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1.3. EL FEUDALISMO
En el Medievo se produjo una estructura política plural, una multipolarización de los centros de poder. Naef
comenta al respecto que el poder estaba desgarrado, disgregado entre las instancias particularistas feudales,
burguesas y gremiales, de un lado, y las universalistas del Imperio y del Papado, que aparecían,
respectivamente como el brazo secular y espiritual de la cristiandad.
Los señores feudales estaban unidos al Rey en una cascada de pactos de vasallaje. El Rey era sólo el vértice
de una pirámide de poderes autónomos. El Derecho era una infinidad de ordenamientos particulares
(privilegios, fueros, cartas pueblas) de los diversos estamentos, gremios y ciudades que tenían, además,
jurisdicciones diferentes.
La Iglesia presentaba una organización monista del poder, lo que la hacía aparecer robustecida frente a los
poderes seculares y con gran predicamento sobre ellos.
La Baja Edad Media experimentó un nuevo estilo de vida en concentraciones urbanas (burgos), cuyos
habitantes (burguesía) fueron obteniendo libertad de comercio y de circulación y administración de justicia
propia.
Algunas comunas autónomas italianas adoptaron una organización política de poder absoluto y concentrado
en una sola persona (señoría), precedente directo de la forma estatal.
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La estructura feudal experimentó una notable variación cuando los burgueses encontraron el apoyo del Rey en
defensa de las libertades que reivindicaban frente a los privilegios nobiliarios y eclesiásticos.
- La nobleza
- El clero y el estado llano
- Tercer estado o comunes
- El Rey
- Los Estados Generales, Cortes o Parlamentos (en los que estaban representados los tres estamentos)
La formación de los Estados europeos fue un proceso lento que, partiendo de la organización estamental,
maduró de manera diferente en cada caso. Como advierte Ritter, todavía a principios del s. XVI no hay más
que un Estado plenamente, la República de Venecia, que es la primera en emplear embajadas permanentes
en las cortes extranjeras.
Vamos a exponer sucintamente el proceso que tuvo lugar en Francia, en España y en las ciudades italianas.
En el s. XII algunas comunas del norte de Italia habían logrado, en lucha contra el Imperio, constituirse como
municipios autónomos, como ciudades que no reconocían superior. En esta fórmula se apoyaría toda la
construcción teórica de la soberanía estatal como poder distinto del espiritual de la Iglesia, independiente frente
al exterior y supremo en el interior.
- Frente al exterior, los reyes no reconocen al Emperador como superior. Rex in regno suo imperator.
Dicho, en otros términos: el Imperio no es más que un Reino, y el Emperador, un Rey, por importante
que fuera, sin autoridad sobre los demás reinos. Ello dio lugar a una concreción de las fronteras y a la
emergencia de una pluralidad de Estados independientes que eran, con bastante aproximación,
Estados nacionales.
- También en el interior terminaron imponiéndose los reyes. En Inglaterra, la dinastía Tudor reinó de
modo absoluto durante más de un siglo (1485-1603). En España, Carlos I acabó con los comuneros y
desmanteló las Cortes en 1538. En Francia, los Estados Generales (Parlamento) fueron decayendo y
dejaron de reunirse desde 1614.
La Monarquía, desde la Baja Edad Media, fue la gran constructora del Estado. Los reyes llamaban a Consejo
a los señores territoriales con jurisdicción, fueran laicos o eclesiásticos, y más tarde las tres oligarquías antes
mencionadas, a las ciudades, las cuales mandaban a sus representantes. De la aplicación del principio sine
consilio nihil facias (no hagas nada sin Consejo; o más libremente, no se debe hacer nada sin la asistencia de
un Consejo) derivó un cierto auge de los Parlamentos, en los que estaban presentes o representadas. El
resultado de todo este movimiento institucional fue la construcción de una maquinaria administrativa como
instrumento del gobierno del Rey.
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La forma política estatal cuajó mejor en comunidades nacionales de cierta extensión y de población
numerosa (Francia, España, Inglaterra…) y significó, entre otras cosas, el monopolio del Ejército, de la
Policía y de la recaudación de impuestos, así como la imposición de una lengua común y la adopción de
símbolos igualmente nacionales como la bandera.
A la unidad y centralización del poder debía corresponderle la unidad del Derecho (que, no ha llegado a
ser completa ni siquiera en nuestros días). La recepción del Derecho romano, iniciada en el s. XII, aportó
la seguridad jurídica indispensable en un mundo económico complejo. Pero el Rey no estaba sometido a
Derecho precisamente porque no reconocía superior: era legibus solutus, absoluto. Éste fue otro de los
ingredientes de la soberanía.
De otro lado, el poder del Rey se apoyó en una Administración que se servía de la referida unificación
jurídica y contribuía a ella.
Frente a la atomización feudal, la Iglesia presentaba una asombrosa organización unitaria, no ya en cada
país sino en todo el orbe conocido, que sirvió de modelo a los reyes para desembarazarse de obstáculos
feudales y demás poderes locales que fueron sustituidos por funcionarios insertos en una organización
impersonal, centralizada y jerárquica: la Administración del Rey; no eran propietarios de su función, sino
servidores de la Corona.
El verbo latino stare significa estar derecho, permanecer firme. De él deriva status, estado, condición,
referido tanto a personas como cosas; así se utiliza todavía en expresiones como “estado civil”. En algunos
textos aparece referido a la cosa pública, a la civitas, como la situación política en la que se encontraba
esta (status reipublicae), expresión equivalente a nuestro “estado de la Nación”. Otro vocablo derivado, el
verbo statuo, -ere, tiene todavía un sentido más jurídico puesto que significa establecer, regular.
Circulaban también en la Edad Media expresiones como status reipublicae, status imperio, status regni.
Pero, en ellas, la palabra estado significa meramente una situación determinada de esa república o reino.
Tomás de Aquino usó el término en un sentido más próximo al que vamos buscando. Pero fue Maquiavelo
quien precisó su acepción nueva y difundió su uso. Con ella comienza su obra El Príncipe. Para Maquiavelo
el Estado era una forma política caracterizada por la continuidad en el ejercicio del poder apoyado en armas
propias.
Este término no predominó hasta el s. XVIII sobre los otros que hemos mencionado.
El Estado se ha resistido a una nítida conceptuación. Su complejidad determina que en los intentos de
definición confluyan ciencia, historia e ideología. La diversidad de procesos estatales en el mundo a lo largo de
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5 siglos legitima una pluralidad de puntos de mira en torno a ellos. No es, pues, científicamente escandaloso
que cada autor ensaye su propia definición.
Unos autores, como Kelsen, destacan el elemento jurídico. Para él, el Estado se identifica con el Ordenamiento
jurídico vigente con relación a un pueblo a un pueblo y un territorio. Otros se fijan en el elemento del poder.
Así, Max Weber concibe el Estado como una estructura institucional que monopoliza el uso legítimo de la fuerza
en un determinado territorio.
Modernamente la doctrina distingue entre el Estado como institución y como comunidad. El primero es el
conjunto de instituciones de gobierno de un país. El segundo es la sociedad que soporta ese aparato
institucional. Estos dos conceptos son complementarios pues la organización institucional del poder es
impensable sin una comunidad de personas sobre la cual se ejerce. Sin embargo, en esta distinción reside la
clave del tratamiento que cada autor hace de los elementos del Estado:
- un concepto exclusivamente comunitario del Estado destacará como sus elementos el pueblo y el
territorio;
- el enfoque institucional pondrá el acento en el poder y el Derecho.
- Un concepto global del Estado reflejará los cuatro elementos anteriormente mencionados.
Según Antonio Torres del Moral, el Estado es forma, organización del poder. La nación es la comunidad
políticamente organizada en y por el Estado. El Estado, es, por consiguiente, la organización institucional del
poder político de una comunidad nacional soberana.
Sus elementos formales son el Derecho y el poder político soberano (soberanía). El pueblo y el territorio son
sus presupuestos materiales, su soporte, su ámbito personal y espacial de la jurisdicción. Cerca de unos y
otros, pero sin confundirse, están los órganos del Estado. Éstos (Parlamento, Gobierno, etc.) son los que
definen el Derecho y ejercen el poder político en la comunidad nacional.
Estos supuestos materiales y estos elementos formales pueden ser identificados en algunos países de Europa
entre los s. XIII y XVI con diversidad de ritmos, de fechas y de solidez. Es cierto que incluso en éstos tardaría
en consolidarse esta nueva forma política y que los distintos territorios alemanes e italianos no lo consiguieron
hasta la segunda mitad del s XIX. Pero en algunos otros, como Inglaterra, Francia y España (o Castilla y
Aragón) cuajó el fenómeno en difícil relación con el Imperio y el Pontificado, pero con la suficiente consistencia
como para poder esbozar sobre ellos una inicial y estamental teoría del Estado. La Historia no es rectilínea.
4. PUEBLO/NACIÓN
PUEBLO. Del latín populus (el equivalente griego era demos) podía significar bien el conjunto de personas
libres de la polis (polités) o de la civitas (cives), nacidas en ella o jurídicamente asimiladas (quedaban excluidos
los esclavos), o bien las personas de ese conjunto que tenían derecho de participación en los asuntos públicos,
condición que sólo reunían los paterfamilias. De modo equivalente, en Atenas, el conjunto de ciudadanos
integraba el demos o pueblo.
POBLACIÓN. Categoría meramente sociológica que equivale al conjunto de habitantes de un territorio, sea
ciudad, región o Estado, pueblo es una categoría jurídico- política que significa que significa la unidad de esos
habitantes en cuanto son elementos del Estado.
Muchos pensadores políticos explican el origen y fundamento de la sociedad política mediante el pacto. Aunque
se trata de una hipótesis metodológica, puesto que apenas nadie creía que fuera un acontecimiento histórico,
se solía distinguir entre el pacto por el cual un conjunto de personas pasaba del estado de naturaleza al estado
civil (pacto social) y aquel mediante el cual se dotaban de una determinada forma política (pacto político). En
esta concepción, el pueblo es sujeto del poder. A decir verdad, todas estas posiciones son complementarias.
Pues, ciertamente, hemos de distinguir dos facetas en el pueblo:
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2) Como pueblo gobernante, él mismo crea normas, instituciones y órganos estatales, o contribuye a
crearlos.
En pura teoría democrática ambas facetas son además inescindibles: el pueblo se somete al poder y al
Derecho estatales porque y en la medida en que los ha producido él mismo o ha contribuido a producirlos.
De otro lado, es usual distinguir los conceptos de pueblo y nación. La etimología de este término (del latín
natio, que a su vez procede del verbo nascere) hace referencia al nacimiento, que es el que determina en
primera instancia la nación a la que uno pertenece. Comenzó a utilizarse en las universidades medievales
(Paris, Bolonia) para aludir al grupo de estudiantes de una misma procedencia y, normalmente, de una
misma etnia, religión y lengua. Como ha estudiado L.M. Bandieri, también en los concilios, desde el de
Constanza (1414-1418), los prelados concurrentes se clasificaban en naciones e incluso en alguna ocasión
se votó por naciones y no individualmente.
El nexo de unión entre esas personas estaba constituido por elementos tanto naturales (ej. un territorio
común) como culturales (ej. Una lengua, religiones comunes). Por extensión, acabó llamándose nación a
los habitantes de un territorio con una etnia, una lengua y una religión comunes.
Así, pues, el término nación era en un principio más propiamente etnográfico y cultural. En cambio, el de
pueblo tenía un significado más acusadamente político. Pero el concepto de nación evolucionó en un
sentido jurídico-político, llegando a ser sinónima de pueblo. En efecto, los inicios del régimen constitucional
a fines del s. XVIII lo son también del protagonismo político del pueblo /nación. Ya no era un mero agregado
de individuos y ha sido definida por Carré de Malberg como sustancia humana del Estado.
En el s. XVIII arraigó la idea de que las naciones, los pueblos, son dueños de sus destinos, son soberanos:
“Nosotros, el pueblo de Estados Unidos…)” reza su Constitución (1787). “Los representantes del pueblo
francés…”, hacen la solemne Declaración del Hombre y del Ciudadano (1789). “El principio de toda
soberanía reside esencialmente en la nación” dice el art. 3º de esta misma Declaración.
Frente a la estabilidad del territorio, el elemento personal del Estado (el pueblo o la nación), es fluido en su
composición concreta por la incorporación de nuevos miembros y exclusión de otros por causa de los
movimientos demográficos internos y las nacionalizaciones; sin embargo, permanece invariable en su
conjunto como unidad.
5. EL TERRITORIO
Por ser limitado tiene una función positiva y otra negativa. La primera consiste en marcar el espacio dentro
del cual todos cuantos se hallan en él quedan sometidos al Ordenamiento estatal, sean nacionales o
extranjeros, estos últimos con algunas especialidades y matices. La segunda, en excluir toda injerencia de
otro Estado u organización internacional dentro de él; incluso de organizaciones supraestatales de las que
el Estado es miembro. Lo cual nos plantea el problema de la delimitación de las fronteras.
Por ser estable, el territorio permanece el mismo salvo resultado negativo de pleitos habidos con otros
Estados en disputa de algún espacio limítrofe o excepcionalmente como resultado de una guerra.
Algunos autores, en los inicios de la modernidad, sostuvieron que el reino era propiedad del Rey, el cual
disponía de él libremente. Esta visión patrimonialista del Estado se hizo insostenible al menos desde que
se proclamó la soberanía nacional. Nuestra Constitución de 1812 dice en su art. 2º: “la Nación española
es libre e independiente y no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona”. Incluye:
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La Convención de París de 1919 reconoció la soberanía estatal en el espacio situado sobre su territorio y obligó
a los Estados a que, en tiempos de paz, concedieran paso libre por el mismo a las aeronaves de otros Estados,
pudiendo señalarles los puntos por los que debían pasar las mismas. La actual carrera espacial añade nuevos
problemas a la definición de este ámbito territorial de la soberanía.
No se extiende a las sedes diplomáticas ni a las naves y aeronaves que circulan bajo la bandera del Estado.
Pero el Derecho internacional las dota de un estatuto jurídico especial en aras de la seguridad de la función
diplomática y de la libertad y seguridad de la navegación internacional.
Por último, la relación entre los principios de personalidad y de territorialidad del poder estatal hace que ambos
admitan matices. Así, por ej., los extranjeros transeúntes y los residentes están sometidos al Derecho del
Estado en que se encuentran; más éstos que aquéllos, pero ninguno por completo. Viceversa: los nacionales
que viajan o residen en el extranjero, forman parte del pueblo como presupuesto o elemento del Estado (incluso
votan), pero no les alcanza todo el Ordenamiento jurídico de éste precisamente porque están sometidos
parcialmente al orden vigente en ese territorio.
El trazado de las fronteras entre Estados está regulado por el Derecho internacional. Hay fronteras naturales y
artificiales. Entre las primeras,
El proceso de integración europea ha conducido a la creación de un espacio sin fronteras interiores en virtud
del Acuerdo de Schengen, de 1985, suscrito por varios Estados de la Unión, entre ellos el español, y algunos
que no lo son; se suprimen así los controles interiores y se ha creado una frontera exterior. Pero, al mismo
tiempo, han surgido nuevas fronteras en Europa procedentes de la desmembración de las extintas URSS y
Yugoslavia, y por la secesión de Kosovo a expensas de Servia.
No deja de ser reseñable que la milenaria Europa no tenga todavía definitivamente establecidas sus fronteras
interiores.
6. EL PODER. LA SOBERANÍA
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El poder es la capacidad de decisión y de influencia; es capacidad de hacer por si mismo y de determinar que
otros hagan o, al menos, de influir en su actuación. Para ello se necesita fuerza y/o autoridad. Tiene fuerza
quien dispone de los medios necesarios para obtener el resultado pretendido. Tiene autoridad quien es
reconocido como titular de un derecho o competencia para emplear esos medios.
La fuerza se apoya en la superioridad física, en las armas, en la riqueza; su uso engendra temor, sometimiento.
La autoridad proviene del prestigio, sea nacido de la edad, sea de los conocimientos, de la simpatía, de la
honestidad, de la titularidad jurídica de una competencia, o de un status o posición en el sistema social y
político; su ejercicio genera, en el polo opuesto de la relación, el sentido de obligación, de obediencia a sus
mandatos.
Ningún poder renuncia a combinar ambos factores. Todo poder prefiere ser respetado y reconocido sin mengua
de la eficacia de sus decisiones. Según sean las proporciones de fuerza y de autoridad de las que se nutre,
estaremos ante un tipo de poder u otro. Lo dicho vale para las más diversas relaciones de poder que se dan
en el seno de la sociedad: en la familia, en la empresa, en un centro docente.
En un principio, el poder político estuvo muy personalizado y fundido con el poder religioso y con el económico.
La paulatina diferenciación y despersonalización del poder político ha llevado finalmente a su estacionalización.
Consiste ésta en la distinción entre el titular del poder, el haz de potestades, funciones y competencias en que
éste se manifiesta, el sujeto ejerciente de cada una de ellas y la organización político- comunitaria en la que
todo ello se inscribe. Las instituciones y órganos están integrados por personas, pero éstas no son titulares del
poder sino de alguna de sus competencias, que ejercen por cuenta de aquel titular o, en todo caso, del Estado.
6.2. LEGITIMIDAD
Por institucionalizado, racionalizado y juridificado que esté el poder, le es inherente el componente de la fuerza.
La fuerza, por sí sola, es insuficiente, reduce a las personas a la condición de súbditos, pero no puede
mantenerse sino empleando cada vez más fuerza y acaba sucumbiendo ante una fuerza mayor o aplicada con
mayor destreza. La autoridad considera a las personas ciudadanos y no suele necesitar ordinariamente el
empleo de la fuerza, pero debe poseerla y saber ejercerla en caso necesario; de lo contrario, no puede
garantizar su continuidad ni la del sistema político. La fuerza en el interior y frente al exterior es la última
garantía del poder de autoridad.
Las motivaciones de obediencia al poder de autoridad y al poder de hecho o de mera fuerza pueden ser
resumidas en el reconocimiento del derecho a mandar y el miedo, respectivamente. Existen otras, como la
inercia y la indolencia, pues son muchas las personas que se desentienden de la cosa pública y acatan toda
situación política dada. A veces este contingente de ciudadano ha sido denominado “mayoría silenciosa”.
La autoridad, la legitimidad, descansa, en última instancia, en la conformidad del poder con las creencias y los
valores de los gobernados, bien respecto de su origen, bien respecto de la forma de su ejercicio, bien respecto
de ambos. Cuanta mayor sea la conformidad en los dos aspectos mencionados, tanta mayor legitimidad tendrá
el poder (el Estado, el régimen) y menor será la fuente de conflictos.
De los dos indicadores señalados es más importante el segundo. Son pocos los regímenes que no tengan en
su origen un acto de fuerza, aunque después algunos hayan adquirido legitimidad. Por el contrario, un régimen
legítimo en su origen puede perder legitimidad por un ejercicio desviado del poder.
Max Weber distinguió entre legitimidad carismática, tradicional y racional. La primera está basada en la
sugestiva personalidad de quien alcanza y ejerce el poder. La segunda, en la consolidación histórica de las
instituciones. La tercera, en el Ordenamiento jurídico. Estos tipos ideales de legitimidad se dan entreverados
en la realidad, en la que todo régimen busca destacar el prestigio de sus gobernantes, regular jurídicamente
sus procedimientos y durar, porque durando, genera inercia y hábitos de obediencia.
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Hoy en día, en la cultura política occidental no hay más legitimidad que la democrática. Los modos destacados
por Weber no son, desde esta perspectiva, topos diferenciados de legitimidad, sino factores de apuntalamiento
de cualquier poder, sea democrático o autocrático.
6.3. SOBERANÍA
El Estado se formó históricamente en torno a un poder personalizado que se impuso en el interior de una
comunidad nacional y se opuso al exterior. Este poder fue expresado con diversas locuciones: maiestas, suma
potestas, soberanía.
De todas ha prevalecido la última, de origen francés (souveraineté). Soberanía es el poder del Estado que se
manifiesta como supremo en el orden interno y como independiente en el orden externo. Tanto en un orden
como en otro se presenta como potestad de decisión última y efectiva.
El poder del Estado se ejerce internamente en su territorio. Pero hacia fuera los Estados se relacionan entre sí
como sujetos de Derecho (durante mucho tiempo, han sido los únicos sujetos de Derecho internacional) y en
tales instancias suelen ser reconocidos como poseedores de los territorios en que se asientan y sus defensores
por todos los medios jurídicos admitidos, incluso, en último extremo, con las armas.
En el periodo de formación del Estado, de cada Estado, este poder de imperio estaba todavía fraccionado entre
los diversos entes territoriales (feudos, reinos, …). Pero, una vez consolidado el Estado, a él correspondió el
poder soberano, que es único e indivisible. Como decía Max Weber, ejerce ese poder en régimen de monopolio.
El poder soberano que ejerció el monarca en el Estado moderno fue no sólo supremo y pleno, sino absoluto,
es decir no sujeto a leyes. El Rey concentró en sí todo el poder del Estado si alguna persona, corporación u
órgano ejercía algún poder, era por delegación regia y en precario; al no haber ninguna instancia por encima
de él, no podía ser sometido a juicio.
Sin embargo, habría de transcurrir mucho tiempo antes de su nítida separación del poder religioso. Las
monarquías absolutas jamás renunciaron al fundamento religioso de su poder. “No hay poder sino de Dios”,
había dicho San Pablo. La teoría del origen divino del poder fortalecía la obediencia de los súbditos como deber
religioso. Por eso los reyes eran proclamados tales “por la gracia de Dios”.
Más aún: los reyes buscaban su legitimación por el Papa para consolidad su independencia frente al Imperio,
si bien otras veces se apoyaban en el Imperio para sacudirse la primacía romana. Poco a poco basculando de
uno en otro, fueron independizándose de ambos y alcanzando la verdadera soberanía. La Reforma, con sus
iglesias nacionales, fue decisiva en esto.
Los monarcas alcanzaron la supremacía absoluta aliados con la burguesía contra el poder político nobiliario.
Así como la libertad de las personas consiste básicamente en su capacidad de autodeterminar su conducta, la
soberanía es la capacidad del Estado de autodeterminarse, esto es, dotarse de un Ordenamiento jurídico y de
relacionarse libremente con los demás Estados. Relación en la que, por su cualidad de independiente, participa
en el concierto de las naciones en un plano de igualdad jurídica con todos los demás estamos ante la soberanía
del Estado. Como poder supremo interno, la soberanía es única, unitaria. Su esencia estriba en poder decidir
en última instancia y de modo definitivo. Sin una soberanía así entendida, no hay Estado.
La soberanía se convirtió en piedra angular de las relaciones internacionales con el Tratado de Westfalia, de
1648, y es uno de los principios básicos de la Carta de las Naciones unidas (Carta de San Francisco). Por eso,
hasta muy recientemente, el Derecho internacional se ha ocupado casi sólo del Estado como sujeto externo
de la soberanía. Y por eso también, en las relaciones internacionales, lo dicho y hecho por el Estado (es decir,
por su órgano competente), dicho y hecho está por la comunidad sobre la que se asienta.
Pero queda por dilucidar cuál es el titular de la soberanía en el Estado, esto es, en el orden jurídico interno,
ámbito en el que, en pura teoría democrática, no hay ni puede haber otro titular que el pueblo.
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7. EL DERECHO
El poder del Estado se manifiesta creando y ejecutando Derecho. Éste es su modo habitual de expresión.
Incluso cuando el poder se reduce a mera fuerza, les da una apariencia jurídica a sus dictados represivos.
El Derecho es criatura del poder. Viene definido y sostenido por éste. Sin un poder que lo respalde, una norma
no pasa de ser una recomendación, un consejo. Pero, al mismo tiempo, el Derecho traza cauces, líneas de
conducta, pautas organizativas; define competencias y establece sanciones, quedando el poder prendido en
la trama y urdimbre jurídicas.
Según sea la relación entre el poder y el Derecho, así será el régimen establecido, que ocupará un lugar en la
imaginaria línea continua que lleva desde el absolutismo (hoy autocracia) hasta el Estado democrático de
Derecho. Los cinco últimos siglos de cultura política occidental son la historia discontinua de la transformación
del Estado absoluto en Estado de Derecho.
La soberanía del Estado dice Kelsen, significa que el orden jurídico estatal es supremo y que comprende a los
restantes órdenes parciales que puedan darse en su ámbito territorial. El orden jurídico estatal determina la
validez de estos órdenes parciales, en tanto que él no es determinado por ningún orden superior.
Por tanto, el Derecho estatal debe ser entendido como Ordenamiento, como sistema de normas que está
integrado por subsistemas (los ordenamientos parciales) y piezas individuales (normas concretas), las cuales,
sin embargo, únicamente adquieren plena significación en su referencia al Ordenamiento en su conjunto. Así
viene exigido por el propio concepto de soberanía como poder supremo unitario. Poder soberano y
Ordenamiento jurídico, dice N. Bobbio, son dos conceptos mutuamente referentes.
El Estado moderno terminó consolidándose de la mano de una cierta institucionalización jurídica del poder. A
ello contribuyó el Derecho canónico y el Derecho romano. De ahí la importancia del jurista (del legista) como
portador de un nuevo saber laico, necesario para el fortalecimiento institucional del poder político.
2.1. LOCKE
Dice B. Russell que Locke fue el filósofo más afortunado del mundo porque acertó a expresar las ideas de su
época. En efecto, en su Segundo tratado sobre el gobierno civil refleja las demandas políticas de la sociedad
que se rebelaba contra el absolutismo. Por eso su obra fue bien recibida cuando se publicó en 1690, después
del triunfo revolucionario de esas mismas ideas, que fueron tomando cuerpo a lo largo del s. XVII en Inglaterra
y no siempre tuvieron un pacífico desenvolvimiento. Sin embargo, parece ser que esta obra había sido escrita
unos años antes y no al socaire del oportunismo político.
Locke adopta un punto de partida semejante a Hobbes: el estado de naturaleza. Pero, según Locke, no es el
reino de la licencia, sino que está regido por la ley natural. Conforme a ella, el individuo tiene derecho a castigar
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el crimen, protegerse a sí mismo y a los demás y a obtener una reparación del daño sufrido. Pero esto mismo
lo hace inseguro, y el único medio de conservar los derechos con seguridad es la unión de los hombres en
sociedad, mediante un pacto (hipotético), con el cual se construye un cuerpo político con suficiente autoridad
para salvaguardar los bienes y los derechos de todos. Nadie, a partir de ese momento, puede tomarse la justicia
por su mano.
A diferencia de Hobbes, Locke entiende que entregar todo el poder a la autoridad constituida sin reservarse
los pactantes ninguno sobre ella es insensato. Cuando el gobernante actúa de forma contraria a su misión, el
pueblo es libre para instituir uno nuevo. Por tanto, el poder está vinculado al fin para el que fue instituido: la
salvaguarda de los derechos naturales. Estos son, fundamentalmente, la vida, la libertad y la propiedad. De
otro lado, el poder se ejerce sobre todo el territorio de la comunidad. Se entiende que las generaciones
siguientes consienten tácitamente someterse a dicho poder si permanecen en el territorio. Para conocer cuándo
en un territorio dado se ha pasado del estado de naturaleza al civil, Locke se fija en tres elementos:
- Leyes ciertas
- Jueces conocidos
- Poder suficiente para hacer cumplir las leyes y las sentencias.
Allí donde existen, hay que suponer “celebrado” el pacto inicial e instituida la comunidad política. De lo contrario,
se está todavía en el estado de naturaleza; esto último ocurre con el Estado absoluto.
Así, pues, Locke distingue tres funciones o poderes en un Estado constituido: legislativo, judicial y ejecutivo;
en ocasiones habla de legislativo, ejecutivo y federativo, este último encargado de las relaciones exteriores.
La Petición de Derechos de 1628 significó una seria restricción del poder regio. Conforme al talante inglés, el
documento es presentado como una reivindicación de derechos antiguos de los hombres libres (=propietarios,
sobre todo) reconocidos en la Carta Magna (1215) y otros textos. Declara igualmente la necesidad de
consentimiento parlamentario para el establecimiento de tributos.
En 1641 fueron abolidos diversos tribunales de prerrogativa y se ejecutó a un ministro del Rey tras juicio y
condena por el Parlamento. Un año más tarde el Parlamento reclamó una posición preferente frente al Rey y
su Consejo desencadenándose la guerra civil. Terminada esta, el Rey (Carlos I) fue ejecutado y el Parlamento
proclamó la República. Durante ella, dominada por Cromwell, fue adoptado el Instrumento de Gobierno (1653),
que pasa por ser la primera Constitución escrita y codificada de la Historia, hecha precisamente en un país que
hoy carece de ella.
La restauración monárquica tuvo lugar en 1660 y, con ella, de nuevo la tensión entre el Parlamento y el Rey.
En 1679 se aprueba la Ley del Habeas Corpus, que prohíbe la detención sin mandato judicial y ordena la
inmediata presentación de todo detenido ante el juez para su superior decisión.
En 1687 Jacobo II suspende las leyes aprobadas por el Parlamento en defensa de la Iglesia Anglicana y este
respondió pidiendo a Guillermo de Orange que interviniera para restablecer las libertades. Un año después, el
Parlamento depuso a Jacobo y proclamó a Guillermo.
Ésta es la Gloriosa Revolución, llamada así por su desarrollo pacífico e incruento a pesar del cambio
trascendental que significó. Al nuevo Rey se le exigió la firma del Bill de Derechos (1689), reivindicando como
las libertades tradicionales inglesas. El triunfo del Parlamento significó la instauración de un parlamentarismo
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oligárquico, puesto que una de las Cámaras era nobiliaria y en la otra tenía asiento una representación de la
alta burguesía, instrumentada sin sufragio universal.
El régimen instaurado era liberal política y económicamente hablando; en este segundo sentido, por estar
basado en la propiedad y en las libertades de trabajo, industria y comercio; y en sentido político, porque
proclamó la libertad individual, la libertad religiosa y de prensa, la judicatura independiente, la limitación de la
Monarquía y un incipiente parlamentarismo que fue democratizándose paulatinamente hasta el s. XX. Además,
se consolidaron dos partidos políticos: tory y whig.
