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Temario HEII - 2023-2024 Definitivo
Temario HEII - 2023-2024 Definitivo
HISTORIA DE ESPAÑA II
TEMARIO
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HISTORIA DE ESPAÑA II
TEMA I
CARLOS II: CRISIS E IDENTIDAD1
Presentación.
“¿En qué se parece España a sí misma? En nada”. Semejante afirmación incluida en un
panfleto de 1669 apuntaba a una de las cuestiones principales que recorrería la
monarquía española desde el último tercio del siglo XVII y aún bastante después. Tras
criticar a quienes de una u otra manera habían venido participando en el gobierno de la
monarquía, el panfleto, en una contundente conclusión, advertía sobre un cambio
crucial que iniciado con anterioridad alcanzaba por entonces una perfecta visibilidad. La
entidad de lo que se denunciaba no era irrelevante: España sencillamente había dejado
de ser lo que era. A comienzos del reinado de Carlos II España experimentaba una crisis
de identidad, una conmoción tan intensa que el afectado parecía no reconocerse en su
propio espejo.
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Buena parte de los contenidos de este tema proceden, con la debida autorización, de Pablo Fernández
Albaladejo, La Crisis de la Monarquía, Madrid, Marcial Pons, 2008, pp. 395-561.
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Novatores.
Dentro de esa lógica de la “reputación”, fue además desde esos momentos de mediados
de la década de los setenta cuando se hizo notar la necesidad de dar a conocer en España
la reordenación y los avances que últimamente se habían venido produciendo en
diferentes campos del saber, dentro del complejo proceso europeo que se conoce como
revolución científica. Novatores fue el término acuñado para referirse, dentro de
España, al heterogéneo colectivo que desde mediados de los setenta intentó llevar a la
práctica tan fundamental cambio. De la necesidad de abordarlo daba cuenta con
especial plasticidad Juan de Cabriada en su Carta filosófica médico-chymica publicada
en 1687, donde denunciaba que era “lastimosa y aun vergonzosa cosa que, como si
fuéramos indios, hayamos de ser los últimos en recibir las noticias y luces públicas que
ya están esparcidas por Europa”. Esa posición de subalternidad cultural frente a la que
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a cada uno de ellos, los miembros del grupo participaban en tertulias como la que en los
años ochenta se reunía en casa de Mondéjar para tratar, entre otras cosas, de
cuestiones relacionadas con los estudios históricos; la realización de esa actividad
fomentaba la cohesión del grupo y, con frecuencia, ampliaba el número de integrantes.
Mantenían asimismo correspondencia regular con los estudiosos y los centros europeos
más significados con los nuevos planteamientos historiográficos, representados por los
seguidores del jesuita holandés Jean Bolland (bollandistas) y los benedictinos de la
abadía de Saint-Maur (maurinos). El hecho de que algunos de los miembros de ese grupo
tuviesen la posibilidad de llevar a cabo estancias en el extranjero (Mondéjar fue
embajador en Londres y Nicolás Antonio actuó como Agente general de las Españas -
agente de preces- en Roma) les permitió acceder a las últimas publicaciones y conocer
de cerca a los protagonistas de las nuevas propuestas. El caso de Nicolás Antonio es el
más representativo: permaneció en Roma desde 1659 ocupando una serie de cargos
eclesiásticos y hasta diecinueve años después no volvería a la península. En la capital
italiana adquirió un completo conocimiento de las nuevas corrientes, mantuvo
contactos con Papebroch y los bollandistas y consolidó una completa red de relaciones
epistolares. Y sobre todo llevó a cabo una formidable tarea de investigación que se
concretaría en la publicación, en 1672, de los dos primeros tomos de la Bibliotheca
Hispana Nova (otros dos tomos correspondientes a la Bibliohteca Hispana Vetus se
publicarían en 1696), aparte de una extensísima y valiosa serie de trabajos manuscritos
que no comenzarían a ver la luz hasta el siglo siguiente.
La aceptación con la que podían ser vistos desde determinados círculos del poder estuvo
sin embargo lejos de traducirse en un efectivo plan de apoyo. De hecho la Carta de
Cabriada se lamentaba de la falta de acciones concretas que venían impidiendo que “los
ingenios españoles, los más vivaces y profundos que tiene el mundo” pudieran
beneficiarse de los últimos adelantos. Por ello -y sin demasiados tapujos- solicitaba que,
al igual que el rey de Francia o el de Inglaterra, el monarca español debía de fundar una
“Academia Real”. Confiaba incluso en que “para un fin tan santo, útil y provechoso como
adelantar en el conocimiento de las cosas naturales” tanto “los señores” como “la
nobleza” se avendrían a colaborar sin mayor problema. Esta última referencia no era
nada retórica. Por lo que sabemos por algunos testimonios, ese año de 1687 en el que
veía la luz la Carta, la Corte se encontraba en plena efervescencia de tertulias y
academias promovidas por representantes de esos segmentos sociales a los que
justamente se refería el médico valenciano. Valencia en concreto destacaba de manera
especial en ese movimiento. La academia que se reunía en casa del matemático Baltasar
Iñigo incluía entre sus asistentes a Tosca y Corachán y en ella se trataba “casi de todo
género de ciencias”; según un texto de ese momento, entre sus intenciones figuraba la
de formar “un remedo de las Academias de las Naciones”. A fines del XVII nos consta
que la ciudad contaba al menos con tres academias o tertulias. Algo más tardíamente,
Barcelona y Sevilla contaron también con estos centros de sociabilidad científica. Dada
la dinámica civil de este proceso, la petición de Cabriada apuntaba sobre todo a la
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necesidad de una cierta presencia del monarca en el mismo. Sus deseos tardarían en
verse satisfechos trece años -y fuera de Madrid-, con la conversión en 1700 de la tertulia
que se reunía en Sevilla en la “Regia Sociedad de Medicina y otras Ciencias”.
Arbitrismo mercantilista.
Nicolás Antonio sabía bien que una parte de la reputación de la monarquía se dilucidaba
en el ámbito de la república de las letras. Por ello procuraba con su Biblioteca hispana
homologar la cultura propia con cualquier otra de la escena europea. En esa escena, y
en el alternativo terreno de las armas, esa reputación no dejaba por lo demás de
menguar. En mayo de 1678 el gobernador de los Países Bajos españoles, sin contar con
el consentimiento de Madrid, aceptaba en Nimega las condiciones de paz que ponían
fin a la llamada guerra de Holanda, condiciones que por otra parte habían sido
negociadas por la propia república. La monarquía española, que suscribiría el tratado en
septiembre, perdía el Franco-Condado y una estratégica serie de ciudades cercanas a la
frontera de los Países Bajos con Francia, así como la mitad de la isla de La Española. Y
en ese sentido la paz constituyó un auténtico descrédito para la monarquía, que
renunciaba a sus aspiraciones de resarcimiento de las pérdidas sufridas desde la guerra
de devolución de 1667-68.
Influido quizás por ese clima de abatimiento, el sofocamiento de la rebelión de Mesina
se llevó entonces a cabo sin contemplaciones: sobre las ruinas del palacio del Senado
mesinés, imagen misma del poder ciudadano, se erigió una estatua ecuestre de Carlos
II aplastando a una hidra. La represión no fue sólo simbólica: los privilegios de Mesina
fueron confiscados, se dispuso el control regio sobre el nombramiento de los senadores
y el propio Senado fue sustituido por un cabildo cuyas reuniones tendrían lugar en el
palacio real presididas por el gobernador. No sería esa de todos modos la norma de la
relación entre el monarca y los territorios. La celebración de la Cortes de Aragón en
1677-78, y la previsión de su reunión en Cataluña y Valencia, evidenciaban la voluntad
de recomponer el tradicional equilibrio territorial de la monarquía, la relación entre el
monarca y los derechos propios de los reinos que había sido sometida a una revisión y
tensión sin precedentes por parte de Olivares. Pero a su vez, el cauce de despliegue de
una de las políticas esenciales del reinado, la de la regeneración económica y
hacendística, siempre se concibió que había de hacerse en términos monárquicos, sin
matizaciones regnícolas.
Esas reformas de signo mercantilista que se concretarían en la década de los ochenta y
principios de los noventa bajo los ministerios del duque de Medinacelli y del conde de
Oropesa, en realidad estaban ya planteadas durante el gobierno de Juan José de Austria
a finales de los setenta. En ese sentido la paz de Nimega vino a facilitar las cosas, dado
que la pérdida de presencia y las menores exigencia de financiación de la política
exterior permitía enfrentar con más continuidad los cambios internos en cuya ejecución
la labor de Medinaceli y Oropesa resultaría decisiva. No se trató desde luego de un
avance lineal, sin retrocesos, pero finalmente la reforma acabaría asentándose. Tanto
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fue así que a pesar de la caída de Oropesa en 1691 podía decirse que el proceso había
adquirido ya vida propia, y en esa situación se mantendría hasta la muerte de Carlos II.
Y aún después: de hecho, la dinámica reformista que habitualmente se imputa a la nueva
dinastía borbónica venía precedida por esa importante herencia que, sin duda, facilitó
los cambios hacendísticos posteriores a 1700.
Uno de los hitos cruciales de esa secuencia reformista se situaba en la creación de una
Real y General Junta de Comercio en 1679, coincidiendo con el momento terminal del
gobierno de don Juan. Su objetivo no era otro que poner en práctica un auténtico
vademécum de medidas mercantilistas, procediendo a “establecer en estos reinos las
manufacturas y el Comercio”, e intentando asimismo “unir en todo lo posible el
Comercio de ella [España] con el de las provincias de mis Dominios, y acudir a que este
florezca y aumente” Revestido de ese crucial papel estratégico e integrador, el comercio
haría posible la efectiva recuperación del conjunto de la monarquía, fomentando dentro
de ese espacio económico una autarquía que permitiera liberarse de la dependencia
extranjera. Su temprana disolución en abril de 1680 (aunque al parecer continuó
actuando interinamente hasta septiembre de 1681) impide valorar debidamente su
actuación, si bien las atribuciones y jurisdicción que formalmente se le reconocían en
materia de comercio, así como la incorporación de expertos y la información recogida
sobre instituciones similares en el extranjero permiten dar una idea de su potencial
proyección. El hecho mismo de que el duque de Medinaceli -sucesor de don Juan en el
cargo- decidiese restablecer la Junta en diciembre de 1682, inaugurando una segunda
época que se prolongaría hasta junio de 1691, constituye la mejor demostración de la
importancia que se reconocía a la institución.
La reforma monetaria de 1680 suponía una nueva muesca en esa línea. Su propósito era
poner fin al prolongado período de inestabilidad monetaria que venía padeciendo
Castilla a raíz de las alteraciones de la moneda de vellón, con sus consecuencias
negativas sobre la paridad con la moneda de plata, sobre el movimiento interior de los
precios y, obviamente, sobre la propia actividad económica. Contemplada asimismo por
don Juan, la reforma de la administración de las rentas provinciales (el complejo fiscal
que integraba las principales partidas de las rentas ordinarias de la real hacienda en
Castilla) fue dispuesta por real cédula de 16 de diciembre de 1682 y abordada de forma
simultánea a la reforma monetaria. Se trataba en este caso de eliminar el sistema de
arrendamiento para sustituirlo por un encabezamiento general del reino. Presente
desde los primeros momentos de la hacienda castellana, el encabezamiento permitía
una relativa autogestión fiscal a cargo de los propios pueblos. La novedad principal venía
dada por la instauración, en marzo de 1683, de superintendencias y superintendentes en
las veintiuna provincias fiscales de Castilla. Siguiendo esa lógica restauracionista y
mercantilista, les correspondía aplicar una serie de medidas de estímulo económico que
de inmediato iban a ser dadas a conocer. A comienzos de 1683 y a fin de controlar la
operación, se establecía una Junta de Encabezamientos presidida por el propio
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Medinaceli y con jurisdicción privativa sobre cualquier otro tribunal; de ella dependían
directamente los ministros enviados a las provincias.
Las atribuciones referidas dan ya idea de la importancia que se concedía a la reforma
fiscal. Las resistencias por lo mismo no fueron de menor entidad. Las hubo incluso
dentro del propio Consejo de Castilla, Su oposición al expansionismo jurisdiccional del
Consejo de Hacienda era más que patente. Aprendiendo de esa lección, Oropesa diseñó
un plan de actuación que, sin renunciar a esa dinámica expansiva, intentaba reconducir
la postura contraria del Consejo de Castilla. Su pieza básica -dentro de una
reorganización del Consejo- fue la creación de la Superintendencia General de la Real
Hacienda en 1687, a cuyo frente como primer superintendente general situó al marqués
de los Vélez. En su mano se centralizaban los caudales de diversa procedencia que
entraban en el Consejo y, como indicaba la propia denominación de su cargo, le
correspondía ejercer una cierta dirección sobre las diversas salas del Consejo, cuidando
de hacer posible el alivio de los contribuyentes. A fin de evitar el obstruccionismo de la
reforma en su nivel territorial y buscando ganarse la complicidad de los corregidores,
Oropesa concedió la administración de las rentas provinciales a los corregidores, que
pasaban a ejercerla por vía de comisión.
Todavía la reforma de Oropesa incorporó una serie de medidas a fin de reducir gastos
de las casas reales, sueldos duplicados, gajes, mercedes etc., dentro de una línea de
actuación que no se aplicó siempre con necesaria consecuencia ni continuidad. Pero al
margen de esas oscilaciones, conviene no perder de vista hasta qué punto los cambios
puestos en marcha reiteraban la puesta en marcha de un govierno económico como la
única tecnología posible para gestionar y salir de la situación de marasmo. Se potenciaba
con ello una concepción patrimonial del reino difícil de acoplar con el orden
jurisdiccionalista. Los superintendentes, con la primacía a la vía de comisión, al modo
ejecutivo de gobierno, normalizaban una práctica de poder que, aunque contemplada
en el diseño jurisdiccional, lo era siempre en términos de solución excepcional. El
proceso de normalización de la excepción constituía no obstante el primer jalón para la
monarquía administrativa que los Borbones implantarían poco después.
La propia Junta de Comercio se atenía en su actuación ese mismo criterio. En la corte,
los Consejos continuaban canalizando las propuestas que llegaban de sus territorios
relativas a cuestiones de orden comercial e industrial, propuestas que eran remitidas al
monarca quien, a su vez, las remitía a la Junta de Comercio. Esta última emitía un
dictamen que, contando con el visto bueno del monarca, era el que finalmente se
enviaba al Consejo. La Junta gobernaba así el proceso de restauración comercial. En el
decreto de 25 de diciembre de 1682 que inauguraba la segunda etapa de la Junta, el
monarca hacía notar que la institución debía velar por “el comercio de estos reynos”. La
disposición reconocía su preocupación por una actividad en cuya protección y defensa
no cabían fronteras internas. En este sentido el espacio era único. Los reinos podían ser
varios, pero las medidas que pudieran adoptarse a efectos de regulación y fomento del
comercio no reconocían más territorio que el de España. El mercantilismo forzaba una
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Razón de monarquía.
En septiembre de 1688 Luis XIV exponía en un manifiesto las razones que
inevitablemente le llevaban a declarar la guerra al emperador, y al que Leopoldo I (de
nuevo con la pluma de Leibniz de por medio) respondería con no menos solemnidad.
Durante nueve años la llamada guerra de la Liga de Ausburgo sumiría a Europa en un
agotador conflicto, al que Luis XIV no llegaba en las mejores condiciones. El reino de
Francia aparecía aislado frente a una espesa red de potencias rivales que a comienzos
de 1689 incluían a Holanda e Inglaterra. Y al frente de la cual aparecía un fortalecido
emperador que había podido redondear la resistencia victoriosa de Viena con una
inmediata y exitosa campaña de conquistas en la frontera oriental del Imperio.
Formalmente la monarquía española declaró la guerra a Francia en abril de 1689, si bien
desde 1684 los dos reinos registraban un enfrentamiento apenas encubierto. De hecho
desde ese año era perceptible en la península la proliferación de panfletos en los que se
reiteraban las denuncias formuladas en el Imperio contra la política anexionista de Luis
XIV, aunque había también aportaciones propias. Manuel de Lira, Secretario de
Despacho de Carlos II, las recogía en su Idea y proceder de Francia desde las pazes de
Nimega, en tanto que en otro panfleto de autoría desconocida (Manifestación de las
máximas de Francia escritas a la luz de la verdad) se insistía en la imposibilidad de
esperar una actitud amistosa por parte del reino vecino, dado que en última instancia
no podía perderse de vista que “un francés es un español al revés”. Alternativamente,
la victoria del emperador sobre los turcos y su liderazgo en la reciente cruzada, así como
la “suave protección” con la que conducía la “Germania”, ponían de manifiesto un
acusado contraste en relación con “la tiranía” con la que Francia era gobernada. Aunque
importante, la guerra no era por lo demás sólo de papeles y, en ese nuevo escenario,
Cataluña parecía llamada a jugar un papel clave.
La llamada revuelta de los barretines o de los gorrets fue en concreto el acontecimiento
que, entre 1687 y 1690, introdujo un nuevo e importante elemento desestabilizador,
cuyas secuelas se prolongarían hasta mediados de la década de los noventa. Al igual que
en anteriores situaciones de crisis, el sostenimiento del ejército de la monarquía en el
territorio catalán se situaba en el origen inmediato de los acontecimientos, en un
contexto agravado por la mala coyuntura agraria. La revuelta hizo reaparecer por un
momento la posibilidad de un nuevo 1640. De hecho, en el momento álgido del
movimiento, el intendente francés del Rosellón, Trobat, había sugerido a algunos de los
líderes que “hay que hacer lo mismo que nuestros antepasados en 1640”, advirtiéndoles
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que “los castellanos son, han sido y serán siempre vuestros enemigos”. Todavía, en 1691
apoyaría una conspiración para anexionar el principado a Francia. Prescindiendo del
apoyo de algunos miembros de la pequeña nobleza rural, en general los grupos
dirigentes cuidaban de marcar sus distancias en relación con ese tipo de propuestas,
cerrando filas en torno a la monarquía de Carlos II. Significativamente el monarca, a fines
del 1689, concedía a los consellers de Barcelona el derecho de permanecer cubiertos
ante el rey, tal y como podían hacer los grandes de España. La propia propaganda
política difundida durante la revuelta, incluso en sus manifestaciones más radicales,
estuvo lejos de los argumentos que en algún momento se esgrimieron en 1640. La crítica
iba dirigida contra un “mal govern” del que, además de los ministros reales, aparecían
asimismo responsables los poderes locales, cómplices en última instancia de un régimen
fiscal que les permitía escapar de las cargas fiscales impuestas para financiar la guerra.
Esta misma circunstancia inspiraba en sentido contrario a otros textos en los que,
recurriendo a los argumentos más definidores del absolutismo monárquico, se
recordaba que en situaciones de necesidad las leyes guardaban silencio.
El momento álgido de la revuelta barretina coincidía con importantes acontecimientos
en la capital de la monarquía, desencadenados a raíz de la inesperada muerte de la reina
en febrero de 1689. El 8 de mayo el Consejo de Estado proponía al monarca una
candidata para ocupar el puesto de la reina fallecida, aceptada por Carlos II una semana
después. Que la propuesta recayese en Mariana de Neoburgo, hija del Elector palatino
y cuñada del emperador, no constituyó ninguna sorpresa. Coincidiendo con un creciente
sentimiento de hostilidad hacia Francia (y apoyándose en esa comunidad de estilos que
se reconocía) la Casa de Austria parecía recuperar por un momento una imagen de
unidad. La conclusión en 1690 de La Sagrada Forma, el conocido cuadro de Claudio
Coello, venía a reforzar esa percepción de unidad. Encargada cinco años antes, la obra
ponía de manifiesto la importancia que siempre había tenido la defensa y el patrocinio
del culto a la eucaristía para los integrantes de la Casa, recompensados con frecuencia
por ello con el favor divino. Al mismo tiempo la pintura quería ofrecerse como
celebración, por la rama hispana de la Casa, de la reciente victoria conseguida en
Kahlenberg, una demostración en definitiva de cómo “las augustísimas águilas de
Austria”, con “las dos grandes y extendidas alas de Alemania y España”, se habían
elevado “a la mayor altura del orbe en potencia y majestad”. La solidaridad entre las dos
ramas no ocultaba sin embargo un cada vez más acentuado desplazamiento del
liderazgo de la casa por parte de la rama cadete. Así, tras la conquista de Buda en 1686
por las tropas del emperador y cuando se estaba formalizando la liga de Ausburgo,
Romeyn de Hooghe, un conocido grabador holandés del momento, había confeccionado
una estampa que representaba una imaginaria entrada de Leopoldo I en Bruselas; en
ella, Carlos II aparecía arrodillado ante su tío, en una tácita imploración de ayuda por
parte del austria hispano para defender las tierras del círculo borgoñón del Imperio.
