cuatro palabras, así que no la echó para detrás su
peculiar nombre. Francesa de cuna, cansada de París, había venido a aquel lugar perdido en la
cartografía peninsular por un anuncio en el que se decían buscaban mujeres de campo. Al principio le
pareció una estupidez, pero luego fantaseó con la idea de vivir tranquila con un hombre rústico y sin
preocupaciones, lejos del bullicio y la contaminación de la ciudad, y se lanzó a la aventura. Un autobús
entero las llevó a conocer a aquellos hombres de campo, rudos y sencillos.
Alberto no estaba entre los hombres dispuesto a acabar con su soltería, pero al verla dijo sentir un
golpe en su patata (así llamaba a su viejo corazón) y no dejó de cortejarla hasta convencerla que ese era
su lugar. Sus modales eran toscos pero tan bueno, tan tierno y con tanta paciencia para mostrarle sus
costumbres e intentar comunicarse con ella, que la conquistó en poco tiempo.
Allí habían construido su hogar, en un viejo caserío propiedad de su familia en medio del bosque,
alejado de las miradas de sus vecinos. A Alberto le gustaba la tranquilidad de la naturaleza pero a ella
esa casa nunca la gustó, y se lamentó de aquella decisión tan inconsciente de su marido. El tiempo había
pasado y ella ya era una mujer entrada en años, había preparado las maletas, no aguantaba más allí,
mañana le abandonaría. Él ya le había dejado claro que jamás se movería de aquel espantoso lugar.
Un rayo lejano iluminó el cielo con intensidad. Si tan solo se hubieran podido mudar al centro del
pueblo... pero él se resistía por alguna extraña razón.
—Se acerca una tormenta eléctrica —dijo para sí mientras se enfundada en su chaqueta de lana; una
brisa de viento helado se estaba levantando por momentos. El camino estaba embarrado como
consecuencia de las lluvias torrenciales de la última semana. No le daban tregua últimamente y debía usar
botas katiuskas de goma verde, las de toda la vida. Allí no llegaban aquellas modernas con dibujos
florales y multicolores.
Un segundo rayo acompañado de unas gotas la ánimo a correr pasando cerca de las tumbas de los
antepasados de su marido. Un numeroso grupo de claveles y un enorme castaño habían crecido alrededor
de ella, proporcionando una buena sombra en verano y calidez; hacían de sus sepulturas un magnífico
lugar para leer y para pensar. Pero ahora el aspecto que cobraba era terrorífico.
Nathalie cruzó el porche y un escalofrío la recorrió por todo el cuerpo al sentir el frío de la lluvia.
Se había empapado, estaba calada. Abrió la puerta y lo llamó.
—¿Alberto? —después de esperar unos minutos sin respuesta supuso que aún estaría en el bar del
pueblo. Mejor. Bajó la maleta con sus enseres. Cogió un par de troncos y los echó en la estufa. Moris, su
gato ronroneó cerca de sus pies, pero se enroscó encima del sofá con la mantita de pelo.
—Estás cómodo, ¿eh, viejo? Voy a darme una ducha para entrar en calor —le dijo a su felino. No se
acostumbraba a aquella soledad, necesitaba compartir sus pensamientos con su mascota, al menos el gato
la hacía compañía.
De camino al cuarto de baño, abrió el cajón de la alacena y se preparó un set de velas. Pronto se
quedaría a oscuras, con aquellas tormentas la electricidad saltaba continuamente. Se preparó las sales y
se metió en la bañera. Estaba muy a gusto.
La bombilla parpadeó unos segundos antes de extinguirse por completo. Nathalie no le dio
importancia, las velas humeaban ya desde hacía rato. Pero algo no andaba bien esa noche, algo debió
inquietar a Moris, que maulló asustado y saltó contra el cristal de la ventana. Un golpe seco, un gemido y
ya no se escuchó más. Extrañada, salió de la bañera y se arropó con la toalla. Cogió un candelabro y
alumbró el salón. Otro rayo, esta vez acompañado de un trueno. Los cristales vibraron como nunca.
—¡Oh, Santo Cielo! —exclamó horrorizada. Su gato estaba muerto, yacía en el suelo con el cuello
partido en una postura antinatural. El cristal estaba todo manchado con su sangre.
Se le saltaron las lágrimas. Cogió con delicadeza el cuerpo y lo envolvió en un trapo. Luego abrió
la puerta del patio trasero y lo dejó allí. Ahora ya sí que nada la retenía en aquel lugar. Mañana por fin
cogería el autobús rumbo a su ciudad. Regresó al baño nerviosa para limpiarse las manos, pero una
neblina de vapor cubría las paredes y el espejo. Se sintió sofocada. Extrañada, tocó la superficie del
agua y esta se encontraba cálida al tacto. Al levantar la vista hacía el espejo una sombra se movió.
Aterrada, se vistió veloz y salió de nuevo al pasillo:
—¿Hay alguien allí? —gritó. Oía su jadeo nervioso pero nada más. El repiqueteo de las gotas de la
lluvia se oían chocar con fuerza contra los cristales. Nathalie se arrepintió de no haber echado las
contraventanas. Un golpe seco contra el cristal le hizo dar un bote. ¿Un pájaro negro? Se acercó hasta la
ventana y comprobó que allí estaba el ave, tumbada sobre el poyete con un ala extendida y una pata
encogida. Acercó su rostro un poco más cerca de la ventana para observar al bicho. El animal pareció
