Está en la página 1de 19

Quien le pone precio al arte?

Hola amigos taringueros, alguna vez se preguntaron ¿que lleva a que algunos cuadros de
arte contemporáneo estén en los podios mas altos del valor mundial del arte?

Yo me lo eh preguntado cantidad de veces, pero antes de continuar quiero aclarar que mi


post no busca desvalorizar la obra de ningún artista principalmente porque no considero
que el valor monetario sea el indicador mas preciso para apreciar la calidad del arte. Mi
intensión es buscar una explicación para casos en que se le otorga a determinadas obras de
arte un valor a todas luces exagerado sin que esto sea un argumento en detrimento de la
técnica o la capacidad artística de su creador

Bueno primero les dejo un documental mas que interesante que retrata la frivolidad de la
especulación en el mercado del arte contemporáneo demostrando que tiene menos límites
que los marcados para la posesión y venta de otros bienes. Este documental retrata bien la
locura inversora de las casas de subastas y de artistas capitalistas como Damien Hirst y sus
colegas especuladores

link: http://www.youtube.com/watch?v=JZCXp_s8FeY

En segundo lugar les dejo un articulo muy interesante de la revista Ñ sobre quien pone el
precio al arte, espero que les guste:

¿Quién le pone precio al arte?

Cada vez que una obra se vende en el mercado internacional por una cifra astronómica
surge esta pregunta, planteada en un nuevo libro de la crítica alemana Isabelle Graw.
Investigadores, curadores, galeristas y expertos explican aquí cómo influye la crisis
financiera global y cómo se manipulan y distorsionan los valores del arte.

POR MERCEDES PEREZ BERGLIAFFA

1
Aparte del de las drogas, el del arte es el mercado más grande y menos reglamentado del
mundo”, comenta el hombre viejo, de gesto escéptico y mirada lapidaria. Lo dice mientras
va sentado en un taxi rumbo al Armory Show, la glamorosa feria de arte contemporáneo
que se realiza cada año en Nueva York. El hombre sabe perfectamente de lo que habla: es
Robert Hughes, ácido crítico de arte de la revista Time, fallecido el año pasado. Antes de
morir, Hughes se encargó de dejar un par de testimonios claros, sobre todo algunos
relacionados con el mercado del arte. Declaró, por ejemplo, que “mucho del arte se ha
convertido en una apuesta para ricos e ignorantes”, que “tener una fantasía y pagar 135
millones de dólares por ella no la hace necesariamente cierta”, y un par de cosas más que
no deben haber caído nada bien entre los coleccionistas, las casas de subastas y los
galeristas. Usted mismo puede deleitarse con más declaraciones de Hughes sobre el tema,
en su documental La maldición de la Mona Lisa (2009), fácilmente accesible, subtitulado
en español, en YouTube. Allí podrá observar también otros detalles: cómo, por ejemplo, en
las filmaciones que lo retratan como un joven crítico de arte entrevistando a los grandes
artistas de los 70, o queriendo salvar, a puro idealismo, las obras de arte de la ciudad de
Florencia de la inundación de 1966, la cara del periodista estaba relajada y sonriente. Con
el paso de las décadas su rostro se convierte en roca. La mueca de Hugues, a medida que se
metió en el mundo del arte contemporáneo, devino un rictus descendente. La de la Mona
Lisa, en cambio, sigue intacta.

“Lo que alguna vez se llamó el negocio del arte se ha transformado en una industria
enfocada en la producción de visualidad y significado”, explica la investigadora alemana
Isabelle Graw, especialista en mercado de arte, en su libro ¿Cuánto vale el arte?, que acaba
de publicar en español la editorial Mardulce. “Ese significado que se les asigna a las obras

2
de arte es mucho mayor que su equivalente monetario. Eso explica que a veces se pidan
sumas astronómicas por ellas”, dice la autora del libro, que lleva el subtítulo nada
conciliador de Mercado, especulación y cultura de la celebridad.

Lo que Graw menciona coincide con lo que me explicó hace meses el especialista Axel
Stein, de Sotheby´s de Nueva York, en ocasión de la venta en 120 millones de dólares de
“El grito”, del artista noruego Edvard Munch (la pintura más cara jamás vendida en una
subasta). Cuando le pregunté cómo podía ser que esa obra –un pequeño cuadro realizado en
pasteles– costara 120 millones de dólares, Stein me dijo: “Para responder eso no hay una
sola razón sino un conjunto de razones. Una puede ser su importancia histórica: la obra de
Munch es una pintura icónica del pasaje del siglo XIX al XX, una pintura que se diferencia
mucho de la producción normal del artista. No se sabe si el personaje es mujer u hombre,
no cae en la caricatura pero se acerca, y resume en un solo cuadro la angustia de ciertos
tiempos. Frente a ella, nadie puede quedar impávido”. Escuché lo que Stein me dijo; noté
que estaba intentando otorgarle más significado a la obra, un significado que pudiera
justificar su precio. Graw, una vez más, tenía razón.

Claro que la pintura de Munch es de principios del s. XX, es decir, moderna, y entonces ya
ha pasado un cierto tiempo durante el que demostró un determinado protagonismo dentro
de la historia del arte. Se podría, entonces, esgrimir con un poco más de fuerza algunos
justificativos para el increíble monto que alcanzó en la subasta. Porque, claro: se trata de
arte y ése es el único mercado en el que las mercancías tienen un estatus especial: la
“mercancía arte” es la única que posee tanto un valor simbólico como un valor de mercado.
Pero hay otra situación que está bien presente en todos lados: la del arte contemporáneo.