En el último cuarto del s. XVIII, dos acontecimientos cambiaron la faz del mundo: la independencia de las
colonias británicas de América y la Revolución francesa. La cultura política a un lado y otro del Atlántico era
similar. Ambas eran, en última instancia, deudoras de Locke y de Montesquieu y las relaciones entre relevantes
personalidades de uno y otro lugar (Franklin, Paine, Voltaire) son conocidas. Pero las situaciones eran muy
dispares.
REVOLUCIÓN AMERICANA
Las colonias habían manifestado reiteradamente sus quejas por la desigualdad con que les era aplicado del
Derecho en comparación con la metrópoli. Se apoyaban tanto en el Derecho natural como en el Derecho inglés.
En 1765 rechazaron con éxito un impuesto por no haber sido aprobado por sus representantes (invocaron, por
tanto, un principio jurídico británico); pero en 1774 el Congreso reunido en Filadelfia unió en sus
reivindicaciones las leyes naturales, la Constitución británica y las Cartas otorgadas a las colonias; exigiendo
de nuevo su consentimiento de los tributos y suspendiendo el comercio con la metrópoli.
Dos años más tarde, un segundo Congreso declaró la independencia de las colonias apelando a las leyes
naturales y divinas, y a derechos inalienables como la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad. La huella
de Locke es evidente.
Algunas colonias se dotaron de Constitución y de Declaración de Derechos, la más representativa de las cuales
fue la Declaración de Derechos del Buen Pueblo de Virginia (1776), de signo claramente individualista; y todas
formaron una confederación de Estados suscribiendo en 1777 los Artículos de la Confederación y Unión
Perpetua. La Confederación ganó la guerra, pero evidenció carencias y debilidades. El movimiento para su
reforma concluyó en 1787 en un proyecto de Constitución federal que fue aprobado y posteriormente ratificado
por la mayoría de los Estados.
La Constitución de Estados Unidos, fue saludada en Europa con sumo interés. Era la prueba incontestable de
que:
La Constitución fue aprobada sin una Declaración de Derechos, pero en 1791 se le unió un cierto equivalente
en forma de diez enmiendas (que en realidad son adendas). Aun así, algunos preceptos del texto inicial limitan
el poder federal (y otros, el de los Estados miembros) en función de los derechos individuales.
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si los documentos británicos que hemos mencionado se limitaron a reconocer derechos del pueblo inglés y otro
tanto puede decirse de los textos americanos respecto de los hombres libres de aquellos territorios, la
Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano, hecha en Francia en 1789, está formulada con
pretensiones de universalidad e intemporalidad.
Los Estados Generales (Parlamento) no se reunían en Francia desde 1614. Cuando la presión irresistible obligó
a su convocatoria, se había dado ya el primer paso revolucionario. Reunidos los representantes en Asamblea
Nacional, los hechos se precipitaron en julio de 1789 con la toma de la Bastilla. La Declaración se hizo unas
semanas más tarde. En ella se marcaron las ideas esenciales del régimen constitucional liberal que significó
una ruptura total con el Antiguo Régimen:
1. Soberanía nacional.
2. Estado representativo (la Declaración está hecha por “los representantes del pueblo francés”) con
prohibición de mandato imperativo.
3. División de poderes
4. Garantías de la libertad.
5. Derechos individuales frente a los poderes públicos.
6. Resistencia a la opresión
7. Igualdad frente a la sociedad construida sobre los privilegios.
8. Principio de legalidad frente al poder absoluto: la ley, como expresión de la voluntad general, es el
criterio de la libertad, de la igualdad y de la seguridad.
9. Unidad del Ordenamiento jurídico y del Poder judicial frente a las justicias señoriales.
10. Laicidad estatal frente a la influencia de la Iglesia.
Los elementos del Antiguo Régimen, empero, tardaron en desaparecer por completo. Hubo avances y
retrocesos en los que se alternaron como ideología dominante una u otra versión del liberalismo. El problema
religioso (libertad o confesionalidad), el institucional (monarquía o república y qué tipo de monarquía) más el
económico (revolución industrial) añadieron dificultades a la consolidación del constitucionalismo.
Esta evolución estuvo acompañada de la irrupción de los nacionalismos, la mistificación del concepto de nación
y la reacción frente a las invasiones napoleónicas.
Finalmente, el Estado liberal, a pesar de la proclamación de abstencionismo del poder público y de la primacía
de la sociedad (de la sociedad civil, suele decirse), fue tan fuerte como necesitó serlo y tan intervencionista
como los sectores oligárquicos le requirieron. La política belicista y colonialista de los Estados europeos y las
grandes inversiones en obras públicas (el ferrocarril, entre ellas) nos dan una imagen menos estilizada del
Estado liberal.
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EL ESTADO DE DERECHO
Pero el poder político pretende siempre presentarse como legítimo ante la opinión de los ciudadanos (o
meramente súbditos) y ante la opinión pública mundial, aunque sólo sea como procedimiento sutil de perpetuar
una dominación como la antes descrita.
A la larga, no obstante, el poder no alcanza estabilidad más que cuando el elemento jurídico se impone al
elemento de dominación canalizándolo y controlándolo. El Derecho no resuelve todos los problemas de la
comunidad, pero ayuda a delimitarlos. Busca la seguridad y por eso define posiciones y regula las relaciones
políticas y sociales. Es un factor de organización, de estabilidad.
El problema de la relación entre poder y Derecho, por consiguiente, se plantea solo. No es fácil prescindir de
ninguno de ellos. Afirmados con exclusividad, ambos presentan peligros: rigidez y estancamiento, de un lado;
despotismo del otro. El Derecho es conservador, mientras que el poder es una fuerza dinámica, sea creadora
o destructora. ¿Es posible conciliar elementos tan contrapuestos?
El poder crea o define el Derecho, pero necesita del Derecho para imponer un orden y queda prendido en ese
mismo orden y por ese mismo Derecho. El carácter innovador del poder lo lleva a proyectar en la vida social
ideas y valores que, cuando cristalizan, se institucionalizan, quedando entonces el poder delimitado encauzado
por el Derecho, si bien, como apunta Burdeau, esta limitación no puede consistir sólo en una simple barrera
para toda iniciativa del poder.
Pero el Derecho envejece, se anquilosa, queda insuficiente y deficiente, caduca ante una nueva realidad social
y política. Necesita del poder para renovarse e institucionalizar nuevas ideas y valores, y así sucesivamente,
en un continuo tejer la vida social mediante la tensión dialéctica entre el poder y el Derecho.
Platón, en La República, prefiere el gobierno del filósofo sin cortapisas formales; el filósofo-político ha visto la
realidad extra cavernaria, la verdad, y debe enseñársela a sus conciudadanos y conducirlos hasta ella. En
Platón, el poder se manifiesta con pureza en su rol directivo, motor, por encima incluso de las leyes. En cambio,
en su obra posterior Leyes, “concede”, a la vista de la fragilidad humana, un importante papel a la ley junto al
gobernante.
Por su parte, Aristóteles es más decidido partidario del ejercicio del poder mediante el Derecho, elevándolo a
piedra de toque del gobierno perfecto. Ni el gobernante más sabio puede prescindir de la ley porque la ley es
más excelente: es “la razón sin pasión”. Aristóteles es el primer pensador que intenta una fundamentación
teórica de la institucionalización jurídica del poder; es peligroso, dice, que el poder no se halle regulado por las
leyes y que esté exento de toda responsabilidad; pedir cuentas a los gobernantes, añade, es un principio
saludable para evitar la corrupción del poder y el enriquecimiento en el ejercicio del cargo.
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Cicerón, que transmite en el punto que consideramos ideas estoicas, concibe el Derecho como la recta razón
congruente con la naturaleza; por tanto, este Derecho (natural) es universal e inderogable por la ley positiva.
El poder ha de atenerse a él; en caso contrario, sus dictados carecen de validez.
En el Medievo se da un difícil equilibrio inestable entre el poder del monarca, como ungido de Dios, y su
subordinación al Derecho, que lo hace Rey. Ambigüedad difícilmente soluble: el Rey está sometido al Derecho,
pero no cabe contra él demanda ni resistencia. Tomás de Aquino intentó, de una parte, resolver la cuestión
distinguiendo entre la fuerza coactiva y la fuerza directiva del Derecho, según la cual al Rey sólo le alcanza la
vis directiva, como orientación de su conducta; y por otra, no sólo recogió la doctrina tradicional de lo justo
natural, sino que incluso defendió como necesario el cumplimiento de ciertos requisitos jurídicos formales para
el ejercicio del poder, como la competencia.
Con el nacimiento del Estado se construye, la doctrina de su razón. El Estado tiene en sí mismo su razón de
ser, su movimiento. El gobernante ha de plegarse a esa razón o sucumbir. Maquiavelo dio buena cuenta de
los límites morales porque el poder actúa apremiado por la necesidad. Para Bodino, el poder del Estado está,
salvo excepciones, por encima de las leyes, no ligado por ellas: es absoluto. Doctrina que se manifestará
sumamente peligrosa en la construcción hobbesiana del Leviatán; en ella todo es preferible antes que el
desorden; el poder se justifica por el hecho de su establecimiento y ejercicio.
Frente a esa doctrina de la soberanía absoluta, la escolástica española, sobre la distinción entre el poder de la
comunidad política y su ejercicio (potestas y officium), ligó éste a normas morales y jurídicas. Aunque la idea
tuvo claros precedentes, Locke es señalado como punto de partida de los órganos de poder, la prevalencia del
Legislativo y, en general, puso las bases teóricas del Estado liberal. Montesquieu insistió y desenvolvió esta
vía de la institucionalización jurídica del poder como garantía de la libertad, la cual sólo es posible con un
gobierno moderado, esto es, aquel en el que los órganos de poder estén diferenciados y se frenen unos a
otros. Rousseau erigió la supremacía de la ley, como expresión de la voluntad general, en dogma político que
alcanzaría fortuna a partir de la Revolución.
Condorcet identificó el respeto a los derechos humanos, que deben estar contenidos en solemne declaración,
como sumo criterio político. Kant decía confiar mucho más en el Derecho que en la moral para regular y
contener al poder político: “No caben aquí componendas… Toda política debe inclinarse ante el Derecho”. Y
Sieyès habló de la necesidad de combinar en la Constitución múltiples precauciones por las que el poder se
vea constreñido a someterse a formas ciertas que garanticen su aptitud para el fin que debe alcanzar y su
impotencia para separarse de él.
La expresión “Estado de Derecho” fue consagrada por R. von Mohl en 1832, en el marco de las monarquías
limitadas de los estados germánicos y ha llegado a nuestros días con influencia de la doctrina francesa de la
supremacía de la ley como expresión de la voluntad general y de la inglesa del rule of law o gobierno del
Derecho.
En cualquiera de sus versiones, o en la resultante de las tres, estamos ante una teoría conectada a los valores
liberales predemocráticos, unida a la idea de la garantía de los derechos individuales civiles y políticos, con la
pretensión de fundir así legalidad y legitimidad. La justificación o legitimidad del poder se hace residir en la
legalidad de su ejercicio. Max Weber construyó con estos elementos su tipo ideal de legitimidad racional.
Esta construcción teórica no era neutral; la clave de su trasfondo ideológico nos la proporciona la índole de los
derechos y libertades que garantizaba ese Derecho limitador del poder: son derechos civiles y políticos, no
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sociales ni económicos. No requieren del Estado prestaciones sociales, sino sólo vigilancia y represión de las
posibles perturbaciones, son, en fin, los derechos “naturales” de la burguesía decimonónica garantizados por
ciertos mecanismos constitucionales (división de poderes, imperio de la ley, primacía del Parlamento, etc.),
dicho sea esto sin desconocer el inmenso avance histórico que significó en relación con el Estado absoluto. El
único principio incómodo para dicha burguesía, la soberanía del pueblo se había ya transformado en plena
Revolución, en soberanía de la nación, entendida la nación como un ente mítico que no se identificaba con las
personas que la componían y que, por tanto, no requería el reconocimiento del sufragio universal.
La burguesía liberal disociaba la realidad en dos regiones separadas y frecuentemente antagónicas: El Estado
y La sociedad civil. Esta última, Era la esfera del libre juego “natural de las fuerzas individuales, supuestamente
iguales, que el Estado no debía alterar, sino dejar en libertad. Llevada esta concepción al terreno económico,
la sociedad consistía en el marco de relaciones de mercado entre sujetos económicos supuestamente iguales
que debían poder traficar con plena libertad de contratación.
Esta ideología encubría una situación distinta: ni las personas operaban sólo como individuos, sino insertas en
el seno de grupos; ni eran tan iguales en el punto de partida; ni, por tanto, tan libres, sino que sus diferentes
situaciones sociales los condicionaban, aunque acaso no los determinaban totalmente. Estamos, pues, en una
fase de predominio del liberalismo sobre la democracia. Además, la insistencia teórica e ideológica en el
modelo estatal abstencionista no debe ocultarnos la realidad de que el Estado liberal fue siempre todo lo fuerte
que la sociedad burguesa necesitó que fuera: llegado el momento, no dejó de acudir a la política proteccionista,
a la de orden público y a la bélica para saldar las diferencias socioeconómicas internas o internacionales.
La lucha de los menos favorecidos, del cuarto estado (la clase obrera), por participar en las decisiones sociales
y en la riqueza se plasmó políticamente en una reivindicación del principio democrático de sufragio universal.
Por eso la democracia fue identificada por los conservadores con el socialismo. El ascenso del proletariado
significó un cambio en el papel del propio Estado asumiendo la idea de un poder político fuerte que eliminara
esos obstáculos para la libertad y la igualdad efectivas.
Frente al individualismo liberal, Tocqueville supo detectar que el problema del Nuevo Régimen, a uno y otro
lado del Atlántico, era la organización de la igualdad en el seno de una sociedad libre.
¿Cómo se traduce este proceso en términos jurídicos? El Derecho no cobra forma de una vez para siempre,
sino en un constante e ininterrumpido proceso de incorporación de modos objetivados de convivencia que
adquiere forma chocando con la superficie de los tiempos. Y la superficie de los tiempos había ya ofrecido no
pocas realidades opuestas a la brillante ideología liberal:
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La primera corrección del modelo liberal, dando entrada a la intervención estatal, fue el llamado en Francia
régimen administrativo de servicio público, en el que los fines del Estado se expandieron. El proceso estaba
incoado ya en el período napoleónico, como ha estudiado García de Enterría, y se desenvolvió durante todo el
s. XIX. Por una desviada interpretación del principio de división de poderes como separación. La Administración
creció progresivamente asumiendo la gestión de los servicios de correos, telégrafos, gas y electricidad, y, sobre
todo, de la construcción del ferrocarril. A fines de siglo, esta tendencia se manifestó con toda solidez. Como
indica Sánchez Agesta refiriendo el problema a España, la idea de fomento se erigió en árbol frondoso de
servicios.
La doctrina del Derecho público acusa el impacto. Así, Santamaría de Paredes, hacia 1880, señaló que, junto
a su fin permanente del mantenimiento del orden social, el Estado interviene en materia de enseñanza, de arte,
de beneficencia, de industria, de comercio y, en general de todos los fines de la vida colectiva. Duguit, uno de
los autores franceses más influyentes, lo expresó cumplidamente: el Estado ha devenido un sistema de
servicios públicos; este concepto, añadió, identifica mejor la esencia del Estado que el clásico de soberanía.
Al decir de muchos, un precedente del Estado social (aunque todavía no “de Derecho”) lo podemos encontrar
en la Alemania de Bismarck, en la que, frente a los movimientos revolucionarios, los poderes públicos
decidieron intervenir en la denominada “cuestión social”, esto es, en la relación capital-trabajo. Pero fue tras la
Primera Guerra Mundial cuando entró en crisis el principio liberal de dejar hacer por su incapacidad para
asegurar el orden económico en unas sociedades en crisis como las europeas de esos momentos. El
capitalismo recurrió a la intervención del Estado para mantener el equilibrio económico y los movimientos
sociales hicieron lo mismo para alcanzar la justicia social.
La expresión “Estado social de Derecho”, segunda corrección del modelo liberal apareció en la República de
Weimar, acuñada por H. Heller en oposición al Estado liberal y al totalitarismo. Idea que, por tanto, trataba de
responder a la crisis histórica del modelo europeo de sociedad del primer tercio del s. XX, lo cual exigía: de un
lado, cambiar el estatuto del ciudadano, que no debía ser ya sólo una persona integrada en un país política y
jurídicamente, sino también económica, social y culturalmente; de otro, cambiar el estatuto jurídico-político del
poder público, que, de ser, meramente vigilante y represor, pasó a ser ordenador, conformador de la sociedad.
Desde el punto de vista del ciudadano, esta nueva concepción tuvo reflejo en su acceso a los bienes y derechos
sociales, económicos y culturales recogidos por los textos constitucionales con diversos grados de efectividad
jurídica. El Estado social de Derecho no espera a que el mercado autorregule su funcionamiento, sino que lo
dirige el mismo. Respeta el mercado, pero asume la obligación de realizar las prestaciones necesarias para
garantizar un mínimo existencial de los ciudadanos y promueve, con criterios no estrictamente económicos, las
condiciones de satisfacción de necesidades individuales y colectivas que el puro mercado no proporciona.
La superficie de los tiempos siguió ofreciendo perfiles poco apropiados al abstencionismo estatal:
- La revolución bolchevique, la extensión posterior del comunismo a medio mundo y las primeras
experiencias planificadoras.
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- Las economías de guerra, que por necesidades evidentes hubieron de ser estrechamente dirigidas;
más las consiguientes necesidades de reconstrucción posbélica en las dos ocasiones, tan próximas
en el tiempo, además;
- La Gran Depresión económica de los años 1929 y siguientes y el inicio de una teoría de la planificación
para la economía de mercado;
- La Teoría del empleo, del interés y del dinero, de Keynes, seguida por muchos economistas, que
denunciaron la esclerotización del capitalismo de la época;
- La implantación de los partidos socialistas y comunistas en los regímenes demoliberales y su
participación en los Gobiernos a la salida de la Segunda Guerra Mundial, con sus exigencias de una
distinta racionalización económica a plazo más amplio;
- La convergencia del liberalismo en su versión keynesiana con el socialismo en su versión
socialdemócrata y con la acentuación del perfil social de los partidos democristianos;
- La progresiva decantación de un sindicalismo reformista y negociador…
El Estado social de Derecho (expresión que busca legitimar jurídicamente la interpenetración sociedad-
Estado), ha derivado, tras la Segunda Guerra Mundial, en lo que se ha dado en llamar Estado de bienestar
social (o, más brevemente, Estado de bienestar), que pretende una economía organizada, concertada, dirigida
o planificada si fuera preciso. La idea fundamental, es la de que la armonía económica y social no viene
preestablecida ni es consecuencia automática de la libre concurrencia, entre otros motivos porque esa
concurrencia no es tan libre: hay que crearla interviniendo en el mercado. La Democracia Cristiana alemana
acuñó el concepto de economía social de mercado y la italiana propugnó el crecimiento del sector público de
la economía nacional. Estas tesis, salvando las diferencias, eran también aceptadas por el laborismo y por el
socialismo democrático.
De esta manera, el Estado alcanzó un nuevo poder: el poder económico. Este hecho ha pasado a ser, como
dice García- Pelayo, uno de los elementos constitutivos de la soberanía de nuestro tiempo. La soberanía
económica del Estado fue considerada imprescindible para que éste pudiera cumplir la esencial función de
asegurar el orden y el bienestar de la sociedad que lo sustenta.
El Estado social adoptó una política de dirección de la sociedad y de la economía. Abendroth unió el carácter
social del Estado a la idea de democracia social y económica, lo que requiere, dice, la sustitución de la aparente
libre competencia de la economía por una planificación democrática en función del interés general de la
sociedad. Esto significa que el orden económico y social debía ser dirigido por aquellos órganos estatales en
los que estaba representada la voluntad popular.
Ocurre, sin embargo, que la idea de planificación económica ha sufrido un serio desgaste en nuestros días,
hasta el punto de ser considerada como cosa del pasado.
El Estado de bienestar social ha cubierto una etapa de desarrollo económico que abarca desde el fin de la
segunda guerra mundial hasta la crisis energética de 1973. Ha sido una etapa de gran crecimiento del gasto
público, de planificación o programación económica, de control estatal de gran parte de las economías
nacionales y de ciertos efectos redistributivos. El Estado no sólo se nos aparecía como consumidor, empresario
y planificador, sino también como árbitro y asegurador: regulaba las relaciones laborales, arbitraba los
conflictos y asumía buena parte de la financiación de la Seguridad Social.
Una de las consecuencias de la socialidad del Estado que más profunda huella ha dejado en la parte orgánica
de las Constituciones ha sido el nuevo diseño de las relaciones entre el Parlamento y el Gobierno, que pasan
a ser reguladas con un claro predominio del segundo: decretos-leyes, delegaciones legislativas, obstáculos a
la moción de censura…estamos ante lo que la doctrina llama, parlamentarismo racionalizado.
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Hay dos tesis enfrentadas acerca de la naturaleza y magnitud del Estado social.
- Para unos, ha crecido y sigue creciendo hasta convertirse en una amenaza para la libertad.
- Para otros el Estado social es tanto menos Estado cuanto más social es, porque se hace más
permeable a las organizaciones sociales y pierde capacidad decisoria.
Las dos tesis apuntan rasgos ciertos del Estado social. En realidad, estamos ante un Estado diferente del liberal
y del absoluto, lo cual invita a emplear en su estudio patrones teóricos también diferentes.
Como dice Bobbio, la magnitud del Estado no equivale a su fortaleza. El Estado liberal era mínimo (al menos,
su modelo) pero todo lo fuerte que necesitaba ser. El Estado social es máximo en su magnitud y complejidad,
pero no deja de dar muestras de debilidad. Así, no es infrecuente verlo desestabilizado por una huelga salvaje
realizada por un par de centenares de profesionales estratégicamente situados en el proceso productivo (en
las comunicaciones, por ej. Neocorporativismo).
El Estado social, por tanto, responde a una idea estatal que busca conjugar jurídicamente su crecimiento con
la libertad de los individuos y de los grupos (se le ha llamado también Estado de asociaciones) , su magnitud
y complejidad con su eficacia, su permeabilidad respecto de las organizaciones sociales con su ejercicio
legítimo de soberanía.
Por lo demás, los países miembros de la UE, como dice Albertí, han transferido una notable capacidad de
actuación a las instancias comunitarias, de manera que éstas condicionan y en muchos casos predeterminan
las opciones que Constitución deja abiertas a los poderes nacionales.
La Ley Fundamental de Bonn define al Estado alemán como democrático y social. La Constitución española
vigente, con una fórmula más completa y compleja, dice que España se constituye en un Estado social y
democrático de Derecho. ¿Qué significan esas definiciones?
Según Antonio Torres del Moral, y pese a lo sostenido en su momento por destacados autores como E. Díaz
y P. Lucas Verdú, y, tras ellos, por la generalidad de la doctrina española durante varias décadas, el
constitucionalismo democrático no es posterior, menos aún sucesor, del social. Tampoco es anterior, por más
que así puedan sugerirlo las fechas que hemos apuntado en la aparición de ciertos adjetivos en los textos
constitucionales. En realidad, las medidas mencionadas como democráticas son también sociales en alto
grado; y los derechos sociales y económicos y la búsqueda del bienestar social no son ni pueden ser ajenos a
la democracia.
Sin embargo, siguiendo la doctrina antes comentada, durante las Cortes Constituyentes españolas se esgrimió
una explicación, sostenida por los grupos de la izquierda, que consideraban el Estado social como un tipo
histórico de Estado coincidente con el modelo económico neocapitalista y, por tanto, susceptible de superación
mediante el socialismo o medidas socialistas progresivas. Esta posición no me parece teóricamente sostenible.
A juicio del autor, no podemos perder de vista el carácter axiológico del concepto de Estado de Derecho. El
lenguaje político tiene su historia, y así como ha evolucionado el concepto de democracia, así también el
concepto de Estado de Derecho ha ido pasando desde una aséptica acepción de Estado en el que los poderes
públicos respetan el Ordenamiento jurídico hasta otra más valorativa, conforme a la cual se entiende como
gobierno o régimen respetuoso de las libertades públicas y claramente contrario al absolutismo, al despotismo
y al totalitarismo.
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El Estado de Derecho no puede consistir sólo en que sea observado el Derecho en el ejercicio del poder. Esto
ha sucedido siempre o casi siempre, porque los gobernantes autócratas nunca han tenido grave inconveniente
en adaptar su conducta al Derecho que ellos crean o modificarlo en caso contrario. Por tanto, el Estado de
Derecho debe incorporar las ideas de justicia y de límite y control del poder por el Derecho como garantía de
libertad política.
No por mucho legislar se cumple con las exigencias de un verdadero Estado de Derecho. Vandelli y buena
parte de la doctrina italiana han llamado la atención sobre la multiplicación de leyes para todo (las legine), con
ambigüedades calculadas que admiten interpretaciones “a la carta”. Pero si en medicina los placebos son
utilizados para entretener a enfermos sin curarlos ni perjudicarlos, en el funcionamiento de un sistema político
son muy nocivos porque no solucionan los problemas y no hace sino agravarlos.
Hoy es difícilmente discutible que para que un Estado sea de Derecho ha de serlo en los dos sentidos del
término Derecho:
a) En su sentido de Derecho objetivo, de norma: el Estado de Derecho exige que el Ordenamiento jurídico
sea límite y cauce del poder, aunque nunca llegue a conseguirlo totalmente.
b) En su sentido de derecho subjetivo, como derechos y libertades: el Estado de Derecho exige también
que ese Ordenamiento jurídico incorpore los derechos y libertades de las personas. Y únicamente hay
garantía de ello si los ciudadanos participan en su creación y en el control de su aplicación, lo que sólo
sucede en la democracia y en nuestro tiempo, el ciudadano necesita garantías firmes y no depender
de la buena voluntad o de los favorables humores del autócrata.
La conclusión se impone de forma necesaria: sólo en una democracia puede realizarse plenamente el Estado
de Derecho. La verdad del Estado de Derecho dice Pérez Luño, es una verdad democrática. Los modelos
históricos denominados Estado liberal de Derecho y Estado social de Derecho, desprendidos del elemento
democrático, sólo son “de Derecho” de una manera relativa y tendencial, en cuanto son tipos de Estado
constitucional que jalonan el tránsito entre el absolutismo y la democracia.
Frecuentemente se relaciona el concepto de democracia con el de Estado de Derecho, bien para conectarlos
dando lugar al concepto complejo de Estado democrático de Derecho, bien para diferenciarlos identificándose
la democracia con el simple gobierno de la mayoría y el Estado de Derecho con los límites jurídicos del poder
que impiden que la democracia desemboque en dictadura de la mayoría.
Algunos autores, como Stahl, sostienen un concepto meramente formal de Estado de Derecho, no alusivo a
cierta finalidad y contenido, sino sólo al modo de su funcionamiento. Y Smitt, que apostillaba siempre la
expresión “Estado de Derecho” con el adjetivo burgués, lo relacionaba con el clásico gobierno mixto o
Constitución mixta, porque consiste en derechos fundamentales y división de poderes. No implica, dice el
mismo autor, ninguna forma de gobierno, sino sólo límites y controles del Estado, un sistema de garantías de
la libertad (“libertad burguesa”) y la relativización del poder estatal. Sin embargo, no es poco que implique todo
eso.
La doctrina más reciente parte de un entendimiento unitario de la fórmula Estado social y democrático de
Derecho, utilizada por el art. 1.1 de la CE y en similares términos por la alemana. Ni es sólo Estado de Derecho
(en el sentido meramente formal de la expresión), ni sólo Estado social (en el sentido en que se dice que lo fue
la Alemania de Bisckmark) ni sólo democracia (al modo neutro kelseniano), sino que cada uno de esos
enunciados condiciona y nutre a los demás. La fórmula es compleja, y en la reciprocidad de sus elementos
debe ser entendida. Como dice Garrorena, la resultante de dicha fórmula no equivale a la suma de significado
de sus sumandos, sino que se prolonga “por…la mutua implicación en que tales términos se encuentran”.
No es correcta la tesis de que cada uno de estos tres términos, dejados a su propio desarrollo, podría conducir
al antagonismo con los otros dos o con alguno de ellos.
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Dice al respecto García- Pelayo: “en la situación histórica presente ninguno de los términos puede afirmarse
sin interacción con los otros”.
En nuestra opinión, el concepto de Estado de Derecho, si lo tomamos con las precisiones que hemos hecho
en el epígrafe anterior, no puede ser no democrático; y la democracia, entendida como explicamos en el
capítulo XVII, no puede funcionar de espaldas al Estado de Derecho. En fin, tampoco pueden entenderse la
socialidad del Estado y la democracia como enfrentadas. Ciertamente, la idea democrática abstracta añade a
la idea social abstracta algunos ingredientes, como soberanía popular, pluralismo político y participación
ciudadana. Pero, conforme dice el autor citado, las prestaciones sociales del Estado deben satisfacer
demandas planteadas por los ciudadanos y no concedidas como actos de benevolencia.
La igualdad y la participación tienden a superar la separación entre gobernantes y gobernados, entre Estado y
sociedad, socializan el Estado democrático y democratizan el Estado social hasta hacerlos uno solo, porque lo
social, o es democrático o no es social, y lo democrático, o es social, o no es democrático. El límite en la
actuación de este tipo de Estado viene fijado precisamente por ser Estado de Derecho, es decir, por el respeto
a los derechos y a los procedimientos jurídicos establecidos.
Así, pues, el Estado social y democrático de Derecho representa un estadio en el que, a la vieja aspiración de
la limitación jurídica del poder (tesis), se le une la de que, sin embargo, ese poder actúe e incida en la sociedad
para remodelarla (antítesis), lo que sólo puede hacer lícitamente ese poder (síntesis) si está legitimado
democráticamente, si respeta los procedimientos jurídicos, si garantiza los derechos y libertades, si es
responsable de su actuación y si no bloquea los mecanismos de reversibilidad de sus opciones políticas.
En conclusión, la plenitud del Estado social y democrático de Derecho es un concepto tendencial. Consiste en
un sistema de solidaridad nacional -y, en cada vez más aspectos, supranacional- gestionado por los poderes
públicos con participación ciudadana efectiva y con respeto a la primacía del Derecho y de los derechos.