revivir y picoteo con fuerza el vidrio. Aterrorizada, se alejó de la ventana y trastabilló contra el sillón de
oreja. Ahogó un grito que amenazaba con escaparse de sus labios y permaneció quieta observando al feo
pajarraco, que parecía querer atravesar los cristales, pero igual que había venido, desapareció de su
vista.
— ¿Dónde demonios te has ido bicho del carajo? —preguntó molesta la mujer.
ÑIC, ÑAC, ÑIC, ÑAC
La puertecilla del gato que usaba para entrar se estaba moviendo con insistencia. Nathalie corrió
temblorosa y la trastabilló. Su gato no estaba vivo y aquello que parecía querer entrar no podía ser nada
bueno. Nerviosa descolgó su celular y marcó el 112. Pero otro rayo iluminó un rostro humano pegado a la
puerta.
— Por favor, cógelo por favor —sollozó nerviosa.
—¿Diga?
—¡Ayuda!, soy Nathalie Cuget, del pueblo Los Infiernos. Están ocurriendo sucesos extraños en mi
casa ¿puede enviar a alguien?
—Un momento por favor voy a tomarla nota... ding, ding, ding. —La llamada se cortó.
—Pero ¿qué sucede? —Volvió a descolgar pero no había línea. Nerviosa, cogió el atizador de la
chimenea y se atrevió a mirar a través de la ventana. Fuera la tempestad caía con fuerza. Las
contraventanas comenzaron a bambolearse y ¡ZAS! El primer portazo sonó arriba, luego otro en la
ventana de la cocina. Se escondió debajo de la mesa y apagó las velas. Unos pasos se arrastraban
despacio por el piso de arriba. Sin pensárselo dos veces, echó el cerrojo de la puerta que comunicaba
con la planta de abajo y regresó a su escondite provisional.
Cogió su celular y comprobó la línea, pero algo se acababa de reflejar en su pantalla justo detrás de
ella. Histérica, se volvió y gritó. El cadáver de una mujer ahogada amenazaba con tocarla, su color
cetrino y aquellas cuencas de ojos sanguinolentos la provocaron repulsión y ganas de vomitar. Sin
pensárselo dos veces le atizó en la cabeza y se la separó del cuerpo. Pero la cabeza rodó cerca con una
risa diabólica.
—¿Así es como tratas a tus invitados Nathalie? —preguntó con una voz de ultratumba. La mano del
cadáver la sujetó un pie pero Nathalie la dio con el atizador hasta verse libre entre espasmos. Corrió
hacia la puerta de entrada pero algo corría con muchas patas por la habitación. Agarró una linterna y
alumbró en su dirección.
La tarántula que tenía delante chilló deslumbrada. Nathalie trató en vano de abrir la puerta. Con los
nervios, las llaves se la cayeron al suelo.
—¿Qué demonios pasa aquí está noche? —gritó desesperada.
La ventana del salón estalló en mil pedacitos, varios cristales se la clavaron por el cuerpo y la
araña aprovechó esa distracción para moverse y amenazarla con sus patas.
—¡Bicho asqueroso! —Se sacó una yesca y la encendió con su mechero. El bicho correteó ahumado
por la habitación chocando contra el cadáver que no paraba de reír, hasta lanzarse por la ventana. Las
cortinas se prendieron fuego y este se extendió con asombrosa rapidez. La mujer comenzó a toser y se
acercó con el extintor de incendios para cogerlo, pero entonces vio la cabeza a su lado, riendo. La cogió
y la lanzó con rabia al exterior. El cuerpo se arrastraba a trompicones y la alcanzó con sus manos, era
demasiado fuerte, se estaba ahogando....
******* *******
—Riinnng.
—¿En qué puedo ayudarle, agente? —preguntó un hombre mayor.
—Hemos recibido una extraña llamada de este número. Decía ser Nathalie.
—Eso es imposible. Mi mujer murió el año pasado.
—Lo sé, don Alberto, no deseo molestarle, pero quería asegurarme que todo andaba bien por aquí.
—Como podrá comprobar todo está en orden, agente.
—Abuelo, abuelo ¿qué es esta bola de cristal tan rara? —chilló un niño.
—Deja eso. No la toques, trae mala suerte —dijo el hombre arrancándosela de las manos al
pequeño infante.
—Buenas noches, don Alberto.
—Buenas noches, agente.
El hombre mayor se volvió de frente al niño y lo sujetó firme por los hombros:
—Escúchame bien, tu tranquilidad depende de que esa bola nunca se rompa. Puede que ahora no lo
entiendas, Robert, pero es muy importante que no juegues con ella.
El niño le miró sin comprender pero se marchó junto al fuego a jugar con sus coches.
—Padre, ¿crees que la mujer que le hizo vudú a Nathalie y encerró su espíritu en esa réplica de la
casa no podrá escapar nunca?
—Eso espero. Desde luego, desde que la sacrifiqué para entregársela a aquellos espíritus malignos,
no hemos vuelto a recibir la visita de ninguna sombra. Parecía buena mujer. Es una pena que tenga que
vivir una pesadilla cada noche. Pero mejor ella que nosotros. Por fin nos hemos librado de la maldición.
****** ******
Nathalie se despertó junto a su cama sin respiración. Exhaló una bocanada de aire y trató de
tranquilizarse. La casa estaba en perfecto estado. Se levantó y llamó a su marido.
—¿Alberto?
Pero debía haber salido ya al pueblo.
Más relajada, se acercó a la ventana pero allí no había restos de sangre. Debía ser otra pesadilla de
las muchas que tenía últimamente como cada noche al acostarse.
Moris se acercó ronroneando con una mirada extraña en sus felinos ojos.


