Está en la página 1de 4

LITERATURA LATINOAMERICANA DE LOS SIGLOS XX Y XXI

El Modernismo de las últimas décadas del siglo XIX y la configuración de un sistema literario autónomo y propio da
inicio literario al siglo XX en América Latina. Poemas de Rubén Darío como su famoso “A Roosevelt” (1904) o de
Porfirio Barba-Jacob como “Aquarimántima” (1909), entre muchos otros de ese estilo, abren el camino para que las
vanguardias provenientes de Europa se anclaran en el continente con su búsqueda de novedad, su rechazo a la tradición y
sus formas irruptoras dentro del sistema literario latinoamericano. Las condiciones sociales del continente hicieron posible
que el modelo europeo vanguardista entrara en escena al mismo tiempo que fuera reacomodado, reacondicionado y
reformado.
De esta manera surgen desde México a la Argentina movimientos de vanguardia que, con sus manifiestos, sus obras y sus
participaciones públicas renuevan las posibilidades estéticas, y con ello políticas, de la literatura latinoamericana.
Publicaciones y revistas como Martín Fierro y Proa en Argentina, la Revista de Antropofagia en Brasil, la mexicana
Contemporáneos o la peruana Amauta funcionan como fuentes de archivo que, como señala el estudioso Jorge Schwartz
en su libro Fervor de las vanguardias, hacen posible que hoy día pueda ser revisada y estudiada la historia de las
vanguardias en América Latina.
En este periodo aparecieron obras como Trilce (1922) del peruano César Vallejo, Veinte poemas para ser leídos en el
tranvía (1922) del argentino Oliverio Girondo, Suenan timbres (1926) del colombiano Luis Vidales, Macunaima (1928)
del brasilero Mario de Andrade, Altazor (1931) del chileno Vicente Huidobro y Residencia en la tierra (1933) de Pablo
Neruda. Cabe mencionar también la participación dentro de las vanguardias, particularmente de la vanguardia argentina,
de Jorge Luis Borges, quizás el más reconocido escritor latinoamericano de todos los tiempos.
Narrar la selva
Dentro de la literatura latinoamericana del siglo XX uno de los tópicos centrales ha sido el de la selva. Los Cuentos de la
selva (1918) de Horacio Quiroga o Inferno verde (1908) del brasilero Alberto Rangel son considerados antecedentes de lo
que será conocido como la novela de la selva. Si bien la selva fue un tópico usado ya desde las Crónicas de Indias en el
siglo XVI para establecer, dentro de las representaciones literarias, un espacio propiamente americano que funcione como
estereotipo, la crítica María Helena Rueda en su ensayo “Las selvas en las novelas de la selva” acota que “la novela de la
selva latinoamericana tiene una situación espacial y temporal muy precisa, se refiere en su mayoría a un momento y un
lugar muy concretos en la historia de la región: la explotación cauchera en las cuencas del Amazonas y el Orinoco durante
los primeros años del siglo XX. Esos son su escenario y su origen.” Novelas como La vorágine (1924) del colombiano
José Eustasio Rivera y Canaima (1934) del venezolano Rómulo Gallegos son las obras más canónicas y representativas de
la novela de la selva americana.
Indigenismo
El término indigenismo refiere a una corriente literaria de América Latina que se propuso poner en escena las
problemáticas propias del universo indígena latinoamericano, así como la multiplicidad de rasgos que conforman las
reivindicaciones sociales, los reclamos urgentes del momento histórico y la tendencia revolucionaria, que no siempre fue
estética, y con la cual se describe la opresión sobre las comunidades indígenas en el continente. José Carlos Mariátegui en
su libro Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana (1928) señala que a pesar de esto el indigenismo, como
corriente literaria, “no puede darnos una versión rigurosamente verista del indio, tiene que idealizarlo y estilizarlo (…) es
todavía una literatura de mestizos, por eso se llama indigenista y no indígena”.
En este sentido, como señala el crítico Antonio Cornejo Polar en su libro «Literatura y sociedad en el Perú: la novela
indigenista», al caracterizar el indigenismo como máscara, en su doble estatuto sociocultural la literatura indigenista es un
nuevo caso de literatura heterogénea donde las instancias de producción pertenecen a un universo mientras que el
referente pertenece a otro distinto: “Ambos universos no aparecen yuxtapuestos sino en contienda”. Obras como
Huasipongo (1934) del ecuatoriano Jorge Icaza, El mundo es ancho y ajeno (1941) del peruano Ciro Alegría y Los ríos
profundos (1958) del también peruano José María Arguedas son algunas de las obras representativas que se inscriben en
esta tradición.
