Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
“Aunque actualmente se reconoce su propia entidad; no existe un total acuerdo de la definición del término
por los diferentes autores, debido a los diferentes puntos de vista, pero sí parece haber unanimidad para
aceptar que su prevalencia ha aumentado en los últimos años” (Guillén, Montaño, et. Al, 2013, p. 500).
La patología depresiva infantil engloba síntomas heterogéneos, de forma polimorfa, comórbida y muy
variable (no hay una clínica muy delimitada).
“Los psiquiatras infantiles coinciden por un lado en la escasez de estudios dedicados a la depresión en el
niño, y por otro en la dificultad de su detección en tanto que la vivencia depresiva suele estar enmascarada
por diversos trastornos del comportamiento. Todo esto se traduce en una dificultad por parte del entorno
familiar y escolar para la detección” (Canelo, Pandolfi, Simari, et al., 2005, p.23).
La depresión en la infancia suele ser muy insidiosa, empieza con irritabilidad, molestias gástricas, puede
asociarse a hiperactividad, etc.; y no tanto con tristeza como en los adultos.
FUNDAMENTAL EN LOS PROCESOS DEPRESIVOS:
• La importancia de las pulsiones agresivas
• La importancia de la pérdida o de la separación en el pasado del niño depresivo
DEPRESIÓN EN FUNCIÓN DE LA EDAD:
• Depresión del bebé y el niño pequeño (hasta 24-30 meses)
• Depresión del niño pequeño (3 años a 5-6 años)
• Depresión del niño mayor (5-6 años a 12-13 años)
• Depresión del adolescente (12-13 a 18 años)
• WINNICOTT: “la figura primordial es quien le ofrece al bebé un ambiente facilitador al permitirle la
exploración en sus primeros meses de vida” (p. 16).
Tanto Winnicot como Melanie Klein “señalan el lugar que tiene en los niños los duelos patológicos, las
distintas reacciones ante pérdidas -la tendencia antisocial, las actuaciones agresivas, los accidentes, y los
síntomas depresivos”.
• MELANIE KLEIN: “POSICIÓN DEPRESIVA”
“Se discutía si la depresión infantil podía ser considerada una entidad real y sólida, puesto que algunos
psicoanalistas (Rochlin, 1959; Rie, 1966) habían establecido que, sin la presencia de un superyó
internalizado, plenamente desarrollado, no podía aparecer la enfermedad depresiva, con lo que el posible
comienzo de la depresión habría que situarlo en la adolescencia, y los niños quedaban excluidos de padecer
una verdadera depresión” (Guillén, Montaño, et. Al, 2013, p. 502). Es aquí donde Melanie Klein plantea la
“posición depresiva”.
El niño es capaz de aprehender a la madre como objeto total: se atenúa la escisión entre objeto bueno y
objeto malo, las pulsiones libidinales y hostiles tienden a relacionarse con el mismo objeto (madre). El niño
ahora es capaz de reconocer que se trata de la misma madre que aparece y que desaparece, que lo angustia y
vuelve para gratificarlo.
La angustia llamada depresiva se refiere al peligro fantaseado de destruir y perder a la madre a consecuencia
del sadismo del sujeto (yo la dañé y me castigan por eso). Esta angustia es combatida mediante diversos
modos de defensa (defensa maníaca, por ejemplo), y se supera cuando el objeto amado es introyectado en
forma estable y asegurada.
Hablaba de la posición esquizoparanoide y la posición depresiva como dos fases o momentos que podían
alternarse a lo largo de la vida (no son evolutivos necesariamente, sino que son estadios del desarrollo del
psiquismo que se reactivan en diferentes momentos de la vida).
Posición: no es una fase propiamente dicha, sino estados del desarrollo del psiquismo que se reactivan en
diferentes momentos de la vida. Caracterizada por un conjunto de ansiedades y defensas.
LO MAS MADURO SERÍA PASAR DE LO ESQUIZO PARANOIDE A LO DEPRESIVA.
• Posición esquizo-paranoide: se maneja principalmente con fantasías y ansiedades muy primarias donde el
objeto está escindido entonces por un lado puede ser muy persecutorio y por el otro lado idealizado (la
contracara de lo persecutorio). El objeto es parcial: es bueno (idealizado) o malo (persecutorio). Describe los
primeros momentos del psiquismo incipiente (cuando el pecho está es bueno, cuando no está es malo y
abandónico despierta angustia paranoide) y el funcionamiento en la psicosis.
La posición depresiva es un “tipo de relaciones de objeto consecutivo a la posición paranoide; comienza
alrededor del cuarto mes y se supera progresivamente en el curso del primer año, aun cuando pueda
encontrarse también en el curso de toda la infancia y reactivarse en el adulto, especialmente en el duelo y en
los estados depresivos” (Diccionario de Psicoanálisis).
• Posición depresiva (posición más avanzada dentro del desarrollo del psiquismo): el niño reconoce a la
madre como objeto total, atenuándose la escisión entre objeto malo y objeto bueno: la madre es la que
gratifica y la que frustra, las pulsiones libidinales y hostiles tienden a relacionarse con el mismo objeto
(madre). Caracterizada por la angustia depresiva que refiere a la angustia de haber dañado fantásticamente al
objeto: mi madre desaparece porque yo la he dañado, a consecuencia de mi propio sadismo. Este sadismo
tiene que ver con apropiarse, morder, introyectar, intentar incorporar primitivamente a ese objeto que tanto
deseo. Ante estas fantasías aparecen las defensas maníacas basadas en la disociación e inhibición. Se supera
cuando el objeto amado es introyectado en forma estable y aseguradora (Laplanche y Pontalis, 1981, Labor)
Y ESTO OCURRE SI EL NIÑO TUVO EXPERIENCIAS LO SUFICIENTEMENTE BUENAS CON ESA
MADRE COMO PARA SENTIRLA ESTABLE Y ASEGURADORA. Si la madre tiene muchos cambios
de humor, o se ausenta tomada por su propia depresión, la introyección del objeto asegurador no se va a
realizar de forma correcta. QUIEN ME VA A CONTENER, A DEFENDER: puede ser la madre presente, o
la idea de madre: el recuerdo del consejo de la mama, de su cariño. La inestabilidad de una madre genera
efectos negativos en el desarrollo del niño, no se puede internalizar objetos estables. Estas experiencias
quedan marcadas, y nosotros vamos a funcionar en base a ellas (ejemplo: cuando llueve decimos: qué lindo
que llueve, está para quedarse tapaditos y abrazaditos --> da cuenta de una madre que acompañó y estuvo en
la infancia).
“La depresión puede ser entendida desde esta teoría mediante la cual el sujeto vivencia sentimientos de
pérdida y culpa -a veces buscando el consecuente castigo- que puede llegar a la autoeliminación o micro
suicidios (en el caso de niños, caídas, lastimaduras, conductas de riesgo, fracasos escolares, etc.). La
depresión por lo tanto se vincula con la pérdida, real o fantaseada de un objeto amado, de un estado ideal, de
la salud, del bienestar, etc.” (profesora Muñiz)
En la posición depresiva entonces:
● El mismo objeto que gratifica es el que frustra. Sentimientos ambivalentes hacia ese objeto: lo amo y lo
odio.
● Reactivación de estos modos de funcionamiento en situaciones de pérdida, duelo, separación. Bronca
hacia el que nos abandona y a su vez idealización e introyección idealizada de ese otro.
● La angustia depresiva que tiene que ver con fantasías de haber perdido al objeto por haberlo atacado
genera mucha culpa. Se supera la angustia depresiva mediante mecanismos reparatorios: el Yo utiliza estos
mecanismos para adaptarse a las situaciones de ataque porque la culpa se hace intolerable.
● Cuando otros significativos comienzan a aparecer en la vida del bebé que desvían la atención exclusiva de
la madre, los mecanismos reparatorios le permiten al bebe proyectar la rabia o ira hacia otros, ya no hacia la
mamá. PARA PROTEGER AL OBJETO QUE FUE ATACADO, A LA MAMÁ.
• Casas de Pereda, M (2018). El desamparo del desamor. A propósito de la depresión en la infancia.
Revista Uruguaya de Psicoanálisis (en línea) 127.
Introducción
Amparo implica otro que rodea y remite a todo aquello del orden de la realidad efectiva que protege de las
fuerzas exteriores, del posible daño. Y, al mismo tiempo, implica en el orden de la vivencia (fantasía) la
necesidad expresa de un afecto, del compromiso libidinal del otro en esa función de cuidado y protección.
Desamparo queda así muy próximo (también en su etimología) a desamor, desamparado, des-amado.
Dimensión imaginaria esencial en la Depresión, en su mala articulación con lo Real y lo Simbólico.
Aceptar la pérdida del otro hace posible, presente, imprescindible al otro en su función simbólica. Es decir,
para que haya aceptación de la pérdida, tiene que mantenerse el amor de objeto (no al objeto, sino del
objeto). “Desde el otro, en su función materna, surge un elemento simbólico (frustración) en un contexto
libidinal presencial del amor del otro, elemento imaginario” (p. 12).
El mecanismo de la desmentida en la infancia, habla de una “función yoica en pañales” (p. 12). Es de gran
importancia la función simbólica que la madre ejerce aquí; dispone de la omnipotencia, de la negación, de la
desmentida para manejarse con la frustración, privación, castración (p. 12).
El mal encuentro con la función materna fallante promueve la adhesión al otro para no enfrentarse a la
angustia ante la ausencia. Modos que hablan también de duelos fallidos, o de mal procesamiento del duelo
que es, a su vez, un elemento (o un modo de articulación) fundamental en la constitución del deseo.
En la perspectiva que desarrollo en las páginas siguientes, se plantea que los momentos depresivos de la
infancia, frente a la angustia que implicaría ese contacto con el desamparo del desamor, desencadenan o
promueven un corte, una interrupción, una desconexión «salvadora».
Un primer sentido es la disminución o el bloqueo de simbolización, anonadamiento para el sujeto del
inconsciente en la paralización de la cadena significante. Desvalimiento psíquico. ¿Desamparo de la no
disponibilidad simbólica?
En ese instante de silencio psíquico, el acto sustituye el sentido que debería circular en la cadena donde
discurre el deseo. Se coagula en un momento de lo real y aparecen haceres, acciones sin poder simbólico
más que para el que las pueda «oír». Testimonio del desamparo que convierte al niño en un llamado, en un
reclamo pesado para el otro. Y el acto es a su vez testimonio del desamparo, ahora un acto. Es el segundo
sentido que señalé antes, expresión clínica de la depresión de una caricatura agrandada del reclamo y del
señalar al otro su rol fallido. Acoso al otro, señalándolo en su función carente, con la exigencia de cuidado,
el exceso de la dependencia. Pensemos en la imagen de un niño perdido o de un niño desesperado de
angustia como evocadora de este desamparo.
«Es la revuelta anímica contra el duelo lo que devolvió el goce de lo bello», dice Freud, y se pregunta: «¿Por
qué ese desasimiento de la libido de sus objetos habría de ser un proceso tan doloroso? No lo
comprendemos. [...] Solo vemos que la libido se aferra a sus objetos, y no quiere abandonar los perdidos,
aunque el sustituto ya esté aguardando». Eso entonces, es el Duelo.
El trastorno de ese procedimiento del duelo genera mucho de lo que nos ocupa. Procedimiento,
procesamiento, es tránsito del sujeto en su encuentro con el otro, que podrá dar cuenta de la depresión.
Un no duelo, una imposibilidad de «abandonar los objetos perdidos».
Como decía Freud, la fuerza de lo bello está en su significación, en el valor de representar una vivencia, una
idea, instaurando una disponibilidad, representaciones que son en sí mismas testimonio de la pérdida ya
acontecida. Y esto es placentero, gozoso, cuando Freud describe la impronta de su mirada al paisaje
perecedero. Transitoriedad, que por ser pérdida y vivida realmente como tal, permite a Freud disfrutar de ese
objeto evanescente, paisaje perecedero.
Si lo importante es la significación, lo que impide ese procesamiento de duelo, el dolerse por la pérdida, es
precisamente la fallida significación. Así, en lo que llamamos pérdida del objeto acontecerá en realidad una
pérdida del sujeto. Toda relación de objeto es, en realidad, una relación de falta de objeto, para que haya
disponibilidad de sujeto de deseo. Es esa falta de objeto la significación cumplida de la que hablaba Freud.
Objeto siempre perdido, será solo reencontrado (los sucesivos objetos libidinales). Significación,
simbolización, es inscripción de una pérdida para disponer del símbolo, construcción que ordena o articula
algo vivido; metáfora que es vía y realización, a la vez, de dicha significación.
Esa tarea de significación es tarea que se da en el encuentro del niño con su madre que dará lugar y espacio,
perspectiva simbólica para que dicha significación acontezca.
Y el testimonio de esa simbolización será, en la perspectiva lacaniana, el objeto a, que es en parte el otro de
las identificaciones especulares (objeto de identificación), pero al mismo tiempo aquello que ya no se tiene,
resto que se pierde en toda la simbolización —objeto perdido—.
La relación de objeto en esta relación se juega en la tríada frustración, privación, castración, en relación, a su
vez, con los tres registros: Simbólico, Imaginario y Real. Y en esta perspectiva, el objeto es siempre una
falta de objeto, motor del deseo y origen de la fantasía.
