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Contenido

CRÉDITOS EDITORIALES
AGRADECIMIENTOS
ACLARACIÓN
INTRODUCCIÓN
I
Yo puedo solito

Instrucciones para enseñarle a un hijo a andar en bicicleta

“Su majestad, el bebé”

Si es posible…

Emociones de los padres, emociones de los hijos

Lo que hacemos tiene consecuencias, ni más ni menos

II
El arte de poner límites

Padres que no dicen que no, hijos que no saben sufrir

El valor del esfuerzoLo bueno no es fácil, lo fácil no es bueno

“A la una, a las dos, y a las… ¡tres!”

“Mi mamá tiene frío”

Caja de herramientas para padres

III
“Quiero tiempo, pero tiempo no apurado. Tiempo de jugar, que es el mejor”
El sabor del encuentro

Es un grito de gol

Los olores y los sabores

¡Tócala de nuevo, papá!

Que sepa abrir las puertas para ir a jugar

Caja de herramientas para padres

IV
Desde el amor, estamos enfermando a nuestros niños

Que los niños simplemente sean niños

Para poder crecer primero hay que ser niño

“Que tengas todo lo que yo no pude tener”

Caja de herramientas para padres

V
Tecnología y crianza

Hombres y máquinas ¿Amores perfectos?

VI
¿Cómo te explico que el amor se termina?

¿Cómo te explico que la muerte existe?

¿Cómo te explico que el dinero no alcanza?

Caja de herramientas para padres

VII
La adolescencia no es una enfermedad

Inconsciente colectivo, el riesgo de vivir sin entender


El despertar sexual

¿Me ayudas a no drogarme?

Límites, sentido común y curiosidad infantil

El arte de hablar con un hijo adolescente

Caja de herramientas para padres

Señales a las que debemos estar atentos

VIII
Endulzar el crecimiento sin allanar el sufrimiento

Los hijos coquetean con la muerte con la autorización firmada de los padres

El mundo del disparate, el reino del descontrol

Los padres deben saber…

Juegos de muerte, el juego del miedo. Nos siguen pegando abajo

IX
Miedo a crecer

Miedo a fracasar

Mitos y verdades del año sabático

Caja de herramientas para padres

X
Construir la mejor libreta como padres, el desafío. Difícil, no imposible

Más vale tarde que nunca

Síndrome del álbum lleno

La última mochila que les armaremos

Caja de herramientas para padres


BIBLIOGRAFÍA
DATOS DE CONTACTO
Créditos editoriales

Schujman, Alejandro
No huyo, solo vuelo : el arte de soltar a los hijos / Alejandro Schujman. - 1a ed . - Ciudad
Autónoma de Buenos Aires : Hojas del Sur, 2020.
Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online


ISBN 978-987-8310-32-9

1. Guías para Padres. I. Título.


CDD 649.10242

Todos los derechos reservados.


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trasmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por
ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, por fotocopia o
cualquier otro, sin permiso previo por escrito de la editorial.

© 2020, Hojas del Sur S.A.


Albarellos 3016, Buenos Aires–Argentina
www.hojasdelsur.com

Publicado por Hojas del Sur


Conversión digital: Mauricio Diaz
No huyo, solo vuelo

El arte de soltar a los hijos


ALEJANDRO SCHUJMAN
A mis hijos,
maestros en el arte de acompañarlos
en el crecer y el volar.

A mi compañera,
que me ayudó a desplegar mis propias alas.
AGRADECIMIENTOS

A mis hijos, por enseñarme a ser padre en el maravilloso interjuego del


amor.
A mis pacientes, por permitirme acompañarlos en el difícil viaje hacia
adentro.
A los chicos, quienes en cada una de las charlas que doy me conmueven
y me dan texto para ser transmisor de su sentir y decir.
Al equipo de Editorial Hojas del Sur.
A Andrés Mego por confiar.
A Silvana Freddi y Vero Hermo Quiroga, por lo impecable de su tarea y
el compromiso con la misma, ¡gracias!
A Cin Wololo, por ser parte de este sueño y por su generosidad.
A mis amigos “editores” que me acompañan en la maravilla de escribir:
Trapa, Giselle, Silvi, Sandra C. y Sandra T.
A la vida, que me ha dado y me sigue dando tanto.
ACLARACIÓN

En este libro se presenta material clínico que da cuenta de una práctica


profesional con niños, jóvenes y padres. La inclusión de este material
responde a la necesidad de transmisión de las reflexiones y elaboración
teórica que esta misma práctica permite. Supone, por ende, una privacidad.
Esto hace que los nombres, las situaciones y las circunstancias históricas en
los relatos hayan sido alterados con el mismo fin.
INTRODUCCIÓN

Que seas feliz, o que al menos lo intentes.


Que te enamores locamente, que cuides a quien te ama;
que ames a quien desde el alma te cuide.
Que en este mundo de trajines, de corridas y vaivenes
dejes la prisa de lado, porque los relojes
no son buena compañía para el vivir.
Que tus amigos, como decía el Negro Fontanarrosa,
se sonrían cuando te vean llegar.
Que seas buena gente, que no te usen,
que no sufras en silencio,
es una triste manera de sufrir…
Que vayas tras los sueños, despacio, pero que no dejes de ir.
No dejes ninguno, elegí por cuál empezar,
pero que no te queden los esenciales en el tintero.
Que corras riesgos saludables, es ahora, es ahora.
Viaja si puedes, te abre la cabeza, el mundo es infinito,
y el alma se hace más grande si la paseas por acá y por allá.
Que tengas muchos perros que te muevan la cola cuando llegues.
Yo descubrí tarde los amores perros,
pero más vale tarde que nunca.
Que ames la vida, la tierra, el mar. Que ames…
Y que vueles, y que pueda verte volar,
por eso estamos. ¡A vivir!

“Vamos a tener un hijo”. Cinco palabras, ni una más, ni una menos.


Enunciadas en general por la futura madre, vientre de magia y hogar del
bebé hasta que salga a rodar la vida fuera del útero.
Nada será igual desde que estas palabras son dichas. Nada será lo mismo.
Y en la gran mayoría de los casos la vida cambia, maravillosa y compleja.
La vida cambia. Miedos, sueños, historias que se proyectan, deseos. La
construcción de un hijo comienza en la fantasía de los padres, de los tíos, de
los abuelos. Comenzarán a resonar en nuestra mente miles de ilusiones y
preguntas: “¿será mujer o será varón?”, “¿será habilidoso como yo?”,
“apenas nazca le voy a llevar la camiseta de San Lorenzo y el carnet de
socio del club...”. Sin embargo, esta criatura...
será lo que deba ser,
será lo que quiera ser,
será lo que pueda ser…

Los niños nacen en medio del entramado de las historias familiares. Son
el resultado de las intersecciones de vidas que han vivido los que los
preceden. Mucho antes de su primer llanto, ese que termina de prepararlo
para esta tierra, ese que abre pulmones, ese que es marca de origen, mucho
antes, ya está atravesado por cada una de las historias que se tejieron sobre
él, los sueños que cada uno de los integrantes de la familia y aun los amigos
han proyectado. “Les vamos transmitiendo nuestras frustraciones con la
leche templada y en cada canción”.
Es maravilloso ser padres, y es complejo. No lo hemos hecho nunca antes
de hacerlo, suena a verdad de Perogrullo, pero es así. Mafalda1 le decía a
Guille, su hermanito, señalando a sus padres, en la entrañable e
imprescindible historieta de Quino: “Tienes que entender, Guille, que esta
pobre gente antes que a nosotros, nunca educó a nadie”. Y así es, así fue y
así será.
No somos padres hasta que lo somos.

Podemos leer todos los libros sobre crianza, pero nunca sabremos lo que
nos va a suceder cuando nuestro hijo, allá desde los primeros días, nos
convoque desde el sentir, desde nuestras historias no resueltas, desde el
amor. Desde el más profundo de los amores.
Digo y aclaro: llevo treinta y dos años en la profesión y veinticinco como
padre. Mi hijo menor, hoy de dieciocho, me regaló una frase fantástica,
dura, cierta, implacable. En una oportunidad, hace unos años me acompañó
a una gira de charlas por el interior de nuestro país. Estábamos en un
encuentro con la comunidad de padres de una localidad cuando dije:
“Más allá de nuestras indicaciones, reglas de la casa, órdenes y demás
yerbas, nuestros hijos tomarán decisiones, nos guste o no… Estudiarán
cuando ellos lo decidan, y aprenderán. Aprenderán que todo en la vida
tiene consecuencias.
¿Qué es lo peor que puede pasar si un domingo descubrimos que tienen
prueba de historia, que no estudiaron y que no tienen ninguna intención de
hacerlo? Se sacarán un uno. ¿Y si no estudian para la próxima? Dos
unos… ¿Y si no lo hacen para ninguna? Se llevarán la materia. ¿Y si no la
rinden? Repetirán de año y aprenderán. Aprenderán; a un costo
relativamente alto pero no de vida o muerte, aprenderán”.
Ese mismo día, a la hora de la cena, le pregunté a Santi —en ese
momento estaba en su segundo año del ciclo medio— si tenía algo para
estudiar. Me respondió que sí, pero que no había traído el material que
necesitaba en la valija. Su respuesta fue el comienzo de un sermón tan
estéril como conocido para mi hijo. Al cabo de unos segundos, me miró, se
sonrió —hoy tengo esa sonrisa como marca de agua—, y sentenció:
“¿Conmigo no te sale lo que escribís en los libros y les decís a los padres
en las charlas, no?”. Aplaudí de pie, morí de amor, y aprendí.
Santi terminó el secundario de la manera en que él lo decidió, llevándose
a diciembre varias materias por año y rindiendo previas, pero lo logró.
Actualmente está transitando los primeros años de su carrera universitaria,
la que él eligió. Hoy aprendí que el estudio no ocupa un lugar enorme en la
relación con él. Y transmito este aprendizaje: en la relación con nuestros
hijos, muchas veces a los padres se nos mezclan emociones, deudas, viejas
rencillas con nosotros mismos.
“No quiero que sufra lo que yo sufrí”.
“Me gustaría que no pase por cosas que yo puedo evitarle”.
“Le duele a él, me duele a mí”.
“No comprendo por qué no puede entender, si está tan claro”.

Son algunas de las frases que repetimos, modelos para armar, y para amar.
Los padres hacemos las cosas de la mejor manera posible. Seguramente nos
equivocamos, no obstante, nuestros hijos van transitando el camino de la
vida gracias y a pesar de nosotros.
En este libro que aquí comienza están invitados a recorrer una travesía
que espero los ayude a acompañar a sus hijos en el camino del crecimiento.
Un viaje que comienza desde que nos anoticiamos de que nuestras vidas
cambiarán a partir del nacimiento de nuestro hijo y termina… ¿Cuándo
termina? Podemos pensar en un punto de inflexión: el momento en que
nuestros hijos vuelan —no huyen, vuelan—. Esto es, dejan la casa de los
padres. Construyen un camino de planes propios. Poseen una economía
relativamente autónoma en función de lo que las crisis emergentes
permitan. Y sobre todo, tienen un proyecto de vida propio, sólido y apoyado
en las herramientas que pudieron recolectar en los primeros años de vida.
Ni más, ni menos. Difícil, pero no imposible. Y esta es quizás mi frase de
cabecera, la cual leerán muchas veces en este libro.
Desde la cuna hasta que construyan su propio nido. Desde los pañales
hasta la “ropa de grandes”. Haremos un recorrido por cuestiones que creo
esenciales en esta tarea maravillosa de criar y crear:
La construcción de la libertad y de la autonomía como categoría esencial en el vivir.
El arte de poner límites, los que dicen “esto no” pero “todo esto otro sí”.
La construcción de momentos maravillosos en el crecimiento, momentos de padres e hijos,
la verdadera herencia.
La pasión como legado, la pasión que se educa, que se contagia. El brillo en los ojos que se
transmite de generación en generación como la llama olímpica de la vida.
La tecnología como condicionante en nuestras vidas y en el cotidiano de la relación padres-
hijos. Cómo maniobrar con ella, cómo introducirla como aliada y no como niñera
involuntaria en la vida de nuestros niños.
Los grandes temas de la humanidad: cómo hablar de ellos con nuestros hijos, cómo
maniobrar con nuestras emociones, nuestros fantasmas y nuestros miedos sin que sean
yunques en sus cabecitas.
La adolescencia, señales para que pueda ser una etapa maravillosa y no un calvario.
Y me detengo un instante en lo que sigue. Mal de época, razón de muchas de las
aflicciones de estos tiempos: la tibieza amorosa de los padres.
Serán temas de un capítulo entero los adultos que negocian sin saberlo con la salud de los
hijos, y los miedos al servicio de lo tóxico y en contra de nuestros niños.

Si todo va bien en todas estas instancias, estaremos listos para los pasos
finales. Nuestros jóvenes se embarcarán en sus propios proyectos de su
vida, enfrentarán sus miedos y allá irán. ¡Listos para volar! Si el trabajo
estuvo bien hecho, si pudimos gestionar amorosamente y dando cuenta de
nuestros errores, allí irán. Y nosotros estaremos cerca, lo suficientemente
cerca para acompañarlos, pero no tanto para que no puedan hacer lo suyo.
Maravilloso, complejo, doloroso, quizás lo más intenso del vivir. La vida
está servida, están todos invitados, por nuestros chicos, por nosotros, ¡al
infinito y más allá!
. Mafalda es el nombre de una tira de prensa argentina desarrollada por el humorista gráfico Quino de
1964 a 1973, protagonizada por la niña homónima, «espejo de la clase media argentina y de la
juventud progresista», que se muestra preocupada por la humanidad y la paz mundial y se rebela
contra el mundo legado por sus mayores. (https://es.wikipedia.org/wiki/Mafalda)
I

Yo puedo solito

El arte de educar hijos en libertad


“Antes de cruzar la calle
toma mi mano.
La vida es lo que te pasa a ti
mientras estás ocupado
haciendo otros planes.
Hermoso, hermoso, hermoso,
niño hermoso”.

Beautiful Boy,
John Lennon

En el maravilloso y complejo camino de la crianza, una de las tareas


fundamentales es la de ayudar a nuestros hijos a que puedan ser sujetos
libres y autónomos. Como todas las categorías esenciales, esta habilidad no
nace con ellos ni se adquiere de manera espontánea.
La independencia, es decir, la capacidad de gestionar por sí solos los
diferentes conflictos con los que tengan que lidiar en la vida, se educa, se
construye, como todo lo que ocurre entre padres e hijos.
La autonomía se edifica desde la palabra, pero sobre todo desde el
ejemplo. Lo digo siempre: los hijos no nos oyen todo el tiempo, pero no
dejan de mirarnos. Somos espejos donde se reflejan desde el minuto cero de
sus vidas. Nuestros hijos serán hombres y mujeres libres, autónomos y
decididos si pueden ver estas características en nosotros, los padres. Serán
individuos que se animen a correr riesgos saludables —no tóxicos y al
borde del abismo, como suelen transitar muchos de nuestros jóvenes— si
ven en sus adultos ojos brillantes y dispuestos a lanzarse a la aventura del
día a día.
En los primeros años de vida de nuestros hijos, los padres tenemos una
enorme, gigante, terrible y maravillosa responsabilidad: sus ojos deben
brillar a través de la luz que nosotros les transmitimos. El entusiasmo y la
pasión se contagian. Ni las mejores escuelas y universidades, ni todos los
discursos específicos que podamos darles les servirán si no les legamos el
anhelo de soñar, de ir tras la ilusión. Como decía Eduardo Galeano2, la
utopía sirve para caminar. Si no educamos en este aspecto, todo lo demás
será un desperdicio.
El brillo de los ojos se transmite de corazón a corazón. La luz de nuestros
hijos en su imaginar depende, en primera instancia, de lo que podamos
contagiarles los adultos. Necesitamos construir un mundo de ojos
resplandecientes, por ellos, por nosotros y por todos. La luz en los ojos será
un trampolín y un socio maravilloso para la intención de ser independientes,
para el desarrollo de seres autónomos. Es fundamental entender que la
autonomía se construye desde la cuna. De nada sirve alentar a los hijos
cuando ya son grandes a que tomen iniciativas si durante sus primeros años
los hemos sobreapañado y protegido en nombre de nuestros miedos y
fantasmas no resueltos.
El principal error que los padres solemos cometer es distribuir la carga
de responsabilidades de forma tal que los primeros años de vida resolvemos
absolutamente todos los conflictos que se les presentan a nuestros hijos
porque los vemos pequeños —ciertamente lo son—, y recién en los años de
la pubertad nos acordamos de dejarlos tomar obligaciones.
El comienzo tardío en las lides de ser responsables y proactivos complica
el accionar de nuestros hijos. Debemos comenzar mucho antes, desde que
son muy pequeños. Siempre habrá algo que ellos puedan hacer solos,
problemas con los que serán capaces de lidiar, decisiones que podrán tomar.
Animarse y resolver los hace sentir “de lo mejor”. Recuerdo que un
pequeñito de cuatro años, luego de haber logrado atarse por primera vez los
cordones de las zapatillas, antes de entrar al consultorio, me dijo: “Ale, hoy
soy invencible”. Su sonrisa era más grande que su carita. Son estas
“pequeñas cosas” las que nuestros niños van construyendo como pilares
sólidos de su personalidad. Y quizás valga la pena llegar cinco minutos
tarde al jardín de infantes, pero que nuestro peque sienta que hoy es,
sencilla e inexorablemente, “invencible”.
A diario observo adolescentes y jóvenes adultos con una mirada muy
empobrecida respecto de sí mismos. Presentan una autoestima por debajo
de lo esperable, una confianza casi nula con respecto a sus capacidades. Y
estas sensaciones generalmente no son otra cosa que el resultado, entre
otras cuestiones, de una crianza en donde los asuntos relativos al “poder y
saber hacer” no fueron correctamente gestionados desde el amor y las
mejores intenciones por parte de los adultos.
El amor es una condición necesaria, mas no suficiente.

Observemos entonces de qué se trata la maravilla de acompañar a los


hijos en el proceso de convertirse en hombres y mujeres libres, decididos,
que puedan, con barbillas temblorosas —las de ellos y las nuestras—, con
el guardapolvo de jardín o con ropas de adulto, mirarnos y pronunciar a
viva voz, convencidos, firmes, seguros, las palabras mágicas, llaves a
muchas de las puertas que tendrán que abrir durante su vida:
“Deja mamá, no te preocupes papá,
yo puedo, yo puedo solito”.

Yo puedo solito
“Yo puedo solito”, decía desde la sillita de comer y pedía la cuchara de la
papilla.
“Yo puedo solito”, con sus dieciocho meses, dando los primeros pasos en
el living de la casa natal.
“Yo solito”, a los tres años, cuando la tozudez de sus padres mantenía las
rueditas de la bicicleta como reaseguro de los miedos de los grandes —¡los
chicos no tienen tantos miedos!—.
“Déjame a mí. Yo solito”, a los seis, abrochándose los botones del
guardapolvo en primer grado.
“Yo solo ordeno mi habitación”, a los ocho, cuando en el afán de guardar
y guardar cada cosa en su lugar, mamá y papá ponían los autitos en el lugar
de las piezas de las torres para construir.
“Déjame a mí, déjame que me equivoque”, parecía decir en la escuelita
de fútbol, cuando a sus once años su padre asumía el rol de “técnico de
facto”.
Estas cosas, que desde el amor hacemos los padres sin darnos cuenta, a
nuestros hijos les genera presión.
Daba ternura mirarlo con su máquina de afeitar, afeitándose esos cuatro
pelos rebeldes, anarquistas, que le salieron desparramados en su carita de
púber. Y vino el viaje de egresados, el primer despegue grande... “¡Cómo se
lo extraña! ¿Estará bien? ¿Sufrirá mucho? ¿Qué va a ser de ti lejos de
casa?”. Los primeros destetes, los primeros despegues, ¡y cómo asusta!
“Yo solo pa, no hinches”, a sus dieciséis, mientras estaba cocinando y el
padre, olvidando el tamaño y edad de su hijo, le daba indicaciones como si
no supiera, como si no pudiera equivocarse.
“Yo solito”, “yo solo”, “yo puedo”. Le crecieron las alas, hoy ya es un
hombre, y está pintando —con ayuda, pero él solo— las paredes de su casa.
Tiene veinticinco años, esos cuatro pelos ya son barba, y está volando. No
huye, solo vuela, porque le crecieron alas, y se las dimos nosotros.
Y sufrirá, y nosotros estaremos ahí, como la torre de control del
aeropuerto. El avión despega y va él solito, pero acá estamos. Y cómo
cuesta. Y cómo asusta. Pero qué lindo, qué lindo que vuele. Y te amo, hijo,
y por eso aplaudo tu vuelo.
En una de mis charlas, una joven me dijo unas palabras que me
parecieron hermosas, y quiero compartirlas con ustedes: “Que nos suelten
las riendas, pero jamás las manos”.

Instrucciones para enseñarle a un hijo a andar en bicicleta


Un ovillo de hilo, una mano que se estira, el hilo rueda, rueda que te rueda.
Dos bracitos se toman la cabeza y una pequeña mueca de displacer: “¡Oh!”.
El hilo se recoge, vuelve a su lugar. Se hizo la magia. Ojos de niños bien
abiertos y cara de placer, el más pleno de los disfrutes.
“Oh” cuando se va. “Ah” cuando vuelve. Hilo que va, hilo que viene, el
júbilo, manos que se abren, manos que se cierran, no está, ¡acá está!
Encontrarse, desencontrarse, la magia de aparecer y desaparecer, la historia
de la vida misma. El despegue, el tan temido y deseado despegue. Los
brazos que acunan, una madre y su bebé.
El creador del psicoanálisis, Sigmund Freud, jugaba con su nieto de
dieciocho meses y descubría en el pequeño lo que después construyó como
puntal de su teoría; el “Fort-da”. Tolerar la espera, renunciar al placer
inmediato, tener la calma de saber que el adulto primordial ya está por
llegar, de que podemos esperar sin desesperar, de que las personas que se
aman se encuentran y se desencuentran. El ir y el venir de padres e hijos, el
arte de soltarlos, no es otra cosa que el Fort-da desplegado en forma de caja
de herramientas para lograrlo.
Darles a los hijos la tranquilidad de que podemos ir y venir, de que en
nuestra ausencia nada malo va a pasarles mientras son bebés. El
reencuentro como manifestación de la magia del amor, la teoría de los
vínculos en estos tiempos de colecho y familias loft —sistemas familiares
sin límites claros en relación a lo privado y lo público, padres e hijos todo
mezclado, no hay puertas, no hay filtros—. Por ahora, ir y venir, estar y no
estar, regalarles sencillamente a nuestros hijos la calma de que de eso se
trata vivir: de encuentros y desencuentros.
Escuché alguna vez por ahí: “Ni tan calvo, ni con dos pelucas”. Y creo
que el dicho aplica a este arte de criar. En tiempos de nuevas teorías de
apego y colecho, entre otras, quiero aclarar y decir desde mi mirada: los
espacios deben estar saludablemente delimitados. La cama grande es de los
grandes, padre, madre o quien sea que habite en ella. Los niños tienen su
cama, su cuna y sus espacios. Y habrá luego dichosas intersecciones entre
uno y otros. Esto es, podrán los peques pasar un domingo a la mañana a la
cama grande para mimos y un desayuno especial. Los padres podrán,
aunque casi diría que es menester, contarles un cuento en la cama de ellos y
darles el mágico beso de las buenas noches antes del sueño reparador. Pero
los espacios deben estar delimitados, por la salud de los grandes y de los
hijos. De esto hablaremos en profundidad más adelante en este libro.
Mientras tanto, quedémonos con esto: la palabra clave en el arte de criar a
los hijos, el abracadabra, el ábrete sésamo tiene diez letras:

EQUILIBRIO

Equilibrio respecto del lugar en el que nos paramos en relación a nuestros


niños. Equilibrio en las responsabilidades que les dejamos a cargo y las que
tomamos nosotros por ellos. Equilibrio en cada uno de los momentos
importantes de sus vidas para que puedan ser lo que saludablemente
quieran, hombres y mujeres que se atrevan a la aventura de vivir en
libertad. Lo explico desde este otro lugar, por si algo no ha quedado claro, y
si ha quedado claro, pues entonces lo refuerzo. En mis charlas a padres hay
un momento que disfruto muy particularmente. Casi al comienzo del
encuentro y luego de contarles que ser padres es acompañar de la manera
más saludable posible a nuestros niños en el camino de crecer, les muestro
una imagen de padres e hijos en un parque y pregunto: “¿Alguna vez alguno
de ustedes ha enseñado a andar en bicicleta a sus hijos?”. Muchas manos
arriba. Elijo intuitivamente uno de los asistentes y lo invito a dar los
detalles del procedimiento. La respuesta, variantes más variantes menos, es
la siguiente: “Tomamos a la bici de la parte de atrás del asiento,
comenzamos a correr sosteniendo firme el andar de nuestro hijo, mientras él
pedalea, y en un momento soltamos…”. Y aquí la pregunta más importante
en lo que al arte de ser padres se refiere: “¿En qué momento soltamos la
bici de nuestros peques?”. La respuesta suele ser: “Cuando ellos están
seguros “. Y es en ese momento en el que doy una de las claves que bien
aplicada será la llave a un proceso de crianza exitoso y disfrutable:
“No soltamos cuando ellos están seguros, soltamos cuando nosotros, los
adultos, lo estamos. Nuestros hijos pueden estar esperando el momento de
que quitemos las rueditas de sus bicicletas durante meses, pero si nosotros
no estamos lo suficientemente tranquilos, ellos podrán estar preparados,
pero seguirán portando patente de principiantes. Cuando los adultos
estemos listos, ahí sí, soltaremos anclas, y nuestros hijos pondrán sus pies
en los pedales sin nuestra mano que sostenga. Seguiremos allí, corriendo
cerca por un tiempo, hasta que solo los miraremos en su andar. Y nos
quedaremos, y escribo en la próxima línea quizás la frase más importante
de este libro,
“CERCA para cuidarlos y LEJOS para no asfixiarlos”.

Este axioma que aplica para enseñarles a andar en bicicleta se repetirá


cientos, miles de veces a lo largo de la crianza. Verán esta frase muchísimas
veces en el libro, y les pido que la memoricen. Tenerla presente es clave
para poder aplicarla, y como en los GPS, recalcular si es preciso. Cuando
estamos manteniendo con nuestros hijos una presencia demasiado estrecha
y los ahogamos, les quitamos libertad, les coartamos la chance de decidir
por ellos mismos. Y cuando estamos demasiado lejos en este afán de
dejarlos ser, ellos correrán el riesgo de meterse en líos de los que no podrán
salir fácilmente.
Hablaremos un capítulo completo sobre esto, pero si adoptamos la
posición de decir: “Estos son los tiempos que corren, todos lo hacen, todos
beben alcohol, todos fuman marihuana, todos experimentan, y tendrán que
lidiar con eso”, estaremos dejándolos en el más absoluto de los
desamparos. Debemos, y es lo más complejo del arte de la crianza, tener la
permanente referencia de este axioma. Y lo digo una vez más: “CERCA
para cuidarlos, LEJOS para no asfixiarlos”. Difícil, necesario, ¡pero no
imposible!

“Su majestad, el bebé”


El bebé, tiene hambre, ahí está la teta.
Es recién nacido, no puede esperar.
Él bebé llora, tiene sueño, la cuna está lista y calentita.
Tiene apenas tres meses, es muy pequeño aún, el sueño tiene que llegar.
Está enojado, grita furioso, patalea. Los brazos que arrullan esperan
prestos su cuerpecito.

El niño llora, patea, grita, quiere un caramelo.


Tiene ya dos años, ¡cómo ha crecido mi bebé!
Pero tendrá que esperar, no siempre las cosas son como uno quiere y
están allí cuando las pedimos.
Caramelos ¡ahora no!, es la hora de la cena; ya se le pasará.

La niña llora, no quiere ir al colegio, tiene sueño. Hace frío.


La madre la abraza, pero al colegio tiene que ir, no puede faltar así
porque sí.
Deberá acostarse más temprano hoy, y quizás dormir una siesta no
demasiado larga.
El niño grita furioso, pareciera que insulta también.
Quiere una consola de juegos nueva como la de su amigo.
Pero sale mucho dinero. Además, tiene bajas notas en el colegio.
Tendrá que jugar con la que tiene que está muy bien, y calmarse, que esas
cosas no son lo importante en la vida.
Gritos y llanto en el dormitorio de los chicos. Es Maca, tiene quince años
y no la dejan ir a la previa en la casa de Mora.
“Todos van”, dice la muchacha, pero a sus padres no les importa.
Tomarán alcohol y ellos no negocian con eso.
Es la salud de su hija.

Y así sigue la lista. Situaciones de pasaje de principio de placer a


principio de realidad. El niño recién nacido no puede esperar, todo es ahora,
ya. Freud se refería a él como “su majestad, el bebé”, y así es, en algún
punto. Creo que también los padres debemos limitar a los niños desde el
primer día. En algún caso, el bebé llorará, y los adultos, si sabemos que no
es por sueño, ni hambre, ni dolor, nos quedaremos cerca para cuidarlo, y
lejos para… Ya saben cómo sigue la frase.
Cuando los niños van creciendo, los ayudamos a que puedan ellos
mismos controlar su impulso de satisfacción, a que se instale en ellos el
tiempo de la espera y la frustración. Colaboramos para que solitos puedan
gestionar la bronca o la tristeza de que ahora no puede ser, aunque quiera,
aunque llore o patalee. Y poder solitos también implica soportar la
frustración.
“Ellos deciden cuándo es de día, ellos manejan el sol”, afirma Víctor
Heredia, y así es mientras son pequeñitos. Pero al crecer las cosas se
complejizan, y no todo es cómo, dónde y cuándo quieren que sea. Solo así
podrán ser actores y protagonistas de su destino. Podrán solitos si soportan
los embates de vivir. Y una vez más digo: esto se educa, se gestiona desde
los padres hacia ellos, pequeños reyes que deberán ser lo antes posible
destronados para que puedan crecer y caminar por un mundo que no les
dará todo servido en bandeja.

Si es posible…
“Para ellos la zona tibia de la cama en el invierno,
el lado fresco de la almohada en los veranos.
Para ellos empezar la primera hoja del cuaderno,
para mí, el despertador que suena bien temprano.
[…]
Las espinas del pescado atragantadas
los esguinces, las fracturas, los desplantes,
la fiebre, las toses, las patadas,
el mal modo, las respuestas humillantes,
los dolores de muela, lo terrible,
la inacción, las contracturas en el cuello.
Al tratarse de mis hijos, si es posible,
que me duela todo a mí en vez de a ellos”.

Sebastián Monk

Lo que menos quiero es que sufras…


Te daría lo mejor que tengo, y lo que no tengo, también.
Taparía el sol con la mano, reservaría los mejores momentos todos para ti.
Me llevaría puesto todos los dolores y sufrires para que me los facturen a
mí.
Que seas feliz, que seas muy feliz.
Pero no…, no puedo. Tus dolores tendrán que dolerte a ti, tus golpes
tendrán que cicatrizar en tu cuerpo, no en el mío. No funciona así, si no te
enseño a sufrir no te enseño a vivir. Y me da una bronca, porque te juro,
hijo mío, que si sufres tú sufro yo, pero es así esta historia.
Quizás lo más difícil de ser padre sea esto, dejar que lo que tenga que
pasarte lo gestiones tú, que lo que tengas que sufrir sea parte de tu vida.
La teoría la tengo clara, eh. ¡Pero cómo cuesta…!
En teoría, los padres debemos ayudar a nuestros hijos a que transiten el
camino del crecimiento con la responsabilidad, la capacidad de decisión y
de gestionar el dolor como principales armas y herramientas.
De nada sirve, o mejor dicho, de nada te sirve, hijo, si tus padres salimos
a cubrir y tramitar todo lo que de peque te va pasando.
Después creces y te quedas desvalido, ¿sabes?, rengo, tuerto o manco, si
no puedes tolerar que las cosas no son como quieres que sean.
En teoría no tenemos ni debemos ser padres pulpos. ¿Padre pulpo? Sí, el
equilibrio, ¿sabes?, el bendito equilibrio.
Cuanto más pequeño eres, más tenemos que cuidarte. Luego, de a poco,
muy de a poquito, debemos soltarte. Dejarte que hagas.
Y si te equivocas, aprendes. Si te caes, te levantas. Si te golpeas, el
chichón pronto sanará.
Hablo de pequeños golpes, ¿se entiende, no? Más vale pequeñas
magulladuras de niño que fracturas expuestas de grande.
Si lloras, te abrazo, te apapacho, pero el dolor es tuyo. No puede ser mío.
No puedo darte, hijo, todo lo que quisiera, porque algo te tiene que
faltar, y tú tendrás que proveértelo. Si nada te falta, no creces, no sales más
de mi lado, y yo quiero que vueles.
Los padres tenemos que lidiar con esta maldita ambivalencia. Por un
lado, si nos preguntan, diremos que queremos verlos grandes,
independientes, firmes, adultos, intentado la maravilla de ser felices. Pero
cuesta, porque los vemos pequeños, a menudo mucho más pequeños de lo
que son. Y crecen tan rápido. Pero hay algo que es fundamental recordar:
Los hijos nos precisan de una manera
cuando son pequeños, y de otra cuando crecen.

