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CAPÍTULO I
EL TESTIMONIO DE JESÚS SOBRE SU SACERDOCIO
b) Desarrollo de la consagración
La santidad inicial no encierra a Jesús en la inmovilidad, se desarrolla y se concreta por actos
de consagración requeridos para la misión.
Debemos mencionar ante todo la presentación del niño en el templo. En tanto que,
consagrado a Dios, todo primogénito debía ser rescatado, para Jesús el rescate se opera no sólo
por una ofrenda simbólica, sino por el consentimiento de María en el destino doloroso del niño,
anunciado por Simeón. Hay aquí una primera ofrenda del sacrificio redentor, ofrenda maternal
que precede e implica ya la ofrenda sacerdotal futura de Jesús. La consagración desborda todo
ritualismo formal y comporta el empeño de la vida personal.
En el episodio del bautismo, la venida del Espíritu Santo sobre Jesús realiza una nueva
consagración en vistas a la misión a cumplir. Esta consagración se refleja en las palabras: “Tú
eres mi hijo amado” (Mc. 1, 11). Fue evocada por Jesús mismo cuando, en la sinagoga de
Nazaret, se aplicó el oráculo de Isaías (61, 1): “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me
ha ungido” (Lc. 4, 18). Es la fuente de todo el despliegue del amor salvador: anuncio de la
buena noticia a los pobres, luz dada a los ciegos, liberación de los oprimidos y los cautivos.
Lejos de encerrar a la persona en sí misma, la consagración tiene por efecto el abrirla más
universalmente socorriendo a los que tienen necesidad de él.
Poseemos testimonios ciertos de que la santidad aparece en el comportamiento de Jesús:
Jesús es llamado “el santo de Dios”, ya sea por el espíritu malo (Mc. 1, 24; Lc. 4, 24), o por
Pedro en su adhesión de fe al discurso sobre la Eucaristía (Jn. 6, 69). Más tarde, después de
Pentecostés, Pedro reprochará a sus compatriotas el haber hecho morir “al Santo, al Justo”
(Hch. 3, 14).
La consagración encuentra su acabamiento en el sacrificio redentor. Jesús declara en la
oración sacerdotal: “Por ellos me consagro a mí mismo, para que ellos sean también
consagrados en la verdad” (Jn. 17, 19). Antes había hablado de la consagración obrada por el
Padre en la Encarnación, aquí indica que le corresponde vivirla plenamente consagrándose por
el sacrificio. Añade que su objetivo es comunicar a los apóstoles esta consagración “en la
verdad”.
Finalmente, el fruto de la consagración sacrificial se encuentra en la resurrección. Según la
palabra de Pablo, el Hijo, “nacido de la raza de David según la carne” ha sido “constituido hijo
de Dios con potencia según el Espíritu de santidad por su resurrección de entre los muertos”
(Rm. 1, 3-4). El Espíritu llena la carne de Jesús de santidad al resucitarla, y esta santidad está
ligada, como en el momento de la anunciación y del bautismo, a la filiación divina.
c) El pastor y el servicio
Muy próxima a la afirmación sobre el Buen Pastor está la afirmación que define la misión del
Hijo del hombre: “El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida
como rescate por muchos” (Mc. 10, 45). Esta afirmación une las dos figuras del “Hijo del
hombre” y del “siervo”. Según el oráculo de Daniel, el Hijo del hombre aparecía en un contexto
glorioso, como un soberano ante el cual toda la humanidad se inclinaría: “todos los pueblos,
naciones y lenguas le sirvieron” (Dn. 7, 14). Por el contrario, el siervo era descrito como
“despreciable y desecho de los hombres, varón de dolores, sabedor de dolencias” (Is. 53, 3).
Jesús concilia lo que habría parecido irreconciliable, presenta un Hijo del hombre que rechaza
hacerse servir y hace consistir su vida en el servicio a la humanidad, toma una actitud inversa a
la que dejaba prever el oráculo de Daniel. Además, declara llevar éste servicio hasta el extremo,
pues se trata de dar su vida en sacrificio.
El acento se pone sobre el amor que inspira todo el comportamiento del Hijo del hombre.
Hay alusión al sacerdocio, pero a través de la profecía del siervo sufriente, que expresaba el
compromiso personal en el sacrificio expiatorio. El sacerdocio no busca su propia ventaja ni su
propio honor, puesto que evita hacerse servir, y se ejerce en la entrega a la humanidad.
La insistencia sobre el amor a la humanidad es tanto más notable cuanto que se ve una
evolución de sentido en la noción de servicio, de la profecía a la declaración de Jesús. El siervo
del libro de Isaías era esencialmente el siervo de Dios, ya en el primer cántico Yahvé decía de él
“He aquí mi siervo” (Is. 42, 1). Este servicio a Dios comportaba un servicio a la humanidad,
pues el siervo debía extender la verdadera religión por toda la tierra y ofrecía su vida para la
remisión de los pecados de la multitud. Lo que hay de particular y de nuevo en las palabras de
Jesús es que el término “servir” designa directamente el servicio a los hombres, el Hijo del
hombre no ha venido para ser servido por los hombres, sino para servirlos.
El servicio se ve desde la perspectiva de la Encarnación, el Hijo del hombre es un personaje
divino, y el hecho de que haya venido para servir muestra cómo Dios se pone al servicio de la
humanidad. En cierto modo es una inversión del sentido más esencial del sacerdocio, el
sacerdote es el hombre que sirve a Dios, pero en Jesús el sacerdote es el Hijo de Dios que sirve
a los hombres. La intención fundamental consiste en el servicio a la humanidad, servicio
querido por el Padre y cumplido por Jesús hasta el sacrificio final.
De aquí podemos discernir una afirmación del “ministerio”, puesto que en su sentido original
este término significa servicio. El “ministro” es un siervo. El vocabulario sacerdotal actual
encuentra su apoyo en las palabras de Jesús. Es verdad que Jesús no se llama a sí mismo nunca
“siervo”, en efecto, él tiene la cualidad de Hijo. Pero, en esta cualidad, él viene a “servir”, a
cumplir un “ministerio”, es el término que conviene para designar su misión.
Declarándose venido para servir, Jesús se ponía como modelo de todos los que, después de
él, serían llamados a ejercer la autoridad sacerdotal. Según el contexto, quiere dar una lección a
los apóstoles que se querellaban por el primer puesto en el reino. Después de haber evocado a
los dirigentes de las sociedades civiles, enuncia el principio: “El que quiera llegar a ser grande
entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo
de todos, que tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido...” (Mc. 10, 43-45). El
comportamiento de Cristo es, pues, el principio del modo de obrar inculcado a los apóstoles.
Sería demasiado poco ver en estas palabras una exhortación de género ascético a la humildad.
Jesús define su manera de concebir el ejercicio de la autoridad, el Hijo del hombre posee la
autoridad soberana, teniendo especialmente sobre la tierra el poder de perdonar los pecados
(Mc. 2, 10), y la ejerce como un servicio. Es por consecuencia el sentido del poder sacerdotal lo
que él quiere definir.
Por eso se pone, incluso literalmente, como modelo del sacerdocio ministerial. En efecto, en
él el sacerdocio se ha hecho “servicio”, es decir “ministerio”. Este principio de la autoridad
sacerdotal que se ejerce como un servicio es lo que constituye el ideal del ministerio, ideal que
los discípulos deberán esforzarse por vivir.
CAPÍTULO II
EL SACERDOCIO DE CRISTO EN LA CARTA A LOS HEBREOS
Capítulo III
LA INSTITUCIÓN DEL SACERDOCIO MINISTERIAL
Al tratar del sacerdocio de Cristo, hemos observado que Jesús había manifestado su voluntad
de establecer un nuevo sacerdocio para la edificación de un nuevo templo. Cuando se ha
presentado como el Pastor único e ideal, ha previsto igualmente una obra de agrupación
universal que no podía realizar por sí solo. Al pedir a sus discípulos que rezaran para el envío
de trabajadores a una cosecha demasiado abundante preveía un gran número de colaboradores
en su misión pastoral.
Es preciso ver cómo Jesús ha previsto e instaurado una estructura pastoral o sacerdotal para
el futuro de su Iglesia. Evidentemente no se debe esperar por su parte una determinación
jurídica de la jerarquía tal como se ha desarrollado en la vida eclesial, pero es importante ver las
intenciones que ha manifestado y las decisiones que ha tomado con vistas al ministerio
sacerdotal destinado a ejercerse después de su ascensión.
Este asunto está unido con el de la fundación de la Iglesia. Los que no admiten que Jesús
haya podido querer una Iglesia perdurable por el mismo hecho rechazan toda voluntad de
estructuras permanentes y descartan, en consecuencia, la institución de un sacerdocio ministe-
rial.
Jesús confirma su voluntad de establecer una Iglesia duradera para la misión de
evangelización del mundo entero que él confía a los apóstoles y por los poderes que comunica a
éstos últimos en orden al desarrollo de la vida que su sacrificio de Pastor merece para la
humanidad.
Jesús ha constituido en torno a sí un grupo llamado “los Doce”. Este hecho primordial está
suficientemente garantizado por los testimonios de los evangelios.
2. Estado y misión
a) La voluntad creadora
El número Doce es significativo, corresponde a las doce tribus de Israel y revela la intención
de poner los cimientos de un nuevo Israel, esto significa que Jesús crea el grupo de los doce
para crear la Iglesia, ellos tienen un papel esencial en la constitución de la Iglesia.
Marcos ha querido subrayar el aspecto creador de la iniciativa de Jesús, puesto que dice:
“Hizo (instituyó) doce... (3, 14-16). No solamente hizo la elección, uno por uno, de “los Doce”,
sino también la constitución del grupo, que toma la forma de una nueva creación. El verbo
“hacer” usado aquí parece recordar el verbo que había sido empleado en el relato del Génesis
para la primera creación, y en Isaías (43, 1; 44, 2) para la creación del pueblo de Dios. Tiene
tanto más valor cuanto que está repetido y la expresión parece rara, aquí se revela la intención
del evangelista que reconoce en Jesús un poder creador semejante al de Dios, en la formación
del nuevo pueblo.
Desde un punto de vista más preciso todavía, se debe notar que el empleo semítico del verbo
“hacer” con las personas como objeto encuentra tres paralelos en el Antiguo Testamento:
- “hacer sacerdotes” (1R 13, 33; 2Cr 13, 9);
- el Señor “ha hecho a Moisés y a Aarón” (1S 12, 6);
- La expresión “hacer un sacerdote” o “hacer sacerdotes” se vuelve a encontrar en el NT
(Hb 2, 2; Ap 5, 10).
El verbo utilizado por Marcos, por tanto, conviene particularmente para indicar la creación
del nuevo sacerdocio aun cuando la palabra “sacerdote” no figure en el relato.
La voluntad creadora se expresa particularmente en el caso de Simón, Santiago y Juan,
mediante los nombres que se les dan y que significan la adquisición de una nueva personalidad
(Mc. 3,16-17). Es sugerida también por “los Doce” en el relato de Lucas (6, 13), Jesús les ha
nombrado “apóstoles”. Es conocida la importancia del nombre en la mentalidad hebrea, dar un
nuevo nombre, es dar una nueva realidad, crear o recrear una nueva personalidad. También en
el caso en que Lucas hubiera anticipado el uso de llamar apóstoles a “los Doce”, la voluntad de
Jesús era, como dice Marcos, de “enviarlos” y, por consiguiente, hacerles sus enviados, sus
apóstoles. La realidad de su cualidad de apóstoles se les da en la constitución del grupo de “los
Doce”.
El número “doce”, que apunta a la totalidad del nuevo Israel, indica, al mismo tiempo, la
voluntad de romper con el particularismo de la casta sacerdotal, limitada a una tribu. Situándose
fuera de esta casta, Jesús quiere que “los Doce” sean el comienzo no de una casta o de una
tribu, sino de todo un pueblo. Su llamada creadora sustituye a los títulos de la ascendencia
hereditaria e instaura un sacerdocio más universal.
El papel de fundación del nuevo Israel, asignado a los doce, se clarifica mediante la promesa
hecha a Simón, piedra sobre la cual Jesús edificará su Iglesia (Mt 16, 18). Jesús quiere fundar su
edificio sobre los apóstoles, reserva a Pedro un lugar único en los cimientos.
b) El nuevo estado
La expresión “hacerlos (constituyó) doce”, implicando una acción creadora, sugiere que no se
trata solamente de una transformación de estos Doce para una nueva función, en adelante hay
en ellos un nuevo ser. Estas indicaciones tienden a hacernos admitir un aspecto ontológico y no
únicamente funcional, en el sacerdocio que se inaugura.
Además, en el objetivo perseguido por el modo de proceder de Jesús, se encuentra en primer
lugar la mención de un estado de unión con Cristo, que implica la manifestación del aspecto
ontológico de la nueva creación. “Los hizo doce para que estuvieran con él y para enviarles”
Antes de ser enviados y para poder ser enviados, “los Doce” debían ante todo vivir unidos a
Jesús.
No basta entender esta expresión en el sentido banal de acompañar exteriormente a Jesús por
los caminos de Palestina. Este sentido está incluido, pero como se trata de la creación de un
nuevo Israel, la expresión “estar con él” parece evocar aquella que, tradicionalmente expresaba
la alianza. “Yo estaré contigo”, había declarado Yahvé a Moisés cuando le reveló su nombre
(Ex 3, 12-14). Jesús volvió a tomar esta promesa al decir: “He aquí que yo estoy con
vosotros...” (Mt 28, 20).
Por consiguiente, el estado de aquellos que están con Cristo aparece como un cumplimiento
de la alianza, la alianza destinada a extenderse a toda la humanidad comienza a realizarse en los
doce. “Los Doce” constituyen su expresión primera y privilegiada. Se ve delinearse la posición
mediadora confiada a los primeros que detentan el sacerdocio, la comunidad cristiana estará
unida a Cristo a través de la mediación de los que han sido llamados a estar con él.
c) La misión
La misión viene expresada en el texto de Marcos en estos términos: “para enviarlos a
predicar con el poder de echar demonios”. El verbo empleado para “enviar” (apostellein)
sugiere el origen del título de apóstol (apóstoles), la misión de los doce se modela sobre la de
Jesús mismo. Jesús se decía enviado por el Padre (Mc. 9, 37; 12, 1-11), de modo que ya en
Marcos se ve aparecer la idea que será expresada más claramente por Juan: Jesús envía a “los
Doce” como el Padre le ha enviado. Más aún, el objeto de la misión es parecido, pues la
predicación y la expulsión de los demonios son puestas de relieve en el evangelio de Marcos, al
comienzo de la vida pública, como actividades importantes de Jesús. Éste da, pues, a “los
Doce” la misión de ejercer una actividad semejante a la suya, les ha llamado para que cumplan
su obra.
El evangelista subraya el vínculo entre la misión y el poder, a primera vista la misión de
predicar habría podido parecer desprovista de un poder particular. El “poder de echar
demonios”, que demuestra inmediatamente su eficacia, testifica que la misión evangelizadora
va acompañada de una potencia sobrenatural.
d) El poder supremo sobre el Reino
Podría preguntarse, a propósito de la creación de “los Doce”, qué género de relación debía
existir, según la intención de Jesús, entre “los Doce” y la Iglesia. Varios comentaristas han
definido esta relación como la de una representación. Es verdad que en un cierto modo “los
Doce” representaban al inicio al nuevo pueblo de Dios, pero Jesús determinó en un sentido más
preciso el papel que les asignaba: “… vosotros que me habéis seguido, en la regeneración,
cuando el Hijo del hombre se siente sobre su trono de gloria, vosotros también os sentaréis
sobre doce tronos, para juzgar a las doce tribus de Israel” (Mt. 19,28).
En este anuncio, se pone de relieve una semejanza esencial con lo que había sido dicho por
Marcos, ante todo está el hecho previo de que los doce han seguido a Jesús (han estado “con
él”), en conexión con esto se halla el hecho de que los doce están destinados a participar del
poder del Hijo del hombre. Su poder consistirá en “sentarse sobre doce tronos para juzgar a las
doce tribus de Israel”, expresión que pertenece al lenguaje apocalíptico y, evidentemente, no
puede tomarse al pie de la letra. Israel había sido en otro tiempo gobernada por los jueces,
parece que aquí se expresa el poder de gobierno del nuevo Israel. “Los Doce” recibirán la
misión y el poder de gobernar la Iglesia. No se trata de una declaración que concierne a la
Parusía, sino al desarrollo del nuevo Israel, es decir, a la vida de la Iglesia.
La versión de Lucas indica más claramente aún el poder supremo confiado a “los Doce”,
“Vosotros sois los que habéis perseverado conmigo en mis pruebas. Y yo dispongo para
vosotros del reino como mi Padre lo dispuso para mí. Comeréis y beberéis a mi mesa en mi
reino, y vosotros os sentaréis sobre doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel” (Lc. 22,
28-30). Disponer del reino en favor de los doce es entregarles la totalidad del poder.
Se subraya el vínculo del poder conferido a “los Doce” con el empeño en el sacrificio, Jesús
dispone del reino en favor de los que han permanecido con él en sus pruebas. Con este aspecto
se añade una nueva semejanza, Jesús había definido su poder de Pastor vinculándolo con el
sacrificio y la conexión continúa en el caso de sus discípulos.
Este poder de gobierno está asociado al de comer y beber en la mesa de Cristo, es decir, al
poder de celebrar la Eucaristía. Lucas ha mencionado justamente antes las palabras de Jesús
“Haced esto en memoria mía” (22, 19), palabras que consagran la autoridad de “los Doce”
sobre la celebración eucarística.
Sobre este mismo poder de gobierno se nos da una indicación en la parábola del
administrador encargado por el dueño de vigilar sobre los sirvientes y de rendir cuentas de su
fidelidad. Lucas precisa que esta parábola está dirigida a Pedro y a sus compañeros,
probablemente “los Doce” (Lc. 12, 42-46). Por consiguiente, al poder acompaña la
responsabilidad, la ausencia del dueño, que solo es temporal, no impedirá la rendición de
cuentas en el día que él determine.
CAPÍTULO IV
EL SACERDOCIO EN LA DOCTRINA Y EN LA CONCIENCIA DE PABLO
¿Cómo aparece el sacerdocio en la doctrina de Pablo? ¿En qué medida encontramos, en sus
cartas, el eco de la posición adoptada por Jesús con respecto al sacerdocio tanto para su misión
personal como para la misión encomendada a los apóstoles?
I. EL SACERDOCIO DE JESÚS
Conforme al lenguaje adoptado por Jesús, Pablo no habla expresamente del sacerdocio de
Jesús en sus escritos y no le llama “sacerdote”. Sin embargo, toma la perspectiva sacrificial con
la que Jesús había expresado su misión y con esto llega a una cierta idea del sacerdocio.
Cristo es comparado con el Cordero “nuestro cordero pascual, Cristo, ha sido inmolado”
(1Co. 5, 7). Pablo subraya que, para los cristianos, el cordero no debe inmolarse ya todos los
años como en el culto judío. Ha tenido lugar el único sacrificio de Cristo, sustituyendo la
repetición anual del sacrificio del cordero. Por esto los cristianos están obligados a vivir en la
pureza, “celebremos pues, la fiesta no con la levadura vieja, ni con levadura de malicia y
perversidad, sino con los ázimos de la pureza y la verdad y la verdad” (1Co. 5, 8). Jesús,
cordero pascual, es considerado como la víctima del sacrificio, pero, al mismo tiempo, él es el
sacerdote de este sacrificio, no expresamente presentado bajo este punto de vista, pero el
acontecimiento del Calvario donde ha tenido lugar la inmolación del cordero, implica que
Cristo ha ofrecido él mismo el sacrificio de su vida y que, en este sentido, es el sacerdote de
esta inmolación única en su género.
Pablo considera más particularmente el papel activo de Cristo en el sacrificio cuando escribe
“Cristo os ha amado y se ha dado a sí mismo por nosotros, ofreciéndose a Dios como sacrificio
de suave olor” (Ef. 5, 2). Aunque tampoco aquí sea designado Cristo con el título de
“sacerdote”, cumple la función sacerdotal que consiste en ofrecer el sacrificio. Los dos términos
“oferta” y “sacrificio”, tomados del salmo 40, 7, parecen evocar las dos grandes especies de
sacrificios rituales, incruentos y cruentos, empleados conjuntamente indican que Jesús ha
realizado, en su muerte, todo lo que en el culto judaico era considerado como sacrificio. La tota-
lidad del culto sacerdotal se ha realizado en él, esto significa que él es el “sacerdote” que ha
cumplido en plenitud el objetivo del sacerdocio judaico.
Conviene observar que este acto sacerdotal está animado por una intención de amor “Cristo
os ha amado” (Ef. 5, 2). El amor es la actitud decisiva que confiere a la ofrenda del sacrificio un
valor que no estaba en absoluto presente en el sacerdocio judaico. Hay en ello un indicio del
importante papel que corresponderá al amor en el nuevo sacerdocio.
La idea de un sacerdocio no ritual de Jesús viene también sugerida en el saludo dirigido a los
gálatas “Gracia a vosotros y paz de parte de Dios nuestro Padre y de nuestro Señor Jesucristo,
que se ha entregado por nuestros pecados para librarnos de este mundo presente y malvado...”
(Ga. 1, 3-4). Entregarse por nuestros pecados fue el sacrificio expiatorio que nos ha liberado del
mal y nos ha procurado gracia y paz. De este único sacrificio Jesús ha sido el único sacerdote.
Subyace, en la doctrina de Pablo sobre la redención, una afirmación implícita del sacerdocio
de Cristo. Este sacerdocio que se ejercita en el sacrificio personal de la cruz, supera el orden
ritual y realiza en un plano superior toda la intencionalidad de los sacrificios de la Antigua
Alianza. Está guiado por el amor y nos procura la liberación, el favor divino y la paz.
Pablo tiene una conciencia muy viva de su misión evangelizadora. No se puede concluir de
aquí que esté ausente en Pablo la conciencia propiamente sacerdotal, o sea, la conciencia de
ejercitar en su misión un sacerdocio. En efecto, es necesario examinar en qué medida la misión
apostólica de Pablo coincide con la amplitud del nuevo sacerdocio instituido por Cristo. El
problema no debe recibir una simple respuesta de terminología, afecta a la naturaleza profunda
de la misión.
Conclusión
En Pablo no se encuentra una doctrina organizada del sacerdocio, no se encuentra en él ni
siquiera una doctrina organizada de su misión apostólica de la que tiene una conciencia tan
viva. Sin embargo, sus escritos nos dan indicaciones de una concepción sacerdotal del sacrificio
de Cristo y de la naturaleza sacerdotal de la actividad del apóstol.