Hermanos de tinta
Por Mario Escobar

Casper tardó en arreglarse a pesar de que su esposa Carol no dejaba de apremiarle. Lo último que
deseaba era acudir a la entrega del premio para su hermano Alban. Ambos eran hijos de una famosa
pareja de escritores de terror, pero sus carreras como novelistas parecían antagónicas. Mientas Alban
había triunfado con su primera novela de suspense a los dieciocho años, la trayectoria de Casper había
sido desigual. Durante los primeros cinco años ni siquiera había podido vivir de los libros y había
trabajado haciendo artículos estúpidos en revistas del género de terror para poder pagar las facturas a fin
de mes. Ahora él y su hermano gemelo tenían casi cuarenta años, parecían casi dos gotas de agua, pero
sus carreras literarias no podían ser más dispares.
—¡Casper, vamos a llegar tarde a la entrega del premio! Para una noche al año que salimos sin los
niños, tienes que estar jodiendo. Sé que no te entusiasma la idea de que le den un premio a tu hermano,
pero al menos deberías disimular un poco —dijo Carol desde el umbral de la puerta del baño.
A pesar de su cara aniñada con pecas y su pelo rojizo, su esposa podía ser una verdadera bruja
cuando se lo proponía. Él intentaba discutir lo menos posible, lo único que lograba calmarle un poco era
su dosis diaria de cerveza y algo de marihuana cuando se reunía con sus viejos amigos de universidad,
pero el resto del tiempo su matrimonio era un verdadero infierno. Casper se ajustó la pajarita y se puso la
chaqueta. El esmoquin le sentaba bien. Su cuerpo se mantenía en forma a pensar de lo poco que cuidaba
de él, su hermano era mucho más deportista y siempre cuidaba su pelo castaño claro. Ambos tenían dos
hijos, un niño y una niña, y residían a las afueras de Albany, lo suficientemente cerca de Nueva York para
continuar en contacto con el mundo editorial, pero lejos de la presión mediática y el agobiante mundo de
los agentes y las casas editoriales. Aunque a Casper le hubiera encantado que ese tipo de acoso se
hubiera dirigido a él y no a su hermano gemelo o sus padres.
Aquella noche tendría que ver a toda la saga familiar del terror y el suspense unidas. Sus padres
podían ser muy condescendientes con él, pero se les veía a la legua que estaban mucho más satisfechos
con Alban o al menos eso era lo que él creía.
Cuando bajaron las escaleras y dieron las últimas instrucciones a la canguro, sus hijos ya llevaban
media hora durmiendo en la planta de arriba. Casper observó de reojo a la adolescente y después a su
esposa, aunque Carol había echado algo de caderas aún continuaba siendo una mujer muy bella, pero un
poco de carne fresca no le vendría bien, tras casi veinte años de matrimonio. Carol se dedicaba a dirigir
una revista de plantas y jardines, nada emocionante para una periodista que había soñado en ser
corresponsal en países en conflicto, pero a veces la vida se comportaba como una verdadera cabrona.
Una pareja frustrada que culpaba al otro de su fracaso o al menos de su vulgaridad era siempre una
bomba a punto de estallar.
Tomaron el Cadillac CTS- V que estaba preparado en la rampa del garaje y sus luces parpadeantes
azuladas iluminaron la fachada blanca de madera de su preciosa residencia en una de las zonas más
exclusivas de Albany. Realmente la urbanización la componían medio centenar de viviendas de lujo en
mitad de un hermoso bosque y junto a un lago artificial. Sus padres vivían en una de las casas más
pequeñas y su hermano en la mansión que dominaba desde una colina toda la zona residencial. La cena se
celebraba en el centro de conferencias y hotel de Albany, debido a la petición expresa de su hermano la
ceremonia del premio se había trasladado a la aquella ciudad provinciana y asfixiante que tanto odiaba
Casper, pero Alban adoraba a la buena gente de la Albany y, sobre todo que le trataran como uno de los
hombres más importantes de la Costa Este y del fecundo estado de Nueva York.
El coche salió como una estelación de la rampa y prácticamente voló varios metros antes de entrar
en la tranquila calle comunitaria. Las ruedas derraparon con fuerza y el Cadillac se dirigió a toda
velocidad hasta el Downtown.
—¿Por qué tienes que ir tan deprisa? Al final te quitarán el carnet de conducir si es que no nos
matas antes —se quejó su mujer, que intentaba darse los últimos retoques mientras se miraba al espejo
