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ORDEN SACERDOTAL

CAPÍTULO I
EL TESTIMONIO DE JESÚS SOBRE SU SACERDOCIO

En el estudio del neotestamentario del sacerdocio de Cristo, se estaría tentado a recurrir


primeramente a la Carta a los Hebreos, el único escrito que habla explícitamente de Cristo
sacerdote.
De esta carta se desprende una amplia doctrina del sacerdocio y del sacrificio del Hijo de
Dios, en el cuadro cultual del Antiguo Testamento, comprendido según un papel figurativo cuya
realidad completa se encuentra en Jesús, proclamado sacerdote eterno según el orden de
Melquisedec. Pero la doctrina elaborada en esta carta se basa en lo que la tradición primitiva
habría revelado respecto a la acción y las palabras de Jesús, si bien impone una investigación
sobre la forma en que Jesús mismo había presentado su misión. Nos invita a reconocer en él al
sacerdote por excelencia, y nos da por ahí una línea de interpretación del dato evangélico, pero
no podría dispensarnos de una exploración previa que concierne al testimonio de Jesús sobre sí
mismo. La novedad del sacerdocio cristiano viene de la originalidad propia de Cristo, es en
Cristo, tal como aparece en los evangelios, en quien importa primeramente descubrirla.
Constatamos la ausencia de una doctrina explícita del sacerdocio en los evangelios, eso no nos
desalienta en esta búsqueda, por eso nos preguntamos ¿Cómo ha pensado y vivido Jesús el
sacerdocio?

I. LA POSICIÓN DE JESÚS FRENTE AL SACERDOCIO JUDÍO

1. Ausencia del título de sacerdote


Al leer los evangelios constatamos que Cristo nunca se autodenominó “sacerdote”, y no
habló ni de sacerdocio ni de sacerdotes para indicar el papel y la cualidad de sus apóstoles. ¿Por
qué esta abstención que parece contrastar con la atribución del sacerdocio supremo que se le ha
hecho por parte de la Iglesia? De ese silencio, algunos han concluido que no se conside raba
sacerdote, e incluso que había querido abolir el sacerdocio. Sin embargo, la ausencia de un
término no indica necesariamente la ausencia de la realidad que ese término hubiera podido
significar.
Es preciso notar en primer lugar que la ausencia de vocabulario sacerdotal en boca de Jesús
es conforme con su costumbre de evitar definirse por títulos. Jesús no se ha atribuido los títulos
empleados a continuación por la comunidad cristiana para calificarle, no se ha autodenominado
expresamente Mesías o Cristo, Señor, Hijo de Dios, Verbo hecho carne, Redentor. Entre las
razones que motivan esta actitud estaba el deseo de no reducir a fórmulas la revelación de su
identidad personal, así como la voluntad de provocar un esfuerzo de reflexión en los discípulos,
dejándoles el cuidado de, expresar ellos mismos, en su adhesión de fe, lo que habían captado de
su persona y de su misión.
La preocupación fundamental de Jesús era presentarse a la humanidad como un misterio que
ninguna fórmula puede expresar en plenitud. Ha mostrado suficientemente, por ejemplo, que él
era el Mesías y el Hijo de Dios, pero quería hacer comprender que lo era en un sentido superior
al que la mentalidad judía daba a estos vocablos. Por lo que respecta al título de sacerdote, su
ausencia indica que no se atribuía un sacerdocio semejante al sacerdocio judío establecido en su
época.
¿Qué le separaba de ese sacerdocio? Estaba en primer lugar el carácter hereditario del
sacerdocio levítico. Jesús no era de ascendencia sacerdotal, a diferencia de Juan Bautista que
tenía un sacerdote por padre, Zacarías, y por madre a Isabel, de la descendencia de Aarón (Lc.
1, 5). José, “de la casa de David” (Lc. 1, 27), pertenecía, no a la tribu de Leví, sino a la de Judá.

2. El reproche dirigido a los sacerdotes judíos


Más significativa es la puesta en escena de un sacerdote en la parábola del Buen samaritano.
Jesucristo deja ver su intención de mostrar lo que pensaba de ciertas actuaciones sacerdotales de
las cuales había sido testigo. La intención es tanto más manifiesta cuanto que aparece un levita
después del sacerdote que, como él, pasó de largo sin socorrer al herido (Lc. 10, 31-32). Tomar
el otro lado del camino es dispensarse del amor al prójimo amparándose en la ficción según la
cual el que va por un lado no ve lo que pasa en el otro y no se ve obligado a intervenir. Lo que
se pone en tela de juicio es un legalismo que sirve para justificar omisiones clamorosas en el
amor debido al prójimo.
En ese rasgo de la parábola hay a la vez un reproche dirigido a los sacerdotes y una estima
por el sacerdocio, que sería el estado en que el amor compasivo debería ejercerse con mayor
generosidad. Jesús deja entender lo que debería ser el comportamiento de un sacerdote; anuncia
implícitamente en ello lo que deberá ser la nota distintiva del nuevo sacerdocio, la caridad, y
más especialmente una caridad parecida a la del Samaritano, que sobrepasa las fronteras de raza
y de culto.
El reproche de falta de caridad se esclarece también por el conflicto que Jesús debe sostener
contra adversarios que quieren impedirle manifestar su amor. Jesús concibe y ejerce su misión
esencialmente como una misión de revelación del amor divino en toda su existencia humana. Se
encuentra sin cesar frente a las objeciones y a las maniobras de quienes le acusan de violar la
ley y erguirse contra Dios, particularmente con ocasión de los milagros realizados en sábado.
Esta oposición a las manifestaciones de su amor es lo que provoca la mirada de cólera, reflejada
por Marcos (3, 5), mirada que al mismo tiempo está llena de tristeza compasiva por el
endurecimiento de los corazones. La hostilidad de los adversarios toca el punto más
fundamental de la actividad reveladora y salvadora de Jesús queriendo obstruir el camino al
amor.
Lo que podríamos llamar el choque de mentalidad entre los dos sacerdocios encuentra una
expresión particularmente viva en el proyecto de dar muerte a Lázaro después de su
resurrección, para borrar las huellas del milagro obrado por el Salvador. Es una resolución
tomada por los sumos sacerdotes, nos cuenta Juan (12, 10), indica la orientación de un
sacerdocio que pretendía ejercer su autoridad en sentido contrario al amor, destruir el bien que
el amor sobreabundante de Cristo había realizado.

3. La edificación de un nuevo templo


La posición de Jesús frente al sacerdocio judío, que estaba esencialmente ligado al culto del
templo, aparece en la declaración “hay aquí uno mayor que el templo” (Mt, 12, 6). Significa que
en él hay un templo superior al de Jerusalén. Su intención no es la de abolir el culto con el
sacerdocio, sino asegurar, en un nivel más elevado, culto y función sacerdotal. La diferencia de
nivel es la que resulta de la Encarnación, Jesús es mayor que el templo, porque en él la
presencia divina se manifiesta de la forma más directa y más concreta, es presencia de una
persona divina. Esta grandeza de la persona divina caracteriza el culto y el sacerdocio que se
inauguran con Jesucristo.
Entonces se comprende mejor que la oposición entre Jesús y el sacerdocio oficial se
manifieste en la expulsión de los vendedores del templo. Con ese gesto, Jesús reivindica una
autoridad sobre el templo, autoridad superior a la autoridad sacerdotal existente. Expulsando del
recinto a vendedores y cambistas, apunta simbólicamente a los responsables más elevados que
buscan en el culto su provecho y no el servicio divino. Son ellos, los sumos sacerdotes, quienes
son ya objeto de una decisión divina de expulsión.
A los que le reclaman un signo de la autoridad, les responde situándose en un plano más
elevado: “Destruid este templo y en tres días lo reedificaré” (Jn. 2, 19). La declaración causa
impresión, pues se tendrá como motivo de acusación en el proceso. Pero los pseudo-testigos no
la repiten tal cual, la presentan bajo una forma ligeramente modificada, que agrava la
culpabilidad de Jesús: “Yo destruiré este templo..”, (Mc. 14, 58). De hecho, por las palabras:
“Destruid este templo”, Jesús había subrayado la responsabilidad de la autoridad sacerdotal, los
que estaban encargados del culto obraban de tal forma que destruían el templo. Se trata de una
destrucción espiritual, la cual consiste en servirse del templo para fines opuestos a su fin
verdadero y, en consecuencia, arruinar todo el edificio en su destino religioso. Esta destrucción
se consumará por muerte que pronunciarán el sumo Sacerdote y sus colegas del Sanedrín. Al
decir que Jesús “hablaba del templo de su cuerpo” Juan (2, 21) propone una interpretación que
parece demasiado directamente simbólica, en realidad, Jesús hablaba del templo de piedra, pero
apuntando a una destrucción espiritual, desembocaría en su muerte, lo cual, por otra parte,
quería hacer comprender el evangelista.
El anuncio: “en tres días, lo reedificaré” tiene un alcance muy amplio. Hace alusión a la
resurrección personal de Cristo, pero mirándola como la edificación de un nuevo templo, es
decir, de un nuevo culto y de un nuevo sacerdocio. Jesús revela ahí su conciencia de fundar una
nueva religión sobre su propia persona. Quiere sustituir el templo material, que era el centro del
culto judío, con un templo espiritual, un edificio religioso que será animado por su vida de
resucitado.
Por lo que respecta en particular al sacerdocio, la declaración es decisiva. Testimonia que,
deliberadamente, Jesús ha querido instaurar un nuevo sacerdocio, de naturaleza distinta del
antiguo. La distancia entre uno y otro es la que existe entre el templo de Jerusalén y el templo
misterioso que, como ya hemos notado, había comenzado a estar presente en virtud de la
Encarnación, pero que debe instaurarse definitivamente por la resurrección de Cristo. No se
trata ya del servicio cultual ligado a un edificio, sino de la edificación de una comunidad
alimentada por la vida del Salvador triunfante, es decir, de un sacerdocio más amplio en su
compromiso vital y en sus funciones, más dinámico en el cumplimiento de su misión. Este
sacerdocio nuevo tiene justamente como nota distintiva el estar primeramente concentrado en la
persona de Cristo para desplegarse seguidamente en la comunidad que él funda. El templo
rehecho en tres días contiene toda la realidad del sacerdocio futuro, éste será siempre la
manifestación de Cristo resucitado.
4. El culmen del conflicto entre los dos sacerdocios
El único testimonio de acusación que se nos ha narrado en el proceso de Jesús ante el
Sanedrín concierne a la declaración sobre el templo. No en vano los acusadores le atribuían
importancia, pues ponía a la luz la naturaleza radical del conflicto. Nos permite especialmente
comprender mejor cómo se trataba de un conflicto entre dos maneras de concebir el templo y el
culto, entre dos sacerdocios.
El aspecto sacerdotal del proceso no viene sólo del hecho de que la acusación fuera hecha por
el sumo sacerdote rodeado de las grandes autoridades sacerdotales del pueblo judío. Resulta de
su conciencia de oponerse a un rival, a uno que reivindicaba una autoridad sacerdotal más
elevada. Pilato captará bien esta rivalidad: “Se daba cuenta de que los sumos sacerdotes se lo
entregaban por envidia” (Mc. 15, 10). Es verdad que Jesús había reivindicado, por su manera de
enseñar, una autoridad personal, totalmente independiente del sacerdocio judío y superior a
todas las autoridades anteriores que habían establecido y transmitido la ley (Cf. Mc. 1, 22).
El desarrollo mismo del proceso contribuye a hacer aparecer el choque de los dos
sacerdocios. En la purificación del templo, Jesús había condenado el comportamiento de los
sumos sacerdotes, que demolían espiritualmente el culto que habrían debido promover, pero sus
palabras son referidas en términos que quieren hacer caer sobre él la responsabilidad de la
destrucción. Ahora bien, este intento de invertir la condena fracasa, pues los testigos, tal vez por
haber querido cambiar las palabras de Jesús, no llegan a ponerse de acuerdo. En su silencio,
Jesús queda como la autoridad sacerdotal que conserva la supremacía y que mantiene la
condena contra sus jueces.
Además, el sumo sacerdote finalmente se ve obligado a hacer la pregunta más decisiva, se ve
obligado porque la no-validez de los testigos y el silencio de Jesús no le ofrecen ningún motivo
de acusación. Habría preferido no tener que hacer una pregunta que ponía en manos del acusado
el resultado del proceso. Todo dependía de la respuesta que hiciera Jesús: si rehusaba responder,
o si su respuesta era evasiva, no sería posible condenarle. Así el sumo sacerdote debía ceder la
decisión al que miraba como a su rival, la autoridad sacerdotal de Jesús era dueña de la
situación e iba a determinar el juicio.
Las palabras pronunciadas en ese momento por Jesús: “Tú lo has dicho” (Mt. 26, 64; Cf. Lc.
21, 70: “Vosotros lo decís”) hacen discernir en la cuestión planteada una especie de confesión
que recibe su valor en razón de la autoridad sacerdotal de la cual emana. A pesar suyo, el sumo
sacerdote dice la verdad, y la ha dicho en calidad de sumo sacerdote, tanto más cuanto que
había subrayado él mismo la solemnidad de la interrogación. Se puede recordar que el
evangelista Juan ha constatado una declaración anterior de Caifás que tiene un valor particular
de verdad, en razón de su autoridad sacerdotal: “Vale más que un solo hombre muera por el
pueblo y que no perezca la nación entera”. Era una frase criminal, pero a pesar de la intención
homicida de Caifás, tenía el alcance de un oráculo que iba más allá del pensamiento de quien
hablaba: “No lo dijo por sí mismo, sino que en calidad de sumo sacerdote, profetizó que Jesús
debía morir por la nación, y no sólo por la nación, sino para reunir a los hijos de Dios
dispersos” (Jn. 11, 50-52). En el momento capital del proceso, Caifás ha enunciado, de manera
análoga, en su pregunta inspirada de lo alto, la verdadera identidad de Jesús.
Es preciso aún notar todo lo que implica la respuesta de Jesús: “Desde ahora veréis al Hijo
del hombre sentado a la derecha del Poder y venir sobre las nubes del cielo” (Mt. 26, 64). La
alusión al salmo 110 es evidente, tanto más cuanto que ya en el curso de su vida pública Jesús
había comentado las palabras de este salmo para hacer comprender la trascendencia de su
mesianismo: “Dice el Señor a mi Señor: siéntate a mi derecha...” (Mt. 22, 42). Ahora bien,
según el salmo, ¿qué significa sobre todo la invitación: “Siéntate a mi derecha”? Yahvé lo ha
jurado y no se arrepiente: “Tú eres sacerdote eterno según el rito de Melquisedec” (v. 4). Jesús
reivindica para sí mismo este sacerdocio perpetuo atribuido al Mesías, un sacerdocio que no es
del orden del sacerdocio levítico, sino de una naturaleza única y excepcional, no ligado a la raza
judía, como el sacerdocio de Melquisedec. Anuncia al sumo sacerdote y a sus colegas que verán
llegar ese nuevo sacerdocio sobre las nubes del cielo, es decir en una venida teofánica.
El adverbio “desde ahora”, “a partir de ahora” (Cf. Lc. 22, 69) indica el momento en que el
nuevo sacerdocio va a sustituir al antiguo. Es el momento en que el Hijo del hombre, resucitado
y exaltado a la derecha del Padre, ejercerá su sacerdocio enviando el Espíritu Santo (Hch. 2, 32-
33) en Pentecostés, Pedro reconocerá el cumplimiento del salmo 110 y de la palabra: “Siéntate a
mi derecha” (Hch. 2, 34).

II. EL NUEVO SACERDOCIO

En su conflicto con el sacerdocio judío, Jesús ha hecho aparecer rasgos distintivos de su


propio sacerdocio, precisemos la naturaleza de este sacerdocio nuevo. Consideraremos
sucesivamente dos cualidades que caracterizan al sacerdote: hombre de lo sagrado y ministro.
El sacerdote aparece primeramente como el hombre de lo sagrado, lo que corresponde
etimológicamente al sentido de la palabra “sacerdote”. Personalmente, posee un cierto carácter
sagrado, teniendo relaciones privilegiadas con la divinidad, a través de él se manifiestan la
acción y la presencia divinas.
A continuación, el sacerdote puede ser definido como el “ministro”, aquel que cumple
funciones de orden ritual o cultual, u otras funciones de naturaleza religiosa. En virtud de este
título, desempeña un papel social, y está dotado de una autoridad especial en la comunidad.
Estas dos cualidades pueden tomar formas variadas. Debemos verificar en qué medida y en
qué forma Cristo ha sido el hombre de lo sagrado, y, más particularmente, qué sentido nuevo ha
revestido lo sagrado en su sacerdocio. Después examinaremos cómo ha concebido y presentado
su acción sacerdotal, qué género de “ministerio” ha querido asumir.

1. Hombre de lo sagrado: la nueva fisonomía de lo sagrado


a) La santidad inicial
Jesús aparece como el hombre de lo sagrado, pues es el hombre sagrado por excelencia. Lo
que hay de único en él es que está consagrado en virtud de su misma concepción. En el mensaje
de la Anunciación es llamado “santo” porque el Espíritu Santo viene sobre María para obrar la
encarnación (Lc. 1, 35).
Desde entonces su santidad es superior a la del pueblo judío “pueblo consagrado a Yahvé”
(Dt 7, 6; 14, 2-21; 26, 19). Esta santidad no es el producto de la consagración del pueblo que se
concentraría en un solo individuo, viene directamente de lo alto.
Esta santidad tiene un carácter ontológico, pues está ligada a la formación de la naturaleza
humana de Jesús, y, más ampliamente aún, al misterio de la Encarnación. Jesús ha aludido a
ello cuando se ha definido a sí mismo como “aquél a quien el Padre ha consagrado y enviado al
mundo” (Jn. 10, 36). La consagración ha coincidido con el envío al mundo. No significa que
aquélla sea exclusivamente de orden funcional, constituye un estado anterior al cumplimiento
de la actividad salvadora. Lo sagrado se forma primeramente en Jesús antes de comunicarse al
mundo. La consagración toma aquí la plenitud de su sentido, si lo “sagrado” designa lo que
pertenece a Dios, Jesús es sagrado de la forma más perfecta, puesto que todo su ser humano
pertenece a la persona divina del Hijo.
Conviene subrayar igualmente el valor nuevo que toma la consagración por el hecho de
coincidir con el envío al mundo, en lugar de cumplirse por una separación del mundo, se realiza
por el hecho mismo de la entrada en el mundo. Lejos de retirarse del mundo, la santidad divina
que se manifiesta en Jesús quiere penetrar en el mundo para transformarlo. Hay ahí una
orientación fundamental de la consagración sacerdotal, que no puede separarse del misterio de
la Encarnación y que estará animada por un dinamismo de expansión en la humanidad.

b) Desarrollo de la consagración
La santidad inicial no encierra a Jesús en la inmovilidad, se desarrolla y se concreta por actos
de consagración requeridos para la misión.
Debemos mencionar ante todo la presentación del niño en el templo. En tanto que,
consagrado a Dios, todo primogénito debía ser rescatado, para Jesús el rescate se opera no sólo
por una ofrenda simbólica, sino por el consentimiento de María en el destino doloroso del niño,
anunciado por Simeón. Hay aquí una primera ofrenda del sacrificio redentor, ofrenda maternal
que precede e implica ya la ofrenda sacerdotal futura de Jesús. La consagración desborda todo
ritualismo formal y comporta el empeño de la vida personal.
En el episodio del bautismo, la venida del Espíritu Santo sobre Jesús realiza una nueva
consagración en vistas a la misión a cumplir. Esta consagración se refleja en las palabras: “Tú
eres mi hijo amado” (Mc. 1, 11). Fue evocada por Jesús mismo cuando, en la sinagoga de
Nazaret, se aplicó el oráculo de Isaías (61, 1): “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me
ha ungido” (Lc. 4, 18). Es la fuente de todo el despliegue del amor salvador: anuncio de la
buena noticia a los pobres, luz dada a los ciegos, liberación de los oprimidos y los cautivos.
Lejos de encerrar a la persona en sí misma, la consagración tiene por efecto el abrirla más
universalmente socorriendo a los que tienen necesidad de él.
Poseemos testimonios ciertos de que la santidad aparece en el comportamiento de Jesús:
Jesús es llamado “el santo de Dios”, ya sea por el espíritu malo (Mc. 1, 24; Lc. 4, 24), o por
Pedro en su adhesión de fe al discurso sobre la Eucaristía (Jn. 6, 69). Más tarde, después de
Pentecostés, Pedro reprochará a sus compatriotas el haber hecho morir “al Santo, al Justo”
(Hch. 3, 14).
La consagración encuentra su acabamiento en el sacrificio redentor. Jesús declara en la
oración sacerdotal: “Por ellos me consagro a mí mismo, para que ellos sean también
consagrados en la verdad” (Jn. 17, 19). Antes había hablado de la consagración obrada por el
Padre en la Encarnación, aquí indica que le corresponde vivirla plenamente consagrándose por
el sacrificio. Añade que su objetivo es comunicar a los apóstoles esta consagración “en la
verdad”.
Finalmente, el fruto de la consagración sacrificial se encuentra en la resurrección. Según la
palabra de Pablo, el Hijo, “nacido de la raza de David según la carne” ha sido “constituido hijo
de Dios con potencia según el Espíritu de santidad por su resurrección de entre los muertos”
(Rm. 1, 3-4). El Espíritu llena la carne de Jesús de santidad al resucitarla, y esta santidad está
ligada, como en el momento de la anunciación y del bautismo, a la filiación divina.

c) Nueva fisionomía de lo sagrado


Lo sagrado toma una fisonomía nueva cuyos rasgos más característicos resumimos a
continuación.
En primer lugar, se concentra en la persona de Jesús. Como lo indica el nuevo significado
que Jesús da al templo, lo sagrado pasa del orden de las cosas al orden de las personas. El
centro de la nueva religión ya no será un edificio de piedra, sino la persona de Cristo resucitado.
El poner el acento sobre la persona tiene como consecuencia que la comunicación de lo
sagrado se hará no por simple contacto material sino por relación interpersonal.
Además, lo sagrado significa en Jesús una influencia total de Dios sobre el ser humano. Esta
totalidad de la influencia anuncia que la obra de sacralización está destinada a extenderse a toda
la humanidad y al mundo.
Lo sagrado tiene un carácter dinámico, en él se despliega la fuerza del Espíritu Santo. No es
algo sagrado que paralice, que inmovilice la vida. La consagración es en Jesús el origen de una
actividad en la que están comprometidos todos sus recursos humanos.
En fin, lo sagrado, tal como aparece concretamente en Jesús, no provoca el miedo, y no
intenta ahondar la distancia entre Dios y el mundo. Al contrario, manifiesta la efusión de amor
divino y tiende a aproximar al máximo a Dios y a la humanidad, a hacer penetrar lo más
completamente posible la santidad divina en la vida humana. No quiere imponerse más que en
los rasgos de un amor salvador que suscita la confianza.
2. El ministro
A veces se ha negado que Jesús sea el modelo del sacerdocio ministerial, él no habría poseído
y ejercido más que el sacerdocio comunicado a todos los fieles como sacerdocio universal. Esto
significaría que no podríamos encontrar en Cristo los rasgos esenciales que distinguen al
sacerdote en la Iglesia, mientras que reconoceríamos en Él todo lo que pertenece al sacerdocio
del pueblo cristiano. Pero un análisis del testimonio evangélico muestra que tal contestación no
está fundada.
a) La cualidad de pastor
Hay un primer hecho impresionante, Jesús se ha atribuido la cualidad de pastor, cualidad que
continúa definiendo, en el vocabulario actual, la posición de los sacerdotes en la comunidad
cristiana. “Yo soy el buen pastor” (Jn 10, 11), el contexto de la declaración nos hace entender
cómo la ha pronunciado Jesús, después de haber descrito al pastor modelo, Jesús da la
interpretación, “El buen pastor soy yo”. El término empleado para decir “bueno” no significa la
bondad sino la perfección. Jesús no se presenta como un pastor entre los demás, sino como “el
pastor”, en quien se verifica todo lo que puede esperarse de un pastor.
La afirmación es propia del Cuarto Evangelio, pero encontramos en los sinópticos palabras
que implican este contenido. Así, Jesús circunscribe su papel de pastor al declarar, “No he sido
enviado más que a las ovejas perdidas de la casa de Israel” (Mt. 15,24). Describe la prisa por
buscar a la oveja perdida y su gozo cuando la encuentra (Lc. 15, 3-7), en el juicio universal, el
Hijo del hombre “separará a los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de los
cabritos” (Mt. 25, 32). Para anunciar su Pasión y el desasosiego que va a provocar en sus
discípulos, se aplica el oráculo “Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas del rebaño” (Mt 26,
31; Mc. 14,27; Cf. Za. 13,7).
De estos diversos textos resulta que Jesús se consideraba como el pastor, y un pastor cuya
misión especial era salvar a las ovejas perdidas. En su cualidad de pastor se sabía destinado a la
muerte, pero es en esta misma cualidad de pastor como ejercerá el juicio en el más allá, lo que
supone que después de su muerte continuará dirigiendo su rebaño.
En esta perspectiva, aparece como el pastor único. De todos modos, su papel de juez
universal hace pensar que después de la muerte debe tener representantes que guíen en su
nombre a las ovejas. Esta necesidad aparece primeramente en la reflexión que le inspira la
piedad por la muchedumbre desamparada. Marcos se limita a decir que “sintió compasión de
ellos, pues estaban como ovejas sin pastor, y se puso a enseñarles muchas cosas” (6, 34). Es él
quien cumple la misión de pastor. Pero en la versión de Mateo, la perspectiva se alarga al
futuro: “La mies es mucha y los obreros pocos. Rogad, pues, al Dueño de la mies que envíe
obreros a su mies” (Mt. 9, 36-37). La situación de multitudes desprovistas de pastor es percibida
como característica de la historia subsiguiente, requiere una multitud de pastores que serán
enviados después de Jesús. Además, la consigna dada a los Doce imprime a su misión la misma
orientación fundamental que la de Jesús: “Dirigíos más bien a las ovejas perdidas de la casa de
Israel” (Mt. 10, 6).
Concluimos que, desde su vida terrestre, Jesús ha comenzado a compartir con los apóstoles
su misión de pastor, y que ha planeado para el futuro una multiplicación mucho mayor de
pastores que actúen en su nombre.
La cualidad de pastor que reivindica es única, en el sentido de que en él se realiza plenamente
el modelo. La comparación es tanto más adecuada cuanto que, llamándose Buen Pastor, Jesús
evocaba el cuadro de Yahvé pastor de su pueblo, presentado por Ezequiel (Ez. 34), tenía
conciencia de atribuirse la cualidad que convenía a Dios. Por este título es Pastor de un modo
inimitable y excepcional. Pero este privilegio único no le impide compartir con otros, de manera
soberana, su misión y su poder de pastor.

b) El pastor y el compromiso en el sacrificio


Jesús ha indicado el sacrificio como acto que distingue al buen pastor. “El buen pastor da su
vida por sus ovejas” (Jn. 10, 11). Este vínculo entre la misión de pastor y el don de la vida es
menos explícito en los textos de los sinópticos. Sin embargo, puede descubrirse en ciertas
indicaciones. El pastor enviado a las ovejas perdidas de Israel abandona a las ovejas fieles para
salvar a aquellas que se han alejado (Lc. 15, 3-7); este abandono hace presagiar la muerte por la
que Jesús dejará a los suyos para salvar al mundo perdido, y el gozo de encontrar a la oveja
perdida anuncia el gozo de la resurrección. La dispersión de las ovejas cuando el pastor es
herido señala igualmente la conexión entre el papel del pastor y el sacrificio, conexión
establecida por el plan divino puesto que, según Zacarías, es Yahvé quien hiere al pastor (Mc.
26, 31).
En la declaración juanina, la afirmación del compromiso en el sacrificio es notablemente
vigorosa. Por la referencia a Ezequiel se manifiestan a la vez la analogía con el profeta y la
radical originalidad de Jesús. Según el oráculo profético, Yahvé rechaza a los pastores que
tratan a las ovejas como presas, sacrificándolas a sus propios intereses, y proclama que él
mismo cuidará de su rebaño para conducirlo a buenos pastos. “Yo mismo apacentaré mis ovejas
y yo las llevaré a reposar, oráculo del Señor Yahvé. Buscaré la oveja perdida, tornaré a la
descarriada, curaré a la herida, confortaré a la enferma” (Ez. 34, 15-16). Jesús opone igualmente
su conducta a la rapacidad de los ladrones y a la cobardía de los mercenarios que no buscan más
que su interés. Declara que quiere dar a las ovejas una vida abundante, pero su amor va más
lejos todavía, el buen pastor hará lo que Yahvé no había podido realizar en su transcendencia
divina: dar su vida por sus ovejas. Puesto que es hombre, Jesús puede cumplir este sacrificio de
pastor, ahí se encuentra la novedad, debida al misterio de la Encarnación.
Ahora bien, es justamente en esta novedad donde aparece el sacerdocio del pastor. Para ser
sacerdote, es necesario ser hombre. Declarando que el pastor da su vida, Jesús emplea una
expresión que evoca el sacrificio del siervo, éste “se da a sí mismo en expiación” (Is. 53, 10).
En el cuarto canto del Siervo, el sacrificio tiene un carácter sacerdotal, en razón de la mención
del sacrificio expiatorio y de la alusión al gesto del sumo sacerdote, quien, en la fiesta de la
expiación, asperjaba al pueblo con la sangre de las víctimas, rociará muchas naciones (Is. 52,
15). Ya en el oráculo, la idea del sacrificio sacerdotal tomaba un sentido nuevo, pues el
sacrificio expiatorio se trasladaba del campo ritual a la realidad personal, por otra parte el siervo
no sólo asperjaba al pueblo sino a una multitud de naciones.
Jesús insiste sobre el poder que posee de dar la vida, “Yo la doy voluntariamente. Tengo
poder para darla y poder para recobrarla de nuevo” (Jn. 10, 18). Reivindica también el poder
sacerdotal de cumplir sacrificios, e integra en su misión de pastor este sacrificio personal de su
vida.
Pero importa sobre todo retener que la novedad de la figura del pastor consiste en un amor
que va hasta el extremo de las posibilidades humanas. En cuanto compromiso completo en el
sacrificio, la misión pastoral no puede ser el ejercicio de un poder que se busca a sí mismo, la
autoridad sobre el rebaño no se ejerce sino como una dedicación en la que el pastor va siempre
más allá. Por otra parte, el sacrificio sacerdotal tiene una mayor inspiración de amor.

c) El pastor y el servicio
Muy próxima a la afirmación sobre el Buen Pastor está la afirmación que define la misión del
Hijo del hombre: “El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida
como rescate por muchos” (Mc. 10, 45). Esta afirmación une las dos figuras del “Hijo del
hombre” y del “siervo”. Según el oráculo de Daniel, el Hijo del hombre aparecía en un contexto
glorioso, como un soberano ante el cual toda la humanidad se inclinaría: “todos los pueblos,
naciones y lenguas le sirvieron” (Dn. 7, 14). Por el contrario, el siervo era descrito como
“despreciable y desecho de los hombres, varón de dolores, sabedor de dolencias” (Is. 53, 3).
Jesús concilia lo que habría parecido irreconciliable, presenta un Hijo del hombre que rechaza
hacerse servir y hace consistir su vida en el servicio a la humanidad, toma una actitud inversa a
la que dejaba prever el oráculo de Daniel. Además, declara llevar éste servicio hasta el extremo,
pues se trata de dar su vida en sacrificio.
El acento se pone sobre el amor que inspira todo el comportamiento del Hijo del hombre.
Hay alusión al sacerdocio, pero a través de la profecía del siervo sufriente, que expresaba el
compromiso personal en el sacrificio expiatorio. El sacerdocio no busca su propia ventaja ni su
propio honor, puesto que evita hacerse servir, y se ejerce en la entrega a la humanidad.
La insistencia sobre el amor a la humanidad es tanto más notable cuanto que se ve una
evolución de sentido en la noción de servicio, de la profecía a la declaración de Jesús. El siervo
del libro de Isaías era esencialmente el siervo de Dios, ya en el primer cántico Yahvé decía de él
“He aquí mi siervo” (Is. 42, 1). Este servicio a Dios comportaba un servicio a la humanidad,
pues el siervo debía extender la verdadera religión por toda la tierra y ofrecía su vida para la
remisión de los pecados de la multitud. Lo que hay de particular y de nuevo en las palabras de
Jesús es que el término “servir” designa directamente el servicio a los hombres, el Hijo del
hombre no ha venido para ser servido por los hombres, sino para servirlos.
El servicio se ve desde la perspectiva de la Encarnación, el Hijo del hombre es un personaje
divino, y el hecho de que haya venido para servir muestra cómo Dios se pone al servicio de la
humanidad. En cierto modo es una inversión del sentido más esencial del sacerdocio, el
sacerdote es el hombre que sirve a Dios, pero en Jesús el sacerdote es el Hijo de Dios que sirve
a los hombres. La intención fundamental consiste en el servicio a la humanidad, servicio
querido por el Padre y cumplido por Jesús hasta el sacrificio final.
De aquí podemos discernir una afirmación del “ministerio”, puesto que en su sentido original
este término significa servicio. El “ministro” es un siervo. El vocabulario sacerdotal actual
encuentra su apoyo en las palabras de Jesús. Es verdad que Jesús no se llama a sí mismo nunca
“siervo”, en efecto, él tiene la cualidad de Hijo. Pero, en esta cualidad, él viene a “servir”, a
cumplir un “ministerio”, es el término que conviene para designar su misión.
Declarándose venido para servir, Jesús se ponía como modelo de todos los que, después de
él, serían llamados a ejercer la autoridad sacerdotal. Según el contexto, quiere dar una lección a
los apóstoles que se querellaban por el primer puesto en el reino. Después de haber evocado a
los dirigentes de las sociedades civiles, enuncia el principio: “El que quiera llegar a ser grande
entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo
de todos, que tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido...” (Mc. 10, 43-45). El
comportamiento de Cristo es, pues, el principio del modo de obrar inculcado a los apóstoles.
Sería demasiado poco ver en estas palabras una exhortación de género ascético a la humildad.
Jesús define su manera de concebir el ejercicio de la autoridad, el Hijo del hombre posee la
autoridad soberana, teniendo especialmente sobre la tierra el poder de perdonar los pecados
(Mc. 2, 10), y la ejerce como un servicio. Es por consecuencia el sentido del poder sacerdotal lo
que él quiere definir.
Por eso se pone, incluso literalmente, como modelo del sacerdocio ministerial. En efecto, en
él el sacerdocio se ha hecho “servicio”, es decir “ministerio”. Este principio de la autoridad
sacerdotal que se ejerce como un servicio es lo que constituye el ideal del ministerio, ideal que
los discípulos deberán esforzarse por vivir.

d) El pastor y las funciones sacerdotales


Encontramos en Cristo Pastor una triple función sacerdotal que corresponde a tres títulos
distintos según la óptica del Antiguo Testamento: profeta, sacerdote y rey. Hay ahí un signo de
que Jesús ha querido ensanchar la misión del sacerdote, no limitándola a la actividad de culto
que le pertenecía en propiedad. Ha reunido en el sacerdocio las funciones profética, cultual y
real.
Función profética. Jesús mira su misión de enseñanza como su primera tarea de pastor, al
contemplar las multitudes desamparadas como ovejas sin pastor, se puso a instruirlas
largamente (Mc. 6, 34). Presentarse como pastor es, pues, enseñar la buena nueva a los
hombres.
En la presentación que hace de su misión menciona en primer lugar el anuncio de la buena
nueva: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la
Buena Nueva…” (Lc. 4, 18-19).
Es preciso subrayar que la misión de enseñanza, propia de un profeta, está encuadrada en una
actividad más amplia, esencialmente liberadora. Existe una voluntad de poner el acento sobre el
amor salvador, como lo confirma la mención de los prodigios cumplidos por Elías y Elíseo (Lc.
4, 25-27). La cita evoca la misión liberadora del siervo, llamado por Yahvé a abrir los ojos de
los ciegos y a hacer salir de la prisión a los cautivos (Is 42, 7; 49, 9). Es preciso añadir que
evoca, aunque menos literalmente, la misión del pastor: según el oráculo de Ezequiel, Yahvé
debía asumir el papel de pastor liberando a las ovejas dispersas en países extranjeros, reuniendo
a las perdidas y curando a las enfermas. Podemos decir, por tanto, que la misión de
evangelización es parte de una misión de siervo y de pastor.
Es precisamente en calidad de pastor, que conoce a sus ovejas, como Jesús lleva a cabo su
misión, mientras que los profetas habían aparentemente fracasado. Se hace escuchar en razón de
los lazos de familiaridad que ha establecido con sus ovejas “Las ovejas le siguen, porque
conocen su voz” (Jn. 10, 4). Deja así entrever que su misión evangelizadora no alcanzará su
eficacia sino a través del sacrificio.
Es lo que Jesús hace comprender más claramente en su declaración a Pilato, inmediatamente
antes de su condenación: “Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar
testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz” (Jn. 18, 37). La cumbre
de la obra de predicación consiste en el testimonio supremo que constituye el sacrificio final. Se
constata que con la misión de enseñanza se perfilan las otras dos funciones sacerdotales, el
compromiso en el sacrificio y la función de dirección con la cualidad de “rey”, “Yo soy rey”.
Así, la obra profética de Jesús aparece estrechamente ligada a los otros aspectos de su
sacerdocio de pastor.
La función cultual. El sacrificio, tal como lo concibe Jesús, excede al culto tal como era
entendido en la antigua alianza. Se expresa en un culto “en espíritu y en verdad”, que no se
contenta con sacrificios rituales, la ofrenda de sí mismo que Jesús hace al Padre en libre
obediencia (Jn 10, 18) compromete la totalidad de su vida terrestre. Este sobrepasar las formas
rituales suscita la pregunta: ¿La función cultual del sacerdote comporta aún, según el nuevo
sacerdocio establecido por Jesús, un aspecto ritual?
La respuesta al problema nos viene dada claramente por la institución de la Eucaristía. Lejos
de provocar la supresión de todo sacrificio ritual, el sacrificio personal de Jesús se convierte en
el fundamento de una multiplicación de conmemoraciones de orden ritual. Esta multiplicación
viene exigida por la misión del Buen Pastor, “que vino para que tengan vida, y la tengan en
abundancia” (Jn. 10, 10). Es preciso, en efecto, relacionar esta declaración con otra, “En verdad,
en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis
vida en vosotros” (Jn. 6, 53). Por la comida eucarística el pastor cumple su misión de comunicar
la vida.
La intención pastoral explica por qué el acto supremo de culto, en la Iglesia, no es sólo
homenaje al Padre sino, igualmente, el gran gesto por el que se alimenta espiritualmente la
humanidad. El acento puesto sobre el servicio de los hombres, que hemos notado a propósito de
la cualidad de siervo, se vuelve a encontrar en el culto eucarístico, donde el sacrificio se cumple
en el cuadro de una cena.
La misión vivificante del pastor se ejerce también por la remisión de los pecados. Jesús
pronuncia con autoridad esta remisión, y la demuestra con el signo de la curación corporal, muy
apropiada para indicar la restauración de una vida que había sido herida o mutilada. Por las
curaciones realiza materialmente lo que había sido dicho de Yahvé en su actividad de pastor:
“Yo curaré a la oveja enferma” (Ez. 34, 16). Pero, más allá de la curación corporal, su intención
mira a la curación espiritual. Obtener el perdón de los pecados era un objetivo principal del
culto sacerdotal judío, y especialmente de los sacrificios expiatorios. Lo que hay de nuevo en
Jesús es que concede él mismo, por su poder personal, la remisión de todas las faltas.
La función real. Ante la autoridad civil Jesús reivindicó el título de rey, pero añadiendo que
su reino no era de este mundo (Jn. 18, 36). Este título, puesto en la cruz, indica simbólicamente
el sentido de una realeza que se instaura por el sacrificio. La función real está, así,
esencialmente unida a la función sacrificial.
Además, en su respuesta al sumo sacerdote, Jesús ha afirmado su cualidad de rey mesiánico
asociada a la de sumo sacerdote según el orden de Melquisedec. El Hijo del hombre sentado a la
derecha del Poder (Mt. 26, 64) está, en efecto, según la referencia al salmo 110, investido a la
vez de la realeza y del sacerdocio.
Su función real es de naturaleza religiosa y no civil, expresa el poder de dirección que le
pertenece en calidad de pastor. Esta función se ha manifestado, en la vida terrestre de Jesús, por
la autoridad con la que ha establecido los cimientos de su Iglesia y llamado en torno a sí a un
grupo de discípulos del que era el maestro y el guía.
La naturaleza pastoral de su autoridad implica una actitud esencialmente bondadosa. Jesús no
se ha servido nunca de su poder contra nadie. Así como nunca ha hecho milagros de castigo,
todos los prodigios que realiza son favores para los hombres, igualmente, no se sirve de su
autoridad para condenar, sino para salvar a los pecadores. Lo que para sus adversarios era un
escándalo, ser “amigo de publícanos y pecadores” (Mt. 11, 19), constituía en realidad la
demostración de un poder que no buscaba más que salvar.
Jesús lleva hasta el extremo el principio según el cual la autoridad no debe ejercerse más que
como amor. Desde este punto de vista, estamos lejos de una cierta mentalidad del AT que
esperaba del rey mesiánico la venganza sobre los enemigos, hasta el exterminio. No
encontramos jamás en Jesús ni el rencor fanático que se observa a veces en los jefes religiosos,
ni la rigidez de un sacerdote que se constituyera en juez inexorable. Jesús enuncia con vigor los
principios de admisión en su reino, pero sin condenar ni excluir a nadie en particular. El
comportamiento de Jesús con respecto a Judas no es el de una excomunión, al no expulsar del
grupo de los apóstoles al que piensa traicionarle, trata de llevarle a mejores disposiciones.
Incluso en su último encuentro con el traidor, en el momento del arresto, se abstiene de todo
gesto de exclusión.
La declaración contenida en Mt. 18, 15-18, que ha sido invocada a menudo para justificar la
excomunión, manifiesta una intención totalmente diferente. Jesús habla allí de la reconciliación
después de una ofensa sufrida, y recomienda para esta reconciliación no sólo los procedimientos
legales o acostumbrados, sino todos los esfuerzos posibles más allá de las reglas previstas.
Lejos de autorizar una exclusión o una excomunión, la recomendación de Jesús va en el sentido
de la caridad, los discípulos reciben todo poder de restablecer el amor atando o desatando, Jesús
quiere comunicarles el poder de amar hasta el extremo, siguiendo su propio ejemplo. Es el
principio del amor total lo que entraña el ejercicio del poder en la vía del servicio y del
sacrificio.

Conclusión: El sacerdocio concebido y vivido por Jesús


Absteniéndose de título sacerdotal, Jesús no ha querido abolir todo sacerdocio. Ha
manifestado la distancia que le separaba del sacerdocio judío, pero ha hecho entender su
intención de establecer otro sacerdocio, de naturaleza transcendente, sacerdocio del orden de
Melquisedec, que debía caracterizar el nuevo templo, resurgido en su persona. En Jesús, los dos
aspectos del sacerdocio se verifican de una manera nueva.
Primero, la consagración cualifica todo su ser humano y toda su existencia terrestre. Luego la
misión sacerdotal se presenta como la de un Pastor. Así, Jesús amplía la realidad del sacerdocio:
mientras en el AT la función sacerdotal se concentraba casi exclusivamente en el terreno del
culto, el Pastor es aquél que asume a la vez las funciones profética, sacerdotal en sentido
cultual, y real.
Entre estos rasgos distintivos, la imagen de pastor tiene la ventaja de indicar una autoridad
que actúa en el sentido del amor. En el momento en que Jesús se servía de esta imagen, quería
por una parte remitirse a la tradición profética que había presentado a Yahvé como el pastor de
su pueblo, pero, describiendo de forma concreta la actitud del pastor que conduce su rebaño,
quería igualmente evocar una figura simple, sin pretensión (los pastores estaban poco
considerados en la sociedad de su tiempo, y la gente de las ciudades los miraba con un cierto
desprecio). Jesús recurre a esta figura para marcar la diferencia de la autoridad “pastoral” con la
autoridad de los príncipes y gobernantes civiles, ansiosos de honores y privilegios. Quiere sacar
a la luz la humildad que debe caracterizar la autoridad en la Iglesia, humildad que se traduce en
el servicio y el sacrificio.
La imagen es rica en evocaciones, pero es sólo una imagen, y no es preciso querer
absolutizarla. Está destinada a expresar un misterio que la desborda. No podemos pues tomarla
en su integridad literal para sacar de ella consecuencias que Jesús quiso significar.
Es preciso también guardarse de los malentendidos que podría suscitar un empleo de la
imagen que no respondiera a la intención de la comparación, así, hablar de los cristianos como
de ovejas podría, en un cierto contexto contemporáneo, sugerir una falta de respeto por la
persona humana. De hecho, utilizando la imagen, Jesús había querido, más bien, subrayar el
respeto del Pastor por la individualidad de cada oveja, es decir, su respeto por cada persona.
Entre los límites de la imagen del pastor está la implicación de una superioridad de nivel.
Ahora bien, Jesús, aun afirmando su transcendencia personal, ha querido ponerse al nivel de los
hombres, trabar con ellos relaciones horizontales. Jesús quiso establecer lazos de fraternidad
con sus discípulos, les ha llamado sus amigos (Jn 15, 13), y, ya resucitado, les da expresamente
el nombre de hermanos, subrayando que su Padre se ha convertido en el nuestro (Jn. 20, 17). No
ha pretendido, en calidad de pastor, presentar el rostro de un padre, sino de un hermano. Según
su comportamiento, el Pastor es aquél que mantiene relaciones fraternas con los que son
confiados a su misión.
Otro límite de la imagen de pastor reside en el presupuesto de que el rebaño esté ya
constituido. Jesús ha realizado una actividad más amplia, puesto que ha constituido una
comunidad y la ha desarrollado. Ha integrado este horizonte más abierto en su tarea de pastor,
insinuando que esta tarea no se cumplirá más que extendiéndose a toda la comunidad humana:
“También tengo otras ovejas, que no son de este redil; también a ésas las tengo que conducir...”
(Jn. 10, 16). El objetivo último está definido “habrá un solo rebaño, un solo pastor”. La misión
de pastor comporta pues un aspecto dinámico por el esfuerzo de reunir una comunidad cada vez
más numerosa, y de alcanzar a los que permanecen aún fuera. Es una misión sacerdotal
esencialmente abierta.

CAPÍTULO II
EL SACERDOCIO DE CRISTO EN LA CARTA A LOS HEBREOS

Desarrollando sistemáticamente una doctrina del sacerdocio y del sacrificio de Cristo, el


autor de la Carta a los Hebreos quiere mostrar la superioridad de la religión cristiana sobre el
judaísmo. Toma, como plan de la obra, la perspectiva cultual del AT, porque es partiendo del
interior del culto judío como quiere aclarar el valor único del sacerdocio de Cristo. El autor
impone dos límites a la doctrina del sacerdocio, elabora esta doctrina desde el punto de vista del
culto, lo que no representa más que un aspecto de las funciones sacerdotales, y se preocupa
únicamente del sacerdocio de Cristo sin considerar expresamente el sacerdocio de los ministros
o de los sacerdotes cristianos.
La importancia central que Hebreos atribuye al sacerdocio de Cristo, nos confirma que Jesús
se había atribuido el sacerdocio y que sus discípulos habían comprendido esta reivindicación de
identidad sacerdotal. Por otra parte, aparece claramente el vínculo del pensamiento de la carta
con el testimonio de los evangelios. En efecto, la idea fundamental es ésta: después de su
sacrificio, Jesús ha sido proclamado Sumo Sacerdote según el orden de Melquisedec (Hb 5, 6-
10; 6, 20; 7, 17). Por lo tanto, hay ahí un eco de la declaración hecha por Jesús ante el Sanedrín,
al anunciar la venida del Hijo del hombre “sentado a la derecha del Padre” (Mt. 26, 64),
reivindicaba la dignidad real mesiánica y la cualidad de Sumo Sacerdote según el orden de
Melquisedec, en virtud de la alusión al salmo 110. El autor de la carta ha comprendido el valor
de este anuncio porque escribe “Habiendo ofrecido por los pecados un sólo sacrificio, se sentó a
la diestra de Dios para siempre” (Hb.10, 12). Además, desde el prólogo, presenta al Hijo como
el que “después de llevar a cabo la purificación de los pecados, se sentó a la derecha de la
Majestad en las alturas” (Hb. 1, 3). Ha sido conducido, pues, a explicitar lo que permanecía
implícito en la referencia al salmo, todo lo que comportaba el sentarse a la derecha de Dios. Y
lo ha hecho comentando el alcance de las palabras de Jesús, según las cuales, la proclamación
del supremo sacerdocio debía resultar de su muerte, al coronar su sacrificio “es proclamado por
Dios Sumo Sacerdote” (Hb. 5, 10).
En el pensamiento de Cristo, expresado como supremo testimonio durante el proceso, el
autor ha encontrado la doctrina esencial de un sacerdocio celeste y eterno, de otro orden que el
sacerdocio levítico. Considerando simplemente el culto judío, no habría llegado a tal doctrina,
tanto más que define al Sumo Sacerdote como el que ofrece dones y sacrificios por los pecados
(Hb. 5, 1) y que aplica a Jesús esta definición. Por lo tanto, semejante noción le había llevado,
más bien, a subrayar el carácter terrestre del sacerdocio de Jesús, pues el sacrificio sacerdotal se
produce sobre la tierra y es ofrecido una vez por todas, en un momento de la historia.
De una reflexión de la Carta a los Hebreos concluimos lo siguiente:
1° La primera enseñanza de la carta a los Hebreos es su cristocentrismo sacerdotal. La verdad
del sacerdocio se encuentra en Cristo. Antes de Él, el sacerdocio judío no era más que una
sombra, una figura sin valor en sí misma. Por tanto, es únicamente en Cristo donde se puede
encontrar el auténtico significado del sacerdocio.
2° Cristo es sacerdote transcendente, sacerdote que no pertenece a ningún sacerdocio anterior y
que es de un género único, “del orden de Melquisedec”, es decir, descendiente de lo alto y no
originario de la raza judía. Es sacerdote en calidad de Hijo de Dios encarnado. El sacerdocio
está unido al misterio de la Encarnación redentora.
3° Este sacerdocio ha comenzado a ejercerse por la ofrenda del sacrificio, sacrificio único y
perfecto, en virtud del cual, Cristo es principio de salvación para la humanidad. La plenitud del
sacerdocio se cumple en el cielo con una intercesión continua en favor de los hombres. Para la
carta, el sacerdote es esencialmente un mediador. Cristo continúa su mediación en su estado
sacerdotal celeste, apoyándose en el valor de su único sacrificio.
4° Considerado esencialmente en un cuadro cultual, el sacerdocio supera este cuadro porque la
actividad de Cristo Sacerdote no es ritual pero cumple, en un nivel superior, lo que el culto
representa. Además, la función profética se verifica en el Hijo, a través del cual, el Padre hace
oír su palabra definitiva, la función real pertenece al sumo sacerdote que es al mismo tiempo, el
“gran pastor”, el que conduce a la humanidad hacia Dios, precediéndola por su triunfo celeste.
5° Sin enunciar doctrina respecto a los ministros de la comunidad, el autor de la carta habla de
los “dirigentes” de una manera que, sobre todo, parece implicar para ellos una participación en
el sacerdocio del gran pastor. En todo caso, la vía para una tal participación queda abierta, ya
que el principio de la unicidad del sacerdocio de Cristo excluye el valor de cualquier otro
sacerdocio que se constituyera independientemente de él, pero no un sacerdocio que derivara de
él y lo prolongara o lo manifestara en la vida terrestre de los cristianos.

Capítulo III
LA INSTITUCIÓN DEL SACERDOCIO MINISTERIAL
Al tratar del sacerdocio de Cristo, hemos observado que Jesús había manifestado su voluntad
de establecer un nuevo sacerdocio para la edificación de un nuevo templo. Cuando se ha
presentado como el Pastor único e ideal, ha previsto igualmente una obra de agrupación
universal que no podía realizar por sí solo. Al pedir a sus discípulos que rezaran para el envío
de trabajadores a una cosecha demasiado abundante preveía un gran número de colaboradores
en su misión pastoral.
Es preciso ver cómo Jesús ha previsto e instaurado una estructura pastoral o sacerdotal para
el futuro de su Iglesia. Evidentemente no se debe esperar por su parte una determinación
jurídica de la jerarquía tal como se ha desarrollado en la vida eclesial, pero es importante ver las
intenciones que ha manifestado y las decisiones que ha tomado con vistas al ministerio
sacerdotal destinado a ejercerse después de su ascensión.
Este asunto está unido con el de la fundación de la Iglesia. Los que no admiten que Jesús
haya podido querer una Iglesia perdurable por el mismo hecho rechazan toda voluntad de
estructuras permanentes y descartan, en consecuencia, la institución de un sacerdocio ministe-
rial.
Jesús confirma su voluntad de establecer una Iglesia duradera para la misión de
evangelización del mundo entero que él confía a los apóstoles y por los poderes que comunica a
éstos últimos en orden al desarrollo de la vida que su sacrificio de Pastor merece para la
humanidad.

I. LA INSTITUCIÓN DE LOS DOCE

Jesús ha constituido en torno a sí un grupo llamado “los Doce”. Este hecho primordial está
suficientemente garantizado por los testimonios de los evangelios.

1. Una elección capital


La institución de “los Doce” se nos ha narrado en los evangelios de una manera que muestra
la importancia que había revestido en la vida pública de Jesús y que continuó teniendo en la
comunidad primitiva. Marcos nos dice que para esta institución Jesús subió a la montaña (3,
13). Lucas añade que se había retirado aparte para orar, después de una noche de oración hizo
su elección (6, 12). Para ninguna otra decisión nos han referido los evangelistas una oración tan
larga. Así pues, se trataba de una decisión capital.
La soberanía de la elección realizada por Jesús es expresamente puesta a la luz por Marcos
“Jesús llamó consigo a los que quiso”, san Juan confirma esta libertad absoluta al llamar: “No
me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros...” (15, 16).
La elección se realiza de entre un gran número de discípulos (Lc. 6,13), de tal forma que se
debe distinguir la llamada a seguir a Jesús en calidad de discípulo y una llamada más especial a
formar parte del grupo de “los Doce”.
La mención de los nombres de “los Doce” indica el valor único de la designación, a los ojos
de los evangelistas y de la comunidad cristiana. No se podría decir que, en la historia de la
Iglesia primitiva, estos Doce hayan jugado todos un papel eminente. Las informaciones que
poseemos por los Hechos de los Apóstoles no nos enseñan nada respecto a la actividad
desplegada por los demás, con la excepción de Pedro y de Juan. Pablo y Bernabé, por ejemplo,
parecen haber ejercido una actividad más importante que la mayor parte de “los Doce”. Hay un
indicio ahí en favor de la historicidad de la lista de los nombres puesto que si alguien hubiera
querido más tarde rehacer una lista habría tomado los nombres más conocidos de entre aquellos
que se habían distinguido por su acción en la Iglesia. Los apócrifos, que atribuyen una carrera
maravillosa a los apóstoles, expresan la tendencia normal a llenar un silencio desconcertante
sobre la vida de los que habían sido elegidos por Jesús.
Es posible que haya en ello un indicio de que la intención de Cristo fuera más allá de todo lo
que podían realizar concretamente los doce para el primer desarrollo de la Iglesia, lo esencial
era la puesta en marcha de una estructura que se debía prolongar durante largo tiempo después
de aquellos que la habían inaugurado.

2. Estado y misión
a) La voluntad creadora
El número Doce es significativo, corresponde a las doce tribus de Israel y revela la intención
de poner los cimientos de un nuevo Israel, esto significa que Jesús crea el grupo de los doce
para crear la Iglesia, ellos tienen un papel esencial en la constitución de la Iglesia.
Marcos ha querido subrayar el aspecto creador de la iniciativa de Jesús, puesto que dice:
“Hizo (instituyó) doce... (3, 14-16). No solamente hizo la elección, uno por uno, de “los Doce”,
sino también la constitución del grupo, que toma la forma de una nueva creación. El verbo
“hacer” usado aquí parece recordar el verbo que había sido empleado en el relato del Génesis
para la primera creación, y en Isaías (43, 1; 44, 2) para la creación del pueblo de Dios. Tiene
tanto más valor cuanto que está repetido y la expresión parece rara, aquí se revela la intención
del evangelista que reconoce en Jesús un poder creador semejante al de Dios, en la formación
del nuevo pueblo.
Desde un punto de vista más preciso todavía, se debe notar que el empleo semítico del verbo
“hacer” con las personas como objeto encuentra tres paralelos en el Antiguo Testamento:
- “hacer sacerdotes” (1R 13, 33; 2Cr 13, 9);
- el Señor “ha hecho a Moisés y a Aarón” (1S 12, 6);
- La expresión “hacer un sacerdote” o “hacer sacerdotes” se vuelve a encontrar en el NT
(Hb 2, 2; Ap 5, 10).
El verbo utilizado por Marcos, por tanto, conviene particularmente para indicar la creación
del nuevo sacerdocio aun cuando la palabra “sacerdote” no figure en el relato.
La voluntad creadora se expresa particularmente en el caso de Simón, Santiago y Juan,
mediante los nombres que se les dan y que significan la adquisición de una nueva personalidad
(Mc. 3,16-17). Es sugerida también por “los Doce” en el relato de Lucas (6, 13), Jesús les ha
nombrado “apóstoles”. Es conocida la importancia del nombre en la mentalidad hebrea, dar un
nuevo nombre, es dar una nueva realidad, crear o recrear una nueva personalidad. También en
el caso en que Lucas hubiera anticipado el uso de llamar apóstoles a “los Doce”, la voluntad de
Jesús era, como dice Marcos, de “enviarlos” y, por consiguiente, hacerles sus enviados, sus
apóstoles. La realidad de su cualidad de apóstoles se les da en la constitución del grupo de “los
Doce”.
El número “doce”, que apunta a la totalidad del nuevo Israel, indica, al mismo tiempo, la
voluntad de romper con el particularismo de la casta sacerdotal, limitada a una tribu. Situándose
fuera de esta casta, Jesús quiere que “los Doce” sean el comienzo no de una casta o de una
tribu, sino de todo un pueblo. Su llamada creadora sustituye a los títulos de la ascendencia
hereditaria e instaura un sacerdocio más universal.
El papel de fundación del nuevo Israel, asignado a los doce, se clarifica mediante la promesa
hecha a Simón, piedra sobre la cual Jesús edificará su Iglesia (Mt 16, 18). Jesús quiere fundar su
edificio sobre los apóstoles, reserva a Pedro un lugar único en los cimientos.

b) El nuevo estado
La expresión “hacerlos (constituyó) doce”, implicando una acción creadora, sugiere que no se
trata solamente de una transformación de estos Doce para una nueva función, en adelante hay
en ellos un nuevo ser. Estas indicaciones tienden a hacernos admitir un aspecto ontológico y no
únicamente funcional, en el sacerdocio que se inaugura.
Además, en el objetivo perseguido por el modo de proceder de Jesús, se encuentra en primer
lugar la mención de un estado de unión con Cristo, que implica la manifestación del aspecto
ontológico de la nueva creación. “Los hizo doce para que estuvieran con él y para enviarles”
Antes de ser enviados y para poder ser enviados, “los Doce” debían ante todo vivir unidos a
Jesús.
No basta entender esta expresión en el sentido banal de acompañar exteriormente a Jesús por
los caminos de Palestina. Este sentido está incluido, pero como se trata de la creación de un
nuevo Israel, la expresión “estar con él” parece evocar aquella que, tradicionalmente expresaba
la alianza. “Yo estaré contigo”, había declarado Yahvé a Moisés cuando le reveló su nombre
(Ex 3, 12-14). Jesús volvió a tomar esta promesa al decir: “He aquí que yo estoy con
vosotros...” (Mt 28, 20).
Por consiguiente, el estado de aquellos que están con Cristo aparece como un cumplimiento
de la alianza, la alianza destinada a extenderse a toda la humanidad comienza a realizarse en los
doce. “Los Doce” constituyen su expresión primera y privilegiada. Se ve delinearse la posición
mediadora confiada a los primeros que detentan el sacerdocio, la comunidad cristiana estará
unida a Cristo a través de la mediación de los que han sido llamados a estar con él.

c) La misión
La misión viene expresada en el texto de Marcos en estos términos: “para enviarlos a
predicar con el poder de echar demonios”. El verbo empleado para “enviar” (apostellein)
sugiere el origen del título de apóstol (apóstoles), la misión de los doce se modela sobre la de
Jesús mismo. Jesús se decía enviado por el Padre (Mc. 9, 37; 12, 1-11), de modo que ya en
Marcos se ve aparecer la idea que será expresada más claramente por Juan: Jesús envía a “los
Doce” como el Padre le ha enviado. Más aún, el objeto de la misión es parecido, pues la
predicación y la expulsión de los demonios son puestas de relieve en el evangelio de Marcos, al
comienzo de la vida pública, como actividades importantes de Jesús. Éste da, pues, a “los
Doce” la misión de ejercer una actividad semejante a la suya, les ha llamado para que cumplan
su obra.
El evangelista subraya el vínculo entre la misión y el poder, a primera vista la misión de
predicar habría podido parecer desprovista de un poder particular. El “poder de echar
demonios”, que demuestra inmediatamente su eficacia, testifica que la misión evangelizadora
va acompañada de una potencia sobrenatural.
d) El poder supremo sobre el Reino
Podría preguntarse, a propósito de la creación de “los Doce”, qué género de relación debía
existir, según la intención de Jesús, entre “los Doce” y la Iglesia. Varios comentaristas han
definido esta relación como la de una representación. Es verdad que en un cierto modo “los
Doce” representaban al inicio al nuevo pueblo de Dios, pero Jesús determinó en un sentido más
preciso el papel que les asignaba: “… vosotros que me habéis seguido, en la regeneración,
cuando el Hijo del hombre se siente sobre su trono de gloria, vosotros también os sentaréis
sobre doce tronos, para juzgar a las doce tribus de Israel” (Mt. 19,28).
En este anuncio, se pone de relieve una semejanza esencial con lo que había sido dicho por
Marcos, ante todo está el hecho previo de que los doce han seguido a Jesús (han estado “con
él”), en conexión con esto se halla el hecho de que los doce están destinados a participar del
poder del Hijo del hombre. Su poder consistirá en “sentarse sobre doce tronos para juzgar a las
doce tribus de Israel”, expresión que pertenece al lenguaje apocalíptico y, evidentemente, no
puede tomarse al pie de la letra. Israel había sido en otro tiempo gobernada por los jueces,
parece que aquí se expresa el poder de gobierno del nuevo Israel. “Los Doce” recibirán la
misión y el poder de gobernar la Iglesia. No se trata de una declaración que concierne a la
Parusía, sino al desarrollo del nuevo Israel, es decir, a la vida de la Iglesia.
La versión de Lucas indica más claramente aún el poder supremo confiado a “los Doce”,
“Vosotros sois los que habéis perseverado conmigo en mis pruebas. Y yo dispongo para
vosotros del reino como mi Padre lo dispuso para mí. Comeréis y beberéis a mi mesa en mi
reino, y vosotros os sentaréis sobre doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel” (Lc. 22,
28-30). Disponer del reino en favor de los doce es entregarles la totalidad del poder.
Se subraya el vínculo del poder conferido a “los Doce” con el empeño en el sacrificio, Jesús
dispone del reino en favor de los que han permanecido con él en sus pruebas. Con este aspecto
se añade una nueva semejanza, Jesús había definido su poder de Pastor vinculándolo con el
sacrificio y la conexión continúa en el caso de sus discípulos.
Este poder de gobierno está asociado al de comer y beber en la mesa de Cristo, es decir, al
poder de celebrar la Eucaristía. Lucas ha mencionado justamente antes las palabras de Jesús
“Haced esto en memoria mía” (22, 19), palabras que consagran la autoridad de “los Doce”
sobre la celebración eucarística.
Sobre este mismo poder de gobierno se nos da una indicación en la parábola del
administrador encargado por el dueño de vigilar sobre los sirvientes y de rendir cuentas de su
fidelidad. Lucas precisa que esta parábola está dirigida a Pedro y a sus compañeros,
probablemente “los Doce” (Lc. 12, 42-46). Por consiguiente, al poder acompaña la
responsabilidad, la ausencia del dueño, que solo es temporal, no impedirá la rendición de
cuentas en el día que él determine.

e) Amplitud de la misión y del poder


Lo que ya hemos retenido de los textos sinópticos nos sitúa ante un poder de dirección con
misión de predicación y poder sobre la eucaristía. La misión de evangelización del mundo o de
todas las naciones está también enunciada por Jesús, según los evangelios de Mateo (28, 18-20)
y de Marcos (16, 16-18), como confiada especialmente a los Once, hay en ello una voluntad de
otorgarles la responsabilidad suprema de la obra evangelizadora y una autoridad de dirección en
este campo. Según la versión de Mateo, Jesús ha afirmado ante todo el poder soberano que le
pertenece, para hacer comprender que quiere compartirlo con sus discípulos.
Los dos evangelistas unen a la evangelización la misión de bautizar. La predicación está
asociada igualmente a la remisión de los pecados (cf. Lc. 24, 47). Más explícitamente, la
facultad de perdonar los pecados es atribuida por Cristo resucitado a los discípulos, según una
fórmula que testifica la totalidad de este poder “Recibid el Espíritu Santo. A quienes les
perdonéis los pecados, les serán perdonados; a quienes se los retengáis, les serán retenidos” (Jn.
20, 22-23).
De este conjunto de indicaciones evangélicas, aparece que Jesús ha querido comunicar a “los
Doce” la plenitud de su poder pastoral, que les ha dado el poder de gobernar la Iglesia, la
autoridad en la misión de evangelización y en la administración del bautismo, el poder de
celebrar la eucaristía y de perdonar los pecados. Estos diversos poderes están estrechamente
unidos unos a otros. En términos actuales, esto significa que Jesús ha transmitido a “los Doce”
su sacerdocio y que en este sacerdocio estaban comprendidas las tareas de gobierno, de anuncio
de la palabra y de la actividad cultual o sacramental.