Por lo que respecta a Cristo, Pablo considera que en él los sacrificios de la Antigua Alianza
han conocido su cumplimiento supremo, porque Jesús se ha dado a sí mismo en su sacrificio,
tiene el papel de sacerdote, aunque no se pronuncie el título.
Por lo que se refiere al apostolado, Pablo utiliza expresamente el término “ministerio”, pero
se abstiene del vocabulario propiamente sacerdotal. Varias veces usa, no obstante, expresiones
que evocan la actividad cultual para designar su misión apostólica, es como un liturgo que
cumple una función sagrada y hace alusión al sacrificio de su vida que debe consumar el
ministerio. De este modo Pablo toma como modelo el pensamiento de su Señor, Jesús se había
mantenido lejano del sacerdocio levítico y de su estrecha perspectiva ritualista, había
inaugurado un nuevo sacerdocio de horizontes más extensos, que comporta el compromiso de
toda la persona.
Al definir su ministerio, Pablo le da el objetivo más amplio e incluye en él las funciones más
esenciales del sacerdocio ministerial.
Concibe su misión de evangelización como un ministerio de reconciliación que trae la
salvación y la remisión de los pecados y que beneficia a los hombres con la alianza instaurada
por Cristo. El anuncio de la palabra está acompañado de una función de dirección, porque Pablo
ejerce la autoridad sobre las comunidades cristianas con las cuales tiene vínculos particulares,
es consciente de ser el administrador de los misterios de Dios, se considera responsable del bien
espiritual de las comunidades y hace uso de su poder para dictar prescripciones o enderezar
situaciones comprometidas. Aunque el culto que rinde a Dios es esencialmente el culto espiri-
tual de su predicación, el ministerio de la alianza comporta además un aspecto ritual, Pablo
bautiza pocas veces, pero ha recibido la orden de Cristo de ofrecer en memoria suya el cáliz de
la Nueva Alianza.
Las tres funciones de anuncio de la palabra, de gobierno de la comunidad y de culto, sobre
todo eucarístico, están presentes, por tanto, en el ministerio de Pablo. El acento puesto sobre la
evangelización confiere a este ministerio un notable aspecto dinámico, no es necesario ver en
ello un obstáculo a la naturaleza sacerdotal del ministerio, sino más bien el indicio de la
ampliación de la noción de sacerdocio. La conciencia apostólica de Pablo es verdaderamente
una conciencia sacerdotal, conciencia de una misión que se sitúa en la prolongación de la
misión sacerdotal de Cristo.
En esta perspectiva el sacerdocio del apóstol se presenta como un sacerdocio que construye la
comunidad, Jesús había anunciado que mediante la vía del sacrificio edificaría un nuevo
templo. Pablo considera su misión como una tarea de edificación que contribuye al desarrollo
de la Iglesia y que está enfocada especialmente a levantar estos templos vivientes que son los
cristianos. Hay aquí una participación en la potencia creadora de Dios, gracias a la potencia del
Espíritu Santo que actúa en él (1Co. 2, 4). Teniendo conciencia de recibir todo lo que debe
comunicar a los demás, Pablo reconoce la nobleza de su ministerio considerándose como un
colaborador de Dios. En efecto, tiene su responsabilidad personal de administrador de los
misterios de Dios, no es un simple instrumento, sino una persona que pone su sello propio en
una labor llevada a cabo en unión con Dios. El ministerio sacerdotal empeña todos los recursos,
todas las fuerzas de la persona humana, desarrolla esta persona a través de su participación en el
sacrificio y en la obra salvadora de Cristo: “Llevamos siempre en nuestros cuerpos, por todas
partes, los sufrimientos de muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en
nuestro cuerpo... De modo que la muerte actúa en nosotros y la vida en vosotros” (2Co. 4, 10-
12).
CAPÍTULO V
SACERDOCIO COMÚN Y SACERDOCIO MINISTERIAL
En dos escritos del NT encontramos la afirmación expresa de un sacerdocio común para todo
el pueblo cristiano. Esta afirmación impone una distinción entre sacerdocio común y el
sacerdocio que ha sido conferido a “los Doce”. Esto permite comprender mejor el sentido del
sacerdocio ministerial en el cuadro de un sacerdocio más amplio, que pertenece a la condición
misma del cristiano.
Las afirmaciones de la primera carta de Pedro y del Apocalipsis tienden a aplicar a los
cristianos la promesa dirigida por Yahveh al pueblo judío “seréis para mí un reino de sacerdotes
y una nación santa” (Ex. 19, 6). En el NT, esta expresión toma una plenitud de sentido.
1. En el Apocalipsis
En el Apocalipsis, tres textos afirman la participación de todos los creyentes en el reino
mesiánico terrestre.
- Jesucristo “ha hecho de nosotros un Reino de Sacerdotes para su Dios y Padre” (1, 6);
- la consecuencia de este principio es que los que han sido hechos “para nuestro Dios un
Reino de Sacerdotes” “reinan sobre la tierra” (5, 10).
- Los que tienen parte en la resurrección de Cristo “serán Sacerdotes de Dios y de Cristo
y reinarán con él mil años” (20, 6).
Se trata de una participación en el sacerdocio de Cristo, pero al mismo tiempo de una
consagración a Cristo, porque se hacen “sacerdotes de Cristo” al mismo tiempo que “sacerdotes
de Dios”, según una perspectiva que implica la afirmación de la divinidad de Jesús. Lo que
aparece es la cualidad real de este sacerdocio, la descripción pone el acento sobre el reino.
Ninguna otra actitud o actividad es mencionada, sino la que consiste en reinar con Cristo.
Lo que es nuevo, con relación a la perspectiva del Éxodo, es el papel central de Cristo. La
acentuación de la naturaleza real del sacerdocio resulta especialmente del título atribuido
expresamente a Jesucristo, “el Príncipe de los reyes de la tierra” (Ap. 1, 5). El sacerdocio
universal no es concebido ya solamente a partir de Dios y de su alianza, se funda totalmente
sobre Cristo sacerdote y rey.
¿En qué consiste, más precisamente, este sacerdocio? Según el contexto de los tres pasajes,
reside en una santidad conferida por el Redentor, Jesucristo “nos ha lavado con su sangre de
nuestros pecados” (Ap. 1, 5), ha rescatado para Dios, con el precio de su sangre, hombres de
toda raza, lengua, pueblo y nación (Ap. 5, 9), “dichoso y santo el que participa en la primera
resurrección, la segunda muerte no tiene poder sobre éstos” (Ap. 20, 6). La santidad coincide
con la liberación del pecado y de la muerte
Aquí, “sacerdote” significa la condición de vida ofrecida por el Redentor a la humanidad, la
participación en su santidad y en su vida gloriosa de resucitado. No se trata de ministerio,
ninguna indicación es dada sobre funciones sacerdotales.
Los textos del Apocalipsis y de la primera carta de Pedro sobre el sacerdocio universal de los
creyentes son breves, poco desarrollados, nos proponen una imagen de este sacerdocio más que
una doctrina. Para saber si se deben ver simplemente como metáforas de orden secundario o
como la expresión concisa de un fondo doctrinal más amplio, es importante verificar en qué
medida estas menciones ocasionales encuentran un apoyo en otros textos del NT y, más
especialmente, en la enseñanza de Jesús.
3. En la enseñanza de Jesús
¿La afirmación de un sacerdocio universal y de un culto espiritual encuentra apoyo en el
Evangelio? No puede encontrarse un fundamento de terminología para la aplicación universal
de los términos “sacerdocio” o “sacerdote”, según el testimonio evangélico, Jesús no se ha
servido nunca de estos términos para designar a los que se adherían a su mensaje, y no ha usado
un vocabulario propiamente sacerdotal para designar a aquellos que entran en el reino, ni para
definir la actividad cultual de ellos.
III. REFLEXIÓN TEOLÓGICA SOBRE LOS DOS SACERDOCIOS: DIFERENCIAS Y RELACIONES MUTUAS
CAPÍTULO VI
LA NATURALEZA DEL MINISTERIO SACERDOTAL
Puesto que son tres las funciones tradicionalmente reconocidas en el ministerio sacerdotal,
los ensayos para descubrir su nota específica se diversifican según la prioridad atribuida a cada
una de las funciones: anuncio de la palabra, función cultual o sacramental y gobierno pastoral.
En torno a cada una de estas funciones los teólogos se han esforzado por comprender el sentido
más fundamental del ministerio. No se puede limitar la definición del ministerio a las tres
funciones, la reflexión teológica debe buscar dónde reside la unidad de estas funciones, elaborar
una síntesis a partir de un principio que aclare toda la multiplicidad de las actividades
sacerdotales.
1
Trento, Sesión 23, canon 1, en: DS 1771.
2
DS 1764.
sacerdotes deben predicar a los pueblos que les son confiados la palabra de Dios y proveerles
con el alimento de una doctrina sana y saludable. Pero este canon no fue tomado en
consideración, no porque este deber hubiera sido rechazado, sino debido a la oposición de
aquéllos que no querían que el Concilio hablase de predicación sin mencionar explícitamente la
misión.
Más tarde, en 1562, en el primer proyecto del capítulo doctrinal, una comisión había
afirmado que no se podía negar que el ministerio de la palabra convenía también a los
sacerdotes, si bien precisando que los sacerdotes que no ejercen este ministerio no dejan de ser
sacerdotes. Esta afirmación no fue incluida en la redacción final.
Los teólogos y los Padres del Concilio de Trento admitían el ministerio de la palabra como
perteneciente a las funciones sacerdotales y su convicción se manifiesta en el canon según el
cual el sacerdocio no puede ser reducido a este único ministerio. Su preocupación dominante
fue reaccionar contra la postura de Lutero, por eso su enseñanza fue elaborada con este objetivo.
La intención del Concilio no fue la de enumerar las funciones sacerdotales, ni la de darnos
una síntesis doctrinal sobre el sacerdocio. De sus afirmaciones no se puede sacar una definición
del ministerio sacerdotal por la función sacrificial. Trento no quiso identificar el sacerdocio con
él solo poder de celebrar la eucaristía. El problema de una unificación de las fun ciones
sacerdotales bajo una sola cualidad, no fue tratado en consideraciones que tendían simplemente
á reafirmar la doctrina tradicional sobre los puntos contestados. Después se hicieron reproches
al Concilio de Trento referentes a las insuficiencias de la presentación doctrinal del sacerdocio,
especialmente por haber descuidado el ministerio de la palabra. Estos reproches no tienen en
cuenta la finalidad de las declaraciones conciliares, que querían ser simplemente respuesta a la
contestación de aquel tiempo. Tales reproches valen más para los teólogos que del Concilio han
querido sacar una doctrina completa del sacerdocio. Lo que es necesario retener del Concilio,
son los elementos doctrinales especialmente definidos, en todo su valor, integrándolos en un
conjunto más amplio.
5
SANTO TOMÁS, Summa Theologie, III q. 22, a. 4.: (Su expresión es: “in sacrificio offerendo potissime sacerdotis consistit officium”)
6
Y.M.J. CONGAR, Jálons pourune théologie du laicat, París 1953, pág.200. Aunque luego su pensamiento evoluciona, en el sentido de
una más amplia concepción del sacerdocio, reconociéndole, en su ministerio, la importancia de la Palabra.
7
Cf. K. RAHNER, Existnece sacerdotale, en: Le Pretre et la Paroisse, Burges 1968, pág. 103.
8
Cf. Ibid, pág. 111-112.
misión. El lo es en el modo supremo en el cual se realiza esta Palabra, el de la celebración
eucarística...”9.
Más radical es la posición adoptada por D. Olivier, el cual afirma que el rostro tridentino del
sacerdote está caducado, y admite el fundamento de la crítica hecha por Lutero a la teología
clásica del sacerdocio ministerial. Desea que se reconozca en el sacerdote el ministro de la
Palabra. En efecto, con el Vaticano II, la Iglesia católica tendría en adelante con las Iglesias de
la Reforma una base común, la concepción del sacerdote ministro de la Palabra de Dios. El altar
no puede ser la piedra angular de una teología del ministerio de la salvación. En la era de los
potentes medios de comunicación social, que nosotros conocemos, la realidad sobre la cual es
necesario construir es la palabra, la Palabra de Dios. Sólo ella puede fundar un ministerio
plausible en una sociedad que se quiere existencial y que es tan poco sacra.
Olivier quiere rechazar la doctrina del sacerdocio ministerial y apoyar un replanteamiento en
virtud de la idea de un ministerio no sacerdotal: el ministro no posee un aumento de ser
sacerdotal. El acento puesto sobre la Palabra está unido, en esta teoría, a la doctrina luterana
según la cual el “sacerdocio” de los “sacerdotes” no es más que un ministerio. Es Lutero quien,
en la Iglesia, representa la fe auténtica del Evangelio, desconocida por el Concilio de Trento. El
ministerio de la salvación, en el Nuevo Testamento, y ya en Cristo, es claramente un ministerio
de la Palabra de Dios. Esta es la postura de Olivier10.
Por su parte, S. Dianich define el ministerio como carisma de la palabra que engendra, de tal
suerte que de este carisma derivan las diversas funciones del sacerdote. El anuncio de la
palabra, formando la comunidad, está en el origen de la responsabilidad pastoral y, por otra
parte, el “ministerio sacerdotal de los ritos” debe ser comprendido según el sentido de la
liturgia, como celebración o transposición ritual de la Palabra11.
1. Complejidad y síntesis
El esfuerzo de síntesis doctrinal debe respetar la complejidad de funciones sacerdotales. Toda
reducción del ministerio a una sola de las tres funciones que le son tradicionalmente reconoci-
das sería un empobrecimiento y desconocería el valor propio de las otras funciones.
La función de ofrenda del sacrificio eucarístico no puede resumir todo el ministerio
sacerdotal, aun reconociendo su importancia para la vida de la Iglesia y la grandeza que
confiere al sacerdote, no se puede definir exclusivamente por ella el sacerdocio. Ella no
representa ni siquiera la totalidad de las funciones cultuales y sacramentales del sacerdote, la
misión de perdonar los pecados y de administrar los demás sacramentos no puede ser reducida
pura y simplemente al ministerio de la eucaristía. Hay ciertamente una unión entre sacerdocio y
sacrificio, pero el sacerdocio ministerial no está únicamente determinado por la función
sacrificial. Por retomar la fórmula de san Agustín, allá donde hay sacrificio eucarístico, hay
necesariamente un sacerdote para ofrecerlo en el nombre de Cristo. Sin embargo, el oficio
sacerdotal es más amplio que ésta sola ofrenda.
El ministerio de la palabra no puede tampoco, por sí solo, definir el sacerdocio ministerial.
Predicación y enseñanza del mensaje cristiano no existen sino en relación con las tareas
cultuales y sacramentales, pero sería desconocer el valor propio de éstas últimas el reducirlas a
una palabra pronunciada con una eficacia superior. En cuanto al intento de adoptar en la Iglesia
la noción luterana de un ministerio de la palabra apoyado en el sacerdocio universal de los
fieles, es todavía menos aceptable, D. Olivier querría abandonar la doctrina del Concilio de
Trento y dar la razón a la crítica formulada por Lutero con respecto al sacerdocio tradicional,
pero esto sería salir de las fronteras de la fe católica. Olivier pretende retornar al evangelio
calificando a Cristo como ministro de la palabra, ahora bien, justamente el testimonio
evangélico nos muestra que, en su sacerdocio, Jesús, no ha sido solamente ministro de la pala-
bra, y este testimonio está confirmado por la doctrina sacerdotal de la Carta a los Hebreos, que
subraya el valor del sacrificio.
En cuanto a la función de gobierno, sería igualmente demasiado estrecha para definir el
ministerio, si fuera entendida en el sentido más habitual de gobierno o administración. Ella no
podía dar cuenta de la existencia del ministerio de la palabra y del ministerio sacramental.
Es necesario, por tanto, superar los límites de estas tres funciones para armonizarlas en una
síntesis donde cada una encuentre su lugar. Se trata de penetrar en un misterio en el cual toda la
riqueza debe ser iluminada, según las indicaciones de la revelación.
De la diversidad de ensayos de definición del sacerdocio por una y otra función, se podría
concluir que es imposible encontrar una unidad esencial. Explicar esta diversidad por la
situación de la Iglesia primitiva, o de los ministerios y carismas, sería justificar por las
circunstancias ocasionales la dificultad de armonizar las funciones sacerdotales. En realidad, la
situación nueva del sacerdocio cristiano, con la complejidad de sus funciones, deriva del
sacerdocio mismo de Cristo. Y en Cristo la diversidad de funciones sacerdotales se unifica en
una armonía superior, armonía que debe verificarse igualmente en el ministerio del presbítero.
2. La misión de Pastor
Si nos remontamos al origen del ministerio sacerdotal, podemos encontrar, en el lenguaje
mismo de Cristo, un principio de unidad para comprender y expresar el conjunto de las
funciones del sacerdote, se trata de la cualidad de pastor. Jesús se ha definido a sí mismo como
Pastor, con ello nos ha hecho comprender en qué consistía el ministerio de su sacerdocio.
Teniendo en cuenta que su sacerdocio formaba una realidad nueva, original, superior a aquélla
del sacerdocio judío, es esta cualidad de pastor la que aparece como la más apta para resumir las
funciones sacerdotales.
Cristo Pastor guía el rebaño por la palabra y garantiza la verdad de su enseñanza por el
testimonio supremo del don de sí. Él se ofrece en sacrificio para comunicar a sus ovejas una
vida abundante, especialmente por la Eucaristía. Conduciendo el rebaño realiza su unidad. Las
tres funciones (predicación, culto y gobierno) se convierten en Jesús en la expresión de un amor
de Pastor y de Él toman su inspiración.
Ahora bien, disponiendo del reino en favor de “los Doce”, Jesús les comunica un poder
parecido al suyo. Al crearlos jefes del nuevo pueblo de Dios, les pide regirlo como él mismo ha
conducido el rebaño, como Pastor. Una confirmación se nos da en la investidura otorgada a
Pedro “Apacienta mis corderos” (Jn 21, 15). La autoridad de Pedro no tiene un sentido diferente
de la de “los Doce”, tiene simplemente por característica la de ser la autoridad suprema. Jesús
muestra claramente que ha querido compartir con sus apóstoles la cualidad de Pastor.
Añadamos que el cargo de Pastor confiado a “los Doce” no podría ser comprendido como
restringido a la dirección de una comunidad ya constituida. En el momento en que Jesús confía
en las manos de los apóstoles el reino, la comunidad cristiana comienza a formarse, ella será
estable en Pentecostés, pero está muy lejos del término de su misión, que es reunir todos los
hombres en la nueva fe. El Pastor debe trabajar para realizar esta reunión, su cargo, por tanto,
debe ser concebido de modo dinámico y abierto, comportando esencialmente un esfuerzo
apostólico orientado hada el exterior. En un sentido fundamental todos los hombres son
“corderos” u “ovejas” del Señor, ser su Pastor, es conducirlos a él y reunirlos alrededor de él.
III. LA MEDIACIÓN
3. Misión de unidad
A la luz de la declaración de Cristo sobre la unidad de la grey y del pastor, se percibe la
necesidad de unidad a la que responde la misión de dirección del pastor. Representando a Cristo
en el encargo que ejercita, el pastor representa más particularmente su unidad y cumple en su
nombre una misión de unificación.
Los sacerdotes “reúnen la familia de Dios como fraternidad animada en la unidad” (PO 6).
Todo sacerdote se debe considerar como responsable de la unidad. Este aspecto de su ministerio
constituiría, por sí solo, un amplio programa. Es difícil no favorecer nunca las divisiones y
promover en toda circunstancia la armonía, la reconciliación, la paz, el entendimiento fraterno.
Pero evitemos toda confusión, la unidad humana por la que trabaja el sacerdote no es una
unidad cualquiera, una unidad civil, no, se trata de una unidad de orden espiritual que se realiza
sólo en torno a Cristo, con la adhesión de la fe y el desarrollo de la caridad. El error ha sido
querer, a veces, identificarla con la unidad visible de la Iglesia, ésta es expresión de aquélla y
contribuye a hacerla estable, pero no es pura y simplemente idéntica. La unidad fundamental
conserva un carácter invisible, escondido, que supera sus manifestaciones externas.
4. Colegialidad
Todo pastor representa la unidad de Cristo, pero por sí sólo está lejos de representarla en su
totalidad. Según la institución de “los Doce”, es un “colegio” de apóstoles el que ha recibido el
poder sobre el reino y, por esto, la misión pastoral ha pasado al colegio episcopal, al que está
asociado, a título dependiente, el colegio presbiteral.
Vaticano II ha hablado de la colegialidad episcopal, de ella derivan algunas aplicaciones
importantes para la concepción del sacerdocio ministerial.
La colegialidad de la misión pastoral asegura una gran diversidad de tareas al servicio del
reino. De hecho, permite la división del trabajo, la repartición de los miembros del colegio, no
sólo según lugares y comunidades geográficamente delimitadas, sino según la variedad de las
obras y de las actividades. Si hay fundamentalmente un tipo único de sacerdote que reproduce
el rostro de Cristo, la colegialidad hace, en un cierto sentido, que este rostro se presente bajo
aspectos muy diferenciados, según los individuos, su competencia y su función.
La misión pastoral deberá ejercitarse de un modo cada vez más colectivo, con actividades
especializadas que sobrepasen el cuadro estrictamente parroquial. La misión pastoral puede
comportar instituciones u organizaciones muy diversas para la formación y desarrollo de la
comunidad cristiana (Vgr. las instituciones de enseñanza). La misión pastoral de la Iglesia no
puede, tan fácilmente, desinteresarse de las instituciones. Ciertamente las instituciones pueden
degenerar en administraciones sin alma, pero pueden ser también la expresión de un espíritu
que quiere impregnar todo un ambiente y hacerlo cristiano. La misión pastoral no concierne
solamente a los individuos, tiende a cristianizar una sociedad con sus estructuras y sus
ambientes.
Permitiendo el desarrollo de una variedad considerable de tareas particulares, la colegialidad
asegura la mejor utilización de las cualidades personales. Al mismo tiempo favorece el espíritu
de colaboración y hace más urgente la caridad fraterna, con la aplicación de la colegialidad, la
fraternidad sacerdotal llegará a ser cada vez más eficaz.
Es el acercamiento a Cristo, con la misión común que esto implica, lo que constituye el
vínculo colegial, la fraternidad sacerdotal consiste en la unión sobrenatural con Cristo, hermano
de todos. Este rostro fraterno de la comunidad de los sacerdotes es una novedad del Evangelio,
para suscitar la fraternidad en la comunidad cristiana, los sacerdotes deben presentarse ante ella
animados por esta fraternidad.