1. TERMINOLOGÍA
La norma o código en el que se expresa la organización política básica de un país ha sido denominada de
forma muy varia. La Revolución francesa consagró el término Constitución, que venía siendo utilizado por el
pensamiento ilustrado no siempre en un sentido unívoco. La Restauración (también francesa) quiso años más
tarde distanciarse de las connotaciones revolucionarias de aquel término y utilizó el de Carta, que tiene cierto
sabor rancio de tradición histórica (recuérdese la Carta Magna inglesa). En España se empleó el Estatuto de
1834, por esa misma repugnancia respecto de lo constitucional revolucionario; además, la norma así llamada,
el Estatuto Real, distaba de contener una completa regulación de la organización política española.
De nuevo en Francia, la III República prefirió regirse no por un código completo, sino por varias Leyes
Constitucionales. Y, ya en nuestro siglo, y en España, el Régimen de Franco Bahamonde utilizó la expresión
Leyes Fundamentales por su fragmentariedad y para marcar distancias con los regímenes demoliberales. La
misma locución, Ley Fundamental, denomina a la Constitución de la República Federal de Alemania; con ella
se quería indicar su carácter provisional, únicamente vigente mientras Alemania no alcanzara su reunificación
en un solo Estado; ahora, restablecida la unidad alemana, sigue vigente la misma norma con las correcciones
pertinentes y sin cambiar de nombre.
A la postre, superados los escrúpulos ideológicos, todas estas expresiones han sido históricamente
intercambiables, pues todas, incluso la de la Carta, apuntaban a un contenido y una función similares: “Las
Leyes constitucionales -decía Javier de Salas hace más de un siglo- se llaman también fundamentales porque
son el apoyo, el cimiento, el fundamento del edificio social”. Por eso, en la propia Constitución de Cádiz se
utiliza la locución ley(es) fundamental(es) como sinónimo de Constitución; si bien hemos de advertir que
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seguramente tampoco andaba muy lejos del ánimo de sus redactores hacer aparecer el texto constitucional
como inspirado por la tradición patria.
Aun así, el término por excelencia y que ha prevalecido es el de Constitución; incluso la utilización de otros,
salvo excepción, es indicio de alguna anomalía, bien de la naturaleza y alcance del cuerpo normativo, bien del
régimen que lo promueve. Queramos o no, las Cartas francesas de 1814 y 1830, el español Estatuto Real de
1834 y las Leyes Fundamentales franquistas o no eran propiamente constituciones, o lo eran en escasa
medida.
En todo régimen constitucional el poder político está limitado por el Derecho (encabezado por la Constitución)
a fin de garantizar la libertad de las personas, como hombres y como ciudadanos. El concepto moderno de
Constitución es, pues, jurídico- normativo, liberal y garantista; por eso anida y se desarrolla en el régimen
liberal, uno de cuyos principales postulados es la primacía del individuo sobre la sociedad y de esta sociedad
individualista sobre el Estado.
Mucho ha cambiado el Estado desde entonces, y mucho también las ideologías actuantes en el seno de los
países dotados de régimen constitucional. Pero el concepto garantista de la Constitución ha perdurado. Su
expresión más conocida y solemne es la del art. 16 de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano,
que reza así: “Toda sociedad en la que no esté asegurada la garantía de los derechos ni establecida la división
de poderes carece de Constitución”.
Y es que el régimen constitucional nació por oposición al absolutista. Ha variado la idea de la división de
poderes, han aparecido otros distintos de los montesquinianos (el poder constituyente, el poder moderador del
Rey, etc..) y también se ha enriquecido la tabla de los derechos de las Constituciones vigentes, incluso los
conceptos mismos de libertad e igualdad, así como la relación entre ambas. Pero sea con uno u otro matiz,
allá donde hay limitación jurídica del poder y garantía de los derechos hay Constitución y allá donde no las hay,
no.
En este orden de ideas, podemos definir sintéticamente la Constitución con Sánchez Agesta como norma
suprema de organización de un régimen político. Esta idea de una superley fundamental no es originaria de la
Revolución francesa, sino que, siguiendo un tanto libremente al citado autor, se la puede rastrear:
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3. CONTENIDO DE LA CONSTITUCIÓN
Aristóteles destacó esta idea de la organización de las magistraturas como propia de una categoría normativa
distinta de la simple ley. Para que esa organización política merezca el nombre de Constitución debe contener
un estatuto jurídico de los gobernantes, es decir, debe definir sus competencias, los procedimientos de
adopción de las decisiones políticas y los fines principales de su actuación. De esta manera, como apunta
Burdeau, la Constitución contiene el título de legitimidad para la actuación de los poderes públicos, sólo así
sus actos son propiamente actos del Estado. Y por eso la Constitución, al tiempo que habilita a los gobernantes
para actuar, los limita al obligarlos a mantenerse dentro de su esfera funcional.
Todo ello se regula y se organiza con unos fines que normalmente vienen también expresados en la
Constitución. Ésta, en función de la ideología imperante, traza una orientación, unos objetivos, que los poderes
públicos deben alcanzar, y esos fines pueden delinear unos márgenes de actuación del poder más o menos
anchos según sea el detalle con el que vengan formulados.
Lo cual adquiere un sesgo específico por el hecho de estar contenido en normas jurídicas de rango supremo
dentro de un Estado, aunque no necesariamente escritas ni codificadas. Puede la Constitución no estar
articulada en un texto escrito sin que ello desdiga su carácter jurídico. Viceversa, puede suceder que un texto
escrito y solemnemente promulgado carezca por completo de sustancia jurídica. Nada de ello empecé a lo
dicho: habrá Constitución cuando, revista la forma que revista, sea una norma jurídica de las características
antes explicadas, y no la habrá cuando, a pesar de su apariencia externa, no obligue a gobernados ni a
gobernantes.
El contenido ordinario de una Constitución puede ser descrito con el siguiente elenco:
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Como el constitucionalismo europeo no produjo hasta la primera postguerra mundial ningún texto que se
ajustara a lo descrito, podría sostenerse, de forma un tanto radical, que durante más de un siglo Europa careció
de verdaderas Constituciones. Mejor es considerar que, lo mismo que ocurre con las democracias y con los
Estados de Derecho, ni hay constituciones que sean enteramente nominales ni enteramente racional-
normativas, sino que cada una ocupa un lugar en un imaginario continuum que se extiende entre estos dos
extremos. Pero, eso sí, las Constituciones decimonónicas europeas, aunque con notables diferencias entre
ellas, ocupan posiciones muy bajas en esa gradación.
Dicho con palabras de Burdeau: la Constitución adopta una idea de Derecho como principio rector de la
organización social; y añade: esta idea es verdadera, incluso respecto de aquellas constituciones que parecen
ser sólo un código de procedimiento político, como las Leyes Constitucionales de la III República francesa.
Sucede así porque, aunque no haya en ellas formulaciones dogmáticas de principios y derechos, esas normas
funcionales están sustentadas en una ideología, en unos valores, a cuyo servicio se colocan los órganos y los
procedimientos: de otro modo, carecerían de sentido.
A veces la distinción se lleva demasiado lejos defendiendo posiciones distintas respecto de la interpretación y
alcance de los preceptos incluidos en cada parte, como si de dos compartimentos estancos se tratara. Hemos
de recordar, sin embargo, que la parte orgánica está, ha estado siempre y debe estar en función de la parte
dogmática y no viceversa.
En efecto: la idea de un régimen constitucional remite a la de limitación del poder político por la esfera de
libertad de los ciudadanos y, consiguientemente, también a la idea de orientación de la actividad de ese poder
por unos fines y valores conexos con los derechos y libertades; el resto es una consecuencia de lo anterior.
Así, pues, la organización de los poderes públicos debe estar trazada de manera que facilite y garantice un
ámbito de libertad e incluso la promueva. La parte orgánica es, por tanto, en un sentido lato, garantía de la
parte dogmática.
Por lo demás, hoy se acepta que los derechos fundamentales tienen eficacia directa, esto es, que vinculan a
los poderes públicos y son inmediatamente tutelables por los tribunales sin necesidad de leyes intermedias; la
regulación de los derechos y libertades incluye mandatos al legislador, garantías institucionales, garantías
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judiciales, etc., que también afectan a la actuación de los órganos de poder. Viceversa: la existencia de las
libertades depende mucho de la naturaleza de las instituciones, es decir, la parte orgánica de la Constitución
ayuda a perfilar el contenido real de la parte dogmática. En fin, algunos pasajes constitucionales, como el
tratamiento de las fuentes del Derecho o de la reforma constitucional incluyen tantos preceptos dogmáticos
cuanto orgánicos.
INTRODUCCIÓN
El Derecho constitucional, dice García- Pelayo, es inconcebible sin el poder, pero sólo adquiere sentido estatal
por su vinculación al Derecho. De ahí la importancia del estudio de las fuentes del Derecho constitucional, esto
es, de los tipos de normación jurídica que integran la Constitución formal.
Los estudios clásicos sobre la materia suelen incluir el poder constituyente. Menos frecuente es tratar los
principios generales del Derecho. Nosotros estudiamos el poder constituyente en el cap. VI, junto al problema
de la reforma constitucional, y no en el presente porque no es fuente del Derecho constitucional en sentido
técnico-jurídico, aunque sea el origen genético o histórico de toda Constitución. Tampoco abordamos los
principios generales del Derecho porque los más generales son tradicionalmente estudiados en otras
disciplinas y los que lo son propiamente del Derecho constitucional, o bien se encuentran recogidos en
preceptos concretos de la Constitución (teniendo, por eso mismo, el rango, la validez y la eficacia de ésta), o
bien lo están implícitamente, pudiendo ser inferidos de dichos preceptos (con igual consecuencia en cuanto a
su rango, validez y eficacia).
Principios como los de soberanía popular e igualdad suelen estar expresados en los articulados de los textos
fundamentales. Otros, como el de división de poderes o el de supremacía de la Constitución como norma son
fácilmente deducibles de preceptos concretos. Lo mismo cabe decir de los principios democrático, pluralista,
de juridicidad estatal y de supranacionalidad por cuanto que informan, el Estado de hoy en los regímenes de
nuestro entorno cultural, jurídico y político.
Las Constituciones suelen ser escritas, acaso con la única excepción -parcial pero relevante- del Reino Unido.
El principio de escritura parece responder mejor a la exigencia de seguridad jurídica (=predictibilidad del
Derecho y de las actuaciones que deben conformarse a él) y a la concepción garantista de la Constitución, al
menos en la Europa continental.
Esta génesis histórica, que también se cumple al otro lado del Atlántico, propicia la formulación escrita y
solemne del más preciado trofeo de la revolución: la Constitución. Una vez promulgada la Constitución, no hay
otros textos escritos que integren la Constitución formal más que los de reforma o enmienda constitucional. El
preferible, por lo dicho anteriormente, no hablar de leyes de reforma constitucional: la reforma, una vez
aprobada y promulgada, no es ley, es Constitución.
Configurada de una u otra manera, la Constitución escrita es la fuente suprema del Derecho constitucional. Y
ello es así incluso en sistemas constitucionales flexibles.
1.3. LA JURISPRUDENCIA
Los órganos judiciales, al aplicar la Constitución, la interpretan, fijan o aclarar sus preceptos y la adaptan a las
circunstancias sociales y políticas del momento. Pero esta labor es de mucho mayor alcance cuando interviene
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la jurisdicción constitucional. La jurisprudencia emanada en el ejercicio de tal función integra, junto con otras
fuentes, el Derecho constitucional del país.
Se ha dicho con razón que la jurisprudencia constitucional del Tribunal Supremo de EEUU significa tanto como
el texto escrito. Como dice Sánchez Agesta, apenas si hay un artículo de esta Constitución que no haya sido
fijado total o parcialmente por la jurisprudencia. Ésta ha desarrollado los preceptos escritos, adaptándolos, y,
en ocasiones, transformándolos.
Ahora bien, tan formidable poder se ve limitado por el carácter rogado de su ejercicio, esto es, solicitado o
instado por quienes promueven su actuación, no pudiendo el órgano judicial actuar de oficio. Aun así, en los
países en los que existe jurisdicción constitucional, como el nuestro, se produce una judicialización del
Ordenamiento jurídico, pues todas las normas tienen su fundamento y sus límites en la Constitución y ésta, a
la postre, es lo que el Tribunal Constitucional dice que es en cada momento, puesto que su interpretación
puede variar de una ocasión a otra.
Debemos destacar las denominadas sentencias interpretativas, en las cuales se fija el único sentido de un
precepto legal conciliable con la Constitución, o bien señala las interpretaciones inconciliables, tarea en la que,
de camino, acota también las interpretaciones válidas. A veces la jurisdicción constitucional va más allá y
elabora sentencias creativas, innovadoras, integrativas, etc. Que manipulan el texto para dotarlo de un sentido
que no parecía tener.
El fundamento jurídico de la sentencia (no el fallo) queda adherido al precepto constitucional que interpreta,
precede en rango a la ley y se impone a los demás operadores jurídicos.
1.4. LA COSTUMBRE
El Tribunal Supremo español ha definido la costumbre como “la norma jurídica elaborada por la conciencia
social mediante la repetición de actos realizados con intención jurídica”.
Por mucho que unos mismos comportamientos sean observados y muy aceptada que sea su obligatoriedad,
la costumbre no es fuente del Derecho si no hay una norma del Ordenamiento jurídico que le confiera tal
carácter. Los ordenamientos no atribuyen la naturaleza de fuente a cualquier conducta social si no reúne esos
rasgos antes citados: reiteración y creencia en su obligatoriedad (opinio iuris). Si el primer requisito admite
grados y matices, el segundo es inexcusable. No obstante, puede afirmarse, en general, que un solo caso de
aplicación o muy pocos (depende de las ocasiones habidas para ello) permiten hablar de precedente, pero no
de costumbre; para que pueda hablarse de costumbre-norma, hace falta una práctica más reiterada y continua.
Hemos visto en el capítulo anterior que ciertos sectores más conservadores del liberalismo europeo concibieron
la constitución como el precipitado histórico de usos, tradiciones, instituciones y estructuras sociales, y no como
resultado de una razón planificadora y homogeneizadora de la vida de un pueblo. En esta concepción es la
costumbre la fuente principal del Derecho constitucional, junto a las convenciones o acuerdos institucionales
que adaptan la norma vieja a las situaciones nuevas.
El modelo en el que esta concepción se apoya es el británico, cuya Constitución es fundamentalmente (pero
no solo) consuetudinaria y convencional. Sin embargo, el problema teórico-jurídico se produce en los sistemas
de Constitución escrita, en los que la posición de la costumbre como fuente de Derecho es menos nítida.
Para comenzar, en estos sistemas jurídicos, que son casi todos, la costumbre presenta un semblante muy
distinto en el Derecho privado en comparación con el público, y, dentro de éste, todavía más diferente en el
Derecho constitucional. Las costumbres constitucionales no son “populares”, sino “orgánicas”: no se producen
en el comportamiento social espontáneo, sino en el de los poderes públicos, que son los operadores jurídico-
constitucionales habituales. Ahora bien, el régimen constitucional nació precisamente para frenar y limitar a
dichos poderes públicos. Es comprensible entonces que en los mencionados sistemas jurídicos la costumbre
constitucional sólo sea admitida recelosamente.
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Cumple funciones importantes, tales como colmar lagunas, adaptar preceptos a situaciones nuevas y decantar
la eficacia de un precepto en una orientación u otra. El problema surge cuando una costumbre modifica
sustancialmente la aplicación de una norma escrita, más aún si ésta tiene una redacción inequívoca. Este
problema de la costumbre contra constitutionem, sobre el que se ha dividido la doctrina y está íntimamente
ligado al rango que se haya de reconocer a la costumbre en esta rama del Derecho.
La tesis más acorde con la idea rectora del régimen constitucional democrático es la de la neta subordinación
de la costumbre a la Constitución escrita e incluso a la Ley. La costumbre es costumbre por mucho que se
refiera a materia constitucional, y, como tal, es jerárquicamente inferior al Derecho escrito, al menos en el
sistema jurídico continental europeo. De ahí el rechazo frontal que en tal sistema debe hacerse de la costumbre
contraria a la Constitución.
Cuestión parcialmente diferente suscita la DESUETUDO, desuso o falta continuada de ejercicio de una
competencia por parte de su titular. Mientras la costumbre contraria a la Constitución consiste en prácticas
vulneradoras del texto fundamental, el desuso de una competencia es un no-ejercicio, un no-acto que sólo viola
la Constitución si, más que de competencias, se trata de actos no debidos.
El ej. Más claro de desuetudo es el no ejercicio secular del veto regio en las monarquías parlamentarias
respecto de las leyes aprobadas por el Parlamento hasta el punto de haber dejado de existir. Lo que ha habido
en las monarquías europeas, por consiguiente, es una mutación constitucional, es decir, una modificación de
la Constitución sin alteración literal de su texto.
El problema fue resucitado insólitamente en Bélgica en 1990: el Rey Balduino, por escrúpulos de conciencia,
no sancionó la ley despenalizadora de algunos supuestos de aborto; de acuerdo con el Gobierno, fue declarada
su incapacidad temporal para el ejercicio de su función y el Gobierno (con una interpretación harto discutible
del entonces art. 82 de la Constitución, hoy 83), promulgó la ley, hecho lo cual volvió a apreciar la capacidad
del monarca, el cual ejerció de nuevo su regio oficio libre de obstáculos morales. Nunca una excepción ha
confirmado tanto una regla: el Rey se sometió a tan poco airoso expediente precisamente porque no podía
vetar la ley sin que Bélgica dejara de ser una democracia. En España no se ha dado ningún caso ni parece
que pueda darse, dada la rotundidad del art. 91 de la Constitución.
Igualmente hay desuetudo de los preceptos constitucionales que regulan los procedimientos constitucionales
que regulan el procedimiento de declaración de la guerra y de la firma de la paz (en España, el art. 63.3 CE.)
Las Guerras se hacen, pero no se declaran; por tanto, tampoco hay pases que firmar.
Se aduce como desuso la no presentación de candidatura presidencial en EEUU para un tercer mandato. La
Constitución silenciaba el supuesto, pero Washington rehusó la tercera elección y, tras él, nadie quiso intentarlo
hasta F.D. Rosevelt, que ganó cuatro elecciones. Es difícil pronunciarse sobre si el mencionado supuesto era
una muestra de costumbre constitucional, desuso o convención constitucional tácita. Pero gozaba de cierta
opinio iuris, puesto que, una vez concluida la era roosveltiana, fue aprobada una enmienda constitucional
prohibiendo el tercer mandato, salvo que al primero se hubiera accedido desde la Vicepresidencia durante los
dos últimos años por quedar vacante la Presidencia.
Dicho episodio nos pone sobre aviso de la debilidad de la costumbre (también de las convenciones) como
fuente del Derecho constitucional: su transgresión no sólo resulta jurídicamente impune- cosa que ocurre
igualmente con algunas normas escritas- sino que incluso se hace poco menos que inobjetable dada la
inconsistencia del soporte consuetudinario en sistemas de Derecho escrito. Pues, en efecto:
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La Constitución guarda silencio acerca de estas cuestiones. A mi modo de ver, es muy probable su
permanencia y arraigo. La primera, por motivos de cortesía y solemnidad. La segunda, por razones de
prudencia política, de economía y de ordenación de los períodos electorales españoles. La tercera procede
de una convención que ha arraigado y es considerada como de cumplimiento obligatorio. Sin embargo, no
se ha extendido por ahora a los ámbitos autonómico y municipal.
En fin, la doctrina habla también de costumbres interpretativas cuando un precepto ha sido entendido
constantemente en un cierto sentido. A mi parecer, esta categoría no tiene autonomía conceptual respecto
de la pura y simple interpretación.
Estamos ante unas reglas de comportamiento de altos órganos estatales caracterizadas por su
oportunidad, flexibilidad y no exigibilidad. Su importancia como complemento de la norma escrita y como
precisión del ejercicio del poder es notable; tanto que las convenciones constitucionales son vivero del que
nacen normas de Derecho escrito, sobre todo en el ámbito parlamentario.
Pero estos rasgos y naturaleza hacen de la convención una regla no siempre nítidamente diferenciable de
la costumbre. En el Derecho británico su diferencia es algo artificial: se llaman costumbres las anteriores a
1189 solamente y, convenciones, las demás.
A veces no se sabe bien si una convención ha dado origen a una costumbre constitucional o si ha sido
ésta la que finalmente ha generado una convención. El funcionamiento del sistema inglés de Gabinete ¿es
convencional o consuetudinario? Seguramente las dos cosas: frecuentes prácticas han originado acuerdos
y sucesivos acuerdos han producido prácticas de cumplimiento.
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d) En España, la celebración del debate sobre “el estado de la nación” en el Congreso de los Diputados
y la reducción de los líderes políticos consultados por el Rey para proponer candidato a la Presidencia
del Gobierno a sólo los de los grupos políticos de dicha Cámara.
¿Cuál es la relación de estas reglas con el Derecho escrito? Más concretamente, ¿qué decir de las
convenciones contrarias a la Constitución?
Por último, cuesta en ocasiones diferenciar las convenciones constitucionales de las meras normas de
corrección constitucional, que son aquellas reglas de comportamiento que, sobre criterios de discreción mutua
deferencia, cortesía, etc. Suelen ser observadas por los poderes públicos en sus recíprocas relaciones. Sean,
por ejemplo:
Estas reglas no tienen otra sanción que la de la opinión pública, aunque ésta, a veces, tiene un considerable
valor político.
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“Los representantes del pueblo francés, constituidos en Asamblea Nacional, considerando que la ignorancia,
el olvido o el desprecio de los derechos del hombre son las únicas causas de los males públicos y de la
corrupción de los gobiernos, han resuelto exponer, en una declaración solemne, los derechos naturales,
inalienables y sagrados del hombre, a fin de que esta declaración, estando constantemente presente a todos
los miembros del cuerpo social, les recuerde sin cesar sus derechos y sus deberes; a fin de que los actos del
Poder Legislativo y los del Poder Ejecutivo, pudiendo ser comparados en cada instante con el fin de toda
institución política, sean más respetados; a fin de que las reclamaciones de los ciudadanos, fundadas desde
ahora sobre principios simples e indudables, se dirijan siempre al mantenimiento de la Constitución y al
bienestar de todos”.
En las colonias americanas fueron razones de su lucha contra la metrópoli, a la que se le reprochaba
precisamente violaciones de un Derecho no escrito.
Que una Constitución sea flexible no significa que sea fácilmente reformable, puesto que, aunque no precisen
procedimientos gravosos, los poderes públicos prefieren extremar las posibilidades de eficacia de un texto, e
incluso obviarlo mediante convenciones, antes de afrontar su reforma, que es siempre una operación política
delicada. Además, aunque el procedimiento de reforma sea el legislativo ordinario, el hecho es extraordinario
y se refleja en todo el proceso. Así, por ejemplo, la Constitución española de 1845 fue promovida como una
reforma legislativa ordinaria de la precedente de 1837 y, no obstante, todo el debate parlamentario, su duración
y solemnidad, evidenció que no se trataba de un suceso político ordinario.
Por su parte, la Constitución inglesa, que es eminentemente flexible, no es fácilmente modificable, al menos
en sus principios básicos, dado el rechazo que despertaría en la opinión pública. Incluso durante mucho tiempo
se ha tenido por norma convencional la de que, llegado el caso de una tal reforma, debe disolverse la Cámara
de los Comunes y convocarse elecciones en las que dicho proyecto pueda ser discutido, lo cual, bien mirado,
es una forma de rigidez. Esta convención no ha sido seguida en las últimas décadas: ni para el ingreso en la
Comunidad Europea (aunque sí hubo referendo, el cual es otra clara muestra de rigidez), ni para la reforma de
la Cámara de los Lores. Pero se ha celebrado en 2015 uno en Escocia en el que se decidía su independencia
del Reino Unido o su permanencia en él, con resultado favorable a ésta. En fin, el 26 de junio de 2016, mediante
otro referendo, Inglaterra salió de la UE. En Conclusión, puede decirse que la Constitución británica ha dejado
de ser tan flexible como se suele decir.
¿Y las Constituciones que silencian el supuesto? Frente a autores, como C. Schmitt o A. Pace, que las
interpretan como intangibles, parece más lógico entenderlas como flexibles. A mi juicio, en el supuesto de que
la intangibilidad absoluta tuviera cabida en el régimen constitucional (hipótesis rechazable con matices en el
Estado democrático, como veremos en el capítulo siguiente), sería tan excepcional que no cabe suponerla si
no está declarada expresamente.
En conclusión, hoy casi todas las Constituciones son rígidas, aunque, eso sí, con distintos grados de rigidez.
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Son Constituciones plenamente originarias las que han iniciado un modo de regulación o una forma política; y
parcialmente originarias las que han creado una institución o han establecido un principio funcional. Las demás
son derivadas.
Parcialmente originarias son las Constituciones mexicana de 1919, por su tabla de derechos económicos y
sociales; la alemana vigente, por el modelo de responsabilidad política del Gobierno; la portuguesa, por la
posible declaración de inconstitucionalidad por omisión, y la española de la II República, por la forma regional
del Estado.
Este fenómeno es sólo parcialmente coincidente con el anterior: hay Constituciones “originarias” que no han
dado lugar a una secuela de Constituciones derivadas; en cambio, alguna Constitución poco original se ha
visto imitada posteriormente por la fuerza mimética que provocan las grandes potencias sobre las pequeñas y
las antiguas metrópolis sobre sus excolonias:
Por su parte, se suele llegar a un pacto constituyente cuando, en épocas de transición, las principales fuerzas
políticas buscan sellar un acuerdo en lo esencial dejando las diferencias para la ulterior dialéctica Gobierno-
Oposición. Ej.: la vigente Constitución española.
Son impuestas o revolucionarias aquellas originadas en un grave episodio de la vida nacional, como una
guerra, un golpe de Estado triunfante de signo no autocrático, una insurrección popular: Ej.: la francesa de
1791, que el Rey Luis XVI juró bajo la presión revolucionaria, y la española de 1812, que fue elaborada en
medio de una guerra y en ausencia del Rey.
Tengamos en cuenta:
a) Que Constituciones otorgadas no lo son pues nadie cede poder si no se ve obligado a ello, aunque no
se trate de un proceso revolucionario
b) Que, en los pactos políticos unos actores ceden más que otros y puede haber, por tanto, algo de
imposición.
c) Que en los procesos revolucionarios hay unas fuerzas más moderadas que otras, pero se suele buscar
también un punto intermedio, aunque sea bajo la dirección de las dominantes.
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Loewenstein denomina clasificación ONTOLÓGICA a aquella que distingue las Constituciones por su grado
de normatividad y eficacia y su grado de concordancia con la realidad política del país. Con tal criterio las
clasifica en normativas, nominales y semánticas.
a) Son Normativas las Constituciones que regulan eficazmente el proceso político y son observadas por
los operadores jurídico- constitucionales.
b) Son Nominales las que muestran desajustes con la realidad política, que escapa parcial o
temporalmente a su normatividad, bien por inaplicación de los preceptos, bien porque la propia
Constitución se proyecta hacia el futuro, con normas programáticas, más que al presente.
c) Son semánticas aquellas que no rigen en absoluto y no son sino fachada encubridora de una realidad
política autócrata.
Esta clasificación, tan famosa y citada, apunta bien en el fondo, pero es terminológicamente disparatada.
Llamarla clasificación ontológica implica un uso harto discutible de dicho adjetivo. Llamar semánticas a las
constituciones del tercer tipo es no decir nada, pues toda Constitución, como todo dicho, frase o discurso, tiene
su semántica, conviniéndole a dichas Constituciones mejor la calificación de nominales, pues sólo tienen de
Constitución el nombre. Y las que dicho autor llama nominales serían más bien proyectivas, programáticas o
parcialmente normativas y nominales. A pesar de todo, tal clasificación tiene el mérito de atender a la faceta
más importante de las Constituciones: si son, y en qué grado, normativas.
Pues bien, ninguna Constitución es enteramente normativa ni enteramente nominal. Por muy normativa que
sea, presentará algún desajuste, algún programa de momento irrealizable. Por poco normativa que fuere, su
mera existencia persuade al autócrata de la conveniencia de no vulnerarla sin necesidad, aunque sólo sea
para que siga sirviéndole en su función simuladora.
Si uno de los caracteres que se predica de la ley es su vocación de permanencia, con mayor razón debe
convenirle a la Constitución, la cual, por regular los fundamentos del orden político y por su muy acusada
generalidad, no debería necesitar apenas cambios. La historia demuestra lo contrario: las Constituciones de
partido, las impuestas, las meramente nominales, etc., son inestables. Las historias constitucionales francesa
y española son dos buenas muestras de este poco ejemplar fenómeno.
Permanencia no significa inmutabilidad. Jefferson decía que el mundo pertenece a los vivos y que, por eso, no
puede haber una legislación perpetua ni sobrepasar en duración a la generación que le dio vida, Pero las hay
muy longevas. Dice Burdeau que «las Constituciones son como los vinos nobles, que nadie sabe, en el
momento de la cosecha, si envejecerán bien», Efectivamente, unas envejecen mejor que otras.
Como dice García-Pelayo, fue preciso abandonar la tesis de inmutabilidad para asegurar la de permanencia,
La síntesis se encontró en la rigidez constitucional, esto es, la posibilidad de cambio, pero con dificultades de
procedimiento.
El procedimiento de reforma constitucional está regulado en las propias Constituciones, lo que no tiene paralelo
en las leyes. Eso evidencia que el instituto de la reforma constitucional no es un ataque a la Constitución, como
a veces se dice, sino de garantía de ésta que les permite su sucesiva adaptación a las nuevas circunstancias.
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Cumple otra función de primer orden: la garantía, para la minoría, del respeto a las reglas del juego político
establecidas en su día y que presiden su propia modificación.
La interpretación constitucional también busca el acoplamiento entre la norma y la realidad histórica. Por eso
la reforma constitucional es, o debe ser un último recurso ante la imposibilidad de conseguir el mismo resultado
por vía interpretativa. Porque en muchas ocasiones no es cierto que haya que modificar la Constitución por la
aparición de nuevos fenómenos, puesto que el legislador puede hacerles frente con respeto al texto
constitucional.
