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Vanni, U. - Apocalíptica
Vanni, U. - Apocalíptica
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(15 en total, pero de los que se han perdido el IX, el X y el XV), que, copiando el
estilo hermético de las sibilas, se esforzaban en presentar el mensaje judío o
cristiano en los ambientes paganos. De
naturaleza muy bien cuidada, el libro III fue escrito en parte a mediados del siglo n
y en parte en el siglo I a.C; algunos capítulos pueden fecharse en el siglo I d.C. Se
refiere eminentemente a la ley de Moisés (la Sibila que habla es la nuera de
Moisés), que, una vez puesta en práctica, acabará trayendo la paz escatológica.
La apocalíptica, presente sin duda en el NT, no se detiene en él, sino que continúa
desarrollándose posteriormente durante algunos siglos en dos filones distintos,
aunque con influencias mutuas: el judío y el cristiano.
El libro de los secretos de Henoc (llamado también / / Henoc o Henoc eslavo) fue
escrito en griego en los siglos I y II d.C; pero sólo nos queda una versión eslava.
Las interpolaciones cristianas, particularmente numerosas y evidentes, le dan al
libro un aspecto arreglado y sincretista, haciendo dudar incluso de su origen judío.
Henoc describe los siete cielos que va atravesando; después su atención se
centra en la tierra: se le revela la historia hasta el diluvio, y luego una panorámica
de la era presente, que después de siete períodos de mil años llegará a su
conclusión final.
El libro IV de los Oráculos sibilinos, por su alusión a la erupción del Vesubio del 79
d.C, parece ser que se escribió a finales del siglo I. Presenta las características
propias del grupo de libros sibilinos anteriormente recordados.
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El II Libro de Baruc, llamado también Apocalipsis de Baruc, fue compuesto a
finales del siglo I o comienzos del II d.C. Se escribió en arameo, pero sólo
tenemos su versión griega. Baruc se preocupa de la historia presente y futura: los
justos serán oprimidos, pero resucitarán y tendrán cuerpos celestiales; las fuerzas
hostiles, como las del imperio romano, serán derrotadas. Al final vendrá el mesías
y establecerá su reino.
El III Libro de Baruc, llamado también Apocalipsis griego de Baruc, fue escrito en
griego, en el siglo II d.C; queda de él un resumen en griego y una traducción
sintética en eslavo. El libro tiene la forma literaria de un viaje a través de cinco de
los siete cielos; el autor constata, entre otras cosas, la mediación de los ángeles y
la función decisiva de las oraciones.
Del Apocalipsis de Pedro, escrito en griego por el 135, nos quedan un largo
fragmento (llamado "fragmento de Akmin", publicado en el 1887) y una traducción
etiópica (publicada en el 1910). En el gran marco de la conclusión positiva de la
lucha entre el bien y el mal, presentada con mentalidad sincretista, se dedica una
atención especial al premio escatológico
de los buenos y al castigo de los malvados.
El Pastor fue escrito por Hermas por el 150. Su plena pertenencia a la literatura
apocalíptica es discutida por los autores. Su punto de contacto con la apocalíptica
es la forma literaria de visiones.
El IV Libro de Esdras (cf supra) recoge, en las antiguas Biblias en latín, dos
capítulos iniciales (1-2) y dos finales (15-16) que faltan en las versiones orientales
y que constituyen una obra apocalíptica cristiana. Los dos primeros capítulos se
suelen llamar V Esdras y los dos últimos VI Esdras. El texto original estaba en
griego. El V Esdras se compone de dos
partes: 1,4-2,9: mensaje de maldición contra Israel por su infidelidad; 2,10-48:
mensaje de exhortación y promesas (la nueva Jerusalén) al pueblo cristiano. Se
escribió por el año 200.
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oprimidos, se les hace vislumbrar la victoria final. La fecha de composición oscila
entre el 250 y el 300.