CAPÍTULO VII
DESARROLLO DEL MINISTERIO SACERDOTAL EN LAS PRIMERAS COMUNIDADES CRISTIANAS.
Hemos visto cómo en la intención de Jesús, tal como se manifiesta en los Evangelios, el
ministerio sacerdotal debe comportar una estructura determinada, se trata de la plenitud del
sacerdocio ministerial comunicada al grupo de “los Doce”, pero según un designio en el que,
por una parte, Pedro recibe todo el poder siendo constituido Jefe universal de la Iglesia y en el
que, por otra parte, se otorgan numerosos colaboradores a los apóstoles, con una misión
análoga. Nos queda comprender mejor cómo el ministerio sacerdotal se ha desarrollado en los
primeros tiempos de la Iglesia. Sobre este desarrollo sólo poseemos algunas informaciones
fragmentarias, debido a los silencios o a indicaciones demasiado breves, difíciles de interpretar,
no se puede trazar toda la historia del ministerio y de su evolución estructural en el crecimiento
en vida de las primeras comunidades. Nos esforzaremos por discernir y retener algunos rasgos
esenciales del desarrollo.
Se impone un primer hecho en el origen del desarrollo de los ministerios, a saber, el lugar
dominante ocupado por los apóstoles al inicio de la Iglesia.
12
SAN JUAN CRISÓSTOMO, In Acta Apostolorum, 14.
primera carta a Timoteo (5, 5), a mujeres que vivían en un estado de consagración y dedicadas a
la oración.
Con la multiplicación del número de los creyentes, el “servicio cotidiano de las mesas” en las
casas debía plantear un problema, los apóstoles no eran suficientes para asegurar el servicio
eucarístico. Las que se quejan son viudas, es decir, probablemente mujeres que, viviendo
consagradas, estaban muy unidas a este servicio y colaboraban activamente en la organización
de las comidas. Se quejan, más particularmente, como helenistas, de ser abandonadas por parte
de los hebreos, surge aquí por primera vez el problema de la lengua litúrgica. Los cristianos que
hablan griego se sienten olvidados en las comidas eucarísticas cuya lengua era el arameo.
Estas circunstancias explican la convocatoria de la comunidad por parte de los apóstoles,
éstos quieren tomar una decisión importarte, para remediar la falta de ministros. Los apóstoles
deben proseguir su misión evangelizadora, “mantenerse asiduos en la oración y en el servicio de
la palabra” (Hch 6, 2-4). No pueden dejarse absorber por el servicio de las múltiples comidas
eucarísticas en las casas particulares. Además, comprenden que la comunidad helenista debe
tener sus propios ministros y, así, más autonomía.
La institución de los siete no consiste en una simple designación administrativa o delegación
de poderes. La asamblea está encargada de presentar los candidatos provistos de las condiciones
requeridas, pero son los apóstoles quienes les “constituyen” en su nueva función (Cf. Hch. 6, 3).
Los siete no obrarán en delegación de la comunidad. El rito de institución practicado por los
apóstoles comporta una oración y luego la imposición de manos. La oración pública implora la
acción del Espíritu Santo y la imposición de manos significa la transmisión de poderes
sagrados, según el valor de este gesto en la tradición judía (cf. Nm 27, 18s; Dt 34,9).
¿Cómo calificar entonces a los siete? Lucas se ha abstenido de darles un título, hay ahí un
signo de que en el momento de la institución no se les aplicó ningún título. La innovación no
asumía todavía un nombre. Según las indicaciones del relato los siete recibieron de los
apóstoles el poder sagrado de presidir el servicio de las mesas, es decir, la comida que concluía
en la Eucaristía. Este poder comportaba un anuncio de la buena noticia, anuncio que se hacía, lo
ha subrayado Lucas fuertemente, “cotidianamente” tanto en las casas particulares como en el
templo (Hch. 5, 42). Así se explica el hecho de que ciertos candidatos escogidos, como Esteban
y Felipe, lo fueron en calidad de buenos predicadores y que ejercieron en seguida una actividad
evangelizadora.
Parece que la ordenación de los siete deberá ser considerada como una ordenación
“presbiteral”, aun atribuyendo a esta cualificación la indeterminación que reviste todavía el tér-
mino “presbítero” en su origen. Es verdad que los siete no llevan el nombre de presbíteros,
quizá este título no les conviniera, dada su pertenencia a la comunidad helenista. Ciertos
indicios harían pensar que en seguida fueron más o menos considerados con el mismo rango de
los presbíteros. Durante el Concilio de Jerusalén no son nombrados los siete, sino los apóstoles
y los presbíteros (Hch. 15, 4.6.23), también a los presbíteros de Jerusalén son enviados socorros
por medio de Bernabé y Saulo (Hch. 11, 30). Si fuera de los apóstoles, sólo son mencionados
los presbíteros como autoridad, significa que a su grupo pertenecen los que quedan de la
ordenación de los siete. Del episodio se pueden extraer varias conclusiones.
1ª. Los apóstoles tenían conciencia de su poder de transmitir a otros el oficio sacerdotal
recibido de Cristo. Cuando las circunstancias lo han requerido han procedido a esta transmisión.
2ª. Para el servicio de las mesas, es decir para la eucaristía, no bastaba la designación de un
presbítero por parte de la comunidad, hace falta una ordenación, y ésta, desde el origen sigue el
rito esencial que permanecerá como el de la ordenación sacerdotal: oración e imposición de
manos.
3ª. El papel de la comunidad es el de hallar a los que son aptos para el ministerio. No se dice
que sean llamados ni por la asamblea ni por los apóstoles. La comunidad presenta a aquéllos en
quienes reconoce una capacidad espiritual, los que están “llenos de Espíritu y sabiduría”. La
preparación esencial o la aptitud para el ministerio es obra de Dios. Esto significa que la
vocación es acción de Dios y que se trata de descubrirla en los que son sus portadores.
b) La función doctrinal
La tarea pastoral de los presbíteros comporta una responsabilidad doctrinal. Es verdad que la
misión de evangelización está sobre todo asegurada, en la Iglesia apostólica, por ministros
itinerantes entre los que, en primer lugar, están los apóstoles y sus colaboradores. Pero una
función de predicación incumbe a los epíscopos y a los presbíteros, como lo muestran las cartas
pastorales. Según Pablo, son sobre todo los presbíteros “que se fatigan en la predicación y en la
enseñanza” los que merecen elogio (1Tm. 5, 17). El candidato a la función de presbítero o de
epíscopo debe ser “apto para enseñar” (1Tm 3, 2).
2. El vocabulario
En los escritos neotestamentarios los términos “epíscopos”, “presbíteros”, “diáconos”, no
tienen todavía el sentido definitivo que adquirirán más tarde. Por esto los títulos “presbítero” y
“epíscopo” pueden ser más o menos equivalentes, los presbíteros de Éfeso son llamados
epíscopos (Hch. 20, 28).
En cuanto al término “diácono” puede aplicarse a diversos grados de ministerio, san Pablo se
designa bajo ese vocablo (2Co. 3, 6; Ef 3, 7), pero lo emplea igualmente para los demás
ministros de un rango inferior a los apóstoles.
El término “presbítero” (anciano), había tomado en el ambiente judío un significado más
técnico relacionándose con los que ejercían una cierta función de autoridad en la comunidad, el
presbítero judío es un miembro de un colegio responsable de una comunidad, local o nacional,
con una referencia del todo especial al conocimiento de la Torah. Nacida en ambiente judío, la
Iglesia ha asumido el uso del término “presbítero”. Para algunos, los cristianos habrían tomado
simplemente en sus comunidades el modo de dirección de las sinagogas. Para otros, no es el uso
del gobierno local lo que ha sido decisivo, sino más bien el texto de los Números (11, 16) que
relata la institución de setenta “ancianos” o “presbíteros” en torno a Moisés. En esta
perspectiva, es la Iglesia en su conjunto, considerada como el nuevo Israel, y no sólo cada
comunidad local, la que debe ser provista de presbíteros44.
Sin embargo, hay que reconocer que los “presbíteros” aparecen como ministros unidos a una
comunidad particular, se distinguen de los predicadores itinerantes. La institución de los
presbíteros mencionada en el AT debió de clarificar su anclaje en la Iglesia, pero de todas
maneras no es ni el papel atribuido a los presbíteros en la comunidad judía ni las pre-
figuraciones proféticas lo que determinaron la naturaleza del ministerio de los presbíteros
cristianos. En el ambiente judío los presbíteros no eran sacerdotes. Por el contrario, en la Iglesia
se les reconoce un ministerio sacerdotal, en el amplio sentido del sacerdocio instituido por
Cristo.
El término “presbítero” toma, pues, un nuevo sentido. Importa notar, en particular, que el
término empleado para designar el ministro evoca ante todo una función de autoridad en la
comunidad, mientras que el sacerdote judío estaba caracterizado por la función cultual. De esta
manera, corresponde a la cualidad de pastor, nota distintiva del sacerdote en la Iglesia.
El término “epíscopos” (“vigilante” o “inspector”), había sido utilizado para cualificar a los
titulares de funciones diversas. ¿Pasó al uso cristiano, tomado de las instituciones griegas?
Algunos lo han pensado así, mientras que otros hacen valer la importancia del papel del
mebaqqer (este mebaqqer es un intendente que ejerce funciones de justicia y gobierno).
Sin embargo, también aquí se debe observar que no es ni una institución del mundo helénico
ni las funciones de vigilante entre los Esenios lo que determinaron el contenido de la función
del “epíscopos” cristiano. Este contenido proviene del sacerdocio ministerial instituido por
Cristo y vivido en la Iglesia. Según la terminología de las cartas pastorales y de la primera carta
de Pedro, las comunidades locales son dirigidas por un colegio de presbíteros-epíscopos, sin
que se pueda señalar una diferencia notable entre los dos términos.
La diferenciación sólo vendrá con una fijación de los grados en el ministerio jerárquico, tal
como aparece en las cartas de san Ignacio de Antioquía. Estas cartas constituyen el primer
testimonio del episcopado monárquico y presentan una estructura ministerial compuesta de
obispo, de un consejo de presbíteros, y de diáconos que tienen un papel subalterno. A partir de
este momento, y con la difusión de esta estructura en la Iglesia, los tres términos “epíscopo”,
“presbítero”, y “diácono” adquieren un sentido especifico que permanecerá hasta nuestros
días48. En particular, la distinción entre el papel del obispo y el de los presbíteros se impone
ahora con claridad.
3. La evolución estructural
Entonces ¿Cómo hay que entender la evolución de los ministerios en la Iglesia primitiva?
1° En el origen, el ministerio se entendió universalmente con la Iglesia misma. El primer
ministerio es el de “los Doce”, asistido por “hermanos” o discípulos que habían seguido a Jesús
y habían sido enviados por él en misión. El ministerio se concentró en un primer momento en
Jerusalén y luego se extendió a otros lugares después de la dispersión provocada por la
persecución. Los misioneros llevaron lejos la buena nueva, constituían un ministerio itinerante y
podían tomar, bien el nombre de apóstoles, como Pablo y Bernabé, bien el de profetas o
doctores.
2° Pero en seguida se efectúa un movimiento de localización del ministerio. Los apóstoles y
sus colaboradores establecían “presbíteros” o “epíscopos y diáconos” en las comunidades que
nacían de la predicación del Evangelio.
3° Con el crecimiento de estas comunidades, la organización del ministerio local debía
progresar necesariamente, tanto en complejidad como en unidad. Para ejercer la autoridad sobre
la comunidad era necesaria una unidad de orientación y de decisión y exigía que entre los
presbíteros o los epíscopos hubiera uno que asegurara la coordinación de las actividades.
El ejemplo de la comunidad de Jerusalén testimonia esta evolución, entre los ministros
locales, emerge la persona de Santiago “el hermano del Señor” que aparecía más bien como el
jefe de la comunidad (cf. Hch. 12, 17; 15, 13; 21, 18).
De esta institución de un ministerio a la cabeza de la comunidad conocemos otros ejemplos
en el siglo primero, está Felipe en Cesárea (Hch. 21, 8), está Juan “el presbítero”. En la segunda
y tercera cartas de Juan, el que se declara autor llamándose “el presbítero” (v. 1,
respectivamente), se comporta como si tuviera autoridad sobre una comunidad. Este
comportamiento corresponde al de las recomendaciones de la primera carta, las de un pastor
consciente de su responsabilidad hacia una comunidad cristiana. El hecho de autodenominarse
“el presbítero” parece indicar un rango de presbítero por excelencia, a un nivel superior de
autoridad.
El episcopado monárquico se menciona por vez primera con claridad en la comunidad de
Antioquía. Se comprende que esta comunidad, centro misionero muy activo, con un rápido
desarrollo, haya debido organizarse de manera que poseyera un ministro capaz de conducir a los
cristianos y de dirigir eficazmente las diversas actividades. Aplicando vocablos diferentes a los
grados de la jerarquía, obispo, presbíteros, diáconos, se hace aparecer más netamente la
distinción de funciones y de poderes. De ahora en adelante, el “epíscopo” designará al que es la
cabeza de los presbíteros.
De esta evolución importa retener que, desde el origen, hubo grados en la autoridad
sacerdotal. Eran los grados que Jesús mismo había instituido cuando estableció a “los Doce”,
bajo el primado de Pedro y confió a los setenta y dos discípulos una misión análoga a la de “los
Doce”, en la Iglesia primitiva “los Doce” ejercen la autoridad suprema y en torno a ellos hay
ministros en un rango inferior. La evolución ulterior ha reproducido estos grados en el cuadro
de la Iglesia local, con un obispo (epíscopo) y presbíteros.
Hay que notar igualmente que para los que no fueron constituidos por Cristo a lo largo de su
vida terrestre, ni formaron parte del grupo primitivo reunido en Pentecostés, la investidura de la
Iglesia se efectuaba mediante la imposición de manos. Cada vez que los escritos
neotestamentarios nos proporcionan informaciones más precisas sobre la institución de
ministros o sobre su envío en misión, mencionan este gesto de ordenación. Incluso Saulo y
Bernabé recibieron este rito para la misión de fundación de las Iglesias. Al imponer las manos a
los siete, los doce tenían conciencia de la necesidad de un rito para transmitirles poderes. Hubo,
por tanto, desde los orígenes, una transmisión ritual de las funciones sacerdotales.
Capítulo VIII
LOS GRADOS EN EL SACRAMENTO DEL ORDEN
1. La jerarquía
Tras un largo debate, el concilio de Trento definió la existencia de una jerarquía, debe
admitirse que “en la Iglesia católica existe una jerarquía instituida por ordenación divina, que
consta de obispos, presbíteros y ministros”14. Si bien se afirma la existencia de la jerarquía, su
origen es calificado de una forma bastante vaga.
La mayoría de los conciliares de Trento temía que la afirmación de la institución de la jerar -
quía por parte de Cristo implicara el reconocimiento de una jurisdicción atribuida
inmediatamente por Dios a los obispos. El grupo español era del parecer de que la jurisdicción
de los obispos les venía inmediatamente de Dios y que el Papa no hacía más que determinar los
fieles sobre los que se ejercía esa jurisdicción. Según la opinión de la mayoría, los obispos
recibían la jurisdicción sólo a través del Papa. Finalmente, Trento llegó a una fórmula de
compromiso, la cual dejaba abierta la cuestión de saber si los obispos fueron instituidos por
Cristo: “jerarquía instituida por ordenación divina”. “Ordenación divina” significa una voluntad
o una disposición divina, pero sin que se dé ninguna otra precisión concreta sobre su naturaleza.
En la interpretación del texto conciliar, se debe tener en cuenta la intención deliberada de evitar
la afirmación clara de una institución divina o de una institución por parte de Cristo, que pueda
ser aplicada directamente a los obispos.
14
DS. 1776.
Por lo que respecta a los grados de la jerarquía, la declaración comporta igualmente cierta
oscuridad. No dice que los tres grados mencionados hayan sido instituidos por ordenación
divina, se limita a decirlo de la jerarquía. Además, el término “ministros” plantea un problema:
¿Se trata de los diáconos o de todos los grados del orden por debajo del sacerdocio? Como la
expresión “y de otros ministros” parece que se refiere a los diáconos y no de todos los
ministros. Sin embargo, permanece que los diáconos no son mencionados explícitamente.
3. Conclusión
De las declaraciones del Concilio de Trento, deben retenerse las siguientes afirmaciones:
1ª. Hay una jerarquía en el poder de orden. Esta jerarquía implica varios grados, pero sin que
quede comprometida la unidad de sacramento, como no hay más que siete sacramentos, el
sacramento del Orden es uno (Cf. DS. 1601).
2ª. Esta jerarquía ha sido instituida en virtud de una “ordenación” o disposición divina.
3ª. Está definido que en esta jerarquía, los obispos son superiores a los presbíteros. Los obispos
tienen poderes que les son propios, especialmente el de confirmar y el de ordenar, pero sin que
se excluya la posibilidad de que los presbíteros reciban del Papa este poder a título de ministros
extraordinarios.
4ª. Además de los obispos y presbíteros, la jerarquía comprende ministros, pero el término no
está precisado, y la atención del Concilio, al concentrarse sobre el poder de los obispos, no se ha
detenido sobre los grados inferiores del Orden.
Sin querer realizar ninguna definición de fe, el Vaticano II presenta una doctrina del
sacerdocio que marca una explicitación y un progreso con relación al Concilio de Trento.
Mientras que la preocupación esencial de Trento era la de reaccionar contra los errores de la
Reforma y condenarlos, el Vaticano II ha querido, de una forma más serena y completa,
exponer el sentido y el valor del sacerdocio en la vida de la Iglesia.
b) La colegialidad episcopal
El Concilio afirma la colegialidad episcopal como fruto de la consagración sacramental.
“Uno es constituido miembro del Cuerpo episcopal en virtud de la consagración sacramental y
por la comunión jerárquica con la Cabeza y con los miembros del Colegio” (LG 22).
En el origen de este Colegio está el gesto del Señor Jesús que “instituyó a los Apóstoles a
modo de colegio, es decir, de grupo estable, al frente del cual puso a Pedro, elegido de entre
ellos mismos” (LG 19). “Así como, por disposición del Señor, san Pedro y los demás Apóstoles
forman un solo Colegio apostólico, de modo análogo se unen entre sí el Romano Pontífice,
sucesor de Pedro, y los Obispos, sucesores de los Apóstoles» (LG 22).
Este colegio episcopal detenta el poder sobre la Iglesia universal: “El cuerpo espiscopal, que
sucede al Colegio de los Apóstoles en el magisterio y en el régimen pastoral, más aún, en el que
perdura continuamente el Cuerpo apostólico, junto con su Cabeza, el Romano Pontífice, y
nunca sin esta Cabeza, es también sujeto de la suprema y plena potestad sobre la Iglesia
universal, si bien no puede ejercer dicha potestad sin el consentimiento del Romano Pontífice”
(LG 22).
Con esto se comprende mejor el sentido de la plenitud del sacerdocio atribuida a los obispos,
se trata de una plenitud que, en el poder ejercido sobre la Iglesia universal, es esencialmente
colegial y bajo la autoridad del Papa.
c) El poder y el ejercicio
Conviene subrayar la distinción que hace el Concilio entre los ministerios conferidos por la
consagración episcopal y su ejercicio que debe efectuarse “en comunión jerárquica con la
Cabeza y los miembros del Colegio”. Una nota explicativa de la Comisión doctrinal precisa el
sentido de esta distinción, “En la consagración se da una participación ontológica de los
ministerios sagrados, como consta, sin duda alguna, por la Tradición, incluso la litúrgica. Se
emplea intencionadamente el término ministerios y no la palabra potestades, porque esta última
palabra podría entenderse como potestad expedita para el ejercicio. Mas para que de hecho se
tenga tal potestad expedita es necesario que se añada la determinación canónica o jurídica por
parte de la autoridad jerárquica” (Nota explicativa previa a LG, núm. 2). El concilio indica en
qué modo se debe comprender la distinción que se había hecho entre poder de orden y poder de
jurisdicción. No se trata, propiamente hablando, de dos poderes, sino, por una parte, de un
poder de orden y, por otra, de la determinación concreta del campo en que este poder se debe
ejercer. Esta determinación depende más particularmente de la Cabeza del Colegio episcopal, y
ello en razón de la naturaleza misma del poder, que implica la comunión jerárquica. Lo que es
llamado jurisdicción designa, pues, el campo de ejercicio concreto asignado al poder de orden:
sea oficio particular, sea atribución de sujetos.
17
Ninguno de los ministerios confiados a los diáconos, en la liturgia, la evangelización, la beneficencia o la administración, exige una
ordenación: el bautismo y la confirmación son suficientes para ejercerlos, nos preguntamos, con ello ¿no ha exaltado el Concilio el
sacerdocio común de los fieles?
18
PABLO VI, Motu Proprio, 18 junio 1967; Luego el Motu Proprio de 15 agosto 1972.
19
PABLO VI, Motu Proprio, 15 agosto 1972.
La descripción de las funciones implicadas en el lectorado y el acolitado hace pensar en una
cierta analogía, bajo ciertos aspectos, con las funciones atribuidas a los diáconos, el lector lee la
palabra de Dios (a excepción del Evangelio) y asume papeles diversos en las acciones
litúrgicas, el acólito puede ser ministro extraordinario de la distribución de la comunión y en
circunstancias excepcionales puede exponer el Santísimo Sacramento, pero sin bendecir al
pueblo. Sin embargo, conviene notar la preocupación de las normas por subrayar la diferencia
que existe entre estos ministerios no ordenados y el diaconado.
Así aparece la variedad de los ministerios que, aun sin pertenecer al sacerdocio propiamente
dicho, se destinan a ayudar al presbítero. Entre estos ministerios, solo el diaconado se confiere
mediante una ordenación y debe ser llamado “orden”.
CAPÍTULO IX
EL SER SACERDOTAL
Al considerar la institución de “los Doce” por parte de Cristo hemos observado algunos
indicios del valor ontológico del sacerdocio. En la intención de Jesús, el “hacer” sacerdotal debe
partir de un “ser” sacerdotal. El sentido de este ser sacerdotal se clarifica mediante la doctrina
del carácter.
2. El “carácter” de Cristo
Al tratar del valor místico del carácter hemos hablado de la acción de Dios en el ser humano.
Concretamente esta acción se produce por mediación de Cristo.
Un texto del cuarto evangelio muestra que Cristo fue el primero en llevar un “carácter”, un
sello o «sphragis»: “Procuraos no el alimento perecedero, sino el alimento que permanece hasta
la vida eterna, el que el Hijo del hombre os da, porque Dios le acreditó con su sello” (Jn 6, 27).