del coche.
«Ya me gustaría a mí que te murieras», pensó Casper tomando la autopista, en menos de diez
minutos el coche cruzó la ciudad y aparcó frente al hotel. Aquella era una de las pocas ventajas de vivir
en un lugar mucho más pequeño que Nueva York. Descendieron del vehículo y Casper lanzó sus llaves al
aparcacoches. Los fans de su hermano se agolpaban al otro lado de las vallas metálicas, pero cuando
vieron que los que llegaban eran su esposa y él, nadie se acercó a pedirle un autógrafo. El escritor
continuó su camino cabizbajo, ya era suficiente humillación ir a la entrega del mejor premio de la
literatura de terror para su hermano, para que además ni un solo lector se aproximara para que le firmara
un ejemplar de su última novela «El asesino de su sombra», pero «así era la vida de un jodido autor de
segunda», pensó Casper.
La ceremonia era en el bello y versallesco salón del hotel. Muy pocos lugareños iban a la ópera en
aquel pueblo, pero el hermoso teatro de estilo francés era el centro de reunión para todo tipo de eventos.
Entraron al gran recibidor y observaron con indiferencia la bellísima doble escalera de mármol que
se unía en la parte superior, la amplia sala estaba vacía lo que indicaba, que como le había advertido su
esposa, el acto ya había comenzado.
Carol le miró con el ceño fruncido durante unos segundos, ahora ambos tendrían que atravesar el
salón hasta la primera mesa junto al estrado, mientras los ojos de todo el mundo se clavaban sobre ellos.
Todo el mundo vería que llegaban tarde a uno de los actos más importantes del año y del que el hermano
de Casper era el protagonista.
Mientras su esposo dejaba los abrigos en el ropero, ella se dirigió con la rapidez que le permitían
sus tacones de aguja hasta la puerta. Uno de los camareros le abrió y entró sin esperar a su esposo.
El acto ya había comenzado. Uno de los veteranos del sindicato de escritores estaba en el estrado
elogiando los libros de Alban, cuando ella intentó rodear las mesas y llegar a su sitio sin llamar en
exceso la atención.
Cuando Casper vio que su esposa ya había entrado en la sala, resopló y después con gesto hosco
atravesó el amplia salón por en medio de las mesas. Antes de llegar a su sitio chocó con un par de sillas
y tropezó con las faldas de la mesa justo al lado de la presidencial. Su esposa le hizo un gesto para que
se sentara, mientras que sus padres le sonreían con benevolencia. No estaba seguro de que era lo que más
odiaba, si el desprecio de su esposa o la misericordia compresión de sus progenitores.
Las luces enfocaron en ese momento el rostro de su hermano, que de espaldas a él miraba al
estrado.
—Alban King es uno de los escritores más respetados de nuestro tiempo. Su estilo sencillo pero
certero le han consagrado como la nueva voz de la literatura de terror, siguiendo la estela que sus padres
han marcado durante los últimos treinta años. Por favor, demos la bienvenida a Alban King.
Su hermano gemelo se puso en pie, se giró para saludar al público y por unos segundos cruzó la
mirada con Casper. Después besó a su esposa, una de la mujeres más bellas de los Estados Unidos. Con
sus dos gigantescos ojos verdes y su pelo moreno había encandilado a varias generaciones de
espectadores en las diferentes series televisivas en la que había sido protagonista.
—¡Gracias, Papá y Mamá! —gritó a sus progenitores que estaban sentados al otro lado de la mesa,
junto a su esposa—, vosotros nos habéis hecho como somos.
Alban guiñó un ojo y apuntó a sus padres con su dedo índice como si les disparase con el cañón de
una pistola.
Hermanito eres el mejor y un día no muy lejano estarás en mi lugar.
Aquel comentario le sentó a Casper como una verdadera puñalada por la espalda. Lo último que
necesitaba aquella noche era que le mostraran lástima, ya era suficientemente desgraciado como para que
su «exitoso» hermano se lo restregara por la cara. Intentó disimular, puso su mejor sonrisa y después se
bebió su copa de vino de un trago.
Una hora más tarde había ingerido más de una botella de vino tinto, cuatro copas de champan y tres
vasos colmados de whisky con hielo. Cuando su hermano se cansó de recibir adulaciones y se acercó
hasta su mesa, Casper ya estaba en condiciones de hablar con él sin necesidad de mandarle directamente
a la mierda.
