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Luis Racionero: "El arte contemporáneo

es una enorme maniobra de propaganda"


El intelectual publica Los tiburones del arte, un ensayo en
el que critica duramente su mercantilización
FERNANDO DÍAZ DE QUIJANO | 04/03/2015

Luis Racionero

Luis Racionero (Seo de Urgel, 1940) tiró la toalla del arte contemporáneo en 1968. Iba
caminando por Nueva York y vio un cartel que anunciaba la última película de Andy
Warhol, Empire State. Entró en la sala y se topó con un plano fijo de ocho horas del
emblemático edificio. Aguantó seis y media -“la resistencia de un progre es realmente
notable”, dice- pero acabó claudicando. Aquello supuso para él una ruptura y un despertar,
una liberación. “Hasta entonces me había tragado todas las obras de Brecht, todos los
conciertos de música dodecafónica, todas las tonterías de Antonioni y Godard y muchas
novelas ilegibles”, reconoce el escritor. Pero a partir de ese momento se refugió en Sorolla,
en Bach, en Tolstoi, en Velázquez, y desde ese lugar publica ahora Los tiburones del
arte (editorial Stella Maris), un furibundo ensayo contra la manipulación del arte por
parte del mercado que llegó a las librerías hace unos días, mientras un vaso medio lleno
de agua salía a la venta por 20.000 euros en la última edición de ARCO.

Según Racionero, “una de las columnas fundamentales de esta enorme maniobra de


propaganda que es el arte contemporáneo consiste en hacer creer a quienes no lo
entienden o no se emocionan con él que son una panda de ignorantes. Se les culpabiliza
y así se callan”, denuncia el intelectual. “Muchos comparten esta opinión, pero pocos se
atreven a expresarla”.

En su libro, Racionero se apoya en visiones similares a las suyas, como las del polémico
crítico de arte Robert Hughes y las de Mario Vargas Llosa, que el Nobel peruano vertió
en La civilización del espectáculo (2012). “Las protestas inteligentes de ambos se estrellan,
sin embargo, como ellos mismos lamentan, contra el muro del “todo vale”, la ausencia de
criterios para evaluar las obras de arte”, escribe el autor.

Ese muro, “tras el que puede refugiarse la incompetencia”, lo empezaron a construir el


marchante de arte Daniel-Henry Kahnweiler “secundado por un tonto útil como Marcel
Duchamp, el típico intelectualoide listillo”, ataca Racionero. Desde entonces, asegura, “son
los marchands y los propios artistas quienes confieren valor a las obras por medio de
campañas publicitarias o técnicas de relaciones públicas: si se exponen en la galería X, el
crítico Y dice que aquello es arte, y el millonario Z lo compra a un alto precio, lo
presentado es arte, aunque sea un urinario vuelto del revés”.

Ya no se puede saber si algo es bueno, malo o mediocre; ni siquiera si es arte o no, lamenta
Racionero. Ante esta ausencia de criterios, él propone recurrir a la subjetividad: “Si la obra
te emociona, te conmueve, te vitaliza o te sobrecoge, es arte; si no, no lo es”. Esta
ambigüedad reinante, opina, ha disuelto el papel de los críticos, que se limitan “a emitir
inseguros comentarios elogiosos, a publicar artículos de compromiso, o a enzarzarse en
abstrusas disquisiciones semiológicas que, en vez de aclarar la obra y sus intenciones, las
confunden. Casi siempre escriben cosas con las que estamos de acuerdo pero que no tienen
nada que ver con la obra de que hablan. Se pueden aplicar a muchas otras”.

Damien 666

Para el autor, quien mejor encarna la mercantilización y la banalidad en el mundo del arte
es Damien Hirst, a quien llega a apodar Damien 666: “La intromisión del mecado en el
arte ha abocado a la subasta de tiburones en formol -y otros animalitos- por un cínico
codicioso que ha logrado hacerse pasar por artista gracias a los capitales invertidos en
él por un publicista llamado Saatchi”, escribe Racionero, incisivo desde la primera
página.

En 2008, Hirst organizó una subasta en Sotheby's para ahorrarse las comisiones de los
galeristas y en ella pujaron él mismo y sus amigos para subir los precios. “Si después
de aquello la gente no quiere ver que todo es un montaje comercial, es que la gente es
idiota”.

¿A quién salva Racionero de todos los artistas que vinieron después de Duchamp? No a
Pollock, “un farsante”; ni a Francis Bacon, cuya “sordidez” rechaza; sí, en cambio, a
Rothko, que, “aunque tampoco sea para tirar cohetes, al menos es digno”; y -se lo piensa un
buen rato- a Victor Pasmore, que también le gustaba al historiador del arte Kenneth Clark.
Y, por supuesto, a Dalí: “Era un genio absoluto que fue desprestigiado por sus colegas
porque pintaba mejor que ellos. Le llamaban Avida Dollars, pero el verdadero ávido de
dólares era Picasso, y ya no digamos Tàpies. Más pesetero que Tàpies no ha habido
nadie. Y mala persona, porque dedicó gran parte de su tiempo a impedir que las galerías
que vendían sus obras expusieran a artistas jóvenes. Barcelona, que ha sido una ciudad que
ha dado pintores continuamente desde el siglo XIX, como Fortuny, Nonell, Mir, Casas o
Anglada Camarasa, se quedó sin pintores mientras vivió él. Sólo se le escapó Miquel
Barceló porque era mallorquín”, sentencia el autor de El mapa secreto.

El futuro del arte: la ciencia

Racionero no se limita a criticar el estado de las cosas, sino que también lanza hipótesis
sobre lo que cabe esperar del arte en el futuro: “El arte consiste en usar un medio sensual
para plasmar las emociones y los temas que preocupan profundamente a la sociedad en
cada época, y creo que el arte de nuestro siglo debe intentar representar o sugerir todas
esas partes de la realidad que ha revelado la ciencia desde el descubrimiento de la
mecánica cuántica y el mundo subatómico, así como el mundo supergaláctico que están
revelando los telescopios. Es decir, ese mundo infinitamente pequeño y ese mundo
infinitamente grande que no vemos porque está a una escala distinta de la humana”. El
autor considera que este nuevo lenguaje estará, por fuerza, estrechamente ligado a la
ciencia y a la tecnología, y entre sus posibles vías de desarrollo señala la robótica o
incluso la genética, a pesar de los problemas éticos que generaría “esculpir en carne y
hueso”.

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