Cuando pequeños, los seres humanos somos la especie más indefensa de


todas las especies. El estado de indefensión es tal que si no nos asisten,
simplemente morimos. Y precisamos no solo cuidado y alimento, sino
también amor.
Pero cuando los hijos crecen, y es saludable que esto ocurra, lo
interesante empieza a estar por fuera de la órbita de los padres. Y nosotros
seguimos precisando de ellos, de su presencia, tal como cuando eran bebés.
Es justamente entonces cuando tenemos que ser lo que ellos precisan, y no
lo que nosotros queremos.
Somos los padres los que tenemos que facilitar su crecimiento y pararnos
justo en ese equilibrio de dejarlos ir, acompañar y, una vez más, estar cerca
para cuidarlos, pero lejos para no asfixiarlos.
Me gustaría, te juro que me gustaría darte siempre el lado calentito de la
cama, dejarte sentar junto a la ventanilla en el colectivo, ofrecerte el centro
de la torta y el pedacito de pollo más crujiente, pero esto de ser padres no se
trata de inmolarse o de hacerte sentir que nada malo te va a pasar, porque
eso no es cierto. También se trata de sufrir, de resignar, de pasarla mal.
La vida también tiene de estas cosas, y si las encuentras de golpe, no
sabrás qué hacer, ¿me entiendes?
Me gustaría, ¡claro que me gustaría!, darte solo las hadas, los duraznos,
las cosquillas, pero no se trata de eso la vida, hijo. Aunque te duela, y
aunque me duela a mí también, no se trata de eso…
El mate con leche de mi abuelo, las tostadas con manteca y mermelada,
los sándwiches en pan lactal de jamón cocido y lechuga. El olor a jazmín de
la terraza, los pantalones rotos en las rodillas y el piso que raspaba cuando
me sentaba en el suelo. El timbre como con sordina de mi vecino, el
perfume del chofer del micro, los ruidos de los perros jugando a la mañana,
las llaves de mi papá llegando de la oficina al caer la tarde… Sensaciones,
olores, sabores de la infancia, de ayer, de hoy y de siempre. Marcas a fuego
que nos construyen, esqueletos de nuestros primeros años que son
fundamento para erigir nuestras vidas. Somos aquellos recuerdos, y esta es
quizás una de las cuestiones más conmovedoras de vivir.
En estos tiempos de monitores encendidos y miradas apagadas, los
padres tenemos el gigante desafío de ofrecerles a nuestros hijos la
posibilidad de tener vivencias más esenciales, esas que van más allá de los
aparatos.
Lo cuento siempre, cuando estaba escribiendo mi primer libro, realicé
una encuesta entre niños y jóvenes con los que compartía charlas y el
espacio del consultorio. Les preguntaba cuáles eran los recuerdos más
significativos de sus primeros años de vida. Sorprendentemente, o no tanto,
las respuestas nada tenían que ver con consolas de juego o con centros
comerciales:
“El primer asado que hice de la mano de mi papá”.
“Ir a visitar a mi abuelo a su negocio, y ayudarlo a atender a la gente”.
“El barrilete que me regaló papá para ese cumpleaños”.
Y así sigue la lista de mojones en la vida de los niños. Pero para que
estos ocurran es necesario que los adultos dejemos los ingredientes a mano.
Si en la heladera solo hay cajas de hamburguesas y salchichas, será
imposible que ellos preparen un bizcochuelo casero. Los padres tenemos la
responsabilidad de habilitar los ingredientes que serán necesarios para que
los momentos mágicos de la infancia sucedan.
Tiempo de jugar, mirarlos a los ojos, soldaditos de lata, títeres que canten
canciones de María Elena Walsh, instrumentos de música para descubrir
juntos los sonidos de la vida. Ruedas si se puede para viajar, o alas para
volar. Goles para gritar o abrazos para consolarnos cuando nuestro equipo
pierde, que el fútbol es cosa de padres e hijos, querido San Lorenzo de
Almagro.
Mostremos nuestras pasiones, compartamos las suyas, y dejemos la
carretera lista para que el despegue sea de a poco, con miedo —porque no
va a ser sin miedo que vuelen—, pero maravilloso, porque crecer es así,
sencillamente, maravilloso.

Emociones de los padres, emociones de los hijos


No levanta más de 1,20 m del suelo. Desde el diván de mi consultorio ella,
su madre, su hermano mayor y el padre.
—Esta es la última vez que me faltas el respeto. Yo no te educo para que
seas una nena quejosa —afirma la madre.
La pequeñita respira hondo, frunce el ceño, la mira y dispara:
—Y yo no te voy a querer más.
Posa fijo los ojos sobre su madre con carita de mucho pero mucho enojo.
Pronuncia, enuncia, y denuncia.
Un enojo en alguien pequeño, no es un pequeño enojo, no señor. Está
muy enojada. Es chiquita, pero su enojo es grande, muy grande.
Su madre la mira, luego a mí y después a su esposo, como pidiendo
ayuda. Un instante más tarde, rompe en llanto. Un llanto que no la deja
respirar. Y entre sollozos dice:
—Tan triste va a estar mamá toda la vida con eso que le acabás de
decir...
El enojo de la niña sufre el golpe de knock out por el impacto de la
angustia de su madre. La pequeña la mira, entre asombrada, perpleja y
angustiada. Llora ella también. Las cosas se complican…
Intervengo, y le pido al padre que salga con los niños. Me quedo solo con
la madre y le explico:
—Tu hija está enojada, no dejó de quererte —aclaro que esta madre viene
de una historia de abandono en su temprana infancia—. Pero si taponas de
esta manera su sentir —prosigo—, su bronca y su enojo, quizá logres que
algo de esto ocurra, y algún día, quizás deje de quererte. Por ahora es solo
un enojo.
La madre recupera su entereza, sonríe, se enjuga las lágrimas y sale a
buscar a su niña, simplemente para pedirle disculpas y decirle que se
extralimitó.
Los niños necesitan un libre fluir de sus emociones, y somos los padres
los que habilitamos o taponamos esto desde la más temprana infancia.
Vivimos en un mundo en donde las emociones se encorsetan por default.
“Los hombres no lloran”.
“Las nenas buenas hacen toda la tarea”.
“Todo lo que me sacrifico por ti, y me haces esto... ¡No me lo merezco!”.
“Ya pasó, no llores, no te duele más”.
“Sana, sana, colita de rana, sino pasa hoy pasará mañana…”. ¿Y si mañana no pasa?
“Es una llorona”.
“Mantequita, ¡cómo le duele!”.
“Levántate y sigue corriendo”.

Y pueden agregar más frases de su propia cosecha. Tapones, obstáculos


para sentir, analgesias al sufrir. Sin embargo, debemos enseñarles a nuestros
niños a sufrir, porque el sufrimiento es parte de la vida. Ellos necesitan
saber sufrir proactivamente, aprender a transformar el dolor en crecimiento,
llorar, reír, ser felices en este mundo donde el manejo de conflictos y
emociones es la clave de ingreso a un mundo adulto saludable, o lo más
parecido posible.
Nuestros brazos deben ser la cuna en la que se hamaquen cuando bebés,
la mano que los sostenga en sus primeros pasos, el índice que les señale el
norte al despegar, el abrazo que precisen cuando a nuestro nido quieran
volver, al menos por un rato. Los padres debemos identificar y manejar
nuestras emociones para que los niños desplieguen en libertad las suyas
propias. Claro que no es tarea sencilla, y podemos equivocarnos, de hecho,
lo vamos a hacer. Y nada demasiado grave sucederá si reparamos nuestros
impulsos como lo hizo la madre del relato anterior. Una vez más, difícil,
pero no imposible.

Lo que hacemos tiene consecuencias, ni más ni menos


Debemos enseñarles a nuestros hijos como legado esencial que todo lo que
hacemos, absolutamente todo, tiene consecuencias.
Si molestamos a un compañero de clase, ese niño sufrirá, y ese sufrir no será en vano para
él. Lo que le sucede hoy dejará cicatrices más adelante.
Si tomamos mucha leche, nos duele la panza.
Si nos comemos toda la bolsa de caramelos, nos duele mucho la panza.
Si tiramos muy fuerte al piso el autito, seguramente se rompa.
Si arrancamos el brazo de la muñeca, tendremos una muñeca con un brazo menos.
Si no ordenamos nuestros juguetes, tendremos toda la pieza desordenada, salvo que mamá
o papá se dediquen a ordenarnos todo lo que nosotros dejamos tirado por ahí.
Si no formamos en la fila del jardín, vamos a demorar a todos nuestros compañeritos.
Si dejamos de hacer caso a lo que nuestra maestra nos dice, no podremos aprender lo que
nos quiere enseñar.
Si no nos bañamos tendremos mal olor y suciedades de diversa procedencia.
Si no estudiamos durante el año, deberemos rendir materias en el receso escolar.
Si no ordenamos nunca nuestro cuarto, algún día buscaremos algo, y no lo podremos hallar.
Si ya de grandes tomamos mucho alcohol, corremos el riesgo de tener un coma alcohólico.
Si experimentamos con sustancias peligrosas, es muy probable que terminemos
volviéndonos adictos a ellas.
Si tenemos sexo sin protección, podemos contagiarnos de alguna enfermedad de
transmisión sexual o tener un hijo mucho antes de lo previsto.
Si golpeamos a alguien, podemos lastimarlo.
Si dañamos nuestro cuerpo, el daño puede no tener retorno.
Si maltratamos a una persona, podemos ocasionarle un sufrimiento que quizás no podamos
reparar con una disculpa.

Todo, absolutamente todo lo que hacemos tiene consecuencias. Cuando


ayudamos a alguien a cruzar la calle, le hacemos un mimo, somos
empáticos, amables, y esto lleva a formar una cadena de favores. La rueda
gira para un lado o para otro dependiendo de lo que nosotros hagamos en
este universo que habitamos.
En la crianza, la mayor parte del tiempo, los padres nos la pasamos
pensando en qué penitencia debemos poner a nuestros hijos cuando no
cumplen con nuestros mandatos o con sus deberes. Pero mi propuesta es
que mejor pensemos en qué consecuencias naturales, concatenadas, lógicas
y desde el sentido común, tendrán los pequeños en función de lo que hayan
dejado de hacer.
Si un niño de diez años no presta atención a sus tareas del colegio porque
está distraído con pantallas varias, pues entonces los adultos deberán quitar
del cotidiano del niño la presencia de esos dispositivos los días que tiene
actividad escolar.
Si una jovencita de quince años llega descompuesta de una fiesta porque
tomó alcohol, la medida de cuidado será acompañar y controlar de otra
manera la forma en la que está tratando de crecer. Quizás sea necesaria una
consulta con un profesional. Pero ninguna de estas cuestiones serán
penitencias. En otras palabras, si tengo dolor de garganta, y mi médico
indica antibiótico, no es este un castigo para mí, aunque tal vez no me
agrade tomar medicamentos. Solo está cuidándome. En el caso de padres e
hijos aplica exactamente lo mismo: ni más, ni menos.
Y dejemos los padres la culpa a un lado —dedicaremos varias páginas a
esta cuestión más adelante—, dejémonos de pruritos y miedos: se trata de
cuidar a nuestros hijos, y no podemos estar ausentes en esa labor.
Todo lo que hacemos tiene consecuencias, y si nos corremos del lugar
firme y amoroso en la crianza, el resultado son personitas desamparadas y
sin herramientas para crecer. Y no queremos eso, claro que no.

Caja de herramientas para padres

Demos a nuestros niños responsabilidades desde que son pequeños,


muy pequeños.

A los dos años, por ejemplo, un niño podrá ayudar a guardar los juguetes.
Es más rápido si lo hacemos los grandes solos, pero eso será pan para hoy y
hambre para mañana. Responsabilidad y capacidad de decisión tempranas y
crecientes, la fórmula de crecer.

Soportemos la ansiedad que aparece cuando nuestros hijos se


equivocan o cuando anticipamos que están por hacerlo “mal”.

Es un clásico ver a padres que anticipan lo que su hijo está por hacer para
garantizar el resultado “exitoso”. Pero después tenemos adolescentes que
temen crecer por miedo al fracaso. ¿Está claro, no?

Nunca dejemos a un niño pequeño solo con su bronca.

El nene no sabrá qué hacer con ella, y se sentirá muy desamparado y


asustado. A veces simplemente basta con un cálido abrazo que lo contenga.
Acompañemos los pequeños procesos, desde los berrinches hasta las
rabietas más justificadas, evaluando qué es lo que los niños necesitan de
nosotros: a veces es la palabra, a veces poner el cuerpo, a veces el silencio.

Evitemos que nuestras emociones tomen el control anárquicamente.


Permitamos que los niños pongan sus límites, se expresen y se enojen
con nosotros. Manejemos la situación sin que los acontecimientos nos
tomen cautivos.

Quitemos en la medida de lo posible el peso de nuestro enojo.

Si bien es cierto que los padres tenemos derecho a enojarnos, a la hora de


comunicar medidas que hemos decidido sencillamente por el bien de
nuestros hijos, es mejor dejar el enfado de lado.

Identifiquemos nuestras ansiedades parentales.

Identificando cuáles son nuestras ansiedades como padres permitiremos


que los niños crezcan en el medio más relajado posible. Mucho más de lo
que parece, los niños están pendientes de nuestras acciones, miradas y
sentires. Son esponjas que absorben nuestras emociones. Sí, toda esa
responsabilidad tenemos, y como hombre, padre y profesional de la salud
doy gracias por ello.

Mantengamos siempre el axioma fundamental en nuestras mentes.

Lo digo por última vez en este capítulo: CERCA PARA CUIDARLOS,


LEJOS PARA NO ASFIXIARLOS.
¡Difícil, pero no imposible!
. Eduardo Galeano (1940-2015), periodista y escritor uruguayo, considerado uno de los escritores
más influyentes de la izquierda latinoamericana. Varios de sus libros han sido traducidos a veinte
idiomas.
II

“Esta vez te digo que no. Porque te quiero, no”.

El arte de poner límites


“Niño, que eso no se dice,
que eso no se hace,
que eso no se toca.
Nada ni nadie
puede impedir que sufran,
que las agujas avancen en el reloj,
que decidan por ellos,
que se equivoquen,
que crezcan y que un día
nos digan adiós”

Esos locos bajitos,


Joan Manuel Serrat

Justamente porque te amo, es “No”.


Puedo acompañarte en lo que quieres, o mejor dicho, sí, te acompaño, pero
diciéndote que no.
Todo esto que ves, más bien, todo lo que no ves porque aún eres chiquito,
serán sorpresas que la vida te dará.
Es mucho más de lo que parece, mucho más que tu bronca.
Mucho más que sentir que tienes al mejor papá del mundo.
Hoy es “No”.
Puedes llorar, patalear, escribir al cabo de unos años en tu diario íntimo que
tuviste mala suerte, que la vida es injusta…
Tal vez tengas razón, la vida no es justa. Pero yo, como papá, trataré de
hacer lo mejor que pueda.
Y esta vez es “No”.
Aunque te duela, aunque te enojes, para cuidarte.
Para que entiendas que las cosas en la vida no se consiguen a los gritos ni
pataleando ni amenazando.
Porque te quiero, porque te cuido, porque es mi trabajo: esta vez, amado
hijo, es “No”.

El arte de poner límites


Cuando en mis charlas pregunto a los padres qué asunto les preocupa,
nunca deja de aparecer entre los más votados el tema de la puesta de límites
durante la crianza. Podría, y lo haré, preguntarme por qué en estos tiempos
que transcurren este es un tema de altísima complejidad para los padres.
Analicemos qué nos está pasando…
Esta generación es la confluencia de varias generaciones de padres a las
que particularmente les resulta complejo, y en muchas ocasiones casi
imposible, llevar adelante la tarea de introducir los límites en la vida de sus
hijos. ¿Por qué? Por un lado, llegan estos jóvenes progenitores quienes
fueron criados por padres autoritarios, en muchos casos, “padres de cejas
levantadas” —recuerdo bien que mi padre levantaba su ceja y yo ya sabía
qué era lo que tenía que hacer—. Lo cierto es que los padres de hoy no
quieren que sus hijos sufran lo que ellos han vivido. Entonces, y esta es una
posición lógica, se refugian en el extremo opuesto, convirtiéndose así en
padres “laissez faire”. Se trata de papás que dejan hacer bajo el lema: “hay
que dejar que los chicos hagan su propia experiencia”. Por otra parte, estas
dos últimas generaciones de padres parten de una premisa equivocada. “Los
tiempos cambiaron, los chicos no son como antes”, explican. Y no es así.
Puedo afirmar que los tiempos cambiaron, pero la esencia sigue siendo la
misma. Los chicos de hoy precisan lo mismo que hace treinta años atrás. La
coyuntura es otra, pero los chicos son lo mismo. Un niño angustiado precisa
un abrazo y miradas calmas que lo contengan. Un niño que hace berrinches
precisa adultos que digan “No”. El berrinche cambió la forma de expresión,
pero no su esencia. ¿Qué quiero decir con esto? Los canales de
comunicación han cambiado pero no la esencia de los protagonistas. Hoy,
padres e hijos utilizan los canales virtuales para discutir. Y es una pena.
Niños que irrumpen en el trabajo de sus padres a través del celular pidiendo
permisos que en situaciones normales deberían esperar a la noche. Son
tiempos de “todo ya”, de “es ahora o nunca”.
Cuando un niño se entromete o invade prepotentemente —porque esto es
lo que hace— en la intimidad de sus padres pidiendo aquello que le urge
desde sus ansiosos mecanismos, los padres deben sistemáticamente decir:
“Ahora no”. Sencillamente, dos palabras, ni una más, ni una menos. Por
ejemplo:
Marcia está en su sesión, no obstante, me aclara: “Dejo el celu prendido
porque mis nenes están solos”. Los “nenes” tienen trece y dieciséis años.
Cinco minutos después suena su celular. Es el ringtone de los hijos. Música
de Nicky Jam en el consultorio. Le preguntan a la madre si pueden pedir
delivery para el almuerzo. “No, hay comida en la heladera”, responde ella.
Dos minutos después, un llamado directo vía WhatsApp. Se escucha a los
dos hijos, en una sinfonía de adolescentes en pleno ejercicio de su bajo
umbral de frustración: “¡Nosotros ponemos de nuestros ahorros! ¡Dale,
dale! ¿Qué te cuesta?”.
La madre incómoda, nerviosa y hasta angustiada, termina cortando la
llamada. Dice un “No” que debiera ser rotundo, pero que evidentemente no
lo es. ¿Cómo sabemos esto? La prueba es que la canción de Nicky Jam no
deja de sonar. Siete veces más la llamaron. Nueve veces se han entrometido
esos hijos en la intimidad del espacio de terapia de su madre.
No hay nadie sangrando, no hay urgencias: solo dos chicos criados bajo
la premisa de que la insistencia es una vía regia para conseguir lo que
quieren. Y con la triste convicción para ellos de que los adultos tienen una
tibia posición en su decir. Tomemos lo sucedido en la sesión de Marcia.
Podemos trabajar uno de los ejes más complicados de su cotidiano: estos
hijos que hacen lo que quieren, a riesgo de ponerse en un lugar de
sobreexposición a las dificultades de vivir. Lo digo de esta forma: Si todo es
posible desde el deseo, nada de lo que implique construir un proyecto a
largo plazo, nada de lo que signifique postergar las ganas, nada que
implique crecer será viable. ¿Comprenden? El límite es cuidado, amor, y
supone poner en orden lo que podemos y lo que no. En última instancia, el
límite es tranquilizador, y ordena el principio de placer en relación con el
principio de realidad.
Lo analizamos en el capítulo anterior. Lo que debió haber hecho esta
madre muchos años atrás es poner límites que ordenen la estructura mental
de sus hijos. “No” es “no”, y sobre todo en aquellas cuestiones producto de
un antojo adolescente y no de una necesidad. En este tiempo, dado a la
multiplicidad de vías de contacto que los hijos tienen para llegar a sus
padres, es más difícil para estos últimos la tarea de sostener con una firmeza
imprescindible las decisiones que sustentan la crianza.
Cuando era niño también me veía asaltado por mis propias ansiedades.
Recuerdo que a mis diecisiete años tenía mi banda de música —quería ser
cantante y trovador—. Un día desperté sintiendo que necesitaba un
amplificador para mi guitarra. En ese momento no se hacían compras vía
Internet. ¡Ni siquiera existía Internet! Teléfonos fijos, de línea —y pido a
los padres que estén leyendo estas líneas en familia que expliquen a sus
hijos de qué hablo cuando me refiero a “teléfonos de línea”— y revistas de
compra-venta eran todos los recursos con los que contábamos. ¡Era toda
una aventura ir hasta el kiosco de revistas de la esquina de la casa, pedirle al
kiosquero unos ejemplares, sentarse junto al teléfono y comenzar a llamar!
Al tercer llamado “encontré lo que buscaba”. Me tomé el autobús y me fui a
verlo. El equipo era gigante, imponente, y a mis oídos de adolescente
sonaba como una música celestial. Quería ser el dueño de ese amplificador.
Lo necesitaba ¡YA! Pero no me alcanzaba el dinero. Mis ahorros no eran
suficientes. A menos de tres horas de haber comenzado el día, me entró la
prisa. ¿Y si alguien más lo compraba? ¡No podía perdérmelo! Decidí llamar
a mi padre al trabajo. Estaba en reunión fuera de su oficina, por lo que no
pude comunicarme con él. Hablé entonces con mi madre, que estaba en
medio de sus ocupaciones. “Lo hablamos en la cena, a la noche”, fue su
respuesta. ¡Qué desesperación! ¡No podía perder ese equipo! Mi abuelo
Lázaro fue mi salvación. Fui a su negocio —él era sastre— y le expliqué mi
problema. Conmovido, puso la mano en su bolsillo y me dio el dinero que
me faltaba Regresé a mi casa feliz con el súper amplificador. No veía la
hora de mostrárselos a los chicos de la banda. Al día siguiente, por la tarde,
fui con el amplificador al ensayo. Emocionado, convencido de la gran
adquisición que había hecho, se lo mostré a Jorge, el bajista del grupo, que
fue el primero en llegar. Él sabía de música, estudiaba en el conservatorio, y
además, era hijo de músicos. Recuerdo que me miró, miró el parlante y
volvió sus ojos nuevamente hacia mí. En ese instante supe que algo no
estaba bien. Jorge era un buen pibe, bastante empático, y por eso no sabía
cómo decir lo que me tenía que decir. Finalmente, disparó: “Ale, esto es una
porquería, una caja grande con un parlante dentro que no vale nada. Tíralo,
te estafaron. Tal vez te pueden devolver el dinero...”. Me inundó una triste y
fea sensación. Había permitido que mi ansiedad decidiera aquella compra,
no había consultado a nadie que supiera. De impulsivo no más me había
comprado una caja de madera por el precio de un súper amplificador. Llamé
al vendedor, pero obviamente, nunca respondió, y el parlante terminó años
más tarde en la calle como basura.
Así fue como aprendí que la gran mayoría de nuestros deseos no son algo
urgente. Y justamente porque nos importan “pueden y deben esperar”. Lo
fácil nunca es bueno y lo bueno nunca es fácil. Desde ese día trato, solo
trato de acordarme de esa caja azul, hermosa pero inservible, que en mi
atropello adolescente compré pensando que me haría muy feliz. Pude haber
escuchado a mi madre, pero no lo hice, y aprendí. Los límites son
herramientas que debemos darles a nuestros hijos para que en el camino de
la vida siempre tengan a mano para poderlas usar con ellos mismos y con
los demás, para que sean la brújula que regule sus ansias. Límites que
ordenan, que acomodan, que guían, que dicen: “esto sí, esto no”, “esto
ahora, aquello después”, “lo de allá mejor dejarlo pasar”.
Los límites son ni más ni menos que organizadores del universo, el GPS
de nuestro día a día. Así de importantes son. Por eso debemos, de forma
urgente, recuperar la brújula que hemos perdido en algún lugar de nuestra
historia. Nuestros chicos nos convocan, nos precisan, y tenemos que estar a
la altura de las circunstancias.

Padres que no dicen que no, hijos que no saben sufrir


Enero en Buenos Aires.
Dormitorio de Joaquín (diecisiete años).
Luz y sonido, varias pantallas encendidas, el mejor de los mundos para
él.
Celular, consola de juegos, joysticks, televisor. Música de reggaetón “al
palo”, a máximo volumen.
Aire acondicionado encendido. Juega online. La cosa se pone interesante.
Sube la tensión dentro de la habitación.
Joaquín grita cosas propias de la jerga de los gamers. Afuera, el cemento
hierve a 42°C de térmica. Los gritos de repente se mezclan y confunden con
los de su madre que vocifera:
—¡Joaco, por última vez: Ven a estudiar porque te desenchufo todos los
aparatos!
Joaco no parece estar preocupado por el estudio. Tiene otros problemas.
Y su madre no entiende nada. Acaban de matar a uno de los jugadores de su
equipo y tendrá que pelear él solo contra todos los oponentes. ¡Esos son
problemas! No las ocho materias que se llevó a febrero. La madre no lo
comprende de esa forma. Suspendieron las vacaciones familiares, se iban a
ir quince días a la costa, pero, con todo lo que tiene que estudiar Joaquín,
imposible.
—¡Tu hijo me va a matar, deja el trabajo y ven ya para aquí enseguida!
—increpa a su marido.
Se escucha un “tú-tú-tú en el teléfono…
La madre deja de gritar, toma una medicación y trata de dormir la siesta.
Fin del primer acto.
Dos días después. Algunos grados de térmica menos, en el living de casa
de Joaco.
Apuntes, libros, cuadernos en blanco, reglas, escuadras, resaltadores,
lápices. Una mano escribe en medio de la maraña, presurosa, ágil, en uno de
los cuadernos. No es la mano de Joaquín, claro que no.
Él no está jugando online. Los aparatos están allí, los padres amenazan
con sacárselos, pero no cumplen.
Joaquín duerme la siesta, o mejor dicho, solo duerme, porque se acostó a
las ocho de la mañana, cuando el padre se iba a trabajar.
La mano que escribe es la de su madre, que apura el paso para llegar a
tiempo con los resúmenes. “A ver si este hijo mío se decide a estudiar, que
este muchachito me va a matar con todas las materias que nos llevamos”.
Fin del segundo acto.
Un mes y medio más tarde. Fin de las mesas de examen del turno de
febrero, Joaquín pasó de año sin aprender demasiado. Su madre podría dar
cátedra de cada una de las ocho materias que Joaquín rindió. En realidad
rindió solamente seis, ya que estratégicamente dejó dos previas, ¿para qué
más?
Este es el último año de la escuela secundaria. Joaquín pasó a quinto, y se
graduará sin haber aprendido quizás la lección más importante para el
pasaje al mundo adulto. Egresará sin entender que lo que hacemos tiene
consecuencias, que los resultados requieren procesos. Egresará sin
comprender siquiera remotamente que cada paso que damos es parte de un
camino para llegar a las metas deseadas.
Los padres de estos tiempos caemos presos en nuestra propia trampa.
Construimos un dispositivo que nos convierte en el andador de nuestros
hijos. Gestionamos sus tareas y materiales de estudio, formamos grupos de
WhatsApp de padres donde hacemos su trabajo.
Somos padres que no soportan la frustración de sus hijos.
Padres que taponan el deseo.
Padres hambrientos de resultados que nunca llegarán, porque los actores
son espectadores, y viceversa.
Jóvenes vacíos de proyectos, padres que sufren, hijos que no sueñan
despiertos, un juego en el que todos pierden…

El valor del esfuerzoLo bueno no es fácil, lo fácil no es bueno


Efraín llora en la foto más importante de su vida, y hay que ser de piedra
para no llorar con él. Junto con su abuelo y desde sus seis años, recorrió a
pie durante siete años unos quince mil kilómetros. En Pampa Chica,
provincia de Chaco, Argentina, tuvo que caminar a esa distancia para
convertirse en el primero de su familia en terminar la escolaridad primaria.
Su abuelo Ángel, de setenta y tantos, lo acompañaba cada día los seis
kilómetros de ida y otros tantos de vuelta en el trayecto escuela-casa. Con
calor, con lluvia, con frío, allí iba Ángel, para que hoy su nieto sea el
primero de su familia en tener el honor y el orgullo de haber terminado el
colegio primario. Y les costó, a él y a su abuelo. Les costó de una manera
que la mayoría de nuestros chicos no puede siquiera entender o imaginar.
Porque a ellos el colegio les queda cerca; porque lo que queda lejos se lo
acercamos nosotros; porque están criados en la inmediatez y la virtualidad;
porque los padres amorosamente tibios ponemos el mundo al alcance de
sus manos.
A Efraín le costó. Y ahora llora él y llora su abuelo, porque la pelearon
desde abajo, desde lo más abajo que se la puede pelear. Y la ganaron. El
triunfo cuando es de abajo tiene otro gusto, otro valor, otro sentir.
Despatarrado en el diván, con su metro ochenta y sus quince años, Tobías
despotrica contra su madre, quien le reclama que no va a comprar la
verdura dos veces por semana a la verdulería que queda a menos de setenta
metros de su casa.
—Me da paja3, (sic) ma… —dice sin la más mínima vergüenza.
De la vergüenza se ocupa su madre, ella se la lleva, como el pan y la
verdura que va a comprar.
“Viste como son los chicos…”, me dice, buscando complicidad. Y no, no
vi. No son así los chicos, son así los padres. Que no propician el pasaje del
principio de placer al principio de realidad. Que no ayudan a dar el salto
para que les duela a ellos, y no a nosotros.
Nuestros chicos tienen empacho de confort, y los responsables somos los
adultos. Les acolchonamos la vida. “Ya tendrán tiempo de sufrir”, decimos,
y ese tiempo no llega, porque cuando les toca no están listos, carecen de
herramientas.
Cuando tengo la dicha de leer historias como esta de Efraín y Ángel, me
emociono, y me surgen preguntas inquietantes. Cuando leo historias como
estas, no puedo dejar de pensar en lo mal que estamos acompañando a
nuestros jóvenes en el camino del crecer. Los padres les facilitamos el
acceso a cuanta cosa necesiten, taponamos cualquier intento que hagan para
destrabar sus propios conflictos. Los privamos de la posibilidad de
frustrarse, de “pelarse el cuero”. Y cuando tengan que hacerlo, porque el
reloj vital así lo marca, estarán seguramente desprovistos. Es menester
enseñarles a nuestros hijos el valor de las cosas, el absoluto y el relativo. ¿A
qué me refiero? Lo explico: un vaso de agua, ¿cuánto cuesta? En las
grandes ciudades como Buenos Aires, no vale nada; cualquier buen vecino
nos dará uno si se lo pedimos. Ahora bien, ese mismo vaso de agua para un
beduino sediento en el desierto de Sahara tiene un valor incalculable.
Qué dolor que tenga que faltar tanto de algo
para que lo valioso sea reconocido.
Qué dolor que tenga que sobrar tanto de todo
para que las cosas esenciales pierdan valor.