La forma en la que desde el primer momento pasó a desenvolverse la nueva esposa de
Carlos II parecía confirmar esa correlación de fuerzas. La caída de Oropesa en junio de
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1691 constituyó una primera demostración a este respecto. Entre los embajadores del
emperador en la corte de Madrid reinaba la convicción de que Oropesa constituía la
dificultad mayor “para restablecer la absoluta compenetración entre las dos ramas de
la Casa de Austria”. El ascendiente de la reina sobre su marido fue determinante en el
apartamiento, si bien ya con anterioridad el duque de Arcos, en un memorial dirigido al
rey en el que pretendía hablar en nombre de los grandes, había denunciado a Oropesa
como causante de los males de la monarquía. A la sombra de los integrantes de un
fortalecido partido austriaco, los sectores afectados por las medidas reformistas
pasaban así factura a la actuación del anterior hombre fuerte. Justamente intentado
evitar la presencia de ese tipo de ministros, una de las recomendaciones que asimismo
se hacían a la reina era la de que su marido procediese a gobernar por sí solo.
Los resultados inmediatamente visibles no podía decirse que fueran espectaculares: a la
incapacidad para responder al avance francés en Cataluña se añadía una serie de
suspensiones de pagos de la Real Hacienda encadenadas entre 1692 y 1696. De otra
parte, las diferencias mantenidas en 1691 entre la propia reina y el emperador Leopoldo
a propósito del nombramiento del gobernador de los Países Bajos (donde la primera
defendía la candidatura de su hermano, el elector palatino, y el emperador la del elector
Maximiliano Manuel de Baviera, que resultaría finalmente elegido) aumentaban las
incertidumbres del momento, proyectando sobre la corte española un conflicto entre
facciones alemanas (bávara y palatina) cuyos intereses remitían al juego político del
Imperio. Como sagazmente advirtiera Oropesa por esas fechas, la monarquía aparecía
gobernada por un “ministerio duende”, un poder invisible en el que la ausencia de un
primer ministro se daba la mano con la incapacidad del monarca y del entorno de la
reina para sostener una línea coherente de actuación.
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convocatoria de Cortes encontraría, por más razones, un cierto eco. Así, a fines de 1694,
la comprometida situación del ejército en Cataluña llevó al Consejo de Castilla a plantear
al monarca la urgencia de acometer una reforma que pusiese “la administración de la
real hacienda y las cosas en mejor planta”, no encontrándose para ello “otro medio que
el de las Cortes”. Presidido por el monarca, el debate que posteriormente se produjo en
el Consejo de Estado no adoptó ninguna decisión al respecto. Sirvió sin embargo para
sacar aún más a la luz el enrarecido clima de conflicto faccional que se respiraba en la
corte. Y la novedad más importante que trajo ese enfrentamiento fue la irrupción hacia
1695 del Almirante de Castilla, Juan Tomás Enríquez de Cabrera, como nuevo hombre
fuerte al frente del partido de la reina.
Los acontecimientos que se desencadenaron a partir de la grave enfermedad del
monarca en junio de 1696 -y que darían paso a la elaboración de un primer testamento
en septiembre de ese año- acentuaron aún más las tensiones internas, alimentando una
dinámica de inestabilidad política que se prolongaría sin remisión hasta la muerte de
Carlos II en 1700. En medio de esa situación el cardenal Portocarrero tomó la iniciativa
y consiguió que el 13 de junio el Consejo de Estado procediese a redactar un testamento
en el que se designaba a José Fernando de Baviera, el hijo de Maximiliano, como
heredero universal. Ante el nuevo agravamiento del monarca en septiembre, el Consejo,
en una reunión de urgencia del 13 de ese mes, acordó -con la oposición del Almirante y
tres consejeros más- que el monarca firmase el testamento. De madrugada,
Portocarrero le administraba el viático y, a primera hora de la mañana, Carlos II firmaba
la minuta del testamento redactada por el Consejo. Todavía una recaída del rey a
comienzos de octubre exigió una nueva y nada pacífica reunión del Consejo, tras cuya
conclusión, Portocarrero hizo que el monarca firmase por segunda vez el testamento.
Obviamente la enconada disputa que se venía manteniendo traducía la resistencia del
grupo austriaco a aceptar la candidatura propuesta para la sucesión que, sin embargo,
contaba con una aceptación creciente. Al margen del rechazo popular -más o menos
inducido- contra los manejos de la camarilla de la reina, pesaba también lo suyo la
posición de relativa autonomía que ofrecía el hijo del elector de Baviera frente a las
propuestas necesariamente más conflictivas procedentes del rey de Francia o el
emperador. Con la intención de reforzar esa decisión y de adoptar medidas generales
ante la delicada situación de la monarquía, Portocarrero, considerando que en 1697
había de negociarse la prorrogación del servicio de millones, se mostraba partidario de
convocar las Cortes de Castilla. La reina y el emperador contemplaban la llamada con
cierta alarma, en tanto que las ciudades con voto, en su mayor parte, tampoco parecían
demasiado interesadas.
Las propuestas de algunas de ellas en los primeros meses de 1697 aumentaron por un
momento la inquietud. Los escritos puestos en circulación activaron la memoria
constitucional del reino de Castilla asentada desde la baja Edad Media, recordando en
este sentido la identidad del reino como un mayorazgo, como un cuerpo jurídico
indisponible cuyo régimen sucesorio aparecía regido por derecho de sangre y no
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hereditario, lo que coartaba cualquier decisión unilateral del monarca en relación con la
designación de sucesor. En caso de que faltase los legítimos descendientes,
correspondía al “Reyno en Cortes” determinar los derechos. No sorprende por ello que,
ante la situación en la que podría entrarse, los Consejos de Castilla y Aragón señalase la
conveniencia de plegar velas. Y en febrero de 1698 el marqués Henri d’Harcourt
reanudaba las relaciones diplomáticas interrumpidas por la guerra, con instrucciones
bien precisas para aglutinar un partido favorable a la sucesión francesa, propagando la
idea de que sólo el poderío militar de Francia podía garantizar la integridad de la
monarquía. El rápido progreso del grupo profrancés se vio entonces facilitado en gran
medida por las contradicciones internas que afectaban a los alemanes, quienes, por el
hecho de contar con dos candidaturas, encontraban serias dificultades a la hora de
actuar como un grupo coordinado. Las fisuras y los cambios de posición entre sus
integrantes eran la norma. Su influencia e intromisión en las cuestiones internas de la
monarquía les significaba de otra parte la permanente desconfianza y oposición de
aquellos sectores que oficialmente estaban a cargo del gobierno. El éxito de la gestión
de Harcourt reclutando adictos y ganando influencia podía medirse por el hecho de que,
en marzo, el Almirante, en un intento por reforzar su posición, considerara necesario
llamar a Oropesa ofreciéndole la presidencia del Consejo de Castilla.
El plan no saldría adelante pero, entre tanto, nuevos acontecimientos vinieron a
complicar las tensiones internas. El once de octubre de 1698 se había suscrito en La Haya
un segundo tratado de repartición de la monarquía. Aunque lo acordado en él afectaba
al emperador y al Elector de Baviera, el tratado era fruto del entendimiento entre Luis
XIV y Guillermo III y, de hecho, estaba previsto que aquellos serían informados
posteriormente. De acuerdo con sus cláusulas e invocando la necesidad de conservar “la
tranquilidad pública y evitar una nueva guerra en Europa”, Luis XIV, Guillermo III, y “los
señores Estados Generales” procedían formalmente a “tomar de antemano” una serie
de medidas ante -la que se consideraba- próxima muerte de Carlos II. La Corona de
España y los demás “reinos, islas, estados, países y plazas que de ella dependen” se
entregaban al príncipe elector de Baviera, excepción hecha de la provincia de Guipúzcoa,
los reinos de Nápoles, Sicilia y los presidios de Toscana, que pasaban al “señor Delfín”;
la excepción incluía asimismo al ducado de Milán, que se concedía al Archiduque.
Hábilmente Luis XIV había conseguido atraerse a Guillermo III de Orange, estatúder
hereditario de Holanda y rey de Gran Bretaña desde 1689, neutralizando así un apoyo
que era crucial para el emperador. Aunque por el momento debía permanecer en
secreto y no sería dado a conocer al Emperador ni al Elector hasta enero de 1699, en
octubre el enviado español en La Haya informaba del asunto a los consejeros de Estado.
A comienzos de noviembre el embajador francés informaba a Versalles de “la
divulgación que comienza a tener el secreto”. Dada la entidad del asunto, la respuesta
del monarca español se produjo esta vez con rapidez: el 11 de noviembre Carlos II
suscribía un nuevo testamento en el que declaraba a José Fernando de Baviera “rey” de
todos los dominios de la monarquía; en caso de fallecimiento sin sucesión la herencia
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HISTORIA DE ESPAÑA II
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HISTORIA DE ESPAÑA II
Aunque con algunas reticencias por la inclusión de Milán en el lote francés, Leopoldo I
parecía no obstante resignado a aceptar la propuesta, si bien la ratificación definitiva
del tratado -como ya se ha indicado- se demoraría hasta el 25 de marzo de 1700. En él
se disponía que una vez “canjeadas” las ratificaciones entre sus firmantes, el emperador
dispondría de tres meses para suscribirlo. En el caso de que no fuera así, Guillermo III,
Luis XIV y los señores Estados Generales designarían un príncipe a quien conceder la
hijuela reservada al Archiduque; por otra disposición se prohibía que el Archiduque
pudiera ir a España hasta que el tratado no hubiese sido pactado y ratificado. Lejos de
una inmediata respuesta ante la posición perdedora que se le asignaba, el emperador
sometió el asunto a consulta intentando buscar una solución más aceptable para los
intereses de la Casa, dentro de una actitud que no obstante dejaba entrever una tácita
y resignada aceptación en el caso de que esto último no fuese posible. Como cabe
imaginar -y a medida que los términos del tratado iban siendo conocidos- la indignación
era la nota dominante en la corte madrileña, donde existía la convicción de que el
monarca debía de redactar un nuevo testamento. Para Portocarrero el hecho de que el
emperador no hubiese planteado una estrategia conjunta de respuesta fue la gota que
colmó el vaso de una serie de agravios que él mismo había venido denunciando desde
fines del año anterior, derivados todos ellos de las decisiones políticas adoptadas por
influencia de la reina y al servicio de sus concretos intereses. Y frente a las cuales el
emperador no parecía decidido a adoptar ninguna medida. Cada vez más, el cardenal, y
con él el consejo de Estado, se afirmaban en la idea de que la negociación con Luis XIV
era la única salida posible a la situación y la única que garantizaba la preservación de la
integridad de la monarquía. Y esa idea se impondría en el testamento que redactaba
Carlos II en octubre, en vísperas de su muerte el 1 de noviembre. España, finalmente, se
decantaba por parecerse a España, por mantener su planta territorial y evitar su
desmembración.
La muerte de Carlos II y, obviamente, el testamento, abrían un período de
incertidumbre. Poco más de un mes después, el 12 de noviembre, Luis XIV hacía público
en una solemne ceremonia el reconocimiento de su nieto como rey de España. De
acuerdo con esa situación expectante no se registraron por el momento grandes
movimientos. Nada casualmente Cataluña fue el territorio donde más lágrimas
institucionales se derramaron por el monarca fallecido, de acuerdo con una inclinación
latente por la causa austracista que, hasta 1701, el virrey Darmstatd se había cuidado
de mantener activa y para la que, como hemos visto, había sus razones. Pero ello no
significaba el rechazo ab initio del orden sucesorio establecido. El empeño se situaría en
vigilar atentamente que los requisitos forales de incorporación del monarca se
cumpliesen estrictamente, habiéndose constituido un denominado partido de celantes
con ese fin. La celebración de las Cortes de Barcelona de 1701-1702, donde el nuevo
soberano procedió al juramento de las constituciones parecía anunciar que el encaje
podía ser posible. El nieto de Luis XIV podría quizás haber hecho suyo un distinto estilo,
pero en este punto todo parece indicar que su abuelo acabó segándole la hierba a sus
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HISTORIA DE ESPAÑA II
pies. Prolongando la actitud anexionista del reinado, la ocupación de las plazas fuertes
de la Barrière en 1701, así como de otras acciones que se sucedieron inmediatamente
(reconocimiento del pretendiente Jacobo Estuardo como rey de Inglaterra, hijo del
destronado en 1688 Jacobo II; reconocimiento y registro ante el parlamento de parisino
de los derechos de Felipe de Anjou a la Corona de Francia, alterando la propia
disposición testamentaria) abrieron inevitablemente el camino a la constitución de la
Gran Alianza de la Haya en ese mismo año. Inglaterra, Holanda y el emperador cerraban
filas a fin de “conservar la libertad de Europa, la prosperidad de la Inglaterra, y para
atajar el poder exorbitante de la Francia”. En términos concretos, la alianza intentaba
mantener los criterios de reparto establecidos con anterioridad: reconocer la herencia
hispana del Anjou a cambio de concesiones coloniales a las potencias marítimas y cesión
de los Países Bajos y los territorios italianos a Leopoldo I.
18
HISTORIA DE ESPAÑA II
TEMAS II Y III2
PRESENTACIÓN
2
La mayor parte de los contenidos de estos dos temas proceden, con la debida autorización, de un trabajo
de Pablo Fernández Albaladejo: “La Monarquía de los Borbones”, en Fragmentos de Monarquía, Madrid,
Alianza, 1992, pp. 353-454.
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HISTORIA DE ESPAÑA II
En esa intervención se inicia la materia de los temas II y III3. Se parte de los decretos de
Nueva Planta, para pasar a analizarse la manera en la que la muesca absolutista de esos
decretos procuró también proyectarse sobre el conjunto de la monarquía, y así, sobre
espacios en los que no podía esgrimirse el argumento de la lesa majestad. Se atenderá
luego la manera en la que la constitución tradicional de la Monarquía mostró su
resistencia, y su capacidad de resistencia, frente a una forma de gobierno que cada vez
se distanciaba más del modelo judicial, esto es, del gobierno por consejo y ajustado al
proceder jurídico, para intentar configurar una forma de gobierno administrativo, de
signo más ejecutivo. Ya en el tema III se analiza el momento en el que esa tensión a la
que se venía sometiendo a la constitución tradicional deriva en una crisis: 1766, con el
catalogado como motín de Esquilache. Y se repasa la búsqueda de un equilibrio entre
ambas modalidades, la de la monarquía judicial y la administrativa, ensayada luego por
Pedro Rodríguez de Campomanes. El tema finalmente se cierra con las limitaciones de
esa tentativa, y con la detección desde la década de los ochenta de la naturaleza
constitucional del problema.
3
La mayor parte de los contenidos de estos dos temas proceden, con la debida autorización, de un trabajo
de Pablo Fernández Albaladejo: “La Monarquía de los Borbones”, en Fragmentos de Monarquía, Madrid,
Alianza, 1992, pp. 353-454.
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HISTORIA DE ESPAÑA II
TEMA II
NUEVA PLANTA DE LA MONARQUÍA
Nueva planta
En la cláusula 33 de su testamento Carlos II, invocando el «bien y defensa» de sus
vasallos, advertía a la Junta de Regencia que había de constituirse a su muerte sobre la
necesidad de que se observase, escrupulosamente, la organización de los tribunales tal
y como «oy corre y se conserva». Además de mantener la mencionada «planta», la
recomendación se hacía extensiva a la «forma de govierno», subrayando especialmente
el hecho de que se guardasen «las leyes, fueros, constituciones y costumbres» de los
súbditos.
A comienzos del siglo XVIII tanto la convocatoria y celebración de cortes -en Castilla,
Navarra, Cataluña y Aragón- como la edición de fueros o tratados que cumplían una
función similar de formal reconocimiento, parecían indicar que el nuevo monarca iba a
desenvolverse de acuerdo con las líneas marcadas por quien le había nombrado sucesor.
El inmediato comienzo de la contienda sucesoria alteraría esa posible trayectoria (ver
Tema V). Principal reducto de la oposición a Felipe de Anjou, los reinos de la Corona de
Aragón perderían como consecuencia de ello esos fueros que les acababan de ser
confirmados y en cuyo interior, acumulativamente, habían ido componiéndose los
trazos distintivos de sus respectivas identidades políticas. En su lugar se diseñaba una
planta política nueva, de características bien distintas a las recomendadas por Carlos II.
Ya desde los primeros decretos (29 de junio y 29 de julio de 1707) se proclamaba
abiertamente la voluntad de que todos los reinos de España -«todo el continente de
España», según se dice en el segundo de esos decretos- se redujesen «a la uniformidad
de unas mismas leyes, usos, costumbres i tribunales». La quiebra, formalmente, no
podía ser más radical.
Desaparecía como consecuencia de estas medidas la tradicional configuración
agregativa de la monarquía hispana, levantándose en su lugar una formación política
cimentada según el modo de gobierno de uno solo de los cuerpos -el de Castilla- que
habían venido constituyendo la monarquía. Si hasta ese momento la modelación del
espacio político era el resultado de la coordinación de los ordenamientos de cada una
de los reinos y cuerpos de la monarquía, la configuración resultante de la nueva planta
tendía a considerar el espacio político como algo visto esencialmente desde arriba,
relativo exclusivamente al ámbito jurisdiccional en el que tocaba actuar a los agentes
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HISTORIA DE ESPAÑA II
del poder real. Y por tanto sin ninguna especie de representación concurrente de la
comunidad territorial ni subsecuente reconocimiento de un derecho propio. Esta
realidad espacial así diseñada pasó a designarse a partir de entonces como provincia,
aunque el término no date de ese momento. Tenderá a hablarse de provincias -y no de
reinos- para denominar a cada uno de los componentes del nuevo entramado territorial.
Tanto la extinción del Consejo de Aragón como la de los propios virreyes obedecen a
esta lógica de no reconocimiento de la presencia corporativa de los reinos.
Desde los primeros momentos fue éste un principio escrupulosamente observado.
Cuando con motivo de la aplicación de la nueva planta en el reino de Mallorca se
consultó al monarca acerca de la continuidad del Gran Consell -la asamblea que
representaba la universidad del reino- su respuesta no pudo ser más ilustrativa. Su
voluntad era que no hubiese «cuerpo que represente al Reino». El mismo criterio se
aplicó en Cataluña. Crudamente lo expuso Patiño cuando, en el proceso de elaboración
de la nueva planta de Cataluña, indicó a quienes trabajaban en ella que debían proceder
como si el principado «no tuviera gobierno alguno».