32
SAN GREGORIO NACIANCENO afirma a propósito del sello bautismal “Igual que creó a los que no existían, el Señor creó de nuevo a
los que había creado, en forma más divina que la primera, y que en los más jóvenes es la ‘ sphragis’”, en: (Oratio 40 in sanctum
baptismum, 7, PG 36, 365 G).
Esta marca del sello, que probablemente se refiere al Espíritu Santo recibido en el bautismo,
pone la garantía divina en la acción de Jesús. Le hace capaz de ejercer el ministerio mesiánico a
un nivel superior, el de la comunicación de la vida divina: el Hijo del hombre da esta vida
porque fue marcado con el sello. El carácter o sello que ha recibido no se puede perder porque
fue vinculado al poder de dar no “un alimento que perece”, sino “el alimento que permanece
hasta la vida eterna”.
La marca del sello que se produce en el bautismo expresa en un acontecimiento de la vida de
Jesús lo que ya se había realizado más profundamente mediante la Encarnación. La Encarnación
es la primera consagración.
El Nuevo Testamento nos hace buscar más lejos aún el origen del “carácter” de Cristo. En
efecto, la carta a los Hebreos, que une tan estrechamente las cualidades del Hijo de Dios y de
Sumo Sacerdote, define al Hijo como “carácter (impronta) de la sustancia de Dios” (1, 3), es
decir, impronta que refleja perfectamente el ser divino del Padre. La generación eterna del Hijo
fue, por tanto, considerada como una impresión del carácter. San Cirilo de Alejandría encontró
en ella la fuente primera en la “sphragis” sacramental, “El Padre se escribe en cierta forma,
totalmente en la naturaleza del Hijo, y se imprime en él como un sello tal que lo es
sustancialmente”33.
El “carácter” que concierne al ser del Hijo, le capacita para el ministerio de la revelación que
le incumbe. Gracias a la impronta divina que posee en cualidad de Hijo, puede hacer ver al
Padre. Se ve la extrema profundidad del “carácter” y del vínculo entre el ser y el obrar.
Situado en esta primera perspectiva el carácter sacerdotal puede ser entendido como la
impronta del Padre en su Hijo, impronta que en la Encarnación hace al hombre Jesús imagen
del Pastor supremo. Esta impronta, constitutiva del sacerdocio fundamental de Cristo, se
imprime a continuación en cada uno de los que reciben una participación en su ministerio
pastoral. El Padre, que “se escribe en su Hijo”, se escribe en los sacerdotes de una manera
especialísima. Lo que Jesús fue con su sacerdocio como Verbo hecho carne, escritura y firma
del Padre en una vida humana, escritura que “relata” lo inefable (Jn. 1, 18) y hace ver al que
nadie ha visto, deben serlo los sacerdotes, a su vez, en virtud del carácter. Su misión de anuncio
de la Palabra se basa, como en Cristo, en la revelación del Padre grabada en su ser humano.
Basta situarse ante el carácter de Cristo para darse cuenta de que el carácter sacerdotal no
puede ser explicado adecuadamente por una simple aptitud para una acción ministerial eficaz, ni
por una admisión a un ministerio reconocida oficialmente por la comunidad. Ante todo, es una
relación con Dios, relación con el Padre que, mediante Cristo y luego mediante los sacerdotes,
quiere revelarse y desplegar su acción en el mundo tomando posesión de lo más íntimo del ser
humano e imprimiendo en él su reflejo divino.
3. Marca de consagración
El carácter sacerdotal es marca de consagración, pero lo es la manera misma en que Cristo
fue consagrado para su ministerio sacerdotal en el mundo. El sacerdote es propiedad de Dios
por un título más especial, no únicamente en un movimiento que le une a Dios, sino también en
el movimiento por el que Dios va hacia la humanidad para salvarla. Para Cristo, “ser
consagrado” y “ser enviado en el mundo” son dos aspectos del camino de la Encarnación y
33
SAN CIRILO DE ALEJANDRÍA, PG, 74, 924.
están indisolublemente unidos. También la consagración sacerdotal debe ser entendida según la
orientación del misterio de la Encarnación. La consagración de Cristo en su ser humano pone el
compromiso de la santidad divina en el mundo.
Presbyterorum ordinis cita la definición de sacerdote en la carta a los Hebreos, definición
cuyas primeras palabras indican bien las dos facetas de la consagración sacerdotal, el sacerdote
es “tomado de entre los hombres y constituido en favor de los hombres” (Hb. 5, 1). “Los
presbíteros del Nuevo Testamento, por su vocación y ordenación, son en realidad segregados,
en cierto modo, en el seno del Pueblo de Dios, pero no para estar separados ni del pueblo
mismo ni de hombre alguno, sino para consagrarse totalmente a la obra para la que el Señor los
llama” (PO 3).
El Concilio nos presenta también una doctrina equilibrada en la que los dos aspectos de la
vocación sacerdotal se mantienen y están íntimamente unidos, ante todo la consagración o
segregación que permite a los sacerdotes ser ministros de Cristo, y a continuación e
inseparablemente, la entrega al servicio de los hombres: “No podrían ser ministros de Cristo si
no fueran testigos y dispensadores de una vida distinta de la terrena, ni podrían tampoco servir a
los hombres si permanecieran ajenos a la vida y condiciones de los mismos” (PO 3).
El concilio no toma parte ni por una concepción “angelista” del sacerdocio, ni por una
concepción demasiado unilateral o exclusiva de inmersión en el mundo, el sacerdote, según la
palabra del Evangelio, está en el mundo, pero no es del mundo.
No hay que disociar santidad personal y acción apostólica, las dos son solidarias y se
fortalecen mutuamente. El sacerdote sigue siendo el consagrado a Dios y el que, por esta con-
sagración, se pone al servicio de la humanidad.
Esta unión de la consagración y del compromiso en el mundo, es la novedad del Evangelio
que continúa constituyendo la novedad del sacerdocio cristiano. El sacerdote asombra al mundo
en la medida en que, siendo santo con una santidad que viene de Dios y no de los hombres,
compromete esta santidad en el amor más abierto y dinámico hacia aquéllos a los que ha sido
enviado.
4. Marca de configuración
La consagración operada por el carácter no forma sólo un vínculo de pertenencia a Dios.
Configura la persona humana a Cristo, imprime en ella su semejanza. Se trata de una impronta
grabada en el ser, destinada a dirigir toda una actividad que podrá también llevar por ello la
semejanza con el Señor.
Este aspecto de configuración fue a menudo subrayado en la tradición doctrinal referente al
carácter, corresponde, por otra parte, al primer sentido de las palabras “sphragis” o “carácter”.
Lo que distingue el carácter sacerdotal del carácter del bautismo y el de la confirmación, es
que el ser se configura a Cristo pastor. Hay que notar que la configuración da a la con sagración
toda su realidad. Porque, si la consagración se limitara a una toma de posesión por parte de Dios
que no transformara el ser del hombre, quedaría en cierta manera como algo exterior, por el
contrario, adquiere su pleno valor en la transformación ontológica que plasma la persona
humana según el modelo divino.
La imagen de buen pastor se graba en el alma del que se ordena, como principio y proyecto
esencial del ministerio a desarrollar. Del carácter resulta la aptitud para representar al Señor
ante los hombres. Si el sacerdote es, por un título del todo particular, “otro Cristo”, no lo es en
virtud de una simple delegación jurídica, sino por razón de la figura de Cristo sacerdote y pastor
impresa en el alma. La autoridad que posee el sacerdote no le viene de una simple designación
por parte de la comunidad, está inscrita en su ser por el carácter que hace aparecer en él el rostro
del Señor.
La semejanza fundamental impresa por el carácter sacerdotal reclama del sacerdote un
esfuerzo de imitación de Cristo Pastor. El carácter mismo, con la configuración que implica, es
de orden objetivo, persiste independientemente de las disposiciones subjetivas del individuo,
pero tiende a promover estas disposiciones en el sentido de una conformidad con las del
Salvador. La “figura” de Cristo, impresa en el ser, debe expresarse normalmente en el obrar del
sacerdote.
Esto significa que, para el sacerdote, más todavía que para el cristiano ordinario, se impone la
preocupación de tomar a Cristo como modelo de todo comportamiento. El carácter es el
Evangelio grabado en el ser y que trata de manifestarse. El sacerdote no puede obrar en
conformidad con lo que es si no penetra cada vez más profundamente de la mentalidad
evangélica de cara a llevar y difundir los rasgos auténticos del Salvador.
De la configuración obrada por el carácter no sólo deriva la necesidad de los esfuerzos
individuales de imitación concreta de Cristo en la vida sacerdotal, sino también la exigencia
más general de una concepción del sacerdocio cristiano cada vez más cercana al sacerdocio del
Salvador. El sacerdote ministerial reproduce progresivamente el rostro del primer Sacerdote y
está encargado de hacerlo aparecer en toda su actividad. Los detalles históricos y el
condicionamiento social de esta reproducción pueden cambiar, pero el modelo permanece.
En nuestra época la Iglesia no tendría el derecho de alejarse de la imagen de Cristo
Sacerdote, al contrario, debe tender a realizarla cada vez más. El principio de esta conformación
con el Pastor supremo encuentra su apoyo sacramental en el carácter impreso por la ordenación
sacerdotal, hay en este carácter una causa íntima e imborrable de asimilación a Cristo y ninguna
teoría del sacerdocio puede desinteresarse de esta marca esencial de configuración.
6. La estructura de la Iglesia
La estructura sacerdotal tiene una importancia esencial para la estructura de la Iglesia. En
efecto, el pastor dirige la comunidad y asegura su unidad. Ahora bien, por el hecho de que esta
misión pastoral tiene un fundamento ontológico y de que está unida a un carácter sacramental
imborrable, puede ejercerse con más continuidad y fuerza.
Gracias al carácter, la Iglesia goza de una mayor estabilidad en su estructura. No se ha
confiado a unos jefes a los que bastaría una simple designación o delegación para recibir el
poder de pastor, que podrían ser nombrados o despedidos a voluntad por parte de la comunidad.
El sacramento del orden exige un compromiso de todo el ser y un compromiso definitivo
porque forma el ser sacerdotal.
El carácter se confiere para todas las situaciones que vengan, su existencia no depende en
absoluto del desarrollo de los acontecimientos. Sobrepasa toda situación particular y capacita al
sacerdote para afrontar, las situaciones más diversas. El sacramento ha impreso la figura de
Cristo Pastor como proyecto esencial de la actividad sacerdotal y en todas las circunstancias es
este proyecto el que tiende a realizarse. El ministro reacciona ante los acontecimientos no
simplemente con sus disposiciones personales, sino por la imagen misteriosa del Señor que
lleva en sí, y, de este modo, la Iglesia cumple su misión que es la de hacer penetrar en el mundo
esta imagen para marcar la humanidad con los rasgos del Salvador.
Como el carácter es toma de posesión del ser por Dios se comprende mejor que el ideal sea el
de un ministerio a tiempo pleno. Todas las fuerzas del hombre están destinadas a ser empleadas
en este ministerio, el sacerdote es sacerdote en toda su actividad, incluso de orden profano,
porque su ser sacerdotal no puede ser cancelado. En el Evangelio los que son llamados al
sacerdocio, los apóstoles, fueron invitados por Jesús a abandonar todo para seguirlo y es un
ministerio a tiempo pleno lo que se les confía. Cristo no rechaza a los que quieren colaborar en
su reino, pero el Pastor que dio su vida por las ovejas exige, para el ministerio de pastor, el
compromiso de toda la existencia.
Cualesquiera que sean las modalidades establecidas en la organización del ministerio
sacerdotal la Iglesia no puede dejar de mantener el principio del ministerio a tiempo pleno,
ministerio cuyas actividades pueden ser muy variadas. Prevé también actividades de
colaboración y de suplencia, como en el diaconado, pero ante todo necesita, según la institución
misma de Cristo, de un ministerio en donde el hombre se entregue totalmente a la misión.
No se comprende siquiera cómo podría haber, por parte de Dios, cambio de vocación y
llamada a abandonar el ministerio sacerdotal para adoptar otra vida. La llamada al ministerio es
definitiva, la consagración obrada por el carácter vale para toda la vida humana.
Es verdad que los errores y las infidelidades no se excluyen nunca, error del que se ha
comprometido sin vocación auténtica, infidelidad del que abandona una verdadera vocación. El
abandono del ministerio, con el retorno a la condición de laico, está previsto y admitido por la
autoridad de la Iglesia como la solución inevitable de algunos problemas personales, pero no
deber ser exaltado como una nueva vocación. En este caso, el carácter sacerdotal, que
permanece, es hecho inoperante.
Añadamos por último que el carácter, al conferir el poder sacerdotal, no aporta consigo las
condiciones humanas para el ejercicio fructuoso de este poder, y que la Iglesia tiene el deber de
favorecer estas condiciones. En el pasado se ha actuado demasiado como si la ordenación
supliera todas las insuficiencias humanas y otorgara la aptitud para ejercer cualquier tarea
pastoral hasta el momento de la muerte. Hoy se percibe mejor la necesidad de la formación y de
la adquisición de competencia. Al mismo tiempo se aprecia la necesidad de prever un retiro
para algunas funciones a partir de una cierta edad. El papel del carácter no es el de remediar las
deficiencias de la naturaleza.
La mayor atención prestada a los factores humanos del ministerio y el mejor desarrollo de las
capacidades humanas del sacerdote permitirán un compromiso más completo y eficaz en el
ministerio. Este es uno de los progresos más notables que caracterizan al sacerdocio
contemporáneo.
CAPÍTULO X
LA TEOLOGÍA DEL PRESBITERADO DESDE TRENTO AL VATICANO II
INTRODUCCIÓN
El Concilio Vatican II nos ha dejado una buena cosecha de textos. Ahora, a casi sesenta años,
sigue siendo gran tarea asimilar esos textos para hacerlos entrar en la propia vida de los
católicos del siglo XXI. Asimilarlos no es fácil, porque implica el conocimiento y envuelve la
existencia toda, además, pide confrontar.
Ahora pretendemos estudiar, confrontar y asimilar el decreto Presbyterorum Ordinis, con
ello queremos exponer la teología del presbiterado según el Vaticano II, además, intetamos
confrontar esta teología en relación con la tradición teológica que la Iglesia venía acumulando
de manera consciente o espontánea. Confrontar es hacer un alto, balancear, cotejar con espíritu
cristiano de fe, por eso, el estudio pretende llevarnos a una asimilación en la vivencia cotidiana
del ministerio presbiteral.
2. Nuestro estudio
Iniciamos haciendo algunas observaciones. Nos preguntamos, primero ¿Cómo confrontar,
cómo precisar el estado actual de la teología, sino haciendo referencia a documentos normati-
vos, en otros términos, a Concilios? Puesto que el Concilio Vaticano I no aborda la cuestión del
presbiterado, era necesario remontarnos al Concilio anterior, es decir, al Concilio de Trento, en
el cual encontramos el término de comparación, ya que Trento tiene una precisa teología del
sacerdocio, en efecto, la enseñanza en los seminarios comenzó con la reforma tridentina. Frente
a Trento tenemos un redescubrimiento considerable efectuado por el Vaticano II.
Redescubrimiento sereno y tradicional, en la medida en que se trata de un retorno más profundo
a las fuentes y de un desprendimiento con respecto a las posiciones inevitablemente polémicas
de la Contra-Reforma. Al confrontar Trento con Vaticano II descubrimos que no existe roptura
o negación, al contario, se puede hablar de una continuidad o de un desarrollo. En resumen, se
recibe la impresión de que el Vaticano II ha querido realizar la integración de la doctrina de
Trento en un conjunto más amplio y más coherente.
La doctrina tridentina, literalmente tomada, está muy lejos de reflejar todas las pre-
ocupaciones y todas las discusiones que tuvieron lugar en el curso de los debates. Se plantearon
muchas cuestiones que han resurgido algunos siglos después. Lo único lamentable es que los
comentarios de la doctrina tridentina se hayan limitado frecuentemente a la letra, olvidando el
contexto de los debates. Consiguientemente, la referencia habitual ha sido a una “escolástica”
tridentina, este hecho explica la novedad aparente del Vaticano II.
La segunda pregunta llega, ¿Es verdad que el Vaticano II nos presenta una doctrina
renovada? Para comprobar basta buscar las referencias al Concilio de Trento en PO. El
descubrimiento es elocuente, encontramos tan solo tres referencias, de las cuales dos son
secundarias y una sola esencial.
Las dos referencias secundarias se encuentran, la una en PO 4, en la nota 4, que remite al
Decreto De reformatione, sesión 24, can. 4; la otra está en PO 17, en la nota 47, que remite al
mismo Decreto, sesión 25, can. 1. No hay duda alguna de que estas referencias tienen impor-
tancia, pero no afectan a los textos propiamente dogmáticos.
La única referencia dogmática ocupa un puesto importante en PO 2, en donde se expone la
naturaleza del presbiterado, se dice allí que los ministros están investidos del poder de ofrecer el
sacrificio y perdonar los pecados, la nota 6 remite al Concilio de Trento, sesión 23, cap. 1 y can.
1 (Dz 957 y 961).
Por el momento nos limitamos a esta simple comprobación. Mientras que las referencias del
Vaticano II a la Escritura, a los Padres de la Iglesia, a los grandes teólogos de la Edad Media, al
magisterio reciente y a la Constitución Lumen gentium, son muy numerosas, no encontramos
más que una sola referencia al Concilio de Trento.
Estas dos observaciones son suficientes para determinar los límites y la legitimidad de
nuestro estudio. Los límites, porque vamos a mostrar, sobre todo, la novedad de la doctrina del
Vaticano II en relación con la de Trento, novedad que sólo se explica por una profundización en
las fuentes bíblicas y patrísticas. La legitimidad, porque la enseñanza de la teología desde hace
cuatro siglos y medio (es decir desde la creación de los seminarios) ha tenido que apoyarse en la
enseñanza conciliar más reciente, que tenía a su disposición, a saber, en la doctrina del Concilio
de Trento. A este respecto, somos muy conscientes de todo aquello de que gozamos como cosa
propia y que ha jugado un gran papel: el beneficio del Pontificado, las grandes espiritualidades
como la de la Escuela Francesa, los documentos de los soberanos pontífices, etc. Sabemos
también la importancia de la vida concreta de la Iglesia y muy especialmente del apostolado
sacerdotal. Todas estas cosas han caracterizado la enseñanza recibida desde Trento, sin ellas el
Vaticano II no hubiera “estado en condiciones de hacer lo que ha hecho,”. Todo aquello lo que
podemos denominar como “de fide tridentina”, que servía, en cierto modo, de punto de apoyo
inquebrantable a la doctrina del sacerdocio.
Iniciamos observando el vocabulario empleado por nuestros dos Concilios para hablar del
sacerdote. Trento titula el documento de la sesión XXIII Doctrina de sacramento Ordinis.
Vaticano II da como título al capítulo I PO Presbyteratus in missione Ecclesiae. El punto de
vista de Trento impondrá muy frecuentemente el uso de la palabra sacerdos más que la de
presbyter, o de la palabra sacerdotium más bien que presbyteratus, ellos nos lleva a entender
que se trata ahí de algo distinto de una pura cuestión de vocabulario. El Vaticano II será más
preciso, por fuerza de las cosas, porque no puede conformarse con hablar del Orden o del
sacerdocio. Ha abordado ya suficientemente el sacramento del Orden con el episcopado y ha
tratado ya suficientemente del sacerdocio a propósito del sacerdocio de los fieles. Después
volveremos a encontrarnos de nuevo con estas dos formas distintas de afrontar el problema del
sacerdote.
Para presentar las doctrinas comparadas de Trento y del Vaticano II propongo, en primer
lugar, una sinopsis. Nos limitaremos a establecer la comparación entre las ideas esenciales. Des-
pués de haber puesto esta sinopsis podremos permitimos hacer reflexiones sobre la enseñanza
que se deduce de la comparación de los dos Concilios.
VATICANO II TRENTO
Decreto Presbyterorum Ordinis Sesión XXII: sobre el sacrificio de la misa
Sesión XXIII: sobre el sacramento del Orden
PO 2 NATURA PRESBYTERATUS
PÁRRAFO PRIMERO: PUNTO DE PARTIDA DE LA DOCTRINA DEL PRESBITERADO
punto de partida cristológico y eclesiológico punto de partida eucarístico
El Señor Jesús hace participar a todo su Cuerpo en la unción
del Espíritu.
Todos los cristianos constituyen un sacerdocio santo y real.
Todos los cristianos participan de esta misión (cf. 1 Pe 3, 15)>
Dz 938: Cristo dejó un sacrificio visible en la Cena y lo
entregó a sus Apóstoles (quos tune Novi Testamenti
sacerdotes constituebat) y a sus sucesores en el sacerdocio.
Instituyó la nueva Pascua... seipsum ab Ecclesia per
sacerdotes sub signis visibilibus inmolandum in memoriam
transitus sui ex hoc mundo ad Patrem.
PÁRRAFO 2: INSTITUCIÓN DEL PRESBITERADO POR CRISTO
a) Motivo de esta institución. Cristo queriendo realizar un solo Dz 957: en razón del sacrificio visible de la Eucaristía, es ne-
Cuerpo en el que todos tienen la misma función (cf Rm. 12, 4) cesario también un sacerdocio visible y externo.
(Dz: 960: como si todos fueran apóstoles, todos profetas, to-
dos obispos, todos sacerdotes, cf. 1 Co. 12, 29, Ef. 4, 11.)
«estableció entre ellos ministros (quosdam instituit ministros) Dz 957: Hoc autem ab eodem Domino Salvatore nostro
que, dentro de la comunidad de los cristianos, mediante el institum esse atque Apostolis eorumque sucessoribus in
Orden, serían investidos del poder sagrado de ofrecer el sacerdotio potestatem traditam consecrandi, offerendi et
sacrificio y perdonar los pecados (qui, in societate fidelium, ministrandi corpus et sanguinem ejus, nec non et peccata
sacra ordinis potestate Sacrificium offerendi et peccata dimittendi et retinendi sacrae Litterae ostendunt et catholicae
remittendi) Ecclesiae traditio sempgr docuit.
Dz 961 (can. 1): Si quis dixerit non esse in Novo Testamento
sacerdotium visibile et externum vel non esse potestatem
aliquam consecrandi et offerrendi verum Corpus et San-
guinem Domini, et peccata remittendi et retinendi... anathema
sit.
y ejercerían en ella publicamente para los hombres, en (Cf. los textos precedentes, Dz 957, 961; sé? observará que la
nombre de Cristo, la función sacerdotal (sacerdotali officio referencia a la Iglesia sigue implícita.)
publice pro hominibus nomine Christi fungerentur»).
b) La institución misma. Cf. Dz 938 (ya citado): la institución está directamente ligada
«Por esta razón (Itaque) Cristo envió a los Apóstoles, como el con la Cena.