Otras literaturas de mediados del siglo XX
Hacia mediados del siglo XX la literatura latinoamericana se encuentra diversificada tanto en géneros como en propuestas
estéticas. Autores y obras a tener en cuenta que se inscriben en variadas tradiciones son las del mexicano Octavio Paz,
reconocido poeta y ensayista que renueva las vanguardias con poemas como “Piedra de sol” (1957); el poeta chileno
Nicanor Parra y la invención de la antipoesía con sus Poemas y antipoemas (1954) y Enrique Lihn con su poética plural en
libros como La musiquilla de las pobres esferas (1969).
También el poeta nicaragüense Ernesto Cardenal y su incorporación del habla coloquial en poemarios como Oración por
Marilyn Monroe y otros poemas (1965), el peruano Antonio Cisneros y su Canto ceremonial contra un oso hormiguero
(1968), la argentina Silvina Ocampo con sus cuentos de Los días de la noche (1970) o las uruguayas Idea Vilariño con
Pobre mundo (1966), Marosa di Giorgio con La guerra de los huertos (1971) y Armonía Somers con Solo los elefantes
encuentran mandrágora, una inquietante novela escrita hacia principios de los setenta que fue publicada en Buenos Aires
en 1986.
Esta diversidad literaria característica de América Latina durante el siglo XX se extiende a la obra de la mexicana Elena
Garro con sus novelas Los recuerdos del porvenir (1963) y del narrador uruguayo Felisberto Hernández con cuentos como
“La casa inundada” (1960) o “Muebles El Canario” y “El acomodador” de su libro Nadie encendía las lámparas (1947).
Lugar aparte merecen dos autores centrales de la literatura latinoamericana del siglo XX. Uno es el escritor uruguayo Juan
Carlos Onetti quien con toda su obra cuentística y novelística concibe una ciudad imaginaria como Santa María que
influye de manera notable en la generación del boom latinoamericano. Otro, también referente de todos los escritores del
boom, es el mexicano Juan Rulfo, quien, con apenas un volumen de cuentos, El llano en llamas, y una novela, Pedro
Páramo, renueva las posibilidades técnicas de la narrativa de la en lengua española.
La nueva novela histórica
Dentro de la narrativa latinoamericana de fin de siglo XX el género de la nueva novela histórica se instaló como uno de
los géneros más fructíferos. Se trata de un género que se interesa por ficcionalizar los hechos históricos con la novedad de
romper con el esquema de la novela histórica tradicional. Como señala María Cristina Pons en su libro Memorias del
olvido. La novela histórica de fines del siglo XX este tipo de narrativa aparece “como un importante fenómeno en la
historia de la literatura latinoamericana en la medida en que no solo parecería poner al casi olvidado género de la novela
histórica en un primer plano, sino que también marca un cambio radical en el género”.
Esta nueva novela histórica relee el pasado de manera crítica, desmitificando en muchos casos los acontecimientos, los
personajes y las situaciones del pasado, incorporando más allá de los hechos históricos una mirada sospechosa sobre el
discurso historiográfico y sus versiones oficiales. Así, algunas de estas novelas retoman eventos que han sido silenciados
para elaborarlos, ficcionalmente, desde diferentes perspectivas. Agrega María Cristina Pons que algunas de estas novelas
“se basan en la documentación histórica como instrumento para legitimar lo narrado y, al mismo tiempo, para cuestionar
la versión oficial de la historia”.
Narradores inscriptos en el boom aportan a esta tendencia con obras como El general en su laberinto (1989) de Gabriel
García Márquez o Vigilia del almirante (1992) de Augusto Roa Bastos. Pero también autores como Fernando del Paso
(Los pasos de López, 1982), Germán Espinosa (La tejedora de coronas, 1982), Tomás Eloy Martínez (La novela de Perón,
1985) y Homero Aridjis (1492, vida y tiempos de Juan Cabezón de Castilla, 1985), entre otros, consolidaron la nueva
novela histórica en América Latina.
La literatura testimonial en América Latina
Dentro de la heterogeneidad característica de la literatura latinoamericana el género testimonial ha ocupado un lugar
preponderante en las últimas décadas. En América Latina los textos testimoniales comprenden una forma de expresión
popular conformada por testimonios documentados, fuentes directas, protagonistas y testigos de las violencias de los
setenta y ochenta que vuelcan sus experiencias en un discurso literario con clara connotación política y social.
El género testimonial se consolida en América Latina como una forma de la función social de la literatura. Como señala
René Jara en Testimonio y literatura, el testimonio “es, casi siempre, una imagen narrativizada que surge, ora de una
atmósfera de represión, ansiedad y angustia, ora en momentos de exaltación heroica, en los avatares de la organización
guerrillera, en el peligro de la lucha armada. Más que una interpretación de la realidad, esta imagen es, ella misma, una
huella de lo real, de esa historia que, en cuanto tal, es inexpresable. La imagen inscrita en el testimonio es un vestigio
material del sujeto”.