Con él no pasa lo mismo que con el arte de los viejos maestros (Old Masters, si usamos la
jerga de las subastas) ni con el arte previo a 1945 (categoría que llaman “Arte Impresionista
y Moderno”), ya que en el caso del arte contemporáneo no hay un valor simbólico sólido
que pueda ser traducido en dólares, simplemente porque la obra no ha tenido aún tiempo de
adquirirlo. ¿Cómo hacer, entonces, para que una obra nueva, de un artista contemporáneo,
adquiera un significado tal que justifique su elevadísimo precio? (en caso de que esos
precios fuesen justificables gracias a su valor simbólico, algo bastante improbable: ¿qué
valor simbólico justifica que se paguen 255 millones de dólares por una pintura al óleo de
tamaño mediano –90 x 130 centímetros–, en la que se ven representados dos jugadores de
cartas, aun cuando se trate de una obra histórica de Paul Cézanne, la más cara de la historia,
según se dice?) Para crear un sentido que justifique el valor de mercado –o sea, una excusa
con ribete histórico y científico–, es necesario poner en marcha toda una construcción, un
sistema de diversos agentes –galeristas, marchands, asesores, casas de subastas,
coleccionistas, críticos, investigadores, historiadores del arte, los medios y los mismos
artistas– que hagan que una obra de arte determinada parezca valer un precio específico y
que, además, eso tenga veracidad. La idea es que los coleccionistas o compradores
verdaderamente lo crean y que, en el caso del arte contemporáneo, llamen a los consultores,
galeristas y marchands con ese tipo de preguntas que tanto se escucha en el mundillo, a
puertas cerradas: “¿Qué es lo último, qué es lo más nuevo, qué es lo que busca todo el
mundo?” Es que en el arte, sí, los artistas también se ponen de moda.
3
Por teléfono desde los Estados Unidos, donde se encuentra dando un seminario, Graw
comenta a Ñ : “Para mí es crucial hacer notar que los dos valores, el simbólico y el de
mercado, son interdependientes: se constituyen entre sí. Doy un ejemplo: se necesita al
valor simbólico para la fundación del valor de mercado. Aunque existieron momentos en el
mundo del arte –como el del último art boom –, en que el valor de mercado tuvo la
autoridad total. Pienso en artistas como Anselm Reyle, cuyo trabajo tiene muy poco valor
simbólico ya que los historiadores del arte no lo han considerado relevante, pero que igual
alcanzó precios altos en las subastas. Pero si un artista es considerado célebre –como
Martin Kippenberger, recuerdo la recepción póstuma que se hizo de su obra–, su
personalidad y su vida ‘excesiva’ son cruciales para la emergencia del valor simbólico y
también de mercado. Esto pasa porque su obra está cargada del mito sobre su ‘vida
excesiva’, lo que hace que el valor simbólico parezca auténtico o creíble. Entonces, los
hechos relacionados con la vida de un artista son una precondición para que el valor de su
obra ocurra.” Volviendo al tema anterior: en el caso del arte contemporáneo reciente,
¿cómo es posible que obras recién creadas, recién salidas del horno, adquieran tanto valor
simbólico como para costar 100 millones de dólares? ¿O acaso se trata sólo de su valor de
mercado? Bueno, parece que todo comenzó en los años 80, cuando la venta de una pintura
–paradójica, ya que se trataba de un artista que había vendido una sola obra en vida, y por
unos pocos pesos–, dejó al descubierto no sólo las cifras increíbles hasta donde podía llegar
el arte, sino también las acciones especulativas que se escondían por detrás: me refiero a la
pintura “Los lirios”, de Vincent Van Gogh. En el año 87, cuando Sotheby’s la subastó, fue
un gran récord histórico: el magnate cervecero Alan Bond pagó por ella 53,9 millones de
dólares. Fue, hasta ese momento, la suma más grande jamás pagada por una obra. Pero esa
venta también indicó cómo puede inflarse un precio: cuando Sotheby’s la vendió, otorgó a
Bond un crédito de 27 millones de dólares para que pudiera comprarla al precio altísimo al
que fue vendida. Este tipo de créditos que las casas de subastas otorgaban (¿otorgan?) crean
la gigantesca escalada –artificial– y ayudan a mantener precios irreales. La operación quedó
al descubierto, Sotheby’s declaró que no iba a otorgar más créditos a sus clientes, y un
punto más: Bond nunca pudo pagarle a la casa subastadora. Tuvo que volver a poner en
venta “Los lirios”.

Respecto a los gigantescos precios que alcanza el arte contemporáneo, hay un ejemplo
paradigmático: “Por el amor de Dios”, la calavera de platino recubierta de diamantes del
artista inglés Damien Hirst, máximo exponente, junto a Tracey Emin –reciente visitante de
nuestro país para asistir a la inauguración de su muestra en el Malba– de los YBA (Young
British Artists), valuada en 100 millones de dólares durante 2007. Su costo de producción
fue de unos 25 millones y medio de dólares. Pero la mayoría de los especialistas
consideraron la venta de esa obra como un gran fiasco, que trajo como cola todo un debate
ético. El caso muestra cómo el mercado de arte puede ser manipulado. El periodista de arte
británico Ben Lewis sostiene que, a diferencia del resto de los mercados –como el
inmobiliario, por ejemplo– en el del arte se ejercen prácticas que no son tan frecuentes en
otros, como las prácticas monopolistas: una sola persona –coleccionista o galerista–
concentra la mayor cantidad de obras importantes de un artista “fundamental” y eso puede
llegar a influir en los precios; es lo que pasa, por ejemplo, con el coleccionista José
4
Mugrabi, dueño de los 800 Andy Warhol más importantes del mundo: en otro mercado esto
no estaría permitido. Retomando el “caso Hirst”: durante 2006 el artista tenía más de seis
estudios alrededor del mundo, con más de 150 asistentes; es decir, Hirst producía obras en
serie (otra vez llegan las palabras de Graw, esta vez con su “teoría de la industrialización”
del arte, en la que propone que los artistas son gobernados por agentes corporativos y por la
idea de celebridad). En junio de 2007 sale a la venta la famosa obra-calavera de Hirst,
yendo directamente del taller del artista a la venta en la galería, es decir, no tuvo
exhibiciones previas ni recorridos por las manos de varios coleccionistas, que es, también,
lo que ayuda a valorizar un trabajo. En agosto del mismo año, los galeristas de Hirst –una
de las galerías más importantes del mundo, la inglesa White Cube– y el mismo artista,
declararon a la prensa que habían vendido el cráneo por el precio solicitado a un consorcio
de inversores. Tiempo después, el mismo propietario de la galería declaró que él y Hirst
formaban parte de ese consorcio y poseían más del 50 por ciento de la obra; es decir, que el
propio artista y su galerista habían comprado más de la mitad del trabajo que habían puesto
en venta. Fue, lo que se dice, un gran paso anti-ético y una maniobra especulativa oculta.

Cosas semejantes ocurren en todo el mundo: a otra escala, en nuestras regiones, los artistas
y galeristas también especulan, a veces, con sus propias obras: ocurre con los que son
considerados históricos, por ejemplo, que duplican ellos mismos o sus galeristas algunos
trabajos, o amplían las series, aun cuando la original fue realizada hace décadas.

“Creo que la calavera de Hirst es un grandioso ejemplo de fiasco de marketing”, comenta a


Ñ la socióloga y periodista Anne Thornton –autora de otro libro revelador, Siete días en el
mundo del arte–, desde Río de Janeiro, donde se encuentra realizando una investigación.
“Lo que hicieron fue una manipulación desastrosa, porque comercializaron y armaron todo
el marketing alrededor de esa obra basándose en el precio que ellos mismos le habían
puesto, que no era el que la obra, en realidad, valía”.