Una mirada a la situación histórica judía sugiere una tercera solución. Las causas
que llevan a un agotamiento de la gran profecía son múltiples. Una de las más
evidentes hay que buscarla en el hecho de que, tras la vuelta del destierro, había
desaparecido el elemento político oficial. Cesaba así aquella antítesis dialéctica
entre el rey y el profeta que encontramos
en tantas grandes figuras proféticas, desde Elías hasta Jeremías. Esta antítesis
acaba con la destrucción de Jerusalén y con Ezequiel, que es un profeta típico del
drama religioso de la destrucción y, a la vez, es también el primer apocalíptico.
Una
vez reconstruido el templo y reorganizado el culto, nace una religiosidad nueva,
que se desarrolla casi durante dos siglos.
La situación socialmente aséptica y tranquila supone, por una parte, la posibilidad
de una profundización y de un desarrollo sin perturbaciones; por otra, eliminando
los diversos tipos de antítesis (religión-política, religiosidad-culto, disparidades
sociales-religión, etc.), le quita a la profecía tradicional su espacio de
supervivencia.
En el pueblo judío no existe ya libertad política. Se da, sin embargo, una notable
libertad para la vida religiosa, que se desarrolla y se profundiza
unidireccionalmente, casi por su propia cuenta, sin la confrontación obligada con la
situación política y social. Una nueva prueba de esta profundización silenciosa que
se ha llevado a cabo se tiene cuando los dominadores políticos intentan entrar en
el terreno religioso (Antíoco IV Epífanes); entonces la reacción es tan fuerte que
se convierte en sublevación política.
En este punto nace la verdadera y auténtica apocalíptica. Es fruto, por una parte,
de la profundización religiosa que fue madurando en el AT; y por otra, de la
urgencia imprevista de interpretar religiosamente unos hechos nuevos y
desconcertantes, como las persecuciones de Antíoco IV Epífanes. La apocalíptica
intenta aplicar a la historia concreta la visión religiosa del AT. Para hacer posible el
paso de las categorías religiosas abstractas a una interpretación válida de
los hechos, interviene una forma nueva de discernimiento sapiencial. El sabio es
aquel que, por un lado, sabe comprender el plan de Dios sobre la historia en sus
dimensiones fundamentales y lo sabe explicar; por otro lado, sabe identificar y
señalar las implicaciones concretas que atañen al comportamiento de los
personajes contemporáneos. Los hechos históricos desconcertantes provocan una
exigencia de lectura profética, que se realiza de una forma en la que ocupa un
papel predominante el intérprete sabio. Vuelven a nacer la sabiduría y la profecía,
pero constituyen ahora una nueva síntesis original: "La apocalíptica es una hija
legítima de la profecía, aunque tardía y particular, la cual, aunque no sin haber
sido instruida en sus años juveniles, se fue abriendo a la sabiduría con el correr de
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los años" (P. von der Osten-Sacken, Die Apokalyptik in ihrem Verhaltnis zu
Prophetie und Weisheit, München 1969, 63).
Nacida a impulsos del afán de contactar con la revelación divina anterior, que fue
madurando y que se profundizó en el trato con el campo fluido de la historia, la
apocalíptica tenía que recurrir al símbolo. Una exposición sin símbolos se habría
resuelto fácilmente o en una repetición del mensaje teológico anteriormente
madurado, pero sin ninguna vinculación con las realidades históricas concretas, o
bien en una exposición de los hechos con una interpretación religiosa
inevitablemente circunscrita.
Una forma literaria típica de la apocalíptica, que aparece también en los escritos
sapienciales, es la pseudonimia. El autor se expresa en primera persona, pero sin
decir su verdadero nombre; se presenta como un personaje conocido del pasado
remoto o reciente, con el que siente cierta afinidad y al que considera
particularmente adecuado para pronunciar su mensaje. De este modo vamos
escuchando a Henoc, a Moisés, a Elias, a Isaías, a Baruc, a Esdras, a Juan, a
Pedro, a Pablo, etc. Esta evocación de los personajes del pasado nace de la
exigencia de la apocalíptica de unir el pasado con el presente. No se trata de una
falsedad literaria —eso sería increíble—, sino de un recurso literario de eficacia
particular.