La frustración, verdadera piedra angular en este tema, no es sino un modo de nombrar en el vínculo con el
otro (lo que el otro —la madre— ejerce sobre el niño) el procesamiento de la radical pérdida del objeto, la
aparición de la falta del objeto que va a permitir la emergencia del deseo. Piedra angular porque tanto
determina la estructura normal como desencadena sus fallas.
La frustración implica una pérdida en lo imaginario, en esa relación dual madre-niño, y refiere a un objeto
real en juego y que puede ser, en un momento dado, la madre misma. La frustración es «asunto propio de la
madre simbólica», dice Lacan (1960), y se refiere a que la madre enseña al niño a sufrir frustraciones, «a
percibir bajo una tensión inaugural la diferencia entre pérdida e ilusión» (1956-1957/inédito).
En la depresión o en los momentos depresivos de la infancia, esta función materna falla o desfallece, se
desarticula esta dialéctica separación-alienación en la constitución del deseo y lo que se exterioriza es la
dependencia en su lado de exceso.
La depresión y la melancolía surgen, no como ataque al objeto introyectado, sino como un defecto de
simbolización donde no ocurre una pérdida simbólica.
La autora toma el concepto freudiano de “inhibición”: Inhibición que se traduce en lo afectivo por todo el
complejo sintomático del dolor, la tristeza, el abatimiento, la pérdida de interés, y que compromete el polo
esencial del cuerpo en el marco de esa dificultad de simbolización, y allí este se hace acto, pero no acto en
su dimensión de discurso que en modo similar a la palabra implica el sujeto de deseo y la expresión de sus
fantasías. Lo que emerge es algo del orden de la acción no sostenida por lo reprimido, esa aparición
inquietante y sorpresiva que caracteriza el acting-out y el pasaje al acto.
El a posteriori, que organiza desde la peripecia edípica los procesos de separación y pérdidas implica, a su
vez, que representación y pensamiento se ven trabados.
Y lo que se manifiesta en la clínica es ese desfallecimiento simbólico. El acto es lo que hay que explicar,
dice Freud. Es que no surge un síntoma, una solución de compromiso entre instancias. Lo que emerge es
del orden del acto.
Aparece así el registro freudiano de la inhibición, o el lacaniano del desfallecimiento de la estructura. Están
muy próximos aún en el resorte último de esa inhibición o desfallecimiento. Ambos hablan de un soltarse de
las representaciones.
Por otro lado, desde la perspectiva lacaniana se habla de aflojamiento del sujeto en la cadena significante, un
no disponer del objeto del fantasma y el surgimiento de la angustia que lo conduce al acting-out o al pasaje
al acto. Aflojamiento significante con conservación de lo imaginario en el acting-out, o el patético soltarse
de ella en el salto a lo real del pasaje al acto (Lacan, 1963/inédito; Cottet, 1985; Gauguin, 1987).
Acciones que no tienen valor estructurante, valor metafórico (más que para el que las «escucha»). Huida o
sideración. Ni el acting-out ni el pasaje al acto tienen el estatuto del acto en su efecto significante como lo
tiene en cambio el acto-gesto-juego del discurso infantil.
Aflojamiento del sujeto de su propia cadena significante para no enfrentarse a la angustia ante la
ausencia del deseo del Otro. Así, esto se evidencia en la dependencia hostil con respecto a la madre, con
ese aumento de la tendencia a seguirla en las protestas y exigencias constantes, huidas provocadoras,
negativas a aceptar sustitutos maternos, rabietas y severas pataletas. Conjunto de signos con los que M.
Mahler describe el estado de ánimo negativo en el niño pequeño y que puede oscilar en ciclos periódicos; y
en la sesión analítica, los comportamientos que Melanie Klein describió como tentativas de suicidio
inconscientes (golpearse, lastimarse o ponerse en situación de riesgo) no son sino esos acting-outs o a veces
pasaje al acto, testimonio de movimientos melancoliformes, verdaderos agujeros de simbolización.
Huida o sideración —decía antes—. Huida en un doble registro:
• el de los actos de fugas, huidas reales más o menos significativas;
• la huida en lo psíquico, un aflojamiento significante, el acting-out.
Sin pretender abarcar todos los matices que surgen de dichas reflexiones, señalaré, no obstante, que en
general al acting-out se lo entiende como la disolución simbólica con conservación de lo imaginario,
mientras que en el pasaje al acto habría una disolución imaginaria, escapando en lo real a toda inscripción
significante. Y en relación con el objeto a, ambos serían respuestas a la irrupción de dicho objeto en escena
derivadas de la angustia ante lo real. Huida del a en el acting-out, fusión con él en el pasaje al acto.
Resumen
Tomando algunas ideas acerca de la etiología de la depresión en la infancia, se plantea la posibilidad de
pensar el desamparo psíquico como la dificultad en un momento dado de disponer de la capacidad de
simbolización (pensamiento, verbalización).
El desamparo para el sujeto es máximo en esos instantes de angustia en los que, no disponiendo del símbolo,
estalla en actos que son, a su vez, expresión inequívoca de tal reclamo. Se toma el concepto de frustración
para articular allí la importancia del otro y su compromiso libidinal para hacer efectiva la función simbólica
de la pérdida real.
Finalmente, se realizan algunas consideraciones acerca de la expresión clínica de la depresión en la infancia
donde quedan apoyadas las consideraciones teóricas acerca de la dificultad de simbolización como resorte
etiológico. Así, las expresiones clínicas son del orden del acto, no sostenidas por su efecto significante.
Acting-out y pasaje al acto como testimonios del borramiento de la palabra.
Collazos Cifuentes, D., Jiménez-Urrego, A. (2013). Depresión infantil: Caracterización
teórica. Revista Gastrohnup 2013 V 15, N 2; 15-19 (mayo-junio).
RESUMEN
La Depresión Infantil es un tema que ha sido poco estudiado ya que su sintomatología se aleja de la
manifestada en los adultos. Por otro lado, hay quienes se cuestionan un diagnóstico prematuro de este
trastorno del comportamiento. No obstante, en la actualidad son cada vez más los niños que presentan una
serie de síntomas recurrentes e igualmente, padres que recurren a las valoraciones psiquiátricas y
psicológicas debido a tales manifestaciones. El objetivo de este trabajo es caracterizar la Depresión Infantil y
sus manifestaciones sintomáticas a partir de una revisión teórica del concepto desde los autores más
representativos de la Escuela Psicoanalítica y de Investigaciones que se aproximen a la comprensión de
dicha problemática. En la actualidad, hay pocos estudios sobre esta problemática. No obstante, los síntomas
asociados a la Depresión Infantil son cada vez más recurrentes por lo que este trabajo cobra importancia
para la Psicología en tanto las aproximaciones diagnósticas a partir del CIE-10 y el DSM-IV presentan
criterios no especificados dentro de sus nosologías. Lo casos varían dependiendo de las particulares
sintomatologías del infante y la edad del niño.
INTRODUCCIÓN
La Depresión Infantil es un tema que ha sido poco estudiado ya que su sintomatología se confunde con la
del adulto. Por otro lado, hay quienes se cuestionan un diagnóstico prematuro de este trastorno del
comportamiento. No obstante, en la actualidad son cada vez más los niños que presentan una serie de
síntomas recurrentes e igualmente, padres que recurren a las valoraciones psiquiátricas y psicológicas debido
a tales manifestaciones. Se realizará una revisión teórica de los principales exponentes de la depresión
infantil con el fin de caracterizar el concepto de Depresión en la población infantil ya que son pocas las
investigaciones acerca de este tema y en muchos estudios es diagnosticada con los mismos síntomas de la
depresión en adultos. Se expondrán los síntomas más significativos de la depresión infantil desde diversos
autores, enmarcando que aún no hay estudios significativos sobre esta patología y cada vez es más común
encontrar en los niños síntomas asociados a la depresión y no se le presta la importancia requerida para su
abordaje clínico. Moureau de Tours, Psiquiatra del siglo pasado postulaba que el niño partir de los 7 años,
podría presentar una franca excitación maniaca o, por el contrario, una manifestación de depresión. El DSM-
IIIR define el síndrome depresivo, como un grupo de síntomas del estado del ánimo con otros síntomas
asociados que se presentan conjuntamente. En el DSMIV no hay criterios diagnósticos exclusivos de la
depresión infantil y se clasifican dentro de los "trastornos no especificados".
LA MADRE COMO PUNTO DE ANCLAJE
Winnicott, Pediatra y Psicoanalista inglés afirmaba que la figura primordial es quien le ofrece al bebé un
ambiente facilitador al permitirle la exploración en sus primeros meses de vida, Por ello el desarrollo
del bebé junto a la madre es vital dado que se dice que el bebe recién nacido no existe y la madre es quien
sirve de sostén para que dicho infante tenga oportunidad de exploración en tanto el bebe se encuentra en un
estado de dependencia. Las fallas durante el proceso de desarrollo repercutirá según la precocidad con que
se manifieste.
Rene Spitz habla acerca de la ausencia física materna que proporciona en el niño un daño, dado que la madre
proporciona bienestar emocional y físico; si el bebé se ve privado de estos cuidados maternales se produce
un daño que se divide en dos categorías: la privación emocional y privación emocional total.
Privación emocional: también llamada depresión anaclítica, este fue un término introducido por Spitz en
una observación que realizó con niños entre 12 a 18 meses. Estos niños eran cuidados por sus madres los
primeros seis meses, en la cual la relación madre-hijo era buena, posterior a este se separaban de dichas
madres y aparecían síntomas tales como: lloriqueo, retraimiento, una actitud de negación por su entorno y
rechazaban a la gente que intentaba algún tipo de acercamientos con dichos infantes. Si el adulto insistía en
tratar de acercarse al bebé, este respondía con un llanto inconsolable. El lloriqueo del bebé persistía durante
tres meses, época en la cual el niño perdía significativamente peso, aparición del insomnio y posterior a esto,
ocurrían otro tipo de cambios en el infante. El llanto desaparecía para instalarse en él expresiones rígidas,
ojos inexpresivos y distantes.
Estos niños fueron separados de su madre al sexto y octavo mes de vida, durante un periodo de tres meses.
Se encontró durante este tiempo síntomas parecidos que se encuentran en los adultos cuando padecen de
depresión. En los niños observados aparecían síntomas diferentes, en algunos era evidente el llanto, en otros
aparecía el retraimiento, pero cada niño tenía algunas particularidades específicas. Es por ello que se hace
complejo clasificar síntomas que determinen la depresión infantil.
Privación emocional total. La diferencia de esta con la depresión anaclítica es que estos niños no tienen
contacto alguno con sus madres a diferencia de los primeros. Se observaban síntomas de la depresión
anaclítica, pero aparecían con mucha más rapidez y se hacían cada vez más graves. Esto dio lugar a un
nuevo cuadro clínico, cuyos síntomas eran: coordinación ocular defectuosa, pasivos por completo y retraso
motor. En el segundo año de vida el desarrollo de estos niños se detenía un 45% y a los cuatro años estos
niños no podían sentarse, hablar o estar de pie. Cada vez empeoraban más, aparecían problemas somáticos,
infecciones, desarrollo psicológico inadecuado y privación emocional, en algunos casos muerte del infante;
Spitz denominó esta problemática como Síndrome del hospitalismo.
Bowlby habla de pérdida afectiva y hace referencia a que la mayoría de tristezas producidas en un ser
humano se debe a la pérdida de una persona amada, esto posibilita los trastornos depresivos y de duelo
crónico cuyos sentimientos son: impotencia, tristeza, soledad, seres no queridos y detestables, incapacidad
de establecer lazos afectivos. Este autor guarda similitud con Spitz coincidiendo en que la depresión en
niños, puede relacionarse con la ausencia o pérdida de un ser amado primordial en la temprana infancia.
Como síntomas principales según las investigaciones de estos autores aparece el llanto debido a la ausencia
de su objeto de amor, desesperanza, pérdida de peso.
Cyrulnik refiere síntomas similares en niños sin familia cuya situación implica afrontar la imposibilidad de
narrarse al no tener de base una historia que los identifique. Para este autor, la importancia de la palabra
para los bebés, “es un modo de expresión aun imperfecto”; por tal hecho, para que adquiera una ritmicidad
depende del encuentro entre un organizador interno, necesidad de apego y un organizador externo (sensorial,
afectivo, social).
Otros estudios sobre depresión en niños afirman que puede ocasionar: fracaso escolar, anorexia, bulimia,
suicidios además de síntomas asociados (Tabla 1). Según el autor, el bebé al separarse de su madre pierde
significativamente peso. En la adolescencia puede generar problemas alimenticios dado que la alimentación
brinda un papel importante, siendo el primer vínculo que el niño establece con su madre, al perderlo o al ser
abandonado se podría manifestar posteriormente como trastornos de la conducta alimentaria.
Fonagy et al., ha hecho revisiones sobre resiliencia y ha identificado que el apoyo social obtenido a partir
de experiencias educativas gratificantes posibilitan la adaptación del niño a situaciones difíciles a las
que está expuesto en su vida. El medio escolar podría ser un factor clave en el desarrollo del dolor y las
adaptaciones o ajustes que en general vivencia el niño. En otro estudio Fonagy identifica que vínculos
interrumpidos pueden generar en el individuo psicopatía, es decir crear la máxima distancia con las personas
del exterior, generando en el niño insensibilidad. Estos síntomas se manifiestan de acuerdo al desarrollo del
infante, por ende, la escuela y la familia son de gran importancia en la detección de la depresión infantil.