Compramos todo aquello que creemos que puede sumar a la felicidad de


nuestros hijos. Juguetes, muchos; monitores, todos los posibles. Por la Web
adquirimos café, ropa que llega a la puerta de nuestra casa después de haber
atravesado el mundo en barco, zapatillas última generación con medidor de
frecuencia cardíaca, contador de pasos y Bluetooth. Compramos,
compramos, compramos. Y más compramos, más se empachan, menos
valoran.
En Pampa Chica, en cambio, lo que abunda, como decía la vieja canción
de Ignacio Copani, es la escasez. Vivimos en tiempos de viejos refranes en
desuso. “El dinero no compra la felicidad”, “Al que madruga Dios lo
ayuda”. Sí, en desuso, pero no por eso menos vigentes. Efraín valora y
agradece porque sabe lo que cuesta llegar; le devuelve algo de lo que su
abuelo hizo por él, y le quiere enseñar a “juntar las letras”: quiere que
Ángel además de firmar —que eso sí sabe— pueda leer y escribir. Y
conmueve, porque la esencia de los pibes es la misma, los que la
complicamos somos los grandes. Su abuelo lo llevó a la escuela todos los
días durante siete años, y él quiere darle algo, y así, cadena de favores, le
devuelve lo que aprendió.
¿Podemos como padres hacer algo distinto? Claro que sí; podemos y
debemos. Dejemos que nuestros hijos se frustren, que se equivoquen, que
asuman las consecuencias de aquello que hacen. Permitamos que les falte
algo, no les demos TODO lo que podemos darles. Que el mayor de los
esfuerzos no sea para endeudarnos, para entrar en créditos a fin de
comprarles cosas que nunca terminarán de disfrutar. En lugar de eso, que
sea para darle el mejor de nuestros tiempos, como Ángel a Efraín: tiempo
de jugar, tiempo de compartir. Los recuerdos más valiosos son de aquellos
pequeños grandes gestos, heroicos a veces, como el de este abuelo. Ángel le
regaló a su nieto no una consola de juegos, ni un teléfono más caro que su
auto, le regaló su tiempo, su amor y su esfuerzo. Como trabajador de la
salud sé que esos son los regalos que quedan en el corazón de nuestros hijos
para siempre.
Nos llevaremos solo lo que vivimos, y no es poco. Yo espero ver algún
día que todos los Efraínes puedan tener lo que los chicos por derecho
merecen, y que todos los adolescentes cómodamente apáticos se curen del
empacho de confort. Podré ser un soñador, pero no soy el único…

“A la una, a las dos, y a las… ¡tres!”


—Te vas a bañar Santi, no te lo digo más. Te vas a bañar, ya: a la una..., a
las dos..., y a las…
Suspenso y tensión en el aire.
—¡Que no diga “tres”, eh!
Y Santi corre al baño como si fuera lo último que va a hacer.
Podemos pensar a simple vista que el número tres tiene un peso, un
efecto, una magia especial a la hora de ser efectivos en la puesta de límites
con nuestros hijos.
Nada de eso.
Lo efectivo es la entonación que vamos usando a medida que llegamos al
número. Ciertamente, podríamos decir cualquier otra palabra: “A lo
amarillo…, a lo naranja…, y a lo… ¡rojo!”, por ejemplo.Aquí “rojo” sería
la palabra mágica.
Lo que hace la diferencia es que nosotros como adultos, como padres,
como referentes, estemos convencidos de que lo que dijimos que haríamos
“a las tres” se hará. Lo que los hijos perciben y entienden es nuestra
convicción de que se termina la negociación y es tiempo de paciencia
agotada. Entonces, ¿por qué no ahorrar desgaste innecesario y avanzar
directamente hasta esa instancia? El primer secreto es la firmeza, y esta se
transmite con la palabra, con el lenguaje no verbal y con la mirada. En
realidad todos los consejos y herramientas se desprenden del más absoluto
sentido común. No se trata de intentar ser padres de manual, de hecho los
hijos no vienen con instrucciones.
Marcia y sus hijos adolescentes que quieren comer delivery; mi
amplificador; Joaco y sus ocho materias; Efraín y el valor del esfuerzo.
Límites que ordenan, límites que delimitan el universo de nuestros hijos
y son termómetro de una calidad de vida que hace bien o hace mal.
Límites que van a determinar ni más ni menos que la salud mental de
aquellos que más amamos: nuestros hijos.
Se trata de ser los mejores padres que podamos, con la tranquilidad de
que no somos bomberos ni obstetras. Tenemos tiempo, en la mayoría de los
casos podemos pensar, consultar, tomar un respiro.

“Mi mamá tiene frío”


Tiene cinco años. Llega al consultorio una tarde de otoño.
Afuera hace unos 13°C. Es un día de cielo celeste. Hojas amarillas y
rojas que cubren el empedrado. Está fresco, pero no frío.
El pequeño lleva puestos campera, bufanda y gorro.
Sus ojitos empañados por la transpiración.
Entramos al consultorio. Se saca la campera, el gorro, la bufanda.
Me pide agua. Se toma dos vasos, uno atrás del otro.
Se seca la transpiración.
Le pregunto si tenía frío.
Me contesta, seguro, claro:
—Yo no. Yo tengo mucho calor. Mi mamá, ella sí que tenía frío, ¡mucho
frío!
Y acentúa la “r” de la palabra “frío”.
Padres que abrigan a sus hijos porque ellos tienen frío.
Padres que los llevan al pediatra incontables veces no porque los
pequeños estén enfermos, sino porque ellos necesitan aliviar sus temores de
que los hijos se enfermen.
Padres que sobrerreaccionan a los conflictos del cotidiano criando y
creando hijos temerosos.
Padres hipersimbióticos; hijos que crecen sin poder diferenciar la
realidad objetiva de lo que sus padres les marcan.
En sus primeros años de vida, los padres tenemos un peso enorme sobre
la cabecita de nuestros pequeños. Debemos diferenciar las necesidades que
son intrínsecas a ellos de las propias. Los hijos no son prolongaciones
nuestras. Una vez más, si les duele a ellos no nos duele a nosotros. Aunque
nos entristezca, aunque nos dé congoja verlos sufrir, su sufrir les pertenece.
Uno de los trabajos más complejos pero imprescindibles es el que se
realiza con los padres para que puedan despegarse de los hijos y dejarlos
forjarse en su singularidad. Si mamá tiene frío, que se abrigue ella, y que el
niño lleve las ropas que él precise, ni más, ni menos. Esto ayudará a que los
límites sean los que los hijos precisan, y no los que nos dan tranquilidad a
los adultos. Difícil, pero no imposible…

Caja de herramientas para padres


Un límite debe ser:

Equilibrio entre firmeza y afecto.


No podemos ser precisos a la hora de limitar y querer educar a nuestros
hijos si no regulamos el flujo de intensidad entre nuestro decir y el amor
desde el cual el límite debe ser puesto.
Los gritos son la impotencia del adulto cuando no sabe qué hacer. Un
pacientito me contaba que su madre le gritaba mucho. Al preguntarle qué le
decía me contestó: “No lo sé…, grita, no la entiendo… ¡Es ruido!”.
En tono calmo, amoroso y decidido el límite sale bien, se los aseguro.

Producto de la racionalidad.

Muchas veces intervenimos solo desde nuestros miedos —o desde las


emociones en general—, sin tomar en cuenta lo que los pequeños en
realidad necesitan. El “No” tiene que estar de la mano de algún motivo
ligado a un riesgo cierto o una imposibilidad genuina en relación al
bienestar de nuestros hijos. Sin embargo, a menudo está sostenido desde
temores propios o situaciones que los hijos están preparados para afrontar,
pero nosotros como padres, no.
Les cuento una de mi cosecha: Mi hijo tenía dieciséis años. Pidió permiso
para ir a los conciertos de Iron Maiden y Metálica. Ambas bandas venían a
Buenos Aires con un par de meses de diferencia. Iba a ir acompañado con
mayores, tomando todos los recaudos necesarios. Lo pensé, no fue una
decisión abrupta. Y cuando estuve decidido sentencié:
—Puedes ver a Maiden. Metálica esta vez no.
Me preguntó, atónito, el motivo.
—El público de Metálica es más peligroso —respondí, imaginando una
horda de vikingos metaleros destrozando la osamenta de mi amado hijo. En
casa de herrero, a veces, cuchillo de palo.
Claramente, este era un límite puesto desde mi temor —y
desconocimiento—, y no desde la racionalidad. Pude reparar este desacierto
hace un par de años, cuando volvió Metálica a la ciudad. Le regalé a mi hijo
una entrada y tuve el reconocimiento de un mensaje que me envió desde el
recital: “Estás perdonado”.
Desde otro lugar, la racionalidad también incluye el no darles a nuestros
hijos más de lo que esté a nuestro alcance. Si piden un juguete o prenda de
vestir carísima, que no está dentro de nuestras posibilidades, manejemos
con criterio la culpa del no poder, y de paso los preparamos para que
aprendan a frustrarse, talón de Aquiles de los jóvenes hoy.

Sostenido en el tiempo.

El querido Hugo Midón nombraba en su obra “La familia Fernández” la


figura del “cancherito arrepentido” que dice “No” y después dice “Sí”.
Seamos consecuentes: si estamos seguros de que lo que proponemos es
bueno para ellos, aunque haya que tensar la cuerda para que lo indicado se
cumpla, hagámoslo.
Un pequeño de diez años me reclamaba que sus padres siempre
amenazaban, pero no cumplían con nada de lo que sostenían, por lo que me
pidió que intercediera. La fragilidad en los adultos genera incertidumbre y
angustia en los hijos.
Pensemos medidas que podamos sostener. Una madre en la plaza le grita
a su hijito de no más de dos años: “Si no prestas la pelota y compartes, no
juegas al fútbol nunca más en toda tu vida”. De más está decir que nada de
esto pasará. “Te quedas tres años sin tele, sin compu y sin celu”. Una
afirmación así es imposible de ser tramitada exitosamente por cualquier
padre o madre. Dispongamos, entonces, aquello que podamos sostener
desde la lógica y el sentido común.

A resguardo de naturalizar lo innegociable.

En estos tiempos que corren, donde los jóvenes recurren a “muletas” —


como la hiperconectividad y el consumo de alcohol o sustancias
psicoactivas— para animarse a crecer, hay una premisa que los padres no
podemos perder de vista: con la salud de nuestros hijos no podemos
negociar.
“Todos van”, “todos lo hacen”, “todos fuman” son frases que los
adolescentes esgrimen como argumento “contundente” para convencer a
padres a menudo desarmados de razones y firmeza para contradecirlos. Con
la misma convicción que sacamos a un pequeño de meses que gateando
pone dedos en un enchufe, con ese mismo ímpetu, debemos ser claros a la
hora de prevenir situaciones de riesgo en el pasaje de nuestros hijos al
mundo adulto. Armemos redes de padres para fortalecer las convicciones
que necesitamos, o mejor dicho, que nuestros hijos precisan de nosotros.
Tendremos un capítulo entero dedicado a este punto en particular más
adelante en este libro.

Objetivo y calmo.

¿Qué quiero decir con esto de que el límite debe ser objetivo y calmo? Es
común que los padres en los tiempos de ajetreo en los que vivimos
respondamos apresuradamente a las demandas de nuestros hijos, sin
terminar de escuchar de qué se trata el asunto que nos están planteando. La
generación de equívocos es frecuente, y a veces tomamos decisiones
erradas o damos respuestas que no tienen relación con la información
solicitada. Repito: escuchemos, pensemos y tomémonos el tiempo necesario
para responder.

“Cortito y al pie”.

“Lo bueno si breve, dos veces bueno”, afirma el dicho popular. En la


mayoría de los casos, la abundancia de explicaciones a la hora de tomar una
decisión sobre nuestros hijos es consecuencia de nuestra necesidad de
calmar culpas y demás sentimientos que nos genera “reprimir” sus deseos.
“Cuando mi mamá me habla mucho pongo música en mi cabeza”, me
decía una pequeña. Sin caer en el extremo de “es no porque yo lo digo”, no
esperemos que nuestros niños acuerden con nosotros y nos tranquilicen a la
hora de sancionar. Soportemos los enojos que nuestras decisiones pueden
provocar. Si nos equivocamos, podemos pedir disculpas, esto no nos quita
autoridad.

Consecuente a la acción que lo genera.

Las decisiones que tomemos respecto a la crianza de los hijos deben


estar, cada una, en relación a aquello que lo genera. Si, por ejemplo, le va
mal con sus exámenes, dejarlo sin postre no reparará ni ayudará de manera
alguna a revertir la situación. La glucosa y las matemáticas no tienen
relación entre sí. Pensemos más bien qué factores lo distraen de la actividad
escolar. Será mucho más apropiado alejarlo de consolas y aparatos
electrónicos para que ese tiempo lo dedique a estudiar.

Acompañado de la gestión saludable de las propias emociones.

Los padres se agarran la cabeza frente a los berrinches, los caprichos o


las transgresiones de los hijos. Tienen a la razón como una aliada a la hora
de dar respuestas más o menos convincentes, pero no pueden con las
emociones de los pequeños, ni con las propias. Y creo que aquí está uno de
los problemas más complejos en la puesta de límites: los adultos pretenden
calmar los arranques de sus hijos poniéndose a la altura de sus emociones
descontroladas. Entre ambos se establece una competencia despareja de
gritos, ira y llanto, hasta el veredicto final: “Yo soy tu padre (o madre) y me
tienes que hacer caso”. Un niño que se encapricha y grita no merece ni
necesita otro grito como respuesta. La palabra decidida, firme y amorosa
del adulto marca la diferencia: “Yo soy el que tiene la responsabilidad de
educarte”.
A la hora de decir “No” debemos mantener un tono desde el amor que
sentimos por nuestros hijos, y no desde la bronca que genera la situación —
y esto no quiere decir que no tengamos que recurrir a algún mantra cada
vez que ponemos límites—.

Con presencia plena.

Cuando trabajo con niños en talleres sobre la relación saludable con la


tecnología, uno de los reclamos que ellos plantean respecto a los padres es:
“Ellos están más pegados a los aparatos que nosotros. Nos dicen que nos
apartemos de tanta tecnología con el celular en la mano”. Eduquemos con
el ejemplo y conectémonos plenamente con nuestros hijos al momento de
comunicarnos. Mirar a los ojos desde lo que llamo la “presencia plena” nos
autorizará a pedirles lo mismo y mejorará el vínculo.

En la medida de lo posible, el resultado de la paternidad compartida.

Padres juntos o separados, adultos que tengan injerencia sobre el niño,


deben ponerse lo más de acuerdo que sea posible, porque los dobles
mensajes hacen grandes desajustes en las cabecitas de los pequeños.
Los invito a practicar, y así verán que es mucho más fácil de lo que
parece. Cuando encontramos el punto donde pararnos, las cosas fluyen, y
nuestros hijos estarán agradecidos. El límite alivia, es cuidado, es amor
responsable. ¡Suerte en la tarea!
. Modismo argentino usado por adolescentes que significa “apatía, pereza, abulia”.
III

“De padres e hijos”

El arte de construir momentos mágicos


“Una historia contada con canciones, bebé
Susurrando despacito
Con princesas, piratas y dragones, bebé
Y pastillas de mosquito

Calesita una vez a la semana, bebé


El paraguas cuando llueva
Golosinas después de la mañana, bebé
Mi cariño cuando quieras

Un sillón con tu forma y con la mía, bebé


Al costado de la tele
Un mordisco en el pie pa que te rías, bebé
Sana, sana si te duele

Galletitas crocantes con aromas, bebé


Repartidas en pedazos
Para dar de comer a las palomas, bebé
O volver sobre tus pasos”.

Regalitos,
Juan Quintero

“Quiero tiempo, pero tiempo no apurado. Tiempo de jugar, que es el


mejor”
Una vez más digo: los tiempos cambiaron, pero la esencia sigue siendo
absolutamente la misma. Los padres no debemos resignarnos ni tener dudas
respecto a ello. Los recuerdos que construyen la columna vertebral de la
personalidad de nuestros hijos tienen que ver con los mojones que dejamos
en sus vidas durante los primeros años de vida. Estos son esenciales,
fundantes.
Propongo en las páginas que siguen un recorrido por cuestiones
fundamentales que debemos dejar como estandartes en nuestro cotidiano
vivir, ya que ellas serán la herencia que les legaremos a nuestros niños.
Ellos podrán pasar al mundo adulto con un hermoso equipaje si cuentan en
sus arcas con momentos que les hemos regalado —y ellos a nosotros, claro
está— durante los años de su infancia. ¡Allá vamos!

“Quiero tiempo, pero tiempo no apurado


Tiempo de jugar que es el mejor”

Marcha de Osías,
María Elena Walsh

Tiene apenas tres años, y levanta metro diez del suelo. La cama grande es
un universo a explorar. Representa el reencuentro de cada mañana de
domingo con sus padres.
El chiquitín venía en puntas de pie, silencioso, como si su presencia no
fuera visible. De repente, el grito de júbilo y el salto:
—¡Acá viene el chiquitito!
Y se zambulle en el colchón, se mete bajo las frazadas —porque el
recuerdo tiene olor a invierno y a estufa encendida—. Luego, la segunda
parte del juego:
—A la cuevita —sentencia.
La cueva en cuestión no es otra cosa que la semioscuridad de estar bajo
las sábanas en medio de sus padres, los exploradores que lo acompañaban
en el juego. Bajo esa carpa tenían lugar historias fantásticas. Los padres
debían recurrir a todo el amor que sentían para poner en marcha su
imaginación, un domingo a la mañana y todavía semidormidos, e inventar
cada vez un cuento distinto.
Transcurrió el tiempo y el juego siguió vigente. El chiquito pedía una y
otra vez alguno de los cuentos que más le había gustado. “Dailan Kifki” era
el favorito de esos tiempos, en versión libre, claro está. Bajo las sábanas, en
esa cuevita que habían creado, pasaban situaciones maravillosas, momentos
de encuentro que seguían con el desayuno todos juntos.
El día domingo era una fiesta. Al mediodía, su abuelo, iba a comprar
cosas ricas para el postre del almuerzo. Domingos mágicos. Ese niño era
yo.
Y los tiempos no han cambiado: los niños precisan adultos que los
inviten a soñar, a soñar despiertos, adultos que se animen a jugar, a
movilizar todo el universo maravilloso de la infancia. La imaginación es el
tesoro más valioso, lo fue, y lo seguirá siendo.

El sabor del encuentro


Poner a calentar agua suficiente, no más de un litro, que es lo que suelen
tener los termos. Si la pava es eléctrica, esta parte es sencilla: regular el
termostato en “punto mate” y ya. Si es de las tradicionales, habrá que estar
atento para que el agua no hierva porque la yerba se lava. Con el agua
cargada en el termo, poner dos tercios de yerba en la cavidad del mate.
Apoyar la palma en la boca del mismo y sacudir para desparramar el polvo
de la yerba mate. Dejar una superficie alisada, una “montañita” —como me
explicaba mi hijo Ignacio cuando me enseñaba a cebar mate—. Aclaro que
no soy buen cebador, misterios de la naturaleza, porque no es un hecho
científico, pero le pongo mucho amor. Verter luego un chorro de agua en la
parte cóncava de la montañita. Colocar la bombilla y tirar el agua siempre
sobre la bombilla para que no se moje toda la yerba. El primero, medio
amargón, lo toma el cebador. Dicen los que saben que el mate es amargo,
que no se endulza. La cáscara de naranja le sienta muy bien. Empieza la
ronda de una de las costumbres más bellas que tenemos en nuestro país: el
ritual del mate4.
Cuando se toma mate se mira a los ojos. En el mate se dice “gracias”
cuando ya no se quiere seguir tomando, aunque no se da un aplauso para el
cebador, porque no es tan complicado de preparar como un asado, creo yo.
Pienso, lo digo siempre, que la celebración del encuentro es uno de los
momentos en donde tenemos la mejor versión de nosotros mismos.
El mate ya está listo. Abro la puerta blanca de mi terraza, después la reja
negra. Llevo en una bolsa la caja de fósforos, el delantal para no ahumar
tanto la ropa —mis hijos me objetan este detalle siempre, pero son
coqueterías de la adultez—, y un poco de papel de diario. La música ya está
sonando. Serrat, Silvio Rodríguez, Drexler quizás, alguna de esas
añoranzas. Uno de los momentos, de los rituales más bellos de nuestro
folklore, la previa del asado5.
Mi método para el fuego: una torre de papel prolijamente enrollado
formando semicírculos concéntricos, alguna madera, y si llega a haber
alguna piña —es fantástico— en el hueco de esta torre, carbón cubriendo
toda la periferia de la construcción. Si está bien hecha, un fósforo debería
ser suficiente. No más que eso y el sonido maravilloso del crepitar
acompañando la ceremonia. Ahora sí, una tabla de madera para cortar algo
de queso, salamín, algunas aceitunas, una buena compañía y a tomar asiento
en el sillón director ubicado debajo de la hamaca paraguaya mientras el
fuego hace lo suyo.
Dos de las ceremonias más bellas que conozco que tenemos nosotros, los
argentinos —más allá de quien se atribuya el invento, el mate y el asado, en
el peor de los casos, también son nuestros—. Hermosas costumbres, aunque
vamos, al menos en las grandes ciudades, tan sin mirarnos a los ojos, tan
desencontrados. Por un lado, la celebración del encuentro, por otro el
himno al “ombliguismo”. La empatía hoy por hoy es rara especie en
extinción. Podemos pasar momentos de excelencia sumergiéndonos en un
libro o en una serie misma, y está muy bien, pero compartir con los que
queremos construye momentos únicos.
La comida nos convoca, la música también lo hace. Amo cantar, aunque
lo hago de forma absolutamente amateur. Y mi hijo menor, hace muchos
años, me decía “qué suerte que tienes, que puedes llevar siempre la garganta
contigo y cantar donde quieras”.
Tenemos placeres enormes ahí nomás, en nuestro interior, y cuando lo
que nos gusta se comparte, la vida se celebra. Si lo que nos gusta nos hace
felices, podemos cortarlo en tajadas, y sacarlo de las cuerdas de una guitarra
o de una parrilla, para agasajar a quienes nos honran con su amor. Y lo que
me pregunto, desde estas teclas, es por qué a veces nos escatimamos las
celebraciones y nos encerramos en preocupaciones absurdas, minúsculas,
absolutamente pasajeras, desligando el foco de nuestra vida, poniéndolo en
esta costumbre urbana de correr rápido para llegar a ningún lado... ¡Con lo
fácil que es encontrarse! ¡Con lo fácil que es sacarse los monitores de
encima y mirarse a los ojos!
Cuando en mis charlas propongo el simple ejercicio de mirarse a los ojos
con quien cada uno tiene a su lado, la reacción es curiosa: tensión, risas
nerviosas. Asusta el contacto visual con el otro, molesta. En la puesta en
común dicen: “Cuesta mucho esto que nos pides, quedamos desnudos de
repente, los ojos no mienten”
La desnudez de la mirada
en pos de la celebración del encuentro
es lo que reclamo humildemente
desde estas palabras.
Construyamos tiempo de miradas encendidas
y monitores apagados.
Celebremos el encuentro, por muchos mates,
por muchos asados… ¡Salud!

Es un grito de gol
7 de agosto de 2014. El padre en el trabajo, el hijo mayor llama, angustiado,
y dice:
—Pa, se agotaron las plateas sur. Me faltan tres horas de fila más o
menos.
El padre lo tranquiliza:
—Algo vas a conseguir.
Una hora más tarde, nuevamente:
—Dicen que quedan pocas populares, me quiero morir, me falta un tirón,
tengo como tres cuadras de fila todavía.
El padre a esta altura entró en el mismo circuito nervioso, se concentró
en su tarea, y dos horas más tarde, un audio victorioso, casi un grito de gol:
—¡Tengo las entradas!
Un codo de la popular, de pie, como se tienen que ver estos
acontecimientos. Tres entradas, padre e hijos, final de la Copa Libertadores
de América, San Lorenzo de Almagro vs. Nacional de Paraguay.
Posibilidad para el club de Boedo de ganar su primera copa continental, uno
de los dos motivos de cargadas en la cancha y en el barrio. Falta esa copa…
Largas horas de fila para entrar el 13 de agosto a “El Nuevo Gasómetro”.
Mucha gente, mucha más de la que entra, pero están todos.
Los pies apoyados de puntitas, no entran enteros en el cemento. El padre,
cincuenta años, los huesos gimen, y entonces le dice al hijo mayor:
—¿Sabes qué? Faltan tres horas todavía, yo no voy a aguantar. Mejor
bajo y lo veo desde el alambrado.
El pibe le agarra la cara, lo mira a los ojos y le dice aquello que el padre
no se olvidará más:
—Pa, final de la Copa Libertadores, es San Lorenzo. ¡Te quedas acá! ¡No
bajas ni soñando!
Y el padre se queda. Los corazones no laten, galopan. La espera es
inmensa; la tensión, maravillosamente insoportable.
La maravilla del fútbol, más allá de las barras bravas y de los negociados
que se cocinan en las oficinas, lo que sucede en las tribunas es único.
A esta altura, el cuerpo duele, pero vale la pena. El grito de gol, el más
lindo del mundo, con ese penal en el minuto 35 del segundo tiempo. El
padre se acuerda y se le hace un nudo en la garganta.
La emoción más intensa y el abrazo interminable con sus hijos. El
corazón estalla. Ahora a festejar todos a Boedo. Los pies, ya veremos qué
hacer con ellos, ¡hay que festejar! ¡San Lorenzo, campeón!
Y es de padres e hijos, ¡sí señor!, porque ese padre se hizo hincha del
club de Boedo cuando tenía apenas siete años, por intermedio de un vecino
amigo, Luisito, que lo convenció, cosas de pibes. Su hijo más grande le
pidió ir a la cancha a los catorce, y ahí mismo empezó la historia.
Se sumó el más chico al poco tiempo y el club pasó a ser una unión entre
los tres, un ritual de ellos, de padre e hijos. Pasaron los años, el mayor ya
vuela, con sus veinticinco, el menor bate alas con sus dieciocho. El padre,
por su parte, va menos a la cancha por cosas del trabajo y de la vida, pero su
corazón sigue estando allí. Los hijos van todo lo que pueden, y una tarde de
domingo, hace unos días, el padre le dijo al benjamín:
—Voy a tratar de ir a la cancha en estos meses, me dieron ganas. Voy a
ver si me hago tiempo, y vamos juntos.
El hijo hace silencio. Luego de unos segundos, dice:
—Sabes, ahora es programa de amigos… Si quieres puedes venir con
nosotros, pero primero vamos a almorzar todos los chicos y recién después
vamos a la cancha. No sé… Es como si yo fuera al coro contigo…
El padre escucha, traga saliva y entiende. Con sus dieciocho años, el
muchacho precisa tomar distancia para después volver. No huye, solo vuela.
Y le duele al padre, no va a mentir, pero entiende. Es un tiempo, después
podrán compartir amigos, padres e hijos esta maravilla del tablón. Hoy tiene
que estar lejos para no asfixiarlo, y está muy bien. Los abrazos de gol
quedarán para siempre guardados en el cajón de los recuerdos, adentro muy
adentro en el alma.

Los olores y los sabores


La alimentación es el primer vínculo del bebé con su madre. El contacto
con el pecho es mucho más que nutrirse. Es amor, contención, el sostén
donde el resto del mundo desaparece. La mirada de la madre envuelve al
niño en armonía con sus brazos. Y la gestualidad del recién nacido después
de mamar indica el más absoluto placer. La zona de la boca se constituye
como la primera “zona erógena”, la primera fuente de goce.
Los olores y los sabores de los primeros años de vida son fundacionales,
primordiales. Crean huellas imborrables. Cierro los ojos y vuelvo a sentir en
mis papilas el sabor de las meriendas con mi papá —tostadas con manteca y
dulce de leche en pan lactal—, los flanes de cajita de mamá —debo
confesar que a ella no le gusta cocinar, aunque tiene muchas otras virtudes,
pero mi abuela lo compensaba con creces—, las tortas que humeaban en el
horno de la casa de mi abuela...
Una de las películas que me tocó el alma fue “El sabor de la canela” —o
“La sal de la vida”, según la traducción—. Narra la historia de un niño que
aprende los secretos de la vida de la mano de su abuelo, quien tenía un
negocio de especias en Estambul. Pasaba horas allí fascinado con las
historias que su abuelo contaba entre cúrcuma y cilantro.
En nuestra memoria emotiva se van construyendo circuitos que nos
constituyen y construyen. “Somos historias”, decía Galeano, y los primeros
años de la vida son los capítulos centrales del cuento.
Un pequeño quería mostrarme su agradecimiento por sus logros en la
terapia, por lo que antes de su última sesión, me dijo: “Me ayudaste tanto
que te voy a traer las milanesas de mi abuela. No vas a poder parar de
comer”. Y seguramente decía la verdad.
Los padres tenemos poco tiempo, corremos, trabajamos, vivimos
estresados. Aun así, no dejemos que la fast food nos quite ese espacio de
compartir con nuestros hijos. Además del lugar donde preparamos nuestras
comidas, la cocina es una vía para aprender que lo bueno lleva tiempo. A
fuego lento, la mesa está servida, ¡a disfrutar!
¡Tócala de nuevo, papá!
—Fue un día maravilloso. Él tiene cosas malas, y ciertamente son muy
malas, pero en lo bueno, es el mejor. Su colección de vinilos es lo más
grande. Yo me despertaba con Spinetta retumbando en mi cabeza. Dormía
en un altillo y el giradiscos estaba justo debajo de mí. Y el despertador
sonaba con la música de “Muchacha ojos de papel”.
Ella lagrimea.
El padre advierte:
—Me vas a hacer llorar.
Y llora. Y la garganta se hace nudo.
Tres meses atrás, este papá me consultaba acerca de su hija. Ella no
estaba volando, huía. Vivían juntos coyunturalmente, discutían y no
paraban de pelear. Hace tres meses este padre me consultaba porque su hija
no volaba, huía. Ella sufría, él también, pero no podían parar, y no
entendían por qué lo hacían. El consultorio fue el lugar de encuentro.
Empezaron a hablar, ahora algo de la historia y del presente cobra sentido.
Y de golpe, aparecen los encuentros, bellos, conmovedores, como este:
—Come mierda mi viejo. Llegué a la casa y no podía creer la cantidad
de cajas de pizza que había amontonadas. Así que cocinamos, todo el día,
sano, rico, estuvo bueno. Él me cocinaba a mí cuando era chica, ahora lo
hacemos juntos. Y la colección de música nos va a quedar a mí y a mi
hermano.
Se dirige al padre y le hace saber:
—La vendes y no te hablo nunca más, ¿sabes?
Como decía Litto Nebbia, “solo se trata de vivir, esa es la historia”, de
construir momentos, momentos que nos sirven para guardar en cajita,
momentos que no tienen precio, momentos que hacen la esencia del
vínculo. Vivimos una sola vida, pero si lo hacemos bien, es más que
suficiente.
Los padres tenemos que mantener el eje. Este padre no bajó los brazos, y
trajo de vuelta a su hija a los lugares de los que nunca se había ido. La
rueda gira, y no huyen, solo vuelan, y vuelven, claro que vuelven.

Que sepa abrir las puertas para ir a jugar


“Ninguna cosa la entusiasma. No tiene ganas ni impulso para nada”, dice
con tristeza la madre de una niña de diez años que pasa sus días entre
consolas, computadoras, televisores y teléfonos celulares. Lo de muchos
chicos hoy, niños conectados por un cordón USB umbilical a cuanto
aparatito sirva para entretenerse.
Conozco a la niña en consulta, y en el relato de su cotidianeidad
aparecen, tal como me dijera la madre, todos esos pequeños placeres de la
hiperconectividad. Sin embargo, cuando la interrogo acerca de aquellas
cosas que la entusiasman, me habla de sus juegos solitarios en el jardín de
su casa cuando se aburre —¡y sí que se aburre!— de tanto aparato.
Se va sola al patio y se imagina un castillo en el árbol. Ella es una
princesa que pelea con caballeros que la tienen prisionera. Un príncipe
viene a rescatarla. Fantasea y juega, corre, sueña, sin cables, sin pilas, sin
monitor.
Hago pasar a su madre y les doy tarea, a ella y a su marido. Según me
han contado, tienen una quinta hermosa, con muchos metros de parque, en
donde pasan los fines de semana. Les doy como ejercicio y tarea para el
hogar construir una casita del árbol con “aires de castillo”.
Les doy como tarea aprender a jugar. La niña tiene las herramientas y la
madre, las ganas. ¡No puede fallar!
Una de las mayores dificultades de los padres de hoy radica en que de
tanto ver a sus hijos en conexión permanente con algún aparato suponen
que es una cuestión de destino o de la época, y negocian con esa realidad o
naturalizan la situación. Ellos también se aíslan en sus propias limitaciones
y se olvidan de lo que cuando niños mejor sabían hacer: jugar. Sabían el
“Dale que éramos piratas, princesas, truhanes, reyes, sapos, señoras que
toman el té, señores de saco y corbata que van a trabajar, equilibristas,
trapecistas, músicos”. ¿Dale que somos lo que queremos ser? ¿Dale que
somos felices y podemos soñar?
Los jóvenes hoy sueñan mientras duermen, pero cada vez menos sueñan
despiertos, cada vez menos se permiten el maravilloso deleite de imaginar.
La imaginación es prestada por algún programador que pone en el monitor
alguna sigla del tipo “.inc” o “.com”. Doy la voz de alerta: se están robando
la capacidad de crear de nuestros niños. Luchamos por la preservación de
las especies, luchamos para que no se pierdan los hielos del planeta,
¡luchemos porque sigan vivos los destellos que genera un niño cuando
sonríe, el “piú piú piú” de las armas de juguete —en lugar del sonido de la
muerte de los videojuegos—, el “brum brum brum” de los motores de los
autitos de colección —y no solamente el de las consolas que emulan la
Fórmula 1—. Luchemos como padres y como adultos que también
necesitamos recuperar la capacidad de imaginar. ¡Propongo que los padres
volvamos a jugar!
Una joven de veintiséis años me relataba con mucho placer su “bella
infancia”. Jugaban con su madre a que eran costureras, tejían con hojas de
árboles que abrochaban con hilos y escarbadientes. Todavía tiene de esas
obras que construían, todavía guarda la sonrisa de esos momentos. “Tenía
una madre que sabía jugar. ¿Tuve suerte, no?”, me dijo. Claro que sí tuvo
suerte. Nuestros hijos también pueden y precisan tener esa fortuna, la cual
es un tesoro invaluable para ellos y para nosotros, que tendremos un
hermoso reencuentro con los niños que fuimos y que seguimos siendo en la
mamushka de crecer.

