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rante los últimos veinte años, la presión por sacar provecho del di-
nero con el que se cuenta, junto con los efectos de los mecanismos
específicos de control fiscal y de disciplina empresarial, ha dado lu-
gar a una tendencia hacia el pensamiento económico que se ha
vuelto cada vez más generalizada y poderosa.
Actualmente, los profesionales del control del delito y de la justi-
cia penal deben manejar el lenguaje económico de «costo-beneficio»,
«mayor provecho por dinero empleado» y «responsabilidad fiscal».
El management -con sus técnicas portátiles y multiuso para rendir
cuentas y hacer evaluaciones y sus valores propios del sector privado-
ha llenado el vacío que se creó cuando el contenido más sustancial y
positivo del viejo enfoque social perdió credibilidad. El campo del
control del delito -desde la prevención del delito y la actividad poli-
cial hasta los regímenes penitenciarios y la práctica de la libertad con-
dicional- se ha visto saturado de tecnologías de auditoría, de control
fiscal, de medición del ejercicio de obligaciones y evaluación costo-
beneficio. El viejo lenguaje de la causalidad social ha sido desplazado
por un nuevo léxico («factores de riesgo», «estructuras de incenti-
vos», «oferta y demanda», «fijo y circulante», «costo del delito» y
«determinación de los precios penales») que traduce formas de cálcu-
lo económico al campo criminológico. Actualmente no sólo se calcu-
lan los costos del delito, sino también los costos de la prevención, de
la actividad policial, del proceso penal y del castigo y las cifras com-
parativas que se obtienen ayudan a moldear las elecciones políticas y
las prioridades operativas.^** La virtud principal de nuevas políticas
públicas como la privatización de las prisiones y el «castigo en la co-
munidad» es que se proclaman como alternativas económicamente
racionales a los esquemas preexistentes. Y en las agencias de la justi-
cia penal la determinación de las prioridades es cada vez más una
cuestión de «focalización», «control del acceso» o «condenar inteli-
gentemente», de forma tal que se haga uso de la menor cantidad de
recursos y, a la vez, lograr la máxima efectividad.
A pesar de su carácter formalista, esta forma de pensar tiene
consecuencias importantes. Como señalan los críticos de la gestión
empresarial, puede limitar la experimentación, favorecer los «ren-
dimientos» en lugar de los «resultados», sesgar la práctica para que
se ajuste a los indicadores de desempeño, limitar la discreción de los
operadores en el terreno y reducir la importancia de la eficacia real
de una agencia para maximizar las prácticas que son más fácilmen-
te mensurables. Pero esta racionalidad cada vez más influyente tam-
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sido impuesta tanto sobre prácticas que a veces parecen muy limita-
das en cuanto a su racionalidad y bastante alejadas de consideracio-
nes económicas (como la conducta de los delincuentes, las elecciones
de los prisioneros, el comportamiento de las víctimas, etcétera) como
sobre profesionales que son hostiles a ella (agentes de probation, tra-
bajadores sociales, jueces). El hecho de que haya arraigado en este es-
cenario no es producto del carácter económico del delito y de la jus-
ticia, ni tampoco del poder intrínseco de los modelos económicos. Es
el efecto de un entorno político-cultural particular que opera a través
de las instituciones mediante las cuales construimos el «delito» y la
«justicia» como entidades sociales.