II. LA ESTRUCTURA JERÁRQUICA

Jesús no se ha limitado a “hacerles Doce” para investirles del sacerdocio. Ha puesto


igualmente una estructura esencial en este sacerdocio. Esta estructura lleva el nombre de
“jerárquica”, porque consiste en una graduación de “poderes sagrados” lo cual corresponde a la
noción de jerarquía.
Hay tres grados en la misión y el poder de pastor según las intenciones manifestadas por
Jesús. Estos grados no corresponden exactamente a la trilogía tradicional, episcopado,
presbiterado, diaconado, sin embargo, han sido reconocidos siempre en la doctrina y en la prác-
tica del sacerdocio de la Iglesia católica. Además de “los Doce”, está el poder pastoral supremo
otorgado a Pedro, que constituye el vértice de la estructura. También hay indicio de la voluntad
de Jesús de dar a los apóstoles un gran número de colaboradores puestos bajo su autoridad.
Después de haber considerado el grado formado por “los Doce”, nos queda examinar en qué
consisten los otros dos grados.

1. El poder pastoral supremo de Pedro


El poder pastoral supremo ha sido conferido a Simón, uno de los doce, en virtud de una
voluntad expresa de Jesús. Las cualidades personales de éste, y en particular su capacidad de
hablar en nombre de los otros, aparecen en algunos episodios de los evangelios, especialmente
allí donde Simón expresa a Jesús la adhesión de fe de “los Doce”, ya sea en el momento de la
cuestión planteada en el camino de Cesarea de Felipe (Mt. 16, 16; Mc. 8, 29; Lc. 9,20), ya sea
con ocasión de la promesa de la eucaristía (Jn 6, 68).
Pero el valor de su personalidad no se imponía hasta tal punto de hacerle aceptar como jefe
del grupo, puesto que hasta el final de la vida pública han estallado las paleas entre “los Doce”
para saber quién ocuparía el primer puesto en el reino.
Por consiguiente Simón no se ha convertido en jefe de la Iglesia por su influencia personal.
La voluntad de Cristo ha sido determinante en este campo. Varios textos evangélicos se
completan mutuamente para atestiguarnos esta voluntad.
a) La promesa del poder supremo, según Mateo
Recordemos los términos de la promesa del primado, en donde la solemnidad es puesta de
relieve por Mateo (16, 18-19): “Y yo a mí vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra
edificaré mi Iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves
del reino de los cielos, lo que ates en la tierra, quedaré atado en los cielos, y lo que desates en la
tierra quedaré desatado en los cielos”.
Las investigaciones exegéticas actuales tienden a confirmar la historicidad de estos
versículos, expresan un proyecto nuevo de Iglesia, radicalmente original, en donde Pedro
deberá jugar un papel que jamás había sido concebido ni anunciado en los oráculos proféticos.
El fondo tradicional judío no habría podido suministrar la idea de una promesa así.
Es verdad que de los tres sinópticos que narran la profesión de fe en el camino de Cesárea,
solamente Mateo reproduce estas palabras de Jesús. Sin embargo, explica un hecho narrado
también por Marcos y Lucas. En el momento de la designación de los doce, los evangelistas nos
dicen que Jesús “impone a Simón el nombre de Pedro” (Mc. 3, 16), o que le “llamó Pedro” (Lc.
6, 14). No puede contestarse esta imposición de un nombre nuevo puesto por Jesús. Mateo lo
relata equivalentemente “Yo te digo que tú eres Pedro”. Ahora bien, este hecho requeriría una
explicación y es justamente lo que el evangelista ha querido transmitirnos. Difícilmente se vería
alguna otra explicación plausible que pudiera darse de este nombre.
La autenticidad de las palabras pronunciadas por Jesús, está apoyada también por la manera
especial en que refleja las relaciones personales de Jesús con Simón, si es verdad que éste no
tenía todavía un primado indiscutible, sin embargo, actuaba en representación de “los Doce” en
las profesiones de fe y se comprende que Jesús haya querido ratificar esta posición inicial de
Simón con una institución definitiva.
La comparación con el texto de Marcos y de Lucas parece indicar una adición por parte de
Mateo, el contraste entre la promesa hecha a Pedro y el reproche siguiente: “Aléjate de mí,
Satanás” parece demasiado vivos. Nos limitamos a observar que Mateo nos entrega un recuerdo
de palabras de Jesús de cuya autenticidad no debemos dudar.
En la promesa, se distinguen dos anuncios esenciales y correlativos: Simón recibe un nuevo
nombre, el de Képhas o Pedro, porque Jesús edificará “sobre esta piedra” su Iglesia; él
dispondrá de las “llaves del reino de los cielos”, que implican el poder de atar y desatar.
La atribución de un nuevo nombre a Simón indica que el papel y el poder que le son
atribuidos en la Iglesia se asignan a su persona. Según la mentalidad hebrea por la que el
nombre se identifica con la realidad, imponer un nuevo nombre es suscitar una nueva
personalidad. Aquél que en lo sucesivo lleva el nombre de Képhas, es decir, la persona de
Pedro, es quien constituye la piedra de fundación de la Iglesia, y no solamente su disposición de
fe, ni tampoco el objeto de esta fe.
Dos precisiones aclaran el valor de este papel de cimiento. En primer lugar, el término
kephas significa la piedra o la roca que es el fundamento natural sobre el que se pone el
fundamento artificial del edificio (Cf. Lc. 6, 48). Por consiguiente, indica el fundamento más
profundo. El nombre dado a Simón se explica por una comunicación de la posición mantenida
por Jesús que se definió a sí mismo como la piedra convertida en piedra angular (Mc. 12, 10;
Cf. Ef 2, 20). Cristo quiere compartir, con aquél a quien llama Pedro, su papel de fundamento
de la Iglesia.
A continuación, Jesús explica de qué manera Simón será fundamento de la Iglesia, le otorga
el poder supremo. Dar a alguien las llaves de una ciudad, es entregarle todo el poder sobre ella,
la imagen había sido empleada en el Antiguo Testamento (Is. 22, 22). Jesús subraya que es un
poder total, al llamarlo poder de atar y desatar, y que su ejercicio tiene garantizada su eficacia
por el cielo. Teniendo “todo poder en el cielo y sobre la tierra” (Mt 28, 18) transmite a Simón
un poder soberano del cual solo él puede disponer.

b) Mantenimiento de la fe de Pedro y misión de confirmar a los hermanos, según Lucas


El texto de Lucas (22, 31-32) pone a la luz un aspecto más particular del papel de Pedro en la
Iglesia: “Simón, Simón, mira que Satanás ha solicitado poder cribaros como trigo; pero yo he
rogado por ti, para que tu fe no desfallezca. Y tú, cuando hayas vuelto, confirma a tus
hermanos”.
No hay motivo para dudar de la autenticidad de estas palabras, que revisten un aspecto
paradójico, en el sentido de que ponen en claro el peligro de debilidad de Pedro y, sin embargo,
el encargo de sostener a los demás. Estas palabras llevan la huella del atrevimiento de Jesús,
que no duda en elegir para la confirmación de sus hermanos a aquél que aparecerá como el más
frágil en la prueba. Se ha observado que el papel atribuido a Simón se presenta como una
explicitación del sentido del nombre de “Pedro”.
La declaración manifiesta claramente la intención de Jesús de reservar a Simón una posición
privilegiada, los doce serán sometidos a la prueba, y es únicamente a Simón al que Jesús habla
de la oración que ha hecho en su favor. Los otros se beneficiarán también de esta oración, pero
en cuanto confirmados por Pedro.
La misión de confirmar a sus hermanos en la fe, concuerda con el papel asumido por Simón
en las profesiones de fe, había sido el portavoz de “los Doce”, el primero en formular la fe en
Jesús y en sus palabras (Mt. 16, 16; Jn. 6, 68). Esta misión es confiada aquí a Simón en el
momento en que se va a cumplir el misterio redentor, con la prueba del sacrificio en la cual “los
Doce” están empeñados bajo título especial, por su vida de unión con Jesús.
La predicción de la triple negación, que en el texto de Lucas sigue inmediatamente al anuncio
de la misión, completa la demostración de que Simón no podrá desempeñar su papel con sus
solas fuerzas personales, sino en virtud de una fuerza superior, su cobardía de un momento no le
impedirá mantener su fe hasta el punto de confirmar a los otros.
Conviene subrayar el contexto eucarístico de la declaración. La misión del confirmar la fe es
confiada a Simón en el marco de la misión confiada a los doce de volver a hacer en memoria de
Jesús lo que él ha hecho en la Cena. Conocemos, además, el vínculo estrecho que Jesús
establecía entre la eucaristía y la fe, como lo muestra el discurso recogido por Juan (6, 26-51).
El que está encargado de confirmar la fe de sus compañeros recibe, por el mismo hecho, el
primer lugar entre “los Doce” durante la celebración de la eucaristía. Es la indicación de un
primado en el culto, al mismo tiempo que en el anuncio de la doctrina.
Por otro lado, las palabras dirigidas a Simón suceden inmediatamente, en el texto de Lucas, a
aquellas por las que Jesús ha declarado que dispone del reino en favor de “los Doce”. Haciendo
depender de Simón la perseverancia de los demás apóstoles en la fe, el Maestro hace
comprender que, en el ejercicio de la autoridad sobre el reino, el grupo de “los Doce” dependerá
de Pedro. La misión capital que se les atribuye en el campo de la fe concierne al mismo tiempo
al futuro gobierno de la Iglesia.
c) La concesión de la misión de pastor universal
La declaración narrada por Juan (21, 15-17) aporta un complemento al texto mateano, éste
enuncia una promesa, mientras que el texto juanino muestra su cumplimiento. Jesús concede a
Simón el poder de pastor universal “Apacienta mis corderos”. Esta comunicación de poder
aparece como el fruto de la obra redentora, puesto que es efectuada por Cristo resucitado.
Como en la promesa, se constata que las palabras de Jesús reflejan sus relaciones personales
con Simón. Jesús llama al discípulo por su nombre, con una cierta solemnidad “Simón, hijo de
Juan”, y lo distingue expresamente de los demás, puesto que le pregunta: “¿Me amas más que a
éstos?”. La pregunta hace eco a la pretensión que Simón había manifestado de tener un afecto a
Jesús superior al de todos los demás con una fidelidad que habría perseverado incluso en el caso
de la deserción de todos (Mt. 26, 33; Mc. 14, 29; cf. Jn 13, 37). También hace alusión a la
negación, alusión que se hace más evidente por la triple repetición de la pregunta. Simón ha
debido reconocer que por sus propias fuerzas no había sido capaz de testimoniar a Jesús el amor
superior que le había prometido. A pesar de este fracaso, la pregunta se refiere a este amor
superior, que Simón es invitado a expresar, pero con otras disposiciones, fundándose en el
conocimiento que Jesús posee de él “Señor, tú sabes todo, tú sabes que te amo”. Por
consiguiente, hay una llamada a un amor mayor, una llamada que procura la fuerza de la
respuesta y precede a la concesión de la misión. Jesús da a Simón su encargo de pastor dentro
de un contexto fuertemente personalizado, y en un intercambio de amor privilegiado.
Las palabras “Apacienta mis corderos” (ovejas) enuncian una misión, misión que implica un
poder. La misión está formulada precisamente en tales términos que indican claramente una
identidad con la de Jesús. Es la misión del que se ha definido como “el buen pastor”. La
identidad con Jesús está confirmada por el hecho de que Jesús dice “mis corderos”, “mis
ovejas”, así como en el texto de Mateo había dicho “mi Iglesia”. Es decir, Jesús ejer cerá su
misión de pastor sobre sus corderos y sus ovejas mediante el encargo confiado a Simón. De la
misma forma que Simón fue llamado “Pedro” porque había sido destinado a asumir el papel de
piedra fundamento que pertenecía a Jesús, recibe también la calificación de pastor universal que
era propio de su Maestro.
Más aún, la asimilación de la misión de Simón a la de Jesús está confirmada por el anuncio
de su martirio: “Cuando seas viejo, extenderás las manos, y otro te ceñirá y te llevará donde tú
no quieras” (21, 18). Este anuncio muestra que toda la existencia de Simón en adelante está
guiada por Jesús, mientras era joven, Simón se ceñía a sí mismo, es decir, elegía libremente su
actividad, pero ahora Jesús le conducirá por un camino que terminará en el suplicio de la cruz.
También a Simón se le aplicará la frase “El buen pastor da su vida por sus ovejas” (Jn. 10, 11).
Lo que había constituido la novedad de la misión de pastor, tal como había sido descrita por
Jesús, se vuelve a encontrar en el destino de Simón. La atribución del sacerdocio supremo a
Pedro comporta su participación plena en el sacrificio.
Se debe subrayar el valor de la tradición juanina. Este diálogo no se podría atribuir a una
invención de la comunidad, pues la comunidad no habría querido volver sobre la debilidad de
Pedro, de hecho, la alusión a la triple negación, que provoca la tristeza de Simón, parece una
paradójica introducción a la triple atribución del encargo de pastor.
El contexto de la pesca milagrosa es igualmente esclarecedor. Recuerda la llamada primera
pesca milagrosa, que, bajo varios aspectos, anunciaba el destino privilegiado de Simón, Jesús
había elegido subir a la barca de Simón para predicar a la muchedumbre, y es a Simón a quien
le había pedido ir a alta mar y echar las redes. Simón había respondido con un movimiento de
fe, después ante el poder milagroso de Jesús se había reconocido pecador. Jesús le había dicho:
“No temas, desde hoy serás pescador de hombres” (Lc. 5 10). La segunda pesca milagrosa
comienza por una iniciativa de Simón que decide ir a pescar y arrastra consigo a los demás
discípulos, después la pesca se efectúa como la primera, con la orden de Jesús de echar las
redes. Simón es el primero en reunirse con Jesús, después es Jesús quien deliberadamente se
dirige a él. Durante el diálogo, Simón, consciente de su triple negación, expresa en la fe su amor
por Jesús, después, al anuncio, “Tú serás pescador de hombres” corresponde la misión
“Apacienta mis corderos”. El paralelo de las dos pescas milagrosas muestra cómo el designio de
Jesús de confiar a Simón una misión de jefe supremo comenzaba a desvelarse desde los
comienzos de la vida pública. Ello indica las capacidades humanas de Simón, pero también la
exigencia de renunciar a sus propias pretensiones y fundar todo sobre su fe en Jesús a fin de
recibir la misión y el poder sobrenaturales que le están destinados.

d) Importancia de los textos


Las palabras de Jesús son de un notable vigor. Sería arbitrario atenuarlas. Son una
manifestación de la audacia y de la originalidad de Jesús que no ha dudado en elegir a uno de
sus discípulos como piedra fundacional de la Iglesia, y en instituirlo, a su imagen, pastor
universal, asignándole como misión más particular la de confirmar en la fe a sus hermanos.
Hay que añadir que esta voluntad de Cristo fue comprendida en la Iglesia primitiva, puesto
que, según los Hechos de los Apóstoles, Pedro ha desempeñado un papel de jefe incontestado
desde Pentecostés.
La fuerza de las declaraciones evangélicas podría levantar algunos temores, la atribución a
Simón de un poder absoluto, semejante al de Jesús mismo, ¿no comportaría un riesgo de
totalitarismo y de tiranía?
En respuesta a esta dificultad, notemos que, según las informaciones de los Hechos, Pedro no
ha ejercido su autoridad de manera totalitaria ni tiránica. Jesús conocía los riesgos de un poder
tan amplio, había prevenido a Pedro, como también al resto de los doce, contra los excesos de
autoridad al proponer como modelo al Hijo del hombre venido para servir, el que dispone del
poder debe tomar el último puesto y servir a los demás. Además, Jesús había suscitado la
colaboración de sus discípulos, mostrando cómo la autoridad debe requerir el concurso de los
otros, en un espíritu de amistad y de fraternidad.
La necesidad de la colaboración estaba implicada en el marco institucional que Jesús
establecía para su Iglesia, el poder otorgado a Pedro sobre la Iglesia universal no quita nada al
poder concedido al grupo de “los Doce”, ellos han recibido el poder de regir la comunidad, de
celebrar la Eucaristía, de perdonar los pecados, de enseñar a todas las naciones. La misión de
autoridad suprema reconocida a Pedro debe, pues, comprenderse y ejercerse dentro del respeto
de estos poderes. En la intención de Jesús, primado y colegialidad están estrechamente unidos.

2. La voluntad de dar colaboradores a los doce


a) La presencia de discípulos
Los textos evangélicos nos cuentan la presencia de numerosos discípulos en torno a Jesús.
Los doce han sido elegidos entre ellos, la noche de oración que ha precedido a la designación de
los apóstoles tenía precisamente como objetivo aclarar la elección que se iba a realizar dentro
de este grupo más amplio (Lc. 6, 12-13).
La constitución del grupo más restringido de los doce no quita nada a la llamada dirigida a
los otros discípulos. Sería un error pensar que “los Doce” serían los únicos en acompañar a
Jesús por los caminos de su predicación. La presencia de numerosas mujeres, señalada por
Lucas (8, 1-3), indica que la insistencia de los evangelistas en mostrar a Jesús en compañía de
“los Doce” no excluye en modo alguno otras compañías. Una mención del evangelio de Juan
atestigua el gran número de discípulos, después del anuncio de la Eucaristía, “muchos de sus
discípulos” encontraron el lenguaje demasiado duro (6, 60), y tras una nueva confirmación de la
enseñanza dada, “muchos de sus discípulos se volvieron atrás y dejaron de acompañarlo” (6,
66).
Aquéllos a los que los textos evangélicos nombran como “discípulos” no son simples
creyentes, sino los hombres que se han puesto a seguir a Jesús y que manifiestan la intención de
compartir su vida y dedicar sus fuerzas a la obra que él ha emprendido. Han respondido a una
llamada, han podido recibir la invitación “Ven, sígueme”, que no solamente ha sido dirigida a
“los Doce”, como lo demuestra el caso del hombre rico (Mc. 10, 21), han sido atraídos por la
persona de Jesús que les ha arrastrado a su compañía.
Según el sentido normal del término, el “discípulo” es el que se adhiere al Maestro para
recibir su enseñanza, los discípulos de Jesús no pueden instruirse en su doctrina más que
acompañándole durante sus viajes de predicación, y Jesús mismo ha querido para ellos un
nuevo estado de vida que les permita comprometerse totalmente en el desarrollo del reino.

b) La misión de los discípulos


Lucas nos ha relatado una misión de los discípulos distinta de la misión de los doce. Después
de haber narrado cómo Jesús había convocado a “los Doce” y les había enviado a proclamar el
reino de Dios (Lc. 9, 1-2), escribe “El Señor designó a otros setenta y dos y les envió de dos en
dos delante de si a todas las ciudades y localidades a donde él había de ir” (Lc. 10, 1). Como a
los doce, les dirige un discurso de misión.
Al comparar las dos misiones, no se aprecia ninguna diferencia digna de ser notada. Tienen el
mismo objeto: la predicación de la buena nueva. Los setenta y dos discípulos son provistos,
como los doce, de la autoridad de Cristo en su enseñanza, es a ellos, según el texto de Lucas, a
quienes se da la garantía “Quien a vosotros escucha, a mí me escucha, quien a vosotros rechaza
a mí me rechaza y quien os rechaza, rechaza a Aquel que me ha enviado” (10, 16).
Los poderes conferidos a los dos grupos son, igualmente, análogos. En particular, el poder de
expulsar los demonios, específicamente concedido a “los Doce” (Mc. 3, 15) es ejercido también
por los setenta y dos, ya que, tras su vuelta gozosa, paralela a la de los doce, dicen a Jesús
“Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre”.
Se debe concluir que Jesús ha querido compartir, tanto con los setenta y dos discípulos como
con “los Doce” apóstoles, su misión de predicación y su poder sobre las potencias del mal.
De ahí aparece su voluntad de instituir, con “los Doce”, un gran número de discípulos que
tuvieran un encargo análogo. “Los Doce” reciben una autoridad superior, pero en lo que
respecta a las características esenciales de la misión y del poder, la semejanza es manifiesta. Por
tanto, Jesús ha querido que “los Doce” estén rodeados de un gran número de colaboradores
teniendo un encargo sacerdotal semejante.
No obstante, permanece el hecho de que los doce son los únicos que reciben directamente de
Jesús el poder pastoral y sacerdotal para el futuro de la Iglesia. Es a ellos a quienes entrega la
plenitud del poder. Pero deberán ejercerla con los colaboradores a los que comunicarán una
participación en su misión y en su poder.

c) La voluntad de una estructura perdurable


La estructura que Jesús ha establecido ¿era en su intención una estructura duradera, de tal
forma que los que recibieran la autoridad sacerdotal tuvieran sucesores?
En ninguna parte, Jesús habla expresamente de sucesores. Algunos han pensado que el grupo
de “los Doce” había sido formado para un papel único de colaboración con Jesús en su misión
terrestre o bien para un papel determinado por la inauguración de la Iglesia, papel que sería por
sí mismo incomunicable y excluiría toda posibilidad de tener sucesores.
La posición que se adopta en esta cuestión depende, sobre todo, de la que adoptemos frente a
la fundación de la misma Iglesia, como ya hemos subrayado. Los autores que piensan que Jesús
esperaba el fin del mundo como inminente y que no ha considerado la institución de una Iglesia
para un largo desarrollo histórico o que ni siquiera ha querido fundar una Iglesia, no pueden
aceptar que haya querido conceder un carácter duradero a la estructura que había constituido.
Sin embargo, la atribución a Jesús de un error sobre la proximidad del fin del mundo es
arbitraria. En el discurso escatológico, Jesús ha declarado su ignorancia de la fecha de este fin,
afirmando que este conocimiento permanecía como secreto del Padre (Mc. 13, 32).
Es más, anunciaba el largo desarrollo histórico de su Iglesia que, a través de las pruebas y las
persecuciones debía extenderse hasta los confines del universo, con la predicación del
Evangelio a todas las naciones (Mc. 13, 9-10). El fin del mundo no debía producirse antes de
que esta obra universal de evangelización se concluyera (Mt. 24,14).
A esta perspectiva corresponde la misión de enseñar a todas las naciones, que confía a los
once (Mt. 28, 18-20). Una misión así, en la que está expresamente subrayada la extensión a todo
el universo (cf. Mc. 16, 15; Lc. 24,47; Hch. 1, 8), requería un inmenso futuro y no habría
podido ser realizada solamente por los apóstoles a los cuales era asignada.
Por tanto, Jesús tenía conciencia de dar a “los Doce” y a los discípulos una misión que exigía
muchos sucesores. Implícitamente, por la amplitud de la misión en el espacio y en el tiempo,
quiso, por tanto, una sucesión y una multiplicación de detentores de la misión y de la autoridad
sacerdotal.
No hace falta ciertamente desconocer lo que es propio de “los Doce”, ellos han sido los
testigos privilegiados de la vida terrena, de la muerte y de la resurrección de Jesús, y han
desarrollado un papel único en la inauguración de la Iglesia. Su experiencia, de carácter
excepcional, es, en cuanto tal, incomunicable a los otros. Pero, por otro lado, lo que es
comunicable, y debía ser comunicado según la intención de Jesús, es la misión sacerdotal que se
les dio con los poderes que van unidos a ella. Así, en particular, conservan para siempre el
privilegio de haber asistido a la última Cena, de haber participado en la primera eucaristía y de
haber escuchado con sus oídos el mandato, “Haced esto en memoria mía”. Sin embargo, este
poder de celebrar la eucaristía, lo han recibido para transmitirlo a otros hasta el término del
desarrollo de la Iglesia en el mundo.
Podemos sorprendernos de que Jesús no fuera más explícito respecto a la sucesión que quería
instaurar a partir de aquellos a los que confiaba la autoridad jerárquica. Nunca se comportó
como un redactor de estatutos jurídicos, ni para la estructura comunitaria que él establecía, ni
para la moral que proclamaba. Se limitó a poner los principios del desarrollo de su Iglesia,
principios destinados a traducirse en lo sucesivo en normas bien precisas. Indicó
suficientemente el poder soberano que daba a Pedro y a “los Doce”, a ellos, y después a sus
sucesores, encargaba la realización del ideal sacerdotal y de la estructura del sacerdocio
ministerial, del cual él había indicado el principio.
Es importante subrayar que Jesús ha querido una sucesión en continuidad histórica consigo
mismo y con el grupo de “los Doce”, puesto que confió la totalidad del poder sacerdotal a este
grupo. No se puede imaginar en el desarrollo de la Iglesia una intervención del Espíritu Santo
que confiera un encargo sacerdotal según un modo carismático, fuera de la conexión, por
sucesión histórica, con los primeros apóstoles. El Espíritu Santo actúa en conformidad con la
institución histórica del sacerdocio hecha por Jesús, sólo otorga el poder sacerdotal mediante la
transmisión histórica que ha tenido su origen en el grupo de “los Doce”.

CAPÍTULO IV
EL SACERDOCIO EN LA DOCTRINA Y EN LA CONCIENCIA DE PABLO

¿Cómo aparece el sacerdocio en la doctrina de Pablo? ¿En qué medida encontramos, en sus
cartas, el eco de la posición adoptada por Jesús con respecto al sacerdocio tanto para su misión
personal como para la misión encomendada a los apóstoles?

I. EL SACERDOCIO DE JESÚS

Conforme al lenguaje adoptado por Jesús, Pablo no habla expresamente del sacerdocio de
Jesús en sus escritos y no le llama “sacerdote”. Sin embargo, toma la perspectiva sacrificial con
la que Jesús había expresado su misión y con esto llega a una cierta idea del sacerdocio.
Cristo es comparado con el Cordero “nuestro cordero pascual, Cristo, ha sido inmolado”
(1Co. 5, 7). Pablo subraya que, para los cristianos, el cordero no debe inmolarse ya todos los
años como en el culto judío. Ha tenido lugar el único sacrificio de Cristo, sustituyendo la
repetición anual del sacrificio del cordero. Por esto los cristianos están obligados a vivir en la
pureza, “celebremos pues, la fiesta no con la levadura vieja, ni con levadura de malicia y
perversidad, sino con los ázimos de la pureza y la verdad y la verdad” (1Co. 5, 8). Jesús,
cordero pascual, es considerado como la víctima del sacrificio, pero, al mismo tiempo, él es el
sacerdote de este sacrificio, no expresamente presentado bajo este punto de vista, pero el
acontecimiento del Calvario donde ha tenido lugar la inmolación del cordero, implica que
Cristo ha ofrecido él mismo el sacrificio de su vida y que, en este sentido, es el sacerdote de
esta inmolación única en su género.
Pablo considera más particularmente el papel activo de Cristo en el sacrificio cuando escribe
“Cristo os ha amado y se ha dado a sí mismo por nosotros, ofreciéndose a Dios como sacrificio
de suave olor” (Ef. 5, 2). Aunque tampoco aquí sea designado Cristo con el título de
“sacerdote”, cumple la función sacerdotal que consiste en ofrecer el sacrificio. Los dos términos
“oferta” y “sacrificio”, tomados del salmo 40, 7, parecen evocar las dos grandes especies de
sacrificios rituales, incruentos y cruentos, empleados conjuntamente indican que Jesús ha
realizado, en su muerte, todo lo que en el culto judaico era considerado como sacrificio. La tota-
lidad del culto sacerdotal se ha realizado en él, esto significa que él es el “sacerdote” que ha
cumplido en plenitud el objetivo del sacerdocio judaico.
Conviene observar que este acto sacerdotal está animado por una intención de amor “Cristo
os ha amado” (Ef. 5, 2). El amor es la actitud decisiva que confiere a la ofrenda del sacrificio un
valor que no estaba en absoluto presente en el sacerdocio judaico. Hay en ello un indicio del
importante papel que corresponderá al amor en el nuevo sacerdocio.
La idea de un sacerdocio no ritual de Jesús viene también sugerida en el saludo dirigido a los
gálatas “Gracia a vosotros y paz de parte de Dios nuestro Padre y de nuestro Señor Jesucristo,
que se ha entregado por nuestros pecados para librarnos de este mundo presente y malvado...”
(Ga. 1, 3-4). Entregarse por nuestros pecados fue el sacrificio expiatorio que nos ha liberado del
mal y nos ha procurado gracia y paz. De este único sacrificio Jesús ha sido el único sacerdote.
Subyace, en la doctrina de Pablo sobre la redención, una afirmación implícita del sacerdocio
de Cristo. Este sacerdocio que se ejercita en el sacrificio personal de la cruz, supera el orden
ritual y realiza en un plano superior toda la intencionalidad de los sacrificios de la Antigua
Alianza. Está guiado por el amor y nos procura la liberación, el favor divino y la paz.

II. EL SACERDOCIO DEL APÓSTOL

Pablo tiene una conciencia muy viva de su misión evangelizadora. No se puede concluir de
aquí que esté ausente en Pablo la conciencia propiamente sacerdotal, o sea, la conciencia de
ejercitar en su misión un sacerdocio. En efecto, es necesario examinar en qué medida la misión
apostólica de Pablo coincide con la amplitud del nuevo sacerdocio instituido por Cristo. El
problema no debe recibir una simple respuesta de terminología, afecta a la naturaleza profunda
de la misión.

1. Una misión diversa de las funciones sacerdotales rituales


El modo como Pablo concibe su misión está muy lejos del que constituía la actividad de los
sacerdotes en la religión judía. Incluso antes de su conversión, su papel de perseguidor no lo
sitúa en el cuadro de una actividad sacerdotal, concentrada sobre el culto. En el momento de su
conversión recibe una misión en la que es evidente el carácter de novedad, ya que viene
directamente de Cristo. Separándose del judaísmo para seguir a Cristo, Pablo abandona el
cuadro institucional de la religión judía y se aleja explícitamente del sacerdocio levítico.
Según el relato de su conversión delante del rey Agripa, en aquel momento ha entendido su
nueva misión en la perspectiva de la profecía del siervo, siendo enviado a las naciones paganas
para llevar a éstas la luz (Is. 42, 7). Completa el anuncio profético añadiendo que el objetivo de
su misión es que las naciones obtengan, mediante la fe en Cristo, la remisión de los pecados y
parte en la herencia con los santificados (He 26, 16-18).
Cumpliendo su misión se preocupa por difundir en todas partes la buena nueva, pero no se
considera como particularmente destinado a ejercitar la actividad ritual que consiste en bautizar
“Cristo no me ha enviado a bautizar sino a predicar el evangelio” (1Co. 1, 17). Ciertamente
tendrá ocasión de bautizar, según las circunstancias, sin embargo, ante las discusiones de los
cristianos de Corinto, da gracias de no haber bautizado casi a ninguno de ellos (1Co. 1, 14).
Se debe retener, por tanto, en la mentalidad de Pablo, la voluntad de poner el acento más
sobre la predicación que sobre el aspecto ritual de la evangelización, en función de su misión
personal. Tiene una estima grande por el bautismo y le atribuye mucha importancia,
reconociéndole una asimilación a la muerte y resurrección de Cristo (Rm. 6, 1-11). Pero no es el
cuadro habitual de su misión.
Lo que se puede concluir de todo ello es que un sacerdocio concebido únicamente como
función cultual y ritual no corresponde a la concepción que Pablo tiene de su misión. Recor-
demos que Cristo había querido, para su sacerdocio y el de sus discípulos, un horizonte más
amplio que el del campo ritual.

2. El apostolado entendido como sacerdocio


A pesar de su reserva respecto a un sacerdocio puramente cultual, Pablo no duda en servirse
de un vocabulario cultual para describir su misión apostólica. A los romanos les escribe que con
su predicación da un culto de naturaleza espiritual “Dios, al cual doy culto en mi espíritu
anunciando el evangelio de su Hijo” (Rm. 1, 9). Aun hablando del culto, subraya que no se trata
de ritos sino del homenaje del espíritu, lo cual corresponde a la intención más fun damental del
culto. El anuncio del evangelio es considerado, por tanto, como un culto de orden superior.
Al final de la carta vuelve sobre esta idea y la desarrolla “Os he escrito con cierto
atrevimiento... en virtud de la gracia de Dios que se me ha concedido de ser para los gentiles
ministro de Cristo Jesús, ejercitando el sagrado oficio del evangelio de Dios, para que la
oblación de los gentiles sea agradable, santificada por el Espíritu Santo” (Rm. 15, 15-16).
Lo que en Pablo se excluye es una actividad comprendida “en la línea del sacerdocio
levítico”, así se explica la ausencia de términos técnicos que cualificaban al sacerdote y a su
función. Sin embargo, Pablo ha considerado su predicación como una “liturgia”, como una
función sagrada de género sacerdotal.
A propósito de esto se pueden considerar dos líneas de interpretación. La primera, más
superficial, consistiría en considerar que para Pablo el sacerdocio ha venido a ser una metáfora,
una imagen que designa su actividad apostólica. La segunda, más profunda, más conforme
también con el pensamiento vigoroso de Pablo, descubre en el texto la conciencia de ejercitar
un sacerdocio real, auténtico, con la misión de evangelización.
Esta última interpretación recibe una confirmación en la evocación del martirio concebido
como coronamiento de la misión apostólica, Pablo escribe a los filipenses “Y aun cuando mi
sangre fuera derramada como libación sobre el sacrificio y la ‘liturgia’ (ofrenda) de vuestra fe,
me alegraría..” (2, 17). Derramar su sangre aparece aquí como el acto del sacerdote sacrificador
que asperja la libación sobre la víctima. La liturgia de la fe de los cristianos es el fruto del
ministerio que suscita y confirma la fe, constituye un homenaje ofrecido a Dios. Este ministerio
reemplaza al de los sacrificios levíticos y también es llamado “acto sacrificial”.
No se puede dejar de subrayar el paralelismo entre esta concepción del sacerdocio del apóstol
y la que se encuentra en Jesús. Cristo había declarado a Pilato que su misión era la de dar
testimonio de la verdad y había consumado este testimonio con el sacrificio de su vida. Sobre
este modelo concibe Pablo su misión, un culto sacerdotal con el anuncio del evangelio y un
sacrificio sacerdotal con el don de su propia, vida en el martirio.
La distancia entre este ministerio sacerdotal y el sacerdocio judío es, pues, notable, es la
distancia que Jesús mismo había puesto ante el sacerdocio antiguo y su sacerdocio.
Probablemente la nota más característica de las expresiones sacerdotales de Pablo es “en mi
espíritu” (Rm. 1, 9). No se trata ya de un sacerdocio de la letra, sino del sacerdocio en el
espíritu, sacerdocio que tiene más en cuenta lo íntimo de la persona y que ejerce una actividad
mucho más amplia.
Incluso en la medida en que se atribuía al sacerdocio judaico un papel doctrinal, éste no
consistía en otra cosa que en “conservar la palabra de Dios” (Dt. 23, 10). La misión apostólica
no se limita a esta actividad conservadora, Pablo propaga el evangelio con un ardor que le lleva
hacia campos de predicación cada vez más extensos, con carácter dinámico destinado a dar a
conocer por todas partes un nuevo mensaje.
En el camino a Damasco Pablo se ha liberado de los prejuicios que le habían retenido en el
judaísmo, Pablo ha comprendido y vivido la liberación propia del sacerdocio instaurado por
Jesús. En su misión apostólica ha tenido conciencia de seguir el camino del auténtico
sacerdocio que evita designar con un lenguaje demasiado ligado al sacerdocio ritual del
judaismo pero que, sin embargo, se expresa con términos que evocan el culto.

3. Rasgos distintivos del nuevo sacerdocio


Para circunscribir mejor todos los aspectos de la conciencia sacerdotal de Pablo es necesario
recoger todavía, de diversos textos, varios rasgos distintivos del ministerio apostólico que tienen
un valor sacerdotal.

a) El ministro de la Nueva Alianza


Conforme a la perspectiva judía de la alianza, Pablo concibe su misión como ministerio de la
alianza. Precisa que la alianza es nueva, no sólo por su carácter reciente, sino por su naturaleza,
que es radicalmente diferente, “Dios nos capacitó para ser ministros de una Nueva Alianza, no
de la letra, sino del espíritu. Pues la letra mata pero el Espíritu vivifica” (2Co. 3, 6).
Hemos visto cómo Pablo declara que rinde culto a Dios en su espíritu, aquí se trata del
Espíritu Santo, del cual subraya la acción vivificante en su ministerio, se juzga la oposición
entre el sacerdocio judío que, conservando la palabra de Dios en su contenido literal conducía
de hecho a la muerte espiritual, y el sacerdocio cristiano que propone la palabra de Dios con el
soplo vivificante del Espíritu. Este sacerdocio tiende a establecer en los corazones la Nueva
Alianza.
Se ponen a la luz dos aspectos esenciales del ministerio de la Nueva Alianza, uno referido a
su función reveladora, el otro a su función santificadora.
Revelador. El ministerio tiende a “iluminar con el conocimiento de la gloria de Dios en el
rostro de Cristo” (2Co. 4, 6). El verdadero rostro de Dios se ha revelado en Cristo. En la
Antigua Alianza permanecía el velo que cubría el rostro de Dios, sólo Cristo hace que caiga.
Por ello el ministerio de la Nueva Alianza hace contemplar a rostro descubierto al Señor de tal
modo que los que lo contemplan son transformados a su imagen (2Co. 3, 14-18). Hacer ver a
Dios es, por tanto, el objetivo del ministerio. Es el culmen de la misión de enseñanza porque no
podría haber una iluminación más elevada que ésta; además, la actividad evangelizadora asume
un marco concreto, existencial, porque tiende a procurar una auténtica experiencia de Dios en el
descubrimiento de su rostro. El “ministerio del Espíritu” da a los que de él se benefician la
libertad de contemplar a Dios cara a cara (2Co. 3, 8.17).
Santificador. El aspecto santificante del ministerio, implicado en el título de “ministerio de la
reconciliación” (2Co. 5, 18). Cuando Pablo caracterizaba con esta expresión su ministerio,
medía también la distancia transcurrida tras el Antiguo Testamento en el que el profeta ejercía
tan frecuentemente el ministerio de acusar al pueblo por sus pecados y anunciaba el castigo
preparado por Dios. Ser ministro de la reconciliación significa, por el contrario, anunciar la
salvación definitivamente adquirida, el perdón ofrecido a todos. El “Dios que ha reconciliado
consigo el mundo en Cristo, no teniendo ya en cuenta las culpas de los hombres” es el que pone
en los labios de Pablo “la palabra de la reconciliación” (2Co. 5, 19).
Esta definición del ministerio muestra la profundidad de su eficacia, así como el clima de
profundo optimismo en el que se desarrolla. Mientras que “el ministerio de la condena” (2Co. 3,
9) tenía un carácter más exterior, queriendo provocar con la amenaza o la predicción de
desventuras un movimiento de conversión, el ministerio de la reconciliación actúa más
íntimamente en los corazones, restableciendo entre los hombres las relaciones de amistad y de
paz con Dios. Además, ya no pone el acento principal sobre la gravedad de las culpas cometidas
sino sobre la generosidad del amor divino que perdona, la denuncia pesimista de los pecados del
mundo se sustituye con la visión optimista del mundo rescatado, con un porvenir lleno de
esperanza. El sacerdocio nuevo no se caracteriza, pues, por la severidad del juicio sobre la
humanidad pecadora, sino por el ofrecimiento de la salvación.
Nos queda observar que, considerándose como ministro de la alianza, Pablo no podía hacer
abstracción de su papel en la Eucaristía, es aquí donde se ejercita por excelencia el ministerio de
la Nueva Alianza. Él refiere las palabras de Jesús sobre el cáliz, y en su relato de la institución
destaca, más que los otros, la orden de Cristo “Haced esto en memoria mía” (1Co. 11, 24-25).
Aun desarrollándose en el anuncio del Evangelio, el ministerio de la reconciliación comporta un
aspecto cultual particularmente importante. La renovación de la alianza mediante el sacrificio
eucarístico contribuye a indicar la naturaleza sacerdotal del ministerio.

b) El administrador de los misterios de Dios


Para definir su misión de frente a los que le dirigen acusaciones o le quieren oponer a otros
predicadores Pablo declara: “Que nos tengan los hombres por servidores de Cristo y
administradores de los misterios de Dios” (1Co. 4, 1).
El administrador es el que tiene el puesto de otro, el que actúa en nombre de otro, Pablo
rechaza todo lo que podría parecer una presunción de actuar en su nombre, o buscar su prestigio
personal. Añade: “Lo que se exige de los administradores es que sean fieles” (1Co. 4, 2). Por
otra parte, el puesto de administrador implica una autoridad, un poder de gobernar “los
misterios de Dios”. A los ojos de Pablo el “misterio” es el plan de la salvación que “mantenido
en secreto durante siglos eternos”, se ha “manifestado al presente, y se ha dado a conocer a
todas las naciones” mediante la predicación apostólica. (Rm. 16, 25-26). Predicar a Cristo
significa revelar este misterio, y revelándolo, cumplirlo, ejecutar el plan divino. El apóstol es la
persona a la que se ha confiado el misterio de Dios y tiene la responsabilidad de darlo a
conocer.
La noción de administrador es fuerte ya que indica una actividad de gerencia sobre los
misterios de Dios. Responde a la intención de Cristo manifestada en los evangelios, según
Mateo (13, 11) y Lucas (8, 10) el don del conocimiento de los misterios del Reino de Dios se ha
dado a los doce, y según Marcos, es el “misterio del Reino de Dios” el que se les da (4, 11).
Desde este punto de vista se constata todavía la mayor amplitud del horizonte respecto al
Antiguo Testamento. El sacerdote no es simplemente el que obedece a las prescripciones
rituales, es aquél al que Cristo ha confiado la gerencia de la obra de la salvación. Está
encargado de una notable responsabilidad ya que le incumbe llevar a buen fin el cumplimiento
del designio divino sobre la humanidad.
Pablo insiste en la humildad que comporta esta administración, totalmente recibida del Señor.
Llamándose “siervo de Cristo”, se hace eco de las palabras de Jesús que habían definido el
modo de ejercer la caridad, “el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir” (Mc.
10, 45). Siguiendo el ejemplo del Maestro quiere eliminar toda rivalidad personal, si se cita
como ejemplo junto con Apolo es para que “aprendáis en nuestras personas a no tomar
orgullosamente partido los unos contra los otros” (1Co. 4, 6). Pablo no renuncia en absoluto a la
autoridad que se le ha otorgado, afirmando también que actúa en cualidad de siervo de Cristo.
También cuando manifiesta su preferencia por la vía de la dulzura y de la persuasión, no
pierde conciencia de su autoridad. Así lo declara a los Tesalonicenses, “aunque pudimos
imponer nuestra autoridad por ser apóstoles de Cristo, nos mostramos amables con vosotros,
como una madre cuida con cariño de sus hijos. De esta manera, amándoos a vosotros queríamos
daros no sólo el Evangelio de Dios, sino incluso nuestro propio ser, porque habíais llegado a
sernos muy queridos” (1Ts. 2, 7s.). Aun poseyendo los plenos poderes que derivan de Cristo,
Pablo los quiere ejercitar al modo de Cristo mismo, con un amor que utiliza todos los medios
para vigilar sobre la comunidad, que prueba la vía de la bondad y recurre a medidas severas
sólo ante la imposibilidad de asegurar de otra forma el bien de aquellos de los que es
responsable.

c) La edificación que se realiza cooperando con Dios


La potencia edificadora de la acción sacerdotal se pone de relieve por la experiencia
apostólica cuya fecundidad ha experimentado Pablo “según la gracia de Dios que se me ha
dado, como un sabio arquitecto yo he puesto el cimiento” (1Co. 3, 10). El apóstol es un
constructor, en la construcción Pablo dice que para ciertas comunidades su papel ha sido el de
poner los cimientos y que otros han seguido trabajando en el desarrollo del edificio.
Pablo ha aplicado a los cristianos la imagen del nuevo templo, “¿No sabéis que sois templos
de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?” (1Co. 3, 16). Como apóstol tenía
conciencia de trabajar en la edificación del templo en todo cristiano. La acción edificadora del
apóstol aparece así como una participación a la acción creadora y redentora de Dios. “Somos
los colaboradores de Dios”, dice audazmente Pablo (1Co. 3, 9). El término “cooperador” reviste
un valor singular cuando se refiere a la colaboración que une al hombre con Dios. Sin duda, el
apóstol recibe de Dios todo lo que tiene que dar a los otros. Pero esto no impide que actúe de
acuerdo con Dios, según su manera personal y de modo que contribuya realmente a la eficacia
de la obra. Cuanto recibe está destinado a hacerle capaz de colaborar con Dios.
Esta cooperación pone a la luz la grandeza del ministerio. En Pablo esta cooperación era
profundamente sentida y vivida. El apóstol se muestra muy consciente del papel activo y
creador que le corresponde en su misión de evangelización. Se podría decir que el
estremecimiento y el vigor de la acción divina se reflejan en su actividad.
El “ministerio del Espíritu” lleva a su pleno desarrollo la personalidad del ministro. Se ejerce
con una gran libertad, el servicio no tiene nada de limitado, de reglas escrupulosas, ni de
píamente pasivo. Pablo empeña todos los recursos de su persona en una empresa que se abre al
infinito ante él. Ha entrado en la emancipación divina procurada por la Nueva Alianza y se
atreve, con todo lo que se le ha concedido en virtud de su misión confiada por Cristo, a cooperar
con Dios a la salvación de la humanidad.

Conclusión
En Pablo no se encuentra una doctrina organizada del sacerdocio, no se encuentra en él ni
siquiera una doctrina organizada de su misión apostólica de la que tiene una conciencia tan
viva. Sin embargo, sus escritos nos dan indicaciones de una concepción sacerdotal del sacrificio
de Cristo y de la naturaleza sacerdotal de la actividad del apóstol.
Por lo que respecta a Cristo, Pablo considera que en él los sacrificios de la Antigua Alianza
han conocido su cumplimiento supremo, porque Jesús se ha dado a sí mismo en su sacrificio,
tiene el papel de sacerdote, aunque no se pronuncie el título.
Por lo que se refiere al apostolado, Pablo utiliza expresamente el término “ministerio”, pero
se abstiene del vocabulario propiamente sacerdotal. Varias veces usa, no obstante, expresiones
que evocan la actividad cultual para designar su misión apostólica, es como un liturgo que
cumple una función sagrada y hace alusión al sacrificio de su vida que debe consumar el
ministerio. De este modo Pablo toma como modelo el pensamiento de su Señor, Jesús se había
mantenido lejano del sacerdocio levítico y de su estrecha perspectiva ritualista, había
inaugurado un nuevo sacerdocio de horizontes más extensos, que comporta el compromiso de
toda la persona.
Al definir su ministerio, Pablo le da el objetivo más amplio e incluye en él las funciones más
esenciales del sacerdocio ministerial.
Concibe su misión de evangelización como un ministerio de reconciliación que trae la
salvación y la remisión de los pecados y que beneficia a los hombres con la alianza instaurada
por Cristo. El anuncio de la palabra está acompañado de una función de dirección, porque Pablo
ejerce la autoridad sobre las comunidades cristianas con las cuales tiene vínculos particulares,
es consciente de ser el administrador de los misterios de Dios, se considera responsable del bien
espiritual de las comunidades y hace uso de su poder para dictar prescripciones o enderezar
situaciones comprometidas. Aunque el culto que rinde a Dios es esencialmente el culto espiri-
tual de su predicación, el ministerio de la alianza comporta además un aspecto ritual, Pablo
bautiza pocas veces, pero ha recibido la orden de Cristo de ofrecer en memoria suya el cáliz de
la Nueva Alianza.
Las tres funciones de anuncio de la palabra, de gobierno de la comunidad y de culto, sobre
todo eucarístico, están presentes, por tanto, en el ministerio de Pablo. El acento puesto sobre la
evangelización confiere a este ministerio un notable aspecto dinámico, no es necesario ver en
ello un obstáculo a la naturaleza sacerdotal del ministerio, sino más bien el indicio de la
ampliación de la noción de sacerdocio. La conciencia apostólica de Pablo es verdaderamente
una conciencia sacerdotal, conciencia de una misión que se sitúa en la prolongación de la
misión sacerdotal de Cristo.
En esta perspectiva el sacerdocio del apóstol se presenta como un sacerdocio que construye la
comunidad, Jesús había anunciado que mediante la vía del sacrificio edificaría un nuevo
templo. Pablo considera su misión como una tarea de edificación que contribuye al desarrollo
de la Iglesia y que está enfocada especialmente a levantar estos templos vivientes que son los
cristianos. Hay aquí una participación en la potencia creadora de Dios, gracias a la potencia del
Espíritu Santo que actúa en él (1Co. 2, 4). Teniendo conciencia de recibir todo lo que debe
comunicar a los demás, Pablo reconoce la nobleza de su ministerio considerándose como un
colaborador de Dios. En efecto, tiene su responsabilidad personal de administrador de los
misterios de Dios, no es un simple instrumento, sino una persona que pone su sello propio en
una labor llevada a cabo en unión con Dios. El ministerio sacerdotal empeña todos los recursos,
todas las fuerzas de la persona humana, desarrolla esta persona a través de su participación en el
sacrificio y en la obra salvadora de Cristo: “Llevamos siempre en nuestros cuerpos, por todas
partes, los sufrimientos de muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en
nuestro cuerpo... De modo que la muerte actúa en nosotros y la vida en vosotros” (2Co. 4, 10-
12).

CAPÍTULO V
SACERDOCIO COMÚN Y SACERDOCIO MINISTERIAL

En dos escritos del NT encontramos la afirmación expresa de un sacerdocio común para todo
el pueblo cristiano. Esta afirmación impone una distinción entre sacerdocio común y el
sacerdocio que ha sido conferido a “los Doce”. Esto permite comprender mejor el sentido del
sacerdocio ministerial en el cuadro de un sacerdocio más amplio, que pertenece a la condición
misma del cristiano.

I. LAS AFIRMACIONES EXPLÍCITAS DEL SACERDOCIO COMÚN

Las afirmaciones de la primera carta de Pedro y del Apocalipsis tienden a aplicar a los
cristianos la promesa dirigida por Yahveh al pueblo judío “seréis para mí un reino de sacerdotes
y una nación santa” (Ex. 19, 6). En el NT, esta expresión toma una plenitud de sentido.

1. En el Apocalipsis
En el Apocalipsis, tres textos afirman la participación de todos los creyentes en el reino
mesiánico terrestre.
- Jesucristo “ha hecho de nosotros un Reino de Sacerdotes para su Dios y Padre” (1, 6);
- la consecuencia de este principio es que los que han sido hechos “para nuestro Dios un
Reino de Sacerdotes” “reinan sobre la tierra” (5, 10).
- Los que tienen parte en la resurrección de Cristo “serán Sacerdotes de Dios y de Cristo
y reinarán con él mil años” (20, 6).
Se trata de una participación en el sacerdocio de Cristo, pero al mismo tiempo de una
consagración a Cristo, porque se hacen “sacerdotes de Cristo” al mismo tiempo que “sacerdotes
de Dios”, según una perspectiva que implica la afirmación de la divinidad de Jesús. Lo que
aparece es la cualidad real de este sacerdocio, la descripción pone el acento sobre el reino.
Ninguna otra actitud o actividad es mencionada, sino la que consiste en reinar con Cristo.
Lo que es nuevo, con relación a la perspectiva del Éxodo, es el papel central de Cristo. La
acentuación de la naturaleza real del sacerdocio resulta especialmente del título atribuido
expresamente a Jesucristo, “el Príncipe de los reyes de la tierra” (Ap. 1, 5). El sacerdocio
universal no es concebido ya solamente a partir de Dios y de su alianza, se funda totalmente
sobre Cristo sacerdote y rey.
¿En qué consiste, más precisamente, este sacerdocio? Según el contexto de los tres pasajes,
reside en una santidad conferida por el Redentor, Jesucristo “nos ha lavado con su sangre de
nuestros pecados” (Ap. 1, 5), ha rescatado para Dios, con el precio de su sangre, hombres de
toda raza, lengua, pueblo y nación (Ap. 5, 9), “dichoso y santo el que participa en la primera
resurrección, la segunda muerte no tiene poder sobre éstos” (Ap. 20, 6). La santidad coincide
con la liberación del pecado y de la muerte
Aquí, “sacerdote” significa la condición de vida ofrecida por el Redentor a la humanidad, la
participación en su santidad y en su vida gloriosa de resucitado. No se trata de ministerio,
ninguna indicación es dada sobre funciones sacerdotales.

2. En la primera carta de Pedro


En la primera carta de Pedro, la mención del sacerdocio real está un poco más desarrollada,
sobre la misma base del texto del Éxodo (19, 6): “también vosotros, cual piedras vivas, entrad
en la construcción de un edificio espiritual, para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios
espirituales, aceptos a Dios por mediación de Jesucristo” (2, 5). “Pero vosotros sois linaje
elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido, para anunciar las alabanzas de Aquel
que os ha llamado de las tinieblas a su admirable luz” (2, 9).
También aquí el sacerdocio está asociado a la realeza. Algunos exegetas reconocen, incluso,
una importancia más particular a esta realeza, traduciendo “una realeza, un sacerdocio”, es
decir, un grupo de reyes, un grupo de sacerdotes.
Sin embargo, el acento ya no está puesto, como en el Apocalipsis, sobre la realeza, ya no se
dice que los creyentes son llamados a reinar. Hablando de la ofrenda de sacrificios espirituales,
el autor de la carta se expresa desde un punto de vista propiamente sacerdotal. Mencio na la
actividad sacerdotal que se considera más esencial, la de ofrecer el sacrificio.
Sin embargo, la función sacerdotal consiste sólo en el desarrollo de la santidad personal, no
se trata de ejercer un ministerio en el interior de una comunidad para responder a las
necesidades espirituales de la comunidad. El sacerdocio reside en la consagración de todo el
pueblo cristiano, que ha sido objeto de favores divinos y que es “raza elegida”, “nación santa”,
“pueblo adquirido”. Estos términos son más o menos sinónimos de “cuerpo sacerdotal”, y sig-
nifican la santidad conferida en virtud del amor divino y de la obra redentora.
El pueblo sacerdotal es el pueblo de los salvados que, habiendo recibido la salvación, debe
desarrollar los efectos, o sea, que es llamado a “dejarse construir en morada espiritual”, debe
ofrecerse en sacrificio.
En la base de esta concepción del sacerdocio universal se encuentra la concepción de la
Iglesia como nuevo Israel. Es la Iglesia quien realiza las promesas descritas en Ex 19, 6, como
en Is 61, 6: “Y vosotros seréis llamados ‘sacerdotes de Yahveh’, ‘ministros de nuestro Dios se
os llamará”.
La Iglesia realiza estas figuras veterotestamentarias en contraste con la antigua alianza,
porque su sacerdocio está fundado sobre Cristo, y los sacrificios son ofrecidos por su mediación
para ser gratos a Dios. Sacerdocio y sacrificio son de orden espiritual “el sacerdocio santo” es
“casa espiritual”, y los sacrificios no son ya del género de las víctimas animales inmoladas en el
templo. Son sacrificios que no necesitan la intervención de un sacerdote para la inmolación. Su
cualidad espiritual implica la capacidad personal de ofrenda de todos los creyentes, pues un
sacrificio no puede ser ofrecido más que por aquel que hace el don de sí mismo.
Más precisamente, “los sacrificios espirituales” pueden ser definidos como una imitación
voluntaria por parte de los cristianos de la ofrenda sacrificial de Cristo Siervo sufriente que ha
pasado por el camino del sufrimiento para llegar a la gloria. Más adelante, el autor de la carta
justifica los sufrimientos que el cristiano debe tolerar, recordando el ejemplo supremo de Cristo
que ha muerto por nuestros pecados (1P. 3,17-18). Aplica el principio no solamente a las
persecuciones sino a toda clase de malos tratos. El compromiso de la participación en el
sacrificio de Cristo es puesto en relación con el bautismo (1P. 3,21), el efecto salvífico del
bautismo es atribuido a la resurrección de Cristo, pero el autor de la carta subraya
preferentemente la participación en el sufrimiento redentor como nota distintiva del
comportamiento cristiano. No detiene su pensamiento en la asociación con la gloría y la realeza
de Cristo, y prefiere poner en claro la asociación con el sacrificio sacerdotal.
Aun siendo un hecho personal de cada cristiano, la ofrenda de sacrificios espirituales es
comunitaria, como el mismo sacerdocio. El “sacerdocio santo” es corporativo, y la “morada
espiritual” es colectiva, no indica la simple inhabitación del Espíritu en cada creyente sino el
edificio de toda la Iglesia habitada por el Espíritu. Así, el sacerdocio del Espíritu reside en la
comunidad.
Con respecto a este carácter comunitario, es importante señalar que no se trata solamente de
una comunidad particular es la realidad de toda la Iglesia, la que es vista con la expresión “un
sacerdocio real”. Ella puede ser considerada en su totalidad, porque el autor la mira no
formándose a partir de comunidades locales sino fundada sobre Cristo y participando en el
sacerdocio y en el sacrificio de Cristo.
Además, el carácter comunitario de este sacerdocio ayuda a evitar toda confusión con el
sacerdocio ministerial, el texto no tiene intención, en absoluto, de dar indicaciones sobre el
ministerio que se ejerce en el seno de la comunidad. Únicamente afirma un sacerdocio que
pertenece colectivamente al conjunto de los cristianos.

II. LAS DEMÁS INDICACIONES DEL NUEVO TESTAMENTO

Los textos del Apocalipsis y de la primera carta de Pedro sobre el sacerdocio universal de los
creyentes son breves, poco desarrollados, nos proponen una imagen de este sacerdocio más que
una doctrina. Para saber si se deben ver simplemente como metáforas de orden secundario o
como la expresión concisa de un fondo doctrinal más amplio, es importante verificar en qué
medida estas menciones ocasionales encuentran un apoyo en otros textos del NT y, más
especialmente, en la enseñanza de Jesús.