Es así como los textos de la mexicana Elena Poniatowska (La noche de Tlatelolco de 1970, Palinuro de México de 1977,
Fuerte es el silencio de 1980 y Nada, nadie: las voces del temblor de 1988) o el testimonio de Rigoberta Menchú (Me
llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia, de 1982), por nombrar algunos, son textos donde la memoria
interviene en el relato de los acontecimientos a partir de experiencias personales.
Literaturas del siglo XXI
Con la entrada del siglo XXI la literatura latinoamericana sostuvo su naturaleza heterogénea a través de variadas y
múltiples formas de expresión de lo literario que aparecieron a lo largo del continente. Un factor determinante de esto fue,
a comienzos de la década del 2000, el surgimiento de una inmensa cantidad de editoriales independientes. De México a la
Argentina estas editoriales buscaron alejarse de las grandes industrias culturales que dominaban el mercado y con ello
imponían tendencias y estilos literarios.
Editoriales con búsquedas estéticas y políticas muy diversas publicaron y pusieron en circulación a escritores y escritoras
que se encontraban por fuera del medio y que han aportado al campo literario del continente no solo voces, enfoques y
temas que amplían el repertorio, sino con ello, las posibilidades de que territorios, espacios, formas de comunidad y
subjetividades que han sido tradicionalmente marginadas adquieran relevancia en la representación literaria de sus
identidades. Es así como han adquirido visibilidad literaturas en relación, por ejemplo, con los feminismos, con lo queer y
con lo afrolatinoamericano como modos de interpelación de las identidades tradicionales en América Latina.
Literatura y feminismos
Autoras pioneras como la mexicana Margo Glantz o la chilena Diamela Eltit, desde finales de la década de los ochenta,
exploraron la sexualidad femenina donde, como señala la crítica Adelaida Martínez en su artículo “Feminismo y literatura
en América Latina”, la representación del cuerpo femenino adquiere “otra dimensión que lo erótico y la procreación”.
Agrega Martínez que “la literatura feminista, en cuanto está comprometida a reformar las estructuras del poder político,
desempeña una función crítica en la sociedad”. En este sentido, en la literatura latinoamericana contemporánea existe, en
relación con los feminismos, una literatura que permanentemente denuncia la opresión patriarcal y propone nuevas formas
de relaciones sociales establecidas entre los géneros. Es una literatura que, en definitiva, pone en escena propuestas de
cambio que estimulan la conformación de nuevos imaginarios sociales y de nuevas identidades de cara al futuro.
Otras escritoras de amplia resonancia que continúan la tendencia de pioneras como Margo Glantz y Diamela Eltit son las
colombianas Carolina Sann (Tu cruz en el cielo desierto, 2020) y Pilar Quintana (La perra, 2017), las mexicanas Valeria
Luiselli (Desierto sonoro, 2019) y Cristina Rivera Garza (El invencible verano de Liliana, 2021), las argentinas María
Moreno (Panfleto: erótica y feminismo, 2019) y Gabriela Cabezón Cámara (La virgen cabeza, 2009), la poeta peruana
Carmen Ollé (Relato de mujer sin familia ante una copa, 2007) y la ecuatoriana Daniela Alcívar (Siberia, 2018). Estas
autoras, mediante una escritura de estirpe experimental, crean variantes dentro de la tradición de la literatura y el
feminismo en América Latina que inscriben lo literario dentro de las experiencias políticas, sociales e históricas de lo
contemporáneo.
Literatura queer
La literatura queer en América Latina ha adquirido una presencia significativa en las últimas décadas. Jorge Luis Peralta,
en su artículo “Queer, literatura, Latinoamérica”, apunta que “la literatura queer no se limita a aquellas obras que
interrumpen de forma deliberada la lógica sexo-genérica dominante”. Agrega que un enfoque queer de la literatura “radica
en prestar atención a los modos en que la disidencia se manifiesta en un texto. Queer exige una puesta en crisis de los
binarismos, un desbaratamiento de las esencias”.
Desde el siglo XX autores han trabajado sobre temas vinculados a las identidades LGBTIQ+, como el argentino Manuel
Puig con su novela Boquitas pintadas (1969), el chileno José Donoso con El lugar sin límites (1966), el puertorriqueño
Manuel Ramos Otero con sus cuentos en Concierto de metal para un recuerdo y otras orgías de soledad (1971), la
argentina Sylvia Molloy con su novela En breve cárcel (1981) así como también el poeta argentino Néstor Perlonguer.
Un autor determinante de la literatura queer en América Latina ha sido el chileno Pedro Lemebel, “el único escritor
chileno que se maquillaba y usaba zapatos de taco alto”, como lo describe la página de la Biblioteca Nacional de Chile.
