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Ejemplos como los anteriores ponen de manifiesto la estrecha relación


existente entre las formas corteses y las formas indirectas de hablar, que con
frecuencia se identifican. Decir algo indirectamente es la más elemental
forma de cortesía, empleada sobre todo cuando lo que se va a decir puede
causar daño, molestia o inconveniente a nuestro interlocutor. Es la táctica
que empleamos cuando decimos a una visita que se está poniendo algo
pesada: «¡Qué sueño tengo! Y mañana otra vez a las siete en pie», dándole a
entender que queremos que se vaya.
Otra estrategia de cortesía muy común es dar un rodeo antes de enunciar
el contenido que consideramos más difícil de aceptar por el interlocutor, ya
sea para pedirle un favor, comunicarle una mala noticia, etc.: «¡Qué mala
racha llevo! Se me ha estropeado el ordenador, me han cortado el teléfono y
justamente hoy, que iba a hacer mudanza, el coche me deja tirada. ¿A ti te
hace mucha falta el tuyo esta tarde?».
Si queremos hacer una afirmación que sabemos va a enojar al
interlocutor, podemos emplear la estrategia de la impersonalización y la
atenuación mediante giros como: «Podríamos decir que se han considerado
todas las posibilidades y no queda más remedio que despedirle», aseveración
más cortés que: «He decidido despedirle», aunque ambas comuniquen lo
mismo. La cortesía no varía el contenido preposicional de las oraciones, sino
que sólo afecta a las relaciones entre los hablantes y al reflejo de las
opiniones de éstos. Un enamorado sabe que le están dando igualmente
calabazas con la oración: «Mira, lo nuestro no puede ser porque ahora no
quiero iniciar una relación estable» que con: «No salgo contigo porque no
me gustas»; sin embargo, si se le dice esta última pensará que esa persona no
ha tenido ningún reparo en hacerle daño y que probablemente no le tiene
mucho aprecio. La información transmitida no ha variado sustancialmente,
pero el hacerlo de una forma u otra nos indica la consideración que la
emisora del mensaje tenía hacia su destinatario.
Dado su carácter social, las normas de cortesía varían sensiblemente de
una cultura a otra. En Japón cuando una persona hace un regalo acostumbra
a minimizar el valor del objeto, resaltar todas sus cualidades negativas e
incluso afirmar que puede ser ofensivo regalarlo (Escandell, 1993:161). En
la cultura occidental no está mal considerado afirmar el convencimiento de
que al otro le va a encantar, aunque también se puede acompañar la entrega
con expresiones de modestia como «es una tontería» o «un detallito de
nada», mucho menos exageradas que las japonesas.
En otras ocasiones, una actitud que es cortés en una civilización puede
resultar extremadamente descortés en otra. El lingüista británico David
Crystal fue invitado a cenar a casa de un rico árabe del desierto. Cuando vio
el banquete comenzó a elogiarlo, ante lo cual el anfitrión ordenó,
ligeramente molesto, retirar todos los platos y preparar un nuevo menú.
Alabar la comida en aquella cultura no es un gesto de cortesía y amabilidad,
sino una forma de mostrar desagrado (Escandell, 1993:161).
1. Cortesía y género
Generalmente se ha señalado que la mujer es más cortés que el hombre
porque tiende a hacer mayor uso de actos indirectos. Así se ha observado en
lugares tan diversos como los pueblos Tamil del sur de la India o entre las
mujeres latmul (Brown y Levinson, 1987). En Tenejapa, municipio del
Estado de Chiapas (México), las mujeres de la comunidad maya son más
corteses que los hombres. Su lenguaje es más elaborado, usan más términos
cariñosos, partículas enfáticas, ironía, preguntas retóricas y aserciones
negativas con significado de afirmativas, todo ello acompañado de una
particular entonación. Además utilizan formas de cortesía en ocasiones en
que los hombres no lo hacen, por ejemplo para expresar sentimientos fuertes
o una opinión enfática. Los hombres por su parte bromean con temas
sexuales y adoptan un estilo mixto entre la predicación y la enseñanza.
Suelen ser más bruscos con las mujeres y ellas son más corteses con los
varones, puesto que la brusquedad es un refuerzo de la masculinidad y la
cortesía lo es de la feminidad (Brown, 1979, 1980).
Las mujeres japonesas tienden a utilizar en el trabajo más estrategias de
cortesía positiva —la que busca compenetración y entendimiento—,
mientras que los hombres en la interacción social emplean más estrategias de
cortesía negativa —la que intenta preservar al hablante de la imposición
ajena (Ide et al.,1986).
El hecho de que este patrón se dé en culturas tan diversas ha llevado a
los lingüistas Penelope Brown y Stephen Levinson a concluir:
«Sospechamos que en la mayoría de las culturas las mujeres entre ellas
tienen tendencia a usar estrategias de cortesía positiva más elaboradas que
los hombres entre ellos» (1987:246).
Sin embargo, no se trata de un comportamiento universal. En algunos
lugares, como Madagascar, ocurre justo lo contrario: en malgache las
mujeres emplean un discurso directo, en el sentido de que es más fijo, con
menos variaciones. Los hombres utilizan el discurso indirecto, que es alusivo
y flexible, está asociado al discurso público y es socialmente más valorado
(Keenan, 1974).
En los países occidentales industrializados las mujeres y los hombres
despliegan estrategias de cortesía diferentes; en algunos casos, es cierto que
la mujer tiene un comportamiento más cortés, en otros se trata simplemente
de distintas formas de concebir las relaciones con los demás.