1. Una Constitución es superior a las leyes por el hecho de ser Constitución, valga la tautología
(redundancia).
2. Una Constitución flexible es superior a la ley, aunque se pueda modificar por procedimiento legislativo
ordinario. Su reforma se iniciará, se tramitará y se promulgará como reforma constitucional, con
información suficiente y con la consiguiente repercusión en la opinión pública. Puede que su
aprobación no requiera una mayoría parlamentaria especial, pero el principio democrático exige su
tramitación como reforma constitucional con la publicidad suficiente.
Así, pues, aunque el procedimiento sea el legislativo ordinario, el hecho es extraordinario y se refleja en todo
el proceso. En el capítulo V hemos puesto los ejemplos del proceso constituyente español de 1844-1845 y de
la Constitución británica para ilustrar la idea de que, aunque el texto final de reforma sea aprobado por mayoría
relativa, la reforma está revestida de cierta solemnidad política e incluso de formalidades convencionales.
Este último teorema aclara el verdadero sentido de la relación entre supremacía, rigidez y control: el control es
la garantía- no la causa- de la rigidez y de la supremacía.
a) Sin un sistema de control de constitucionalidad de las leyes, la Constitución es suprema, incluso puede
que sea rígida, pero no tiene garantizado su respeto por parte de estas.
b) Por su parte, la Constitución flexible es superior a las leyes, pero no puede defenderse de ellas por
carencia de un procedimiento para ello. Que, a efectos prácticos, en estos casos resulte igual que si la
Constitución tuviera el mismo rango que la ley no debe enturbiar la corrección teórica de lo expuesto.
De lo contrario, queda difuminado el propio concepto de Constitución.
Como ya hemos comentado, las Constituciones contienen cláusulas para su propia reforma. Sucede así por
su carácter singular y su nivel jerárquico, que es superior a (y condicionante de) todas las demás fuentes; por
eso ninguna otra norma puede realizar esa regulación, tiene que ser ella misma. Motivos similares, aunque no
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enteramente coincidentes, han llevado en el Ordenamiento español a incluir iguales previsiones en los
estatutos de autonomía.
Pero, como dice J. Pérez ROYO, la importancia de la institución de la reforma constitucional en Estados Unidos
ha residido en su existencia más que en su utilización concreta. En efecto, una vez introducido el control de
constitucionalidad de la ley, el desarrollo de la Constitución y su adaptación a las nuevas circunstancias se hizo
preferentemente por medio de la interpretación (principalmente del Tribunal Supremo), no de la reforma; a ello
han contribuido también los muy agravados procedimientos establecidos para ésta, de los que algunos todavía
no se han puesto en práctica.
En Europa, la aceptación de esta institución ha seguido una línea menos coherente. Según el autor citado,
cabe distinguir cuatro períodos en esta quebrada historia.
En este cuarto período, la reforma constitucional ha llegado a significar en Europa algo parecido, mudando lo
mudable, a lo que significa en Estados Unidos: una garantía de utilización escasa, porque mediante la
interpretación se consigue la adaptación progresiva de la norma suprema a las exigencias de la nueva realidad.
La reforma es' pues, una garantía excepcional, yuxtapuesta a la garantía normal encarnada por la jurisdicción
constitucional.
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Lo deseable es, dice Loewenstein, que una Constitución pueda adaptarse a los cambios sociales sin necesidad
de modificar el texto; ése es el secreto de la longevidad de algunas. Pero en el constitucionalismo actual la
teoría de la reforma se ha desproblematizado y no preocupa tanto como antaño, sobre todo porque dicho
instituto, por ser más rígido que el procedimiento legislativo ordinario, es, más que una amenaza, una garantía
de la Constitución.
Sin embargo, en España, salvo la párvula modificación del artículo 13,2 para acomodarlo a las exigencias del
Tratado de Maastricht, y la del artículo 135, auspiciada por la Unión Europea, ha sido tabú entre las dos fuerzas
políticas de mayor implantación nacional hablar de reforma constitucional. Todavía no se ha generado un clima
de consenso sobre qué reformar (sucesión en la Corona, cierre del proceso autonómico...) ni cómo (precepto
a precepto o por paquetes de normas). Esta es, sin duda, una anomalía del actual régimen constitucional
español.
I. Se reserva el término de reforma para las variaciones parciales del texto constitucional realizadas
según el procedimiento establecido.
II. Cuando la modificación es total y el procedimiento es también el fijado, se habla de supresión de la
Constitución. La Constitución española, artículo 168, emplea en este caso de modificación total (o de
una parte sustancial del texto que estima como equivalente a un cambio total) el término de revisión,
pero doctrinalmente esta expresión se suele utilizar indistintamente con la reforma; así lo hace, en otro
precepto (art. 95), la propia Constitución española.
III. Estamos ante una suspensión constitucional cuando uno o varios preceptos son declarados
provisionalmente no eficaces. Es una fórmula seguida principalmente con los preceptos relativos a
derechos y libertades en los estados de anormalidad constitucional; como siguen teniendo validez
como preceptos, recuperan su plena eficacia una vez pasadas las circunstancias que motivaron la
suspensión.
En un Estado de Derecho debe ser la misma Constitución la que regule la eventual suspensión de algunos de
sus preceptos. La Constitución española autoriza la suspensión de algunos de ellos en los estados de
excepción y de sitio, así como la suspensión de determinados derechos para personas concretas en el curso
de investigaciones sobre bandas armadas o terrorismo.
IV. La violación ocasional de la Constitución, sin alterar formalmente su vigencia Para los demás casos y
para el futuro, se suele denominar quebrantamiento de la Constitución. Sin embargo, si el supuesto
concreto está previsto y autorizado por la Propia Constitución, no cabe hablar de quebrantamiento, ni
de ruptura, ni siquiera de autorruptura, sino de un precepto singular que excepciona a otro general.
Ha habido ya varios casos de quebrantamiento constitucional en España desde la promulgación del texto
vigente. Por lo menos, dos:
1. La modificación de la Ley Orgánica del Referendo de 1980 para poder valorar como favorable el
resultado del referendo andaluz de iniciativa autonómica, que fue negativo.
2. El decreto-ley de expropiación del grupo de empresas «Rumasa», cuando el artículo 86 prohíbe a este
tipo de normas afectar a los derechos y libertades regulados en el Título I de la Constitución.
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Epígrafes que entran en el examen (Cuota Tenorio) 2022/23 Angy
1) La interpretación de que la regulación del comercio entre los llamados Estados miembros
es competencia federal ha fortalecido a la Unión y debilitado a éstos.
2) A igual resultado ha llevado la doctrina de los poderes implícitos de Ja Unión a costa de las
competencias de los Estados miembros.
3) La interpretación que hizo el Tribunal Supremo recabando para sí el control de la
constitucionalidad de las leyes determinó un perfil inesperado del régimen estadounidense, el
llamado en su época gobierno de los jueces, después parcialmente superado.
En España, el quebrantamiento constitucional, ya aludido, operado por la Ley Orgánica del Referendo en la
creación de la Comunidad Autónoma de Andalucía puede ser considerado también como una mutación
constitucional.
Concluyendo, podemos decir con Hesse, que la reforma constitucional es realmente subsidiaria de la mutación:
sólo es necesaria cuando no hay posibilidad de adaptar el texto constitucional a la nueva situación mediante
una mutación. Pero hemos de añadir que la mutación constitucional no es, por sí misma, un fenómeno
deseable; acaso la que menos reparos despierta es la proveniente de la evolución interpretativa.
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Epígrafes que entran en el examen (Cuota Tenorio) 2022/23 Angy
Los colonos americanos plasmaron esta idea, no del todo nítida, en la Declaración de Independencia (1776) y
en las constituciones de los flamantes Estados, - como los de Connecticut, Massachusetts y New Hampshire,
así como en la Constitución federal de 1787; y Pueden extraerse bastantes notas sobre el poder constituyente
en los artículos de El Fede que intentaban persuadir de la conveniencia de ratificar dicho texto constitucional.
Ahora bien, la primera construcción teórica sólida es debida a Sieyês, quien en varios escritos e en la Asamblea
Constituyente; pero muy especialmente en su obra-manifiesto ¿Qué es el tercer estado? defiende la existencia
de un poder constituyente distinto de los clásicos poderes montesquinianos (legislativo ejecutivo y judicial). La
diferencia reside en que aquél es un poder que radica en la nación, en virtud del cual se dota de una
Constitución, mientras que los otros poderes están regulados en ésta. El poder constituyente, por tanto, es
trasunto de la soberanía. Su titular es la nación, que lo ejerce por medio de representantes elegidos expresa y
exclusivamente para este fin, debiendo abstenerse, dice Sieyês, de ejercer otros poderes distintos.
La evolución decimonónica nos deparó otra interesante construcción no democrática del poder constituyente:
la del liberalismo doctrinario, que rescató de la historia la idea del pacto entre Rey y Reino, propio de la
monarquía preestatal, y cifró en él el poder constituyente: el Rey y el Reino (o la nación, representada por un
Parlamento oligárquico y estamental) acuerdan una Constitución (Constitución pactada).
La doctrina democrática del poder constituyente reapareció en Francia con la revolución de 1830 y, con
avances, retrocesos y eclipses, se ha mantenido desde entonces. No ocurrió así en Alemania. Tampoco en
España, salvo durante la intermitente vigencia de la Constitución gaditana y el sexenio revolucionario (1868-
1874).
Su titular, por tanto, es el pueblo, bien lo ejerza directamente, bien mediante representantes. Cuanta mayor y
más directa sea la intervención del pueblo en su ejercicio, tanta mayor frescura democrática alcanza en teoría
a la Constitución y al régimen que instaura. Cualquier observador sabe diferenciar grados y matices entre una
Constitución aprobada exclusivamente por un Parlamento ordinario y otra en la que el pueblo ha intervenido
doblemente: una vez para elegir un Parlamento Constituyente, y otra para aprobar la Constitución mediante
referendo.
Los caracteres del poder constituyente se infieren de su concepto y del concepto de soberanía popular:
a) Es un poder originario o radical; esto es: tiene su raíz en el propio pueblo sin instancia intermedia
alguna.
b) Es extraordinario: actúa sólo en momentos fundacionales o de cambio político de cierta entidad.
c) Es permanente, aunque, por lo dicho anteriormente, de ejercicio discontinuo.
d) Es unitario e indivisible en el sentido y en la medida en que lo es su titular, el pueblo.
e) Es inalienable, como lo es la soberanía y todo elemento del Estado.
f) Su ejercicio no tiene más condición que la democracia, tanto en el procedimiento seguido como en el
resultado final. En primer lugar, el pueblo ha de tener alguna intervención, aunque sea indirecta o
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Epígrafes que entran en el examen (Cuota Tenorio) 2022/23 Angy
representativa, pero el procedimiento constituyente ha de ser respetuoso con las minorías y con los
principios básicos de los debates parlamentarios en regímenes democráticos. En segundo término, el
resultado ha de ser una Constitución que instaure, sostenga o refuerce la democracia; o, dicho más
rotundamente, su objeto ha de ser una Constitución que lo sea realmente y no un disfraz de la
autocracia„ en cuyo caso puede haber un acto de soberanía, pero no del poder constituyente porque
no tiene por objeto una Constitución.
4.3. TIPOLOGÍA
Todo lo dicho hasta aquí está formulado sin diferenciar entre posibles tipos de poder constituyente, como si el
único modo de expresión de éste fuera la aprobación de una Constitución, Pero no cabe duda de que también
lo es la adopción de una reforma constitucional, Se acostumbra a llamar poder constituyente originario (o
genuino) al primero, del cual pueden predicarse todos los caracteres antes enunciados, y poder C0nstituyente
constituido al segundo, también llamado poder constituyente derivado o simplemente poder de reforma o de
revisión constitucional.
Como ya sabernos, las Constituciones flexibles son modificables Por el procedimiento legislativo común y las
rígidas, que son la casi totalidad en los regímenes demoliberales de nuestros días, exigen procedimientos
especiales.
La especialidad del procedimiento de reforma puede residir en la intervención de órganos creados o habilitados
al efecto, o bien en la exigencia de unos trámites distintos de los requeridos en el procedimiento legislativo.
La Constitución española vigente se ha revestido de una fuerte rigidez. podemos decir que es la más rígida de
todas nuestras constituciones, salvo la de 1812. En efecto:
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Epígrafes que entran en el examen (Cuota Tenorio) 2022/23 Angy
o Establece dos procedimientos de reforma en función del alcance de la misma. Podemos llamar reforma
ordinaria a aquella que, por ser parcial y no afectar a ciertas zonas del texto fundamental, sigue un
procedimiento no excesivamente costoso: aprobación por tres quintos de cada Cámara (en último extremo
puede bastar la mayoría absoluta en el Senado y de dos tercios en el Congreso), y referendo facultativo
(art. 167).
o El precepto siguiente, en cambio, protege especialmente algunas partes de la norma suprema y a ésta
como totalidad, Esas áreas especialmente protegidas son: el título preliminar, que contiene las definiciones
e instituciones básicas (no todas); la sección primera del capítulo ll del título l, que reconoce los derechos
fundamentales y libertades públicas, y el título ll, que regula la Corona En esta reforma agravada se
procede como sigue:
Aprobación de la decisión de reforma por dos tercios de cada Cámara.
Disolución de las Cortes y convocatoria de elecciones.
Nueva aprobación de la decisión de reformar por cada Cámara de las Cortes elegidas (al
no especificarse nada, debe bastar la mayoría relativa, aunque, a la vista del siguiente
paso, esta exigua mayoría sería estéril).
Aprobación del texto de reforma por dos tercios de cada Cámara.
Referendo obligatorio.
Dicho en términos muy simples, la reforma constitucional consiste en añadir algo a, suprimir algo de, o cambiar
algo en el texto constitucional. Pero el significado de esos tres verbos es muy distinto y, además, hemos de
atender a eso que se añade, se suprime o se cambia.
«La nación tiene el derecho imprescriptible de cambiar su Constitución declaró la Asamblea Constituyente
francesa de 1791, La Constitución francesa de 1793 decía: «Una generación no puede sujetar con sus leyes a
las generaciones futuras». Y Jefferson sentenciaba: «El poder constituyente de un día no puede condicionar el
poder constituyente del mañana». Esto último es lo que ocurre, como ha anotado P. Vega, cuando se establece
un procedimiento de reforma, pero mucho más hemos de añadir, cuando se pretende impedir la reforma total
o parcial del texto constitucional.
Seguramente fue Sieyès quien más tempranamente y con mayor alcance planteó el problema. “La nación
existe, ante todo, es el origen de todo. Su voluntad es siempre ley, es la ley misma”; por eso, «sería ridículo
suponer a la nación misma ligada por formalidades o por la Constitución»; y «no solamente la nación no está
sometida a una Constitución, sino que no puede estarlo y no debe estarlo»; «no puede perder el derecho a
cambiarla en el momento en el que su interés lo exija”.
Sin embargo, desde primera hora hubo Constituciones que contenían límites al poder de reforma, bien
materiales, bien temporales. Ejemplo clásico del primer tipo es el de la Constitución de Estados Unidos, que
considera irrevisable la paridad de representación de los Estados miembros en el Senado. Ejemplo del segundo
tipo es nuestra Constitución de 1812, que se declaró irreformable hasta pasados ocho años de estar en vigor
en todas sus partes.
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Epígrafes que entran en el examen (Cuota Tenorio) 2022/23 Angy
Un significado bien distinto tienen otros límites temporales, como son los referentes a momentos y situaciones
de anormalidad constitucional. La Constitución francesa vigente de 1958, como hacía su antecesora de 1946,
prohíbe la reforma Constitucional en caso de ocupación total o parcial del territorio por fuerzas extranjeras (es
evidente el recuerdo de la invasión nazi durante la Segunda Guerra Mundial); y la Constitución española,
artículo 169, prohíbe que se inicie una reforma constitucional (no que continúe una previamente iniciada) en
tiempo de guerra o durante los estados de alarma, excepción o sitio.
1. Las Constituciones francesas de 1946 y 1958 —como ya antes habían hecho las Leyes
Constitucionales de la III República— y la Constitución italiana vigente prohíben el cambio de la forma
política republicana. El texto francés vigente añade la integridad territorial.
2. La Constitución noruega prohíbe los cambios que vulneren el espíritu de la Constitución, permitiendo
sólo las reformas de preceptos concretos.
3. La Constitución alemana no permite la revisión de la forma federal, de la participación de los Lãnder
en el procedimiento legislativo, del principio de dignidad humana, de la esencia de los derechos
fundamentales y de varios principios contenidos en el art. 20.
4. Por lo demás, no siempre se protegen los valores democráticos: la Ley de Principios Fundamentales
del Movimiento del régimen franquista declaraba a estos permanentes e inalterables “por su propia
naturaleza”. Con razón decía Burke hace más de dos siglos que un Estado que no puede cambiar en
nada no tiene posibilidad de subsistir.
Barthélemy y Loewenstein les niegan toda eficacia jurídica. Kelsen les reconoce validez jurídica, pero poca
eficacia: una Constitución que afirma ser irreformable lo es jurídicamente, pero, en el terreno de la realidad, es
evidente su posible reforma.
Vedel estimaba que tales cláusulas, como normas constitucionales que son, pueden ser reformadas por el
procedimiento establecido en el propio texto constitucional. Ésta fue precisamente la vía seguida en España
en la transición de la dictadura a la democracia (1976-1978): las leyes fundamentales del régimen franquista
fueron derogadas por el procedimiento establecido en ellas (concretamente en la Ley de Sucesión de 1947) y
se procedió después a redactar una Constitución de nuevo cuño.
El planteamiento de Schmitt es diferente y acorde con su distinción entre Constitución y leyes constitucionales:
los cambios en la Constitución han de ser introducirlos en estas leyes constitucionales, pero la Constitución
(las opciones políticas fundamentales que identifican el régimen político) permanece, salvo que se decida
cambiar de Constitución. Burdeau se situó en posición similar: la Constitución contiene una idea del Derecho;
se pueden modificar preceptos concretos, pero cambiar la idea de Derecho es cambiar de Constitución.
El establecimiento de límites a la reforma constitucional, tanto temporales como materiales, es más bien propio
de procesos constituyentes revolucionarios cuyos frutos se pretende perpetuar, lo que normalmente resulta
inútil. A mi juicio, con la excepción que expondré después, una norma que niega la soberanía popular —pues
a eso equivale la intangibilidad constitucional— no tiene cabida en un Estado democrático. Más aún: una tal
prohibición no es norma jurídica, sino una declaración política, no debiendo prevalecer la torpe argucia de
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Epígrafes que entran en el examen (Cuota Tenorio) 2022/23 Angy
incluirla en el texto constitucional. Pues n o toda palabra o frase contenida en una Constitución es norma
constitucional, sino aquellas que, al menos, tienen estructura normativa y ofrecen soluciones jurídicas para
problemas jurídicos.
Por ejemplo, no son normas jurídicas/ por utilizar conceptos fuera del alcance del Derecho, las siguientes, entre
otras muchas:
- el artículo 124 del documento de Bayona, que decretaba una alianza perpetua de España con Francia.
- el artículo 174 de la Constitución española de 1812, que, de modo parejo establecía un sistema
perpetuo de sucesión a la Corona;
- el artículo 12 de la misma Constitución, que declaraba la religión católica apostólica romana como
única verdadera; el ya aludido artículo 10 de la franquista Ley de Principios Fundamentales del
Movimiento, que los consideraba permanentes e inalterables por su propia naturaleza, en fin, el artículo
10 de la Constitución japonesa de 1889, que consideraba eterna la Dinastía de sus emperadores.
Y ello es así porque ni la eternidad, ni la metafísica, ni las definiciones religiosas son materia jurídica. A lo más,
son deseos, declaraciones políticas, cuando no pura literatura, casi siempre de ingrata lectura. Lo mismo
sucede con las cláusulas de intangibilidad que estamos considerando.
A mi modo de ver, este escorzo del texto constitucional español dista mucho de ser contradictorio, Lo
desacertado quizás esté en la selección de materias especialmente protegidas, que explicitamos más adelante,
Pero el hecho de que la Constitución admita su reforma total y luego la dificulte no es sino un modo de mostrar
la defensa del régimen democrático que establece, de sus valores, de sus opciones políticas fundamentales,
de los derechos fundamentales que reconoce y garantiza.
I. CAMBIOS EN LA CONSTITUCIÓN:
- la mera corrección de un término poco afortunado por Otro más preciso, la corrección de una repetición
o de una antinomia;
- la adaptación del texto a un tratado o a una disposición supranacional;
- la adición de un órgano con su correspondiente función, p: ej. un órgano consultivo qué no figuraba en
el texto inicial.
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El buen juicio dicta que cada uno de estos tres grupos de supuestos merece un tratamiento jurídico diferente:
o Introducir cambios en la Constitución, como los referidos, es una actividad jurídica lícita y en algunos
países frecuente, que únicamente ha de observar el procedimiento establecido para ello en la propia
norma suprema, por lo que no debería estar sometida a dificultades especiales.
Como dijo de Otto, cuanto menor sea la incidencia de un precepto en el desenvolvimiento del régimen
democrático, menos justificación tendrá su rigidez.
o Cambiar de Constitución resulta menos frecuente y es propio del final de un proceso revolucionario,
pero igualmente lícito si cumple las formalidades prescritas. Como se trata de alterar alguna pieza
básica (por ejemplo, la forma política), requiere lógicamente procedimientos más gravosos dada su
trascendencia.
o Cambiar a un régimen no constitucional y, por tanto, no democrático, es decir, cambiar a una
autocracia, a un totalitarismo, a una dictadura es una actividad ética y jurídicamente ilícita. Llegado el
momento, se hará el cambio, pero debe quedar claro que tal operación no es propiamente una reforma
democrática ni constitucional, puesto que el resultado nada tiene que ver con un régimen constitucional
democrático. (Volveremos sobre ello cuando estudiemos la democracia como método). Estamos, pues,
ante un cambio de régimen que estudia la Ciencia Política, pero no ante una reforma constitucional
que sea materia de estudio de seguir variando el texto vigente (que ya no sería una Constitución) en
apenas dos o tres artículos; incluso cambiando uno solo.
o Dejamos para el final el cambio consistente en la limpia adición de un derecho de nueva generación o
de una garantía. Como defendía Condorcet hace más de dos siglos, esta operación debería poder
hacerse con suma facilidad; a mi juicio, con una simple votación parlamentaria pues no hace sino
robustecer la Constitución y la democracia. Carece de sentido que sea igualmente costoso el
procedimiento que debe seguirse para introducir un nuevo derecho o garantía que para suprimirlos.
1.1. INTRODUCCIÓN
Como hemos estudiado en el capítulo anterior, la supremacía de la Constitución como fuente del Derecho, su
rigidez y el control de la constitucionalidad de las leyes son tres conceptos y estadios jurídicos diferenciados,
aunque próximos entre sí. Su recapitulación resumida en este momento puede ser útil como introducción al
estudio de la Justicia constitucional.
1. Por ser la Constitución la norma suprema de cada Ordenamiento jurídico suele ser rígida.
2. La rigidez constitucional obliga a los poderes constituidos a reformar previamente la Constitución por
el procedimiento establecido si quieren legislar sobre una materia de modo disconforme con las líneas
maestras del texto fundamental.
3. Algunos ordenamientos jurídicos, para el caso de que, a pesar de todo, se legisle contra lo dispuesto
en la norma suprema, disponen de un sistema de control mediante el cual se «juzga» si la ley en
cuestión es o no ajustada a la Constitución.
4. La institucionalización de ese sistema de control es lo que se denomina juris-dicción constitucional o
Justicia constitucional.
Nada sorprende, pues, que en la Justicia constitucional se concentren, como en una última síntesis, todos los
problemas de la juridificación de la política, o, dicho de otro modo, todo el problema del Estado de Derecho.
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Posteriormente los constituyentes americanos construyeron un sistema representativo sin ubicar la soberanía
en el Parlamento ni en la ley, sino haciendo decir a la Constitución de sí misma que es el Derecho supremo de
la Tierra. En función de esa supremacía, la Enmienda I de la Constitución estadunidense limitó la potestad
legislativa del Congreso. El juez quedó más fuertemente vinculado por la Constitución que por la ley. El juez
Marshall, en 1803, en el caso Marbury contra Madison, seguramente el más famoso de toda la Historia,
construyó la teoría de la revisión judicial de las leyes.
Era lógico, según se dice, que todo ello encontrara su acomodo mejor en el sistema jurídico anglosajón por la
supremacía de la decisión judicial respecto de la ley como fuente del Derecho en virtud de la fuerza vinculante
del precedente. Pero estas reconstrucciones teórico-históricas dejan sin plausible explicación el hecho de que,
en un sistema de supremacía de la jurisprudencia como fuente del Derecho, el juez esté supraordinado a la ley
pero subordinado a la Constitución, Menos explicado aún queda el hecho de que el triunfo del principio de
soberanía parlamentaria, igualmente imperante a un lado y otro del Canal, dé origen en el Continente a la
supremacía del Derecho escrito y coexista en las islas con un sistema de Derecho consuetudinario,
convencional y judicial. Y permanece en el arcano por qué, si la revisión judicial se erigió desde la contundente
sentencia de Marshall en una pieza central del sistema político de Estados Unidos, llevó tan lánguida vida hasta
después de la Guerra de Secesión.
En la base de esta construcción, estaba el dogma rousseauniano de la voluntad y su infalibilidad. Por eso,
cuando, andando el tiempo, se abandonó esta tesis voluntad general se identificó con la de la mayoría, la cual
actúa sin desprenderse de sus intereses particulares, se hizo necesario impedir que esa mayoría violara la
Constitución y se instauró entonces el control de constitucionalidad de las leyes.
Están bien trabadas osas explicaciones. ocurre/ sin embargo/ que los «infalible9 parlamentos europeos han
sido siempre poco rousseaunianos, pues no puede serlo una Cámara oligárquica, elegida con sufragio
censitario y no sometida a mandato de los electores. Y Sucede igualmente que esos electores eran los
Propietarios y las personas pertenecientes a categorías sociales asimiladas.
Además, es preciso tener en cuenta otros factores decisivos. En Estados Unidos fue particularmente importante
el federalismo, para instaurar la revisión constitucional de las leyes; después, el triunfo del Norte federal sobre
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Epígrafes que entran en el examen (Cuota Tenorio) 2022/23 Angy
el Sur confederal tuvo mucho que ver con el renacimiento de dicha revisión como mecanismo de afianzamiento
de la Unión frente a los poderes legislativos de los Estados miembros.
Por lo que se refiere a Europa, el punto de partida revolucionario era similar al americano. La Declaración de
Derechos de 1789 contenía en su Preámbulo expresiones acerca de que los derechos naturales deben ser
conservados y son límite de la ley, pudiendo ser contrastados los actos del Poder Legislativo con los fines
políticos que debe seguir. La Constitución de 1 791 prohibía al Poder Legislativo hacer leyes que atentaran u
obstaculizaran el ejercicio de los derechos naturales y civiles garantizados por ella. Y no es ocioso recordar
que Sieyês propuso en 1 795 la creación de un Jurado Constitucional, posteriormente acogido por la
Constitución del año VIII.
Restauración acaecida en el vecino país consagró el principio monárquico y su traducción como cosoberanía
monárquica, lo que significaba que el Rey era fuente del poder y de la Constitución, con lo que quedó arruinada
la concepción anterior de la supremacía de ésta.
Pues bien, en la muy tardía recepción europea de la Justicia constitucional tuvo un Peso no desdeñable la
extensión del sufragio hasta alcanzar su universalidad. La progresiva consolidación de los partidos obreros
como partidos de masas fue vista como del fatal destino socialista de la democracia. Es entonces cuando
adquieren funcionalidad todas las cortapisas que se colocaron al Parlamento, Oh lo que es igual al principio de
mayoría.
El Parlamento, a medida que se democratiza, deja de ser considerado infalible; y la ley deja de estar adornada
con la cualidad de la racionalidad que la doc. trina había reconocido a la que producía el Parlamento oligárquico,
La inflexión del régimen Político demoliberal en este punto tuvo tres facetas complementarias entre sí:
Como la mayoría podía ser distinta de los intereses dominantes, era preciso racionalizar al Parlamento
(para evitar decisiones caprichosas) y reforzar al Ejecutivo.
Por si esa «racionalización» parlamentaria no fuera suficiente, se instituyó una segunda, por la cual su
principal potestad, la legislativa, podía ser sometida a la «razón» del Derecho, encarnada por un
Tribuna/ Constitucional.
Y todavía se rescataron de la historia las instituciones de democracia directa como modo de sortear al
Parlamento o corregirlo en esa misma potestad legislativa. ¿Se creía de verdad que las decisiones
directas del pueblo son más reflexivas y menos pasionales que las de las Cámaras?
En una palabra: se creía que, con sufragio universal, los intereses mayoritarios en la Cámara serían los
opuestos a los intereses económicos y sociales dominantes.
Todo esto no significa que dichos mecanismos hayan de tener siempre, necesariamente, tal funcionalidad.
Dependerá del resto de los elementos del sistema político.
En Estados Unidos, con una estructura social distinta, los mismos elementos políticos (sistema representativo,
sufragio censitario, etc.) dieron un juego diferente y no fue necesario ese viaje de ida y vuelta, de ascenso y
freno del poder parlamentario. Si alumbraron antes un control de constitucionalidad de las leyes, la causa reside
principalmente en el federalismo, aunque no sólo en él.
Como ha escrito M, A. Aparicio, la jurisdicción constitucional, lo mismo que suele ocurrir con tantas otras
instituciones, «no es un producto especial de un genial acto de creación de mentes privilegiadas, sino de
necesidades sociales y políticas concretas' que luego va adquiriendo sus perfiles propios». Estados Unidos
tuvo una evolución histórica diferente de la europea debido, de una parte, a la organización federal del poder
y, de otra, al sistema social mesocrático existente, más homogéneo, menos fraccionado, que ha dado lugar a
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un menor aristamiento ideológico y a la vigencia más que bisecular del texto fundamental de 1 787 sin
necesidad de que la Unión estuviera «constituyéndose» intermitentemente.