1. En las cartas de Pablo


Si bien las cartas de Pablo no hablan en ninguna parte, con términos explícitos, de un
sacerdocio común, presentan una concepción de la vida cristiana que se orienta en esta
dirección.

a) En la Primera Carta a los Corintios


La 1Co. afirma la consagración fundamental de los cristianos, aplicándoles la imagen del
templo, muy análoga a la de “casa espiritual” (1P. 2, 5) “¿No sabéis que sois santuario de Dios
y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguno destruye el santuario de Dios, Dios le
destruirá a él; porque el santuario de Dios es sagrado, y vosotros sois ese santuario” (1Co. 3, 16-
17). El término “templo” es demasiado débil para traducir el término griego (naos), que designa
la parte más secreta del templo, el santuario donde Dios reside. El “vosotros” es ciertamente
individual, pero es colectivo al mismo tiempo, pues Pablo acaba de hablar de la edificación de
la Iglesia gracias a la obra de predicación “Vosotros sois edificación de Dios” (1Co. 3, 9).
Según esta misma carta, esta consagración concierne más particularmente al cuerpo del
cristiano “¿O no sabéis que vuestro cuerpo es santuario del Espíritu Santo, que está en vosotros
y habéis recibido de Dios, y que no os pertenecéis? ¡Habéis sido bien comprados! Glorificad,
por tanto, a Dios en vuestro cuerpo” (1Co. 6, 19-20). Así aparece que todo el ser del cristiano,
alma y cuerpo, en virtud de la obra redentora de Cristo es hecho un santuario. El cuerpo ha sido
comprado para llegar a ser templo del Espíritu Santo.
No se trata de una doctrina de importancia secundaria. Ella es esencial para la comprensión
de la vida cristiana y de la obra de la salvación. Es por lo que Pablo repite “¿No sabéis...?”. Los
corintios saben que son unos consagrados. Bajo este aspecto, la afirmación de un sacerdocio
universal es central, sin que el término “sacerdocio” sea empleado. La realidad aquí
considerada, independientemente de este término, es la de una consagración, de una pertenencia
a Dios.
Añadamos que la consagración descrita desborda la que caracterizaba al sacerdocio levítico,
está constituida por la presencia del Espíritu Santo, no está derivada de una simple disposición
institucional ligada a la pertenencia a la tribu de Leví, sino que ha sido obtenida por Cristo en su
obra redentora, lo que demuestra todo su valor.
La noción teológica que correspondería más exactamente a esta consagración es la de
carácter. En efecto, el carácter significa la profunda consagración del ser operada por la
iniciación sacramental a la vida cristiana. Se debe señalar, en san Pablo, el inicio del desarrollo
doctrinal que terminará en la afirmación del carácter. “Y es Dios el que nos conforta juntamente
con vosotros en Cristo y el que nos ungió, y el que nos marcó con su sello y nos dio en arras el
Espíritu en nuestros corazones” (2Co. 1, 21-22). Este sello impreso, que hace alusión al
bautismo, es igualmente mencionado en la carta a los Efesios, siempre en relación con la
presencia del Espíritu Santo en el cristiano (1, 13-14; 4, 30). Según esto, esta presencia
corresponde a la afirmación de que el cristiano es templo del Espíritu Santo, por otra parte, el
sello significa que el cristiano ha sido hecho propiedad de Dios. Así pues, del bautismo deriva
un estado de pertenencia a Dios, de consagración, el cristiano es un santuario donde habita el
Espíritu Santo, y esta consagración primordial es principio de un comportamiento que da gloria
a Dios.

b) En la Carta a los Romanos


La ofrenda de sacrificios espirituales, evocada por la carta de Pedro como objetivo del
“sacerdocio real”, encuentra en la carta a los Romanos un notable precedente “Os exhorto, pues,
hermanos, por la misericordia de Dios, a que ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima viva,
santa, agradable a Dios: tal será vuestro culto espiritual” (Rm. 12, 1). El cuerpo parece aquí
mencionado en virtud de la evocación del cuerpo de las víctimas animales. Lo que es ofrecido
en sacrificio es el ser humano, por esto, el culto es espiritual es la ofrenda de la persona, porque
“vuestros cuerpos” está en lugar de “vosotros mismos”. Literalmente, Pablo habla de “culto de
razón”, de modo que el culto espiritual no se refiere aquí especialmente al Espíritu Santo, sino
al espíritu humano sobre todo, sin que haya, por otra parte, ninguna oposición entre los dos,
pues la “renovación de vuestra mente” (12, 2) no puede provenir más que del Espíritu Santo. Lo
que hay de más noble en el hombre, la razón, es ofrecido a Dios, y, una ofrenda tal, supera todas
las oblaciones de víctimas materiales.
Esta ofrenda de naturaleza espiritual es la consecuencia del bautismo. Anteriormente, Pablo
había considerado expresamente al bautismo como inmersión en el misterio de la muerte y de la
resurrección de Cristo: “¿O es que ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús,
fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte,
a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del
Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva”. De donde resulta la recomendación: “no
hagáis ya de vuestros miembros armas de injusticia al servicio del pecado; sino más bien
ofreceos vosotros mismos a Dios como muertos retornados a la vida; y vuestros miembros,
como armas de justicia al servicio de Dios” (Rm. 6, 3-4.13).
En esta perspectiva, el bautismo no es simplemente una toma de posesión del ser humano por
Cristo, sino que sumerge a este ser en el sacrificio redentor, y en virtud de la inmersión en el
sacrificio exige una ofrenda personal. En este sentido, une a la persona con el acto sacerdotal
del Salvador y hace penetrar este acto en toda la vida humana. El acontecimiento del bautismo
es principio de una nueva existencia, comprometida en la ofrenda sacrificial de Cristo, esta
existencia se hace así un culto sacerdotal.

c) En la Carta a los Filipenses


A los Filipenses Pablo habla en términos sacrificiales de la fe de la comunidad, por su fe, la
comunidad ofrece un sacrificio, cumple una liturgia, la sangre del apóstol será entregada como
libación sobre esta ofrenda sacrificial, sobre esta liturgia de la fe (2, 17). Es una de las palabras
más profundas del apóstol sobre la fe, ésta no es una simple adhesión a la verdad, sino una
unión con Cristo que implica el sacrificio, la fe es el homenaje más fundamental de la persona
humana a Cristo, y este homenaje comporta un don radical de sí, superior a los sacri ficios del
Antiguo Testamento. La fe constituye el culto verdadero, la nueva liturgia cuyo valor no está en
la observancia de ritos sino en la ofrenda del espíritu. Ella implica el sacrificio que reemplaza al
sacrificio levítico.
Si el sacerdote es aquel que ofrece el sacrificio, cada cristiano posee, por tanto, un sacerdocio
que le permite ofrecer a Cristo el sacrificio de toda la profundidad de su persona, con una
adhesión de fe integralmente vivida. En esto, hay una espiritualización del culto, que testimonia
igualmente la alusión al martirio, consumación del sacrificio del apóstol “Y aún cuando mi
sangre fuera derramada como libación sobre el sacrificio y la ofrenda de vuestra fe”. Todo el
objetivo del ministerio sacerdotal es suscitar esta ofrenda sacrificial del cristiano, y el sacrificio
personal del apóstol concluye el sacrificio que reside en la vida de fe. Llamando a la fe “ofrenda
sacrificial” “liturgia”, Pablo considera que todo el culto sacrificial del AT encuentra su realidad
en la vida cristiana. Ya que la fe misma es sacrificio, todo en la existencia del cristiano es
ofrenda sacerdotal.
También el gesto de los Filipenses que, con el envío de Epafrodito, han querido llevar
asistencia a Pablo y le han hecho llegar una ayuda pecuniaria, es descrito como “sacrificio que
Dios acepta con agrado”, un “suave aroma” (Flp. 4, 18; Cf. 2, 30). La caridad, como la fe,
constituyeren adelante, el verdadero culto.
Se estaría tentado de hablar de imágenes y de metáforas, fe y caridad aparecen como la
ofrenda metafórica de un sacerdocio considerado como una imagen. En realidad, el
pensamiento profundo de Pablo va en sentido inverso. El AT comportaba un culto en “figuras”
(Cf. 1Co. 10, 6) y el auténtico cumplimiento de estas figuras se produce gracias a Cristo. Las
imágenes y metáforas del culto y del sacerdocio judío encuentran su realización en la nueva
alianza. Por tanto, fe y caridad son la realidad de lo que anteriormente no era más que un
anuncio prefigurativo.

2. En las otras cartas


En otros escritos del NT encontramos expresiones análogas con la aplicación del vocabulario
cultual a la vida cristiana.
En sus últimas recomendaciones la carta a los Hebreos presenta la fe y la caridad como
sacrificios que hay que ofrecer a Dios “Ofrezcamos sin cesar, por medio de él (Cristo), a Dios
un sacrificio de alabanza, es decir, el fruto de los labios que celebran su nombre. No os olvidéis
de hacer el bien y de ayudaros mutuamente, ésos son los sacrificios que agradan a Dios” (13,
15-16). Esta forma de hablar corresponde al pensamiento central de la carta, el culto judaico
que no era más que una imagen, una “sombra” (8, 5), encuentra su realidad en Cristo,
sacerdocio y sacrificio de la Antigua Alianza adquieren en él su sentido, su verdad esencial, su
valor. Por consecuencia, los verdaderos sacrificios son los que el cristiano ofrece a Dios por
medio de Cristo. Es decir, sin que la conclusión esté expresamente indicada, los cristianos
poseen una participación en el sacerdocio del Salvador, y ejercen este sacerdocio con la ofrenda
de su fe y de su caridad.
La carta de Santiago expresa una idea análoga de culto espiritual, al poner el acento sobre la
caridad y sobre la pureza, “La religión pura e intachable ante Dios Padre es ésta, visitar a los
huérfanos y a las viudas en su tribulación y conservarse incontaminado del mundo” (1,27). La
preocupación que inspira esta recomendación es la de una religión que demuestra su verdad con
una conducta práctica, va en contra de un legalismo superficial y de un ritualismo formalista.
En esta intención fundamental se reencuentra la oposición al sacerdocio cultual judío. Sin
embargo, esta oposición apenas sale de los horizontes del judaísmo, porque la insistencia en las
buenas obras es “típicamente judía”.

3. En la enseñanza de Jesús
¿La afirmación de un sacerdocio universal y de un culto espiritual encuentra apoyo en el
Evangelio? No puede encontrarse un fundamento de terminología para la aplicación universal
de los términos “sacerdocio” o “sacerdote”, según el testimonio evangélico, Jesús no se ha
servido nunca de estos términos para designar a los que se adherían a su mensaje, y no ha usado
un vocabulario propiamente sacerdotal para designar a aquellos que entran en el reino, ni para
definir la actividad cultual de ellos.

a) La nueva adoración del Padre


Si tomamos en cuenta no la terminología, sino la realidad considerada, el texto más
significativo es el coloquio con la samaritana “Pero llega la hora (ya estamos en ella) en que los
adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad” (Jn 4, 23). Esta declaración se
es una palabra decisiva en la historia religiosa de la humanidad. Jesús pone fin a una larga etapa
de esta historia, donde cultos particulares estaban ligados a lugares sagrados y donde surgían
conflictos de rivalidad entre santuarios nacionales. Justamente, la samaritana acababa de
recordar uno de estos conflictos, “Nuestros padres adoraron en este monte y vosotros decís que
en Jerusalén es el lugar donde se debe adorar” (Jn. 4, 20).
Jesús no reniega de la tradición en la que se sitúa la auténtica promesa de salvación y la
venida del Salvador. Recrimina una ignorancia en la base del culto samaritano y justifica el
culto judío, “Vosotros adoráis lo que no conocéis; nosotros adoramos lo que conocemos, porque
la salvación viene de los judíos” (4, 22).
Pero antes incluso de emitir este juicio sobre el pasado, donde, por otra parte, no se pronuncia
ninguna condena, él se pone por encima del debate describiendo la nueva etapa religiosa, la era
escatológica que se inaugura ya, en la que los antiguos cultos son superados, “Créeme, mujer,
que llega la hora en que, ni en este monte, ni en Jerusalén adoraréis al Padre” (Jn. 4, 21). El
culto sacerdotal judío, ligado al templo, va a perder su valor. Lo importante de esta declaración
no es que proclame la caducidad del culto samaritano sobre el monte Garizín, sino que anuncia,
al mismo tiempo, la caída del culto judío centrado en Jerusalén. Con esta declaración, es el
sacerdocio levítico el que pierde su razón de ser.
La declaración debe ser puesta en relación con el anuncio de la destrucción del templo y de
su reconstrucción en tres días de la que ya hemos subrayado la importancia. Anunciando un
nuevo templo, Jesús quiere hacer comprender que el nuevo sacerdocio no estará ya ligado a un
nuevo santuario sino a su persona. No considera solamente su sacerdocio personal, sino el
conjunto de la realidad sacerdotal y cultual. La palabra dirigida a la samaritana se sitúa en esta
perspectiva, aclarando más especialmente la naturaleza del nuevo culto.
El culto del futuro, que se inaugura ya ahora, tiene como característica ser una adoración al
Padre “en espíritu y en verdad”. Según el contexto del coloquio la expresión “en espíritu”
contrasta con las manifestaciones materiales del culto y atrae la atención sobre la actitud
profunda, la samaritana habría querido contentarse con un culto exterior que no requiriese el
compromiso de toda su persona. El culto en espíritu y en verdad exige de esta mujer un cambio
de disposiciones íntimas y una modificación de manera de vivir.
Las determinaciones del contexto inmediato no agotan el valor de la expresión “en espíritu y
en verdad”. La declaración tiene manifiestamente una perspectiva general, concierne a todos los
verdaderos adoradores y quiere definir la naturaleza universal del nuevo culto.
La expresión “en espíritu y en verdad” parece referirse a las disposiciones personales de los
que adoran al Padre, pero estas mismas disposiciones son debidas al influjo del Espíritu Santo,
y a la verdad revelada por Cristo y garantizada por su presencia.
En el caso de la samaritana, la “verdad” se ha manifestado con la intervención de Jesús. Él ha
llevado la luz divina sobre una situación humana concreta, y ha hecho participar a la mujer de la
verdad de Dios. Finalmente, se ha afirmado como el Mesías venido para enseñar todas las
cosas, y un Mesías que permanece, apropiándose el nombre divino “Yo soy” (4,26). Adorar al
Padre en verdad implica, pues, adorarlo en la verdad que es Cristo.
En cuanto al “espíritu”, había sido anunciado anteriormente con la promesa del agua viva,
símbolo del Espíritu Santo que Cristo viene a comunicar a la humanidad (4,14; Cf. 7,37-38).
Este Espíritu Santo no es sólo el Espíritu de verdad, sino que desarrolla todos los aspectos de la
vida cristiana, como lo sugiere la misma imagen del agua viva. Promover la adoración en
espíritu significa promover un culto que compromete a toda la persona con todas sus
actividades.
Igualmente hay que subrayar que este culto se dirige al Padre. La samaritana había dicho
simplemente “adorar” para designar el acto esencial del culto. Ella sobreentendía “adorar a
Dios”. Jesús no se contenta con esta mención y precisa quién es la persona hacia la cual debe
subir la adoración. Así revela la naturaleza filial del nuevo culto, la naturaleza de la adoración
está determinada, en efecto, por el Padre. Para poder adorar al Padre en cuanto Padre, hay que
mantener con Él relaciones filiales.
El nuevo culto se establece así a un nivel divino, es esto lo que sugiere la justificación del
culto “en espíritu y en verdad”. Este culto se funda sobre el hecho primordial que “Dios es
espíritu” (4, 24). Debe ser espiritual porque Dios es espiritual, debe ser a imagen de Dios
mismo. La adoración humana aparece como una participación en el ser o en el actuar de Dios.
Se comprende así que el culto se efectúa en la verdad de Cristo, que conoce y revela al Padre
y que le da un homenaje de Hijo, y en el don misterioso del Espíritu, que eleva al espíritu
humano al nivel del espíritu divino. El nuevo culto implica una entrada en el misterio trinitario,
el acceso al Padre por el Hijo en el Espíritu.
El espíritu comunitario de este culto no está expresado directamente en la palabra de Jesús.
En el coloquio con la samaritana es el aspecto personal el que está más expresamente puesto de
relieve, pero el debate se ha extendido a la oposición de dos comunidades cultuales, y
normalmente la respuesta de Jesús tiende a caracterizar la nueva comunidad cultual. La hora
que llega no es la de una individualización del culto con la desaparición de las antiguas
comunidades cultuales, sino la de la formación de una nueva comunidad de culto a un nivel
superior.
Esta nueva comunidad requiere, no obstante, una personalización más profunda del culto: el
culto “en espíritu y en verdad” no puede realizarse, como los cultos exteriores, por medio de un
representante que ocupa el lugar del pueblo y, en su nombre, hace llegar a Dios el homenaje de
todos. Es un culto en el que es necesario el compromiso de cada uno y donde cada uno asume la
responsabilidad de su ofrenda.

b) Rasgos distintivos del nuevo sacerdocio


Participación en la consagración de Cristo El nuevo culto del que Jesús habla a la samaritana
no podría ser independiente del nuevo sacerdocio que realiza en su persona. Este sacerdocio
comporta una consagración de todo el ser humano, cumplida en virtud del misterio de la
Encarnación. Es de esta santidad fundamental de la que Jesús quiere hacer participar a su
interlocutora.
Este culto no es accesible a las fuerzas humanas, por sí mismas, en aquellos que están en
situación de pecado. Pero Jesús se presenta como Salvador, ofrece a la samaritana el agua viva,
es decir, la vida divina del Espíritu Santo apta para purificar y para elevar sus disposiciones
íntimas. Por la santidad que le comunica, la hace capaz de adorar al Padre.
El culto nuevo no se reduce a una simple función, se funda sobre un estado de santidad o de
consagración recibido como participación de aquel del Salvador. Es un sacerdocio cuyo
objetivo no es un ministerio particular sino un comportamiento personal de adoración. Para
adorar al Padre en espíritu y en verdad, hay que estar santificado interiormente por el Espíritu
Santo, estar penetrado de la revelación de Cristo y animado de su vida filial. La vida humana
debe ser colocada bajo el dominio de la vida divina de la Trinidad.
Universalismo La universalidad del sacerdocio de adoración del Padre está subrayada
vivamente en el coloquio bajo dos puntos de vista.
Primeramente, hay una superación de todos los particularismos nacionales. En el Antiguo
Testamento era únicamente el pueblo judío el que debía constituir un “reino de sacerdotes”, una
“nación santa” (Ex. 19, 6). Según el tercer Isaías, el sacerdocio colectivo debe expresar,
también, la superioridad y la dominación del pueblo judío sobre las naciones extranjeras (Is. 61,
6). Jesús manifiesta claramente sus distancias con relación a los nacionalismos religiosos,
repudia todo privilegio reservado a Jerusalén. Discretamente indica el motivo más fundamental
del universalismo, es el Padre el que pide ser adorado, el sacerdocio universal une a todos los
que adoran al mismo Padre.
Otra superación aparece, igualmente, en este universalismo, la que concierne a la barrera de
los sexos. Esta barrera había aparecido con la reacción de la mujer a las primeras palabras de
Jesús, al mismo tiempo que su cualidad de samaritana, ella había subrayado su título de mujer.
Al trabar intencionadamente la conversación con ella, Jesús había querido abrir a la mujer a una
perspectiva religiosa nueva. No es casual que elija a una mujer para una declaración sobre el
culto nuevo. Quiere desterrar en este culto todos los prejuicios que habían reducido a la mujer a
una situación de inferioridad. El sacerdocio universal es accesible a la mujer no menos que al
hombre, ninguna discriminación se podría justificar en la adoración del Padre en espíritu y en
verdad.
Actividades Según el episodio, ¿qué actividades son atribuidas a este nuevo sacerdocio? Se
resumen en la adoración del Padre según el principio enunciado formalmente por Jesús.
Concretamente, esta adoración comienza a realizarse en la samaritana por la adhesión de fe a
Jesús, y por la difusión de esta fe.
La samaritana parece trastornada por su encuentro con Jesús ya que se va abandonando su
cántaro, se va al pueblo, está llena de un cierto entusiasmo que hace pensar que ha acogido la
revelación de Cristo. Es verdad que se limita a plantear la pregunta “¿No será el Cristo?”, esta
mujer hace la pregunta que orienta a sus oyentes hacia Jesús.
Contando el acontecimiento que acaba de vivir, la samaritana se comporta como testigo.
Difunde la Buena Nueva y lo hace de una manera convincente, contando cómo Jesús le ha
dicho lo que había hecho, es a su costa como quiere exaltar el maravilloso poder de Jesús.
Relación con la economía sacramental En el pensamiento de Jesús, tal y como nos ha llegado
por san Juan, el culto verdadero o el ejercicio del nuevo sacerdocio entra en el cuadro de la
economía sacramental.
Para adorar al Padre, en espíritu y en verdad, hay que vivir una vida espiritual que proviene
del Espíritu Santo y que implica un nuevo nacimiento, el que no nazca de agua y de Espíritu no
puede entrar en el Reino de Dios (Cf. Jn. 3, 5-6).
El culto “en espíritu” tiene su origen, pues, en el bautismo, por el nuevo nacimiento, se forma
un estado de consagración donde el ser humano vive bajo el dominio del Espíritu Santo. Como
este estado se manifiesta en un culto espiritual, merece el nombre de sacerdocio.
Además, la Eucaristía está destinada a desarrollar esta vida espiritual. Jesús subraya que su
carne dada como alimento y su sangre como bebida, son necesarias para este desarrollo. Pero
añade que se trata de la carne y de la sangre del Hijo del hombre subido al cielo, en un estado
glorioso donde están animadas por la vida del Espíritu Santo, “el espíritu es el que de vida; la
carne no sirve para nada” (Jn 6, 63). Las palabras que él ha dicho en su discurso eucarístico, es
decir, las realidades de las que ha hablado, “son espíritu y vida”. Carne y sangre de Cristo
actúan por el Espíritu Santo del que están llenas y comunican la vida eterna.
En conclusión, por una parte, el sacerdocio universal deriva del bautismo que inaugura una
vida “en espíritu” capaz de un culto en espíritu, por otra, para mantenerse y ejercitar el culto
espiritual, tiene necesidad de la Eucaristía.

III. REFLEXIÓN TEOLÓGICA SOBRE LOS DOS SACERDOCIOS: DIFERENCIAS Y RELACIONES MUTUAS

La afirmación de un sacerdocio común de los cristianos está presentada en la primera carta de


Pedro y en el Apocalipsis como el cumplimiento del anuncio del libro del Éxodo de un reino de
sacerdotes. Sin embargo, no es la simple aplicación de un oráculo profético, sino el resultado de
una enseñanza de Jesús, de la que se encuentran ecos significativos en las cartas de Pablo.
Queriendo un culto en espíritu y en verdad que tenga su origen en un nuevo nacimiento del
agua y el Espíritu, Cristo ha mostrado su intención de establecer un sacerdocio universal,
fundado sobre el bautismo. Sin emplear el término “sacerdocio”, anuncia un verdadero
sacerdocio, en el sentido de una nueva santidad formada por el Espíritu Santo, que hace, capaz,
de un culto.
Podemos determinar los trazos distintivos de este sacerdocio, de manera que comprendamos
mejor cómo ha sido concebido en la tradición y ha encontrado una expresión doctrinal en el
Vaticano II.

1. Diferencia entre sacerdocio universal y sacerdocio ministerial


Las expresiones “sacerdocio universal” y “sacerdocio ministerial” podrían prestarse a
confusión en el sentido de que el mismo vocablo “sacerdocio” podría sugerir una realidad
idéntica, con una simple diferencia de orden secundario. Pero si consideramos el dato
evangélico, debemos reconocer entre las dos realidades una profunda diferencia.
Hay una diferencia de misión en la Iglesia. Los doce que reciben el sacerdocio ministerial,
son encargados de cumplir una misión de pastores. Están investidos de una autoridad para anun-
ciar el evangelio, celebrar la Eucaristía, perdonar los pecados, dirigir a la comunidad.
Ciertamente, esta autoridad debe ejercerse como un servicio, a semejanza de la actitud adoptada
deliberadamente por el Hijo del hombre venido para servir, de aquí su nombre de ministerio,
que corresponde exactamente con la intención evangélica. Sin embargo, el servicio tiene un
carácter verdaderamente específico, no puede verse como un servicio entre otros. La misión de
pastor es esencial para la vida y para el desarrollo de la comunidad y es acompañada por
poderes de género único, que se ejercen en nombre de Cristo.
El sacerdocio universal juega, igualmente, un papel en la Iglesia, el culto en espíritu y en
verdad, con la ofrenda de sacrificios espirituales, reviste una importancia fundamental en la
existencia cristiana. Pero no está provisto de una autoridad comparable a la que había sido
conferida a “los Doce”, y no comporta una misión de pastor al servicio de la comunidad.
Incluso reconociendo a la cualidad de testigo todo su valor y descubriendo en ella una misión
con respecto a los cristianos y los no-cristianos, no se puede asimilar a un ministerio pastoral. El
hecho de que ciertos cristianos puedan, con su testimonio, ejercer un influjo superior al de
ciertos pastores, no atenúa, en absoluto, la diferencia radical en las misiones respectivas.
Para expresar, más adecuadamente todavía, la diferencia, hay que observar que no puede ser
reducida a un dilema, donde uno de los caminos excluiría al otro. Los que, como “los Doce”,
han sido destinados por Jesús a una misión pastoral no están dispensados, en absoluto, del culto
en espíritu y en verdad, ni del testimonio personal, La carga de pastor se añade a la condición
cristiana, sin excluir ninguna de sus implicaciones. El ejercicio del sacerdocio ministerial
presupone el ejercicio del sacerdocio universal.
Además, la diferencia no concierne solamente a la misión. Al mismo tiempo se refiere al
estado de vida, Jesús ha pedido a los Doce la renuncia a todo lo demás para seguirle.
Llamándoles a un abandono de la familia, de los bienes materiales y del oficio, ha fundado un
estado de vida que, de ninguna manera, es pedido a los que simplemente son llamados a creer
en él y adherirse a la Iglesia. Este estado no es propio exclusivamente de “los Doce”, es pedido
a todos los que son llamados “discípulos” en los evangelios, igualmente es vivido por las muje -
res que siguen a Jesús. Pero si hay una extensión más amplia, este estado de más completa
consagración es requerido especialmente por el sacerdocio ministerial, hemos observado que al
anunciar a los apóstoles la autoridad que les será dada sobre el reino, Jesús hace alusión al
abandono total al que han consentido para consagrarse a él (Mt. 19, 28; Lc. 22, 28-29). Es el
fundamento de la consagración sacerdotal, que se manifiesta por el estado de celibato, de
pobreza evangélica y la renuncia al oficio profano. Tanto por la consagración como por la
misión, la diferencia es radical entre sacerdocio universal y sacerdocio ministerial. Se entiende
por qué el Vaticano II ha declarado que es una diferencia de naturaleza y no solamente de grado
(Cf. LG 10 “El sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico, aunque
diferentes esencialmente y no sólo en grado, se ordenan, sin embargo, el uno al otro…).
Es verdad que los dos sacerdocios derivan de Cristo. Pero esta derivación tiene lugar según
aspectos esencialmente diferentes “El sacerdocio de Cristo es participado tanto por los ministros
sagrados cuanto por el pueblo fiel de formas diversas” (LG 62).
Hemos descubierto, en el Jesús del Evangelio, las dos características del sacerdote, el hombre
de lo sagrado y el ministro, por este título, él es el prototipo del sacerdocio ministerial, con la
consagración completa de su vida humana y con su misión de pastor. El estado de santidad
instaurado por el bautismo es una participación inicial, más limitada, de la consagración de
Cristo, y el culto espiritual con la ofrenda de sacrificios personales reproduce, no propiamente
la entrega pastoral de Cristo, sino su actitud de ofrenda filial al Padre. La fuente común de los
sacerdocios asegura su unidad y su armonía, sin suprimir su diferencia.

2. Relación entre los dos sacerdocios


La relación entre los dos sacerdocios no es la de la producción de uno por el otro. Se podría
preguntar si el sacerdocio ministerial no es una estructura que el sacerdocio universal se da a sí
mismo, el resultado de un desarrollo o de una especificación del sacerdocio común. En efecto,
la comunidad tiene necesidad de un ministerio, y se habría podido concebir que ella edifica,
sobre la base de su propio sacerdocio, un ministerio que responde a las necesidades de su vida y
de su expansión.
Pero manifiestamente, no es tal la relación establecida por Cristo. Jesús no ha comenzado por
instituir una comunidad provista del sacerdocio universal confiándole el cuidado de establecer
su ministerio y de designar sus ministros. Ha propuesto a todos los oyentes de su mensaje entrar
por la fe en su reino, y al mismo tiempo, él mismo ha instituido un sacerdocio ministerial
constituyendo a “los Doce” y confiándoles el poder de dirección sobre su Iglesia. Esta
institución expresa del sacerdocio ministerial aparece, incluso, con más claridad que la voluntad
de hacer participar al conjunto de los cristianos de su sacerdocio. Jesús ha mostrado sufi -
cientemente que aquellos a los que llamaba a un ministerio sacerdotal, recibían, directamente de
él, su misión y todos sus poderes.
Todo intento de considerar al sacerdocio universal como el origen del sacerdocio ministerial,
o como la realidad fundamental de la que el ministerio sería una emanación, no podría, pues,
conciliarse con la voluntad fundacional de Cristo tal y como aparece en el dato evangélico. Los
dos sacerdocios han sido establecidos simultáneamente por Cristo, como dos aspectos de la vida
de la Iglesia, teniendo los dos su origen inmediato en él mismo.
Proviniendo de la misma fuente y destinados ambos al bien de la Iglesia, no puede dejar de
haber entre ellos una relación de coordinación, “se ordenan el uno al otro”, dice el Vaticano II
(LG 10).
Si tratamos de precisar, según las palabras de Jesús, el sentido de esta relación,
reencontramos la declaración sobre el Hijo del hombre venido no para ser servido sino para
servir, y dado como ejemplo a aquellos que ejercen la autoridad en la Iglesia (Mc. 10, 45).
Estando al servicio de todos, el sacerdocio ministerial tiene el fin de favorecer el ejercicio del
sacerdocio universal. Hay relaciones mutuas, pero la relación de finalidad existe, exclusiva-
mente, en beneficio del sacerdocio universal, el sacerdocio ministerial no puede constituir un
fin en sí mismo, y el sacerdocio universal no está destinado a servirlo. El sacerdocio ministerial
“forma y dirige el pueblo sacerdotal” y para ofrecer en su nombre el sacrificio eucarístico es por
lo que existe la “potestad sagrada” del sacerdote, dice el concilio (LG 10: “El Sacerdocio
ministerial, por la potestad sagrada de que goza, forma y dirige el pueblo sacerdotal,
confecciona el sacrificio eucarístico en la persona de Cristo y lo ofrece en nombre de todo el
pueblo de Dios”. “Los ministros que poseen la sacra potestad están al servicio de sus hermanos,
a fin de que todos cuantos pertenecen al Pueblo de Dios y gozan, por tanto, de la verdadera
dignidad cristiana, tendiendo libre y ordenadamente a un mismo fin, alcancen la salvación” (LG
18). Por lo que respecta a la finalidad, se debe admitir una dependencia total del sacerdocio
ministerial con respecto al sacerdocio universal.
¿En qué sentido el sacerdocio universal puede decirse “ordenado” al sacerdocio ministerial?
En el sentido de que no se puede ejercer más que en cooperación con él. Es lo que aparece, más
especialmente, en la Eucaristía. “Los fieles, en cambio, en virtud de su sacerdocio regio,
concurren a la ofrenda de la Eucaristía, y lo ejercen en la recepción de los sacramentos, en la
oración y acción de gracias, mediante el testimonio de una vida santa, en la abnegación y
caridad operante” (LG 10). En la celebración eucarística, los cristianos se ofrecen
personalmente uniéndose a la ofrenda de Cristo, pero esta ofrenda se realiza a través del
ministerio del sacerdote. Una cooperación análoga está implicada en toda la vida sacramental.
También se verifica en la actitud de fe, que se expresa en unión con la autoridad docente de la
Iglesia, la caridad y el testimonio apostólico se desarrollan, también, bajo la dirección del
ministerio sacerdotal, ministerio de unidad y de reconciliación.
En consecuencia, lo que está excluido es una autosuficiencia del sacerdocio universal que
pretendiera ejercerse independientemente del sacerdocio ministerial. Incluso en el caso del
matrimonio, en el que los esposos son los ministros del sacramento, el vínculo con el sacerdocio
ministerial permanece esencial, es en virtud del bautismo como pueden administrarse
mutuamente el sacramento, y la bendición del sacerdote se requiere sobre el intercambio de
consentimientos. De una manera general, el sacerdocio universal no puede ejercerse más que en
conformidad con la estructura que Cristo ha querido para la Iglesia, las funciones profética,
cultual y apostólica de los laicos, fundadas sobre los sacramentos del bautismo y de la
confirmación, no pueden desarrollarse más que poniéndose de acuerdo con el ministerio
pastoral y reconociendo su autoridad. Esta condición no disminuye el campo de autonomía ni
las posibilidades de iniciativa del laicado, la presencia del ministerio sacerdotal, lejos de
restringir la vitalidad del sacerdocio universal, tiende a promoverla, orientándola por el camino
de la fecundidad.

3. La Encarnación redentora y las dos formas de sacerdocio


¿Cómo explicar la doble forma que toma el sacerdocio cristiano? Puesto que el sacerdocio
común y el sacerdocio ministerial son participaciones en el sacerdocio personal de Cristo, es el
misterio de la Encarnación redentora el que hay que escrutar, para comprender mejor su
existencia y su sentido.

a) La Encarnación redentora y el sacerdocio común


La Encarnación ha implicado para la naturaleza humana de Jesús una consagración integral.
Esta naturaleza era la del Hijo de Dios, de tal manera que estaba enteramente animada por la
persona divina. La consagración, que significa pertenencia del hombre a Dios, se verificaba de
una manera única y excepcional en la humanidad de Jesús. Todo lo que era humano en el niño y
en el hombre de Nazaret, era propiedad de Dios.
Esta consagración primordial estaba destinada a desarrollarse por el sacrificio redentor y a
terminar, por la glorificación del Salvador, en un estado superior donde la naturaleza humana
estuviera llena de vida divina. El objetivo de la Encarnación redentora era la formación, en
Cristo, del prototipo definitivo de la santidad que debía difundirse en el mundo. El resucitado
comunica a la humanidad la vida divina de la que ostenta la plenitud.
Por el bautismo el misterio de la Encarnación encuentra una prolongación en la vida
individual del cristiano. El bautizado es consagrado a imagen de Cristo, su existencia humana es
colocada bajo el dominio divino. Así, participa en la consagración sacerdotal del Hijo de Dios
encarnado.
Al mismo tiempo, está llamado a participar en el culto sacerdotal del Hijo, culto filial que
ofrece totalmente al Padre, en espíritu y en verdad, y que se consuma con el sacrificio.
Cualquiera que sea la forma de este sacrificio, se trata de un culto que implica el don más
profundo de sí y que se extiende a todos los aspectos de la existencia. Si la actividad del
sacerdocio común ha sido definida, sobre todo, por la ofrenda de “sacrificios espirituales”, es en
razón del misterio de la Encarnación redentora. Por su sacrificio, Jesús ha testimoniado el poder
que el Padre ejercía sobre toda su vida terrestre, es en éste momento cuando ha vivido hasta el
fin su consagración. Los cristianos también están destinados a vivir, cada uno a su manera, a
veces exteriormente pero siempre interiormente, el sacrificio sacerdotal de la cruz. El
sacerdocio común expresa, pues, la plenitud de santidad conferida por Cristo a todos los
miembros de su Iglesia. Esta santidad comporta una divinización de la vida humana, sería
imposible que una consagración más alta fuera otorgada al hombre, esta santidad compromete a
todas las fuerzas de la persona en el don y en el sacrificio, así como suscita una valoración de
todo lo humano en el sentido del amor.
Se debe añadir que el sacerdocio común prolonga la Encarnación redentora bajo su aspecto
de testimonio. Cristo ha sido en toda su vida, y más especialmente en su sacrificio, el testigo de
la verdad del amor. Los cristianos son conducidos, por su sacerdocio, a reproducir este
testimonio. Desde este punto de vista, el sacerdocio común tiene un objetivo apostólico o
misionero.
En esta perspectiva, se puede recordar que el sacerdocio del pueblo judío había sido
considerado como un ministerio hacia las otras naciones (Is. 61,6). Si bien la intención de esta
afirmación había sido anunciar los provechos que Israel percibiría de esta situación privilegiada,
podemos entender el inicio de una orientación que tomará todo su sentido con el sacerdocio de
Cristo. El sacerdocio común de los cristianos debe contribuir a la santificación del mundo. La
ofrenda de sacrificios espirituales no tiene solamente un objetivo de perfección individual,
constituye una intercesión en favor de todos los hombres, al mismo tiempo que forma un
testimonio para los más cercanos o de alcance más amplio. En este sentido, los bautizados son
sacerdotes de la humanidad, sacerdotes cuyo culto personal beneficia a todos. El sacerdocio
común tiende a elevar la santidad del universo.
Por fin, es por el misterio de la Encarnación redentora como se justifica el acento puesto
sobre la naturaleza comunitaria del sacerdocio común. Este sacerdocio es uno, porque es
resultado de la única persona de Cristo, y porque el sacrificio redentor ha reconstruido la unidad
de la humanidad dividida por el pecado. El sacerdocio de Cristo se ha ejercido en el sacrificio
como ministerio de reconciliación, y cuando se comunica a los cristianos, es necesariamente
como fuerza de unidad superior a todas las divisiones. El sacerdocio es común, no solamente
porque pertenece a cada bautizado, sino por el hecho de que establece un vínculo de unión y
reconciliación entre todos los que han recibido el mismo bautismo en Cristo.
Por esto, el sacerdocio común no puede ser comprendido como una exaltación de la
personalidad individual a expensas de la armonía comunitaria. El poder sacerdotal no puede
ejercerse por cada uno independientemente del de los otros bautizados ni del sacerdocio
ministerial de los sacerdotes. No se desarrolla auténticamente más que en la medida en la que
fortifique la solidaridad y la armonía de la comunidad.

b) La Encarnación redentora y el sacerdocio ministerial


Si la Encarnación redentora se prolonga en el sacerdocio ministerial, es porque Cristo no ha
sido simplemente el modelo de vida de cada cristiano. El Hijo de Dios se ha hecho hombre para
ser el jefe de la humanidad, como consecuencia del sacrificio ofrecido por todos los hombres,
ha sido constituido Cabeza del Cuerpo Místico. Con este título, ejerce un poder de salvación y
de divinización, según la doctrina de la carta a los Hebreos, es sacerdote celeste que intercede
sin cesar por nosotros, y según las indicaciones más generales del Nuevo Testamento, es el
Señor, “sentado a la derecha” del Padre, que conduce y santifica a los hombres. Durante su vida
terrena, Jesús ha reivindicado el poder de perdonar los pecados, así como también la autoridad
de enseñar la doctrina y la cualidad de buen pastor. Aunque ha declarado ejercer su autoridad
como un servicio, nunca ha renunciado a su propio poder. En virtud de la Encarnación, tenía
una posición de jefe y en el sacrificio redentor se comporta como Salvador, cuyo poder se
revela como amor.
En esta cualidad de jefe y de pastor, ha querido ser representado por ciertos hombres en la
comunidad que fundaba, con el fin de que su misión de Salvador se prolongue en su Iglesia por
una mediación especializada. Como poseedor de la autoridad sobre su rebaño, no podía servir
de modelo a cada cristiano ni de prototipo del sacerdocio universal. Pero, con este titulo, es el
prototipo del sacerdocio ministerial. Sus apóstoles han recibido, como modelo a imitar al Hijo
del Hombre venido para servir. Por medio de ellos, el misterio de la Encarnación redentora
continúa manifestándose en la Iglesia como ministerio del pastor que enseña, realiza el
sacrificio eucarístico, perdona los pecados y dirige la comunidad.
Como ya habíamos observado, el sacerdocio ministerial se distingue del sacerdocio universal
por la consagración y por la misión. Bajo estos dos aspectos, el sacerdocio ministerial se enraíza
en la encarnación redentora.
Cristo ha pedido a los doce una consagración más completa y, por esto, más semejante a la
suya, al pedirles dejarlo todo para seguirle. Por esto, los ha asociado más estrechamente a su
Encarnación, queriendo que en ellos el dominio divino sobre la existencia humana fuera más
absoluto, y que estén más próximos a todos los hombres y sean capaces de servirlos mejor.
Nadie ha sido tan profundamente hombre como Él que era Dios, nadie ha estado tan próximo a
todos los hombres como él, Cristo ha querido comunicar, a la vez, a los sacerdotes esta
pertenencia del hombre a Dios y esta proximidad a los asuntos de todos los hombres. También
con la renuncia a la familia y a las posesiones terrestres se realiza esta apertura más universal de
la Encarnación.
Por otra parte, la consagración de los sacerdotes les une especialmente al misterio redentor de
Cristo, por el hecho de que Jesús ha acabado su consagración en el sacrificio, aquellos a los que
comunica su poder de pastor son llamados a verificar la definición del Buen Pastor, que da su
vida por sus ovejas. Los sacerdotes no pueden limitar su ofrenda sacrificial al cumplimiento
ritual de la Eucaristía, deben comprometerse plenamente en el don total de sí que implica esta
Eucaristía para su vida personal. Su compromiso en el sacrificio no es solamente el que se
requiere de cada cristiano, en virtud del sacerdocio universal, sino el que es exigido de manera
más completa, todavía, por la consagración específicamente sacerdotal.
En cuanto a la misión del sacerdote, es integralmente una expresión de la Encarnación
redentora bajo el aspecto pastoral. La Encarnación se revela aquí porque los poderes atribuidos
a los sacerdotes, por ser ejercidos en el nombre de Cristo, son poderes divinos, poder de
transmitir la verdad revelada con autoridad, poder de repetir la ofrenda sacrificial de Cristo en la
Eucaristía, poder de perdonar los pecados y de comunicar la santidad de Cristo, poder de guiar a
la comunidad y de promover el desarrollo de un reino que es el de Dios. El sacerdote aparece
como el hombre de Dios, el hombre en el que Dios actúa con una particular potencia.
El ministerio sacerdotal también actualiza la redención, por razón del vínculo indisoluble
establecido por Cristo entre “servicio” y “sacrificio”. Prolongar este servicio del Hijo del
hombre y ponerlo a disposición de los hombres de todos los tiempos y de todos los lugares, es
prolongar al mismo tiempo el sacrificio liberador. Todos los aspectos del ministerio sacerdotal
están marcados por una nota sacrificial, el sacerdote no puede comunicar la verdad y la vida de
Cristo, ni vivir su amor pastoral, sin un profundo compromiso en el camino de la cruz.
Para la vida de la Iglesia, Cristo ha querido e instituido una doble prolongación de su
Encarnación redentora bajo las cualidades respectivas que reunía en su persona, como modelo
de la santidad de todo ser humano y como pastor de la comunidad.

CAPÍTULO VI
LA NATURALEZA DEL MINISTERIO SACERDOTAL

La diferencia esencial que existe entre el sacerdocio universal y el sacerdocio ministerial


requiere una aclaración sobre la naturaleza del ministerio. Hemos observado que la diferencia
entre los dos sacerdocios no se encuentra exclusivamente en la función o misión, comporta una
distinción en la consagración. Pero aquí concentramos nuestra mirada sobre el ministerio del
sacerdote, con el objeto de determinar con más precisión en qué consiste. ¿Qué es lo que
constituye la nota específica de éste ministerio?

I. LA BÚSQUEDA DE LA NOTA ESPECÍFICA DEL MINISTERIO

Puesto que son tres las funciones tradicionalmente reconocidas en el ministerio sacerdotal,
los ensayos para descubrir su nota específica se diversifican según la prioridad atribuida a cada
una de las funciones: anuncio de la palabra, función cultual o sacramental y gobierno pastoral.
En torno a cada una de estas funciones los teólogos se han esforzado por comprender el sentido
más fundamental del ministerio. No se puede limitar la definición del ministerio a las tres
funciones, la reflexión teológica debe buscar dónde reside la unidad de estas funciones, elaborar
una síntesis a partir de un principio que aclare toda la multiplicidad de las actividades
sacerdotales.

1. La posición del Concilio de Trento


El Concilio de Trento define que el sacerdocio del NT es “poder de consagrar y de ofrecer el
cuerpo y la sangre verdadera del Señor” al mismo tiempo que puede “perdonar y retener los
pecados”1. Enuncia el principio de que “sacrificio y sacerdocio están unidos en virtud de una
ordenación divina”. Y que la unión se verifica tanto en el NT cómo en el AT. Cristo nuestro
Señor ha instituido el sacerdocio y “ha dado a los Apóstoles y a sus sucesores en el sacerdocio,
el poder de consagrar, de ofrecer y de distribuir (“administrar”) su cuerpo y su sangre, como
muestra la Sagrada Escritura y como lo ha enseñado siempre la tradición de la Iglesia católica” 2.
En el capítulo sobre el sacramento del orden, Trento no menciona el poder sacerdotal de
predicar y de enseñar. En el canon, se limita a afirmar que el sacerdocio no es solamente oficio
y simple ministerio de predicar el Evangelio, y a rechazar la opinión según la cual los que no
predican no son sacerdotes. No excluye del sacerdocio el ministerio de la predicación, pero
subraya que el sacerdocio no consiste únicamente en este ministerio.
En el curso de los trabajos del Concilio, se trató a veces la cuestión de afirmar, de una manera
más positiva, la predicación de la palabra como perteneciente al ministerio del sacerdote. En
1547, un proyecto de canon elaborado para condenar la proposición luterana que reducía el
sacerdocio a la predicación, había incluido expresamente una adición según la cual los

1
Trento, Sesión 23, canon 1, en: DS 1771.
2
DS 1764.
sacerdotes deben predicar a los pueblos que les son confiados la palabra de Dios y proveerles
con el alimento de una doctrina sana y saludable. Pero este canon no fue tomado en
consideración, no porque este deber hubiera sido rechazado, sino debido a la oposición de
aquéllos que no querían que el Concilio hablase de predicación sin mencionar explícitamente la
misión.
Más tarde, en 1562, en el primer proyecto del capítulo doctrinal, una comisión había
afirmado que no se podía negar que el ministerio de la palabra convenía también a los
sacerdotes, si bien precisando que los sacerdotes que no ejercen este ministerio no dejan de ser
sacerdotes. Esta afirmación no fue incluida en la redacción final.
Los teólogos y los Padres del Concilio de Trento admitían el ministerio de la palabra como
perteneciente a las funciones sacerdotales y su convicción se manifiesta en el canon según el
cual el sacerdocio no puede ser reducido a este único ministerio. Su preocupación dominante
fue reaccionar contra la postura de Lutero, por eso su enseñanza fue elaborada con este objetivo.
La intención del Concilio no fue la de enumerar las funciones sacerdotales, ni la de darnos
una síntesis doctrinal sobre el sacerdocio. De sus afirmaciones no se puede sacar una definición
del ministerio sacerdotal por la función sacrificial. Trento no quiso identificar el sacerdocio con
él solo poder de celebrar la eucaristía. El problema de una unificación de las fun ciones
sacerdotales bajo una sola cualidad, no fue tratado en consideraciones que tendían simplemente
á reafirmar la doctrina tradicional sobre los puntos contestados. Después se hicieron reproches
al Concilio de Trento referentes a las insuficiencias de la presentación doctrinal del sacerdocio,
especialmente por haber descuidado el ministerio de la palabra. Estos reproches no tienen en
cuenta la finalidad de las declaraciones conciliares, que querían ser simplemente respuesta a la
contestación de aquel tiempo. Tales reproches valen más para los teólogos que del Concilio han
querido sacar una doctrina completa del sacerdocio. Lo que es necesario retener del Concilio,
son los elementos doctrinales especialmente definidos, en todo su valor, integrándolos en un
conjunto más amplio.

2. Definición del ministerio por la función sacrificial


No sorprende que el acento puesto por Trento sobre el vínculo entre sacerdocio y sacrificio
haya favorecido el desarrollo de una tendencia a definir el ministerio sacerdotal por la función
sacrificial.
En una discusión sobre la naturaleza del sacerdocio, Congar 3 expresa ante todo sus reservas
respecto a aquéllos que definen el sacerdocio por la cualidad de mediación, duda que la
mediación esté implicada necesariamente en todo sacerdocio, y sobre todo estima insuficiente la
idea de mediación para definir el sacerdocio. Descarta igualmente la definición del sacerdocio a
partir de la consagración, como si fuera más un esfuerzo de expresar la espiritualidad del
sacerdote que el sacerdocio mismo. Retiene como más adecuada la idea de sacrificio, si hay
mediación, está cualificada por el sacrificio.
Para fundar esta afirmación, recurre al testimonio bíblico, la índole sacerdotal de Jesús está
sugerida a partir de su cualidad de víctima, y la carta a los Hebreos define expresamente el
sacerdocio por la función sacrificial. En la tradición, san Agustín relaciona el sacerdocio con el
sacrificio, “puesto que hay sacrificio, hay sacerdote”4. Santo Tomás declara que el oficio de
3
Y.M.J. CONGAR, Jálons pourune théologie du laicat, París 1953, pág. 196-200.
4
SAN AGUSTÍN, Confesiones, X, c. 43, n. 69.: (Su expresión es: ideo sacerdos, quia sacrificium”); Enarraciones en Salmos, Salmo
130, n. 4. (Su expresión es: si nullum sacrificium, nullus sacerdos).
sacerdote consiste sobre todo en la ofrenda del sacrificio 5, y más vigorosamente todavía, en el
comentario a la carta a los Hebreos, que Jesús es sacerdote porque se ha ofrecido a Dios Padre.
De ahí resulta la definición del sacerdocio “como la cualidad que permite presentarse delante
de Dios para obtener su gracia y por tanto su comunión, con la ofrenda de un sacrificio que le
sea agradable”. Es, pues, el sacrificio expiatorio o propiciatorio lo que determina la función
sacerdotal6.

3. Definición del ministerio por la Palabra


Antes del Vaticano II, se había manifestado entre ciertos teólogos la tendencia a revalorizar
el ministerio de la palabra. ¿Cómo concebir la armonía en esta dualidad de funciones? J.
Lécuyer ha tratado de fundarla sobre la dualidad del episcopado (ordenado a la palabra) y del
presbiterado (ordenado al sacrificio). Su opinión concilia dos orientaciones de la definición del
sacerdocio, aplicando una al presbiterado (poder de ofrecer el sacrificio) y la otra al episcopado
(testimonio y ministerio de la Palabra). Se le puede preguntar si conviene definir el episcopado
por el ministerio de la Palabra y el presbiterado por la relación al sacrificio y a la administración
de los sacramentos.
Es normal, en todo caso, que se trate de superar la dualidad buscando un principio unificador.
Algunos han pensado encontrar este principio unificador en la Palabra misma, enlazando ahí el
ministerio sacramental, el sacerdote tiene la misión de proclamar la Palabra y por consiguiente,
rehacer los signos por los cuales la Palabra divina realiza aquello que expresa. En esta dirección
se orienta K. Rahner reconoce la dualidad de funciones, el sacerdocio oficial de la Iglesia es
cultual y profético en una unidad interna, implicándose estos dos elementos esencialmente uno
al otro, pues lo profético nace de lo cultual y es lo único que puede realizarlo plenamente 7,
añade, sin embargo, que el carácter existencial del sacerdocio no estaba determinado por el
elemento cultual sino por el elemento profético, sólo éste último reivindica toda la existencia
del hombre y, por cierto, de una manera totalmente nueva8.
En un estudio posterior, propone una definición, ya no solamente de la existencia sacerdotal,
sino de la esencia del sacerdocio, a partir de la palabra. El punto de partida de tal definición
debe ser una idea simple, inteligible por la lectura de la Biblia y adecuada a la sensibilidad del
hombre de hoy. Se la encuentra en la palabra confiada a la Iglesia, que tiene como carácter
fundamental ser un acontecimiento, producir aquello que significa. Se pueden distinguir
diversos grados de intensidad, de los cuales el más elevado se verifica en el sacramento.
Desde entonces se presenta la definición: “El sacerdote es el heraldo de la Palabra de Dios,
pero con esto de específico, que él está ordenado a una comunidad (real o por lo menos
potencial), y que es investido de éste ministerio por toda la potencia de la Iglesia, llegando a ser
así el heraldo oficial de la Palabra de Dios hasta tal punto que esta Palabra le es confiada con
los más altos grados de intensidad que ella alcanza en el orden sacramental. Para decir las cosas
más simplemente, él es el anunciador del Evangelio en el nombre de la Iglesia y en virtud de su

5
SANTO TOMÁS, Summa Theologie, III q. 22, a. 4.: (Su expresión es: “in sacrificio offerendo potissime sacerdotis consistit officium”)
6
Y.M.J. CONGAR, Jálons pourune théologie du laicat, París 1953, pág.200. Aunque luego su pensamiento evoluciona, en el sentido de
una más amplia concepción del sacerdocio, reconociéndole, en su ministerio, la importancia de la Palabra.
7
Cf. K. RAHNER, Existnece sacerdotale, en: Le Pretre et la Paroisse, Burges 1968, pág. 103.
8
Cf. Ibid, pág. 111-112.
misión. El lo es en el modo supremo en el cual se realiza esta Palabra, el de la celebración
eucarística...”9.
Más radical es la posición adoptada por D. Olivier, el cual afirma que el rostro tridentino del
sacerdote está caducado, y admite el fundamento de la crítica hecha por Lutero a la teología
clásica del sacerdocio ministerial. Desea que se reconozca en el sacerdote el ministro de la
Palabra. En efecto, con el Vaticano II, la Iglesia católica tendría en adelante con las Iglesias de
la Reforma una base común, la concepción del sacerdote ministro de la Palabra de Dios. El altar
no puede ser la piedra angular de una teología del ministerio de la salvación. En la era de los
potentes medios de comunicación social, que nosotros conocemos, la realidad sobre la cual es
necesario construir es la palabra, la Palabra de Dios. Sólo ella puede fundar un ministerio
plausible en una sociedad que se quiere existencial y que es tan poco sacra.
Olivier quiere rechazar la doctrina del sacerdocio ministerial y apoyar un replanteamiento en
virtud de la idea de un ministerio no sacerdotal: el ministro no posee un aumento de ser
sacerdotal. El acento puesto sobre la Palabra está unido, en esta teoría, a la doctrina luterana
según la cual el “sacerdocio” de los “sacerdotes” no es más que un ministerio. Es Lutero quien,
en la Iglesia, representa la fe auténtica del Evangelio, desconocida por el Concilio de Trento. El
ministerio de la salvación, en el Nuevo Testamento, y ya en Cristo, es claramente un ministerio
de la Palabra de Dios. Esta es la postura de Olivier10.
Por su parte, S. Dianich define el ministerio como carisma de la palabra que engendra, de tal
suerte que de este carisma derivan las diversas funciones del sacerdote. El anuncio de la
palabra, formando la comunidad, está en el origen de la responsabilidad pastoral y, por otra
parte, el “ministerio sacerdotal de los ritos” debe ser comprendido según el sentido de la
liturgia, como celebración o transposición ritual de la Palabra11.

4. Definición del ministerio por la función de gobierno


En otra dirección se orienta W. Kasper, cuando busca el punto de partida de una comprensión
nueva del ministerio sacerdotal en el don de gobierno mencionado por san Pablo en su
enumeración de los carismas (1Co. 12, 28). Como los otros carismas, éste de gobierno, que
caracteriza el ministerio eclesiástico, no podría pretender ser todo en la Iglesia, no puede reunir
en su poder todos los otros carismas, su función no es de acumular sino de integrar todos los
carismas, por este hecho sirve de una manera particular a la unidad de la Iglesia. De allí le viene
un servicio esencial y distinto de los otros servicios en la Iglesia.
Partir del carisma de gobierno de la comunidad es definir el ministerio sacerdotal no ya a
partir de su función cultual y sacra, ni a partir de su poder ontológico, sino a partir de su función
social en la Iglesia. A ello estamos invitados por la manera misma con que la Escritura designa
el ministerio de la Iglesia primitiva, los términos indican funciones de servicio y de
administración.
El gobierno tiene por tarea fundamental asegurar la unidad de la Iglesia, unidad no solamente
sociológica sino primariamente teológica.
Kasper sitúa este servicio de dirección en relación con el sacerdocio universal de los fieles, y
lo concibe como un servicio de reconciliación. El carisma de dirección indica lo que es
9
K. RAHNER, Le premier point de départ théologique d'une recherche pour déterminer l'essence du Sacerdoce ministériel , Concilium
43, (1969) pág. 81.
10
Cf. D. OLIVIER, Les deux visages du pretre. Les chances d’une crise, Paris 1971, pág. 96-112.
11
Cf. S. DIANICH, Il prete, pág. 143-207.
específico del sacerdocio ministerial, es un servicio destinado a asegurar la unidad de la
comunidad local, la unidad del conjunto de la Iglesia y la unidad del mundo.

II. LA ESENCIA DEL MINISTERIO

1. Complejidad y síntesis
El esfuerzo de síntesis doctrinal debe respetar la complejidad de funciones sacerdotales. Toda
reducción del ministerio a una sola de las tres funciones que le son tradicionalmente reconoci-
das sería un empobrecimiento y desconocería el valor propio de las otras funciones.
La función de ofrenda del sacrificio eucarístico no puede resumir todo el ministerio
sacerdotal, aun reconociendo su importancia para la vida de la Iglesia y la grandeza que
confiere al sacerdote, no se puede definir exclusivamente por ella el sacerdocio. Ella no
representa ni siquiera la totalidad de las funciones cultuales y sacramentales del sacerdote, la
misión de perdonar los pecados y de administrar los demás sacramentos no puede ser reducida
pura y simplemente al ministerio de la eucaristía. Hay ciertamente una unión entre sacerdocio y
sacrificio, pero el sacerdocio ministerial no está únicamente determinado por la función
sacrificial. Por retomar la fórmula de san Agustín, allá donde hay sacrificio eucarístico, hay
necesariamente un sacerdote para ofrecerlo en el nombre de Cristo. Sin embargo, el oficio
sacerdotal es más amplio que ésta sola ofrenda.
El ministerio de la palabra no puede tampoco, por sí solo, definir el sacerdocio ministerial.
Predicación y enseñanza del mensaje cristiano no existen sino en relación con las tareas
cultuales y sacramentales, pero sería desconocer el valor propio de éstas últimas el reducirlas a
una palabra pronunciada con una eficacia superior. En cuanto al intento de adoptar en la Iglesia
la noción luterana de un ministerio de la palabra apoyado en el sacerdocio universal de los
fieles, es todavía menos aceptable, D. Olivier querría abandonar la doctrina del Concilio de
Trento y dar la razón a la crítica formulada por Lutero con respecto al sacerdocio tradicional,
pero esto sería salir de las fronteras de la fe católica. Olivier pretende retornar al evangelio
calificando a Cristo como ministro de la palabra, ahora bien, justamente el testimonio
evangélico nos muestra que, en su sacerdocio, Jesús, no ha sido solamente ministro de la pala-
bra, y este testimonio está confirmado por la doctrina sacerdotal de la Carta a los Hebreos, que
subraya el valor del sacrificio.
En cuanto a la función de gobierno, sería igualmente demasiado estrecha para definir el
ministerio, si fuera entendida en el sentido más habitual de gobierno o administración. Ella no
podía dar cuenta de la existencia del ministerio de la palabra y del ministerio sacramental.
Es necesario, por tanto, superar los límites de estas tres funciones para armonizarlas en una
síntesis donde cada una encuentre su lugar. Se trata de penetrar en un misterio en el cual toda la
riqueza debe ser iluminada, según las indicaciones de la revelación.
De la diversidad de ensayos de definición del sacerdocio por una y otra función, se podría
concluir que es imposible encontrar una unidad esencial. Explicar esta diversidad por la
situación de la Iglesia primitiva, o de los ministerios y carismas, sería justificar por las
circunstancias ocasionales la dificultad de armonizar las funciones sacerdotales. En realidad, la
situación nueva del sacerdocio cristiano, con la complejidad de sus funciones, deriva del
sacerdocio mismo de Cristo. Y en Cristo la diversidad de funciones sacerdotales se unifica en
una armonía superior, armonía que debe verificarse igualmente en el ministerio del presbítero.
2. La misión de Pastor
Si nos remontamos al origen del ministerio sacerdotal, podemos encontrar, en el lenguaje
mismo de Cristo, un principio de unidad para comprender y expresar el conjunto de las
funciones del sacerdote, se trata de la cualidad de pastor. Jesús se ha definido a sí mismo como
Pastor, con ello nos ha hecho comprender en qué consistía el ministerio de su sacerdocio.
Teniendo en cuenta que su sacerdocio formaba una realidad nueva, original, superior a aquélla
del sacerdocio judío, es esta cualidad de pastor la que aparece como la más apta para resumir las
funciones sacerdotales.
Cristo Pastor guía el rebaño por la palabra y garantiza la verdad de su enseñanza por el
testimonio supremo del don de sí. Él se ofrece en sacrificio para comunicar a sus ovejas una
vida abundante, especialmente por la Eucaristía. Conduciendo el rebaño realiza su unidad. Las
tres funciones (predicación, culto y gobierno) se convierten en Jesús en la expresión de un amor
de Pastor y de Él toman su inspiración.
Ahora bien, disponiendo del reino en favor de “los Doce”, Jesús les comunica un poder
parecido al suyo. Al crearlos jefes del nuevo pueblo de Dios, les pide regirlo como él mismo ha
conducido el rebaño, como Pastor. Una confirmación se nos da en la investidura otorgada a
Pedro “Apacienta mis corderos” (Jn 21, 15). La autoridad de Pedro no tiene un sentido diferente
de la de “los Doce”, tiene simplemente por característica la de ser la autoridad suprema. Jesús
muestra claramente que ha querido compartir con sus apóstoles la cualidad de Pastor.
Añadamos que el cargo de Pastor confiado a “los Doce” no podría ser comprendido como
restringido a la dirección de una comunidad ya constituida. En el momento en que Jesús confía
en las manos de los apóstoles el reino, la comunidad cristiana comienza a formarse, ella será
estable en Pentecostés, pero está muy lejos del término de su misión, que es reunir todos los
hombres en la nueva fe. El Pastor debe trabajar para realizar esta reunión, su cargo, por tanto,
debe ser concebido de modo dinámico y abierto, comportando esencialmente un esfuerzo
apostólico orientado hada el exterior. En un sentido fundamental todos los hombres son
“corderos” u “ovejas” del Señor, ser su Pastor, es conducirlos a él y reunirlos alrededor de él.

3. La misión de Pastor y la autoridad


El Pastor tiene como nota distintiva poseer la autoridad sobre el rebaño. En esta autoridad se
encuentra precisamente el elemento específico del sacerdocio ministerial. El sacerdocio
universal de los cristianos comporta las funciones profética y cultual, los laicos, como lo ha
subrayado el Vaticano II, tienen una misión de testimonio de la fe y una actividad de orden
sacramental. A los ministros (obispos y sacerdotes) está reservada la autoridad de Pastor, la
ordenación sacerdotal hace “capaz de actuar en el nombre de Cristo Cabeza en persona” (PO 2).
¿Se puede identificar simplemente el oficio de Pastor con el «carisma de gobierno»? Que hay,
entre los carismas, un carisma de gobierno, es indiscutible como lo afirma Pablo (1 Co. 12, 28).
Pero no todo carisma de gobierno coincide con aquél del sacerdocio jerárquico y, por esto, la
fuente de la autoridad no se encuentra en el carisma, sino en la institución hecha por Cristo y en
la participación en la responsabilidad de Pastor. Los carismas son conferidos para el ejercicio de
este cargo, sin embargo, el cargo no está sujeto solamente a la inspiración carismática, toma su
apoyo en la voluntad de Cristo manifestada en la institución de “los Doce”, y en su misión
personal de Pastor, transmitida a sus colaboradores.
La misión de Pastor significa un poder de gobierno con un objetivo determinado: se trata de
la dirección del rebaño, es decir, de la comunidad eclesial, por consiguiente, de un papel
esencial en la estructura misma de la Iglesia, mientras que la dirección de ciertas asociaciones
cristianas no reviste la misma importancia esencial para el conjunto de la comunidad.
La cualidad de pastor indica, al mismo tiempo, el sentido profundo en el que se debe ejercer
la autoridad, en Jesús y para los Doce es una autoridad concebida y practicada como amor. Hay
algo más que un simple “gobierno”, entre “gobernar” y “conducir como pastor”, se discierne en
seguida la diferencia, la que existe entre los modos habituales de concebir la autoridad en la
sociedad civil y el de Cristo en el Evangelio.

4. Misión de Pastor y objetivo comunitario de las funciones sacerdotales


El cargo de Pastor pone de relieve la intención esencialmente comunitaria de las funciones
sacerdotales. Hace aparecer especialmente el ministerio de la palabra como ordenado a la
formación y al desarrollo de la comunidad.
La “predicación y sacramento”, están lejos de expresar toda la esencia del ministerio
sacerdotal, el ministerio de la palabra misma, con su relación al ministerio cultual, debe ser
considerado en el cuadro de una comunidad que hay que formar y desarrollar. La destinación de
la palabra a la comunidad es fundamental y permite percibir mejor la relación íntima del
sacerdocio ministerial con el sacerdocio común de los cristianos. Es este destino comunitario el
que subraya la misión de Pastor.
Veamos cómo el Vaticano II ha presentado a este respecto las funciones sacerdotales y cómo
descubre su unidad. Atribuye una prioridad a la función de la evangelización. Declara, “Entre
los principales oficios de los Obispos destaca la predicación del Evangelio” (LG 25). Luego
afirma “Los presbíteros, como cooperadores que son de los Obispos, tiene por deber primero el
de anunciar a todos el Evangelio de Dios (PO 4).
Por otra parte, Vaticano II atribuye el rango más alto, entre las funciones sacerdotales, a la
que se ejerce en el sacrificio eucarístico, “Su oficio sagrado lo ejercen, sobre todo, en el culto o
asamblea eucarística” (LG 28), “En el misterio del sacrificio eucarístico, … los sacerdotes
cumplen su principal ministerio” (PO 13).
Si en el orden cronológico, la función de la predicación es primera, la ofrenda de la Eucaristía
aparece, pues, como la cumbre de la acción sacerdotal. Mucho mejor que en la constitución
Lumen Gentium, el decreto Presbyterorum Ordinis, ha buscado unificar la consideración de
diversas funciones, y lo hace situándose en el punto de vista del pueblo de Dios.
Presbyterorum Ordinis 2 en el párrafo 4 nos deja ver la continuidad del anuncio del
Evangelio y de la ofrenda eucarística. La predicación es un “servicio sagrado”, según la palabra
de san Pablo, una especie de liturgia que tiende a hacer de aquéllos que reciben la palabra una
ofrenda agradable a Dios. Esta ofrenda espiritual se consuma en el sacrificio sacramental de la
Eucaristía. La Eucaristía es “la fuente y el culmen de la evangelización” (PO 5).
El Vaticano II enuncia el paso del ministerio de la palabra al ministerio cultual, en la misma
óptica, hace comprender la continuidad de la tercera función sacerdotal, la del gobierno
pastoral, con las otras dos. El pueblo de Dios se forma y se reúne por la predicación del
Evangelio, se santifica con los sacramentos y se ofrece en la Eucaristía, es conducido y educado
por los pastores “Los presbíteros, que ejercen el oficio de Cristo, Cabeza y pastor, según su
parte de autoridad, reúnen en nombre del Obispo la familia de Dios, como una fraternidad de un
sólo ánimo, y por Cristo, en el Espíritu, la conducen a Dios Padre. Y para ejercer este
ministerio, como también para cumplir las restantes funciones de presbítero, se les confiere
potestad espiritual, que, ciertamente, se da para edificación (PO 6).
Como obra de construcción, la función de dirección pastoral se armoniza íntimamente con la
evangelización y el culto, mediante éstas funciones sacerdotales se construye la comunidad
cristiana.
Ahora bien, si es la relación al pueblo de Dios o a la Iglesia lo que unifica las funciones
sacerdotales, la posición y el papel del presbítero, como el del Obispo, con respecto a este
pueblo, se expresa adecuadamente con el título de Pastor.