Las mujeres tienden a hablar con la atención puesta en la comunicación y
la interacción con el resto de los participantes, los hombres se centran en el
contenido de la conversación. Como señala Lakoff: «Las mujeres tienen más
interés en el descubrimiento interpersonal que en el análisis de hechos
externos» (1981:115). Esto no significa que las estrategias de cortesía
desarrolladas por la mujer nunca pongan más énfasis en el contenido que en
la relación con otros interlocutores, ni que los hombres no den ninguna
importancia a los vínculos establecidos con otras personas y a la
susceptibilidad de éstos a las normas de cortesía, simplemente se trata de dos
tendencias, una suelen emplearla más las mujeres; otra, los hombres.
a) Elogios
No hay duda de que alabar a alguien es un acto de cortesía cuyo
contenido es puramente social, ya que el hablante no comunica nada, sino
simplemente indica el reconocimiento a algo hecho por el oyente. Los
halagos son mucho más frecuentes en las interacciones entre mujeres que
entre hombres, y ellas no sólo los dan sino que también los reciben de otras
mujeres con más frecuencia. Así lo ha constatado la sociolingüista Janet
Holmes (1993) en su estudio del inglés neozelandés en el que las mujeres
profirieron el 68% de las alabanzas y recibieron el 74%, mientras los
hombres entre ellos sólo protagonizaron el 9% de los halagos.
No sólo en la cantidad, sino también en la intención del elogio, difieren
las mujeres y los hombres. Puesto que elogiar la actitud de alguien significa
reconocer su buenhacer, su papel activo y bien llevado a cabo, ya sea en
aprobar un examen o en adelgazar unos quilos, hacerlo indica una actitud
afectiva que para las mujeres contribuye a crear solidaridad y unión entre
quien lo da y quien lo recibe. Los hombres, a la vista de la escasa presencia
de la alabanza en su discurso, no parecen darle esa importancia. Sin
embargo, existe entre los elogios uno que no implica reconocimiento de
ningún papel activo por parte de quien lo recibe: el piropo (Haverkate,
1994:92). Éste es casi exclusivamente dirigido por hombres a mujeres y su
función no es la de establecer una relación afectiva entre quien lo da y lo
recibe, sino señalar una atracción sexual que puede resultar violenta para la
mujer, especialmente cuando se da entre dos desconocidos o si el emisor
emplea palabras agresivas o soeces.
b) Disculpas
El acto cortés de pedir disculpas funciona de forma bastante semejante a
los elogios, pues el intercambio de éstas es también más frecuente entre
mujeres que entre hombres. En el estudio de Holmes (1993) no se aprecia
una diferencia significativa en la presentación de disculpas en intercambios
mixtos: las disculpas de una mujer a un hombre representan el 18% y las de
un hombre a una mujer el 17%. Sin embargo, el 56% fueron presentadas por
una mujer a otra, mientras que entre los hombres sólo se dieron el 8%. Esto
indica claramente que en el discurso cooperativo desarrollado entre mujeres
la presentación de disculpas contribuye a apoyar la imagen de las
interlocutoras, mientras que para los varones es un acto mucho más
prescindible.
En un estudio llevado a cabo en Quintanar de la Orden (Toledo) sobre el
tipo de excusas presentadas cuando alguien llama a la puerta y no se puede
abrir inmediatamente, se ofreció a los encuestados una gama de
posibilidades que iban desde la excusa menos cortés «ya va», hasta la
considerada máximamente cortés «por favor, espere un momento». Entre los
que hacían uso de las fórmulas menos corteses el 75% eran hombres y entre
quienes preferían las excusas más corteses el 60% eran mujeres (Moreno,
1989:441).
Por otro lado, una disculpa, como «perdona», «lo siento», puede recibir
diversas respuestas, que van desde su aceptación, con un «no es nada», hasta
el rechazo, indicado por el silencio. Aceptar las disculpas es más frecuente
entre las mujeres, que lo hacen el 38% de los casos, frente al 27% de los
hombres. El rechazo es mucho menos común en conversaciones mixtas,
aunque en los varones es ligeramente superior, ya que se inclinan por él el
19% de las ocasiones y las mujeres sólo el 11%. El papel de la respuesta a
una disculpa es fundamental por cuanto que la aceptación logra restaurar la
imagen de ambos participantes. Si una persona ofende a otra, dañará su
imagen y la presentación de disculpas tendrá la misión de remediar ese daño.
Pero si la primera persona no acepta la disculpa no se restablecerá el clima
amistoso y es fácil que surjan tensiones. Parece lógico, por tanto, que si en
las interacciones femeninas el entendimiento y la relación con las
interlocutoras desempeña un papel primordial, se utilicen las disculpas con
más frecuencia, como forma de evitar cualquier posible fricción.
c) Problemas y consejos
El discurso de la compenetración que la mujer busca en su conversación
con otras mujeres facilita la consolidación de amistades a través de la
consecución de la intimidad. La charla con otras mujeres a las que confiar
los propios problemas supone un gran apoyo para la mayoría, que, al igual
que los hombres, suele tener a otras mujeres entre sus principales
confidentes.
Cuando una mujer habla de un problema con sus amigas tiende a sentirse
confortada por los relatos de otras que hayan tenido experiencias similares o
por palabras que indiquen comprensión de los sentimientos que expresa. Si
la relación de una mujer con su marido ya no marcha bien y está pensando
en divorciarse, tenderá a contárselo a sus amigas. La respuesta más probable
de éstas será bien palabras con las que demuestren compartir sus
sentimientos, bien el relato de su propia experiencia si han pasado por una
situación similar. Esta reacción está condicionada por la concepción
igualitaria de las mujeres de su relación con otras mujeres. Expresar la
conexión con los problemas de una amiga o manifestar que se ha vivido algo
parecido refuerza los lazos de intimidad y reconforta porque crea sensación
de comunidad y solidaridad. El simple hecho de hablar de los problemas, de
contrastar las distintas opiniones y experiencias, es para la mujer un
desahogo agradable, en el que encuentra apoyo aunque nadie explícitamente
le dé una solución a su problema.
Sin embargo, los hombres ven estas conversaciones como un derroche
gratuito de palabras en el que se dan muchas vueltas al mismo tema sin
solucionar nada. Para la mayoría de ellos hablar de los problemas es mucho
más difícil, pues no sólo está socialmente mal visto que lo hagan, sino que
además les sitúa frente a sus interlocutores en una posición de debilidad que
no les gusta. Si un hombre cuenta a un amigo la situación difícil que
atraviesa con su pareja, la más probable respuesta del otro será una
sugerencia de lo que debe hacer, un consejo práctico para que logre poner fin
a esa situación. Seguir hablando de un problema no tiene sentido, al
contrario de lo que les ocurre a las mujeres, desde el momento en que ya uno
lo ha planteado y otro ha propuesto una solución.