No es casual, por eso mismo, que su recepción europea tenga lugar al abrigo de nuevas formas federales y,
concretamente, en la Constitución federal austriaca de 1920 y, más adelante, en la Constitución alemana
vigente. Incluso cabe añadir que los Estados no estrictamente federales que se suman a la experiencia son
fuertemente descentralizados, como sucede en Italia y en España; y el que tarda más en sumarse, Francia, es
muy centralizado.
A esa distinta evolución en Europa y en Estados Unidos han contribuido también concepciones político-
ideológicas, como la desconfianza de los revolucionarios franceses respecto de los jueces y una similar
americana para con el Poder Legislativo.
Tras la Segunda Guerra Mundial, el planteamiento cambia de signo en Europa, pues, junto a otros estímulos,
como el ya mentado de la organización territorial compleja del Estado, ha sido determinante la reacción frente
al totalitarismo de la etapa inmediatamente anterior. Es por eso también explicable que Estados de más larga
y acreditada experiencia democrática, como las monarquías parlamentarias europeas (el caso inglés obedece
a otras razones), no hayan sentido la urgencia de dotarse de una jurisdicción constitucional como garantía
última; o que, de igual manera, Francia haya tardado tanto en incorporarlo: en un principio dispuso el control
C0nstitucional previo de las leyes orgánicas, y en 2008 lo ha extendido a las leyes aprobadas directamente en
referendo en los casos en que el Presidente utilice esta facultad.
Los modelos de jurisdicción constitucional son el estadounidense y el kelseniano que responden a una lógica
institucional distinta.
El poder legislativo del Congreso dice la sentencia, ha sido constitucionalmente definido y limitado; y, para que
estos límites no puedan ser falseados u olvidados, la Constitución ha sido fijada por escrito. No hay solución
intermedia: o la Constitución es la ley suprema que no puede ser variada por medios ordinarios o está en el
nivel de las leyes ordinarias; si la primera proposición es cierta/ una ley contraria a la Constitución no es
Derecho; y si lo es la segunda, las Constituciones escritas son intentos absurdos de limitar al poder. El deber
de los jueces es declarar lo que es Derecho y si dos normas están en conflicto entre sí, deben decidir cuál es
la aplicable. Si una de ellas es la Constitución, los jueces deben respetarla porque es superior. Pretender lo
contrario es obligar a los jueces a incumplir la Constitución.
En consecuencia, el juez, debe inaplicar la ley inconstitucional. No puede anularla, porque ello sería función
legislativa (legislación negativa, como la derogación), que sólo al Congreso compete. De manera que, en
principio, esta decisión judicial solamente tiene efectos respecto del litigio concreto que se sustancia ante el
juez y la ley en cuestión puede ser aplicada en otro caso por otro órgano judicial.
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Sin embargo, la fuerza vinculante del precedente en el sistema jurídico anglosajón, y en el estadounidense,
dota a la relación entre ley y jurisprudencia de un sentido especial, según el cual, si el justiciable recurre contra
la decisión judicial ante el Tribunal Supremo y éste aprecia igualmente la inconstitucionalidad de la ley, tal
resolución vincula a todos los jueces de la Unión, los cuales no podrán aplicar dicha norma en el futuro. Es en
este punto donde converge este sistema con el kelseniano, pero salvándose el principio de separación de
poderes de la Constitución estadounidense, que es más rígido que en las Constituciones europeas.
Este sistema es denominado de jurisdicción difusa porque el control corresponde a todos los jueces y
tribunales, si bien el Tribunal Supremo lo ejerce con efectos para todo el territorio de la Unión cuando aborda
problemas generales.
Para Kelsen, la Constitución no contiene, hablando con propiedad, normas directamente aplicables por el juez,
sino mandatos o prohibiciones dirigidos al legislador• La Constitución es ejecutada por la ley, y ésta, por la
sentencia del juez. Ahora bien' el juez no puede inaplicar la ley, Es necesario, pues, un órgano no inserto en el
poder Judicial a fin de controlar la constitucionalidad de las leyes e invalidarlas si a ello hubiere lugar, Tal
órgano, el Tribunal Constitucional, aunque de naturaleza jurisdiccional, tiene una función de legislador negativo
cuando expulsa del ordenamiento jurídico las leyes no ajustadas a la Constitución.
En este modelo, la declaración de inconstitucionalidad de un precepto legal tiene efectos generales, tanto
respecto de los ciudadanos como de los poderes públicos y de las causas o litigios pendientes en los que dicho
precepto sea aplicable, pero no respecto de los casos ya juzgados conforme a una normativa todavía no
declarada inconstitucional (si bien esto, en la práctica, admite excepciones).
La construcción kelseniana comporta una cierta alteración de algunos elementos del régimen demoliberal,
según se venía entendiendo éste hasta entonces en Europa. En efecto, la soberanía no se residencia ya en el
Parlamento, sino en el Ordenamiento jurídico, o en el Estado (para Kelsen son expresiones sinónimas). El
principio de separación de poderes queda conformado de un modo distinto del clásico: el poder legislativo
reside realmente en dos órganos, de los que al Parlamento se le atribuye la legislación positiva (hacer las leyes)
y al Tribunal Constitucional corresponde parcialmente la legislación negativa (anularlas). En cierto modo, la
posición de este órgano, como dice el Tribunal Constitucional español de sí mismo, es la de la custodia del
poder constituyente que se plasma en la Constitución.
Ni el constitucionalismo posbélico ni el más reciente han acogido el sistema kelseniano, salvo por lo que se
refiere a la concentración de la jurisdicción. Pero incluso ésta ha quedado muy matizada en Italia, Alemania y
España. Así, pues, en general puede hablarse de una cierta convergencia entre ambos, más por aproximación
del kelseniano al estadounidense que viceversa.
De otro lado, la Justicia constitucional ha incorporado en Austria, Alemania y España una competencia de gran
relevancia, cual es la protección de los derechos fundamentales. Pueden instar dicha protección los propios
ciudadanos que consideren violado un derecho fundamental suyo por una actuación de los poderes públicos.
Esa reclamación individual recibe en nuestro país el nombre de recurso de amparo.
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Como indica Pérez Royo, tal función es ajena a la idea inicial de la Justicia constitucional pues no depura el
Ordenamiento jurídico de leyes inconstitucionales, sino que consiste en una función jurisdiccional, Ahora bien,
en esta protección última de los derechos hay asimismo una afirmación de la supremacía de la Constitución
como norma. Así lo dice el propio Tribunal Constitucional español.
En conclusión, la convergencia es evidente hasta el punto de que algún autor, como Fernández Segado, estima
que la concepción kelseniana del “legislador negativo” ha quebrado frontalmente y se ha producido una mezcla
de los actuales sistemas de control constitucional.
¿Estamos ante una función política o jurisdiccional? La doctrina se sitúa a partes iguales en una u otra posición,
o bien en tesis intermedias o eclécticas. Entre estas últimas podemos señalar:
❖ La que estima que un Tribunal Constitucional es un órgano jurisdiccional por su procedimiento y político
por su función.
❖ La que sostiene que es de naturaleza irreductible a los clásicos poderes montesquinianos.
❖ La que detecta en él elementos jurisdiccionales (impulso externo procedimiento, resoluciones en forma
de sentencias) y políticos (sistema de selección de sus miembros, invalidación de una norma legal).
Un Tribunal Constitucional es, como dice Panunzio, un órgano de cierre del sistema político al ser la suprema
garantía del Ordenamiento. O, como dice gráficamente Lucas Verdú, la autoconciencia de la Constitución.
Los argumentos en favor de la exclusiva naturaleza jurídica, judicial o jurisdiccional de los Tribunales
Constitucionales suelen adolecer de una concepción negativa de lo político como terreno propio de los
enfrentamientos partidistas, ideológicos, interesados. Pero no acertamos a comprender entonces por qué las
sociedades democráticas tienen Parlamentos y Gobiernos en los que se hace política; cuánto mejor sería,
según estos planteamientos, un Estado enteramente judicializado, en el que todo fuera razón y Derecho. Por
lo demás, esta concepción da por sentado que puede haber poderes estatales no políticos, lo cual es una
contradicción en los términos, pues el Estado es la organización institucional de una comunidad nacional con
poder político soberano.
La diferencia no reside en la politicidad o juridicidad de los órganos de poder, pues todos tienen de lo uno y de
Io otro en un Estado de Derecho, incluido naturalmente el Poder judicial, sino en la regulación de sus formas
de actuación y de los efectos de sus decisiones. El procedimiento de los órganos jurisdiccionales es
generalmente rogado y su actuación suele versar sobre un caso o litigio concreto, en tanto que los otros
órganos constitucionales son interdependientes y no actúan necesariamente sobre casos concretos, sino
normalmente sobre asuntos generales.
Otra diferencia estriba en la presencia de partes formalmente interesadas en el pro_ ceso judicial y su ausencia
—por lo común— en la actuación de los otros órganos constitucionales. En fin, los efectos de las decisiones
judiciales son directamente aplicables a esas partes personadas en el litigio, mientras que los efectos de las
actuaciones de los otros órganos de poder suelen ser generales o impersonales. Pero nada de ello desdice de
la naturaleza política de todas estas funciones estatales, como tampoco de su necesaria instrumentación
jurídica.
La supremacía de la Constitución como norma jurídica que vincula a todos los poderes públicos, incluido el
Parlamento, ha significado, dice García-Pelayo, el paso del Estado legal de Derecho al Estado constitucional
de Derecho, que no niega a aquél, sino que lo perfecciona. Aunque sea un tanto esquemáticamente, puede
decirse, añade el citado autor, que los preceptos que instauran el Tribunal Constitucional culminan el Estado
de Derecho porque constituyen el máximo intento de someter jurídicamente al poder político. Y, por seguir con
ideas esquemáticas, pero acaso sugerentes, podríamos decir que los Tribunales Constitucionales se sitúan,
salvadas las distancias y mudando lo mudable, en una posición similar al poder arbitral del monarca en las
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Epígrafes que entran en el examen (Cuota Tenorio) 2022/23 Angy
Constituciones decimonónicas, es decir, un poder neutral para resolver diferencias entre otros órganos
estatales.
No le falta razón, por tanto, a H. P. Schneider cuando habla de la naturaleza poliédrica de los Tribunales
Constitucionales, que pueden parecer órganos judiciales especiales, o bien órganos de modos operativos
políticos, o bien un cuarto poder que se suma a los tres clásicos. Según la tesis que se adopte en todos los
problemas descritos en las páginas anteriores, se situará la jurisdicción constitucional —dice este mismo
autor— por encima, por debajo o al mismo nivel de los otros órganos constitucionales• El único antecedente
español de la jurisdicción constitucional es el Tribunal de Garantías Constitucionales de la ll República. Hubo
antes dos intentos fallidos. Uno fue el Proyecto de Constitución Federal de 1 873, que confería el control de
constitucionalidad de las leyes al Tribunal Supremo. Otro, el del Anteproyecto constituci0nal primorriverista de
1929, que preveía su atribución al Consejo del Reino. El primer modelo no llegó a sustanciarse. El segundo
fue recogido por el régimen franquista' aunque atribuía la resolución final del recurso al Jefe del Estado; la
naturaleza no jurisdiccional de estos órganos, junto a la enorme distancia entre aquellas Leyes Fundamentales
y una Constitución que merezca dicho nombre, impiden ver en dicha institución un verdadero antecedente de
la actual jurisdicción constitucional.
La Constitución española vigente ha optado por un órgano especial, separado del poder Judicial, para
residenciar en él la jurisdicción constitucional en sentido estricto. Su regulación constitucional y legal lo ha
configurado como órgano jurisdiccional y político.
1. el control de constitucionalidad de las leyes y normas con rango de ley (decretos-leyes, decretos
legislativos, leyes autonómicas/ reglamentos parlamentarios, tratados internacionales, estatutos de
autonomía regionales etc.);
2. la resolución de los recursos de amparo;
3. la resolución de los conflictos de competencias entre los poderes centrales y los autonómicos;
4. la resolución de los conflictos entre órganos constitucionales (Gobierno, Congreso, Senado, Consejo
General del Poder Judicial y Tribunal de Cuentas). 5) otras competencias que le atribuyan las leyes.
Está regulado por el título IX de la Constitución y por la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional. El
constituyente aprobó dicho título por unanimidad y sin apenas debate. La Ley Orgánica fue aprobada un año
más tarde por el procedimiento de urgencia, entrando el Tribunal a ejercer sus funciones unos meses más
tarde. Dicha Ley lo caracteriza por ser el supremo intérprete de la Constitución.
El constituyente buscó crear un órgano que respondiera, en términos generales, a las corrientes de opinión
existentes en España, pero preservando su independencia. Le quiso dar estabilidad temporal, pero también
previó su renovación parcial periódica. Se compone de doce miembros, propuestos por el Congreso de los
Diputados (4), el Senado (4), el Gobierno (2) y el Consejo General del Poder Judicial (2) de entre juristas de
reconocida competencia con más de quince años de ejercicio profesional y nombrados por el Rey. No hay
suplentes, por lo que el cargo es estrictamente personal. El Presidente y el Vicepresidente son elegidos por los
miembros componentes del Tribunal de entre ellos mismos y nombrados también por el Rey.
Tres facetas de su estatuto jurídico contribuyen a dotarlo de independencia. De un lado, que los magistrados
seleccionados por las Cámaras parlamentarias han de obtener la votación favorable de tres quintos de sus
miembros, lo que obliga a tener en cuenta el parecer de la Oposición, De otro, que su mandato es de nueve
años (superior a dos legislaturas), si bien se renueva por tercios cada tres años. Por eso, puede darse el caso
de que durante una legislatura las Cortes no hagan ninguna propuesta de nombramiento y que, en cambio, en
otra se hagan dos, una por el Congreso de los Diputados Y otra por el senado y tengan un signo político
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diferente, Por último, nen las incompatibilidades y la inamovilidad de los jueces y la inviolabilidad y fuero
especial de los parlamentarios.
Actúa en Pleno, en Salas (3) y en Comisiones (6). Los recursos y cuestiones de inconstitucionalidad se
sustancian en Pleno; los recursos de amparo, en Sala; y la admisibilidad o no de estos recursos se decide en
Comisión. Pero el Pleno puede siempre recabar para sí, en cada caso, las competencias atribuidas a los
órganos internos. Las resoluciones ser adoptan por mayoría, teniendo el Presidente (del Pleno o de la Sala)
voto de calidad para dirimir el empate, lo que es importante por el número par de miembros del Tribunal.
Los tipos de control existentes en el Derecho comparado obedecen fundamentalmente a tres criterios: el
momento en que se realiza, la vía utilizada y el aspecto que se enjuicia.
Tanto el recurso como la cuestión son modos de enjuiciamiento de normas con rango de ley. Lo más usual es
que se enjuicien preceptos concretos de tales normas. La finalidad principal es el control y la afirmación de la
supremacía de la Constitución, más la correspondiente privación de efectos de los aludidos preceptos que le
sean contrarios, los cuales son expulsados del Ordenamiento jurídico (lo mismo ocurre si son leyes completas
las sometidas a control, lo que es inusual). Pueden tener otros efectos alternativos, pero los señalados son los
más propios del sistema.
Ahora bien, ni el recurso ni la cuestión propician un juicio de valor sobre la oportunidad de una ley, pues ello
corresponde a las distintas opciones políticas dentro del pluralismo existente en toda democracia y se decide
en sede parlamentaria o gubernamental. Así, pues, la función de uno y otra se circunscribe a poner en marcha
el «enjuiciamiento» constitucional de una ley.
En el Derecho comparado histórico se daba una correspondencia entre el modelo procesal y el orgánico de
jurisdicción constitucional, de manera que en el sistema europeo de jurisdicción concentrada sólo había recurso
de inconstitucionalidad o control por vía de acción, en tanto que el control por vía de excepción se correspondía
con el sistema americano de jurisdicción difusa. Sin embargo, desde la reforma de la Constitución austriaca en
1929, los sistemas concentrados han ido admitiendo progresivamente la vía de excepción o cuestión de
inconstitucionalidad que un órgano judicial ordinario eleva el Tribunal Constitucional. La Constitución española
responde a esta evolución y mitiga la concentración de su sistema de jurisdicción constitucional con la admisión
de dicha vía incidental.
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En puridad, en la teoría kelseniana no tiene cabida la inconstitucionalidad material, sino sólo la formal.
Efectivamente, si la Constitución es pura forma, concretamente la norma que regula la elaboración de las leyes
o de las demás normas designando los órganos encargados de ello, basta con que éstas respondan a tal
condición para que no les sea reprochable inconstitucionalidad alguna y el resultado sería, en su caso, una
mutación constitucional.
El Bill de Derechos de 1689 muestra una perspectiva parcialmente diferente a otros documentos. Su misma
presentación a la firma del Rey significó la consideración del respeto de los derechos como centro de la
justificación del poder político, hasta el punto de haber provocado una revolución y un cambio dinástico.
Entre los derechos cuyas garantías más fuertemente exigía se encontraba el de propiedad. La principal
garantía reivindicada frente al poder era el consentimiento de los impuestos manifestado por los representantes
de los propietarios en el Parlamento. Ninguna contribución sin representación era el principio esgrimido. Pues
bien, si la libertad religiosa fue vivero de derechos, el consentimiento de los impuestos fue el origen del
parlamentarismo. Uno y otro estuvieron presentes de manera determinante en las declaraciones americanas
de derechos.
Las declaraciones de Virginia (1776) y de otros cinco Estados proclamaron la libertad, la propiedad, la
seguridad y la libertad religiosa como misión principal del Estado.
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Proclamaron además la igualdad de los hombres y las libertades electoral y de imprenta. La Declaración de
Independencia, de 4 de julio de 1776, consideró derechos inalienables la vida, la libertad y la búsqueda de la
propia felicidad.
Contenían estos documentos también principios políticos del régimen que instauraban, fundamentalmente dos:
soberanía nacional y gobierno de la mayoría.
La Constitución federal de 1787 carecía de una declaración de derechos. Sin embargo, podemos verlos
apuntados en los límites del poder federal y de los Estados miembros. Las diez primeras Enmiendas a la
Constitución, que fueron aprobadas en los años inmediatos, configuraron una tabla de derechos con el mismo
tratamiento de límites del poder.
Efectivamente, el pensamiento ilustrado francés era bien conocido en América y los acontecimientos
americanos eran seguidos en Francia con sumo interés. Como servó Tocqueville, los padres fundadores
americanos pusieron en práctica doctrinas de los pensadores franceses. Unos y otros estaban imbuidos por el
humanismo y el individualismo del hombre moderno, por el espíritu de tolerancia, por el iusnaturalismo y por el
contractualismo.
A ambos lados del Océano se profesaba la creencia fisiocrática en un orden social natural que el Estado debía
traducir en Derecho positivo, dejando que el mundo marchara por sí mismo; es decir, se separaban la esfera
de la vida privada (la sociedad civil, cuyos ingredientes principales son la religión y la propiedad) y el Estado,
el cual encontraba en aquélla un límite infranqueable. Sobre ese fondo común, en América influyó
decisivamente el utilitarismo, la ética protestante y el common law inglés, y en Francia el racionalismo.
La Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 está hecha con un aliento racionalista,
dogmático, universalista y mesiánico que evidencia la plena conciencia de sus redactores de estar alumbrando
una nueva era. Hauriou la llamó «el evangelio de los tiempos modernos».
1. El sujeto de los derechos es el hombre, todo hombre, el ciudadano, todo ciudadano de cualquier
Estado, porque son derechos naturales, inalienables e imprescriptibles.
2. Estos derechos —de los que la Declaración destaca la libertad, la propiedad, la seguridad y la
resistencia a la opresión— son anteriores a la sociedad y al Estado. Precisamente la finalidad de éstos
es conservarlos.
3. El Estado debe adoptar la forma de organización acorde con dicha finalidad. Dos principios aparecen
como inexcusables: la soberanía nacional y la división de poderes.
4. La ley es la expresión de la voluntad general (de la soberanía nacional). Todos los ciudadanos tienen
derecho a concurrir, personalmente o por medio de representantes, a su formación. Por eso la ley se
erige en criterio de la libertad. A ella le está reservada la regulación de los derechos.
5. La libertad del hombre no es abstracta, sino que se proyecta en un haz de libertades concretas, entre
las cuales las de mayor carga política son, además de las antes mencionadas, las de opinión y
pensamiento y su libre comunicación, incluyendo la libertad de imprenta; pero no se reconoce el
derecho de asociación
6. Los hombres no sólo son libres, sino también iguales. La ley debe ser la misma para todos. Todos son
igualmente admisibles a los cargos públicos sin otra distinción que su mérito y capacidad. Es el clásico
principio de igualdad ante la ley.
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Aunque la Declaración francesa es también individualista, como las americanas, pues contiene sobre todo
derechos de libertad frente al Estado/ su insistencia en la igualdad denota en ella una toma de posición distinta
en parte, La diferencia se hace mayor en la Declaración de Derechos de 1 793, La de Virginia declaraba la
búsqueda y la obtención de la felicidad y de la seguridad como una tarea individual. La francesa de 1793 dice
que «el fin de la sociedad es la felicidad común»; proclama que «los seguros públicos son una deuda sagrada;
la sociedad debe subsistencia a los ciudadanos desafortunados»; «la educación es una necesidad de todos y
la sociedad la debe por igual a todos sus miembros».
Tras la Restauración, el dominio que el liberalismo conservador ejerció durante buena parte del siglo XIX
determinó que la evolución de los derechos fuera lenta.
La trata de esclavos fue prohibida en 1794, pero restablecida en 1802. En 1833 fue prohibida en Inglaterra. En
España, a pesar de diversas prohibiciones, subsistió hasta 1880 (en Cuba). En Estados Unidos fue abolida en
1865 por la Enmienda XIII a la Constitución, pero tardó en desaparecer de hecho.
Los horrores de las guerras y de los regímenes totalitarios y dictatoriales del siglo XX y muy principalmente los
cometidos durante la Segunda Guerra Mundial provocaron en vencedores y vencidos una fuerte conciencia de
la necesaria irrepetibilidad de los mismos. Citemos, a mero título de ejemplo, los siguientes:
No obstante, aquel buen propósito, que dio como noble resultado la Declaración Universal de Derechos de
1948, el proceso descolonizador, la transformación de regímenes totalitarios en democracias y el movimiento
de igualación de la mujer, entre otros logros importantes, no ha impedido nuevos episodios similares, como
En cuanto a los derechos de la mujer y a su aspiración a la igualdad, hubo movimiento feminista en el proceso
revolucionario francés, con una declaración derechos paralela: la Declaración de Derechos de la Mujer y de la
Ciudadana, que redactó Olimpe de Gouges en 1791. «La mujer nace libre y permanece igual al hombre en
derechos», reza su artículo 10. Fue guillotinada en 1793. Su texto era una denuncia de la famosa Declaración
del 789, que, a su entender, estaba redactada en clave masculina. Consta de 17 artículos y postula para las
mujeres, entre otros, los derechos al sufragio, al trabajo y a tener propiedades y administrarlas.
Mirabeau dijo con razón: «Mientras las mujeres no se involucren, no habrá una verdadera revolución». Sin
embargo, también en esto se impusieron los sectores menos abiertos. Los derechos políticos de la mujer se
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Epígrafes que entran en el examen (Cuota Tenorio) 2022/23 Angy
hicieron esperar hasta el siglo XX. Otros, como los laborales, económicos y culturales, aunque obtuvieron antes
un inicial reconocimiento parcial, no están alcanzando plena efectividad hasta el actual Estado social y
democrático de Derecho.
1. La primera generación está integrada principalmente por derechos individuales, que son libertades-
resistencia, libertades frente al Estado, más un muy limitado derecho de participación política. Su
fundamento reside en la concepción del hombre como individuo abstracto y la humanidad como género
integrado por individuos lados. Se considera suficiente el reconocimiento jurídico de los derechos sin
atención a los medios para hacerlos efectivos. Se trata, pues, de una concepción negativa de la
libertad, que sólo reclama la inhibición del Estado. Es la concepción propia del régimen liberal de la
primera mitad del siglo XIX.
2. La revolución (también francesa) de 1848 influyó en varias constituciones de la segunda mitad del
siglo. Se extiende el derecho de sufragio —incluso a veces se proclama su universalización, que, sin
embargo, era sólo masculina— y las libertades de más fuerte contenido político: las libertades públicas.
En cuanto a la libertad de asociación, hubo de superar una primera fase en la que constituir una
asociación era delito y una segunda en la que las asociaciones eran meros hechos sociales sin
relevancia jurídica, y terminó por ser reconocida muy avanzando el siglo.
Del mismo modo, por influencia de la Constitución francesa de 1848, se acentuaron las preocupaciones
sociales de las Constituciones de esta época. El hombre y la mujer, además de individuos, son
ciudadanos que tienen derecho a participar en las decisiones que conciernen a todos, así como a un
mínimo de condiciones sociales y económicas acordes con su dignidad.
3. La tercera generación está constituida por los derechos económico-sociales (sindicación, huelga,
salario mínimo, etc.) y por la transformación de otros derechos (por ejemplo, el de educación) en
derechos de prestación, en los que el Estado debe aportar las condiciones y elementos necesarios
para su efectividad.
El fundamento de estos derechos radica en una concepción diferente del hombre y de la libertad. El
hombre es un ser concreto, que se encuentra en una determinada situación social: trabajo, familia,
nivel de instrucción, asociaciones.
La libertad tiene un componente positivo muy importante. No se trata sólo de que el Estado no impida
al hombre actuar y desarrollarse, sino de que lo ayude para que pueda hacerlo. Bajo este prisma, los
derechos declarados no son ya una barrera levantada frente al poder público, sino una justificación de
las intervenciones de éste.
Aunque las tareas y misiones encomendadas por los textos constitucionales a los poderes públicos no
se convierten por sí solas en derechos subjetivos, sí están puestas al servicio de los derechos y
muestran que el Estado es cada vez más social y democrático. Retengamos algunas pautas
temporales:
a. La inclusión de estos derechos en textos fundamentales comenzó con la Constitución mexicana
de 1917.
b. La Declaración de Derechos del Pueblo Trabajador y Explotado, hecha en Rusia en 1919, ejerció
más influencia en el constitucionalismo demoliberal que en el propio país.
c. La Constitución alemana de 1919 acogió también derechos económico-sociales e influyó en el
constitucionalismo de entreguerras, como, por ejemplo, en la Constitución española de 1931.
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d. Las constituciones de la segunda posguerra (Francia, 1946 y 1958; Italia, 1947; Alemania, 1949)
los recogen y extienden, asignando a los poderes públicos unos cometidos específicos en el orden
productivo y distributivo.
e. Las constituciones de los años setenta del pasado siglo (Portugal, 1976; España,) 1978) precisan
los medios que debe prestar el Estado, extendiendo su intervención a nuevas facetas de la vida
social (por ejemplo, al medio ambiente).
Las dos últimas etapas coinciden con una intensa internacionalización de los derechos, a la que dedicamos un
posterior epígrafe.
4. Desde ese mentado constitucionalismo para acá y cada vez con mayor fuerza asistimos a la
emergencia de una nueva generación de derechos, aunque algunos aún no han superado la fase de
obligación de los poderes públicos. Podríamos denominarlos derechos de la solidaridad. Son los
derechos ecológicos, la extensión de la Seguridad Social a todos los ciudadanos y la profundización
de la igualdad mediante la protección más intensa de los sectores sociales secularmente
desprotegidos: la infancia la vejez, la mujer, las personas con discapacidad o con dependencia, las
minorías étnicas o religiosas, los inmigrantes, las personas con diferente orientación sexual... Cabe
hablar en este caso de acción positiva o afirmativa.
Pero, además, se está abriendo paso con rapidez un haz de derechos resultantes de la proyección de la libertad
a dos ámbitos que hasta ahora le habían sido ajenos o vedados: la vida y la muerte. De ahí, por un lado, las
reivindicaciones incesantes de todas las facetas del Bioderecho: reproducción asistida, clonación terapéutica,
selección de embriones, utilización de las células madre para usos médicos, etcétera; y, de otro, la cada vez
más extendida consideración de la eutanasia (pasiva e incluso activa) y del aborto como derechos personales.
La progresiva incorporación de estas reivindicaciones a los Ordenamientos jurídicos y su eficaz garantía (o, al
menos, de algunas de ellas, puesto que otras están todavía sometidas a fuertes discusiones científicas e
ideológicas) significará la plenitud del Estado social y democrático de Derecho. Su fundamento es la integración
individuo-sociedad-Estado: los dos primeros participan en el Estado y éste asume como tarea propia la
promoción y el progreso de la sociedad y de sus miembros, tanto individuales como colectivos, lo mismo dentro
que fuera de sus fronteras.
La principal distinción de formas políticas es la que afecta más de cerca y más fundamente a las personas,
aquella en la que los ciudadanos se juegan literalmente a su vida y su libertad; aquella, en suma, que descansa
en una concepción básica acerca del puesto del hombre en la comunidad política, acerca de la relación entre
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la libertad y la autoridad, entre el individuo y el todo social. A esta distinción podemos aplicarle la categoría de
régimen o sistema políticos.
Kelsen, y muchos tras él, lo denominan «formas de Estado» porque expresan la sustancia de éste, el proceso
jurídico de formación de su voluntad mediante la cual se crea el orden estatal como orden jurídico. Pero no es
inadecuado llamarlo régimen como hacemos aquí, porque éste es un concepto bastante amplio.
A partir de esta primera clasificación de las formas políticas, con todos los puntos intermedios que la realidad
depara, comienzan las diferencias dentro de cada una de ellas, lo que da lugar a otras subdivisiones. Y todavía,
después de hacerlas, cada Estado se singulariza respecto de otro u otros, dando lugar a tipos y subtipos.
No es fácil, por tanto, obtener una convención o acuerdo al respecto. A lo más que podemos aspirar es a
convenir una terminología inteligible y atenernos a ella.
El proceso democrático del poder es pluralista, dinámico y ejercido sobre una sociedad basada en la libertad y
en la igualdad; su funcionamiento es el de un Estado de Derecho. Por el contrario, en la autocracia el poder
tiene un solo titular, sea una persona, una asamblea, un comité o un partido político; su ejercicio también está
concentrado en unas solas manos y no soporta ningún límite ni control efectivo, como tampoco tolera ideologías
diferentes, menos aún contrarias a la oficial' La autocracia es la forma del absolutismo contemporáneo. Estas
formas políticas globales a la que llamamos regímenes pueden igualmente ser denominadas sistemas políticos.