La eventualidad de una posible presencia corporativa quedaba restringida así al ámbito
de unas pocas ciudades, con explícita indicación de que se trataba de un privilegio ex
novo concedido y, naturalmente, en el entendimiento de que la única incorporación que
cabía sólo podía serlo al cuerpo que representaban las ciudades de Castilla. Con carácter
evidentemente retórico se aludía en las primeras convocatorias de cortes a la asamblea
de «mis reinos de la Corona de Castilla y los a ellos unidos», bien que en tal última
condición no acudía allí representación alguna. Las corporaciones que asistían lo hacían
a título particular, no hablando sino por sí mismas. A través de este selectivo mecanismo
de incorporación, Felipe V salvaba una situación de vacío político que él mismo era el
primer interesado en solucionar. Una situación que, de otra parte, no impedía a quienes
se le reconocía participación en el sistema la posibilidad de utilizar, ventajosamente,
prácticas procedentes del anterior momento pactista. Así, los poderes que se
concedieron a los diputados de la ciudad de Valencia para recibir el juramento del rey,
les facultaban además para solicitar que, «en todo tiempo se guarden a esta ciudad y
demás villas y lugares de su tierra, todas las leyes y privilegios que deben tener y gozar
conforme al derecho de incorporación hecha de estos Reinos con los de Castilla».
Era la forma de gobierno de Castilla, y en concreto la de sus tribunales, la que
materialmente procedía a establecerse de acuerdo con el primero de esos decretos.
Para Valencia y Aragón se había dispuesto una audiencia de ministros que había de
gobernarse «en todo, i por todo» según las chancillerías castellanas. Por razones
simplemente técnicas, la sola puesta en práctica de esta medida no podía dejar de
plantear, como cabe imaginar, serios problemas de instrumentación. Mayores, y por
motivos de mayor entidad, los planteaba aún la propia brusquedad y generalidad del
desmantelamiento institucional que acababa de efectuarse, hasta el extremo de obligar
al nuevo poder a reconocer la existencia de ciertos límites sobre los que debía volver.
Ya a fines de 1706 el Consejo de Aragón había indicado al monarca los riesgos que
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HISTORIA DE ESPAÑA II
podían resultar de una decisión uniformista a ultranza pensando, incluso, en una pronta
resolución del conflicto. Sus indicaciones, frente a la posición de fuerza que ocupaba
Michel Amelot, embajador de Luis XIV y artífice de las nuevas medidas, no serían
escuchadas en el decreto del 29 de junio de 1707. Un mes más tarde sin embargo, el 29
de julio de 1707, el monarca se veía obligado a poner de manifiesto que su intención no
había sido «castigar como delincuentes» a aquellos vasallos «a los que conozco por
leales», añadiendo a continuación que tanto a éstos como a los pueblos que habían
permanecido fieles les concedía el mantenimiento de sus «privilegios, essenciones,
franquezas i libertades».
Pudieron así continuar bajo el nuevo orden toda una serie de privilegios -de la nobleza,
de la iglesia, de corporaciones, de particulares- sobre cuyas implicaciones no parece
necesario pronunciarse. Merece destacarse en este sentido la disposición de 5 de
noviembre de 1708 en virtud de la cual se ratificaba, a sus actuales detentadores, la
continuidad de las jurisdicciones alfonsinas, en contra del propio dictamen fiscal que las
consideraba incorporadas a la corona. La «convención feudal» llegaba a concurrir de
esta forma, sin mayores problemas, con la propia «soberanía».
En relación con otro estamento valenciano, el eclesiástico, se consignaban también
notables concesiones. Invocando a efectos de responsabilidad penal la distinción clásica
entre individuo y corporación, un principio cuya posible aplicación para los laicos no
había llegado a considerarse, se reconocía la imposibilidad de que las «comunidades
eclesiásticas» rebeldes pudieran perder aquellos bienes raíces y jurisdicciones que, «con
justo título», poseían. Con carácter general, en cédula de 7 de septiembre de 1707, el
monarca no tuvo inconveniente en proclamar que su ánimo siempre había sido el de
«mantener la inmunidad de la Iglesia, personal y local, la jurisdicción eclesiástica y todas
sus preeminencias en la posesión en que estaba la Iglesia en ambos Reinos antes de la
pasada turbación».
Dentro de lo que ya se insinuaba como una evolución hacia un tipo de ajuste político
más realista debe incluirse el decreto de 3 de abril de 1711, precedido de una cédula de
5 de febrero del año anterior en la que el monarca, saliendo al paso de interpretaciones
maliciosas según él mismo refiere, dejaba entrever su disposición a «moderar y alterar
en las providencias dadas hasta aquí». Reiterando la no aceptación de ninguna
limitación en punto a la «suprema y absoluta potestad y soberanía real», no por ello
dejaba de reconocerse la posibilidad de atender a «tanta comunidad y particulares»
que habían acreditado su «celo» en los últimos acontecimientos. De acuerdo con
este criterio se solicitaba a las chancillerías de uno y otro reino información acerca
de «en qué cosas y en qué casos, así en lo civil como en lo criminal», podrían
introducirse modificaciones, especialmente en relación con el gobierno de los
lugares. En esta misma línea, en enero de 1711, el monarca se dirigía al Consejo de
Castilla solicitando criterios para proceder «según derecho y reglas de buen
gobierno» en relación con la cuestión de los desafectos y disidentes. La resolución
final concretada en el decreto de 3 de abril, autorizaba a que la sala civil de la
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HISTORIA DE ESPAÑA II
audiencia aragonesa pudiese aplicar «las Leyes Municipales» del reino, excepción
hecha de aquellos asuntos en los que una de las partes fuese el monarca o la corona.
El reino de Valencia quedó al margen de esta restauración del derecho privado,
aunque ello no obedeció a la existencia de una particular política represiva por parte
de la monarquía. En la no adopción de esa decisión influyó decisivamente la
presencia de un firme conglomerado de intereses regnícolas no demasiado
interesados en la devolución.
La continuidad de la orientación marcada por el decreto de abril de 1711 puede
comprobarse con toda claridad en los casos de Cataluña y Mallorca. El propio José
Patiño, Superintendente de Cataluña, no dejó de señalar en su informe para la
nueva planta que, «en los negocios civiles e intereses de partes, no se hallaba el
menor perjuicio al Estado y a la autoridad real, y a las regalías soberanas». En
Mallorca, D' Asfeldt, el jefe militar bajo cuyo mando se había llevado a cabo la
ocupación de la isla, se mostró partidario cuando fue consultado de mantener el
anterior entramado institucional hasta donde no entrase en colisión con la
«autoridad, regalías, y soberanía del monarca”.
El decreto de nueva planta de Mallorca -28 de noviembre de 1715- eludía por
completo cualquier consideración vindicativa apoyada en términos de derecho de
conquista; se limitaba a presentarse en forma de «algunas nuevas providencias»
justificadas por «las turbaciones de la última guerra». En uno y otro caso la
restauración fue de mayor alcance que en Aragón: afectó, con algunas diferencias,
al derecho civil, procesal, penal y, en parte también, al mercantil.
Como puede observarse, el análisis de los sucesivos decretos de nueva planta
parece apuntar a un tono de progresiva moderación. La impresión no es del todo
engañosa. De hecho, el monarca, con esas correcciones, no hacía otra cosa que
reconocer aquellos limites dentro de los que quedaba circunscrito su poder
absoluto. Aceptaba desenvolverse así de acuerdo con la tradicional concepción
jurisdiccionalista del poder, una concepción que permitía la utilización de la potestas
extraordinaria siempre que concurriesen ciertas condiciones y se observasen
determinadas exigencias. La tantas veces invocada defensa de la autoridad y
regalías suponía que no iba a haber ninguna concesión en punto a una serie de
derechos que se consideraban privativos del monarca, ubicados dentro de su
exclusiva es era jurídica, y a los que con carácter aproximativo podemos denominar
como públicos. Fuera de este territorio los particulares, según hemos podido ver
anteriormente, podían continuar en la posesión de unos derechos que sólo en parte
podemos considerar a su vez como privados, y sobre los que el monarca no podía
actuar unilateralmente. El propio monarca por lo demás aparecía asimismo
interesado en no desmantelar por completo el anterior ordenamiento. Bien
ilustrativa era al respecto la cédula de 7 de septiembre de 1707 a propósito de la
inmunidad eclesiástica; y no menos ilustrativas resultaban las recomendaciones
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HISTORIA DE ESPAÑA II
que, con acusado sentido práctico, Ametller exponía en el informe sobre la nueva
planta de Cataluña.
Si esta caracterización de relativa moderación no resulta del todo incierta, ello sólo
cabe admitirse en el entendimiento de que la continuidad de las especialidades
jurídicas que acababa de reconocerse pasaba a depender ahora de las reglas de un
distinto sistema político-jurídico, el castellano, en el que quedaban ubicadas. Y con
una dinámica interna no coincidente con los principios que informaban cada uno de
los ordenamientos de los que esas especialidades procedían. Su continuidad
resultaba perfectamente posible siempre que, como cuestión de principio, se
proclamase el reconocimiento de esa dependencia. No era otra cosa lo que ya en su
momento recomendara Ametller: la continuidad del derecho civil y procesal en
Cataluña «no puede ser de ningún perjuizio a la auctoridad real y su Soberanía, pues
se hará en virtud de nuevo decreto y concessión de Su Magd. que, segun le pareciere
y conveniere, la puede derogar y mudar, y no es interés de sus regalías que los
intereses y negocios de particulares se regulen por las leyes acostumbradas o por
otras, mientras que no son leyes paccionadas que no las podía derogar ni mudar
antes sin cortes, sino pendientes de la sola voluntad del Rey».
Sentado este principio podía el monarca acoger – si no promover- a quienes como
Diego Villalba representaban una especie de neoforismo no precisamente
conflictivo, y con objetivo expreso de probar «la apacible concordia de los Fueros
de Aragón con la Suprema Potestad del Príncipe». Una demostración que
naturalmente sólo podía hacerse a base de un recurso masivo al •derecho común,
de sólida implantación en Castilla, y único sistema capaz de arbitrar una
composición posible entre «especialidades forales y soberanía del rey, sin
necesidad de abolir aquellas, ni de minorar ésta».
Nuevo gobierno.
Si la restauración de las leyes municipales de Aragón parecía insinuar la
presencia de una actitud algo más conciliadora, la lectura completa del decreto
de 3 de abril de 1711 dejaba entrever no obstante algunas novedades de interés.
El abandono -como consecuencia de la guerra- y, la posterior y definitiva
ocupación de Zaragoza, permitieron a Felipe V realizar un diseño ya no tan
precipitado, con cambios significativos y no estrictamente reducibles a un
proceso de castellanización. Aludiéndose explícitamente a un “nuevo gobierno”,
se establecía ahora un tribunal provincial al que se confería no rango de
chancillería, como en su primera fundación, sino el inferior de audiencia. Sevilla,
y no Valladolid o Granada, pasaba a ser el modelo de referencia. Sin vinculación
con algún posible precedente castellano resultaba la junta o tribunal del erario,
destinado a atender la administración, cobranza y repartimento de las rentas
del reino. La principal novedad del decreto radicaba no obstante en la presencia
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lejos de discurrir por los previstos cauces de equilibrio, debido en gran medida a la
propia situación de indeterminación de la que se partía. Como consecuencia de esta
falta de precisión los capitanes generales, desde los primeros momentos, y
amparándose en lo que entendían como una superior responsabilidad en el
gobierno del principado, habían impuesto a las audiencias sus propios
procedimientos en materia de gobierno. Castel-Rodrigo ejerció su cargo sólo con
despacho de capitán general, sin un correspondiente nombramiento que acreditase
desde una perspectiva civil sus otras atribuciones, tal y como recomendaba el
Consejo de Castilla.
Este precedente tuvo su importancia y, al parecer, contó con el apoyo de la corte
hecho saber a través de la vía reservada controlada por el secretario del Despacho
de Guerra. Entre 1715 y 1734 el capitán general impuso la que ha sido designada
como una etapa de «gobierno absoluto», en la cual la supeditación de la audiencia
-que no por ello dejaba de resolver con exclusividad en determinadas materias
gubernativas- fue total. La autoridad militar llegó a prohibir que la audiencia
tramitase las consultas al Consejo de Castilla, consultas que habían de remitirse
antes a aquella autoridad, y que debían concluir con la significativa y nada
protocolaria frase de «Vuestra Excelencia resolverá lo que fuere servido». La
audiencia reclamó constantemente apoyada por el propio consejo, pero sin
conseguir que el monarca se decidiese a modificar este estado de cosas. Tampoco
lo conseguiría la promulgación en 1742 de las ordenanzas de la audiencia. Todavía
en 1754 el consejo se veía en la obligación de señalar las «exorbitantes facultades»
del capitán general que, al modo de los virreyes, prácticamente había convertido la
audiencia en su consejo privado, denunciando asimismo su resistencia -a través de
la constante interposición de recursos- a aceptar lo que tanto la nueva planta como
las propias ordenanzas de la audiencia disponían al respecto. Ante ello el monarca,
en decreto de 11 de noviembre de ese mismo año, resolvió a favor del consejo y de
la audiencia, recordando que debía observarse lo establecido en la nueva planta.
Con todo, la autoridad militar conseguiría volver atrás esa disposición 38
El enfrentamiento entre militares y togados, que en Cataluña no conocería un
relativo principio de resolución hasta 1775, no se circunscribía solamente a la esfera
superior de la administración. Se proyectaba asimismo en el ámbito de la
jurisdicción inferior, tanto en Cataluña como en Aragón, Mallorca o Valencia. La
forma en que se llevó a cabo la realización del mapa corregimental de este último
territorio es bien ilustrativa al respecto. A fines de 1707 el presidente de la
chancillería, Pedro de Larreategui, aún sin una idea muy precisa del número de
corregimientos a establecer, remitió a la Cámara de Castilla una relación de aquellos
sujetos que consideraba más apropiados para ocupar el cargo. La lista incluía un
total de veintidós personas -procedentes de la nobleza valenciana- de probada
lealtad a Felipe V, parte de las cuales eran reconocidos jurisconsultos que en algún
caso habían ocupado además cargos en la administración foral. La propuesta fue
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tercio del siglo XVIII. Entre 1717 y 1808 el 96 % de los corregidores de Cataluña
habían sido militares.
Los corregidores establecidos en los territorios de la antigua Corona de Aragón
habían sido concebidos como una copia de sus homónimos castellanos. Pronto sin
embargo dejaron entrever algunas características propias en relación con el modelo
de referencia. Entre ellas, y como hemos podido ver, su impronta militar, a partir de
la cual se acumularon otras diferencias adicionales. Así por ejemplo con la pérdida
de la estrecha dependencia que hasta ese momento había venido vinculando a los
corregidores con el Consejo de Castilla. Alegando su condición militar, los
corregidores valencianos demoraban la obtención del despacho -y el pago de la
media annata a él inherente- que les facultaba para ejercer como tales magistrados.
Alguno de ellos llegaría incluso a solicitar de los regidores del municipio el pago de
ese derecho. Con su rechazo a jurar el cargo ante el presidente de la chancillería
ponían de manifiesto, abierta- mente, su voluntad de no reconocer ninguna
dependencia para con el poder civil. El hecho de que a partir de 1716 el capitán
general ostentase la presidencia del Real Acuerdo facilitó este proceso. La Cámara
de Castilla continuó encontrando dificultades prácticamente insalvables a la hora de
intentar establecer algún tipo de control sobre la situación. Sus propuestas apenas
fueron atendidas y hubo de esperar a mediados de siglo para conseguir que se
aceptasen algunos nombramientos de corregidores civiles. En el principado la
evolución fue muy similar.
El mayor reconocimiento que se confería a la dimensión militar del cargo
trastornaba, de otra parte, aspectos bien relevantes de la magistratura
corregimental. Se perdía por ejemplo el carácter trienal que tradicionalmente la
había venido distinguiendo para transformarse de hecho en una magistratura
perpetua, con una orientación cada vez más provincializada. Esta realidad provincial
impuso asimismo otras modificaciones. El establecimiento de los corregidores en
Cataluña obligó a la redacción de unas instrucciones secretas (1716),
específicamente destinadas a la aplicación del programa político de la nueva planta,
y que completaban las promulgadas en 1713, de carácter más técnico y
confeccionadas sobre el modelo de las ordenanzas castellanas de 1648 45 La
Cámara no dejó de manifestar sus reticencias hacia este tipo de instrucciones, no
tanto por su contenido cuanto por lo que podían suponer de reconocimiento de
mayores márgenes de excepcionalidad en la actuación del corregidor,
especialmente en relación con los juicios de residencia. En Cataluña este control no
se establecería hasta las instrucciones de 1727.
Dada su estrecha asociación con la magistratura corregimental, el papel del alcalde
mayor resultó forzosamente afectado ante esta nueva orientación. Si, según se ha
sugerido, su papel en Castilla apuntaba ya hacia algo más que simple auxiliar del
corregidor, estas posibilidades habrían de verse incrementadas en unos territorios
donde la condición no letrada de sus superiores jerárquicos era prácticamente
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porque parece dudoso que una actuación motivada en exclusiva por las necesidades
de asentamiento de una Casa soberana deba equipararse sin más con la aparición
del moderno Estado de poder. La paternidad de los procesos de racionalización y
concentración de poder habidos en el pasado, con los medios en ello utilizados, no
tiene por qué remitir a una inevitable filiación estatal. Semejanzas formales pueden
ocultar concepciones de fondo y estrategias de poder sustancialmente diferentes.
En ese sentido, la lectura estatalista de Felipe V ha cargado su proyecto de unas con-
notaciones perfectamente ajenas al mismo, pasando por encima de aquellos
aspectos que podían resultar excéntricos en relación con esa supuesta estatalidad.
Ha podido ignorarse de esta forma algo tan fundamental como su propia
componente dinástico-patrimonial, un elemento crucial dentro del juego político y,
precisamente por ello, capaz de dar cuenta más cabal de las razones de fondo de
ese proyecto.
La cuestión no era privativa del particular ámbito de la monarquía española. A
comienzos del siglo XVIII la estrategia patrimonialista, dentro de la general
actuación política de las monarquías europeas, constituyó algo más que una simple
supervivencia. Hasta el extremo de haberse llegado a sostener que quizá se trata
del elemento que más adecuadamente pudiera llegar a definir e identificar al
absolutismo en su fase de plenitud. Tal fase se alcanzó allí donde los monarcas
implantaron una concepción del reino entendido como dominio directo,
sobreponiéndose así a las limitaciones que les venían impuestas por el dominio útil
de las constituciones tradicionales. Con ello aspiraban a conseguir «la disponibilidad
patrimonial del país y de su gente», algo que debe entenderse tanto en términos
internos como internacionales.
La actuación de Felipe V no resulta ajena a estos planteamientos, bien que la
historiografía no haya insistido mucho en ello. Además de la facultad de
«establecer» y «alterar» las leyes, en el decreto de 29 de junio de 1707 Felipe V no
había dejado de reivindicar asimismo el dominio absoluto sobre los reinos de la
Corona de Aragón, insinuando incluso esa misma posibilidad para los otros reinos
que tan legítimamente «poseía» en la monarquía. La atención concedida al Real
Patrimonio de aquella corona, así como las reformas entonces emprendidas
constituyen una buena prueba de esta orientación. Felipe V colocó al intendente -
dependiente del Consejo de Hacienda- al frente de cada una de las administraciones
provinciales del Patrimonio, concediéndole jurisdicción privativa en todo aquello
que perteneciese a la Real Hacienda y debiéndose acudir ante él «a deducir sus
derechos o reconocer la superioridad del dominio directo». La administración del
Real Patrimonio perdía además su anterior y particular organización para pasar a
incorporarse dentro de la general administración hacendística del estado real,
conservando dentro de ella un régimen diferenciado.
Contra el planteamiento del poder del monarca en términos de un excluyente poder
estatal milita también la concurrencia señorial revalidada por ese mismo
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En este clima se gestaron los llamados Capitulados de 1727, un acuerdo con el que
la monarquía venía a cerrar el conflicto foral abierto en territorio vasco en 1718, y
cuyo primer paso se había dado ya en 1722, con la vuelta de las aduanas al interior.