En las respuestas al planteamiento de problemas se ha comprobado que
los varones tienen una mayor tendencia a emplear el imperativo en oraciones
que expresan su opinión o una sugerencia que puede tomarse como un
consejo, como: «Si no te gusta esa mujer, déjala ya» (Preisler, 1986:284).
Desde la perspectiva masculina, la suma de estas tácticas sitúa al que da
el consejo en una posición de superioridad, que puede ser incómoda para
ambos en algunas ocasiones. Por ello, en ciertos momentos, ante los
problemas que les cuentan sus amigos pueden tomar la actitud de buscar la
creación de simetría negando la existencia del problema. Deborah Tannen
(1990:57) observó este comportamiento entre dos amigos adolescentes
sometidos a un experimento en el que se les dejaba solos y se les pedía que
hablasen de algo importante, mientras eran grabados sin saberlo. Uno de
ellos comienza a contarle al otro que se había sentido desplazado en una
fiesta a la que asistieron juntos porque éste se había marchado antes que él.
El que está siendo acusado responde intentando negar las razones del otro:
«¿Cómo pudiste sentirte desplazado? Conocías a Lois y a Sam». A lo que el
primero replica que Sam conocía a mucha gente y no le hacía caso. El amigo
sigue intentando convencerle arguyendo que Sam sólo conocía a unas cinco
personas. Finalmente llega a decirle que conocía a más gente en aquella
fiesta que él mismo, con el objetivo de reconfortarle, persuadiéndole de que
no tiene ningún problema porque tiene muchas amistades.
Es fácil imaginarse que esta distinta forma de dar consejos y escuchar los
problemas ajenos puede provocar malentendidos en las conversaciones
mixtas, como ha comprobado Tannen (1990). Esta investigadora entrevistó a
una mujer que había sufrido una operación en el pecho y estaba angustiada
por el sentimiento de haber sido abierta y porque temía que la cicatriz le
deformara el seno. Cuando relató su preocupación a su hermana ésta
respondió: «Ya, cuando me operaron a mí me sentía igual»; otra amiga le
dijo: «Ya, es como si hubieran profanado tu cuerpo». Sin embargo, al
contárselo a su marido éste le respondió: «Puedes hacerte la cirugía estética
para ocultar la cicatriz y recuperar la forma de tu pecho». Así como los
comentarios de su hermana y su amiga habían sido reconfortantes, el de su
marido le hizo sentirse aún peor. No sólo lo interpretó como una falta de
comprensión hacia lo que ella sentía, sino que pensó que a él realmente no le
gustaba cómo le había quedado el pecho y por eso le sugería que se operase.
La incomprensión se da, en palabras de la autora, porque:
Ella quería el obsequio de la comprensión, pero él la obsequió con un
consejo. Él adoptó la óptica de solucionar el problema, mientras que ella
simplemente quena la confirmación de sus sentimientos (Tannen, 1990:50).
Del mismo modo, puede ocurrir que un hombre se sienta defraudado al
contar sus problemas a una mujer si ésta le responde con un relato similar,
porque siente que se le intenta privar de lo singular de su experiencia. Así se
refleja en el siguiente diálogo recogido por Tannen (1990:51):
Él: Estoy cansadísimo. No he dormido bien esta noche. Ella: Yo tampoco
he dormido bien, nunca lo consigo. Él: ¿Por qué tratas de quitarme
importancia?
Ella: ¿Yo? ¡Sólo estoy intentando demostrarte que te comprendo!

d) Órdenes
Así como elogiar a nuestro interlocutor es un acto inherentemente cortés,
existen otros, como dar órdenes, que son intrínsecamente descorteses
porque, al limitar la libertad de acción de la persona que los recibe, pueden
suponer una amenaza para su imagen pública. Todos tenemos una imagen de
nosotros mismos que puede verse reforzada por una felicitación, o
amenazada, por ejemplo, por un mandato. La misión de la cortesía es reducir
el carácter amenazador que tienen los actos inherentemente descorteses para
la imagen pública del que los recibe (Brown y Levinson, 1987).
Normalmente la persona que da una orden está en una posición superior al
que la recibe, pero enfatizar esa asimetría no contribuye a lograr efectividad
en el cumplimiento del mandato como señala la siguiente máxima de
cortesía:
Si quieres que tu interlocutor realice una acción determinada en tu propio
beneficio, dirígete a él en primera instancia haciéndole un ruego,
independientemente de que tengas o no poder o autoridad sobre él
(Haverkate, 1994:150).
Realizar un ruego, incluso en el caso de que la posición de poder permita
al hablante formularlo como mandato, es una estrategia cortés que intenta
evitar el ataque a la imagen pública de quien recibe una orden, y redunda en
beneficio de ambos porque también mediante esta táctica el hablante tiene
más posibilidades de lograr lo que se propone. Se ha comprobado que las
mujeres que ocupan puestos de poder tienden a dar órdenes siguiendo esta
estrategia (Tannen, 1994:160), ya que, además de ver cumplidos sus deseos,
contribuye a mantener buenas relaciones con sus subordinados.
Sin embargo, para muchos hombres que ocupan una posición de poder,
ésta se delimita en función de a quién dan órdenes y de quién las reciben, por
lo que éstas desempeñan un importante papel a la hora de situar a los
miembros de una sociedad en una escala jerárquica. Por este motivo los
varones suelen preferir las
órdenes directas, que reafirman su autoridad, en lugar de los ruegos o las
órdenes indirectas.
A pesar de contribuir a mantener el entendimiento, las órdenes indirectas
pueden trocarse en un arma de doble filo para muchas mujeres que, dado que
se desenvuelven en ámbitos todavía masculinos, como son las empresas, los
negocios, etc., fácilmente van a ser juzgadas desde esa óptica como poco
capaces de ocupar un puesto de mando. Obviamente esto no es cierto, pues
en muchas ocasiones la expresión indirecta de una orden refleja una gran
autoridad. Así lo señala el adagio: «Tus deseos son órdenes para mí»
ejemplificado en el caso del criado que con sólo oír a su señora decir:
«Parece que hay algo de suciedad en las cortinas», ya sabe que le está
ordenando que las lave. La clave de la cuestión no es que un mandato
mitigado o pronunciado indirectamente sea en realidad menos apto para
ejercer la autoridad, sino que puede dar esa impresión a quienes no
comparten las mismas estrategias de actuación.