Aquí no está de más mencionar lo que dice respecto al mercado Orly Benzacar, directora de
la galería Ruth Benzacar, una de las más importantes de la Argentina: “Como galerista, vos
podés decir que una obra vale 100 millones de dólares, pero si nadie te los paga, entonces
eso no es lo que la obra vale. Se trata de mercado”.

Sigue diciendo Thornton sobre Hirst: “Creo que hay muy buenas razones que explican por
qué algunos trabajos de arte contemporáneo nunca han sido vendidos. La calavera, por
ejemplo, fue directamente del estudio del artista a la venta; y esto no es así, las obras de arte
tienen que ir adquiriendo significado, necesitan de un tiempo, necesitan ganar
interpretación. Un caso muy diferente es cómo trabajan las casas de subastas, que venden
obras de mercado secundario (es decir, obras más antiguas, que ya pasaron por más de un
dueño, que no provienen directamente del artista, como ocurre en las galerías de arte).
Además, actualmente las obras de artistas como Hirst pasan del taller a la galería y lo más
importante que se sabe sobre ellas es el precio que por ellas se pide (que ni siquiera es real,
porque una cosa es el precio real de venta y otra, el precio que los galeristas le ponen). De
esta manera la obra no tiene la oportunidad de adquirir otros significados, porque el dinero
siempre habla más fuerte. Creo que la venta de esa calavera –que, hasta donde sé, es
5
copropiedad de Hirst y de su galería londinense–, fue una inmensa vergüenza para él, no
sólo porque la calavera, en realidad, no se vendió, sino porque mintieron al respecto”,
concluye Thornton.

Viene entonces a cuento un comentario de Hughes en su documental: “El arte ya no es


valorado por su perspectiva crítica sino por sus precios. Estos tienen una función central: la
de dejarte ciego.” Anteriormente, Hirst había protagonizado otro capítulo importante dentro
del sistema de cortocircuitos y resortes que es el mercado de arte: como empresario
brillante que es, organizó en Nueva York durante 2008, en plena bancarrota de Lehman
Brothers, una subasta de sus propias obras, saltándose pasar por sus galerías. Fue la primera
vez en la historia que un artista hizo esto; y esta acción fue su obra maestra, más aun que
sus tiburones y vacas mantenidos en formol. La subasta se hizo el mismo día en que se
hundió Lehman Brothers y, dado el contexto, llevaba todas las de perder. Ya hacía años –
desde fines de los 90– que el mercado del arte contemporáneo había devenido una burbuja,
es decir, había abundancia de bienes (obras) en el mercado (por eso es importante que los
artistas contemporáneos exitosos tengan muchos asistentes y talleres, necesitan producir);
los precios subían y los compradores los seguían; había créditos disponibles de las
principales casa de subastas para lograr que los precios subieran más a la hora de pujar; a
los coleccionistas norteamericanos que donaran obras de arte a museos públicos se les
descontaban impuestos –hasta un 30 por ciento–; existía manipulación de los precios por
parte de los galeristas y casas de subastas con la complicidad de los artistas; y claro, por
último, el amor al arte. Todo esto había creado la burbuja del arte, al igual que la llegada al
mercado de nuevos compradores.En 2003 hubo toda una generación de nuevos millonarios
de fondos de riesgo, a los que un par de años más tarde se unieron los nuevos magnates
rusos y los jeques árabes del petróleo. El combo completo hizo que los precios de las obras,
a mediados de los años 2000, enloquecieran. Pero claro, hasta las burbujas tienen reglas: la
más importante es que, en determinado momento, las personas dejan de comprar y los
precios comienzan a caer. Por eso Hirst, al organizar su propia subasta en semejante
contexto, corría sus riesgos: estaba subastando obras de creación reciente en medio de una
crisis. En el fondo, sabía que sus galeristas y coleccionistas no lo iban a dejar caer. ¿Cómo?
Pujando por los precios durante la subasta y comprando ellos mismos algunas de las obras.
Conclusión I: se vendió toda la obra de Hirst por 200 millones de dólares, en medio de una
debacle económica. Conclusión II: queda claro que, aun cuando subaste por sí mismo, el
artista no puede prescindir de las galerías.

En uno de los documentales que Ben Lewis realizó, le pregunta a Mugrabi, a la salida de la
subasta de Hirst: “¿Qué explicación puede darle a eso?” Mugrabi responde: “Bueno, él es el
mejor”.

¿Pero cómo se le pone el precio a una obra de arte? “Es muy difícil determinar eso, creo
que son las ventas sucesivas, a lo largo de los años y en galerías –no en remates–, lo que
determina verdaderamente el valor de una obra”, comenta Jorge Mara, director de la galería
Mara-La Ruche, de Buenos Aires.

6
Tim Marlow, director de White Cube de Londres, responde la misma pregunta desde esa
ciudad: “Valuar una obra es una mezcla de arte y ciencia, en la que los parámetros los
define el mercado libre del capitalismo, siempre y cuando algo sea valuado en términos de
que hay alguien que está dispuesto a pagar por ella. Pero en un buen mercado primario (el
de las obras que pasan de las manos del artista directo a la galería), las galerías tienen que
considerar una visión estratégica amplia acerca del mercado de un artista. El calentamiento
excesivo del mercado de alguien determinado es malo para su reputación, y trae como
consecuencia el inevitable enfriamiento de precios que le sigue. Entonces, un apoyo
sostenido a largo plazo es lo mejor. Gracias a eso, el mercado de un artista puede
construirse de manera sólida, los coleccionistas serios no encuentran precios fuera de él y la
rabiosa especulación del mercado secundario está, así, controlada.” Desde Hong Kong,
Jonathan Wong, especialista de la casa Sotheby’s de esa ciudad, le expica a Ñ: “El valor de
una obra de arte se puede determinar por varios elementos, por ejemplo, el artista, su vida y
su carrera; su importancia histórica; el historial de sus exhibiciones; las dimensiones y
técnica de las obras; el mérito artístico; la rareza y unicidad de los trabajos. Por otra parte,
entre las razones por las que los precios del arte contemporáneo asiático están subiendo,
están el creciente interés mundial por Asia, sobre todo por China; el incremento de
coleccionistas asiáticos y chinos cuya influencia en el mercado de arte asiático
contemporáneo hace que éste aumente como nunca; el hecho de que existan, actualmente,
coleccionistas chinos que construyen sus propios museos privados, generando así una gran
demanda histórica por obras de períodos tempranos de los artistas: y por último, la
inestabilidad del mercado financiero: las personas valoran el potencial que tiene el arte de
ser una inversión alternativa.” “¿Acaso la autoridad del arte reside en una chequera?”,
pensó Hughes alguna vez. “Hacer dinero es arte”, declaraba por su parte Andy Warhol en
los 60. Recién comenzaba la época de euforia del mercado del arte, de la creación del
artista como celebridad, de la consolidación del uso del marketing y del “buen parecer” –el
artista “lindo”, “cool”– como una estrategia más; de la religión del éxito, como la llamó en
algún momento Graw; del arte como un artículo de lujo. Damien Hirst, Jeff Koons y
Maurizio Cattelan, sus obras, son claros ejemplos: ante ellos, los coleccionistas caen de
rodillas.