Caja de herramientas para padres

Construyamos al menos un momento en la semana —que por cierto,


será sagrado— de encuentro con nuestros hijos. Sin monitores, sin
aparatos que nos distraigan.
Recordemos nuestras pasiones de niños, y pongámoslas a rodar
nuevamente, esta vez con nuestros hijos como socios en el recuerdo.
Saber de nuestra historia les permite ni más ni menos que conocer a
sus padres y construir las ganas de soñar juntos.
Una vez más, eduquemos con el ejemplo. Que nuestros hijos nos
vean los ojos brillar y se contagien. ¡Hasta el infinito y más allá!

. Bebida típica argentina. Con el nombre de “mate” nos referimos a la infusión de hojas de yerba
mate secadas y molidas, servidos en un recipiente del mismo nombre. La infusión por lo común se
toma sola, y ocasionalmente puede ser acompañada con yerbas medicinales o aromáticas.

. Comida típica de Argentina que consiste en asar carne de vacuno, cordero, chivo o cabrito a las
brasas. En algunos casos se utiliza también pollo y cerdo.
IV

“La pasión se educa”

El arte de construir un mundo de ojos brillantes


El periodista y escritor uruguayo Eduardo Galeano afirma que no estamos
hechos de átomos como aseguran los científicos, sino de historias, historias
de vida…
¿Qué historias les regalamos a nuestros hijos para que los acompañen en
su entrada al mundo adulto cuando les llegue el momento? Benjamín
Zander, brillante director de orquesta, dijo en una en sus charlas TED6:
“Los directores no emitimos sonidos, pero hacemos que nuestros músicos
den lo mejor de sí, intentamos que se hagan poderosos. ¿Cómo constato
que está funcionando? Veo los ojos de mis músicos, si estos brillan, estoy
haciendo las cosas bien. Si solo miran, sin ver, ojos apagados, algo no
funciona, por más afinados que estén”.
La pasión..., ¡qué gran tema! La pregunta que podemos y debemos
hacernos es: “¿Cuántos ojos estoy haciendo brillar en mi vida? ¿Brillan los
míos? ¿Logro que los ojos de mis hijos también puedan brillar?
Si es lunes y queremos que sea viernes, si estamos en marzo y anhelamos
que llegue diciembre, si trituramos almanaques esperando el tiempo de
descanso porque nuestra realidad no nos convoca, no nos hace felices, no es
lo que elegimos, entonces estamos dando una mala enseñanza para nuestros
hijos y una triste vida para nosotros.
Regalemos la ilusión de que crecer es una
aventura fantástica.

En una tira de la maravillosa Mafalda, la puerta de entrada de la casa se


abre, y el padre entra, corbata por la cintura, pelo revuelto y expresión de
agotamiento. Mafalda mira a Guille y sentencia: “¿Mandamos un padre a
la oficina todos los días para que nos devuelvan esto?”.
Los chicos precisan que además de nuestro cansancio, estrés y
agotamiento diario les regalemos otro espejo del mundo adulto. “Si esto es
ser grandes yo me quedo pequeño”, piensan, y así es como sobreviene la
Generación NI NI, formada por jóvenes sin proyecto que ni estudian ni
trabajan. Se trata de adolescentes que no quieren pasar al mundo adulto
porque lo que han recibido de sus padres es una triste mirada sobre este.
Pero en nosotros está la decisión de hacer una diferencia:
Podemos transformar el brillo de nuestros
propios ojos para que brillen los de nuestros hijos.
Podemos mostrar que, como decía Pablo Picasso,
lleva mucho tiempo llegar a ser joven.
Podemos demostrarles que a los 40, 45, 50,
somos mucho más jóvenes que a los 30.

Podemos hacerlo, porque sumaremos nuestra experiencia a lo vivido y


tendremos las herramientas para disfrutar el día a día, con el sufrir propio
del vivir, pero también con lo ya recorrido como capital esencial del
presente y de lo porvenir.

Desde el amor, estamos enfermando a nuestros niños


“Tengo que ocuparme del colegio ocho horas por día. Tengo que tener
buenas notas, porque si no en mi casa se enojan. Tengo que cumplir con los
entrenamientos de hockey, porque de lo contrario, el entrenador me reta.
Tengo que mantener mi pieza ordenada, porque en mi casa son todos muy
prolijos. Tengo que preparar el examen internacional que rindo a fin de
año. Tengo que ir una vez por semana a que me revisen los brackets. Tengo
que…”.
Y la lista sigue. Decenas de “tengo que” se van acumulando.
Quien enuncia y denuncia levanta su mano entre medio de un auditorio
colmado. La pregunta, en el marco de una charla sobre vínculos era:
“¿Quién siente que tiene su vida manejada por el estrés?”. De las
trescientas personas presentes, muchas levantaron la mano, pero una de
ellas me llamó la atención, una pequeña manito que pide la palabra y dice:
“Mientras usted hablaba, yo iba contando con los dedos: conté catorce
obligaciones que yo tengo”. Lo expresa con una verborragia que da cuenta
de su estado de preocupación y angustia. Le pregunto entonces su edad, y
me responde: “Once años”. La pequeña carga con más “tengo que” que
velas sopladas. Miro a la madre, que está a su lado. Ella se sonroja y agacha
la mirada, como dándose cuenta de que hay algo que están haciendo mal.
Alerta roja a los adultos, ciertamente estamos haciendo las cosas mal.
Muchos de nuestros chicos tienen estrés, y somos responsables, claro está,
por lo que a ellos les suceda.
En los últimos años han crecido exponencialmente las consultas de
padres preocupados que refieren en sus niños sintomatología que debiera
ser propia del mundo adulto y no de temprano inicio, por ejemplo,
trastornos del sueño, insulinorresistencia, bruxismo (rechinar de los
dientes), trastornos de ansiedad, hipertensión arterial, cuadros de pánico,
migrañas, gastritis, colon irritable, entre una extensa lista de patologías.
Terrible, disparatado, pero sucede.
¿Qué estamos haciendo mal? Cargamos sobre la niñez mandatos,
presiones y exigencias que nuestros chicos no pueden soportar. Si un niño
comienza su día a las seis de la mañana, termina la doble jornada escolar a
las cuatro de la tarde, luego concurre a alguna actividad extracurricular
hasta las siete, llega a su casa a siete y media, se baña y luego cena, para
comenzar la misma rutina al día siguiente, ¿no es mucho?
Recordemos que todo aquello que no podemos decir,
elaborar, gestionar desde las emociones es expresado
por el cuerpo. El cuerpo dice lo que la boca calla.
Y nuestros niños están silenciando y haciendo síntomas. Los adultos somos responsables
por ello.

Los padres no estamos dejando que los niños sean niños; no estamos
permitiendo que, además de las obligaciones que lógicamente deben tener,
exista como patrón el criterio de divertirse, y hacer una transición gradual y
saludable hacia el mundo adulto.

Debemos forjarlos para que construyan las categorías de:

Responsabilidad
Umbral de frustración
Capacidad de decisión

Y no lo estamos pudiendo lograr. Van más rápido de lo que debieran en


cuestiones en las que tendrían que avanzar lentamente, y van pausados en
otras en las que debieran apresurarse. No hay lugar para jugar, y entre otras
cosas, esta sobrecarga de exigencias por parte del mundo adulto en los
primeros años de vida desemboca en muletas y anestesias que años más
tarde los adolescentes “eligen” para evitar este tipo de situaciones. Hablo de
consumo de alcohol y sustancias psicoactivas. Hablo de sexualidad precoz.
Hablo de la tecnología que se transforma en un salvavidas.
Para ser claros, un chico sobreexigido, que se siente bajo la presión de la
mirada de sus padres, lejos de conectarse con lo placentero del crecer,
buscará refugio en donde pueda para eludir ese malestar que no puede
procesar de ninguna forma.
Si entendemos el estrés como la desproporción entre las demandas
existentes y los recursos que disponemos para enfrentarlas, esta chiquita
que levantó su mano y habló, estaba efectivamente estresada. Si
disponemos de nuestros dos brazos para cargar en cada uno una bolsa de
peso acorde a nuestra fuerza, iremos cómodos por el camino que nos toque
recorrer. Si sumamos una bolsa más en cada mano, la situación se complica,
y si son cuatro las bolsas que nos agregan, el viaje se volverá insoportable.
Eso es el estrés, la abundancia de exigencias del mundo externo y pocos
recursos internos para afrontarlas.
“Me hirve la cabeza”, decía un personaje de la serie “Señorita Maestra”7.
Y así están muchos de nuestros chicos, con la cabeza hirviendo, y los
padres parecen convencidos de que de esta forma los preparan para
enfrentar las dificultades de la vida. Entonces, sus cuerpitos se enferman, y
el pack de muletas se hace necesario, años después, como anestesia a las
dificultades del crecer. No está bueno, claro que no.

Que los niños simplemente sean niños


“Voy a rendir exámenes, y tengo los ojos de mi mamá en la nuca. Así no
puedo, me olvido de todo lo que estudio, ya no doy más”.
Y llora, con congoja, con bronca, con impotencia.
Tiene solo trece años y pide ayuda.
Como todos los niños, de una u otra forma, da señales.
Una madre amorosa, un padre muy ocupado con lo laboral, amoroso
también, pero no alcanza.
El convencimiento de que lo más importante es que sea buen alumno.
El boletín de calificaciones como tema central de todas las cenas, tapa del
periódico familiar en todas sus ediciones.
Y este pequeño, sencillamente, no puede más…
Digo, enuncio, afirmo y quiero ser contundente en esto:

Para poder crecer primero hay que ser niño


Nuestros niños precisan:

Tener tiempo de jugar, sin responsabilidades que no puedan manejar,


sin pendientes.

Las obligaciones se irán incorporando gradualmente a medida que


crezcan. Quiero ser claro en esto: no se trata de liberarlos de
responsabilidades, sino de graduarlas para que su administración sea
posible.

Quitarles peso a las situaciones de examen.

Que estos sean solo un momento en el que son evaluados por sus
profesores de forma oral o escrita. Ni más ni menos. No es en absoluto un
momento de vida o muerte.
Modificar la cultura de las evaluaciones es un tema pendiente a plantear
en el ámbito de la educación y la crianza. La mayoría de los chicos y de los
jóvenes sufren mucho más de la cuenta en estas instancias.

Dormir la cantidad de horas necesarias.

Esto parece obvio, pero cada vez con más frecuencia escucho desarreglos
del sueño de los niños como consecuencia del descontrol en la puesta de
límites. Trasnochadas con monitores encendidos y adolescentes que
estudian de noche y duermen en bloques de tres o cuatro horas antes y
después del colegio. Disparates de la post modernidad, y una vez más, esta
posición resignada de los adultos que dicen: “¿Y qué puedo hacer?”, como
si la crianza de nuestros hijos no fuera responsabilidad absoluta de los
padres.

Poner su cuerpo en movimiento de manera saludable.

La actividad deportiva debe estar presente en la primera y segunda


infancia, de manera recreativa, y no en el plano competitivo. Mediante la
actividad física se descargan tensiones, y esta además funciona como
prevención del consumo de alcohol y sustancias psicoactivas.
En este plano digo: “Los hijos no nos oyen todo el tiempo, pero no dejan
de mirarnos”.
Hagamos actividad física con ellos cuando son pequeños. Bicicleteadas
en familia, caminatas, juegos con pelota en las plazas, en el patio de casa o
en la terraza si se puede, son momentos tan sanos como inolvidables.
Eduquemos desde el ejemplo, y no solo desde la palabra.

Tener la tranquilidad de que pueden equivocarse.

El miedo al fracaso y a decepcionar a los padres es uno de los factores


más comunes de angustia en adolescentes. Eduquemos hijos con un alto
umbral de frustración, liberémoslos de la presión de tener que ser siempre
“efectivos”. Permitámosles que intenten, que experimenten, en lo saludable,
claro está, que se equivoquen y vuelvan a empezar.

“Que tengas todo lo que yo no pude tener”


Esta frase es top ten en la lista de las más dichas por los padres de estas
generaciones. Lamento desilusionarlos, quizás la calidad de vida para
nuestros hijos no se trate de eso. Y evitemos, como dice la frase de Serrat,
el proceso en el que “les vamos trasmitiendo nuestras frustraciones en la
leche templada y con cada canción”. Es muy posible que los padres no
hayan tenido acceso a determinadas chances académicas, maestra particular
de idiomas, carnet de socio de un club, etc., pero ese es un tema de los
“grandes”. Veamos nosotros cómo gestionamos lo que no pudo ser. No les
traslademos nuestras frustraciones a nuestros niños, ¡no les hagamos tal
cosa! No olvidemos, sobre todas las cosas, lo esencial: que los niños sean
niños. Que jueguen, que tengan tiempo de patear pelotas en la plaza, de
correr carreras con autitos sin monitores que distraigan, de ejercitar su
imaginación y el ocio creativo.
La trampa de los tiempos líquidos es la siguiente: “Para que esté todo el
día con la tablet, mejor que vaya a estudiar o a entrenar”. Los adultos no
consideramos la opción de que nuestros niños aprendan a trascurrir el
tiempo de maneras productivas sin que tengan una pantalla enfrente. Este es
el gran desafío, brindarles tiempo libre y que lo usen para ejercitar el “dale
que somos piratas, marineros, princesas o dragones”. Que armen
rompecabezas, que dibujen, que construyan sueños. Simplemente, que
jueguen. Así de sencillo, así de complejo.
Difícil, no imposible. Y recordemos: lo que sucede con nuestros niños es
absoluta responsabilidad de nosotros, los adultos. Esto es una gran noticia,
porque estamos a tiempo de hacer muchas cosas que quizás no estemos
haciendo.
Cuidemos a los chicos, así de elemental, así de urgente.

Caja de herramientas para padres

Dosifiquemos nuestro malestar, regulemos nuestro fastidio, nuestras


quejas y descontentos por las adversidades del vivir y la brecha —a
veces mucho más grande de lo que quisiéramos— entre nuestros
ideales, nuestros sueños, y la realidad.

Invirtamos el tiempo que muchas veces destinamos a rumiar sobre


lo que quisiéramos que sea y no es, en reencontrarnos con algunos
de nuestros viejos anhelos.

Dediquemos al menos una hora en la semana para aquello que nos


hace bien, nos nutre y nos alegra. Nuestros hijos tendrán padres un
poco más realizados, con ojos algo más brillantes. De esta manera,
estaremos dándoles un espejo mucho más interesante para mirarse
en relación al camino del crecer.
Escuchemos a los chicos cuando hablan de su cansancio;
facilitemos, una vez más lo digo, el aburrimiento como motor de la
creatividad; y creemos con ellos, ¡creamos en ellos! Repito, los
tiempos cambiaron, pero la esencia sigue siendo la misma.

. TED es un evento anual donde algunos de los pensadores y emprendedores más importantes del
mundo están invitados a compartir lo que más les apasiona. “TED” significa Tecnología,
Entretenimiento y Diseño, tres grandes áreas que en conjunto están dando forma a nuestro futuro. De
hecho, el evento da cabida a una temática más amplia mostrando “ideas que merece la pena
explicar”, sea cual sea su disciplina. (https://www.tedxbarcelona.com/about_ted_x/)

. Serie de TV (1983-1985). Tercera edición, con todo un elenco nuevo, de la telenovela


protagonizada por Jacinta Pichimahuida (Cristina Lemercier), la maestra de escuela primaria querida
por todos sus alumnos. (https://www.filmaffinity.com/ar/film913118.html)
V

“Nos queda la palabra”

El arte de comunicarnos, apagar monitores y encender miradas

Tecnología y crianza
“Besos por celular
Las momias de este amor
Piden el actor de lo que fui
Cíclope de cristal
Devora ambición
Vomita modelos de ficción”

Spaghetti del Rock,


Divididos

Abramos grandes los ojos, encendamos las miradas, apaguemos por un


tiempo los monitores, que bastante han estado prendidos en los últimos
años de nuestras vidas.
Los tiempos cambiaron, pero la esencia es la misma, y los niños precisan
que gestionemos el vínculo desde la mirada atenta y no desde la distraída
percepción de la realidad que generan las pantallas.
Que las cabeceras de las mesas no estén ocupadas por routers, wifi,
módems, 3G, 4G, 5G y otras maravillas de la tecnología.
No seamos cultores de la tibieza. Saquemos las pantallas del centro de la
escena. Los chicos precisan jugar, saltar y cantar, correr y reír, y nada de
eso se gestiona desde los teclados.
Los tiempos cambiaron, pero la esencia es la misma. Por eso, pido,
ruego, suplico, indico: la tecnología debe estar al servicio de la crianza, y
no a la inversa.
Nuestros niños nos precisan. A la una, a las dos, y a las… ¡tres!: ¡al
infinito y más allá!

Hombres y máquinas ¿Amores perfectos?


Hace tiempo vi una película maravillosa que les recomiendo. [Antes de
continuar mi relato, advierto: las próximas líneas contienen un pequeño
spoiler8]. Hablo de “Her” (Ella, 2013), del genial director Spike Jonze. Su
protagonista, Theodore, un hombre taciturno y solitario, se enamora de su
sistema operativo. Samantha, con voz dulce y sensual, está siempre con él,
lo acompaña, lo entiende. Todo fluye. Un día, Theodore enciende su
ordenador y Samantha no está. Angustiado, sale corriendo y baja las
escaleras del metro. De pronto, Samantha se conecta. Aliviado él se anima a
hacer la pregunta tan temida: “¿Hay alguien más aparte de mí?”.
Ella le responde que habla con 8360 usuarios y que está enamorada de
641. Que su corazón se expande en tamaño cuanto más ama, que es
diferente a él, y que eso no la hace quererlo menos, sino más.
El crecimiento en el vínculo entre el hombre y las máquinas es
directamente proporcional al empobrecimiento de las relaciones
interpersonales. Hay un exceso de realidad que limita la fantasía, las
emociones genuinas. Me preocupa, me interroga y me convoca como
profesional y padre que soy, esta necesidad de vivir cada vez más en la
realidad virtual más allá de la imaginación, o más acá de las imágenes que
nos brindan los CEOs de las compañías de juegos. ¿Qué NO está
sucediendo dentro de los hombres que lo interesante se pone en juego, se
vive en el plano de lo virtual? ¿Tan aburrida se ha vuelto la realidad que ni
la imaginación rescata la maravilla de soñar? Que los sueños sean prestados
no es algo bueno…
¿Se pusieron alguna vez a pensar los porqués del lugar preponderante que
ocupa la tecnología en nuestras vidas? Y digo de nuestras vidas y no la de
nuestros chicos, porque los adultos estamos también complicados con los
monitores y las pantallas.
Hace unos años además de mis actividades de rutina, estaba terminando
uno de mis libros y a la vez realizando frecuentes viajes de trabajo. Uno de
esos días llegué tarde a mi casa. En un momento, noté que no tenía mi
teléfono celular. Lo busqué por toda la casa, pero no lo encontré.
Rápidamente di aviso de esta situación en las redes sociales, esta tontería
que hacemos los adultos de notificar que estamos sin celular para que los
mensajes sean por medio de los chat de las distintas aplicaciones. Llegó el
momento de la cena familiar. Cuando terminamos de comer, mi hijo Santi
me devolvió mi teléfono. “Papá, bajá dos cambios. Estás superacelerado”,
dijo. En ese instante entendí que, en espejo, mi hijo me estaba mostrando
que estaba dedicando demasiado tiempo a los monitores, y que eso,
obviamente, me restaba tiempo esencial de los vínculos. Lo mismo que
reclamamos los adultos en relación a nuestros chicos vuelve como reclamo
invertido desde ellos hacia nosotros. La interconectividad virtual es un mal
de esta época y nos afecta a todos.
Mi hipótesis parcial, ya que debe haber muchísimos factores
intervinientes, es que la facilidad del contacto virtual hace que los
monitores funcionen como sustituto de los vínculos cara a cara. Las
primeras aldeas eran circulares, la gente podía mirarse a los ojos, cuidarse.
Pero hoy vivimos en arquitecturas cuadriculadas. Hoy el contacto
primordial se da a través de las pantallas. Digo una vez, debemos trabajar
por más monitores apagados y miradas encendidas. Porque resulta ser que
en tiempos de hiperconectividad, hay pandemia de soledades. Abramos
grande los ojos, nuestros chicos nos precisan, y los estamos dejando más
solos de lo que creemos.

Caja de herramientas para padres


“Ale, yo duermo todo lo que puedo,
a ver si aunque sea en sueños
me pasa algo divertido”.

Confesiones de un muchachito de diecisiete años,


radiografía de época.

Si la tecnología es un trampolín del mundo real al mundo virtual, entonces,


no está mal. El problema de la crianza de nuestros hijos es que los
monitores ocupan el centro de la escena, y nuestros niños gestionan
cuestiones importantes de su crecimiento a través de la tecnología y redes
sociales. Tengamos en cuenta algunas pautas que nos permitirán crear una
relación saludable entre nuestros niños, nosotros y las máquinas:
Uso de celular.

Sugiero que los niños tengan su primer teléfono móvil a partir de que
empiezan a moverse autónomamente de los adultos. Primeros pasos solos,
ir y volver del colegio, lo habitual. Allí tiene sentido la presencia de un
teléfono celular como medio de contacto, y por tranquilidad tanto de los
padres como de ellos. Antes de esto será solo una tableta más de juegos con
todo lo que esto implica como sentido de pertenencia poco saludable a los
grupos de pares.

Horas pantalla por día.

Los niños pequeños no debieran estar más de dos horas por día frente a la
pantalla. En la adolescencia sugiero la misma medida, aunque sea más
difícil la gestión de los límites al tratarse de hijos más grandes. La clave, el
secreto, el antídoto para la adicción a las pantallas es que los chicos tengan
pasiones en su vida. Si, por ejemplo, forman parte de una banda de música,
ensayos semanales, y presentaciones en distintos clubes, poco les importará
el magnetismo de las pantallas, ya que estarán ocupados en todo lo que
tienen por delante. Los proyectos saludables ocuparán el centro de sus
pensamientos y de sus corazones.
Cuando el aburrimiento es rey,
las pantallas son la anestesia por excelencia.

Los adolescentes y la última hora de conexión.

Los chicos deben dormir entre siete y ocho horas por la noche durante el
calendario escolar. La eterna discusión entre padres e hijos —o una de ellas
— es a qué hora los adolescentes deben dejar/apagar su teléfono celular.
En una entrevista familiar, conversaba con una joven de quince años,
padre y madre presentes. Esta última me pidió que los ayudara a destrabar
el tema al que estamos haciendo referencia:
La muchacha dijo:
—Yo quiero apagar el celular a las 23:30. Ustedes no pueden obligarme a
hacerlo antes. ¡Tengo derechos!
Los padres, enfervorizados, dirigiéndose a mí, señalaron:
—¿Ves? ¡Así es imposible! No se puede discutir con ella. Siempre quiere
un poco más.
—A las 23:30 está bien —aseguró, casi a los gritos, la protagonista.
En menos de un minuto se armó tremenda batahola en donde la madre
gritaba, la hija sollozaba y el padre miraba resignado. Los dejé
aproximadamente un cuarto de hora. Conforme pasaban los minutos, el
griterío empeoraba. Ahora la madre ya sollozaba y la muchacha estaba cada
vez más plantada en sus “derechos y principios”. Intervine y dije: “El
trabajo de ustedes es poner límites, el de ella, romperlos. Así de sencillo. Te
despiertas a las 6.30 para ir al colegio y tienes que estar durmiendo a las
22:30, por lo tanto, el celular se apaga a las 22:15, de manera que puedas
ir bajando decibeles. Es tu decisión si vas a apagarlo tú o si vas a discutir
todos los días con tus padres para que eso pase”. Elaboramos un
documento que firmamos los cuatro. Yo oficié de escribano. Y eso fue todo,
¡cerrado el tema!

Redes sociales.

Los padres somos quienes debemos regular la conectividad de nuestros


hijos. Y necesitamos hacerlo sin perder la asimetría del vínculo, ni entrar en
pulseadas que nos desgastan y nos quitan horas valiosísimas de la relación
con ellos. La intensidad de las discusiones no nos da más autoridad, por el
contrario, nos la resta.
Fomentemos su uso cuidadoso y prudente, pues de esta manera estaremos
cuidando el mundo privado de los chicos, y posibilitando que puedan
sostener la diferencia entre el afuera y el adentro. No seamos hackers de
nuestros hijos, apelemos al vínculo esencial, a la confianza. Una vez más,
cerca para cuidarlos y lejos para no asfixiarlos.
Démosles las herramientas que precisan para tomar recaudos en el
mundo virtual, y lo más importante: si confiamos en ellos, les habilitaremos
el acceso a las distintas apps9, si no lo hacemos porque no dan muestra de
ser confiables, entonces llegará después, con el tiempo. Pero si les damos el
visto bueno para el ingreso al mundo virtual, los padres no debemos
monitorear desde las apps cada paso de nuestros hijos en él.
Eduquemos con el ejemplo. Restrinjamos en nosotros mismos a lo
necesario nuestra conexión a los teléfonos. Y cuando nuestros hijos nos
hablen, por favor, levantemos la mirada de las pantallas y mirémoslos a los
ojos. Una vez más digo, ellos no nos oyen todo el tiempo, pero jamás dejan
de mirarnos.

Evitemos la trampa de nuestra propia comodidad.

Cuando los padres disponemos darles a nuestros hijos pequeños nuestros


propios celulares para que se entretengan o dejen de hacer ruido, y así poder
estar tranquilos en nuestros momentos de descanso, trabajo o lo que fuere,
estamos creando nuestra propia trampa. Inauguramos el “chupete
electrónico”, la antesala de aquello que años más tarde lucharemos para
regular. “Está todo el día con ese maldito aparato”, nos quejamos, ¡y somos
nosotros los que los pusimos en sus manos mucho antes de que lo
precisaran! Por favor, la coherencia, ante todo.

Dediquemos el tiempo necesario para el vínculo y el disfrute


compartido.

Garanticemos que la cena sea un momento de encuentro genuino y de


compartir con la familia lo que cada uno vivió durante el día. Se educa con
los hechos, no con el discurso.

No caigamos en la trampa del “todos lo tienen”.

La mayoría de los padres que les dan a sus hijos pequeños un teléfono a
muy corta edad porque en el colegio “todos lo tienen”, lo hacen, en su gran
mayoría, no por convicción —porque no se puede estar convencido del
disparate—, sino por la presión social que experimentan y por el miedo de
dejar a su hijo como Tom Hanks en “Náufrago”. Si cada uno pudiera decidir
por la creencia más genuina, otra sería la historia, y los padres harían ellos
mismos redes saludables para gestionar la salud emocional de los niños,
porque de eso se trata.

Acompañemos a los niños en su ingreso a las redes sociales.


No podemos ser detectives ni hackers en el vínculo entre ellos y las redes
sociales. Recordemos el triángulo esencial del vínculo:
DIÁLOGO ››› CONFIANZA ››› DISFRUTE COMPARTIDO
Que sepan que pueden confiar en nosotros, y sabremos desde el sentido
común en qué momento habilitarles el ingreso a las distintas aplicaciones.
Sepamos que los hijos siempre van “una aplicación” más adelante de
nosotros para escapar al “control parental”.
De nada sirve invadir sus espacios virtuales: si ellos quieren, encontrarán
la forma de burlar la vigilancia. A partir de la adolescencia temprana las
redes tendrán una presencia cada vez más fuerte en sus vidas, pero solo
podremos contrapesarla con la fortaleza de la relación entre ellos y
nosotros. Construir una firme presencia como padres es sencillamente el
antídoto.

Miremos las señales que nos dejan.

Sin que sea necesario revisar los celulares y las aplicaciones que usan
nuestros hijos, prestemos atención a las señales que siempre dan cuando
están metiéndose en algún lío, por dentro o por fuera de las pantallas. Los
padres tendemos a negar cuando vemos que algo no está dentro de lo
esperable. Pensamos: “no puede ser, ¡mi hijo, no!”, “no me puede pasar a
mí”.
Escuchar, abrir los ojos, hablar con ellos y pedir ayuda profesional si la
situación nos desborda, es el desafío. Difícil, pero no imposible.

Manejemos nuestra propia ansiedad virtual.

Los distintos indicadores que nos provean las apps por las que nos
comunicamos con nuestros hijos pueden ser fuentes de alivio para la
ansiedad parental o el detonante de nuestra angustia.
“Hace tres horas que no se conecta… Le mandé mensaje y tiene una sola
tilde. Seguramente, se le acabó la batería...”. Y así es como nuestra cabeza
empieza a girar como locomotora rumbo a los lugares más siniestros.
Usemos prudentemente los recursos tecnológicos, que sean nuestros aliados
y no usinas de nuestros temores más arcaicos. Y no abusemos de los
“mecanismos de control parental”, terminan intoxicando las relaciones. En
mis tiempos había teléfonos a cospeles y el mundo giraba igual.
Una vez más, pantallas apagadas y miradas encendidas. Que no
perdamos nunca la costumbre de guardar los álbumes de fotos de papel, los
objetos entrañables con olor a infancia, los recuerdos en cajitas con
celofán para que no se ajen, los libros con aroma a libros, las historias no
en Instagram o Facebook, sino en nuestras memorias, en el arcón de los
recuerdos. Lo digo una vez más, los tiempos han cambiado, pero la esencia
sigue siendo, afortunadamente, la misma.
. Voz inglesa que significa: “información anticipada”. Se utiliza para describir un texto que anticipa
la trama de una película, un libro u otra obra.

. Aplicaciones. Según la RAE: Programas preparados para una utilización específica, como el pago
de nóminas, el tratamiento de textos, etc.
VI

¿Cómo te explico, hijo mío?

El arte de ponerle palabras a los grandes temas de la vida


Una vez más, si no les enseñamos a nuestros hijos a sufrir, no les
enseñamos a vivir. Necesitan saber que en la vida experimentarán de todo:
tendrán de lo lindo y de lo no tan lindo, deberán enfrentar primeras
pérdidas, vivenciar la muerte de seres queridos, separaciones, duelos de
distinto color y tamaño. Tendrán que salir a buscar trabajo en un mundo en
crisis, y se darán la nariz contra la puerta una y otra vez. Sufrirán
desilusiones, los dejarán de querer, se enamorarán de quien no los ame.
Aunque queramos evitarlo, pasarán, ni más ni menos, que por lo que hemos
atravesado también nosotros.
La mayoría de las veces, los padres queremos que nuestros hijos no
sufran ni se equivoquen como nosotros lo hemos hecho. Tratamos de
evitarles el dolor por todos los medios, sin embargo, sufrirán. Es parte del
vivir, no hay remedio. Lo que sí podemos hacer es ayudarlos a que puedan
tener más herramientas que las que nosotros hemos tenido para enfrentar
esos momentos lo más fuertes que puedan. Y para eso, nada mejor que la
palabra, el arma esencial en el arte de elaborar lo difícil del vivir.
Pongámosle palabras a lo duro que tiene la vida, hablemos con nuestros
hijos de todas esas cosas por las que nunca quisiéramos que pasen.
Quitemos peso y dramatismo al porvenir. Démosles espaldas y decires
para que puedan hacerse fuertes, para que tengan el valor de atravesar el
dolor y sepan disfrutar de los buenos momentos, que los hay, y muchos.
Hablemos, digamos, perdamos los miedos, porque ellos nos necesitan.