Asimismo, como señala Tannen (1994:179), salvaguardar la imagen de
dos hablantes es tarea de ambos. Una mujer cuya forma de dirigirse a sus
subordinados muestre preocupación por la imagen de éstos y evite subrayar
su posición de poder puede más fácilmente ver su autoridad desafiada si sus
interlocutores no colaboran en demostrar que son conscientes de su
autoridad. Se trata de un toma y daca: la mujer desarrolla un discurso que
crea una apariencia de igualdad que resulta cómoda para sus subordinados y
para ella misma. Éstos a su vez no interpretan esa forma de hablar como
carente de autoridad, sino que son plenamente conscientes de ella, pero
participan en el juego simbólico porque contribuye a una relación más fluida
y a un mejor ambiente de colaboración.
En un estudio llevado a cabo por el lingüista Bent Preisler muchos
hombres en posiciones de mando señalaban que adoptaban en ocasiones esta
estrategia porque eran conscientes de su efectividad: «Los dirigentes que
tienen que tomar decisiones reconocen el valor de algunos aspectos del
comportamiento comunicativo normalmente característico de las mujeres»
(1986:288).
e) Expresión de aserciones
A la hora de expresar nuestras opiniones o creencias podemos hacerlo
con distinta intensidad, lo que no está necesariamente relacionado con la
verdad de lo que exponemos ni con la seguridad en los conocimientos que
enunciamos. Si digo: «Sé que mi jefa no está contenta conmigo» sugiero que
lo sé a ciencia cierta porque ella me lo ha dicho. Sin embargo, con una
oración como: «Creo que mi jefa no está contenta conmigo» doy a entender
que no tengo tanta certeza sobre los hechos. Esta doble posibilidad no sólo
nos permite expresar lo mismo de dos formas distintas, sino también
manifestar nuestra actitud ante lo que estamos exponiendo, que es
igualmente importante. El empleo de una u otra puede servir para
determinados fines cuando lo que se intenta no es transmitir exactamente lo
que uno piensa, sino ejercer cierta influencia en el ánimo del oyente. La
afirmación realizada con el verbo saber tiende a infundir respeto, causar
admiración y lograr confianza de los demás (Haverkate, 1994:123), pero
también puede más fácilmente provocar enfrentamientos directos en caso de
desacuerdo. Por el contrario, las afirmaciones del segundo tipo mitigan la
fuerza de una aserción evitando dar la impresión de que se quiere imponer
un criterio y permitiendo que surjan opiniones divergentes sin crear una
oposición frontal.
Parece comprobado que las mujeres tienden a expresar sus ideas con
fórmulas de cortesía como «en mi opinión», «puede ser que me equivoque,
pero...», que minimizan el disentimiento que pueda surgir en una
conversación, coherentemente con su interés por preservar el
funcionamiento fluido de la interacción y mantener el tono amistoso. Esto no
significa que tengan menos seguridad en lo que dicen, sino que no ven
necesario poner énfasis en su convencimiento y prefieren hacerlo en el logro
de
un ambiente de acuerdo global. Otra técnica para lograr esto es apoyarse
en la afirmación que no se comparte y señalar algún rasgo positivo o con el
que se está de acuerdo para, sobre esa base común, expresar el
disentimiento, que quedará mitigado bajo la apariencia de que no se trata de
posturas encontradas. Con este comportamiento la mujer observa
particularmente las normas de cortesía que indican que se debe ofrecer
opciones al interlocutor para que la aserción no se convierta en una
imposición, ya que éstas amenazan la imagen pública del otro. Si todas las
partes se comportan de forma similar, e interpretan la mitigación de las
aserciones de la misma forma, se facilita la creación de una atmósfera
distendida incluso cuando no hay acuerdo total sobre el tema del que se está
hablando.
Sin embargo, esto no ocurre siempre. En las interacciones masculinas es
mucho más frecuente que los hombres tiendan a optar por la estrategia
contraria, la que da apariencia de seguridad en el contenido incluso aunque
el hablante no la tenga, y se enzarcen en discusiones sobre materias
aparentemente irrelevantes, en las que cada uno de los participantes
considera necesaria la expresión categórica de su opinión como forma de
situarse por encima del otro. Esas discusiones que desde el punto de vista
femenino son excesivamente tensas y desagradables, entre hombres
contribuyen a crear ambiente de camaradería y no suelen acabar mal, al
contrario de lo que pueda parecerle a una observadora ajena. Por otro lado,
los hombres ven en las charlas femeninas excesivo peloteo y consideración a
la opinión de las demás, que a veces interpretan como signo de inseguridad.
Pero no todas las mujeres son iguales ni tienen la misma visión del
mundo, como tampoco les ocurre a los hombres. Todos podemos expresar
nuestras opiniones de las dos formas según las circunstancias, y siempre
habrá mujeres y hombres que no se ciñan al patrón señalado. Esto no implica
que exista nada negativo en ellos ni nada erróneo en los estudios aquí
aducidos, que simplemente muestran qué estilo predomina en cada sexo y
cuáles son las tendencias mayoritarias en las que ambos difie
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ren. Se trata de hallazgos con gran valor explicativo porque reflejan
comportamientos bastante extendidos, si bien no universales.
2. Poder y solidaridad en las formas de tratamiento
En muchas lenguas existe un tratamiento informal y otro de respeto,
como en español tú - usted; cada forma posee siempre una significación
social, que puede variar según la lengua y la sociedad de que se trate. Nunca
expresamos lo mismo tratando a alguien de tú que de usted, pues su uso está
condicionado por la relación existente entre los interlocutores, su posición
social, los vínculos que los unen, la edad, la situación en que transcurre la
conversación y el sexo. Como hablantes, manejamos unas normas sobre el
uso de estos pronombres que forman parte de nuestro conocimiento social
del uso del lenguaje; todos sabemos que no es adecuado tutear a un
conferenciante de edad al interpelarle sobre algún aspecto de su charla, como
tampoco lo es tratar de usted a un compañero de clase.