Nada de lo que se menciona en esta nota tendría por qué sorprender. Es sólo una parte más
de un escenario que esconde, muchas veces, sus cortinas de humo: las de las rutas del
dinero y la especulación.

7
¿QUIÉN LE PONE EL PRECIO AL ARTE?
Cada vez que una obra se vende en el mercado internacional por una cifra astronómica surge
esta pregunta, planteada en un nuevo libro de la crítica alemana Isabelle Graw.
Investigadores, curadores, galeristas y expertos explican aquí cómo influye la crisis
financiera global y cómo se manipulan y distorsionan los valores del arte.

EL GRITO. El martillero de Sotheby’s alienta la puja por la obra icónica de Edvard


Munch. Se subastó el año pasado a un precio récord de 120 millones de dólares.

Por Mercedes Perez Bergliaffa


Aparte del de las drogas, el del arte es el mercado más grande y menos reglamentado
del mundo”, comenta el hombre viejo, de gesto escéptico y mirada lapidaria. Lo
dice mientras va sentado en un taxi rumbo al Armory Show, la glamorosa feria de
arte contemporáneo que se realiza cada año en Nueva York. El hombre sabe
perfectamente de lo que habla: es Robert Hughes, ácido crítico de arte de la revista
Time, fallecido el año pasado. Antes de morir, Hughes se encargó de dejar un par de
testimonios claros, sobre todo algunos relacionados con el mercado del arte.
Declaró, por ejemplo, que “mucho del arte se ha convertido en una apuesta para
ricos e ignorantes”, que “tener una fantasía y pagar 135 millones de dólares por ella
no la hace necesariamente cierta”, y un par de cosas más que no deben haber caído
nada bien entre los coleccionistas, las casas de subastas y los galeristas. Usted
mismo puede deleitarse con más declaraciones de Hughes sobre el tema, en su
documental La maldición de la Mona Lisa (2009), fácilmente accesible,
subtitulado en español, en YouTube. Allí podrá observar también otros detalles:
cómo, por ejemplo, en las filmaciones que lo retratan como un joven crítico de arte
entrevistando a los grandes artistas de los 70, o queriendo salvar, a puro idealismo,

8
las obras de arte de la ciudad de Florencia de la inundación de 1966, la cara del
periodista estaba relajada y sonriente. Con el paso de las décadas su rostro se
convierte en roca. La mueca de Hugues, a medida que se metió en el mundo del arte
contemporáneo, devino un rictus descendente. La de la Mona Lisa, en cambio, sigue
intacta.
“Lo que alguna vez se llamó el negocio del arte se ha transformado en una industria
enfocada en la producción de visualidad y significado”, explica la investigadora
alemana Isabelle Graw, especialista en mercado de arte, en su libro ¿Cuánto vale el
arte?, que acaba de publicar en español la editorial Mardulce. “Ese significado que
se les asigna a las obras de arte es mucho mayor que su equivalente monetario. Eso
explica que a veces se pidan sumas astronómicas por ellas”, dice la autora del libro,
que lleva el subtítulo nada conciliador de Mercado, especulación y cultura de la
celebridad.
Lo que Graw menciona coincide con lo que me explicó hace meses el especialista Axel
Stein, de Sotheby´s de Nueva York, en ocasión de la venta en 120 millones de
dólares de “El grito”, del artista noruego Edvard Munch (la pintura más cara jamás
vendida en una subasta). Cuando le pregunté cómo podía ser que esa obra –un
pequeño cuadro realizado en pasteles– costara 120 millones de dólares, Stein me
dijo: “Para responder eso no hay una sola razón sino un conjunto de razones. Una
puede ser su importancia histórica: la obra de Munch es una pintura icónica del
pasaje del siglo XIX al XX, una pintura que se diferencia mucho de la producción
normal del artista. No se sabe si el personaje es mujer u hombre, no cae en la
caricatura pero se acerca, y resume en un solo cuadro la angustia de ciertos tiempos.
Frente a ella, nadie puede quedar impávido”. Escuché lo que Stein me dijo; noté que
estaba intentando otorgarle más significado a la obra, un significado que pudiera
justificar su precio. Graw, una vez más, tenía razón.
Claro que la pintura de Munch es de principios del s. XX, es decir, moderna, y entonces
ya ha pasado un cierto tiempo durante el que demostró un determinado
protagonismo dentro de la historia del arte. Se podría, entonces, esgrimir con un
poco más de fuerza algunos justificativos para el increíble monto que alcanzó en la
subasta. Porque, claro: se trata de arte y ése es el único mercado en el que las
mercancías tienen un estatus especial: la “mercancía arte” es la única que posee
tanto un valor simbólico como un valor de mercado. Pero hay otra situación que está
bien presente en todos lados: la del arte contemporáneo.
Con él no pasa lo mismo que con el arte de los viejos maestros (Old Masters, si usamos
la jerga de las subastas) ni con el arte previo a 1945 (categoría que llaman “Arte
Impresionista y Moderno”), ya que en el caso del arte contemporáneo no hay un
valor simbólico sólido que pueda ser traducido en dólares, simplemente porque la
obra no ha tenido aún tiempo de adquirirlo.