¿Cómo te explico que el amor se termina?


“Aliviados, los vi así, aliviados.
No felices, pero sí tranquilos.
A mi papá lo extraño, pero sé que cuando quiero
hablo con él o lo veo. Está viviendo cerca,
y después va a alquilar un departamento,
cerquita de casa también. Con patio para poder hacer asados
y tomar sol juntos en verano.
Mientras tanto está en la casa de mi tía,
que también está separada,
así que duerme en la que era la oficina de mi tío.
Yo me daba cuenta de que algo pasaba,
ahora entiendo todo.
Estuvieron tristes todo este tiempo,
pero ahora están… eso, aliviados”.

Este fue el relato de una jovencita de trece años que entiende finalmente por
qué los últimos cuatro años dentro de su casa el aire era espeso, muy
espeso, y las caras, tristes, muy tristes.
La pregunta de muchas parejas cuando la amenaza de la separación pisa
firme en el cotidiano de la relación es: “¿Cómo van a estar los chicos?”. Y
la afirmación como resultado del temor que encierra la respuesta temida a
ese interrogante, en muchos casos es: “Seguimos juntos por ellos, por
nuestros hijos. Tenemos miedo por ellos, por cómo estarán después de que
nos separemos”.
Me atrevo a decir que muchas veces los padres temen, sin saberlo, no por
los niños, no por el desamparo que sufran por la separación de sus padres,
sino que temen por ellos mismos. El temor que experimentan se debe al
miedo que sienten frente a la propia soledad, a esa ausencia del marco
familiar que los contiene.
La foto de todos juntos se rompe, se quiebra. Ya no estarán reunidos a la
mesa familiar cada noche, ya no tendrán todos los días el recibimiento de
los hijos. Llegarán, padre y madre alternadamente, a la casa vacía, cuando
los hijos estén con el otro progenitor.
Los niños nunca estarán solos.
No deberían estarlo. O con uno, o con el otro.
Los que estarán en soledad son los adultos.
La casa vacía de niños por primera vez,
los dormitorios sin ocupar, y eso, eso sí asusta.
El miedo no es por los niños, es por nosotros, los padres.
Los chicos pueden soportar sin demasiado conflicto el embate de la
noticia. Si los padres saben maniobrar bien, los niños podrán sobrellevar el
malestar que toda separación produce hasta con un cierto alivio. Los
momentos difíciles llegan a descomprimirse con esta decisión. El miedo
instalado suele ser el factor que retrasa lo que sería una decisión saludable.
Si la felicidad no es un horizonte posible para la pareja, decir no sin miedo,
no sin dolor: “hasta acá llegamos”, es lo más saludable para todos. Si el
cansancio domina la escena, si no hay resto para seguir peleando, disolver
la pareja no es sencillo, pero no es un hecho de vida o muerte. La vida
sigue, y seguramente seguirá de otra manera, quizás mejor.
Cuando les pregunto a mis pacientes que están en ese trance cuáles son
las situaciones más angustiantes en relación a la determinación de
separarse, la primera respuesta que aparece en el ranking de las más temidas
es el momento de comunicarles a sus hijos la decisión. Analicemos
entonces algunas sugerencias para poder gestionar ese momento sin tanta
angustia y temor, no sin antes recordarles que siempre que diseñamos un
plan de acción tenemos por un lado nuestras mejores intenciones y el
camino diseñado, y por otro lado la realidad, que muchas veces nos fuerza a
hacer el trabajo del GPS: recalcular. Lo que describo a continuación son una
serie de sugerencias que bien llevadas a cabo serían el ideal, según mi
criterio. A menudo, la brecha entre lo ideal y lo posible es más grande de lo
que quisiéramos. Hechas estas aclaraciones, ¡allá vamos!

Los padres necesitan buscar un momento de calma, con el tiempo


necesario para que puedan reunirse todos, pequeños y grandes, para
escuchar lo que los adultos tienen para decir.

Es recomendable que los dos puedan hablar. Si no fuera posible, el que


esté más entero puede comenzar a hablar. Palabra más, palabra menos,
podrían expresar algo así:
“Chicos, queremos contarles con mamá/papá que decidimos dejar de
vivir juntos. Nos vamos a separar. No estamos pudiendo ser felices uno con
el otro. Vamos a seguir siendo papá y mamá siempre. En eso estamos
juntos, sus vidas nos siguen uniendo. Quédense tranquilos de que ustedes
son y serán lo más importante para nosotros. Eso no cambia, ni cambiará
nunca. ¿Quieren preguntarnos algo?”.
No es necesario mucho más. Dejen el espacio para que las inquietudes
surjan y de ser así, respóndanlas con naturalidad.

Explicar detalles de quién deja la casa de origen, cuándo y cómo se


llevará a cabo.

“Buscaré un departamento para alquilar, mientras tanto me voy a


quedar unos días en lo del tío. Va a ser un tiempo difícil hasta que me
acomode, pero voy a estar bien. Alquilaré algo cerca de casa para que sea
más cómodo para todos”.
En momentos de crisis económica como los que atraviesa nuestro país, la
separación tiene un gran y real problema: el aspecto financiero. Puede
suceder que en esta coyuntura la realidad quede bien lejos de lo que sería un
marco ideal y confortable para la familia. Una sugerencia es no dejar de
mencionarles esto a los niños, para que no estén al margen del contexto
familiar. Ellos suelen ser mucho más empáticos que los adultos, y
entenderán que, dadas las circunstancias, quizás haya que ajustar la
economía familiar.

Comunicar la decisión en el momento que está totalmente tomada.

Los padres deben evitar cualquier discusión frente a los hijos que les dé
señales de angustia que no pueden decodificar. Tengamos en cuenta que los
niños entienden, no son tontos, son niños. A menudo los padres suelen
pensar: “son chiquitos, no entienden”, pero esto es un error. Ellos tienen una
increíble percepción acerca de lo que nos sucede a los padres. Actúan y
enferman por nuestros padeceres. Cambios en el colegio, trastornos del
sueño, de la alimentación, dolores de estómago, suelen ser el resultado de
malestares no identificados.
Quiero explicar lo siguiente: Los hijos tienen un “saber no sabido”, una
percepción que es solo la sensación de un conflicto que está allí, pero que
no saben de dónde proviene. Esto es mucho más doloroso y angustiante que
saber la verdad de lo que ocurre. Imaginen un dolor físico inespecífico que
nos persigue y “acompaña” durante un tiempo sin saber de qué se trata. Es
terrible, porque no podemos ponerle palabras al malestar. En cambio, el
peor de los diagnósticos tendrá algún tratamiento. Las fantasías que se
generan suelen ser mucho más terribles que, en definitiva, la verdad.
Los padres debemos hacer todo el esfuerzo necesario para contener a
nuestros hijos. Ellos son el elemento sensible a cuidar, sin embargo, no
podemos ocultar una pena que es natural, y en la mayoría de los casos,
saludable. Los adultos debemos recordar que lo que no expresamos a través
de la palabra o de la expresión, nos enferma, va directo a nuestro cuerpo. A
los hijos no les daña ver padres tristes, en cambio sí lo hace que sean ollas
de presión a punto de explotar, que estén irritables, infelices y sin
esperanza.

Propiciar que los hijos contribuyan con ideas y aporten su toque al


armado del nuevo lugar para el padre o la madre que se mude.

Es saludable que los niños sean parte activa de este proceso de cambio.
Muchos padres prefieren esperar a tener el lugar equipado para no mostrar
precariedad, pero creo que esto es un error. A los hijos les tranquiliza ser
parte de esta etapa, elegir junto a ellos los muebles, buscar colores en la
paleta de la pinturería para el nuevo lugar que será con el tiempo otra casa
para ellos.

Los padres deben definir, en el menor tiempo posible, un esquema


de visitas pensando en los niños.

En el caos natural de los primeros tiempos de la separación, los adultos a


menudo enredan a los hijos en esquemas absolutamente confusos, donde los
hijos verdaderamente no la pasan bien.
“Lunes con mamá y martes con papá. El miércoles almuerzan en la casa
de mamá y después llega la tía para llevarlos a la casa de papá que vuelve
a la noche de la oficina. Jueves por medio en la casa de papá. Viernes y
sábados con mamá y domingos con papá”.
¿Se agotaron de leerlo? Imagínense los niños. Los esquemas deben
armarse en función del bienestar de los chicos. Ellos precisan rutinas claras
y definidas, no ser pelotitas de ping-pong. Y en el momento de anunciar la
decisión les dirán:
“Papá y mamá estamos pensando de qué manera repartir los días para
que ustedes puedan estar tranquilos y no pierdan las actividades ni el
tiempo que tienen para jugar y compartir con sus amigos”.
Los padres necesitan saber que la casa de origen sigue siendo la que
habitualmente habitan. La casa nueva se transformará en segundo hogar con
el tiempo y con calma. Los hijos se la merecen.

Amigos, vecinos, terapeutas, médicos, rabinos y curas, cualquiera


menos los hijos deben ser los receptores de lo que los padres tengan
por decir respecto al otro progenitor.

Los padres deberán y sabrán mantener los detalles íntimos a resguardo de


los niños. Es importante cuidar la salud emocional de nuestros hijos. Los
pequeños no sufren tanto por la ruptura de la pareja sino por la espantosa
manera en que muchas veces los adultos ventilan sus miserias, dejándolos
como rehenes del conflicto que deben solucionar los adultos. Traiciones
vividas, viejos o nuevos dolores, lo que fuere: los adultos deben mantener la
prudente reserva respecto a todos aquellos datos que pueden dañar a sus
hijos. Ellos no tienen que tomar partido, los precisan a los dos, los aman a
ambos en la gran mayoría de los casos. Los padres deben preservar a los
hijos de todos aquellos comentarios que quedan grabados a fuego en sus
cabecitas:

“Tu madre me arruinó la vida”.


“Tu padre/madre es lo peor que me pasó”.
“Anda a pedirle a tu padre que te dé dinero, que se lo da todo a la otra”.

No, por favor, se los suplico, ¡no lo hagan! Estas frases literalmente
rompen el aparato psíquico de los hijos, y a pesar de que los terapeutas
intentamos reparar las cicatrices, les puedo asegurar que estas permanecen
por los siglos de los siglos. Nuevamente les digo a los padres: la separación
no es para los hijos una terrible noticia si se la maneja con criterio.
Conversando sobre el armado de este título con un querido amigo que
acaba de pasar hace unos meses por el trance de la separación, después de
un matrimonio de varios años y dos niños pequeños, le pedí aportes desde
su experiencia reciente. Me respondió: “Yo seguí tus consejos, y la verdad
es que todo fluye, y del tema hablamos muy poco con los chicos”. Me
alegró mucho por él —debo aclarar que mis palabras no son un método,
sino el resultado de mi experiencia profesional en este tema— y refuerzo la
convicción de que siendo los adultos ordenados, nada grave debiera pasar
en las cabecitas de los niños. Lo que ellos precisan es que los padres
mantengan la parentalidad compartida, eso no se diluye con la separación
de la pareja. Al contrario, muchas veces funcionan mejor como padres
después de separados, ya que se mueven sin la tensión y la angustia de tener
que mantener viva una historia que se apagó hace tiempo.
Seamos claros, concisos, manejemos la emocionalidad con criterio
adulto, y estaremos educando hijos que en el futuro podrán disponer de
herramientas para pisar esta tierra con la sana intención de ir tras sus
sueños. Maravillosa y compleja tarea tenemos los padres. Difícil, pero no
imposible.

¿Cómo te explico que la muerte existe?


Domingo al mediodía, almuerzo familiar. Los chicos —cinco años el
mayor, meses el bebé—, los abuelos maternos y los padres de las criaturas.
Ruido de platos y cubiertos, música de fondo. La vocecita del niño rompe el
bullicio:
—Papá, ¿extrañas mucho a tu papá que se murió?
El hombre no pudo seguir comiendo, con lo mucho que le gusta el asado.
Jamás había hablado con su hijo sobre de la muerte de su padre, dado que
es un tema que él todavía no tiene resuelto, a pesar del paso del tiempo, ya
veinte años. Quiso hacerlo algunas veces, pero nunca había encontrado el
momento adecuado. Dos cosas le pasaban: por un lado, temía ponerse a
llorar y no poder sostener el diálogo, por otra parte, su segundo fantasma
era el temor a entristecer a su hijo. Pero aquel mediodía lo sorprendió la
naturalidad con la que el niño tiró la pregunta en medio de la reunión. Su
respuesta fue:
—Sí, lo extraño mucho.
La charla que tuvieron a los pocos días cuando decidió el padre darle a la
pregunta el valor que tenía fue maravillosa. Su hijo preguntaba por el
abuelo, por las emociones de su padre, y además, estaba formulando un
cuestionamiento sobre el punto más álgido en la historia de la humanidad.
Inquiría sobre el tema más doloroso, más difícil de digerir, sobre el que se
construyen y destruyen teorías, religiones y poderes desde siempre. El
pequeño preguntaba sobre la muerte. Y lo hacía con una frescura que dejó
congelado a su padre.
Los niños ven la vida de manera simple. Pueden preguntar, decir, sentir
de forma espontánea. A medida que vamos creciendo nuestro mundo
anímico se complejiza. Construimos muros, mecanismos de defensa,
represiones, diques, escondemos sensaciones y disimulamos tristezas. Ellos
ven la vida con absoluta simpleza; los grandes, en cambio, la hacemos
gradualmente más difícil.
Este padre habló con su hijo y le dijo:
—Extraño mucho a mi papá. El abuelo murió muy joven por una
enfermedad que los médicos no pudieron curar. Si no se hubiera
enfermado, ¡sabes todas las cosas que hubiera hecho contigo! Le hubiera
encantado leerte cuentos a la noche para que te duermas, te hubiera jugado
un montón de partidos de paleta en la playa. Cuando yo era chico, durante
las vacaciones, jugábamos hasta que se ponía el sol. Te hubiera ayudado
con matemáticas en el colegio, algo que a mí me cuesta tanto. Él era muy
ordenado, así que tendríamos guardadas todas las fotos y videos desde que
tú naciste. Lo extraño mucho, y me da bronca que se haya muerto tan
joven.
Su hijo lo abrazó, y él sintió un alivio enorme. Pudo presentarle al
abuelo, pudo transmitir algo de su padre, aunque él ya no estuviera. El
abuelo ausente se hizo presente en el relato a su hijo.
Los padres no queremos que nuestros hijos sufran, claro que no.
Queremos que sean felices, muy felices. Y la idea de la muerte es la herida
más profunda en el ser humano desde que el mundo es mundo. Las plantas
mueren, las mascotas mueren y los seres humanos, también. ¿Cómo hablar
con nuestros hijos de la finitud, desde dónde acompañarlos para que puedan
gestionar la idea de que no somos inmortales?
Tengo dos grandes amores además de mis dos hijos: Gala y Uma, mis
perras. Cachorra una, de tres años la otra. Sé, claro está, que los perros
viven mucho menos que los humanos. Y confieso que más de una vez
jugando con ellas, compartiendo momentos, me atraviesa una profunda
congoja imaginando que voy a tener que despedirlas en algún momento. Y
por eso las disfruto cada día, por eso juego con ellas, las cuido, las mimo y
las reto también. Porque la muerte existe, disfruto de la vida, o al menos lo
intento.
En la tira de Charly Brown, Carlitos le dice a Snoopy:
—Algún día nos vamos a morir.
Y el perrito le responde:
—Sí, pero no todos.
Y de eso se trata.
A los hijos nos toca la dura tarea de acompañar a nuestros padres en los
últimos momentos de sus vidas. Ellos nos trajeron al mundo, nosotros los
despedimos. En la lógica, en el deseo, cuando sean viejitos, muy viejitos.
Otras veces, como en el caso del padre del relato, de manera muy temprana.
Y ahí cuesta más, ahí se hace duro, muy duro. Los hijos deberán enterrar a
sus abuelos, a sus padres, a sus mayores. Los hijos preguntan, de una u otra
forma, de manera directa, espontánea, sin anestesia, como este pequeño, o a
través de sus dibujos, de sus sueños y de sus juegos. Los padres debemos
estar atentos para dar las respuestas que ellos precisan, ni más, ni menos.
Construyamos algunas ideas para poder darles a nuestros hijos una
mirada y una palabra que los acompañe en la difícil tarea de entender que la
muerte existe. Veamos cómo hacerlo:

Respondamos a sus preguntas.

Así de sencillo, y a la vez, así de complejo. Como dije anteriormente, no


somos bomberos ni obstetras, el padre del relato pudo tomarse algunas
horas y después sentarse con su hijo para contestarle. Y esa charla fue
saludable para ambos. Muchas veces los adultos evaden sin darse cuenta
momentos de confrontar con las preguntas angustiosas de los hijos. Por
miedo, por no saber qué decir, por lo difícil que es encontrarse con las
propias emociones también… Por eso, si no sabemos qué decirles en el
momento, podemos sencillamente enunciar: “Déjame que lo piense. Dame
un tiempo y luego lo hablamos, ¿sí?”. Una respuesta así no dañará a
nuestros hijos. Por el contrario, la falta de respuestas, los vacíos frente a sus
inquietudes, sí pueden lesionar su capacidad de preguntar.
Seamos cuidadosos con las teorías que elaboramos y les trasmitimos
respecto de lo que sucede después de la muerte.

Una madre me consultó acerca de su pequeña de cuatro años. La niña


sufría trastornos del sueño, y sus padres la sorprendieron más de una vez
mirando, sentada en la cama, por las hendijas de su ventana. Cuando le
preguntaron qué miraba, la niña respondió: “Quiero encontrar la estrella
donde vive mi abuelito”.
Unos meses atrás su abuelo había fallecido de muerte súbita. Aquella fue
una muerte muy dolorosa para todos, ya que se trataba de un abuelo muy
presente. Él llevaba a la niña al jardín de infantes todos los días y la cuidaba
por las tardes hasta que sus padres regresaban del trabajo. Su fallecimiento
fue un golpe tremendo para la familia. Los padres, frente al dolor de esta
pérdida, le dijeron a la niña que su abuelo seguiría cuidando de ella desde
una estrella. Y allí estaba la pequeña, tratando de identificar desde cuál de
todas ellas su abuelo la cuidaría. Creo que los adultos tenemos que ser
claros en nuestros decires, más allá de cualquier creencia filosófica o
religiosa. Es necesario que les expliquemos que no van a volver a ver a la
persona que murió. Ahora bien, respecto de la pregunta que nos desvela
como al resto de la humanidad: “¿Dónde está ahora el abuelito?”, los
padres podrán responderles si quisieran desde sus creencias, pero con una
formulación que no deje dudas ni abra posibilidades en las cabecitas de los
niños. Una respuesta posible es: “Está en el cementerio”. Allí podrán ver la
tumba o la urna. En lo personal, una de las formas que más me convence, es
decirles: “Está adentro de ti, en tus recuerdos, en lo que te dio y en lo que
tú pudiste darle”. De alguna manera, esto también es cierto.

No queramos tener respuesta para todo, los padres podemos NO


saber.

Frente a las preguntas acerca de por qué a veces mueren los niños,
podremos hablar de lo cruel e injusto del destino, si quisiéramos. Que los
hijos tengan que pasar por la muerte de sus mayores está dentro de lo que
esperamos. De ninguna manera queremos considerar que sean los mayores
quienes entierren a los más pequeños. La explicación desde la fe religiosa
podrá ser una alternativa en aquellas personas que así lo sientan. Cuando no
hay respuesta, también podremos responder simple y dolorosamente con un
abrazo o un “no sé”, y con nuestra tristeza, que en la empatía con nuestros
niños también se genera.
Una vez más, los adultos, no escondamos nuestra tristeza. Recuerdo que
una pequeña de siete años me decía en la sesión: “Mi mamá llora mucho
estos días, está muy triste, extraña a mi abuelito. Yo le preparo tostadas con
dulce y le hago mimos en el pelo, porque a ella le gusta mucho. Yo también
lo extraño”. Nada tiene de malo en los tiempos normales de los duelos
manifestar nuestro sentir frente a nuestros hijos.
Como filosofía de vida y como doctrina en lo profesional, suelo decir:
“Porque la muerte existe, vivamos. Porque no somos inmortales,
eduquemos a nuestros hijos para que sean adultos apasionados, hombres y
mujeres que ‘honren la vida’. Contagiemos pasión, que la vida vivida sea de
la mejor calidad que podamos construir. Lo mejor que podemos hacer por
nuestros hijos para ‘compensar’ de alguna forma la existencia de la muerte
es mostrarles padres ‘militantes’ de la vida y de la salud.”
Mi hijo estaba muy angustiado a sus ocho años por mi condición de
fumador. Yo fumaba diariamente en aquellos tiempos casi dos atados de
cigarrillos, ¡un disparate! Un día, Ignacio, me despertó llorando: “No
quiero que mueras de cáncer por esa porquería que fumas”. Ahí entendí
que estaba haciendo las cosas doblemente mal. Por mí, ya que me estaba
dañando, y por la angustia irreparable que le generaba a mi hijo. Así fue
como decidí dejar de fumar. Me costó mucho, pero lo logré. Y es una de las
tantas cosas que le agradezco a mi hijo, aunque lamento haberlo hecho
pasar por ese trance.
No podemos evitarles a nuestros hijos que sufran, porque la muerte
existe. Pero sí podemos allanarles el camino y el sufrir respecto de ver
cómo los adultos nos complicamos la vida. No es poco, ¿no? Mostrarles
que podemos decidir saludablemente, tomar caminos y decisiones que nos
hagan bien, mostrarles que crecer está bueno, que ser grande no es un
castigo, que el paso del tiempo puede —y debe— sumar experiencia y no
agregar pesares en cada día. Entonces, la idea de la muerte pesará un poco
menos, porque estamos haciendo del vivir un tiempo bueno para disfrutar.
Porque mañana puede ser tarde, entonces vivamos, sin dudarlo, con la
menor cantidad de miedos que podamos, vivamos. Y eduquemos hijos para
la libertad, con la palabra, con la pasión y la esperanza, y así la vida tendrá
otro sentido y la idea de la muerte será algo más liviana de soportar. Ni más,
ni menos.

¿Cómo te explico que el dinero no alcanza?


“Los caminos de la vida
no son lo que yo esperaba,
no son lo que yo creía,
no son lo que imaginaba.

Los caminos de la vida


son muy difícil de andarlos,
difícil de caminarlos,
y no encuentro la salida”.

Los caminos de la vida,


Vicentico

“Sentadito en el suelo jugando con tus autitos,


y no entiendes, pero sabes que algo pasa.
Estoy cansada hijo, el día no me alcanza,
el dinero tampoco.
Tengo las cuentas arriba de la mesa y
no sé cómo voy a hacer.
Tú no tienes la culpa, pero lo sufres.
Llego todos los días con mal humor, y tú lo sufres.
De lunes a viernes, y vuelta a empezar:
cansada, con pocas ganas de hablar, de jugar,
de pasar tiempo lindo contigo.
Te contesto mal…
Te pido disculpas, y no alcanzan para nada,
pero te las dejo.
La mayoría de la gente es buena gente en este país,
pero los pocos deshonestos que hay
nos arruinan la vida a muchos.
¿Cómo te explico? ¿Cómo te convenzo de que crecer puede estar bueno si
nosotros la estamos pasando tan mal?
A papá lo echaron del trabajo,
no sé cómo vamos a pagar las cuentas.
Yo sigo trabajando, pero el negocio cada vez
da menos ganancia.
¿Tú sabes lo que es la inflación?
No, claro que no, si solo tienes tres años...
¿Cómo te explico que trabajamos toda la vida
y hoy no sabemos si vamos a tener casa dentro de poco?
Que a lo mejor tengamos que ir a vivir con los abuelos.
Que a papá le duele el pecho por la noche,
y yo tengo mucho miedo que se muera
de lo mal que lo está pasando.
Que este mundo no es justo.
Que te compraría todos los alfajores que me pides,
si no fuera porque ese dinero me sirve para comprarte la leche, y para las
dos cosas, no alcanza.
Cómo te explico que cuando vamos juntos al súper
mi cara cambia cada vez que agarro el mismo queso
que ayer pagué cien y hoy sale casi el doble.
Que no quiero esto para ti.
Que voy a luchar como una leona, y tu papá como un león.
Pero a veces no tengo fuerzas, y nos apoyamos uno con otro, y somos el
mejor equipo que podemos ser,
pero no sabemos si alcanza.
Y te miro con tu inocencia y lloro, bajito para que no me oigas, pero sabes,
sabes que algo pasa.
Y te quiero, te amo, y tu padre también,
pero no alcanza, también tienes que comer, vestirte,
ir al pediatra, y dormir calentito en invierno.
Y eso cuesta dinero. Y te amo, y me da bronca, impotencia, tristeza. Me da
miedo, miedo de no poder más.
Mucho miedo”.

Palabras más, palabras menos, esta mujer y madre, con sus cuarenta años,
llora y desde el diván me cuenta este diálogo imaginario con su pequeño de
tres años. Y remata:
“Somos la primera generación que está peor que sus propios padres. La
historia de la humanidad se trata de superar a los mayores, y no… Son
ellos los que nos tienen que hacer el cuartito en el fondo para que volvamos
a vivir a la casita de los viejos”.
Y los libros no me alcanzan. En general, a mí que me sobran palabras,
pero escribir estas líneas me cuesta, me entristece. “Me duele el país”, decía
Mafalda, y lo mismo digo yo.
Siempre afirmo que los padres tenemos que lograr no taponarle la
posibilidad de sufrimiento a nuestros hijos, porque en la vida se sufre.
Tenemos que enseñarles a que puedan gestionar el dolor. Sufrirán por amor,
en algún momento de sus vidas serán lastimados. La distancia entre lo que
sueñan y lo que les sucede realmente será más o menos grande. Las cosas
no siempre salen como esperamos. Verán morir a sus abuelos y también a
sus padres. Y eso duele, desgarra, pero es parte de lo esperable, de una u
otra forma nos vamos preparando para la muerte de quienes amamos. De
una u otra forma tendremos recursos para digerir el hecho de no ser
elegidos por aquellos que deseamos que lo hagan, pero me cuesta poner en
palabras cómo acompañar a los padres para que puedan gestionar con sus
hijos la falta de trabajo, la angustia real, cruel, de vivir en un país
imprevisible.
No tener trabajo no porque no se busque, no porque no se sea idóneo, no
porque no se quiera trabajar, sino porque la crisis atraviesa de manera
despiadada, injusta y canalla la historia argentina. Tenemos un país
grandioso, rico, y la gente pasa hambre, y cada vez es peor, y cada vez más
es doloroso.
Viajo gracias a mi trabajo —y soy muy afortunado por ello— por cada
una de las provincias de mi Argentina, y veo chicos con hambre, veo padres
que quieren y no pueden, y cada día son más. ¿Cómo tramitar con los hijos
estas amargas verdades? Muchos padres eligen el silencio, y guardan el
conflicto puertas adentro del dormitorio. Y los hijos saben, no entienden,
pero saben que hay algo que está mal. Ven a sus padres tristes, preocupados,
y tramitan el malestar como pueden, hacen síntoma, se enferman, sufren sin
saber por qué.
Los papás necesitamos saber que “saber” tranquiliza. Lo más prudente,
en estos casos, es decir la verdad. Ya sea que el papá, la mamá o ambos se
hayan quedado sin trabajo, deben hacerles saber a los hijos que harán lo
posible por conseguir otro empleo. Quizás sea necesario cambiar de colegio
y recortar gastos, pero lucharán juntos. Los padres no deben tener
vergüenza. Ese sentir debería ser de otros, y no lo es…
Recuerdo el caso de un paciente. Este joven profesional había perdido su
trabajo, y como estaba avergonzado de mostrar a sus hijos pequeños su
“fracaso”, durante semanas se fue de su casa “como si fuera a trabajar” al
mismo horario en el que salía antes de perder el empleo. A la noche, volvía
a la misma hora de siempre. En el transcurso del día, en bares como oficina,
se dedicaba a buscar trabajo. Un día, su hija mayor llamó a su vieja oficina,
y entonces se enteró de lo sucedido. No somos menos como padres si
nuestros hijos saben de una situación como esta. La imagen no se cae, no se
derrumba. Son los tiempos que corren…
No vivimos en Suiza o en un algún país de aquellos en los que no tener
trabajo no es parte de la triste coyuntura, sino responsabilidad de quienes lo
sufren. En nuestra querida Argentina la falta de empleo es moneda
corriente. Lo que abunda es la escasez, y ¡cómo duele! A pesar de los
pesares, hay cosas que podemos hacer. A continuación les dejo una serie de
ideas para que podamos gestionar con nuestros hijos situaciones como
estas:

Frente a la crisis, las redes de contención son el mejor antídoto.


Sufrir en soledad es la peor forma de sufrir.

Construyamos puentes, nadie debe estar solo en situaciones como esta.


Es cierto, a esta sociedad le falta empatía, pero les aseguro que la gente
buena sigue siendo más.

Los hijos tienen que ser parte de la economía de tránsito. Por


supuesto, sin angustia, y con la calma de que el timón está a cargo
de los padres.

Que sepan que hay cosas que ahora no son posibles, pero que los padres
están sanos y decididos a buscar soluciones. Los papás necesitamos quitar
el dramatismo a las situaciones difíciles. Duele, sí, pero la vida sigue.

A los adultos se nos permite mostrar la tristeza.


La tristeza es una emoción esperable en situaciones de crisis como esta.
Somos seres humanos, esto es obvio, pero muchas veces los padres
esconden su sufrimiento de manera exagerada. Deberemos moderar los
detalles y las cuestiones que están fuera del alcance de los hijos, pero de
ninguna manera esconder completamente nuestro dolor como si no pasara
nada.

Reforcemos la idea de equipo.

Los hijos más grandes a veces pueden aportar —y mucho— en cuanto a


estrategias creativas. Una de las películas más conmovedoras que vi en los
últimos tiempos fue “El niño que domó el viento”. La historia tiene lugar en
Malaui, África. Bajo el gobierno de un dictador, los pobladores de una aldea
mueren literalmente de hambre. Los que pueden emigran, los que no,
sobreviven. Un niño tiene una idea brillante que cambia el destino de su
gente. Basado en una historia real, este es un relato maravilloso de trabajo
en equipo, de valientes que rompen grietas y dejan las miserias individuales
de lado.
Los grupos de poder en nuestro país, lejos de trabajar por la gente, miran
sus ombligos. Como resultado, tenemos un país grandioso, pero
empobrecido por la codicia de unos pocos. Lo digo una vez más, la enorme
mayoría es gente linda que no merece lo que sucede. Hagamos bloques,
formemos redes, pongamos palabras a la crisis. He aquí una pequeña
historia:
El águila es la especie de ave que más tiempo vive, unos setenta años. A
los cuarenta tiene el gran desafío de su vida: el pico se le curva, las garras
ya no le sirven para aferrarse a los peñascos, las alas ya no son lo que eran.
Sin su capacidad de cazar, no come, y si no come se muere. Tiene dos
opciones: dejarse morir —cosa que claramente no hace— o reinventarse.
En lo alto de la montaña, con la poca fuerza que le queda, el águila
construye un nido. Ahí se instala. Y comienza a golpear su pico contra la
ladera de la montaña. Con el dolor que esto debe significar, el pico cae. Con
el pico nuevo que crece al cabo de unos meses, se arranca las garras. Le
crecen garras nuevas, y con estas se arranca las alas. Entonces, pico, garra y
alas nuevas, se echa a volar y vive treinta años más.
Hoy, en mi querida Argentina,
a todos los que queremos que esto cambie,
a todos los que soñamos con un país
como el que nos merecemos,
a todos hoy nos toca ser águilas.

Caja de herramientas para padres

Hablemos de lo que tenemos que hablar. Evitemos secretos


innecesarios, pongamos palabras a los grandes temas del vivir.
Tomémosnos tiempo para responder. Recordemos que no somos
bomberos, ni cirujanos, ni socorristas, somos padres.
Ejercitemos la parentalidad compartida, vivan los padres juntos o
separados. Nuestros hijos precisan discursos uniformes en relación a
los grandes temas del vivir como así también a lo cotidiano.
No tengamos miedo al fluir de nuestras emociones, nuestros hijos
aprenderán que tiene padres sensibles, y eso, lejos de debilitarlos,
los fortalecerá.
VII

Transitar la adolescencia, un desafío difícil pero


no imposible

“Mi seguridad no alcanza


Una lanza abrió un costado
Detrás de esta máscara
Hay un chico asustado
Quebrado
Miedo de morir
Antes de saber vivir”.