Desde la escuela francesa del psicoanálisis las investigaciones han ido en aumento en el ámbito del trabajo
clínico con niños. Lacan hace algunas aproximaciones que resultan paradigmáticas para la comprensión de
la problemática. Siguiendo sus postulados, la madre es para el niño objeto de amor en tanto presencia que
suple inicialmente sus necesidades biológicas. Tal presencia se articula en el par “presencia-ausencia” y, en
ese lugar el niño se constituya como objeto de amor de la madre. En este sentido, cabría cuestionar ¿Qué
acontece simbólicamente en el niño cuando una madre no se presentifica bajo ninguna circunstancia? Este
planteamiento no se aleja a los planteamientos de los autores anteriores en tanto otorgan un lugar
preeminente a la madre como pivote de la constitución del sujeto. Con lo anterior, no sentirse amado, ser
abandonado o separado de su madre podría ser nefasto para el niño.
Serge Lebovici Psiquiatra infantil francés cuyo interés se centra en la psicopatología del bebé, hace
referencia a que el Psiquiatra es quien agrupa síntomas y signos de un paciente para clasificar al sujeto según
características encontradas en los manuales de disturbios mentales; cuando se trabaja con niños la cuestión
se complejiza, dado que los padres tienden a compadecerse de sus hijos y el trabajo psicológico se hace
mucho más difícil. Lebovici plantea que el niño es quien da señal de que algo está pasando dentro de la
estructura familiar. Por ello se propone que cuando se encuentra un niño con ciertas patologías se incluya en
el trabajo psicosocial a la familia para el mejoramiento del menor. Esto evidencia que “el niño presentado al
psiquiatra era el enfermo elegido, que hacía falta tratar a la familia, a la que los trastornos del niño le
permitan cierta forma de equilibrio”.
Es en las interacciones familiares donde se desarrolla el funcionamiento mental y el lugar que se le es
asignado a cada miembro dentro de una familia. No obstante, las perturbaciones más significativas se
establecen en las dificultades maternas, cuando esta padece de ansiedad o depresión entre otras
situaciones repercutiendo en la vida anímica del niño: por ejemplo, inapetencia y pérdida de sueño,
entre otras alteraciones, lo que Lebovici ha denominado “desarmonías interactivas graves”. Un
tratamiento adecuado y a tiempo hace que estas problemáticas se traten y se reconozcan previniendo que se
establezcan en etapas más avanzadas. Este autor propone un tipo de abordaje donde: “la familia sea
considerada como una unidad funcional” dado que la patología del bebé es el reflejo de la crianza y de
las interacciones familiares.
CONCLUSIONES
En el área infantil muchas sintomatologías se encuentran como criterio no especificado con el agregado de
que muchos diagnósticos infantiles se realizan con criterios hechos para adultos. Por ello que el motivo de
consulta en Salud Mental Infantil no resulta concretado. La psicología aún no tiene investigaciones
sistematizadas acerca de la depresión infantil, los casos varían dependiendo de las particulares
sintomatologías del infante y la edad del niño. "la depresión infantil es un cuadro complejo de
reconocimientos relativamente recientes como entidad clínica dentro de la psicología".
Nissen, afirma que en la infancia los síntomas fundamentales de la depresión como es la tristeza y la
anhedonia pueden no ser evidentes, por el contrario pueden aparecer manifestaciones psicosomáticas
como: enuresis, onicofagia, manipulación genital, miedo nocturno, crisis de llantos y gritos. Toolan opina
que los síntomas depresivos se deben a desordenes conductuales. Backwin, Raskin, consideran que los
síntomas enmascarados predominantes serían: agresividad, hostilidad en la conducta verbal, delincuencia,
irritabilidad, disminución del rendimiento académico, ausentismo. Kovacs et al.; Gittelman-Klein insisten
que la sintomatología es variada y confusa y no permite diferenciar la depresión de otras patologías
infantiles, suponiendo que esta es una patología multifactorial.
En términos generales, esta revisión permite comprender que el mundo del infante no posee un
lenguaje lo suficientemente elaborado para poder comunicarse, dificultando el diagnóstico de la
Depresión Infantil. Tal reflexión hace indispensable la adecuada formación y conocimiento por parte
del profesional de la Salud Mental acerca de esta y otras psicopatologías.
Guillén Guillén, E., Gordillo Montaño, M., Ruiz Fernández, I., Gordillo Gordillo, M., Gordillo
Solanes, T. (2013). ¿Depresión o evolución?: Revisión histórica y fenomenológica del concepto
aplicado a la infancia y adolescencia. 499-506.
La sintomatología depresiva en estas edades se suele presentar de forma polimorfa, comórbida, y muy
variable, por esto se convierte en objeto de numerosos debates, al no tener una clínica tan delimitada como
la de otros trastornos mentales específicos de la infancia y la adolescencia.
Cytryn, 1980, distingue tres corrientes de opinión actuales sobre la nosología de la depresión infantil: 1)
como una entidad clínica única que requiere un criterio diagnóstico distinto al usado para los adultos, 2)
englobarla en los trastornos afectivos de los adultos y diagnosticarla con los mismos criterios de ésta,
aunque ligeramente modificados, 3) no concederle la categoría de entidad diagnostica válida. La más
verosímil y mayormente aceptada es la visión de que la depresión infantil comparte la etiopatogenia con
la depresión del adulto pero en sus manifestaciones se aparta a menudo de ella, tomando características
propias, según corresponde a los distintos niveles de desarrollo.
Los síntomas y signos más propios de sintomatología afectiva en estas primeras etapas son las molestias
gástricas, la agresividad, el negativismo, los trastornos de conducta y el rechazo o la fobia escolar. En
cambio, el sufrimiento por vivir acompañado de autodesprecio y sentimientos corporales displacenteros, la
pérdida de energías e intereses, la incomunicación en distintos niveles, y la alteración de los ritmos
circadianos constituirían el conjunto de síntomas comunes en infantes, adolescentes y adultos.
Por todo esto, se observa que la patología depresiva infantil engloba síntomas heterogéneos, no sólo
respecto a la edad adulta, sino que presenta diferencias ligadas a la edad (preescolar, escolar, adolescente), al
sexo, a la presencia o ausencia de comorbilidad (médica, psicológica) y a la comorbilidad específica con el
retraso mental.
Antes de comenzar con la revisión del concepto, sería importante señalar el aumento considerable de la
prevalencia de depresión infantil y adolescente en todo el mundo, y al mismo tiempo la disminución de la
edad en la que se inicia.
DESARROLLO DE LA CUESTIÓN PLANTEADA:
Breve revisión del concepto desde una perspectiva histórica:
Podría dividirse en cuatro etapas desde el inicio de aparición de bibliografía relacionada con este tema hasta
la actualidad: 1) Periodo inicial, con referencias al concepto de melancolía; 2) S-XIX; 3) La primera mitad
del s-XX, con una progresiva fijación del término “depresión” y su creciente interés; 4) Segunda mitad del s-
XX, con abundante producción bibliográfica y análisis detallados sobre la enfermedad depresiva. (Están
desarrollados)
Por el recorrido histórico expuesto anteriormente, podemos observar que las referencias al contenido de lo
que constituyen las depresiones infantiles son relativamente extensas y datan de hace muchos años. Se ha
ido modificando en buena parte la terminología, los aspectos que estaban en primer plano, y se ha ido
delimitando su propio concepto, hasta llegar a la actualidad, donde las Clasificaciones Internacionales de las
Enfermedades Mentales, como el CDI-10 y la DSM-IV-TR, coinciden en clasificar las depresiones infantiles
y adolescentes en la misma entidad que la de los adultos, aunque con ligeras modificaciones.
¿Qué es la depresión infantil?, síntomas, signos y criterios diagnósticos:
La depresión mayor es un trastorno del
estado de ánimo que consiste en un
conjunto de síntomas, que incluyen un
predominio del tipo afectivo (tristeza
patológica, la desesperanza, la apatía,
anhedonia, irritabilidad, sensación subjetiva
de malestar), pudiendo aparecer síntomas de
la esfera cognitiva, volitiva y física. Por lo
tanto, podría referirse a un deterioro global
del funcionamiento personal, con énfasis
especial en la esfera afectiva.
Podríamos señalar que en comparación con
la depresión en adultos, la depresión en niños y adolescentes puede tener un inicio más insidioso, puede ser
caracterizado por irritabilidad más que por la tristeza, y ocurre más a menudo en asociación con otras
condiciones tales como ansiedad, trastorno de conducta, hiperactividad y problemas de aprendizaje. La
gravedad de la depresión puede ser definida por el nivel de deterioro y la presencia o ausencia de cambios
psicomotores y síntomas somáticos.
Nos centraremos en los aspectos que resultan nucleares tanto para el diagnóstico como para las formas
clínicas de la depresión en la infancia y adolescencia.
Una de las variables en la que nos detendremos y que, a nuestro juicio, constituye mayor importancia es la
edad. No cabe duda que las manifestaciones afectivas se presentan y desaparecen, sintomatológicamente, de
modo diferente según la etapa de desarrollo.
La primera etapa importante en la que nos detendremos será la edad preescolar, del nacimiento a los 5
años. La patología depresiva en estas edades cursa con ansiedad, irritabilidad, rabietas frecuentes, llanto
inexplicable, quejas somáticas, pérdida de interés en sus juegos habituales, cansancio excesivo, aumento de
la actividad motora, falla en alcanzar el peso para su edad, retraso psicomotor o dificultad con el desarrollo
emocional, menor capacidad de protesta, disminución de iniciativa y repertorios sociales y trastornos del
sueño, apetito y peso. En este periodo se han observado diferentes tipos de depresión: Depresión por
deprivación y anaclítica de Spitz, comentada más arriba; Depresión sensoromotriz (Shaffi, 1997) que
afecta a la etapa sensoromotriz del niño (0-18 m) con inhibición del lenguaje, retraimiento, humor irritable,
llanto frecuente que va perdiendo intensidad y se vuelve un gimoteo y llanto irritable, desaparece la sonrisa
social y de reconocimiento, con posibles enfermedades físicas (vómitos, diarrea…). Suele darse de forma
aguda, con un curso rápido, de horas a días y se vuelve cíclica o crónica si la madre no alivia el sentimiento
depresivo; Depresión somatogénicas (Nissen, 1983) en las que existe una condición médica dominante
(encefalopatías…); y las Formas psicóticas precoces, cuadro psicótico que se acompaña de sintomatología
depresiva en algunos periodos.
El siguiente periodo del desarrollo natural, es la etapa escolar (entre 6 y 11 años), en la que la corporalidad
y sus alteraciones son las vías de expresión principales. Las formas más frecuentes que encontramos en esta
edad son las latentes o encubiertas, cuyos síntomas aparentemente no parecen ser depresivos. En relación al
estado de ánimo en estas edades, destaca el tipo disfórico. En el juego, los sueños y las pesadillas
predominan los temas depresivos como culpabilidad, frustración, pérdida, abandono o suicidio, surgiendo
pensamientos muy autocríticos, por los que tiende a disculparse continuamente y a buscar la alabanza y la
tranquilidad. Se aprecia en gran medida una falta de interés y motivación por el rendimiento escolar y las
relaciones con los compañeros, además de un cambio brusco en el comportamiento, encontrando payasadas
en un niño que era antes callado o retraimiento en uno comunicador. Respecto al comportamiento motor,
aumento de nerviosismo, agitación, torpeza y predisposición a accidentes, hiperactividad, conducta agresiva
o perturbadora.
La adolescencia (11-18 años), periodo en el que los adolescentes normales tienden hacia la depresión, por lo
que se hace especialmente importante poder diferenciar entre la etapa normal del estado de ánimo
depresivo y la depresión patológica. Numerosos autores han señalado que muchas de las depresiones
adolescentes no son diagnosticadas porque se confunden con la crisis adolescente.
La sintomatología en esta edad es muy variada y cicladora y la atipicidad propia de los cuadros depresivos
de la adolescencia va disminuyendo a medida que el sujeto se aproxima al límite de edad adulta. En las
depresiones adolescentes, los datos psíquicos cuentan mucho menos, pues la subjetividad todavía no se ha
desarrollado suficientemente y además ocurre que, el adolescente afecto de molestias subjetivas depresivas,
suele esforzarse intuitivamente en asignar al trastorno un origen orgánico, lo cual implica una
elaboración secundaria, que puede enmascarar los datos subjetivos originarios. En relación a esta distinción,
parece haberse probado que los síntomas somáticos y psicológicos de la depresión varían en función de la
edad del niño, pudiendo apreciarse ciertas tendencias a sustituir los síntomas somáticos por los psicológicos.