Prescindiendo de referir aquí la gestación y alcance de ese compromiso, interesa
señalar sobre todo la existencia en estos momentos --en sectores sin duda
vinculados al Consejo de Castilla- de una corriente crítica en relación con el conjunto
de las reformas que se habían realizado. Así, en un manuscrito redactado en torno
a 1724-26, se apuntaba claramente que tanto la supresión de los fueros de los
territorios de la Corona de Aragón como incluso las modificaciones aduaneras de
1718 fueron medidas poco pensadas. Aludiendo a la última de esas dos
disposiciones, se informaba además que «los tribunales no tubieron intervención ni
conocimiento en la idea», obra como fue de «algunos pocos ministros [...] no
prácticos en los intereses, comercio y situación de esos Países», y poco atentos a «la
calidad de los privilegios y fueros para que el modo fuese menos gravoso». El
anónimo autor insistía sobre todo en la oportunidad de reconsiderar esta última
medida, «de modo que las provincias foraneras queden restituidas a su primer ser»,
restitución que se solapaba asimismo con la petición de que la monarquía
recuperase sus anteriores señas de identidad.
La posibilidad de que la situación pudiera decantarse en un sentido o en otro
dependía de la interna correlación de fuerzas, y no menos de los efectos que sobre
la situación material del reino pudiera ejercer el coste de la política exterior de la
monarquía, consecuencia de sus relaciones y conflictos con otras casas soberanas.
Y los datos de que disponemos parecen indicar una situación de cierto compromiso
en los años inmediatamente posteriores a 1724, independientemente de que la
línea de acción de los ministros más notorios de este período (tal que Patiño entre
1726 y 1736) no deje de apuntar una clara preferencia por la continuidad del
proceso reformista, procurando evitar la dependencia de los consejos». Otro tanto
intentó hacer en relación con la administración del territorio. A pesar de la
desaparición de los intendentes de provincia, cuya función había pasado a ser
desempeñada por los corregidores, Patiño procuró asimismo que el Consejo de
Castilla no recuperase posiciones dentro de ese ámbito territorial. Entre 1724 y
1748, el papel de superintendente fue mucho más determinante que el de
corregidor. El interés de Patiño por asegurarse el control de esos servidores resulta
perfectamente comprensible. Constituían la pieza fundamental dentro del plan de
reordenación del sistema fiscal de la monarquía y de recuperación de sus niveles de
recaudación.
En este aspecto tarea no les faltaba. Por de pronto estaba de por medio el problema
de las haciendas locales, convertidas en una trama fiscal poco menos que
impenetrable a raíz de la consolidación de los servicios de millones. Desde entonces
se había constituido en Castilla una extendida red de arbitrios municipales, un
sistema propio y paralelo. Indefectiblemente, la mejora de la recaudación
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perseguida por la Real Hacienda pasaba por hacerse con el control de esa fiscalidad
paralela. En Valencia y Cataluña estos planteamientos ya habían llegado a
materializarse con cierta efectividad. Y la monarquía aplicó simultáneamente estas
mismas medidas en Castilla. Una vez más el precedente francés debe tenerse en
cuenta: en 1683, a través de los intendentes, Colbert había conseguido imponer una
situación de efectiva tutela administrativa sobre las finanzas municipales del reino.
Ahora bien, todo parece indicar que, aquí, esa situación estuvo lejos de alcanzarse.
Durante la guerra de Sucesión la propia monarquía no había dejado de recurrir a
expedientes que, en el fondo, reforzaban esa fiscalidad municipal. Pero, sobre todo,
estaba la existencia de unas potentes corporaciones urbanas cuyos privilegios
constituían un obstáculo nada fácil de sortear. Y no menos difícil de intervenir si
tenemos en cuenta que en este caso no podían invocarse las circunstancias de una
rebelión contra el monarca.
La reiteración de las disposiciones durante el período de Patiño algo nos indica ya
sobre su escasa efectividad, como asimismo lo indica la evolución -a la baja- de las
rentas provinciales, íntimamente vinculadas a esa fiscalidad municipal. La presencia
de un gasto siempre por encima de los niveles de recaudación condujo a una
situación inquietante en 1737, situación que dos años después -ante la apertura de
nuevos conflictos- forzaría a la monarquía a la declaración de una suspensión de
pagos. Atrapada por su propia política de grandeur en el exterior, de nuevo la casa
soberana se vio forzada a actuar, en el interior, de una manera decididamente
patrimonialista. Dos medidas de urgencia ilustran claramente este proceder: de una
parte, la creación de una Junta de baldíos (octubre de 1738) encargada de proceder
a la recuperación de las tierras «valdías, y realengas» supuestamente usurpadas a
la corona; de otra, la venta (diciembre de 1738) de los empleos de las ciudades, villas
y lugares de la Corona de Aragón. Pero de por medio volvía a aparecer la
constitución tradicional del reino. Invocando sus principios se articularía una
consistente defensa frente a la libre disponibilidad con la que el monarca pretendía
desenvolverse en punto a baldíos. Y la serie de incidentes que enmarcaron esta
operación prueba que, en Castilla, las aspiraciones patrimonialistas no se
correspondían del todo con la realidad.
Por el contrario, la intervención sobre los arbitrios municipales no originó un
movimiento de alegaciones de derecho similar al de los baldíos. La razón es que
tales reclamaciones no podían tener lugar. Cabía discutir la presunción de dominio
a favor del rey sobre las tierras baldías pero, desde un punto de vista doctrinal, nadie
disputaba al monarca su condición de administrador de los ingresos de esas
corporaciones.
La reorganización de las relaciones con las corporaciones municipales constituyó de
hecho una de las piezas centrales de las reformas de Ensenada ya en el reinado de
Fernando VI. En este punto concreto el ministro no ocultó nunca su inspiración
francesa, inspiración que conformaba el conjunto de su diseño político. Con todas
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HISTORIA DE ESPAÑA II
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HISTORIA DE ESPAÑA II
TEMA III
CARLOS III: CONFLICTO, RECOMPOSICIÓN Y CRISIS CONSTITUCIONAL.
Presentación
Como tradicionalmente solía suceder, la proclamación de un nuevo monarca
levantó grandes expectativas. La de Carlos III, ocurrida el 11 de septiembre de 1759,
levantó quizá más de las que cabía esperar. Primero por la situación de
incertidumbre y estancamiento que en punto a decisiones y orientación política a
seguir había padecido la monarquía en los últimos años del reinado Fernando VI.
Después por el hecho mismo de tratarse de un monarca no precisa-mente neófito,
cuya experiencia de otra parte la había adquirido en un trono extranjero (Nápoles,
1734-59), aunque no extraño del todo al pasado de la monarquía. Dada la ausencia
de anteriores vinculaciones directas con el entramado político-cortesano, existía
una mezcla de curiosidad e inquietud en relación: con la designación de quienes
habrían de ser sus más inmediatos servidores.
En cierto sentido la propia situación del monarca no dejaba de presentar algunos de
esos síntomas. En el momento de su partida de Nápoles debió arreglar una sucesión
no exenta de problemas. El 6 de octubre de 1759, víspera de su partida, un comité
compuesto de altos consejeros, servidores y seis médicos, declaró la incapacidad
mental del primogénito Felipe, con la subsiguiente privación por tanto de sus
derechos. Con anterioridad había dispuesto un Consejo de Regencia controlado por
su fiel colaborador Tanucci, que había de hacerse cargo de los asuntos del reino
durante la minoría de edad de su tercer hijo, Fernando. El segundo, Carlos, iría con
él a España para ser jurado como heredero del trono. Previamente tras largas
negociaciones, el ministro Tanucci había conseguido ese mismo año que Austria se
aviniese a reconocer la legitimidad de la transmisión del Reino a los descendientes
de Carlos. Ambas decisiones muestran su deseo por dejar resuelta una cuestión tan
reconocidamente crucial como la sucesión. La declaración de incapacidad se había
hecho ante los contrarios rumores que al parecer habían corrido en España acerca
del carácter no incurable de la enfermedad del primogénito. Pronto Carlos pudo
comprobar la escasa consistencia de los mismos. El 25 de octubre, desde Lérida,
refería a Tanucci la forma en la que el futuro Carlos IV era aclamado por «la Nobleza
y todos los Pueblos» como príncipe de Asturias.
Con todo, la confirmación más importante en este sentido era la que iba a tener
lugar en las mismas cortes convocadas en Madrid para el 17 de julio de 1760, y
donde Carlos Antonio había de ser jurado como heredero al trono. El hecho de que
tan sólo durasen cinco días resulta ya suficientemente explícito. Pero los temores
de Carlos no eran infundados. Ya se ha visto que inducido por ellos el monarca había
procedido a la declaración de incapacidad de su primogénito. Estaba luego la propia
ley sálica que, con rango de ley fundamental, estableciera su propio padre en 1713.
En las cortes se actuó como si la mencionada norma no existiese. Tal actitud
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HISTORIA DE ESPAÑA II
resultaba poco menos que obligada ante el hecho de que el heredero había sido
educado fuera de España, circunstancia ésta que Felipe V estableció como
invalidante a efectos de la sucesión de la Corona. Interesado como estaba en pasar
por alto las exigencias de la ley de 1713, el monarca prefirió implicar al reino antes
que asumir los riesgos de una nueva solución autocrática en tema constitucional, tal
como la empleada por su padre en el proceso de establecimiento de aquella ley.
Con ello se estableció una situación no exenta de cierta paradoja: si por una parte
Carlos III conseguía hacer bueno su arreglo sucesorio, no es menos cierto que ello
lo conseguía con visos de haber procedido de manera constitucional. En parte, la
solución podía interpretarse como una reposición del orden sucesorio tradicional
alterado por Felipe V.
Exceptuando el acuerdo adoptado para solicitar del papado la proclamación como
patrona del reino de la Purísima Concepción, no se trataron mayores asuntos en
aquellas cortes. Ello no impidió sin embargo que, por parte de los diputados de las
capitales de los reinos de la antigua Corona de Aragón, se aprovechase la asamblea
para hacer llegar al monarca una Representación. En ella se planteaba, en forma de
petición, la necesidad de revisar algunos de los supuestos sobre los que habían
venido desenvolviéndose las relaciones con la monarquía desde la nueva planta.
Esta actitud no era ajena a la receptividad aparentemente mostrada por Carlos III
desde el momento de su desembarco en Barcelona, actitud que se había traducido
además en una serie de concesiones. Por lo demás, peticiones de este tipo se habían
remitido asimismo al ministro Esquilache, y no fue esa Representación la única que
se pensó en hacer llegar al Monarca. Sin embargo, tanto por los criterios que la
inspiraban como por su planteamiento general -menos quizá por lo que se denuncia
y reivindica- la Representación de 1760 resulta ser otra cosa.
Lo que allí en concreto venía a denunciarse era, por una parte, el decaimiento de la
vida municipal subsiguiente a la expropiación de competencias llevada a cabo por la
nueva planta; de otra, el sesgo netamente castellanista con el que había venido
practicándose la distribución de cargos –civiles, militares y eclesiásticos- en el
conjunto de la monarquía. La exposición, de tono moderado, renunciaba por lo
demás a cualquier reivindicación concebida en términos de imprescriptibles
derechos históricos. Claramente se situaba en las reglas de juego establecidas en
1707: se trataba de «un alegato en favor del perfeccionamiento de la nueva planta».
Eran sus incongruencias más visibles -las que se utilizaban para esa petición de
modificación. Venía a operarse en consecuencia con una lógica estrictamente
racional, no historicista. Como discutible podía presentarse así, de acuerdo con esa
lógica, que unos territorios que constituían «la tercera parte del estado» tuviesen
tan débil presencia en sus órganos políticos. Lo propio sucedía con la uniformidad
establecida: ejemplos muy próximos (Francia -curiosamente- y Austria) probaban la
posibilidad de coexistencia entre autoridad monárquica y diversidad de «regiones»
con «leyes diferentes». Obviamente, la situación del monarca como elemento de
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HISTORIA DE ESPAÑA II
cierre del sistema quedaba fuera de toda discusión. Se entendía simplemente que
esas rectificaciones sólo podrían redundar en beneficio del sistema mismo.
No menos interés encierra la fundamentación -que suena ya a ilustrada- con la que
pretendía justificarse la petición. De acuerdo con ella la nueva planta se presentaba
como una disposición dictada «por la equidad y el celo por el bien público»,
pudiendo resultar entonces exigible que el nuevo monarca continuase en esa línea.
Su actividad debía de ir encaminada a hacer que todos sus vasallos «sean felices»,
de acuerdo con aquellas máximas que se consideran «más justas y más útiles para
el bien público», y que de hecho coincidían con las que ya habían venido utilizando
sus antecesores en el gobierno de la antigua corona. Además de esta ilustrada
utilidad, el derecho natural actuaba como un segundo puente desde el que,
pacíficamente, podía acreditarse la oportunidad de retomar ciertos principios del
viejo ordenamiento. Por derecho natural gobernaban los padres de familia sus
casas, y los ciudadanos sus ciudades; era conclusión lógica que los naturales
«gobernasen» también sus reinos, bien que «subordinados a la suprema autoridad
de los soberanos».
Si nos atenemos a la materialidad misma de las peticiones, el efecto que de modo
inmediato -y aún a medio plazo- tuvo la Representación es más bien limitado. Pero
no escapó al monarca la cuestión de integración constitucional que allí se planteaba.
De ahí que en 1766 aceptase el informe favorable de la Cámara -dictaminado por el
fiscal- en relación con una petición de la ciudad de Barcelona para que se crease una
nueva plaza en la Comisión de millones. En su dictamen, el fiscal había defendido la
oportunidad de esa solución. Primero porque concedida esa gracia en 1712 a una
serie de ciudades de Aragón y Valencia, importaba hacer lo propio con Cataluña y
Mallorca. Y después porque a esa circunstancia se agregaba «el celo, y esfuerzos con
que Cataluña y Mallorca procuran ser útiles a V.M. y al estado, y la máxima de
cultivar la perfecta unión de estos Reynos y de mantener a todos sus súbditos en
recíproca igual correspondencia y uniformidad de exempciones y prerrogativas».
Había algo más que simple politesse en el hecho de que Carlos III asumiese una
declaración de ese estilo. Sus mismos términos no debían resultarle del todo
extraños. Desde 1734 había venido actuando en esa línea, dentro de un diseño que
inspirado por Tanucci pretendía una refundación constitucional -no uniformista- de
los antiguos reinos de Sicilia y Nápoles. Un repristinamiento que claramente quería
acreditar la presencia, en el sur, de un reino nacional. De ahí su voluntad de
independización en relación con España, y también frente a las pretensiones de
superioridad feudal aducidas por la Santa Sede. Respaldando este criterio, Carlos
fue proclamado rey de Sicilia por el propio parlamento de la isla; y el primogénito,
por las mismas razones, recibió el título de príncipe de Calabria. A esa exigencia
respondía también el acaparamiento de cargos a manos de sicilianos y napolitanos.
El período napolitano resultaría fundamental en relación con las líneas de reforma
interna que luego se seguirían en España. Particularmente en punto a un militante
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HISTORIA DE ESPAÑA II
regalismo. Todo ello, hasta cierto punto. La práctica del proyecto reformista
napolitano también hizo conocer a Carlos III la existencia de ciertos límites que
difícilmente podía saltar, y que consecuentemente imponían una política de
compromiso con aquellos poderes (nobleza, togados) que tenían capacidad para
hacerlos respetar.
Con todo era este un grado de experiencia político reformista rigurosamente inusual
en un monarca que accedía al trono. Resuelto el problema sucesorio, Carlos
comenzó a dar muestras de que el impasse anterior había concluido. En noviembre
de 1759 Martínez Pingarrón escribía a Mayans notificándole, ante las primeras
medidas del monarca, que volvía a haber «amo en casa», y que «aquí se esperan
muchas cosas nuevas en breve». Tampoco era para tanto. Por el momento Carlos
se limitaba a poner un poco de orden en el desgobernado estado de cosas de los
últimos tiempos. Esto implicaba antes que nada deshacerse de la dinámica juntista
tan utilizada por Ensenada, lo que paradójicamente daba a la medida -aunque no
fuera ese su propósito- un cierto tinte de vuelta al orden tradicional de los consejos:
«Cada consejo sus respectivos encargos de planta». Su anuncio de que no habría
«mas ministro que su magestad» pronto quedó contradicho ante el espectacular
ascenso del siciliano Esquilache. El monarca dispuso asimismo la vuelta de Ensenada
a la corte.
La rehabilitación de Ensenada, designado miembro de la recién creada Junta de
Hacienda, tenía además una importancia adicional. Era un claro aviso a propósito
de la línea política interna que previsiblemente iba a seguirse, bien que el hombre
fuerte fuese en este caso Esquilache. El monarca guardaba las formas, pero sus
preferencias se manifestaban sin ambigüedad cuando la ocasión lo requería. En la
primera consulta del viernes con el Consejo de Castilla, quedó perfectamente claro
que los consejeros no iban a recuperar protagonismo en relación con el control de
la consulta una vez resuelta por el monarca. Las relaciones privilegiadas con los
secretarios de Estado continuarían manteniéndose. Prescindiendo de los cambios
en el gobierno de corte, las medidas que pasaron a adoptarse en relación con la
administración territorial confirman la vuelta de la dinámica reformista.
Especialmente en aquellas cuestiones cuya resolución, por falta de voluntad
política, habían quedado pendientes desde la caída de Ensenada. Se explica así la
prontitud y decisión con la que Esquilache retomo el asunto de las haciendas
municipales, para cuya resolución se sirvió del material ya recopilado por su
antecesor en el cargo, Ensenada, en su proyecto de catastro. Por real decreto de 30
de julio de 1760, Esquilache dispuso la creación de una Contaduría General de
propios y arbitrios con sede en la corte. Formalmente, el «gobierno» y «dirección»
de los mismos quedaba en manos del Consejo de Castilla, a quien correspondía
tomar las oportunas providencias al respecto. De hecho, con la contaduría se
establecía un cuerpo extraño al consejo, y mediatizado en lo fundamental por el
superintendente de Hacienda. Estos habían sido asimismo los criterios que,
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1766
Así las cosas, en marzo de 1764 el embajador danés Antón Larrey informaba a su
jefe ministerial que Esquilache, al amparo del favor del rey, venía actuando de
acuerdo con «sus intereses particulares […] haciendo despóticamente lo que le
viene en gana». Con ello no hacía sino precipitar «al pueblo cada vez más a la
miseria», añadiendo que ésta era tan grande que «a nada que la cosecha de este
año sea tan mala como fue la del año pasado, las consecuencias no podrán ser sino
funestas y terribles». Era este un testimonio que iba a resultar profético. Con toda
probabilidad su autor disponía de fuentes privilegiadas de información, pero ello no
significa que su valoración acerca de la actividad desplegada por el ministro siciliano
sea veraz en todos sus extremos. Es cierto que todavía hoy conocemos muy poco de
esa actividad. Suficiente sin embargo como para barruntar el tono interesado y
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HISTORIA DE ESPAÑA II
tópico que puede ocultarse tras la acusación de «despotismo»: casi todos los
reformistas del siglo XVIII la sufrieron. No se afirma con ello que en este caso resulte
del todo infundada. Pero debe tenerse en cuenta el poso que en esa impopularidad,
pudo jugar la necesidad en la que se vio el ministro de adoptar medidas para hacer
frente a las exigencias de la guerra de los Siete Años, cuyos efectos aún se notaban.