Padre le había enviado a Él (Jn 20, 21);
Dz 949 (can. 2): este canon pasa directamente de los
Apóstoles a los sacerdotes, en la transmisión del sacerdocio;
después, a través de los Apóstoles, hace participar en su en la Cena, Cristo instituyó y ordenó (instituisse, ordinasse) a
consagración y en su misión a los obispos, sucesores suyos, los Apóstoles como sacerdotes (sacerdotes).
Dz 960: sobre las relaciones sacerdotes-obispos se dijo
cuya función ministerial (munus ministerii) ha sido trasmitida únicamente que los obispos son superiores a los sacerdotes.
a los sacerdotes (presbyteris) en un grado subordinado (Cf. Dz 966: la institución divina de la jerarquía, con sus tres
(subor- dinato gradu): grados, obispos, sacerdotes, ministros.)
éstos, pues, fueron establecidos en el Orden del Presbiterado, (Nada se dijo sobre el Orden del Presbiterado; nada sobre la
para ser los cooperadores del Orden Episcopal, en el misión; nada sobre el lazo orgánico episcopado-presbiterado.
cumplimiento de la misión confiada por Cristo (in Ordine Se afirmó solamente que la tarea de los obispos es la de
Presbiteratus constituti, ad rite explendam missionem regere Ecclesiam Dei, cf. Dz 960.)
apostólicam a Christo concreditam, Ordinis episcopalis Dz 958: la estructura del sacerdocio fue considerada en fun-
essent cooperatores». ción del poder de celebrar la
Cf. Dz 961 (can. 1): anatema contra el que diga que el sacer-
docio es un officium tantum et nudum ministerium praedi-
candi Evangelium, o que los que no predican no son ya
sacerdotes.
Efectivamente, el anuncio apostólico del Evangelio convoca y Esta perspectiva del Vaticano II está ausente de las preocupa-
reúne al Pueblo de Dios, para que todos los miembros de este ciones del Concilio de Trento, por razón de las refutaciones de
Pueblo, al ser santificados por el Espíritu Santo, se ofrezcan las tesis protestantes.
ellos mismos «como víctima viviente, santa y agradable a
Dios» (R 12, 1).
Pero es mediante el ministerio de los sacerdotes (per presby- Dz 938, texto ya citado: se ipsum per sacerdotes; o también
terorum ministerium) como se consuma el sacrificio espiritual Dz 940: nunc offerens sacerdotum ministerio. Se observará
de los cristianos, en unión con el sacrificio de Cristo, único que Trento emplea sacerdos donde el Vaticano escribe pres-
Mediador, ofrecido en nombre de toda la Iglesia, en la byter. Además, la Eucaristía no es considerada aquí más que
Eucaristía por manos de los sacerdotes, en el acto de la celebración y no como la consumación del
sacrificio espiritual de los cristianos.
en forma sacramental y no cruenta (incruente et sacra- Cf. Dz 940: incruente inmolatur.
mentaliter), hasta que llegue el Salvador mismo.
Ahí desemboca su ministerio, ahí encuentra su cumplimiento. Trento toma más bien como punto de partida lo que el Vati-
Comenzando por el anuncio del Evangelio, saca su fuerza y su cano presenta como término. No hay alusión al anuncio del
poder del sacrificio de Cristo, y su término es que la «Ciudad, Evangelio.
es decir, la sociedad y la asamblea de los santos totalmente
rescatada sea ofrecida a Dios como un sacrificio universal por
el gran Sacerdote que llegó hasta ofrecerse por nosotros en su
Pasión, para hacer de nosotros el Cuerpo de tan gran Cabeza Alusión a Malaquías, 1, 11, sobre el sacrificio ofrecido in
(San Agustín).» omni loco. Cf. Dz, 939.
PARÁGRAFO 5: ASPECTO TEOCÉNTRICO DEL MINISTERIO DEL SACERDOTE
«El fin del ministerio sacerdotal es la gloria de Dios. El texto del Concilio de Trento, en su conjunto, está impreg-
nado de un teocentrismo fundamental. Pero este teocentrismo
Esta gloria supone la acogida consciente, libre y reconocida se manifiesta en la relación vertical entre Cristo y el sacer-
de los hombres a la obra llevada a cabo por Cristo. dote. La obra eclesial es poco considerada. No es la preocu-
pación de este Concilio.
Ya se trate de la oración, del anuncio de la palabra, de la La perspectiva de Trento se limita casi exclusivamente al
oblación del sacrificio eucarís- tico o de la administración de teocentrismo del ministerio del sacerdote en la celebración
los sacramentos, el sacerdote contribuye, al mismo tiempo, a eucarística.
aumentar la gloria de Dios y a hacer avanzar a los hombres en
la vida divina.
Todo eso se desprende de la Pascua de Cristo y terminará Cf. Dz 938, texto ya citado, sobre la Pascua de Cristo,
cuando retorne.» celebrada por la Iglesia, gracias a los sacerdotes.
N°. 3 (PRESBYTERORUM IN MUNDO CONDITIO)
Condición de tos sacerdotes en el mundo.
En resumen, el texto conciliar da razón, al mismo tiempo: El problema de la condición del sacerdote en el mundo no es
abordado por el Concilio de Trento.
- de la separación del sacerdote para el servicio del La grandeza del ministerio sagrado da una idea de la «se-
Evangelio (segregatus in Evangelium Dei). paración» (Cf. Dz 958: cum divina res sit tam sancti sacer-
dotii ministerium).
- y de la necesidad de la presencia en el mundo que ha Más que preocuparse de la «presencia en el mundo», el
de ser evangelizado (vivir con los hombres, Concilio de Trento afirma enérgicamente dos puntos:
conocerlos, no estar «separado» de nadie).
En conclusión, importancia de las cualidades y de las virtudes 1. No es posible volver al estado de laico una vez que se es
humanas del sacerdote. sacerdote.
2. La Iglesia ha de ser libre e independiente frente a los
poderes temporales. El consentimiento, la apelación a la
autoridad del pueblo, de un poder o de una magistratura
civiles, no son cosas requeridas por la ordenación de los
sacerdotes (cf. Dz 960; Dz 967, can. 7).
La elección del punto de partida constituye un elemento decisivo para el planteamiento de los
problemas. Tal es nuestro caso. El Concilio de Trento apenas tenía opción, tenía que refutar las
posiciones protestantes sobre el sacrificio de la misa y, por lo mismo, tenía que situar el
sacerdocio del presbítero en relación con la celebración de la Eucaristía. Sólo existe un
sacrificio, el de Cristo, este sacrificio se ha hecho visible en la Iglesia, ahora bien, como hay un
lazo íntimo y deseado por Dios entre sacerdocio y sacrificio, es preciso que exista un sacerdocio
visible y externo, es el sacerdocio de los sacerdotes de la Nueva Alianza (Cf., este es el tema
tratado en Dz. 938, 940, 957. Este punto de partida era exigido por las posiciones extremistas de
Lutero).
Ciertamente, es posible constatar que Trento había tenido otras ambiciones, muchos padres
conciliares hubieran deseado tratar el tema desde una mayor altura y en forma más global
(Según algunos, la exposición doctrinal de Trento, en torno al sacerdocio, debería de partir del
munus regendi et pascendi confiado a los apóstoles, y luego trasmitido por éstos). Trento se
dejó llevar por la prudencia, es preciso también observar que la doctrina sobre el sacerdocio
estaba, en cierto modo, preformada en la doctrina sobre el sacrificio de la Misa. El punto de par-
tida de Trento es, pues, eucarístico y sacrificial, la insistencia recae sobre la visiblidad del
sacrificio de la misa, los demás aspectos del ministerio pasan a segundo plano.
El punto de vista del Vaticano II, en relación con el de Trento, es evidentemente nuevo, su
punto de partida es la misión del Pueblo de Dios tomado en su totalidad. A decir verdad, este
punto de partida constituye una doble opción.
Por una parte, la elección del Vaticano II es partir del Pueblo de Dios, es decir, de la Iglesia y
no de una relación entre Cristo y el sacerdote definida como un poder, es reconocer
implícitamente que el sacerdocio de los fieles es el primero en el orden ontológico y que se
debe presentar la obra de los ministros dentro de este pueblo sacerdotal. Esta opción ha sido
consciente y tuvo que ser defendida en el curso de los últimos debates.
Por otra parte, había que hacer otra opción, para definir al sacerdote, ¿Se iba a partir de la
Eucaristía o de otra realidad fundamental? También ahí Vaticano II se dejó llevar por el punto
de vista eclesiológico, es la realidad de la Misión la que constituirá el punto de partida para la
inteligencia del ministerio en la Iglesia. Y esta elección no era en absoluto de carácter polémico
o restrictivo, puesto que la celebración de la Eucaristía forma parte, ella misma, de esta misión.
La referencia bíblica inicial es, a este respecto, completamente característica, “El Señor Jesús, a
quien el Padre santificó y envió al mundo...” (Jn 10, 36). La consagración y la misión son
inseparables, lo mismo para la Iglesia que para sus ministros, puesto que son inseparables para
el mismo Cristo.
Esta doble opción respecto al punto de partida domina prácticamente en todo lo que sigue,
posición que fue decidida con serenidad y en conformidad total con la enseñanza anterior al
Concilio, muy especialmente con Lumen Gentium8.
El punto de partida del Vaticano II es indisolublemente cristológico y eclesiológico, incluye
toda la obra de la Iglesia y presenta el ministerio del sacerdote como un servicio recibido de
Cristo mismo. No se considera ya solamente la visibilidad del sacrificio eucarístico, sino la
visibilidad de la Iglesia en su conjunto (lo cual constituye un tema mayor de Lumen Gentium).
Finalmente, se realiza un trabajo de mayor claridad en el vocabulario.
El Concilio de Trento no ignoraba la doctrina del sacerdocio de los fieles, pero no habla de él
más que implícitamente, como si no quisiera dar la impresión de repetir lo que los protestantes
no niegan. Sin embargo, empleando sistemáticamente la palabra sacerdotes para designar a los
sacerdotes (presbíteros), el Concilio de Trento provocaba una confusión de vocabulario, ya que
sacerdotes remitía a la palabra griega hiereus, título aplicado únicamente al gran Sacerdote,
Cristo, y, por vía de participación, al Pueblo de Dios. Así, para defender el sacerdocio de los
sacerdotes, el Concilio de Trento guardaba silencio sobre el sacerdocio de los fieles. El
Vaticano II, partiendo del sacerdocio del Pueblo de Dios (el hierateuma) dedicó su esfuerzo a
precisar la función propia de los sacerdotes (presbyteri), lo que no es obstáculo para que estos
sacerdotes compartan con los fieles el sacerdocio de los bautizados.
Tal como lo habíamos dado a entender, la enseñanza del Vaticano II no es cosa que pueda
juzgarse como añadida a la de Trento, sino que integra su enseñanza en un punto de vista más
amplio. No dejaremos de comprobar esta constatación en nuestras reflexiones siguientes.
Ahora nos preguntamos sobre el problema de la institución del presbiterado por Cristo.
Cuestión tradicional, envuelta, a veces, en categorías demasiado jurídicas, como si tuvieran que
encontrarse en la Escritura todas las determinaciones concretas que caracterizan actualmente al
minsterio jerárquico. Pero cuestión insoslayable que, por otra parte, nuestros dos Concilios no
pudieron eludir. Sin embargo, no se puede plantear la cuestión de la institución de un
sacramento sin tener alguna idea sobre el sentido de ese sacramento o, sobre la razón de ser del
sacerdocio ministerial. Reflexionamos sobre este primer punto, luego abordaremos la cuestión
de la institución de este sacarmento.
Tocamos a lo que se ha llamado el núcleo central de la doctrina del Vaticano II sobre el pres -
biterado, llegamos al presbiterado como sacramento. En otros términos, se va a mostrar cómo el
sacramento va a sellar, en nombre de Cristo, la situación y la misión del sacerdote en el cuerpo
eclesial. Para presentar los cosas con más claridad, diremos sencillamente cuáles son los puntos
comunes y las diferencias ente los dos Concilios.
Se ha hecho observar que acaso sea éste el punto en el que el Vaticano II ha hecho más
renovación y que ha beneficiado más en orden a una comprensión ecuménica. ¿De qué se trata?
No ya de la especificidad del ministerio jerárquico, sino del contenido mismo de la noción de
sacerdocio, y especialmente del sacerdocio del Nuevo Testamento.
Para el Concilio de Trento, el contenido sacerdotal quedó limitado a un poder, el poder
propiamente sacerdotal (en el sentido estricto) sobre la Eucaristía. Tal poder daba “derecho” a
celebrar la misa, es decir, a actualizar el sacrificio de Cristo, sacrificio por excelencia, el de la
Cruz. El sacerdote está, pues, ordenado a la Eucaristía. Nos encontramos ahí con un primer tipo
de sacerdote, este tipo puede llamarse tradicional, en razón de la difusión de este pensamiento
sobre el sacerdocio. Por otra parte, “tener sacerdocio” y «tener la misa», ¿no son dos
expresiones equivalentes?
Para el Vaticano II el contenido del sacerdocio ministerial es mucho más complejo o, mucho
más englobante. Se trata de toda la obra de evangelización que se termina en la Eucaristía
(incluida, evidentemente). El sacerdote es sacerdote porque es ministro del Evangelio ante los
paganos, ministro de la incorporación a la Iglesia, ministro de la celebración eucarística. Dicho
de otra manera, el sacerdocio del sacerdote abarca la totalidad de la obra de la Iglesia y muy
particularmente (según San Pablo) el anuncio de la fe a los que no han recibido aún la buena
Nueva (Cf. Rm. 15, 16). Este es el segundo tipo de sacerdote, el del sacerdocio del Evangelio.
Efectivamente, estos dos tipos de sacerdotes no son opuestos: en realidad, el segundo
envuelve al primero. No es preciso escoger entre la Eucaristía y la Misión, entre el culto y el
apostolado, entre el cuidado sobre la comunidad de los cristianos y el anuncio del Evangelio a
los paganos.
El texto del Vaticano II nos recuerda sencillamente que la misión del sacerdote, como la de la
Iglesia, envuelve la Eucaristía y que la Eucaristía corona y consuma toda la obra misionera
(volvemos a encontrar aquí, a propósito del sacerdote, la doble afirmación: la Iglesia hace la
Eucaristía y la Eucaristía hace la Iglesia). Al releer el texto conciliar habrá que tener cuidado en
observar que, de una parte, la Eucaristía es una dimensión del anuncio del Evangelio (predicar a
los paganos es una “liturgia”, según San Pablo) y que, por otra parte, la celebración eucarística
forma parte integrante de la misión.
El ministerio sacerdotal comienza, pues, con el anuncio del Evangelio, que convoca al pueblo
con la fuerza de la Palabra de Dios, y se consuma en la asamblea eucarística. Ahora bien, toda
esta acción sacerdotal, desde el anuncio a los paganos hasta el altar, saca su fuerza del sacrificio
de Cristo. Entre la perspectiva de Trento y la del Vaticano II, no existe, pues, una diferencia de
naturaleza o una oposición. Se diría, más bien, que la concepción del sacrificio se ha extendido
a las dimensiones de toda la obra de la Iglesia. En otros términos, la concepción del sacrificio se
ha “eclesializado”, el sacrificio de Cristo no es sólo el acto sacramental de la misa (que
actualiza el concreto del Jueves Santo), sino que es también todas las oblaciones de los hombres
y todos sus sacrificios espirituales convertidos en una sola Hostia: en la de Cristo.
El Concilio de Trento no tenía que tratar, como tal, la cuestión del teocentrismo de la obra
sacerdotal, y todavía menos el asunto de la presencia del sacerdote en el mundo. Sin embargo,
la enseñanza salida del Concilio de Trento había reforzado la idea de un teocentrismo particu-
larmente manifestada en la celebración de los ministerios. Añadamos a esto la doctrina de la Es-
cuela Francesa sobre el sacerdote40, y se comprenderá que muchos Padres del Vaticano II
tuvieran miedo ante una concepción demasiado apostólica o más bien demasiado “activista” del
ministerio sacerdotal. ¿No iba a sufrir con ello detrimento la gloria de Dios? Es cierto que el
último párrafo de PO 2 fue redactado con la intención de apaciguar sus temores, parece ser que
este párrafo se añadió a úlitma hora, pero esa adhisión estaba conforme al espíritu del Concilio.
41
Cf. DS. 960; 967; 968, canon 7-8.
42
Estas críticas fueron formuladas vigorosamente por el Cardenal Doepfner (en nombre del episcopado alemán) y por los obispos de
la Europa septentrional. PO 2 responde a esas críticas, de igual manera PO 22.
II. ESTRUCTURA DEL PRESBITERADO O RELACIÓN ORGÁNICA ENTRE EL EPISCOPADO Y EL
PRESBITERADO
En este apartado seremos más breves, ello porque, en cierto sentido, todo está ya contenido
en la doctrina sobre la naturaleza del presbiterado. Consideramos esto porque también es de
importancia para llegar a comprender al sacerdote.
El tema al que entramos no era muy acostumbrado en los tratados sobre el sacerdocio, los
cuales muy poco hablaban del nexo orgánico entre el sacerdote y el obispo. El estudio de la
Tradición había hecho ya evolucionar muchas cosas antes del Concilio, no se podía evitar que
se planteara la cuestión en el Vaticano II, y se puede asegurar que la opinión teológica de los
obispos había sido advertida sobre este punto.
El Concilio de Trento, por los límites que él mismo se impuso, envolvió la teología en ciertas
dificultades, el Vaticano II ha podido superar estas dificultades mediante una solución que se
encuentra a la vez en Lumen Gentium y en Presbyterorum Ordinis.
1. La dificultad de Trento
Es preciso decir que el Concilio de Trento tenía unas pretensiones totalmente distintas, en el
punto de partida. La cuestión del episcopado y de su relación con el presbiterado no era
ignorada, se tenía conciencia clara de que era necesario tratarla, pero estaban divididos los
espíritus y la teología de la Iglesia no estaba suficientemente adelantada. Fue preciso replegarse
sobre lo que no admitía duda frente a las negaciones de los protestantes. Desde entonces se va a
tomar, para la doctrina del presbiterado, el depósito conciliar de Trento, el cual contiene muy
pocas cosas sobre la estructura del sacramento del Orden.
1.1 En primer lugar, Trento introdujo la costumbre de comenzar todo tratado sobre el
sacerdocio por el sacerdote y no por el obispo. La razón de ello es sencilla, se trata del
sacerdocio, ahora bien, el sacerdocio es el poder de celebrar la Eucaristía, por tanto, el presbite-
rado es, en, cierto modo, todo el sacerdocio (aun cuando no sea su plenitud). Esta reducción
recíproca del sacerdocio al presbiterado y del presbiterado al sacerdocio elimina prácticamente
el problema de la organicidad del sacramento del Orden. Más exactamente, esta organicidad no
entra en juego más que en la relación de los órdenes inferiores con el del sacerdocio
(equivalente al presbiterado). Esta es la famosa presentación del capítulo segundo de la doctrina
sobre el sacramento del Orden43. Esta ausencia del episcopado, desde el comienzo de la
reflexión sobre el sacramento del Orden, tendrá importantes repercusiones en la teología
posterior.
1.2 Y, sin embargo, el canon 6 (Dz 966) prueba bien que se mantenía intacta la división en
tres grados del ministerio jerárquico. Esta dualidad de concepciones muestra que el Concilio de
Trento había superpuesto, en cierto modo, dos planos o dos líneas, sin gran comunicación entre
ellas:
- la línea del sacerdocio, donde el episcopado y el presbiterado se encontraban al mismo
nivel, es decir, la línea del offerre.
43
Cf. DS 958 y 962 (can. 2, donde se dice que las Órdenes mayores y menores tienden hacia el sacerdocio como por grados). Y no
encontramos al episcopado en la serie de las Órdenes, mientras que se ve figurar en ellas a los ostiarios y a los exorcistas. La
problemática del Vaticano II será distinta, por el solo hecho de comenzar por el episcopado.
- la línea de la jerarquía (forzosamente más jurídica) o de la jurisdicción, en la que los
obispos y los sacerdotes estaban netamente distinguidos, es decir, la línea del regere.
Esta dicotomía ha tenido una gran fortuna, es un punto de partida que ha endurecido la
distinción entre el orden sacramental y el orden pastoral. En último término, para ser pastor no
se hubiera requerido el sacramento.
1.3 Por tanto, si se pregunta cuál puede ser, según los textos tridentinos, la relación entre
presbiterado y episcopado, se ve uno forzado a constatar la ausencia de organicidad a nivel del
sacramento mismo y formular algunas conclusiones bastante laxas y sin gran lazo entre sí:
- Se trata del mismo sacerdocio , ya sea sacerdote u obispo. Esta concepción ve fácilmente
en el sacerdote un obispo con poderes unidos, la consagración episcopal separa las líneas
jurisdiccionales del sacerdote. La celebración de la Eucaristía nivela, en cierto modo, a
los ministros celebrantes, ya sean sacerdotes u obispos, puesto que ejercen el mismo
poder dentro del mismo sacerdocio.
- Los obispos son superiores a los sacerdotes . El Concilio de Trento afirma este dato de fe
(Dz 960 y 967), pero sin justificación. Al fin, son razones de jurisdicción, bastante
exteriores al sacramento mismo las que inducen al Concilio a repetir esta afirmación
tradicional.
- Los obispos son ciertamente sucesores de los Apóstoles, pero no más que los sacerdotes
in sacerdotio. Por tanto, sólo en el gobierno de la Iglesia está justificada la necesidad del
episcopado. Los obispos son hechos para regere Ecclesiam Dei.
A través de estos resúmenes demasiado sumarios, se siente la necesidad de una superación de
los textos tridentinos en el porvenir. El nexo demasiado estricto establecido entre el sacerdocio
y el poder sobre el cuerpo físico de Cristo perjudica a la eclesiología. Será preciso también
triunfar de las resistencias contra la sacramentalidad del episcopado. Todo eso será obra del
Vaticano II. Sin embargo, dirijamos la atención sobre un punto importante, que deriva del
depósito de la fe, tal como nos lo ha legado Trento. Efectivamente, se puede afirmar que donde
el sacerdote ejerce su poder sobre la Eucaristía se manifiesta una relación original del sacerdote
con Jesucristo. Por otra parte, esto constituye más una responsabilidad que un honor. Porque
esto quiere decir que la celebración de la Eucaristía no se limita al misterio de la
transustanciación, sino que significa también la plenitud de poder de Cristo en su Iglesia, el
sacramento del Cuerpo y de la Sangre del Señor es el punto de término y consumación de la
sacramentalidad de la Iglesia misma. Se comprende que la relación entre el sacerdote y la
Eucaristía no ha de ser celosamente reservada para él, como si fuera un privilegio, sino que ha
de ser siempre confrontada con esa otra relación existente entre Cristo y la Iglesia. El sacerdote
es el que se pregunta siempre cuál es la Iglesia que él hace existir y en qué forma el sacramento
del Cuerpo místico se consuma en el sacramento del Cuerpo personal de Cristo, en la espera
escatológica de su Retorno.