Como manifestaciones clínicas características de esta etapa encontramos que el estado de ánimo disfórico y
deprimido se presenta de forma más volátil, con gran aumento de las reacciones de ira, pudiendo llorar sin
motivo, con una expresión continua seria y malhumorada. En relación a la pubertad, señalar que ésta puede
retrasarse en el adolescente crónicamente deprimido, y se aprecian grandes dificultades para aceptar los
cambios provocados por ésta. En el área cognitiva, se aprecian cambios en la actitud frente al esfuerzo y
responsabilidad en sus tareas y aumenta la baja autoestima, sintiéndose defraudados a sí mismos y a los
demás e intentan defenderse de este sentimiento con la negación, fantasías omnipotentes, o evadiéndose
mediante consumo de sustancias. Pueden mostrar nulo interés por el comportamiento sexual o promiscuidad
como defensa del sentimiento de vacío y soledad, teniendo en ocasiones calidad autodestructiva. Existe una
mayor vulnerabilidad para el comportamiento suicida, que aumenta a estas edades, llevándolo a cabo la
mayoría de las veces de forma violenta, con pensamientos mal organizados y sin un plan definido.
En resumen, y para ir finalizando el análisis de la sintomatología en estas etapas, resaltaremos las diferencias
principales entre el periodo escolar y adolescente. En la infancia la depresión aparece en forma desgarrada y
fragmentaria, y a medida que el niño se introduce en la adolescencia, toma un desarrollo estructurado, con
un curso más crónico, aunque con altos y bajos. En la adolescencia existe un riesgo de dos a cuatro veces
mayor que la depresión persista en la edad adulta, y suele aparecer asociada a trastornos disociales, a
trastornos de la actividad y la atención, trastornos relacionados con sustancias, y a trastornos de la conducta
alimentaria. A su vez, en la infancia la sintomatología cursa con quejas somáticas, ansiedad, irritabilidad,
rabietas, aislamiento social y conectada a trastorno de ansiedad por separación, siendo las formas latentes y
encubiertas las más frecuentes.
DISCUSIÓN
Señalar que se hace más complicado cuanto más joven es el niño, ya que las manifestaciones clínicas son
distintas a las de los adultos, sin existir criterios de clasificación específicos para estas edades. Añadido a
esto, los niños/as e incluso los adolescentes, tienen dificultad para identificar como depresión lo que les
ocurre, y los adultos relevantes en la vida del menor no pueden creer que a esa edad se sufra de depresión,
sumándose a esto el hecho de que admitirlo puede significar para ellos un fracaso como padres o
educadores.
En los niños y adolescentes, la depresión tiene un impacto importante en su crecimiento y desarrollo
personal, en su rendimiento escolar y en las relaciones familiares e interpersonales. Hay pruebas de que el
trastorno depresivo podría continuar durante la adolescencia y que podría extenderse durante la vida
adulta, lo que se refleja en altos índices de consultas y hospitalizaciones psiquiátricas y en los problemas
laborales y la relación que se originan en el futuro, por lo tanto, la depresión a estas edades, además del
costo personal, puede también implican un costo social grave.
• Press, S (s/f). Indagando la depresión en el infans.
Introducción
Se trata de establecer puentes entre praxis y teoría como forma de profundizar en problemáticas de la
temprana infancia. La clínica del niño pequeño debe, necesariamente, indagar los sucesos de la
estructuración psíquica, la conformación de los soportes narcisistas en interacción con lo ambiental,
entendido también, como deseo y prehistoria parental.
Introducir lo primario en las formaciones del narcisismo del niño pone en tela de juicio algunas afirmaciones
sobre el T.E.A o la psicosis infantil, llevándonos a pensar los bordes narcisistas de la neurosis infantil.
Generalmente, los síntomas en niños muy pequeños y tempranos aluden a fallas en el proceso de división del
aparato psíquico, fragilidad de inscripción y simbolización del objeto primario comandada por la represión
originaria. Lógicas como las creadas por Freud, Klein, Winnicott, Spitz, Lacan han sido aportes muy
valiosos a la hora de pensar la clínica. Junto a otras más actuales, son muy necesarias aunque no sean del
todo solidarias. Diferentes autores conceptualizan el momento en que se entrona el narcisismo entre los 6 y
18 meses lo que permitiría tender puentes que consideren problematicas del fort/da, la pregnancia del odio
de la P.E.P con las dificultades al acceso a la P.D., la patología de la transicionalidad, la importancia de la
discriminación entre lo familiar y extraño (angustia del 8vo mes), el juicio de atribución y existencia, el
tránsito por el Estadio del Espejo.
La evolución de muchos pacientes que consultan por variedad de síntomas, llevan a peguntarse por la
utilidad de estos indicadores para el diagnóstico en la infancia, sus alcances y sus límites.
El proceso de estructuración considera la complejidad del funcionamiento psíquico, un tipo de organización
estructural y evolutiva de la sexualidad infantil, el juicio, pensamiento, identificaciones, gesto, palabra,
aprendizajes. Sus tiempos lógicos y cronológicos entendidos en sus posibilidades de inscripción, repetición
y resignificación.
A partir de las dificultades que ofrece la clínica psicoanalítica con niños pequeños quisiera compartir
reflexiones sobre la Depresión del lactante, sus orígenes y derivas, que se hacen visibles cuando un niño
juega en la entrevista al mostrar la pregnancia de la muerte, la violencia, autoagresividad y la amenaza de
suicidio.
La Depresión en el Lactante.
Me interesa recobrar el concepto de Depresión en el lactante, particularmente para los pequeños cuyos
síntomas visibles y graves, ocurren, como ya señaló Spitz (1989), cuando describió la “depresión anaclítica”,
por la interrupción de libidinización pasados los 3 meses de vida.
Este autor enfatizó que no se trata de carencias en la atención de funciones corporales del niño sino que de
una ausencia repentina de investiduras, de cualidades aportadas por el deseo parental para renovadas
experiencias pulsionales. La huella erógena y el proceso de identificación primaria en curso queda
interferido, lo que lleva a pensar que la Depresión del Lactante está más lejos de lo anaclítico y muy cerca
de lo pulsional obstaculizado para la conformación de imagos.
Diferenciar la Depresión en el Infans de un síndrome autista es difícil in situ, siendo una distinción que la
mayoría de las veces podemos considerarla a posteriori, luego de la evolución con sus movimientos
transferenciales. 3 Lo importante a destacar es que son situaciones que logran reversibilidad en la
recuperación de los vínculos, el lenguaje y juego simbólico con los tratamientos.
Spitz toma la 2da teoría de las pulsiones y basa la descripción metapsicológica en términos de Eros y
Thánatos defusionándose a los 3 meses de vida del bebé.
Defusión pulsional que retiene lo desligado tanático enfermando al cuerpo, impidiendo ligazones que
redundan en problemáticas somáticas y retraen el interés por interacciones.
Ciertos hechos de la historia relatada por los padres de niños tempranos pueden ofrecernos pistas.
Por ejemplo, los padres relatan historias de bebés relativamente pasivos o irritables, que padecieron
afecciones que tocan al cuerpo, que alertaron por anorexias, vómitos, falta de desarrollo pondoestatural,
trastornos del sueño, enfermedades de piel. Con numerosas consultas para descartar causas médicas o
neuropediátricas, se nos va inclinando la balanza hacia el sufrimiento psíquico instalándose desde el primer
año de vida.
Algunos padres describen a sus bebes “buenos” por ser poco demandantes, escasamente solícitos hasta que
aparecen señales de rechazo o evitación de contacto luego del 4to mes de vida. Rechazo del pecho,
retraimiento, desvío de la mirada, repliegue, son algunos de los síntomas que suelen solaparse con los del
Autismo.
Otras veces, el sufrimiento de los primeros años de vida no es “ruidoso”, o más bien, pasa inadvertido por
los padres hasta que en el niño temprano se escolariza. En el niño pequeño, ya se ven implicados lo somato
psíquico, tocando la motricidad, alimentación, sueño, lo esfinteriano, el desarrollo de afecciones somáticas.
Sintomatología que señala en espejo, fallas de la narcisización parental y de la organización psíquica, de las
vicisitudes simbólicas que son verdaderos mojones para alcanzar la alteridad y objetalidad.
Pre-ludios
El proceso de identificación primaria va mostrando momentos significativos, que pueden ser comprendidos
como organizaciones dentro del proceso de la constitución narcisista.
Freud utiliza la noción de “organización de la libido” ya en 1905 (p.179), cuando desarrolla sus escritos
sobre sexualidad infantil en los que claramente concibe lo erógeno en simultáneo con la incorporación,
retención, identificación. Organizaciones pregenitales oral, anal y más adelante, fálica como es la genital
infantil (1923), se definen por el primado de zona erógena con un modo específico de vínculo con el objeto
y de pulsiones parciales peculiares.
Más adelante, en Pulsiones y Destinos de la Pulsión (1915) se detiene en los movimientos pulsionales con
destinos precisos que parten de la experiencia de placer-displacer del yo placer purificado. Si bien aún se
encuentra pensando desde la 1ª teoría de las pulsiones, deja entrever que las raíces del narcisismo asientan
sobre las cualidades de lo placentero y lo displacentero, cuando aún no existe una discriminación yo- no yo,
ni afuera – adentro. En este momento, todo displacer será experimentado como ajeno y como un atentado
para la autoconservación del yo. Se proyecta, se expulsa y se registra como amenazante. Las experiencias
placenteras serían introyectadas, acogidas por el yo placer. Como dice Freud en este texto, “ El yo –sujeto
( coincide ) con el placer” y “ El mundo exterior (coincide) con displacer…” (1915 p.131). Desde temprano,
los procesos pulsionales activos funcionan en oleadas que podrían volverse pasivizadas si se exponen, como
alerta Freud, a ciertas “alteraciones”. Podríamos pensar que estas “alteraciones” que llevarán de la actividad
a la pasividad son conducidas por el displacer resultando como repudio y odio a la hora de alcanzar la etapa
de objeto, imago con la cual se experimentará extrema ambivalencia.
Me parece importante destacar que en este trabajo Freud afirma (p. 127) que la vuelta sobre el yo y el
trastorno de la actividad en pasividad son el sello de la organización narcisista. No sólo se trata de defensas
estructurantes del yo, sino que también de funcionamientos que, cristalizados, hunden en la
indiscriminación, en atrapamientos reflexivos en los que diversas experiencias se viven en términos de odio
que retorna contra el yo.
Numerosos bebés padecen situaciones displacenteras por prematurez, CTI, internaciones o intervenciones en
los primeros meses de vida y se hallan expuestos al dolor físico, a la separación con objetos primarios al
comienzo de la lactancia. Otros, encuentran padres que sufren pérdidas, duelos, enfermedades, internaciones
que trastocan la continuidad del vínculo, determinando ausencias de las cuales el bebé acusa recibo. Algunos
niños, que han sufrido estas “alteraciones”, pueden traer a la consulta activamente lo que han vivido
pasivamente en actos o expresiones lúdicas que exponen la vivencia hostil y de peligro de vida como
violencia frente a un mundo paranoide. Junto a sus padres, logran activar procesos elaborativos para estas
experiencias traumáticas tempranas.
Más allá del principio de placer ( 1920 ), introduce el proceso por el cual la excitación pulsional resigna,
releva, pospone satisfacción al tiempo que tolera el displacer que impone una realidad peligrosa, ominosa.
En el contexto de teorización sobre el displacer, angustia, terror provocadas por experiencias traumáticas,
surge la observación del juego de su nieto. “Fort da”, son las vocalizaciones del niño frente a la ida y retorno
del carretel, producción activa que intenta dominar los efectos de la ausencia real de la madre al tiempo que
elaborar la ambivalencia por el abandono. Como reiteración, su actividad lúdica re-presenta, testimonia
inscripciones al tiempo que es un modo de “recordar” al objeto ausente. Poco después, Freud introduce la
noción de Compulsión a la repetición, como aquello pulsional originario que insiste en aspirar satisfacciones
placenteras directas desde las cicatrices del narcisismo (p.20) (Subrayado mío). Cicatrices que nos enfrentan
en la clínica a la disyuntiva de dilucidar si estamos frente una repetición significante, que abre puertas al
sentido y elaboración o si nos enfrentamos al retorno de lo igual. Surge así la pregunta sobre el destino de
estas cicatrices tan tempranas cuando no logran expresión simbólica ni parecen pasibles de elaboración.
En este contexto, Freud desarrolla la 2da Teoría de las pulsiones confrontando P de Vida versus P. de
Muerte, en virtud de la repetición de fenómenos clínicos relacionados con las neurosis traumáticas, traumas
infantiles no rememorables ni ligados, relacionados con el desamparo. Sus fenómenos clínicos conducirían
hacia un estado físico y/ o psíquico que alude o determina la muerte misma.
Partiendo de esta nueva propuesta, queda abierta la cuestión de los orígenes del masoquismo y el
sentimiento de culpa inconsciente, ya no sólo secundarios sino con bases “oscuras” (1924 p. 169),
constitucionales, originarias. Es indudable el nexo que establece Freud entre masoquismo y sadismo, pulsión
de muerte y desligazón, libido y mezcla con apoderamiento.
“…. Puede decirse que la pulsión actuante en el interior del organismo- el sadismo primordiales idéntica al
masoquismo. Después que su parte principal fue trasladada afuera, sobre los objetos, en el interior
permanece, como su residuo, el genuino masoquismo erógeno que por una parte ha devenido en componente
de la libido, pero por otra tiene por objeto al ser propio.“ (1924 p 170).
Este masoquismo erógeno acompañará a la libido a lo largo del desarrollo tomando al decir de Freud,
“cambiantes revestimientos”.