Tal y como temía el embajador danés, la cosecha de 1764 no resultó buena. A tenor
del movimiento de los precios, la de 1765 resultaría aún peor. En este contexto, el
9 de agosto de 1764 se requería la opinión del Consejo de Castilla en relación con el
libre comercio de los granos, una medida que Esquilache venía tanteando desde
1761 influido probablemente por el ejemplo de Francia, donde por disposiciones de
1763 y 1764 se había establecido completa libertad de circulación al respecto. Por
lo que suponía de quiebra del tradicional concepto de policía, la medida suscitó un
vivo e intenso debate constitucional, en el que los parlamentos se significaron
especialmente; alguno de ellos llegaría a sostener en 1768 que la libertad de los
granos suponía «una alteración de la Constitución Francesa». Observaciones de este
tipo se habían hecho asimismo desde el propio Consejo de Castilla. Uno de sus
fiscales, Lope de Sierra, había afirmado que ese comercio estaba prohibido «no sólo
por las leyes del Reino, sino también por el Derecho Canónico y doctrinas de los más
clásicos teólogos y canonistas». La concepción escolástica de la economía, como
puede verse, estaba aquí bien presente. Y el mismo criterio lo compartían
corregidores e intendentes, tal y como pudo verse con motivo de la pragmática
liberalizadora de 11 de julio de 1765.
Una primera manifestación de la actitud popular ante esas medidas tuvo lugar en
Madrid en diciembre de ese mismo año. A la salida de la familia real de la iglesia de
Nuestra Señora de Atocha, la multitud sustituyó los «¡vivas!» al rey por «¡Danos pan
y muera Esquilache!». Si, en opinión de uno de los fiscales del consejo, la eliminación
de la tasa del grano iba contra las leyes del reino, el bando sobre las capas y
sombreros podía considerarse como contrario a «la inmemorial costumbre de todo
un Reino», como «opuesto a la libertad natural […] a la costumbre, y al genio de
toda la Nación». La inconstitucionalidad a la que aquí se alude procede de las
relaciones que se confeccionaron con motivo del motín que en ese 1766 tiene lugar
y se conoce como motín de Esquilache, pero no era un planteamiento exclusivo de
los amotinados. En la misma línea se inscribía el pronunciamiento de los fiscales del
consejo sobre la providencia de «capas largas y sombreros redondos». Además de
manifestar la imposibilidad de aplicar penas corporales a los infractores, los fiscales
no dejaban de señalar en su dictamen la improcedencia de que, tratándose de
«materia de Policía», su aplicación corriese sin embargo a cargo del Comandante
militar. De acuerdo con los supuestos de la cultura política tradicional, hacían notar
además que una disposición semejante sólo debía tomarse «con gravísima causa»,
y que en todo caso debía incluirse dentro de una más general reforma de abusos,
que «no urgen menos» que capas y sombreros. No es casualidad que en alguna de
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HISTORIA DE ESPAÑA II
esas relaciones se hablara posteriormente de «la noble resistencia que tuvo [el
bando] de parte de los fiscales».
En la primavera de 1766 pudo verse que esos temores no eran infundados: primero
en Madrid e, inmediatamente
•
después, fuera de ella. Los documentos del motín
aluden con frecuencia al «despotismo tirano» bajo el que vive el país. Partiendo de
este dato, procedían después a una legitimación del movimiento en términos de una
supuesta restauración de derechos, planteando entonces como una auténtica
obligación la necesidad de «informar al soberano del deplorable estado de nuestra
constitución». Las alusiones a unos «Tribunales superiores enteramente
desposeídos de su autoridad», que «no son oídos ni menos respetados, en sus
dictámenes y votos de justicia», son frecuentes. De esta forma, entre las
reivindicaciones más visibles y populares del motín se dejaban caer alusiones nada
equívocas contra el diseño administrativo de Esquilache. Tales denuncias, aunque
pudiendo ser circunstancialmente asumidas por las capas populares, no parece que
puedan interpretarse como si de una estricta reivindicación de estas últimas se
tratase. Como tampoco parece serlo la defensa de «la Iglesia Católica» que
asimismo se trasluce de esas relaciones.
Todo ello permite entender la compleja trama de intereses perceptible en torno al
motín de Madrid. Compleja pero no imposible de discernir: junto a las
reivindicaciones vinculadas a los populares estaban también las de aquellos sectores
del entramado corporativo más decididamente opuestos al nuevo orden de
Esquilache. Y aun la de una parte de grandes y del clero directamente afectados por
esas medidas. A este bloque pertenecían, obviamente, los autoresde algunas de las
relaciones del motín. No por casualidad se establecía en una de ellas una tajante
diferencia entre el pueblo como «Cuerpo respetable», y el vulgo como «cuerpo sin
cabeza»; así los alborotados no debían reputarse «sino por un monstruo temerario
del ínfimo Vulgo». Que entre ambos grupos llegara a fraguar una alianza más o
menos tácita no resulta extraño. También por estas mismas fechas se concretó en
Francia un acuerdo similar entre la nobleza parlamentaria y sectores populares
defensores de la concepción patriarcal-proteccionista de la economía. En España tal
alianza no debe contemplarse como una simple instrumentación de los populares
por parte de un sector de los poderosos opuestos a Esquilache. La adopción de una
represora política urbana desplegada en Madrid en relación con las fiestas y
diversiones populares pudo ya abastecer a este sector de razones propias.
El motín lo fue sobre todo contra Esquilache. Y muy particularmente el de Madrid,
que inició la serie. Bastaron cuatro días de agitación (del 23 al 26 de marzo) para
que un asustado monarca confirmase por dos veces las peticiones que le hacían los
amotinados, entre las que por encima de todo se contaba la destitución de quien
venía siendo denunciado como «usurpador de la regia autoridad». Con esa doble
confirmación el monarca había reconocido la legitimidad misma del movimiento, tal
y como posteriormente llegaría a plasmarse en el auto acordado de 5 de mayo de
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En fecha tan temprana como el 27 de marzo, cuatro días después del comienzo del
motín, el embajador Larrey percibía ya certeramente el alcance de esta «crisis fatal»
que, según su informe, «será memorable para siempre en los anales de España y
puedo añadir muy bien que en los de Europa». Más allá de esa dimensión general,
los acontecimientos de 1766 impresionaron profundamente al monarca según nos
consta por diversos testimonios. Hasta el extremo de que llegó a considerar
seriamente la posibilidad de no volver a Madrid. Cuando finalmente lo hizo, a
primeros de diciembre, adoptó antes las oportunas medidas. Dispuso así el traslado
de Aranda -capitán general del reino de Valencia hasta ese momento-a la corte,
donde de inmediato sería nombrado capitán general de Castilla la Nueva y
presidente del Consejo de Castilla. La nueva autoridad pronto pudo percibir las
profundas implicaciones del movimiento: a los pocos días recibía un anónimo en el
que «los verdaderos españoles» le incitaban a que, conjuntamente con los grandes,
tomase medidas para acabar con la «tiranía despótica» que se había instalado en la
monarquía.
Aranda se aplicó de inmediato a una labor de ordenamiento y control de la corte.
Haciéndose eco del malestar Madrid sugirió a este la posibilidad de reclamar de las
corporaciones del municipio una satisfacción y aun una revocación de las gracias por
él mismo concedidas en los primeros días del tumulto. La oportunidad de esta
medida se hacía aún más patente tras el auto acorado de 5 de mayo, por el que
habían quedado anuladas en todo el remo las bajas de precios de las subsistencias
así como los indultos concedidos por magistrados y ayuntamientos, excepción
hecha de Madrid. Tal anomalía, impuesta por las capitulaciones suscritas por el
monarca en el momento del motín, creaba una delicada situación. Debiendo tenerse
la corte por «el lugar más sagrado, de mejor gobierno y de mas respeto y segundad
que todas las ciudades del reino», la excepción de Madrid comprometía en cierto
sentido la autoridad del propio monarca. Así lo hacía saber este último al consejo
en la minuta que le dirigió solicitándole su parecer sobre estos hechos, y en la que
se apuntaba ya una posible solución: la anulación de la medida podía basarse en la
ilegitimidad de quienes pretendieron actuar como «parte» del pueblo de Madrid.
El resultado de todo ello fue la real provisión de de 23 de junio de 1766 en la que la
nobleza, ayuntamiento, gremios y clero de Madrid reiterarían a Carlos III esos
argumentos, facilitándole así la reconsideración de la medida. Ya el propio
procedimiento indica bastante en relación con la importancia que el monarca
confería a las capitulaciones del motín. No menos ilustrativo al respecto resulta el
hecho de que los propios fiscales del consejo hubiesen de emitir dictamen sobre la
constitucionalidad de la medida, que se imprimió acompañando a la provisión.
Partiendo de la condición de «Cuerpo quimérico e incierto» de aquellas gentes que
suscribieron el acuerdo, los fiscales establecían claramente que sólo el
ayuntamiento era «la voz abreviada del Pueblo para representar o proponer lo que
convenga al beneficio común». Amén de insólita, por falta de precedentes, la
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Enfermedad de la constitución.
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Por mucho que fuera el interés de Carlos III en la reforma interior de la monarquía,
los hechos -en un terreno tan definitorio como el gasto público- demuestran que tal
interés estaba lejos de desplazar la que en realidad constituía prioridad mayor de la
dinastía: el mantenimiento de la estructura imperial superviviente a Utrecht.
Inevitablemente tal opción implicaba hacerse cargo de toda una serie de guerras
dinásticas internacionales, con su correspondiente cobertura, y con la consecuente
detracción de un importante volumen de recursos susceptibles de ser empleados
para otros fines que los impuestos por la política de grandeur dinástica. La guerra
contra Inglaterra (1779-83) marcó en este sentido los límites del modelo de reforma
dentro del cual la monarquía venía operando desde 1766. La financiación del
conflicto obligó a la adopción de una serie de medidas de especial trascendencia en
el campo de la Hacienda, aunque no sólo. No obstante, de sus principios
inspiradores podía deducirse una situación de abierta incompatibilidad en relación
con el diseño jurisdiccionalista, al menos tal y como éste había sido reformulado por
Campomanes. Se reclamaba ahora prioridad para la vía gubernativa y los
procedimientos ejecutivos, confiriéndose al mismo tiempo mayores atribuciones a
la jurisdicción de Hacienda. El ministro Pedro López de Lerena, a quien se le cometió
esa cartera en 1785, se encargaría de llevar a la práctica esos principios. La creación
de la Junta de Estado en 1787, decidida por Floridablanca, constituye sin duda la
manifestación más visible de este intento de reconducción.
Tanto Floridablanca como -más particularmente- Lerena, parecían convencidos que
a partir de una mejora sustancial en la administración era posible todavía
recomponer la situación de la monarquía. Voces hubo sin embargo que apuntaron
entonces la inviabilidad de esa estrategia. Así lo haría por ejemplo León de Arroyal
en sus Cartas -inéditas entonces- dirigidas precisamente al conde de Lerena. Su
propuesta era tan simple como contundente: la monarquía no admitía ya más
remiendos, haciéndose necesario establecer una nueva constitución. Como el
propio Arroyal señalaba, «si vale hablar verdad, en el día no tenemos constitución».
Ciertamente no era Arroyal el primero que denunciaba la enfermedad de la cons-
titución de la monarquía: a ello había aludido ya Campomanes, y el propio príncipe
de Asturias, en una carta confidencial dirigida a Aranda, no había dejado de
reconocer «lo desbaratada que está esta máquina de la Monarquía». Había sin
embargo una importante diferencia. Lo que Arroyal planteaba, ofreciendo
abundantes ejemplos, era la estricta imposibilidad de un arreglo -como el que
pretendía aplicar Lerena- en términos de una recta administración. Ni aun sobre la
base de hacer más ágil el aparato consiliar o de implementar más expedientes de
impronta comisarial. Arroyal no hablaba de arreglar la constitución, sino de refundar
sus materiales desde los supuestos de un poder verdaderamente constituyente, al
margen por completo y en un universo conceptual que ya no era el del orden feudo-
corporativo. Convencido de que «las grandes mutaciones en los estados» solían
producirse por «un exabrupto del poder de alguna de las partes que lo componen»,
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Arroyal, miraba hacia un nuevo territorio político en el que las reglas de juego serían
otras.
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TEMA IV.
DE LA MONARQUÍA CATÓLICA A LA NACIÓN CATÓLICA4
Presentación.
En este tema se aborda la gestación en los momentos finales del XVIII de un discurso
que identifica en la articulación de una forma de representación política de la ciudadanía
el medio para la reforma constitucional de la monarquía. Se repasa la manera en la que
ese planteamiento se concibió bajo el influjo de la naciente ciencia política y la forma en
la que estuvo condicionado en su desarrollo por la experiencia revolucionaria francesa,
con disolución en 1808 de la monarquía en el entramado imperial napoleónico. El
objetivo es identificar trascendencia que en la cultura del constitucionalismo ilustrado
adquirieron progresivamente la nación y el catolicismo, rasgos que singularizarán la
Constitución de 1812.
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La mayor parte de los contenidos de este tema proceden, con la debida autorización, de diversos trabajos
de José María Portillo.
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Son todas cuestiones que estarán presentes en el programa constitucional del primer
experimento constitucional español entre 1810 y 1812 y, como entonces, sabía el autor
de estas cartas que todo ello debía envolverse en un principio que formaba el núcleo
esencial de la reflexión constitucional: “Háganse las mejores reformas, créense las
mejores costumbres, introdúzcase el orden más admirable; mientras no se modere la
autoridad soberana, todo será vano.” Era justamente lo que el inglés tenía a diferencia
del español, esto es, un sistema constitucional que servía de muralla constitucional a la
voluntad del príncipe. En el fondo, argüía Arroyal, no se trataba más que de utilizar el
poder del propio príncipe para restituir las cosas a un estado que había sido alterado
por el feudalismo y el despotismo. Es una idea de retorno a una situación ideal que
compartió gran parte del pensamiento ilustrado y que el discurso preliminar del
proyecto constitucional de 1810 hará de nuevo suya. Que el poder del príncipe y su
gobierno no debía entenderse ya monopolizador de la capacidad de decisión política, es
algo que no sólo intuía y proponía Arroyal sino que intuyeron también buena parte de
los textos que imaginaron las reformas constitucionales a finales del setecientos. La
presencia ciudadana en el ámbito de la política a través de la representación centraba
esas reflexiones. Y en ellas se entendía que la reforma constitucional necesaria implicaba
la reunión de un parlamento con funciones colegislativas.
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HISTORIA DE ESPAÑA II
ministerio a la difusión de las letras, sobre todo de aquellas que, como las que tenían
que ver con la economía política más se estaban acercando al constitucionalismo, tuvo
el efecto inmediato de cortar la fluidez con que en la década de los ochenta se habían
transmitido, sobre todo a través de publicaciones periódicas como El Censor o El Correo
de Madrid.
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emergencia para dar paso, luego de normalizado el gobierno mediante una nueva
constitución, a un parlamento con funciones puramente legislativas. Es el mismo
mensaje que José Hevia enviaba al gobierno de París desde Bayona como eje principal
de la campaña de fomento revolucionario en España que pergeñaban y que basaban en
la convocatoria de las Cortes para proceder a una reforma constitucional.
La idea por tanto de fondo es la misma. Esto es, proceder a una reforma constitucional
de la monarquía que, ante todo, implicaba la presencia parlamentaria de la nación. Lo
planteaba así Arroyal en 1792 tras realizar un recorrido europeo que mostraba las
posibilidades de la reforma. Advertía respecto a España que tenía a su favor algunas
leyes fundamentales aprovechables, sobre todo la que impedía al rey hacer leyes sin el
concurso del reino. Y en su contra, que le faltaban definiciones precisas acerca de
aspectos esenciales de una sólida arquitectura constitucional: de dónde dimana el
poder, el derecho del pueblo a la representación, la regulación de la sucesión, minoría y
tutela en la monarquía y la definición de las funciones de los Consejos. Eran las
cuestiones constitucionales que preocuparon a un buen ramillete de intelectuales
españoles de la década de los noventa. En buena medida si interesó la reforma
constitucional fue para ofrecer vías que evitaran la revolución tal y como se estaba
desarrollando en el país vecino.
En esa dirección se situó Victorián de Villava al escribir sus Apuntamientos para una
reforma de España desde la distancia. En realidad, el título completo de su texto da
mejor idea de su finalidad pues añade sin perjuicio de la Monarquía ni de la Religión.
Estimando precisa una explicación sobre la intención con que se ponía manos a la obra
en la ciudad de La Plata, arrancaba el prólogo del autor: “En una época en que el espíritu
de libertad hace tantos progresos, y en que el entusiasmo que le subsigue hace tantos
estragos, debe todo buen Ciudadano dedicar sus meditaciones a evitar una revolución,
que los mismos abusos preparan, que el ejemplo de los demás Pueblos anticipa, y que
debe temerse mas que los males que padecemos, y tanto más deseamos enmendar.”
Dar un “nuevo ser” a la nación sin los riesgos “del hierro y del fuego” de la revolución
era el propósito del texto del aragonés que quedará inédito hasta 1822.
Buena parte del pensamiento español de finales del siglo XVIII interesado en explorar
las posibilidades que ofrecía el constitucionalismo tuvo claro el hecho de que, bien
entendida la idea de una reforma constitucional, podía resultar inmejorable
preservativo ante la revolución que se mostraba peligrosamente como un desenfreno
de pasiones. Y por pasiones no sólo se entendían las políticas. También se tenían en
cuenta las referidas a la religión. Si autores como Villava prevenían contra el fanatismo
político que adivinaban en la actitud revolucionaria, no menos lo hacían contra el
religioso que en su opinión conducía en también a la tiranía. De hecho, los autores que
más decididamente se adentraron en la elaboración de un constitucionalismo ilustrado,
no dudaron en establecer en el mensaje evangélico el principio de la obligación política.
En una línea muy marcada de pensamiento político que llega con claridad al arranque
de la historia constitucional de España, apreciaron el derecho de las naciones a
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HISTORIA DE ESPAÑA II
constituirse y la capacidad social de alterar las reglas esenciales del gobierno –las leyes
fundamentales- para procurarse su felicidad deduciéndolo del mandato divino de
multiplicarse, poblar y henchir el mundo dado a la humanidad en su creación en la
persona de Adán. Del mismo modo, se defenderá que el pacto social, la creación de la
sociedad y de su orden político por consentimiento, no era más que la traslación político
constitucional de “orden admirable” establecido por Dios en el universo. Se trata de una
actitud que ejemplifica bien Pablo de Olavide cuando compone su Evangelio en Triunfo,
donde se ensaya un completo tratado de moral para la ciudadanía católica. Será ese
mismo hilo el que seguirán conspicuos liberales de ambas partes del mundo hispano,
como Francisco Martínez Marina o Juan Germán Roscio. El constitucionalismo ilustrado
se orientaba así, en buena medida, hacia un planteamiento que proponía una reforma
de la monarquía centrada en la nación y ajena a cualquier forma de enjuiciamiento de
su identidad católica. Y las huellas de ese pensamiento quedarían impresas con
profundidad en la Constitución de 1812. El paso de esa cultura del constitucionalismo a
la Constitución se produjo sin embargo en un escenario sumamente singular.
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HISTORIA DE ESPAÑA II
España no sufría merma territorial, lo que no era poco, y en Francia parecía que la
situación política se tornaba bastante mas moderada. El momento parecía por tanto
propicio para quienes sostenían una imagen más conservadora acerca de la necesidad
de transformar las relaciones políticas internas en la monarquía, defendiendo la posición
del príncipe como el único centro de actividad propiamente política.
Sin embargo, si la Constitución francesa de 1795 ofrecía el fin de la revolución y la
consolidación de un régimen efectivamente constitucional, aquello no significaba que
se renunciara a una posición de peso en Europa. Así lo entendió Napoleón. Y para
cuando en el borde del cambio de siglo se hizo con el control del poder en Francia,
España había ya reorientado de nuevo su política exterior hacia su tradicional pacto de
familia. La diferencia, notable, es que al otro lado del pacto no estaba ya "la familia",
sino una república que se estaba transformando rápidamente en imperio, como
formalmente lo hará desde 1804.