—Hermanito. Ven un momento, quiero que veas algo —dijo sonriente. Uno al lado del otro
realmente parecían dos gotas de agua. Lo único que les diferenciaba era la perilla rubia de Casper, su
pelo algo más largo y el traje barato que vestía aquella noche.
Alban le llevó hasta el aparcamiento del hotel. Se aproximó a un impresionante Lamborghini
Reventon de color negro. Sus característicos faros triangulares y sus líneas definidas le hacían
inconfundible. Casper sabía que aquel vehículo costaba más de un millón y medio de dólares. Una cifra
casi inalcanzable para él. De alguna manera en aquel momento supo con certeza que nunca estaría a la
altura de su hermano.
Mientras Alban pasaba la mano sobre el capó, él se dedicó a mirar si había alguna cámara cerca,
después tomó un pequeño expositor metálico que guardaba periódicos y se lo estampó en la cabeza.
Afortunadamente la mayor parte de la sangre cayó sobre el coche, lo que le permitió tumbarlo sobre el
capó. Después se limitó a sacar de sus bolsillos la documentación. Abrió el coche y dejó a su hermano
aún vivo en la parte trasera. Había fantaseado con aquel momento muchas veces, pero ahora que estaba
perpetrando su primer asesinato, supo que había algo emocionante y orgásmico en el crimen.
Se sentó enfrente del imponente cuadro de mandos del Lamborghini Reventon y pisó despacio el
acelerador. El vehículo salió a toda velocidad, dejando que sus ruedas chirriaran sobre el asfalto.
Ascendió dos plantas antes de salir a la calle principal, Casper sabía que tenía muy poco tiempo. La
gente no tardaría mucho en echarles de menos y preguntar dónde estaban.
Dejó el coche a un par de calles. Se percató que no hubiera nadie cerca y caminó con paso
apresurado hasta el hotel. Notaba el aire fresco de la madrugada y su sudor pegajoso de la camisa, le
enfriaba el cuerpo poco a poco. Fue directamente al guardacoches y le pidió su vehículo. Intentó mostrar
ante el joven negro que estaba muy borracho, para que se acordara bien de su cara y su nombre. Después
salió quemando rueda, lo que permitía que el resto de las personas que estaban en la entrada del hotel
vieran como se iba de la fiesta.
Aparcó justo detrás del coche de su hermano. Cuando se asomó a la parte trasera del Lamborghini
Reventon comprobó que su hermano aún respiraba y con un ojo abierto, el otro lo tenía cubierto de sangre
reseca, le suplicaba por su vida, pero para Casper el tiempo de la compasión ya había pasado. Se limitó
a desnudarlo, ponerles después su traje y montarlo en su automóvil. Después le colocó en asiento del
conductor y se puso el cinturón. Gobernó el coche desde el puesto del copiloto y lo estrelló con fuerza
contra una farola. El coche partió el pie de hierro y terminó incrustándose en una pared. Alban, que no
llevaba cinturón, salió literalmente volando y se estrelló contra el parabrisas. Casper se quedó por unos
segundos aturdido, después salió del vehículo, abrió el depósito del combustible, metió un trapo, se
encendió un cigarrillo y lanzó la cerilla al trapo sucio, mientras se alejaba a toda prisa.
Un instante más tarde el coche explotó y comenzó arder.
Casper miró las llamas. En el último segundo su hermano se despertó y comenzó a golpear el cristal
de su ventanilla, pero las llamas se extendieron rápidamente por todo el coche y el pobre hombre se
abrasó vivo en mitad de terribles dolores.
Él no sitió la más mínima emoción. De alguna manera había decidido que el cadáver calcinado de
su Cadillac era el suyo y únicamente contemplaba su trágico final.
Se sentó en el coche de su hermano, miró en la guantera y localizó el pequeño set de afeitado que su
hermano guardaba para sus viajes de promoción. Se afeitó la barba sin espuma, intentando no cortarse,
aunque notaba como le temblaba el pulso. La adrenalina parecía golpear sus sienes, al fin se había
atrevido a hacer lo que tanto deseaba y se había convertido en Alban King, uno de los escritores de éxito
más importantes del mundo. Todos los gemelos guardan ese afán oculto de ser únicos, aunque muy pocos
se atreven a dar aquel paso de terminar con la vida de su otra mitad.
Después aferró el volante con ambas manos y pisó el acelerador. Regresó de nuevo al aparcamiento
y dejó el vehículo para unirse a la fiesta.
La primera que se le acercó en cuanto entró en la sala fue Carol, la muy furcia se le insinuó y le dijo