9
Le Rêve, de Picasso. Lo adquirió hace días un magnate de Wall Street por 155 millones
de dólares.

¿Cómo hacer, entonces, para que una obra nueva, de un artista contemporáneo,
adquiera un significado tal que justifique su elevadísimo precio? (en caso de que
esos precios fuesen justificables gracias a su valor simbólico, algo bastante
improbable: ¿qué valor simbólico justifica que se paguen 255 millones de dólares
por una pintura al óleo de tamaño mediano –90 x 130 centímetros–, en la que se ven
representados dos jugadores de cartas, aun cuando se trate de una obra histórica de
Paul Cézanne, la más cara de la historia, según se dice?) Para crear un sentido que
justifique el valor de mercado –o sea, una excusa con ribete histórico y científico–,
es necesario poner en marcha toda una construcción, un sistema de diversos agentes
–galeristas, marchands, asesores, casas de subastas, coleccionistas, críticos,
investigadores, historiadores del arte, los medios y los mismos artistas– que hagan
que una obra de arte determinada parezca valer un precio específico y que, además,
eso tenga veracidad. La idea es que los coleccionistas o compradores
verdaderamente lo crean y que, en el caso del arte contemporáneo, llamen a los
consultores, galeristas y marchands con ese tipo de preguntas que tanto se escucha
en el mundillo, a puertas cerradas: “¿Qué es lo último, qué es lo más nuevo, qué es
lo que busca todo el mundo?” Es que en el arte, sí, los artistas también se ponen de
moda.
Por teléfono desde los Estados Unidos, donde se encuentra dando un seminario, Graw
comenta a Ñ : “Para mí es crucial hacer notar que los dos valores, el simbólico y el
de mercado, son interdependientes: se constituyen entre sí. Doy un ejemplo: se
necesita al valor simbólico para la fundación del valor de mercado. Aunque
existieron momentos en el mundo del arte –como el del último art boom –, en que el

10
valor de mercado tuvo la autoridad total. Pienso en artistas como Anselm Reyle,
cuyo trabajo tiene muy poco valor simbólico ya que los historiadores del arte no lo
han considerado relevante, pero que igual alcanzó precios altos en las subastas. Pero
si un artista es considerado célebre –como Martin Kippenberger, recuerdo la
recepción póstuma que se hizo de su obra–, su personalidad y su vida ‘excesiva’ son
cruciales para la emergencia del valor simbólico y también de mercado. Esto pasa
porque su obra está cargada del mito sobre su ‘vida excesiva’, lo que hace que el
valor simbólico parezca auténtico o creíble. Entonces, los hechos relacionados con
la vida de un artista son una precondición para que el valor de su obra ocurra.”
Volviendo al tema anterior: en el caso del arte contemporáneo reciente, ¿cómo es
posible que obras recién creadas, recién salidas del horno, adquieran tanto valor
simbólico como para costar 100 millones de dólares? ¿O acaso se trata sólo de su
valor de mercado? Bueno, parece que todo comenzó en los años 80, cuando la venta
de una pintura –paradójica, ya que se trataba de un artista que había vendido una
sola obra en vida, y por unos pocos pesos–, dejó al descubierto no sólo las cifras
increíbles hasta donde podía llegar el arte, sino también las acciones especulativas
que se escondían por detrás: me refiero a la pintura “Los lirios”, de Vincent Van
Gogh. En el año 87, cuando Sotheby’s la subastó, fue un gran récord histórico: el
magnate cervecero Alan Bond pagó por ella 53,9 millones de dólares. Fue, hasta ese
momento, la suma más grande jamás pagada por una obra. Pero esa venta también
indicó cómo puede inflarse un precio: cuando Sotheby’s la vendió, otorgó a Bond
un crédito de 27 millones de dólares para que pudiera comprarla al precio altísimo
al que fue vendida. Este tipo de créditos que las casas de subastas otorgaban
(¿otorgan?) crean la gigantesca escalada –artificial– y ayudan a mantener precios
irreales. La operación quedó al descubierto, Sotheby’s declaró que no iba a otorgar
más créditos a sus clientes, y un punto más: Bond nunca pudo pagarle a la casa
subastadora. Tuvo que volver a poner en venta “Los lirios”.
Respecto a los gigantescos precios que alcanza el arte contemporáneo, hay un ejemplo
paradigmático: “Por el amor de Dios”, la calavera de platino recubierta de
diamantes del artista inglés Damien Hirst, máximo exponente, junto a Tracey Emin
–reciente visitante de nuestro país para asistir a la inauguración de su muestra en el
Malba– de los YBA (Young British Artists), valuada en 100 millones de dólares
durante 2007. Su costo de producción fue de unos 25 millones y medio de dólares.
Pero la mayoría de los especialistas consideraron la venta de esa obra como un gran
fiasco, que trajo como cola todo un debate ético. El caso muestra cómo el mercado
de arte puede ser manipulado. El periodista de arte británico Ben Lewis sostiene
que, a diferencia del resto de los mercados –como el inmobiliario, por ejemplo– en
el del arte se ejercen prácticas que no son tan frecuentes en otros, como las prácticas
monopolistas: una sola persona –coleccionista o galerista– concentra la mayor
cantidad de obras importantes de un artista “fundamental” y eso puede llegar a
influir en los precios; es lo que pasa, por ejemplo, con el coleccionista José
Mugrabi, dueño de los 800 Andy Warhol más importantes del mundo: en otro
mercado esto no estaría permitido. Retomando el “caso Hirst”: durante 2006 el
artista tenía más de seis estudios alrededor del mundo, con más de 150 asistentes; es
decir, Hirst producía obras en serie (otra vez llegan las palabras de Graw, esta vez
con su “teoría de la industrialización” del arte, en la que propone que los artistas son
gobernados por agentes corporativos y por la idea de celebridad).
11
Los jugadores de cartas, de Cézanne, que compró la familia real de Qatar por 250
millones de dólares en 2011.

En junio de 2007 sale a la venta la famosa obra-calavera de Hirst, yendo


directamente del taller del artista a la venta en la galería, es decir, no tuvo
exhibiciones previas ni recorridos por las manos de varios coleccionistas, que es,
también, lo que ayuda a valorizar un trabajo. En agosto del mismo año, los
galeristas de Hirst –una de las galerías más importantes del mundo, la inglesa White
Cube– y el mismo artista, declararon a la prensa que habían vendido el cráneo por el
precio solicitado a un consorcio de inversores. Tiempo después, el mismo
propietario de la galería declaró que él y Hirst formaban parte de ese consorcio y
poseían más del 50 por ciento de la obra; es decir, que el propio artista y su galerista
habían comprado más de la mitad del trabajo que habían puesto en venta. Fue, lo
que se dice, un gran paso anti-ético y una maniobra especulativa oculta.
Cosas semejantes ocurren en todo el mundo: a otra escala, en nuestras regiones, los
artistas y galeristas también especulan, a veces, con sus propias obras: ocurre con
los que son considerados históricos, por ejemplo, que duplican ellos mismos o sus
galeristas algunos trabajos, o amplían las series, aun cuando la original fue realizada
hace décadas.
“Creo que la calavera de Hirst es un grandioso ejemplo de fiasco de marketing”,
comenta a Ñ la socióloga y periodista Anne Thornton –autora de otro libro
revelador, Siete días en el mundo del arte–, desde Río de Janeiro, donde se
encuentra realizando una investigación. “Lo que hicieron fue una manipulación
desastrosa, porque comercializaron y armaron todo el marketing alrededor de esa
obra basándose en el precio que ellos mismos le habían puesto, que no era el que la
obra, en realidad, valía”.