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IV. LA TEOLOGÍA.
1. LA DIALÉCTICA DE LA HISTORIA.
2. ÁNGELES Y DEMONIOS.
3. ESCATOLOGÍA
El gran protagonista que impulsa hacia su conclusión positiva el choque entre las
fuerzas positivas y las negativas es el "mesías". Se recogen y condensan los
datos que se encuentran sobre él en el AT; en la apocalíptica judía surge ya con
claridad la figura del mesías elegido por Dios: hijo de Dios, resume en sí toda la
fuerza que Dios manifiesta en la "guerra santa" del AT. Sabrá derrotar a todos los
enemigos del pueblo de Dios, realizando de este modo el reino definitivo, que
coincide con la situación escatológica final. El reino de Dios realizado por el
mesías no será una situación soñada, sino que tendrá su concreción. Ésta llega a
veces hasta el punto de que se afirma la existencia de un reino del mesías, previo
al reinado final, de duración limitada. La concepción de un reino mesiánico
preescatológico ronda por toda la apocalíptica, asumiendo duraciones, tonos y
contenidos diversos: situación de premio, participación funcional en el reino
definitivo en devenir, expresión puramente simbólica de la presencia activa del
mesías en la historia. Relacionada más o menos estrechamente con el mesías,
identificada a veces con ella, está la figura enigmática del "hijo del hombre".
Expresión inicial probablemente de una personalidad corporativa y casi
identificado con el pueblo, el hijo del hombre adquiere poco a poco un relieve más
marcadamente personal. En unión con el mesías, subraya su vinculación con la
historia propia de los hombres.
5. LO ESPECÍFICO CRISTIANO.
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apocalíptica cristiana consigue expresar su mejor mensaje, que encontramos
especialmente en el Apocalipsis de Juan. Los temas teológicos que habían
aparecido en la apocalíptica judía encuentran así una profundización
característica. Dios, señor de la historia, es trascendente y nunca se le describe en
sus rasgos, pero está presente y envuelto en la historia, que es a la vez salvación
y creación. Y sobre todo, incluso teniendo en cuenta la historia tal como se
desarrolla, Dios es Padre de Jesucristo (cf Ap 1,6; 3,21).
La figura central del mesías y la otra más fluida del hijo del hombre de la
apocalíptica judía confluyen en Cristo y encuentran en él una expresión nueva,
inconcebible a nivel del AT: en Cristo, mesías (cf Ap 12,10) e hijo del hombre (cf
Ap 1,13; 14,14), aparecen los atributos operativos de Dios mismo. Se da una
cierta intercambiabilidad entre ellos: son Padre e Hijo, y esto lleva su acción en la
historia a un nivel vertiginoso de paridad recíproca: Dios "vendrá" en Cristo y
Cristo será llamado alfa y omega, no menos que Dios (cf Ap 1,4 y 1,7; 1,8 y
22,13). Se da un desplazamiento de perspectiva también en lo que se refiere a las
fuerzas intermedias, entre el cielo y la tierra, que colaboran en el desarrollo de la
historia de los hombres. Lo demoníaco se hace más histórico; la conexión entre
las fuerzas del abismo y la historia humana se hace más estrecha y más completa:
afecta al Estado, a los centros de poder negativos, a "Babilonia", a la concreción
consumista de la ciudad secular (cf Ap 17,1-18).
Las fuerzas positivas reciben mayor claridad e importancia: los ángeles colaboran
con el hijo del hombre (14,14-20); el hijo del hombre asocia a su acción activa al
pueblo que le sigue (cf Ap 1,5 y 19,14). Y el mesías hijo del hombre es presentado
audazmente como una fuerza positiva inmersa en la historia al lado y en contraste
con las fuerzas hostiles
(cf 6,1-2).
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