que le esperaba al día siguiente en la misma habitación del Hilton que todas las semanas. Intentó
disimular su enfado y pasó su mano por las caderas de su esposa. Sus padres no tardaron en aparecer, le
abrazaron y después le comentaron que debían regresar a casa y descansar un poco, en unos días
comenzarían su campaña promocional.
Una hora más tarde Sally, su «nueva» esposa le pidió que se retirasen a dormir. No vivían muy
lejos, pero habían tomado una habitación en el hotel para no tener que conducir de madrugada.
Sally era una bellísima sureña de piel blanca, ojos verdes y pelo negro. Ella siempre comentaba
que parte de la familia de su madre provenía de una de las tribus indias desplazadas tras el avance de los
ingleses por el norte, puede que fuera su sangre mestiza la que hacía mucho más amable y simpática que
su propia mujer. Por eso la siguió con gusto y cierta excitación.
Casper se tumbó en la cama del hotel vestido. Tenía el smoking con manchas de alcohol y un ligero
olor a humo, apenas tardó unos segundos en cerrar los ojos y caer en un profundo sueño.
Aquella mañana era como otra cualquiera. Tenía una fuerte resaca, la boca seca, un agudo dolor de
cabeza y muy pocas ganas de escribir. Cuando al final logró sentarse en la cama y contempló sobre su
mano izquierda el reloj de pulsera de su hermano se acordó de todo. Al principio se le había pasado por
la cabeza que lo sucedido la noche anterior era fruto de su imaginación o de sus delirios alcohólicos,
pero en aquel momento fue consciente de que sus deseos se habían hecho realidad, una sensación que le
inquieto más que alegrarle.
Sally apareció por el pasillo completamente desnuda. Salía de darse una ducha y frunció el ceño al
ver a su marido aún vestido con la ropa de la noche anterior y con la expresión de borracho aturdido que
tenía todas las mañanas.
—Tienes que irte en media hora. Después de la firma de las 12, deber participar en dos mesas
redondas y conceder una entrevista esta noche en la CNN.
La voz chillona de Sally le penetró por los tímpanos, tuvo deseos de estrangularla, pero se contuvo,
miró en la maleta de su hermano y se vistió con unos pantalones de pinzas, unos mocasines marrones y un
polo azul claro. Después se dirigió hasta la mesa donde les habían dejado el desayuno los camareros y se
limitó a tomar un zumo de naranja y un poco de café muy negro.
—Tienes firma en cinco estados los próximos días. No tienes que cagarla como la última vez. Tu
editor no puede estar disculpando tus ausencias. La última novela ha sido un fiasco y de las críticas del
New York Times mejor no hablar.
—Ok, cariño. Me podré las pilas —contestó Casper a su esposa mientras ojeaba su iPad, buscando
noticias sobre la muerte de su hermano o el accidente del coche.
—No olvides que en un mes debes entregar el manuscrito de la nueva novela. Ya sabes te han
pedido más sexo, más sangre y más violencia. Ya no puedes conformarte con escribir esas historias para
sesentonas con la lágrima fácil.
El hombre apuró el café y se dirigió a la puerta después de ponerse una chaqueta ligera de color
beis. Salió al recibidor y llamó al ascensor y, mientras miraba desde la gran pared de cristal el paisaje
mañanero de Albany, su teléfono se puso a sonar. Lo buscó entre los bolsillos de la chaqueta y miró la
pantalla, se trataba de su padre.
—Hijo, siento decirte que tu hermano Casper ha muerto.
Las palabras de su padre le produjeron un fuerte impacto. Nunca había pensado que alguien le
anunciaría su propia muerte, pero intentó parecer compungido por la noticia.
Las siguientes veinticuatro horas fueron un verdadero infierno. Casper se convirtió en el centro de
atención de todos los familiares y amigos, todo el mundo parecía amarle y admirarle ahora que ya no
estaba entre los vivos, aunque él era consciente de las falsedades que se decían sobre los muertos, le
extrañó recibir tantas muestras de afecto por sus amigos, familiares y lectores.
El momento más duro del segundo día fue la ceremonia conmemorativa. Tuvo que dar el panegírico
en la capilla de su ciudad natal. Se sentía destrozado, el peso de la culpa comenzó a apoderarse de él.
Por primera vez fue consciente tras cuarenta y ocho horas de duelo de que le había robado la vida a su
hermano. Era un maldito asesino.