5. Sentido amplio de la cualidad de Pastor


Definiendo el ministerio sacerdotal con el cargo de Pastor, entendemos este término en su
sentido más amplio. Algunas veces se ha reducido a la función de dirección o de gobierno,
habiéndolo usado el Concilio Vaticano II alguna vez en este sentido. Pero, más frecuentemente,
con esta denominación el Concilio ha querido designar el conjunto de la misión del sacerdote.
- “A su vez aquellos de entre los fíeles que están sellados con el orden sagrado son
destinados a apacentar la Iglesia por la palabra y la gracia de Dios, en nombre de Cristo”
(LG 11);
- los ministerios tienen como objetivo “asegurar pastores al Pueblo de Dios” (LG 18);
- los obispos “presiden en nombre de Dios la grey de la que son pastores, como maestros
de doctrina, sacerdotes de culto sagrado y ministros de gobierno” (LG 20);
- el título del decreto sobre el “Oficio pastoral de los obispos en la Iglesia” es
suficientemente significativo.
Los sacerdotes participan de este oficio pastoral con toda su actividad, “El ministerio de los
presbíteros, por estar unido con el orden episcopal, participa de la autoridad con que Cristo
mismo edifica, santifica y gobierna su cuerpo” (PO 2).
En el uso de la palabra “pastor” está expresada toda una concepción de las funciones
sacerdotales, porque el ministerio de la palabra y el culto asumen un sentido particular cuando
se convierten en la expresión de la misión pastoral.
Esta misión es la que distingue la palabra del sacerdote de la del laico. Es posible que el laico
asuma una actividad de predicación o de enseñanza catequética, también él tiene la obligación
de transmitir la palabra de Dios. El sacerdote hablará más particularmente en calidad de pastor
que debe responder a las necesidades de la comunidad que se le ha confiado, comunicándole el
mensaje divino. Su óptica será necesariamente pastoral.
Del mismo modo, el culto no puede ser separado del conjunto de la función pastoral mediante
la cual el sacerdote procura el desarrollo espiritual de la comunidad. Se constata que ciertos
proyectos nuevos de sacerdocio hacen esta separación. La presidencia de la celebración
eucarística no puede ser aislada del conjunto de la misión del Pastor, debe ser considerada como
el vértice de la labor sacerdotal, que consiste en animar y guiar a la comunidad.
Por último, la misma función de gobierno entendida desde el punto de vista de Pastor, se
orienta no en el sentido de una administración sino en el sentido de un contacto personal. El
Pastor es el que conoce a sus ovejas y sus ovejas le conocen, el que llama a cada una por su
nombre. Conocimiento personal y relaciones familiares implican un clima de cordialidad en las
visitas y en el diálogo.
Dirigir una comunidad a la manera de un Pastor significa comunicarle un espíritu, animarla
con una mentalidad, o más exactamente, favorecer su animación por medio del Espíritu Santo.

III. LA MEDIACIÓN

1. ¿El sacerdote es mediador?


Se ha manifestado una reacción desfavorable con respecto a la noción de una mediación del
sacerdocio ministerial. Se ha dicho que el sacerdote no es, en principio, mediador, y que los
ministros cristianos no han sido llamados sacerdotes en la Escritura porque no asumen las
funciones mediadoras del sacerdocio antiguo, esta función desaparece porque es todo el pueblo
quien hace la ofrenda a Dios, sin tener que pasar por la mediación de los sacerdotes.
La tendencia a asimilar el sacerdocio ministerial al laicado va por el camino indicado en esta
reacción. Se opone a toda situación “superior” o “privilegiada” del sacerdote, que parece
implicada en la idea de mediación. Algunos manifiestan su aversión a la noción de sacerdote
sacrificador, mediador de salvación, o a toda idea de una mediación del ministro entre Cristo y
la comunidad. Se han elevado contrarios contra el concepto de sacerdote como “súper cristiano”
o contra la afirmación de que el sacerdote sería otro Cristo.
La oposición a la “mediación” del sacerdote busca frecuentemente un apoyo bíblico en 1Tm.
2, 5-6 “Porque hay un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo
Jesús, hombre también que se entregó a sí mismo como rescate por todos”. Sentados en esta cita
algunos afirman que no se puede tratar de una verdadera función mediadora del sacerdote, sino
solamente de un modesto servicio a la sola y única mediación de Jesucristo.
Merece la pena estudiar el sentido verdadero de este texto. El nuevo título aplicado a Jesús, el
de mediador, se basa sobre todo en el gesto con el que se ha entregado en rescate por todos, es
por este don por el que es mediador universal.
El contexto mismo de la carta nos permitiría interpretar la expresión “único mediador” como
no excluyente de toda otra mediación, porque el autor recomienda “que se hagan plegarias,
oraciones, súplicas, y acciones de gracias por todos los hombres … es bueno y agradable a Dios
nuestro salvador, que quiere que todos los hombres se salven” (1Tm. 2, 1-4).
Por tanto, existe una intercesión válida por nuestra parte en vistas a la salvación de la
humanidad, intercesión que se basa en la mediación de Cristo Jesús. Lejos de descartar nuestra
mediación, la mediación única de Cristo la reclama para poder producir concretamente su
efecto.
Además, la fuente evangélica de la afirmación testifica claramente esta interpretación.
Declarando que el Hijo del hombre ha venido para servir y dar su vida en rescate por la
multitud, Jesús era consciente de llevar a cabo un gesto único de redención universal. Pero
presentaba también su actitud, como ya hemos visto, como un modelo que debía ser imitado por
parte de sus discípulos en el ejercicio de la autoridad. Los apóstoles son invitados a “servir”
como lo hace el Hijo del hombre. En este sentido están asociados, por voluntad de Cristo, a su
mediación redentora.
Tal participación en la mediación del redentor no se puede entender en términos de
“superioridad” o de “privilegio” sino en los términos de “servicio, no puede consistir más que
en un servicio cuya forma extrema es el don de la propia vida. Si la autoridad se ejercitase como
una superioridad o privilegio, esta acción se situaría fuera de la mediación del Hijo del hombre,
le haría la competencia. Y es esta competencia la que la carta a Timoteo ha querido excluir
afirmando que hay un sólo mediador.
Así, el sacerdote es mediador, pero en virtud de una participación en la mediación de Cristo
que es servicio a la humanidad. Observemos además que todo el pueblo cristiano, participando
en el sacerdocio del Salvador, participa también en su mediación, y que por esto está al servicio
de toda la humanidad, con su culto espiritual intercede ante Dios por todos los hombres. Hay
por tanto diversas participaciones en la única mediación del Redentor.

2. Notas distintivas de la mediación sacerdotal


Si los sacerdotes y los laicos participan en la mediación de Cristo, ¿Cómo se distingue esta
participación? Volvamos a la nota distintiva del sacerdocio ministerial, la de Pastor. Al
sacerdote se le ha encargado una mediación pastoral.
Mediador, es Pastor en nombre de Dios, en nombre de Cristo. En el sacerdote se realiza el
oráculo profético de Ezequiel (Ez. 34) en el que Yahvé promete hacerse Pastor de su pueblo.
Merece la pena subrayar algunas implicaciones de este principio. El sacerdote no saca la
inspiración de su celo pastoral de sus sentimientos, de su voluntad personal de hacer a la
humanidad mejor, él es Pastor en virtud de la intención pastoral de Dios y representa
esencialmente a Cristo Pastor. Por esto se le ha encargado cumplir su misión pastoral, no según
sus ideas o proyectos personales, sino según el programa divino, según el plano de salvación
elaborado por el Padre y realizado en Cristo. Como Jesús con respecto al Padre, el sacerdote
está al servicio de Cristo.
Por otra parte, la mediación supone una completa solidaridad con la humanidad. El misterio
de la Encarnación ha establecido esta solidaridad en Cristo, el acto de dar su vida en rescate por
la humanidad le ha sido posible al Hijo de Dios porque era Hijo del hombre, porque tenía la
naturaleza humana. Este aspecto del misterio ha sido expresado vivamente, en una perspectiva
sacerdotal, por la carta a los Hebreos (Hb. 2, 17-18; 4, 15).
En esto se revela la línea fundamental del desarrollo del ministerio sacerdotal. Este ministerio
ejercita unos poderes en nombre de Cristo y de Dios, pero los puede ejercitar con eficacia sólo
en la medida en que lo hace solidariamente con los hombres, una solidaridad que le lleva a
hacerse cargo de los pecados de la humanidad. El sacerdote, a ejemplo de Cristo, no puede
simpatizar con el pecado, sino simpatizar con los pecadores. A diferencia de Cristo, es también
pecador.
Esta solidaridad invita al sacerdote a dar su vida en rescate, a ofrecerse por la liberación de
los hombres. Éste es su modo de luchar contra las injusticias, las guerras, y contra todos los
males que se difunden en el mundo, a la manera de Jesús, lejos de oponer la violencia a la
violencia, proclama el Evangelio y ofrece su existencia en sacrificio para que triunfe la buena
nueva.
En este espíritu de la solidaridad se puede servir de las dos vertientes de la mediación. Con la
mediación descendente él da, como Pastor, la luz y la vida divina a la humanidad. Con la
mediación ascendente, intercede ante Dios en favor de los hombres y se esfuerza en conducir
hacia al Padre a la comunidad humana. Cuanto más solidario se hace con los hombres, más
encuentra la necesidad de orar por ellos y de conducirlos a la oración.
La solidaridad esencial del ministerio sacerdotal excluye toda concepción del sacerdote como
súper cristiano, indica que la mediación sacerdotal no significa la pertenencia a una categoría
superior de humanidad o de vida cristiana. El mediador está ciertamente en el camino que va de
Dios al hombre, y en el que va del hombre a Dios, en la vía de comunicación de los dones
divinos a la humanidad y en la vía de la plegaria y de la ofrenda del sacrificio al Padre. Pero el
sacerdote es mediador únicamente por la participación en la mediación de Cristo, que se ha
puesto al nivel de sus hermanos los hombres para ejercitar su sacerdocio. Aquél que por medio
de la Encarnación se ha hecho verdadero hombre y perfectamente hombre, ha instituido una
mediación descendente y ascendente del sacerdocio en la condición humana integral.
La dependencia total con respecto a Cristo muestra el sentido con el cual la expresión “alter
Christus” puede ser aplicada al sacerdote. Esta expresión se puede aplicar a todo cristiano, el
cristiano vive de la vida de Cristo y debe testimoniarla. Por lo que refiere al sacerdote es, aún de
un modo más particular, “otro Cristo” en el sentido de que Cristo le hace participar de su poder
de salvador de la humanidad, y hace por su medio transparente su rostro de Pastor. Por este títu-
lo de Pastor, el sacerdote debe representar a Cristo en la comunidad cristiana.
El Vaticano II aporta un apoyo a este modo de ver cuando declara que el sacramento del
orden hace a los sacerdotes capaces de actuar “en nombre y en persona de Cristo Cabeza” (PO
2) o, más literalmente, según la expresión latina, “en persona de Cristo Cabeza” (LG 10). La
persona de Cristo está presente, actuando en la persona del sacerdote.

IV. CUALIDADES ESENCIALES DEL MINISTERIO

1. Sacerdocio dinámico y misionero


En base al evangelio no se puede reducir el papel del sacerdocio cristiano al interior de la
Iglesia, esto es, al cuidado de la comunidad de los creyentes. El proyecto de reservar al laicado
el servicio directamente misionero, mientras que los ministros se limitarían a animar a los
laicos, sin asumir ellos mismos tareas apostólicas fuera de los confines de la comunidad
cristiana, contrasta con lo que se ha dicho a propósito de la misión de “los Doce”.
Cuando Jesús envía en misión a “los Doce”, les confía una misión de evangelización directa,
no les pide que se provean de otras personas para el apostolado. Antes de la Ascensión asigna a
“los Doce” una tarea misionera: “Id y enseñad a todas las gentes” (Mt. 28,19). No les dice:
“Preparad y formad a otros hombres para que vayan a enseñar a todas las gentes”. La
responsabilidad directa de la misión de la Iglesia incumbe a los apóstoles.
El ejemplo de Pablo en la primitiva Iglesia es suficientemente elocuente, ejemplo de un
sacerdocio misionero para el cual la evangelización es la liturgia que suscita la ofrenda
sacrificial de las gentes.
Querer confinar al sacerdote en la comunidad ya constituida sería volver a una concepción
judaizante del sacerdocio, en la que el acento se ponía sobre la conservación, y suponía que la
consagración sacerdotal significa repliegue sobre sí más que fuerza expansiva.
El Vaticano II pone de relieve el papel misionero del sacerdote “el cuidado de anunciar el
evangelio en todo el mundo pertenece al cuerpo de los pastores” (LG 23). Presbiterorum
ordinis número 4, sobre el ministerio de la palabra, tiene la intención de sacar a luz la misión
misionera de los sacerdotes. El universalismo del apostolado se encuentra inscrito en el
sacerdocio mismo, el Vaticano II no ha hecho otra cosa más que reproducir y aplicar lo que el
Evangelio ha dicho sobre la misión confiada por Jesús a sus apóstoles.
2. Animación de la comunidad
El dinamismo pastoral no se ejercita solamente en el movimiento apostólico que lleva al
sacerdote hacia los no creyentes. También en el interior de la comunidad se debe sentir éste
dinamismo, porque el sacerdote no tiene soló el encargo de “custodiar” a la comunidad, sino
sobre todo de animarla, es esencialmente un animador, a imagen de Cristo mismo.
Ya subrayamos que el Pastor es el que ejercita la autoridad con amor. Pero dicha autoridad
no busca tanto imponerse desde fuera, sino comunicar desde dentro, por medio de los contactos
fraternos, el espíritu cristiano. Cristo ciertamente ha reivindicado un poder supremo de
legislador y ha transmitido este poder a “los Doce”. Existe por tanto una jerarquía que puede
imponer leyes para traducir concretamente las prescripciones promulgadas por Cristo. Pero
Jesús ha insistido sobre el espíritu más que sobre la letra y, para constituir a su Iglesia, ha
contado menos con los reglamentos jurídicos que con la caridad. Hemos visto cómo ha
reaccionado contra un sacerdocio demasiado inclinado a ocuparse de prescripciones legales y
poco preocupado del verdadero amor. Para prolongar a Cristo, el sacerdote debe por tanto
tender a difundir un clima de fe, de caridad en la comunidad que se le ha confiado.
El decreto Christus Dominus describe el oficio pastoral de los obispos “De tal manera
congreguen y formen a la familia entera de su grey, que todos, conscientes de sus deberes,
vivan y actúen en comunión de caridad” (CD 16). Esta animación, que tiende a crear una
comunión de caridad, se debe aplicar no sólo al obispo, sino también al presbítero. Todo oficio
pastoral se debe ejercitar en este sentido.
El animador no renuncia a la autoridad que se le ha confiado; pero renuncia a lo que haría
esta autoridad temible o carga pesada. La pone en práctica con un impulso superior de amor y
de servicio que viene del Señor, y se aplica a crear un ambiente fraterno.
En esta labor de animación se pueden desplegar todos los recursos personales del sacerdote.
El que anima a la comunidad cristiana compromete en primer lugar su fe y su caridad, no puede
ser capaz de animar e infundir fortaleza a los cristianos si él mismo no tiene una fuerte
esperanza. Compromete también todas sus cualidades humanas en el contacto con los demás, la
conducta de los sacerdotes debe ser extremadamente humana hacia todos los hombres,
siguiendo el ejemplo del Señor (Cf. PO 6).
Para mantener las relaciones con los miembros de la comunidad mucho contribuyen las
virtudes que con razón se estiman en el trato humano (bondad de corazón, sinceridad, fortaleza,
constancia, el afán de justicia, la urbanidad).
La animación de la comunidad cristiana requiere también esfuerzos de invención y
creatividad. En efecto, la comunidad se ha de reformar y recrear siempre. No puede permanecer
inmóvil en cuadros preestablecidos, la evolución del mundo como el desarrollo de la Iglesia
reclaman un proceso y una renovación constantes. Las facultades inventivas del sacerdote se
ponen constantemente a prueba, la creatividad sacerdotal no es de orden puramente humano, se
desarrolla bajo la inspiración divina. En el sacerdote obra el animador por excelencia, el
Espíritu Santo, despierta y desarrolla todas las cualidades y capacidades de la personalidad
sacerdotal suscitando nuevos pasos hacia adelante de la comunidad cristiana.

3. Misión de unidad
A la luz de la declaración de Cristo sobre la unidad de la grey y del pastor, se percibe la
necesidad de unidad a la que responde la misión de dirección del pastor. Representando a Cristo
en el encargo que ejercita, el pastor representa más particularmente su unidad y cumple en su
nombre una misión de unificación.
Los sacerdotes “reúnen la familia de Dios como fraternidad animada en la unidad” (PO 6).
Todo sacerdote se debe considerar como responsable de la unidad. Este aspecto de su ministerio
constituiría, por sí solo, un amplio programa. Es difícil no favorecer nunca las divisiones y
promover en toda circunstancia la armonía, la reconciliación, la paz, el entendimiento fraterno.
Pero evitemos toda confusión, la unidad humana por la que trabaja el sacerdote no es una
unidad cualquiera, una unidad civil, no, se trata de una unidad de orden espiritual que se realiza
sólo en torno a Cristo, con la adhesión de la fe y el desarrollo de la caridad. El error ha sido
querer, a veces, identificarla con la unidad visible de la Iglesia, ésta es expresión de aquélla y
contribuye a hacerla estable, pero no es pura y simplemente idéntica. La unidad fundamental
conserva un carácter invisible, escondido, que supera sus manifestaciones externas.

4. Colegialidad
Todo pastor representa la unidad de Cristo, pero por sí sólo está lejos de representarla en su
totalidad. Según la institución de “los Doce”, es un “colegio” de apóstoles el que ha recibido el
poder sobre el reino y, por esto, la misión pastoral ha pasado al colegio episcopal, al que está
asociado, a título dependiente, el colegio presbiteral.
Vaticano II ha hablado de la colegialidad episcopal, de ella derivan algunas aplicaciones
importantes para la concepción del sacerdocio ministerial.
La colegialidad de la misión pastoral asegura una gran diversidad de tareas al servicio del
reino. De hecho, permite la división del trabajo, la repartición de los miembros del colegio, no
sólo según lugares y comunidades geográficamente delimitadas, sino según la variedad de las
obras y de las actividades. Si hay fundamentalmente un tipo único de sacerdote que reproduce
el rostro de Cristo, la colegialidad hace, en un cierto sentido, que este rostro se presente bajo
aspectos muy diferenciados, según los individuos, su competencia y su función.
La misión pastoral deberá ejercitarse de un modo cada vez más colectivo, con actividades
especializadas que sobrepasen el cuadro estrictamente parroquial. La misión pastoral puede
comportar instituciones u organizaciones muy diversas para la formación y desarrollo de la
comunidad cristiana (Vgr. las instituciones de enseñanza). La misión pastoral de la Iglesia no
puede, tan fácilmente, desinteresarse de las instituciones. Ciertamente las instituciones pueden
degenerar en administraciones sin alma, pero pueden ser también la expresión de un espíritu
que quiere impregnar todo un ambiente y hacerlo cristiano. La misión pastoral no concierne
solamente a los individuos, tiende a cristianizar una sociedad con sus estructuras y sus
ambientes.
Permitiendo el desarrollo de una variedad considerable de tareas particulares, la colegialidad
asegura la mejor utilización de las cualidades personales. Al mismo tiempo favorece el espíritu
de colaboración y hace más urgente la caridad fraterna, con la aplicación de la colegialidad, la
fraternidad sacerdotal llegará a ser cada vez más eficaz.
Es el acercamiento a Cristo, con la misión común que esto implica, lo que constituye el
vínculo colegial, la fraternidad sacerdotal consiste en la unión sobrenatural con Cristo, hermano
de todos. Este rostro fraterno de la comunidad de los sacerdotes es una novedad del Evangelio,
para suscitar la fraternidad en la comunidad cristiana, los sacerdotes deben presentarse ante ella
animados por esta fraternidad.

CAPÍTULO VII
DESARROLLO DEL MINISTERIO SACERDOTAL EN LAS PRIMERAS COMUNIDADES CRISTIANAS.

Hemos visto cómo en la intención de Jesús, tal como se manifiesta en los Evangelios, el
ministerio sacerdotal debe comportar una estructura determinada, se trata de la plenitud del
sacerdocio ministerial comunicada al grupo de “los Doce”, pero según un designio en el que,
por una parte, Pedro recibe todo el poder siendo constituido Jefe universal de la Iglesia y en el
que, por otra parte, se otorgan numerosos colaboradores a los apóstoles, con una misión
análoga. Nos queda comprender mejor cómo el ministerio sacerdotal se ha desarrollado en los
primeros tiempos de la Iglesia. Sobre este desarrollo sólo poseemos algunas informaciones
fragmentarias, debido a los silencios o a indicaciones demasiado breves, difíciles de interpretar,
no se puede trazar toda la historia del ministerio y de su evolución estructural en el crecimiento
en vida de las primeras comunidades. Nos esforzaremos por discernir y retener algunos rasgos
esenciales del desarrollo.

I. LOS APÓSTOLES EN LOS INICIOS DE LA IGLESIA

Se impone un primer hecho en el origen del desarrollo de los ministerios, a saber, el lugar
dominante ocupado por los apóstoles al inicio de la Iglesia.

1. El grupo de “los Doce”


La importancia del grupo de “los Doce” aparece por la prisa con la que es escogido el
duodécimo apóstol para reemplazar a Judas. Según el discurso de Pedro la necesidad de este
reemplazo resulta del plan divino anunciado en la Escritura (Hch. 1, 16). Pedro dice “es
necesario” considerando que se trata de una voluntad divina, esto quiere decir que Pedro había
comprendido la intención de Jesús de fundar un nuevo Israel, gracias a “los Doce”. El grupo
debía estar, por tanto, completo en vistas a Pentecostés.
Pedro define el papel de “los Doce” calificándoles como testigos de la resurrección (Hch 1,
22), el sustituto debe ser elegido entre los que acompañaron a Jesús “tras el bautismo de Juan”,
siendo testigos de toda su vida pública. Debe pertenecer al grupo que acogió la revelación mani-
festada en las palabras y en la vida de Jesús y que pudo penetrar en el sentido profundo de esta
revelación.
El sorteo para elegir al indicado manifiesta que se quiere dejar a la intervención del Señor la
elección del apóstol para que sea más semejante a la elección precedente de “los Doce”, fruto
de la voluntad expresa de Jesús. Es así como la estructura sacerdotal constituida en el curso de
la vida pública de Cristo es una nota dominante de la asamblea que espera Pentecostés.

2. Valor sacerdotal de Pentecostés


Pentecostés es el acontecimiento en el que el Espíritu Santo constituye formalmente a la
Iglesia. La constituye en su conjunto, en su unidad, pero con dones concedidos individualmente
a cada miembro. El don no es idéntico para cada uno, es proporcionado al papel que
desempeñará en el desarrollo de la Iglesia. El Espíritu Santo llena de su potencia y de su vida a
una comunidad estructurada, diversificada, tal como la había querido e instaurado Jesús.
Por eso podemos discernir el valor sacerdotal del acontecimiento y responder a una cuestión
que la reflexión teológica no puede dejar de plantearse en relación con el sacerdocio de los
apóstoles: ¿Qué es lo que constituyó para los apóstoles el equivalente a la ordenación
sacerdotal?
En Pentecostés los apóstoles recibieron el Espíritu Santo que les capacitó para realizar la
misión recibida de Cristo. Se puede decir, por tanto, que el don del Espíritu ha producido en
ellos el efecto propio de la ordenación. En este sentido, Pentecostés puede ser considerado,
desde el punto de vista de “los Doce”, como la primera ordenación sacerdotal de la Iglesia.
Significa, al mismo tiempo, la inauguración del sacerdocio universal de los fieles, que resulta
igualmente del don del Espíritu.
En lo que respecta a “los Doce”, importa subrayar que su ordenación sacerdotal no tiene
lugar independiente de palabras y gestos humanos. En efecto, el don del Espíritu Santo continúa
las palabras y gestos de Jesús, éste había formulado la misión y los poderes de “los Doce”,
había rezado, en la oración sacerdotal, para pedir al Padre su consagración (Jn. 17,17), incluso
la imposición de manos, que pertenece al actual rito de la ordenación, aparece en el gesto final
de Jesús que, antes de la Ascensión, alza las manos sobre los apóstoles para bendecirles,
después de haberles prometido la potencia de lo alto por el don del Espíritu (Lc. 24, 48-50).
Se encuentra, por tanto, un verdadero equivalente de la ordenación sacerdotal para “los
Doce”: atribución de misión y de poderes, oración, imposición de manos, que reclaman el don
del Espíritu, se debería reconocer aquí el preludio o modelo perfecto de la ordenación, donde
Cristo pronuncia las palabras humanas y hace los gestos humanos, y donde el Espíritu responde
a su oración con una potencia maravillosa. Desde este punto de vista, Pentecostés debe ser
considerado como el prototipo de todas las ordenaciones sacerdotales.
Este valor de ordenación sacerdotal lo confirma el hecho de que los apóstoles sólo
comenzaron a ejercer su sacerdocio después de Pentecostés. Según las instrucciones recibidas
de Jesús esperaron el don del Espíritu Santo antes de comenzar a cumplir su misión
evangelizadora y antes de celebrar la fracción del pan eucarístico.

3. El ministerio de los Apóstoles


Los apóstoles aparecen como los que poseen la autoridad suprema en la Iglesia de los
primeros tiempos. Ejercen esta autoridad en un espíritu de comunión con la asamblea cristiana.
El grupo de “los Doce” convoca la asamblea para resolver el problema del ministerio entre
los helenistas. Propone como solución la institución de siete nuevos ministros. La solución
agrada a la asamblea que escoge candidatos. Los siete son presentados a “los Doce”, que les
imponen las manos. Su autoridad sobre la comunidad comporta, pues, poderes de orden cultual,
y más precisamente, el de ordenar a ministros.
Otro poder cultual lo ejercen Pedro y Juan, el de imponer las manos a los bautizados para
comunicar el don del Espíritu (Hch. 8, 14-17).
La autoridad de “los Doce” resulta también del hecho de que los que aportan sus bienes a la
comunidad “los dejan a los pies de los apóstoles” (Hch. 4, 35-37; Hch. 5, 2). A los apóstoles es
presentado Saulo tras su conversión, en un recurso a su autoridad para vencer los prejuicios que
lo alejaban de la comunidad (Hch. 9, 26-28). En el concilio de Jerusalén, los apóstoles tienen el
primer puesto (Hch. 15, 2).
La actividad de los apóstoles más especialmente mencionada por Lucas es la de la
predicación:
- anuncio de la buena noticia a los pueblos (Hch 2, 14-40; 3, 12-16; 4, 2-33; 5, 20-21),
- enseñanza en la comunidad (2, 42),
- testimonio ante el Sanedrín (4, 5-31; 5 27-41),
- predicación acompañada con signos y prodigios, como la de Jesús (2, 14-21.43; 3, 1-
11.16; 4, 8-12.30; 5, 12.15-16; 9, 31-43).
“Los Doce” atribuyen a su misión de evangelización una importancia primordial; en efecto,
cuando quieren designar ministros para el servicio de las mesas, declaran que no pueden
abandonar la palabra de Dios (Hch 6, 2).
Al ministerio de la palabra asocian la oración, “Nosotros nos consagraremos a la oración y al
servicio de la palabra” (Hch. 6, 4). Se consideran encargados de promover la oración en la
comunidad.
Entre “los Doce”, Pedro desempeña un papel de primer orden. Es el primero en predicar, en
el momento de Pentecostés, habla en nombre de los Doce (Hch 2, 14-37; 5, 29), decide admitir
a los paganos al bautismo (Hch 10, 48), hace triunfar, en el concilio de Jerusalén, esta apertura
de la Iglesia a los paganos y su discurso es acogido con un silencio de veneración (Hch 15, 7-
12).
“Los Doce”, aunque habían ejercido su papel de autoridad en Jerusalén al comienzo del
crecimiento de la Iglesia, no recibieron la asignación de un territorio determinado ni de una
Iglesia particular. Estaban a la cabeza de la Iglesia universal. En Jerusalén sólo aparece una
autoridad local con Santiago (Hch 12, 17; 21, 18).
No se puede, por ello, aplicar a “los Doce”, retrospectivamente, la forma de autoridad
episcopal que se generalizara en seguida y que está ligada a un lugar o a una comunidad.
Sabemos que Pedro viajó y que allá donde se desplazaba era considerado como el jefe del
conjunto de la Iglesia. A “los Doce” les es igualmente reconocida una autoridad universal, sin
reparto territorial.

4. La ampliación del título de apóstol


El título de apóstol no tardó en extenderse a otros, además de los Doce.
Pablo, hablando de su visita a Jerusalén, tres años después de su conversión, aplica este título
a Santiago, el hermano del Señor, “No vi a ningún otro apóstol (solo a Cefas), sino a Santiago el
hermano del Señor” (Ga. 1, 19). Más tarde se ha querido identificar este Santiago con el hijo de
Alfeo, uno de “los Doce”, pero esta identificación ya no es admitida. Ningún “hermano del
Señor” se encontraba entre “los Doce”.
El título aplicado a Santiago indica que ejercía una autoridad al mismo nivel de los Doce.
Haciendo alusión a un ulterior viaje, Pablo llama a Santiago, Cefas y Juan, “columnas” (Ga. 2,
9). Deja así entender que si Santiago es llamado apóstol es en razón de su autoridad. Santiago
tiene ciertamente un título de ancianidad puesto que conoció a Jesús y se encontró entre los que
esperaban Pentecostés, pero es considerado también como uno de los jefes de la Iglesia.
Además de esta ampliación del título de apóstol en la comunidad judeo-cristiana hay otra por
parte de los helenistas: Bernabé y Saulo también serán llamados apóstoles. Lucas les asigna este
título (Hch. 14, 4.14) tras haber relatado la imposición de manos que recibieron en Antioquía
(Hch. 13, 1-3). ¿Esta imposición de manos tiene el significado de una ordenación? Se puede
uno admirar de que Bernabé y Saulo, que tenían ya un papel de dirección en la iglesia de
Antioquía, hayan necesitado una ordenación para su misión. Por lo que respecta a Saulo, la
necesidad es tanto más sorprendente cuanto que en sus cartas Pablo se considera como apóstol
en virtud de una llamada especial de Cristo que lo convirtió en el camino de Damasco. Por esta
razón los comentadores han interpretado la imposición de manos no como un gesto que
conferiría los poderes, sino como simple delegación para una misión, o como simple
reconocimiento de la llamada dirigida por el Espíritu.
Sin embargo, el ayuno y la oración que preceden a la imposición de manos son característicos
de la ordenación. El objetivo perseguido es el de “separar”, consagrar a Bernabé y Saulo para la
realización de una misión que consistirá en fundar comunidades cristianas entre los paganos.
Más probablemente se trata, pues, de una ordenación, o de una consagración para la misión más
alta dentro de la Iglesia, la que responde al título de “apóstol”.
El hecho de que después de esta imposición de manos Lucas llame apóstoles a Bernabé y a
Pablo confirma el valor que atribuye a esta imposición de manos. Además, le da el nombre de
“Pablo” al que poco antes llevaba el nombre de Saulo. La consagración ha otorgado a Saulo una
nueva personalidad con un nuevo nombre que expresa la orientación de su misión de apóstol
hacia el mundo griego.
Saulo había recibido, por parte del Jesús al que perseguía, una llamada directa a la conversión
y a la misión, en este sentido es apóstol en virtud de la expresa voluntad de Cristo. Pero esta
cualidad debe ser acompañada por una investidura de la Iglesia. Por la imposición de manos
recibe el don del Espíritu y es consagrado con vistas a la misión de apóstol entre los paganos,
misión que debe comportar especialmente la institución de presbíteros en las nuevas
comunidades (Hch 14, 23).
Esta imposición de manos es hecha por “profetas y doctores”. Estaríamos tentados de pensar
en una función puramente carismática tanto más cuanto que Lucas menciona la inspiración que
les vino del Espíritu Santo de apartar a Bernabé y Saulo. Pero esta inspiración viene durante la
celebración del culto, estos “profetas y doctores” aseguran la liturgia y tienen, por tanto, una
función esencial de orden cultual. Se trata de profetas - liturgos del tipo de los mencionados por
la Didaché (15, 1-2) y que son llamados igualmente “sumos sacerdotes” (13, 3). Según la
primera carta a los Corintios (1Co. 12, 28), “Dios ha instituido en la Iglesia primero apóstoles,
luego profetas y por último doctores”. Los profetas están en el segundo lugar en la enumeración
de la carta a los Efesios (Ef. 4, 11). En la comunidad de Antioquía los profetas aparecen como
los jefes de la comunidad teniendo plenitud de poder sacerdotal. Esta plenitud es la que quieren
comunicar a Bernabé y Saulo, mediante la imposición de las manos, para una misión más
amplia.
El título de apóstol toma una significación aún más amplia, según el uso que Pablo hace de él
en sus cartas. Al enumerar las apariciones de Cristo resucitado, menciona, después de la
aparición a “los Doce”, la aparición a “Santiago y luego a todos los apóstoles” (1Co. 15, 7). El
título de apóstol parece haber sido reivindicado, por tanto, por los “hermanos ancianos” o
“presbíteros” de la comunidad de Jerusalén, todos los discípulos que habían sido testigos de la
resurrección de Cristo.
Lo que hay que retener es la convicción de que, en el desarrollo de la Iglesia, la función del
apóstol no ha estado restringida a “los Doce”, sino que fue reconocida tanto a los que recibieron
del Jesús terrestre una misión de evangelización, como a los que contribuyeron, en calidad de
misioneros itinerantes, a la expansión de la Iglesia. Para éstos, como lo indica el caso de
Bernabé y Saulo, la imposición de manos asegura la consagración y el don del Espíritu en vistas
al cumplimiento de la misión.

II. EL MINISTERIO “PRESBITERAL”

1. La ordenación de los siete


La ordenación de los siete (Cf. Hch. 6, 1-6), es la primera ordenación que se nos menciona en
la vida de la Iglesia. Una larga tradición se ha apoyado en este relato para reconocer en él el
comienzo de la institución diaconal: los siete han sido identificados con los primeros diáconos.
Sin embargo, otra corriente de interpretación, a partir de san Juan Crisóstomo 12, ha refutado tal
identificación. Se comprende que los términos “diaconía” y “diaconein”, empleados en el
relato, hayan podido sugerir que se trataba de establecer diáconos. Pero estos términos designan
el “servicio cotidiano” y el servicio de las mesas sin comportar por ello un sentido técnico de
función diaconal. Lucas, que en su evangelio había precisado que “los Doce” fueron llamados
apóstoles (6, 12) se abstiene de presentar a los siete como diáconos. La exegesis reciente se
muestra poco favorable a una interpretación diaconal del texto.
Para determinar el sentido de la designación de los siete hay que precisar el sentido de
servicio de las mesas, “servicio cotidiano”. Este servicio ha sido comprendido, la mayoría de las
veces, como una asistencia a los pobres (en sentido de socorro material), pero varios indicios
parecen oponerse a esta significación. Dado que las prácticas judaicas de socorro a los pobres
consistían en una entrega de dinero efectuada cada semana para catorce comidas, se puede
pensar más en un don pecuniario que en una distribución cotidiana de alimentos.
¿Para qué requerir solemnemente hombres “llenos de Espíritu Santo y de sabiduría” con el
simple objetivo de asegurar un servicio de comidas para los pobres? Más tarde, en la tradición
de la Iglesia de Jerusalén o en otros lugares, no se conoce la repetición de un gesto de este
género. Y, por lo que se refiere en particular a los siete, se constata que Esteban se entrega a una
intensa predicación y que Felipe viaja para anunciar la buena noticia, si sólo habían sido
instituidos en vistas a un servicio de los pobres difícilmente se comprende esta orientación de su
actividad. En particular, el profundo conocimiento de la Escritura y la penetración de la
reflexión doctrinal manifestados por Esteban, hace pensar que los apóstoles no quisieron
solamente asignarles, por la imposición de las manos, un servicio de socorro material a los
pobres. Hay que añadir que en ningún sitio se menciona, a continuación, esta actividad de
socorro de la que los siete habrían sido encargados, mientras que precisamente después de la
ordenación se describen la actividad evangelizadora de Esteban y Felipe.
Conviene, pues, buscar en otra dirección la interpretación del “servicio de las mesas”,
expresión entendida demasiado pronto en sentido social cuando el contexto indica más bien un
sentido propiamente religioso. También el término “viudas” ha sido demasiado fácilmente
referido a personas en estado de necesidad, cuando parece más bien designar, como en la

12
SAN JUAN CRISÓSTOMO, In Acta Apostolorum, 14.
primera carta a Timoteo (5, 5), a mujeres que vivían en un estado de consagración y dedicadas a
la oración.
Con la multiplicación del número de los creyentes, el “servicio cotidiano de las mesas” en las
casas debía plantear un problema, los apóstoles no eran suficientes para asegurar el servicio
eucarístico. Las que se quejan son viudas, es decir, probablemente mujeres que, viviendo
consagradas, estaban muy unidas a este servicio y colaboraban activamente en la organización
de las comidas. Se quejan, más particularmente, como helenistas, de ser abandonadas por parte
de los hebreos, surge aquí por primera vez el problema de la lengua litúrgica. Los cristianos que
hablan griego se sienten olvidados en las comidas eucarísticas cuya lengua era el arameo.
Estas circunstancias explican la convocatoria de la comunidad por parte de los apóstoles,
éstos quieren tomar una decisión importarte, para remediar la falta de ministros. Los apóstoles
deben proseguir su misión evangelizadora, “mantenerse asiduos en la oración y en el servicio de
la palabra” (Hch 6, 2-4). No pueden dejarse absorber por el servicio de las múltiples comidas
eucarísticas en las casas particulares. Además, comprenden que la comunidad helenista debe
tener sus propios ministros y, así, más autonomía.
La institución de los siete no consiste en una simple designación administrativa o delegación
de poderes. La asamblea está encargada de presentar los candidatos provistos de las condiciones
requeridas, pero son los apóstoles quienes les “constituyen” en su nueva función (Cf. Hch. 6, 3).
Los siete no obrarán en delegación de la comunidad. El rito de institución practicado por los
apóstoles comporta una oración y luego la imposición de manos. La oración pública implora la
acción del Espíritu Santo y la imposición de manos significa la transmisión de poderes
sagrados, según el valor de este gesto en la tradición judía (cf. Nm 27, 18s; Dt 34,9).
¿Cómo calificar entonces a los siete? Lucas se ha abstenido de darles un título, hay ahí un
signo de que en el momento de la institución no se les aplicó ningún título. La innovación no
asumía todavía un nombre. Según las indicaciones del relato los siete recibieron de los
apóstoles el poder sagrado de presidir el servicio de las mesas, es decir, la comida que concluía
en la Eucaristía. Este poder comportaba un anuncio de la buena noticia, anuncio que se hacía, lo
ha subrayado Lucas fuertemente, “cotidianamente” tanto en las casas particulares como en el
templo (Hch. 5, 42). Así se explica el hecho de que ciertos candidatos escogidos, como Esteban
y Felipe, lo fueron en calidad de buenos predicadores y que ejercieron en seguida una actividad
evangelizadora.
Parece que la ordenación de los siete deberá ser considerada como una ordenación
“presbiteral”, aun atribuyendo a esta cualificación la indeterminación que reviste todavía el tér-
mino “presbítero” en su origen. Es verdad que los siete no llevan el nombre de presbíteros,
quizá este título no les conviniera, dada su pertenencia a la comunidad helenista. Ciertos
indicios harían pensar que en seguida fueron más o menos considerados con el mismo rango de
los presbíteros. Durante el Concilio de Jerusalén no son nombrados los siete, sino los apóstoles
y los presbíteros (Hch. 15, 4.6.23), también a los presbíteros de Jerusalén son enviados socorros
por medio de Bernabé y Saulo (Hch. 11, 30). Si fuera de los apóstoles, sólo son mencionados
los presbíteros como autoridad, significa que a su grupo pertenecen los que quedan de la
ordenación de los siete. Del episodio se pueden extraer varias conclusiones.
1ª. Los apóstoles tenían conciencia de su poder de transmitir a otros el oficio sacerdotal
recibido de Cristo. Cuando las circunstancias lo han requerido han procedido a esta transmisión.
2ª. Para el servicio de las mesas, es decir para la eucaristía, no bastaba la designación de un
presbítero por parte de la comunidad, hace falta una ordenación, y ésta, desde el origen sigue el
rito esencial que permanecerá como el de la ordenación sacerdotal: oración e imposición de
manos.
3ª. El papel de la comunidad es el de hallar a los que son aptos para el ministerio. No se dice
que sean llamados ni por la asamblea ni por los apóstoles. La comunidad presenta a aquéllos en
quienes reconoce una capacidad espiritual, los que están “llenos de Espíritu y sabiduría”. La
preparación esencial o la aptitud para el ministerio es obra de Dios. Esto significa que la
vocación es acción de Dios y que se trata de descubrirla en los que son sus portadores.

2. El origen de los presbíteros


¿Había presbíteros en Jerusalén antes de la ordenación de los siete? No se sabe, lo que
menciona la Escritura es a los presbíteros que están junto a los apóstoles en el concilio de
Jerusalén, ellos fueron sus colaboradores desde los orígenes. Normalmente se debe admitir que
los apóstoles, para asegurar el culto eucarístico, estuvieron asistidos por un cierto número de
presbíteros.
¿Cómo fueron instituidos estos presbíteros en su cargo? No poseemos referencias ciertas a
este respecto, pero parece que los primeros presbíteros debieron de ser los que siguieron a
Jesús, especialmente los discípulos enviados en misión, a ejemplo de los apóstoles, a lo largo de
la vida pública. Si la misión confiada a “los Doce” durante la vida terrestre de Jesús fue el
preludio de su misión en la Iglesia, lo mismo debía suceder con la misión asignada a los setenta
y dos discípulos. De entre ellos fue escogido el apóstol que debía sustituir a Judas. Estos
discípulos debieron considerar como definitiva la llamada que les dirigió Jesús, estaban
comprometidos al servicio de la Iglesia con una misión análoga a la de los apóstoles, pero sin la
autoridad que poseían estos últimos.
Debido a esta llamada no necesitaban ser especialmente instituidos por los apóstoles ya que
Cristo mismo les había confiado su cargo. Para desarrollar este cargo recibieron el don del
Espíritu Santo, en el momento de Pentecostés. Este don constituyó para ellos, como para los
apóstoles, pero en un grado menos elevado, el equivalente de la ordenación sacerdotal.
¿Tuvieron el título de “presbíteros” desde el comienzo? Se puede dudar de ello, visto que
Lucas, en el relato de la ordenación de los siete, habla simplemente de “hebreos”. Más bien
parece que sean designados con el nombre de “hermanos” los “ciento veinte hermanos” que se
reúnen para designar sucesor a Judas (Hch. 1, 15) parecen ser los que tenían cierta autoridad
bajo la dirección de “los Doce”. Es también a ellos a quienes se aplica más tarde el vocablo de
“hermanos”, se trata de los “apóstoles y de los hermanos de Judea” (Hch. 11, 1). En el tiempo
del concilio de Jerusalén estos “hermanos” son llamados “hermanos ancianos” (Hch 15, 23).
Entre los nuevos ordenados (Hch. 6) y los ancianos, no había diferencia de poder, sólo les
distinguía el origen. Los siete propuestos a la comunidad helenista recibieron por la imposición
de manos de los apóstoles el poder ministerial que ejercían los ministros de los “hebreos”. De
esta forma, desde que se aplicó el título de “presbítero” a estos ministros fue relacionado con
una función y como tal pudo extenderse a todos los que recibían una imposición de manos
análoga.
Parece que los presbíteros fueron instituidos de una manera sistemática en las nuevas
comunidades que nacían de la evangelización. En la misión que siguió a su ordenación, Pablo y
Bernabé “designan presbíteros para cada Iglesia” (Hch. 14, 23), el término empleado para esta
“designación” se convertirá más tarde en el término técnico para la ordenación. También Tito
tiene como cargo “establecer presbíteros en cada ciudad” (Tito 1, 5).
En la primera carta a Timoteo, el acceso al ministerio está relacionado expresamente con una
imposición de manos “No descuides el don espiritual que hay en ti y que se te ha conferido por
designación profética con la imposición de las manos por parte del colegio de los presbíteros”
(1Tm. 4, 14). Según la segunda, esta imposición de manos fue realizada por el apóstol, “Por ello
te invito a reavivar el carisma de Dios que está en ti por la imposición de mis manos” (2Tm. 2,
6). A primera vista los dos ritos podrían parecer diferentes, pero en realidad se trata de un único
y mismo rito, realizado a la vez por el apóstol y el presbiterio. En el primer texto, el acento está
puesto sobre el presbiterio, para recordar mejor la responsabilidad que incumbe a Timoteo ante
toda la Iglesia y le exhorta a hacer progresos manifiestos a los ojos de todos, el segundo texto
quiere insistir sobre las relaciones personales de Timoteo con Pablo que adquirieron más valor
por la ordenación y se deben desarrollar en una comunión de espíritu.
Los dos textos nos proporcionan una indicación preciosa. El ministerio es un carisma que
viene de Dios y que es conferido mediante una imposición de manos. En el caso de Timoteo la
imposición fue hecha a la vez por el apóstol y el colegio de presbíteros.
Conviene retener particularmente que el empleo del término “carisma” para designar la
cualidad ministerial de Timoteo no excluye en absoluto la transmisión de esta cualidad
mediante un rito de ordenación. No hay que oponer carisma e institución, para la concesión del
carisma está vinculada una institución ritual.

3. Las funciones de los ministros


a) La función de pastor
Los presbíteros ejercen la autoridad en las Iglesias locales (Hch. 11, 30; 20, 28-36) en calidad
de pastores. Pablo recomienda a los presbíteros de Éfeso “Tened cuidado de vosotros mismos y
de toda la grey, en medio de la cual os ha puesto el Espíritu Santo como vigilantes
(“epíscopos”) para pastorear la Iglesia de Dios” (Hch. 20, 28).
La responsabilidad de pastor se atribuye a los presbíteros en la primera carta de Pedro. Éste
se califica a sí mismo “presbítero con vosotros” y les dice “Apacentad el rebaño de Dios
confiado a vuestro cargo vigilándolo (“ejerciendo el episcopado”) no a la fuerza sino de buena
gana, según Dios; no por mezquino afán de ganancia, sino de corazón; no tiranizando a los que
os ha tocado cuidar, sino siendo modelos de la grey” (1P. 5, 2-3). Su misión es a imagen de la
de Cristo “pastor y obispo de vuestras almas” (1P. 2, 25). Se expresa así la continuidad del
oficio de los presbíteros con el de los apóstoles. Se trata, en consecuencia, del ministerio
pastoral de Cristo pastor, transmitido a los apóstoles y a los presbíteros.
Antes de finales del siglo primero Clemente Romano afirma, en su carta a los Corintios, esta
transmisión del oficio de pastor a partir de Cristo y de la voluntad divina. “Enviado por Dios, el
Señor Jesucristo ha enviado a sus apóstoles a anunciar la buena noticia; los apóstoles, durante
su predicación, establecían sus primicias, después de haber probado su espíritu, como obispos y
diáconos de los futuros creyentes” (1Co. 42, 4).
Hay que subrayar el dinamismo evangelizador implicado aquí en el oficio de pastor, siendo
epíscopos y diáconos de los futuros creyentes, los pastores deben constituir su rebaño y no
limitarse a vigilar sobre el grupo de creyentes ya existente.
En las cartas pastorales, las cualidades requeridas para el nombramiento de epíscopos o de
presbíteros, así como las virtudes que estos ministros deben ejercitar (1Tm. 5, 17; Tit. 1, 5-9)
son las que se deben esperar de los que “asumen el cuidado de la Iglesia de Dios” (1Tm. 3, 5).
El epíscopo debe saber “gobernar su propia casa” y los “presbíteros que ejerzan bien la
presidencia merecen un doble honor” (1Tm. 5, 17).
En conclusión, se pueden subrayar tres dimensiones de la función de dirección encomendada
a los presbíteros y a los epíscopos. Su misión de pastores les obliga con respecto a toda la
Iglesia, aunque se les asigne una comunidad local. Su misión les da una responsabilidad de
conjunto sobre la vida del rebaño, de forma que su función abarca los diversos aspectos
necesarios para esta vida. Los dirige hacia el futuro de la Iglesia en desarrollo, mediante un
esfuerzo de difusión de la fe, no pueden, pues, ser simples conservadores del pasado, ni simples
guardianes del rebaño ya constituido.

b) La función doctrinal
La tarea pastoral de los presbíteros comporta una responsabilidad doctrinal. Es verdad que la
misión de evangelización está sobre todo asegurada, en la Iglesia apostólica, por ministros
itinerantes entre los que, en primer lugar, están los apóstoles y sus colaboradores. Pero una
función de predicación incumbe a los epíscopos y a los presbíteros, como lo muestran las cartas
pastorales. Según Pablo, son sobre todo los presbíteros “que se fatigan en la predicación y en la
enseñanza” los que merecen elogio (1Tm. 5, 17). El candidato a la función de presbítero o de
epíscopo debe ser “apto para enseñar” (1Tm 3, 2).

c) Las funciones cultuales


A la función cultual de los presbíteros se vinculan las funciones sacramentales. Según Pablo,
el colegio de los presbíteros impone las manos, lo cual implica una participación de los
presbíteros en la ordenación presbiteral (1Tm. 4, 14). Según la carta de Santiago (St. 4, 14), los
presbíteros confieren la unción a los enfermos y rezan por ellos.
La carta de san Clemente de Roma habla de “epíscopos” que han realizado de manera
irreprochable su “servicio litúrgico” para con el rebaño de Dios y que, “de manera irreprochable
y piadosa han ofrecido los dones” (44, 3-4).
El vínculo entre el ministerio y la eucaristía está confirmado más tarde por Ignacio de
Antioquía “Sólo hay una Eucaristía, una sola carne del Señor, un sólo cáliz, un sólo altar, como
sólo hay un obispo con el colegio de los presbíteros y diáconos, los compañeros del servicio”
(Filadelfios 4, 1).

III. DESARROLLO DE LA ESTRUCTURA MINISTERIAL

1. La estructura de autoridad en los orígenes


Para afirmar el hecho de la la existencia de comunidades estructuradas con autoridad, está,
ante todo, la mención de “epíscopos y diáconos”, de los que no se puede minimizar su valor, en
el saludo dirigido por Pablo a los Filipenses (Flp. 1, 1-2). En la comunidad de Filipos había
ministros llamados “epíscopos y diáconos”, designación equivalente a la de los presbíteros, eran
los responsables de la Iglesia local. Sería extraño que esta presencia de responsables fuera un
hecho excepcional, limitado sólo a la comunidad de Filipos.
En el libro de Hechos, Pablo da sus saludos a los presbíteros de Éfeso, a los que también
llama epíscopos, y les reconoce la responsabilidad de pastores de la Iglesia (Hch. 20, 17).
Por lo que respecta a la comunidad de Corinto no podemos hacer abstracción de la
afirmación del Papa Clemente, si éste recuerda que los presbíteros o “epíscopos y diáconos”
han sido establecidos por los apóstoles y si espera, mediante este argumento, hacer cesar la
revuelta de los Corintios contra sus ministros responsables, es porque esta autoridad debía
existir desde la época apostólica y que el hecho no podía ser negado por los cristianos de
Corinto. Así pues, también en la comunidad de Corinto hubo muy pronto una autoridad local.

2. El vocabulario
En los escritos neotestamentarios los términos “epíscopos”, “presbíteros”, “diáconos”, no
tienen todavía el sentido definitivo que adquirirán más tarde. Por esto los títulos “presbítero” y
“epíscopo” pueden ser más o menos equivalentes, los presbíteros de Éfeso son llamados
epíscopos (Hch. 20, 28).
En cuanto al término “diácono” puede aplicarse a diversos grados de ministerio, san Pablo se
designa bajo ese vocablo (2Co. 3, 6; Ef 3, 7), pero lo emplea igualmente para los demás
ministros de un rango inferior a los apóstoles.
El término “presbítero” (anciano), había tomado en el ambiente judío un significado más
técnico relacionándose con los que ejercían una cierta función de autoridad en la comunidad, el
presbítero judío es un miembro de un colegio responsable de una comunidad, local o nacional,
con una referencia del todo especial al conocimiento de la Torah. Nacida en ambiente judío, la
Iglesia ha asumido el uso del término “presbítero”. Para algunos, los cristianos habrían tomado
simplemente en sus comunidades el modo de dirección de las sinagogas. Para otros, no es el uso
del gobierno local lo que ha sido decisivo, sino más bien el texto de los Números (11, 16) que
relata la institución de setenta “ancianos” o “presbíteros” en torno a Moisés. En esta
perspectiva, es la Iglesia en su conjunto, considerada como el nuevo Israel, y no sólo cada
comunidad local, la que debe ser provista de presbíteros44.
Sin embargo, hay que reconocer que los “presbíteros” aparecen como ministros unidos a una
comunidad particular, se distinguen de los predicadores itinerantes. La institución de los
presbíteros mencionada en el AT debió de clarificar su anclaje en la Iglesia, pero de todas
maneras no es ni el papel atribuido a los presbíteros en la comunidad judía ni las pre-
figuraciones proféticas lo que determinaron la naturaleza del ministerio de los presbíteros
cristianos. En el ambiente judío los presbíteros no eran sacerdotes. Por el contrario, en la Iglesia
se les reconoce un ministerio sacerdotal, en el amplio sentido del sacerdocio instituido por
Cristo.
El término “presbítero” toma, pues, un nuevo sentido. Importa notar, en particular, que el
término empleado para designar el ministro evoca ante todo una función de autoridad en la
comunidad, mientras que el sacerdote judío estaba caracterizado por la función cultual. De esta
manera, corresponde a la cualidad de pastor, nota distintiva del sacerdote en la Iglesia.
El término “epíscopos” (“vigilante” o “inspector”), había sido utilizado para cualificar a los
titulares de funciones diversas. ¿Pasó al uso cristiano, tomado de las instituciones griegas?
Algunos lo han pensado así, mientras que otros hacen valer la importancia del papel del
mebaqqer (este mebaqqer es un intendente que ejerce funciones de justicia y gobierno).
Sin embargo, también aquí se debe observar que no es ni una institución del mundo helénico
ni las funciones de vigilante entre los Esenios lo que determinaron el contenido de la función
del “epíscopos” cristiano. Este contenido proviene del sacerdocio ministerial instituido por
Cristo y vivido en la Iglesia. Según la terminología de las cartas pastorales y de la primera carta
de Pedro, las comunidades locales son dirigidas por un colegio de presbíteros-epíscopos, sin
que se pueda señalar una diferencia notable entre los dos términos.
La diferenciación sólo vendrá con una fijación de los grados en el ministerio jerárquico, tal
como aparece en las cartas de san Ignacio de Antioquía. Estas cartas constituyen el primer
testimonio del episcopado monárquico y presentan una estructura ministerial compuesta de
obispo, de un consejo de presbíteros, y de diáconos que tienen un papel subalterno. A partir de
este momento, y con la difusión de esta estructura en la Iglesia, los tres términos “epíscopo”,
“presbítero”, y “diácono” adquieren un sentido especifico que permanecerá hasta nuestros
días48. En particular, la distinción entre el papel del obispo y el de los presbíteros se impone
ahora con claridad.

3. La evolución estructural
Entonces ¿Cómo hay que entender la evolución de los ministerios en la Iglesia primitiva?
1° En el origen, el ministerio se entendió universalmente con la Iglesia misma. El primer
ministerio es el de “los Doce”, asistido por “hermanos” o discípulos que habían seguido a Jesús
y habían sido enviados por él en misión. El ministerio se concentró en un primer momento en
Jerusalén y luego se extendió a otros lugares después de la dispersión provocada por la
persecución. Los misioneros llevaron lejos la buena nueva, constituían un ministerio itinerante y
podían tomar, bien el nombre de apóstoles, como Pablo y Bernabé, bien el de profetas o
doctores.
2° Pero en seguida se efectúa un movimiento de localización del ministerio. Los apóstoles y
sus colaboradores establecían “presbíteros” o “epíscopos y diáconos” en las comunidades que
nacían de la predicación del Evangelio.
3° Con el crecimiento de estas comunidades, la organización del ministerio local debía
progresar necesariamente, tanto en complejidad como en unidad. Para ejercer la autoridad sobre
la comunidad era necesaria una unidad de orientación y de decisión y exigía que entre los
presbíteros o los epíscopos hubiera uno que asegurara la coordinación de las actividades.
El ejemplo de la comunidad de Jerusalén testimonia esta evolución, entre los ministros
locales, emerge la persona de Santiago “el hermano del Señor” que aparecía más bien como el
jefe de la comunidad (cf. Hch. 12, 17; 15, 13; 21, 18).
De esta institución de un ministerio a la cabeza de la comunidad conocemos otros ejemplos
en el siglo primero, está Felipe en Cesárea (Hch. 21, 8), está Juan “el presbítero”. En la segunda
y tercera cartas de Juan, el que se declara autor llamándose “el presbítero” (v. 1,
respectivamente), se comporta como si tuviera autoridad sobre una comunidad. Este
comportamiento corresponde al de las recomendaciones de la primera carta, las de un pastor
consciente de su responsabilidad hacia una comunidad cristiana. El hecho de autodenominarse
“el presbítero” parece indicar un rango de presbítero por excelencia, a un nivel superior de
autoridad.
El episcopado monárquico se menciona por vez primera con claridad en la comunidad de
Antioquía. Se comprende que esta comunidad, centro misionero muy activo, con un rápido
desarrollo, haya debido organizarse de manera que poseyera un ministro capaz de conducir a los
cristianos y de dirigir eficazmente las diversas actividades. Aplicando vocablos diferentes a los
grados de la jerarquía, obispo, presbíteros, diáconos, se hace aparecer más netamente la
distinción de funciones y de poderes. De ahora en adelante, el “epíscopo” designará al que es la
cabeza de los presbíteros.
De esta evolución importa retener que, desde el origen, hubo grados en la autoridad
sacerdotal. Eran los grados que Jesús mismo había instituido cuando estableció a “los Doce”,
bajo el primado de Pedro y confió a los setenta y dos discípulos una misión análoga a la de “los
Doce”, en la Iglesia primitiva “los Doce” ejercen la autoridad suprema y en torno a ellos hay
ministros en un rango inferior. La evolución ulterior ha reproducido estos grados en el cuadro
de la Iglesia local, con un obispo (epíscopo) y presbíteros.
Hay que notar igualmente que para los que no fueron constituidos por Cristo a lo largo de su
vida terrestre, ni formaron parte del grupo primitivo reunido en Pentecostés, la investidura de la
Iglesia se efectuaba mediante la imposición de manos. Cada vez que los escritos
neotestamentarios nos proporcionan informaciones más precisas sobre la institución de
ministros o sobre su envío en misión, mencionan este gesto de ordenación. Incluso Saulo y
Bernabé recibieron este rito para la misión de fundación de las Iglesias. Al imponer las manos a
los siete, los doce tenían conciencia de la necesidad de un rito para transmitirles poderes. Hubo,
por tanto, desde los orígenes, una transmisión ritual de las funciones sacerdotales.

Capítulo VIII
LOS GRADOS EN EL SACRAMENTO DEL ORDEN

I. EL DESARROLLO DE LOS GRADOS DEL ORDEN

En el desarrollo y en la diversificación de los ministerios han llegado a completar la jerarquía


de los obispos, de los presbíteros y de los diáconos. La Tradición apostólica de Hipólito (hacia
el año 200), menciona los grados de lector y de subdiácono. Una carta del Papa Cornelio al
obispo Fabián (a. 252) indica siete grados en la Iglesia de Roma: presbíteros, diáconos,
subdiáconos, acólitos, exorcistas, lectores y ostiarios 13. Mientras que en oriente sólo el
subdiaconado y el lectorado fueron reconocidos como órdenes inferiores al diaconado, y los
demás oficios (cantores, ostiarios, exorcistas ...) no eran considerados como órdenes, la
tradición de la Iglesia latina aceptó los siete órdenes, tres órdenes mayores: presbiterado,
diaconado y subdiaconado; cuatro órdenes menores: acolitado, exorcistado, lectorado y
ostiariado.
En general, los escolásticos medievales han considerado que los siete grados poseían valor de
sacramento e imprimían un carácter sacramental.
En el orden más elevado, el del sacerdocio, Pedro Lombardo distinguía dos dignidades: el
presbiterado y el episcopado. Por tanto, el episcopado, siendo distinto del presbiterado, no
constituía un orden, la razón invocada es que no confiere un poder especial sobre la eucaristía.
Según san Alberto Magno, el episcopado es un simple poder de jurisdicción.
Sin embargo, las posiciones de san Buenaventura y de santo Tomás son más matizadas. San
Buenaventura mantiene que el episcopado no es un orden, no hace más que ampliar el poder
13
EUSEBIO, Historia Eclesiástica, VI, 43.
anteriormente dado al presbítero. Pero hay algo más que una jurisdicción, se debe reconocer en
él una cierta elevación (eminentia) que permanece incluso cuando la jurisdicción es suprimida.
Es una dignidad análoga a la del arcipreste, a la del patriarca o a la del Soberano Pontífice.
Santo Tomás afirma que el episcopado no es un orden, si este término “orden” designa el
sacramento. Pero añade que se puede entender por orden un oficio relativo a ciertas acciones
sagradas, en este sentido el episcopado es un orden, porque el obispo posee sobre el Cuerpo
Místico un poder superior al del presbítero. En su obra sobre la perfección de la vida espiritual,
declara más abiertamente que “el obispo tiene un orden, por relación al Cuerpo Místico que es
la Iglesia, sobre la que recibe el cargo principal y casi regio”, no tiene un orden por encima del
sacerdote en lo que concierne al Cuerpo eucarístico. Que haya orden y no solamente
jurisdicción, resulta del hecho de que el obispo puede hacer muchas cosas que no puede confiar
a otros, como conferir las órdenes.
Con el paso del tiempo los teólogos han seguido defendiendo la opinión según la cual el
episcopado no era un orden sacramental distinto del presbiterado. El decreto de Graciano había
distinguido nueve grados de clérigos, de los que el último era el orden de los obispos.
Por su parte, Duns Scoto afirma claramente que el episcopado es un orden distinto, el que
puede conferir todos los órdenes y posee, en consecuencia, un valor eminente.
Así se manifiesta la doble tendencia que triunfará en la época moderna: tendencia a negar que
el subdiaconado y las órdenes menores sean sacramentos, y tendencia a reconocer al episcopado
un valor sacramental propio. Conviene advertir que la escolástica medieval no negaba al
episcopado el valor de sacramento, sino que se lo atribuía incluyéndolo en el sacerdocio. El
progreso ha consistido en afirmar un orden sacramental propio al episcopado, que es distinto del
presbiterado.