El tratado de San Ildefonso de 1796, con el que se retomaba la política de Estado de
alianza con Francia, marcó el inicio de un proceso de mediatización imperial de la
monarquía española que ira pronunciándose hasta culminar en el tratado de
Fontainebleau de 1807. Durante la década que separa ambos convenios, España ira
progresivamente poniendo al servicio del emergente imperio francés la parte imperial
de su monarquía, evidenciando así, de manera creciente, su dependencia de Francia en
términos del derecho de gente. El fracaso de la paz de Amiens (1802) y el reinicio de las
hostilidades entre Francia y Gran Bretaña acentuó notablemente esa tendencia con la
firma del tratado de subsidios (1803), que dejaba prácticamente al servicio de las
necesidades francesas los beneficios fiscales del imperio español. No cabía entonces ya
vuelta atrás en la política de Estado, y la dependencia de Francia, e los años
subsiguientes, se convertiría a la vez en el seguro que permitía aferrarse al mando de la
monarquía a la facción cortesana dirigida por Carlos IV y a el mismo, así como en el rejón
de muerte de la propia monarquía. Si el mencionado tratado de subsidios demostraba
hasta qué punto el imperio de Francia iba absorbiendo la parte imperial de la monarquía
española, el tratado de Fontainebleau hizo ver que el proceso de mediatización no se
iba a detener ahí. Firmado en octubre de 1807, en el momento en que en la corte
española se destapaba una trama urdida por el príncipe de Asturias para derrocar a
Manuel de Godoy y forzar la abdicación de Carlos IV5, mediante aquel tratado el
5
“Un amplio sector de la aristocracia española practicó desde el primer momento una oposición política y
social frontal a Manuel Godoy, a quien consideró un advenedizo que se había valido de medios innobles
para acceder al poder. Al comienzo de la trayectoria política de Godoy, en su época como miembro del
gobierno (1792-1798), el grupo más combativo fue el articulado en torno al Conde de Aranda, el llamado
«partido aragonés». A partir de 1794, al desaparecer el conde de la escena pública, este «partido» perdió
mucha fuerza y de hecho pudo ser controlado por Godoy, aunque no cesaron los ataques y las críticas. En
1806 reverdeció la oposición aristocrática, esta vez articulada en torno al Príncipe de Asturias. Su
matrimonio con M.ª Antonia, hija de los reyes de Nápoles, deparó la oportunidad. La Princesa de Asturias
mantuvo una comunicación permanente con su madre, la reina M.ª Carolina, enemiga declarada de Godoy,
y por influencia de ella desplegó gran actividad para organizar en el cuarto de su esposo Fernando un foco
encarnizadamente contrario a Godoy, cuyo poder político se había incrementado desde 1801 al recibir el
nombramiento de Generalísimo de los ejércitos. Godoy ya no estaba en el gobierno, pero su nuevo cargo le
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HISTORIA DE ESPAÑA II
monarca español accedía a algo totalmente inusitado como era que tropas extranjeras
cruzaran el territorio de la monarquía, con cargo además en su manutención a las
finanzas españolas, y que otras tropas se acantonaran en la frontera listas para entrar
también en la península. En aquel memento quedaba totalmente cumplida la operación
de mediatización imperial de la monarquía española que se había ido gestando desde la
centuria anterior.
La nación católica.
La crisis de independencia abierta en España en 1808 con la intervención militar y
dinástica de Napoleón, creó los presupuestos esenciales para una reconsideración
radical del ordenamiento monárquico en el sentido ya insinuado por el
constitucionalismo ilustrado. Finalmente, ese discurso ilustrado, apoyándose sobre el
estado de emergencia, pudo desarrollar una propuesta decididamente política haciendo
de la nación el sujeto histórico del proceso de independencia. Así se entiende que antes
que de sujetos individuales, el experimento constitucional gaditano de 1812 se ocupase
de la comunidad nacional, de su libertad, independencia, soberanía, territorio y
confesión religiosa. En aquel momento no parecería prioritario una definición
constitucional de los derechos individuales. En el texto de 1812 era la nación la que
protegía “mediante leyes sabias y justas, la libertad civil, la propiedad y los demás
derechos legítimos de todos los individuos que la componían”. Y el punto fuerte de la
definición gaditana de nación venía dado por su profesión de fe exclusiva, sancionada
en el artículo XII: “La religión de la nación española es y será siempre la católica,
apostólica y romana, única verdadera. La nación la protegerá mediante leyes sabias y
justas y prohibirá el ejercicio de cualquier otra”. El constitucionalismo hispano nacía así
sin conceder ningún espacio a la libertad religiosa, considerada en otras experiencias
constitucionales por el contrario como el requisito imprescindible para fundamentar la
libertad del individuo.
otorgaba el mando supremo del ejército, lo cual contrarió de modo especial a la nobleza, y, además, la
renovada confianza de los reyes en su persona le permitió controlar la política española de forma más
amplia que cuando estuvo al frente del gobierno. El nuevo foco opositor estuvo integrado por un reducido
grupo de aristócratas, relacionados directamente algunos de ellos con el «partido arandista» del primer
momento, aunque su alma no fue un noble, sino un clérigo: el canónigo Escoiquiz. En perfecta
comunicación con el Duque del Infantado, considerado a la sazón cabeza de la aristocracia española,
Escoiquiz urdió una serie de planes para acabar con Godoy, consistentes en la combinación de una amplia
campaña propagandística para destruir su imagen con la preparación de un proyecto para apartarlo del
poder. En octubre de 1807 Godoy descubrió este proyecto, conocido como la «Conspiración de El
Escorial», y logró paralizar, por de pronto, el ataque, pero sólo unos meses más tarde el grupo fernandino
culminó sus propósitos en el Motín de Aranjuez. Organizado y dirigido por aristócratas y militares, en
comunión con el Príncipe de Asturias y el infante don Antonio, hermano de Carlos IV, los protagonistas
del motín lograron su objetivo. Godoy fue hecho prisionero, cesado en todos sus cargos y honores y sus
bienes secuestrados, y el príncipe Fernando obtuvo de su padre la cesión de la Corona.”. Cfr., Emilio La
Parra, “Godoy prisionero de Fernando VII (marzo-mayo de 1808)”. https://www.dip-
badajoz.es/cultura/ceex/reex_digital/reex_LVII/2001/T.%20LVII%20n.%203%202001%20sept.-
dic/RV11356.pdf
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TEMA V.
LA MONARQUÍA DE ESPAÑA EN EL ORDEN EUROPEO Y COLONIAL
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4. El irredentismo en Italia
La reacción contra Utrecht y el intento de recuperar posiciones en Italia empezaría con
el arriesgado proyecto emprendido por Giulio Alberoni. Enviado del duque de Parma en
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torno a Ceuta, que logró fácilmente su objetivo inicial previsto. Sin embargo, como Gran
Bretaña mostrara su inquietud por la presencia de tropas españolas al otro lado del
estrecho de Gibraltar, se ordenó su regreso para no poner en peligro las negociaciones.
Francia y España firmaron una alianza en Madrid (1721). Sus claves eran la promesa del
apoyo francés en la recuperación de Gibraltar y en los ducados italianos. También se
hicieron proyectos matrimoniales. En Londres fue bien recibida una oferta de nuevas
concesiones comerciales, allí preocupaba la intención del Carlos VI de adquirir potencia
marítima y comercial aprovechando sus puertos mediterráneos y flamencos. Así, el 13
de junio de 1721, Gran Bretaña se incorporó al tratado de alianza franco español.
Sin embargo, la ruptura del compromiso entre el rey francés y una infanta española
movió al barón de Ripperdá, nuevo encargado de la política exterior y personaje aún
más atrabiliario que Alberoni, a ofrecer al emperador un ventajoso tratado de comercio,
además de la alianza defensiva, el primer tratado de Viena (1725). Las indiscreciones de
Ripperdá hicieron públicas sus negociaciones pretendidamente secretas, lo que provocó
un acercamiento entre Gran Bretaña y Francia. A cambio de su reconocimiento como
rey de España y de la conformidad con la solución a la cuestión italiana propuesta por la
Cuádruple, Felipe V reconocía la Compañía de Ostende y prometía a los súbditos del
emperador los mismos privilegios comerciales otorgados a holandeses y británicos. El
clima prebélico que esto ocasionaría, además de la vaguedad de los compromisos
imperiales, forzó la dimisión y posterior encarcelamiento de Ripperdá. Su caída dio paso,
por vez primera, a ministros españoles en puestos de máxima responsabilidad y
formados desde los tiempos de Orry.
El más destacado era José Patiño quien, a partir de 1726, se centrará en la
reconstrucción interior y en racionalizar la política exterior española. Impulsó la
actuación internacional española dotándola de medios necesarios desde las secretarías
de Hacienda y de Marina e Indias. Así, el comercio y la explotación económica de las
colonias se convirtieron en el objetivo principal. Aplicando análisis realistas, buscaba un
nuevo papel en el sistema internacional sin desafiar el equilibrio europeo para, desde
él, actuar conforme a las necesidades e intereses del reino. También se mostraba
interesado en el control de puntos estratégicos en la costa africana. Pensaba que el
respaldo fundamental de la diplomacia española estaba en Francia y que la gran rival
era Gran Bretaña, con quien convenía, sin embargo, mantener la comunicación. Así,
Patiño buscará una presencia internacional efectiva, pero con objetivos realistas y
específicos.
Puede hablarse del comienzo de una etapa en las aspiraciones internacionales de
España. Los primeros pasos fueron desenmarañar la situación creada por Ripperdá en el
acercamiento a Viena y que había incluido un sitio a Gibraltar que continuaba abierto y
una situación inflamable en colonias. El levantamiento del asedio a Gibraltar, la
devolución a Gran Bretaña de presas y embargos españoles, la retirada de las flotas
inglesas de Antillas y del estrecho, la presentación de excusas por la ruptura del
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HISTORIA DE ESPAÑA II
compromiso con la infanta fueron varios de los ítems que, mediante los preliminares de
París (1727) y la convención del Pardo (1728) lograron la desescalada.
España iniciaría el siguiente movimiento en dos pasos. El primero, proponiendo a
Francia, Gran Bretaña y Holanda una alianza frente al emperador. Además, se decidió
aceptar la propuesta portuguesa de casar al príncipe de Asturias, Fernando, con María
Bárbara de Braganza y a la infanta Marra Ana Victoria -la fallida prometida de Luis XV-
con el príncipe del Brasil y heredero de Portugal, José l. Los matrimonios implicaban para
España un cierto éxito político en la medida en que facilitaban que Portugal no
dependiera exclusivamente de Londres y La Haya. El tratado de Sevilla (1729), con
Francia y Gran Bretaña, fue el principal logro de lo anterior y representó un pacto de
unión, paz y mutua defensa, que marginaba a Austria.
También significaba una victoria británica que veía confirmados todos sus privilegios
comerciales, lo que no dejaba de ser un ejercicio de realismo ya que su flota dominaba
los mares y todos aceptaban su papel de árbitro en las querellas entre los estados
continentales. Francia firmó el tratado con el evidente propósito de evitar una alianza
bilateral hispano-británica. Para España supuso renunciar a la alianza austríaca y obtuvo
el derecho a mantener guarniciones españolas como garantía de la sucesión en los
ducados italianos. Posteriormente, Walpole negoció un segundo tratado de Viena
(1731). Por él, Carlos VI obtuvo de Gran Bretaña, Holanda y España, el reconocimiento
de la pragmática sanción a cambio de la abolición de la Compañía de Ostende y de la
aceptación de don Carlos como duque de Parma, acompañado por 6000 soldados
españoles. Las tropas españolas salieron desde Barcelona en octubre, y don Carlos lo
hizo en diciembre, siendo proclamado soberano de Toscana y Parma.
Con los efectivos militares con que se habían asegurado los ducados, Patiño organizó
una expedición a Orán. Se concentró una flota y un ejército de 30.000 soldados en
Alicante y desembarcó cerca de Mazalquivir. Apenas encontró resistencia, tomando
Orán el 5 de julio de 1732. La escuadra volvió a España, tras guarnecer la plaza, además
de Mazalquivir y otros fuertes. Tras rechazar varios contraataques, quedó reforzada la
posición en el Mediterráneo, perdiendo los piratas berberiscos una de sus bases
principales.
Patiño había conseguido reorientar la acción exterior española y situarla en una posición
desde la que intentar recuperar Gibraltar y de Menorca y el control del comercio
americano. Cada vez resultaba más claro que el auténtico rival era Gran Bretaña y que
el teatro primordial serían el Atlántico y las colonias. Así, sólo la alianza con Francia
podría contrarrestar la situación y pasó a ser entendida como una necesidad palmaria
de la política exterior.
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HISTORIA DE ESPAÑA II
inglés. Patiño había establecido el embrión de una marina de guerra permanente. Por
otra parte, la creación de reales compañías de comercio o los registros sueltos conseguía
recuperar mercados en las costas americanas; es decir la búsqueda de una política
atlántica pujante. Pero la suspicacia alcanzaba también Italia y el Mediterráneo en cuyo
comercio residían importantes intereses británicos.
La situación se deterioró en 1733, con otra grave crisis sucesoria, ahora en Polonia. La
corte francesa trató de aprovechar la circunstancia para restaurar en Polonia a
Estanislao Leszczýnski, suegro de Luis XV, destronado en 1709. Otro candidato era
Augusto, elector de Sajonia, hijo del rey fallecido, al que apoyaban Austria, Rusia y
Prusia, buscando evitar que se reanudase la antigua relación entre Francia y el estado
centroeuropeo. El primer paso lo dio el propio Estanislao Leszczýnski, al entrar en
Polonia y hacer que, en septiembre de 1733, una mayoría de la nobleza polaca, tras ser
sobornada con oro francés, lo eligiera rey. Ante la inminencia de la guerra, Chauvelin,
secretario de Exteriores francés y cabeza del partido belicista, tradicionalmente hostil a
la casa de Austria, buscó aliados. Primero, Francia prometía a Piamonte-Cerdeña
(tratado de Turín, 1733) el Milanesado. Y también se dirigió a Baviera y España.
Mientras tanto, en octubre de 1733, con apoyo ruso y austriaco, el elector de Sajonia
fue proclamado rey de Polonia con el nombre de Augusto III. Como respuesta, Luis XV
declaró la guerra a Austria. El cardenal Fleury, partidario de la paz, se resignó a la lucha,
pero logró que no participaran Gran Bretaña y Holanda con la garantía de que Francia
no invadiría los Países Bajos austríacos y que no intervendría en el Báltico.
Patiño consiguió un tratado de alianza entre sus reyes y Luis XV, (Tratado del Escorial,
1733). Francia se ofrecía a garantizar los derechos del infante don Carlos sobre Parma,
Plasencia y Toscana y se comprometía a apoyar la reivindicación de Nápoles y Sicilia para
el infante don Felipe. A cambio, se obligaba a combatir contra Austria, sin hacer la paz
por separado. En una cláusula secreta, Luis XV también se obligaba en la devolución de
Gibraltar, incluso por la fuerza, si era necesario, a cambio Felipe V prometía a los
súbditos franceses los privilegios comerciales británicos en América. El tratado de El
Escorial es conocido como primer pacto de Familia, aunque representa más el
pragmatismo político y la necesidad de conjugar los intereses hispanofranceses frente a
Gran Bretaña que una solidaridad familiar.
La guerra se decidió militarmente en el oeste, sobre todo por las operaciones en Italia.
La pérdida de Dantzig, costó la corona a Estanislao Leszczýnski, en la primavera de 1735,
toda Polonia estaba controlada por los austro-rusos. En el oeste, las armas francesas
obtuvieron rápidos éxitos, en Alemania y Lombardía. Así, mientras las tropas españolas
entraban en tierras napolitanas, la escuadra de Montemar, desde la costa, protegía las
operaciones y en abril de 1734 tomó Nápoles, dedicándose a controlar los escasos
núcleos de resistencia. Don Carlos, una vez recibidos de su padre sus derechos sobre
Nápoles y Sicilia, comenzó a gobernar como rey de las dos Sicilias, título que Luis XV
reconoció inmediatamente. Antes de que fuera completada la ocupación de Nápoles,
partió una primera expedición a Sicilia, también a las órdenes de Montemar, que obtuvo
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una rápida victoria. Por último, Montemar, volvió a Nápoles para organizar un ejército
de 25.000 hombres con el que intervenir en Lombardía, junto a los franceses, donde la
guerra continuaba indecisa.
En el norte de Italia, en efecto, se habían estabilizado las líneas. Como los borbónicos no
lograban una victoria determinante, Gran Bretaña y Holanda, hasta entonces a la
expectativa, decidieron imponer su mediación. Sin embargo, el cardenal Fleury, desde
siempre opuesto a este conflicto, decidió aprovechar los éxitos franceses en los
primeros encuentros para anticiparse a la interesada mediación británica y buscó la
negociación directa y secreta con el emperador, a pesar de que con ello incumplía el
tratado de El Escorial y ponía en crisis el primer pacto de Familia. Las negociaciones
fueron rápidas. La solución era que Estanislao Leszczýnski recibiera los ducados de Bar y
de Lorena para que, a su muerte, fuesen legados a su hija, la reina de Francia, para lo
que era necesario a su vez ofrecer Toscana al duque Francisco III de Lorena como
indemnización. A don Carlos de Borbón, se le reconocería como rey de Nápoles y Sicilia,
convertidos en reino independiente, pero se le exigía la renuncia a Toscana, Parma y
Plasencia. Estos dos últimos ducados pasarían al emperador, a quien se devolvía Milán
y Mantua, mientras que Saboya obtenía los ducados de Novara y Tortona. España,
abandonada por Francia, no tuvo otro remedio que adherirse. Fleury, a cambio,
únicamente, de reconocer la Pragmática sanción, logró que Lorena se integrase en
Francia e iniciar una colaboración franco-austríaca con la que recuperar para Francia
parte del terreno ganado desde Utrecht por Gran Bretaña y convertirse en el eje del
apoyo mutuo entre las tres monarquías frente al arbitraje británico. Pero la paz
definitiva de 1738 resultó útil para España, que ya preveía un enfrentamiento con Gran
Bretaña.
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si bien la crisis era más que nada un asunto que enfrentaba a María Teresa con los
príncipes alemanes -sobre todo con Federico II-, la sucesión imperial atrajo la atención
de toda Europa.
Francia, el elector palatino y el de Colonia, a los que se unieron los reyes de España y de
las Dos Sicilias, se comprometieron a apoyar la candidatura de Baviera. Poco después,
el 5 de junio de, por el tratado de Breslau (1741), Prusia -a quien se reconocía Silesia,
ocupada por Federico II el año anterior- se comprometió también a sostener la
candidatura del elector de Baviera. Por último, Suecia fue requerida por los coaligados
para inmovilizar a Rusia.
Mientras que los prusianos no podían ser detenidos en Silesia, tropas francesas y
bávaras penetraban por el Danubio y llegaban hasta las cercanías de Viena. Sin embargo,
la peligrosa situación austríaca se vio aliviada ya que el ejército coaligado se desvió hacia
Bohemia, donde Carlos Alberto se hizo coronar rey y, después, en Frankfurt, el 12 de
febrero de 1742, emperador. La retirada forzada de tropas austríacas del Milanesado
para utilizarlas en Alemania decidió a España a intervenir en el norte de Italia. En 1741
el infante don Felipe, al mando de un contingente hispanofrancés inició un avance que
terminaría detenido. Una vez que Federico II hubo completado la conquista de Silesia,
su único interés fue lograr una paz que le permitiera consolidar el éxito. Esta decisión
salvó a María Teresa, quien prefirió resignarse a ceder Silesia a Prusia. Tentó también a
Carlos Manuel de Piamonte-Cerdeña, muy suspicaz ante los proyectos franco-españoles
sobre el Milanesado, logrando que el saboyano se apartara apartándose de la coalición.
Los abandonos permitieron a María Teresa contraatacar. En primer lugar, pudo enviar
un numeroso ejército a Módena frente a los españoles y napolitanos, forzando su
retirada hasta los Estados Pontificios. En segundo lugar, en agosto de 1742, las tropas
austríacas obligaron a replegarse al ejército francés de Alemania. Con ello, no sólo
consiguieron penetrar en Bohemia, sino que ocuparon Baviera, el estado patrimonial
del coronado Carlos VII.