De una forma muy elemental podemos decir que en todas las sociedades
hay dos tipos de relaciones sociales básicas: las simétricas, que se dan entre
iguales; y las asimétricas, que se dan entre un individuo superior en la escala
social y uno inferior. Las primeras suelen estar marcadas por la solidaridad,
noción compleja que puede abarcar tanto los lazos familiares como los que
se establecen por pertenecer a un mismo país, por ser del mismo sexo o por
compartir vínculos educacionales, religiosos o políticos. Entre dos gallegos
emigrantes que se encuentren en Nueva York casi inmediatamente surgirá
una relación de solidaridad propiciada por su origen común e independiente
de su edad o su estatus social. Por el contrario, la relación que se establece
cuando una persona tiene autoridad sobre otra se llama de poder, un caso
típico es la del jefe y el subordinado: el superior dice tú y recibe usted
(Brown y Gilman, 1960).
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Las formas de tratamiento que emplean los hablantes son un reflejo de
las relaciones entre ellos y, al mismo tiempo, su uso está fuertemente
condicionado por la estructura de la propia sociedad. La dicotomía de los
sexos no escapa al uso de estas formas, además de ser un exponente de cómo
se desarrollan las relaciones entre hombres y mujeres en sociedades con
distinto tipo y grado de desarrollo.
La lingüista Yolanda Solé (1970) llevó a cabo un estudio comparativo
sobre la norma de uso de los pronombres tú y usted en Argentina, Perú y
Puerto Rico que ilustra a la perfección la distinta configuración de las tres
sociedades. La investigación se llevó a cabo entre miembros de la clase
media de las tres capitales: Buenos Aires, Lima y San Juan de Puerto Rico
respectivamente. La singular historia de cada país ha dado lugar a distintas
estructuras sociales, que, en parte, son la causa del diverso funcionamiento
de las formas de tratamiento en cada uno.
En Argentina la industrialización y el proceso inmigratorio del siglo
pasado llevaron a la creación de un proletariado y una clase media que,
desde las primeras décadas de nuestro siglo, comenzó a desarrollar un
concepto nuevo de clase basado en los ingresos y el nivel educacional, frente
al concepto hereditario tradicional de la clase alta.
En Perú, con un desarrollo industrial incipiente, sigue imperando una
organización tradicional, donde las clases están mucho más radicalmente
diferenciadas y la movilidad social apenas existe. La clase alta ostenta el
poder apoyada en su origen, que a menudo se remonta a la época del
Virreinato, y en la propiedad de la tierra. La clase media que va surgiendo se
cimenta en valores puramente económicos y las clases populares están
formadas por obreros, campesinos, mineros, etc. La existencia autónoma de
los indígenas de la selva hace que, para su bien o para su mal, no se les
considere miembros de la sociedad.
Puerto Rico fue un país de base agrícola-ganadera hasta este siglo. Con
la anexión estadounidense en 1898 aparecieron los latifundios, propiedad de
grandes empresas agrícolas modernas,
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y se produjo un proceso de transculturación e industrialización que
propició la migración a centros urbanos y el consiguiente desarrollo de la
clase media. En la actualidad conviven una concepción de sociedad
tradicional y otra más moderna.
En estas tres sociedades tan diferentes es de esperar que la norma de uso
de los pronombres varíe, poniendo de manifiesto la estrecha relación
existente entre lenguaje y sociedad. Esta variación no se restringe a las
relaciones entre las distintas clases sociales sino que también tiene una
interesante correlación con el sexo de los hablantes.
a) Buenos Aires
En la sociedad más modernizada de las tres que estamos comparando,
ambos sexos hacen un uso muy similar de las formas de tratamiento, lo que
refleja un mayor grado de igualdad entre hombres y mujeres. No se observan
diferencias considerables en el trato a la familia consanguínea ni a la
política. En el trato entre suegros y yernos o nueras prevalece la distinción
jerárquica a la sexual; tampoco entre compañeros de trabajo o universitarios
se observan pautas de uso muy distintas. Las principales diferencias se dan
en el ámbito de la familia distante, el servicio doméstico y el trato a
sacerdotes amigos.
Entre familiares lejanos que no se conocen bien la mujer emplea el vos
—equivalente en Argentina al trato de familiaridad que nosotros expresamos
con tú— un 14% más que el hombre. Las primas entre sí prefieren vos un
20% más que los primos; y las cuñadas también se inclinan por esta forma
un 12% más que los cuñados entre ellos, lo que nos habla de la existencia de
una mayor conciencia de grupo y solidaridad intrasexual entre las mujeres.
En el ámbito laboral, la principal diferencia se observa en el trato al
servicio doméstico, ya que los hombres se inclinan por el usted, mientras la
mujer emplea el vos llamado señorial, que es correspondido con usted por su
subordinado.
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En el trato a sacerdotes amigos la mujer siempre se inclina por el usted y
el hombre por el vos. Los varones parecen preferir el trato de confianza, al
prevalecer la relación de amistad con una persona del mismo sexo, con la
que las mujeres por ser del sexo opuesto no sentirían un vínculo tan estrecho.
En general, el predominio de usos recíprocos nos habla de una sociedad
con mayor tendencia al igualitarismo, favorecida más por la modernización
que por la situación social en sí misma, que no es en absoluto de igualdad.
b) Lima
En esta ciudad el hombre tiende a tutear más y antes que la mujer,
aunque es más frecuente el uso del tú entre personas del mismo sexo que
entre las de sexo contrario. Asimismo, el varón hace un mayor uso del tú
señorial.
En las relaciones familiares cercanas la mujer limeña suele preferir el
pronombre de confianza. Tutea tanto a sus tíos como a sus primos un 28%
más que el hombre. Sin embargo, en el trato a miembros distantes de la
familia que no se conocen bien, el hombre emplea el tú un 20% más que la
mujer. Él establece con la familia lejana una relación de solidaridad y ella
prefiere señalar distancia o respeto. Esto se debe a la existencia de vestigios
patriarcales en la familia y la'consideración de las relaciones más distantes
como dominio del varón. Sin embargo, en las cercanas, donde predomina el
componente afectivo, la mujer mantiene la preponderancia en el trato de
confianza.