II. LAS DECLARACIONES DEL CONCILIO DE TRENTO

1. La jerarquía
Tras un largo debate, el concilio de Trento definió la existencia de una jerarquía, debe
admitirse que “en la Iglesia católica existe una jerarquía instituida por ordenación divina, que
consta de obispos, presbíteros y ministros”14. Si bien se afirma la existencia de la jerarquía, su
origen es calificado de una forma bastante vaga.
La mayoría de los conciliares de Trento temía que la afirmación de la institución de la jerar -
quía por parte de Cristo implicara el reconocimiento de una jurisdicción atribuida
inmediatamente por Dios a los obispos. El grupo español era del parecer de que la jurisdicción
de los obispos les venía inmediatamente de Dios y que el Papa no hacía más que determinar los
fieles sobre los que se ejercía esa jurisdicción. Según la opinión de la mayoría, los obispos
recibían la jurisdicción sólo a través del Papa. Finalmente, Trento llegó a una fórmula de
compromiso, la cual dejaba abierta la cuestión de saber si los obispos fueron instituidos por
Cristo: “jerarquía instituida por ordenación divina”. “Ordenación divina” significa una voluntad
o una disposición divina, pero sin que se dé ninguna otra precisión concreta sobre su naturaleza.
En la interpretación del texto conciliar, se debe tener en cuenta la intención deliberada de evitar
la afirmación clara de una institución divina o de una institución por parte de Cristo, que pueda
ser aplicada directamente a los obispos.
14
DS. 1776.
Por lo que respecta a los grados de la jerarquía, la declaración comporta igualmente cierta
oscuridad. No dice que los tres grados mencionados hayan sido instituidos por ordenación
divina, se limita a decirlo de la jerarquía. Además, el término “ministros” plantea un problema:
¿Se trata de los diáconos o de todos los grados del orden por debajo del sacerdocio? Como la
expresión “y de otros ministros” parece que se refiere a los diáconos y no de todos los
ministros. Sin embargo, permanece que los diáconos no son mencionados explícitamente.

2. La superioridad de los obispos sobre los presbíteros


El Concilio de Trento define, en la jerarquía, la superioridad de los obispos sobre los
sacerdotes, no se puede decir sin incurrir en anatema, que los obispos no son superiores a los
presbíteros, o que no tienen potestad de confirmar y ordenar, o que tienen una potestad común
con los presbíteros (Cf. DS. 1777).
Se trata de una superioridad en el poder de orden, se tomó la decisión de hablar
exclusivamente del orden y no de la jurisdicción. Esta superioridad se explica por el poder de
conferir la confirmación y la ordenación. Luego indica que la superioridad de los obispos es aún
mayor: “confieren el sacramento de la confirmación, ordenan a los ministros de la Iglesia y
pueden realizar otras muchas funciones en cuyo desempeño no tienen ninguna potestad los
otros ministros de orden inferior”15.
El concilio no define si la superioridad de los obispos sobre los presbíteros deriva de la
voluntad de Cristo, según el canon 6 (DS 1776) debe ser referida a una “ordenación divina”,
pero ésta es una expresión ambigua.

3. Conclusión
De las declaraciones del Concilio de Trento, deben retenerse las siguientes afirmaciones:
1ª. Hay una jerarquía en el poder de orden. Esta jerarquía implica varios grados, pero sin que
quede comprometida la unidad de sacramento, como no hay más que siete sacramentos, el
sacramento del Orden es uno (Cf. DS. 1601).
2ª. Esta jerarquía ha sido instituida en virtud de una “ordenación” o disposición divina.
3ª. Está definido que en esta jerarquía, los obispos son superiores a los presbíteros. Los obispos
tienen poderes que les son propios, especialmente el de confirmar y el de ordenar, pero sin que
se excluya la posibilidad de que los presbíteros reciban del Papa este poder a título de ministros
extraordinarios.
4ª. Además de los obispos y presbíteros, la jerarquía comprende ministros, pero el término no
está precisado, y la atención del Concilio, al concentrarse sobre el poder de los obispos, no se ha
detenido sobre los grados inferiores del Orden.

III. LA CONSTITUCIÓN APOSTÓLICA SACRAMENTUM ORDINIS

La Constitución Sacramentum Ordinis, de Pío XII, publicada el 28 de enero de 1948 con el


título, “Los órdenes sagrados del diaconado, del presbiterado y del episcopado”, muestra interés
en la afirmación de los grados del Orden.
Su intención, sin embargo, no fue la de pronunciarse sobre estos grados, sino la de proveer
una determinación sobre el rito válido del sacramento. El Papa deseaba poner fin a las dudas y a
15
DS. 1768.
las controversias que se habían producido en la Iglesia latina después de que, en el rito de la
ordenación sacerdotal, a partir del siglo X, se había incluido el gesto de la entrega de los
instrumentos. Un buen número de autores, especialmente entre los tomistas, pensaba que esta
entrega era el único rito esencial, mientras que otros autores optaban o por la sola imposición de
manos, o por un rito más complejo. La Constitución estipula que ahora el único rito que
pertenece a la sustancia del sacramento será la imposición de manos con las palabras que allí se
refieren y que significan los efectos sacramentales, es decir, el poder de Orden y la gracia del
Espíritu Santo. El documento pontificio no resuelve para el pasado los problemas que se habían
planteado, sino que los resuelve para el futuro, incluso si antes la entrega de los ins trumentos
había podido estar legítimamente prescrita, ya no será necesaria, al menos para el futuro, para la
validez de los Ordenes sagrados del diaconado, del presbiterado y del episcopado 16.
El documento precisa con más detalle, para cada una de las tres ordenaciones, diaconal,
presbiteral y episcopal, en qué consiste el rito esencial, especialmente las palabras que deben
acompañar a la imposición de manos. Se puede, por tanto, retener una orientación doctrinal que
considera cada una de estas tres ordenaciones como sacramental y que admite en el sacramento
del Orden los tres grados del diaconado, del presbiterado y del episcopado. El documento no
toma en consideración el subdiaconado, ni las órdenes menores. Esta toma de posición es tanto
más notable si se tiene en cuenta que el Código de Derecho Canónico (canon 949) consideraba
como ordenes sagradas o mayores el subdiaconado, el diaconado y el presbiterado. Por otra
parte, la diversidad de grados no afecta a la unidad.

IV. LA DOCTRINA DEL VATICANO II

Sin querer realizar ninguna definición de fe, el Vaticano II presenta una doctrina del
sacerdocio que marca una explicitación y un progreso con relación al Concilio de Trento.
Mientras que la preocupación esencial de Trento era la de reaccionar contra los errores de la
Reforma y condenarlos, el Vaticano II ha querido, de una forma más serena y completa,
exponer el sentido y el valor del sacerdocio en la vida de la Iglesia.

1. La diversidad de órdenes y su origen


El Vaticano II determina más claramente los grados de la jerarquía “El ministerio
eclesiástico, instituido por Dios, es ejercido en diversidad de órdenes por aquellos que ya desde
antiguo se llaman obispos, presbíteros y diáconos” (LG 28). Éstos son los tres grados de
ministerio de los que trata la Constitución Lumen Gentium. En el grado inferior solamente se
citan los diáconos, no hay otros grados.
El Concilio precisa el origen de este ministerio diversificado, no se contenta con la vaga
“ordenación divina” enunciada por Trento en lo concerniente a la institución de la jerarquía.
Antes de la frase citada sobre la diversidad de órdenes, declara: “Cristo, a quien el Padre
santificó y envió al mundo (Jn. 10, 36), ha hecho partícipes de su consagración y de su misión,
por medio de sus Apóstoles, a los sucesores de éstos, es decir, a los Obispos, los cuales han
encomendado legítimamente el oficio de su ministerio, en distinto grado, a diversos sujetos en
la Iglesia. Así, el ministerio eclesiástico, de institución divina, es ejercido en diversos
órdenes...” (LG 28).
16
Cf. Sacramentum Ordinis, 4.
Previamente, al comienzo del capítulo III, una afirmación general había atribuido a Cristo la
institución de los diversos ministerios: “Para apacentar el pueblo de Dios y acrecentarlo
siempre, Cristo Señor instituyó en su Iglesia diversos ministerios, que tienden al bien de todo el
Cuerpo”. Se trata de “ministros que poseen la sacra potestad” (LG 18).
A continuación, se precisaba la institución de los obispos, con la del Papa, “Este Santo
Sínodo, siguiendo las huellas del Concilio Vaticano I, enseña y declara con él que Jesucristo,
Pastor Eterno, edificó la santa Iglesia enviando a sus Apóstoles como Él mismo fue enviado por
el Padre (cf. Jn 20, 21), y quiso que los sucesores de aquéllos, los obispos, fuesen los pastores
en su Iglesia hasta la consumación de los siglos. Pero para que el mismo Episcopado fuese uno
solo e indiviso, puso al frente de los demás Apóstoles al bienaventurado Pedro e instituyó en la
persona del mismo el principio y fundamento, perpetuo y visible, de la unidad de fe y de
comunión” (LG 18).
El Concilio añade que su intención es proponer y explicitar la doctrina referente a los
obispos. Por esto explica más especialmente el origen del ministerio episcopal. Tras haber
recordado la institución de los doce, declara que la misión confiada por Cristo a los Apóstoles
está destinada a durar hasta el fin del mundo y que, por este motivo, “los Apóstoles se cuidaron
de establecer sucesores en esta sociedad jerárquicamente organizada” (LG 20).
La doctrina del Vaticano II clarifica, por tanto, lo que Trento había dejado en una cierta
oscuridad, los obispos fueron queridos por Cristo. Esta voluntad se manifiesta en la misión
confiada a los Apóstoles, misión que requería sucesores.
Por el contrario, en lo que respecta a los presbíteros, el Concilio se limita a afirmar la función
que han recibido de los obispos, sin pronunciarse sobre la manera en que Cristo quiso su origen.
En efecto, declara que los obispos han transmitido legítimamente el oficio de su ministerio, en
distinto grado, a diversos sujetos en de la Iglesia. (LG 28). En PO se expresa de manera
análoga, afirmando que la función ministerial de los obispos “fue encomendada a los
presbíteros, a fin de que, constituidos, en el Orden del presbiterado, fuesen cooperadores del
Orden episcopal para cumplir la misión apostólica confiada por Cristo” (PO 2).
El decreto subraya el papel de Cristo en el ejercicio del ministerio sacerdotal, “El ministerio
de los presbíteros, por estar unido con el Orden episcopal, participa de la autoridad con que
Cristo mismo edifica, santifica y gobierna su cuerpo”. En efecto, por el sacramento del Orden,
los presbíteros son “configurados con Cristo sacerdote, de forma que puedan obrar en persona
de Cristo Cabeza. Los presbíteros participan, por su parte, en el ministerio de los Apóstoles”
(PO 2).
Sin embargo, la afirmación de la autoridad de Cristo ejercida en el ministerio presbiteral no
implica la determinación exacta del papel de Cristo en el origen histórico del presbiterado. El
Concilio dice simplemente que los apóstoles “tuvieron diversos colaboradores en el ministerio”
(LG 20), y que más tarde los obispos confiaron a los presbíteros un oficio ministerial. Deja,
pues, abierta la cuestión sobre una específica voluntad de Cristo en la institución del ministerio
del presbítero. Como en el Concilio de Trento al rehusar pronunciarse sobre la institución de los
obispos por parte de Cristo, tampoco aquí se podría interpretar un silencio como una negación.
El silencio hace suponer simplemente que no se ha llegado a una claridad suficiente, en la
búsqueda y en la reflexión de la Iglesia, sobre la respuesta que debe darse al problema.

2. La sacramentalidad del episcopado


a) Plenitud del sacramento del Orden
El progreso más significativo de la enseñanza doctrinal del Vaticano II consiste en la
afirmación de la sacramentalidad del episcopado: “Enseña este Santo Sínodo que en la
consagración episcopal se confiere la plenitud del sacramento del orden, llamada en la práctica
litúrgica de la Iglesia y en la enseñanza de los Santos Padres sumo sacerdocio, cumbre del
ministerio sagrado” (LG 21).
La fórmula empleada (“Enseña este Santo Sínodo”), muestra que el Concilio tiene la
intención de afirmar, con toda su autoridad pastoral, la verdad enunciada, aunque se abstiene de
querer comprometer en ello su infalibilidad doctrinal. Quiere truncar el debate relativo al valor
sacramental del episcopado como orden distinto del presbiterado. Nadie ponía en duda la
sacramentalidad de la consagración episcopal cuando era conferida “per saltum” a un diácono o
a un laico, en este caso, implicaba la ordenación presbiteral y tenía que ser un sacramento. Pero
esta sacramentalidad aparecía menos evidente a ciertos teólogos cuando la consagración
episcopal tenía lugar después de la ordenación presbiteral, la opinión negativa derivaba de
objeciones, hechas en tiempo de los escolásticos, sobre la concepción del episcopado como
orden superior al presbiterado. El Vaticano II se pronuncia con claridad en favor la
sacramentalidad de la consagración episcopal considerada en sí misma.
Según los términos empleados, lo que constituye la nota específica de la consagración
episcopal, distinguiéndola de la presbiteral, es que confiere la plenitud del sacramento. Ya
anteriormente, para la preparación del texto, el Concilio había respondido afirmativamente a la
pregunta expresamente presentada “¿Place a los Padres que el esquema de la Iglesia sea
preparado de tal manera que se diga en él que la consagración episcopal constituye el grado
supremo del sacramento del Orden?”. El texto mismo va más allá, afirmando no sólo que la
consagración episcopal es el grado supremo, sino que confiere la plenitud del sacramento del
Orden.
A continuación, indica los motivos que hacen admitir esta sacramentalidad del episcopado,
“La consagración episcopal, junto con el oficio de santificar, confiere también los oficios de
enseñar y de regir, los cuales, sin embargo, por su misma naturaleza, no pueden ejercerse sino
en comunión jerárquica con la Cabeza y los miembros del Colegio. Pues según la Tradición,
que se manifiesta especialmente en los ritos litúrgicos y en el uso de la Iglesia, tanto de oriente
como de occidente, es cosa clara que por la imposición de las manos y las palabras de la
consagración se confiere la gracia del Espíritu Santo y se imprime el sagrado carácter, de tal
manera que los Obispos, de modo visible y eminente, hacen las veces del mismo Cristo,
Maestro, Pastor y Pontífice, y actúan en lugar suyo. Pertenece a los obispos incorporar, por
medio del sacramento del orden, nuevos elegidos al Cuerpo episcopal” (LG 21).
El episcopado es un sacramento tanto en razón de las funciones que comporta como por la
manera en que se confiere. Las funciones son las propias del sacramento del orden, no
solamente la de la santificación por el culto y los sacramentos, sino también las de enseñan za y
gobierno. Se confieren por un rito sacramental, imposición de manos y palabras de
consagración. El rito tiene un doble efecto, la gracia y el carácter que hacen apto al obispo para
obrar en nombre de Cristo ejerciendo de forma eminente la triple función sacerdotal.
Para terminar de mostrar la especificidad de las funciones episcopales, el Concilio menciona
el poder de consagrar obispos. No ha querido afirmar, sin embargo, que solamente los obispos
tengan ese poder, se limita a decir que este poder les pertenece. Esta prudencia se explica por
las dudas de ciertos teólogos que, apoyándose en los testimonios procedentes de la Iglesia de
Alejandría de los primeros siglos, no excluyen la posibilidad de una consagración episcopal
llevada a cabo por presbíteros.

b) La colegialidad episcopal
El Concilio afirma la colegialidad episcopal como fruto de la consagración sacramental.
“Uno es constituido miembro del Cuerpo episcopal en virtud de la consagración sacramental y
por la comunión jerárquica con la Cabeza y con los miembros del Colegio” (LG 22).
En el origen de este Colegio está el gesto del Señor Jesús que “instituyó a los Apóstoles a
modo de colegio, es decir, de grupo estable, al frente del cual puso a Pedro, elegido de entre
ellos mismos” (LG 19). “Así como, por disposición del Señor, san Pedro y los demás Apóstoles
forman un solo Colegio apostólico, de modo análogo se unen entre sí el Romano Pontífice,
sucesor de Pedro, y los Obispos, sucesores de los Apóstoles» (LG 22).
Este colegio episcopal detenta el poder sobre la Iglesia universal: “El cuerpo espiscopal, que
sucede al Colegio de los Apóstoles en el magisterio y en el régimen pastoral, más aún, en el que
perdura continuamente el Cuerpo apostólico, junto con su Cabeza, el Romano Pontífice, y
nunca sin esta Cabeza, es también sujeto de la suprema y plena potestad sobre la Iglesia
universal, si bien no puede ejercer dicha potestad sin el consentimiento del Romano Pontífice”
(LG 22).
Con esto se comprende mejor el sentido de la plenitud del sacerdocio atribuida a los obispos,
se trata de una plenitud que, en el poder ejercido sobre la Iglesia universal, es esencialmente
colegial y bajo la autoridad del Papa.

c) El poder y el ejercicio
Conviene subrayar la distinción que hace el Concilio entre los ministerios conferidos por la
consagración episcopal y su ejercicio que debe efectuarse “en comunión jerárquica con la
Cabeza y los miembros del Colegio”. Una nota explicativa de la Comisión doctrinal precisa el
sentido de esta distinción, “En la consagración se da una participación ontológica de los
ministerios sagrados, como consta, sin duda alguna, por la Tradición, incluso la litúrgica. Se
emplea intencionadamente el término ministerios y no la palabra potestades, porque esta última
palabra podría entenderse como potestad expedita para el ejercicio. Mas para que de hecho se
tenga tal potestad expedita es necesario que se añada la determinación canónica o jurídica por
parte de la autoridad jerárquica” (Nota explicativa previa a LG, núm. 2). El concilio indica en
qué modo se debe comprender la distinción que se había hecho entre poder de orden y poder de
jurisdicción. No se trata, propiamente hablando, de dos poderes, sino, por una parte, de un
poder de orden y, por otra, de la determinación concreta del campo en que este poder se debe
ejercer. Esta determinación depende más particularmente de la Cabeza del Colegio episcopal, y
ello en razón de la naturaleza misma del poder, que implica la comunión jerárquica. Lo que es
llamado jurisdicción designa, pues, el campo de ejercicio concreto asignado al poder de orden:
sea oficio particular, sea atribución de sujetos.

d) El caso de delegación de poder de ordenación a los presbíteros


La declaración conciliar sobre la sacramentalidad del episcopado deja abierta la respuesta a la
dificultad que plantean los casos de delegación pontificia de poder de ordenación a un simple
presbítero. Advierte solamente que no se busque esta respuesta en una negación de la naturaleza
sacramental de la consagración episcopal.
En varias ocasiones los papas han concedido a los Abades de monasterio o a misioneros, el
privilegio de conferir las órdenes, incluido el presbiterado. Existe una bula de Bonifacio IX
dirigida al Abad de los Agustinos de Saint-Osith, en la Diócesis de Londres, en 1400, y otra de
Martín V al Abad cisterciense de Altzelle, en Sajona, en el año 1427. ¿Cómo explicar estas
concesiones? Algunos se han planteado la cuestión de que podría tratarse de un error de ciertos
Papas, han recordado que en el caso de reordenaciones, debe reconocerse un error cometido por
algún Papa sobre la validez del Orden recibido de un obispo simoníaco o hereje y que, por
tanto, no se puede afirmar que en el campo del sacramento del Orden sean imposibles otros
errores por parte de algún Papa.
Es verdad que las bulas pontificias que conceden privilegios de ordenación no son
documentos infalibles no se puede, por tanto, sostener a priori, la posibilidad de que el Papa no
pueda equivocarse en esta materia. No obstante, existe una presunción muy fuerte de que los
papas no se hayan equivocado, teniendo en cuenta que han existido varias concesiones de este
género, y que nunca ha habido un indicio de retractación,
Otros teólogos han atribuido a la bula el valor de una concesión del poder de orden, el papa
podría, pues, transmitir este poder, sin rito consecratorio. Sin embargo, es difícil admitir la
equivalencia entre una bula pontifical que concede a un Abad y a sus sucesores el poder de
ordenar y la colación sacramental de un poder de orden. No parece que los papas tuvieran
conciencia, con estas bulas, de ejercer su poder consacratorio y una consagración sacramental
sólo habría sido posible para un determinado sujeto, no para una serie de sucesores aún
indeterminados. Las bulas tienen la naturaleza de un acto jurisdiccional.
Queda, por tanto, suponer que estas bulas implican un poder de ordenar ya presente
radicalmente en el presbítero, poder que normalmente está atado y no se puede ejercer
válidamente más que en virtud de una concesión jurisdiccional.
De manera análoga, se puede afirmar que el presbítero posee radicalmente el poder de
confirmar, lo que le permite ser ministro extraordinario de este sacramento.
No se puede, sin embargo, concluir que el simple presbítero tenga un poder igual al del
obispo. El presbítero no puede ser más que ministro extraordinario de la ordenación; su poder
de ordenar esté atado ordinariamente por la autoridad de la Iglesia, y las concesiones han sido
solo excepcionales, con posibilidad de revocación. Por el contrario, el obispo es el ministro
ordinario de la ordenación presbiteral. Este poder de ordenación se integra en un poder más
amplio, poder pastoral superior que comporta la enseñanza y el gobierno.
La descripción conciliar de las funciones del obispo en la Lumen Gentium muestra
claramente que la superioridad del obispo sobre el presbítero no puede reducirse al poder de
ordenar y de confirmar. El punto de vista del Concilio de Trento, que ponía un cierto vínculo
entre la superioridad de los obispos y este doble poder, era solo parcial y ha sido superado por
la doctrina del Vaticano II que toma en consideración toda la amplitud del oficio pastoral de los
obispos.

3. La revalorización del diaconado


a) La restauración del diaconado permanente
Dos motivos han inspirado el movimiento que se ha formado, antes del Vaticano II, a favor
de la restauración de un diaconado permanente. Existía ante todo el deseo de conferir un
estatuto eclesial al servicio permanente que ciertos laicos hacían a la Iglesia, desde1934 se
expresa la idea de este diaconado en el ambiente alemán de Caritas. Más determinante aún fue
el deseo de poder remediar la penuria de presbíteros, se reflexionó sobre la aportación que
podrían proporcionar los diáconos, casados y ejerciendo una profesión civil, en el campo de la
enseñanza del catecismo, de la liturgia y de la predicación. El movimiento se amplió en
Alemania llegando a otros países.
Los Padres conciliares, interrogados sobre la oportunidad de instaurar el diaconado como
grado distinto y permanente del ministerio sagrado, según la utilidad de la Iglesia en las
diversas regiones, respondieron afirmativamente, en una proporción de 1.588 votos contra 525.
Una vez admitido el principio de la restauración del diaconado, quedaba todavía por resolver el
problema del celibato. Los partidarios de la restauración insistían a favor de la admisión de un
diaconado casado. A dos preguntas que se le presentaron a continuación, la asamblea respondió
aceptando que fueran ordenados diáconos “hombres de edad madura, incluso ya casados” y
rechazando que la ordenación diaconal fuera conferida a jóvenes sin obligación de celibato.
Mientras que ya desde hacía tiempo, en la Iglesia Occidental, el diaconado no era más que un
grado de acceso al sacerdocio, el Vaticano II permite restablecerlo como “grado propio y
permanente de la jerarquía” (LG 29). Encarga la decisión de ello a las agrupaciones territoriales
de obispos, con la aprobación del Sumo Pontífice. Enumera las funciones de los diáconos:
administrar solemnemente el bautismo; conservar y distribuir la Eucaristía; asistir, en nombre
de la Iglesia, al matrimonio y dar la bendición; llevar el viático a los moribundos; leer a los
fieles la Sagrada Escritura; instruir y exhortar al pueblo; presidir el culto y la oración de los
fíeles; administrar los sacramentos; presidir los ritos fúnebres y la sepultura. Además de estas
funciones, el Concilio menciona la dedicación de diáconos a los oficios de caridad y de
administración. De esta forma el diácono, en virtud de la gracia sacramental, sirve al pueblo de
Dios en la “diaconía” de la liturgia, de la palabra y de la caridad, en comunión con el obispo y
su presbiterio.

b) Prudencia doctrinal y estímulo practico


El Vaticano II, aun queriendo revalorizar el diaconado, mantiene una prudencia doctrinal en
su forma de concebirlo y presentarlo. Para la exposición del ministerio episcopal y del
ministerio presbiteral tiene cuidado de aclarar su origen histórico y recordar la voluntad de
Cristo. Para el diaconado se abstiene de dar una interpretación de las fuentes escriturísticas, no
quiere, en particular, invocar el texto de Hechos 6, 1-6, sobre la institución de los siete. Por
razón de las incertidumbres del origen, evita conectar el diaconado con una voluntad expresa de
Cristo o de los Apóstoles.
Tampoco quiere enunciar una pertenencia propiamente dicha del diaconado al sacerdocio
ministerial, puesto que comienza la exposición con estas palabras: “En el grado inferior de la
Jerarquía están los diáconos, que reciben la imposición de las manos no en orden al sacerdocio,
sino en orden al ministerio” (LG 29), la fórmula, en una perspectiva más amplia, entendía no
“servicio del obispo”, sino que el Concilio habla de servicio del pueblo del Dios. Sin embargo,
permanece la afirmación de que el diácono no se ordena “para el sacerdocio”.
Por una parte, el Vaticano II favorece la idea de la sacramentalidad del diaconado, puesto que
menciona, a propósito de la imposición de manos, la “gracia sacramental”. Pero no ha querido
condenar a los teólogos que niegan esta sacramentalidad, ni resolver definitivamente el
problema. Se expresa incontestablemente según el presupuesto de un diaconado sacramental.
Por otra parte, al reafirmar que el diaconado no está ordenado al sacerdocio, sino al
ministerio, hace aparecer el problema que plantea la naturaleza del diaconado. El problema es
más real aún en cuanto que no es muy grande la distancia entre las funciones atribuidas al
diácono y las que son ejercidas por ciertos laicos 17 . La valoración del laicado, recogida por el
Concilio, también se sitúa en el sentido de una colaboración más eficaz con el ministerio
sacerdotal y de una cierta suplencia a la penuria de presbíteros.
A pesar de que estas cuestiones doctrinales no han podido recibir aún suficiente luz, la
restauración del diaconado permanente expresa el esfuerzo de la Iglesia por desarrollar todas las
posibilidades implicadas en el sacramento del orden. Abre la vía de un ministerio sacramental
que, no siendo sacerdotal, está llamado a colaborar en la realización de las funciones
sacerdotales.
El ministerio diaconal es particularmente estimulado por el Concilio en el apostolado
misionero. Tratando del desarrollo del clero local, el decreto Ad gentes declara: “Restaúrese el
orden del diaconado como estado permanente de vida, según la norma de la Constitución De
Ecclesia, donde lo crean oportuno las Conferencias episcopales. Pues es justo que aquellos
hombres que desempeñan un ministerio verdaderamente diaconal, o que como catequistas
predican la palabra divina, o que dirigen en nombre del párroco o del obispo comunidades
cristianas distantes, o que practican la caridad en obras sociales o caritativas, sean fortificados
por la imposición de las manos trasmitida desde los Apóstoles y unidos más estrechamente al
servicio del altar para que cumplan con mayor eficacia su ministerio por la gracia sacramental
del diaconado” (AG 16).
La restauración práctica del diaconado permanente se deja a la competencia de las
conferencias episcopales, pero las reglas generales en este campo han sido promulgadas por el
Papa Pablo VI18. En conexión con esta restauración se han emitido también normas con vistas a
una renovación del lectorado y del acolitado 19. Suprimido el subdiaconado, el papel que se le
asignaba se atribuye al lector y al acólito. El lectorado y el acolitado ya no son llamados
“órdenes” sino “ministerios”, se confieren no por una “ordenación” sino por una “institución”.
Sólo deben ser considerados como clérigos los que han recibido el diaconado; la tonsura ya no
se confiere más y la entrada en el estado clerical está ligada a la colación del diaconado. Para
los candidatos al diaconado y al presbiterado existe la obligación de recibir los ministerios de
lector y acólito, estos ministerios son también accesibles a laicos, de sexo masculino, que no
quieren asumir otro compromiso. Las conferencias episcopales pueden solicitar a la Santa Sede
la institución de otros ministerios como el ostiariado, el exorcistado y la función de catequista
(actualmente revalorado por el Papa Francisco), o también, el encargo de las obras de caridad
allí donde este ministerio no ha sido confiado a los diáconos.

17
Ninguno de los ministerios confiados a los diáconos, en la liturgia, la evangelización, la beneficencia o la administración, exige una
ordenación: el bautismo y la confirmación son suficientes para ejercerlos, nos preguntamos, con ello ¿no ha exaltado el Concilio el
sacerdocio común de los fieles?
18
PABLO VI, Motu Proprio, 18 junio 1967; Luego el Motu Proprio de 15 agosto 1972.
19
PABLO VI, Motu Proprio, 15 agosto 1972.
La descripción de las funciones implicadas en el lectorado y el acolitado hace pensar en una
cierta analogía, bajo ciertos aspectos, con las funciones atribuidas a los diáconos, el lector lee la
palabra de Dios (a excepción del Evangelio) y asume papeles diversos en las acciones
litúrgicas, el acólito puede ser ministro extraordinario de la distribución de la comunión y en
circunstancias excepcionales puede exponer el Santísimo Sacramento, pero sin bendecir al
pueblo. Sin embargo, conviene notar la preocupación de las normas por subrayar la diferencia
que existe entre estos ministerios no ordenados y el diaconado.
Así aparece la variedad de los ministerios que, aun sin pertenecer al sacerdocio propiamente
dicho, se destinan a ayudar al presbítero. Entre estos ministerios, solo el diaconado se confiere
mediante una ordenación y debe ser llamado “orden”.

CAPÍTULO IX
EL SER SACERDOTAL

Al considerar la institución de “los Doce” por parte de Cristo hemos observado algunos
indicios del valor ontológico del sacerdocio. En la intención de Jesús, el “hacer” sacerdotal debe
partir de un “ser” sacerdotal. El sentido de este ser sacerdotal se clarifica mediante la doctrina
del carácter.

I. LA DOCTRINA TRADICIONAL DEL CARÁCTER

1. El cuestionamiento sobre el valor del carácter sacerdotal


La discusión del valor del carácter sacerdotal tiende a relativizar la afirmación del Concilio
de Trento según la cual “los tres sacramentos del bautismo, confirmación y orden imprimen
carácter en el alma, es decir, una especie de señal espiritual e indeleble, de donde se sigue que
no se pueden repetir”20. La doctrina del “carácter” de estos tres sacramentos ha sido muy
contestada:
- Algunos opinan que Trento no quiso imponer una definición de fe válida para todo el
futuro de la Iglesia;
- Otros, más radicalmente, han estimado que es necesario abandonar esta afirmación como
contraria a la tradición milenaria anterior;
- La declaración conciliar tiene un significado “fuertemente apologético” y puede
suponerse que registra prácticas existentes pero que no constituye un decreto
estrictamente teológico. La práctica es la de no repetir nunca la ordenación;
- La doctrina del carácter sacramental no tiene valor de principio intocable porque se basa
en la imposibilidad de repetición de ciertos sacramentos y porque sólo tiene valor en esta
medida;
- El concilio de Trento no quiso sancionar la interpretación escolástica del carácter que lo
“cosifica” y le atribuye un sentido ontológico, sólo quiso afirmar la realidad del
ministerio en nombre de Cristo para la comunidad.
Con estas críticas al “carácter sacerdotal” el sacerdocio queda en una simple función, el
ministerio sacerdotal es una profesión, como la del médico, el ingeniero o el fontanero. El
carácter sólo tiene sentido como aptitud para el ejercicio de esta función, no aporta ningún
20
DS. 1609.
cambio de naturaleza o de estructura en el hombre y debe ser desmitificado. Pone al hombre
simplemente “en situación” de ejercer el ministerio.
Por esto el carácter se concilia con el ministerio a tiempo parcial, tiene valor parcial, está
limitado al ejercicio de la función, no vale para toda la duración de la vida del ministro, ni para
todo lo que él hace.
Por estas posturas se concluye que no se puede aplicar al sacerdote lo que se dice en la
Escritura sobre el sacerdocio eterno de Cristo. El bautizado permanece cristiano para la
eternidad mientras que el sacerdote cesa en su función en el más allá y vuelve a ser laico.
La concepción puramente operativa del carácter permitiría la aparición de un nuevo tipo de
sacerdote, no ya el que ha sido expuesto, a imagen de Cristo, “sacerdos in eternum secundum
ordinem Melchisedech”, sino el designado por una comunidad como el más apto para dirigirla,
nombrado por un período determinado, y que, preferentemente, ejerza una profesión secular,
esté casado y consagre al ministerio sacerdotal una parte de su tiempo. Este sacerdote viviría
como los laicos, con la esperanza de estar así más cercano al mundo, y podría ejercer en él una
influencia más considerable.
Detrás de estas consideraciones teóricas (presentadas por Bunnik, Schoonenberg y
Schilllebeeckx) expuestas con relación al carácter, no puede olvidarse la tendencia a promover
un sacerdocio de género nuevo muy diferente del establecido hasta ahora por la Iglesia católica.
Sintetizaríamos estas posturas con la expresión “la desmitificación del carácter”, lo cual lleva a
reducir el sacerdocio a una simple función.

2. Signo espiritual e indeleble


Entonces, ¿Cuál es el valor de la declaración del concilio de Trento? Indudablemente el
Concilio quiso afirmar la existencia del carácter sacramental como verdad de fe, los debates
conciliares dejan ver esta intención, más aún la negación del carácter fue condenada como
herética21.
La definición de la existencia del carácter no estuvo vinculada a una argumentación
escriturística porque el valor de los argumentos sacados de la Escritura era discutido entre los
Padres conciliares. El acuerdo se estableció sobre la fidelidad a lo que ya había sido declarado
por el Magisterio de la Iglesia, especialmente por la decretal Maiores de Inocencio III22 así
como por el concilio de Florencia. En su formulación, la definición reproduce lo que fue
enunciado por el decreto para los Armenios23.
El Concilio no quiso adoptar una teoría escolástica particular, hubo gran variedad de
opiniones, en la Edad Media, sobre la naturaleza del carácter sacramental. Los teólogos de la
Edad Media se esforzaron por precisar lo que es el carácter, con la ayuda de las categorías de
Aristóteles o fuera de esas categorías: santidad, cualidad pasible, disposición, figura, signo
demostrativo de la gracia, hábitos, signo de participación en los sacramentos, signo de profesión
de fe, relación, poder cultual. La teoría de santo Tomás, la del poder cultual, adquirió una gran
autoridad hasta el punto de ser adoptada a menudo como la única concepción del carácter, pero
en realidad no expresa más que un punto de vista parcial porque limita el carácter a un poder,
más aún, a un poder de orden cultual. En modo alguno fue sancionada por el Concilio de
Trento, como tampoco lo fueron las teorías que la precedieron o siguieron.
21
DS 1609.
22
Cf. DS 781.
23
Cf. DS 1313.
El Concilio se atuvo a la afirmación esencial de un signo espiritual e indeleble, sin querer
determinar más ampliamente su naturaleza. Con esto hace que discernamos en el carácter
sacramental una realidad ontológica. Se trata de un signo impreso en el alma. Por tanto, no se
puede ver en ello solamente la designación externa realizada por el rito sacramental, ni una
simple aptitud para una función, un poder puramente jurídico tal que la autoridad pueda
atribuirlo a los individuos escogidos para la realización de ciertas tareas. Hay una marca real
que subsiste en el alma. No es una “cosa”, no se trata de una concepción “cosificante”, una cosa
supone una entidad aparte, mientras que el signo, estando impreso en el alma, no se separa de
ella, sino que forma con ella una única realidad. Sin embargo, aun no siendo una “cosa”, el
carácter es marca efectuada realmente. Aporta un cambio verdadero en el ser del hombre, sólo
si se admite una transformación ontológica que produce una capacidad de ejercer una actividad.
El signo es “indeleble”. Su permanencia no está determinada por la aptitud concreta para el
ejercicio de una actividad porque nada puede cancelarlo, hacerlo desaparecer. La realidad
indeleble enunciada por el Concilio vale por lo menos para toda la duración de la vida terrestre,
durante la cual el sacramento jamás puede ser reiterado. Por lo que respecta a la permanencia en
la eternidad no se declaró nada explícitamente, la afirmación conciliar no quiso zanjar esta
cuestión, de naturaleza más especulativa y menos directamente interesante para la vida actual de
la Iglesia. Sin embargo, como se trata de una marca espiritual, difícilmente se ve cómo podría
ser cancelada por la muerte.
A pesar de ello ¿se podría hacer valer una diferencia, desde el punto de vista de la cualidad
indeleble, entre los diversos caracteres, estimando que la permanencia en el más allá se
justifique menos en el caso de la ordenación que en el del bautismo y en el de la confirmación?
La ordenación, de hecho, se confiere para un ministerio sacerdotal que sólo tiene sentido en el
marco de la vida terrestre, ¿no debería dejar de existir en el más allá la marca que imprime?
En realidad, el sacramento del bautismo se confiere también con vista al ejercicio de una
actividad visible en la Iglesia terrestre, actividad destinada a cesar en el momento del paso a la
otra vida. Por lo que respecta a los actos espirituales fuera de la visibilidad de la Iglesia, pueden
ser realizados por los que carecen del carácter bautismal. Pero la consagración profunda
operada por el bautismo es de tal naturaleza que persevera en la vida eterna, incluso tras cesar la
actividad terrestre. Parece que la consagración obrada por la ordenación también esté destinada
a permanecer sin fin, tras cesar el ministerio sacerdotal aquí abajo.
No sin razón en el momento de la ordenación sacerdotal se recuerdan las palabras que la carta
a los Hebreos aplica a Cristo: “Tu es sacerdos in eternum secundum ordínem Melchisedcch”. El
sacerdocio se confiere para la eternidad, no puede cesar su ejercicio porque la marca no es
cancelable, ni en este mundo ni en el otro. El sacerdocio cristiano, participación en el
sacerdocio de Cristo, se caracteriza por un origen trascendente y un valor definitivo.

3. El carácter sacerdotal en el desarrollo de la tradición


El concepto teológico de “carácter” fue elaborado en la escolástica de la Edad Media. Pero
tiene sus raíces en la tradición que se remonta a los primeros siglos y encuentra sus primeros
puntos de apoyo en el Nuevo Testamento.
Ya san Pablo, aludiendo a la iniciación, habla de los que han sido marcados con el sello (2Co.
1, 22; Ef. 1, 13; 4, 30). Esta marca significa para el bautizado su pertenencia a Dios y constituye
un signo distintivo que, en el día del juicio, debe abrirle la salvación eterna.
Se trata, por tanto, de un signo de orden invisible, los padres hablan de esta “sphragis”
espiritual por la que Dios reconoce a los hombres que han sido hechos suyos. En el siglo IV
enuncian su permanente indelebilidad, san Cirilo de Jerusalén llama al bautismo “sphragis
imborrable del Espíritu Santo”, “sphragis sagrada indisoluble”24. La afirmación de esta
permanencia tiende a hacer que aparezca la distinción entre la sphragis y la gracia25
Para la ordenación sacerdotal es san Agustín el primero en afirmar la impresión de un
carácter permanente26. Lo hace en virtud de una tradición anterior que había tendido a poner en
paralelo la consagración obrada por la ordenación con la que se producía en el bautismo, y
reconocía en el carácter el motivo por el que la ordenación no podía repetirse.
San Agustín traduce por el término latino “character”, también derivado del griego, lo que
los Padres griegos designaban con “sphragis”. Se sirve también de este término como de una
imagen, de una comparación. Compara la marca impresa por el bautismo con la que lleva el
soldado y que se llama “carácter del emperador”. Una vez aplica esta imagen, igualmente, al
que ha sido ordenado obispo y que puede reconocerse como “carácter de Cristo” 27. Pero cuando
quiere designar directamente la marca así impresa sin recurrir a una imagen le da con
preferencia el nombre de “sacramento”, elemento permanente que se mantiene inviolable entre
los hombres malvados y no lo pueden perder ni siquiera los que se separan de la unidad de la
Iglesia. Tanto en la ordenación como en el bautismo hay un tipo de consagración definitiva que
impide toda reiteración28. En sus consideraciones subraya san Agustín el paralelismo del
bautismo y de la ordenación, la paridad de consagración entre ambos sacramentos.
Esta doctrina no es nueva, se apoyaba en la tradición de la Iglesia. Según Tertuliano, ya al
comienzo de la literatura cristiana latina, podemos descubrir un cierto paralelismo entre la
“santificación” obrada por el bautismo y la que se produce por medio de la ordenación.
San Cipriano afirma que la ordenación de los presbíteros y de los diáconos se debe hacer
según la voluntad divina29 y subraya la distinción entre los laicos y el clero de una manera que
invitaría más bien a reconocer como fundamento de los dos estados una consagración obrada
por Dios. Por muy imperfecta que sea todavía, la doctrina sacramental se elaboraba así en el
sentido del paralelismo expresado más tarde con toda claridad por san Agustín.
Notemos más especialmente que no se podría atribuir a san Agustín una teoría que
identificara el carácter con el rito sacramental externo y le negara así toda realidad profunda de
orden espiritual. Algunos textos han podido sugerir esta conclusión: aquéllos en que san
Agustín emplea paralelamente “carácter” y “forma”, donde la palabra “forma” se refiere a la
fórmula trinitaria pronunciada en el rito bautismal. En realidad, en estos textos, la “forma” no
designa lo que de ordinario se conoce como forma sacramental, sino la impronta producida por
esta forma en el bautizado. Significa, no la forma imprimente, sino la forma impresa, marca
permanente para la que san Agustín exige el respeto, condenando toda reiteración del
sacramento30. La administración del rito externo y el empleo de la fórmula trinitaria permiten
sin duda reconocer prácticamente a los que poseen el “carácter”, pero éste se relaciona siempre
con una marca que se lleva en el alma. Todo intento de “desmitificar” el carácter despojándolo
24
SAN CIRILO DE JERUSALÉN, PG. 33, 365; PG. 33, 360.
25
Cf. SAN BASILIO DE CESAREA, Tratado del Espíritu Santo, 16, 40.
26
Cf. SAN AGUSTÍN, La nature du carácter sacramentel, 36-41.
27
Cf. SAN AGUSTÍN, Sermo ad Caes. eccl. pl., 2, en: PL. 43, 691.
28
Cf. SAN AGUSTÍN, Contra ep. Parmeniani, II, 13, 30, en PL 43, 72; De baptismo, I, 1, 2 en: PL 43, 109.
29
Cf. SAN CIPIRIANO, Epístola 67, 4.
30
Cf. SAN AGUSTÍN, La nature du carácter sacramentel, 37, 1.
de su valor de signo de pertenencia a la persona de Cristo y reduciéndolo a un elemento ritual,
iría contra el pensamiento de san Agustín.
Más aún, en la perspectiva agustiniana, el carácter sacramental no aparece como conclusión
de la no reiteración de algunos sacramentos. El movimiento de pensamiento se efectúa, más
bien, en sentido inverso, Agustín quiere establecer la imposibilidad de reiteración a partir del
carácter o “sacramento”. Del hecho de que el bautizado u ordenado tienen el “sacramento”,
querer repetirlo sería hacer injuria al sacramento. Por ello no se podría reducir el valor de
carácter a la medida práctica de irrepetibilidad, ésta es el efecto, no el fundamento. La
permanencia del “sacramento” es una realidad más fundamental, anterior a la cuestión de la
repetibilidad y no podría definirse únicamente en función de esta consecuencia.
La posición agustiniana que asimila el orden y el bautismo desde el punto de vista del
carácter fue tan bien recibida en la tradición que hasta finales del siglo XII la teología
desarrollará la noción de carácter y la aplicará tanto al orden como al bautismo y a la con-
firmación. Más recientemente la aplicará pasando del sentido de marca exterior del rito a la de
marca espiritual producida por este rito.
Este desarrollo histórico hace comprender que, según la tradición, el orden no se puede
disociar del bautismo en la doctrina del carácter, y que, al no hacer distinción alguna desde este
punto de vista entre los tres sacramentos, el concilio de Trento no hacía otra cosa que expresar
lo que la Iglesia había pensado y practicado a lo largo de su historia, desde los orígenes.
El carácter del orden fue considerado por algunos teólogos medievales como el más perfecto
e incluso como el fundamento de los demás. Así, Santo Tomás de Aquino afirma no sólo que el
carácter sacramental tiene su tipo supremo en el carácter sacerdotal, sino que es esencialmente
una configuración con el sacerdocio de Cristo, incluso en el bautismo y en la confirmación 31.
Querer hacer del carácter sacerdotal una réplica disminuida del carácter bautismal sería, por
tanto, tomar una vía muy distinta de la que tomó la Iglesia. El carácter sacerdotal es el carácter
elevado a su grado supremo, en la plenitud de su realidad, por la participación más intensa en el
sacerdocio de Cristo.

II. SIGNIFICADO Y VALOR DEL CARÁCTER SACERDOTAL

1. El “misterio” del carácter sacerdotal


Más que querer desmitificar el carácter sacerdotal hay que descubrir el significado místico
que conlleva, por el término “místico” entendemos la presencia del misterio, el plan de
salvación de Dios que se apropia de una vida humana.
Ya por el bautismo y la confirmación este plan divino se ha inscrito en el fondo del ser
humano. El carácter, dicen los teólogos escolásticos, es disposición para la gracia. Forma una
estructura fundamental que determina las orientaciones según las cuales se desarrolla la vida de
la gracia. El proyecto que Dios elabora para una existencia humana se graba en el alma de la
persona, para poder ser realizado desde el interior.
El carácter sacerdotal no se añade a los otros dos, profundiza la marca ya existente
imprimiendo en el ser un proyecto de vida sacerdotal, proyecto cuya realización se llevará a
cabo mediante todas las gracias que serán otorgadas a lo largo del ejercicio del ministerio. En el
ser cristiano del bautizado, inscribe una orientación que compromete todo este ser en la misión
31
SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologie, III, q. 63, a. 3.
sacerdotal. De esta forma, la misión no se realiza sólo desde fuera, como uno que envía a otro
para comunicar una voluntad o un deseo, esta misión la graba Dios en la persona para hacerla
inseparable de su ser.
Se comprende, por esto, el valor ontológico y a la vez dinámico del carácter sacerdotal. Valor
ontológico, puesto que llega al ser, más en totalidad tomando lo más profundo de la persona, la
fuente de la actividad, el ser humano con sus facultades y posibilidades.
Con ello hay en el carácter, tanto en el del bautismo como en el de la confirmación, una
nueva creación32. La ordenación forma un ser nuevo por la marca nueva que imprime. De esta
intención de formar un ser nuevo en el sacerdote ya hemos advertido un signo en el Evangelio,
Jesús da un nuevo nombre a Simón llamándole Cefas, Pedro, para indicar la misión que le
asigna.
El nuevo ser que constituye el carácter no está destinado sólo a elevar ontológicamente al
individuo. Es esencialmente dinámico, totalmente ordenado al cumplimiento de una misión. Se
debe admitir que desde este punto de vista los términos “signo”, “sello”, “marca”, no son
suficientes. No expresan por sí mismos el destino del carácter, su orientación esencial hacia la
acción. Deben ser completados en la enunciación de la doctrina, subrayando el dinamismo
adherido a la marca impresa en el alma.
Cuando afirmamos que el sacerdocio se sitúa en el orden del ser, no es, consiguientemente,
para afirmar menos fuertemente que está en el orden del hacer. Al contrario, compromete más
radicalmente el hacer porque toca el ser. Reconocemos ahí una huella distintiva de la acción
divina que quiere apropiarse de todo el hombre y no sólo de la superficie de su actividad. Para
que el sacerdote pueda hacer la obra de Dios debe pertenecer a Dios con todo su ser. Se le
llama, no sin razón, no sólo mensajero de Dios, sino el “hombre de Dios”, aquel que habiendo
sido tomado por Dios con todo su ser humano puede irradiar y comunicar a Dios con todo lo
que es.
Es verdad que, como misterio, el carácter es objeto de fe. La marca puede y debe
manifestarse en ciertos efectos suyos, pero en sí misma, permanece invisible. Se lo admite
precisamente en la medida en que se concibe al sacerdote como el hombre de Dios, ya que, si
fuera simplemente delegado por la comunidad para ejercer funciones de dirección, no sería
necesario ser transformado en su ser profundo. Una concepción secularizada del sacerdocio es
ajena a la noción de un carácter que tenga un valor ontológico. Pero el sacerdocio tal como fue
fundado por Cristo posee indudablemente este valor.

2. El “carácter” de Cristo
Al tratar del valor místico del carácter hemos hablado de la acción de Dios en el ser humano.
Concretamente esta acción se produce por mediación de Cristo.
Un texto del cuarto evangelio muestra que Cristo fue el primero en llevar un “carácter”, un
sello o «sphragis»: “Procuraos no el alimento perecedero, sino el alimento que permanece hasta
la vida eterna, el que el Hijo del hombre os da, porque Dios le acreditó con su sello” (Jn 6, 27).

32
SAN GREGORIO NACIANCENO afirma a propósito del sello bautismal “Igual que creó a los que no existían, el Señor creó de nuevo a
los que había creado, en forma más divina que la primera, y que en los más jóvenes es la ‘ sphragis’”, en: (Oratio 40 in sanctum
baptismum, 7, PG 36, 365 G).
Esta marca del sello, que probablemente se refiere al Espíritu Santo recibido en el bautismo,
pone la garantía divina en la acción de Jesús. Le hace capaz de ejercer el ministerio mesiánico a
un nivel superior, el de la comunicación de la vida divina: el Hijo del hombre da esta vida
porque fue marcado con el sello. El carácter o sello que ha recibido no se puede perder porque
fue vinculado al poder de dar no “un alimento que perece”, sino “el alimento que permanece
hasta la vida eterna”.
La marca del sello que se produce en el bautismo expresa en un acontecimiento de la vida de
Jesús lo que ya se había realizado más profundamente mediante la Encarnación. La Encarnación
es la primera consagración.
El Nuevo Testamento nos hace buscar más lejos aún el origen del “carácter” de Cristo. En
efecto, la carta a los Hebreos, que une tan estrechamente las cualidades del Hijo de Dios y de
Sumo Sacerdote, define al Hijo como “carácter (impronta) de la sustancia de Dios” (1, 3), es
decir, impronta que refleja perfectamente el ser divino del Padre. La generación eterna del Hijo
fue, por tanto, considerada como una impresión del carácter. San Cirilo de Alejandría encontró
en ella la fuente primera en la “sphragis” sacramental, “El Padre se escribe en cierta forma,
totalmente en la naturaleza del Hijo, y se imprime en él como un sello tal que lo es
sustancialmente”33.
El “carácter” que concierne al ser del Hijo, le capacita para el ministerio de la revelación que
le incumbe. Gracias a la impronta divina que posee en cualidad de Hijo, puede hacer ver al
Padre. Se ve la extrema profundidad del “carácter” y del vínculo entre el ser y el obrar.
Situado en esta primera perspectiva el carácter sacerdotal puede ser entendido como la
impronta del Padre en su Hijo, impronta que en la Encarnación hace al hombre Jesús imagen
del Pastor supremo. Esta impronta, constitutiva del sacerdocio fundamental de Cristo, se
imprime a continuación en cada uno de los que reciben una participación en su ministerio
pastoral. El Padre, que “se escribe en su Hijo”, se escribe en los sacerdotes de una manera
especialísima. Lo que Jesús fue con su sacerdocio como Verbo hecho carne, escritura y firma
del Padre en una vida humana, escritura que “relata” lo inefable (Jn. 1, 18) y hace ver al que
nadie ha visto, deben serlo los sacerdotes, a su vez, en virtud del carácter. Su misión de anuncio
de la Palabra se basa, como en Cristo, en la revelación del Padre grabada en su ser humano.
Basta situarse ante el carácter de Cristo para darse cuenta de que el carácter sacerdotal no
puede ser explicado adecuadamente por una simple aptitud para una acción ministerial eficaz, ni
por una admisión a un ministerio reconocida oficialmente por la comunidad. Ante todo, es una
relación con Dios, relación con el Padre que, mediante Cristo y luego mediante los sacerdotes,
quiere revelarse y desplegar su acción en el mundo tomando posesión de lo más íntimo del ser
humano e imprimiendo en él su reflejo divino.
3. Marca de consagración
El carácter sacerdotal es marca de consagración, pero lo es la manera misma en que Cristo
fue consagrado para su ministerio sacerdotal en el mundo. El sacerdote es propiedad de Dios
por un título más especial, no únicamente en un movimiento que le une a Dios, sino también en
el movimiento por el que Dios va hacia la humanidad para salvarla. Para Cristo, “ser
consagrado” y “ser enviado en el mundo” son dos aspectos del camino de la Encarnación y

33
SAN CIRILO DE ALEJANDRÍA, PG, 74, 924.
están indisolublemente unidos. También la consagración sacerdotal debe ser entendida según la
orientación del misterio de la Encarnación. La consagración de Cristo en su ser humano pone el
compromiso de la santidad divina en el mundo.
Presbyterorum ordinis cita la definición de sacerdote en la carta a los Hebreos, definición
cuyas primeras palabras indican bien las dos facetas de la consagración sacerdotal, el sacerdote
es “tomado de entre los hombres y constituido en favor de los hombres” (Hb. 5, 1). “Los
presbíteros del Nuevo Testamento, por su vocación y ordenación, son en realidad segregados,
en cierto modo, en el seno del Pueblo de Dios, pero no para estar separados ni del pueblo
mismo ni de hombre alguno, sino para consagrarse totalmente a la obra para la que el Señor los
llama” (PO 3).
El Concilio nos presenta también una doctrina equilibrada en la que los dos aspectos de la
vocación sacerdotal se mantienen y están íntimamente unidos, ante todo la consagración o
segregación que permite a los sacerdotes ser ministros de Cristo, y a continuación e
inseparablemente, la entrega al servicio de los hombres: “No podrían ser ministros de Cristo si
no fueran testigos y dispensadores de una vida distinta de la terrena, ni podrían tampoco servir a
los hombres si permanecieran ajenos a la vida y condiciones de los mismos” (PO 3).
El concilio no toma parte ni por una concepción “angelista” del sacerdocio, ni por una
concepción demasiado unilateral o exclusiva de inmersión en el mundo, el sacerdote, según la
palabra del Evangelio, está en el mundo, pero no es del mundo.
No hay que disociar santidad personal y acción apostólica, las dos son solidarias y se
fortalecen mutuamente. El sacerdote sigue siendo el consagrado a Dios y el que, por esta con-
sagración, se pone al servicio de la humanidad.
Esta unión de la consagración y del compromiso en el mundo, es la novedad del Evangelio
que continúa constituyendo la novedad del sacerdocio cristiano. El sacerdote asombra al mundo
en la medida en que, siendo santo con una santidad que viene de Dios y no de los hombres,
compromete esta santidad en el amor más abierto y dinámico hacia aquéllos a los que ha sido
enviado.
4. Marca de configuración
La consagración operada por el carácter no forma sólo un vínculo de pertenencia a Dios.
Configura la persona humana a Cristo, imprime en ella su semejanza. Se trata de una impronta
grabada en el ser, destinada a dirigir toda una actividad que podrá también llevar por ello la
semejanza con el Señor.
Este aspecto de configuración fue a menudo subrayado en la tradición doctrinal referente al
carácter, corresponde, por otra parte, al primer sentido de las palabras “sphragis” o “carácter”.
Lo que distingue el carácter sacerdotal del carácter del bautismo y el de la confirmación, es
que el ser se configura a Cristo pastor. Hay que notar que la configuración da a la con sagración
toda su realidad. Porque, si la consagración se limitara a una toma de posesión por parte de Dios
que no transformara el ser del hombre, quedaría en cierta manera como algo exterior, por el
contrario, adquiere su pleno valor en la transformación ontológica que plasma la persona
humana según el modelo divino.
La imagen de buen pastor se graba en el alma del que se ordena, como principio y proyecto
esencial del ministerio a desarrollar. Del carácter resulta la aptitud para representar al Señor
ante los hombres. Si el sacerdote es, por un título del todo particular, “otro Cristo”, no lo es en
virtud de una simple delegación jurídica, sino por razón de la figura de Cristo sacerdote y pastor
impresa en el alma. La autoridad que posee el sacerdote no le viene de una simple designación
por parte de la comunidad, está inscrita en su ser por el carácter que hace aparecer en él el rostro
del Señor.
La semejanza fundamental impresa por el carácter sacerdotal reclama del sacerdote un
esfuerzo de imitación de Cristo Pastor. El carácter mismo, con la configuración que implica, es
de orden objetivo, persiste independientemente de las disposiciones subjetivas del individuo,
pero tiende a promover estas disposiciones en el sentido de una conformidad con las del
Salvador. La “figura” de Cristo, impresa en el ser, debe expresarse normalmente en el obrar del
sacerdote.
Esto significa que, para el sacerdote, más todavía que para el cristiano ordinario, se impone la
preocupación de tomar a Cristo como modelo de todo comportamiento. El carácter es el
Evangelio grabado en el ser y que trata de manifestarse. El sacerdote no puede obrar en
conformidad con lo que es si no penetra cada vez más profundamente de la mentalidad
evangélica de cara a llevar y difundir los rasgos auténticos del Salvador.
De la configuración obrada por el carácter no sólo deriva la necesidad de los esfuerzos
individuales de imitación concreta de Cristo en la vida sacerdotal, sino también la exigencia
más general de una concepción del sacerdocio cristiano cada vez más cercana al sacerdocio del
Salvador. El sacerdote ministerial reproduce progresivamente el rostro del primer Sacerdote y
está encargado de hacerlo aparecer en toda su actividad. Los detalles históricos y el
condicionamiento social de esta reproducción pueden cambiar, pero el modelo permanece.
En nuestra época la Iglesia no tendría el derecho de alejarse de la imagen de Cristo
Sacerdote, al contrario, debe tender a realizarla cada vez más. El principio de esta conformación
con el Pastor supremo encuentra su apoyo sacramental en el carácter impreso por la ordenación
sacerdotal, hay en este carácter una causa íntima e imborrable de asimilación a Cristo y ninguna
teoría del sacerdocio puede desinteresarse de esta marca esencial de configuración.

5. Misión y poder sacerdotal


Consagración y configuración, en el carácter sacerdotal, no tienen su fin en sí mismas, están
ordenadas a una misión, se inscriben en el ser como un “proyecto” de vida y de actividad.
Tienen como objetivo hacer a un hombre capaz de ejercer el ministerio. La configuración a
Cristo implica para el sacerdote el poder de desarrollar una actividad pastoral en nombre de
Cristo.
Es este poder sacerdotal lo que motiva la impresión del carácter por el sacramento del Orden,
según la doctrina del Vaticano II. Retomemos la fórmula tan característica de PO “El ministerio
de los presbíteros, por estar unido con el Orden episcopal, participa de la autoridad con que
Cristo mismo edifica, santifica y gobierna su cuerpo. Por eso, el sacerdocio de los presbíteros
supone, desde luego, los sacramentos de la iniciación cristiana, sin embargo, se confiere por
aquel especial sacramento con el que los presbíteros, por la unción del Espíritu Santo, quedan
sellados con un carácter particular, y así se configuran con Cristo sacerdote, de suerte que
puedan obrar como en persona de Cristo cabeza” (PO 2 c).
El carácter sacerdotal hace al sacerdote apto para conducir la comunidad en nombre de
Cristo, de tal forma que sea cada vez más dirigida por el mismo Señor. Funda el poder de hablar
en nombre de Cristo, de hacer entender la palabra de Dios, y de explicar con autoridad el
mensaje evangélico. En el culto y en los sacramentos permite al sacerdote representar
válidamente a Cristo, suscitar, mediante signos sensibles, la comunicación de su gracia,
pronunciar en su nombre el perdón de los pecados y la ofrenda eucarística. La identificación
con Cristo alcanza el culmen en las palabras de la consagración “Esto es mi Cuerpo”, “Ésta es
mi Sangre”, donde el “mi” del sacerdote es enteramente transparente al “mi” de Cristo.
El carácter constituye la raíz ontológica de este poder. Manifiesta la profundidad del
compromiso de la persona que está implicada en él y marca la distancia con respeto a una
simple delegación de orden jurídico. Todo el ser humano del sacerdote debe ser esencialmente
consagrado y configurado con Cristo sacerdote para poder actuar en su nombre.
Subrayemos que el poder conferido por el carácter no es sólo de orden cultual y sacramental.
Es verdad que según los planteamientos de Santo Tomás, el carácter es considerado como
destinado al culto, sin embargo, la doctrina de santo Tomás no puede identificarse con toda la
teología del carácter, no presenta más que una opinión particular que, más especialmente por la
insistencia sobre el poder de orden cultual, se diferencia de otras teorías propuestas sobre el
carácter.
En lugar de un influjo restrictivo de la teología del carácter sobre el sacerdocio, el desarrollo
histórico sugiere más bien, en sentido inverso, la influencia lamentable de una teoría demasiado
cultual del sacerdocio sobre la doctrina del carácter. Cuando el acento se pone demasiado
exclusivamente en la actividad litúrgica y sacramental del ministerio sacerdotal, la doctrina del
carácter corre el riesgo de encerrarse en un horizonte demasiado estrecho.
El poder sacerdotal incluido en el carácter desborda ampliamente el culto y los sacramentos 34.
Es esencialmente el poder del Pastor, encargado de formar, conducir y desarrollar la comunidad
cristiana. Comporta como misión primera y como primera aptitud, el anuncio de la Palabra.
La doctrina del carácter sacerdotal debe ser liberada, por tanto, de las estrecheces de una
reducción de lo sacro, a lo ritual. Precisamente del hecho de que el carácter es marca impresa en
el ser, está destinado para que ejerza un dominio en toda la existencia y no sólo para que suscite
la realización de gestos predeterminados por el culto. Lejos de encerrar al sacerdote en
prescripciones legales y rituales, el carácter amplía la potencia existencial de la persona
capacitándola para vivir todo lo que comporta la misión de pastor en nombre de Cristo. La
impronta que graba los rasgos de Pastor en el fondo del ser está animada por una fuerza
dinámica, ya que es un proyecto de vida. Tiende a poner en movimiento todos los recursos y
todas las facultades de la persona para la existencia pastoral. Mientras se estaría tentado de
identificar la “marca” con una realidad estática o imaginar que repliega el ser en sí mismo, hay
que reconocer una energía explosiva, la de Cristo Pastor que toma todo el ser para animar toda
la actividad y conferirle las dimensiones mucho más amplias de su misión. El poder sacerdotal
empeña todas las fuerzas vitales del individuo.
Ello no significa que este poder pueda determinar en el sacerdote una actitud de consciente
superioridad con relación a los demás cristianos. Se debe aplicar aquí lo que se dijo de la misión
del pastor profesada y practicada por Jesús. Teniendo en cuenta que el poder sacerdotal se
confía al sacerdote por la configuración con Cristo Pastor, es únicamente en el sentido del amor
34
K RAHNER: “Teológicamente no se tiene ningún derecho a poner en relación el carácter solamente con el poder cultual y
sacramental del sacerdote, excluyendo el poder del envío en misión” (Le prétre et la paroisse, 105 s).
y del servicio como puede ser ejercido legítimamente este poder, si no, ya no sería
verdaderamente ejercido en nombre de Cristo.
El espíritu de amor y de servicio, subrayémoslo, no es el fruto de una recomendación
ascética, ni de un consejo de eficiencia pastoral. Es más que la puesta en obra de las virtudes de
bondad y de humildad que se tiene derecho a esperar del sacerdote. Es una exigencia
ontológica, basada en el ser sacerdotal, el carácter graba en la persona del sacerdote un “retrato”
que reclama ser vivido y reconocido, el de pastor-servidor.
Así el ejercicio del poder sacerdotal que se realizara en el sentido del autoritarismo o del
espíritu de dominio pondría una contradicción entre la naturaleza misma de este poder tal como
fue comunicado por Cristo. El abuso tendería así a hacer vana la eficacia real del ministerio,
éste sólo puede producir sus efectos espirituales y salvíficos, en virtud de la acción divina, si se
ejerce según el sentido del Cristo evangélico, inscrito en el ser profundo del sacerdote.