Al terminar el acto conmemorativo su antigua mujer Carol se abrazó a él. Parecía muy afectada y
mientras le llenaba de mocos la chaqueta le dijo con la voz entrecortada:
—¿Puedes creerte que esta mañana llegó una carta de Penguin Random House ofreciendo al pobre
de Casper un contrato por diez millones de dólares por su nuevo manuscrito?
—¡Qué! —gritó el hombre separándose de Carol.
—Sí, mañana firmaré como única representante legal de su obra —comentó la mujer con los ojos
anegados de lágrimas.
—¡Dios mío! —dijo él sin poder creerse que en aquel preciso momento su vida comenzaba a
enderezarse, pero él ya no era él.
Al día siguiente se levantó en la exclusiva habitación de la residencia que su hermano tenía en
mitad del bosque, en la misma urbanización que él, se preparó un café expreso en la cafetera de diseño
italiano y se dirigió con la bata abierta hasta el despacho. Levantó la vista y contempló el hermoso
bosque repleto de vida que se mostraba ante sus ojos. Una ardilla saltó al árbol de enfrente, mientras él
parecía ensimismado por la bellísima naturaleza. Por fin parecía sentirse en paz. Era el momento de
comenzar con su nueva vida.
Abrió el correo electrónico y seleccionó los emails más importantes. El primero fue el de su agente
Mark Prince, el tiburón más fiero del mundo editorial en los Estados Unidos.
«Estamos jodidos Alban, la editorial ha rescindido tu contrato. El apellido King parece dar con
más fuerza con la novela de tu difunto hermano, que con la tuya. Su viuda me ha rogado que la represente
y no me he podido negar. Dos escritores King son demasiados en mi agencia. Con este correo doy por
zanjada nuestra relación profesional. Han sido unos jodidos buenos tiempos, pero en la vida todo se
acaba».
El hombre releyó el correo tres veces antes de aceptar que aquel escueto mensaje significaba que la
carrera literaria de su hermano Alban comenzaba a declinar.
El segundo correo era de su «antigua» esposa Carol. Le contaba que ahora que estaba muerto
Casper, la editorial Harpercollins había comprado todos los libros anteriores y qué además daba por
zanjada la relación entre ambos. No le parecía correcto que siendo viuda de su hermano continuaran
viéndose y acostándose juntos.
—¡Maldita zorra! —gritó Casper golpeando la mesa con el puño. El café se vertió por el suelo de
madera y le salpicó las zapatillas de estar en casa.
Se puso en pie e intentó relajarse. Mientras pasaba una servilleta de papel por el escritorio, pensó
que escribiría una nueva obra literaria, sería muy feliz con Sally y disfrutaría de todas las comodidades
conseguidas por su hermano en los últimos años. Ahora era dueño de todo aquello.
Se sentó de nuevo frente al ordenador y comenzó a mirar las cuentas corrientes de Alban. Tras
media hora revisando todos los ingresos y gastos de su hermano, Casper comprobó horrorizado que el
muy cabrón vivía al día. De no firmar el nuevo contrato con la editorial, antes de un mes perdería su
casa, el apartamento en Florida y los tres coches.
Casper comenzó a sudar copiosamente. Ahora era consciente de que hasta qué punto había sido un
estúpido despreciando su propia vida. Ya no podía volver atrás. Agachó la cabeza y la atrapó entre sus
manos frías y sudorosas, cuando escuchó el timbre de la puerta.
Caminó cabizbajo hasta la entrada. Abrió la puerta y vio a dos hombres, uno blanco de mediana
edad y bigote ridículo, el otro grande, musculoso y de tez oscura.
—¿Es usted Alban King? —preguntó el agente de forma rutinaria.
—Sí, soy yo —respondió aún confuso por la situación.
—Queda detenido por el asesinato de su hermano Casper King. Por favor, acompáñenos a
comisaría.
Mientras el agente grandullón le ponía las esposas por la espalda, Casper levantó la vista y
contempló el bosque iluminado por el sol del mediodía. Después caminó con la bata entreabierta hasta el
coche de los agentes y entró con cierta dificultad en el vehículo. Mientras el vehículo arrancaba pensó en
su «hermano de tinta», sin duda Alban debía estar riéndose desde el Más Allá, viéndole en aquella
situación de novela barata de principiante. Era consciente de que su destino era pasar el resto de su vida
entre rejas o que le frieran en la silla eléctrica. Entonces recordó las palabras de su abuelo paterno y
lamentó no haberle hecho caso: «La hierba siempre parece más verde en el jardín del vecino»