En el trabajo el trato más frecuente hacia los compañeros es el de usted;
sin embargo, el hombre prefiere el tuteo un 22% más que la mujer. A su vez
ésta recibe de sus superiores el tuteo hasta un 25% más que el hombre,
porcentaje que alcanza el 40% si se trata del servicio doméstico. Puesto que
la norma en el ámbito laboral es el trato recíproco de usted que se emplea
tanto de superior a inferior como a la inversa, el hecho de que la mujer
reciba por parte de un superior masculino el tú no recíproco más
que los hombres refleja que existe una clara situación de desigualdad
entre varones y mujeres de una misma categoría laboral, ya que a pesar de
tener el mismo rango se las trata a ellas con menos reciprocidad que a ellos.
Es precisamente el trato no recíproco, aquel en que un subordinado trata
de usted a un jefe y éste le responde con el tú, el que pone de manifiesto una
estructura social poco democrática e igualitaria, que en este caso se
manifiesta en forma de discriminación hacia la mujer. Una situación similar
se da con la familia política: los suegros tutean un 20% más a la nuera que al
yerno, lo que refleja una mayor distancia o respeto hacia el hombre en todos
los ámbitos de la sociedad.
c) San Juan de Puerto Rico
En San Juan se da la mayor divergencia en el uso de los pronombres tú y
usted por parte de hombres y mujeres. El hombre inicia el tuteo y lo emplea
con más frecuencia que la mujer, como ocurre en Lima, aunque depende en
gran medida de cada situación.
En el ámbito de la familia cercana la mujer tutea a los abuelos un 16%
más que el hombre; a las nueras y cuñados, un 14% más; a los primos, un
7% más; y a los tíos, un 10% más que el hombre.
El yerno usa para sus suegros el tú en un 10% más de casos que la nuera,
lo que revela que en esta relación prima para la mujer el concepto de poder
sobre el de solidaridad, razón por la que prefiere el trato de respeto. El
suegro por su parte tutea hasta un 30% más a su nuera que a su yerno, lo que
evidencia la tendencia masculina a tutear más a las mujeres que a otros
hombres. También los nietos varones tutean a la abuela hasta un 12% más
que al abuelo.
En las relaciones sociales fuera de la familia se observa una tendencia
mayor de la mujer a tutear a una persona superior en la escala social, sobre
todo en situaciones informales, como una fiesta. Si se encuentra con un
compatriota en el extranjero, la mujer empleará el tú con más probabilidad
que el hombre. Asimismo, las mujeres tienen mayor tendencia a tutearse
entre ellas que los hombres, lo que habla de una solidaridad intrasexual más
fuerte que la de los varones, que, por lo general, tutean más a las mujeres
que a otros hombres.
En el ámbito laboral el hombre demuestra una mayor conciencia de la
jerarquía, que define el poder de los demás y pone límite al que él mismo
ejerce. Tiene una mayor inclinación que la mujer por el tú en el trato a sus
subordinados y en general a los inferiores a él; si ese subordinado es una
mujer, la preferencia por el tuteo puede ser hasta un 15% superior a la que
muestra hacia el subordinado varón, situación que también se daba en Perú.
En el trato a sacerdotes amigos ambos sexos prefieren el usted; sin
embargo, es curioso que cuando se trata de una antigua amiga o compañera
de estudios que ha entrado en la vida religiosa, los hombres emplean el usted
y las mujeres el tú. Para ellos prima la idea de respeto y jerarquía debidos al
clero, mientras para las mujeres es más importante la experiencia pasada
común y ser del mismo sexo, pues si no también tratarían de tú a los
sacerdotes amigos, cosa que no hacen.
A la vista de los datos parece que la norma pronominal que rige para
cada sexo está muy condicionada por el ámbito en que cada uno de ellos se
desenvuelve con mayor naturalidad. Para la mujer es la familia y las
relaciones sociales; para el hombre, el trabajo. La situación de la mujer, cuya
autoridad no es puesta en cuestión en la casa, hace que los criterios de
jerarquía en el trato sean para ella mucho menos importantes que para los
varones, que son muy conscientes en sus relaciones laborales de la posición
que ocupan respecto a su interlocutor.
Estos datos de Solé, que indican que en Lima y San Juan la mujer recibe
el tuteo en el trabajo más frecuentemente que el hombre, vienen a
completarse con los de otra investigación similar realizada en Puerto Rico.
Rezzi (1987, cit. por López Morales, 1989) consideró la edad, el sexo y las
relaciones de poder entre los hablantes como condicionantes principales del
uso de uno u otro pronombre.
En el trato a un jefe por parte de un subordinado coinciden las
preferencias de hombres y mujeres, pues ambos sexos suelen emplear el
usted. En este trato a un superior la relación de poder tiene peso por encima
de la edad y del sexo.
Sin embargo, al dirigirse a un subordinado de más edad utilizan usted el
65% de los jefes varones y el 86% de las jefas. Esta diferencia se debe a que,
pese a que las relaciones de poder colocan por encima al jefe, para las
mujeres sigue teniendo un gran peso la edad, de ahí su mayor inclinación al
tratamiento formal. Su posición de superioridad jerárquica no hace a la
mujer ignorar el criterio de la edad que generalmente utiliza para regular sus
usos de tú y usted, por ello trata a su subordinado de usted si éste es mayor y
sólo emplea el tú un 14% de las veces. Por el contrario los hombres, que
conceden mayor importancia a las relaciones de poder, insisten en señalar su
posición superior cuando la ostentan; así, el factor edad, que en otros casos
determina su uso del pronombre de tratamiento, queda en este caso en un
segundo plano y el varón ejerce de jefe permitiéndose el tratamiento de
confianza el 35% de las veces, mucho más que las jefas en la misma
situación.
Las conclusiones que extraemos de estas investigaciones producen cierta
inquietud. La imagen pública de las mujeres se ve amenazada en el mundo
laboral, pues cuando son subordinadas reciben más el tratamiento de
confianza y cuando son jefas utilizan más el de respeto. Por un lado, se las
ve como merecedoras de menos respeto por parte de sus jefes que los
varones de su misma categoría; por el otro, son contempladas como
deudoras de mayor respeto hacia sus subordinados, lo cual en el mundo
empresarial masculino se asocia a debilidad e incapacidad de ejercer la
autoridad.