6. La estructura de la Iglesia
La estructura sacerdotal tiene una importancia esencial para la estructura de la Iglesia. En
efecto, el pastor dirige la comunidad y asegura su unidad. Ahora bien, por el hecho de que esta
misión pastoral tiene un fundamento ontológico y de que está unida a un carácter sacramental
imborrable, puede ejercerse con más continuidad y fuerza.
Gracias al carácter, la Iglesia goza de una mayor estabilidad en su estructura. No se ha
confiado a unos jefes a los que bastaría una simple designación o delegación para recibir el
poder de pastor, que podrían ser nombrados o despedidos a voluntad por parte de la comunidad.
El sacramento del orden exige un compromiso de todo el ser y un compromiso definitivo
porque forma el ser sacerdotal.
El carácter se confiere para todas las situaciones que vengan, su existencia no depende en
absoluto del desarrollo de los acontecimientos. Sobrepasa toda situación particular y capacita al
sacerdote para afrontar, las situaciones más diversas. El sacramento ha impreso la figura de
Cristo Pastor como proyecto esencial de la actividad sacerdotal y en todas las circunstancias es
este proyecto el que tiende a realizarse. El ministro reacciona ante los acontecimientos no
simplemente con sus disposiciones personales, sino por la imagen misteriosa del Señor que
lleva en sí, y, de este modo, la Iglesia cumple su misión que es la de hacer penetrar en el mundo
esta imagen para marcar la humanidad con los rasgos del Salvador.
Como el carácter es toma de posesión del ser por Dios se comprende mejor que el ideal sea el
de un ministerio a tiempo pleno. Todas las fuerzas del hombre están destinadas a ser empleadas
en este ministerio, el sacerdote es sacerdote en toda su actividad, incluso de orden profano,
porque su ser sacerdotal no puede ser cancelado. En el Evangelio los que son llamados al
sacerdocio, los apóstoles, fueron invitados por Jesús a abandonar todo para seguirlo y es un
ministerio a tiempo pleno lo que se les confía. Cristo no rechaza a los que quieren colaborar en
su reino, pero el Pastor que dio su vida por las ovejas exige, para el ministerio de pastor, el
compromiso de toda la existencia.
Cualesquiera que sean las modalidades establecidas en la organización del ministerio
sacerdotal la Iglesia no puede dejar de mantener el principio del ministerio a tiempo pleno,
ministerio cuyas actividades pueden ser muy variadas. Prevé también actividades de
colaboración y de suplencia, como en el diaconado, pero ante todo necesita, según la institución
misma de Cristo, de un ministerio en donde el hombre se entregue totalmente a la misión.
No se comprende siquiera cómo podría haber, por parte de Dios, cambio de vocación y
llamada a abandonar el ministerio sacerdotal para adoptar otra vida. La llamada al ministerio es
definitiva, la consagración obrada por el carácter vale para toda la vida humana.
Es verdad que los errores y las infidelidades no se excluyen nunca, error del que se ha
comprometido sin vocación auténtica, infidelidad del que abandona una verdadera vocación. El
abandono del ministerio, con el retorno a la condición de laico, está previsto y admitido por la
autoridad de la Iglesia como la solución inevitable de algunos problemas personales, pero no
deber ser exaltado como una nueva vocación. En este caso, el carácter sacerdotal, que
permanece, es hecho inoperante.
Añadamos por último que el carácter, al conferir el poder sacerdotal, no aporta consigo las
condiciones humanas para el ejercicio fructuoso de este poder, y que la Iglesia tiene el deber de
favorecer estas condiciones. En el pasado se ha actuado demasiado como si la ordenación
supliera todas las insuficiencias humanas y otorgara la aptitud para ejercer cualquier tarea
pastoral hasta el momento de la muerte. Hoy se percibe mejor la necesidad de la formación y de
la adquisición de competencia. Al mismo tiempo se aprecia la necesidad de prever un retiro
para algunas funciones a partir de una cierta edad. El papel del carácter no es el de remediar las
deficiencias de la naturaleza.
La mayor atención prestada a los factores humanos del ministerio y el mejor desarrollo de las
capacidades humanas del sacerdote permitirán un compromiso más completo y eficaz en el
ministerio. Este es uno de los progresos más notables que caracterizan al sacerdocio
contemporáneo.
CAPÍTULO X
LA TEOLOGÍA DEL PRESBITERADO DESDE TRENTO AL VATICANO II

INTRODUCCIÓN

El Concilio Vatican II nos ha dejado una buena cosecha de textos. Ahora, a casi sesenta años,
sigue siendo gran tarea asimilar esos textos para hacerlos entrar en la propia vida de los
católicos del siglo XXI. Asimilarlos no es fácil, porque implica el conocimiento y envuelve la
existencia toda, además, pide confrontar.
Ahora pretendemos estudiar, confrontar y asimilar el decreto Presbyterorum Ordinis, con
ello queremos exponer la teología del presbiterado según el Vaticano II, además, intetamos
confrontar esta teología en relación con la tradición teológica que la Iglesia venía acumulando
de manera consciente o espontánea. Confrontar es hacer un alto, balancear, cotejar con espíritu
cristiano de fe, por eso, el estudio pretende llevarnos a una asimilación en la vivencia cotidiana
del ministerio presbiteral.

1. Las cuestiones de fondo del Vaticano II


La teología del presbiterado no hubiera sido lo que de hecho es si se hubieran conformado
con repetir cierto número de datos de la tradición teológica. En realidad, PO no hubiera visto la
luz si no se hubieran planteado las cuestiones características de nuestra época, cuestiones a las
que había que dar una respuesta. Esas cuestiones definen el espíritu de nuestra reflexión, somo
como su telón de fondo. Antes de describirlas es conveniente hacer observar que estas
cuestiones estaban planteadas mucho antes del Concilio. Sin la Constitución Lumen gentium, el
Decreto PO quizá no hubiera podido ver la luz, o, en su defecto, no hubiera tenido el sesgo que
ha tomado desde su redacción definitiva. El preludio conciliar y la maduración dentro de los
debates explican las tres cuestiones de fondo que es preciso presentar, ellas postulan tres
respuestas, o más bien tres aspectos fundamentales de una sola respuesta.
1ª. La primera cuestión ha nacido de la teología del Pueblo de Dios. Si es verdad que se
puede hablar del sacerdocio de los fieles, entonces ¿Cómo vamos a abordar en adelante el sacer-
docio de los sacerdotes? No hace tanto tiempo que la palabra “sacerdocio” era una palabra
reservada, era patrimonio exclusivo de los sacerdotes (presbíteros). LG nos abre a la cualidad
que acompaña al bautismo de los cristianos, si es posible calificar al Pueblo de Dios de pueblo
sacerdotal, nos veremos forzados a definir al sacerdote en relación con este pueblo. Tal es la
primera cuestión –y la primera respuesta– que domina en la exposición del Vaticano II. ¿Cuál
será el papel específico del sacerdocio del sacerdote, dentro del pueblo sacerdotal? ¿Cuál será
su misión?
2ª. La segunda cuestión está en que el Concilio ha hablado mucho del obispo, incluso antes
de venir a hablar de los sacerdotes. Cuando Vaticano II revaloriza a tal punto al episcopado
(que había constituido el gran olvido del Concilio de Trento), no es posible plantearse ya la
cuestión del sacerdote de la misma forma. No se trata ya de saber solamente cuál es la misión
del sacerdote en relación con la Iglesia, ahora es necesario investigar el puesto y la misión del
sacerdote en relación con el obispo o, con más precisión, en relación con eí colegio episcopal.
Esta segunda cuestión está ligada con la anterior de tal manera que ambas cuestiones no
constituyen más que una sola.
3ª. La tercera cuestipn nos lleva a recordar que el Vaticano II no pudo abordar ningún
problema interior a la Iglesia sin preocuparse al mismo tiempo de las relaciones de la Iglesia
con el mundo. Ahora bien, hace ya tres o cuatro siglos que las relaciones entre la Iglesia y el
mundo han evolucionado considerablemente. Mucho antes del Concilio se cernía sobre el
sacerdote una cuestión, la de su relación con el mundo. Cuestión compleja, porque no afecta
solamente al problema de la presencia del sacerdote en el mundo, sino también a la
significación del sacerdocio ministerial en relación con la “consistencia” propia de las
realidades terrestres. ¿Cuál será, pues, la situación y el papel del sacerdote en el mundo? Tal es
la cuestión que permanece aún en el horizonte de la investigación del Vaticano II.
Relación con la Iglesia, relación con el episcopado, relación con el mundo, estas tres
cuestiones constituyen una sola, hasta tal punto que forman el hilo conductor de la construcción
teológica del Vaticano II. Es necesario tener en mente este dato antes de hacer la confrontación.
Esto nos obligará a no olvidar nunca esta preocupación propia del Vaticano II y, por vía de
consecuencia, a respetar la herencia teológica anterior. Confrontar no es pedir a los viejos textos
de siglos atrás la respuesta a las cuestiones que nos planteamos, es, más bien, tomar conciencia
del camino recorrido en proporción con la evolución de los problemas. Pero en el fondo de esta
evolución inevitable no queda menos manifiesta la continuidad de la fe católica.

2. Nuestro estudio
Iniciamos haciendo algunas observaciones. Nos preguntamos, primero ¿Cómo confrontar,
cómo precisar el estado actual de la teología, sino haciendo referencia a documentos normati-
vos, en otros términos, a Concilios? Puesto que el Concilio Vaticano I no aborda la cuestión del
presbiterado, era necesario remontarnos al Concilio anterior, es decir, al Concilio de Trento, en
el cual encontramos el término de comparación, ya que Trento tiene una precisa teología del
sacerdocio, en efecto, la enseñanza en los seminarios comenzó con la reforma tridentina. Frente
a Trento tenemos un redescubrimiento considerable efectuado por el Vaticano II.
Redescubrimiento sereno y tradicional, en la medida en que se trata de un retorno más profundo
a las fuentes y de un desprendimiento con respecto a las posiciones inevitablemente polémicas
de la Contra-Reforma. Al confrontar Trento con Vaticano II descubrimos que no existe roptura
o negación, al contario, se puede hablar de una continuidad o de un desarrollo. En resumen, se
recibe la impresión de que el Vaticano II ha querido realizar la integración de la doctrina de
Trento en un conjunto más amplio y más coherente.
La doctrina tridentina, literalmente tomada, está muy lejos de reflejar todas las pre-
ocupaciones y todas las discusiones que tuvieron lugar en el curso de los debates. Se plantearon
muchas cuestiones que han resurgido algunos siglos después. Lo único lamentable es que los
comentarios de la doctrina tridentina se hayan limitado frecuentemente a la letra, olvidando el
contexto de los debates. Consiguientemente, la referencia habitual ha sido a una “escolástica”
tridentina, este hecho explica la novedad aparente del Vaticano II.
La segunda pregunta llega, ¿Es verdad que el Vaticano II nos presenta una doctrina
renovada? Para comprobar basta buscar las referencias al Concilio de Trento en PO. El
descubrimiento es elocuente, encontramos tan solo tres referencias, de las cuales dos son
secundarias y una sola esencial.
Las dos referencias secundarias se encuentran, la una en PO 4, en la nota 4, que remite al
Decreto De reformatione, sesión 24, can. 4; la otra está en PO 17, en la nota 47, que remite al
mismo Decreto, sesión 25, can. 1. No hay duda alguna de que estas referencias tienen impor-
tancia, pero no afectan a los textos propiamente dogmáticos.
La única referencia dogmática ocupa un puesto importante en PO 2, en donde se expone la
naturaleza del presbiterado, se dice allí que los ministros están investidos del poder de ofrecer el
sacrificio y perdonar los pecados, la nota 6 remite al Concilio de Trento, sesión 23, cap. 1 y can.
1 (Dz 957 y 961).
Por el momento nos limitamos a esta simple comprobación. Mientras que las referencias del
Vaticano II a la Escritura, a los Padres de la Iglesia, a los grandes teólogos de la Edad Media, al
magisterio reciente y a la Constitución Lumen gentium, son muy numerosas, no encontramos
más que una sola referencia al Concilio de Trento.
Estas dos observaciones son suficientes para determinar los límites y la legitimidad de
nuestro estudio. Los límites, porque vamos a mostrar, sobre todo, la novedad de la doctrina del
Vaticano II en relación con la de Trento, novedad que sólo se explica por una profundización en
las fuentes bíblicas y patrísticas. La legitimidad, porque la enseñanza de la teología desde hace
cuatro siglos y medio (es decir desde la creación de los seminarios) ha tenido que apoyarse en la
enseñanza conciliar más reciente, que tenía a su disposición, a saber, en la doctrina del Concilio
de Trento. A este respecto, somos muy conscientes de todo aquello de que gozamos como cosa
propia y que ha jugado un gran papel: el beneficio del Pontificado, las grandes espiritualidades
como la de la Escuela Francesa, los documentos de los soberanos pontífices, etc. Sabemos
también la importancia de la vida concreta de la Iglesia y muy especialmente del apostolado
sacerdotal. Todas estas cosas han caracterizado la enseñanza recibida desde Trento, sin ellas el
Vaticano II no hubiera “estado en condiciones de hacer lo que ha hecho,”. Todo aquello lo que
podemos denominar como “de fide tridentina”, que servía, en cierto modo, de punto de apoyo
inquebrantable a la doctrina del sacerdocio.

3. Plan de este capítulo


Pretendemos, pues, presentar en forma precisa la teología del Vaticano II y confrontarla en
relación con el Concilio de Trento, para ello es preciso seguir las grandes líneas del Decreto
Presbyterorum Ordinis. Para ello abordamos tres grandes temas que reúnen, en parte, los
problemas de fondo evocados al inicio.
En la primera queremos dar respuesta a una cuestión muy sencilla ¿Qué es un sacerdote?
Para ello veremos el camino recorrido a partir de Trento en lo que concierne a la naturaleza del
presbiterado.
Después, en una segunda parte, comprobaremos que el sacerdote es indefinible al margen de
su relación con los demás sacerdotes y con el episcopado. Esta comprobación no es accidental
al presbiterado, sino que afecta de lleno a todo el ejercicio del ministerio. Trataremos de la
estructura del presbiterado o de la relación orgánica entre el episcopado y el presbiterado.
Finalmente, en un último apartado, examinaremos las grandes funciones del ministerio
sacerdotal, aquí nos preguntamos si la descripción del Vaticano II amplía la presentación de
Trento. Queremos describir la amplitud y el equilibrio de las funciones ministeriales del
sacerdote.
Muchos aspectos de la teología del presbiterado serán omitidos. Claro que somos limitados,
pero, abordando estos tres puntos fundamentales estaremos en condiciones de hacer la
confrontación en la teología del presbiterado, sin olvidar que todo lo que se nos presenta como
nova en la Iglesia de Cristo se encontraba de hecho oculto en lo viejo (vetera).

I. NATURALEZA DEL PRESBITERADO

Iniciamos observando el vocabulario empleado por nuestros dos Concilios para hablar del
sacerdote. Trento titula el documento de la sesión XXIII Doctrina de sacramento Ordinis.
Vaticano II da como título al capítulo I PO Presbyteratus in missione Ecclesiae. El punto de
vista de Trento impondrá muy frecuentemente el uso de la palabra sacerdos más que la de
presbyter, o de la palabra sacerdotium más bien que presbyteratus, ellos nos lleva a entender
que se trata ahí de algo distinto de una pura cuestión de vocabulario. El Vaticano II será más
preciso, por fuerza de las cosas, porque no puede conformarse con hablar del Orden o del
sacerdocio. Ha abordado ya suficientemente el sacramento del Orden con el episcopado y ha
tratado ya suficientemente del sacerdocio a propósito del sacerdocio de los fieles. Después
volveremos a encontrarnos de nuevo con estas dos formas distintas de afrontar el problema del
sacerdote.
Para presentar las doctrinas comparadas de Trento y del Vaticano II propongo, en primer
lugar, una sinopsis. Nos limitaremos a establecer la comparación entre las ideas esenciales. Des-
pués de haber puesto esta sinopsis podremos permitimos hacer reflexiones sobre la enseñanza
que se deduce de la comparación de los dos Concilios.

1. Sinopsis de las ideas esenciales de Trento y del Vaticano II


En esta sinopsis nos limitamos a los números 2 y 3 de PO, ello porque creemos que en estos
dos números se encuentra lo esencial de la doctrina del Vaticano II. Durante la discusión de los
textos (entre la tercera y la cuarta sesión del Vaticano II) estos dos números constituyeron uno
solo, bajo el título De natura et conditione presbyteratus.
El punto de partida será, pues, los datos del Vaticano II, porque la doctrina es más completa y
la colocaremos en la columna de la izquierda. Enfrente colocaremos los datos de Trento. Estos
últimos tomamos de dos lugares distintos. De una parte, de la doctrina del sacrificio de la misa,
sesión XXII (Dz. 937-956), y, de otra parte, de la doctrina sobre el sacramento del Orden,
sesión XXIII (Dz. 956-968). Es muy importante subrayar este doble origen de los textos sobre
el presbiterado en el Concilio de Trento, en ello se adivina ya la importancia del punto de
partida situado en la celebración de la Eucaristía.
La sinopsis pretende mostrar con claridad el desarrollo del curso del texto del Vaticano II y
establecer un paralelo con los textos correspondientes de Trento (o también con la ausencia del
texto tridentino). Para estructurar las distintas etapas de esta doctrina comparada nos ha bastado
separar, uno tras de otro, los parrafos que constituyen el núm. 2 del Decreto Presbyterorum
Ordinis. Estos cinco párrafos, a los que se añade el núm. 3 del mismo Decreto, nos autorizan a
presentar ahora las seis etapas sinópticas que vamos a recorrer.

VATICANO II TRENTO
Decreto Presbyterorum Ordinis Sesión XXII: sobre el sacrificio de la misa
Sesión XXIII: sobre el sacramento del Orden
PO 2 NATURA PRESBYTERATUS
PÁRRAFO PRIMERO: PUNTO DE PARTIDA DE LA DOCTRINA DEL PRESBITERADO
punto de partida cristológico y eclesiológico punto de partida eucarístico
El Señor Jesús hace participar a todo su Cuerpo en la unción
del Espíritu.
Todos los cristianos constituyen un sacerdocio santo y real.
Todos los cristianos participan de esta misión (cf. 1 Pe 3, 15)>
Dz 938: Cristo dejó un sacrificio visible en la Cena y lo
entregó a sus Apóstoles (quos tune Novi Testamenti
sacerdotes constituebat) y a sus sucesores en el sacerdocio.
Instituyó la nueva Pascua... seipsum ab Ecclesia per
sacerdotes sub signis visibilibus inmolandum in memoriam
transitus sui ex hoc mundo ad Patrem.
PÁRRAFO 2: INSTITUCIÓN DEL PRESBITERADO POR CRISTO
a) Motivo de esta institución. Cristo queriendo realizar un solo Dz 957: en razón del sacrificio visible de la Eucaristía, es ne-
Cuerpo en el que todos tienen la misma función (cf Rm. 12, 4) cesario también un sacerdocio visible y externo.
(Dz: 960: como si todos fueran apóstoles, todos profetas, to-
dos obispos, todos sacerdotes, cf. 1 Co. 12, 29, Ef. 4, 11.)
«estableció entre ellos ministros (quosdam instituit ministros) Dz 957: Hoc autem ab eodem Domino Salvatore nostro
que, dentro de la comunidad de los cristianos, mediante el institum esse atque Apostolis eorumque sucessoribus in
Orden, serían investidos del poder sagrado de ofrecer el sacerdotio potestatem traditam consecrandi, offerendi et
sacrificio y perdonar los pecados (qui, in societate fidelium, ministrandi corpus et sanguinem ejus, nec non et peccata
sacra ordinis potestate Sacrificium offerendi et peccata dimittendi et retinendi sacrae Litterae ostendunt et catholicae
remittendi) Ecclesiae traditio sempgr docuit.
Dz 961 (can. 1): Si quis dixerit non esse in Novo Testamento
sacerdotium visibile et externum vel non esse potestatem
aliquam consecrandi et offerrendi verum Corpus et San-
guinem Domini, et peccata remittendi et retinendi... anathema
sit.
y ejercerían en ella publicamente para los hombres, en (Cf. los textos precedentes, Dz 957, 961; sé? observará que la
nombre de Cristo, la función sacerdotal (sacerdotali officio referencia a la Iglesia sigue implícita.)
publice pro hominibus nomine Christi fungerentur»).
b) La institución misma. Cf. Dz 938 (ya citado): la institución está directamente ligada
«Por esta razón (Itaque) Cristo envió a los Apóstoles, como el con la Cena.
Padre le había enviado a Él (Jn 20, 21);
Dz 949 (can. 2): este canon pasa directamente de los
Apóstoles a los sacerdotes, en la transmisión del sacerdocio;
después, a través de los Apóstoles, hace participar en su en la Cena, Cristo instituyó y ordenó (instituisse, ordinasse) a
consagración y en su misión a los obispos, sucesores suyos, los Apóstoles como sacerdotes (sacerdotes).
Dz 960: sobre las relaciones sacerdotes-obispos se dijo
cuya función ministerial (munus ministerii) ha sido trasmitida únicamente que los obispos son superiores a los sacerdotes.
a los sacerdotes (presbyteris) en un grado subordinado (Cf. Dz 966: la institución divina de la jerarquía, con sus tres
(subor- dinato gradu): grados, obispos, sacerdotes, ministros.)
éstos, pues, fueron establecidos en el Orden del Presbiterado, (Nada se dijo sobre el Orden del Presbiterado; nada sobre la
para ser los cooperadores del Orden Episcopal, en el misión; nada sobre el lazo orgánico episcopado-presbiterado.
cumplimiento de la misión confiada por Cristo (in Ordine Se afirmó solamente que la tarea de los obispos es la de
Presbiteratus constituti, ad rite explendam missionem regere Ecclesiam Dei, cf. Dz 960.)
apostólicam a Christo concreditam, Ordinis episcopalis Dz 958: la estructura del sacerdocio fue considerada en fun-
essent cooperatores». ción del poder de celebrar la

Eucaristía. Los distintos órdenes, desde la tonsura al dia-


conado (no hay alusión al episcopado), «sirven al sacerdocio
ex officio» (pero no hay alusión al episcopado).
Cf. Dz 962 (can. 2): Si quis di- xerit praeter sacerdotium non
esse in Ecclesia catholica altos ordines, et majares et mino-
res, per quos velut per gradus quosdam in sacerdotium ten-
datur, anathema sit.
PARÁGRAFO 3: ESPECIFICIDAD DEL SACRAMENTO DEL PRESBITERADO
«La función de los sacerdotes, en cuanto que va unida al Or- No hay alusión a ese lazo orgánico entre las dos Ordenes.
den episcopal (utpote Ordini episcopali coniunctum),
participa de la autoridad (auctoritas) por la que el mismo Dz 960: Si se dijera que sacerdotes y cristianos tienen el
Cristo (ipse) construye, santifica y gobierna su Cuerpo. mismo poder espiritual (parí Ínter se potestate spirituali), se
destruiría la jerarquía.

No hay referencia directa del sacerdocio ministerial en la


construcción del Cuerpo eclesial.
Por esta razón el sacerdocio de los s a c e r dotes (presbytero- Dz 960: la misma idea es expresada negativamente. No debe
rum), si se apoya (supponit) en los sacramentos de la ini- afirmarse que todos los cristianos son, sin distinción
ciación cristiana, (promiscué), sacerdotes del Nuevo Testamento (sacerdotes).
es conferido, sin embargo, por medio de un sacramento es- Dz 959: afirmación firme del Orden como vere et proprie
pecial (peculiari sacramento), que, mediante la unción del sacramentum. Cf. Dz 963 (can. 3).
Espíritu Santo,
Dz 964 (can. 4): Si quis dixerit per sacram ordinationem non
dar i SPIRITUM SANCTUM ac proinde frustra episcopos
dicere: accipe SPIRITUM SANCTUM..., A. S.
los marca con un carácter especial (speciali charactere sig- Dz 960: se imprime un carácter como en el bautismo y en la
nantur) confirmación. El Concilio condena a los que conciben el
sacerdocio como un poder solamente temporal (temporariam
tantummodo potestatem) o afirman que se puede volver a ser
seglar, si no se ejerce el ministerio de la Palabra de Dios (ef.
964, can. 4).
y los configura así con. Cristo- Sacerdote (Christo Sacerdoti ;\ Esta doctrina tradicional de la configuración con Cristo Sacer-
v configurantur), dote no está claramente enseñada. Se deduce de la par-
ticipación en el sacerdocio del Unico Sacerdote (Epístola a los
Hebreos) [cf. Dz 938, 9571
para (ita ut) hacerlos capaces de obrar en nombre de Cristo Esta doctrina no es explícita. Perora propósito del sacrificio,
como Jefe (in persona Christi Capitis agere valeant).» hace alusión al sacrificio de la Iglesia mediante el ministerio
de los sacerdotes (seip- sum ab Ecclesid per sacerdotes, cf.
Dz 938). Asimismo, no hay más que una sola oblación: la de
Cristo en la Cruz, y ésta ofrecida sacerdotum ministerio (cf.
Dz 940)
PARÁGRAFO 4: CONTENIDO DEL SACERDOCIO APOSTÓLICO
«Participando, por su parte, en la función de los Apóstoles Esta participación en el munus de los Apóstoles se reduce a la
(munus Apostolorum), sucesión en el sacerdocio (in sacerdocio, Dz 957; cf. también
Dz 938).
los sacerdotes reciben de Dios la gracia que los hace minis- Dz 959: per sacram ordinationem GRATIAM conferri.
tros de Cristo Jesús (ministri Jesu Christi).
entre los gentiles, encargado de un ministerio sagrado en el Dz 963 (can. 3;«alusión negativa al ministerio de la Palabra, a
Evangelio de Dios, para procurar que la oblación de los causa de la reducción hecha por los protestantes (tantum
gentiles sea acepta, santificada por el Espíritu Santo (Rm 15, ritum quemdam eligendi ministros verbi et sacramento-
16). rum)., \

Dz 960: el ministerium verbi es insuficiente para dar funda-


mento al sacerdocio; los sacerdotes no vuelven a ser seglares
cuando dejan de ejercer el ministerio de la Palabra.

Cf. Dz 961 (can. 1): anatema contra el que diga que el sacer-
docio es un officium tantum et nudum ministerium praedi-
candi Evangelium, o que los que no predican no son ya
sacerdotes.
Efectivamente, el anuncio apostólico del Evangelio convoca y Esta perspectiva del Vaticano II está ausente de las preocupa-
reúne al Pueblo de Dios, para que todos los miembros de este ciones del Concilio de Trento, por razón de las refutaciones de
Pueblo, al ser santificados por el Espíritu Santo, se ofrezcan las tesis protestantes.
ellos mismos «como víctima viviente, santa y agradable a
Dios» (R 12, 1).
Pero es mediante el ministerio de los sacerdotes (per presby- Dz 938, texto ya citado: se ipsum per sacerdotes; o también
terorum ministerium) como se consuma el sacrificio espiritual Dz 940: nunc offerens sacerdotum ministerio. Se observará
de los cristianos, en unión con el sacrificio de Cristo, único que Trento emplea sacerdos donde el Vaticano escribe pres-
Mediador, ofrecido en nombre de toda la Iglesia, en la byter. Además, la Eucaristía no es considerada aquí más que
Eucaristía por manos de los sacerdotes, en el acto de la celebración y no como la consumación del
sacrificio espiritual de los cristianos.
en forma sacramental y no cruenta (incruente et sacra- Cf. Dz 940: incruente inmolatur.
mentaliter), hasta que llegue el Salvador mismo.
Ahí desemboca su ministerio, ahí encuentra su cumplimiento. Trento toma más bien como punto de partida lo que el Vati-
Comenzando por el anuncio del Evangelio, saca su fuerza y su cano presenta como término. No hay alusión al anuncio del
poder del sacrificio de Cristo, y su término es que la «Ciudad, Evangelio.
es decir, la sociedad y la asamblea de los santos totalmente
rescatada sea ofrecida a Dios como un sacrificio universal por
el gran Sacerdote que llegó hasta ofrecerse por nosotros en su
Pasión, para hacer de nosotros el Cuerpo de tan gran Cabeza Alusión a Malaquías, 1, 11, sobre el sacrificio ofrecido in
(San Agustín).» omni loco. Cf. Dz, 939.
PARÁGRAFO 5: ASPECTO TEOCÉNTRICO DEL MINISTERIO DEL SACERDOTE
«El fin del ministerio sacerdotal es la gloria de Dios. El texto del Concilio de Trento, en su conjunto, está impreg-
nado de un teocentrismo fundamental. Pero este teocentrismo
Esta gloria supone la acogida consciente, libre y reconocida se manifiesta en la relación vertical entre Cristo y el sacer-
de los hombres a la obra llevada a cabo por Cristo. dote. La obra eclesial es poco considerada. No es la preocu-
pación de este Concilio.
Ya se trate de la oración, del anuncio de la palabra, de la La perspectiva de Trento se limita casi exclusivamente al
oblación del sacrificio eucarís- tico o de la administración de teocentrismo del ministerio del sacerdote en la celebración
los sacramentos, el sacerdote contribuye, al mismo tiempo, a eucarística.
aumentar la gloria de Dios y a hacer avanzar a los hombres en
la vida divina.
Todo eso se desprende de la Pascua de Cristo y terminará Cf. Dz 938, texto ya citado, sobre la Pascua de Cristo,
cuando retorne.» celebrada por la Iglesia, gracias a los sacerdotes.
N°. 3 (PRESBYTERORUM IN MUNDO CONDITIO)
Condición de tos sacerdotes en el mundo.

En resumen, el texto conciliar da razón, al mismo tiempo: El problema de la condición del sacerdote en el mundo no es
abordado por el Concilio de Trento.
- de la separación del sacerdote para el servicio del La grandeza del ministerio sagrado da una idea de la «se-
Evangelio (segregatus in Evangelium Dei). paración» (Cf. Dz 958: cum divina res sit tam sancti sacer-
dotii ministerium).
- y de la necesidad de la presencia en el mundo que ha Más que preocuparse de la «presencia en el mundo», el
de ser evangelizado (vivir con los hombres, Concilio de Trento afirma enérgicamente dos puntos:
conocerlos, no estar «separado» de nadie).

En conclusión, importancia de las cualidades y de las virtudes 1. No es posible volver al estado de laico una vez que se es
humanas del sacerdote. sacerdote.
2. La Iglesia ha de ser libre e independiente frente a los
poderes temporales. El consentimiento, la apelación a la
autoridad del pueblo, de un poder o de una magistratura
civiles, no son cosas requeridas por la ordenación de los
sacerdotes (cf. Dz 960; Dz 967, can. 7).

2. Reflexión sobre estos textos


A partir de estos textos, que hemos intentado poner en paralelo, y, a pesar de la
sistematización que este paralelismo puede llevar consigo, desprendemos ahora los aspectos
principales de esta comparación entre las perspectivas de los dos Concilios.
Conviene notar inmediatamente que el Concilio de Trento quiso limitarse estrictamente al
mínimum. Muchas veces pensó ampliar su visión, pero casi siempre la discusión quedó metida
en atolladeros, tanto en la definición del sacerdocio del sacerdote como en la relación entre los
sacerdotes y los obispos o en la elección de textos de la Escritura. Cada vez que se presentó una
dificultad insuperable, se decidió que se atuvieran a lo que la Iglesia ha creído y enseñado
siempre, y esta decisión quedó inscrita dentro del contexto muy preciso de la refutación de los
errores protestantes. Lo que dice el Decreto, a propósito del Sacramento del Orden, es una
expresión auténtica y definitiva de la fe católica. Pero los Padres del Concilio saben que no
dicen todo lo que habría que decir, en este sentido, este documento del magisterio no podría
considerarse como definitivo.
Lo que Lutero había podido decir del Orden no era más que consecuencia o esbozo de toda
una eclesiología. Sólo una gran mirada eclesiológica hubiera podido dar satisfacción a sus
demandas y descubrir la fuente profunda de sus errores. Fue necesario conformarse
sencillamente con denunciarlos. Para ir más lejos hubiera sido precisa una teología más
completa del sacramento del Orden y, más allá de esto, una doctrina sobre el episcopado.
¿Cómo sorprenderse de que tal doctrina no estuviera todavía madurada en los días del Concilio
de Trento, cuando el Concilio Vaticano II todavía está investigando su mejor formulación?
Una vez hechas estas precisiones podemos reemprender nuestro estudio sobre los principales
puntos puestos de relieve en la precedente sinopsis.

1. Punto de partida: Desde la celebración de la Eucaristía (Trento) a la misión


de la Iglesia (Vaticano II).

La elección del punto de partida constituye un elemento decisivo para el planteamiento de los
problemas. Tal es nuestro caso. El Concilio de Trento apenas tenía opción, tenía que refutar las
posiciones protestantes sobre el sacrificio de la misa y, por lo mismo, tenía que situar el
sacerdocio del presbítero en relación con la celebración de la Eucaristía. Sólo existe un
sacrificio, el de Cristo, este sacrificio se ha hecho visible en la Iglesia, ahora bien, como hay un
lazo íntimo y deseado por Dios entre sacerdocio y sacrificio, es preciso que exista un sacerdocio
visible y externo, es el sacerdocio de los sacerdotes de la Nueva Alianza (Cf., este es el tema
tratado en Dz. 938, 940, 957. Este punto de partida era exigido por las posiciones extremistas de
Lutero).
Ciertamente, es posible constatar que Trento había tenido otras ambiciones, muchos padres
conciliares hubieran deseado tratar el tema desde una mayor altura y en forma más global
(Según algunos, la exposición doctrinal de Trento, en torno al sacerdocio, debería de partir del
munus regendi et pascendi confiado a los apóstoles, y luego trasmitido por éstos). Trento se
dejó llevar por la prudencia, es preciso también observar que la doctrina sobre el sacerdocio
estaba, en cierto modo, preformada en la doctrina sobre el sacrificio de la Misa. El punto de par-
tida de Trento es, pues, eucarístico y sacrificial, la insistencia recae sobre la visiblidad del
sacrificio de la misa, los demás aspectos del ministerio pasan a segundo plano.
El punto de vista del Vaticano II, en relación con el de Trento, es evidentemente nuevo, su
punto de partida es la misión del Pueblo de Dios tomado en su totalidad. A decir verdad, este
punto de partida constituye una doble opción.
Por una parte, la elección del Vaticano II es partir del Pueblo de Dios, es decir, de la Iglesia y
no de una relación entre Cristo y el sacerdote definida como un poder, es reconocer
implícitamente que el sacerdocio de los fieles es el primero en el orden ontológico y que se
debe presentar la obra de los ministros dentro de este pueblo sacerdotal. Esta opción ha sido
consciente y tuvo que ser defendida en el curso de los últimos debates.
Por otra parte, había que hacer otra opción, para definir al sacerdote, ¿Se iba a partir de la
Eucaristía o de otra realidad fundamental? También ahí Vaticano II se dejó llevar por el punto
de vista eclesiológico, es la realidad de la Misión la que constituirá el punto de partida para la
inteligencia del ministerio en la Iglesia. Y esta elección no era en absoluto de carácter polémico
o restrictivo, puesto que la celebración de la Eucaristía forma parte, ella misma, de esta misión.
La referencia bíblica inicial es, a este respecto, completamente característica, “El Señor Jesús, a
quien el Padre santificó y envió al mundo...” (Jn 10, 36). La consagración y la misión son
inseparables, lo mismo para la Iglesia que para sus ministros, puesto que son inseparables para
el mismo Cristo.
Esta doble opción respecto al punto de partida domina prácticamente en todo lo que sigue,
posición que fue decidida con serenidad y en conformidad total con la enseñanza anterior al
Concilio, muy especialmente con Lumen Gentium8.
El punto de partida del Vaticano II es indisolublemente cristológico y eclesiológico, incluye
toda la obra de la Iglesia y presenta el ministerio del sacerdote como un servicio recibido de
Cristo mismo. No se considera ya solamente la visibilidad del sacrificio eucarístico, sino la
visibilidad de la Iglesia en su conjunto (lo cual constituye un tema mayor de Lumen Gentium).
Finalmente, se realiza un trabajo de mayor claridad en el vocabulario.
El Concilio de Trento no ignoraba la doctrina del sacerdocio de los fieles, pero no habla de él
más que implícitamente, como si no quisiera dar la impresión de repetir lo que los protestantes
no niegan. Sin embargo, empleando sistemáticamente la palabra sacerdotes para designar a los
sacerdotes (presbíteros), el Concilio de Trento provocaba una confusión de vocabulario, ya que
sacerdotes remitía a la palabra griega hiereus, título aplicado únicamente al gran Sacerdote,
Cristo, y, por vía de participación, al Pueblo de Dios. Así, para defender el sacerdocio de los
sacerdotes, el Concilio de Trento guardaba silencio sobre el sacerdocio de los fieles. El
Vaticano II, partiendo del sacerdocio del Pueblo de Dios (el hierateuma) dedicó su esfuerzo a
precisar la función propia de los sacerdotes (presbyteri), lo que no es obstáculo para que estos
sacerdotes compartan con los fieles el sacerdocio de los bautizados.
Tal como lo habíamos dado a entender, la enseñanza del Vaticano II no es cosa que pueda
juzgarse como añadida a la de Trento, sino que integra su enseñanza en un punto de vista más
amplio. No dejaremos de comprobar esta constatación en nuestras reflexiones siguientes.

2. Institución del presbiterado: Desde la Cena (Trento) ala institución apostólica


en su conjunto (Vaticano II).

Ahora nos preguntamos sobre el problema de la institución del presbiterado por Cristo.
Cuestión tradicional, envuelta, a veces, en categorías demasiado jurídicas, como si tuvieran que
encontrarse en la Escritura todas las determinaciones concretas que caracterizan actualmente al
minsterio jerárquico. Pero cuestión insoslayable que, por otra parte, nuestros dos Concilios no
pudieron eludir. Sin embargo, no se puede plantear la cuestión de la institución de un
sacramento sin tener alguna idea sobre el sentido de ese sacramento o, sobre la razón de ser del
sacerdocio ministerial. Reflexionamos sobre este primer punto, luego abordaremos la cuestión
de la institución de este sacarmento.

2.1 Sentido de la institución del presbiterado


En Trento, la cuestión del sentido de la institución estaba regulada por la problemática
adoptada. No se plantea la cuestión a partir del Pueblo de Dios. La justificación del presbiterado
es puramente eucarística o sacrificial (la misa y el perdón de los pecados: Cf. Dz. 957, 961,
canon 1). Así es como el Concilio se vio inducido a hablar del presbiterado, en la línea del
poder, es decir, del poder sobre el Cuerpo eucarístico o el cuerpo “real” de Cristo. Por tanto, la
problemática, aquí, es muy precisa y de naturaleza bastante jurídica, el sacerdote es el que ha
recibido el poder (poder que no tienen los laicos) de celebrar la Eucaristía y de perdonar los pe-
cados. Los padres de Trento sabían muy bien todo lo que se podía decir, además, a propósito del
sacerdocio presbiteral como sacerdocio pastoral, pero limitaron voluntariamente su propósito a
esta perspectiva, de modo que les fuera posible oponerse de manera más clara a los errores que
había que denunciar. De ello deriva una cierta confusión que ha pesado bastante sobre la
teología posterior. En efecto, buscar el sentido de la institución del presbiterado únicamente a
partir del poder de celebrar la Eucaristía era, en cierto modo, condenarse a poner en el mismo
plano a los Apóstoles, a los obispos y a los sacerdotes. Dicho de otra manera, extendiendo los
lazos entre la Eucaristía y la Iglesia, difícilmente se puede dar a conocer la organicidad del
ministerio jerárquico, organicidad que sólo es posible definir en su relación con la Iglesia.
Todos los miembros de la jerarquía tienen en común el mismo “sacerdocio”, entendido de
manera unívoca.
En el Vaticano II la perspectiva es mucho más amplia y muy rectificada. Es muy significativo
ver cómo fue introducido el segundo parágrafo del número 2 de PO. La razón de ser de la
institución del presbiterado ha de buscarse dentro del mismo sacerdocio común de los fíeles, o
también dentro del único Cuerpo diversificado en sus miembros. Para que sea posible esta
unidad del Cuerpo (aquí, el punto de vista es netamente eclesiológico), el Señor estableció
ministros. Notemos que hay un uso de la palabra “ministro” El Concilio no podía introducir de
repente la palabra “presbítero” (prebyter), porque tenía conciencia clara de que, obrando así, se
incapacitaba para dar a conocer la originalidad de los Apóstoles, por una parte, y la superioridad
de los obispos, por otra. De aquí sacamos una primera conclusión: no es posible dar a conocer
la necesidad y la especificidad del sacerdote, sino dando a conocer primeramente la necesidad y
la especificidad del ministerio jerárquico en general. Esto es lo que ha hecho el Vaticano II,
empleando la palabra “ministros” (en vez de la palabra sacerdotes, como lo hubiera hecho el
Concilio de Trento).
Sin embargo, PO va a ponernos de manifiesto la preocupación muy laudable de los Padres de
enlazar muy estrechamente la doctrina actual con la de Trento. Así, la famosa frase siguiente,
que es la única cita dogmática literal sacada del Concilio de Trento: “qui... sacra Ordinis
potestate pollerent Sacrificium offerendi et peccata remittendi”. Esta frase fue
intencionadamente añadida para establecer un nexo entre la enseñanza del Vaticano II y la del
Concilio de Trento y para poner de manifiesto su continuidad. Sin embargo, el texto de Trento
fue ligeramente modificado en un sentido que enlaza con la perspectiva eclesiológica
anteriormente citada.
En primer lugar, se ha añadido la expresión in societate fidelium, para poner en claro que el
poder de que gozan los ministros está ordenado a la sociedad de los cristianos. Además, en la
continuación de la frase, se ha querido recordar que el ejercicio de este poder era público
(publice), para distinguirle del sacerdocio personal y privado de todos los cristianos, y se ha
precisado también que este poder era ejercido pro hominibus nomine Christi. Estas últimas
palabras dejan prever todo lo que sigue, dicho de otra manera, lo que el ministro hace “en
nombre de Cristo”, lo hace siempre “para los hombres”, es decir, en beneficio de la Iglesia.
Parece, pues, que, a través de esta cita de Trento y de sus ligeros retoques, se ha intentado
recoger la doctrina tradicional y, al mismo tiempo, abrirla a una perspectiva más amplia, puesto
que la función sacerdotal, que así se convierte en función pública mediante el ministerio
jerárquico, no podría limitarse al acto de la celebración sacramental. Insistimos en este punto
porque se trata de un texto visagra, así percibimos que Vaticano II enlaza con la tradición y al
mismo tiempo la amplía. Hemos definido el sentido de la institución sacerdotal.

2.2 Modalidad de la institución del presbiterado


Ahora nos preguntamos cuál es exactamente su origen. Problema que atañe a lo histórico y a
lo dogmático (para evitar una presentación demasiado historicista). Sobre este punto también
vamos a constatar la apertura realizada por el Vaticano II en relación con la presentación, muy
difusa, de Trento.
La posición del Concilio de Trento está dentro de la lógica de su punto de partida. Cristo
instituye el sacerdocio en la Última Cena, posición lógica, puesto que el sacerdocio fue
instituido visiblemente para actualizar el sacrificio visible de la Eucaristía. El canon 2, que con-
tiene la doctrina sobre el sacrificio de la misa, logrará a este propósito una fortuna teológica
considerable: “Si alguno dice que, mediante estas palabras ‘haced esto en memoria mía’, Cristo
no ordenó a los Apóstoles sacerdotes..., sea anatema” (Dz. 949). Por lo mismo, no nos
sorprende que los sacerdotes hayan podido ser llamados, por el Concilio de Trento, sucesores de
los Apóstoles in saeerdotio35. Tal será, pues, la imagen tradicional, llevada después por las
“imágenes” más poderosas en orden a modelar los espíritus de muchos tratados de teología.
35
A primera vista, esta mención de la sucesión apostólica es extraña, puesto que sólo los obispos son sucesores de los Apóstoles. Pero
la fórmula “in sacerdocio” iba justamente destinada a distinguir entre los obispos y los sacerdotes, los sacerdotes no suceden más que
en el sacerdocio.
Ciertamente, el Concilio de Trento no se limita a la Cena, puesto que hace alusión
explícitamente al acto de Cristo que transmite su Espíritu, para el perdón de los pecados (Cf.
Dz. 957; 964, canon 4). No es obstáculo para que la institución del sacerdocio en la Cena ocupe
un lugar dominante. Por otra parte, esta manera de ver será reforzada por la tendencia
historicista de la liturgia (tendencia ya muy antigua), que correría el riesgo de aislar la Última
Cena, no sólo del resto de la vida de Cristo, sino también de otros aspectos del misterio pascual
y del de Pentecostés. A esta investidura del Jueves Santo irá unida muy de cerca la
consagración de las manos del sacerdote, hasta el punto de que durante siglos esta consagración
pasó por ser el rito esencial de la ordenación de los sacerdotes 36. Esta concepción del origen del
presbiterado (identificada con el “sacerdocio”) ha tenido una repercusión considerable. Entre las
consecuencias previsibles, citamos: la estrechez de la eclesiología (puesto que sólo interviene el
acto de la celebración eucarística); la ausencia de lazos orgánicos entre obispos y sacerdotes en
la ordenación; el silencio sobre la misión; la problemática de los “poderes unidos” del
sacerdote, etc.
El punto de vista del Vaticano II no excluyó en manera alguna la aportación decisiva de
Trento, sino que la sitúa dentro de un conjunto más amplio. Es importante constatar que los
Padres del Vaticano II no han tratado de fijar el “momento” en que Cristo hubiera instituido los
sacerdotes. La perspectiva es global y completamente centrada en la misión. Para que los
ministros puedan cumplir su misión con respecto a la Iglesia, Cristo envió a los Apóstoles,
como él mismo fue enviado, los hizo participantes de su consagración y de su misión37, a ellos y
a sus sucesores, los obispos. Y este munus de los obispos fue trasmitido a los sacerdotes,
subordinato modo, de tal suerte que los sacerdotes sean constituidos en Ordo presbyteratus y se
conviertan así en los cooperadores del Orden episcopal para el cumplimiento de la misión
apostólica confiada por Cristo. Este texto es absolutamente fundamental por dos razones.
En primer lugar, porque muestra que no se puede tratar de la cuestión de la institución del
presbiterado, sin entrar en la cuestión más amplia de la organicidad del Orden jerárquico, hay
ahí un primer progreso muy importante sobre el Concilio de Trento.
La otra razón es porque el Concilio Vaticano II no ha querido precisar el momento de la
institución del presbiterado, porque ha tenido miedo a limitar asi la misión del sacerdote. Sólo
ha intentado enlazar netamente esta institución con la de los Apóstoles y los obispos. Y por eso
mismo ha dado a la misión del sacerdote una amplitud universal, el único límite proviene del
hecho de que la misión del sacerdote se ejerce siempre subordinato gradu, es decir, dependiente
del colegio episcopal. Por el mismo hecho, el Vaticano II enlazaba conciliarmente con la gran
tradición del Pontificado, en la que los sacerdotes de segundo rango son presentados como los
cooperadores del Orden episcopal (Cf. segunfo párrafo, al final, del PO 2).
Así se dibuja ya la teología del presbiterado según el Vaticano II. Esta teología es fiel a su
punto de partida: la misión de Cristo. Jesús es Cristo, porque es ungido, consagrado, y por la
misma razón es enviado. Para que toda la Iglesia pueda participar comunitariamente de la
misión de su jefe, es necesario que los hombres sean, a su vez, enviados y consagrados, éste es
el caso de los Apóstoles. Pero estos Apóstoles, aun cuando algunas de sus prerrogativas no sean
transmisibles, no podían privar a la Iglesia, con su muerte, de la misión que ellos cumplían para
36
Se sabe que esta visión parcial de las cosas había sido corregida por el Papa Pío XII, en la Constitución Sacramentum Ordinis, del
30 de noviembre de 1947, mucho antes del Concilio.
37
El Vaticano II tiene continuidad en su pensamiento, enteramente centrado en la misión (Cf. Jn. 10, 36, citada en PO al principio del
número 2).
la Iglesia. Sus sucesores, los obispos, y los sacerdotes, cooperadores de estos últimos, son, pues,
los continuadores de la obra de los Apóstoles, para servicio de la Iglesia, in nomine Christi. Tal
es, al parecer, claramente expresada, la doctrina del Vaticano II, en lo que concierne a la
institución del ministerio jerárquico.
Daremos el paso, ahora posible, de preguntarnos en qué y para qué el ministerio jerárquico es
específico y, consiguientemente, indispensable en la Iglesia.

3. Especificidad del presbiterado: Desde el poder sobre el Cuerpo eucarístico


(Trento) a la acción en nombre de Cristo-Cabeza (Vaticano II).

Tocamos a lo que se ha llamado el núcleo central de la doctrina del Vaticano II sobre el pres -
biterado, llegamos al presbiterado como sacramento. En otros términos, se va a mostrar cómo el
sacramento va a sellar, en nombre de Cristo, la situación y la misión del sacerdote en el cuerpo
eclesial. Para presentar los cosas con más claridad, diremos sencillamente cuáles son los puntos
comunes y las diferencias ente los dos Concilios.

3.1 Sacramento, gracia, carácter


Seremos breves al abordar los puntos comunes, pero conviene insistir en ellos, porque son
absolutamente esenciales. En materia de doctrina sacramental, la continuidad es perfecta. Dicho
de otra manera, el punto común fundamental es la afirmación del presbiterado como
sacramento. Nos remitimos a la sinopsis ya vista. Ahí se puede comprobar que tanto Trento
como el Vaticano II presentan el sacramento del presbiterado como el don de una gracia
específica y como una realidad imborrable que confiere, consiguientemente, el carácter.
Sacramento, gracia, carácter, tales son los datos comunes que muestran que un concilio no
puede “innovar” más que sobre un fondo común, testigo del depósito de la fe. De este fondo
común retendremos un dato teológico muy preciso, sea la que sea la forma en que se hable del
sacerdote, de su ministerio y de su vida, es preciso reconocer, ante todo, que no se podría ser
sacerdote por su propio deseo o por el solo hecho de estar bautizado, sino porque ha recibido
sacramentalmente el don del presbiterado. La primacía del don de Dios domina en la enseñanza
de los dos Concilios. Esta sola afirmación nos muestra que el presbiterado ha de ser, sin duda,
una cosa esencial en la Iglesia. Pero ¿por qué? Es ahí donde los dos Concilios presentan climas,
contextos y síntesis sensiblemente distintos.

3.2 Diferencias entre el Concilio de Trento y el Vaticano II


Las diferencias referentes al clima. Es conocido el clima de Trento. También es conveniente
volver a leer las afirmaciones o más bien las negaciones de Lutero para comprender las
reacciones de los Padres de Trento, es muy urgente recordar el sentido del Orden y mostrar que
entra en la categoría de los “verdaderos y propios sacramentos”.
El Vaticano II se desenvuelve en un clima sereno y ecuménico. No intenta “defender” la
naturaleza sacramental del Orden, se han olvidado los excesos de Lutero, se percibirían mejor
las verdades que nos han recordado sobre el sacerdocio de los fieles, se tienen deseos de una
teología menos jurídica. Eso explica que el Vaticano presente el presbiterado dentro del
conjunto de la sacramentalidad del Orden y, en él, se ve menos un poder que un carisma
recibido mediante la imposición de las manos.
Estas diferencias de clima se convierten pronto en diferencias de presentación doctrinal.
Acabamos de decirlo, el presbiterado, según el Vaticano II, es concebido menos como un poder
sobre la Eucaristía que como una gracia para la misión38.
En cuanto al carácter, el Concilio de Trento le defendía contra los protestantes, que
pretendían que se perdía la función desde el momento en que no se ejercía ya el ministerio de la
Palabra para la Iglesia. Por otra parte, Trento se atienen a lo esencial, sin pretender hacer una
teología sobre la naturaleza del carácter sacramental. Se dice únicamente que el sacerdocio es
“inamisible”, pero se añade, “como el bautismo y la confirmación”. Esta última nota invitará a
los teólogos postridentinos a construir una teología sobre los tres caracteres, con referencia a
Santo Tomás y dirigida a presentar al sacerdote como un supercristiano. Pero no está ahí el
extremo al que apuntaba el texto de Trento.
En cuanto al Vaticano II, recuerda la doctrina de Trento (speciali charactere). Al parecer, no
saca de ahí consecuencia espiritual, más bien quiere ordenar este carácter hacia la función
específica e irreemplazable del sacerdote en la Iglesia.
Es ahí donde es necesario que volvamos sobre el tercer parágrafo del número 2 de PO, ahí
encontramos él núcleo central de la doctrina conciliar sobre el sacramento del presbiterado. Tres
notas nos ayudarán a precisar esta doctrina.
a) En primer lugar, el Vaticano II no ha podido precisar la función específica de los
sacerdotes sin establecer el nexo de su ministerio con el Orden episcopal. Utpote Ordini
episcopali coniunctum, se quería evitar así una concepción cerrada del ministerio presbiteral o
lo que todavía se llama presbiteralismo39. El sacerdote, que tiene su función recibida de Cristo,
debe, sin embargo, ejercerla siempre en la Iglesia y, por tanto, en su nexo orgánico con el
episcopado. Por esa razón, se puede afirmar entonces que participa de la autoridad por la que
Cristo construye, santifica y gobierna su Iglesia. Por consiguiente, el presbiterado no es ya
solamente un poder sobre el cuerpo físico de Cristo, sino una “autoridad” (ministerial) sobre la
Iglesia misma. Primer aspecto de una definición eclesiológica del sacramento del presbiterado.
b) Se observará la preocupación del Vaticano II de no aislar el Sacramento del presbiterado
de los sacramentos de la iniciación cristiana (bautismo, confirmación, Eucaristía). Puesto que el
presbiterado se apoya sobre, o supone (supponit) estos sacramentos, esto es prueba de que el
presbiterado no absorbe al bautismo y que no es un superbautismo. Esta relación imborrable
con los sacramentos que hacen el Pueblo de Dios nos recuerda la ordenación fundamental del
presbiterado a la construcción del Cuerpo de Cristo, segundo aspecto de la definición
eclesiológica del sacramento.
c) Finalmente, el tercer aspecto de la definición eclesiológica del sacramento del presbiterado
se encuentra en la fórmula que pone fin a nuestro párrafo: ut in persona Christi Capitis agere
valeant, (“para hacer a los sacerdotes capaces de obrar en nombre de Cristo, como Cabeza”).
Parece que esta breve frase es de hecho la que da base a la especificidad del ministerio
jerárquico en general y del ministerio presbiteral en particular. Efectivamente, si buscamos en
qué es original la tarea del sacerdote en relación con la del cristiano, se nos remite a este signo
esencial de la Iglesia: El signo de Cristo-Cabeza para con su Cuerpo. Dicho de otra manera, hay
un ministerio en la Iglesia, para que la obra de Cristo sea significada en la obra de la Iglesia.
Esta doctrina, ya apuntada en la Constitución Lumem Gentium (LG 10), logró sin dificultad el
38
Cf. PO 2, se puede decir que aquí se encuentra el fruto de estudios teológicos anteriores al Concilio, estudios que habían insistido
sobre el ministerio como “carisma”.
39
Parece que el jefe de esta doctrina “presbiteralista” es san Jerónimo.
acuerdo de los expertos y de los obispos. Tal fórmula (ministro de Cristo-Cabeza) desborda
ampliamente la presentación hecha por el Concilio de Trento. En efecto, el sacerdote no aparece
ya solamente como el que preside la Eucaristía en nombre de Cristo, sino que esta situación de
presidencia (presidencia de la “gracia”) se extiende a toda la misión del sacerdote. El sacerdote
debe ser signo de Cristo-Cabeza para con su Iglesia, en todo lo que hace. Se puede decir, sin
forzar el texto, que el ministerio jerárquico es la sacramentalización del señorío de Cristo sobre
su Iglesia (la auctoritas de Cristo-Cabeza para el crecimiento del Cuerpo).
Hacemos una última observación. Nuestra fórmula conciliar (sobre el signo de Cristo-
Cabeza) fue introducida con dos verbos que caracterizan la acción del sacramento del
presbiterado, signantur et configurantur. Por la ordenación, los sacerdotes son marcados con un
carácter especial y así son configurados con Cristo-Sacerdote. Estas dos precisiones significan
que la acción “en nombre de Cristo como persona” (in persona Christi) no surge sólo de las
posibilidades del bautizado. Es preciso además que este bautizado haya sido “signado” por el
sacramento del Orden (éste es, por tanto, un signo nuevo e indeleble de la fidelidad de Cristo a
su Iglesia), y, al mismo tiempo, es preciso que esta acción del sacerdote pueda ser reconocida,
en el plano sacramental, como la acción sacerdotal de Cristo-Sacerdote en persona. Finalmente,
constatamos que estos dos verbos (pasivos) –pero que podrían ser tomados en un sentido
ontológico– son de hecho ordenados a la acción del sacerdote, signatur... et... configurantur...
ita ut... agere valeant. Una vez más, encontramos el sentido más profundo del ministerio
presbiteral, un ministerio recibido de Dios, en comunión jerárquica con el Orden episcopal, para
construir la Iglesia, juntamente con los cristianos, y significarla como la Iglesia de Jesucristo,
por la gracia del Espíritu Santo. La perspectiva del Vaticano II integra la perspectiva eucarística
de Trento en el conjunto de la eclesiología.

4. Contenido del sacerdocio ministerial: Desde el sacerdocio cultual (Trento) al


ministerio apostólico (Vaticano II).

Se ha hecho observar que acaso sea éste el punto en el que el Vaticano II ha hecho más
renovación y que ha beneficiado más en orden a una comprensión ecuménica. ¿De qué se trata?
No ya de la especificidad del ministerio jerárquico, sino del contenido mismo de la noción de
sacerdocio, y especialmente del sacerdocio del Nuevo Testamento.
Para el Concilio de Trento, el contenido sacerdotal quedó limitado a un poder, el poder
propiamente sacerdotal (en el sentido estricto) sobre la Eucaristía. Tal poder daba “derecho” a
celebrar la misa, es decir, a actualizar el sacrificio de Cristo, sacrificio por excelencia, el de la
Cruz. El sacerdote está, pues, ordenado a la Eucaristía. Nos encontramos ahí con un primer tipo
de sacerdote, este tipo puede llamarse tradicional, en razón de la difusión de este pensamiento
sobre el sacerdocio. Por otra parte, “tener sacerdocio” y «tener la misa», ¿no son dos
expresiones equivalentes?
Para el Vaticano II el contenido del sacerdocio ministerial es mucho más complejo o, mucho
más englobante. Se trata de toda la obra de evangelización que se termina en la Eucaristía
(incluida, evidentemente). El sacerdote es sacerdote porque es ministro del Evangelio ante los
paganos, ministro de la incorporación a la Iglesia, ministro de la celebración eucarística. Dicho
de otra manera, el sacerdocio del sacerdote abarca la totalidad de la obra de la Iglesia y muy
particularmente (según San Pablo) el anuncio de la fe a los que no han recibido aún la buena
Nueva (Cf. Rm. 15, 16). Este es el segundo tipo de sacerdote, el del sacerdocio del Evangelio.
Efectivamente, estos dos tipos de sacerdotes no son opuestos: en realidad, el segundo
envuelve al primero. No es preciso escoger entre la Eucaristía y la Misión, entre el culto y el
apostolado, entre el cuidado sobre la comunidad de los cristianos y el anuncio del Evangelio a
los paganos.
El texto del Vaticano II nos recuerda sencillamente que la misión del sacerdote, como la de la
Iglesia, envuelve la Eucaristía y que la Eucaristía corona y consuma toda la obra misionera
(volvemos a encontrar aquí, a propósito del sacerdote, la doble afirmación: la Iglesia hace la
Eucaristía y la Eucaristía hace la Iglesia). Al releer el texto conciliar habrá que tener cuidado en
observar que, de una parte, la Eucaristía es una dimensión del anuncio del Evangelio (predicar a
los paganos es una “liturgia”, según San Pablo) y que, por otra parte, la celebración eucarística
forma parte integrante de la misión.
El ministerio sacerdotal comienza, pues, con el anuncio del Evangelio, que convoca al pueblo
con la fuerza de la Palabra de Dios, y se consuma en la asamblea eucarística. Ahora bien, toda
esta acción sacerdotal, desde el anuncio a los paganos hasta el altar, saca su fuerza del sacrificio
de Cristo. Entre la perspectiva de Trento y la del Vaticano II, no existe, pues, una diferencia de
naturaleza o una oposición. Se diría, más bien, que la concepción del sacrificio se ha extendido
a las dimensiones de toda la obra de la Iglesia. En otros términos, la concepción del sacrificio se
ha “eclesializado”, el sacrificio de Cristo no es sólo el acto sacramental de la misa (que
actualiza el concreto del Jueves Santo), sino que es también todas las oblaciones de los hombres
y todos sus sacrificios espirituales convertidos en una sola Hostia: en la de Cristo.

5. El teocentrismo del ministerio y la presencia del sacerdote en el mundo:


Desde el teocentrismo del culto (Trento) al teocentrismo de toda la vida y de todo
el ministerio del sacerdote (Vaticano II).

El Concilio de Trento no tenía que tratar, como tal, la cuestión del teocentrismo de la obra
sacerdotal, y todavía menos el asunto de la presencia del sacerdote en el mundo. Sin embargo,
la enseñanza salida del Concilio de Trento había reforzado la idea de un teocentrismo particu-
larmente manifestada en la celebración de los ministerios. Añadamos a esto la doctrina de la Es-
cuela Francesa sobre el sacerdote40, y se comprenderá que muchos Padres del Vaticano II
tuvieran miedo ante una concepción demasiado apostólica o más bien demasiado “activista” del
ministerio sacerdotal. ¿No iba a sufrir con ello detrimento la gloria de Dios? Es cierto que el
último párrafo de PO 2 fue redactado con la intención de apaciguar sus temores, parece ser que
este párrafo se añadió a úlitma hora, pero esa adhisión estaba conforme al espíritu del Concilio.