En ese momento una gran escuadra británica se presentó frente a Nápoles, trasladando
hasta el Mediterráneo el conflicto colonial Iniciado en 1739, forzando al rey Carlos a
declarar su neutralidad y ordenar la inmediata retirada del ejército napolitano del
frente. La reacción austríaca se había visto favorecida por la evolución de la política
exterior británica. Gran Bretaña mantuvo el reconocimiento de la Pragmática y ofreció
ayuda a Austria, aunque sin querer comprometerse en el continente antes de finalizar
su guerra marítima con España. Pero ante el avance francés en Bohemia, se impusieron
los partidarios de la lucha contra Francia. Holanda Sajonia y Hesse se incorporaron con
ellos al bando austriaco.
Durante los siguientes dos años continuaron las operaciones, sobre todo en Italia
septentrional sin que ninguno de los bandos adquiera ningún avance significativo,
aunque el bando borbónico fue perdiendo apoyos. En definitiva, en el otoño de 1743,
tras una febril actividad diplomática, Francia y España estaban aisladas, mientras los
aliados tenían ahora como objetivo arrebatar a Francia Alsacia, Lorena y posiciones en
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talento organizador del siglo XVIII. Ensenada tenía una clara visión de cuales debían ser
las prioridades políticas, que presentó por escrito a Fernando VI. Partiendo de la paz
como máxima aspiración, proponía dos líneas de actuación: reforzar la posición militar
e internacional española para reclamar Gibraltar y Menorca, y conservar la amistad con
Francia. Aun consciente de que trataría de utilizar a España, la consideraba
imprescindible como contrapeso de la amenaza británica. Para lograrlo, Ensenada
trabajó en la reorganización de la Hacienda, para mantener una marina y un ejército
poderosos, como protección de las colonias y su comercio del peligro representado por
Gran Bretaña. Así, dentro de la tendencia pacifista del reinado, Ensenada era proclive a
un entendimiento con Francia y se le achacaba una clara hostilidad hacia Gran Bretaña,
a quien siempre inquietó la política de Ensenada, sobre todo la de rearme naval. Por
ello, la diplomacia británica buscaría su caída, que logró en 1754.
El único nombramiento ministerial anterior a la crisis de 1754 fue el de José de Carvajal
y Lancaster en la Secretaría de Estado, principal responsable de las relaciones exteriores
y la otra personalidad clave del periodo. Carvajal coincidía con Ensenada en la política
de reformas, aunque en política exterior representa una línea opuesta. Propugnaba un
equilibrio europeo basado en una alianza duradera de España con Portugal y Gran
Bretaña, cuyas aspiraciones coloniales no consideraba contrapuestas a las españolas,
sino complementarias. Para él, Gran Bretaña resultaba peor enemigo que Francia. Dado
que ambas políticas quedaban compensadas, parecía como si Femando VI hubiese
buscado la garantía de la no beligerancia. Al menos en la práctica, la diferente tendencia
de los dos ministros proporcionó a la corona los contrapesos que le permitieron
mantener un decidido pacifismo.
Para que fuera posible la política de independencia exterior y de neutralidad se
requerían recursos militares. A este respecto, Ensenada proyectó la creación de una
considerable fuerza terrestre y naval. Bajo su administración se reorganizó el arsenal de
la Carraca en Cádiz y se crearon los de El Ferrol y Cartagena. Como era previsible, el
programa de construcciones navales despertó las suspicacias británicas, a pesar de que
las precariedades económicas hicieron que el éxito fuera sólo parcial. Por tanto, se
trataba de una neutralidad armada, que no dependió de la simple pugna de pareceres
entre los dos ministros ni consistió solamente en esquivar las presiones de Francia y de
Gran Bretaña.
A partir de 1748, tras la paz de Aquisgrán, España pudo enfocar sus relaciones exteriores
en función de los intereses del estado. Dichos intereses pasaban por una buena
administración de las colonias y del comercio con ellas, lo que, a su vez, necesitaba
ineludiblemente de la paz, en especial en el mar. Unos intereses y unas necesidades que,
además, encajaban perfectamente con el pacifismo preconizado desde el trono. Aunque
la neutralidad pretendida desde Aquisgrán hasta el fin del reinado de Fernando VI no
significaba el aislamiento internacional. París y Londres se esforzaban por atraer a
España, ya que contar a su favor con la capacidad política, militar y estratégica de
España, sin serles esencial, les resultaba muy deseable. Así, gozó de una presencia
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debilitada desde que filtrara a Carlos de Nápoles el tratado con Portugal al que se
oponía. La trama contra el marqués hacía tiempo que estaba en marcha. Su organizador,
el embajador Keene contaba ahora en la corte con Wall, además de otros colaboradores.
Keene venía preparando la maniobra final que la desaparición de Carvajal hacía
perentoria. Ensenada, decidido a contrarrestar el creciente influjo británico, encargó al
embajador en París, sin conocimiento del rey y del resto del gobierno, que negociase
una nueva alianza con Francia. El espionaje británico proporcionó al embajador Keene y
a Ricardo Wall pruebas de la iniciativa, que fue considerada en la corte como una
iniciativa bélica a espaldas de los reyes. El 20 de julio de 1754 Ensenada fue arrestado y
desterrado a Granada. Lo mismo se hizo con sus partidarios. Incluso, en el creciente
enfrentamiento entre la corona y la Compañía de Jesús, se consideraba a Ensenada
vinculado a los jesuitas y, por tanto, también habría sido víctima de esta tensión.
Posteriormente, en 1756, el embajador Keene logró completar el éxito de su gestión con
la expulsión de la corte del confesor del rey, Francisco Rávago.
Sin embargo, la política de neutralidad española era tan sólida que estos hechos no
acabaron con ella, a pesar de las presiones de Gran Bretaña y Francia. Así pudo
comprobarse en años siguientes, durante los cuales las relaciones internacionales
europeas conocerán una imprevista inversión de alianzas. Tras la paz de Aquisgrán, las
grandes potencias europeas quedaron divididas en dos campos: a Francia y Prusia se
oponían Gran Bretaña y Austria. En este marco, la hostilidad entre franceses y británicos
por motivos coloniales no hacía más que incrementarse, así como la austro-prusiana en
la lucha por la hegemonía alemana. En todas las cancillerías europeas se contaba con
que pronto el antagonismo franco-británico daría lugar a una guerra.
La diplomacia austríaca perseguía reconquistar Silesia y reducir a Prusia a potencia de
segundo orden. Desde 1750 tentaba a Francia con ofertas de apoyo frente a Gran
Bretaña y con cesiones territoriales en los Países Bajos. Paralelamente, Gran Bretaña
buscaba una potencia que, en la previsible guerra, garantizara el estado de Hannover y
fuera capaz de enfrentarse a los franceses en el continente. Austria quedó pronto
descartada al conocerse sus contactos con Francia. Federico II seguía oficialmente aliado
a Luis XV, pero, al verse aislado en un momento en el que sospechaba la intención
austríaca, y confiando poco en la alianza francesa, ofreció a Londres un pacto defensivo
para el caso de conflicto armado. El resultado fue el tratado de Westminster (1756),
pocos días después de que Francia declarara la guerra. El gobierno francés,
considerándose engañado por Federico II, firmó con Austria ese mismo año el primer
tratado de Versalles. Al mismo tiempo, como reacción a la alianza anglo-prusiana, Viena
obtuvo la alianza de Rusia. Por tanto, la denominada inversión de alianzas no fue
provocada por iniciativa de una única potencia, sino que fue el resultado de una serie
de iniciativas paralelas.
Mientras tanto, en América del Norte, los colonos franceses y británicos habían ido
enfrentándose desde 1749, lo que desembocaría con la invasión de Acadia por los
colonos británicos en 1755. La flota británica se sumó a los corsarios para apresar
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que frenado el expansionismo inglés. Así, aunque la estrategia que se intentó fue la de
mantener la neutralidad, las circunstancias imposibilitarían sostenerla y pronto se
tendría que decidir un trascendente cambio en la política exterior.
Ese cambio requirió el abandono de la neutralidad heredada y la aceptación de las
demandas francesas de alianza. Ante el enfrentamiento inevitable con Gran Bretaña, la
única forma de contrarrestar su poderío pasaba por unir la diplomacia y la capacidad
militar españolas a las francesas. El gobierno de Carlos III tratará de instrumentar, no un
pacto ocasional, como habían sido los de 1733 y 1743, sino una alianza permanente y
con garantías de estabilidad. Será el tercer Pacto de Familia. Pero la urgencia francesa
logrará, paralelamente, la participación española en la guerra de los Siete años.
Al acceder al trono Carlos III, la guerra de los Siete años se hallaba en su momento
culminante. De las dos vertientes de este conflicto, la continental y la colonial, la primera
preocupaba poco en España, siempre que no provocara una alteración del equilibrio
italiano. En cambio, la colonial era crítica para los intereses hispanos. Hasta 1758, los
franceses habían logrado importantes victorias; sin embargo, la caída de Louisbourg, en
julio de dicho año, dio paso a una sucesión de triunfos británicos en la India, en África y,
sobre todo, en América, gracias a la aplastante superioridad naval británica. La marina
de guerra francesa demostraba no estar a la altura de sus ambiciones coloniales y
determinaba el signo de la guerra. Así, la posterior toma de Montreal (1760), supuso la
práctica desaparición del imperio colonial francés en América del Norte y la ruptura del
equilibrio en la zona.
Para remontar este momento crítico, Carlos III se ofreció como mediador entre
franceses y británicos. Pero el ofrecimiento no fue aceptado por William Pitt, decidido a
sacar el máximo rendimiento a los éxitos militares. Fracasado este intento, Francia
necesitaba angustiosamente un potente aliado que contribuyera a remontar la
dificilísima situación militar y financiera y que, al mismo tiempo, sirviera como una pieza
importante a la hora de las negociaciones de paz a las que Francia acudiría como
perdedora. La alianza con Francia podía servir a España para atemperar la ventaja
británica y equilibrar a largo plazo el poderío naval británico. Pero era una opción
arriesgada porque convertiría a la América hispana y al comercio colonial español en
objetivos militares, implicando el colapso del tráfico entre España y sus colonias y el
incremento del contrabando. Se trataba, pues, de una decisión estratégica de largo
alcance en la que el objetivo primordial era conservar la integridad de la monarquía y de
sus colonias y asegurar su comunicación comercial.
Otros factores, como la negativa británica a atender las reclamaciones españolas en los
contenciosos pendientes, acabaría por forzar la decisión. El gobierno inglés, en lugar de
observar una actitud neutra, permitió que aumentaran las agresiones y la tensión. A los
problemas con las pesquerías de Terranova, los establecimientos británicos en la costa
de Honduras, las capturas por corsarios ingleses –e incluso propia marina real- de
mercantes españoles, cuyo pabellón era neutral en el conflicto, hay que añadir el
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Aunque los miembros moderados con el propio rey Jorge III se impusieron a Pitt, lo que
provocó su dimisión. El privy council, controlado por Newcastle, trató de reanudar las
conversaciones con España. Sin embargo, la exigencia previa de información sobre los
acuerdos hispanofranceses hizo que se llegara a la ruptura definitiva: el 2 de enero de
1762, el conde de Egremont, sucesor de Pitt en la Secretaría de Guerra, remitió la
declaración de guerra a España.
De esta forma, la convención arrastró a España a una guerra en la que se unía al lado
perdedor y, además, en el momento menos oportuno ya que, tras las victorias de 1759,
la contienda en América estaba sentenciada a favor de los británicos. Al mismo tiempo,
y a pesar de la severa derrota sufrida en agosto de 1759 por Federico II en Kunersdorf,
la guerra en Europa demostraba la incapacidad de la coalición antiprusiana para hacer
realidad su teórica superioridad. Sin embargo, la decisión española fue calculada,
largamente meditada y en absoluto caprichosa en una coyuntura muy delicada. Es
evidente que el gobierno español se vio obligado por las circunstancias y que, más que
a la propia guerra, miraba hacia su desenlace y la reconstrucción posterior del equilibrio
atlántico de forma que no quedara amenazada la propia existencia del Imperio español.
Las operaciones militares fueron muy desfavorables. Los planes conjuntos -asalto a
Jamaica y Belice, invasión de Portugal y bloqueo comercial contra Inglaterra- apenas
pudieron ser llevados a la práctica. Es más, los británicos se anticiparon tomando la
Martinica, La Habana y Manila en 1762. Portugal, el eterno aliado británico, se resistió
a aceptar las condiciones. A principios de mayo las tropas españolas cruzaron la frontera,
pero los rumores de que se estaba negociando la paz hicieron detener la campaña que,
en definitiva, resultó inoperante. Por otra parte, el gobierno español ordenó al
gobernador de Buenos Aires que tomase la Colonia del Sacramento. En 1762 capituló la
guarnición portuguesa y un intento inmediato luso-británico de recuperar la colonia
fracasó, en el único éxito español durante la guerra.
El bloqueo comercial trataba de colapsar la financiación británica de la guerra
impidiendo su comercio con Francia, España, Nápoles, Sicilia, Holanda y Portugal. Pero
comenzó a fracasar por la resistencia de los propios comerciantes irlandeses –y aun
españoles- establecidos en Cádiz, por la neutralidad napolitana y por la negativa a
sumarse de los holandeses. Por el contrario, fue el comercio colonial hispano el que
quedó drásticamente bloqueado.
Los avances de Prusia en Alemania, así como el agotamiento militar y financiero de los
contendientes, aceleró la búsqueda de la paz general. Los acuerdos conocidos como paz
de París y de Hubertusburg (1763) pusieron, respectivamente, fin a la guerra de los Siete
años en las colonias y en la Europa central. Según la paz de París, del imperio colonial
francés sólo quedaban un puñado de islas y cinco factorías en la India. España también
sufrió las consecuencias de la derrota. Gran Bretaña retuvo Gibraltar -además de
recuperar Menorca- y conservó el monopolio de la pesca en Terranova, libertad para la
corta del palo campeche en Honduras y el derecho a que los tribunales ingleses juzgaran
los apresamientos de sus corsarios. Para recuperar La Habana y Manila, España tuvo que
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evacuar Portugal y devolver la colonia del Sacramento, entregar Florida a Gran Bretaña
y conceder a los ingleses el derecho a la navegación por el Mississippi. De Francia,
interesada en conservar la alianza con Madrid y como compensación, recibió Luisiana,
amplia región prácticamente sin colonizar, extendida desde el sur del valle del
Mississippi hasta el golfo de México. Estaba incluida Nueva Orleans, fundada en 1717 y
verdadero emporio del comercio de la zona. Con ello, España ganaba un territorio
colonial, pero también la responsabilidad de contener el empuje británico en la cuenca
del Mississippi. Por el tratado de París, Gran Bretaña se vio definitivamente elevada al
rango de primera potencia mundial y sin rival en el mar, aunque Francia y España unidas
podían seguir haciéndole frente. Para Francia supuso la peor derrota de toda la Edad
Moderna y subraya su declinar marítimo y colonial. Por su parte, España quedó en
América sola frente al expansionismo británico, que daba un paso más y volvía a dictar
sus condiciones. En adelante la política exterior española mostraría mayor desconfianza
con respecto a Francia, cuyos condicionamientos internacionales llevaban a su gobierno
a practicar un doble juego. Se anunciaba así la reafirmación de la estricta defensa de
intereses españoles que caracterizó la política exterior a partir del momento en que
estuvo en manos de Floridablanca.
Entre 1776 y 1777 tuvieron lugar dos hechos de suma importancia para la marcha
posterior de las relaciones exteriores de España. Uno de carácter internacional, la
declaración de independencia de las Trece colonias británicas de América del Norte el 4
de julio de 1776, y otro interno, el nombramiento como secretario de Estado de José
Moñino y Redondo, conde de Floridablanca. Este, ministro omnipotente hasta 1792, es
el personaje clave en la política del reinado y siempre pretendió dar a su gestión un
enfoque realista y pragmático, no exento de grandes proyectos y promovió importantes
modificaciones en política exterior que buscaban la seguridad de América y la cobertura
diplomática frente a Gran Bretaña, pero también la autonomía respecto de Francia.
Floridablanca puso en práctica una política estructurada en torno a tres objetivos
fundamentales: la reafirmación del papel de España en Europa; la búsqueda de un nuevo
reequilibrio tanto del espacio atlántico como del mediterráneo, y el fomento del
comercio y la apertura de nuevos mercados. Así, la seguridad en el comercio y
navegación en el Mediterráneo acabó convirtiéndose en una de sus directrices. Dado
que resultaba prioritario el aislamiento de Gran Bretaña, buscaría mejorar las relaciones
con Portugal y con las potencias centroeuropeas y del oriente mediterráneo.
Tras la guerra de los Siete años, los pobladores de las trece colonias, conscientes de
haber sido los artífices de la victoria, esperaban beneficiarse de ella. Sin embargo, el
gobierno de Londres no los tuvo en cuenta, sino que trató de que fuesen las colonias las
que cargasen con las consecuencias financieras del conflicto. Apenas finalizada, se elevó
notablemente la presión fiscal de la Metrópoli y en 1766 se produjeron los primeros
incidentes, seguidos del boicot al consumo de productos británicos. El 16 de diciembre
de 1773, en Boston, el famoso incidente conocido como tea-party simbolizó la protesta.
La represión no hizo más que extender el descontento que pasó a ser canalizado por el
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congreso de Filadelfia, reunido por primera vez en 1774. A partir de las indisciplinadas
milicias de voluntarios, el congreso creó un ejército americano al mando de George
Washington. El 4 de julio de 1776, el congreso de Filadelfia, asumiendo la dirección
ideológica y militar de la rebelión, proclamó la unión de las Trece colonias y la
Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América, redactada por Thomas
Jefferson. Quedaba fundado así un estado regido por la naturaleza y la razón y no por la
legitimidad de derecho divino y los privilegios tradicionales.
Los colonos sabían que necesitaban apoyos exteriores, y estaban limitados por las
circunstancias políticas de su movimiento. Sólo podrían contar con los enemigos de Gran
Bretaña, es decir, Francia y España, que podrían aprovechar la ocasión para debilitar la
economía y la potencia militar británicas. En particular, el gobierno de Carlos III pensó
en recuperar el dominio pleno sobre el golfo de México, que la paz de 1763 había
menoscabado con la cesión de Florida, territorio que neutralizaba el control hispano
sobre el trayecto final del Mississippi.
Francia, cuyos colonos permanecían en la zona de soberanía española desde 1763,
tampoco renunciaba a posibles reivindicaciones territoriales y a la restauración del
equilibrio comercial. Charles Gravier, ministro francés de Asuntos Exteriores desde
mayo de 1774, propugnaba una franca alianza con los norteamericanos respaldando sus
proyectos de independencia. La posición francesa –sin colonias ya en Norteamérica- no
era tan delicada como la española, que seguía siendo una gran potencia colonial en el
mismo escenario donde se debatía el nacimiento de una nueva nación.
El primer planteamiento de Floridablanca consistía en que, si se intervenía, debía
hacerse coordinadamente con Francia y que quedaran claramente establecidas las
futuras fronteras estratégicas y territoriales, tanto en el Caribe como en el valle del
Mississippi. Pronto, en diciembre de 1776, la victoria de los colonos en Long Island hizo
ver la posibilidad del triunfo final. En ese momento, Francia y España se decidieron por
la ayuda discreta con armas y dinero. Floridablanca continuaba reacio a la intervención
directa, temiendo las consecuencias de un conflicto generalizado. Las propuestas
norteamericanas de intensas relaciones mercantiles en el futuro no compensaban los
riesgos de posible modelo insurreccional para las minorías ilustradas criollas de la
América hispana. La postura que logró hacer prevalecer Floridablanca estaba clara:
reserva plena de la soberanía y libertad de acción política; preeminencia de los intereses
nacionales, en ningún modo subordinados a un pacto de Familia que Francia había
repetidamente incumplido.