12
Aquí no está de más mencionar lo que dice respecto al mercado Orly Benzacar,
directora de la galería Ruth Benzacar, una de las más importantes de la Argentina:
“Como galerista, vos podés decir que una obra vale 100 millones de dólares, pero si
nadie te los paga, entonces eso no es lo que la obra vale. Se trata de mercado”.
Sigue diciendo Thornton sobre Hirst: “Creo que hay muy buenas razones que explican
por qué algunos trabajos de arte contemporáneo nunca han sido vendidos. La
calavera, por ejemplo, fue directamente del estudio del artista a la venta; y esto no
es así, las obras de arte tienen que ir adquiriendo significado, necesitan de un
tiempo, necesitan ganar interpretación. Un caso muy diferente es cómo trabajan las
casas de subastas, que venden obras de mercado secundario (es decir, obras más
antiguas, que ya pasaron por más de un dueño, que no provienen directamente del
artista, como ocurre en las galerías de arte). Además, actualmente las obras de
artistas como Hirst pasan del taller a la galería y lo más importante que se sabe
sobre ellas es el precio que por ellas se pide (que ni siquiera es real, porque una cosa
es el precio real de venta y otra, el precio que los galeristas le ponen). De esta
manera la obra no tiene la oportunidad de adquirir otros significados, porque el
dinero siempre habla más fuerte. Creo que la venta de esa calavera –que, hasta
donde sé, es copropiedad de Hirst y de su galería londinense–, fue una inmensa
vergüenza para él, no sólo porque la calavera, en realidad, no se vendió, sino porque
mintieron al respecto”, concluye Thornton.
Viene entonces a cuento un comentario de Hughes en su documental: “El arte ya no es
valorado por su perspectiva crítica sino por sus precios. Estos tienen una función
central: la de dejarte ciego.” Anteriormente, Hirst había protagonizado otro capítulo
importante dentro del sistema de cortocircuitos y resortes que es el mercado de arte:
como empresario brillante que es, organizó en Nueva York durante 2008, en plena
bancarrota de Lehman Brothers, una subasta de sus propias obras, saltándose pasar
por sus galerías. Fue la primera vez en la historia que un artista hizo esto; y esta
acción fue su obra maestra, más aun que sus tiburones y vacas mantenidos en
formol. La subasta se hizo el mismo día en que se hundió Lehman Brothers y, dado
el contexto, llevaba todas las de perder. Ya hacía años –desde fines de los 90– que
el mercado del arte contemporáneo había devenido una burbuja, es decir, había
abundancia de bienes (obras) en el mercado (por eso es importante que los artistas
contemporáneos exitosos tengan muchos asistentes y talleres, necesitan producir);
los precios subían y los compradores los seguían; había créditos disponibles de las
principales casa de subastas para lograr que los precios subieran más a la hora de
pujar; a los coleccionistas norteamericanos que donaran obras de arte a museos
públicos se les descontaban impuestos –hasta un 30 por ciento–; existía
manipulación de los precios por parte de los galeristas y casas de subastas con la
complicidad de los artistas; y claro, por último, el amor al arte. Todo esto había
creado la burbuja del arte, al igual que la llegada al mercado de nuevos
compradores.En 2003 hubo toda una generación de nuevos millonarios de fondos de
riesgo, a los que un par de años más tarde se unieron los nuevos magnates rusos y
los jeques árabes del petróleo.

13
For the Love of God, calavera de platino y diamantes. Hirst es su autor y, en parte,
también su comprador.

El combo completo hizo que los precios de las obras, a mediados de los años 2000,
enloquecieran. Pero claro, hasta las burbujas tienen reglas: la más importante es que,
en determinado momento, las personas dejan de comprar y los precios comienzan a
caer. Por eso Hirst, al organizar su propia subasta en semejante contexto, corría sus
riesgos: estaba subastando obras de creación reciente en medio de una crisis. En el
fondo, sabía que sus galeristas y coleccionistas no lo iban a dejar caer. ¿Cómo?
Pujando por los precios durante la subasta y comprando ellos mismos algunas de las
obras. Conclusión I: se vendió toda la obra de Hirst por 200 millones de dólares, en
medio de una debacle económica. Conclusión II: queda claro que, aun cuando
subaste por sí mismo, el artista no puede prescindir de las galerías.
En uno de los documentales que Ben Lewis realizó, le pregunta a Mugrabi, a la salida
de la subasta de Hirst: “¿Qué explicación puede darle a eso?” Mugrabi responde:
“Bueno, él es el mejor”.
¿Pero cómo se le pone el precio a una obra de arte? “Es muy difícil determinar eso, creo
que son las ventas sucesivas, a lo largo de los años y en galerías –no en remates–, lo
que determina verdaderamente el valor de una obra”, comenta Jorge Mara, director
de la galería Mara-La Ruche, de Buenos Aires.
Tim Marlow, director de White Cube de Londres, responde la misma pregunta desde
esa ciudad: “Valuar una obra es una mezcla de arte y ciencia, en la que los
parámetros los define el mercado libre del capitalismo, siempre y cuando algo sea
valuado en términos de que hay alguien que está dispuesto a pagar por ella. Pero en
un buen mercado primario (el de las obras que pasan de las manos del artista directo
a la galería), las galerías tienen que considerar una visión estratégica amplia acerca