5.1 Toda la actividad del sacerdote ha de ser teocéntrica.


El Vaticano II ha querido mostrar que todo lo que implica el ministerio (y que es siempre
“servicio” a los hombres) es una expresión teocéntrica del presbítero. El sacerdote no obra, y no
debe obrar, más que para la gloria de Dios. Pero se ha precisado inmediatamente que la gloria
de Dios incluye siempre la actividad del hombre, la acogida consciente, libre y reconocida de
40
La enseñanza de la Escuela Francesa había penetrado en obispos de diferentes países del mundo. Por eso el Vaticano II juzgó
conveniente mostrar en qué consiste esta gloria de Dios para un ministro de Cristo. A esta escuela pertenece el Cardenal Béreulle,
Condren, San Vicente de Paúl, J. J. Olier, Tronson, Bourdoise, San Juan Eudes, Beuvelet, y Bossuet.
los hombres dada a la obra de Dios cumplida en Cristo. Además, PO precisa con claridad que el
teocentrismo o la preocupación de la gloria de Dios no debe encerrarse, por decirlo así, en el
acto de culto. Nos dice claramente que toda la actividad del sacerdote debe ser teocéntrica.
Todo lo que haga el sacerdote (adoración, Eucaristía, sacramentos, anuncio de la Palabra,
etcétera) debe hacerlo por la gloria de Dios. Esta precisión conciliar nos parece capital para la
espiritualidad sacerdotal. No se deja de ser sacerdote, y plenamente sacerdote, cuando las
circunstancias hacen que las tareas sacramentales o cultuales sean claramente disminuidas en
cantidad.

5.2 La presencia del sacerdote en el mundo.


PO 3 presenta la cuestión de la presencia del sacerdote en el mundo. PO 3 no es un corolario
sobreañadido, no, forma parte integrante del capítulo primero de PO (el presbiterado en la
misión de la Iglesia) y está verdaderamente dentro de la línea de lo que precede.
Indudablemente, asistimos así a una cierta evolución concreta del ministerio del sacerdote. Al
parecer, esta evolución tiene dos causas.
De una parte, la concepción del sacerdocio presbiteral ha evolucionado desde Trento. Si el
sacerdocio del presbítero quedaba “esencialmente” agotado en el culto, es comprensible que la
presencia en el mundo no sea requerida. Por el contrario, si el sacerdocio del presbítero es
también el sacerdocio del Evangelio, es necesario que el sacerdote salga al encuentro de los
hombres. La idea de “separación” (“segregatus”) no fue olvidada por el Vaticano II, pero no se
confunde con la idea (demasiado sociológica) de separación (non ut separentur). A decir
verdad, no se está en situación de separado por razón del culto (ésta es una idea de religión
pagana), sino que el hombre es puesto aparte para el servicio del Evangelio (éste es el
pensamiento de San Pablo). Por consiguiente, la dialéctica “puesto aparte – presencia”
constituirá la situación del sacerdote en el mundo.
Por otra parte, las relaciones entre la Iglesia y el mundo han evolucionado
considerablemente. En Trento, en un mundo de cristiandad, no se busca la presencia en el
mundo, sino más bien una defensa contra la injerencia de los príncipes. Es esta defensa la que
penetra en el texto de Trento, donde se tuvo miedo no sólo a una “democratización” del
presbítero, sino más aún se tuvo miedo a una subordinación del poder espiritual al poder
temporal41. En el Vaticano II la situación es totalmente distinta y el temor no es el mismo. Con
frecuencia, los padres conciliares se lamentaron de un esquema intemporal, que hacía creer que
la condición de los sacerdotes en el mundo no tenía importancia en orden a su misión 42. Se trata
de poner de manifiesto el papel de los ministros de Cristo en una Iglesia que es el Sacramento
de salvación para todos los hombres. ¿Cómo llegar a ello, si los sacerdotes no están realmente
entre los hombres? Así es como el Concilio quiso subrayar la significación sacerdotal de la
presencia del sacerdote en el mundo y la importancia de sus virtudes humanas para el
cumplimiento de su ministerio. También ahí la perspectiva ministerial obedece las órdenes de
una visión eclesiológica. El sacerdote es ministro de una Iglesia que quiere ser LUZ de los
Pueblos.

41
Cf. DS. 960; 967; 968, canon 7-8.
42
Estas críticas fueron formuladas vigorosamente por el Cardenal Doepfner (en nombre del episcopado alemán) y por los obispos de
la Europa septentrional. PO 2 responde a esas críticas, de igual manera PO 22.
II. ESTRUCTURA DEL PRESBITERADO O RELACIÓN ORGÁNICA ENTRE EL EPISCOPADO Y EL
PRESBITERADO

En este apartado seremos más breves, ello porque, en cierto sentido, todo está ya contenido
en la doctrina sobre la naturaleza del presbiterado. Consideramos esto porque también es de
importancia para llegar a comprender al sacerdote.
El tema al que entramos no era muy acostumbrado en los tratados sobre el sacerdocio, los
cuales muy poco hablaban del nexo orgánico entre el sacerdote y el obispo. El estudio de la
Tradición había hecho ya evolucionar muchas cosas antes del Concilio, no se podía evitar que
se planteara la cuestión en el Vaticano II, y se puede asegurar que la opinión teológica de los
obispos había sido advertida sobre este punto.
El Concilio de Trento, por los límites que él mismo se impuso, envolvió la teología en ciertas
dificultades, el Vaticano II ha podido superar estas dificultades mediante una solución que se
encuentra a la vez en Lumen Gentium y en Presbyterorum Ordinis.

1. La dificultad de Trento
Es preciso decir que el Concilio de Trento tenía unas pretensiones totalmente distintas, en el
punto de partida. La cuestión del episcopado y de su relación con el presbiterado no era
ignorada, se tenía conciencia clara de que era necesario tratarla, pero estaban divididos los
espíritus y la teología de la Iglesia no estaba suficientemente adelantada. Fue preciso replegarse
sobre lo que no admitía duda frente a las negaciones de los protestantes. Desde entonces se va a
tomar, para la doctrina del presbiterado, el depósito conciliar de Trento, el cual contiene muy
pocas cosas sobre la estructura del sacramento del Orden.

1.1 En primer lugar, Trento introdujo la costumbre de comenzar todo tratado sobre el
sacerdocio por el sacerdote y no por el obispo. La razón de ello es sencilla, se trata del
sacerdocio, ahora bien, el sacerdocio es el poder de celebrar la Eucaristía, por tanto, el presbite-
rado es, en, cierto modo, todo el sacerdocio (aun cuando no sea su plenitud). Esta reducción
recíproca del sacerdocio al presbiterado y del presbiterado al sacerdocio elimina prácticamente
el problema de la organicidad del sacramento del Orden. Más exactamente, esta organicidad no
entra en juego más que en la relación de los órdenes inferiores con el del sacerdocio
(equivalente al presbiterado). Esta es la famosa presentación del capítulo segundo de la doctrina
sobre el sacramento del Orden43. Esta ausencia del episcopado, desde el comienzo de la
reflexión sobre el sacramento del Orden, tendrá importantes repercusiones en la teología
posterior.

1.2 Y, sin embargo, el canon 6 (Dz 966) prueba bien que se mantenía intacta la división en
tres grados del ministerio jerárquico. Esta dualidad de concepciones muestra que el Concilio de
Trento había superpuesto, en cierto modo, dos planos o dos líneas, sin gran comunicación entre
ellas:
- la línea del sacerdocio, donde el episcopado y el presbiterado se encontraban al mismo
nivel, es decir, la línea del offerre.
43
Cf. DS 958 y 962 (can. 2, donde se dice que las Órdenes mayores y menores tienden hacia el sacerdocio como por grados). Y no
encontramos al episcopado en la serie de las Órdenes, mientras que se ve figurar en ellas a los ostiarios y a los exorcistas. La
problemática del Vaticano II será distinta, por el solo hecho de comenzar por el episcopado.
- la línea de la jerarquía (forzosamente más jurídica) o de la jurisdicción, en la que los
obispos y los sacerdotes estaban netamente distinguidos, es decir, la línea del regere.
Esta dicotomía ha tenido una gran fortuna, es un punto de partida que ha endurecido la
distinción entre el orden sacramental y el orden pastoral. En último término, para ser pastor no
se hubiera requerido el sacramento.

1.3 Por tanto, si se pregunta cuál puede ser, según los textos tridentinos, la relación entre
presbiterado y episcopado, se ve uno forzado a constatar la ausencia de organicidad a nivel del
sacramento mismo y formular algunas conclusiones bastante laxas y sin gran lazo entre sí:
- Se trata del mismo sacerdocio , ya sea sacerdote u obispo. Esta concepción ve fácilmente
en el sacerdote un obispo con poderes unidos, la consagración episcopal separa las líneas
jurisdiccionales del sacerdote. La celebración de la Eucaristía nivela, en cierto modo, a
los ministros celebrantes, ya sean sacerdotes u obispos, puesto que ejercen el mismo
poder dentro del mismo sacerdocio.
- Los obispos son superiores a los sacerdotes . El Concilio de Trento afirma este dato de fe
(Dz 960 y 967), pero sin justificación. Al fin, son razones de jurisdicción, bastante
exteriores al sacramento mismo las que inducen al Concilio a repetir esta afirmación
tradicional.
- Los obispos son ciertamente sucesores de los Apóstoles, pero no más que los sacerdotes
in sacerdotio. Por tanto, sólo en el gobierno de la Iglesia está justificada la necesidad del
episcopado. Los obispos son hechos para regere Ecclesiam Dei.
A través de estos resúmenes demasiado sumarios, se siente la necesidad de una superación de
los textos tridentinos en el porvenir. El nexo demasiado estricto establecido entre el sacerdocio
y el poder sobre el cuerpo físico de Cristo perjudica a la eclesiología. Será preciso también
triunfar de las resistencias contra la sacramentalidad del episcopado. Todo eso será obra del
Vaticano II. Sin embargo, dirijamos la atención sobre un punto importante, que deriva del
depósito de la fe, tal como nos lo ha legado Trento. Efectivamente, se puede afirmar que donde
el sacerdote ejerce su poder sobre la Eucaristía se manifiesta una relación original del sacerdote
con Jesucristo. Por otra parte, esto constituye más una responsabilidad que un honor. Porque
esto quiere decir que la celebración de la Eucaristía no se limita al misterio de la
transustanciación, sino que significa también la plenitud de poder de Cristo en su Iglesia, el
sacramento del Cuerpo y de la Sangre del Señor es el punto de término y consumación de la
sacramentalidad de la Iglesia misma. Se comprende que la relación entre el sacerdote y la
Eucaristía no ha de ser celosamente reservada para él, como si fuera un privilegio, sino que ha
de ser siempre confrontada con esa otra relación existente entre Cristo y la Iglesia. El sacerdote
es el que se pregunta siempre cuál es la Iglesia que él hace existir y en qué forma el sacramento
del Cuerpo místico se consuma en el sacramento del Cuerpo personal de Cristo, en la espera
escatológica de su Retorno.

2. Solución del Vaticano II


No pretendemos afirmar que el Vaticano II haya resuelto todos los problemas y que su
solución sea definitiva. Para decirlo brevemente, se podría proponer el paralelo siguiente: en
Trento el obispo es definido en relación con el sacerdote, mientras que en el Vaticano II el
sacerdote es definido en relación con el Orden Episcopal, en Trento, el obispo es superior al
sacerdote, mientras que en el Vaticano II los sacerdotes son cooperadores del Orden episcopal,
subordinato gradu, en una única misión. Podemos desarrollar estas dos afirmaciones de la
manera siguiente:

2.1 La solución del Vaticano II consiste en el hecho de reintroducir el ministerio presbiteral


en la organicidad del conjunto del sacramento del Orden. Para presentar este sacramento, será,
pues, necesario partir de la Iglesia universal, es decir, de su signo jerárquico, la colegialidad
episcopal, después presentar al presbiterado como un ordo de auxiliares y de consejeros del
Orden episcopal. El punto, pues, de partida será necesariamente el cuerpo episcopal. Pero eso
no significa que la gracia del sacerdocio ministerial venga del obispo en cuanto tal, las
reacciones del Concilio fueron frecuentes contra esta presentación ligeramente donatista o, por
lo menos, paternalista. Sólo Dios da la gracia, comprendida también la gracia del ministerio
presbiteral. Pero esta gracia crea una situación eclesial que es inevitablemente un lazo orgánico
con el cuerpo episcopal para el ejercicio de la misión44.
2.2 Esta solución se basa sobre la definición conciliar de la sacramentalidad del episcopado.
Ahí tenemos una de las consecuencias más importantes de Lumen Gentium. Decir que el
episcopado es un sacramento equivale a afirmar que toda la misión apostólica del obispo está
sacramentalizada en beneficio de la Iglesia. Equivale a decir también que toda la misión del
sacerdote será sacramentalizada, pero dentro de su lazo orgánico con la misión del obispo. El
sacerdote no tiene otra misión que la de construir la Iglesia como Iglesia de Cristo. Y la prueba
de que esta Iglesia es ciertamente la de Cristo se encuentra en la comunión de consagración y de
misión con los obispos, es decir, en la seguridad de encontrar la Iglesia apostólica45.
2.3 De ahí se sigue que el sacerdote es apto, por su gracia de auxiliar, para hacer todo lo que
hace el obispo, al servicio de la Iglesia, con tal que se haga en comunión con el cuerpo
episcopal. Una consecuencia de la relación estructural del presbiterado con el episcopado: No
se trata de una relación sobreañadida al “ser sacerdotal”, esto sería demasiado poco, en realidad,
se trata de una relación inscrita en la definición misma del sacerdote. Ser sacerdote es abrirse,
mediante el lazo estructural con el cuerpo episcopal, a la dimensión universal de la misión de la
Iglesia46.
2.4 Finalmente, viene un dato del Vaticano II que no es el menos importante, en él no se
habla nunca del sacerdote en singular, sino siempre en plural. Sabemos que en ello hay una
intención formal de los redactores. Ahora bien, hemos podido constatar que el Concilio de
Trento no dijo nada sobre la pluralidad presbiteral, el sacerdote recibe el sacramento del Orden.
El Vaticano II adopta el lenguaje inverso: hacerse sacerdote es entrar en el Ordo presbyteratus
o el Ordo presbyterorum. La naturaleza del presbiterado es, pues, originariamente comunitaria,
era cosa bien sabida, puesto que participa de una ordenación, pero parecía que había sido
olvidada en el comportamiento individualista de los sacerdotes. Ahora lo comprendemos mejor,
todo el Orden de los sacerdotes es cooperador de todo el Orden de los Obispos. Esta fraternidad

44
Ni presbiteralismo ni episcopalismo. El Vaticano II siempre ha recordado este lazo que el sacerdote tiene, en su misión, con los
obispos. PO 4, 5 y 6, este lazo con el obispo es siempre notado al principio, pero sin insistencia extremada.
45
PO 7 presenta la fórmula siguiente: unitas consecrationis missionisque requirat hierchicam eorurn communionem cum Ordine
cpiscoporum.
46
Citemos aquí PO 10, tiene fórmulas audaces para hablar de la misión universal de todo sacerdote. No teme aplicar al sacerdote la
fórmula de Pablo, el cuidado de todas las Iglesias, consecuencia directa de la doctrina de la colegialidad episcopal sobre el ministerio
presbiteral.
sacramental de los sacerdotes entre sí es el cimiento del presbyterium diocesano47. La obra de
los sacerdotes es, pues, común, no sólo porque tiende a la edificación del único Cuerpo de
Cristo, sino también porque se ejerce a partir de un presbiterado común.
Para terminar este punto, diríamos que la solución del Vaticano II proviene de la perspectiva
inicial que es el misterio de la universalidad de la salvación. Esta universalidad postula su signo
jerárquico que es el Colegio apostólico y, por el mismo hecho, el signo del ministerio
presbiteral, colaboración a la misión universal de los obispos. Asi la organicidad de la relación
episcopado-presbiterado no resulta, ante todo, de una consideración jurídica, sino que deriva de
la naturaleza misma de la Iglesia, Cuerpo del Señor y Salvador universal 48.

III. AMPLITUD Y EQUILIBRIO DE LAS FUNCIONES PRESBITERALES

No podemos pensar en presentar aquí un estudio de las funciones presbiterales. Lo que


hacemos es un cotejo teológico en esta cuestión y, una vez más, emprender una comparación
con el Concilio de Trento.
En un primer análisis, la comparación es bastante sencilla si nos atenemos a los textos
dogmáticos de Trento, el cual limitó, en cierto modo, las funciones del sacerdote a la
celebración de la misa y a la absolución de los pecados. Sin duda, sería absolutamente injusto
creer que los padres de Trento ignoraban la diversidad de las funciones del sacerdote. Pero
queda en pie que los textos dogmáticos han concedido una mayor importancia a la misa y al
perdón de los pecados, cada vez que los teólogos posteriores han reflexionado sobre las grandes
funciones del sacerdocio. De ahí derivan las imágenes familiares sobre el sacerdote: se le
contempla en casulla en el altar o en sobrepelliz y estola en cercanías con el confesionario.
Estas imágenes, que tienen su valor, pero que se hacen peligrosas cuando son exclusivas, no
representan, sin embargo, las preocupaciones de los padres de Trento: el testimonio de la
historia es formal sobre este punto 49. Y los sacerdotes formados por los seminarios, desde el
siglo XVII, han aprendido que el ministro de Cristo tenía que ser un apóstol.
En cambio, para el Vaticano II, estaba ya trazado el camino por la teología del episcopado,
tal como surge de la Constitución Lumen Gentium. En la descripción de los munera del obispo
se encuentra la trilogía tradicional: palabra, sacramento, gobierno, docere, sanctificare, regere.
Es la justificación que se desea no omitir. Pero lo que nos interesa aquí es la repercusión sobre
la concepción de las funciones del sacerdote. La aplicación se hará muy naturalmente, en virtud
del principio que hace del sacerdote el cooperador del obispo. Si el sacerdote es verdaderamente
ese cooperador, lo es en conjunto, de hecho, el sacerdote es preparado para hacer todo lo que
47
PO 8, sobre la cooperación fraternal entre los sacerdotes, PO 2, su fórmula officium presbyterorum, utpote Ordini episcopali
coniunctum...
48
Cf. Lumen Gentium 9: “La voluntad de Dios fue que los hombres no reciban la santificación y la salvación separadamente, sin lazo
alguno entre ellos; por el contrario, quiso hacer de ellos un Pueblo que le conociera según la verdad y le sirviera en la santidad”. El
punto de vista universal sobre la Iglesia exige el punto de vista universal sobre el ministerio. Si es verdad que el Vaticano II habrá
hecho época por la restauración del diaconado permanente, también es verdad que la teología del diaconado todavía ha sido muy poco
esclarecida por los textos de Lumen Gentium. La cuestión que queda enteramente abierta es la de la organicidad de los tres Órdenes,
en sus mutuas conexiones: episcopado, presbiterado, diaconado. Sobre este punto, todo está por hacer.
49
Las observaciones de Lutero dan un puesto importante a la predicación, todo porque la situación de los clérigos de esa época era, en
conjunto, muy baja respecto a esta cuestión. Los padres conciliares de Trento tenían conciencia de ello y quisieron reaccionar,
desgraciadamente los textos de Trento no continuaron en este punto. La potestas praedicandi no parecía surgir del orden mismos, sino
de la jurisdicción. Las dudas eran tales que se atuvieron a lo que parecía seguro. De cualquier forma, para refutar los errores de Lutero
era necesario negar la identificación entre el sacerdocio y la predicación.
hace el obispo, pero bajo su responsabilidad suprema 50. Esta es la posición del Vaticano II, que
no obliga a considerar tal o tal tarea como si fuera la más característica del ministerio
presbiteral, lo que cuenta es que el sacerdote obra en ella como sacerdote, es decir, como
ministro de Cristo-Cabeza para su Cuerpo, que es la Iglesia.

1. Equilibrio de las funciones


Para penetrar más en la enseñanza del Vaticano II es preciso preguntarse cómo se han
repartido las funciones. La respuesta es conocida y viene, en línea directa, de Lumen Gentium.
Es la función del anuncio de la Palabra la que aparece siempre como la primera. Se ve el
camino recorrido a partir del Concilio de Trento. La preocupación misionera del Vaticano II
obliga a poner en primer lugar esta función que es de interés para la predicación a los incré-
dulos. En segundo lugar, viene la función sacramental, se subraya, siempre que es posible, el
nexo entre la Palabra y el Sacramento. Finalmente, la función de gobierno, que considera más la
forma en que el rebaño es conducido de acuerdo con los preceptos del Señor. Es la aplicación
del final de Mt 28, 19.
Esta distribución y este equilibrio de funciones provocó muchas discusiones en el Vaticano
II. En orden cronológico la Palabra es, indudablemente, lo primero, es necesario anunciar la
Palabra para poder sacramentalizar. Pero en el orden ontológico o, si se quiere, mirando a la
fuente de la eficacia de la gracia, el sacramento es lo primero. Algunos teólogos hubieran
querido incluso que hubiera figurado en primer lugar lo pastoral, por ser fruto de la caridad cris-
tiana, en la vida cristiana no hay nada que esté por encima de la caridad. Se prefirió el orden
cronológico, si bien procurando enlazar las funciones entre sí y poner de manifiesto su
coherencia. Es necesario ir a PO 4, 5 y 6. Sin embargo, perdura cierto malestar, se tiene
conciencia de que el Concilio ha dudado ante la palabra gobierno (regere, rectores, régimen...)
y se ha preferido, a veces, la palabra “pastoreo”, menos imperativa. Pero esta última palabra,
¿acaso no abarca todas las funciones (comprendidas la Palabra y el sacramento)? Esta
indecisión es, sin duda, el signo de una introducción imperfecta de la distribución de las
funciones. Sobre este punto, como sobre otros, tendrá que continuarse la investigación del
Vaticano II.

2. Amplitud de funciones
Con esta expresión, queremos evocar la significación de las funciones presbiterales en el
encuentro de todos los hombres, creyentes y no creyentes. Mientras que el Concilio de Trento
no podía plantearse el problema de afrontar la incredulidad, el Vaticano II llevó su reflexión
sobre este punto capital, tanto para el sacerdote como para la Iglesia, impresionante en el
sentido de una preocupación misionera. Nos queda decir que el fondo de PO 4, 5, y 6 está
todavía marcado por una situación de cristiandad.
Se trata, ciertamente, de anunciar la Palabra de Dios a todos los hombres, de hacer nacer el
Pueblo de Dios y no sólo de hacerle mayor, de despertar la fe en el corazón de los no-cristianos,
de llevar una buena conducta entre los paganos. Todas estas fórmulas nos hacen entrever la am -
plitud del ministerio de la Palabra.
Otro tanto decimos del ministerio sacramental. PO 5 nos hace ver que la obra de los hombres,
su trabajo de cada día, el aprovechamiento de la creación, todo esto tiene relación con la
50
Leer la nota 4 de PO 4, que a su vez cita a Trento.
Eucaristía. También a través de eso se forma uno idea de la amplitud del ministerio
sacramental, desde el momento en que no se considera sólo el acto de la celebración, sino todos
los preludios en los que el sacramento saca sus raíces humanas.
En lo que concierne a la tarea de gobierno, la relación con los no-creyentes está lejos de ser
despreciable. La conducta de los sacerdotes, se dice en el número 6, debe ser
extraordinariamente humana para con todos los hombres, los sacerdotes se deben a todos, la
comunidad cristiana no debe ocuparse únicamente de los fieles, sino que debe tener espíritu
misionero y allanar los caminos a todos los hombres hacia Cristo. Estas llamadas nos ponen de
manifiesto que la tarea de gobierno no puede limitarse a la conducta de los fieles, en un mundo
donde los cristianos son minoritarios, esta conducta ha de tener en cuenta a los que no creen,
por lo menos en lo que concierne a la salvaguarda de su libertad.
A través de estas cuantas observaciones mostramos la amplitud de las funciones jerárquicas,
en la perspectiva de una Iglesia Luz de las Naciones. El Vaticano II no ha hecho más que abrir
el camino. El período posconciliar trazará nuevos caminos para ir al encuentro del mundo de
hoy, porque este mundo, “tal como es hoy, está confiado al amor y al ministerio de los pastores
de la Iglesia”51.
Hacer balance de la teología del Vaticano II no es sólo hacer constancia del camino recorrido
desde Trento, es también entrever el camino por recorrer para ser fiel a la gracia, concedida al
ministro de Dios, que es la de asegurar la evangelización de los paganos.

CONCLUSIÓN

Hemos realizado un estudio comparativo, claro que permanecen muchos aspectos a tratar,
muchos de los aspectos de PO permanecen sin sacar toda su riqueza. Al concluir ponemos de
manifiesto la continuidad y el progreso de la teología del presbiterado a partir del Concilio de
Trento.
Creo que es posible decir que la continuidad es perfecta. Y podíamos buscar su razón en una
fórmula citada repetidamente en la Constitución de la Liturgia, en su número 10 afirma que “la
liturgia, es la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de
donde mana toda su fuerza” Sí es verdad que la Eucaristía es el centro de la liturgia, como
consecuencia es comprensible que la teología del presbiterado pueda centrarse en la Eucaristía,
de acuerdo con la presentación clásica del Concilio de Trento. Ambos Concilios dicen la misma
cosa sobre este punto y enraízan su pensamiento en el mismo misterio. La Eucaristía sólo puede
hacer la Iglesia, cuando la Iglesia hace la Eucaristía, y a su vez, los sacerdotes, al hacer por su
parte la Eucaristía, contribuyen a hacer la Iglesia, exactamente igual que aceptan dejarse hacer
ellos por Cristo. Toda la obra eclesial está como englobada en el misterio de la Pascua de
Cristo, fuente y cima de la obra presbiteral52.
En otra sentido, la progresión operada a partir de Trento es considerable, ya lo hemos visto.
En Trento no tenemos una teología del presbiterado, sino una teología del sacerdocio
establecido en función del poder de celebrar la Eucaristía. En el Vaticano II el sacerdocio se ha
ampliado, el sacerdocio de los fieles postula un ministerio pastoral que significa a Cristo en su
51
PO 22. Esta conclusión aclara que los sacerdotes de hoy, juntamente con la Iglesia, son responsables de la evangelización del
mundo. La presencia del sacerdote en el mundo es, en adelante, inseparable de la naturaleza del presbiterado y de sus grandes
funciones, renovadas dentro del espíritu misionero.
52
Esta alusión a la Pascua de Cristo, Salvador y Recapitulador, se encuentra en PO 2.
seno. En consecuencia, el ministerio jerárquico tenía que ser considerado en su complejidad y
en su organicidad, lo que se llamaba corrientemente sacerdocio (se sobreentiende: el del
sacerdote), será el presbiterado orgánicamente enlazado con el episcopado y con el diaconado.
Además, este presbiterado, cuya naturaleza sacerdotal no ha sido puesta nunca en duda (esto es
una herencia de Trento), ha sido reemplazado por una eclesiología más amplia y desempeña su
papel ministerial en todas las funciones de la Iglesia. Finalmente, este ministerio presbiteral no
está ya encerrado en el interior de una Iglesia, es un servicio evangélico y eucarístico de la mi-
sión de una Iglesia que quiere ser el signo levantado en medio de las Naciones.
En consecuencia, la espiritualidad del ministerio presbiteral puede desplegarse en todas sus
dimensiones: proviene de la gracia de la santidad particular, ofrecida por el Señor a los que
tengan que vivir como ministros de la Iglesia en medio del mundo. Es la gracia del ministerio
del Espíritu. La espiritualidad del sacerdote es ciertamente la de su ministerio, porque éste
abarca toda la misión de la Iglesia, con la seguridad de la fidelidad del Señor 53.
Al hacer esta comparación entre Trento y Vaticano II, nos hemos ido a la letra, quizá se haya
favorecido demasiado al Vaticano II, esto es lógico, porque estamos con nuestro tiempo y
juzgamos los tiempos pasados en función del nuestro.
Al menos hemos comprobado, una vez más, que la teología de la Iglesia depende de la época
en que se formula, sin llegar a ser determinada por la situación histórica que la envuelve. Si no
tratáramos de encontrar la continuidad de la doctrina, en el fondo de su evolución, podríamos
caer en el peligro de un relativismo. Reconocer que el Concilio de Trento representa una etapa
se ha convertido ya en un lugar común de la historia de la teología, pero hemos visto también,
en el curso de esta reflexión, que esto constituía una manera de hacer justicia a los Padres del
Concilio de Trento, conscientes, ellos mismos, de los límites que se impusieron a sí mismos.
El error de los tiempos postridentinos hasta el Vaticano II consiste quizá en haber tomado
como doctrina total lo que era una doctrina parcial. De esta lección retenemos la idea del
peligro que se deriva de querer teologizar exclusivamente a partir de un Concilio, sin tener en
cuenta su contexto histórico y doctrinal. He ahí algo que nos autoriza a matizar nuestros
fervores a favor del Vaticano II. Lejos de nosotros el pensamiento de minimizar la importancia
de este Concilio. En realidad, ha quedado abierto un camino ante nosotros. Y no tenemos más
derecho a sujetarnos a la letra del Vaticano II que el que tendríamos para reprochar a nuestros
antepasados por haberse sujetado a la letra de Trento. En un mundo en evolución constante, la
doctrina de Presbyterorum Ordinis constituye una etapa esencial, pero esto es también un
estímulo para la investigación teológica actual, tan necesaria para el pensamiento como la
caridad para la Iglesia.

CAPÍTULO XI
EL SACERDOCIO DEL NT, MISIÓN Y CULTO

I. PROBLEMAS PLANTEADOS A PARTIR DE LA HISTORIA

La temática del sacerdocio presbiteral ha estado ampliamente dominada por tres aportaciones
principales:
- 1° la sistematización escolástica, digamos tomista;
53
Esta idea se inspira en PO 12 y 14.
- 2° los tratados de la Escuela francesa y,
- 3° los modelos de santidad sacerdotal y pastoral surgidos a partir del Concilio de Trento.
La misma sistematización escolástica había sido precedida no sólo por los ejemplos y los
escritos de los Padres, sino por espacios de siglos, en los que se manifiestan dos rasgos que
caracterizan la idea común del sacerdocio ministerial: 1° Más bien que con la Eucaristía se le
ponía en relación con el poder de las llaves, poder concebido con bastante amplitud: el
sacerdote era el que comparte con san Pedro el poder de abrir el acceso al cielo 54. 2° Al
sacerdocio de los ministros de la Iglesia se le miraba dentro de la continuidad de los modelos
del AT. Había comenzado en Aarón, en Abraham, sus distintos grados habían sido inaugurados
dentro de las distintas funciones cultuales de la ley mosaica 55. A toda la cristiandad le gustan
estos modelos del AT con sus normas legales y con su ideal sacro, siente inclinación a absorber
lo profético en lo cultual, desarrollado esto en un ceremonial meticuloso.
En estas circunstancias, aun cuando se propusiera insistentemente la idea de predicación,
como lo hizo, por ejemplo, san Gregorio Magno o Beda, (aunque ellos la ligaban sobre todo a la
vocación episcopal), el sacerdocio era mirado principalmente desde el ángulo de los poderes
sacramentales y jurisdiccionales.
El siglo XII, (en el que surge la la práctica de las ordenaciones absolutas; las misas solitarias;
el tratado de los sacramentos), definió cada vez más el sacerdocio por su relación con la
Eucaristía.
Los grandes escolásticos del siglo XIII tuvieron conciencia de la novedad del sacerdocio
cristiano en relación con el sacerdocio del AT 56, ellos definieron el sacerdocio ministerial por su
relación con la Eucaristía, tal es el primer artículo de la teología tomista del Sacramento del
Orden, esto es también lo que impidió a santo Tomás reconocer en el episcopado un grado
original de este sacramento, el obispo, en efecto, no tiene poder que no tenga ya el simple
sacerdote sobre “el verdadero Cuerpo de Cristo”57. Pero si el sacerdocio se define, como orden
sacramental, por este poder, comporta también, derivando de él y ordenado a hacer que los
fieles participen perfectamente en el sacrificio de Cristo, poderes sobre el “Cuerpo místico”. El
hecho de que la consagración episcopal dé, incluso en el orden sacramental, poderes que el
simple sacerdote no tiene, nos lleva a reconocer que la dignidad episcopal no es de naturaleza
jurídica solamente, aun cuando no añada nada al presbiterado en el dominio del sacramento del
Orden.
También el simple sacerdote realiza numerosos actos con respecto al Cuerpo místico o de los
fieles: predicar, perdonar los pecados, dirigir el rebaño. Son actos sacerdotales, por eso, cuando
santo Tomás habla de lo que hacen los sacerdotes, concede un lugar amplio a estos actos,
especialmente al ejercicio de la Palabra58. Santo Tomás junta así, como lo hizo igualmente el
Concilio de Trento59, el poder de consagrar la Eucaristía con el perdonar los pecados, pero el
segundo deriva ontológicamente del primero, que es el único que define el sacramento del
Orden. Se puede, pues, juzgar que santo Tomás reduce el sacerdocio a lo cultual o que adopta
un punto de vista más evangélico y apostólico de ese mismo sacerdocio
54
Puede verse DS. 32; DS 234; DS 802 (que nos presenta el IV Concilio de Letrán, año 1215).
55
Esta idea inició con SAN CLEMENTE DE ROMA (1Co. 40, 5; 41, 2) y SAN CIPRIANO; SAN ISIDORO (en De Ecles. II, 4ss: PL 83, 781);
PEDRO LOMBARDO, IV Sentencias, d. 24, 11; INOCENCIO III (en la bula Per venerabilem).
56
SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Thelogie, I-II, q. 102, a. 4; q. 103, a. 3; q. 106-107; SAN ALBERTO, IV Sentencias, d. 24, a. 3.
57
SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa contra Gentiles, IV, 75; Summa Thelogie, II-II, q. 184, a. 6; III, q, 67, a. 2; q. 82, a. 1.
58
SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Thelogie, III, q. 67, a. 2.
59
DS 1764 = 957 (Trento Sesión XXIII, c. 1).
De todo esto surgía una cierta tensión que se desarrolló en el Concilio de Trento cuando se
presentó la discusión sobre este punto. Mientras unos querían permanecer en el marco de la
definición del Orden por su referencia a la Eucaristía, otros, deseando que el Concilio formulara
una doctrina sobre el episcopado, querían incluir en la noción misma una referencia a los actos
del ministerio pastoral y, sobre todo, a la Palabra. Aun cuando los Padres conciliares querían
dejar al descubierto a Lutero, el Concilio hubiera dado con ello una satisfacción al reformador,
cuya reacción, negativa y violenta, procedía de tres preocupaciones:
- la fidelidad estricta a la norma de la Escritura;
- la reivindicación de las funciones distintas de la función eucarística;
- la reacción contra una identificación del ministerio pastoral con el estado clerical, sus
obligaciones y sus privilegios, tanto sociales como religiosos.
De hecho, ambas cosas se reunían y estaban soldadas desde hacía largo tiempo: el sacerdocio
como servicio y una cierta forma particular clerical, de vida.
Las dos tendencias (Eucaristía y Palabra) que se habían manifestado en Trento en relación
con una teología del episcopado se volvieron a encontrar en Francia a principios del siglo XVII:
- Unos desarrollaban más el aspecto pastoral del ministerio, insistían en el papel funcional
del sacerdote en el pueblo cristiano, en la misión de la Palabra, se mantenían más en la
línea de los Decretos tridentinos De Reformatione;
- Otros tenían una idea más esencialista, consideraban los poderes del sacerdocio en sí, al
margen de una referencia a la misión, en resumen, miraban menos a los sacerdotes que al
sacerdocio, se atenían más bien al capítulo dogmático de Trento, el cual, sin embargo, se
había abstenido de definir formalmente el sacerdocio por el sacrificio y determinar los
grados de la jerarquía clerical por el servido del altar. Sin embargo, es lo que se ha
mantenido con más frecuencia.
Trento había tratado de otorgar a las “Ordenes menores” una realidad de servicio funcional,
no lo consiguió, y la bendita institución de los seminarios inducirá a ver en estas consagraciones
una calificación personal más que una función auténtica.
Los dos aspectos, el de una ontología religiosa de consagración y el de un ministerio de
comunicación de la vida divina a los hombres (Eucaristía y Palabra) se encuentran en la escuela
de espiritualidad francesa del siglo XVII, que hizo del sacerdocio un objeto privilegiado de su
meditación60, considera al sacerdote en su condición concreta de existencia, es decir, lo que
debe ser para realizar bien lo que debe hacer. E1 sacerdote ha de conformarse a lo que es ya por
su estado, en virtud de la vocación y de la consagración que le hacen participar del estado
sacerdotal de Jesucristo.
La escuela francesa funda una deontología sacerdotal sobre una ontología del sacerdocio,
fundada ésta misma sobre una cristología sacerdotal. De esta manera, aun cuando se tengan en
cuenta y se realicen incesantemente las aplicaciones al ministerio, todo está dominado por una
ontología de consagración de fundamento cristológico, porque Cristo es sacerdote por su
Encarnación misma, es decir, en su ontología de Verbo encarnado. El ser sacerdotal de
Jesucristo implica su oficio sacerdotal, tiene tres miradas: hacia Dios, su Padre, para
glorificarle; hacia sí mismo para sacrificarse, y hacia nuestras almas para san tificarlas y
reconciliarlas con Dios.

60
De hecho, en esta época y en esta escuela se define el Orden como “un sacramento instituido por Jesucristo para dar a su Iglesia
predicadores de su Palabra y ministros de los sacramentos”.
El primer oficio sacerdotal es, pues, de adoración y de culto. Este se encuentra en los
sacerdotes católicos, cuya mirada ha de jerarquizarse igualmente. La Eucaristía es, evi-
dentemente, la cima del culto que deben dar a Dios, el fin (de la dignidad de sacerdote) es
inmolar a Jesucristo mismo, lo cual constituye la acción más santa y más augusta de la
religión61. La línea dominante es, pues, la del culto y de la adoración, el sacerdote visto como
“religioso de Dios”.
Sin embargo, sin salirse de esta línea teológica, se podía hacer mayor hincapié en el aspecto
misionero, y efectivamente, así lo hicieron San Vicente de Paúl y San Juan Eudes. San Vicente
nos dice, por ejemplo, “El sacerdote es un hombre al que Dios llama a participar en el
sacerdocio de Jesucristo para prolongar la misión redentora de Jesucristo, haciendo lo que
Jesucristo hizo, en la forma en que Él lo hizo” 62. Estamos llamados, dice e mismo san Vicente, a
ejercer el oficio de Jesucristo en la Tierra. La finalidad especifica del sacerdocio es, pues, aquí
el apostolado, entendido íntegramente como continuación, o más bien como comunicación de la
obra redentora o de la vida divina.
Observemos de paso que ésta es la forma en la que los Padres de la Iglesia han hablado
preferentemente del sacerdocio. San Gregorio Nacianceno, por ejemplo, no definió al sacerdote
por una especialidad (celebrar el sacrificio o predicar la Palabra, por ejemplo), sino por una
actividad totalizante que incluye todos los ministerios y que constituye al sacerdote como un
hacedor de cristianos, como un hacedor de hijos de Dios.
Del Concilio de Trento habla salido un tipo de obispo verdadero pastor de almas. En el modo
de ver al sacerdote, la reforma católica ha multiplicado los sacerdotes que unían al ejercido det
ministerio el de las virtudes ascéticas y religiosas más o menos extraídas de la tradición monás-
tica. Un cierto divorcio entre un clero parroquial de funciones pastorales y un clero entregado a
la santificación de si mismo fue superado entre estos sacerdotes por vocación, de los que San
Carlos Borromeo en el siglo XVI, San Juan Bautista Vianney en el siglo XIX, son modelos
clásicos. Es preciso ser santo para cumplir la obra de ministerio.
Sin embargo, entre el clero de los siglos XVII y XVIII, un número restringido de sacerdotes
se dedicaba al pastoreo de los fieles, al menos en el marco parroquial. Muchos se empleaban en
modestas funciones del culto para las cuales recibían una subsistencia igualmente modesta 63.
Por otra parte, toda una literatura sostenía una cierta “mística” del sacerdocio, cuyo eje era la
consagración eucarística y el poder para realizarla, sin referencia al carácter ministerial y
apostólico de ese sacerdocio, se hablaba del sacerdote es superior a los ángeles, semejante a
María, ya que tiene como misión darnos a Jesús, hacerle venir a nosotros, incluso, es más
poderoso que María, puesto que ella sólo ha alumbrado a Jesús una vez, mientras que el
sacerdote puede hacerle venir miles de veces 64. Estas ideas son pueriles, debidas al hecho de que
con ellas se engrandecía la “presencia real”, olvidando sus lazos con el acto cultual de la
comunidad, en ocasiones se consideraba un sacerdocio separado de la comunidad, abstracto y
en forma sentimental e imaginativa. A todo esto, lo que le ha faltado es situar al sacerdote
dentro de la Iglesia, en una Iglesia que, como decía Pablo VI, “no es, por sí misma, su propio

61
El gran designio de Dios en la vocación de los sacerdotes es tener personas que, desprendidas de todo, se entreguen exclusivamente
a su culto y se dediquen siempre a la religión.
62
Citado por Y. M. CONGAR, pág. 274.
63
Algunas cifras: siglo XVI, 28 sacerdotes en una parroquia de 8000 fieles, en el Oeste de Francia, 17 en una parroquia de 7,000; 21
en una parroquia de 5,000; en la diócesis de Troyes había 20 sacerdotes agregados a una parroquia de 1500 habitantes.
64
Esta idea se encuentra en san Bernardino de Siena.
fin, sino que desea ser totalmente con Cristo, por Cristo, en Cristo, totalmente con los hombres,
entre los hombres, para los hombres”65.
El tipo de sacerdote definido por la escuela francesa (visto como el hombre de los
sacramentos) dominó en la formación de los sacerdotes hasta la víspera de la segunda guerra
mundial. Subsistía la dualidad de tendencias de manera que todavía hoy se puede hablar del
clero “de liturgia, del culto” y un clero de “pastoralista” o de apóstoles. Poco a poco, conforme
la evolución de la situación, se va insistiendo cada vez más en la finalidad apostólica y pastoral
del sacerdocio en un tiempo en que su función cultual todavía esta tan fuertemente afirmada.
Esto porque antes de celebrar un culto era preciso congregar a un pueblo creyente. Es verdad
que la función de adoración puede ser ejercida, pero en una situación con miras a la Cristiandad,
el sacerdote intentará reintegrar en la conciencia de sí mismo la idea de misión, y no está solo
ante la tarea de la evangelización, hay laicos puestos a la obra.
En esta sociedad secularizada, muchos presbíteros perciben que su sacerdocio se va haciendo
funcional, que ellos son vistos como situación social o como oficio, como estado clerical aparte
en la sociedad. Esto conduce a una nueva interrogación que recae sobre la naturaleza misma y
sobre las exigencias del sacerdocio ministerial. De lo ontológico se pasa a lo funcional dentro
del mundo, quizá haya sacerdotes que abrazan la vida clerical como función, no como dignidad
personalmente poseída que reclama, en el orden espiritual, una conformidad especial y mayor
con Cristo.
Muchos estudios pretenden superar estos conceptos sobre el “presbítero” definido por la sola
oblación del sacrificio eucarístico, se afirma que Cristo no fue sacerdote solamente en la Cena y
en la Cruz, el sacerdocio de los Apóstoles había de definirse en su relación con todas las
actividades del ministerio de la salvación. Pero esta postura también corre un riesgo, hablar más
bien de lo que hacen los sacerdotes que definir formalmente el sacerdocio, cuyo objeto se
extiende a todo el apostolado.
La segunda guerra mundial fue la ocasión de una nueva toma de conciencia no sólo sobre el
apostolado, sino sobre la misión y después sobre la Palabra. Los estudios eclesiológicos se han
desarrollado extraordinariamente. La reflexión sobre el sacerdocio se ha centrado más en Cristo,
mirado no solamente como adorador del Padre, sino como mediador de vida para los hombres,
esto incide más en una visión de la Iglesia como Pueblo de Dios y en su responsabilidad para
con el mundo, esto ha constituido para la Iglesia un inmenso beneficio.
La teología del sacerdocio no se busca ya en la línea, solamente, del poder de consagrar la
Eucaristía, ahora se mira al sacerdote en su referencia con lo que Cristo quiere ser para los hom-
bres y le sitúa en relación con el Pueblo sacerdotal de los fieles, comprometido todo él en el
culto y en la misión. Así, hemos llegado a enlazar el sacerdocio de los sacerdotes, no sólo con el
“Haced esto en memoria mía” de la Cena, sino con el apostolado instituido primeramente en los
Doce. Esta es la orientación del Vaticano II. Sin embargo, encierra un peligro, el de disolver la
noción específica del sacerdocio en la realidad del apostolado, el de reemplazar una definición
del sacerdocio por una descripción de lo que deben hacer los sacerdotes.

II. LA RESPUESTA DEL CONCILIO VATICANO II

65
PABLO VI, Discurso de apertura del tercer período del Concilio, 14 de septiembre de 1964.
Seguimos convencidos de que se debe definir al sacerdocio por la cualidad que habilita a un
hombre para ofrecer a Dios un sacrificio que le sea agradable. Pero estamos igualmente
persuadidos de que todo puede asumirse y colocarse en su puesto, a condición de ver
claramente cuál es el sacrificio del NT. La verdadera cuestión es la de la naturaleza original del
culto cristiano.
Si reflexionamos sobre el “culto cristiano” venceremos la dualidad no superada entre dos
concepciones del sacerdocio, una que le entrega a la celebración de la Eucaristía y de los
sacramentos y otra que le enlaza con la Palabra y la misión (hombre del culto contra hombre de
la evangelización). El asunto es resolver esta dualidad que parece oposición. El Concilio Va-
ticano II se ha enfrentado con esta dificultad, a él lanzamos la pregunta. A este propósito, el
Vaticano II ha dado cuatro grandes pasos.

1. Nexo entre misión y consagración


Es sabido que la eclesiología de los manuales estaba dominada por un punto de vista jurídico
y atendía principalmente a las estructuras de autoridad y a los poderes que organizan la
sociedad de los que profesan la fe católica. El Vaticano II ha criticado de diversas y superado el
juridicismo sin despreciar por ello las realidades jurídicas, que ocupan su puesto en la Iglesia.
Uno de los pasos más decisivos del Concilio consistió en fundar las grandes realidades de las
que tenía que tratar no en una determinación externa y positiva, sino en una ontología
sobrenatural. Pongo tres grandes ejemplos:
- Su ecumenismo ha sido fundado en la comunidad y unidad del bautismo, no en una
utilidad para resistir al ateísmo o incluso para la acción misionera;
- El apostolado de los laicos se ha fundado no en una utilidad de suplencia de los
ministros, no en un mandato jurídico, sino en la cualidad de la existencia cristiana tal
como deriva de los sacramentos de la iniciación cristiana (bautismo, confirmación,
eucaristía), tal como se ejerce en la fe, en la esperanza y en la caridad, y gracias a los
carismas o dones espirituales dados a cada uno para, utilidad de todos 66, de suerte que se
habla del deber y del derecho al apostolado;
- El Vaticano II tenía que completar y equilibrar la doctrina del poder primacial del Papa
mediante la autoridad de los obispos, pensó que no podía hacerlo sin formular una
doctrina teológica sobre el episcopado. Buscó el fundamento de todo lo que hubiera de
decir a este propósito, primeramente en el apostolado de los Doce y la continuación que
este apostolado tiene en la Iglesia, después en la consagración episcopal, sobre la cual
declaró que confiere la plenitud del sacramento del Orden67: “La consagración episcopal
confiere, juntamente con el cargo de santificar, el cargo también de enseñar y de
gobernar”68.
El Concilio encuentra de esta manera el hilo de la Tradición que enlaza la misión y los
poderes correspondientes a ella con la consagración o con el sacramento por el que se da la
gracia al mismo tiempo que el poder ontológico o la autoridad. Se da la consagración para
constituir un jefe en el Pueblo de Dios, ella es la primera fuente de la autoridad y de la misión
pastorales.

66
Cf. LG 33; AA 3; LG 10;
67
Cf. LG 21.
68
Ibíd.
Lumen Gentium dice “Un hombre es constituido miembro del Cuerpo episcopal en virtud de
la consagración sacramental y por la comunión jerárquica con la cabeza del Colegio y con sus
miembros”69. Es sabido que la colegialidad episcopal constituye el fondo de la doctrina del
Vaticano II sobre el episcopado. Ahora bien, es muy cierto que la colegialidad no se reduce al
hecho de que todos los obispos comparten la solicitud misionera universal, la colegialidad posee
una realidad sobrenatural más profunda, ya en la naturaleza misma de la Iglesia como
comunión, ya en la de la colegialidad como forma de la sucesión apostólica. La consagración es
la entrada en el Ordo episcoporum, es decir, en un Cuerpo apostólico entregado a la misión
universal y a la pastoral del Pueblo de Dios. La ordenación otorga una funcionalidad fundada en
una ontología, se está ordenado para alguna cosa, a saber, para una misión.
El nexo puesto entre consagración y misión está muy conforme con la Revelación bíblica. En
la Biblia, la elección es siempre con miras a una misión. Dios llama y consagra para sí a un
Pueblo, para su servicio, pero como Dios no tiene necesidad de nada ni de nadie, su servicio
implica siempre algo en los hombres y para los hombres, Dios elige, llama y consagra para
enviar70. Lo ha hecho, en forma suprema, en Jesús, santo por naturaleza, como Hijo de Dios,
Dios le santificó para enviarle al mundo “A quien el Padre consagró y envió al mundo” (Jn. 10,
36). Cuando Pablo es agregado a los apóstoles, también él es consagrado (“puesto aparte”, Rm.
1, 1; Ga. 1, 15) por una gracia que le confiere al mismo tiempo calidad y misión, “gracia y
apostolado” (Rm. 1, 5). El carisma es siempre “para beneficio de la comunidad” (1Co. 12, 7), es
a la vez gracia y misión, consagración y envío.
El Vaticano II ha vuelto a ver la ordenación en su dinamismo bíblico, como consagración,
gracia y misión, tal es el fondo de lo que dice sobre la consagración episcopal (LG 21) y sobre
el sacerdocio presbiteral (LG, 28; PO 2-3), esto es lo que encontramos en Hch. 13, 2, único
lugar del NT donde el verbo leitourgein es aplicado al culto de la comunidad y donde
encontramos una especie de ordenación de Pablo.
Podemos observar cómo todo el Concilio comenzó por afirmar la ontología de consagración
y terminó por promover el ser de la Iglesia en el mundo, la misión, la presencia y la acción en el
mundo. Comenzó por la liturgia y por una reafirmación de las estructuras internas de la Iglesia
y terminó por el apostolado de los laicos, la actividad misionera Ad Gentes y la Constitución
Gaudium et Spes, Ha definido a la Iglesia como Pueblo de Dios y, al mismo tiempo, como
Sacramento universal de salvación. La idea, tan justa, tan rica y tan esclarecedora del
sacerdocio ministerial como signo de Cristo en la Iglesia y en el mundo, está perfectamente
inscrita dentro de esta perspectiva.

2. El esquema de las tres funciones


El Concilio adoptó este tradicional esquema en muchos de sus documentos mayores 71. Si se
trata de oficios o funciones de Cristo que son participados por todos los fieles a título de su
consagración por el bautismo, a nivel de la existencia cristiana, estas funciones son participados
por los ministros, sobre la base de la nueva consagración sacramental que los constituye
ministros, a nivel de una representación de Cristo como mediador y jefe. Pero se ve
inmediatamente que esta consagración no se queda sólo en el culto, dispone para el ejercicio
69
LG 22.
70
Así aparece en los llamados a Abraham (Gn. 2, 19), Moisés (Ex. 3, 10), Amós (7, 15), Isaías (6, 9), Jeremías (1, 7), Ezequiel (2, 3-
8).
71
Cf. LG, PO, AA.
ministerial de toda la misión de salvación, dispone para la Palabra que convierte y que alimenta
la fe, para la dirección de las comunidades de fieles, en su vida interna, en su testimonio y en su
diaconía de caridad. En resumen, no se puede reducir absolutamente la consagración presbiteral
a la función del culto, es, en sí misma una consagración para todo aquello para lo que fueron
consagrados los Apóstoles.
Es verdad que la consagración para la función sacramental e incluso, con más precisión, para
la función de hacer la Eucaristía, posee un carácter más fundamental. Se comprende por el solo
hecho de que tiene mayor estabilidad en el sujeto consagrado: las demás funciones suponen la
comunión jerárquica, pueden perderse, los escolásticos las veían como una derivación del
“poder” de consagrar el “verdadero cuerpo” de Cristo, es decir, la Eucaristía. Esto es
absolutamente incuestionable, aun cuando importa no “cosificar” el poder de consagrar los
elementos eucarísticos, el sacerdocio no consiste en el “poder” de “transustanciarlos”, nosotros
creemos que un sacerdote insensato que entrara en una panadería y dijera sobre todos los panes
“Esto es mi cuerpo” no haría, en rigor, nada, sino una necedad bastante escandalosa. Porque el
sacerdote no tiene un poder de mago, sino la función de constituir al Pueblo de Dios en Cuerpo
de Cristo, alimentándole con el pan escatológico y celeste. Eso no tiene sentido al margen de
una celebración del memorial de la muerte del Señor. Pero sigue siendo verdad que un
sacerdote es verdaderamente sacerdote y obra como sacerdote cuando celebra este memorial de
manera solitaria, como pueden hacerlo los monjes y los eremitas, sin ejercer otra actividad
sacerdotal dirigida a los fieles directamente, sin actualizar el aspecto comunitario de la
Eucaristía más que como representación de Cristo-Cabeza del Cuerpo y por un lazo místico de
unión con el Pueblo de Dios.
La Iglesia católica ha admitido las ordenaciones absolutas, admite las ordenaciones “ad
missam”. No es posible olvidar que la consagración ordena para el servicio de los fieles y de los
hombres según los tres oficios, ni negar el carácter más radical y, en el sentido fuerte de la
palabra, fundamental de la consagración para el oficio cultual que se ejerce principalmente en la
celebración de la Eucaristía. Ambas cosas no admiten ninguna oposición, al contrario, deben ir
íntimamente unidas.

3. El orden puesto entre sacerdocio episcopal y sacerdocio presbiteral


Nuestra teología del sacerdocio ministerial ha adolecido durante mucho tiempo de no tomar
su punto de partida en la consideración sobre el episcopado. Esto constituyó una desventaja
para los escolásticos cuya atención estaba centrada en la Eucaristía como en un foco. Después,
las teologías sobre el sacerdocio elaboradas en el marco de los seminarios han tendido a seguir
la subida escalonada de las “etapas del sacerdocio” comenzando por las “Ordenes menores”. En
este ambiente la cuestión dominante consistía en preguntarse: ¿qué es lo que la consagración
episcopal añade a la ordenación sacerdotal, en la que es adquirido ya el “poder” de hacer la
Eucaristía?
El Vaticano II debía y quería formular una doctrina sobre el episcopado, para completar la
doctrina del Vaticano I. Haciendo esto, reemprendía la orientación iniciada en Trento por la
minoría, pero que no se había completado. De hecho, ésta ha sido la orientación del Concilio en
el capítulo II de Lumen gentium y en Presbyterorum Ordinis.
Pero era imposible proceder aferrándose a una definición del sacerdocio que partía del poder
de consagrar la Eucaristía. Por el contrario, era claro que donde el sacerdocio es más él mismo,
por estar dado en su plenitud, es decir, en el obispo, es esencialmente apostólico y pastoral,
evidentemente, sigue ligado en forma fundamental a la institución de la Eucaristía “Haced esto
en memoria mía”, pero desborda ese momento singular y lleva a su cumplimiento toda la
misión apostólica consumada en Pentecostés. Así, el sacerdocio era consagrado también a la
misión universal, en virtud de lo que hemos visto en lo referente al sentido de la colegialidad o
del Ordo Episcoporum, en el cual el obispo elegido es introducido por su consagración.
La colegialidad, en su sentido fuerte y preciso, es una realidad de valor dogmático que no
tiene su puesto sino a nivel del episcopado. Pero en su sentido amplio, ya de una comunión
fraternal en la dedicación a una misión, ya de una responsabilidad moral que tiende a ser
universal, se puede hablar de una colegialidad presbiteral. La ordenación sacer dotal confiere
definitivamente una cualidad sobrenatural que es poseída personalmente, el sacerdocio
ministerial es una dignidad. Pero es también esencialmente una función, sólo se da por la
entrada en el “Orden” de ministerio, encargado de ejercer la misión de la Iglesia, a saber: en
cooperación con los obispos, a un nivel subordinado.
El sacerdocio ministerial comprende una plenitud y una pluralidad de tareas, asumiendo
unos, una parte, otros, otra parte, bajo la supervisión y dirección del obispo. Tal es la idea del
presbyterium, tal como el Vaticano II la ha renovado 72. Dentro de esta perspectiva y de este
marco, Presbyterorum Ordinis ha podido dar un lugar a los “sacerdotes obreros”, cosa que se
había comprobado como muy difícil dentro de una teología sobre el sacerdocio dominada por la
sola idea de la consagración. Si el cargo confiado al sacerdote por la ordenación se define como
una participación en el apostolado del obispo y si este mismo apostolado es concebido como un
tomar a su cargo la evangelización de los hombres, de todos los hombres, incluso los más
alejados de la Iglesia, entonces toda actividad que los obispos consideren digna con miras a dar
testimonio del Evangelio y preparar los corazones a la recepción de la gracia de la fe, debe
considerarse por el sacerdote como conforme con la misión apostólica de su sacerdocio.

4. Teología del Vaticano 11 sobre el sacerdocio presbiteral.


El número 28 de la Lumen Gentium acentúa el aspecto apostólico e incluso misionero del
presbítero. Es el mismo carácter que se encuentra en Presbyterorum Ordinis. Nos preguntamos
¿Cómo ha superado el Vaticano II la dualidad entre un sacerdocio cultual y un sacerdocio mi-
sionero?
1° El sacerdocio presbiteral es considerado en dependencia y sucesión del apostolado, con la
mediación de los obispos (LG, 28; PO 1 y 10). Al sacerdocio presbiteral se le coloca de golpe y
como consagración, bajo el signo de la misión.
2° Esta misión es universal (PO 10), se insiste en afirmar que el sacerdote tiene el cargo de
anunciar el Evangelio a todos, incluso a aquellos que están alejados (LG 28; PO 3 y 4).
3° Esto sitúa la función de la Palabra en el corazón mismo del sacerdocio, no como un
añadido extrínseco. Ya la Sacrosantum concilium había hecho esto mismo con respecto al culto.
4° Sin embargo, también la Eucaristía está en el corazón del sacerdocio. PO no cesa de decir
que la misión saca su fuerza de la Eucaristía y se consuma en la Eucaristía, culminando en la
unión espiritual y corporal de los hombres en Cristo pascual (PO 2, 4; 4, 2; 5, 2; 6, 5) y para la
vida espiritual de los sacerdotes (PO 14; LG 17 y 28). Eucaristía y Misión no se oponen, sino

72
LG 28, párrafo 4; PO 7-8.
que se postulan entre sí, van articuladas, esto ponen de relieve los recientes estudios sobre el
sacerdocio.
5° Finalmente, el sacerdocio de la Nueva Alianza ha quedado definido en tres toques
sucesivos: es poder de ofrecer la Eucaristía y perdonar los pecados; es participación, con
dependencia de los obispos, en la consagración y en la misión de los Apóstoles; es el ministerio
del culto espiritual de la Nueva Alianza. Puede decirse que este último toque es el que revela
toda la originalidad del ministerio de la Nueva Alianza, que es ministerio del Espíritu. Por el
hecho de participar los sacerdotes en el cargo apostólico están constituidos en “ministros de
Cristo Jesús ante los pueblos, asegurando el servicio sagrado del Evangelio, para que los
pueblos se conviertan en una ofrenda agradable, santificada por el Espíritu Santo” (Rm. 15, 16).
Se podría resumir todo diciendo: el sacerdote está ordenado para ser el ministro que suscita y
enseña el sacrificio espiritual que los cristianos ofrecen durante toda su vida, mediante la fe; y
para unir, en la celebración eucarística, este sacrificio al sacrificio único y soberano de Cristo 73.
Todo esto plantea la cuestión de la verdadera naturaleza del culto cristiano, esta cuestión,
nunca abordada, está en el fondo de todas las que se suscitan sobre el sacerdocio, en el fondo de
los fines que se deberla proponer una plena reforma litúrgica. Se la considera resuelta, pero no
lo está, y, con demasiada frecuencia, nos limitamos a poner en palabras de vocabulario cristiano
un fondo cultual, del AT, a veces, incluso pagano. Es necesario abordar esta cuestión. La
respuesta que estudiamos completará la que hemos comenzado a dar sobre el punto de una
posible dualidad entre una concepción cultual y una concepción misionera del sacerdocio, entre
consagración y misión.

III. NATURALEZA DEL CULTO CRISTIANO

El sentido de la palabra “culto” tiene sus límites y sus inconvenientes, Por sí misma sólo
expresa el aspecto latréutico, siendo así que existen otros. Pero lo esencial es saber lo que se
pone dentro: es el adjetivo el que determinará aquí el sentido del sustantivo. Hay numerosos
estudios al respecto, pero carecemos todavía de un estudio teológico de conjunto y todavía más
de un estudio histórico. Los liturgistas han reconstruido acertadamente la historia de las formas
del culto eclesial, no se han interesado por el estudio de la idea que se ha formado del culto. Las
percepciones de Santo Tomás son amplias y coinciden con frecuencia, en forma notable, con las
ideas mismas del NT.
Que la Iglesia apostólica practica un culto, que San Pablo interpreta toda su acción apostólica
en términos de culto61, que Jesús, haya inaugurado un nuevo culto, es indudable. Esta iniciativa
del Señor creemos que puede resumirse en dos momentos. 1° Recogió y realizó el programa de
los profetas. 2° Instituyó nuevos signos relativos a su Pascua, de los que Él mismo sería la
realidad más profunda y mediante los cuales edificaría la comunidad de los suyos bajo la forma
de su Cuerpo.

1. Jesús recogió y realizó el programa de los profetas


La acción de los sacerdotes y la de los profetas se han ejercido según orientaciones distintas.
El sacerdocio levítico operaba en un universo religioso en el que la sacralización era una
“puesta aparte”. Velaba por la observancia de las múltiples obligaciones legales que organizaba
73
Cf. LG 28, párrafo 2; PO 2, párrafo 4.
esta sacralización. Hacía en el templo los múltiples sacrificios consistentes en ofrendas rituales
de cosas: animales o primicias. Es indudable que los buenos israelitas empeñaban en este culto
su corazón y su piedad, pero este culto se prestaba a los peligros del ritualismo y del formalismo
y que permanecía extraño a los acontecimientos no previstos en el ritual.
Los profetas no dejan de criticar el formalismo del culto, de afirmar que el verdadero culto es
el del corazón, que el verdadero sacrificio es el ofrecimiento de la vida en obediencia amorosa a
Dios, alumbran los caminos de esta obediencia no sólo a través de la vida cotidiana, sino a tra -
vés de los acontecimientos, pequeños y grandes, personales y colectivos. De esta forma, los
profetas anuncian una superación de la separación entre sagrado y profano (Cf. Is. 45,1; 45, 14-
15), es la vida del hombre tal como se desarrolla en el mundo la que constituye la materia de su
culto.
Jesús perfecciona esta dirección. Supera, y aun puede decirse que llega a abolir la antigua
frontera entre lo sagrado y lo profano. No hay más que una sola realidad sagrada, su Cuerpo,
que es, a la vez, templo, sacrificio, sacerdote (Cf. Jn. 2, 13-22).
En el cristiano, todo es sagrado, excepto lo que él profana por el pecado, pero lo sagrado no
es tal por el hecho de ser una cosa aparte. Su sacrificio es el de toda su vida, tal como esa vida
transcurre en un mundo no sacral, y de la cual hace un mundo del Padre, en el que Dios es
reconocido como Dios (Cf. Rm. 12, 1). Tal es su obediencia de fe amorosa, vivida dentro de la
trama y a través de los acontecimientos, pequeños o grandes, de la existencia. Cada hombre es
indispensablemente el sacerdote de este sacrificio espiritual-personal para sí mismo. Pero sobre
el ministro sacerdotal del Evangelio, que es el sacerdote ordenado, recae la tarea de suscitar,
esclarecer, educar y alimentar esta fe amorosa, su papel consiste en suscitar en los cristianos lo
que hay de cultual en su vida.