Contra todo pronóstico, la guerra fue decantándose hacia los norteamericanos. La
victoria rebelde de Saratoga (1777) terminó con las últimas dudas francesas y fructificó
en el reconocimiento y la alianza con la nueva nación (1778). El gobierno francés quería
anticiparse a una negociación entre los norteamericanos y la corona inglesa, y entró
abiertamente en la guerra. Por parte española, Floridablanca se resistía aún a firmar una
alianza con los colonos, pero la formación de una Liga de Neutrales (Rusia, Suecia,
Dinamarca, Holanda y Prusia), dejó aislada a Gran Bretaña. El 12 de abril de 1779, las
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TEMA VI:
DINASTÍA E IGLESIA NACIONAL6
1. Presentación
Es en el siglo XVIII cuando cristaliza en España el ideal de una Iglesia nacional, en línea
con una transformación de la relación entre la “república eclesiástica” y la “república
civil” que recorre toda la Europa católica. No obstante, cabe tener en cuenta dos
elementos intrínsecos a la tradición hispana: por un lado, la memoria de la Iglesia
visigótica, que habría de actuar como justificación histórica, y, por otro, que ya en el
siglo XVII se había asistido a distintas desavenencias con Roma que habían sido la
consecuencia directa de algunas actuaciones que marcarán la posterior concepción
eclesiástica nacional.
En este sentido resulta claro que fue con los novatores con quienes surgió una actitud
apologética hacia el pasado cultural y eclesiástico hispano. La Bibliotheca Hispana (1672-
1696) de Nicolás Antonio es un buen ejemplo de ello: bajo el calificativo de Hispana se
incluyen en ella escritores latinos, padres de la Iglesia visigoda, judíos y musulmanes de
la Edad Media o humanistas y teólogos de Trento como síntoma de unidad política,
cultural y eclesiástica. Desde el punto de vista estrictamente eclesiástico la Collectio
maxima conciliorum Hispaniae et Novi Orbis (1693-1694) del cardenal Sáenz de Aguirre
va también en esa línea: se incluyen en ella los concilios españoles, especialmente de
los visigodos reunidos en Toledo, siendo un referente obligado para los reformistas
hispanos y para los regalistas teóricos y prácticos.
6
La mayor parte de los contenidos de este tema procede, con la debida autorización, de Pablo Fernández
Albaladejo (ed.), Los Borbones. Dinastía y memoria de nación en la España del siglo XVIII, Madrid, Marcial
Pons, 2001, pp. 549-568.
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parte española, y curiales, por Roma, hasta el concordato de 1753. Nuevas divergencias
hay con la implantación del exequatur regio en 1762 con motivo de la prohibición
inquisitorial del Catecismo de Mesènguy, o la participación hispana a la polémica sobre
el Monitorio de Parma mediante el Juicio imparcial de Campomanes, o la penetración
de las ideas del Sínodo de Pistoia. El aumento de la tensión a lo largo del siglo se puede
observar también en la propuesta de resolución -de lo que entonces ya era definido
como un problema- que significó la francesa Constitución Civil del Clero (1790) y, en
clave hispana, la afirmación del principio regalista y el pensamiento episcopalista que se
encapsulan en el llamado Decreto Urquijo de 1799 (aunque, a diferencia del caso galo,
el decreto tuviera una vigencia muy limitada temporalmente, siendo derogado el 29 de
marzo de 1800).
Parece lógico que en un siglo de tensiones con Roma, polemistas y políticos buscasen
argumentos a favor de sus criterios. Consecuentemente la mirada a Europa para conocer
las obras de los ideólogos de las otras Iglesias nacionales se acentuó. Destáquense las
lecturas de la Historia de la Iglesia de Claude Fleury, cuyas Instituciones canónicas fueron
prohibidas por la Inquisición. Pero la obra principal del galicanismo era la Defensa de los
cuatro artículos galicanos de Bossuet; una obra, que, en todo caso, en 1682 había sido
combatida por los teólogos españoles (incluido Sáenz de Aguirre); alguien como
Gregorio Mayans sólo pudo acceder a ella cuando el gobierno le proporcionó un
ejemplar para que defendiese los intereses de la Monarquía.
Claro que no fue el único que leyó la obra de Bossuet. En el Juicio Imparcial de
Campomanes su impronta es visible, aunque se halla acompañado también de citas a
Fleury, Natal Alexandro o Marcá (Francia), Van Espen (Países Bajos), Febronio
(Alemania) o Pereira (Portugal). Todo ello sin descuidar el pasado hispánico con
referencias a regalistas nacionales.
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Todo, pues, iba encaminado al control de la Iglesia. Punto esencial en ese control fue la
expulsión de los jesuitas. Se trató de una prueba de fuerza contra la orden que
manifestaba, por sus constituciones, mayor obediencia a la Santa Sede. Entre la miríada
de procesos de los que forma parte esta expulsión de 1767, subrayamos que se trataba
también de un mensaje para todas las congregaciones toda vez que -de acuerdo con el
episcopalismo ya reseñado- el obispo, iure divino, tenía jurisdicción directa sobre
regulares y seculares, siendo, según los regalistas, una de las razones de la decadencia
de monjes y frailes su sujeción a Roma. No se puede negar, pues, que en este campo los
obispos coincidiesen con los regalistas y las pretensiones del gobierno, lo cual explica el
intento de canonizar al obispo Palafox, quien, en el siglo XVII, había mantenido fuertes
divergencias con la Compañía.
Es en este contexto en el que alcanzó resonancia en España la obra del regalista belga
Van Espen. Las referencias de Mayans a su persona son constantes y también es
perceptible en Campomanes y en la antipatía que le generaban las órdenes religiosas,
así como en sus repetidos designios para que éstas obedezcan a la autoridad episcopal.
Es sabido, en todo caso, que el tema de la autonomía de las órdenes no fue fácil; pero
el gobierno español consiguió al menos que estos conglomerados fuesen al menos
gobernados por españoles (Boxadors para los dominicos; Vázquez para los agustinos).
Desde esa perspectiva, es posible entender las líneas gubernamentales de actuación y
el interés constante por disminuir las apelaciones a Roma; la solución pasará por ampliar
los derechos episcopales para resolver problemas sin acudir a la curia. Por eso, no se
debe olvidar que el Decreto Urquijo de 1799 tuvo su base en la búsqueda de ampliación
de los derechos jurisdiccionales de los obispos.
En la búsqueda de fórmulas para reacomodar la Iglesia en el orden civil, también es de
reseñar en esa época la influencia de la Constitución Civil del Clero, dentro de la
Revolución Francesa, y su carácter “nacionalista”. Es entonces cuando en Francia según
Rafael Olaechea se propuso que la religión católica fuese la nacional, pero divorciada de
las interferencias de cualquier potencia extranjera y, por ende, de Roma.
Así pues, también en España la idea de una Iglesia nacional se convierte en el deseo de
hombres de gobierno y de muchos obispos. El historiador Teófanes Egido habla del
sueño de una Iglesia nacional pero siempre teniendo un especial interés por prevenir el
cisma. Además, el gobierno trató de limitar el excesivo protagonismo de los obispos en
estos procesos y no dudó en castigar a los prelados que manifestaron independencia de
criterio o discrepancia respecto la política eclesiástica del gobierno.
4. Querellas doctrinales
Interesa también señalar que, en las polémicas, más allá de los aspectos económicos,
afloraban aspectos doctrinales. Por ejemplo, en la primera mitad del siglo XVIII, al
perseguir la subordinación del Santo Oficio al monarca, Macanaz procurará trasladar a
los tribunales regios la capacidad de conocimiento y calificación de delitos aun en los
casos y causas puramente de fe. El proyecto de Macanaz, cierto es, quedó frustrado.
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Pero esa actitud adquirió múltiples manifestaciones. Sin afán de reseñar todos los
intentos de control del Santo Oficio, baste destacar la prohibición de las obras del
cardenal Noris, dentro del Índice de 1747, la repulsa del inquisidor Quintano Bonifaz por
la prohibición del Catecismo de Mesènguy acompañada del exequatur regio de los
documentos papales, habiendo más casos.
De esta forma, la línea doctrinal que impone el Santo Oficio estará marcada por las
directrices gubernamentales. Así, en la primera mitad del XVIII, la obsesión del Santo
Oficio es perseguir lo que considera brotes de jansenismo. En contraste, en la segunda
parte de la centuria el objetivo directo e inmediato fueron las doctrinas específicamente
jesuíticas y el probabilismo-laxismo.
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TEMA VII:
EL ORDEN CULTURAL7
Presentación
Con frecuencia, de forma algo simple, se ha presentado el cambio de dinastía como
causa y cauce de innovaciones provenientes del exterior, y, también, como una especie
de cambio de decorado y de vestuario, sin tener en cuenta ni el substrato endémico de
esas transformaciones ni el hecho de que, incluso a nivel epidérmico, la moda francesa
ya había afectado a la sociedad barroca española antes de que llegaran los Borbones. La
figura del caballero con la mano en el pecho y los ojos puestos en el cielo no debía
abundar demasiado a finales del siglo XVII, al menos en la corte madrileña. El
afrancesamiento de la alta sociedad había comenzado ya cuando el rey francés se sentó
con peluca de fantasía y atuendo colorista en el trono de Madrid. Las voces de los
predicadores dejan fiel constancia de que había caído en olvido el barroco desengaño
de la vida y de la realidad terrenas.
Las medidas que se toman en estos primeros años del siglo XVIII se suelen remitir al
pensamiento de los funcionarios franceses, silenciando la existencia en España de una
especie de partido proborbónico, cuyas intenciones y esperanzas no se limitaban a que
otra Casa real europea se ciñera la corona española. El paso de la Casa de Austria a la
de Borbón encierra algo más que una cuestión genealógica. Según Francisco Sánchez-
Blanco, de las opciones que se presentaban a los españoles, una tiene signo continuista
y otra rupturista. Cada alternativa llevaría aparejado un programa político.
En teoría cabeza del supuesto partido español, Pedro Portocarrero y Guzmán dio a la
imprenta en 1700 -cuando todavía el asunto de la sucesión no se había resuelto- la obra
Theatro monarchico de España, que contiene las más puras, como cathólicas máximas
de Estado, por las quales así los príncipes como las repúblicas aumentan y mantienen
sus dominios. El argumento de la ortodoxia religiosa sigue teniendo peso en ella y la
propaganda borbónica, durante la Guerra de Sucesión, subrayará que el pretendiente
austriaco es apoyado por aliados protestantes. Pero la política suele perseguir metas
que poco tienen que ver con la teología. Desde una perspectiva secularizada, la
Monarquía debería, en su opinión, proponerse el objetivo de fomentar la prosperidad
en la vida civil, sin olvidar que para poner los cimientos de ellas hay que cuidar la
educación de los jóvenes. Es decir, en cierta forma el partido proborbónico habría
abrigado la esperanza de un renacimiento material, basado en una nueva política
cultural.
Portocarrero señaló además tareas que debería emprender la nueva dinastía.
Formulándolo todo con prudencia, indicó la necesidad de suprimir los privilegios que se
arrogaban las casas nobiliarias para ocupar puestos; de recordar a la Iglesia su obligación
7
La mayor parte de los contenidos de este tema procede, con la debida autorización, de Pablo Fernández
Albaladejo (ed.), Los Borbones. Dinastía y memoria de nación en la España del siglo XVIII, Madrid, Marcial
Pons, 2001, pp. 569-596.
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La alternativa mayansiana.
Gregorio Mayans, el erudito de Oliva que fue además bibliotecario de la Biblioteca Real,
vivió, sin embargo, con cierta preocupación algunos aspectos de la política cultural
borbónica. Él plantea una reforma científica y moral de los españoles de una forma
menos rupturista con el pasado. Pretende restaurar el esplendor de las letras sin innovar
o introducir ciencias extranjeras. Cree que la restauración debe basarse en una mejora
de la enseñanza pero orientada hacia el ideal retórico de la época clásica. Además, su
preocupación por la continuidad doctrinal es mucho más intensa que en Feijoo. Mayans
considera que pertenece a la norma de buen gusto el atenerse a los autores más
elocuentes y ortodoxos de la Antigüedad.
La curiosidad intelectual de Mayans, como hombre de leyes, le lleva a buscar las fuentes
auténticas del Derecho nacional y el fundamento de las tradiciones. Lo cual no obsta
para que recomiende algunas modificaciones en la forma de estudiar en las
universidades escolásticas. Considera, por ejemplo, conveniente disminuir el espacio
que se concede a la argumentación con silogismos y, además, critica la mentalidad
escolástica o sectaria, es decir, de lucha y competencia entre las diversas corrientes del
pensamiento católico, en la cual parece no quedar rastro de consenso.
Mayans, con la vista puesta en los mejores modelos nacionales del Renacimiento, tanto
filosóficos como literarios, sostiene que se podría barrer toda la basura de cuestiones
absurdas que se ha ido depositando en los tratados escolásticos y redactar nuevos libros
de texto, sin inventar nada nuevo, pero ofreciendo un resumen claro y elegante de la
doctrina cierta y comúnmente aceptada en la ortodoxia cristiana. La modernización de
los textos significa, para él, destilar la doctrina esencial y católica, desechando
cuestiones superfluas. Para ello nada mejor que volver a los principios y recoger los
textos de los escritores primitivos de la Iglesia. De acuerdo con esa mentalidad, que se
puede llamar, y se llamaba entonces, ecléctica. Su eclecticismo significa una fase previa
a la apología de la religión cristiana contra las desviaciones de los autores modernos, lo
cual hace ver que la reforma mantiene los principios misioneros del tiempo de los
Austrias.
El giro cultural.
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La venida de Carlos III a Madrid despierta expectativas halagüeñas entre los partidarios
de la modernización de España. Algunos se prometían un relanzamiento de la causa bor-
bónica en lo que tenía de innovador. Sin embargo, pronto se vieron frustradas tales
esperanzas. La ruptura con la tradición de ministros-gestores como Campillo, Patiño y
Ensenada es evidente. Car los III se rodea de juristas que defiendan sus regalías en los
pleitos que sostiene con Roma o con sus propios vasallos. En lugar de proyectistas
entusiasmados con modernizar ocupan ahora los puestos claves hombres que actúan de
acuerdo a la práctica forense. No son promotores y planificadores de cambios, sino
hombres especializados en informar y dictaminar sobre causas iniciadas por personas o
instituciones particulares.
Se puede apuntar, así que Carlos III acudió a Mayans para reformar los estudios en un
síntoma de que él, a diferencia de sus predecesores, mostraba cierta inclinación por la
corriente ecléctica y desconfiaba de la experimental y crítica inspirada en Feijoo. Existe
una afinidad intelectual, además, entre Mayans y Carlos III a través de Francisco Pérez
Bayer, personaje afín a las ideas del valenciano. Carlos III, pues, concede un decisivo
protagonismo a la corriente que había permanecido marginada de la política oficial
durante los reinados anteriores. Se sabe que Mayans no comulga con innovaciones
extranjeras pero que critica con Vives los defectos de la escolástica. En lugar de
promocionar instituciones alternativas o proyectos de nueva planta se empeña en
reformar las universidades buscando desde el primer momento un compromiso con los
escolásticos reacios a la reforma.
Los disturbios de 1766 los soluciona llamando a un militar para que restablezca el orden
a base de medidas policiales y pagando un costoso precio cultural: la expulsión de los
jesuitas y el encarcelamiento de los presuntos amigos de éstos: Ensenada, Gándara, el
marqués de Valdeflores y muchos otros. No es ninguna frivolidad afirmar que la
resolución de la crisis significó una doble represión de las Luces en España. En primer
lugar, los jesuitas, o por lo menos una parte de ellos, habían iniciado durante el reinado
de Fernando VI una profunda remodelación de los estudios. En el Colegio Imperial
habían introducido nuevos métodos y contenidos muy distintos a los de la antigua ratio
studiorum. En segundo lugar, ellos representaban una teología con puntos similares o
interpretables en sentido de la antropología moderna. Si creemos más al contempo-
ráneo Enrique Flórez que a Marcelino Menéndez y Pelayo, la doctrina de los jesuitas
inclinaba al naturalismo antropológico, a la tolerancia religiosa, así como a una cierta
concepción populista del poder real, y son estas doctrinas las que se quieren eliminar.
Ellos defendían que Adán, y con él la humanidad, gozó en el Paraíso de un estado
natural. Esto es, dispuso de un conocimiento natural de Dios, de la naturaleza y de las
normas morales. Después del pecad, o la constitución humana no se deterioró tanto
como para que se borrara esa ciencia original. Agustinos y tomistas prefieren no hablar
de un estado de naturaleza, sino de un estado de gracia y justicia original, que se perdió
con el pecado. La teología, así, sólo habla de sobre naturaleza y ésta es administrada por
el magisterio eclesiástico y el aparato sacramental.
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Gaceta y el Mercurio. Con todo, mientras el conde de Aranda ocupa la presidencia del
Consejo de Castilla, los ilustrados se sienten protegidos en el ámbito privado de sus
tertulias. Si no dan lugar a escándalos, pueden leer, opinar y satirizar sin sobresaltos.
Piénsese al respecto en Testamento político del filósofo Marcelo o en Arte de las Putas
de Nicolás Fernández de Moratín.
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los hombres y no primordialmente el universo físico. De ahí que se pueda decir que entre
las Luces y el absolutismo carolino exista una disparidad insalvable. Los políticos en
torno a Carlos III son conscientes del peligro y desautorizan a los nuevos filósofos mucho
antes de que estalle la Gran Revolución en el país vecino.
La antipatía de Floridablanca hacia los franceses tiene raíces sociales y culturales,
además de consideraciones de política internacional. El divorcio entre el gobierno y
cultura ilustrada va en aumento. Algunos opositores se articulan en torno al periódico
El Censor y otras voces afines. Pero Floridablanca se escudará tras un partido xenófobo
y tradicionalista. Ciertamente la de la tradición será la línea política que acabará
abrazando Carlos III y así la dinastía borbónica se convertirá en la defensora del espíritu
nacional frente a las influencias extranjeras. La idea de revolución que resquebraje los
cimientos del poder del soberano y la tranquilidad del reino son el estímulo para estas
posiciones.
Hacia mediados de la década de los ochenta, en los últimos años del reinado de Carlos
III, retorna incluso el espíritu contra el que se había combatido a principios de siglo. En
1786 a la hora de crear una cátedra de historia literaria en los Reales Estudios de San
Isidro, se opta por un modelo -el del padre Andrés- en el que se ponen en valor los siglos
XVI y XVII. Y algo similar se ve en el Teatro histórico-crítico de la elocuencia española,
obra de Antonio Campmany de clara finalidad apologética del pasado de los Austrias.
Juan Pablo Forner también irá en esa línea en Oración apologética. Forner aconseja
restaurar la literatura del tiempo de los Habsburgo y rechazar la superficialidad del XVIII
de los primeros Borbones.
La justificación original del cambio de dinastía sólo queda reservada para los que creen
todavía en un proceso reformador. Jovellanos, por ejemplo, en un elogio de Felipe V no
glosa tanto al rey como a las virtudes y la política del momento que vivió el primer
Borbón. Pero, en todo caso, puede decirse que la idea de restaurar el pasado austracista
ha sustituido al idilio con las Luces europeas. Sin esa evolución ideológica y sin la
identificación oficial con un populismo de formas no se entiende que surja el calificativo
de afrancesado para denominar precisamente a aquellos defensores de la misión
reformadora de los Borbones. La españolización de Carlos III, llegado de Nápoles -
recuérdese- no había consistido sólo en sustituir colaboradores extranjeros por
nacionales, sino en presentar su Monarquía en continuidad con la mentalidad de la
España de los Austrias.
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