14
del mercado de un artista. El calentamiento excesivo del mercado de alguien
determinado es malo para su reputación, y trae como consecuencia el inevitable
enfriamiento de precios que le sigue. Entonces, un apoyo sostenido a largo plazo es
lo mejor. Gracias a eso, el mercado de un artista puede construirse de manera sólida,
los coleccionistas serios no encuentran precios fuera de él y la rabiosa especulación
del mercado secundario está, así, controlada.” Desde Hong Kong, Jonathan Wong,
especialista de la casa Sotheby’s de esa ciudad, le expica a Ñ: “El valor de una obra
de arte se puede determinar por varios elementos, por ejemplo, el artista, su vida y
su carrera; su importancia histórica; el historial de sus exhibiciones; las dimensiones
y técnica de las obras; el mérito artístico; la rareza y unicidad de los trabajos. Por
otra parte, entre las razones por las que los precios del arte contemporáneo asiático
están subiendo, están el creciente interés mundial por Asia, sobre todo por China; el
incremento de coleccionistas asiáticos y chinos cuya influencia en el mercado de
arte asiático contemporáneo hace que éste aumente como nunca; el hecho de que
existan, actualmente, coleccionistas chinos que construyen sus propios museos
privados, generando así una gran demanda histórica por obras de períodos
tempranos de los artistas: y por último, la inestabilidad del mercado financiero: las
personas valoran el potencial que tiene el arte de ser una inversión alternativa.”
“¿Acaso la autoridad del arte reside en una chequera?”, pensó Hughes alguna vez.
“Hacer dinero es arte”, declaraba por su parte Andy Warhol en los 60. Recién
comenzaba la época de euforia del mercado del arte, de la creación del artista como
celebridad, de la consolidación del uso del marketing y del “buen parecer” –el
artista “lindo”, “cool”– como una estrategia más; de la religión del éxito, como la
llamó en algún momento Graw; del arte como un artículo de lujo. Damien Hirst,
Jeff Koons y Maurizio Cattelan, sus obras, son claros ejemplos: ante ellos, los
coleccionistas caen de rodillas.
Nada de lo que se menciona en esta nota tendría por qué sorprender. Es sólo una parte
más de un escenario que esconde, muchas veces, sus cortinas de humo: las de las
rutas del dinero y la especulación.
Graw básico
Alemania, 1962
Historiadora del arte
Es profesora de estética e historia del arte en la prestigiosa Städelschule, de Frankfurt,
donde es cofundadora del Instituto de Crítica de Arte. Dirige la célebre revista de
crítica de arte Texte zur Kunst, que fundó en 1990 con Stefan Germer. Publicó
numerosos libros y artículos. Entre ellos, “Parpadeo de plata, textos sobre arte y
política” (1999); “La mejor mitad. Lecciones de arte de los siglos XX y XXI”
(2003), y “Textos sobre arte. Ensayos, reseñas y conferencias” (2010). Vive en
Berlín.

Manipulación y distorsiones
En condiciones ideales, la calidad plástica de una obra, la trayectoria de su autor,
antecedentes históricos y reconocimiento, bastarían para determinar con cierta
aproximación el valor de una pintura mediante el empleo de la analogía con obras
de características semejantes. Este es un método válido siempre y cuando se tenga
en cuenta el carácter único de cada obra, que introduce un componente altamente
15
subjetivo. Pero es una metodología ideal, casi de laboratorio, una evaluación en un
ambiente aséptico sin la contaminación de otros factores que inciden en los
resultados.
La necesidad de determinar un precio se debe a que la obra deja de ser exclusivamente
un bien artístico para transformarse en lo que la mayoría de los operadores del
mercado de arte denomina “mercadería”. De aquí en más, entran a jugar elementos
que influyen y distorsionan los valores reales de la obra. La moda, la figuración
social y empresaria, el esnobismo son algunos de los factores que contribuyen a la
deformación de precios. Quienes tienen control sobre muchos de estos factores son
las galerías, subastadoras, coleccionistas y dealers, sin olvidar a los medios
propensos a acompañar a la farándula que rodea a este mercado.
Las galerías –muchas veces en coordinación con coleccionistas– realizan operaciones
de marketing que potencian a niveles estratosféricos los precios de sus artistas, lo
que les permite captar compradores ingenuos, atraídos por el glamour (igual que en
la bolsa de valores). Un ejemplo es el pope de los galeristas, Larry Gagosian,
propulsor de los fenómenos Damien Hirst, Jeff Koons y Takashi Murakami, que
abandonaron la galería tras el desplome catastrófico de sus cotizaciones.
Las subastadoras, con poderosísimas herramientas de promoción, son las grandes
generadoras de la política de “récords”, ya que fijan los precios en los catálogos,
primer paso para la determinación del valor. El segundo paso es la validación que
otorga su venta en la cotización de la base o superior. Aquí se detectan maniobras
especulativas con numerosas manipulaciones en la operatoria. La más nueva es un
sistema de seguro que, fuera de la sala de remate, establece un valor mínimo
respaldado por un operador financiero, que determina que la obra sea vendida a un
precio inferior del que se martilla en el caso de no surgir un comprador.
Todas estas maniobras, en cierto contexto del mercado financiero internacional, dan
lugar a burbujas como la de 1999. Después de la fiesta de precios sin límites, vino la
resaca: los compradores de ese momento debieron esperar diez años para que se
recompusieran muchas de las cotizaciones.
Los coleccionistas no están a salvo de estas acciones. Cada tanto aparecen en el
mercado personajes que luego de encumbrarse en esa condición, con compras
supermillonarias, resultan ser aventureros de las finanzas. Llama la atención que el
récord de Picasso de 155 millones de dólares, logrado hace días, fuera
protagonizado por un famoso personaje de Wall Street que acaba de pagar más de
600 millones para evitar un juicio por fraude por utilización de información
financiera reservada.
Como conclusión, cabe preguntarse qué validez tiene la conocida afirmación “el valor
de una obra es el precio que paga un comprador”, casi una perogrullada, frente a
estos factores que afectan en forma invisible cada decisión de compra en el mercado
de arte.