El Problema Económico del Masoquismo ilustra además lo especular en esta ida y vuelta de lo proyectado e
introyectado. El sadismo oral de devorar se experimenta como angustia de ser devorado, lo mismo que el
golpear y ser golpeado de la organización sádico anal. Estas metas pulsionales podrían devenir
identificaciones que, como formaciones narcisistas, dan lugar a imagos destructivas.
El analista de niños trabaja con lo que se reitera, lo que retorna como intento de ligazón e inscripción
significante, como retorno de lo reprimido originario, como ambivalencia con el objeto y se alerta frente a la
insistencia de lo desligado que no halla inscripción o transformación a lo largo del proceso.
El fort-da en juego, nos propone una pista al tiempo que nos interroga sobre estas funciones primordiales
que conformarían el más acá del principio de placer, un “más acá del fort da” (Rodulfo, p. 29) influidos por
el origen del sadismo y el masoquismo en un niño que ha padecido experiencias de abandono.
Desde los comienzos de la vida, muy tempranamente los bebes saludables testimonian la confluencia de
significantes, marcas de lo libidinal y de deseo. Con gran fuerza comunicante vemos la sonrisa, mirada y voz
del niño (laleo-balbuceo) expresándose como lenguaje del cuerpo y aunándose como una Gestalt (Spitz
p.82) que responde en espejo al rostro, voz y sonrisa de otro. Formas del “decir” preverbal, gestual, corporal,
sensorial que habla de la inmersión en el mundo del lenguaje y del reconocimiento de lo humano
comunicando afectos.
“Sintonia” progresiva conduciendo al proceso de identificación primaria, que al mes y medio de vida ya es
evidente. Se puede pensar como un avant coup, un organizador como señala Spitz, que da señales
fundamentales de objetos libidinales conformando Yo.
La discriminación entre familiar y extraño, el momento que llamamos “angustia del 8vo mes” da cuenta de
un período clave, de uno de los momentos estructurantes más significativos para el niño. Movimientos de
escisión, condensación y proyección de lo odiado con el objeto desplazados sobre lo extraño, indicarían
procesos inconscientes de conservación del objeto amado y distinciones, discriminaciones que involucran a
la conformación del juicio de atribución (lo bueno y lo malo) y existencia (presencia y ausencia) en vínculo
con la realidad.
Melanie Klein, parte de la 2da tópica y 2da teoría de las pulsiones y nos aporta su punto de vista al
considerar la P. de Muerte para concepciones diferentes pero ineludibles a la hora de pensar los orígenes de
la depresión, la manía y melancolía. Lo depresivo como “posición” es definido por el tipo de defensas,
angustia y relación de objeto en íntima interacción con mecanismos reparatorios. Lo depresivo como
“Posición” habla de tránsitos dolorosos para el duelo por la pérdida del pecho, de la introducción del tercero,
de contacto con afectos ambivalentes para un objeto que junto al yo van integrándose, Se trata de un
momento en el que el bebé muestra cambios, sufre una “melancolía en status nascendi” (Petot p.56). Lo
Depresivo moviliza experiencias primitivas como una apuesta en la que lo libidinal y creativo se debe
sobreponer a lo thanático destructivo.
Quisiera destacar la introducción de las Defensas Maníacas, que se hallan al servicio de atenuar el dolor por
la pérdida y la culpa por el odio fantaseado como feroces ataques del yo al objeto. Las Defensas Maníacas
ofrecen una “solución” frente a la culpa, un salvataje para el yo, al costo de devaluar al objeto, de negar la
dependencia y lo vital que significa su superviviencia. Si el Objeto sigue siendo destinatario del odio y el yo
no encuentra bondades reparatorias, retorna como acusaciones y reproches superyoicos vengativos hacia el
yo. El Yo apela a la negación omnipotente de su realidad psíquica para triunfar, desmentir dolor y culpa
frente a un mundo interno inundado de objetos moribundos, dañados por las mociones matricidas/parricidas.
Esta realidad psíquica, resabio de la PEP, ilustra los matices paranoicos y omnipotentes del narcisismo que
despliega en espejo, lo destructivo del yo con del objeto y del superyó con el yo.
El Espejo
En muchos niños el espejo como estadio, desenmascara alcances pero también limitaciones de la
constitución narcisista.
Por ello, para algunos bebés el reconocimento de su imagen y la del otro es una gran prueba. El espejo como
Estadio podría mostrar una gran conmoción cuando existieron fallas del espejamiento primitivo, refuerzos
de lo paranoide que en estos casos, conducen a lo melancólico-depresivo. La sensorialidad, lo cenestésico, la
sensualidad predominante hasta los 6-8 meses de vida, no necesariamente se asumen como una imagen
jubilosa. La imagen inconsciente del cuerpo no es exclusivamente escópica, articula experiencias corpóreas
primitivas, carnales, motrices y cenestésicas que provienen del contacto cuerpo a cuerpo con los padres,
conformarán cualidades significantes y afectivas. Lo simbólico y lo no simbolizable, la historia
transgeneracional atraviesa lo sensorio motor volviéndose o no, cuerpo pulsional erógeno.
El encuentro con el espejo deja entrever que la mirada como “percepción de la forma humana” no es
suficiente para que exista reconocimiento de la imagen del cuerpo como “yo junto a otro”.
En íntimo contacto con el cuerpo y la sensorialidad pulsional, el fracaso transformacional (Bollas) de los
objetos primordiales podría fijar imagos paranoides-melancólicas que provocan desmentida o evitación en el
cruce de miradas.
La Depresión en el niño pequeño
Desde el punto de vista técnico, el analista trabaja “amasando” junto al niño pequeño condiciones para
configurar símbolos. Pre-ludios para lo lúdico en sesión como práctica que siembra y recoge significantes
que darán cuerpo a significaciones. Al decir de Winnicott, en psicoanálisis nos dedicamos a una “forma muy
especializada de juego” (1972 p.65 ). En este sentido, no existiría ninguna actividad relevante en el proceso
de desarrollo de la simbolización que no se visualice por algún tipo de juego. Se trata justamente de generar
las condiciones para la producción de metáforas para conductas, silencios o verbalizaciones.
Muchos niños tempranos retraídos, relativamente ausentes, nos convocan en transferencia. Esta convocatoria
puede limitarse a una rabieta al momento de finalización de una primera entrevista, lo que se podría entender
como demanda de análisis, de haber registrado sostén, el deseo del analista para la continuidad de su ser y
existir.
En la vida cotidiana, son niños que muestran que la presencia del otro es imprescindible en lo concreto, ver
y ser visto son requisitos existenciales. Exigen asistencia constantemente buscando una aprobación que
pareciera tener que contrarrestar una persistente crítica superyoica descalificadora de cada una de sus
producciones. La no presencia, les alude a lo muerto-desvitalizado del objeto que invade con una vivencia
de derrumbe expresada como angustia que desorganiza lo psíquico, somático o motriz.
Es frecuente advertir la adherencia a fantasías con temáticas crueles, mortíferas que culminan en
autoagresión o suicidio, deshilachándose luego como discontinuidades de juego, decaimiento –
empobrecimiento de lo constructivo - imaginativo.
El vínculo transferencial reproduce algo de lo tiránico que se vive a nivel familiar. Es muy solícito y
demandante, alternando buena expresión simbólica con rabietas o explosiones frente al más mínimo
desencuentro. Desencuentros que señalen alteridad, discriminación, frustración, un No, ofician de riesgo
vital para el niño que apela al dominio omnipotente.
Es notorio cómo literalmente “cambian” en presencia de los padres, mostrando ante el analista la erotización
y/o descontrol que eclosiona ante esa presencia concreta.
A diferencia de lo que ocurre con la desmentida estructural (Casas, M) que, así como facilita la construcción
de teorías y fantasías para resolver enigmas sobre la ausencia, la sexualidad, la diferencia de sexos, cae
silenciosamente dando lugar a la represión y a los diques, en el niño deprimido la desmentida se instala
como patológica precozmente. En diversos formatos fantasmáticos, el niño se atrinchera en certezas que lo
protegen de la vivencia de muerte.
Ideas, juegos o dibujos reiteran la adhesión a personajes cuyo matiz omnipotente ofrece poderes o
soluciones mágicas, máscaras para vivencias de gran desvalimiento.
Desde la perspectiva kleiniana, vemos en el predominio de defensas maníacas al servicio de la negación de
la hostilidad con el objeto. Se sostiene la ilusión omnipotente posicionándose como triunfante ante lo
ominoso, lo extraño, desconocido o diferente. Familiaridad ante lo desconocido y en una pseudo-autonomía,
cuya impulsividad negativista ataca, identificación proyectiva mediante, lo que proviene del otro, sean pares,
familiares, docentes o analista.
Disfraces para el desvalimiento de un yo que se desmorona ante la separación y el estar a solas por quedar a
merced de sus fantasmas moribundos, de sus eventos subjetivos tanáticos, de imagos omnipotentes que
refuerzan la vivencia de ser el “asesino”. La ausencia reflota estas imagos objetales y del yo
amenazados/amenazantes. Lo maníaco omnipotente se halla al servicio de encubrir la ambivalencia, odio
con el objeto que recae como sombra sobre el yo. Matanzas, suicidio, autodestrucción se juegan como
aniquilación del objeto y del yo.
La sexualidad deambula entre lo diverso, en igualdades y dualismos que no logran el salto hacia metáforas,
sustituciones simbólicas para las separaciones, diferencias, el tercero y la prohibición. Parece no investir
(Chemama,2007) al evitar la búsqueda de vínculos o mirada. El sufrimiento depresivo narcisista instala en
posición oral muda-anal retentiva pasiva o en una guerra explosiva sádica con oposición a cambios o
gratificaciones. La analidad deserotizada, no simbolizada, no trabaja a favor de separaciones y legados por
lo que vemos lo retentivo en diferentes niveles metonímicos, involucrando lo oral-anal/uretral: anorexias,
mericismos, mutismos, retenciones fecales y urinarias, intolerancia a la ausencia de objetos primarios.
Estas opacidades identificatorias, fisuras de los basamentos narcisistas, se sostienen por desmentida
patológica, defensas como I. proyectiva, defensas maníacas, retorno contra sí mismo, transformación en lo
contrario que veremos progresar hacia funcionamientos que no necesariamente son autísticos ni psicóticos.
Situaciones que culminarían en escisiones cicatrízales del yo, prótesis que preservan la existencia
manteniendo la ilusión de omnipotencia con renegación de límites, de castración simbólica y alteridad. Tal
como Winnicott ilustra al describir la psicopatología del objeto transicional (p.39) serán escisiones que
derivan en sociopatías, adicciones, fetichismos, depresiones narcisistas, afecciones psicosomáticas, a las que
en el niño podemos sumar fracasos en la socialización o aprendizajes.
• Donzino, G. (2003). Duelos en la infancia. Características, estructura y condiciones de posiblidad.
En Cuestiones de infancia. UCES. (39-57)
El duelo es un tema que en la teoría psicoanalítica ha ocupado desde Freud en adelante un destacado lugar.
Su importancia y desarrollo se justifica tanto por su imposición desde la clínica como por los aspectos
teóricos que se entrelazan en él: objeto, yo, libido –yoica y objetal–, identificación, narcisismo,
ambivalencia, culpa, recuerdo, fantasía, realidad psíquica y externa, autoconservación, pulsiones de vida, de
muerte, castración...
En esta oportunidad quisiera compartir con ustedes algunas hipótesis sobre las características y las
condiciones de posibilidad de los duelos en la infancia, así como sus manifestaciones clínicas.
Serán, más exactamente, interrogantes y algunas aproximaciones teóricas que surgieron de observaciones
basadas en el análisis de niños y adolescentes que sufrieron la pérdida de uno de los progenitores en la
primera infancia o en la adolescencia. Aunque el verdadero disparador de la investigación sobre este tema
fueron los elementos descubiertos en el análisis de dos pacientes adultas cuyos padres habían fallecido
asesinados cuando ellas tenían dos y cinco años de edad y de otra serie de pacientes cuyas madres sufrieron
depresiones, con internaciones e intentos de suicidio de mayor o menor gravedad. Observando las
manifestaciones de esas pérdidas y separaciones tempranas en su vida actual, me preguntaba entonces cómo
habrían sido de niñas, qué quedó inscripto de eso y de qué modo. Me preguntaba también si la infancia
misma es el tiempo lógico para un trabajo de elaboración de pérdidas semejantes y bajo qué condiciones.
Obsérvese que anteriormente he escrito “pérdida” y “fallecimiento” y no “duelo”, precisamente para
introducir lo que quiero diferenciar en este trabajo.
La consideración más frecuente es ligar el duelo con una pérdida. Y en sentido estricto, no hay duelo sin la
pérdida de un objeto. Pero la inversa no es necesariamente así: no ante toda pérdida vamos a encontrarnos
con un duelo.
El duelo es un trabajo, un proceso simbólico, intrapsíquico, de lento y doloroso desprendimiento de un
objeto catectizado, que supone un reordenamiento representacional. Es la elaboración psíquica sobre el
estatuto de un objeto que ha devenido ausente. En este sentido es humanizante y enriquecedora de la vida
anímica. Su contracara, la melancolía, o duelo patológico, en cambio, muestra justamente el fracaso de esta
simbolización.