Quebrado,
Pedro Aznar

Dos afirmaciones claves para entender las épocas que corren en relación a
los hijos:

Los tiempos cambiaron, pero la esencia sigue siendo la misma.


Los hijos siempre dan señales, absolutamente siempre.

La clave está en la capacidad de los padres de decodificar y escuchar lo


que los hijos de una u otra forma expresan. Antes de iniciar un proceso
adictivo, depresivo o un trastorno alimenticio, ellos dan alertas. Mucho
tiempo antes de iniciar un proceso patológico, nuestros hijos nos hacen
saber que algo se está yendo de cauce. Saber escuchar es la clave para la
detección temprana de trastornos de la primera infancia, pubertad y
adolescencia.

La adolescencia no es una enfermedad


La adolescencia no es una enfermedad, de ninguna manera. Es un tránsito
desde la niñez hacia el mundo adulto. Un tránsito complejo, a menudo
vertiginoso, con curvas peligrosas y pendientes, un camino escarpado
repleto de lugares desconocidos y, como todo lo desconocido, asusta, y
mucho.
Los adolescentes no son apáticos, no son mudos, no están metidos para
adentro. Ellos se expresan y hablan con quienes quieren y cuando quieren.
No es como nosotros los adultos quisiéramos, tienen su propia manera.
Ellos deben pisotear amorosamente en nuestras cabezas para crecer.
La ropa de grande les queda aún grande,
y la de niños les queda pequeña.

La adolescencia se trata de ir graduando intensidades emocionales,


ecualizando la vida, ni más ni menos. Es descubrir, buscar el límite,
desafiarlo. Es cuestionar los emblemas a los que los niños se aferran para
crecer. Es derribar a los padres, para poder volver a estar junto a ellos desde
otro lugar.
Y como todo tránsito, la adolescencia puede ser un viaje hermoso o
repleto de turbulencias. Esto depende, una vez más, del piloto. ¿Dónde está
el piloto? ¿Adivinan? Los pilotos somos, claro está, los padres. Con esto
quiero decir:
Si damos señales claras para la navegación,
si somos a la vez también la torre de control
y dejamos que ellos despeguen
cobren vuelo y vayan a la aventura…
Si permitimos la autonomía indispensable
sin dejar de restringir los riesgos que atentan
contra la integridad de la nave, es decir, ellos mismos…
Si hacemos todo esto medianamente bien
el pasaje por la adolescencia pueden ser mágico.

Los adultos necesitamos entender esto: Debemos estar lo suficientemente


cerca para cuidarlos y lejos para no asfixiarlos. Si habilitamos lo preciso
para que experimenten, si permitimos que sufran y gestionen sus
emociones, entonces todo será posible. Digo, y cada vez más preocupado,
los jóvenes aseguran sentirse muy solos respecto a los adultos. Reclaman
padres. Sencillo, contundente y terrible. Reclaman padres que pongan el
cuerpo y el corazón. Padres que no negocien lo innegociable, que pongan
límites, que marquen el camino. Ellos mismos lo dicen, ellos mismos lo
piden.

Inconsciente colectivo, el riesgo de vivir sin entender


En estos tiempos que vivimos, muchas veces el ingreso a la sexualidad de
nuestros chicos comienza estando empalagados de sensaciones a las que no
pueden poner palabras, porque, como dije, su cuerpo está preparado, pero
sus cabecitas no. Los tiempos son particulares, contradictorios. Los chicos
suelen quedarse en lugares de los que debieran salir para poder crecer, y
entran temprano a situaciones para las que aún no están preparados. Viven
un empacho de erotismo que no pueden decodificar.
El avance tecnológico y su incorporación a la vida cotidiana son
estímulos que impactan en la subjetividad de los jóvenes generando altos
niveles de exposición personal. Las redes sociales se convierten en espacios
de interacción muchas veces indiscriminada, sitios donde desnudan cuerpos
y almas. La posibilidad de compartir experiencias pareciera no tener
límites. En tiempos de vértigo virtual, los procesos son abolidos por la
ansiedad de la concreción inmediata. Es tarea de los adultos ayudarlos a
sincronizar sus hormonas con los tiempos saludables desde lo emocional.
El inicio de las distintas fases del desarrollo se acelera, demorándose de
manera preocupante la salida de los últimos estadíos. La adolescencia se
demora, pero se extiende cada vez más. Los procesos de crecimiento,
armado de proyectos económico-afectivos y demás anclajes en el mundo
adulto se corren y dificultan.
La ansiedad de muchos padres para ver concretada una genitalidad plena
y efectiva —en sus hijos varones especialmente— hizo que en otras épocas
impulsaran el debut sexual de sus niños con prostitutas. Actualmente, el
vértigo y la hipererotización han hecho lo suyo, de manera tan tóxica como
esas viejas y, a mi criterio, poco saludables costumbres.
Debemos ayudar a nuestros hijos a que logren “empastar” cuerpo y
mente para que el encuentro sexual sea entre dos personas y no entre dos
cuerpos que solamente conectan desde lo hormonal, a veces de manera casi
animal. Demos referencias claras. Los chicos dan señales, preguntan, y
necesitan que desde las funciones paternas y maternas dejemos mojones a la
vera del camino para que sean verdaderos dueños de sus historias y no
repliquen lo que la coyuntura marca. ¡Que no den pasos más largos que los
que sus pies les permitan!
El lugar que ocupamos los padres para ellos va cambiando a medida que
crecen, y eso nada tiene que ver con el amor. O quizás sí, porque nos aman
y los amamos tenemos que gestionar la relación de maneras distintas. Lo
que antes les parecía maravilloso de nuestras habilidades y virtudes, hoy los
espanta, es así.
Un paciente me contaba que su hija esperaba todas las noches que él
tomara la guitarra y cantara para sentarse a su lado. Hoy la niña tiene
dieciséis años y cuando su padre desenfunda el instrumento escapa
sigilosamente para su habitación.
Otros tiempos, otros intereses, el mismo amor. Entenderlo puede ser la
diferencia entre una relación armoniosa con nuestros hijos adolescentes o
un martirio insostenible de angustiosas tensiones no gestionadas.

El despertar sexual
“Ale, una compañera del colegio me mandó una foto medio desnuda. Me
invita a su casa, está sola, los padres se fueron de viaje. A mí me dan
muchas ganas, pero también miedo, mucho miedo…”. Medía un metro y
medio, y tenía apenas catorce años. Desde el diván me pedía ayuda. Y por
supuesto, la tuvo. Ese día fue directo desde mi consultorio a su
entrenamiento de básquet en el club.
A esa edad yo jugaba a “Verdad Consecuencia”10 o a “La botellita”11. Y
cuando bailábamos lento lo hacíamos con los brazos extendidos y tensos
como distancia inexorable con nuestra pareja de baile. Si en “Verdad o
consecuencia” tocaba “consecuencia”, a lo sumo podía indicarse un beso
“prudente” en la mejilla, la boca no era ni remotamente una opción. Nos
transpiraba el rostro, y nuestros corazones latían fuerte y tan rápido como
podían. Salíamos del horror de la dictadura: la desnudez de los cuerpos era
cosa prohibida, las revistas eróticas —y ni hablar las de pornografía—
venían tapadas en sugestivos plásticos negros. Nuestros bailes eran los
famosos “asaltos” en el garaje de alguna casa o en la terraza de la casa de
un compañero. Los varones llevábamos alguna gaseosa para beber y las
niñas algo para comer. Jugábamos a descubrirnos, en nuestro tenso y calmo
erotismo naive12, exultante y temeroso. Mientras nos descubríamos, el
fantasma del VIH acechaba. Eran tiempos complejos, pero en verdad,
¿cuáles no lo son? En 1983, finalmente, regresó a Argentina nuestra querida
y anhelada democracia.
Casi cuarenta años después, los tiempos y los juegos han cambiado, pero
la esencia es la misma. Los chicos de hoy no juegan a “Verdad o
consecuencia” ni a “La botellita” y los cuerpos desnudos en todas sus
variantes pueden verse sin censura alguna a través de las redes sociales. Los
chicos “juegan” sin nada de ternura y, lejos de lo naive, lo hacen muchas
veces cerca del horror La despersonalización del encuentro íntimo con el
otro me produce mucha tristeza. Hoy no juegan, viven un “como si” fueran
grandes, pero no con afecto, galantería y delicadeza. Actúan lo más
descarnado de una adultez sin tapujos, límites, ni tabúes. Saltan de los
autitos y las muñecas al vértigo sin fin ni sentido. Corren con los tiempos de
las hormonas, pero desoyen los de su maduración emocional. Así, los chicos
juegan con un riesgo que desconocen.
Más allá de embarazos claramente no deseados, contagio de
enfermedades de transmisión sexual y HIV entre tantos riesgos, lo que
queda al desnudo, además de los cuerpos, es la inocencia. Lo que queda
desprotegido son las cabecitas de estos jovencitos y jovencitas que siguen
los designios de los impulsos hormonales, del mandato grupal y cultural,
para los cuales no tienen herramienta alguna para poder procesar lo que
viven. Niñas que ofrecen sexo oral a cambio de tragos en los boliches y la
virtualidad como vidriera, la importancia del encuentro entre cuerpos queda
muchas veces reducida a la simple satisfacción.
Si tengo vergüenza y soy tímido, entonces me emborracho e
inmediatamente me desinhibo. Si la excitación sexual es la urgencia, pues
entonces tengo que resolverlo rápidamente: no con la autosatisfacción
propia de la adolescencia, sino con encuentros desprovistos de afecto y en
el marco del frenesí. Esta cultura de la inmediatez que propicia la urgencia
y la utopía de la satisfacción inmediata como premisa da como resultado
niños puro principio de placer, frustración y capacidad de espera CERO.

¿Me ayudas a no drogarme?


Hace unos años una pareja me consultó acerca de su hija de diecinueve
años. Les pregunté a sus padres respecto a qué temores tenían en relación a
su hija. Su mamá respondió: “Tengo miedo que sea adicta”.
En la primera entrevista con la jovencita, esta deja el sillón en el que se
sientan mis pacientes frente a mí, toma una silla, se pone a mi lado, y me da
su celular. “Lee, por favor. Esto es lo que consumo”, dijo.
En su teléfono había un archivo donde describía las diferentes sustancias
psicoativas que consumía desde hacía varios meses, con cantidades y
diversidad creciente.
Como habitualmente ocurre, había comenzado fumando marihuana.
Luego fue sumando otras sustancias con un nivel de peligrosidad altísimo.
Éxtasis, cocaína y algunas más, con frecuencia casi diaria en los últimos
meses. Sin conocerme, me estaba pidiendo ayuda. Sus padres no habían
podido ni sabido, hasta ese momento, de qué manera frenar su ímpetu
autodestructivo. Los psicólogos estamos alcanzados por el secreto
profesional, la famosa confidencialidad, pero esta deja de tener vigencia
cuando la vida de nuestros pacientes o de terceros está en juego. En el
trabajo con adolescentes esta cuestión es esencial.
Cualquier situación riesgosa que evalúo, más allá de lo que el paciente
diga o afirme, me exime de la confidencialidad. En esa ocasión le expliqué
mi posición a la muchachita, quien entendió y asintió, no sin temor a la
reacción de su familia. Apenas la joven dejó el consultorio, llamé a sus
padres para comentarles la situación y citarlos a una entrevista urgente.
Horas más tarde llegaron al consultorio. Apenas terminé mi relato,
súbitamente, la madre explotó en furia. “¡Rompiste la confianza de mi hija!
¡Esto amerita una mala praxis!”, exclamó.
No cabía en mi asombro. Miré al padre, quien, avergonzado, trató de
explicarle a su esposa que nada tenía que ver esta situación con la
confianza, y que se trataba de un acto de responsabilidad profesional.
Le expliqué a la señora que su miedo se había hecho realidad: su hija era
adicta, tal como ella temía. Frente a esta declaración, ella respondió que yo
era muy “fundamentalista”. Me costó entender el nivel de negación de esta
madre, pero al mismo tiempo comprendí inmediatamente las causas de la
enfermedad de su hija.
Lo cierto es que no volví a tener noticias de esta familia. Lo lamenté
mucho por la hija, que quedó en el más absoluto desamparo, dentro del que
ya estaba, indudablemente.
Aprovecho este relato para plantear un tema que me preocupa, y con el
que lidio con frecuencia. Existe una corriente de profesionales que desde la
salud mental no evalúa el consumo ocasional de marihuana en jóvenes
como algo tan preocupante. Plantean una reducción del daño en este
aspecto, esto es, intentan a través de la terapia que el paciente reduzca en la
medida de lo posible el consumo de esta droga. En mi caso, el único
modelo que comparto es el abstencionista, la marihuana en jóvenes es
compleja, toxica e innegociable. En ese sentido soy, como me decía aquella
madre ofuscada, un “fundamentalista”.
Los chicos son como hojas al viento, y la marihuana
modifica el estado de conciencia y puede ser
un camino en la cornisa.

Para que haya un adicto en una familia es imprescindible que haya padres
que no pueden oír lo que los hijos tienen por decir. Esta chiquita tardó
varios años en llegar al punto en el que la encontré, y aun así, la negación
de su madre la privó de la ayuda que ella misma pedía.
Una adicción es un proceso gradual. Los chicos nos dan a los adultos
señales suficientes. Nos tiran el humo de sus cigarros en la cara, y si no
podemos darnos cuenta de ello, ¡pobres los hijos, entonces!
Los padres niegan porque se angustian
con la enfermedad de sus hijos, porque tienen miedo,
porque no pueden ver que a “sus nenes” también le pasa. Y la negación consolida y
fortalece la adicción,
que es justamente la ausencia de palabra.

Cuando un hijo enferma de una patología adictiva, está cargando la


mochila de la patología familiar, es portavoz, un triste portavoz. Antes de
transformarse en un adicto dio señales suficientes de que algo no andaba
bien. En mis charlas para padres utilizo un video como disparador en el que
se pueden ver dos equipos que se pasan una pelota en una habitación. Un
equipo viste casaca negra, y el otro, casaca blanca. La consigna consiste en
que los padres cuenten los pases que hace el equipo blanco. La respuesta
correcta es “quince”, pero eso no es importante. En medio de la escena, una
persona disfrazada de gorila irrumpe en el ámbito, se golpea el pecho y
cruza la habitación. Luego de preguntar por la cantidad de pases que cada
uno contó, interrogo respecto a si todos vieron el gorila. Muchos padres
pueden verlo, mientras que otros no, porque están atentos “solamente” a la
consigna.
Con nuestros hijos, como sucede en el video, muchas veces, mientras
contamos la cantidad de pases que hace el equipo blanco, se nos pasa un
gorila por delante y no lo vemos. Preocupados porque repunten sus
calificaciones, mantengan en orden sus dormitorios o presten más atención
al aseo personal, se nos pueden pasar por delante cuestiones realmente
graves. Por eso repito, una vez más: afortunadamente, los hijos siempre,
absolutamente siempre, nos dan señales.

Límites, sentido común y curiosidad infantil


Los niños pequeños tienen un impulso que es parte natural de la evolución,
el impulso a descubrir, a avanzar hacia el conocimiento. Se llama, y suena
como una enfermedad aunque no lo es, “epistemofilia”. La tarea de los
adultos es acotar estos embates de curiosidad infantil generándoles caminos
hacia el descubrimiento y al mismo tiempo privándolos de los peligros en
los que pueden incursionar. Hablo de límites. Si un pequeño de dos años
siente el impulso irrefrenable de experimentar con los enchufes de su casa,
los adultos pondrán freno a esta intención sin dudarlo. Seguramente no
expresen: “Que haga su experiencia, si se va a electrocutar que sea en
casa”. Los adultos deberán proceder de la misma manera cuando estos
pequeños se transformen en jóvenes. Sostengo la hipótesis de que los
adolescentes enferman en las adicciones, trastornos negativitas desafiantes,
alimentarios, depresiones juveniles y otras patologías por ausencia de
respuestas necesarias de parte de los adultos a cargo.
Saber escuchar lo que los hijos tienen para decir y dar cuenta de esto es
un desafío en el que los adultos como cuerpo social estamos en deuda. Sí,
tenemos toda esa responsabilidad, y esto significa que tenemos mucho por
hacer.
Gran parte de mi devenir profesional transcurre en debates y ejercicios de
orientación a padres que se no se encuentran preparados en relación a la
conducción de la crianza de sus hijos. La orientación a familias es esencial
en estos tiempos. El trabajo con adolescentes no es complejo, de ninguna
forma. Es cierto que la adolescencia es una etapa compleja, pero también es
muy simple de ser leída si, más allá de los prejuicios, los temores y las
tibiezas, estamos dispuestos a escuchar lo que los chicos dicen.
Los hijos dan señales siempre.
Estemos atentos, tratemos de entender.

El arte de hablar con un hijo adolescente


Los adolescentes no hablan cuando los padres queremos. Lo hacen cuando
ellos lo deciden. Por otra parte, no soportan los discursos interminables —y
lo bien que hacen—, por lo que conviene que seamos concisos y precisos en
el decir. Ellos tienen un especial sensor para detectar nuestras
contradicciones y nuestros quiebres en el discurso. Cuando estoy en modo
multitasking, mi hijo menor suele decirme: “Escúchame”. Y si percibe que
no tengo plena atención en lo que me está diciendo, me repite:
“Escúchame, por favor”. Su énfasis me vuelve al eje, me descentra de mi
ensimismamiento y me conecta con la situación que él propone y precisa. Y
así es. Los hijos proponen y precisan de nosotros, ni más ni menos.
A menudo, dado que los padres también somos seres humanos, nos
corremos del punto en el que tenemos que estar parados como tales.
Necesitamos saber que si no entendemos las señales que ellos nos dan
dejaremos puertas abiertas para que busquen en el afuera y en las “muletas
del crecer” lo que no encuentran en nosotros. Si no estamos a la altura de
las circunstancias los estaremos dejando sencillamente solos, con todo el
riesgo que esto implica. Podemos aprender mucho de ellos si bajamos
nuestras varas de exigencias. Muchas veces sobredimensionamos
situaciones que son, en la perspectiva del corto plazo, más que menores.
Disfrutemos de nuestros hijos adolescentes, pongamos ternura en
situaciones en las que habitualmente nos enfurecemos. Entendamos que son
pequeños chihuahuas con disfraces de rottweiler. Están tratando de crecer, y
nos precisan allí..., cerca para cuidarlos y lejos para no asfixiarlos.
No seamos pares, seamos padres, y démosles lo que ellos precisan:
tiempo, flexibilidad, amor y límites. Con esos ingredientes, les aseguro, no
puede fallar.
Los hijos no huyen, solo vuelan, y allí nos precisan.
Caja de herramientas para padres

Señales a las que debemos estar atentos


A medida que los chicos crecen, cambian. Pero los cambios genuinos,
saludables, los que suman en el camino del vivir, son graduales, parte de
procesos, y no de un día para el otro. Esta es la razón por la que debemos
estar alerta si alguna de las siguientes situaciones ocurre:

Cambio repentino de grupo de amigos. Deja de ver por completo a


su entorno habitual, y “de repente”, sus amigos son todas caras
nuevas.
Modificación abrupta de su aspecto personal.
Pasa mucho tiempo en el baño después de las comidas.
Se encierra en su habitación más de lo habitual.
Se realiza tatuajes, piercings u otras marcas en el cuerpo de manera
impetuosa e inconsulta.
Baja su rendimiento y calificaciones en el colegio de manera
repentina.
Cambia hábitos de higiene abruptamente.
Se muestra agresivo de manera constante, contesta de mal modo o
presenta cualquier otro cambio pronunciado en su carácter.

En este punto es importante diferenciar los cambios naturales de humor


de los adolescentes de aquellas modificaciones sustanciales en los ánimos
de nuestros hijos que puedan ser indicio de un trastorno que no puede ser
verbalizado.
Recordemos que estas manifestaciones conductuales son a menudo la
forma en la que los hijos piden la ayuda que no están en condiciones de
pedir de la manera más saludable, es decir, hablando. Lo que no se
verbaliza se actúa de distintas formas, y a ello debemos estar atentos,
aunque sin obsesionarnos, sin enloquecernos, y sobre todo, sin
transformarnos en espías ni hackers de nuestros propios hijos. Somos
padres, y la confianza es un elemento esencial en la relación con ellos. Por
eso, construyamos este puente desde el diálogo y el disfrute compartido en
lo cotidiano y no desde el miedo ni el control extremos. Estas actitudes
restan en el vínculo y no aportan nada bueno.

Ejercitemos el “NO”.

Digamos “NO” a nuestros hijos a aquellos pedidos que lo requieren.


Recordemos que nuestros hijos precisan cuidado y límites. Enseñémosles a
ellos también el ejercicio del “NO” cuando lo necesiten como escudo y
freno a la presión de sus pares, por ejemplo.

Evitemos la trampa del “todos lo hacen”.

Como padres, nosotros no debemos jugar el juego del miedo, porque


nuestra tarea es, justamente, marcar la diferencia. Si nuestro hijo es el único
que no va a una fiesta que consideramos peligrosa, no es porque lo dejamos
solo, sino, sencillamente, porque lo cuidamos.

Hablemos de sexualidad con ellos.

Hoy nuestros hijos tienen una enorme cantidad de información a través


de las redes sociales e Internet, pero cada generación sabe un poco menos
acerca de lo que tiene que saber. De la libertad, del placer responsable, de
eso, saben muy poco. Es lo esencial, y a nosotros nos corresponde
educarlos.

Respondamos sus preguntas sin miedo.

Dejemos prejuicios, tabúes y mandatos de lado para poder conectar


realmente con lo que nuestros hijos precisan.

No respondamos lo que no sabemos.

Podemos hacerles saber que buscaremos información seria y confiable


para canalizar sus inquietudes y la compartiremos con ellos.

Prestemos atención a las señales que nuestros hijos nos dan.


Especialmente en la adolescencia es indispensable que estemos
pendientes a las señales que nos dan. Hagamos uso del concepto de la
atención plena. Las distracciones pueden pagarse caras en este momento de
la crianza.

Construyamos momentos para compartir.

Busquemos los lugares de encuentro de acuerdo a los intereses de


nuestros hijos, y no solamente pensando en los nuestros.

Seamos estrictos en los límites esenciales en esta etapa de crianza.

Lo que no pudimos gestionar cuando eran niños hagámoslo ahora.


Después, ya será tarde.

Perdamos el miedo a que sufran, a que no tengan lo que quieren


“YA”.

Eduquemos para que nuestros hijos sean capaces de tolerar la espera y la


frustración.
No se trata de que vuelvan “los lentos” ni de que jueguen a “Verdad
Consecuencia”. Se trata de que dejemos las tibiezas y nos determinemos a
educar a nuestros niños. Hagamos de ellos seres libres, plenamente libres.
Que disfruten de su vida y su sexualidad de manera responsable. No tengo
ninguna duda de que, entre todos, podemos sumar para que ellos vuelvan a
ser chicos y nosotros, adultos que acompañan su camino del crecer.
DISFRUTEMOS de esta etapa maravillosa de la vida de nuestros hijos.
Observemos con deleite cómo nuestros pequeños comienzan a abrir sus alas
para prepararse a volar… ¡Difícil, pero no imposible!
. También llamado “Verdad o castigo” en Perú y “Verdad o atrevimiento” en España, es un juego en
el cual los participantes eligen entre responder con sinceridad una pregunta, por lo general muy
personal, o cumplir un desafío estipulado en ese momento. El juego es muy popular entre los
adolescentes, quienes lo usan como medio de flirteo.

. Juego de adolescentes en el que los chicos y chicas forman un círculo, alguien gira la botella, y las
dos personas señaladas por la boca y la base de la botella se tienen que dar un beso.

. En inglés, ingenuo, inocente, cándido.


VIII

“El reino de los padres tibios”

“Era una pibita re tranquila,


andaba consumiendo porquería.
Y en el colegio cayo la policía,
se dice que es re manija13,
pero solo necesita compañía”.

La pibita,
Gabriel Nazar - Sasha Nazar

¿Qué no estamos haciendo los adultos que los ojos de nuestros chicos no
brillan? Veo miradas desafiantes que esconden tristeza profunda y pedido
de ayuda. No confundamos los padres “confrontación” con “autonomía”.
Nos necesitan de pie, con la llama vital flameando vivida y los brazos
prestos para el abrazo, aquello que no nos pueden pedir pero que
necesitan.
Me preocupan los hijos de padres tibios...
¿Recuerdan el axioma del arte de enseñar a nuestros hijos a andar en
bicicleta? Cerca para cuidarlos, lejos para no asfixiarlos. En una
oportunidad, dando una charla en la provincia argentina de San Luis, le pedí
a un padre que estaba allí que nos contara cómo fue el proceso de
aprendizaje que tuvo con su hijo acerca de este menester. Recuerdo que me
respondió:
—Sencillo: me fui a una barranquita que tenemos por acá, y al segundo
día con la bicicleta lo afirmé arriba, le dije: “Hijo mío, ya es hora”, y ¡solté!
Aprendía o aprendía…”.
Un método extremo el de este hombre, casi al límite de una mala praxis
paterna.
En estos últimos tiempos, algo está sucediendo con las generaciones de
padres a los que llamo “padres amorosamente tibios”. Desde el amor, y
verdaderamente no dudo que este sea el motor de cada uno de sus actos, y
sin saberlo —a diferencia de este padre puntano que tenía un plan—, están
soltando a sus hijos barranca abajo desde la ausencia absoluta de algunos
límites necesarios y desde el estado de resignación de que “así son los
tiempos en los que les toca criar a sus niños”.
Padres amorosamente tibios, padres que han bajado los brazos y miran
cómo sus hijos los desafían replicando la apuesta y pidiendo límites cada
vez más complejos de tramitar. Me preocupan los hijos de padres tibios. Me
preocupan y me ocupan. Armemos redes y guardemos la impotencia en el
ropero. Es tiempo de levantar miradas y escuchar señales.
Actualmente hay muchos padres que delegan autoridades,
que transfieren lo esencial del ser padres: poner el cuerpo, poner el alma. Sin inmolarse
claro, pero la tibieza no está permitida en el ejercicio de la crianza.

Les comparto, a modo de ejemplo, una de las situaciones que en mis casi
treinta años de profesión me impactó más en el ejercicio de orientación a
familias. Mientras estaba dando una charla para la comunidad educativa, un
hombre, con su celular en mano —nunca había levantado la vista del
aparato en toda la actividad— y actitud desafiante, me dijo: “Yo en mi casa
tengo un indoor (sic)”. Lo miré asombrado. Mi cara delataba claramente mi
ignorancia respecto a qué era lo que este señor tenía en su casa.
Rápidamente me explicó que se trataba de un invernadero de cannabis, un
cultivo de estas plantas puertas adentro. A lo que agregó de un modo
provocador después que yo enunciara los motivos por los cuales NO
negocio con el consumo de cannabis en los jóvenes: “Si mi hijo va a fumar,
que sea algo bueno, que no se arruine la salud”.
Esto sucedió hace algunos años, sin embargo, a lo largo de este tiempo
escuché varios argumentos similares, y aunque ya no me asombra,
ciertamente me horroriza, me preocupa, pero no puedo y no quiero
naturalizarlo.
Recientemente, en mi consultorio escuché una frase demoledora de un
hombre desesperado, es decir, con lo que la ausencia de esperanza significa:
“Yo no puedo hacer absolutamente nada si ella me golpea. Si respondo con
la misma moneda, terminamos en una pelea callejera. ¿Esa sería la
indicación? Ya va a crecer, y podremos llevarnos de otra manera”.
Estas fueron las palabras de un padre que recibía castigos corporales de
su hija adolescente, quien, furiosa, descargaba impotencia y pedía a gritos
que los adultos recuperaran el mando perdido. Hija tirana, padre rehén,
padre tibio; y sufre él, sufre ella.
Los límites alivian, no son ni deben ser penitencias, castigos, revanchas, ni nada que se
instrumente desde lo punitivo, son medidas de cuidado.

La sobreprotección genera una dependencia y una modalidad de vínculo


que, a veces, suele ser riesgosa. Los chicos saben, saben mucho más de lo
que los adultos nos damos cuenta, simplemente, a veces nuestra atención
está en otro lado.

Endulzar el crecimiento sin allanar el sufrimiento


Limitar, intervenir, ordenar, contener, endulzar… Palabras clave,
estructurantes de la educación de los hijos; palabras que muchos padres han
relegado en favor del “vale todo”. Confieso que en lo profesional estoy algo
hastiado de lidiar con padres facilitadores de lo difícil, de dimensionar las
esquirlas que las “no intervenciones” de los adultos dejan en nuestros
chicos.
Una vez más quiero hablarles a esta generación de padres amorosamente
tibios que, por miedo a que sus hijos sufran, por temor a su enojo, por no
contradecirlos argumentando que “ya tendrán tiempo de sufrir”, habilitan lo
inhabilitable, negocian lo innegociable.
Comenzaban las clases en distintos establecimientos del país. Una madre
me contó horrorizada que los compañeros de su hijo de séptimo grado
habían organizado su UPD. El UPD es el “último primer día de clases” que,
hasta ahora, era prebenda absurda y signo de nuestros tiempos de los
estudiantes del último año del colegio secundario. Pero ahora, los pequeños
niños también se lo han adjudicado. Con la venia de sus padres, han hecho
pintadas en el patio del colegio, han asustado a los estudiantes más
pequeños, han roto un vidrio en una especie de guerra símil paintball en el
salón del establecimiento. Y frente al requerimiento de esta madre, las
autoridades respondieron: “Es un festejo inocente”.
Mi capacidad de asombro, lamentablemente, se extiende cada vez más, y
quisiera que la perplejidad se active por las cosas bellas de la vida y no por
el horror de la inacción de los padres. En el mismo día, una madre me
regaló el relato de una costumbre alemana: “el Schultüte”. En Alemania,
cuando los niños empiezan el primer día del colegio primario, los padres les
preparan un cono de golosinas y sorpresas para que los chicos liguen este
comienzo —que inevitablemente asusta— con un hecho agradable, con un
mimo, mimo de madre, mimo de padre, confites, dulces, el azúcar del
amor... Los chicos entran al colegio con su Schultüte y lo abren. Allí, tienen
que esperar a que termine la jornada para desarmar el cono. En este caso,
los niños van transitando el camino del crecer no desde el “vale todo”, sino
desde la bienvenida amorosa de sus mayores.
Sencillamente, me pregunto: ¿Podremos los adultos, en lugar de ser
cómplices de la anestesia de nuestros hijos, habilitar, proponer, intervenir
desde el endulzar el crecimiento y no desde el allanarles el sufrimiento?
Podemos acercar —y esto es válido— un mimo, un abrazo, un cono de
golosinas para que nuestros niños, adolescentes y jóvenes transiten las
dificultades de cruzar etapas de una manera “acolchonada”, pero no
podemos, y ciertamente no debemos —aunque como cuerpo social lo
estemos generando— interceder en el camino natural y saludable del crecer,
que implica enfrentarse a las dificultades, maniobrar con los conflictos,
sufrir por no poder evitar la tristeza y el temor de ir avanzando, y así pasar a
la siguiente etapa.
Cada vez más estoy preocupado como padre y como profesional al ver
tantos padres condescendientes. Porque miran sin ver, propongo Schultütes
para nuestros niños. Sugiero que repensemos adónde nos estamos parando,
porque quienes sufren, quienes reciben el impacto, el eco de nuestra
inacción, son los mismos a quienes queremos cuidar. Hagamos, pensemos,
armemos redes saludables, el momento es ahora.