Lemebel con sus crónicas, relatos, novelas y performances de naturaleza contestataria, aportó a la literatura
latinoamericana una voz particular que, como han dicho algunos de sus críticos, explora nuevas vertientes del lenguaje y
de las formas literarias. Sus obras más importantes son: Loco Afán: Crónicas de Sidario (1996) y la novela Tengo miedo
torero (2001). Otres autores que se inscriben en la literatura queer de América Latina son los colombianos Alonso
Sánchez Baute (Al diablo la maldita primavera, 2002) y Giuseppe Caputo (Un mundo huérfano, 2016), las argentinas
Gabriela Cabezón Cámara (Romance de la negra rubia, 2014) y Camila Sosa Villada (Las malas, 2019) y la peruana
Claudia Salazar (“La sangre de la aurora”, 2013).
Literatura afrolatinoamericana
La expresión literaria de las comunidades afrolatinoamericanas tiene una tradición que la remonta hasta el siglo XIX.
Autores como Juan Francisco Manzano con su Autobiografía de un esclavo (1853) en Cuba o Candelario Obeso en
Colombia con Cantos populares de mi tierra (1878) son algunos de los referentes de la expresión literaria de la africanidad
en América Latina.
La profesora Graciela Maglia en su artículo “Literaturas afrolatinoamericanas e indígenas” señala que las literaturas
afrolatinoamericanas se designan como “aquellas que han nacido en América Latina y el Caribe” y en las cuales reside un
“diverso poder de africanización”. En el siglo XX esta expresión de la africanidad se expandió por el continente con
mayor ímpetu en el Caribe, con autores como Edouard Glissant (Martinica), Aimé Cesaire (Martinica), Luis Palés Matos
(Puerto Rico), Nicolás Guillén (Cuba) o Manuel Zapata Olivella (Colombia), entre otros.
Dentro de la literatura latinoamericana se encuentran expresiones de la africanidad que se ponen en diálogo con distintas
tradiciones narrativas y poéticas nacionales. Así las identidades culturales y políticas de los pueblos afro en América
Latina y el Caribe se han constituido en gran parte a través de lo literario. Como señala Silvia Valero en su artículo
“Literatura y ‘afrodescendencia’” algunas características de esta literatura residen en ser una reescritura de la historia que
incluye la reivindicación de los afrodescendientes como protagonistas determinantes y centrales en la construcción de los
espacios nacionales en América Latina, “la representación de sujetos cuya pertenencia a una comunidad se ancla en la
noción de ancestros” y, entre otras, “la trata y la esclavización como experiencias traumáticas unificadoras del colectivo”.
Entre los escritores y escritoras contemporáneas que se inscriben en la literatura de expresión afrolatinoamericana
encontramos a las colombianas Amalia Lú Figueroa (Vean ve, mis nanas negras, 2001), Hanzel Robinson Camacho (No
give up, maan! ¡No te rindas!, 2002), la brasilera Ana María Gonçalves (Un defecto de color, 2008), la peruana Lucía
Charún-Illescas (Malambo, 2000), la puertoriqueña Mayra Santos-Febres (Fe en disfraz, 2009) y el cubano Marcial Gala
(La catedral de los negros, 2012).
Otras literaturas contemporáneas en América Latina
Una característica de la literatura contemporánea en América Latina que se puede identificar en géneros distintos como la
novela, el cuento o la poesía está vinculado con el renovado interés por los procedimientos estéticos y políticos de las
vanguardias del siglo XX. Esta reinscripción de técnicas vanguardistas puestas en escena en el mundo contemporáneo
tiene, además, un fuerte vínculo con la incorporación de lo fantástico, lo extraño, lo sobrenatural. En este sentido puede
decirse que escritores como el uruguayo Mario Levrero con los cuentos de La máquina de pensar en Gladys (1970) o su
obra La novela luminosa (2005), así como el argentino Héctor Libertella con novelas como Personas en pose de combate
(1975) o El árbol de Saussure (2000), entre otros, son escritores que marcan un referente donde la escritura literaria
expone los mecanismos con los cuales es concebida.
Escritores más recientes retoman estas variantes experimentales tanto en sus aspectos formales como en los temas que
abordan en sus obras. El más importante dentro de este campo es el argentino César Aira, quien con su proyecto literario
de máxima envergadura ha publicado hasta el momento más de cien novelas, entre ellas Ema, la cautiva (1981), La liebre
(1991), La villa (2006), Yo era una mujer casada (2010) y Lugones (2020). También el escritor y performer mexicano
Mario Bellatin quien con novelas como El gran Vidrio (2007) y El palacio (2020) retoma aspectos de la vanguardia
histórica y los trae al escenario literario contemporáneo. Uno más es el escritor colombiano Juan Cárdenas con sus
novelas Los estratos (2013) y Elástico de sombra (2019) así como el novelista y poeta argentino Pablo Katchadjian con
DP canta al alma (2004) y Martin Fierro ordenado alfabéticamente (2007).

También podría gustarte