2. Jesús instituyó nuevos signos cultuales


Jesús instituyó no sólo una forma de oración, sino también sacramentos. Bautismo y
eucaristía son los dos sacramentos que, de forma más fundamental y más decisiva, hacen la
Iglesia. Ambos están relación directa con la Pascua del Señor, cuya virtud nos aplica el
bautismo y cuya sustancia misma se contiene en la Eucaristía. El mismo Jesucristo es la res de
estos dos sacramentos, es decir, lo que tienden a realizar, Jesucristo, no en su existencia
terrestre o celeste individual, sino en la plenitud que Él quiere tomar en nosotros, en la virtud
eficaz de su misterio que Él quiere realizar en nosotros. Los sacramentos no son más que la
actualización del Sacramento de Dios que es Cristo o del “misterio” en el sentido paulino de la
palabra.
Así como el primer momento del sacrificio espiritual personal consiste en la obediencia de la
fe, de igual modo, el primer momento del culto sacramental consiste en acoger y recibir, en la
fe, el don que Dios nos ha hecho en Jesucristo “entregado por nuestras culpas y resucitado para
justificación nuestra” (Rm. 4, 25). Antes de ser latréutico, y para serlo, el culto cristiano
sacramental es teúrgico y soteriológico, su punto no está en ofrecer, en hacer subir alguna cosa
nuestra hacia Dios, sino en recibir el don operante de Dios. Esta es una de las afirmaciones
mayores de la Constitución Sacrosanctum Concilium. Esto coincide con el sentido tradicional
del Opus Dei de San Benito74.

74
SAN BENITO, Regla, prólogo. SANTO TOMÁS DE AQUINO ve en los sacramentos un poder espiritual instrumental, destinado a recibir
lo que Cristo, principio de todo culto cristiano, nos comunica: Cf. Summa Theologie, q. 63, a. 2.
El cristianismo no sólo debe acoger este don de Dios, le debe una respuesta que se producirá
en estos tres actos:
- unir el don de sí mismo al don de Dios y su sacrificio al de Jesucristo. En la Eucaristía,
el pobre sacrificio nuestro, del que cada uno es el débil sacerdote, se une al sacrificio
perfecto de Jesucristo en el cual se funde, en cierto modo, como la gota de agua en el
cáliz75.
- devolver a Dios su don mediante la acción de gracias. La acción de gracias es como el
corazón más delicado de nuestro culto, es el sentido mismo de la Eucaristía, en la cual
nos servimos de eso mismo que Dios nos ha dado para darle gracias, de tal suerte que,
viniendo todo de Él, sin embargo, es nuestro: “de tuis donis ac datis” (Cf. Hb. 12, 28;
13, 15).
- hacer que otros lo compartan comunicándolo mediante la concordia fraternal y la
diaconía en beneficio de los pobres. Este acto forma parte del culto cristiano (es decir,
hay un nexo entre la diaconía de beneficencia y la eucaristía). El NT habla de él en
términos de culto76, sin él nuestras Eucaristía s no están acabadas.
Si se toman estos elementos del culto cristiano desde el punto de vista del sacerdocio
ministerial, al que corresponde, ex officio, su celebración pública, se comprende mejor lo que es
este sacerdocio y cómo se identifica sustancialmente con el ministerio apostólico, sin perder por
ello su especificidad de sacerdocio definido por el sacrificio. Normalmente, no puede ser ais-
lado de este ministerio y tomado como una realidad por sí mismo. La principal renovación de su
concepto ha venido de la nueva conciencia que se ha tomado de la actividad perpetua de Cristo
en la edificación de su Cuerpo y de la cualidad sacerdotal de todo este Cuerpo. Cada fiel, en
efecto, es miembro de un cuerpo sacerdotal y sujeto, en este cuerpo, del culto cristiano. Pero
este cuerpo está estructurado sobre la base de una institución divina. Algunos de sus miembros
están “ordenados” para ejercer con plenitud y como presidentes de las asambleas dentro del
cuerpo sacerdotal, el culto del cuerpo en cuanto tal. Ellos le permiten cumplirse en el acto
mismo del servicio o culto que él da a Dios por Jesucristo y con Jesucristo.
El culto es esencialmente un culto de la fe (viva). Lo es bajo el aspecto del sacrificio
espiritual y personal, que no es otro que la vida ofrecida, no se trata de un diezmo o primicias,
tampoco se trata de “cosas” exteriores, sino que se trata de entregar mi existencia, mi ser en el
mundo y entre los demás hombres77. Lo es bajo su aspecto sacramental público y propiamente
litúrgico, porque el primer valor, aquí, es acoger el don de Dios en la fe, para unir a él nuestra
respuesta: sacrificio espiritual de la vida, acción de gracias, diaconía.
En estas condiciones, una oposición, una distancia cualquiera entre consagración y misión,
culto sacramental o Eucaristía y Palabra o apostolado, no tiene sentido alguno. Es imposible
hablar con validez del sacerdocio ministerial cristiano sin hablar del sacrificio espiritual que los
cristianos están llamados a ofrecer y del don de Dios en Jesucristo que ha de ser comunicado a
75
Cf. PO 2, párrafo 4; 5, párrafo 3; 4, párrafo 2.
76
Cf. Flp. 4, 18; Hb. 13, 16; 2Co.8, 4; 2Co. 9, 12. PO 6, párrafo 5 dice que una celebración sincera, plenamente vivida, debe
desembocar lo mismo en la caridad y de la mutua ayuda que en la acción misionera y en las distintas formas de testimonio cristiano.
77
SAN IRENEO, Contra los Herejes, Libro IV, 18, 2: “No se condena, pues, el sacrificio en sí mismo: antes hubo oblación, y ahora la
hay; el pueblo ofrecía sacrificios y la Iglesia los ofrece; pero ha cambiado la especie, porque ya no los ofrecen siervos, sino libres. En
efecto, el Señor es uno y el mismo, pero es diverso el carácter de la ofrenda: primero servil, ahora libre; de modo que en las mismas
ofrendas reluce el signo de la libertad; pues ante él nada sucede sin sentido, sin signo o sin motivo. Por esta razón ellos consagraban el
diezmo de sus bienes. En cambio quienes han recibido la libertad, han consagrado todo lo que tienen al servicio del Señor. Le entregan
con gozo y libremente lo que es menos, a cambio de la esperanza de lo que es más, como aquella viuda pobre que echó en el tesoro de
Dios todo lo que tenía para vivir (Lc. 21,4). (En la traducción del Padre Carlos Ignacio González, pág. 324.)
los fieles. Es imposible aislar el culto cristiano, singularmente la Eucaristía, de la edificación
del Cuerpo de Cristo, que es la finalidad de todo ministerio (Ef 4, 12). En una palabra, es el
apostolado el que cumple el culto cristiano en una Iglesia en situación itinerante, pero que,
mediante el Espíritu Santo, posee las prendas de la Jerusalén escatológica y, espiritualmente es
ya el Cuerpo de Cristo resucitado.
El sacerdocio cristiano, sacerdocio de la Nueva Alianza, se distingue profundamente, tanto
del sacerdocio de Aarón como de los sacerdocios paganos. Las religiones paganas eran
esencialmente un culto a la divinidad78; el cristianismo es esencialmente una fe. El régimen
mosaico se caracterizaba por una separación entre sacerdocio y profetismo, sacrificios y fe; el
régimen cristiano se caracteriza por el hecho de que los dos se recubren y se unen en la misma
realidad79. El sacerdocio del Nuevo Testamento es esencialmente profético, todo el culto
cristiano procede de la fe. Por eso Jesús reemplazó el sacerdocio levítico por el apostolado. Por
eso el Vaticano II ha unido tan profundamente consagración y misión, culto y Palabra y ha
enlazado al sacerdocio presbiteral, mediante el sacerdocio episcopal, con ese mismo apostolado.

CAPÍTULO XII
RENOVACIÓN ESPIRITUAL

Los presbíteros sienten necesidad de una espiritualidad verdaderamente sacerdotal. Desde


hace bastante tiempo se viene pidiendo esta espiritualidad, es necesario esforzarnos en
bosquejar sus rasgos. ¿Dónde nos encontramos hoy, sobre este punto? ¿PO aporta “algo nuevo”
sobre él?
Para contestar no es suficiente una lectura rápida, que corre el riesgo de dejar al lector en sus
propios pensamientos, para alegrarse con demasiada facilidad o inquietarse con demasiada
precipitación, por eso encontramos a algunos sacerdotes que dicen “¡Esto no es tan nuevo! ¡Es
una cosa evidente!”, se encuentran decepcionados. Otros están desconcertados, habían recibido
una formación tan diferente y ahora se preguntan ¿Hemos sido deformados? Otros se
encuentran aliviados, algún pasaje de PO les agrada y les tranquiliza afirmando “esta es sin
duda la doctrina tradicional”, las grandes leyes de la unión con Dios y de la fecundidad
apostólica siguen siendo las mismas de siglo en siglo.
Para comprenderlo bien lo que ha sucedido sería preciso entrar a un estudio histórico, que
debería recaer no sólo sobre la doctrina espiritual propuesta por los “autores espirituales” en los
libros sino sobre la doctrina efectivamente asimilada, sobre la espiritualidad vivida por los
sacerdotes o por lo menos sobre la que se han esforzado en vivir. Tal estudio lo dejamos para
otra ocasión. Aquí trataremos de decir simplemente lo que una lectura, que quiere ser atenta y
leal, encuentra en PO.
Los primeros dos capítulos de este trabajo tratan de alcanzar esta “fuente primera” (la del
misterio mismo del sacerdocio ministerial), como un centro de perspectiva. Los restantes dos
capítulos van a intentar entender sus consecuencias en dos terrenos: en primer lugar, el
ministerio y la santificación del sacerdote (capítulo III), después, su vida evangélica (capítulo
IV). Para la conclusión, quedará el planteamiento de esta cuestión: ¿existe una espiritualidad del
clero diocesano?

78
Cf. SAN AGUSTÍN, De Civitate Dei, VI, 5, 3.
79
SANTO TOMÁS DE AQUINO, Hace la misma observación en: Summa Theologie, I-II, q. 102, a. 4, ad 3.
I. CAMBIO DE PERSPECTIVA

1. La novedad de las referencias bíblicas


Analizamos tan sólo las referencias bíblicas de PO 12-17, llegan a 57 de las cuales 36 son
nuevas en relación a las que nos daban los documentos de los Papas sobre el sacerdocio (es de
San Pío X a San Juan XXIII).
El hecho es significativo y nos da la impresión de novedad. Pero hay índice de novedad y
garantía de continuidad, este recurso a las fuentes constituye para nosotros una prenda segura, la
novedad está en un empleo más perfecto de la Palabra de Dios, que no admite cambio. Toda
reflexión sobre la espiritualidad sacerdotal, después del Vaticano II, deberá sujetarse a este hilo
conductor, la novedad es tan cierta como la continuidad y recíprocamente.

2. Su contenido
El número de las citas de la Escritura nuevas no es aún más que un índice material. Es
necesario examinar su contenido. Los textos de la Escritura marcan las articulaciones del
Decreto. Damos algunos ejemplos referentes a la vida espiritual de los sacerdotes.
“Seréis perfectos, como lo es vuestro Padre de los cielos” (Mt 5, 48, citado en PO 12, párrafo
1), los sacerdotes entran, juntamente con todos los demás fieles, en la vocación universal a la
santidad, aun cuando ellos están obligados a esto, “por una razón especial” y también “de
acuerdo con sus dones y sus funciones propias” (Cf. LG 41, párrafo 1), si esto se ha dicho de
todos los cristianos, cuánto más para los presbíteros.
“Cristo, a quien el Padre santificó (es decir, consagró) y envió al mundo...” (Jn. 10, 36, citada
por PO 12, párrafo 2) [la cita está tomada PO 2, párrafo 1 y viene de Lumen Gentium 28,
párrafo 1). La cita es nueva y decisiva, aclara que la consagración es inseparable de la misión.
Esto es válido, ante todo, con respecto a Cristo, después con relación a todo su Cuerpo,
finalmente, con relación a los ministros que están al servicio de la consagración y de la misión
del Cuerpo.
El ministerio de la Nueva Alianza es “ministerio de Espíritu y de justicia” (2 Co. 3, 8-9,
citada en PO 12, párrafo 3), esto es decisivo con respecto a la relación entre el ministe rio del
sacerdote y su santificación, relación que quedará precisada en los números siguientes del
Decreto PO.
El “Espíritu de amor... sopla donde quiere” (Jn 3, 8), es otra referencia está en PO 13 (en sus
últimas líneas), cuando habla de “la ascesis propia del pastor de almas”, el presbítero busca la
salvación “de muchos” a costa del interés personal, no sólo “progresar incesantemente en un
cumplimiento más perfecto de la tarea pastoral”, sino “estar dispuestos, si es preciso, a
comprometerse en los nuevos caminos pastorales”
Las referencias de PO 14 son importantes, ellas determinan la unidad entre la vida de los
sacerdotes y su alimento en el cumplimiento de la voluntad del Padre que envía y de su obra,
dicho de otra manera, en el ejercicio de la caridad pastoral, lazo de la perfección sacerdotal.
Estas referencias ilustran la necesidad de “discernir cuál es la voluntad de Dios”.

3. Alcance del recurso a la Escritura


Las pocas citas bíblicas que hemos comentado nos dejan ver el alcnce que tiene este recurso a
la Escritura. Los Padres del Concilio, si hablamos con propiedad, no trabajaron sobre la Biblia,
no quisieron ni recoger todos los textos de la Escritura sobre los sacerdotes, ni aspirar a una
síntesis de teología bíblica.
La Iglesia no comenta un libro, vive su misión, pero lo que ella vive lo medita a la luz de la
Escritura. El Concilio se ha referido a ella constantemente. Lo que permite a la Iglesia encontrar
en ella luz y alimento interrogando a la Escritura, son las cuestiones que ella misma se plantea
en el cumplimiento de su misión, las dificultades que encuentra, las apelaciones que recibe, las
circunstancias, los acontecimientos, su experiencia espiritual. Recordaremos esto cuando
oigamos al Concilio que nos invita a leer los signos de Dios en los acontecimientos “a la luz de
nuestra fe alimentada con la lectura de la Biblia” (PO 18, párrafo 2).
Es normal que los progresos llevados a cabo en la reflexión de la Iglesia sobre lo que ella es y
sobre lo que debe hacer se traduzcan en un recurso a la Escritura.
De todo esto un punto que tiene su importancia: la gracia que acompaña a la consagración y a
la misión se evoca constantemente antes de los deberes que esta misma gracia envuelve. Deber
y gracia, ciertamente, no van separadas, pero el punto de vista de la gracia, en el que se coloca
PO, es más profundo y decisivo, porque la Escritura nos dice continuamente: Dios va delante.
De ahí nace la voluntad de los Padres por dejar el imperativo prefireindo el indicativo que
enseña y muestra el camino posible, abierto. Este camino es más verdadero y, para nuestras
mismas voluntades, es más estimulante.

4. Una perspectiva nueva


Los elementos son siempre los mismos, PO cita la Escritura, las fuentes litúrgicas y
patrísticas. Cita también el Concilio de Trento y los documentos de Pío X, Pío XI, Pío XII. Cita
el Código de Derecho Canónico, pero todos estos elementos se encuentran situados hoy dentro
de una perspectiva nueva: la del Vaticano II, desde Lumen Gentium a Gaudium et Spes.
Dentro de esta perspectiva se establecen relaciones (por ejemplo, entre el presbiterado y el
episcopado; entre el sacerdocio ministerial y el Pueblo de Dios), se va a organizar una unidad
(por ejemplo, entre el ministerio y la santificación de los sacerdotes, o entre lo que es principal
y lo que es subordinado en los medios de santificación), aparecen características que, hasta
entonces, permanecían indecisas (por ejemplo, el cargo apostólico de los sacerdotes y su triple
función, comenzando por la evangelización).
Se desprenden consecuencias de todas clases, sobre todo, se pone de manifiesto el centro,
“centro de visión” y “centro de realidad objetiva”, “centro de consistencia y de orientación”: es
Cristo Señor, Resucitado, viviente y actuante en la Iglesia para la salvación del mundo.
Ahora pasemos a examinar la renovación que aporta PO sobre este punto clave de la vida
sacerdotal: la relación de los sacerdotes con Cristo.

II. LA RELACIÓN CON CRISTO

El sacerdocio del presbítero está configurado con el único y sublime sacerdocio de Cristo, de
suerte que el sacerdote puede llamarse con razón otro Cristo, expresión que constituye una
especie de adagio teológico: “Sacerdos alter Christus”, la tradición define al sacerdote con estas
palabras.
Los Papas hablan aproximadamente en los mismos términos. Nadie dice de dónde viene la
expresión, se la conoce con demasiada veneración para comprobar su identidad. Circula
libremente. Ha entrado sin dificultad en los documentos pontificios, después en el aula
conciliar. Pero ¡sorpresa!, no ha podido pasar desapercibida, y he aquí que no ha sido admi tida
en los textos del Vaticano II, ni en Presbyterorum Ordinis ni en Lumen Gentium. ¿Qué es lo
que pasa? ¿Se negó lo que es cosa segura? ¡Esta cuestión afecta en grado sumo a la vida
espiritual de los sacerdotes! Precisemos lo que significaba el empleo de este “adagio”, veremos
que su contenido está expresado en el Vaticano II y mejor expresado.
Si los orígenes de la fórmula son dudosos, su contenido no ofrece duda. Está sólidamente
enraizado en una tradición. “El sacerdote es llamado otro Cristo, no solamente porque participa
de los poderes de Jesucristo, sino también porque debe imitar sus obras y, con ello, reproducir
en sí mismo su imagen” (Pío X). O también “Porque está marcado con el carácter indeleble que
hace de él una imagen viva del Salvador” (Pío XII). El contexto en que los Papas emplean la
expresión es casi siempre exhortativo, se trata de invitar al sacerdote a asemejarse en su vida a
Aquel a quien representa. La fórmula está intencionadamente atenuada, “El sacerdote es como
otro Cristo” (Pío XII).
La frase trata de expresar que el sacerdote representa sacramentalmente a Cristo. El bautizado
es sacramentalmente también, aunque de otra manera, otro Cristo “de suyo, “cristiano” quiere
decir “otro Cristo”. Por tanto, el sacerdote lo será con un título especial. Pero, entonces, ¿será
necesario precisar ese título? PO lo hace sustituyendo la fórmula corriente con una serie de
expresiones distintas, unas veces más evocadoras, otras veces más técnicas. Vamos a
recorrerlas, meditándolas, son fundamentales tanto para la vida espiritual de los sacerdotes
como para su ministerio.
“Los sacerdotes son ministros de Cristo-Cabeza para construir y edificar todo su Cuerpo, la
Iglesia, como cooperadores del Orden episcopal, ésta es la razón por la que el sacramento del
Orden los configura con Cristo-Sacerdote” (PO 12, párrafo 1). Este resumen remite a lo que se
ha expuesto anteriormente, desde el preámbulo (PO 1) estábamos advertidos, los sacerdotes
están “al servicio de Cristo”. Son servidores del Servidor, ministros de su ministerio.
Las expresiones técnicamente mejor elaboradas se encuentran en PO 2. La función de los
sacerdotes es participación, mediante su unión con el Orden episcopal, “de la autoridad por la
que el mismo Cristo construye, santifica y gobierna su Cuerpo”. Tal misión supone un sa-
cramento “un sacramento particular que, por la unción del Espíritu Santo, los marca con un
carácter especial y los configura así con Cristo-Sacerdote”. ¿Con qué finalidad? “Para hacerlos
capaces de obrar en nombre de Cristo Cabeza” Su acción sacerdotal deriva de su ser sacerdotal,
y la gracia que reciben de Dios “los hace ministros de Cristo Jesús ante los pueblos”.
Lo que anuncian en “el servicio sagrado del Evangelio” es su “misterio”, es su “luz”, que
ellos tratan de proyectar sobre los problemas de nuestro tiempo (PO 4, párrafo 1).
Lo que ofrecen sus manos es su sacrificio de Mediador único, lo que ejercen “por su
participación de autoridad” es su “oficio de Cabeza y Pastor” (PO 6, párrafo 1).
Se puede añadir: se tratará de él, siempre de él. El es el alfa y el omega, él llena todo lo que
hay entre ambos términos. Es su propia acción, actual y permanente, la que se ejerce en el
ministerio de los sacerdotes, “instrumentos vivos de Cristo Sacerdote eterno”, por este título,
ellos le representan de una manera, en cierto modo, sacramental (PO 12, párrafo 1). “Llevando
la misma vida del buen Pastor”, encontrarán en él, para su propia vida, “la fuente y el principio
de la unidad” (PO14, párrafo 2).
Las consecuencias serán fecundas cuando se trate de la santificación del sacerdote (PO 13,
párrafo 1). Pero la vida espiritual de los sacerdotes en Presbyterorum Ordinis, entra en juego
mucho antes de su último capítulo. Tanto como su aportación, que es de hecho la mayor
novedad, queda por señalar aquí “los sacerdotes son llamados a vivir su relación ministerial con
Cristo Cabeza en sus relaciones con los demás”, relaciones de comunión eclesial, establecida o
por establecer (PO 7, 8 y 9).
El hace que sus ministros participen en su consagración y en su misión. De una sola vez, y
sin que nadie pueda disociar ambas cosas, cada hombre se encuentra unido a Cristo y
comprometido por Cristo en toda una red de relaciones
- por una parte, entre los mismos ministros: “la unidad misma de consagración y de
misión... postula la comunión jerárquica de los sacerdotes con el Orden de los obispos
y enlaza íntimamente a todos los sacerdotes entre sí con una fraternidad sacramental”,
tan profundamente inscrita en ellos como su sacerdocio (PO 8).
- por otra parte, relación con todo el Cuerpo, el Señor Jesús “hace que todo su Cuerpo
místico participe” en su consagración mediante la unción del Espíritu Santo, todo el
Cuerpo es sacerdotal; no es una “participación atenuada” y el sacerdocio común no es
“metafórico”. Por eso, también el Cuerpo está en misión, no hay tampoco «ningún
miembro que no participe en la misión de todo el Cuerpo» (PO núm. 2, párrafo 1). Así,
pues, lo que une a los ministros con Cristo, eso mismo los une entre sí y con todos los
cristianos. Asimismo, eso los une, en derecho, con todos los hombres, quienesquiera
que sean, en razón de la comunión eclesial.
Que nadie se engañe; cuando, con estas precisiones, el Concilio reemplaza el adagio “Sacerdos
alter Christus”, no atenúa en manera alguna el llamamiento a la santidad. Para convencerse de
ello basta releer PO 12. Pero, esta santidad habrá de ser una santidad que haga de los sacerdotes
“instrumentos cada vez más adaptados al servicio de todo el Pueblo de Dios” (PO 12, párrafo
4).
Nada se ha quitado al carácter personal de nuestra unión con Cristo. Estar unido a Él como
ministro suyo para el Cuerpo suyo que ha de construirse es servirle de instrumento viviente. Y
Él no es una fuerza anónima, es Alguien, el más personalizado de todos los hombres. Nunca
estaremos dispensados de unirnos a El de persona a Persona, y esto sólo de una manera que sea
digna tanto de nosotros como de Él, en forma de un don personal de amor. En el Concilio, las
intervenciones de tendencias divergentes estaban de acuerdo en este punto: entre el sacerdote y
Cristo hay un “lazo de amor”, un “pacto de amor”. Si esto son cosas que tomamos en serio entre
seres humanos; ¿cómo las tomamos en relación con el Señor?
Por lo demás, nuestra unión con Cristo no puede por menos de ganar en verdad, cuando es
vivida en las relaciones con los demás en las que él mismo nos ha puesto. Las exigencias de la
santidad quedarán situadas en un plano más realista: el amor “al hermano visible” da menos lu-
gar a nuestros engaños que el amor al “Dios invisible” (1Jn 5, 20). La gracia de Cristo nos
espera, sobre todo, en esta red de relaciones: con los obispos, con los demás los sacerdotes, con
los hermanos cristianos, con los hermanos quienesquiera que sean.
El Vaticano II nos invita a unirnos constantemente con Cristo como ministros suyos, en la
vida con los hermanos, en la Eucaristía, en la Biblia y a través de los acontecimientos.
Ahora pasamos a examinar una primera consecuencia de esta nueva perspectiva: la relación
entre la santificación de los sacerdotes y su ministerio.

III. MINISTERIO Y SANTIFICACIÓN DE LOS SACERDOTES

Es necesario que el Concilio provoque un fuerte llamamiento a la santidad en los obispos y


en los sacerdotes, si no es así apenas habrá renovación. El Concilio tomó decisiones, promulgó
textos, pero es necesario que se pongan en práctica bajo la moción del Espíritu Santo, pero la
primera condición es entenderlos. Los textos llaman a los sacerdotes a la santidad; ¿a qué
santidad los llama?
La santidad a la que todos somos llamados es única. Sólo el ejercicio de esa santidad es
multiforme (Cf. LG, 41). En este sentido, diversas voces habían reclamado en el Concilio, como
una necesidad para el sacerdote, una “espiritualidad adaptada”, “un tipo particular de santidad”,
una “espiritualidad verdaderamente sacerdotal”. Se deseaba que tanto las exhortaciones
espirituales como las directrices pastorales encontraran su razón profunda y como su primera
fuente en el misterio mismo del sacerdocio ministerial.

1. El principio y sus condiciones


La ordenación sacerdotal exige la santidad a la que el bautismo nos llama a todos. En el
sacramento se nos significa y se nos da una vocación, asimismo, e inseparablemente, se nos da
y significa una posibilidad y una exigencia, sea lo que fuere de nuestra debilidad de hombre
carnal. Todo esto se encuentra tanto en el bautismo como en el sacerdocio ministerial, es decir,
concretamente, en la unidad de ser del hombre bautizado y ordenado para el ministerio. Basta
remitirse a PO 12, párrafo 1-2.
El esfuerzo de santificación debe responder exactamente a la exigencia, la gracia y la
vocación propias. Si no es así está condenado al fracaso. Para el sacerdote, este esfuerzo ha de
estar en estrecho acuerdo con su ministerio80.
Además, el ministerio de los sacerdotes no es una actividad cualquiera, es el ministerio de
Espíritu y de justicia, es “santo y santificante”. El ministerio del sacerdote santifica a los demás.
Sí, el sacerdote es ordenado para el servicio de los demás, propter alios. Es preciso admitir que
si la gracia del sacerdocio es un manantial permanente de santidad, el ejercicio del ministerio es
una ocasión permanente de santificación.
El Vaticano II dice más, l ministerio de los obispos que “tiende al bien de todo el Cuerpo”,
cuando es ejercido “con santidad y fervor, humildad y energía”, “será también para ellos
mismos un medio eminente de santificación” (LG 41). Ahora bien, lo que se ha dicho de los
obispos vale también para los sacerdotes, en cuanto que son cooperadores de los obispos.
Presbyterorum Ordinis traspone, pues: “el ejercicio leal, infatigable, de sus funciones en el
Espíritu de Cristo es, para los sacerdotes, el medio auténtico de llegar a la santidad” (PO 4, nota
4). El principio sentado es perfectamente claro, es una verdad sabida desde LG 41, con tanta
más claridad cuanto que expresa un principio totalmente universal “todos los fieles” son llama-
dos a la santidad “en todas las condiciones, trabajos y circunstancias de su vida y mediante todo
eso”. Se aplica tanto a los obispos y sacerdotes como a los demás fieles.

80
Se ha dicho que nosotros los sacerdotes no podremos salvar nuestra alma si no tratamos de salvar la de los demás; la santidad del
sacerdote lleva consigo la fecundidad de su ministerio.
Se dan por supuestas, por tanto, las virtudes, según una tradición que se remonta a las
epístolas pastorales, se podrían enumerar muchas. Encontraremos algunas en PO 15-17. Sin
olvidar las Virtudes humanas, que no son ajenas a la vida de los sacerdotes.
Se da por supuesta una actitud profunda, la que impone la naturaleza misma del ministerio,
obedecer al Espíritu de Cristo. Para esta obediencia se requiere el ejercicio consciente, leal,
incansable.
PO 13 muestra cómo se pone en práctica tal actitud en las funciones del ministerio. Estas van
enumeradas en el orden en que han de ejercerse, comenzando por el ministerio de la Palabra,
“primera función de los sacerdotes” (PO 4), aunque el sacrificio eucarístico sea, en orden de
dignidad, la “función principal”. Bastará hacer observar qué sesgo ha de seguir el ministerio
para ser santificante. En todos los parágrafos el texto lo dice claramente, es por la “unión íntima
con Cristo Doctor, es dejándose arrastrar por la caridad del Buen Pastor. Así, la caridad del
Buen Pastor los apremia para que entren en comunión con Él, para obrar y amar con Él, hasta la
entrega de su vida. No hay nada que santifique al sacerdote con más verdad (PO 13). Hay que
decir incluso que sin esta obediencia a la caridad del Buen Pastor, el sacerdote no se santificará.
Hay medios que tomar. Antiguamente toda la atención recaía sobre la regularidad de los
ejercicios de piedad. Si seguimos el Concilio, la atención se fijará, por el contrario, ante todo,
sobre el “ejercicio consciente del ministerio”. Desplazar la atención sobre los demás medios de
santificación sería carecer de fe; sería olvidar el don que Dios nos hace, posibilidad tanto como
exigencia de tender a la perfección. Los demás medios, generales o particulares, antiguos o
nuevos, son suscitados por el Espíritu Santo, la Iglesia los recomienda o, a veces, los impone
(PO 18, párrafo 1). El espíritu del Decreto es que estos medios, dejando aparte los que la Iglesia
impone, sean escogidos libremente. Esto tiene un valor más general por dos razones. En primer
lugar, estos medios vienen como añadidura “al ejercicio consciente del ministerio”, “medio
eminente” de santificación. Están orientados hacia la unión “con Cristo Salvador y Pastor” y “al
cumplimiento fiel” del ministerio (PO 18, párrafo 1 y 2). En segundo lugar, el Concilio se ha
negado a entrar en demasiadas determinaciones, ha preferido respetar las libertades legítimas y
que entre en juego la responsabilidad de cada persona. Sin embargo, enumera un buen número
de medios. En esto podrán ser útiles dos observaciones.
1ª. La necesidad de la ascesis no es recordada en este lugar, sin embargo, tal ascesis no ofrece
duda alguna. Pero es necesario aceptar la ascesis, ante todo, donde Dios la pide “la ascesis
propia del pastor de almas”, la mortificación de las “obras del cuerpo” y la entrega total al
servicio de los hombres (PO 12, párrafo 2), la renuncia a sus ventajas personales en pro de la
salvación del mayor número posible, el esfuerzo del progreso incesante en el cumplimiento de
la tarea pastoral, la entrega en caminos pastorales nuevos, imprevistos, como la acción del
Espíritu (PO 13, párrafo 5)81.
2ª. De esta manera se aceptan los signos de Dios en las circunstancias o acontecimientos.
“Leer en los acontecimientos, pequeños o grandes, lo que exige la situación, lo que Dios espera
de nosotros” así describe el Concilio un aspecto del ministerio de los sacerdotes en la guía del
Pueblo de Dios (PO 6, párrafo 2). Ahora bien, esta misma búsqueda atenta de los signos de Dios
es citada entre los medios que tiene el presbítero para desarrollar su vida espiritual (PO 18,
81
Deben abandonarse los métodos rebasados, aún cuando hayan permitido experiencias fecundas en el pasado. La Iglesia no es un
museo, los sacerdotes no deben ser los hombres del pasado. Como un medio se puede añadir el esfuerzo que hay que aceptar para el
ministerio de la Palabra, frecuentemente muy difícil. Otro medio es la ascesis que exige la colaboración con los demás, esto es la
“ascesis sacerdotal”, es abandono generoso en la presencia actuante de Cristo.
párrafo 2), la misma observación se hace para la lectura de la Biblia, la cual alimenta la fe.
Sobre este aspecto de la lectura bíblica, PO dice que es necesario para el ejercicio del ministerio
de la Palabra (PO 13, párrafo 2), sobre todo cuando es necesario llevar 2la luz de Cristo” sobre
los “problemas de nuestro tiempo” y “aplicar la verdad permanente del Evangelio a las
circunstancias concretas de la vida” (PO 4, párrafo 1).
Por lo demás, un sacerdote no puede llevar a cabo tal tarea individualmente, ni sin los laicos,
los sacerdotes han de escuchar a los laicos, tener en cuenta sus deseos, reconocer su experiencia
y su competencia (PO 9, párrafo 2). ¿No es también éste un aspecto de “la ascesis propia del
pastor de almas”?
Los sacerdotes, pues, son invitados a leer la Escritura como discípulos y, al mismo tiempo,
como ministros, para sacar constantemente de ella el conocimiento del don de Dios en
Jesucristo, del que ellos son signos e instrumentos, para abrirse ellos mismos a este don en todas
las circunstancias de la vida y para hacerse capaces de ayudar a sus hermanos a recibirle.

2. Unidad de la vida de los sacerdotes


Todos los elementos que acabamos de descubrir (lectura de la Biblia y la de los
acontecimientos; la ascesis y las responsabilidades pastorales; los diversos medios de
santificación y el ejercicio del ministerio; el culto de Dios y la evangelización; nuestra
consagración y nuestra misión; la condición de ministros y la unión con Cristo), se unifican en
la perspectiva primordial: la relación ministerial con Cristo, vivida en las relaciones eclesiales.
¿Podrá llegar hasta el fin este movimiento de unificación? ¿La vida misma de los sacerdotes
podrá unificarse? Si no se llega ahí, la síntesis hacia la cual nos dirigimos sería una cosa
puramente conceptual. Entonces la vida sacerdotal no evitaría la dispersión y, por consiguiente,
el riesgo permanente de disociación.
El Concilio miró la situación tal como es: la multiplicidad de las tareas y de los problemas, el
ritmo acelerado de la existencia, su complejidad debida a interferencias que no es posible
ignorar y otros muchos rasgos también del mundo actual se imponen cada vez más a todos,
tanto a los sacerdotes como a los demás. PO 14 lo recuerda oportunamente, la cuestión que se
plantea a los sacerdotes no es fundamentalmente distinta de la que se les plantea a los demás
fieles e incluso, a todo hombre. Para todos, se trata de estar presente en su propia vida, a fin de
vivirla no como máquina, sino como hombre, como hijos de Dios, como sacerdote. Pero, para el
sacerdote, la respuesta tendrá que integrar su sacerdocio, so pena de fracasar; lo mismo que,
para todo cristiano, la respuesta debe integrar su misión de bautizado.
Este número 14 es, sin duda, la cima del capítulo III del Decreto PO, es preciso remitirse a él
y leerlo. Aquí sólo señalamos las articulaciones del texto. Una vez evocada la situación que
plantea la cuestión, se afirma el principio de solución: no bastan ni “la organización puramente
exterior de las actividades” ni “la sola práctica de los ejercicios de piedad”, por muy útiles que
sean. Es preciso ir más al fondo, hasta el centro, siempre el mismo, Cristo Señor, que
encontraba su alimento en “la obra de su Padre”, esta obra se continúa en el ministerio de los
sacerdotes. Ahí, por consiguiente, en el ejercicio mismo del ministerio (y no al margen de él)
han de poder encontrar su “alimento” los sacerdotes y, de esta manera, unificar su vida, con tal
que ese ministerio sea vivido, sin embargo, en su realidad profunda, tal como la hemos descrito
anteriormente (PO 13). PO 14 párrafo 2va a desarrollar, pues, esta solución de principio.
Cristo Señor nos da algo que es mejor que un «ejemplo» a seguir en el ejercicio del
ministerio. ¿Por qué? Porque, en verdad, es Él el que obra a través del ministerio de sus
sacerdotes, sirviéndose de ellos. Por tanto, será Él, en persona, la fuente de la unidad de vida de
los sacerdotes. Lo que sigue va a decir cómo:
- unión con Cristo “en el descubrimiento de la voluntad del Padre y en el don de ellos
mismos” como verdaderos pastores, “que llevan la vida misma del Buen Pastor”;
- “ejercicio de la caridad, lazo de la perfección”, pero, aquí, ejercicio de la caridad pastoral
que hace la perfección sacerdotal;
- sacrificio eucarístico, centro y raíz de toda la vida del sacerdote, si el espíritu sacerdotal
entra en el interior de lo que se realiza en él y (condición sine qua non), consi-
guientemente, los sacerdotes penetran mediante la oración cada vez más hondamente en
el misterio de Cristo.
Al parecer, todo está dicho, en forma bastante nueva y enérgica. Ahora bien, el Concilio va
más lejos. La unidad a la que los sacerdotes, haciendo lo que acaba de decirse, podrían creer de
buena fe que han llegado, no estaría aún conseguida. Porque no bastarían las mejores y más
piadosas intenciones para librarse de las ilusiones, gérmenes de disociación. La unidad
verdadera necesita una “verificación concreta”, porque exige que “todas las actividades” traten
de estar conformes “con las normas de la misión evangélica de la Iglesia”. La conciencia de
cada persona no es suficiente para juzgar sobre estoo, la “verificación concreta” tendrá que
hacerse con referencia a estas relaciones eclesiales donde precisamente se nos ha dado vivir
nuestra relación con Cristo. Un trabajo vivido en comunión permanente con los obispos y los
demás hermanos en el sacerdocio creará la unidad de la vida de los sacerdotes mediante la
unidad de la misión de la Iglesia. Una vez más se pone de manifiesto así la perspectiva central.
Es necesario intentar demostrar ahora cómo esta enseñanza es nueva, y no por vía de ruptura,
sino por vía de superación (continuidad).
Antes del Vaticano II aún podía un teólogo lamentarse de que, a veces, obras de
espiritualidad nos presentan, como ideal de la vida espiritual, la vida contemplativa y que el
ministerio sea considerado como un ponerse en lo peor, exigido por las necesidades de la
salvación de las almas (como si el prototipo de santidad fuera el ideal de los monjes).
Se puede decir que la vida sacerdotal podía desarrollarse siguiendo dos líneas:
- la oración y el ministerio de los sacramentos, la vida se alimentaba para desarrollarse o
para reconstituir las reservas que gastaba en la acción.
- la acción pastoral, era considerada como una usura, una pérdida de fuerzas. Ciertamente,
nunca se dejó de decir que el sacerdote debía santificarse en su ministerio o incluso por
su ministerio. Pero se afirmaba, más que se expresaba, el por qué, excepto por el motivo
muy general del «deber de estado” (la máxima para del deber de estado era age quod
agis, hacerlo bien, hacerlo perfecto. Es saludable plantarse frente a una verdad humana
fundamental, pero esto no puede bastar para unificar la vida del sacerdote).
Estas dos líneas parecen decirnos que la vida interior sola no basta, que es necesario que “la
vida interior se complete con el apostolado (es difícil armonizar el apostolado con la vida
interior, sin embargo, es necesaria la unión estrecha con Cristo). No basta la oración, es
necesario actuar 82. Esto nos pone en guardia contra la tentación de huir del ministerio (por lo

82
San Gregorio recrimina al Obispo que por amor al retiro y a la oración, no entra en la lucha para combatir valientemente los
combates del Señor, ese hombre no lleva de obispo más que el nombre.
menos del ministerio del clero diocesano) por temor de no santificarse en él. El ministerio no es
un riesgo.
Para encontrar el equilibrio de su vida (más bien que su unidad), es necesario “organizar su
tiempo”, organizar sus actividades, marcarse un “reglamento de sacerdote joven”, que habrá
que revisar con frecuencia, pero cuyo objeto será principalmente garantizar la regularidad de los
ejercicios de piedad. La vida interior tomará el aspecto de una “resistencia” más que el de una
“plenitud”83.
Tales son los elementos, en manera alguna despreciables, sobre los cuales Presbyterorum
Ordinis (PO 14, párrafo 1) nos advierte que no son suficientes, cualquiera que sea su
importancia práctica, son periféricos. El equilibrio, o mejor, la unidad de la vida, debe tener
raíces más hondas: en el corazón del sacerdote.
Es necesario mencionar el libro de Dom Chautard L’ame de tout apostolat. Su influencia ha
sido considerable84, su energía y su acento de verdad siguen siendo comprensibles para el
hombre de hoy. Nos dice que es preciso no poner obstáculos a la acción del Espíritu Santo, que
nos lleva a “pensar, juzgar, amar, desear, sufrir, trabajar con Jesucristo, en él, por él, como él”.
Entonces “nuestras acciones exteriores se convierten en manifestación de esta vida de Jesús” en
nosotros. De esta manera tendemos a “realizar el ideal de vida interior formulado por San
Pablo: ya no soy yo el que vive, es Jesucristo el que vive en mí” 85. (La referencia a Ga. 2, 20 se
encuentra en PO 12, párrafo 3).
Es necesario, añade Dom Chautard, dar acogida a “la gracia del momento presente”, Jesús
que se hace presente objetivamente en mí, en cada instante, en cada acontecimiento, persona o
cosa”86. Es necesario, en fin, preguntarse a sí mismo en toda acción, con San Ignacio, quo
vadam et ad quid?87
Con estas tres condiciones, las “obras” permiten “progresar en la virtud”, “el apostolado, bajo
cualquier forma que se presente, si está de acuerdo con la voluntad de Dios... constituye
siempre para el apóstol, un medio de santificación”88.
Por el contrario, si no se dan estas condiciones, se cae en la “herejía de las obras” 89.
El Vaticano II ha repetido precisando que el alma de todo apostolado es justamente la caridad
para con Dios y los hombres, comunicada por los sacramentos (LG 33, párrafo 2). Si los
sacerdotes no buscan la unidad de su vida en su propia vocación (“ejercicio de la caridad
pastoral, lazo de la perfección sacerdotal”) algo, al menos, de su sacerdocio quedará fuera.
Además, según la impresión de que la santidad sacerdotal era una lucha contra la vida interior
y la vida exterior, o, en todo caso, que la vida interior es una cosa aparte del ministerio, y éste, a
su vez, como una especie de obstáculo o de peligro para el ministerio.
83
La vida interior ha sido una resistencia y no una plenitud. Ahí es adonde he de tender más que nunca. Aquí va el reglamento de un
sacerdote de 1832: “Orden de mis jornadas: levantarme, a las cinco; a las cinco y veinticinco, oración; a las seis y cuarto, lectura de la
Sagrada Escritura, Nuevo Testamento...; a las ocho, estudio; a las once, almuerzo; a las once y media-paseo, visita a los enfermos,
rosario, visita al Santísimo Sacramento; a las dos y media, Vísperas, Completas, Maitines; a las tres y media, recepciones, cartas; a las
cinco, estudio, Antiguo Testamento, Historia de la Iglesia; a las siete, cena, paseo, visitas; a las nueve, regreso, rosario, oración; a las
nueve y media, acostarme. Los domingos y días de fiesta sufren algunos cambios... Lo esencial es que todos mis ejercicios de piedad
se encuentren hechos... Los días de catecismo de semana son también muy desarreglados. Lo esencial es la piedad.”
84
Era el libro favorito de san Pío X.
85
DOM CHAUTARD, L’ame de tout apostolat, Pág. 13 (en la decimotercera edición, 1930)
86
Ibid, pág. 16.
87
Ibid, pág. 19.
88
Ibid, pág. 71.
89
Ibid, pág. 10-11. ¿Será esta la expresión que Pío XII ha traducido como “herejía de la acción” en la exhortación Menti Nostrae?
Es necesario, pues, “luchar contra la exteriorización por las obras”. Ahora bien, si la función
del apóstol en esta mezcla muy compuesta de actividades es siempre “secundaria y
subordinada”, el Vaticano II nos dice lo que es la función de los sacerdotes en el ministerio en
cuanto tal, su función es la de unirse al acto mismo de Cristo, Doctor, Sacerdote, Pastor... Se ve
la superación sin ruptura. Todo lo que se había dicho anteriormente queda por decir, aunque las
actividades del sacerdote hayan cambiado notablemente desde hace cincuenta años. En las
“diversas tareas” se ejerce “el ministerio sacerdotal único” (PO 8, párrafo 1). Por consiguiente
en ellas puede y debe expresarse lo que es el sacerdote como sacerdote y la gracia que se le da.
Esto es una exigencia permanente. La gracia es, a la vez, “posibilidad y exigencia” (PO 12,
párrafo 1). Una vez más, es preciso subrayar, para evitar malentendidos, que esta unificación de
la vida de los sacerdotes no será más automática que su santificación por el ministerio.
Siempre podrá suceder que la unidad establecida se degrade, las actividades exteriores dejan
de merecer el nombre de ministerio, ya no están en conformidad con la misión evangélica de la
Iglesia. O, simplemente, aquello que se hace y que es justo ha dejado de ser interiorizado (esto
puede suceder por falta de oración, incluso en el sacrificio eucarístico, como lo PO 14, párrafo
2). Se hace ministerio, pero no se hace como ministro, no se es ya suficientemente ministro.
Entonces se plantea de nuevo la problemática inicial, las actividades desorbitadas vuelven a ser
“actividades exteriores” que se contra distinguen de la “vida interior”.
Con el retorno de esta problemática, se hace inevitable, se hace necesario, que se dé
preferencia a la vida interior sobre las actividades exteriores.
Con la vida interior no todo está salvado, puesto que, según la expresión de Pío XII ya citada,
“la oración no basta”. Pero, sin ella, todo, o casi todo, queda ciertamente estropeado. En el
límite, no sobrevive más que aquello cuya eficacia, en todo caso, garantiza el Señor, incluso en
el caso extremo del sacerdote indigno, la validez de los sacramentos y la verdad objetiva del
mensaje transmitido (mensaje repetido más bien que transmitido, puesto que ya no hay en él
testimonio). Añadamos que, en situación de cristiandad, el perjuicio es menor que en situación
de diáspora donde se trata, ante todo, de anunciar y de significar la fe.
Lo mismo hoy que en el futuro, el ministerio de los sacerdotes tendrá que ir cada vez más a lo
esencial, comenzando por la evangelización, cualquiera que sea su forma. Cada vez se verán
menos sacerdotes en situación de desvirtualizarse por las actividades que no tienen relación con
el anuncio de Jesucristo. Las tareas se podrán unificar en el ministerio mejor que en los tiempos
de “obras exteriorizantes” y, a su vez, el ministerio unifica la vida de los sacerdotes. Jamás
desaparecerá la apelación, dirigida a los ministros del Espíritu, a vivir según el Espíritu.

IV. PERFECCIÓN, CONSEJOS EVANGÉLICOS Y VIDA DE LOS SACERDOTES

Un sacerdote diocesano ¿Puede llevar una vida espiritual seria? Claro, no hay duda, lo puede
como todo bautizado también le está a su alcance. Lo que si es diferente, y a la vez un
problema, es la forma de realizarla. A este respecto PO 15, 16 y 17 nos presenta orientaciones
muy firmes de espiritualidad diocesana, el conjunto es bastante nuevo. Para comprender la
novedad del Vaticano II es necesario recordar la situación anterior, o tratar de imaginársela.

1. De ayer a hoy
Antes del Vaticano II, la idea común era que una vida espiritual seria es muy difícil en el
clero diocesano79. Los mismos sacerdotes, cuando se les habla de oración y de penitencia,
objetan diciendo que ellos no son monjes; y cuando se les invita a la pobreza y la obediencia
afirman que ellos no son religiosos. Eso por un lado, por otro, fuera del clero diocesano, la
opinión de muchos es que el sacerdote del clero secular está muy expuesto. Algunos religiosos
nos ven como ineptos intelectualmente y espiritualmente, y, desgraciadamente, eso trasmiten,
quizá inconscientemente, a sus adeptos.
El clero diocesano también es religioso, es decir, es hombre de fe, está en primera fila, Cristo
le ha instituido, quizá están obligados, con más rigor que los monjes, a la perfección evangélica.
No entremos en discusión. El Concilio ha mostrado poca afición a estas comparaciones, se
coloca en el punto de vista más amplio de la Iglesia, que tiene necesidad de todas las
vocaciones, dentro de la diversidad y la unidad de sus miembros, para bien de todo el Cuerpo.
Esto es lo más importante. El presbiterado exige una particular perfección desde la caridad
pastoral, pero es importante aclarar que la “perfección” no hay que identificarla con la vida
religiosa o monacal.
Así, pues, un verdadero sacerdote debe ser desprendido y obediente, tanto como un religioso,
o mejor dicho, como Cristo. Su ideal puede expresarse con la máxima: “intus monachus, foris
apostolus”90. La dimensión apostólica de la vida sacerdotal no es olvidada, los sacerdotes de
estas generaciones lo demostraron con hechos.
Ciertamente puede percibirse una concepción de la vida espiritual mal comprendida, no
adaptada, demasiado monástica, de una actividad apostólica demasiado superficial. Ante esto, la
ausencia de una verdadera espiritualidad en el clero diocesano no es lo único que está en tela de
juicio, entra también las condiciones de vida y de ministerio de los sacerdotes diocesanos, esto
porque:
- el ministerio parroquial se ha hecho demasiado absorbente..., demasiado materializado,
demasiado disperso;
- el clero se encuentra reducido a un aislamiento doloroso y funesto;
- también existe sobrecarga laboral, lo cual crea serios obstáculos para una vida espiritual
con regularidad, y casi llega a imposibilitar la vida intelectual;
- el aislamiento físico y material de los presbíteros está agravado por la “soledad moral”, es
la ausencia de un ambiente fraternal lo que mucho necesitan, urge un espacio donde se
practique la ayuda mutua;
- en algunos sectores se percibe la ausencia del apoyo por parte de la autoridad, más
administrativa que pastoral;
- las dificultades prácticas: “dificultad de autoridad, al querer cada uno actuar como dueño
en sus propias parroquias..., dificultad de caracteres..., dificultad de distancias...,
dificultad de los parroquianos que quieren que los sacerdotes estén junto a ellos”.
Estos son algunos de los males, los cuales se hacen por comparación, y la búsqueda de los
remedios, desgraciadamente también se hace por imitación de la vida religiosa o monacal (Vgr.
la vida común que tiende a inspirarse en la vida religiosa)
A partir de estos hechos floreció el desarrollo de las Asociaciones sacerdotales sin votos, o
con votos, como la Sociedad del Corazón de Jesús. Más recientemente llegaron el desarrollo de
90
Esta expresión es de San Anscario, monje que luego pasó a ser obispo, fundador de la sede arzobispal de Hamburgo-Bremen y
apóstol de la regiones escandinavas. Esta fórmula pasó al oficio de San Anscario. Un elogio análogo se encuentra en el oficio de San
Germán (que fue abad de San Sinforiano, en Autum, y después pasó a ser obispo de Paris). No saquemos esta frase de su contexto.
Institutos seculares sacerdotales como “el Prado” o “Jesús Charitas”, ellos han apostado por una
solución que de respuesta a las necesidades de los sacerdotes que, sin abandonar la diócesis,
buscan el medio de “dar satisfacción a sus aspiraciones de santidad.
En suma, a la “desestimación” del clero diocesano que está comprobada como un hecho, se
responde con un cierto mimetismo91 de la vida religiosa. Pero nos preguntamos ¿Es un hecho
que la vida religiosa es “el camino real de la santificación cristiana? La exigencia de santidad es
para todos, se asuman como voto, o no se asuman, los consejos evangélicos.
El Vaticano II, al mismo tiempo que valora la importancia de la vida religiosa en la Iglesia,
enseña que, en la ruta hacia la única santidad, cada cual debe “avanzar... según sus dones y sus
funciones propias” (LG 41, párrafo 1).
Desde ahora, para el presbítero religioso, (en consecuencia, también para un presbítero
diocesano) “toda la vida religiosa debe ser penetrada de espíritu apostólico”, lo mismo que
“toda acción apostólica debe ser animada por el espíritu religioso” (PC 8, párrafo 2). Por tanto,
las exigencias evangélicas han de ser vividas por los sacerdotes en conformidad con el “don” de
su ordenación y la “función propia” de su ministerio. Los números 15 y 17 de Presbyterorum
Ordinis lo señalan marcadamente.

2. Impulsados por la caridad pastoral


Para determinar este modo de vivir propio, demasiado poco conocido hasta ahora, el Concilio
abandona el término de “consejos evangélicos”, por considerarlo demasiado ligado al temario
de los votos religiosos, el Concilio prefiere hablar de virtudes necesarias para los sacerdotes.
Habla de ellas inmediatamente después de haber tratado de la vocación de los sacerdotes a la
santidad, antes de hablar de los “medios para el desarrollo de la vida espiritual”, los votos
religiosos son medios de perfección, las virtudes forman parte de esta misma perfección. El
orden en que los expone se aparta del orden en que se presenta habitualmente los consejos y los
votos que les corresponden92.
Todo deriva de lo que son los sacerdotes, están al servicio de Cristo, su voluntad es la del
Padre, los sacerdotes tendrán que discernirla, su obra es la que cumple su Espíritu, los
sacerdotes deberán estar “cautivados por Él”. Esta voluntad, esta obra, apuntan a una meta muy
precisa, “que todos los hombres se salven”. Los sacerdotes están al servicio de los hombres que
les son confiados (PO 15, párrafo 1).
La humildad ocupa el primer lugar, a título de condición de todo lo demás. Pero como se
había anunciado ya (PO14, párrafo 1), el nexo de las virtudes sacerdotales será la caridad
pastoral. Ella es la que “impulsa a los sacerdotes” a las demás virtudes. Cada vez se la
menciona expresamente (PO 15, párrafo 2; 16, párrafo 1; 17, párrafo 4).
Finalmente, puesto que el ministerio sacerdotal es el ministerio de la Iglesia, puesto que es
ella la que anuncia la Palabra, la que santifica y guía por medio de sus ministros, puesto que la
meta de sus ministros es igualmente su edificación, la caridad pastoral deberá ser la que impulse
a los sacerdotes a todo lo que exige “la comunión jerárquica de todo el Cuerpo”.
El estilo de obediencia deriva de sus motivos. Será una obediencia de ministros, que
«consagra» su voluntad al servicio de Dios y de sus hermanos, puesto que están personalmente
91
Semejanza que toman ciertos seres con el medio en el que viven.
92
“La perfección, cuyos medios son los votos, consiste en que Dios constituye toda la ocupación de estas almas. Por eso, los que
hacen profesión de estos consejos llevan el nombre de religiosos… Consagran a Dios sus bienes por la pobreza, sus cuerpos por la
continencia, su voluntad por la obediencia” (SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma contra Gentiles, 1, 3, c. 130).
consagrados a ello por la ordenación. Pero como ordenados a una misión, la de servir a la
construcción del Cuerpo de Cristo, su obediencia no podrá ser, con mayor razón que ninguna
otra, de carácter pasivo. Los obispos son “los primeros responsables” de lo que es necesario
hacer, o no, con respecto al ministerio. Pero los obispos tienen otros cooperadores, que
comparten con ellos el sacerdocio de Cristo, verdaderamente ministros y responsables, no
simples ejecutores. Hasta el punto de ser sus consejeros e inscribirse esta función en un
organismo: el consejo presbiteral.
La obediencia de los sacerdotes a las órdenes y a los consejos recibidos será, pues, una
obediencia tan “responsable” como “voluntaria”; lleva consigo, por parte de los sacerdotes, “el
cumplimiento de su tarea bajo la moción de la caridad”, la búsqueda de “nuevos caminos con
miras al bien de la Iglesia”, la elaboración de “proyectos” (PO 15, párrafo 2).
El fruto será el fruto mismo del ministerio: la construcción del Cuerpo de Cristo en la unidad.
Y los sacerdotes, al mismo tiempo, se realizarán más como sacerdotes “configurados con Cristo
Sacerdote” por el sacramento del Orden, serán, por su obediencia, “modelos a imagen de Cris-
to”, que redime con su obediencia de Servidor la desobediencia de Adán (PO 2, párrafo 3, y 15,
párrafo 2).
La misma dirección encontramos, aplicada al tema de la pobreza y del celibato. No es
necesario detenerse en esto. Basta observar que, si es verdad que habla a los sacerdotes casados
de las Iglesias orientales, el Concilio les habla de su sacerdocio y del “don total de sí mismos al
rebaño que les es confiado”, subraya las conveniencias de su celibato con su condición de
sacerdotes, consagrados y enviados.
Finalmente, antes de hablar de la pobreza, el número 17 de Presbyterorum Ordinis no omite
decir lo que ha de ser la actitud de los sacerdotes con respecto al mundo en el que han de servir
“a la misión de la Iglesia”, y con respecto a las cosas creadas. La pobreza del sacerdote no
puede ser una pobreza simplista, tal como es, legítimamente, la del monje. Deberá ser una
pobreza de consagrados (PO 17, párrafo 2). La evangelización invita a la pobreza voluntaria sin
dispensar de la honestidad elemental en la gestión de los bienes eclesiásticos o de los recursos
adquiridos con ocasión del ministerio.
De un extremo a otro, la perspectiva sigue siendo la misma “ministros de Cristo Cabeza para
construir todo su Cuerpo, que es la Iglesia, como cooperadores del Orden episcopal”, los
sacerdotes “están, por este solo hecho, dotados de una gracia particular”. “Por el servicio de los
hombres que le son confiados y de todo el Pueblo de Dios”, deberán tender “hacia la perfección
de Aquel a quien representan” (PO, 12, párrafo 1).

CONCLUSIÓN

Al terminar nos hacemos dos preguntas.


1°¿Existe una espiritualidad del clero diocesano? Digamos que, para el Concilio, la cuestión
sigue abierta. Presbyterorum Ordinis habla de “vida espiritual” (tres veces solamente, salvo
error), o mejor, de “peculiares exigencias espirituales en la vida del presbítero”, los Padres han
preferido el lenguaje concreto que evita mejor las dicotomías abstractas. Asimismo, habla de los
sacerdotes (más bien que del clero o del sacerdocio) y de los “sacerdotes adscritos al servicio de
una diócesis” (PO 8, párrafo 1).
Por el contrario, CD y LG hablan claramente de los “sacerdotes diocesanos”,
distinguiéndolos de los “sacerdotes religiosos”. Lumen gentium invita a “todos los sacerdotes,
especialmente a los que por el título particular de su ordenación son llamados sacerdotes
diocesanos” a que recuerden “cuánto contribuyen a su santificación, su unión fiel y su generosa
colaboración con su obispo” (LG 41, párrafo 3).
El Concilio no ha ido más lejos. Queda, pues, indicada una pista por recorrer, el Concilio nos
ha dado las bases doctrinales sólidas y las orientaciones espirituales con las que tendrá que
contar toda respuesta correcta a esta cuestión.
¿Qué se buscaba con la expresión “espiritualidad del clero diocesano”? Eran, sobre todo, dos
cosas:
- una espiritualidad sacerdotal que incluya el ministerio como medio para ayudar a los
sacerdotes a realizar la unidad de su vida;
- una espiritualidad que envuelva el lazo de los sacerdotes con su obispo y el lazo entre
ellos mismos.
Existe, pues, una espiritualidad sacerdotal. No es “una capillita” es una espiritualidad de la
Iglesia, que hace del sacerdote “hombre de la Iglesia”. La espiritualidad que señala PO es válida
para “todos los sacerdotes”, incluidos los sacerdotes religiosos (PO 1). Parece que se ha evitado
el peligro de confinamiento que acompaña a toda formulación de una espiritualidad
determinada.
El punto de unión entre los sacerdotes de una diócesis y su obispo, no podrá ser exclusivo. A
nivel del presbiterado, mi lazo de unión con los demás sacerdotes de la diócesis no puede
dispensarme, ni de reconocer la fraternidad sacramental que me une todo el Orden de los
sacerdotes ni de asumir con todos ellos el “cuidado de todas las Iglesias” (PO 10).
La forma de servir al bien de la Iglesia universal es trabajando con el obispo en su diócesis.
Finalmente, es necesario, evidentemente, cuidarse de no absorber el sacerdocio de los
sacerdotes en el de los obispos, incluido el obispo diocesano. Los sacerdotes son los
“instrumentos vivientes”, no del obispo, sino de Cristo. Los sacerdotes participan del sacerdocio
de Cristo y no del sacerdocio del obispo. Ahí precisamente radica el fundamento de su unidad
con el obispo. Por eso la relación de los obispos con sus sacerdotes debe ser, a la vez, paternal y
fraternal, jamás paternalista; a su vez, la relación de los sacerdotes con su obispo debe ser, al
mismo tiempo, filial y fraternal, jamás adolescente o infantil.
Para asegurar este estilo de cooperación en la comunión con el sacerdocio y con la misión de
Cristo, el Decreto ha preferido descartar lo que hubiera podido, aun remotamente, crear un
riesgo de presión de la autoridad de los obispos sobre la libertad legítima de los sacerdotes.
Aunque recordando la responsabilidad que tienen los obispos en la formación y la santificación
de sus sacerdotes, se ha rehusado, por ejemplo, que el obispo designe confesores o directores
espirituales a su clero. No se ha querido tampoco colocar las asociaciones sacerdotales bajo la
autoridad del obispo, basta que el obispo dé su aprobación general.
Se debe edificar una espiritualidad sobre lo que es el sacerdote y sobre lo que él tiene que
hacer por razón de su ordenación.

2° ¿PO es una actualización espiritual para el sacerdote?


Presbyterorum Ordinis es un texto muy bello, acaso uno de los más nuevos y, al mismo
tiempo, de los más tradicionales del Vaticano II.
Pero es un texto fruto de una larga maduración (trabajo de los teólogos, experiencia vivida de
los sacerdotes). Este Decreto es, además, el fruto de toda la vida de la Iglesia en Concilio, que
llega a su madurez en su última etapa.
Lo que nos corresponde vivir, si nos comprometemos sinceramente a seguir las huellas
trazadas por PO, eso será lo que poco a poco termine por dar una espiritualidad sacerdotal
completa. El espíritu de fe, que lo alumbra todo; la abnegación de sí mismo, que lo purifica
todo; la vida de oración, que fecunda todo; la caridad divina, que vivifica todo; esto tendrá que
manifestarse, progresivamente, por la experiencia vivida.
Otra cosa debemos pensar. ¿En qué forma los sacerdotes van a vivir mañana y van a
manifestar su sacerdocio en una Iglesia en “disminución”, teniendo que cumplir su misión
dentro de una civilización profana (secularizada), industrial y cibernética? “Vivir su unión con
Cristo en todas las circunstancias de la vida” (PO 18, párrafo 1), ¿qué será esto, para los
sacerdotes, dentro de nuestros contextos?
Vivir como cristiano no es ya tan fácil como nosotros, sacerdotes, nos lo imaginamos quizá
cuando exhortamos a los demás. Pero si los sacerdotes nos conformamos con querer vivir
nuestra unión con Cristo como cristianos, siendo así que estamos unidos a Él como “cristianos
ordenados al ministerio jerárquico”, negaríamos toda la enseñanza del Concilio y tendríamos
que renunciar a unificar su propia vida.
Subsiste el interrogante. Queda en pie el compromiso del “aggiornamento” espiritual. Su
suerte, y en gran parte, la suerte de la renovación de la Iglesia y de su misión en el mundo será,
a fin de cuentas, la que todos nosotros, juntos, le demos.

Pbro. Gabriel Quezada Mendoza

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