Respecto de ello Melanie Klein escribe: “Así, mientras que el dolor se experimenta con toda intensidad y la
desesperación alcanza su punto culminante, surge el amor por el objeto, y el sujeto en duelo siente más
poderosamente que la vida interna y la externa seguirán existiendo, a pesar de todo, y que el objeto amado
perdido puede ser conservado internamente. En esta etapa del duelo el sufrimiento puede hacerse
productivo. Sabemos que experiencias dolorosas de toda clase estimulan a veces las sublimaciones, o aún
revelan nuevos dones en algunas personas, quienes entonces se dedican a la pintura, a escribir o a otras
actividades creadoras bajo la tensión de frustraciones y pesares. Otras se vuelven más productivas en algún
otro terreno –más capaces de apreciar a las personas y las cosas, más tolerantes en sus relaciones con los
demás– se vuelven más sensatas. En mi opinión, este enriquecimiento se logra a través de procesos similares
a aquellos pasos que acabamos de investigar en el duelo. Es decir, cualquier dolor causado por experiencias
dolorosas, cualquiera que sea su naturaleza, tiene algo de común con el duelo y reactiva la posición
depresiva infantil. El encuentro y la superación de la adversidad de cualquier especie ocasionan un trabajo
mental similar al duelo.”
Freud, en Duelo y Melancolía se pregunta por qué este trabajo resulta tan doloroso. “Cada uno de los
recuerdos y esperanzas –escribe Freud– que constituyen un punto de enlace de la libido con el objeto, es
sucesivamente despertado y sobrecargado, realizándose en él la sustracción de la libido. No nos es fácil
indicar en términos de la economía por qué la transacción que supone esta lenta y paulatina realización del
mandato de la realidad ha de ser tan dolorosa. Tampoco deja de ser singular que el doloroso displacer que
trae consigo, nos parezca natural y lógico [...] No nos es posible dar respuesta a esta objeción, que refleja
nuestra impotencia para indicar por qué medios económicos lleva a cabo el duelo su labor. Quizá pueda
auxiliarnos aquí una nueva sospecha. La realidad impone a cada uno de los re - cuerdos y esperanzas que
constituyen puntos de enlace de la libido con el objeto, su veredicto de que dicho objeto no existe ya, y el
yo, situado ante al interrogación de si quiere compartir tal destino, se decide, bajo la in - fluencia de las
satisfacciones narcisistas de la vida, a cortar su ligamen con el objeto abolido. Podemos pues, suponer, que
esta separación se realiza tan lenta y paulatinamente, que al llegar a término ha agotado el gasto de energía
necesario para tal labor”.
Ahora bien, si tomamos en cuenta los tres aspectos que Freud considera en el párrafo citado (el examen de
realidad, el lento proceso y la opción del yo), tanto la construcción de la realidad como la constitución del yo
en su capacidad de seguir un mandato erótico son aspectos que en la infancia están en proceso de
estructuración. ¿Está el niño en condiciones psíquicas de realizar ese examen de la realidad y promover que
su yo decida por las satisfacciones narcisistas de la vida, cuando la percepción del tiempo, la relación con la
realidad y la construcción de su narcisismo responden, como investigó Winnicott, a un proceso gradual que
implica al tiempo, donde esos objetos externos son su apoyatura...?
Ciertamente, Freud se está refiriendo a un trabajo sólo realizable con la condición precisa de que la categoría
de objeto ausente se haya simbolizado. Una cita de Klein ilustra este problema: “Una de las diferencias entre
la temprana posición depresiva y el duelo normal, es que cuando el niño pierde el pecho o el biberón que ha
llegado a representar para él un objeto bue - no, beneficioso y protector dentro de él y experimenta dolor, lo
siente aunque su madre está junto a él. En el adulto, sobreviene el dolor con la pérdida real de una persona
real; sin embargo, lo que lo ayuda para vencer esta pérdida abrumadora es haber establecido en sus primeros
años, una buena imago de la madre dentro de sí. El niño pequeño, sin embargo, está en la cúspide de sus
luchas contra el miedo a perderla, interna y externamente, porque no ha logrado establecerla dentro de sí de
un modo seguro. En esta lucha, la relación del niño con su madre, su presencia real, es la más gran - de
ayuda”.
Llegado este punto es necesario, entonces, establecer categorías diferenciales respecto del momento vital en
que se haya producido una pérdida, o –como plantea Winnicott–, si “el amor por la representación interna de
un objeto perdido, puede atemperar el odio del objeto amado introyectado que la pérdida entraña”.
He reunido una serie de fragmentos clínicos que tal vez nos permitan extraer de ellos las características de
los duelos en la infancia, sus diversas presentaciones, las consecuencias para cada momento de
estructuración y sus períodos críticos.
Milagros, de nueve años, es derivada por el colegio ya que presenta graves problemas en el aprendizaje. Una
evaluación psicopedagógica previa indica que se “observan serios conflictos psicológicos”. Durante las
primeras entrevistas el padre de Milagros se queja, en tono de evidente molestia, de que la niña todas las
mañanas mientras él se está afeitando, le cuenta que soñó con su madre muerta. En este sueño se le aparece
con un bebé en brazos, se le aproxima, le seca las lágrimas a Milagros y le dice: “no llores”. Otras veces el
sueño es con la imagen de una Virgen, a quien –siempre con un niño en brazos– le brota una lágrima que cae
por la mejilla. Ante estos relatos, el padre se irrita y se desespera. La interroga sobre las características de las
imágenes y comprueba que es la descripción de la madre muerta. “¿Cómo puede soñar con la madre si no la
conoció?”, se pregunta el padre una y otra vez. Este refiere el comienzo de los episodios a que su suegra le
contó a la niña que su madre estaba muerta. La niña conocía este hecho ya que iban al cementerio a visitar a
su mamá y a su hermanito muerto de bebé, quien yacía en la misma tumba de su madre.
Se presenta a la siguiente entrevista Julia, la actual esposa del padre. Cuenta que la abuela materna de
Milagros le mostraba fotos de la madre, recordándole que Julia no era su mamá sino su madrastra. La
imagen que Milagros sueña es la que conoce a través de las fotos. Julia presencia los matutinos episodios en
los que llorando, Milagros le cuenta al padre sus sueños. “La culpa es de la abuela por mostrarle esas fotos”,
concluye Julia.
Como un rompecabezas, en el transcurso de las siguientes entrevistas, se va aclarando la historia: la mamá
de Milagros era una mujer de frágil salud. El primer hijo varón del matrimonio muere a los seis meses por
meningitis. La depresión la inunda y a partir de esto se encomienda a la “Difunta Correa”, para que sus hijos
nazcan y crezcan sanos. Nace Deolinda, la hermanita mayor de Milagros, y dos años más tarde otra
Deolinda, Milagros Deolinda. Los nombres de esta niña responden: el primero a la Virgen de los Milagros, a
quien la madre le pide que nazca un varón, y el segundo al de la Difunta Correa.
Nace Milagros y la madre fallece pocos días después. El padre, también huérfano de madre cuando era
pequeño, desesperado acude a Julia, novia en su adolescencia y le pide que se haga cargo de sus pequeñas
hijas. Julia se decide al verla a Milagros flaca, sucia y escaldada, y se casa sólo para cuidar y alimentar a las
niñas.
Julia ya había criado a dos sobrinas que convivían entonces con ella. Interrogada respecto de si ella hubiera
deseado tener hijos propios, rompe en llanto y cuenta que tuvo un hijo de soltera que estudiaba ingeniería en
Tucumán y que “desapareció” en la lucha contra la subversión. “Supongo que está muerto –dice–, pero me
dijeron que no hiciera nada porque podía desaparecer yo. Si supiera dónde están sus restos, para llevarle una
flor. Ni siquiera en sueños puedo verlo”.
Presuntamente las niñas no sabían de este hijo de Julia. Sólo su esposo y las sobrinas, cuando la veían llorar,
entendían por qué lo hacía. Milagros, en cambio, preguntaba con insistencia por qué cada vez que iban al
cementerio a visitar la tumba de su madre y hermanito, tenían que llevar una flor para el osario común...
Milagros se presenta a la primera entrevista como una niña sumamente rara. Hace gestos con su cara y
revolea sus ojos hasta el punto de dejarlos en blanco. Dibuja un arbolito con las raíces visibles y un puntito
ennegrecido entre ellas. “Es un arbolito con raíces”. Sí, y veo que hay una cosita ahí... le respondo mientras
le señalo las raíces. “Es un pajarito que se murió y lo enterraron ahí... vos sabés cómo queda... la tortuguita...
cuando se muere... cómo quedan los huesitos... yo enterré un pajarito y quiero ver los huesitos, cómo quedan
los huesitos”. Agrega otra forma circular imprecisa en el dibujo y me cuenta sobre una tortuguita que tuvo y
empieza a lloriquear y hacer muecas con la cara.
Consultan por Ariel, de recientes tres años de edad. Sus padres lo adoptan a los veintidós meses
aproximadamente (calculados sobre la base de unos estudios que le realizan). Es llevado a un Juzgado por
una señora que dice que lo dejaron a su cuidado y no lo vinieron a buscar más. Agrega que lo cuidaba el
guardabarrera en la casilla del paso a nivel donde lo dejaron. Es registrado como NN.
Los papás adoptivos lo retiran de un hogar de monjitas donde estaba alojado. Allí lo llamaban “Daniel”. No
es posible determinar el tiempo transcurrido entre el guardabarrera y el Juzgado, pero los papás confirman
que antes de llegar al hogar de las monjitas estuvo internado en un hospital por desnutrición. En el momento
de la adopción su estado físico mostraba el pelito chamuscado, estaba escaldado y con excoriaciones
múltiples en los genitales y la cola. Se observaba, además, una importante cicatriz de antigua quemadura en
uno de los miembros.
Los papás dudan en cambiarle nuevamente el nombre. Finalmente, se deciden por bautizarlo Ariel, “león de
Dios”.
En cuanto a su nivel de constitución psíquica y trastornos centrales, los papás refieren que Ariel no habla,
pronuncia sólo palabras bisílabas que su madre traduce; padece de enuresis nocturna; usa ch u p e t e ;
deambula sin parar; abre cajones y puertas; se escapa de todos lugares; se desnuda y se sienta bajo la lluvia;
imita el ruidito de animalitos varios bajo el festejo de sus padres; rechaza a su madre, la escupe y patea (no
así al papá); no hay juego; parece no mirar ni escuchar ni responde al llamado; sus padres se quejan de su
difícil crianza ya que no acepta normas.
La primera vez que veo a Ariel, deambula sin parar por el consultorio mientras sus padres dialogan
conmigo. Uno a uno, muerde y arranca la mina de todos los lápices. Amaso una bolita de plastilina delante
de sus ojos y luego la achato entre mis dedos haciendo una tortita: es la primera vez que me mira a los ojos.
Luego de varios meses de intenso trabajo con los padres, comienzo a trabajar con Ariel junto a su mamá. En
una de las primeras sesiones la madre amasa un caracol grande con plastilina. Ariel le pide: “Be-bé, be-bé”.
La madre lo amasa y Ariel hace que se besen. Luego aplasta al caracol grande contra el escritorio mientras
grita: “¡mamá, mamá!” Seguidamente aplasta al caracolito bebé.
Más adelante, en otra sesión (ya a solas con Ariel), saca de mi bolsillo las llaves, las sacude e imita el tañido
de las campanas. ¿La campana del guardabarrera?... ¿Era un recuerdo, o lo construido durante el trabajo con
los padres? No lo sé. Lo central era que el camino de la construcción posible de una historia estaba en
marcha y si fueran una evocación o un constructo, bienvenidos eran.
Durante incontables sesiones, más adelante, Ariel tirará objetos por la ventana, intentando en más de una
oportunidad, arrojarse él mismo. Luego de casi tres años de tratamiento, Ariel me sorprende con el siguiente
juego: yo soy un señor que va a la veterinaria a comprar un perrito. El es un cachorrito en una jaula que me
pide, rascándome con las patitas, que lo elija a él. Este juego tiene muchas variantes: el dueño de la
veterinaria me echa diciéndome que no hay más perritos, mientras el perrito se queda llorando y me dice que
vuelva; me pide que lo lleve a él, pero que no puede irse por su mamá, ante lo cual debo llevarme a los dos;
me pide que lo lleve, pero tiene bebés y debo llevar también a sus hijitos; me pide que lo lleve avisándome
que tiene bebés en la panza. Lo llevo y sobre el diván nacen los cachorritos, a los que él cuida, como una
madre celosa, gruñéndome para evitar que me acerque. Otras, Ariel es el cachorrito nacido y con los ojitos
entrecerrados hociquea buscando la teta hasta prenderse del botón de mi camisa.
El análisis de este caso, como el de otros niños adoptados, propone un tipo de clínica donde la construcción
y las intervenciones estructurantes son nuestros aliados técnicos.
Diego tiene quince años. Consulta luego de la muerte de su padre, ocurrida hace tres meses por una
enfermedad incurable, deteriorante y progresiva del sistema nervioso. Su sintomatología es: mareos, miedos
intensos (a fantasmas, ruidos, viento), angustia desbordante e insomnio. Su mayor preocupación es el miedo
angustioso y temores hipocondríacos.