Es indudable que los puestos de decisión en las empresas están todavía en
gran proporción en manos de los hombres y que las

211
mujeres que quieren acceder a ellos son juzgadas con criterios masculinos,
como la capacidad de imposición o la demostración de autoridad. Pero aún
pasará mucho tiempo hasta que las mujeres consigamos introducir en esos
ámbitos ciertos valores femeninos, como la cooperación, la comprensión o la
capacidad de trabajo en equipo. Mientras tanto hemos de tener presente que
seremos juzgadas con los criterios de quienes dominan ese terreno, que son
los hombres, no sólo en lo referente al uso de las formas de tratamiento, sino
también en otras estrategias discursivas relacionadas con el mundo laboral
cuyo uso difiere en hombres y mujeres.
3. £1 lenguaje en las relaciones laborales
Si bien es obvio que los malentendidos producidos por nuestro estilo
conversacional pueden empañar nuestras relaciones personales con los
demás, no lo es menos que una interpretación errónea de nuestras palabras
en el ámbito laboral puede tener peores consecuencias. La influencia de la
forma de hablar de cada uno en sus relaciones laborales y en el desempeño
de su trabajo es inevitable.
En algunos ramos, como el periodismo, el estilo conversacional es
decisivo en el ejercicio de la profesión, pudiendo llegar a ser una pieza clave
para la eficiencia. Así lo ha constatado la lingüista Joanne Winter (1993),
que analizó el comportamiento de periodistas mujeres y varones durante la
realización de entrevistas televisivas a eminentes políticos. Se comprobó que
las entrevistadoras consumían menos tiempo en el monólogo inicial, cuyo
cometido es presentar a la persona entrevistada, dejando así más tiempo para
que ésta hablase. De una duración total de 13 minutos la mujer empleó 50
segundos en dicha introducción, mientras el hombre consumió inicialmente
2 minutos y medio de una entrevista de 9 minutos y medio. Puesto que la
función de un periodista es sonsacar la máxima cantidad y calidad de
información a la persona que está entrevistando, es deseable que consuma el
menor tiempo posible para su monólogo inicial ya que son minutos que está
detrayendo de la intervención del entrevistado que es al fin y al cabo la que
interesa. Asimismo, la autora comprobó que los entrevistadores interrumpían
más a su entrevistado, llevaban la entrevista a un ritmo más rápido y
hablaban más alto. Ellas, por su parte, se servían de la entonación y el acento
para, por un lado, estrechar el margen de respuesta del entrevistado, evitando
así las respuestas evasivas y, por otro, controlar los temas que se trataban en
la entrevista.
Las estrategias de la entre vi stadora facilitan la indagación y no la
declaración de sus creencias, mientras el estilo del entrevistador es más
agresivo, especialmente en sus reacciones en las que opina sobre lo que dice
el entrevistado e incluso le desafía. La investigadora concluye que el primer
tipo de entrevista es colaborativa y hace más hincapié en el intercambio de
ideas e información; mientras que el segundo tiene un carácter competitivo
que contribuye a la creación de una determinada imagen del entrevistado
más que a la clara exposición de sus opiniones.
Estos hallazgos demuestran que ambos estilos de entrevistar pueden
resultar igualmente eficaces, si bien no consiguen los mismos fines. Uno de
ellos, el colaborativo, proporcionará a la audiencia una mayor cantidad de
información, presentando directamente la opinión de la persona entrevistada;
el otro contribuirá a la creación de la imagen de esa persona, dejando, como
consecuencia, menos espacio para lo puramente informativo.
También en el ejercicio de la profesión médica el estilo conversacional
del doctor o la doctora puede condicionar su comunicación con los pacientes
y con los colegas. Méndez et al. (1986) llevaron a cabo una investigación
con el objetivo de examinar cómo transmitían médicos y médicas
información dolorosa a sus pacientes. Observaron que, por lo general, las
doctoras tenían más en cuenta la dimensión afectiva de la interacción, por lo
que formulaban cuestiones dirigidas a interesarse por los sentimientos del
paciente e intentaban modificarlos de forma no crítica.
Otro aspecto importante de la relación médico-paciente es el cambio de
un tema a otro, que puede realizarse básicamente de dos formas. Cuando las
dos partes están de acuerdo en introducir una nueva materia, se suelen emitir
por parte de ambas una serie de «sí», «ya», «vale», etc., al finalizar el tema
previo; estas respuestas mínimas tienen como única función señalar que se
da por zanjada una cuestión y se puede pasar a otra. La segunda posibilidad
es el paso brusco con un enlace mínimo. Por ejemplo, el paciente relata un
dolor que tiene en el brazo desde que se cayera de la silla, a lo que el doctor
contesta: «Bueno, ¿y la infección se le pasó ya con el antibiótico?», sin que
esto signifique que no le haya hecho caso sino simplemente que daba por
concluido ese tema. El cambio gradual produce mayor satisfacción
comunicativa para el paciente porque percibe que se le está pidiendo acuerdo
para pasar a tratar otro tema; el cambio brusco resulta menos cómodo y
contribuye a crear la imagen de que es el doctor quien controla la situación y
no el paciente.
Las doctoras cuyas interacciones con pacientes fueron grabadas y
estudiadas por Nancy Ainsworth-Vaughn (1992) se inclinaban a usar el
cambio gradual frente al abrupto en una proporción de 5 a 1. Sin embargo,
los doctores empleaban el cambio brusco con más frecuencia, en una
relación de 1,4 a 1.
Especialmente curiosa es la relación comunicativa que se establece entre
el médico y la enfermera, pues en ella se entrecruza el factor sexo con la
distinta cualificación profesional que sitúa al médico en una posición de
autoridad con respecto a la enfermera. Stein (1967) observó que cuando el
médico pide consejo a la enfermera sobre el estado del paciente, no le
pregunta abiertamente su opinión, ya que si lo hiciera podría ponerse en
duda que sus conocimientos son superiores a los de ella. En otras ocasiones
es la enfermera la que hace recomendaciones sobre la salud de los pacientes
veladamente, sin que parezca que lo está haciendo, para que no se
interpreten como un desafío a la autoridad del médico. Así ambos participan
en un juego que les permite complementar sus distintas visiones sin
214
transgredir en apariencia los dominios profesionales de cada uno.