Obras de los autores
Enrique Laso:

Los Crímenes Azules (Ethan Bush nº 1), Los cadáveres no sueñan (Ethan Bush nº 2), Libélulas azules
(Ethan Bush nº 3), Crímenes Diabólicos: Un caso para Ethan Bush y el padre Salas, Niños sin ojos: Un
aterrador caso para Ethan Bush. Página web.

Joaquim Colomer:

El protector: El poder está en la mente.

Marah Villaverde:

She Was So Bad (Ed. Aloha, 2016).

Elisabeth M.S.:

Trilogía Generación: No me olvides (G#1), Jamás te olvidaré (G#2) y No puedo olvidarte (G#3).
Página web.

Eduardo Martínez-Abarca:

Andrea y los masticadores.

Teresa Guirado:

Jodidamente especial.

Marta Abelló:

Como un dios, Tilak el Sabio y Los hijos de Enoc.

Tomás Auchterlonie:

Creador y Director de la página sobre literatura Escrilia.



Daniel Guzmán:

Máscaras de Carcosa (Mayo 2016).



Gemma Herrero Virto:

La red de Caronte, Ojo de gato, Trilogía Viajes a Eilean y Zhilan (El hombre confuso, el chino muerto
y los gatos parlantes).

J.D. Martín:

De ilusión también se muere, Vivir en el intento, A corazón abierto.

Ramón Ferreres Castell:

Acoso escolar, Diario 2023, Mi avestruz de colores.

Miguel Angel Comin:

Belladona.

Jose Luis Diaz Marcos:

Página web.

Benjamín Ruiz:

Memento Mori, Habitaciones vacías: once relatos desde el manicomio.

Juan Frau:

Puerto rojo: La conjura del Mal.

Gemma Solsona Asensio:

Valguamar: cuentos de lugares, amores y difuntos, Maullidos.

Blanca Miosi:

La búsqueda, El legado, El cóndor de la pluma dorada, El rastreador, El manuscrito. Blog

Jaime Blanch Queral:

Saga Luminion, Los Años Oscuros, La Guarida, Dentro de mi: Emmo.
Lorena Franco:

La viajera del tiempo (Finalista concurso indie Amazon 2016), Las horas perdidas, Lo que el tiempo
olvidó, La vida que no elegí, Sucedió en la Toscana. Página Web.
Javi Navas:

La Torre de Sabiduría. El libro de Mikel, Abuelos y nietos contra los extraterrestres, Mascotas y fieras,
Nair de Morton, Los jinetes blancos.

J.A. Utrera:

Scarecrow, El Enigma de los Inentendibles, Un nuevo comienzo: microrrelato publicado en el libro
colectivo.

Edu Moreno:

La hora de mi mente.

Jose Miguel Biel:

Cor Draconis, Los cuentos a mi amor.

Clemente Roibás:

Un halo de esperanza, Deudas de sangre.

Mara Urnoba:

Cuando los ángeles dejen de serlo, El aroma de las azucenas en la oscuridad.

Antonio Caro:

Desde mi mente para tu alma.

Jose Ángel Márquez:

Los espolones de la suerte.

Adriana González:

Sinfonía del Mar, Sinfonía de las Mareas, Sinfonía del Océano (próximamente).

Ramón Hernández:

Extinción - El Accidente (Cronicas de myrildiar nº 1).

Antonio Asencio:

Viajero de las arenas (Trilogía de los Viajeros, Libro I).

Leticia Meroño:

El reflejo de Alessia, Corazones desangelados, Más allá del camino, Más allá del camino II.

Asier Garay:

Metropol: Ciudad Cero.

Eva Cubas:

La travesía del escriba Génesis y Vínculo de Sangre: Legado.

Xevi Vila:

Alerta z: Ébola.

Y Mario Escobar:

El círculo , Bienvenidos a Clayton Lake, Crímenes Imperfectos, Gernika y Desaparecida.

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