Las democracias pueden variar por sus dosis internas de participación directa Y de representación, por el tinte
presidencialista o parlamentario de su diseño instituci0nal' por la forma monárquica o republicana de la Jefatura
del Estado y por la distribución territorial del poder. A su vez, aun siendo repúblicas parlamentarias Alemania
e Italia, y aun siendo Estados federales Alemania y Estados Unidos, cada uno responde de manera diferente
a los mentados conceptos.
De igual modo, la república es, en sí misma, mera forma de la Jefatura del Estado, caracterizada por su
electividad y temporalidad. Si le faltan esos elementos, no estamos propiamente ante una República, sino ante
una autocracia, que es un tipo de régimen.
Las monarquías y las repúblicas absolutas de antaño no eran propiamente formas de la Jefatura del Estado,
sino formas de Estado (regímenes políticos) porque abarcaban a todo el complejo de elementos que operaban
políticamente. Hoy hay que guiarse por lo que dicen sus adjetivos: monarquía parlamentaria, república
presidencial...
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Los subtipos más importantes son el Estado unitario, el federal y el regional, que en España suele ser llamado
autonómico porque las unidades políticas resultantes de esta organización han adoptado el nombre de
Comunidades Autónomas, están dotadas de autonomía política y funcionan con Gobierno y Parlamento
propios.
Mucho se ha discutido en sede académica acerca de si la monarquía y la república son formas de gobierno o
formas de Estado. La cuestión descansa en la conocida anfibología del término gobierno, que igual puede
referirse a un órgano de poder estatal que al régimen u organización política global, como sucede cuando se
habla de gobierno absoluto o gobierno representativo, o monárquico.
Sólo tomando Estado en sentido amplio y gobierno en sentido restringido, como Gobierno, pudo Bodino decir
—y tras él muchos teóricos— que las formas de Estado se identificaban por la titularidad de la soberanía. A
partir de tal entendimiento se ha planteado el problema en España a la hora de catalogar la monarquía.
La Monarquía es hoy una forma de la Jefatura del Estado. Éste parece ser el sentido que quiso dársele al
artículo 1.3 de la Constitución española, que dice: «La forma política del Estado español es la monarquía
parlamentaria». Lo que con ello se quiere significar es que es monárquica la Jefatura del Estado y parlamentario
el sistema de gobierno. El Rey, conforme a la Constitución española, es el titular de un órgano del Estado (su
Jefatura o, si se quiere, la Corona), al cual la norma suprema asigna unas funciones que debe desempeñar
(no unos poderes).
La cuestión puede solventarse de modo similar en relación con la república. Bien es verdad que hay repúblicas
presidencialistas en las que el Jefe del Estado lo es también del Ejecutivo. En estos supuestos (Estados Unidos
fundamentalmente) cabe incluso aseverar no es forma de gobierno, sino forma de Estado. Sin embrago,
entiendo que es república por su Jefatura del Estado y presidencialista por su sistema de gobierno. Por lo
demás, de la república parlamentaria puede decirse, mudando lo mudable, lo mismo que para la monarquía
parlamentaria.
Cariz diferente tiene el problema teórico de la supervivencia de la Jefatura del Estado como órgano estatal.
Kelsen negó su necesidad en una república democrática, Ahora bien, si república y monarquía son formas de
la Jefatura del Estado, Suprimir esta magistratura es suprimir dichas formas políticas, Habría régimen, sistema
de gobierno y forma territorial del Estado, pero no monarquía ni república. Circunscribiendo el problema al
régimen democrático, ¿se puede prescindir de la Jefatura del Estado?
Como ha estudiado Pérez Royo, tras la Revolución francesa, y a pesar de los princi pios liberales, el Estado
concentró el poder de forma hasta entonces desconocida, dejando ver sus posibilidades de convertirse en un
formidable instrumento opresor. por eso, según este autor, la teoría del poder moderador o neutro de Constant
se inscribió en la búsqueda de un instrumento de defensa de los derechos individuales frente a todo poder y a
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toda mayoría: un poder preservador y neutro, y, a juicio de Constant, este órgano había de ser la Jefatura del
Estado, preferentemente la monárquica
L. von Stein, hace más de un siglo, afirmaba que era llegada la hora de sacar a la monarquía de su significación
mítica y de dotarla de una base más sólida: «Toda monarquía que carezca del valor moral de convertirse en
monarquía de la reforma social será una sombra vana, caerá en el despotismo o será vencida por la república».
Si hablamos de democracia mejor que de reforma social, las monarquías que se opusieron a ella han
desaparecido, pero hay excepciones como Tailandia, que es una monarquía absoluta, y Arabia Saudita,
Jordania, etcétera, que son monarquías absolutas y teocráticas. En cambio, otras nueve son monarquías
parlamentarias, democráticas: Reino Unido, Suecia, Noruega, Dinamarca, Holanda, Bélgica, Luxemburgo
(aunque se denomina ducado), Japón y España.
Quedan por mencionar, dentro de la forma monárquica o asimilable a ella, algunos casos curiosos:
Pues bien, es en la monarquía parlamentaria en la que se produce la síntesis entre la prerrogativa regia y la
soberanía nacional. La necesaria irresponsabilidad e inviolabilidad del Rey y el consiguiente requisito del
refrendo de un miembro del Gobiern0 para la validez de sus actos han laborado en beneficio del principio
democrático. Por eso en la monarquía parlamentaria el Rey no retiene ninguno de los clásicos Poderes
estatales, convirtiéndose en una magistratura simbólica e integradora.
En este proceso de convergencia es el principio monárquico el que ha ido cediendo ante el democrático: de un
lado, el soberano no es el Rey, sino el pueblo; de otro, los poderes políticos efectivos no los ejerce el Rey ni
ningún órgano suyo o por delegación suya, sino (salvo el Poder Judicial, que está apartado de estos análisis)
los órganos directa o indirectamente representativos de la soberanía nacional.
A pesar de todo, se han conservado algunos rasgos del carácter excepcional de la monarquía, que se cifran
no sólo en la condición vitalicia y hereditaria del cargo regio, sino también en:
En todo caso, como decíamos, son la irresponsabilidad regia y el refrendo los pivotes sobre los que ha ido
perfilándose esta forma monárquica. El refrendo es una de las máximas sutilezas del Derecho constitucional
contemporáneo, al decir de Sánchez Agesta, para quien, si este instituto fue históricamente una simple
formalidad que daba fe de un acto, ha pasado a ser una limitación material del poder regio, porque quien
refrenda, como hemos adelantado, asume íntegramente la responsabilidad de dicho acto, y por tanto, las
correspondientes decisiones.
Este instituto, pretende mantener intangible la primera magistratura estatal por razones de conveniencia y
pragmatismo. Como, según el conocido aforismo, «el Rey no puede obrar mal» (o lo que es igual: el Rey no
es responsable), no puede actuar solo, sino siempre con el concurso de otro órgano, el cual, por hacerse
responsable del acto, decide su contenido, como hemos adelantado, (aunque hay algunas excepciones) sin
que el Rey pueda oponerse: para él es un acto debido.
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Ciertamente, las Constituciones monárquicas, unas por su antigüedad y otras por tradición y cortesía, refieren
al Rey los actos estatales más importantes, como el nombramiento del Presidente del Gobierno y, a propuesta
de éste, de los ministros, la sanción y promulgación de las leyes, o el derecho de gracia. Los textos
constitucionales también procuran mantener una exquisita deferencia con la preeminencia de la Jefatura del
Estado sobre los órganos de poder propiamente dichos. Por eso, salvo en contados casos, no describen los
actos del Rey como debidos y reglados, sino que utilizan expresiones como «a propuesta de» (otro órgano,
generalmente el Gobierno) 0 que ejerce el «derecho» de gracia, etcétera, que parecen indicar que el Rey ejerce
Poderes propios. Sin embargo, junto a esto, establecen el principio del refrendo y, por tanto, la traslación de la
responsabilidad (y del poder) al órgano refrendante.
De esta manera, desaparecen las diferencias de fondo que pudiera haber entre un acto descrito
constitucionalmente como reglado y otro que es aparentemente discrecional por decirse que está realizado «a
propuesta» de otro órgano. La diferencia real es sólo de tramitación de acto, pero, por muy discrecional que
parezca éste a la luz del precepto que lo regula, deja de serlo al necesitar refrendo. Así sucede con todos los
actos antes descritos, incluidos los del denominado derecho de gracia. En Cuanto al nombramiento de
Presidente del Gobierno, el Rey ha de atenerse a los resultados electorales ya la consiguiente relación de
fuerzas políticas en el Parlamento; y los ministros son elegidos por este para formar un equipo coherente.
Por tanto, planteada la cuestión en estos términos, todos los actos del Rey son actos de otro órgano a los que
el Rey presta certeza y calidad de acto estatal.
En conclusión, el monarca parlamentario «reina, pero no gobierna». ¿En qué consiste reinar sin gobernar? En
ejercer una magistratura de autoridad e influencia, una magistratura equilibradora, simbólica e integradora,
animar, advertir, estimular, lubricar el funcionamiento de la máquina del Estado, de manera que puede influir
en la política sin tomar parte activa en ella.
Dejando a un lado la monarquía absoluta del Antiguo Régimen, la monarquía española ha pasado por diversas
fases. El intento de dotarla del carácter cercano a la monarquía parlamentaria tuvo una vigencia breve y
entrecortada, dándose entrada al tipo de monarquía que la doctrina, denomina constitucional y era muy poco
constitucional; este fue el tipo vigente en España desde 1837 a 1868 y, de nuevo, de 1874 a 1923.
La Constitución vigente ha optado decididamente por el único tipo de monarquía conciliable con la democracia:
la monarquía parlamentaria, en la cual el Rey no ejerce poderes decisorios, sino que encarna en la Jefatura
del Estado, es símbolo de la unidad y permanencia de éste y lo representa en las relaciones internacionales,
aunque las decisiones las adopta el Gobierno. Está revestido de las prerrogativas de inviolabilidad e
irresponsabilidad; por eso, sus actos, para que sean jurídicamente válidos, deben estar refrendados por el
Presidente del Gobierno, por un ministro o, en un caso concreto, por el Presidente del Congreso de los
Diputados, que son quienes responden políticamente de ellos.
Carece, por tanto, el Rey de un poder propiamente dicho: no puede negarse a expedir un decreto aprobado en
Consejo de Ministros/ ni a sancionar y Promulgar una ley aprobada por las Cortes; pero ejerce una influencia
política importante con lo que los ingleses describen como «animar, advertir y ser consultado», Despacha
asiduamente con el Presidente del Gobierno, con ministros, con el líder de la Oposición y con las
personalidades que puedan ofrecerle una opinión solvente sobre Problemas nacionales e internacionales. En
resumen: su tarea constitucional/ no descrita así en ningún precepto, consiste en lubricar la maquinaria estatal
para su más eficaz funcionamiento.
No se ha reparado suficientemente en algunas curiosidades que nos depara la Historia del Pensamiento
Político cuando aborda el estudio de las diversas tipologías que los clásicos han hecho de las formas políticas.
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Epígrafes que entran en el examen (Cuota Tenorio) 2022/23 Angy
Una de ellas es la tardía aparición de la república en estas clasificaciones. Es Maquiavelo acaso el primero
que le da entrada cuando divide los Estados en principados y repúblicas. Y, sin embargo, había habido
repúblicas, principalmente la romana. También las había en tiempos de Maquiavelo (Florencia, Génova,
Venecia), de manera que éste sólo tuvo que mirar a su entorno y recuperar la memoria de Roma, para clasificar
y las formas políticas en monarquía y república.
La segunda curiosidad es que la república parece haber carecido de identidad para los pensadores políticos,
lo que no le sucede a la monarquía. Efectivamente, cuando Maquiavelo hace la mencionada clasificación
incluye en la república la aristocracia y la democracia. Lo mismo hizo Montesquieu dos siglos más tarde. Esta
nueva ordenación significa poner a un lado el gobierno de uno y a otro el gobierno de más de uno (sean pocos
o muchos). Es decir, se pone a un lado la monarquía y a otro lo que no es monarquía. La república, por
consiguiente, era la no-monarquía; quizás hoy la conclusión de esta comparación sería la inversa.
Durante los siglos XVI y XVII hay otro uso del término república para significar comunidad política, Estado. Así
sucede con los teólogos y juristas españoles (Vitoria, Suárez, Soto), aunque se estén refiriendo a una
monarquía, y con el propio Bodino, cuya obra Los seis libros de la república estudia el Estado, preferentemente
el Estado monárquico. Todavía el término Estado no era de circulación usual y se prefería utilizar la expresión
república como más clásica. Pero aquí, de nuevo, se manifiesta la indefinición del concepto de república, que
lo mismo significa todo tipo de Estado que, el Estado no monárquico.
Aun así, apuntaba de modo inequívoco al concepto de democracia. Ciertamente la idea de república ha
comportado usualmente (en Roma, en las obras de Maquiavelo y de Montesquieu, en la Revolución Francesa
una dosis mayor o menor de participación popular y electividad de los cargos. Por eso no es raro encontrar la
utilización indistinta de los cargos, Por eso no es raro encontrar la utilización indistinta de los términos república
y democracia, (tiene relación con ello el empleo que Rousseau y Kant hacen del término república para
expresar con él todo régimen bien ordenado, con libertades y primacía de la ley, aunque tengan forma
monárquica, Con la emergencia de Estados Unidos y el advenimiento del régimen constitucional la forma
republicana experimentó una fuerte expansión, Amplios sectores de la burguesía preferían la república como
forma política de la libertad y de la igualdad La teoría del pacto social recabó un origen inmanente del poder
que rechazaba toda pretendida exterioridad de un poder supremo. La república también se erigió en símbolo:
frente al mito político-religioso de la Corona, la república simbolizó la razón/ el laicismo, la ley, el progreso.
6.1. DESIGNACIÓN
La doctrina repite como un principio general del Derecho constitucional que la jefatura republicana del Estado
es electiva. No obstante, sólo hay elección propiamente dicha cuando hay varios candidatos y resulta
designado el que alcanza más sufragios y llega al mínimo exigido, en su caso. Cuando los candidatos son
sucesivos y puede bastar el primero, hay designación mediante votación, pero no elección,
a) Elección popular
La elección popular confiere al Presidente de la República una fuerza política parangonable a la del Parlamento,
sobre todo si es elección directa, Por eso, este procedimiento suele corresponderse con una figura presidencial
dotada de muchas e importantes competencias, pero su correlación con el sistema presidencialista no se
cumple siempre.
En el sistema presidencialista por excelencia, el de Estados Unidos, el Presidente todavía es elegido de modo
indirecto, mediante compromisarios (de cada uno de los partidos políticos) elegidos popularmente, Dado que
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Epígrafes que entran en el examen (Cuota Tenorio) 2022/23 Angy
estos electores presidenciales tienen comprometido el voto con el candidato de su partido, la fórmula funciona
en la práctica más o menos como si fuera elección directa (a veces se nota que no lo es, como cuando es
elegido Presidente quien ha obtenido menos votos populares pero más compromisarios como acaeció en las
elecciones de 2000 y 2016).
En Francia, el Presidente es elegido por sufragio popular directo desde 1962 y, sin embargo, el sistema de
gobierno es parlamentario, bien que con poderes considerasbles del Presidente. Igual fórmula se sigue en
Portugal. Su precedente se encuentra en la Constitución alemana de 1919, conocida como Constitución de
Weimar.
En Austria y en Irlanda, el Presidente es igualmente elegido por sufragio directo y Sus sistemas de gobierno
son también parlamentarios pero con posición Presidencial menos preeminente.
b) Votación parlamentaria
Este modo de designación suele corresponderse con sistemas de gobierno parlamentario: del Parlamento
procede tanto el Gobierno como la Jefatura del Estado. Si el Parlamento es bicameral, la votación suele
hacerse en sesión conjunta de ambas Cámaras. Caben diversas variantes en cuanto a la mayoría exigida y al
procedimiento seguido (una o varias votaciones, eliminación o no de candidatos escasamente votados, etc.).
Algunas Constituciones (española de 1931 y alemana e italiana vigentes) prevén un órgano mixto, integrado
por parlamentarios y otros miembros cuya designación ha podido tener lugar por sufragio universal (ll República
española) o por otros órganos colegiados, como los Consejos regionales italianos o los Parlamentos de los
Länder alemanes.
En cuanto a la posibilidad de reelección o renovación, las Constituciones francesa e italiana no la limitan, pero
en Italia, hasta ahora, ningún Presidente lo ha intentado• La Constitución de Estados Unidos no prohibía la
reelección indefinida, pero se siguió, de hecho, la pauta marcada por Washington de no intentar un tercer
mandat0; costumbre o convención quebrantada por Franklin D. Roosevelt, que fue elegido cuatro veces.
Inmediatamente después la Enmienda XXII de la Constitución estableció la prohibición de dos reelecciones.
El principio de irreelegibilidad fue adoptado también por el constitucionalismo iberoamericano, incluso más
radicalizado porque solamente permitía un mandato. Aunque se mantiene en algunos países, como en México,
ha sido revisado en otros, a fin de permitir un segundo mandato. Por último, tal principio no cuenta en las
dictaduras más o menos encubiertas, como la cubana y la venezolana chavista, en las que, no se puede decir
que exista propiamente un régimen ni constitucional ni republicano, sino autocrático.
Para evitar vacíos en la Jefatura del Estado se convocan las elecciones o las votaciones presidenciales antes
del término del mandato del Presidente ejerciente.
De otro lado, las vacantes producidas se proveen de diversos modos: en Estados Unidos, el Vicepresidente
toma posesión inmediata de la Presidencia hasta el término del mandato en curso (recuérdese la imagen del
vicepresidente Johnson tomando posesión como Presidente durante el vuelo aéreo de regreso a Washington
tras el asesinato de Kennedy); en Francia e Italia, ejerce interinamente la Jefatura del Estado el Presidente del
Senado hasta la celebración, también inmediata, de elecciones.
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Epígrafes que entran en el examen (Cuota Tenorio) 2022/23 Angy
El Presidente de la República en un sistema parlamentario neto tiene una posición institucional similar a la del
monarca parlamentario: le están referidas muchas funciones estatales pero su ejercicio efectivo está vaciado
de contenido o muy condicionado Por la existencia de un Gobierno responsable ante el Parlamento. Por
consiguiente, dicha magistratura casi se reduce a ser integradora y de representación del Estado.
El Jefe del Estado de una república presidencialista tiene la posición —no jurídica de líder de la nación y es
tan representativo de la voluntad popular como el Parlamento, pero con la ventaja de su condición unipersonal.
Por eso goza de innegable preeminencia sobre los demás órganos estatales.
1. El Presidente de los Estados Unidos, dice la Constitución, es el titular del poder ejecutivo, poder
que por doquier ha trascendido su propia denominación y se ha convertido en un poder de gobierno
en sentido amplio, con la principalísima función de dirección política.
2. En su virtud, protagoniza la política exterior, a pesar de las competencias que corresponden al
Senado en este ámbito.
3. Es el Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas, comandancia totalmente efectiva y no
meramente simbólica como la monárquica o la republicano-parlamentaria.
4. Dirige mensajes al Congreso, los cuales no equivalen jurídicamente a iniciativas legislativas, pero
ejercen gran influencia en la adopción de iniciativas propiamente parlamentarias.
5. Finalmente, el Presidente estadounidense puede oponer, en el plazo de diez días, un veto
suspensivo a las leyes del Congreso, que ha de ser motivado.
(Las relaciones entre el Presidente y el Congreso son analizadas más pormenorizadamente en el capítulo XXI.)
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7.2. RESPONSABILIDAD
La irresponsabilidad de la Jefatura del Estado no es privilegio de los reyes. También los presidentes
republicanos son, con matices que veremos de inmediato, políticamente irresponsables, pero les alcanza la
responsabilidad penal por cierto tipo de delitos, lo que está excluido en las monarquías.
En las repúblicas parlamentarias la irresponsabilidad del Jefe del Estado en la mayoría de sus actuaciones, se
corresponde con la institución del refrendo y el correspondiente desplazamiento de la responsabilidad al órgano
refrendante. En las repúblicas presidencialistas se justifica por la severa separación de poderes
constitucionalmente establecida.
No obstante, ha habido constituciones republicano-parlamentarias, como la alemana de 1919 y la española de
1931, que hacían políticamente responsable al Presidente de la República en determinados casos; en uno de
esos supuestos fue cesado por las Cortes en 1936 el Presidente de la ll República española Niceto Alcalá
Zamora. Actualmente sigue habiéndolas, como es el caso de la Ley Fundamental alemana (art. 61) y de la
Constitución portuguesa (art. 132). La Constitución francesa, artículo 68, prevé el enjuiciamiento del Presidente
de la República por delito de alta traición, que parece más una responsabilidad penal que política, una reforma
constitucional ha establecido, de un lado, la posible destitución parlamentaria del Presidente en caso de faltar
éste a sus deberes de manera manifiestamente incompatibles con el ejercicio de su mandato.
Por lo demás, es difícil que se den las circunstancias y condiciones para el procesamiento criminal de un Jefe
de Estado, Lo más normal y pragmático es la presión Para que dimita sin ulterior proceso, con lo que la
responsabilidad penal se resuelve en una atípica responsabilidad política, Así perdió Nixon la Presidencia de
Estados Unidos en 1974.
Junto a la división funcional del poder existe otra en algunos Estados que se realiza con un criterio territorial,
distinguiendo entre «poderes» (es decir, órganos) centrales y locales o territoriales. Cuando esto sucede nos
encontramos ante Estados compuestos. En caso contrario, ante un Estado unitario.
La Teoría del Estado suele centrarse fundamentalmente en el Estado unitario, acaso por ser la forma más
antigua que adoptó el Estado para superar el policentrismo feudal, pero también porque ha podido parecer el
modelo normal. En la actualidad lo es tanto una única organización territorial del poder como otra dentro del
ancho espacio entre el Estado unitario y el federal; muchas instituciones tienen su origen en los Estados
compuestos, como la jurisdicción constitucional, y otras, aunque con origen histórico más remoto, encuentran
en éstos su mejor acomodo, como acontece con el bicameralismo.
En el Estado unitario existe un centro único de impulsión política y una sola estructura jurídica del poder, aunque
la Administración puede estar descentralizada. Por lo mismo, existe una sola Constitución y un Ordenamiento
jurídico.
Como vimos en las primeras páginas de esta obra, fueron la concentración del poder en el monarca, la creación
de la Administración regia y la unificación del Ordenamiento jurídico, los factores que, junto a otros menos
relevantes para el problema que estudiamos en este capítulo, generaron la forma política estatal. Dicho de otra
manera, el Estado comenzó siendo unitario como forma de superación del policentrismo feudal. El camino de
vuelta se inició más tarde, aunque haya precedentes remotos.
la centralización estatal significó un progreso considerable tanto en la eficacia lítica y administrativa cuanto en
orden a la ulterior emergencia de los derechos indivis duales. Por eso debemos recibir con cautela las
estereotipadas identificaciones entre centralización y absolutisnno o autocracia, de un lado, y, de otro,
descentralización y democracia. La sola evocación de la democracia unitaria y centralizada francesa fren_ te
al totalitarisnno pseudofederal soviético del pasado siglo debe bastar para cuestionar los mencionados
estereotipos.
Además, cabe un cierto grado de descentralización dentro del Estado unitario Junto al centro único de impulsión
política puede haber entes territoriales con res conocida capacidad de gestión y administración de servicios.
Tales entidades son por lo general, los municipios y las provincias, pero bien pueden serlo también otras
unidades superiores, como los departamentos y las regiones. Ahora bien, por descens tralización propiamente
dicha debe entenderse el reconocimiento de la titularidad de tales competencias por parte de dichos entes
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Epígrafes que entran en el examen (Cuota Tenorio) 2022/23 Angy
territoriales y no su mero ejercicio por vía de delegación, que siempre es revocable. De todos modos, como se
ve, caben muy diversas opciones con diferencias graduales.
El paso de la descentralización administrativa a la política determina la aparición de la autonomía política y del
Estado compuesto. En él hay varios centros de impulsión política y una estructura institucional compleja, en la
que coexisten órganos de poder generales (por ejemplo, la Corona), centrales (verbigracia, el Parlamento
federal) y regionales (los Parlamentos de este ámbito).
A su vez, el Ordenamiento jurídico es también complejo: hay una Constitución federal o nacional y
Constituciones de los llamados Estados miembros (o estatutos de autonomía regionales), más las normas
jurídicas emanadas por los órganos correspondientes, pero hay un solo Ordenamiento jurídico pues, por
definición, a un Estado le corresponde un Ordenamiento único y coherente.
3. CONCEPTO, CARACTERES Y NATURALEZA DEL ESTADO FEDERAL
La Federación es una permanente tensión dialéctica entre dos tendencias -a la unidad y a la diversidad—
enfrentadas entre sí. Según sea la síntesis entre ambas, así será la Federación resultante.
La tendencia a la unidad se ve propiciada por diversos factores, de los cuales unos son elementos preexistentes
y otros son objetivos que se pretende alcanzar. Los elementos preexistentes de índole cohesiva son, entre
otros, la contigüidad espacial, la similitud de formas políticas y cierta homogeneidad en las estructuras sociales
de los diferentes miembros. Los objetivos acaso sean un factor más decisivo para la unidad; históricamente el
más importante ha sido la defensa común, pero también han pesado siempre los motivos económicos.
Los caracteres que se suelen señalar de la Federación vienen todos a incidir en el hecho de que establece un
modo distinto de división de poderes y pretende realizar una unidad de lo vario, un sistema de vasos
comunicantes que permita el equilibrio de las fuerzas centrípeta y centrífuga. Así, pues, en la forma política
federal es usual que se establezcan relaciones de autonomía y de paridad entre los diferentes miembros.
Por todo lo expuesto, no debe sorprender que la doctrina se haya dividido a la hora de pronunciarse sobre la
naturaleza de esta forma política territorial:
1. Algunos autores niegan que la Federación sea realmente un Estado, entendiendo que únicamente lo
son sus miembros. En realidad, esta teoría se sitúa en la perspectiva confederal, no en la federal.
2. Para otros (Jellinek y Carré de Malberg) solo es Estado la Federación.
3. Lo son tanto la Federación como los Estados miembros. Ésta es la opinión mayoritaria, pero
destacando que la organización política resultante es única.
La diferencia clave para entender los modelos territoriales de Estado es la existente entre soberanía y
autonomía. Soberanía es el poder supremo interno del Estado y el poder independiente de éste en sus
relaciones internacionales. Autonomía es la potestad de dictar normas propias que integran el Ordenamiento
jurídico estatal.
En pura lógica jurídica, a un Estado le corresponde una sola soberanía y, por siguiente, los Estados
compuestos son también, en cierto sentido, unitarios, diferenciándose sólo por su mayor grado de autogobierno
territorial, No obstante, bien por razones de tradición, bien por otras de oportunidad política, se suele llamar
Estados a los miembros de una Federación y reconocerles cierto residuo de soberanía.
Pero ni son Estados ni tienen soberanía: es la Federación el único Estado repitiéndose sólo por rutina su
definición como Estado de Estados. Los llamados Estados miembros no son propiamente Estados y menos IO
serán en el futur0', no pasando de ser propiamente regiones autónomas cuyo nivel de competencias es' en
algunos aspectos, menor que el de algunas Comunidades Autónomas españolas y regiones italianas de
estatuto especial; así cabe decirlo, por ejemplo, de los Lãnder alemanes.
Hay una diferencia importante: el Estado miembro tiene poder constituyente. Pero en realidad, se trata de un
poder constituyente constituido, no originario o genuino, y tiene en la Constitución federal su fundamento y su
límite. Por lo demás, participan en el poder constituyente constituido federal, respecto de lo cual cabe decir lo
mismo que de su propio poder constituyente.
Parece más coherente reservar el concepto y el término Estado para la Federación y considerar a los miembros
como territorios (o entes territoriales) federados, aunque la Constitución hable de su soberanía, como hace la
Constitución suiza, según la cual «los cantones son soberanos», para añadir a continuación una precisión que
minimiza ese concepto: «... en cuanto su soberanía no esté limitada por la Constitución federal» (art. 3º). De
todos modos, la denominación de estos entes miembros como Estados está reflejada en las Constituciones y
es de circulación habitual.
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Epígrafes que entran en el examen (Cuota Tenorio) 2022/23 Angy
Un Estado federal puede tener su origen de dos modos. Uno es la unión de varios Estados hasta entonces
independientes, aunque seguramente muy relacionados entre sí, incluso confederados, como fue el caso de
Estados Unidos; también Alemania, Australia y Suiza siguieron un proceso de adición. Otro es la federalización
de un Estado unitario, como ha sucedido en Bélgica y como demandan, respecto de España, ciertas fuerzas
políticas que pretenden convertir el Estado autonómico en un Estado federal, Otros, en fin, por una combinación
de esos dos procesos, como Canadá e India En cuanto a la Unión Europea, aunque nació con un acuerdo de
tipo confederal, en los últimos años ha incorporado algunos rasgos federales.
En el primer caso, normalmente un tratado internacional formaliza primero la unión de los Estados y, después,
la Constitución sella la unidad política resultante. Esta fue la vía seguida por los Estados Unidos, Ahora bien,
el tratado inicial se extingue por C0nsunción al entrar en vigor la Constitución federal. Dicho de otra manera: la
formalización jurídico-política de la Federación reside propiamente en la Constitución, no en el tratado que dio
origen al proceso. Se trata de una forma política de Derecho constitucional, no de Derecho internacional.
En el segundo modelo son los territorios federados la realidad emergente puesto que Preexistía un Estado
unitario. En este supuesto resulta aún más evidente que el origen y fundamento jurídico del Estado federal es
la Constitución: es el Estado Unitario anterior el que, ejerciendo su poder constituyente, decide organizarse
federalmente.