Más difícil aún puede resultar para una mujer ejercer como predicadora,
debido a la preponderancia masculina en el ámbito eclesiástico. En nuestro
país las mujeres no pueden dedicarse al sacerdocio, pero en otros países
donde sí lo hacen los sociolingüistas se han interesado por indagar las
estrategias que emplean las mujeres predicadoras. Smith (1993, cit. por
Tannen, 1994:173) analizó cómo se ponían estos mecanismos en práctica en
el laboratorio de predicación de un seminario. Aprender a predicar supone
para las mujeres un doble esfuerzo, pues además de adiestrarse en la
creación de autoridad mediante la palabra, tienen que evitar los métodos
tradicionales que identifican el estilo del predicador con la masculinidad,
como se refleja en la siguiente cita que la autora extrajo de un libro de texto:
Pero el ministro que es enérgico usa un lenguaje que suena a realidad. Él
nunca es vago, etéreo o afeminado... Él tiene el poder de mantener despierta
la conciencia de los hombres. ¡Él habla como un hombre! (Smith, 1993).
Los sujetos encuestados por la autora leyeron un mismo pasaje de la
Biblia, pero su forma de hacerlo fue muy distinta. Los hombres tendían a
poner en primer plano su autoridad, indicando su interpretación del texto
mediante frases como «después de pensar mucho sobre esto creo que...» o
«la mejor traducción que se puede dar a este fragmento es...».
Sin embargo, la mayor parte de las mujeres examinadas no llamaban la
atención sobre su autoridad por medio de este mecanismo, sino que
empleaban otras fórmulas discursivas, como sintetizar en estilo literario
parte de lo que acababan de leer o contar las historias como si se dirigieran a
niños. La mayoría de las mujeres del estudio mostraban implícitamente que
no querían enfatizar su posición de autoridad, aunque evidentemente eran
muy conscientes de que la tenían. Por el contrario, los hombres insistían en
su papel en la interpretación del texto como forma de marcar la autoridad
que ejercían sobre los que les escuchaban. Una vez más la visión igualitaria
y la visión jerárquica de las relaciones son la causa de estilos
conversacionales distintos.
Esta voluntad femenina de minimizar su autoridad suele estar presente en
su desempeño de posiciones de mando en cualquier ámbito laboral y a
menudo puede jugar en contra de ella. Lo cierto es que en nuestra sociedad
la autoridad por antonomasia sigue siendo masculina, muy especialmente en
la esfera pública. A la mujer que ejerce su autoridad se la ve como carente de
feminidad, agresiva, pero al mismo tiempo se le exige tener capacidad de
mando si va a desempeñar un puesto de dirección. Como señala Deborah
Tannen (1994:170), se espera de la mujer que presente sus creencias como
opiniones, que pida consejo y que sea educada, pero si hace todo esto se
juzga que le falta autoridad. Si, por el contrario, se expresa con seguridad y
largamente, interrumpe a otros y muestra cierta agresividad al hablar, no
gustará a nadie y será acusada de ser masculina.
En el mundo empresarial, regido aún por patrones masculinos, las
mujeres en puestos de dirección tienen que hacer auténticos encajes de
bolillos para llevarse bien con sus colegas y subordinados y al mismo tiempo
conseguir ejercer su poder de forma efectiva. La solución no es adoptar las
maneras masculinas porque además de que son vistas como excesivamente
agresivas, resultan postizas e insinceras, y muchas mujeres no se sienten
cómodas hablando de una forma que no es la natural en ellas. Además, el
estilo femenino no sólo es tan válido como el masculino sino que en
ocasiones demuestra ser mucho más efectivo para mandar sin perder la
cordialidad.
El problema surge cuando una apariencia de igualdad malinterpretada
lleva a desafiar la autoridad por parte de un subordinado, algo que puede
ocurrirle más fácilmente a quien no pone especial interés en señalar su
posición superior. Además, se puede confundir la voluntad de no mostrar
autoridad con la incapacidad de hacerlo, lo que puede hacer dudar de la valía
de una mujer para desempeñar un puesto de mayor responsabilidad. El
número de mujeres en los puestos de dirección de las empresas se ve
sensiblemente reducido a partir de cierto nivel, fenómeno que se ha
denominado «el techo de cristal», pues se trata de una barrera invisible pero
infranqueable para la mujer. Es difícil saber en qué medida la forma de
hablar contribuye a la creación de este obstáculo. Lo cierto y lamentable es
que mientras predomine el androcentrismo en el ámbito laboral se seguirá
juzgando negativamente el estilo femenino de ejercer el poder, y se
dificultará la promoción de las mujeres en sus carreras profesionales.
Capítulo décimo

Diferencias en el desarrollo cerebral y adquisición de estrategias


diferenciadas

Adquirir una lengua comprende mucho más que saber lo que significan
las palabras, conjugar los verbos o construir adecuadamente una oración. El
lenguaje es un vehículo de la socialización del niño y con él aprende a
transmitir mensajes y a relacionarse con los demás simultáneamente.
Además de la gramática, en la infancia adquirimos la competencia
sociolingüística que nos permite realizar numerosas tareas mediante el
lenguaje: identificar a hablantes de otros dialectos; saber cuándo debemos
hablar y cuándo callar; manejar las normas que rigen la cortesía verbal,
desarrollar un tema, etc. Por otro lado, con el lenguaje expresamos lo que
pensamos, señalamos nuestra posición en un grupo, nuestros deseos, temores
y otros sentimientos hacia los demás, además de nuestro rol sexual. Las
experiencias de los primeros años de nuestra vida son la escuela donde se
produce ese aprendizaje.
1. Diferencias en el desarrollo cerebral
La adquisición de todas estas habilidades es progresiva y la mayoría de
las investigaciones demuestran que en las niñas se desarrollan más
tempranamente. La maduración del cerebro no es igual en ambos sexos; en
los varones se desarrolla más rápidamente el hemisferio derecho, el
encargado de la percepción visual y espacial, por ello las habilidades
infantiles de este tipo
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