44
Ni presbiteralismo ni episcopalismo. El Vaticano II siempre ha recordado este lazo que el sacerdote tiene, en su misión, con los
obispos. PO 4, 5 y 6, este lazo con el obispo es siempre notado al principio, pero sin insistencia extremada.
45
PO 7 presenta la fórmula siguiente: unitas consecrationis missionisque requirat hierchicam eorurn communionem cum Ordine
cpiscoporum.
46
Citemos aquí PO 10, tiene fórmulas audaces para hablar de la misión universal de todo sacerdote. No teme aplicar al sacerdote la
fórmula de Pablo, el cuidado de todas las Iglesias, consecuencia directa de la doctrina de la colegialidad episcopal sobre el ministerio
presbiteral.
sacramental de los sacerdotes entre sí es el cimiento del presbyterium diocesano47. La obra de
los sacerdotes es, pues, común, no sólo porque tiende a la edificación del único Cuerpo de
Cristo, sino también porque se ejerce a partir de un presbiterado común.
Para terminar este punto, diríamos que la solución del Vaticano II proviene de la perspectiva
inicial que es el misterio de la universalidad de la salvación. Esta universalidad postula su signo
jerárquico que es el Colegio apostólico y, por el mismo hecho, el signo del ministerio
presbiteral, colaboración a la misión universal de los obispos. Asi la organicidad de la relación
episcopado-presbiterado no resulta, ante todo, de una consideración jurídica, sino que deriva de
la naturaleza misma de la Iglesia, Cuerpo del Señor y Salvador universal 48.
2. Amplitud de funciones
Con esta expresión, queremos evocar la significación de las funciones presbiterales en el
encuentro de todos los hombres, creyentes y no creyentes. Mientras que el Concilio de Trento
no podía plantearse el problema de afrontar la incredulidad, el Vaticano II llevó su reflexión
sobre este punto capital, tanto para el sacerdote como para la Iglesia, impresionante en el
sentido de una preocupación misionera. Nos queda decir que el fondo de PO 4, 5, y 6 está
todavía marcado por una situación de cristiandad.
Se trata, ciertamente, de anunciar la Palabra de Dios a todos los hombres, de hacer nacer el
Pueblo de Dios y no sólo de hacerle mayor, de despertar la fe en el corazón de los no-cristianos,
de llevar una buena conducta entre los paganos. Todas estas fórmulas nos hacen entrever la am -
plitud del ministerio de la Palabra.
Otro tanto decimos del ministerio sacramental. PO 5 nos hace ver que la obra de los hombres,
su trabajo de cada día, el aprovechamiento de la creación, todo esto tiene relación con la
50
Leer la nota 4 de PO 4, que a su vez cita a Trento.
Eucaristía. También a través de eso se forma uno idea de la amplitud del ministerio
sacramental, desde el momento en que no se considera sólo el acto de la celebración, sino todos
los preludios en los que el sacramento saca sus raíces humanas.
En lo que concierne a la tarea de gobierno, la relación con los no-creyentes está lejos de ser
despreciable. La conducta de los sacerdotes, se dice en el número 6, debe ser
extraordinariamente humana para con todos los hombres, los sacerdotes se deben a todos, la
comunidad cristiana no debe ocuparse únicamente de los fieles, sino que debe tener espíritu
misionero y allanar los caminos a todos los hombres hacia Cristo. Estas llamadas nos ponen de
manifiesto que la tarea de gobierno no puede limitarse a la conducta de los fieles, en un mundo
donde los cristianos son minoritarios, esta conducta ha de tener en cuenta a los que no creen,
por lo menos en lo que concierne a la salvaguarda de su libertad.
A través de estas cuantas observaciones mostramos la amplitud de las funciones jerárquicas,
en la perspectiva de una Iglesia Luz de las Naciones. El Vaticano II no ha hecho más que abrir
el camino. El período posconciliar trazará nuevos caminos para ir al encuentro del mundo de
hoy, porque este mundo, “tal como es hoy, está confiado al amor y al ministerio de los pastores
de la Iglesia”51.
Hacer balance de la teología del Vaticano II no es sólo hacer constancia del camino recorrido
desde Trento, es también entrever el camino por recorrer para ser fiel a la gracia, concedida al
ministro de Dios, que es la de asegurar la evangelización de los paganos.
CONCLUSIÓN
Hemos realizado un estudio comparativo, claro que permanecen muchos aspectos a tratar,
muchos de los aspectos de PO permanecen sin sacar toda su riqueza. Al concluir ponemos de
manifiesto la continuidad y el progreso de la teología del presbiterado a partir del Concilio de
Trento.
Creo que es posible decir que la continuidad es perfecta. Y podíamos buscar su razón en una
fórmula citada repetidamente en la Constitución de la Liturgia, en su número 10 afirma que “la
liturgia, es la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de
donde mana toda su fuerza” Sí es verdad que la Eucaristía es el centro de la liturgia, como
consecuencia es comprensible que la teología del presbiterado pueda centrarse en la Eucaristía,
de acuerdo con la presentación clásica del Concilio de Trento. Ambos Concilios dicen la misma
cosa sobre este punto y enraízan su pensamiento en el mismo misterio. La Eucaristía sólo puede
hacer la Iglesia, cuando la Iglesia hace la Eucaristía, y a su vez, los sacerdotes, al hacer por su
parte la Eucaristía, contribuyen a hacer la Iglesia, exactamente igual que aceptan dejarse hacer
ellos por Cristo. Toda la obra eclesial está como englobada en el misterio de la Pascua de
Cristo, fuente y cima de la obra presbiteral52.
En otra sentido, la progresión operada a partir de Trento es considerable, ya lo hemos visto.
En Trento no tenemos una teología del presbiterado, sino una teología del sacerdocio
establecido en función del poder de celebrar la Eucaristía. En el Vaticano II el sacerdocio se ha
ampliado, el sacerdocio de los fieles postula un ministerio pastoral que significa a Cristo en su
51
PO 22. Esta conclusión aclara que los sacerdotes de hoy, juntamente con la Iglesia, son responsables de la evangelización del
mundo. La presencia del sacerdote en el mundo es, en adelante, inseparable de la naturaleza del presbiterado y de sus grandes
funciones, renovadas dentro del espíritu misionero.
52
Esta alusión a la Pascua de Cristo, Salvador y Recapitulador, se encuentra en PO 2.
seno. En consecuencia, el ministerio jerárquico tenía que ser considerado en su complejidad y
en su organicidad, lo que se llamaba corrientemente sacerdocio (se sobreentiende: el del
sacerdote), será el presbiterado orgánicamente enlazado con el episcopado y con el diaconado.
Además, este presbiterado, cuya naturaleza sacerdotal no ha sido puesta nunca en duda (esto es
una herencia de Trento), ha sido reemplazado por una eclesiología más amplia y desempeña su
papel ministerial en todas las funciones de la Iglesia. Finalmente, este ministerio presbiteral no
está ya encerrado en el interior de una Iglesia, es un servicio evangélico y eucarístico de la mi-
sión de una Iglesia que quiere ser el signo levantado en medio de las Naciones.
En consecuencia, la espiritualidad del ministerio presbiteral puede desplegarse en todas sus
dimensiones: proviene de la gracia de la santidad particular, ofrecida por el Señor a los que
tengan que vivir como ministros de la Iglesia en medio del mundo. Es la gracia del ministerio
del Espíritu. La espiritualidad del sacerdote es ciertamente la de su ministerio, porque éste
abarca toda la misión de la Iglesia, con la seguridad de la fidelidad del Señor 53.
Al hacer esta comparación entre Trento y Vaticano II, nos hemos ido a la letra, quizá se haya
favorecido demasiado al Vaticano II, esto es lógico, porque estamos con nuestro tiempo y
juzgamos los tiempos pasados en función del nuestro.
Al menos hemos comprobado, una vez más, que la teología de la Iglesia depende de la época
en que se formula, sin llegar a ser determinada por la situación histórica que la envuelve. Si no
tratáramos de encontrar la continuidad de la doctrina, en el fondo de su evolución, podríamos
caer en el peligro de un relativismo. Reconocer que el Concilio de Trento representa una etapa
se ha convertido ya en un lugar común de la historia de la teología, pero hemos visto también,
en el curso de esta reflexión, que esto constituía una manera de hacer justicia a los Padres del
Concilio de Trento, conscientes, ellos mismos, de los límites que se impusieron a sí mismos.
El error de los tiempos postridentinos hasta el Vaticano II consiste quizá en haber tomado
como doctrina total lo que era una doctrina parcial. De esta lección retenemos la idea del
peligro que se deriva de querer teologizar exclusivamente a partir de un Concilio, sin tener en
cuenta su contexto histórico y doctrinal. He ahí algo que nos autoriza a matizar nuestros
fervores a favor del Vaticano II. Lejos de nosotros el pensamiento de minimizar la importancia
de este Concilio. En realidad, ha quedado abierto un camino ante nosotros. Y no tenemos más
derecho a sujetarnos a la letra del Vaticano II que el que tendríamos para reprochar a nuestros
antepasados por haberse sujetado a la letra de Trento. En un mundo en evolución constante, la
doctrina de Presbyterorum Ordinis constituye una etapa esencial, pero esto es también un
estímulo para la investigación teológica actual, tan necesaria para el pensamiento como la
caridad para la Iglesia.
CAPÍTULO XI
EL SACERDOCIO DEL NT, MISIÓN Y CULTO
La temática del sacerdocio presbiteral ha estado ampliamente dominada por tres aportaciones
principales:
- 1° la sistematización escolástica, digamos tomista;
53
Esta idea se inspira en PO 12 y 14.
- 2° los tratados de la Escuela francesa y,
- 3° los modelos de santidad sacerdotal y pastoral surgidos a partir del Concilio de Trento.
La misma sistematización escolástica había sido precedida no sólo por los ejemplos y los
escritos de los Padres, sino por espacios de siglos, en los que se manifiestan dos rasgos que
caracterizan la idea común del sacerdocio ministerial: 1° Más bien que con la Eucaristía se le
ponía en relación con el poder de las llaves, poder concebido con bastante amplitud: el
sacerdote era el que comparte con san Pedro el poder de abrir el acceso al cielo 54. 2° Al
sacerdocio de los ministros de la Iglesia se le miraba dentro de la continuidad de los modelos
del AT. Había comenzado en Aarón, en Abraham, sus distintos grados habían sido inaugurados
dentro de las distintas funciones cultuales de la ley mosaica 55. A toda la cristiandad le gustan
estos modelos del AT con sus normas legales y con su ideal sacro, siente inclinación a absorber
lo profético en lo cultual, desarrollado esto en un ceremonial meticuloso.
En estas circunstancias, aun cuando se propusiera insistentemente la idea de predicación,
como lo hizo, por ejemplo, san Gregorio Magno o Beda, (aunque ellos la ligaban sobre todo a la
vocación episcopal), el sacerdocio era mirado principalmente desde el ángulo de los poderes
sacramentales y jurisdiccionales.
El siglo XII, (en el que surge la la práctica de las ordenaciones absolutas; las misas solitarias;
el tratado de los sacramentos), definió cada vez más el sacerdocio por su relación con la
Eucaristía.
Los grandes escolásticos del siglo XIII tuvieron conciencia de la novedad del sacerdocio
cristiano en relación con el sacerdocio del AT 56, ellos definieron el sacerdocio ministerial por su
relación con la Eucaristía, tal es el primer artículo de la teología tomista del Sacramento del
Orden, esto es también lo que impidió a santo Tomás reconocer en el episcopado un grado
original de este sacramento, el obispo, en efecto, no tiene poder que no tenga ya el simple
sacerdote sobre “el verdadero Cuerpo de Cristo”57. Pero si el sacerdocio se define, como orden
sacramental, por este poder, comporta también, derivando de él y ordenado a hacer que los
fieles participen perfectamente en el sacrificio de Cristo, poderes sobre el “Cuerpo místico”. El
hecho de que la consagración episcopal dé, incluso en el orden sacramental, poderes que el
simple sacerdote no tiene, nos lleva a reconocer que la dignidad episcopal no es de naturaleza
jurídica solamente, aun cuando no añada nada al presbiterado en el dominio del sacramento del
Orden.
También el simple sacerdote realiza numerosos actos con respecto al Cuerpo místico o de los
fieles: predicar, perdonar los pecados, dirigir el rebaño. Son actos sacerdotales, por eso, cuando
santo Tomás habla de lo que hacen los sacerdotes, concede un lugar amplio a estos actos,
especialmente al ejercicio de la Palabra58. Santo Tomás junta así, como lo hizo igualmente el
Concilio de Trento59, el poder de consagrar la Eucaristía con el perdonar los pecados, pero el
segundo deriva ontológicamente del primero, que es el único que define el sacramento del
Orden. Se puede, pues, juzgar que santo Tomás reduce el sacerdocio a lo cultual o que adopta
un punto de vista más evangélico y apostólico de ese mismo sacerdocio
54
Puede verse DS. 32; DS 234; DS 802 (que nos presenta el IV Concilio de Letrán, año 1215).
55
Esta idea inició con SAN CLEMENTE DE ROMA (1Co. 40, 5; 41, 2) y SAN CIPRIANO; SAN ISIDORO (en De Ecles. II, 4ss: PL 83, 781);
PEDRO LOMBARDO, IV Sentencias, d. 24, 11; INOCENCIO III (en la bula Per venerabilem).
56
SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Thelogie, I-II, q. 102, a. 4; q. 103, a. 3; q. 106-107; SAN ALBERTO, IV Sentencias, d. 24, a. 3.
57
SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa contra Gentiles, IV, 75; Summa Thelogie, II-II, q. 184, a. 6; III, q, 67, a. 2; q. 82, a. 1.
58
SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Thelogie, III, q. 67, a. 2.
59
DS 1764 = 957 (Trento Sesión XXIII, c. 1).
De todo esto surgía una cierta tensión que se desarrolló en el Concilio de Trento cuando se
presentó la discusión sobre este punto. Mientras unos querían permanecer en el marco de la
definición del Orden por su referencia a la Eucaristía, otros, deseando que el Concilio formulara
una doctrina sobre el episcopado, querían incluir en la noción misma una referencia a los actos
del ministerio pastoral y, sobre todo, a la Palabra. Aun cuando los Padres conciliares querían
dejar al descubierto a Lutero, el Concilio hubiera dado con ello una satisfacción al reformador,
cuya reacción, negativa y violenta, procedía de tres preocupaciones:
- la fidelidad estricta a la norma de la Escritura;
- la reivindicación de las funciones distintas de la función eucarística;
- la reacción contra una identificación del ministerio pastoral con el estado clerical, sus
obligaciones y sus privilegios, tanto sociales como religiosos.
De hecho, ambas cosas se reunían y estaban soldadas desde hacía largo tiempo: el sacerdocio
como servicio y una cierta forma particular clerical, de vida.
Las dos tendencias (Eucaristía y Palabra) que se habían manifestado en Trento en relación
con una teología del episcopado se volvieron a encontrar en Francia a principios del siglo XVII:
- Unos desarrollaban más el aspecto pastoral del ministerio, insistían en el papel funcional
del sacerdote en el pueblo cristiano, en la misión de la Palabra, se mantenían más en la
línea de los Decretos tridentinos De Reformatione;
- Otros tenían una idea más esencialista, consideraban los poderes del sacerdocio en sí, al
margen de una referencia a la misión, en resumen, miraban menos a los sacerdotes que al
sacerdocio, se atenían más bien al capítulo dogmático de Trento, el cual, sin embargo, se
había abstenido de definir formalmente el sacerdocio por el sacrificio y determinar los
grados de la jerarquía clerical por el servido del altar. Sin embargo, es lo que se ha
mantenido con más frecuencia.
Trento había tratado de otorgar a las “Ordenes menores” una realidad de servicio funcional,
no lo consiguió, y la bendita institución de los seminarios inducirá a ver en estas consagraciones
una calificación personal más que una función auténtica.
Los dos aspectos, el de una ontología religiosa de consagración y el de un ministerio de
comunicación de la vida divina a los hombres (Eucaristía y Palabra) se encuentran en la escuela
de espiritualidad francesa del siglo XVII, que hizo del sacerdocio un objeto privilegiado de su
meditación60, considera al sacerdote en su condición concreta de existencia, es decir, lo que
debe ser para realizar bien lo que debe hacer. E1 sacerdote ha de conformarse a lo que es ya por
su estado, en virtud de la vocación y de la consagración que le hacen participar del estado
sacerdotal de Jesucristo.
La escuela francesa funda una deontología sacerdotal sobre una ontología del sacerdocio,
fundada ésta misma sobre una cristología sacerdotal. De esta manera, aun cuando se tengan en
cuenta y se realicen incesantemente las aplicaciones al ministerio, todo está dominado por una
ontología de consagración de fundamento cristológico, porque Cristo es sacerdote por su
Encarnación misma, es decir, en su ontología de Verbo encarnado. El ser sacerdotal de
Jesucristo implica su oficio sacerdotal, tiene tres miradas: hacia Dios, su Padre, para
glorificarle; hacia sí mismo para sacrificarse, y hacia nuestras almas para san tificarlas y
reconciliarlas con Dios.
60
De hecho, en esta época y en esta escuela se define el Orden como “un sacramento instituido por Jesucristo para dar a su Iglesia
predicadores de su Palabra y ministros de los sacramentos”.
El primer oficio sacerdotal es, pues, de adoración y de culto. Este se encuentra en los
sacerdotes católicos, cuya mirada ha de jerarquizarse igualmente. La Eucaristía es, evi-
dentemente, la cima del culto que deben dar a Dios, el fin (de la dignidad de sacerdote) es
inmolar a Jesucristo mismo, lo cual constituye la acción más santa y más augusta de la
religión61. La línea dominante es, pues, la del culto y de la adoración, el sacerdote visto como
“religioso de Dios”.
Sin embargo, sin salirse de esta línea teológica, se podía hacer mayor hincapié en el aspecto
misionero, y efectivamente, así lo hicieron San Vicente de Paúl y San Juan Eudes. San Vicente
nos dice, por ejemplo, “El sacerdote es un hombre al que Dios llama a participar en el
sacerdocio de Jesucristo para prolongar la misión redentora de Jesucristo, haciendo lo que
Jesucristo hizo, en la forma en que Él lo hizo” 62. Estamos llamados, dice e mismo san Vicente, a
ejercer el oficio de Jesucristo en la Tierra. La finalidad especifica del sacerdocio es, pues, aquí
el apostolado, entendido íntegramente como continuación, o más bien como comunicación de la
obra redentora o de la vida divina.
Observemos de paso que ésta es la forma en la que los Padres de la Iglesia han hablado
preferentemente del sacerdocio. San Gregorio Nacianceno, por ejemplo, no definió al sacerdote
por una especialidad (celebrar el sacrificio o predicar la Palabra, por ejemplo), sino por una
actividad totalizante que incluye todos los ministerios y que constituye al sacerdote como un
hacedor de cristianos, como un hacedor de hijos de Dios.
Del Concilio de Trento habla salido un tipo de obispo verdadero pastor de almas. En el modo
de ver al sacerdote, la reforma católica ha multiplicado los sacerdotes que unían al ejercido det
ministerio el de las virtudes ascéticas y religiosas más o menos extraídas de la tradición monás-
tica. Un cierto divorcio entre un clero parroquial de funciones pastorales y un clero entregado a
la santificación de si mismo fue superado entre estos sacerdotes por vocación, de los que San
Carlos Borromeo en el siglo XVI, San Juan Bautista Vianney en el siglo XIX, son modelos
clásicos. Es preciso ser santo para cumplir la obra de ministerio.
Sin embargo, entre el clero de los siglos XVII y XVIII, un número restringido de sacerdotes
se dedicaba al pastoreo de los fieles, al menos en el marco parroquial. Muchos se empleaban en
modestas funciones del culto para las cuales recibían una subsistencia igualmente modesta 63.
Por otra parte, toda una literatura sostenía una cierta “mística” del sacerdocio, cuyo eje era la
consagración eucarística y el poder para realizarla, sin referencia al carácter ministerial y
apostólico de ese sacerdocio, se hablaba del sacerdote es superior a los ángeles, semejante a
María, ya que tiene como misión darnos a Jesús, hacerle venir a nosotros, incluso, es más
poderoso que María, puesto que ella sólo ha alumbrado a Jesús una vez, mientras que el
sacerdote puede hacerle venir miles de veces 64. Estas ideas son pueriles, debidas al hecho de que
con ellas se engrandecía la “presencia real”, olvidando sus lazos con el acto cultual de la
comunidad, en ocasiones se consideraba un sacerdocio separado de la comunidad, abstracto y
en forma sentimental e imaginativa. A todo esto, lo que le ha faltado es situar al sacerdote
dentro de la Iglesia, en una Iglesia que, como decía Pablo VI, “no es, por sí misma, su propio
61
El gran designio de Dios en la vocación de los sacerdotes es tener personas que, desprendidas de todo, se entreguen exclusivamente
a su culto y se dediquen siempre a la religión.
62
Citado por Y. M. CONGAR, pág. 274.
63
Algunas cifras: siglo XVI, 28 sacerdotes en una parroquia de 8000 fieles, en el Oeste de Francia, 17 en una parroquia de 7,000; 21
en una parroquia de 5,000; en la diócesis de Troyes había 20 sacerdotes agregados a una parroquia de 1500 habitantes.
64
Esta idea se encuentra en san Bernardino de Siena.
fin, sino que desea ser totalmente con Cristo, por Cristo, en Cristo, totalmente con los hombres,
entre los hombres, para los hombres”65.
El tipo de sacerdote definido por la escuela francesa (visto como el hombre de los
sacramentos) dominó en la formación de los sacerdotes hasta la víspera de la segunda guerra
mundial. Subsistía la dualidad de tendencias de manera que todavía hoy se puede hablar del
clero “de liturgia, del culto” y un clero de “pastoralista” o de apóstoles. Poco a poco, conforme
la evolución de la situación, se va insistiendo cada vez más en la finalidad apostólica y pastoral
del sacerdocio en un tiempo en que su función cultual todavía esta tan fuertemente afirmada.