Los tres principios jurídicos-políticos que vertebran el Estado federal son los de unidad, autonomía y
participación, a los que cierto sector doctrinal agrega un cuarto: la supremacía de la Unión.
a) Principio de unidad: hay una sola soberanía y un solo Ordenamiento jurídico, aunque integra en su
seno a diversos subordenamientos o subsistemas.
b) Principio de autonomía: una Federación implica la unión de comunidades políticas individualizadas y
distintas que disponen de órganos políticos y no meramente administrativos: Gobierno, Parlamento y
Poder Judicial.
c) Principio de participación: los entes federados intervienen en los órganos federales, singularmente en
el Parlamento, y, a su través, en la dirección política de la Unión. Participan, además, en la reforma de
la Constitución federal.
d) El principio de supremacía de la Federación significa que ésta es la única verdaderamente soberana y
que la Constitución y el Derecho federales prevalecen sobre los producidos por los entes federados.
ESTRUCTURA INSTITUCIONAL
Cierta doctrina iuspublicista (Kelsen entre otros) con reflejo en la española (Aragón) se esforzó por diferenciar
en las federaciones tres niveles estatales: el Estado superior: integrado por los órganos centrales de poder, los
Estados miembros y el Estado global, como organización jurídico-política total que 'incluye los poderes
centrales y locales.
Esta teoría adolece, a mi juicio, de algunas insuficiencias: el llamado Estado superior no tendría ni Constitución
ni Jefatura del Estado, pues lo son del Estado global; y el Estado global no tendría Poder Legislativo ni Gobierno
propios, pues los existentes son centrales o locales. Más procedente parece, pues, hablar de un único Estado
con órganos generales, centrales y locales.
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Epígrafes que entran en el examen (Cuota Tenorio) 2022/23 Angy
Por otra parte, se repite asimismo que, mientras la Cámara Baja representa a los ciudadanos de la Unión, la
Cámara Alta representa a los entes miembros. Así es en el Congreso de los Estados Unidos, en el Parlamento
alemán y en la Asamblea Federal suiza. Pero, salvo el caso de Alemania, donde los miembros del Consejo
Federal (Bundesrat) están ligados por mandato imperativo y han de votar, siguiendo las instrucciones de sus
respectivos Gobiernos, en todos los demás supuestos la prohibición de dicho mandato hace que entre los entes
federados y la Cámara territorial haya como dice Punset, una relación orgánica de designación. Y, además,
una vez constituidas, las Cámaras son únicamente órganos de la Federación.
En consecuencia, la denominada representación territorial (denominación, un tanto confusa) experimenta una
inflexión considerable en función del sistema de nombramiento de los miembros de la Cámara Alta. En efecto,
si bien la designación por los entes federados parecería que hace a dicha Cámara muy apegada a los intereses
locales, en cambio los senadores de los Estados Unidos, elegidos por sufragio universal directo y con una
mayor duración de su mandato, se independizan más de dichos intereses que 'los miembros de la Cámara de
Representantes; además, el Senado tiene competencias importantes en materias reservadas a la Unión
(política internacional, por ejemplo), por lo que acaso pueda decirse que participa más en la dirección de la
política general que la Cámara teóricamente representativa de la población global de la Unión.
c) Un Tribunal Federal superior dirime los conflictos entre los entes miembros y entre éstos y la
Federación, así como los problemas suscitados por la aplicación de los respectivos subordenamientos
jurídicos. En Estados Unidos la competencia reside en el Tribunal Supremo. En Alemania y en Austria,
en un órgano jurisdiccional creado al efecto: el Tribunal Constitucional Federal.
En la distribución de competencias caben múltiples variantes, que podemos sintetizar en las siguientes:
1. Materias de legislación federal exclusiva. En ellas, a su veo cabe que su ejecución corresponda
también a la Federación o a los entes federados.
2. Materias de legislación exclusiva de los entes miembros. Como en el supuesto anterior, puede que la
ejecución corresponda a ellos mismos o a la Unión.
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3. Se habla de competencias compartidas cuando los órganos de uno y otro nivel tienen competencias
diferentes dentro de una misma función estatal, como sucede cuando se atribuye al Parlamento federal
la legislación básica de una materia y a los Parlamentos locales su desarrollo legislativo.
4. Si unos órganos y otros son competentes en una misma materia, bajo una misma función estatal, pero
atendiendo aspectos diversos de ella, se trata de competencias concurrentes. Por ejemplo, la Unión
regula los requisitos generales para la apertura de centros escolares y los entes federados regulan su
adecuación a los planes urbanísticos.
5. La doctrina habla también de materias de competencia indistinta, las cuates admiten la actividad de
unos y otros órganos en condiciones de igualdad e incluso simultáneamente, exigiéndoseles sólo la
debida coordinación para no entorpecerse. Su diferencia con las competencias concurrentes no
siempre es nítida. El ejemplo más típico es el de la cultura, que admite políticas de los más diversos
entes territoriales, incluidos los municipales y provinciales.
La Constitución federal suele regular, finalmente, la colisión entre normas de uno Y Otro nivel, así como las
lagunas que pudieran encontrarse por no estar debidamente atribuida una materia o competencia a la Unión o
a los entes miembros.
Aun dentro de la variedad que nos suministra el Derecho comparado, suele ser de C0mpetencia federal, entre
otras, la política exterior, la defensa, la regulación de la Circulación, del sistema postal, de las pesas, medidas
y monedas, etc., es decir, las que más afectan a la soberanía y al tráfico económico y jurídico.
ESTADO FEDERAL Y CONFEDERACIÓN DE ESTADOS
Kelsen Y Friedrich hacen un sugestivo enfoque de las formas territoriales de Estado como proceso. Como todo
sistema político es una respuesta a necesidades, es Preferible entender la diversidad de organizaciones
territoriales como una línea en la que caben muchos puntos intermedios, El Estado unitario centralizado y los
Estados completamente independientes son los dos extremos de ese continuo. Entre ambos encontramos
diversas formas de organización política territorial: el Estado administrativamente descentralizado; el Estado
regional/ autonómico o Políticamente descentralizado; el Estado federal y la confederación de Estados.
Ésta es una idea meramente descriptiva pero realista, Tiene el mérito de relativizar las rígidas distinciones
entre diversas formas políticas territoriales y de destacar el fácil paso de una a otra o incluso la coexistencia
en una de elementos que «deberían» teóricamente corresponder a otros modelos. En la realidad política nunca
encontramos los modelos puros, sino alterados según diversos factores.
No obstante, las diferencias más apreciables entre Federación y Confederación son:
1. La Confederación es una unión de Estados de Derecho internacional, basada en un tratado y formada
para coordinar su política en las concretas Cuestiones acordadas. La Federación es una unidad (no
mera unión, aunque conserve esta denominación) de Derecho constitucional.
2. En la Confederación son sujetos de Derecho internacional todos los Estados integrados. En la
Federación, sólo lo es propiamente el Estado federal.
3. La Confederación, por consiguiente, no tiene los elementos formales del Estado (poder soberano,
Ordenamiento jurídico directamente vinculante para los ciudadanos), ni tampoco sus presupuestos
físicos o materiales (pueblo y territorio). En cambio, unos y otros existen en una Federación, y por eso
es Estado.
4. La Confederación no puede modificar el tratado que la originó (corresponde al acuerdo de los Estados
miembros); por el contrario, no suele ser necesaria tal unanimidad de los entes federados para reformar
una Constitución federal.
5. 5, Finalmente, los Estados miembros de una Confederación pueden separarse de ella, abandonarla
(aunque ello comporte problemas de difícil solución), mientras que en las federaciones no está
reconocido el derecho de segregación.
A pesar de todo, en la realidad política las líneas divisorias pueden desdibujarse en algunos aspectos y a veces
se da el paso de la Confederación a la Federación sin cambiar la denominación, Es Io que, ha acontecido en
Suiza. En cambio, en Estados Unidos, tuvieron plena consciencia del trascendental paso que daban desde la
Confederación de Estados de 1778 a la Constitución federal de 1787.
ESTADO FEDERAL Y ESTADO REGIONAL
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Algunos autores niegan que el Estado regional sea un modelo de organización territorial, no siendo otra cosa,
según ellos, que un Estado unitario descentralizad0/ aunque con descentralización política en vez de
meramente administrativa. DebemoS hacer algunas consideraciones al respecto.
La Constitución española ha instaurado una organización regional del poder bautizada por la doctrina y la
jurisprudencia como Estado autonómico, Se reconoce la autonomía política —que no soberanía— de las
distintas regiones y nacionalidades denominadas genéricamente Comunidades Autónomas, en relación
dialéctica con los principios de unidad nacional y de superior jerarquía de los poderes generales y centrales, e
igualmente orientada por los principios de solidaridad y de cooperación.
Si estimamos que únicamente es Estado la Unión, hay que dar una buena explicación acerca de la naturaleza
jurídico-política de los entes federados.
El problema no se resuelve comparando «cantidades» de poder, sino «cualidades» del mismo. Laband, Jellinek
y Carré de Malberg cifraron el criterio de distinción en la potestad de dominación que tiene todo Estado y que
se aprecia, en último término, en que aprueba sus propias leyes y ejerce los tres poderes clásicos de todo
Estado: legislativo, ejecutivo y judicial. Esta condición la cumplen los entes miembros de una Federación y no
las provincias ni los municipios, por muchas competencias administrativas que tengan.
No pudieron estos grandes maestros incorporara sus análisis por falta de muestras en el panorama político de
su tiempo, las regiones autónomas de un Estado compuesto como las españolas, o las italianas. Nosotros, en
cambio, hemos de tomar en consideración este nuevo dato del problema: ¿son las regiones autónomas
españolas e italianas meros entes destinatarios o beneficiarios de una descentralización administrativa como
los municipios y las provincias?; ¿o bien son Estados miembros de una federación?; ¿acaso constituyen un
tertium genus con sus caracteres propios?; por último, ¿hemos de diferenciar a nuestra vez entre unas regiones
autónomas y otras por su nivel de autonomía o autogobierno?
Las regiones autónomas españolas e italianas de estatuto especial tienen poderes legislativo y ejecutivo.
Estamos, pues, no ante una autonomía administrativa, sino política, no ante una descentralización
administrativa de un Estado unitario, sino ante la organización político-territorial autonómica de un Estado, No
se puede decir lo mismo de aquellas regiones autónomas italianas sin poder legislativo. Con lo cual, tenemos
despejada una parte del problema,
¿Son iguales, entonces, las regiones autónomas que los entes miembros de un Estado federal? Adelantemos
la respuesta; tampoco, Junto a muchas semejanzas, hay diferencias de alto valor significativo que no es posible
desconocer.
Un indicador decisivo reside en la titularidad, o no, de poder constituyente: mientras los entes federados lo
tienen, las comunidades y regiones autónomas carecen de él, siendo de diferente naturaleza su poder
estatuyente.
a) Los Estatutos de Autonomía son elaborados y aprobados con un fuerte protagonismo de los
Parlamentos autonómicos, pero necesitan aprobación del Parlamento central; por su parte, los
Estatutos de casi todas las regiones italianas especiales fueron aprobados por la Asamblea
Constituyente en 1947. En cambio, los entes federados se dan a sí mismos su propia Constitución sin
intervenciones ajenas y sin más límite que el de la Constitución federal, límite que, mudando lo
mudable, existe igualmente para los Estatutos autonómicos.
b) Los entes federados de los EEUU son sujetos del poder constituyente federal: no sólo participaron en
la aprobación de la Constitución federal, sino también en la de algunas enmiendas. En cambio, las
comunidades y regiones autónomas españolas sólo tienen iniciativa de reforma constitucional, y
después sólo participan indirectamente, a través de su débil representación en el Senado.
En esto, más que elaborar una doctrina general, hay que estar al caso concreto o guiarse por criterios formales:
1. Las regiones o comunidades autónomas no tienen poder constituyente. Los entes federados, sí,
aunque constituido y limitado.
2. Un estatuto de autonomía regional debe ser aprobado por el Parlamento central, aunque en su
elaboración haya tenido la región un protagonismo decisivo. En cambio, la Constitución de un ente
federado es aprobada por éste con el único límite de no vulnerar la Constitución federal.
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Epígrafes que entran en el examen (Cuota Tenorio) 2022/23 Angy
B) SU INSUFICIENCIA
La anterior teoría es poco sólida. Los términos pueblo y nación fueron sinónimos en el siglo XVIII. En unos
textos pueblo y nación aparecen concebidos en sentido restringido y en otros ambos conceptos engloban a la
totalidad de los habitantes y exigen sufragio universal.
Es sólo a partir de la Constitución francesa de 1791 cuando asistimos al intento de diferenciar ambos
conceptos, escribiendo siempre Nación con mayúscula, como concepto jurídico-político que alude al ente
colectivo titular de la soberanía; y pueblo, con minúscula, como concepto sociológico equivalente al agregado
o suma de los franceses.
La diferencia real residía sino en el concepto de ciudadano, en el derecho de ciudadanía. Es decir: unos
entendían por ciudadanos todas las personas, mientras que otros restringían su significado a sólo unas pocas,
bien por razón de su renta, de su rango, de su cargo o de sus estudios.
El liberalismo conservador se adueñó del concepto restringido de nación y de esa manera pudo estampar en
las Constituciones la expresión «soberanía nacional» al tiempo que, mediante el establecimiento del sufragio
censitario, excluía del ejercicio de la soberanía a la mayor parte de la nación real. Y tanto dominó esta doctrina
en Europa que los movimientos sociales de mediados del siglo XIX y decenios siguientes acudieron a otra
mística que oponerle: la del pueblo humilde y soberano que reclama y conquista, a veces mediante la fuerza,
el sufragio universal. Pero con tal argumentación se daba por bueno el concepto manipulado de nación y su
diferencia irreconciliable con el de pueblo.
4.MODELOS HISTÓRICOS DE REPRESENTACIÓN POLÍTICA
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Epígrafes que entran en el examen (Cuota Tenorio) 2022/23 Angy
El mandato imperativo fue el modelo de representación adecuado a este planteamiento. Fue construido sobre
la figura iusprivatista del contrato de mandato. El mandante o representado ordenaba al mandatario o
representante un comportamiento político ajustado a las instrucciones que le entregaba y se reservaba el poder
de revocarlo en cualquier momento. La esencia del mandato imperativo residía en el Cuaderno de instrucciones
(órdenes, mandatos) que el mandante daba al mandatario. La Posible revocación de éste era, simplemente,
una consecuencia, una técnica de ajuste si la relación entre ambos se resentía.
El modelo de representación históricamente subsiguiente, el mandato representativo, afirmó la independencia
del representante. Este objetivo se instrumentó jurídicamente con la prohibición de las instrucciones y de la
revocación. Del mandato representativo hay algunos leves antecedentes ya a finales del siglo XV. Pero, salvo
en Inglaterra, la evolución política durante los siglos siguientes fue poco favorable a su consolidación. Cuando,
con la Revolución francesa, la burguesía alcanzó una representación política paritaria con los estamentos
privilegiados, la consiguió de la mano del principio de soberanía nacional y del mandato representativo.
EL SISTEMA ELECTORAL: CONCEPTO Y ELEMENTOS
El sistema electoral es el conjunto de reglas y procedimientos conforme a los cuales se convocan y celebran
las elecciones, se asignan los escaños tenor de los votos obtenidos por las candidaturas y se resuelven los
recursos a que todo este proceso diere lugar. Su importancia viene determinada por la influencia que puede
ejercer en el comportamiento del electorado, en la representatividad de las Cámaras, en la configuración del
sistema de partidos, en la formación de un Gobierno eficaz e incluso, finalmente, en la legitimación del régimen
político.
De la anterior definición descriptiva se pueden inferir sus elementos más importantes:
1. Derecho de sufragio.
2. Censo electoral.
3. Campaña electoral.
4. Forma de voto.
5. Circunscripción electoral.
6. Fórmula de escrutinio.
7. Recursos. A su estudio dedicamos los epígrafes siguientes.
EL DERECHO DE SUFRAGIO
Desde ciertas posiciones doctrinales se negó al sufragio la naturaleza jurídica de derecho para caracterizarlo
como una función pública consistente en seleccionar representantes. Esta tesis permitía reducir el censo
electoral a aquellas personas que aparentemente reunían las condiciones sociales y/o intelectuales para
cumplir satisfactoriamente dicha función (principio de las capacidades, medida en términos económicos e
intelectuales). El resultado fue el sufragio censitario y capacitario: votaban quienes aparecían incluidos en el
censo de contribuyentes y quienes estaban en posesión de título nobiliario o de una formación intelectual
reconocida.
En un Estado social y democrático de Derecho, la soberanía popular o nacional se traduce en el sufragio
universal como derecho público subjetivo, sin que deje de ser una función constitucional que corresponde al
cuerpo electoral.
Algunos ordenamientos jurídicos dan al sufragio el tratamiento de deber, con su correspondiente sanción en
caso de abstención (multa, publicación de listas de abstencionistas, etc.). De otro lado, la abstención puede
significar desinterés, pero también una crítica del sistema político. Por eso, cuando el sufragio es obligatorio,
suele haber un alto índice de votos en blanco o nulos. Parece más democrático respetarle al ciudadano el
derecho a no votar.
La Constitución española caracteriza el sufragio como universal, libre, igual y secreto. Para todas las
elecciones, salvo las provinciales, es, además, directo. La Ley Electoral añade que es personal y singular.
A) SUFRAGIO UNIVERSAL
Significa, dicho muy sintéticamente, «un hombre, un voto». Ha sido una conquista del siglo XX. En épocas
anteriores ha regido el sufragio estamental o corporativo (todavía vigente en el siglo XX en el régimen
corporativista portugués y en la España franquista), el sufragio censitario y el sufragio masculino, mal llamado
universal en algunos libros y textos legales.
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Epígrafes que entran en el examen (Cuota Tenorio) 2022/23 Angy
Cuadro núm. 2
RECONOCIMIENTO DEL SUFRAGIO FEMENINO ANTES DE LA PRIMERA GUERRA MUNDIAL
1869: Wyoming 1903: Tasmania
1893: Colorado y Nueva Zelanda 1905: Gueslandia
1895: Australia del Sur 1907: Victoria
1896: Utah y Ohio 1910: Washington
1899: Australia del Oeste 1911: California
1902: Nueva Gales del Sur
Desde hace un tiempo, se ha venido postulando la paridad de la mujer en las candidaturas plurinominales
como un medio más de acción positiva que equilibre las desigualdades de hecho que todavía existen entre
hombres y mujeres. De hecho, en muchos países democráticos se obliga a los partidos políticos y agrupaciones
electorales a presentar candidaturas paritarias o, al menos, en una proporción de 40% - 60%.
Así se ha establecido en España por la Ley de Igualdad Efectiva de Hombres y Mujeres, de 2007.
Las únicas condiciones para el ejercicio del derecho de sufragio suelen ser la mayoría de edad, la inscripción
en el censo electoral, la nacionalidad y estar en pleno ejercicio de los derechos políticos.
1. Mayoría de edad. La edad electoral ha sido rebajada progresivamente: En la actualidad hay tendencia
generalizada a reconocer el sufragio activo y pasivo, masculino y femenino, a los dieciocho años.
2. Inclusión en el censo electoral. El censo electoral es la relación de electores de cada circunscripción.
No puede votar quien no figure inscrito en él.
3. Nacionalidad o carta de ciudadanía. Hoy, sin embargo, hay tendencia a admitir el derecho de sufragio
de extranjeros en las elecciones municipales. Así sucede en los Estados miembros de la Unión
Europea.
4. Pleno disfrute de los derechos políticos. La pérdida del derecho de sufragio es una decisión grave que
en un Estado democrático de Derecho únicamente Puede adoptar la autoridad judicial, bien en forma
de resolución expresa (por ejemplo, en el caso de dementes internados en centros de salud), o de
sentencia penal firme (generalmente como pena en cierta clase de delitos).
B) LIBRE
Para que el sufragio sea libre es preciso que esté reconocido el más amplio pluralismo político y garantizadas
las libertades de expresión, reunión y manifestación, entre otras, además de hacerse una solvente ordenación
del acto de la votación para evitar coacciones dentro y fuera del colegio electoral. A tal fin se suele prohibir
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Epígrafes que entran en el examen (Cuota Tenorio) 2022/23 Angy
todo acto de campaña electoral el día anterior a la votación (jornada de reflexión) y cada colegio electoral está
atendido por un servicio de seguridad a cargo del órgano público convocante.
C) IGUAL
Significa que todos los votos tienen igual valor, que inciden en igual medida en la conformación de la Cámara
representativa. Para ello es necesario que en las circunscripciones 'haya una similar relación entre el número
de electores (o, al menos, de habitantes) y el de escaños en litigio, lo que nunca sucede, salvo que las
elecciones se celebren en colegio nacional único. Por otra parte, es incompatible con el Estado social y
democrático de Derecho el voto plural de ciertas categorías de ciudadanos (padres de familia, titulados
superiores, residentes urbanos, etc.), como ha sucedido en ciertas épocas y países. Pero para que el sufragio
sea verdaderamente igual es preciso que los escaños de las circunscripciones electorales sean proporcionales
a su población (o a su censo electoral), pero nunca lo es por completo.
D) DIRECTO
Lo es cuando la elección se sustancia con una sola votación. Es indirecto cuando el elector vota a electores de
segundo grado o compromisarios, los cuales, ulteriormente, votan al titular del cargo en disputa, Cada vez son
menos las elecciones indirectas. En España son de segundo grado las elecciones a las Diputaciones
Provinciales; en Francia, las elecciones al Senado, y en Estados Unidos, las presidenciales.
E) SECRETO
Esta es una condición esencial de toda elección libre, Para garantizarlo se confeccionan papeletas y sobres
oficiales y se instalan cabinas en los colegios electorales•
F) PERSONAL
Excluye su delegación en otra persona, pero admite el voto por correo y, en algunas elecciones, el voto
electrónico.
G) SINGULAR
Significa que sólo se puede votar una vez en cada elección.
LA CIRCUNSCRIPCIÓN ELECTORAL
La creación de las circunscripciones electorales se funda en dos principios íntimamente ligados, pero con
frecuencia antagónicos, a saber:
1. La igualdad de sufragio, en los términos antes explicados: las circunscripciones electorales deben
tener, en lo posible, una ratio igual electores-diputado, es decir, que cada escaño tenga un «coste»
igual de votos o muy similar.
2. La revisión de de las circunscripciones en función de los movimientos de población. Si el sistema
electoral es proporcional, la revisión se hace de los escaños correspondientes a las circunscripciones,
sin necesidad de alterar sus límites territoriales; así se hace en España con ocasión de cada
convocatoria.
Es obvio, por otra parte, que la delimitación de los distritos con criterios demográficos (un diputado por cierta
cantidad de ciudadanos o de electores) cumple el principio de igualdad del sufragio, mientras que otros criterios
(administrativos, históricos, etc.) pueden proporcionar distritos muy desiguales en población y, si no se les
atribuye los escaños en relación con ésta, difícilmente podemos hablar de sufragio igual. Con todo, la fórmula
demográfica tampoco está exenta de posibles desviaciones de la pureza democrática, como lo ha evidenciado
con frecuencia la práctica del denominado gerrymandering o manipulación arbitraria del mapa de los distritos
por parte del Gobierno para favorecer sus propias candidaturas.
LA FORMULA DE ESCRUTINIO
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Epígrafes que entran en el examen (Cuota Tenorio) 2022/23 Angy
La función de la fórmula de escrutinio es interpretar los datos numéricos de los votos habidos para distribuir los
escaños. Las diversas fórmulas propuestas pueden agruparse en dos tipos: las de mayoría y las
proporcionales.
Es tópico extenderse en razonamientos acerca de las ventajas e inconvenientes de unas Y otras. Aquí vamos
a aludir muy sintéticamente a ellas para exponer los efectos mejor contrastados de cada una.
2. Obtenido el cociente electoral, se dividen por él los votos obtenidos por las candidaturas. Los nuevos
cocientes equivalen a los escaños que cada una gana.
3. Si no quedan repartidos todos los escaños, los sobrantes son adjudicados a las candidaturas que
hayan quedado con mayores restos en la anterior operación.
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Epígrafes que entran en el examen (Cuota Tenorio) 2022/23 Angy
Ejemplo:
Sea una circunscripción de 10 escaños y 100.000 votos válidos y expresos, habiendo obtenido cada
candidatura los siguientes votos: A: 42.000; B: 33.000; C: 19.000; D: 6.000.
100.000
El cociente electoral es 𝐶𝑒 = = 10.000
10
42.000
Candidatura A; =4 (Resto; 2.000)
10.000
33.000
Candidatura B: = 3 (Resto: 3.000)
10.000
19.000
Candidatura C: =1 (Resto; 9.000)
10.000
6.000
Candidatura D: = 0 (Resto, 6000)
10.000
Quedan adjudicados ocho escaños. Los dos sobrantes se atribuyen a las candidaturas C y D por sus mayores
restos. El reparto final es: A=4; B = 3; C = 2; D=I.
Esta fórmula arroja resultados bastante ajustados y posibilita la presencia de pequeños partidos al rebajar el
límite para obtener el primer escaño, pues ni siquiera es preciso alcanzar el cociente electoral, sino que puede
bastar un resto mayor que el de las otras candidaturas, como sucede en el ejemplo anterior.
b) Fórmula de la media mayor en Su variante de D'Hondt
El método de la media mayor se basa en la división de los votos totales obtenidos por una candidatura entre
una sucesión de números divisores, obteniendo así una serie de cocientes. Las diferencias entre unas variantes
y otras residen en las series de divisores empleadas. Así, mientras que la fórmula D'Hondt utiliza, simplemente,
la serie de los números cardinales, otras utilizan series menos simples.
La fórmula D'Hondt es bastante utilizada en Europa y se aplica en España en todas las elecciones salvo en las
del Senado. En grandes circunscripciones ofrece una buena proporcionalidad, pero en las pequeñas perjudica
notablemente a los partidos menores. Prescindimos aquí de la compleja operación matemática ideada por su
autor. En la práctica (así lo hace en España Ley Orgánica del Régimen Electoral General) se opera, con idéntico
resultado, del siguiente modo:
1. Se dividen los votos obtenidos por cada candidatura entre la serie mencionada de los números hasta
el de los escaños en litigio (de hecho, no son precisas tantas operaciones si vemos que los votos están
muy repartidos).
2. Se ordenan los cocientes de mayor a menor hasta el número de escaños de la circunscripción.
3. Cada candidatura gana tantos escaños como cocientes suyos hayan sido incluidos en esa selección.
Tomemos el mismo supuesto anterior con los mismos datos y se opera así:
:1 :2 :3 :4 :5 :6
A: 42.000 21.000 14.000 10.500 8.400 7.000
B: 33.000 16.500 11.000 8.250
C: 19.000 9.500 6.333
D: 6.000 3.000
Como se aprecia a simple vista, no es necesario agotar las operaciones. Los diez cocientes más elevados
figuran en cursiva, El reparto queda así: A=5 escaños; B=3; C=2; D=0
Por otra parte, a más de la mitad de las circunscripciones les corresponde un número pequeño de escaños
(seis o menos), lo que impide alcanzar un resultad0 proporcional. Sin embargo, como ha estudiado C. Vidal,
no siempre se consigue mayor proporcionalidad aumentando el total de escaños de 350 a 400 y disminuyendo
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Epígrafes que entran en el examen (Cuota Tenorio) 2022/23 Angy
los escaños asignados de entrada a cada provincia a uno solo. Ello es así porque, aunque algunas provincias
mejorarían su proporcionalidad, muchas otras (las más pequeñas) la empeorarían.
c) Fórmula de la media mayor en su variante de Santa Laguë
Es utilizada en Escandinavia. En general parece favorecer algo a los partidos medianos y mayores, y, desde
luego, perjudica a los pequeños porque el primer número divisor es muy elevado. En efecto, se opera como en
la variante anterior, pero los números divisores son 1 '4, 3, 5, 7, 9, 11, etc.
En el mismo supuesto que venimos examinando, y con idénticos datos, tendríamos:
Candidaturas
:1.4 :3 :5 :7
A: 42.000 30.000 14.000 8.500 6.000; 4.666
B: 33.000 23.571 11.000 6.600 4.714; 3.666
C: 19.000 13.571 6.333 3.800
D: 6.000 4.285 2.000
El resultado final figura en cursiva y es el siguiente: A=4; B=4; C=2; D=O.
Como podemos observar, con los mismos resultados, tres fórmulas de escrutinio arrojan tres distribuciones
distintas de escaños. Por consiguiente, la opción legal por una u Otra no es inocente y reviste gran importancia
en el funcionamiento de la democracia representativa.
Recientemente se utiliza también la fórmula de Santa Laguë rectificada en el primer divisor, quedando como
números divisores 1, 3, 5, 7, 9... Aplicada al ejemplo que venimos empleando, el resultado sería igual al
obtenido con la de resto mayor: 4-3-2-1, Por eso los partidos pequeños la prefieren a la anterior e incluso a la
de D'Hondt.
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Epígrafes que entran en el examen (Cuota Tenorio) 2022/23 Angy
aunque es muy difícil, que un partido con menos votos que otro logre la mayoría parlamentaria, En 2008 el
Tribunal Constitucional Federal alemán declaró inconstitucional el citado incremento de escaños,
En todo caso, lo que el sistema alemán pretende es, de un lado, la justicia electoral (de ahí la fórmula
proporcional); en segundo término, evitar la atomización política (a ello obedece la alta barrera electoral), y
finalmente, con la elección de 299 diputados por mayoría, lograr una relación directa entre el ciudadano y, al
menos, el 50% de los diputados.
7. SISTEMAS ELECTORALES Y SIST EMAS DE PARTIDOS
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Epígrafes que entran en el examen (Cuota Tenorio) 2022/23 Angy
El complejo proceso electoral se abre con el decreto de convocatoria, que debe precisar la fecha de la votación
y también, aunque sea mediante la fijación de plazos, las de los sucesivos actos intermedios: presentación de
candidaturas, proclamación de estas, apertura de la campaña electoral, etc. El censo electoral se publica con
la suficiente antelación para permitir la interposición y resolución de los pertinentes recursos por parte de los
ciudadanos afectados por errores u omisiones.
Poco a poco va extendiéndose el casi monopolio —jurídico o fáctico— de los partidos políticos en la
presentación de candidaturas. Los ordenamientos jurídicos tienden a darles unas facilidades que niegan a los
ciudadanos y a las agrupaciones de electores. Así sucede en España.