Los hijos coquetean con la muerte con la autorización firmada de los


padres
Que un niño de dos años se lleve cosas a la boca, eso es normal.
Que uno de cinco años se golpee jugando en una plaza, claro que es
normal, y hasta saludable diría, porque el que juega y corre se lastima de
tanto en tanto, esa es la única manera de crecer.
Que niños de once años no ordenen su cuarto, por supuesto que ocurre, y
seguirá ocurriendo. Los hijos no se preocupan por mantener el orden hasta
que crecen y se apropian de sus responsabilidades y quehaceres.
Que muchachitas y muchachitos de trece quieran encerrarse en su
habitación es lógico, están creciendo y precisan de cierta intimidad.
Ahora bien, que chicos y chicas de quince, dieciséis, diecisiete años estén
al borde del coma alcohólico, eso jamás, ni hoy ni nunca, debe ser normal
y aceptado como inevitable.
Estamos negociando con la salud de nuestros chicos. Existen padres de
brazos caídos que expresan frases como: “yo no estoy de acuerdo, pero
todos lo hacen”; “así son las cosas ahora, los chicos toman desde temprano,
yo hablé con mi hijo y le pedí que se cuidara”; “si igual toma, todos toman,
¿o no sabes que hoy todos los chicos toman alcohol? Si de todas formas lo
va a hacer, que sea en casa, controlado. Yo mismo me encargo de ir al
supermercado y comprar solo bebidas de buena calidad”.
Uno de los fenómenos sociales más peligrosos de estos últimos tiempos
es el de las fiestas de egresados de los chicos al final del colegio secundario.
Los adolescentes concurren a estas fiestas a coquetear con la muerte, y lo
más grave es que van con la autorización firmada por sus padres.
Embanderados en el miedo a crecer, se enfrentan al peor de los enemigos,
que es ese que se menosprecia, el que se da por débil y controlado; afrontan
riesgos difíciles de mensurar; salen a buscar el límite, y lo más triste, es que
a veces lo encuentran. Hablo de la exogamia riesgosa —exo: “afuera”;
gamia: “familia”—. Hablo salir del mundo de ser niño “eligiendo” vivir
situaciones en donde si sale bien será una anécdota para contarle a los
nietos, pero si sale mal… Hablo de fiestas de egresados, de lo mucho que
asusta crecer, y de la manera en que los chicos enfrentan esto: con la mirada
resignada y hasta cómplice a menudo de los padres. Y les hablo a ellos, a
los adultos que miran sin ver.

El mundo del disparate, el reino del descontrol


No hay alcohol en los locales donde se celebran las fiestas de egresados,
dado que los estudiantes son menores de edad, y está prohibida la venta de
bebidas alcohólicas a los menores. Eso dicen, pero en el reino de la
hipocresía las cosas se resuelven de alguna manera. Todo el alcohol que sea
posible imaginar está en “la previa”, trampa perversa avalada por los padres
que legitiman amparados en la “trampa del todos lo hacen”.
Los locales bailables acompañan los criterios de protección legal para
evitar juicios y perjuicios. Los estudiantes “previan” —sí, han creado un
verbo para referirse a la antesala de la fiesta—, y tratan en ese ritual de
tomar todo lo que puedan, porque van contra reloj. Para “las previas”
buscan casas “habilitadas” para el alcohol, y si no lo consiguen, las llevarán
a cabo en alguna plazoleta oscura. Comprarán las bebidas con dinero de los
padres, claro está, porque los chicos todavía no trabajan, son estudiantes.
Los padres les dan dinero y advierten que deben usarlo “juiciosamente”: “Si
van a tomar alcohol, háganlo con prudencia, miren que les puede hacer
mal”. Esta exhortación es, claramente, un disparate semejante a decirle a un
niño de tres años: “Te dejo esta bolsa de caramelos, come solamente tres,
¿sí?”. Por supuesto que al cabo de unas horas la bolsa estará vacía. Un niño
no puede todavía tener noción del riesgo y del “privarse”. Un adolescente
pulseando por crecer, tampoco. Quiero ser claro: los chicos no toman
alcohol por el gusto de hacerlo, como puede pasar con un adulto que
compra una botella de buen vino o un licor que le apetece para degustarlo
en una ocasión especial. Ellos toman para lograr el efecto deseado —
emborracharse, perder prejuicios, soltar inhibiciones— en el menor tiempo
posible, porque los chicos hoy no saben esperar. Y las vergüenzas, los
miedos, los “no puedo” con el alcohol y con otras sustancias se diluyen
rápidamente.
Para los adolescentes el encuentro cara a cara es difícil de enfrentar,
asusta, y el alcohol es una manera “eficaz” de combatir estos miedos. Y los
padres lo saben, y minimizan el consumo y los riesgos de la marihuana,
entre tantos otros disparates. El sentido de “las previas” es poder prepararse
para la diversión, y la manera es intoxicándose y perdiendo temores. Los
jóvenes en estos tiempos no conciben otra manera de lograrlo.
Culturalmente el alcohol se ha convertido en “el camino de lo fácil y
seguro”, sin medir riesgos, claro está. Una vez que “la previa” termina, en
la puerta del local bailable, los patovicas14 testean el estado de los chicos
antes de entrar. Si están muy alcoholizados (“quebrados”), quedan afuera,
por resguardo de la responsabilidad legal del establecimiento, o a lo sumo
van a la enfermería. Lo cierto es que para muchos la fiesta termina, muchas
veces, antes de empezar.
Son nuestros chicos... y como profesional y padre que soy, me da profunda tristeza y me
preocupa que no los estemos cuidando.

Pero como si todo esto fuera poco, “las previas” tienen otros
condimentos. Uno de ellos son las peleas entre estudiantes de diferentes
colegios. El día del evento los chicos son “los dueños de casa”, y como
tales, ese día invitan a chicos y chicas de otros colegios a su fiesta. Esto me
parece muy bien, y lo digo sin ironías, sin embargo, el problema es que muy
frecuentemente el escenario de la fiesta es aquel donde se intentan
“resolver” viejas rencillas pendientes entre grupos de diferentes colegios.
Los conflictos los resuelven a piedrazos y botellazos. Los chicos que no
participan de todas maneras esperan ese momento como si fuera la pelea de
fondo de una velada de boxeo. Por supuesto que esto transcurre puertas
afuera del boliche, con lo cual, los chicos quedan en la calle a horas de
madrugada expuestos a múltiples situaciones de riesgo.
Otra modalidad en algunos grupos sociales es alquilar quintas o
residencias, habilitando en muchos casos la “canilla libre”, lo cual se
equipara a ponerle un revólver en la mano a un infante. Los padres
acompañantes van unas horas, y después los hijos quedan a merced del
destino. No puedo dejar de sorprenderme con la inacción de algunas
comunidades de padres.
Recuerdo que en una ocasión, mientras daba una charla taller en el
interior, una de las madres me comentó su preocupación porque en ese
preciso momento los chicos estaban en la ruta, trasladándose de una
localidad a otra en sus pequeñas motos, y la “costumbre” era que mientras
viajan, llevan un tanquecito con Fernet y bebida cola para ir bebiendo a
través de una manguerita. ¡Aquello era una conducta suicida! ¡No podía dar
crédito a lo que me contaba!
Acabábamos de ver un video de una campaña de prevención de las
adicciones. Tenía ganas de decirles: “Suspendemos la charla ahora. ¡Vayan
YA a buscar a sus hijos!”.
Nos toca ser padres en tiempos complicados,
¡pero no nos resignemos!
Como frutilla del postre, los estudiantes suelen llegar a la fiesta en micros
alquilados, los “party buses”. Descontrol sobre ruedas. En muchos casos
los últimos tragos del alcohol se toman allí.
Hay mucho para hacer, mucho y difícil, pero de ninguna manera es una
batalla perdida. Algunos pueden pensar: “Este hombre exagera, en la
mayoría de las fiestas nada terrible sucede”. Y tal vez así sea, pero que por
año un chico muera o quede con lesiones de por vida por accidentes a causa
del consumo de alcohol y sustancias psicoactivas, a mi entender, es mucho.
La fiesta debe ser exactamente eso, una fiesta,
y no una cornisa en donde nuestros hijos hacen equilibrio.

Nuestros chicos precisan que estemos allí cerca para cuidarlos, nada ha
cambiado aunque así parezca. Son pichones que precisan aún de una mirada
adulta, amorosa y responsable.
Lo he dicho muchas veces, estamos frente a una generación de padres
“amorosamente tibios”. Subrayo el “amorosamente” porque no se trata de
falta de amor sino de herramientas para enfrentar los desafíos que los
tiempos y nuestros hijos nos plantean.
¿Y si deja de quererme?
Creo en mi experiencia que los padres sueltan riendas mucho más de lo que
debieran por un temor oculto a que sus hijos dejen de prodigarles amor.
Suena raro, pero es así. A menudo temen plantarse amorosamente firmes
frente a sus hijos por miedo a perder su cariño. Las cabezas afirmativas
cuando en las charlas pregunto a este respecto validan esta hipótesis.
Ciertamente, muchos padres tienen miedo a que sus hijos se enojen, se
frustren o sufran.
La suma de todos estos miedos da como resultado padres amorosamente
tibios en un rincón e hijos que los desafían en el lugar y en el momento que
no tienen que hacerlo, y que se quedan tiesos cuando deben accionar y
pararse firmes. Nuestros hijos no dejarán de querernos si hacemos las cosas
bien y si los cuidamos. Tal vez se vayan unas horas, pero volverán, porque
necesitan de nuestros límites que son amor, prudencia y refugio, aunque a
menudo les dé mucha bronca e impotencia. Sí, ellos aprenderán.
Aprenderán ni más ni menos que a crecer.

Los padres deben saber…


Hoy los chicos tienen mucha información sobre la marihuana, de hecho
hacen un triste doctorado a distancia en cultura cannábica a través de
diferentes sitios de Internet. Los que no están pudiendo estar a la altura de
las circunstancias son los padres.
Cuando en mis charlas a padres pregunto: “¿Estamos todos de acuerdo en
que no es normal ni natural que nuestros chicos consuman marihuana?”,
sigue un silencio que impacta. La respuesta tarda en llegar. Los brazos se
levantan tímidamente, dubitativos, como por efecto de suponer que la
respuesta esperada es la afirmativa, pero en muchos casos intuyo que no es
sincera. Y me apena, me preocupa. No podemos, no debemos, de ninguna
manera naturalizar que nuestros niños consuman marihuana ni ninguna otra
sustancia psicoactiva. Como padre, como profesional de la salud, se me
pone la piel y carne de gallina cuando oigo, veo, convivo con padres que
bajan brazos, sin ser conscientes que lo hacen y se alinean con la cultura pro
cannábica.
La otra opción es entender y admitir que sus hijos tienen un problema
con el consumo de drogas, y que los padres somos parte de este. La
negación, una vez más al servicio de la patología adictiva, pero esta vez es
un fenómeno no singular e individual, sino cultural. Y esto lo hace más
complejo.
El consumo de marihuana ya es legal en muchas partes del mundo. Sin
embargo, les explico a mis pacientes que el fumar marihuana de tanto en
tanto, con amigos, de forma social, es similar a pasear por una cornisa
ancha en un primer piso: nadie se va a matar si se tropieza y cae, pero sin
dudas se romperá algunos huesos. Nunca nadie puede saber si en algún
momento de su vida las circunstancias lo llevarán a dejar de manejar lo que
hasta ese entonces estaba “dominado”. El cannabis es una sustancia
psicoactiva, genera alto grado de dependencia, y los peligros son muchos y
graves, no solo por las consecuencias de un exceso en el momento que
pueda generar una desestabilización en lo orgánico, sino por el riesgo
cierto, y minimizado generalmente, de un pasaje rápido del “yo lo manejo”
a instalar un cuadro adictivo, cuyo tratamiento y rehabilitación es un
camino de ripio, frente a la alternativa de una ruta de amplios carriles.
Tristemente, el inicio de la adolescencia está cada vez más acompañado
por diversas sustancias psicoactivas, el alcohol a la cabeza y la marihuana
ganando posiciones. Y no nos olvidemos del tabaco, que si bien no es
psicoactivo, tiene efectos devastadores.
El imaginario colectivo se centra en que “la previa” es respecto a la
fiesta, a la noche, lo que la elongación es a la actividad física. Pero, para los
jóvenes, “la previa” no es otra cosa que encontrarse para
“desencontrarse”, porque en ella subyace la idea del alcohol como
antesala obligada de la diversión. No obstante, nada de eso ocurre. Es
cierto que el alcohol tiene efectos desinhibidores, pero así como nadie se
convertirá en un asesino que no es solo por embriagarse, tampoco mutará en
un latin lover por el mismo hecho. Somos lo que somos, y lo que tenemos
oculto podemos y debemos destrabarlo de formas más saludables que
introduciendo sustancias en nuestros cuerpos.
El propio hogar como institución segura es una construcción que se
cimienta desde los padres. Cuando era pequeño jugábamos a la mancha. Al
tocar una pared gritábamos “¡CASA!”, y ya estaba, nadie podía hacernos
daño. La casa debiera ser el lugar donde podemos vivir nuestras alegrías
con total intensidad, bailar si queremos, cantar sin vergüenzas, estar
enojados, todo allí debe ser seguro y posible dentro de lo saludable. La casa
debe ser refugio y templo. Esta es la razón por la que afirmo que es una
pésima idea pensar a la propia casa como un lugar habilitado para las
“transgresiones en un entorno controlado”.
En el tratamiento de las patologías adictivas, en aquellos países en los
que hay consumo de opiáceos, por ejemplo, la política sanitaria es darles a
los adictos sustancias alternativas menos tóxicas que las de base para paliar
los daños que la heroína, por ejemplo, causa. Les dan metadona, que es más
benévola que la droga que consumen, porque la abstinencia en estos
pacientes adictos durante años es casi imposible de lograr. Pero este es un
escenario muy distinto al de adolescentes que comienzan a coquetear con el
alcohol por presión de pares, por sentirse grandes, por jugar a ser intrépidos.
Por favor, no repitan los padres modelos tóxicos, ¡no lo hagan!
Una muchachita me contaba con mucha tristeza que su padre, resignado,
le decía: “No voy a poder hacer nada para que no fumes, pero al menos
fuma cosas buenas, yo te doy el dinero”. Hay papás que afirman: “Es mejor
que mi hijo cultive en casa sus plantitas de cannabis, así no fuma cualquier
porquería”, y algunas mamás sugieren: “Que hagan ‘la previa’ en casa, así
de paso les hago esa torta que tanto les gusta”. Una triste radiografía de
estos tiempos…
NO confundamos, por favor, las cuestiones esenciales de ser padres.
Cuidemos y digamos “NO” las veces que tengamos que hacerlo. NO
habilitemos la exogamia riesgosa en el crecer de nuestros hijos. NO
dejemos que la propia mirada omnipotente y todopoderosa de la
adolescencia los gobierne. Los consultorios psicológicos se pueblan de
padres arrepentidos, con una conciencia tardía de lo que tendrían que haber
hecho.
Que la palabra circule, que nuestros hijos se enojen si tienen que hacerlo.
Tendrán dos trabajos: enojarse y desenojarse, como dicen las tías…
Que los padres cuiden. Si hay algo peligroso y lo advierten, que digan “NO”, y ahí
plántense, amorosos y firmes.
Que los padres sean padres, hoy y siempre…

La pasión que no podemos transmitir a nuestros jóvenes, el entusiasmo


que les debemos a la hora de mostrarles el camino hacia el mundo adulto,
muta en estos tiempos por placer líquido, por panaceas etéreas, por
anestesias al miedo de dar el salto desde el confort de ser niño.

Juegos de muerte, el juego del miedo. Nos siguen pegando abajo


Hace unos años, todos supimos acerca de un triste fenómeno llamado
“Juego de la ballena azul”. La ballena azul existe y tiene entidad fuera del
ámbito de los mares porque hubo, hay y habrá adultos perversos en este
mundo enfermo, pero también porque existen adultos que miran sin ver y
niños en sombra. Esta última causa es la que sí podemos y debemos
cambiar. No es en estas líneas que leerán acerca de la ballena azul. Mucho
se habló en aquel entonces en medios gráficos, televisivos y radiales. Todos
sabemos que fue un juego siniestro, ideado por mentes enfermas, y
potenciado por la capacidad de viralización de las redes sociales.
No voy a preguntarme cómo no fue prohibido, ni cómo la ingeniería
informática no detectó responsables. No dejaré flotando la pregunta de
cómo es posible que pasen estas cosas, pero sí quiero que tratemos de
entender qué podemos hacer nosotros, los adultos, los padres, los
profesionales y los docentes para cuidar a tiempo a estos chicos que son
invitados al horror y van como soldados desarmados.
Actualmente escucho medidas que se implementaran desde los distintos
ámbitos —educativo, gubernamental, etc.—, y me pregunto por qué, por
qué llegamos siempre un poco tarde. Nos siguen matando chicos, y
nosotros, a veces, mirando sin ver... Y no porque no queramos, sino porque
en la era de lo multitasking15 estamos tan ocupados en lo urgente que se nos
escurre lo esencial. Lo digo siempre: los chicos no nos escuchan todo el
tiempo, pero no dejan de mirarnos, y a veces esta mirada no les retorna
como ellos necesitan. Siempre hay señales antes de que lo grave suceda,
indicios que dan cuenta de que algo terrible puede ocurrir.
Existen una serie de rasgos que se potencian en la adolescencia,
momento de la vida ciertamente maravilloso y complejo:

La omnipotencia propia del ser humano


La vivencia de fragilidad
La excesiva dependencia de la mirada del otro
La intensidad extrema en el sentir

El adolescente no tiene matices, para él todo es blanco o negro, norte o


sur. El término medio no existe: o bien siente la felicidad más profunda o
bien experimenta el sufrimiento más espantoso. Un adolescente pasa natural
y normalmente del éxtasis por lo fantástico de la vida a una congoja
profunda en la que teme y siente que su mundo puede derrumbarse.
En la adolescencia es peligrosamente común el pasaje al acto. Esto es, en
lugar de tramitar y gestionar una estrategia para resolver lo que lo aqueja, el
adolescente actúa y toma decisiones impulsivas, de esta manera, corre
riesgos que muchas veces lo colocan al borde de la muerte. Por favor, sin
más lápidas que nos lo recuerden, entendamos que el reto adolescente es
tomar distancia de la mirada primordial de los adultos que lo acompañaron
desde su nacimiento. Romper los límites es el patrón, y si no hay miradas
cercanas que acompañen estos límites, el resultado puede ser trágico. El
gran desafío es poder estar lo suficientemente cerca como para cuidarlos,
pero lo suficientemente lejos para no desampararlos.
Hace unos años, en las redes sociales se puso de moda un “juego”
llamado NekNomination en el que los jóvenes se filmaban bebiendo alguna
bebida alcohólica —cuanto más fuerte y extraña, mejor—, y nominaban a
amigos a hacer lo mismo. Hubo varias muertes por sobredosis y coma
alcohólico, hasta que por fin los adultos tomaron los recaudos para que deje
de circular. ¿No aprendemos más?
Siempre digo a mis pacientes y en las charlas a los chicos, que se animen
a correr riesgos, pero riesgos saludables. El riesgo de amar, el de
apasionarse por un proyecto, de equivocarse por convicción sana.
Cuando hablamos de vivencia, de fragilidad, es importante marcar que la
construcción de la personalidad se da fundamentalmente en los primeros
años de vida, y hay una etapa esencial que va desde la pubertad hasta el
final de la adolescencia —en los últimos años, por motivos que no vamos a
detallar aquí, la adolescencia cada vez comienza más tempranamente y
termina en forma más tardía—.
Nuestros chicos son especialmente sensibles a la mirada del otro, y estos
otros somos los adultos y son sus pares. Cuanto más podamos los padres
desde los primeros años ayudarlos a construir una autoestima —la relación
con uno mismo sólida, fibrosa y fuerte—, mayores defensas tendrán frente a
los embates de los grupos de pares.
En las redes sociales se multiplica geométrica, exponencial,
demencialmente la posibilidad de lastimar y hacer daño. Un adulto bien
plantado en su eje posee herramientas para defenderse de la mirada
cuestionadora del otro y tiene el juicio crítico suficientemente instalado
como para poder diferenciar aquellos retos que son saludables de aquellos
que tienen que ver con lo mortífero.
El adolescente paga, por la presión de sus pares y por el precio de
pertenecer a un grupo precios altísimos e irracionales simplemente, para no
“quedar afuera”. Muchos chicos viven situaciones de índole sexual que de
ningún modo elegirían vivir o prueban sustancias que no escogerían probar
por la única prebenda de ser invitados a formar parte de un grupo.
Este juego perverso, demencial, juego del miedo, maquiavélico y
siniestro tiene como eje estos pilares de la adolescencia en donde el desafío
es ver cuán valiente se es, de cuánto se puede ser capaz. Si se trata de
medir fuerzas, el adolescente es siempre tentado por esta propuesta.
Todos los adultos tenemos una conciencia más o menos relativa de
nuestros límites. En mi caso en particular, por ejemplo, no podría
inscribirme para correr en una maratón que se llevara a cabo dentro de unas
semanas, porque sé que a los cinco kilómetros tendría que ser retirado en
una camilla. Si quisiera hacerlo, tendría que entrenar durante varios meses,
dado que mi estado físico y deportivo no es el óptimo para poder participar
en un evento de tales características. Un adolescente, en cambio, ante el
desafío de ser inscripto en una maratón y cuando sus amigos le dicen: “A
ver si tú te animas” —y mucho más si esto es desde las redes—, con mirada
desafiante diría: “¡Claro que sí! No me toques el orgullo, ¡yo voy a poder!”.
Rápidamente se entusiasma ante la posibilidad de un triunfo que lo lleve a
la cima, y se expone corriendo riesgos que van mucho más allá de lo que su
cabeza y su cuerpo le permiten. Hablamos de la omnipotencia adolescente,
de no medir riesgos, de pensar que puede mucho más. Hablamos de que se
creen inmortales cuando juegan y coquetean con nada menos que la muerte.
“Yo lo manejo” es la frase por excelencia del adolescente. “Quédate
tranquilo papá, quédate tranquila mamá, yo tomo, pero lo manejo. Sé lo que
hago. Yo me se cuidar”, dicen. Y es mentira: no saben cuidarse. Todavía
son chicos, son chicos grandes, chicos a los que la ropa de adultos les va
holgada y la ropa de niños les queda ajustada. Atraviesan una etapa de
transición compleja en la que necesitan más que nunca la mirada de los
adultos.
Una vez más repito: desde los inicios, desde que son pequeños, desde que
empiezan a dar los primeros pasos, los padres debemos estar lo
suficientemente cerca para cuidarlos y lo suficientemente lejos para no
asfixiarlos.
Un adolescente que llega al suicidio dio infinidad de señales antes de
terminar con su vida, señales que los padres, por estar inmersos en la
vorágine del día a día, por no poder ver —no por no ser amorosos, en la
mayoría de los casos, no por no querer profundamente a este hijo—, niegan,
no interpretan, no pueden diferenciar. Los chicos dan señales que si fueran
de humo, nos asfixiarían.
Un joven me contaba hace poco que a él no le gustaba beber alcohol, por
lo que en los bailes, en las fiestas, tomaba una lata de alguna bebida
alcohólica y la paseaba vacía para que los amigos pensaran que eso era lo
que estaba bebiendo. Cuando nadie lo veía, tomaba agua del baño para
calmar su sed.
No podemos permitir que nos sigan matando a nuestros chicos. A ver si
de una buena vez revertimos esta generación de padres y adultos tibios que
miramos impávidos y después no entendemos, nos rasgamos las vestiduras
e implementamos medidas cuando es tarde.
El control parental no pasa por jaquear las contraseñas de nuestros hijos
en las redes sociales, sino por el uso saludable de la palabra. Que nuestros
chicos sepan que ante la menor cuestión que los acongoje, que los
preocupe, pueden recurrir a nosotros, que siempre tendremos tiempo de
mirarlos a los ojos, tiempo de escuchar con poros abiertos lo que necesitan
decirnos.
Cuando un chico busca en un desconocido la aprobación, aunque sea a
través del espanto —mutilarse, flagelarse, poner su vida en juego—, es
porque se siente muy solo. Los chicos no mueren por los “juegos
macabros”, mueren porque la soledad potencia todos estos rasgos de la
adolescencia que nombraba anteriormente y los lleva al extremo de querer
terminar con sus vidas para dar final al sufrimiento.
Pongamos, por favor les pido, nuestro cuerpo, nuestras orejas, nuestras
manos, toda nuestra atención al servicio de escuchar lo que los chicos
necesitan. Tomemos las señales en este complejísimo equilibrio que la
paternidad y el contacto con los adolescentes requiere, para poder escuchar
a tiempo y no cargar más con víctimas que nos recuerden que debemos
ocuparnos de cuestiones que están ahí. Nuestros chicos, lo digo una vez
más, no nos oyen todo el tiempo, pero no dejan de mirarnos.
Por favor, pensemos.
Hay un debate pendiente, serio,
profundo, desde el alma.
Y como decía el escritor francés Honoré de Balzac,
“La resignación es un suicidio cotidiano”.

CAJA DE HERRAMIENTAS PARA PADRES QUE NO SE


RESIGNAN

Armen redes saludables entre los mismos padres. Tomemos


conciencia los adultos para que los chicos no tomen riesgo. Esta es
la ecuación.
Busquen información suficiente y sólida para contrarrestar lo mucho
que los chicos saben respecto de las sustancias desde una mirada
omnipotente y sectorizada.
Piensen estrategias para que las fiestas puedan ser seguras. No
negocien lo innegociable: la salud de los chicos.
Designen padres responsables y con personalidad para que
supervisen las diferentes instancias de la organización.
Coordinen instancias de reflexión con la participación de
especialistas, si es posible, para que los chicos tomen conciencia de
los riesgos y las consecuencias del descontrol.
Detecten “líderes positivos” dentro del grupo de chicos y
fortalézcanlos para que ellos también puedan desde adentro del
grupo transmitir conciencia.

. Ser un/a manija: ser una persona muy ansiosa e intensa con ciertas cosas. “¿Te viste todas las
películas de Star Wars en un día? Sos re manija”. https://portenisima.com.ar/notadetalle.php?
notaid=56

. En Argentina, guardia de un boliche o discoteca.

. Vocablo en inglés que en español significa “multitarea”.


IX

Atreverse a soñar mirando hacia adelante

“Tarda en llegar
y al final, al final
hay recompensa”

Zona de promesas,
Gustavo Cerati

“No me dejen sola, soy grande pero no tanto.


Todavía los preciso, aunque disimule.
Quiero crecer, y como me asusta,
me escondo detrás de lo que me da seguridad.
No crean todo lo que les digo.
No me dejen hacer cualquier cosa, no bajen los brazos.
Tengo miedo, y a veces uso el grito
como manera de disimularlo.
Toda mi vida de la mano de ustedes,
o de los profes, y de repente, sola…
¿Cómo voy a saber qué es lo que quiero?
¿Cómo voy a animarme a intentar algo sin su ayuda?
Y ustedes con sus miedos... ¿Saben que me los pasan?
Los veo tan asustados con esto de que yo crezca,
y así no me ayudan.
Yo les sigo creyendo lo que me dicen,
aunque ya sospecho que no siempre tienen la razón.
Les pido que me acompañen, que me den seguridad.
Que no me dejen quedarme hecha un ovillo al lado de ustedes,
y que no tengan miedo de que vuele.
Los quiero mucho, ¿lo saben, no?”

Carta de una muchachita de dieciocho años a sus padres

Miedo a crecer
Hace varias décadas que doy distintas charlas a los jóvenes en colegios
secundarios de todo mi país, y cuando estoy con ellos les hablo del águila.
Expongo la información que compartí con ustedes en el Capítulo VI de este
libro y al finalizar les pido que, aunque tengan miedos, se animen a ser
águilas. Crecer asusta, aquí, en Shanghái o en España. Lo conocido
tranquiliza, y lo nuevo genera ansiedades y temores. Es inevitable que
suceda. El pasaje al mundo adulto les genera a los jóvenes temores
ineludibles. Los adultos podemos, entonces, acompañarlos y hacer cosas
distintas de las que habitualmente hacemos. Luego, les pido a los chicos
que escriban qué les pedirían a los adultos que hicieran para acompañarlos
en el camino del crecer. Esto es lo que responden:

Apoyo.
Seguridad.
Que nos muestren las cosas buenas del crecer, y no solo lo malo.
Que nos cuenten también lo lindo de ser grande.
Poner límites cuando corresponda (sí, los chicos piden límites).
Que hagan cumplir la ley: no podemos tomar alcohol hasta los
dieciocho años.
Que nos eduquen sobre el consumo de alcohol y drogas.
Que nos motiven.
Que sean estrictos con el uso de las redes sociales.
Que nos escuchen.
Que sean comprensivos.

Y la lista sigue…

Le pedí a una muchachita de dieciséis años que les escriba una carta a los
adultos en general pidiéndoles lo que ellos, los protagonistas de nuestra
historia, más necesitan de nosotros. Esto escribió:
“Les pido que intenten generar con nosotros un vínculo en el que
podamos mostrarnos tal como somos, sabiendo que no seremos juzgados.
Que nos ayuden a encontrar la pasión interna, ese motor que moviliza al
alma, que cura las heridas que produce la vida.
Que nos entreguen sus conocimientos para que los pongamos en duda y
busquemos nuestro camino.
Que podamos compartir momentos juntos en los que el encuentro sea
gozar una caminata, unos mates, un diálogo.
Que traten de no controlar, sí de acompañar, de guiarnos hacia un
cuidado del cuerpo, también hacia el afuera, concientizando el cuidado del
planeta, aunque solo sea evitando tirar ese papel de más que está en el
bolsillo, creando una mirada global o sacando estereotipos y mandatos
familiares.
Que nos muestren las diferentes versiones que hay de este mundo, para
que así nos encontremos con la propia, para que entienda el hombre el
lugar que habita.
Porque es así, somos ínfimos comparado con el vasto universo en el que
estamos.
Que el amor invada a cualquier vínculo que generemos en la vida. Que
inculquen historias en nuestras venas, haciéndonos cuerpos pensantes. Que
podamos elegir por estar dentro de una búsqueda constante para hallar esa
pasión”.
Los chicos dicen, los chicos piden.
Si tan solo pudiéramos oírlos...

Miedo a fracasar
Mientras escribo este libro estoy desarrollando un ciclo de charlas en la
Provincia de Neuquén, al sur de mi país, Argentina. Y estoy impactado,
realmente muy impactado, por el desamparo de los chicos y por la inacción
de los adultos. Podría agregar que también estoy enojado, pero con el enojo
no hago nada. Hay muchos que se suman a mi impresión, pero otros tantos
han bajado los brazos. Hablo de los grandes, claro está, porque los chicos
no se rinden hasta que terminan de crecer, y ahí ya es tarde. Me conmovió
profundamente una visita, la que hice al CPEM 22 de la ciudad de
Neuquén, un colegio secundario de modalidad nocturna. El día después de
conversar con esos alumnos, escribí en mis redes sociales:

“Me tocaron el corazón.


Me tocaron el alma.
Y no pude terminar el cuento del águila
porque la garganta se me anudaba.
Estaban allí, sentados en las gradas,
con sus dieciocho, veinte, treinta
y hasta treinta y nueve años,
remando en la adversidad
para terminar el colegio secundario.
Afuera, frío y lluvia. Y ellos están
no porque los padres los obliguen,
sino porque quieren.
Quieren ser radiólogos, psicólogos, abogados.
Quieren volar alto, y pelean.
Y me piden ayuda, me cuentan de su sufrir,
me regalan sus sueños.
Me dicen que van a tratar de no caer,
que me quede tranquilo,
y me tocan el alma, en lo más profundo.
Y tienen un equipo de docentes
apasionados junto a ellos
que los sostienen. Y a todos les duele el país,
pero están allá,
y les doy las gracias,
desde lo más profundo,
y les pido que se atrevan
a seguir soñando,
y les digo hasta muy pronto.

Gracias a los chicos y a los grandes del CPEM 22 de Neuquén,

por algo estamos, ¡y a vivir!”