Esto porque antes de celebrar un culto era preciso congregar a un pueblo creyente. Es verdad
que la función de adoración puede ser ejercida, pero en una situación con miras a la Cristiandad,
el sacerdote intentará reintegrar en la conciencia de sí mismo la idea de misión, y no está solo
ante la tarea de la evangelización, hay laicos puestos a la obra.
En esta sociedad secularizada, muchos presbíteros perciben que su sacerdocio se va haciendo
funcional, que ellos son vistos como situación social o como oficio, como estado clerical aparte
en la sociedad. Esto conduce a una nueva interrogación que recae sobre la naturaleza misma y
sobre las exigencias del sacerdocio ministerial. De lo ontológico se pasa a lo funcional dentro
del mundo, quizá haya sacerdotes que abrazan la vida clerical como función, no como dignidad
personalmente poseída que reclama, en el orden espiritual, una conformidad especial y mayor
con Cristo.
Muchos estudios pretenden superar estos conceptos sobre el “presbítero” definido por la sola
oblación del sacrificio eucarístico, se afirma que Cristo no fue sacerdote solamente en la Cena y
en la Cruz, el sacerdocio de los Apóstoles había de definirse en su relación con todas las
actividades del ministerio de la salvación. Pero esta postura también corre un riesgo, hablar más
bien de lo que hacen los sacerdotes que definir formalmente el sacerdocio, cuyo objeto se
extiende a todo el apostolado.
La segunda guerra mundial fue la ocasión de una nueva toma de conciencia no sólo sobre el
apostolado, sino sobre la misión y después sobre la Palabra. Los estudios eclesiológicos se han
desarrollado extraordinariamente. La reflexión sobre el sacerdocio se ha centrado más en Cristo,
mirado no solamente como adorador del Padre, sino como mediador de vida para los hombres,
esto incide más en una visión de la Iglesia como Pueblo de Dios y en su responsabilidad para
con el mundo, esto ha constituido para la Iglesia un inmenso beneficio.
La teología del sacerdocio no se busca ya en la línea, solamente, del poder de consagrar la
Eucaristía, ahora se mira al sacerdote en su referencia con lo que Cristo quiere ser para los hom-
bres y le sitúa en relación con el Pueblo sacerdotal de los fieles, comprometido todo él en el
culto y en la misión. Así, hemos llegado a enlazar el sacerdocio de los sacerdotes, no sólo con el
“Haced esto en memoria mía” de la Cena, sino con el apostolado instituido primeramente en los
Doce. Esta es la orientación del Vaticano II. Sin embargo, encierra un peligro, el de disolver la
noción específica del sacerdocio en la realidad del apostolado, el de reemplazar una definición
del sacerdocio por una descripción de lo que deben hacer los sacerdotes.
65
PABLO VI, Discurso de apertura del tercer período del Concilio, 14 de septiembre de 1964.
Seguimos convencidos de que se debe definir al sacerdocio por la cualidad que habilita a un
hombre para ofrecer a Dios un sacrificio que le sea agradable. Pero estamos igualmente
persuadidos de que todo puede asumirse y colocarse en su puesto, a condición de ver
claramente cuál es el sacrificio del NT. La verdadera cuestión es la de la naturaleza original del
culto cristiano.
Si reflexionamos sobre el “culto cristiano” venceremos la dualidad no superada entre dos
concepciones del sacerdocio, una que le entrega a la celebración de la Eucaristía y de los
sacramentos y otra que le enlaza con la Palabra y la misión (hombre del culto contra hombre de
la evangelización). El asunto es resolver esta dualidad que parece oposición. El Concilio Va-
ticano II se ha enfrentado con esta dificultad, a él lanzamos la pregunta. A este propósito, el
Vaticano II ha dado cuatro grandes pasos.
66
Cf. LG 33; AA 3; LG 10;
67
Cf. LG 21.
68
Ibíd.
Lumen Gentium dice “Un hombre es constituido miembro del Cuerpo episcopal en virtud de
la consagración sacramental y por la comunión jerárquica con la cabeza del Colegio y con sus
miembros”69. Es sabido que la colegialidad episcopal constituye el fondo de la doctrina del
Vaticano II sobre el episcopado. Ahora bien, es muy cierto que la colegialidad no se reduce al
hecho de que todos los obispos comparten la solicitud misionera universal, la colegialidad posee
una realidad sobrenatural más profunda, ya en la naturaleza misma de la Iglesia como
comunión, ya en la de la colegialidad como forma de la sucesión apostólica. La consagración es
la entrada en el Ordo episcoporum, es decir, en un Cuerpo apostólico entregado a la misión
universal y a la pastoral del Pueblo de Dios. La ordenación otorga una funcionalidad fundada en
una ontología, se está ordenado para alguna cosa, a saber, para una misión.
El nexo puesto entre consagración y misión está muy conforme con la Revelación bíblica. En
la Biblia, la elección es siempre con miras a una misión. Dios llama y consagra para sí a un
Pueblo, para su servicio, pero como Dios no tiene necesidad de nada ni de nadie, su servicio
implica siempre algo en los hombres y para los hombres, Dios elige, llama y consagra para
enviar70. Lo ha hecho, en forma suprema, en Jesús, santo por naturaleza, como Hijo de Dios,
Dios le santificó para enviarle al mundo “A quien el Padre consagró y envió al mundo” (Jn. 10,
36). Cuando Pablo es agregado a los apóstoles, también él es consagrado (“puesto aparte”, Rm.
1, 1; Ga. 1, 15) por una gracia que le confiere al mismo tiempo calidad y misión, “gracia y
apostolado” (Rm. 1, 5). El carisma es siempre “para beneficio de la comunidad” (1Co. 12, 7), es
a la vez gracia y misión, consagración y envío.
El Vaticano II ha vuelto a ver la ordenación en su dinamismo bíblico, como consagración,
gracia y misión, tal es el fondo de lo que dice sobre la consagración episcopal (LG 21) y sobre
el sacerdocio presbiteral (LG, 28; PO 2-3), esto es lo que encontramos en Hch. 13, 2, único
lugar del NT donde el verbo leitourgein es aplicado al culto de la comunidad y donde
encontramos una especie de ordenación de Pablo.
Podemos observar cómo todo el Concilio comenzó por afirmar la ontología de consagración
y terminó por promover el ser de la Iglesia en el mundo, la misión, la presencia y la acción en el
mundo. Comenzó por la liturgia y por una reafirmación de las estructuras internas de la Iglesia
y terminó por el apostolado de los laicos, la actividad misionera Ad Gentes y la Constitución
Gaudium et Spes, Ha definido a la Iglesia como Pueblo de Dios y, al mismo tiempo, como
Sacramento universal de salvación. La idea, tan justa, tan rica y tan esclarecedora del
sacerdocio ministerial como signo de Cristo en la Iglesia y en el mundo, está perfectamente
inscrita dentro de esta perspectiva.
72
LG 28, párrafo 4; PO 7-8.
que se postulan entre sí, van articuladas, esto ponen de relieve los recientes estudios sobre el
sacerdocio.
5° Finalmente, el sacerdocio de la Nueva Alianza ha quedado definido en tres toques
sucesivos: es poder de ofrecer la Eucaristía y perdonar los pecados; es participación, con
dependencia de los obispos, en la consagración y en la misión de los Apóstoles; es el ministerio
del culto espiritual de la Nueva Alianza. Puede decirse que este último toque es el que revela
toda la originalidad del ministerio de la Nueva Alianza, que es ministerio del Espíritu. Por el
hecho de participar los sacerdotes en el cargo apostólico están constituidos en “ministros de
Cristo Jesús ante los pueblos, asegurando el servicio sagrado del Evangelio, para que los
pueblos se conviertan en una ofrenda agradable, santificada por el Espíritu Santo” (Rm. 15, 16).
Se podría resumir todo diciendo: el sacerdote está ordenado para ser el ministro que suscita y
enseña el sacrificio espiritual que los cristianos ofrecen durante toda su vida, mediante la fe; y
para unir, en la celebración eucarística, este sacrificio al sacrificio único y soberano de Cristo 73.
Todo esto plantea la cuestión de la verdadera naturaleza del culto cristiano, esta cuestión,
nunca abordada, está en el fondo de todas las que se suscitan sobre el sacerdocio, en el fondo de
los fines que se deberla proponer una plena reforma litúrgica. Se la considera resuelta, pero no
lo está, y, con demasiada frecuencia, nos limitamos a poner en palabras de vocabulario cristiano
un fondo cultual, del AT, a veces, incluso pagano. Es necesario abordar esta cuestión. La
respuesta que estudiamos completará la que hemos comenzado a dar sobre el punto de una
posible dualidad entre una concepción cultual y una concepción misionera del sacerdocio, entre
consagración y misión.
El sentido de la palabra “culto” tiene sus límites y sus inconvenientes, Por sí misma sólo
expresa el aspecto latréutico, siendo así que existen otros. Pero lo esencial es saber lo que se
pone dentro: es el adjetivo el que determinará aquí el sentido del sustantivo. Hay numerosos
estudios al respecto, pero carecemos todavía de un estudio teológico de conjunto y todavía más
de un estudio histórico. Los liturgistas han reconstruido acertadamente la historia de las formas
del culto eclesial, no se han interesado por el estudio de la idea que se ha formado del culto. Las
percepciones de Santo Tomás son amplias y coinciden con frecuencia, en forma notable, con las
ideas mismas del NT.
Que la Iglesia apostólica practica un culto, que San Pablo interpreta toda su acción apostólica
en términos de culto61, que Jesús, haya inaugurado un nuevo culto, es indudable. Esta iniciativa
del Señor creemos que puede resumirse en dos momentos. 1° Recogió y realizó el programa de
los profetas. 2° Instituyó nuevos signos relativos a su Pascua, de los que Él mismo sería la
realidad más profunda y mediante los cuales edificaría la comunidad de los suyos bajo la forma
de su Cuerpo.
74
SAN BENITO, Regla, prólogo. SANTO TOMÁS DE AQUINO ve en los sacramentos un poder espiritual instrumental, destinado a recibir
lo que Cristo, principio de todo culto cristiano, nos comunica: Cf. Summa Theologie, q. 63, a. 2.
El cristianismo no sólo debe acoger este don de Dios, le debe una respuesta que se producirá
en estos tres actos:
- unir el don de sí mismo al don de Dios y su sacrificio al de Jesucristo. En la Eucaristía,
el pobre sacrificio nuestro, del que cada uno es el débil sacerdote, se une al sacrificio
perfecto de Jesucristo en el cual se funde, en cierto modo, como la gota de agua en el
cáliz75.
- devolver a Dios su don mediante la acción de gracias. La acción de gracias es como el
corazón más delicado de nuestro culto, es el sentido mismo de la Eucaristía, en la cual
nos servimos de eso mismo que Dios nos ha dado para darle gracias, de tal suerte que,
viniendo todo de Él, sin embargo, es nuestro: “de tuis donis ac datis” (Cf. Hb. 12, 28;
13, 15).
- hacer que otros lo compartan comunicándolo mediante la concordia fraternal y la
diaconía en beneficio de los pobres. Este acto forma parte del culto cristiano (es decir,
hay un nexo entre la diaconía de beneficencia y la eucaristía). El NT habla de él en
términos de culto76, sin él nuestras Eucaristía s no están acabadas.
Si se toman estos elementos del culto cristiano desde el punto de vista del sacerdocio
ministerial, al que corresponde, ex officio, su celebración pública, se comprende mejor lo que es
este sacerdocio y cómo se identifica sustancialmente con el ministerio apostólico, sin perder por
ello su especificidad de sacerdocio definido por el sacrificio. Normalmente, no puede ser ais-
lado de este ministerio y tomado como una realidad por sí mismo. La principal renovación de su
concepto ha venido de la nueva conciencia que se ha tomado de la actividad perpetua de Cristo
en la edificación de su Cuerpo y de la cualidad sacerdotal de todo este Cuerpo. Cada fiel, en
efecto, es miembro de un cuerpo sacerdotal y sujeto, en este cuerpo, del culto cristiano. Pero
este cuerpo está estructurado sobre la base de una institución divina. Algunos de sus miembros
están “ordenados” para ejercer con plenitud y como presidentes de las asambleas dentro del
cuerpo sacerdotal, el culto del cuerpo en cuanto tal. Ellos le permiten cumplirse en el acto
mismo del servicio o culto que él da a Dios por Jesucristo y con Jesucristo.
El culto es esencialmente un culto de la fe (viva). Lo es bajo el aspecto del sacrificio
espiritual y personal, que no es otro que la vida ofrecida, no se trata de un diezmo o primicias,
tampoco se trata de “cosas” exteriores, sino que se trata de entregar mi existencia, mi ser en el
mundo y entre los demás hombres77. Lo es bajo su aspecto sacramental público y propiamente
litúrgico, porque el primer valor, aquí, es acoger el don de Dios en la fe, para unir a él nuestra
respuesta: sacrificio espiritual de la vida, acción de gracias, diaconía.
En estas condiciones, una oposición, una distancia cualquiera entre consagración y misión,
culto sacramental o Eucaristía y Palabra o apostolado, no tiene sentido alguno. Es imposible
hablar con validez del sacerdocio ministerial cristiano sin hablar del sacrificio espiritual que los
cristianos están llamados a ofrecer y del don de Dios en Jesucristo que ha de ser comunicado a
75
Cf. PO 2, párrafo 4; 5, párrafo 3; 4, párrafo 2.
76
Cf. Flp. 4, 18; Hb. 13, 16; 2Co.8, 4; 2Co. 9, 12. PO 6, párrafo 5 dice que una celebración sincera, plenamente vivida, debe
desembocar lo mismo en la caridad y de la mutua ayuda que en la acción misionera y en las distintas formas de testimonio cristiano.
77
SAN IRENEO, Contra los Herejes, Libro IV, 18, 2: “No se condena, pues, el sacrificio en sí mismo: antes hubo oblación, y ahora la
hay; el pueblo ofrecía sacrificios y la Iglesia los ofrece; pero ha cambiado la especie, porque ya no los ofrecen siervos, sino libres. En
efecto, el Señor es uno y el mismo, pero es diverso el carácter de la ofrenda: primero servil, ahora libre; de modo que en las mismas
ofrendas reluce el signo de la libertad; pues ante él nada sucede sin sentido, sin signo o sin motivo. Por esta razón ellos consagraban el
diezmo de sus bienes. En cambio quienes han recibido la libertad, han consagrado todo lo que tienen al servicio del Señor. Le entregan
con gozo y libremente lo que es menos, a cambio de la esperanza de lo que es más, como aquella viuda pobre que echó en el tesoro de
Dios todo lo que tenía para vivir (Lc. 21,4). (En la traducción del Padre Carlos Ignacio González, pág. 324.)
los fieles. Es imposible aislar el culto cristiano, singularmente la Eucaristía, de la edificación
del Cuerpo de Cristo, que es la finalidad de todo ministerio (Ef 4, 12). En una palabra, es el
apostolado el que cumple el culto cristiano en una Iglesia en situación itinerante, pero que,
mediante el Espíritu Santo, posee las prendas de la Jerusalén escatológica y, espiritualmente es
ya el Cuerpo de Cristo resucitado.
El sacerdocio cristiano, sacerdocio de la Nueva Alianza, se distingue profundamente, tanto
del sacerdocio de Aarón como de los sacerdocios paganos. Las religiones paganas eran
esencialmente un culto a la divinidad78; el cristianismo es esencialmente una fe. El régimen
mosaico se caracterizaba por una separación entre sacerdocio y profetismo, sacrificios y fe; el
régimen cristiano se caracteriza por el hecho de que los dos se recubren y se unen en la misma
realidad79. El sacerdocio del Nuevo Testamento es esencialmente profético, todo el culto
cristiano procede de la fe. Por eso Jesús reemplazó el sacerdocio levítico por el apostolado. Por
eso el Vaticano II ha unido tan profundamente consagración y misión, culto y Palabra y ha
enlazado al sacerdocio presbiteral, mediante el sacerdocio episcopal, con ese mismo apostolado.
CAPÍTULO XII
RENOVACIÓN ESPIRITUAL
78
Cf. SAN AGUSTÍN, De Civitate Dei, VI, 5, 3.
79
SANTO TOMÁS DE AQUINO, Hace la misma observación en: Summa Theologie, I-II, q. 102, a. 4, ad 3.
I. CAMBIO DE PERSPECTIVA
2. Su contenido
El número de las citas de la Escritura nuevas no es aún más que un índice material. Es
necesario examinar su contenido. Los textos de la Escritura marcan las articulaciones del
Decreto. Damos algunos ejemplos referentes a la vida espiritual de los sacerdotes.
“Seréis perfectos, como lo es vuestro Padre de los cielos” (Mt 5, 48, citado en PO 12, párrafo
1), los sacerdotes entran, juntamente con todos los demás fieles, en la vocación universal a la
santidad, aun cuando ellos están obligados a esto, “por una razón especial” y también “de
acuerdo con sus dones y sus funciones propias” (Cf. LG 41, párrafo 1), si esto se ha dicho de
todos los cristianos, cuánto más para los presbíteros.
“Cristo, a quien el Padre santificó (es decir, consagró) y envió al mundo...” (Jn. 10, 36, citada
por PO 12, párrafo 2) [la cita está tomada PO 2, párrafo 1 y viene de Lumen Gentium 28,
párrafo 1). La cita es nueva y decisiva, aclara que la consagración es inseparable de la misión.
Esto es válido, ante todo, con respecto a Cristo, después con relación a todo su Cuerpo,
finalmente, con relación a los ministros que están al servicio de la consagración y de la misión
del Cuerpo.
El ministerio de la Nueva Alianza es “ministerio de Espíritu y de justicia” (2 Co. 3, 8-9,
citada en PO 12, párrafo 3), esto es decisivo con respecto a la relación entre el ministe rio del
sacerdote y su santificación, relación que quedará precisada en los números siguientes del
Decreto PO.
El “Espíritu de amor... sopla donde quiere” (Jn 3, 8), es otra referencia está en PO 13 (en sus
últimas líneas), cuando habla de “la ascesis propia del pastor de almas”, el presbítero busca la
salvación “de muchos” a costa del interés personal, no sólo “progresar incesantemente en un
cumplimiento más perfecto de la tarea pastoral”, sino “estar dispuestos, si es preciso, a
comprometerse en los nuevos caminos pastorales”
Las referencias de PO 14 son importantes, ellas determinan la unidad entre la vida de los
sacerdotes y su alimento en el cumplimiento de la voluntad del Padre que envía y de su obra,
dicho de otra manera, en el ejercicio de la caridad pastoral, lazo de la perfección sacerdotal.
Estas referencias ilustran la necesidad de “discernir cuál es la voluntad de Dios”.
El sacerdocio del presbítero está configurado con el único y sublime sacerdocio de Cristo, de
suerte que el sacerdote puede llamarse con razón otro Cristo, expresión que constituye una
especie de adagio teológico: “Sacerdos alter Christus”, la tradición define al sacerdote con estas
palabras.
Los Papas hablan aproximadamente en los mismos términos. Nadie dice de dónde viene la
expresión, se la conoce con demasiada veneración para comprobar su identidad. Circula
libremente. Ha entrado sin dificultad en los documentos pontificios, después en el aula
conciliar. Pero ¡sorpresa!, no ha podido pasar desapercibida, y he aquí que no ha sido admi tida
en los textos del Vaticano II, ni en Presbyterorum Ordinis ni en Lumen Gentium. ¿Qué es lo
que pasa? ¿Se negó lo que es cosa segura? ¡Esta cuestión afecta en grado sumo a la vida
espiritual de los sacerdotes! Precisemos lo que significaba el empleo de este “adagio”, veremos
que su contenido está expresado en el Vaticano II y mejor expresado.
Si los orígenes de la fórmula son dudosos, su contenido no ofrece duda. Está sólidamente
enraizado en una tradición. “El sacerdote es llamado otro Cristo, no solamente porque participa
de los poderes de Jesucristo, sino también porque debe imitar sus obras y, con ello, reproducir
en sí mismo su imagen” (Pío X). O también “Porque está marcado con el carácter indeleble que
hace de él una imagen viva del Salvador” (Pío XII). El contexto en que los Papas emplean la
expresión es casi siempre exhortativo, se trata de invitar al sacerdote a asemejarse en su vida a
Aquel a quien representa. La fórmula está intencionadamente atenuada, “El sacerdote es como
otro Cristo” (Pío XII).
La frase trata de expresar que el sacerdote representa sacramentalmente a Cristo. El bautizado
es sacramentalmente también, aunque de otra manera, otro Cristo “de suyo, “cristiano” quiere
decir “otro Cristo”. Por tanto, el sacerdote lo será con un título especial. Pero, entonces, ¿será
necesario precisar ese título? PO lo hace sustituyendo la fórmula corriente con una serie de
expresiones distintas, unas veces más evocadoras, otras veces más técnicas. Vamos a
recorrerlas, meditándolas, son fundamentales tanto para la vida espiritual de los sacerdotes
como para su ministerio.
“Los sacerdotes son ministros de Cristo-Cabeza para construir y edificar todo su Cuerpo, la
Iglesia, como cooperadores del Orden episcopal, ésta es la razón por la que el sacramento del
Orden los configura con Cristo-Sacerdote” (PO 12, párrafo 1). Este resumen remite a lo que se
ha expuesto anteriormente, desde el preámbulo (PO 1) estábamos advertidos, los sacerdotes
están “al servicio de Cristo”. Son servidores del Servidor, ministros de su ministerio.
Las expresiones técnicamente mejor elaboradas se encuentran en PO 2. La función de los
sacerdotes es participación, mediante su unión con el Orden episcopal, “de la autoridad por la
que el mismo Cristo construye, santifica y gobierna su Cuerpo”. Tal misión supone un sa-
cramento “un sacramento particular que, por la unción del Espíritu Santo, los marca con un
carácter especial y los configura así con Cristo-Sacerdote”. ¿Con qué finalidad? “Para hacerlos
capaces de obrar en nombre de Cristo Cabeza” Su acción sacerdotal deriva de su ser sacerdotal,
y la gracia que reciben de Dios “los hace ministros de Cristo Jesús ante los pueblos”.
Lo que anuncian en “el servicio sagrado del Evangelio” es su “misterio”, es su “luz”, que
ellos tratan de proyectar sobre los problemas de nuestro tiempo (PO 4, párrafo 1).
Lo que ofrecen sus manos es su sacrificio de Mediador único, lo que ejercen “por su
participación de autoridad” es su “oficio de Cabeza y Pastor” (PO 6, párrafo 1).