“Tengo miedo a descomponerme, a desmayarme y que me lleven en una ambulancia; que me hagan algo
cuando yo esté inconsciente. Me empiezo a sentir mal o la idea de que me voy a descomponer hace que me
empiece a marear, me corre un frío por el cuerpo, me voy poniendo blando de las piernas a los brazos y
cuando me llega a la cabeza, me mareo y me desmayo”.
Diego es fanático del fútbol, pero no puede jugar a la pelota o salir a la calle por temor a que “me
descomponga”.
La madre refiere que tiene un “parecido físico extraordinario” con el papá y que la enfermedad de éste fue
producida por un “fuerte golpe en la cabeza”.
Diego dice: “A los doce años íbamos caminando por la calle y yo me crucé delante de él. Se tropezó
conmigo y lo hice caer. Cayó de frente en el piso... medio se desmayó... fue por mi culpa...”
La mamá agrega que los últimos meses de la enfermedad de su marido fueron muy duros ya que su propio
padre había sufrido un ataque cerebral. “Era Navidad, de un lado del arbolito estaba mi padre en su silla de
ruedas y del otro mi marido, en otra. Los médicos me dijeron que moriría cuando la enfermedad llegue al
cerebro, al centro de la respiración. Se iba a ahogar. El día que eso pasó, lo dejé solo; me encerré en la pieza
y después de un rato, salí gritándole a Diego que fuera a buscar al médico, que su papá se había
descompuesto. En realidad ya había fallecido”.
Lentamente, Diego empieza a “salir”. Trae un sueño que califica de “un poco lindo, un poco feo”: “Mi
primo (personaje familiar adorado por Diego, a quien el papá encomendó la crianza de su hijo) viene en un
coche y toca la bocina. Me asomo y mi primo me dice: ‘mirá quien viene...’. Y es mi viejo que se asoma por
el techo levantado del Citroën”. Se despierta angustiado. Lo lindo es que soñó con el padre. Lo feo, que
cuando se despertó comprobó que no era posible.
Puntualicemos: Pérdidas no metabolizadas a lo largo de varias generaciones. Familias hipotecadas por
duelos imposibles, heridas que se abren a cada momento detrás de un esfuerzo tenaz por desmentir y
silenciar.
Múltiples pérdidas tempranas, traumas y abandonos en un momento de la vida donde lo que se afecta son los
cimientos mismos del psiquismo.
Miedo, culpa y síntomas por identificaciones que recuerdan rasgos dolientes del ser querido, anulan la
distancia con el objeto perdido, pero, como contrapartida, llenan de terror.
Quizá de los tres casos el más complejo sea el de Milagros. Un mito familiar arrasador la deja en un
comprometido lugar: ella no es el varón pedido a la Virgen, pero su negación alude al lugar que le esperaba:
reemplazar al pequeño fallecido; desde ese lugar mítico es a la vez la que sobrevive alimentándose de la
madre muerta y la difunta que revive a su hijo; es la virgen-madre que llora los hijos desaparecidos de otra
madre. La falla de apropiación simbólica del objeto deja a Milagros confinada a la representación de la
pérdida a través de lo real de la muerte: los huesitos, los restos materiales.
El pequeño Ariel lucha por sobrevivir. Su psiquismo tiene muchas posibilidades aún de estructurarse gracias
al apreciable apoyo de sus padres. Pero las marcas en su cuerpo están y es una larga historia para remontar.
Diego también se encuentra con la muerte en un momento crítico de su desarrollo psicosexual, pero con
recursos simbólicos que le permiten exponer un cuerpo como escenario de los significantes que marcan su
ligazón al padre. Identificaciones a desandar. Su “extraordinario parecido físico”, podrá ser una salida o una
tumba.
La elección de estos casos para abrir nuestro tema es porque presentan de modo paradigmático casi todos los
problemas del duelo en la infancia y la adolescencia. Para abordarlos, los separaré en problemas teóricos y
clínicos.
Diariamente, imperceptiblemente, los niños y los adultos nos enfrentamos a pérdidas a las que podemos
resignarnos. No desestabilizan el narcisismo. Son separaciones que representan que sólo una parte se separa,
se resigna, de un todo, pero ese todo sigue inalterable. El mantenimiento de ese “todo” remite a la economía
narcisista de un sujeto.
El duelo, ya lo dijimos, es básicamente un proceso de reinvestidura de algo que, paradójicamente, debe ser
desinvestido. Trabajo que debe realizar el Yo del sujeto psíquico.
La primera premisa que nos imponen los casos, es que un niño en duelo está inmerso en un medio ambiente
aquejado también por una pérdida. No es posible el duelo de un niño aislado, ni desligado de una historia.
Ese medio ambiente es la familia, más específicamente los padres.
Centraré entonces el análisis en dos cuestiones que participan de los duelos en la infancia: los padres y el
niño.
Puntualicemos primero, muy rápidamente, algunos de los varios aspectos de la teoría de las relaciones
paterno-filiales:
- Durante los primeros meses el medio, fundamentalmente la madre, funciona como barrera protectora
antiestímulo. Adaptada a las necesidades de su bebé, la madre ofrece su cuerpo para que el niño la busque
ante situaciones de tensión, abriéndose así los circuitos de la satisfacción pulsional y la erogeneidad. El
padre, por su parte, protege esa díada y ambos cuidan al niño ante situaciones de peligro, permitiendo el
equilibrio vital y la introyección de lo autoconservativo.
- También se erigen ante el hijo como lugar simbólico supuesto de un saber. Desde allí, transmiten una
historia, significados, normas, ideales y placeres.
- Y son, por otra parte, los más valiosos soportes de identificaciones.
Todos estos elementos (y tantos otros que no he mencionado), conforman hilos de lo fundamental: los
padres sostienen funciones estructurantes.
La palabra del adulto, del padre superviviente, la “versión” sobre qué es la muerte, la negación o el silencio,
tienen durante la infancia consecuencias determinantes.
¿Cuáles son las condiciones que permiten que un duelo sea llevado adelante o no?...
¿En qué medida el duelo del niño queda imposibilitado, frenado o dificultado a partir de la mentira de los
adultos, de su silencio?... Versiones tales como “está en el cielo”, “se quedó dormida”, “se transformó en un
ángel”, etc., las vemos emerger en las más variadas formas sintomáticas y fobias. Las del silencio, en otra
variedad de cuadros quizá más graves, psicosomáticas, adicciones, vacíos. ¿Pero qué decir ante aquello que
Freud descubrió, que no hay representación?...
Arminda Aberastury, se pregunta en uno de sus escritos por qué los padres no pueden decir al niño lo que
pasó, significar la muerte como tal. Considera que de esta manera los padres piensan que evitarían un
sufrimiento al niño. En realidad, identificados proyectivamente con el hijo, son los propios aspectos
infantiles de los padres que le hacen suponer que le están hablando a sí mismos desvalidos respecto de esa
muerte.
El silencio, las mentiras o las explicaciones falsas, exigen al niño realizar un doble trabajo. El niño “sabe”
que algo ha pasado, no sabemos qué representación tiene de la muerte pero sí que tiene una inscripción de lo
ocurrido, una percepción de que alguien no está.
Esta percepción de lo ocurrido debe ser falseada en función de lo que le cuenten como ocurrido. El niño
debe renegar una convicción en función de una palabra mentirosa. Esto supone la acción de un mecanismo
renegatorio.
Este fenómeno no sería en sí algo problemático ya que forma parte del primer movimiento normal en todo
duelo: la renegación (verleugnung) de la pérdida. El riesgo estriba en una patologización de este mecanismo
sostenido por la versión parental coincidente con la renegatoria del chico mismo.
El segundo tiempo del duelo propiciado por la renegación “normal” previa, consiste en la producción de
fantasías de reencuentro con el objeto perdido o de seguir sus pasos y morir con él, que supone ya una
modificación del contenido renegado: se acepta la idea de su desaparición pero cabría un reencuentro en
algún otro lugar. Fantasías que se toparán tarde o temprano con la prueba de la realidad, la opción entre la
vida o la muerte con la consecuente posibilidad de una salida elaborativa.
El caso de Milagros nos muestra otro aspecto del lugar parental en los duelos. El niño no puede preguntar,
no puede recurrir a un adulto que le ayude a significar la situación de pérdida porque golpea en un punto de
imposibilidad del padre superviviente. Es decir, en sus propios conflictos y duelos pendientes. El niño lo
intenta, pero pronto percibe que sus preguntas angustian al otro y opta por proteger al adulto de ese dolor.
Esto tiene su contracara en la protectora actitud de los adultos que desean aliviarle al niño cualquier dolor y
sufrimiento. Como señalaba Aberastury, creen que el recuerdo y la palabra sobre el dolor causa más dolor,
desconociendo que la falta de palabra a un dolor es lo que más duele. El adulto superviviente teme hablar de
la muerte o plantear la situación porque ese solo acto catectiza sus recuerdos dolorosos y de este modo los
deseos de muerte se activan y su sola carga supone la anticipación de la muerte, su aceleración y
presentificación.
El niño, por su parte, “capta” que preguntar y querer saber hace sufrir al otro (y él no quiere que su único
objeto se ponga mal) y, además, que el otro tampoco desea que él sufra por pensar en eso, por lo cual el niño
debe callar. Algunos padres ven con alivio que el chico está muy bien, que no le afectó, que sigue igual que
antes. Motivo por el cual es poco frecuente que recibamos consultas por que se suponga, o se tema, dolor en
los niños que han perdido seres queridos.
Los duelos en la infancia no se presentan como en el adulto. No es por lo general la tristeza ni el abatimiento
moral lo que observamos clínicamente, sino lo que se ha denominado “equivalentes depresivos”. Ellos
comprometen fundamentalmente al cuerpo del niño y se presentan, en correspondencia con lo temprano de
la pérdida, bajo la forma de:
a) Desaparición brusca de adquisiciones en su desarrollo intelectual, afectivo o motor.
b) Retracción autoerótica: chupeteo, aislamiento, balanceo, apatía hacia el medio seguida de un período de
llanto inconsolable.
c) Trastornos del sueño y de la alimentación (pesadillas y anorexias tempranas).
d) Distracción escolar; descenso del nivel escolar.
e) Manifestaciones de ansiedad: - más o menos manifiestas: tics; rituales; fobias; miedos (a extraños, a la
soledad, a la oscuridad); parloteo incesante; voracidad o agitación incontrolable (por lo general detectables
en la escuela) - o latentes: sobreadaptación, retraimiento silencioso (por lo general estas manifestaciones
pasan inadvertidas por los maestros)
f) Enfermedades recurrentes: otitis, anginas, trastornos gastrointestinales.
g) Transformaciones de lo sufrido pasivamente a su forma activa: niños que se posicionan como perdedores
crónicos, o se exponen a riesgos y accidentes.
Hasta aquí he planteado algunas de las características que desde el medio familiar dificultarían el duelo en la
infancia. Voy a describir ahora las condiciones de posibilidad de elaboración de duelos por parte de un niño
según sea su nivel de constitución psíquica. Muchos autores han ubicado los requisitos para la elaboración
de un duelo7. Puntuaré sólo tres condiciones siguiendo para ello a una analista francesa:
1ª) La aceptación de la pérdida. Reconocimiento de que el objeto ha muerto y que ello es irreversible e
irrecuperable. Ello supone, además, la aceptación de la propia muerte como un destino inevitable.
2ª) Que el sujeto no se identifique con la causa de la muerte del ser querido.
3ª) Que la muerte no reavive una pérdida anterior no metabolizada (condición esta última generalmente
faltante en la mayoría de los casos que consultan).
¿Podrá un niño cumplir al menos con estas tres condiciones? Inicialmente diremos que sí, pero sólo desde el
momento en que el niño posea lenguaje y simbolización del objeto como ausente, distinción entre lo
animado e inanimado, pasado, presente y futuro y relaciones causa-efecto. A partir de allí podremos hablar,
teóricamente, de duelo en sentido estricto. Previo a ello, la pérdida, será significada como abandono o
inscripta como vacío.
Para pensar el estatuto de las pérdidas en cada momento crítico del armado del psiquismo, precisemos los
siguientes hitos en dicha estructuración:
1- La capacidad simbólica del niño que ha sufrido una separación (fundamentalmente de la madre) antes de
los seis meses, no permite una representación psíquica que sitúe al objeto como externo a él. Dicha pérdida
no es significable como tal, sino como una ausencia infinita o como un agujero en su cuerpo. Citemos aquí
lo que Winnicott escribió respecto de la “depresión psicótica”: “Por ejemplo, la pérdida puede ser de ciertos
aspectos de la boca que desaparecen desde el punto de vista infantil, junto con la madre y el pecho, cuando
se produce una separación en una época anterior al momento en que el bebé ha llegado a una etapa de su
desarrollo emocional que pueda equiparlo de manera adecuada para encarar esa pérdida. La misma pérdida
de la madre pocos meses después entrañaría una simple pérdida del objeto, sin ese elemento adicional de
pérdida de parte del sujeto”.
La cantidad de tiempo que el niño puede tolerar respecto de una ausencia es, siguiendo a Winnicott, decisiva
en esta fase. Es el período crítico donde se gestan y prenuncian muchos de los casos de psicosis infantil.
También donde la solidaridad biológica hace que madres sustitutas suplan rápidamente la alimentación y
fundamentalmente los cuidados del lactante. A veces con muy buenos resultados, donde observamos que la
función se jerarquiza por sobre la pérdida del objeto. Sobre las marcas posibles de estas tempranas pérdidas,
el discurso familiar será el que aporte luego los elementos para su posterior elaboración.