Y hoy, algunos meses después, digo:


Los chicos nunca se rinden. En esas aulas había hombres y mujeres que
seguían intentando estudiar a pesar del sufrimiento y de las vidas que les
tocó vivir.
Quiero compartirles una pequeña historia, y cambio el nombre de la
protagonista por resguardo.
En medio de una actividad en grupos pequeños me acerqué a una mujer.
Por su manera de participar y su semblante, supuse que era docente. Le pedí
ayuda con la tarea del grupo pequeño, pero con mucha vergüenza me
respondió: “Soy alumna, la más grande del colegio. Tengo treinta y nueve
años”. Se ruborizó y me contó que quería seguir estudiando radiología. Y
me tocó el alma, y le agradezco, y la felicito por el empuje, por el coraje,
por la fuerza y por las ganas. La llamaremos Luciana, y desde estas páginas
le envío un fuerte abrazo.
En aquel colegio encontré muchos adultos con ojos brillantes. Y la
diferencia, lo distinto, está allí, en ningún otro lado. He pasado por
muchísimos colegios donde chicos de diecisiete años muestran su faceta
más abúlica, más desanimada y confrontativa, y del otro lado veía a
docentes en igual actitud: brazos caídos, resignados, esperando que las
horas pasaran para volver a sus casas, y así repetir el ciclo, el “Día de la
Marmota”, sin darse cuenta de que de esta manera la rueda gira hacia atrás.
La diferencia la hacemos los adultos. Por eso, digo una vez más: “Los
tiempos cambiaron, la esencia es la misma”.
Los chicos precisan que los soltemos desde las miradas esperanzadoras,
desde los deseos de que vuelen, desde los brazos abiertos para que vayan y
vuelvan las veces que precisen. Si hablamos de construir proyectos de vida,
el CPEM 22 es un hermoso y doloroso ejemplo de que cuando los jóvenes
son alojados, nunca es tarde. Los alumnos de esa institución han vivido de
manera muy dura, muy cruel, muy injusta. Les ha tocado remar en aguas
turbulentas. Muchos tienen problemas con el consumo de sustancias e
incluso han pasado en la calle más tiempo de lo que debe saludablemente
pasar un niño. Sin embargo, siguen luchando por aprender para construir su
proyecto de vida, a pesar de todo, a pesar de sus sueños golpeados por la
realidad, pero vivos aún. Están allí porque hay un grupo de adultos que los
recibe y les muestra que ellos pueden.
A la cabeza, Hugo, su director; Rosalía, la vice; Graciela, incansable
asesora pedagógica, y los alumnos, que no son chicos ya, que intentan, que
son águilas que tratan de reconstruirse.
¿Qué excusas pueden poner los hijos de familias que pueden brindarles
el confort necesario?
¿Qué argumentos pueden esgrimir los muchachitos y muchachitas que
desde su somier y con aire acondicionado dicen que no saben qué hacer
con sus vidas?
¿Qué razones pretenciosas pueden dar quienes desde la tranquilidad de
que nada les falta ni les va a faltar remolonean tibios en su dormitorio con
monitores encendidos?
El proyecto de vida está allí, dentro de ellos. La tarea de los adultos es
ayudarlos a desenrollarlo, darles herramientas para que desplieguen sus
sueños, sus anhelos y sus miedos también, y que vayan, que vayan por
ellos, por los que creen que serán. Es caro, carísimo, quedarse en la abulia
que les endilgamos a ellos para justificar nuestra inacción. Hay muchos
CPEM 22 en el mundo.
Millones de jóvenes invisibles que se vuelven visibles
cuando un adulto vuelve a creer en ellos.

Mitos y verdades del año sabático


“Queda prohibido no sonreír a los problemas,
no luchar por lo que quieres,
abandonarlo todo por miedo,
no convertir en realidad tus sueños”.

Pablo Neruda

“Me quedan tres meses de clases y ya soy egresado. Bueno, en realidad


recién cuando termine de rendir todas las materias que me voy a llevar.
Para el año que viene ya lo decidí, yo sé que tú no estás de acuerdo, pero
yo me hago cargo, no te preocupes. No te pido opinión, te cuento nomás. El
año que viene, descanso. ¡Me voy de mochilero por ahí! Después retomo y
estudio. Tendré tiempo para dedicarme a eso. El futuro es hoy, ¿no?”.
Desde el diván, se ríe y me mira entre tierno y desafiante. Este
muchachito de diecisiete años pretende llevarse el mundo por delante. No
se da cuenta de que tiene altas posibilidades de que el mundo se lo lleve
puesto a él. No es una buena idea tomar un año sabático justamente después
de estudiar durante catorce años, es decir, toda su vida, su incipiente vida.
Porque no se trata de un hombre o una mujer que se dispone a encarar los
últimos veinte o treinta años que le quedan por vivir, poniendo el disfrute
por sobre el trabajo. Se trata del miedo a crecer, se trata de no tomar
decisiones, se trata de posponer un futuro que asusta.
El dolce far niente (“dulce hacer nada”, en italiano) es una gran idea
cuando algo de lo básico está asentado en la estructura de personalidad,
cuando la cabeza funciona en modo adulto, rescatando la idea de que las
etapas anteriores a la adultez no debieran perderse al crecer sino más bien
sumarse. La enorme mayoría de los chicos no está preparada para
administrar la responsabilidad y la libertad de disponer del 100% de su
tiempo a piacere, después de catorce años de una estructura escolar que los
contiene, bien o mal, y les organiza sus días desde que tuvieron uso de
razón.
Una manera sencilla de resolver el miedo a crecer es decidir no decidir,
es decir, tomarse un año sabático con el simple propósito de demorar lo que
asusta, bajo el escudo de “voy a pasar un tiempo para conocerme a mí
mismo y descansar”. Yo me pregunto: ¿Descansar de qué? Si a los
diecisiete años alguien necesita tomarse largos meses por agotamiento, ¿que
nos queda a los que pasamos los cincuenta?
Posponer el momento de encontrarse con el futuro por primera vez en la
vida. Dejar para mañana lo que debieran hacer hoy. Dedicar un tiempo largo
a viajar. La aventura y el conocerse a uno mismo pueden ser maravillosos.
Pero no es el momento. ¿El mayor riesgo? Que ese año se postergue y se
transforme en tres, cinco o diez años. Es justamente en estos momentos
cuando los padres y el conjunto de adultos que de una u otra forma
acompañamos a nuestros chicos en el camino del crecer tenemos un rol
esencial. Una vez más tenemos que marcar señales en el camino de nuestros
hijos, dejar carteles que les sirvan para toda la vida, sobre todo en estos
momentos “bisagra” que se dan en el crecimiento.
Los chicos pueden equivocarse, arrepentirse, dar pasos hacia atrás y
retomar; empezar una carrera universitaria y darse cuenta que no es lo que
querían, esto no tiene nada de trágico, es parte absoluta del vivir.
Quitarse los mandatos y los preceptos que aplastan, despojarse del
miedo a fracasar es una buena manera de comenzar a elegir el próximo
paso. El próximo, no el definitivo. No mucho más que eso, dure lo que dure.
Degustar las distintas posibilidades dentro del marco de una actividad
académica o laboral, si es que no fuera la combinación de ambas, es una
posibilidad. El trabajo después del estudio es central en relación con la
generación de sus ingresos propios, aunque más no sea un espacio informal
o de pocas horas, y que no obstaculice el desempeño académico. Conozco
muy pocas experiencias en mis muchos años de trabajo en la profesión de
años sabáticos exitosos, que hayan concluido a término y no se hayan
extendido por años.
“Y si no sé qué quiero hacer, ¿cómo voy a elegir?”, dirán muchos
adolescentes. Y es cierto, es muy posible que a los diecisiete años no tengan
la certeza de que aquello que quieren estudiar sea para toda la vida. Pero
que intenten, que prueben, que transiten las aulas, que sueñen imaginándose
en un futuro cercano, no en la eternidad. Por otra parte, esta etapa es
también el momento de tomarse revancha de su propia relación con el
conocimiento. El colegio primario y secundario, en general y salvo
excepciones puntuales, estimulan muy poco el interés y el deseo de los
chicos por aprender. Y los hijos pueden más, mucho más que lo que
nosotros creemos.
Nada interesante les es ofrecido desde el desánimo de muchos docentes,
desde lo arcaico de los planes de estudio y desde la inmediatez de la
virtualidad, enemiga de los largos procesos en relación al conocimiento. El
sistema los aleja de la pasión y del entusiasmo que tienen agazapado a la
espera de que alguien los convoque. Se combina entonces la apatía natural
del período adolescente y el poco estímulo externo para que entre los
jóvenes y el conocimiento no se forme justamente la más idílica de las
relaciones. Pero cuando ellos deciden —y debemos ayudarlos a eso— cuál
será el próximo paso, las sorpresas pueden ser grandes. Alumnos que han
tenido malísimas experiencias académicas en el ciclo previo al universitario
de pronto despiertan de su letargo y comienzan a apropiarse del estudio, ya
como proyecto personal y no como mero cumplimiento de lo “que hay que
hacer”. Pésimos estudiantes en el secundario muchísimas veces son grandes
alumnos universitarios cuando encuentran una carrera o un adulto que los
motive.
Muchos padres apoyan la moción de sus hijos de postergar el inicio de la
nueva etapa, y argumentan la idea de que “un año no es mucho tiempo en la
vida de una persona”. Y estoy absolutamente de acuerdo con esa idea. Lo
cual le quita dramatismo a las postergaciones que puedan darse en el
proceso académico de los jóvenes cuando se atrasan en correlativas, o bien
por motivos personales hacen alguna materia menos de lo que la currícula
plantea para terminar “en tiempo y forma”.
Un paciente, excelente alumno en la secundaria, demoró casi tres años la
finalización de su carrera universitaria porque se complicó en primera
instancia con una de las materias del Ciclo Básico Común. Comenzó a
trabajar al año siguiente de iniciar la cursada y decidió viajar seis meses a
mitad de la misma. Se recibe pronto de diseñador gráfico. Nada de malo
tiene su demora, ha vivido, simplemente, y cuando vivimos pasan cosas. La
diferencia es que él tenía claro el rumbo, entonces en ese caso, despacio no
importa, porque hacia adelante siempre estará el norte definido.
El problema es la circularidad de los tiempos de la postergación. Puedo
imaginar a los padres que plantean mi exageración consultando nuevamente
dentro de cinco años, porque el año sabático se ha multiplicado
misteriosamente. Repito, son altísimas las chances de que el tiempo ocioso
en su más absoluta expresión no esté a la altura de las capacidades que los
chicos tienen para afrontar tal situación. Después cantarán con una torta y
una vela gigante: “Que los cumplas feliz, que los cumplas feliz, que los
cumplas año sabático, que los cumplas feliz”. Y habrán dado el primer paso
para consolidarse en la problemática, cada vez más grande, de la
Generación NI NI, los jóvenes que ni estudian ni trabajan.

Caja de herramientas para padres

Brindemos espacios de ayuda profesional si los necesitan.

La orientación vocacional es un paso clave a la hora de decidir.

Demos opciones, todas las posibles, y dejemos que elijan


libremente, alejados de nuestras expectativas y miradas sobre “qué
es lo mejor para ellos”.

No importan nuestros deseos de tener hijos abogados, médicos o


futbolistas, ellos serán lo que quieran ser. Un exceso de presión parental en
la decisión suele ser el mejor tapón para activar cualquier comienzo. El
entusiasmo, la vocación están allí, solo es cuestión de encontrarlos.

Evitemos la alianza tóxica con nuestros hijos. Seamos consistentes,


mantengamos la asimetría del vínculo, ¡somos los adultos!

No cedamos a pedidos caprichosos a pesar de su insistencia y hasta de su


angustia. Acompañemos. Cerca para cuidarlos y lejos para no asfixiarlos.

Estemos alertas a un recurso inconsciente de los jóvenes que es


dejar como trofeo una o varias materias pendientes del último año
para garantizarse el “no comienzo” del próximo ciclo.

Acompañemos sin invadir para que no demoren el egreso del ciclo


medio.
Los adultos necesitamos tener en claro que hasta este entonces, la
antesala del fin de su condición de “estudiantes dentro del sistema
obligatorio”, el camino del vivir estaba para ellos señalizado claramente:
jardín de infantes - escuela primaria - colegio secundario.
No será sin miedo que crezcan, no será sin miedo que los soltemos, pero
demos los adultos lo mejor y a conciencia para acompañarlos en este
momento clave en la ruta hacia un mundo adulto, porque si hacemos
nosotros y hacen ellos las cosas bien, podrán estar repletos de motivos para
apasionarse a pesar de lo difícil que a veces resulte el camino.
Acompañemos a nuestros hijos a que luchen por sus sueños, a que los
encuentren, a que vayan tras ellos, ni más ni menos.
X

No huyo, solo vuelo

El arte de acompañar el despegue final


“Queridos padres, me voy.
Los quiero, pero me voy.
No huyo, solo vuelo,
solo vuelo…”

Je Vole,
Soundtrack de La Famille Bélier

Y acá llegamos, finalmente.


Los sueños antes del existir, los sueños.
El amor antes de conocernos, el amor.
Los miedos, todos ellos, irracionales, absurdos, reales, los miedos.
La tristeza, presente y calma, tantas veces presente, la tristeza.
La felicidad, inmensa, infinita, indescriptible,
protagonista absoluta de esta historia.
El orgullo, pecho henchido, frente alta y sol en la cara, el orgullo
La rabia, también ella, aunque no nos guste,
parte de la historia, parte de este asunto, la rabia.
Y acá estás, volando solo, y ya está.
Ahora solo disfrutar, y disfrutarte,
y seguir acompañando.
¿Sabes qué estaremos siempre?
Siempre cerca para cuidarte y lejos para no asfixiarte,
o por lo menos intentando.
Siempre estaré aquí.
Y tú algún día, quizás, seas para otro guía,
señal en el camino,
mano que acompañe, hombro que sostenga,
y ojalá pueda verlo.
Ojalá.
Ya está, viví, volá, viví.
Lo que me equivoqué fue desde el amor.
Espero que no haya sido tanto.
Valió la pena.
El carreteo da un poco de vértigo, ¿sabes?
A mí y a ti…
Que seas feliz, muy feliz, yo te sigo desde acá,
Al infinito y más allá. ¡Y a vivir!

Construir la mejor libreta como padres, el desafío. Difícil, no imposible


En las antiguas tribus, el anciano era valorado, venerado y respetado. La
experiencia era un bien preciado. Hoy, los teenagers quieren ser gerentes, y
a los cuarenta ya se es viejo. En el mundo líquido, los años pasan en
minutos, y el saber es “wilkipédico” y no patrimonio de los que más han
vivido. La verdad, no me gusta este formato, sobre todo porque no es
saludable ni para padres ni para hijos.
Nuestra palabra tiene un enorme peso en los primeros años de vida.
Luego, a medida que nuestros hijos crecen, van adquiriendo horas de vuelo
y formando criterios propios. Así, poco a poco, van despegando de nuestro
mirar. Necesitamos recordar que para crecer, tienen que enojarse con
nosotros.
Recién cuando maduramos podemos poner en perspectiva y dar
dimensión a lo importante, lo grave y lo urgente, y resignificar nuestros
enojos de los primeros años. Y entonces sí, ¡cuántas cosas quedan en el
camino de lo no valorado, cuántas situaciones quedan en el cajón de los
enojos intempestivos propios del “a todo o nada” del crecer! Pero en la
adolescencia todo es blanco o negro, no hay grises, y nuestros hijos
necesitan de la confrontación para el despegue. ¡Y pensar que cuando eran
chicos se reían a carcajadas de todos los chistes que les hacíamos, aunque
estos fueran muy malos— y cuando desafinábamos al cantar las canciones
del jardín!
Recuerdo que mi hijo mayor, en una fiesta en casa de amigos, había
hecho un cartel hermoso —dibuja muy bien, ahora es diseñador gráfico—.
En el afiche se veía una señal de “prohibido” muy ingeniosa, diseño New
Age, y contundentes dos palabras: “Prohibido Adultos”. Tenía diez años, y
empezaba su camino, lento camino hacia la autonomía, y así lo entendí en
ese momento.
La protesta es un recurso para legitimar los propios criterios.
Los padres nos equivocamos muchísimas veces, y nuestros hijos tienen
derecho a dar cuenta de nuestras equivocaciones y a reclamar lo que es de
ellos. También los padres tenemos derecho a poner límites, a veces
criteriosos, algunas veces desde nuestros miedos y otras desde nuestro
desconocimiento. Dicen por ahí, y es cierto, que la única carrera donde uno
va cursando las materias después de recibido es la paternidad.
Por la conjunción de lo vivido, a mis cincuenta y dos años de vida, treinta
de profesión y veintiséis ininterrumpidos de padre, afirmo que aquello que
nos enoja la mayoría de las veces tiene que ver con los juegos de espejo, lo
que de nuestra historia vemos manifestado en el hacer o el decir del otro.
Los hijos suelen enojarse con nosotros por aquellos aspectos en los que se
ven reflejados. “Se parece tanto a mí, que me duele mirarlo”16, dice la
canción, y esto es válido tanto para un lado como para el otro. Y en este
mundo de todo “ya”, da mucha pereza hacerse cargo de lo propio. Como
cita el refrán: siempre la paja en el ojo ajeno.
“Culpa de mis padres, culpa de mis abuelos. Por ellos no hice, por ellos
no fui…”. Sí, tanta queja cansa, aburre y no suma. Hay un punto en el
crecimiento en el que debemos dejar de poner la mochila de la
responsabilidad del lado de afuera y ser los protagonistas.
Crecer implica hacerse responsable.

Los tiempos cambiaron, la esencia sigue siendo la misma.Los adultos no


sabremos de tecnología como nuestros hijos,
pero seguimos teniendo el saber que los niños necesitan.
El del sentido común, el amparo y el dejar herramientas para que ellos
salgan al mundo lo más armados posible.
De esto, seguimos sabiendo los padres, ayer, hoy y siempre.
Y falta en estos tiempos de soberbias virtuales el reconocimiento a este
saber primordial.
Muchas veces escucho reproches que los hijos injustamente cargan sobre
los padres. Ellos pueden revisar sus enconos y hacer un homenaje “post
mortem”, sin embargo, esto no sirve ni gratifica a quien queremos
homenajear. La honra, en lo posible, debe ser en vida. No esperemos a
entender en los divanes de los analistas que nuestros padres tenían más
razón de lo que pensábamos.
Hagamos un ejercicio reflexivo: miremos hacia adentro y toleremos
aquello que encontramos. Por lo general, suelo finalizar mis charlas con un
video que intentaré relatar con palabras:
En el jardín de una casa están padre e hijo sentados en un banco. El
primero, un hombre de unos setenta años, el hijo, quizás, de unos treinta y
cinco.
El padre está absorto; el hijo, leyendo. Solo se escucha el murmullo del
viento y de las hojas.
Un ruido imperceptible llama la atención del padre.
—¿Qué es eso? —pregunta.
El hijo levanta la mirada, observa y responde:
—Un gorrión.
Segundos más tarde, la pregunta se reitera.
—Ya te dije, papá, es un gorrión —responde el muchacho con cierto
fastidio.
En el lapso de un minuto, el padre, inmutable, repite cuatro, cinco, seis
veces el mismo interrogante, como si fuera un juego, pero no está jugando,
simplemente quiere saber:
—¿Qué es eso?
El semblante del hijo se va transformando. Ante la pregunta reiterada,
finalmente explota en un grito:
—¡Es un gorrión papá! ¡Un gorrión! ¡¿Por qué me haces esto?!
El padre, sin pronunciar palabra, se levanta y se dirige hacia la casa.
Vuelve con una libreta que pone en manos de su hijo. Señala algo para que
lea, y dice con calma, a modo de orden:
—En voz alta.
El hijo lee: “Hoy mi hijo menor que hace unos días cumplió tres años,
estaba sentado conmigo en el parque cuando un gorrión se posó frente a
nosotros. Me preguntó veintiuna veces qué era eso. Y yo respondí las
veintiuna veces que se trataba de un gorrión. Lo abracé cada vez que me
hizo la pregunta, una y otra vez, sin enojarme y sintiendo un infinito amor
por mi pequeño niño inocente”.
Se produce un instante de conmovedor silencio. Luego, surge un abrazo
cálido y reparador del joven a su padre.
Digamos lo que tenemos por decir, no guardemos silencios. Dejemos de
lado miedos, tabúes y fronteras, que un “te quiero” desde el alma es
imprescindible siempre. Porque las palabras escritas sobre las lápidas son
para ojos que quizás no puedan ver, y dichas al viento, para oídos que
quizás no puedan oír. Hay lágrimas que tal vez podamos evitar. De padres e
hijos, de eso se trata; con aciertos, con errores, pero siempre —o casi
siempre— desde el alma y desde el amor.
No ahorremos decires, abrazos y momentos compartidos, de esos que guardamos en cajita
para siempre. Y lo que tengamos por expresar, que sea cara a cara. Los monitores son para
otras cosas. Lo esencial se pronuncia intercambiando miradas, de corazón a corazón.

Más vale tarde que nunca


“No sé por qué no crece, si nunca le faltó nada.
Nos ocupamos de todo lo que precisaba; lo que pedía lo tenía.
Desde chiquita tuvo los mejores colegios, todo lo mejor. Dimos la vida por
ella.
Y ahora está ahí, dando vueltas en círculos con su vida,
sin saber qué hacer.
No estudia, ni busca trabajo. Y encima se enoja cuando le decimos algo...”.
Dicen que toda pregunta bien formulada encierra en sí misma la
respuesta. Esta madre interrogaba al destino, a sí misma y a este profesional
respecto a por qué su hija de veinticuatro años no encontraba la salida de la
adolescencia para entrar al mundo adulto. La respuesta estaba en la
pregunta: le dieron todo. Nada precisaba fuera de la casa paterna.
La voracidad de los padres provoca, en muchos casos, la inapetencia de
los hijos. Su madre aseguraba que “dieron todo por ella”, pero llegó el
momento en el que tenía que decidir, y esta joven estaba vacía. Parecía estar
pasándola bien, pero no. En verdad era una muchachita angustiada que no
tenía nada por desear fuera de la casa, nada que la impulsara y la obligara a
catapultar al crecer.
Los padres necesitamos recordar que el camino más saludable del
crecimiento es la ruta que va desde la endogamia hasta la exogamia —endo,
“adentro”; exo, “afuera”; gamia, “familia”—. Pero para que esto suceda
tiene que haber en el afuera algo capaz de despertar las ganas de crecer. Los
padres del relato no pudieron generarlas en su momento. De todos modos,
nunca es tarde, nunca.
Síndrome del álbum lleno
De niño solía coleccionar figuritas y monedas antiguas. También
estampillas que compraba y canjeaba alrededor del ombú del Parque
Rivadavia, en la ciudad de Buenos Aires. En aquellos tiempos, hace ya más
de cincuenta años, hacia los ocho o nueve años teníamos los coleccionistas
de “cromos” —palabra que en aquella época no existía—, una rara especie:
las figuritas difíciles.
Cada colección tenía una o dos piezas, las cuales estaban en muy pocos
paquetes, por supuesto, a discreción del fabricante. Había premios para
aquellos que pudieran completar los álbumes: una pelota de fútbol N°5 o
una muñeca a elección del ganador. Mi abuelo Lázaro, pequeño de estatura
pero gigante en su humanidad, me daba dinero todos los domingos por la
noche. Los lunes, cuando regresaba de la escuela y apenas terminaba de
almorzar, cruzaba al kiosco y le pedía a Mary: “Deme todo en figuritas”.
Abría tembloroso los paquetes esperando que en ellos pudiera estar la mona
Chita de Tarzán, la tarántula o el ratón Ayala, entre otras figuritas difíciles
que ya no recuerdo. Nunca pude completar un álbum, pero eso no
importaba demasiado, lo importante era jugar, coleccionar, llenar una
página o dos con o un equipo de fútbol completo, ¡eso era la gloria!
Pasábamos los recreos cambiando figuritas en el patio de la escuela.
Jugábamos a “el chupi” y “la tapadita”. No importaba llenar el álbum,
importaba jugar, ser niño. Contaba la emoción de pensar que en ese paquete
pudiera estar la figurita difícil. Cuarenta y tres años después, aquí estoy,
escribiendo estas líneas, y hace ya varios lustros nuestros chicos tienen un
servicio adicional, gestionado por el fabricante de figuritas más importante
del mercado de habla hispana. En la Web de la empresa se puede leer: “Si
quieres solicitar el servicio de álbum lleno de las colecciones vigentes
puedes hacerlo entrando a www…”. Todo un símbolo de nuestros tiempos,
y está muy bien, es el negocio del empresario. Cada figurita solicitada por
este medio tiene el valor de un paquete completo. La empresa hace lo suyo
y, tal como afirman los especialistas en marketing, para que exista la oferta
tiene que preexistir la demanda —aunque también es cierto que se puede
generar una necesidad que antes no existía—. El fabricante hace su negocio,
pero a nosotros deben preocuparnos los chicos, porque de ellos somos
nosotros, los adultos, los responsables.
Hace unos años atrás, otra vez a las nueve de la mañana y en el mismo
Parque Rivadavia, me encontraba, en esta oportunidad como padre,
intentando conseguir la figurita de Messi para mi hijo Santi. Fue curioso:
éramos todos padres. Mientras tanto, mi hijo dormía calentito en su cama.
Llovía, hacía mucho frío, y éramos unos veinte grandulones alrededor de la
fuente del parque con listados de las “figus” que les faltaban a nuestros
hijos. Recuerdo que en un momento entendí todo y me pregunté: “¿Qué
hago acá?”. Estaba reproduciendo el mismo mecanismo que el fabricante de
figuritas: le estaba dando a mi hijo la satisfacción garantizada, le estaba
allanando el no sufrir, el que nada le pasara. “Hijo, papá estará allí para
todo, incluso para que completes tu álbum de la Champion League”. Le
estaba regalando un empacho de confort. Allá los fabricantes de figuritas,
allá los publicistas: no repitamos los padres este mecanismo que poco ayuda
a que nuestros hijos crezcan.
Los chicos de hoy no se aburren,
y somos responsables por ello.

Eduardo Galeano decía que “solo los tontos creen que el silencio es un
vacío, no está vacío nunca. Y a veces la mejor forma de comunicarse es el
silencio”.
De la misma manera, en estos tiempos en que taponamos todos los
agujeros, les completamos todos los álbumes de “cromos” a nuestros hijos.
Les hacemos sus deberes del colegio, hablamos en lugar de ellos... En estos
tiempos líquidos en los que intentamos tapar todos los agujeros y vacíos, la
ausencia de palabras incomoda, por eso, hay que hablar, de algo hay que
hablar. Emparchamos la imaginación con monitores, intentamos que nada
les falte, y no entendemos que si nada les falta nada querrán gestionar.
Cuando no hay nada por decir,
el silencio es una opción inteligente, maravillosa.

La música no existiría si no fuera por los silencios, y la vida es una


sinfonía que dura lo que tiene que durar. Dejemos a nuestros niños en
libertad, y una vez más, cerca para cuidarlos, lejos para no asfixiarlos.
Les comparto un dato importante: los países nórdicos tienen la tasa más
alta de depresiones y suicidios. Más allá de las largas noches, la oscuridad y
el frío, tiene mucho que ver el altísimo estándar de vida que permite que
nada falte, que todo esté casi al alcance de la mano, que el esfuerzo sea muy
poco necesario. Todo es posible, y en ese mundo poco hay para desear. Y si
nada se desea, el motor del crecer, que es la pasión, queda anulado.
Estas generaciones de padres y madres son hiperfacilitadoras de confort,
y plantean: “Ya tendrá tiempo de sufrir, nosotros le damos todo lo que
podemos”. ¿El resultado? Niños con bajísimos niveles de frustración.
Capacidad cero de espera. Y a los veinticinco años quieren ser gerentes.
Si en los primeros años de crianza no pudimos gestionar aquellas
cuestiones que tienen que ver con desandar el empacho de confort para que
puedan autolimitarse y hacer su transición, pues demos inicio cuando sea,
pero pongamos a rodar lo necesario para que nuestros hijos vuelen y puedan
dejar el nido de la forma más saludable posible.
Le explicaba a esta madre que interrogaba, y les digo a ustedes queridos
amigos, papás, lectores: El desafío es hacerles a nuestros hijos —cuando
están en esa posición de aparente confort pero que en realidad es de mucho
malestar— la vida amorosamente incómoda. Suena raro, pero es así. Que lo
que no pudimos escatimarles por omisiones o errores en los primeros años
de crianza no se los demos ahora.
Dar y quitar, de eso se trata el juego.
La sobreprotección es tan peligrosa como el desamparo.
Debemos limitarnos a mostrarles la salida, a empujar con toda nuestra ternura y con todas
las ganas de verlos despegar.

La última mochila que les armaremos


Los padres preparamos varias mochilas a lo largo del camino de la crianza.
La que nuestros hijos deben llevar al jardín de infantes, la de la escuela
primaria, la de la colonia de vacaciones —ese invento cruel pero necesario
en las grandes ciudades—, la que llevan a la casa de sus amiguitos cuando
van a pasar la noche allí o hay una pijamada, la de las vacaciones, la de ir a
la casa de los abuelos... Mochilas para vivir, mochilas para crecer, mochilas
para salir al mundo del afuera.
Pero llega el momento, aunque ya sean grandes que deberemos
seleccionar amorosa y responsablemente qué poner en la última mochila
que les armaremos. Tomemos lápiz y papel, y acomodemos en ella:
Umbral de frustración, cantidad suficiente.
Sentido de la responsabilidad, el que precisen.
Capacidad de decisión, toda la que podamos darles.
Sueños, ilusiones y ansias en lo porvenir.
Todo nuestro amor.

Como GPS de sus vidas, los padres debemos ser certeros en gestionarles el
camino para que puedan comenzar a ser sus propios garantes. Cuando
pequeños, lo básico, y algo más si podemos, corren por nuestra cuenta.
Casa, comida, educación, ropa, salud, están a cargo de los padres.
Lentamente, y como punto de inflexión en la finalización de los estudios
secundarios, ellos deben comenzar a transformarse en sus propios gestores,
a garantizarse que tendrán lo que precisan para caminar por el mundo
adulto. Si no tienen el andamiaje nada podrán hacer, y estarán deambulando
por el malestar como la muchachita del inicio del capítulo.
No demos la vida por nuestros hijos, no precisan tanto, o mejor dicho,
precisan algo diferente.
Que les falten figuritas.
Que se aburran, ya que del aburrimiento salen los mejores momentos del
vivir.
Que tengan en sus dormitorios algunos juguetes que no estén, porque no
pudimos comprarles o sencillamente porque decidimos no hacerlo.
Que la última mochila que les armemos sea la que les permita dar el
salto.
Es tiempo de volar, tiempo de animarse a soñar, de desafiar los miedos,
los propios y los nuestros también, porque crecer asusta, pero ya están listos
si les dimos lo necesario.
Y se acaba este libro, y qué maravilla ser padres, pero qué difícil
también. Pero es menos complicado de lo que parece. Solo tenemos que
escuchar y percibir las señales que nuestros hijos nos dan desde la cuna
hasta que vuelan solos. Ellos son nuestros maestros, y el éxito dependerá de
nuestra capacidad de aprender. Es un maravilloso interjuego, como una
danza: la del crecer, la del amar, la del vivir…
Son maestros, ya desde el llanto de bebés y el decodificar si es por
hambre, por dolor o simplemente mañas. Son maestros en la construcción
de su mundo privado, cuando piden límites —aunque disimulen—, cuando
piden espacios, un abrazo, una distancia o que nos acerquemos. Son
maestros cuando nos devuelven en espejo lo que de nosotros mismos se nos
dificulta ver.
Ellos son nuestros maestros, y nosotros somos sus puntales. los brazos y
miradas que los sostienen desde el momento en que rompen en llanto y
abren sus pulmones al mundo. Todas las emociones están en juego, toda
nuestra historia, que se entrecruza con la de ellos.
Cerca para cuidarte, lejos para no asfixiarte,
y dame la mano que daremos la vuelta al mundo.

Caja de herramientas para padres


Repasemos, entonces, lo esencial de esta maravilla y compleja tarea de
ser padres:

Nuestros hijos nos precisan cerca para cuidarlos, lejos para no


asfixiarlos.
No nos oyen todo el tiempo, pero no dejan de mirarnos. Somos el
espejo esencial y primario en el que se miran.
Seamos padres amorosamente firmes y no amorosamente tibios. No
podemos negociar con la salud de nuestros hijos.
Disfrutemos el vínculo. No perdamos demasiado tiempo en lo que
no es esencial en la construcción de las vidas de nuestros hijos.
Mostremos lo que de lindo que tiene el crecer. Contagiemos ojos
brillantes.
Dejemos que se equivoquen. Habilitemos el error sin drama ni peso.
Seamos los mejores padres que podamos ser. Transitemos la
maravilla de acompañarlos en el camino del crecer.

El arte de soltar a los hijos...


Qué difícil, y qué maravilla...
A la una, a las dos, ¡y a las tres!
Al infinito y más allá, ¡y a vivir!

. “Y Tanto”, Alejandro Filio.


Bibliografía

Bauman, Z. (2008), Miedo Liquido, Paidós, Buenos Aires.


Bettelheim, B. (1982), Educación vida moderna, Crítica, Barcelona.
Doltó, F. (1981), Tener Hijos. ¿Niños agresivos o niños agredidos?, Paidós,
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Roudinesco, E. (2003), La familia en desorden, Fondo de Cultura
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Ediciones la Flor, Buenos Aires.
Schujman A. (2011), Generación NI NI: jóvenes sin proyecto que ni
estudian ni trabajan, Lumen, Buenos Aires.
Schujman A. (2013), Es NO porque YO lo digo. Padres rehenes de hijos
tiranos, Lumen, Buenos Aires.
Winnicott, D. W. (1975), El proceso de maduración en el niño, Laia,
Barcelona.
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