Se puede añadir: se tratará de él, siempre de él. El es el alfa y el omega, él llena todo lo que
hay entre ambos términos. Es su propia acción, actual y permanente, la que se ejerce en el
ministerio de los sacerdotes, “instrumentos vivos de Cristo Sacerdote eterno”, por este título,
ellos le representan de una manera, en cierto modo, sacramental (PO 12, párrafo 1). “Llevando
la misma vida del buen Pastor”, encontrarán en él, para su propia vida, “la fuente y el principio
de la unidad” (PO14, párrafo 2).
Las consecuencias serán fecundas cuando se trate de la santificación del sacerdote (PO 13,
párrafo 1). Pero la vida espiritual de los sacerdotes en Presbyterorum Ordinis, entra en juego
mucho antes de su último capítulo. Tanto como su aportación, que es de hecho la mayor
novedad, queda por señalar aquí “los sacerdotes son llamados a vivir su relación ministerial con
Cristo Cabeza en sus relaciones con los demás”, relaciones de comunión eclesial, establecida o
por establecer (PO 7, 8 y 9).
El hace que sus ministros participen en su consagración y en su misión. De una sola vez, y
sin que nadie pueda disociar ambas cosas, cada hombre se encuentra unido a Cristo y
comprometido por Cristo en toda una red de relaciones
- por una parte, entre los mismos ministros: “la unidad misma de consagración y de
misión... postula la comunión jerárquica de los sacerdotes con el Orden de los obispos
y enlaza íntimamente a todos los sacerdotes entre sí con una fraternidad sacramental”,
tan profundamente inscrita en ellos como su sacerdocio (PO 8).
- por otra parte, relación con todo el Cuerpo, el Señor Jesús “hace que todo su Cuerpo
místico participe” en su consagración mediante la unción del Espíritu Santo, todo el
Cuerpo es sacerdotal; no es una “participación atenuada” y el sacerdocio común no es
“metafórico”. Por eso, también el Cuerpo está en misión, no hay tampoco «ningún
miembro que no participe en la misión de todo el Cuerpo» (PO núm. 2, párrafo 1). Así,
pues, lo que une a los ministros con Cristo, eso mismo los une entre sí y con todos los
cristianos. Asimismo, eso los une, en derecho, con todos los hombres, quienesquiera
que sean, en razón de la comunión eclesial.
Que nadie se engañe; cuando, con estas precisiones, el Concilio reemplaza el adagio “Sacerdos
alter Christus”, no atenúa en manera alguna el llamamiento a la santidad. Para convencerse de
ello basta releer PO 12. Pero, esta santidad habrá de ser una santidad que haga de los sacerdotes
“instrumentos cada vez más adaptados al servicio de todo el Pueblo de Dios” (PO 12, párrafo
4).
Nada se ha quitado al carácter personal de nuestra unión con Cristo. Estar unido a Él como
ministro suyo para el Cuerpo suyo que ha de construirse es servirle de instrumento viviente. Y
Él no es una fuerza anónima, es Alguien, el más personalizado de todos los hombres. Nunca
estaremos dispensados de unirnos a El de persona a Persona, y esto sólo de una manera que sea
digna tanto de nosotros como de Él, en forma de un don personal de amor. En el Concilio, las
intervenciones de tendencias divergentes estaban de acuerdo en este punto: entre el sacerdote y
Cristo hay un “lazo de amor”, un “pacto de amor”. Si esto son cosas que tomamos en serio entre
seres humanos; ¿cómo las tomamos en relación con el Señor?
Por lo demás, nuestra unión con Cristo no puede por menos de ganar en verdad, cuando es
vivida en las relaciones con los demás en las que él mismo nos ha puesto. Las exigencias de la
santidad quedarán situadas en un plano más realista: el amor “al hermano visible” da menos lu-
gar a nuestros engaños que el amor al “Dios invisible” (1Jn 5, 20). La gracia de Cristo nos
espera, sobre todo, en esta red de relaciones: con los obispos, con los demás los sacerdotes, con
los hermanos cristianos, con los hermanos quienesquiera que sean.
El Vaticano II nos invita a unirnos constantemente con Cristo como ministros suyos, en la
vida con los hermanos, en la Eucaristía, en la Biblia y a través de los acontecimientos.
Ahora pasamos a examinar una primera consecuencia de esta nueva perspectiva: la relación
entre la santificación de los sacerdotes y su ministerio.
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Se ha dicho que nosotros los sacerdotes no podremos salvar nuestra alma si no tratamos de salvar la de los demás; la santidad del
sacerdote lleva consigo la fecundidad de su ministerio.
Se dan por supuestas, por tanto, las virtudes, según una tradición que se remonta a las
epístolas pastorales, se podrían enumerar muchas. Encontraremos algunas en PO 15-17. Sin
olvidar las Virtudes humanas, que no son ajenas a la vida de los sacerdotes.
Se da por supuesta una actitud profunda, la que impone la naturaleza misma del ministerio,
obedecer al Espíritu de Cristo. Para esta obediencia se requiere el ejercicio consciente, leal,
incansable.
PO 13 muestra cómo se pone en práctica tal actitud en las funciones del ministerio. Estas van
enumeradas en el orden en que han de ejercerse, comenzando por el ministerio de la Palabra,
“primera función de los sacerdotes” (PO 4), aunque el sacrificio eucarístico sea, en orden de
dignidad, la “función principal”. Bastará hacer observar qué sesgo ha de seguir el ministerio
para ser santificante. En todos los parágrafos el texto lo dice claramente, es por la “unión íntima
con Cristo Doctor, es dejándose arrastrar por la caridad del Buen Pastor. Así, la caridad del
Buen Pastor los apremia para que entren en comunión con Él, para obrar y amar con Él, hasta la
entrega de su vida. No hay nada que santifique al sacerdote con más verdad (PO 13). Hay que
decir incluso que sin esta obediencia a la caridad del Buen Pastor, el sacerdote no se santificará.
Hay medios que tomar. Antiguamente toda la atención recaía sobre la regularidad de los
ejercicios de piedad. Si seguimos el Concilio, la atención se fijará, por el contrario, ante todo,
sobre el “ejercicio consciente del ministerio”. Desplazar la atención sobre los demás medios de
santificación sería carecer de fe; sería olvidar el don que Dios nos hace, posibilidad tanto como
exigencia de tender a la perfección. Los demás medios, generales o particulares, antiguos o
nuevos, son suscitados por el Espíritu Santo, la Iglesia los recomienda o, a veces, los impone
(PO 18, párrafo 1). El espíritu del Decreto es que estos medios, dejando aparte los que la Iglesia
impone, sean escogidos libremente. Esto tiene un valor más general por dos razones. En primer
lugar, estos medios vienen como añadidura “al ejercicio consciente del ministerio”, “medio
eminente” de santificación. Están orientados hacia la unión “con Cristo Salvador y Pastor” y “al
cumplimiento fiel” del ministerio (PO 18, párrafo 1 y 2). En segundo lugar, el Concilio se ha
negado a entrar en demasiadas determinaciones, ha preferido respetar las libertades legítimas y
que entre en juego la responsabilidad de cada persona. Sin embargo, enumera un buen número
de medios. En esto podrán ser útiles dos observaciones.
1ª. La necesidad de la ascesis no es recordada en este lugar, sin embargo, tal ascesis no ofrece
duda alguna. Pero es necesario aceptar la ascesis, ante todo, donde Dios la pide “la ascesis
propia del pastor de almas”, la mortificación de las “obras del cuerpo” y la entrega total al
servicio de los hombres (PO 12, párrafo 2), la renuncia a sus ventajas personales en pro de la
salvación del mayor número posible, el esfuerzo del progreso incesante en el cumplimiento de
la tarea pastoral, la entrega en caminos pastorales nuevos, imprevistos, como la acción del
Espíritu (PO 13, párrafo 5)81.
2ª. De esta manera se aceptan los signos de Dios en las circunstancias o acontecimientos.
“Leer en los acontecimientos, pequeños o grandes, lo que exige la situación, lo que Dios espera
de nosotros” así describe el Concilio un aspecto del ministerio de los sacerdotes en la guía del
Pueblo de Dios (PO 6, párrafo 2). Ahora bien, esta misma búsqueda atenta de los signos de Dios
es citada entre los medios que tiene el presbítero para desarrollar su vida espiritual (PO 18,
81
Deben abandonarse los métodos rebasados, aún cuando hayan permitido experiencias fecundas en el pasado. La Iglesia no es un
museo, los sacerdotes no deben ser los hombres del pasado. Como un medio se puede añadir el esfuerzo que hay que aceptar para el
ministerio de la Palabra, frecuentemente muy difícil. Otro medio es la ascesis que exige la colaboración con los demás, esto es la
“ascesis sacerdotal”, es abandono generoso en la presencia actuante de Cristo.
párrafo 2), la misma observación se hace para la lectura de la Biblia, la cual alimenta la fe.
Sobre este aspecto de la lectura bíblica, PO dice que es necesario para el ejercicio del ministerio
de la Palabra (PO 13, párrafo 2), sobre todo cuando es necesario llevar 2la luz de Cristo” sobre
los “problemas de nuestro tiempo” y “aplicar la verdad permanente del Evangelio a las
circunstancias concretas de la vida” (PO 4, párrafo 1).
Por lo demás, un sacerdote no puede llevar a cabo tal tarea individualmente, ni sin los laicos,
los sacerdotes han de escuchar a los laicos, tener en cuenta sus deseos, reconocer su experiencia
y su competencia (PO 9, párrafo 2). ¿No es también éste un aspecto de “la ascesis propia del
pastor de almas”?
Los sacerdotes, pues, son invitados a leer la Escritura como discípulos y, al mismo tiempo,
como ministros, para sacar constantemente de ella el conocimiento del don de Dios en
Jesucristo, del que ellos son signos e instrumentos, para abrirse ellos mismos a este don en todas
las circunstancias de la vida y para hacerse capaces de ayudar a sus hermanos a recibirle.
82
San Gregorio recrimina al Obispo que por amor al retiro y a la oración, no entra en la lucha para combatir valientemente los
combates del Señor, ese hombre no lleva de obispo más que el nombre.
menos del ministerio del clero diocesano) por temor de no santificarse en él. El ministerio no es
un riesgo.
Para encontrar el equilibrio de su vida (más bien que su unidad), es necesario “organizar su
tiempo”, organizar sus actividades, marcarse un “reglamento de sacerdote joven”, que habrá
que revisar con frecuencia, pero cuyo objeto será principalmente garantizar la regularidad de los
ejercicios de piedad. La vida interior tomará el aspecto de una “resistencia” más que el de una
“plenitud”83.
Tales son los elementos, en manera alguna despreciables, sobre los cuales Presbyterorum
Ordinis (PO 14, párrafo 1) nos advierte que no son suficientes, cualquiera que sea su
importancia práctica, son periféricos. El equilibrio, o mejor, la unidad de la vida, debe tener
raíces más hondas: en el corazón del sacerdote.
Es necesario mencionar el libro de Dom Chautard L’ame de tout apostolat. Su influencia ha
sido considerable84, su energía y su acento de verdad siguen siendo comprensibles para el
hombre de hoy. Nos dice que es preciso no poner obstáculos a la acción del Espíritu Santo, que
nos lleva a “pensar, juzgar, amar, desear, sufrir, trabajar con Jesucristo, en él, por él, como él”.
Entonces “nuestras acciones exteriores se convierten en manifestación de esta vida de Jesús” en
nosotros. De esta manera tendemos a “realizar el ideal de vida interior formulado por San
Pablo: ya no soy yo el que vive, es Jesucristo el que vive en mí” 85. (La referencia a Ga. 2, 20 se
encuentra en PO 12, párrafo 3).
Es necesario, añade Dom Chautard, dar acogida a “la gracia del momento presente”, Jesús
que se hace presente objetivamente en mí, en cada instante, en cada acontecimiento, persona o
cosa”86. Es necesario, en fin, preguntarse a sí mismo en toda acción, con San Ignacio, quo
vadam et ad quid?87
Con estas tres condiciones, las “obras” permiten “progresar en la virtud”, “el apostolado, bajo
cualquier forma que se presente, si está de acuerdo con la voluntad de Dios... constituye
siempre para el apóstol, un medio de santificación”88.
Por el contrario, si no se dan estas condiciones, se cae en la “herejía de las obras” 89.
El Vaticano II ha repetido precisando que el alma de todo apostolado es justamente la caridad
para con Dios y los hombres, comunicada por los sacramentos (LG 33, párrafo 2). Si los
sacerdotes no buscan la unidad de su vida en su propia vocación (“ejercicio de la caridad
pastoral, lazo de la perfección sacerdotal”) algo, al menos, de su sacerdocio quedará fuera.
Además, según la impresión de que la santidad sacerdotal era una lucha contra la vida interior
y la vida exterior, o, en todo caso, que la vida interior es una cosa aparte del ministerio, y éste, a
su vez, como una especie de obstáculo o de peligro para el ministerio.
83
La vida interior ha sido una resistencia y no una plenitud. Ahí es adonde he de tender más que nunca. Aquí va el reglamento de un
sacerdote de 1832: “Orden de mis jornadas: levantarme, a las cinco; a las cinco y veinticinco, oración; a las seis y cuarto, lectura de la
Sagrada Escritura, Nuevo Testamento...; a las ocho, estudio; a las once, almuerzo; a las once y media-paseo, visita a los enfermos,
rosario, visita al Santísimo Sacramento; a las dos y media, Vísperas, Completas, Maitines; a las tres y media, recepciones, cartas; a las
cinco, estudio, Antiguo Testamento, Historia de la Iglesia; a las siete, cena, paseo, visitas; a las nueve, regreso, rosario, oración; a las
nueve y media, acostarme. Los domingos y días de fiesta sufren algunos cambios... Lo esencial es que todos mis ejercicios de piedad
se encuentren hechos... Los días de catecismo de semana son también muy desarreglados. Lo esencial es la piedad.”
84
Era el libro favorito de san Pío X.
85
DOM CHAUTARD, L’ame de tout apostolat, Pág. 13 (en la decimotercera edición, 1930)
86
Ibid, pág. 16.
87
Ibid, pág. 19.
88
Ibid, pág. 71.
89
Ibid, pág. 10-11. ¿Será esta la expresión que Pío XII ha traducido como “herejía de la acción” en la exhortación Menti Nostrae?
Es necesario, pues, “luchar contra la exteriorización por las obras”. Ahora bien, si la función
del apóstol en esta mezcla muy compuesta de actividades es siempre “secundaria y
subordinada”, el Vaticano II nos dice lo que es la función de los sacerdotes en el ministerio en
cuanto tal, su función es la de unirse al acto mismo de Cristo, Doctor, Sacerdote, Pastor... Se ve
la superación sin ruptura. Todo lo que se había dicho anteriormente queda por decir, aunque las
actividades del sacerdote hayan cambiado notablemente desde hace cincuenta años. En las
“diversas tareas” se ejerce “el ministerio sacerdotal único” (PO 8, párrafo 1). Por consiguiente
en ellas puede y debe expresarse lo que es el sacerdote como sacerdote y la gracia que se le da.
Esto es una exigencia permanente. La gracia es, a la vez, “posibilidad y exigencia” (PO 12,
párrafo 1). Una vez más, es preciso subrayar, para evitar malentendidos, que esta unificación de
la vida de los sacerdotes no será más automática que su santificación por el ministerio.
Siempre podrá suceder que la unidad establecida se degrade, las actividades exteriores dejan
de merecer el nombre de ministerio, ya no están en conformidad con la misión evangélica de la
Iglesia. O, simplemente, aquello que se hace y que es justo ha dejado de ser interiorizado (esto
puede suceder por falta de oración, incluso en el sacrificio eucarístico, como lo PO 14, párrafo
2). Se hace ministerio, pero no se hace como ministro, no se es ya suficientemente ministro.
Entonces se plantea de nuevo la problemática inicial, las actividades desorbitadas vuelven a ser
“actividades exteriores” que se contra distinguen de la “vida interior”.
Con el retorno de esta problemática, se hace inevitable, se hace necesario, que se dé
preferencia a la vida interior sobre las actividades exteriores.
Con la vida interior no todo está salvado, puesto que, según la expresión de Pío XII ya citada,
“la oración no basta”. Pero, sin ella, todo, o casi todo, queda ciertamente estropeado. En el
límite, no sobrevive más que aquello cuya eficacia, en todo caso, garantiza el Señor, incluso en
el caso extremo del sacerdote indigno, la validez de los sacramentos y la verdad objetiva del
mensaje transmitido (mensaje repetido más bien que transmitido, puesto que ya no hay en él
testimonio). Añadamos que, en situación de cristiandad, el perjuicio es menor que en situación
de diáspora donde se trata, ante todo, de anunciar y de significar la fe.
Lo mismo hoy que en el futuro, el ministerio de los sacerdotes tendrá que ir cada vez más a lo
esencial, comenzando por la evangelización, cualquiera que sea su forma. Cada vez se verán
menos sacerdotes en situación de desvirtualizarse por las actividades que no tienen relación con
el anuncio de Jesucristo. Las tareas se podrán unificar en el ministerio mejor que en los tiempos
de “obras exteriorizantes” y, a su vez, el ministerio unifica la vida de los sacerdotes. Jamás
desaparecerá la apelación, dirigida a los ministros del Espíritu, a vivir según el Espíritu.
Un sacerdote diocesano ¿Puede llevar una vida espiritual seria? Claro, no hay duda, lo puede
como todo bautizado también le está a su alcance. Lo que si es diferente, y a la vez un
problema, es la forma de realizarla. A este respecto PO 15, 16 y 17 nos presenta orientaciones
muy firmes de espiritualidad diocesana, el conjunto es bastante nuevo. Para comprender la
novedad del Vaticano II es necesario recordar la situación anterior, o tratar de imaginársela.
1. De ayer a hoy
Antes del Vaticano II, la idea común era que una vida espiritual seria es muy difícil en el
clero diocesano79. Los mismos sacerdotes, cuando se les habla de oración y de penitencia,
objetan diciendo que ellos no son monjes; y cuando se les invita a la pobreza y la obediencia
afirman que ellos no son religiosos. Eso por un lado, por otro, fuera del clero diocesano, la
opinión de muchos es que el sacerdote del clero secular está muy expuesto. Algunos religiosos
nos ven como ineptos intelectualmente y espiritualmente, y, desgraciadamente, eso trasmiten,
quizá inconscientemente, a sus adeptos.
El clero diocesano también es religioso, es decir, es hombre de fe, está en primera fila, Cristo
le ha instituido, quizá están obligados, con más rigor que los monjes, a la perfección evangélica.
No entremos en discusión. El Concilio ha mostrado poca afición a estas comparaciones, se
coloca en el punto de vista más amplio de la Iglesia, que tiene necesidad de todas las
vocaciones, dentro de la diversidad y la unidad de sus miembros, para bien de todo el Cuerpo.
Esto es lo más importante. El presbiterado exige una particular perfección desde la caridad
pastoral, pero es importante aclarar que la “perfección” no hay que identificarla con la vida
religiosa o monacal.
Así, pues, un verdadero sacerdote debe ser desprendido y obediente, tanto como un religioso,
o mejor dicho, como Cristo. Su ideal puede expresarse con la máxima: “intus monachus, foris
apostolus”90. La dimensión apostólica de la vida sacerdotal no es olvidada, los sacerdotes de
estas generaciones lo demostraron con hechos.
Ciertamente puede percibirse una concepción de la vida espiritual mal comprendida, no
adaptada, demasiado monástica, de una actividad apostólica demasiado superficial. Ante esto, la
ausencia de una verdadera espiritualidad en el clero diocesano no es lo único que está en tela de
juicio, entra también las condiciones de vida y de ministerio de los sacerdotes diocesanos, esto
porque:
- el ministerio parroquial se ha hecho demasiado absorbente..., demasiado materializado,
demasiado disperso;
- el clero se encuentra reducido a un aislamiento doloroso y funesto;
- también existe sobrecarga laboral, lo cual crea serios obstáculos para una vida espiritual
con regularidad, y casi llega a imposibilitar la vida intelectual;
- el aislamiento físico y material de los presbíteros está agravado por la “soledad moral”, es
la ausencia de un ambiente fraternal lo que mucho necesitan, urge un espacio donde se
practique la ayuda mutua;
- en algunos sectores se percibe la ausencia del apoyo por parte de la autoridad, más
administrativa que pastoral;
- las dificultades prácticas: “dificultad de autoridad, al querer cada uno actuar como dueño
en sus propias parroquias..., dificultad de caracteres..., dificultad de distancias...,
dificultad de los parroquianos que quieren que los sacerdotes estén junto a ellos”.
Estos son algunos de los males, los cuales se hacen por comparación, y la búsqueda de los
remedios, desgraciadamente también se hace por imitación de la vida religiosa o monacal (Vgr.
la vida común que tiende a inspirarse en la vida religiosa)
A partir de estos hechos floreció el desarrollo de las Asociaciones sacerdotales sin votos, o
con votos, como la Sociedad del Corazón de Jesús. Más recientemente llegaron el desarrollo de
90
Esta expresión es de San Anscario, monje que luego pasó a ser obispo, fundador de la sede arzobispal de Hamburgo-Bremen y
apóstol de la regiones escandinavas. Esta fórmula pasó al oficio de San Anscario. Un elogio análogo se encuentra en el oficio de San
Germán (que fue abad de San Sinforiano, en Autum, y después pasó a ser obispo de Paris). No saquemos esta frase de su contexto.
Institutos seculares sacerdotales como “el Prado” o “Jesús Charitas”, ellos han apostado por una
solución que de respuesta a las necesidades de los sacerdotes que, sin abandonar la diócesis,
buscan el medio de “dar satisfacción a sus aspiraciones de santidad.
En suma, a la “desestimación” del clero diocesano que está comprobada como un hecho, se
responde con un cierto mimetismo91 de la vida religiosa. Pero nos preguntamos ¿Es un hecho
que la vida religiosa es “el camino real de la santificación cristiana? La exigencia de santidad es
para todos, se asuman como voto, o no se asuman, los consejos evangélicos.
El Vaticano II, al mismo tiempo que valora la importancia de la vida religiosa en la Iglesia,
enseña que, en la ruta hacia la única santidad, cada cual debe “avanzar... según sus dones y sus
funciones propias” (LG 41, párrafo 1).
Desde ahora, para el presbítero religioso, (en consecuencia, también para un presbítero
diocesano) “toda la vida religiosa debe ser penetrada de espíritu apostólico”, lo mismo que
“toda acción apostólica debe ser animada por el espíritu religioso” (PC 8, párrafo 2). Por tanto,
las exigencias evangélicas han de ser vividas por los sacerdotes en conformidad con el “don” de
su ordenación y la “función propia” de su ministerio. Los números 15 y 17 de Presbyterorum
Ordinis lo señalan marcadamente.
CONCLUSIÓN