2- La capacidad simbólica del niño desde los seis meses hasta el año y medio, abre un panorama distinto. El
niño empieza a diferenciar a la madre como un objeto externo e independiente de él. La posición depresiva
infantil plasma en el psiquismo del niño la posibilidad de pérdida del objeto total amado, el Yo unificado del
niño estará en condiciones de soportar el dolor por su odio hacia el objeto. Además, el surgimiento de la
pulsión de dominio permite el ejercicio del juego del fort-da, hito central en la adquisición de la categoría
simbólica de la ausencia. El tiempo y el espacio pasan a tener otra organización en la mente del infante
(Sami Ali; 1976) y el proceso secundario comienza a estabilizarse junto al surgimiento de la palabra.
Si todo sale bien, las consecuencias para el futuro psíquico del niño serán alentadoras. Las pérdidas reales en
este período dejarán al niño no sólo sin el amor del objeto sino sin el soporte identificatorio que ese objeto
era para él. Soporte identificatorio que lo sostiene en tanto ser. Las experiencias relatadas por Spitz sobre el
marasmo infantil son el ejemplo elocuente de esto.
3- La adquisición del lenguaje, entre los dieciocho meses y los dos años, marca el período donde la palabra
aporta el mayor poder de ligadura representacional. La capacidad de experimentar culpa y la
fantasmatización de escenas –posibilitada por la existencia de símbolos e imagos– permitirá el despliegue
lúdico y la interpretación de los hechos según los modelos pulsionales predominantes.
4- Sólo resta incorporar a partir de los tres años, el juicio de existencia y el examen de la realidad que le
permitirá preguntarse ¿qué es lo que perdí?, ¿dónde está lo que perdí?, para estar en condiciones de elaborar
un duelo. El juicio de existencia y el criterio de realidad están en este caso, en el niño, sostenidos por las
palabras que otros dieron sobre esa pérdida. Desde ese texto el niño podrá dar rienda suelta a su curiosidad y
necesidad de comprender. El dominio del lenguaje y la simbolización posibilitarían a través del juego,
recrear, al modo de un compañero silencioso, la elaboración de la relación con el objeto perdido, de la
misma manera que en las fantasías y en los recuerdos haría la elaboración del duelo un adulto.
5- La adolescencia en sí misma es otro paradigma de los duelos. Momento de resignificaciones y de crisis.
Desde lo observado en la clínica, el recurso más frecuente del adolescente ante la pérdida de un ser querido
se apoya en la identificación, más o menos masiva, o a rasgos característicos de ese objeto aún los de su
enfermedad o muerte. En los casos más graves, la ingesta de drogas refuerza las fantasías de fusión con el
objeto o también se dan rupturas psicóticas ante un esfuerzo de trabajo que suma al propio de esta fase, un
quantum no metabolizable.
Al comienzo de este relato dije que el análisis de pacientes adultos fueron el disparador de interrogantes
sobre el tema. En los casos de las dos mujeres cuyos padres habían muerto por asesinato, ese duelo no había
sido realizado en la infancia. Un manto de secreto cuidaba la “ve r s i ó n oficial”. Había como un hueco de
datos y recuerdos; sabían del suceso, o bviamente, pero no lo que habrían perdido con ello. El intento de
armar algo fue promovido desde el análisis. Una buscando en los arch ivos periodísticos de la época, la otra
interrogando a su madre hasta hacerle “confesar” otra historia oculta. Algo mostraba que había en sus
psiquismos una cicatriz y que la simbolización se hacía alrededor de esa cicatriz. Pero la cicatriz estaba.
Eran mujeres de una tenacidad adm i rable, pujantes y emprendedoras pero ninguno de sus logros evitaba un
estado latente de tristeza, una sensación amenazante de que las cosas podían irse a pique en cualquier
momento, un temor a la soledad y a que lo logrado se pierda; sumado esto a sucesivas historias de amores
desencontrados.
Las del segundo grupo (con madres depresivas), en cambio, se mostraban muy eficientes en su vida, buenas
alumnas en la infancia, excelentes estudiantes, buenas madres y esposas. No era la soledad el trasfondo sino
la vacuidad (“me siento una lata vacía –decía una paciente–, miro adentro de la lata y no hay nada, y mire
que busco...”), sufrían de una falta de matiz afectivo que reflejaba exactamente lo descubierto por André
Green10 (1980) a propósito del “duelo blanco” y el “Complejo de la madre muerta”: una madre que está
viva, pero muerta simbólicamente para el hijo; sumida ella en una depresión que deja a aquél sumergido en
un duelo interminable, por un objeto que desconoce.
Desde la teoría, las condiciones para la elaboración de un duelo son las enunciadas. Como toda
generalización y abstracción son categorías en cierto modo puras. La clínica se nos presenta más compleja.
En nuestra práctica, no analizamos sólo un duelo, sino a un sujeto, niño o adulto en su singularidad y en su
raigambre histórica.
El trabajo específico que realizamos con un niño es en pos de la liberación posible de lo que oprima y
comprometa a su psiquismo. Los duelos son un doloroso pero liberador trabajo.
¿Se da en infancia la elaboración final del mismo o es sólo el primer tiempo de una moratoria a resignificar
en dos tiempos más: la adolescencia y las crisis vitales de la adultez?...
• Marcelli, D, De Ajuriaguerra, J. (2005). La depresión en el niño Cap. 18 (pp. 359-371). En Manual de
Psicopatología del niño. (3da.ed.). Masson (IMPRESO)
• Pinto, S. (9-12 agosto 2007). Depresión infantil y psicoanálisis. Ponencia oral presentada en el VIII
Congreso Chileno de Psicoterapia. Viña del Mar, Chile. (IMPRESO)
Los acuerdos internacionales relacionados con el abuso y la explotación sexual de la infancia también
señalan que la intervención ante el abuso y explotación sexual infantil debe incluir entre otras medidas:
Atención a las necesidades de las víctimas de la trata de personas y la utilización de niños en la
pornografía, incluidas su seguridad y protección, su recuperación física y psicológica, y su plena
reintegración en su familia y en la sociedad, teniendo presente el interés superior del niño.
Lucha contra la demanda que fomente este tipo de delitos contra los niños y las niñas y los factores
que dan lugar a ella.
Las medidas necesarias para erradicar el abuso y la explotación desde un enfoque integral que tenga
en cuenta todas las causas profundas que subyacen a su aparición.
Prevención
Es imprescindible el conocimiento de la realidad del abuso sexual y las dinámicas sociales, culturales y
familiares que promueven su aparición. Es necesario establecer medidas y acciones de prevención y
atención en todos los ámbitos responsables de la protección de los niños y las niñas para promover una
respuesta adecuada a sus necesidades como víctimas de estos delitos. Para ello es necesario generar
mecanismos o sistemas estatales, regionales y locales de protección que estén coordinados y sean efectivos y
eficientes.
Persecución
los Estados tienen que adoptar las medidas necesarias para eliminar, tipificar como delito y castigar de
manera efectiva todas las formas de explotación y abuso sexual de niños.
Una de las circunstancias que inciden en la recuperación de los niños y las niñas víctimas de abuso sexual o
de explotación es la respuesta que recibe ante la revelación, el descubrimiento o la denuncia de esta
situación de violencia.
Es importante promover:
Un fácil acceso a la justicia, con actuaciones efectivas, rápidas y coordinadas. • La atención de
calidad en salud -mental y física-.
Unos servicios sociales apropiados a las necesidades específicas de estos niños y niñas.
La formación de profesionales capacitados para la evaluación psicológica y la intervención
específica para víctimas de abuso sexual.
Factores de riesgo de situaciones de abuso y explotación sexual infantil.
Existen una serie de factores de diversa naturaleza que pueden favorecer que se produzcan situaciones de
abuso y explotación sexual infantil.
Factores sociales:
Falta de concienciación del niño o la niña como sujetos de derechos. Los niños son particularmente
dependientes de los adultos encargados de su protección
Los estereotipos de género. Los parámetros de belleza y de éxito en los que se hace una
sobrevaloración del cuerpo y de los modelos que promueven los medios masivos de comunicación.
Validación social de la violencia y el abuso del poder dentro de las relaciones cercanas.
La tolerancia o validación social de ciertas formas de agresión física, de cierto tipo de relaciones
sexuales con niños o niñas.
El desconocimiento de la trascendencia que tienen las vivencias en la infancia para el desarrollo y la
vida de las personas.
Falsas creencias sobre la sexualidad infantil y de la sexualidad adulta.
Tolerancia social en la utilización de los niños, niñas o adolescentes en pornografía o en prostitución
infantil.
Costumbres culturales que promueven el matrimonio temprano.
El consumo de alcohol y de sustancias psicoactivas ha demostrado ser un factor asociado al abuso
sexual infantil.
Factores familiares
Relaciones familiares en donde se ejerce el poder de manera abusiva y no equitativa.
Dificultades en la comunicación.
Distancia emocional, incapacidad para responder a las necesidades del niño o la niña.
Falta de información sobre el desarrollo infantil y sobre el desarrollo de la sexualidad.
Violencia de género.
Niños o niñas en situación de desprotección o presencia de otras formas de violencia como
negligencia, maltrato físico, etc.
Factores personales
De los niños o las niñas:
Miedos.
Fobias.
Síntomas depresivos.
Ansiedad.
Baja autoestima.
Sentimiento de culpa.
Estigmatización.
Trastorno por estrés postraumático.
Ideación y conducta suicida.
Autolesiones.
Problemas cognitivos:
Conductas hiperactivas.
Se trata de una relación de mercado, donde La persona se reduce a mercancía. El hecho social prostitución
implica distintos grados y tipos de violencias, presentes de formas más o menos manifiestas, lo cual se
agudiza al observar la explotación sexual comercial de niñas, niños y adolescentes.
Cuatro tipos de agentes que intervienen en la explotación sexual comercial de niño y
adolescentes.
1. Directamente involucrados: niños y adolescentes, clientes, proxenetas, integrantes de redes con
distinto grado de compromiso, dueños de locales, trabajadores de locales donde se explota sexual
comercialmente a niños y adolescentes, amigos de clientes que conocen su práctica, familiares de los
niños y adolescentes, consumidores de pornografía por distintas vías.
2. Aquellos que por su profesión o lugar en la sociedad están llamados a intervenir de alguna manera:
legisladores, implementadores y ejecutores de programas, integrantes de instituciones estatales (del
Poder Judicial, del Ministerio del Interior, del inau, etcétera), integrantes de organismos
internacionales encargados de velar por el cumplimiento de los derechos humanos, periodistas y
comunicadores.
3. Aquellos que por su actividad pueden entrar en contacto: personal de salud, integrantes de ong que
trabajan con infancia y adolescencia y con derechos humanos, docentes, trabajadores del transporte,
entre otros.
4. Aquellos que tienen conocimiento indirecto del fenómeno: el resto de la sociedad. Esto coloca el
fenómeno en su lugar real: constitutivo de la sociedad y parte de la trama social. No es un fenómeno
marginal, propio de sectores excluidos, asociado a comportamientos desviados, como con frecuencia
se pretende presentarlo.
Pobreza y prostitución infantil
Hasta el momento, en Uruguay no existen programas de intervención comprehensivos. Tampoco existe un
organismo público o privado especializado, a pesar de que, frente a la demanda, algunas ong con trayectoria
de intervenciones en casos de abuso y maltrato de niños y adolescentes están fortaleciendo áreas destinadas
específicamente para los casos de prostitución. El fenómeno está presente, por lo que, de modo más o menos
frecuente, educadores y profesionales de diversas instituciones se enfrentan a él.
La existencia de niños y adolescentes en situación de explotación sexual comercial es un fenómeno
complejo y su interpretación conlleva la dificultad de traspasar algunas miradas heredadas que colocan a la
pobreza en un lugar privilegiado para explicarlo. Sin desconocer que la pobreza influye fuertemente en la
configuración de vulnerabilidades, es necesario ir más allá.
El sentido común sociocéntrico tiende a pensar que las personas que viven en situación de pobreza tienen
mayor tolerancia hacia la prostitución, que no existen prejuicios al respecto pues constituye un recurso al
que echan mano en caso de necesidad económica, y se las percibe como una población con mayor
permisividad sexual. Sin embargo, del trabajo de campo con adolescentes mujeres y varones que viven en
condiciones socioeconómicas muy vulnerables se desprende que tienen prejuicios sobre el ejercicio de la
prostitución en esos contextos e inclusive sobre quien la ejerce o la ha ejercido en algún momento.
• Alarcón, L., Araújo, A., Godoy, A. y Vera, M. (2010) Maltrato infantil y sus consecuencias a largo
plazo.
• MSP, SIPIAV, UNICEF (2018) Protocolo para el abordaje de situaciones de violencia sexual hacia
niñas, niños y adolescentes en el marco del Sistema Nacional Integrado de Salud.
• MSP, SIPIAV, UNICEF (2019) Protocolo para el abordaje de situaciones de maltrato a niñas, niños y
adolescentes en el marco del Sistema Nacional Integrado de Salud.
• Pereda, N. Consecuencias psicológicas a largo plazo del abuso sexual infantil.