La misma obra, con otro valor


Por Angel Navarro - Consultor, historiador del arte, docente de la UBA

“La historia del arte está hecha de atribuciones”. Esta afirmación, repetida muchas
veces a mis alumnos, intenta resumir la complicada trama de relaciones que
plantean las obras de arte, especialmente aquellas del pasado. Ignorada o perdida su
16
autoría, la obra ingresa en un mundo de suposiciones que incitan a los historiadores
del arte y son disparadoras de un mensaje que se debe descifrar. Resultarán en una
serie de opiniones que intentan establecer su paternidad. Surge una nueva
atribución, esto es un cambio en su autoría algo que también podría suceder con
obras que tiene ya autoría establecida.
Cuando el nuevo nombre corresponde a un gran artista, implica una promoción de la
obra. La nueva paternidad surge muchas veces de sospechas que rodeaban a la obra
o de su asociación con un nombre conocido. Si la obra era desconocida, se trata de
algo extraordinario y valioso; a veces cumple con la soñada situación de hallar un
Van Gogh en un tacho de basura, un Caravaggio en el desván de la casa de la abuela
o de una compra en un mercado de pulgas. Estos hechos han sucedido y siguen
alentando los anhelos de muchos buscadores de tesoros. Pero también puede
suceder el caso contrario: la obra es descalificada y su situación cambia dejando un
nombre célebre para ser ahora anónima u obra de taller, o de un discípulo o seguidor
o también producto de un falsificador. El resultado puede surgir de una
investigación sistemática sobre la obra de un artista, como sucedió con el
Rembrandt Team, que descalificó obras consideradas del maestro, reduciendo más
de mil obras del artista a unas 300. Localmente recordamos un cambio de atribución
dramático como sucedió con una obra que partió anónima de Buenos Aires y que
hoy –tras alcanzar cifra millonaria en un remate– cuelga como Ludovico Carracci
en el Metropolitan Museum de Nueva York ¿Cuál es la razón de estos cambios? Ni
magia ni brujería, sólo se trata de aplicar los conocimientos de la historia del arte.
Los historiadores de arte parten del estudio estilístico y comparativo de la obra, de
su procedencia y de la producción del autor propuesto, a los que a veces se agregan
exámenes físicos (rayos X, luz ultravioleta, análisis de pigmentos) cuando son
necesarios. En todos los casos, la nueva situación está regida por el veredicto del
especialista, una atribución que no es otra cosa que una opinión que justifica la
nueva situación de la obra que no cambió pero que se inserta de modo diverso en la
historia del arte.

Alianza global de dos sectores


Por Maricarmen Ramírez - Curadora del Fine Arts Museum de Houston

Jamás en la historia existieron reglas o parámetros objetivos para determinar el valor de


una obra de arte; hoy, menos que nunca. Más allá del computable “costo de
producción”, el arte no posee valor económico intrínseco. Estrictamente en teoría, el
“valor real” del arte responde a criterios arbitrarios, cuando no subjetivos,
relacionados con la esfera de lo simbólico (satisfacción del gusto, prestigio,
elevación social) y son intangibles. El valor simbólico adjudicado a una obra
representa un sustrato de valores artísticos y culturales, cuya axiología prevalece
más allá de su época. No debe extrañar que dicho valor oscile de acuerdo a su
momento histórico y a un mercado que generan las leyes de la oferta y la
demanda.En los últimos quince años, el proceso de valoración de las obras de arte
ha sufrido transformaciones radicales a resultas de la desmedida especulación
surgida de la alianza (sin precedentes) entre el sector financiero y el mercado del
arte a nivel global. El fénomeno, que se perfilaba ya en los 60, adquirió momentum
inusitado en el último lustro, impulsado por los procesos de integración económica
17
y financiera asociados con la globalización. Un ejemplo de estos cambios es el
ascenso inédito del arte contemporáneo, convertido hoy en objeto codiciado no sólo
de coleccionistas y museos sino también de grupos de inversionistas y de fondos
seguros. Por estos nuevos condicionantes, las obras de arte pasan a ser objetos de
lujo asociados con altas ganancias y estatus social. Los límites entre coleccionismo
y estrategias de lucro cada vez se borran más para el inversionismo. Tanto los
estudios de Noah Horowitz sobre arte contemporáneo y mercados financieros
globales como el cuadro sociológico sobre el ámbito del arte contemporáneo que
traza Sarah Thornton son sumamente reveladores. Ambos desmitifican el desinterés
que generalmente asociamos con el arte al señalar “la ostensiva
instrumentalización” a la que ha estado sujeto; manipulación no sólo de
inversionistas, coleccionistas y demás agentes, sino, incluso, de artistas que
participan (o son cómplices activos) del fenómeno creciente.
“Ahora legitima el mercado, no los museos”

Por Manuel Borja-Villel - Director del Museo Nacional Reina Sofía, de Madrid
¿Cuáles son las razones de una institución como el Reina Sofía al decidir la
compra de una obra para su colección?
Las obras se compran según criterios de idoneidad artística o histórica, es decir,
debido a que tengan una importancia artística o que sean relevantes en relación a las
historias que el museo quiere narrar. La colección del Reina Sofía no es, en este
sentido, una colección “nacional”, pero tampoco estamos interesados en esa especie
de homogeneización internacionalista que impone el mercado por el que cada vez
más las colecciones son clónicas unas de otras. También nos interesa el cruce de
disciplinas.
¿Importa que los autores de las obras que compran sean reconocidos?
No nos interesa la historia canónica, oficial; por eso, una gran parte de los artistas
que adquiere el museo no son necesariamente reconocidos, ni suficientemente
valorados por el mercado. El museo no compra como “inversión”, sino para generar
conocimiento. Dicho esto, el museo, como lugar público, ha dejado de tener poder
como “legitimador” de una obra. Esta legitimación se produce ahora por la acción
del mercado y son las grandes colecciones y galerías las que generan el valor del
mercado.
¿Piensa que los precios elevadísimos de los artistas contemporáneos más
populares, como Damien Hirst, están inflados?
Me temo que la historia va a ser muy cruel con alguno de los nombres que hoy
forman parte de los top ten del mercado. El paso del tiempo no perdona. Por
ejemplo, la transvanguardia italiana fue, en su momento, producto de una campaña
promocional muy intensa. Los Chia, Cucchi y demás artistas italianos parecían

18
haber revolucionado el panorama artístico internacional. Pero, ¿quién los recuerda
ahora? Desde los años sesenta, con la transformación de la sociedad y su paso de
una economía basada en la producción a otra centrada alrededor del consumo, el
arte empezó a tener una cierta centralidad y éste ha sido transformado en una
mercancía indefinidamente intercambiable.
En el arte contemporáneo, muchas veces la misma imagen del artista es tan
importante como una obra. Pienso en Maurizio Cattelan, en Jeff Koons, en
Damien Hirst. ¿Cree que hay acentuada, durante las últimas décadas, una
construcción conjunta de la personalidad y también de la obra, por parte del
artista, los galeristas y los curadores?
Eso no es nuevo, arranca con el culto romántico a la personalidad y al artista. La
imagen heroica de los pintores americanos de mediados de siglo tiene bastante que
ver con ello. Este culto tiene que ver con una visión mítica de la historia. En nuestra
época estos mitos se han transformado, como todo, en mercancías. En este contexto
lo importante no es tanto conocer, como reconocer la marca, esto es, el artista-
marca. Todos somos un poco culpables de un sistema que convierte a los
historiadores y comisarios en emprendedores, a los artistas en marcas y al lector-
espectador en un consumidor.

Fuente: Revista Ñ Clarín

Publicado por PEDRO L. BALIÑA en 6.4.13

19

También podría gustarte