Realizadas las comprobaciones oportunas por la Administración Electoral, se hace la proclamación de las
candidaturas, sean colectivas o individuales, contra la cual puede recurrir quien se considere
improcedentemente excluido y quien (partido o candidato) se sienta perjudicado por la proclamación de un
adversario.
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Epígrafes que entran en el examen (Cuota Tenorio) 2022/23 Angy
A partir de 1945 cada vez intervienen más los poderes públicos en dicha financiación, bien poniendo a
disposición de los partidos políticos ciertos servicios (correos, locales de reunión, programas de radio y de
televisión), bien entregando directamente fondos económicos a los contendientes. Lo más frecuente es que se
combinen los dos procedimientos. En España, un 90 por 100 de la financiación de las campañas electorales
es pública y se hace en proporción a los resultados alcanzados por los partidos, en las elecciones precedentes
al Congreso de los Diputados.
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Epígrafes que entran en el examen (Cuota Tenorio) 2022/23 Angy
En efecto, como ya hemos reiterado, el régimen liberal nace con una muy fuerte impronta individualista que lo
llevó a abolir los cuerpos intermedios y a no reconocer el derecho de asociación, Aunque ya en el siglo XVIII
los partidos ingleses eran un buen ejemplo de acomodación entre el sistema político y los partidos y de la
funcionalidad de éstos, en Francia y en el resto del Continente eran descalificados como facciones que
anteponían sus intereses particulares a los generales de la nación.
Cuando, ya avanzado el siglo XIX, es reconocido legal e incluso constitucionalmente el derecho de asociación,
los partidos políticos siguieron silenciados y hubieron de subsistir amparados en él. Mientras tanto, en algunos
reglamentos Parlamentarios se ofrecía cierta cobertura a las fracciones que se formaban en el seno de la
Cámara. Así se inició el reconocimiento de los grupos parlamentarios.
Habría, sin embargo, que esperar mucho tiempo aún hasta que estos fueran reconocidos como organizaciones
estables y para que los partidos políticos fueran tenidos en cuenta por los ordenamientos jurídicos.
Así, pues, en la segunda posguerra mundial se corrigió el antagonismo hacia los partidos. El repudio de las
experiencias totalitarias anteriores propició su valoración positiva y han pasado a ser piezas fundamentales del
sistema político.
Una evolución similar podría trazarse respecto de los sindicatos, desde la abolición de los gremios hasta su
actual constitucionalización.
En España, el reconocimiento expreso de los partidos políticos por una Constitución no ha tenido lugar hasta
la vigente. La de 1931 guardaba silencio sobre ellos, aunque hablaba de los grupos parlamentarios, como
también lo hacían los reglamentos de las Cortes. El régimen franquista los prohibía y consagraba el Movimiento
Nacional como única organización política. En cambio, la Constitución vigente eleva el pluralismo político a la
categoría de valor superior del Ordenamiento jurídico, lo identifica principalmente con los partidos y reconoce
a éstos en su artículo 60 como instrumentos fundamentales del funcionamiento político.
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Epígrafes que entran en el examen (Cuota Tenorio) 2022/23 Angy
formación de los Gobiernos. Pero esta entrada de los partidos políticos en el sistema de representación ha
transformado su funcionamiento.
Estamos ante uno de los aspectos más importantes de la democracia representativa. Hemos visto que los
partidos políticos ejercen un casi monopolio en la presentación de candidaturas electorales y todavía pueden
ver incrementado su protagonismo si el Ordenamiento jurídico prescribe el modelo de candidaturas
plurinominales cerradas y bloqueadas, como ocurre en España en todas las elecciones, salvo en las del
Senado Todo o cual ha producido un hiato entre la titularidad popular de la soberanía y su ejercicio por parte
de los representantes movidos por sus respectivos partidos.
A mayor abundamiento, la idea de que, por representar a la nación entera, los diputados no pueden recibir
mandato imperativo alguno ni de los electores ni de nadie y que tienen que acudir a la Cámara desprovistos
de todo prejuicio, a solas con sus conciencias, no se ha hecho efectiva en ningún momento en la realidad
política.
Es así porque, como es lógico, los representantes se mueven por estímulos bastante más complejos que ese
virginal mandato en blanco, y los motivos privados pesan tanto o más que ese cielo estrellado kantiano de la
conciencia moral. De ahí que sean muy sensibles no ya a las órdenes, sino incluso a las simples sugerencias
de sus respectivos jefes políticos, porque, de lo contrario, no repetirían su candidatura en las siguientes
elecciones.
Las candidaturas cerradas y bloqueadas significan un momento decisivo de las elecciones en una fase previa:
la de la confección de las candidaturas por los partidos políticos, la cual, al hacerse teniendo a la vista los
resultados electorales de años anteriores y de las encuestas que realizan empresas especializadas, anuncian
con aproximación la ulterior composición personal de la Cámara. Es irrenunciable por eso que esta fase
intrapartidaria del proceso electoral se desarrolle con participación de los militantes y con transparencia; es
decir con democracia interna. Pero esto no sucede así por lo general, de donde proviene una de las más graves
grietas entre la democracia de partidos y el Estado democrático de Derecho.
De hecho, el mandato representativo apenas ha funcionado nunca a satisfacción Y hoy ha entrado en franca
crisis en la democracia de partidos, en la que ha aparecido un pseudomandato imperativo de éstos sobre los
representantes, imponiéndoles una rígida disciplina en su comportamiento político, especialmente en las
votaciones en que intervienen,
Max Weber sostuvo que los representantes parlamentarios se habían convertido en servidores de los jefes de
sus partidos. Leibholz llamó democracia plebiscitaria a la que hoy se la conoce comúnmente como democracia
de partidos porque las elecciones habían devenido plebiscitos entre los líderes de los principales partidos en
liza Como escribió Rubio Llorente, la representación que ejercían los diputados ha mutado por la
representación ejercida por los grupos parlamentarios. Los grupos también están desligados de toda
instrucción de los electores, pero, como proyección de los partidos en el Parlamento, se atienen a los
programas de éstos de modo disciplinad0' que es además lo que los electores esperan de ellos, al menos allá
donde rigen sistemas electorales proporcionales, porque psicológicamente votan equipos políticos sólidos que
puedan gobernar de modo estable y cohesionado. Pero el representante individual puede jurídicamente
discrepar de las decisiones «oficiales» de su partido.
Más aún: como en las democracias occidentales los partidos son de masas, internamente plurales y de
agregación de intereses distintos, únicamente pueden subsistir a base de una férrea disciplina interna y de
negociaciones continuas con grupos, asociaciones, sindicatos y otros partidos, dando así origen a IO que la
doctrina ha denominado democracia consociacional, de grupos, neocorporativista o corporatista etcétera.
Todo lo cual ha producido un hiato entre la titularidad de la soberanía (que reside en el pueblo) y su ejercicio
por parte de los representantes, los cuales, de hecho, la ejercen movidos por los partidos, evidenciándose así
la distancia entre la representación y la democracia en su sentido propio. Pero también es cierto que, pese a
todo y en comparación con situaciones anteriores, este régimen, sobre todo desde la conquista del sufragio
universal, es el que históricamente ha permitido una mayor influencia popular en el poder, ha aportado a éste
una mayor legitimidad y le ha exigido una mayor responsabilidad.
Un tanto hiperbólicos resultan, por tanto, los entusiasmos que hace dos siglos manifestara James Mill, para
quien la representación era el gran descubrimiento de los tiempos modernos que solucionaba todas las
dificultades de la convivencia política; o los más recientes de Loewenstein, que la considera una invención tan
importante como la máquina de vapor, la electricidad, el motor de explosión y la fuerza atómica. Sólo que los
anteriores regímenes eran aún más deficientes medidos con el canon democrático.
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Epígrafes que entran en el examen (Cuota Tenorio) 2022/23 Angy
Valga, finalmente y a mero título de curiosidad, dejar constancia de dos vestigios del mandato imperativo en
sendas democracias representativas y de algunas instituciones recelosas del mandato representativo.
a) Uno es el que vincula a los compromisarios en las elecciones presidenciales de Estados Unidos; otro,
el que obliga a los representantes de cada Land en el Bundesrat alemán a votar en él unánimemente
en el sentido indicado por su respectivo Gobierno.
b) Por su parte, la representación territorial y la composición proporcional de los órganos internos de las
Cámaras respecto de los escaños de los grupos parlamentarios descansan en la presunción —
confirmada por los hechos— de que la actuación y el voto del miembro de la Cámara responderá a los
intereses de la Circunscripción y del grupo parlamentario respectivamente.
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Epígrafes que entran en el examen (Cuota Tenorio) 2022/23 Angy
Los partidos políticos están en la cumbre de su trayectoria: todavía articulan políticamente la sociedad desde
fuera de los órganos estatales y la gobiernan desde dentro de ellos. Pero su incorporación al aparato estatal,
su legalización e incluso su constitucionalización les han significado una transformación por la exigencia de
legalidad y constitucionalidad de sus estatutos, y de democracia en su estructura y funcionamiento. Por otra
parte, su financiación pública ha determinado el establecimiento de un sistema de control, por tenue que fuere
y es por esta última vía por donde los partidos están experimentando un más profundo cambio.
La abrumadora financiación pública de los partidos presenta una cara positiva y otra negativa. La positiva
consiste en que el sistema político asume, defiende y sostiene decididamente el pluralismo. La negativa reside
en que, de esta manera, los partidos están cada vez más dentro del aparato estatal y más lejos de la sociedad;
son más maquinarias de poder que agentes de socialización política; están más atentos a los medios de
comunicación que a sus bases y militantes. Hoy es general el fenómeno de la desideologización de los partidos,
la progresiva desaparición de los partidos de clase y su sustitución por partidos de electores. En España esta
tendencia es manifiesta y creciente.
Los partidos han de confeccionar programas sobre toda la política nacional; han de generalizar opiniones,
promediar intereses dar satisfacción a sus bases sin espantar a los electores. Por eso sus programas son cada
vez más parecidos entre sí.
Los partidos de electores, de escasa militancia, no pueden sobrevivir sino gracias a su éxito electoral, del que
depende su financiación. Por eso buscan electores donde más hay —en el centro político— por encima de la
coherencia ideológica. Pero, en esas condiciones, son muy dependientes de los medios de comunicación, a
los que atienden más que a sus propios militantes. Si la democracia actual es democracia de Partidos, también
es, acaso por eso mismo, mediocracia, gobierno de los medios de Comunicación, porque se vive en campaña
electoral permanente,
Los Partidos, por consiguiente, han de velar por sus representados y, al mismo tiempo, Por la suerte del Estado.
Y esto sólo puede hacerse dejando a sus espaldas una ancha zona política donde hierven los problemas del
hombre concreto. Estas demandas empiezan a ser atendidas por otras agencias: las asociaciones de vecinos,
las ligas de marginados sociales, los movimientos feministas, las organizaciones ecologistas y los sindicatos,
Todo lo cual concuerda con lo que dijimos acerca del Estado actual como Estado de asociaciones.
Los partidos están, pues, a medio camino en la misma evolución que siguió el Parlamento: entre el aparato del
Estado y las demandas sociales. Si logran atender los dos frentes, habrán ganado su batalla más decisiva. De
lo contrario, asistiremos a una transformación del sistema político demoliberal aún más profunda de la ya
habida.
DEMOCRACIA REPRESENTATIVA Y DEMOCRACIA DIRECTA
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Epígrafes que entran en el examen (Cuota Tenorio) 2022/23 Angy
En suma, la tesis más extendida ha sido la de la incompatibilidad entre ambas formas de democracia; tras la
Primera Guerra Mundial la recepción de institutos de democracia directa hubo de vencer resistencias
considerables.
Max Weber entendió que la referida combinación resultaría útil al régimen constitucional. Preuss intentó
plasmarlo así en la Constitución de Weimar. Se hicieron eco de ella las Constituciones de Austria y, con severas
limitaciones, la española de la ll República. En favor de dicha combinación escribió Carré de Malberg de forma,
a mi juicio, muy elocuente. En su argumentación encontramos abiertamente la finalidad real a la que apuntaban
sus promotores, que no era otra que la, tan pujante entonces, de limitar el poder del Parlamento, que era la
forma más certera de limitar el poder de los partidos.
En efecto, la introducción de formas de participación popular directa, dice Carré, no pretende únicamente dar
satisfacción a las aspiraciones democráticas, sino que se inscribe en un movimiento de reacción frente al
parlamentarismo absoluto, pretendiendo limitarlo, de un lado, mediante la dotación al Ejecutivo de poderes
independientes; de otro, a través del control de la constitucionalidad de las leyes, y, finalmente, confiriendo a
los ciudadanos facultades de participación directa en la potestad legislativa mediante el referendo y la iniciativa
popular. De esta manera, según el citado autor, se combinaban perfectamente parlamentarismo y democracia.
Pero aduce, como de pasada, otra consecuencia de gran interés: el recurso al pueblo en manos del Ejecutivo
será un nuevo factor de limitación del poder de los partidos políticos, que se han apropiado intolerablemente,
concluye Carré, de la soberanía.
La unión del antipartidismo y del antiparlamentarismo con el autoritarismo y el conservadurismo ha
caracterizado la utilización política de la participación directa durante casi dos siglos. En tal sentido, ciertos
sectores conservadores criticaron a los Parlamentos y mostraron sus preferencias por la participación directa;
aunque Lenin habló del «cretinismo parlamentario», la izquierda europea se alineó con la democracia
representativa parlamentaria e identificó la participación directa con los fascismos, estimando que, aun no
siendo el Estado representativo ni alfa ni omega de la sabiduría política, es el mejor régimen conocido hasta
ahora y que, si no es aún mejor, se debe a que no es suficientemente representativo.
Hoy, con la generalización del sufragio y el protagonismo de los partidos, las instituciones de democracia
directa adquieren una significación diferente de la mera crítica radical del régimen representativo. Porque, como
dice Aguiar, con ciertas condiciones democráticas, estas instituciones pueden ser funcionales para el Estado
constitucional, en el que el referendo popular es crecientemente utilizado para la adopción de decisiones sobre
soberanía territorial y sobre tratados y textos legislativos que precisan un especial consenso.
Más aún: su tradicional connotación antipartidista puede corregirse fácilmente, Pues los partidos son las
organizaciones mejor dotadas para promover una iniciativa Popular y enfrentarse dialécticamente en una
campaña de referendo. Por eso Kelsen, después de valorar la democracia parlamentaria como la única posible
y de mayor nivel técnico, termina reclamando, dentro de ella, mayores dosis de referendo y de iniciativa popular;
y Bobbio concluye que ambos sistemas democráticos, lejos de excluirse, se complementan.
Por lo demás, ha sido casi unánime la ridiculización de la democracia directa arguyendo su inviabilidad en el
Estado moderno; para ello se evoca irónicamente la imposibilidad de que millones de ciudadanos se reúnan
en la plaza pública para mar decisiones. Demasiado fácil y sofístico. El concejo abierto o town meeting, que se
practica en el nivel municipal es sólo una forma de participación directa. En ámbitos más amplios, las modernas
tecnologías de la información hacen posible en nuestros días —no digamos en el futuro— el voto electrónico y
la celebración de referendos con la frecuencia que se quiera. Cuestión distinta es si ello resulta aconsejable;
pero es absolutamente factible.
Donde hay que poner el acento es en sí se puede garantizar suficientemente la pureza del proceso, sea directo
o indirecto, con este tipo de voto y con el Presumible cansancio de una ciudadanía constantemente llamada a
votar.
4.2. EL REFERENDO
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Epígrafes que entran en el examen (Cuota Tenorio) 2022/23 Angy
Pueden buscarse sus orígenes en el plebiscito romano o decreto de la plebe votado en comicios convocados
por su tribuno. O, más cercanamente, en los Parlamentos medievales, en los que los representantes tomaban
decisiones refiriendo el asunto a sus mandantes, bajo la reserva de su aprobación. Pero fue en el siglo XVIII
(Rousseau, Condorcet, Sieyês) cuando, al hilo del principio de soberanía nacional, se comenzó a teorizar sobre
la participación directa del pueblo en la legislación y más concretamente en la aprobación de la Constitución y
de la Declaración de Derechos.
Más adelante, la Constitución jacobina de 1793 incorporó por primera vez el referendo Popular. Después,
sobreviviendo a un olvido más que secular (excepciones bonapartistas y suiza aparte), el referendo pasó de la
Constitución de Weimar a gran parte de los textos fundamentales de los países bálticos, escandinavos y
centroe1ff0peos, al de la ll República española y a los de la segunda posguerra.
Nuestra Constitución de 1931 recogía la figura del referendo legislativo, no el constitucional. En el régimen
franquista, fue regulado por la Ley del Referendo Nacional (1945) y la Ley de Sucesión (1947), Se celebró uno
en 1947 y otro en 1966, pero sin garantías de limpieza procedimental ni posibilidad de hacer campaña en
contra; por eso no debemos tomar estas dos excepciones como precedentes válidos.
Por otra parte, la doctrina y los ordenamientos jurídicos utilizan indistintamente los términos referendo y
plebiscito, salvo en Francia y en España, donde se reserva el segundo, con un marcado sentido peyorativo,
como propicio a la manipulación. Se ha podido hablar por ello de referendo bueno y plebiscito malo. Pero,
como dice Parody, se trata de una distinción históricamente reciente, geográficamente francesa e
intelectualmente confusa.
Nuestra Constitución vigente emplea preferentemente el término referendo. Pero también habla de “los
territorios que en el pasado hubiesen plesbicitado afirmativamente proyectos de Estatuto de autonomía”
(disposición transitoria 2ª; cursiva mía)
4.2.2. Tipología
Son múltiples las posibles clasificaciones del referendo según sea la perspectiva desde la que contemplemos
esta institución.
a) por el contenido formal de la consulta podemos distinguir entre referendo normativo y no normativo.
En este segundo se somete a votación una decisión política que, en caso de resultado positivo, habrá
de ser articulada después como norma.
b) A su vez, el referendo normativo puede ser, por el rango de la norma sometida a aprobación,
constituyente o legislativo.
c) Tanto el referendo constituyente como el legislativo pueden ser, según el sentido normativo de la
consulta, aprobatorio o abrogatorio.
d) Según su eficacia normativa, podemos estar ante un referendo vinculante o meramente consultivo;
este último, a mi juicio, es incompatible con el principio democrático: el pueblo, cuando vota, no
aconseja: decide.
e) Por la obligatoriedad o no de su celebración para la perfección jurídica del acto, el referendo puede ser
preceptivo o potestativo.
f) Por su ámbito territorial, los hay nacionales, regionales y municipales.
También la iniciativa popular comprende una variada tipología que resumimos a continuación:
I. Iniciativa popular legislativa.
II. Iniciativa popular de referendo.
b. 1) Constituyente (aprobatorio o abrogatorio).
b,2) Legislativo (aprobatorio o abrogatorio).
b.3) De veto legislativo (para impedir que una ley aprobada por el Parlamento sea promulgada).
III. Otras iniciativas populares (no normativas).
c. 1) De revocación, o recall, que es la iniciativa de destitución de un cargo electivo, seguida de
votación.
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Un concepto de democracia difícilmente superable por su simplicidad es el que la cifra en la identidad entre
gobernantes y gobernados, en el autogobierno del pueblo o, más gráficamente aún, dicho con palabras de
Lincoln, en el gobierno del pueblo, para el pueblo y por el pueblo. A partir de este concepto se han propuesto
otros más elaborados, aunque de menor fuerza expresiva, como el de gobierno de la opinión pública o el de
régimen de soberanía popular gobernado por la mayoría.
Todos estos conceptos son descriptivos porque se centran en los procedimientos de gobierno. Su interés reside
en poner de manifiesto elementos del régimen democrático. También identifican la democracia por oposición
a la autocracia, como ocurre cuando se la describe como régimen constitucional con control y responsabilidad
del poder, o bien como régimen con Oposición y alternancia en el poder. Como lo son asimismo los que la
definen como régimen pluralista y participativo o, como propone Sartori, una poliarquía electiva, selectiva o de
mérito: la selección se hace y el mérito se obtiene en el campo electoral.
En su Teoría General del Estado, Kelsen, identifica la democracia con el principio de mayoría, al que se llega
racionalmente a partir de la igualdad (ninguna voluntad vale más que otra). Ahora bien, a su vez, esta hipótesis
fundamental de la igualdad abona la idea, dice el propio Kelsen, de que deben ser libres todas las personas o
la mayor Parte de ellas. Más aún, el principio de mayoría presupone la existencia de una minoría, de donde
deriva la protección de esta frente al poder de aquélla. Además, la minoría puede influir en la voluntad de la
mayoría e impedir —añade— que ésta contradiga demasiado Violentamente sus intereses. Y de ahí surge la
posibilidad de un compromiso. Al partir de la base de la adopción de decisiones conforme al principio de mayo_
ría, se necesita introducir valores, como la igualdad y la libertad, para concluir en la necesaria protección de la
minoría y en el papel político que ésta puede jugar como oposición. Todo lo cual es políticamente plausible
pero teóricamente forzado.
En otros pasajes el jurista austriaco opone dialécticamente democracia y autocracia con unos razonamientos
que desembocan en la superioridad ética de la democracia como método. El principal argumento es que se
basa en una concepción crítica del mundo, sin profesar la creencia de estar en posesión de la verdad absoluta,
sino asumiendo un relativismo crítico conforme al cual las verdades de cada uno han de entrar en concurrencia
con otras para ganar adeptos. La conclusión es que sólo tiene derecho a mandar una concepción del mundo
que ha ganado más adeptos que las demás, siempre con protección de la minoría. Esta concepción renuncia
a las verdades absolutas en política, «sea el absolutismo de un monarca, de una casta sacerdotal, aristocrática
o guerrera, de una clase o de un grupo privilegiado cualquiera». La democracia se opone a que la mayoría
sojuzgue a la minoría, porque ésta es portadora de creencias diferentes que acaso lleguen a ser mayoritarias
en otro momento. «Tal es el sentido auténtico de aquel sistema político que llamamos democracia»
La democracia es «expresión del relativismo político»; es una toma de posición ética, puesto que responde al
menos a un valor fundamental: que ninguna creencia es, por principio, superior a otra, lo que viene a significar
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el «derecho» de uno o más grupos de alcanzar el gobierno cuando logre la mayoría y no por ningún otro
procedimiento. Esto, de entrada, se basa en la igualdad de las creencias (y, por ende, de las personas que las
profesan) con la subsiguiente libertad para profesarlas, y utilizarlas como principio de gobierno. Con todo lo
cual se está dando entrada a los valores —concretamente la igualdad y la libertad— en el centro mismo del
sistema democrático.
Y lo mismo sucede en otra obra del mismo autor: Esencia y valor de la democracia. En ella vincula la
democracia al valor libertad, y lo hace más explícitamente en su opúsculo Forma de Estado y filosofía, en el
que termina admitiendo que la igualdad es consustancial con la democracia y que ésta, a la postre, se basa en
la igual libertad de todos.
No hay forma de eludir los valores cuando tratamos estos problemas: si los expulsamos del planteamiento
inicial, se introducen en el desarrollo del argumento o en la conclusión.
Pues bien, por oposición a la concepción descriptiva de la democracia se ha elaborado otra prescriptiva,
axiológica o normativa, que la define por los valores que profesa. A través de este prisma se dibuja la
democracia, más que como un métod0' como una cultura, un ethos, una forma de vida (Friedrich) basada en
la participación' en la tolerancia y en la fe en la libertad, en el pluralismo y en la igualdad.
ELEMENTOS DE LA DEMOCRACIA COMO MÉTODO. SU DIMENSIÓN AXIOLÓGICA
SOBERANÍA POPULAR
Si democracia es gobierno del pueblo, el principio de soberanía popular es expresión de la única legitimidad
cohonestable con ella y compatible con formas de influencia popular indirecta en el poder. Indica también,
como aduce Sartori, la prioridad de la sociedad sobre el Estado, del demos sobre la cracia.
Hamilton sentenció: «Dad todo el poder a los muchos y oprimirán a los pocos. Dad todo el poder a los pocos y
oprimirán a los muchos». Por eso Sartori prefiere traducir el principio «todo el poder para el pueblo» por el de
«todo el poder para nadie», que él juzga más democrático.
No es más democrático, sino más liberal. El pueblo, como titular de la soberanía, lo es de todo el poder, pero
su ejercicio se halla diversificado. Cuando la Constitución española dice «la soberanía nacional reside en el
pueblo, del que emanan los poderes del Estado» (art. 1.2) quiere significar que el pueblo, como titular del poder
estatal, confiere su ejercicio a diferentes «poderes» u órganos, y con ello, legitima su actuación. En todo caso,
las democracias suelen reservar al pueblo ciertas decisiones de especial trascendencia, como la aprobación
de algunos tratados o de ciertas reformas constitucionales mediante referendo.
Finalmente, la hipotética negación de la soberanía popular mediante un acto de soberanía popular es
contradictorio en sus propios términos.
2. Igualdad
Carece de sentido hablar de gobierno del pueblo y basar su ordenamiento en la desigualdad de sus integrantes.
Si es realmente gobierno del pueblo (en el sentido de que es éste el único titular del poder estatal); lo es sin
acepción de personas, aunque los órganos estatales estén regidos transitoriamente por el grupo que accedió
a él democráticamente.
La democracia ateniense gravitaba sobre un principio fundamental, la isonomía, que es la igualdad jurídica de
los ciudadanos, de la cual derivaban otros dos:
1) Isegoría, o igualdad de palabra:
«Nosotros en persona, cuando menos, damos nuestro juicio sobre esos asuntos, los estudiamos puntualmente
porque, en nuestra opinión, no son las palabras las que perjudican la acción, sino el no informarse por medio
de la palabra antes de proceder a lo necesario mediante la acción» (Tucídides: Historia de la Guerra del
Peloponeso: «Oración fúnebre de Pericles»).
2) Isocracia, o igualdad en el ejercicio de los cargos públicos:
«En la elección de cargos públicos no anteponemos las razones de clase al mérito personal según el prestigio
que tiene cada ciudadano en su actividad; y tampoco nadie en razón de su pobreza encuentra obstáculos
debido a la oscuridad de su condición si está en condiciones de prestar un servicio a la ciudad» (ibidem).
Por ser una forma política basada en la igualdad es por lo que puede disponer el valor igual, a efectos jurídicos
y políticos, de todos los sufragios y, en principio, también de todas las opiniones e ideologías. Un acto que
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introduzca una desigualdad general y sistemática entre los distintos sectores de la sociedad no es democrático
pues está obstaculizando el cambio político, consustancial a la democracia.
3. Libertad. Pluralismo
Decíamos en el primer epígrafe que no era correcto el dictamen kelseniano acerca de la compatibilidad entre
la democracia como método y el aniquilamiento de la libertad. Y resulta igualmente contradictorio en los
términos hablar de gobierno del pueblo y sojuzgarlo por decisión de una mayoría. Un acto libre que tenga por
objeto la enajenación de la libertad es contradictorio en los términos, como Rousseau objetó a Grocio.
La libertad en sentido amplio, como valor inherente a la persona, se plasma en libertades concretas, sin
agotarse en ellas. De nada serviría la igualdad ni la soberanía popular si no existiera libertad de comunicación
pública ni de actuación política, ni de asociación (incluida la asociación política) para canal izar dicha actuación;
es decir, si no existiera pluralidad social y política y una actitud, tanto de la sociedad como de los poderes
públicos, de preservación y defensa del pluralismo.
En un capítulo posterior se estudia el pluralismo político y su principal manifestación: los partidos políticos A lo
allí dicho remitimos ahora sin perjuicio de recordar que el pluralismo tiene muchas variantes: social, cultural,
étnico, religioso, lingüístico, sindical, etcétera. Pero, por más que todas ellas tengan significado político, es el
pluralismo de partidos el que más directamente afecta al funcionamiento del sistema institucional y, de forma
indirecta y tendencial, traduce esos otros pluralismos por cuanto los partidos los incorporan a sus programas
buscando nutridas clientelas electorales. Y no es inusual que organizaciones sindicales, confesiones religiosas
y minorías étnicas organicen sus propios partidos políticos.
La democracia es pluralista. Hoy esta afirmación se entiende, en términos generales, como democracia de
partidos.
No desvirtúa este elemento del pluralismo la existencia de élites, que son siempre las que gobiernan. Como
expuso Schumpeter, lo característico de la democracia no es la ausencia de élites, sino la existencia de muchas
que compiten entre sí para obtener el voto popular. En efecto, los partidos políticos segregan oligarquías son
éstas las que, apoyadas en sus respectivos aparatos partidarios, equipos de gobierno. Uno de los más
importantes problemas de la es conseguir que la selección y la formación de esas élites de vez, por
procedimientos democráticos.
4, Consenso
Es imposible el gobierno libre e igual del pueblo si no se da en él un consenso básico sobre las reglas del juego
político y sobre los valores en que se sostiene y a los que sirven esas reglas. Si la autocracia (el despotismo,
diría Montesquieu) se basa en el temor, la democracia no puede apoyarse sino en el consenso de sus
ciudadanos acerca de los valores básicos sobre los que se asienta o debe asentarse, y sobre las reglas del
juego político (elecciones, referendos, representación política...). El consenso no excluye el disenso ni el
conflicto, que coexisten siempre con aquél en proporciones variables, pero, por debajo de cierto nivel de
consenso y por encima de cierto nivel de conflicto, corren peligro el régimen e incluso el modelo de sociedad.
Acaso resulte preferible por eso lo que Parson llamó «una polarización limitada de la sociedad”
Desde el enfoque que hemos adoptado en este epígrafe, acaso el consenso más importante sea el que versa
sobre las reglas del juego político, unas reglas respetuosas de la pluralidad de la sociedad y cuya aceptación
por los grupos políticos hace de estos adversarios o rivales, no enemigos.
5. Principio de mayoría
El consenso no significa unanimidad en todo, sino en lo fundamental: en esas reglas y valores antes
mencionados. Lo normal es que, a partir de ahí, el funcionamiento de los poderes públicos se apoye en el
principio mayoritario.
Este principio, tan del gusto kelseniano como meramente técnico y procedimental, sólo lo es en apariencia,
pues encierra una franca toma de posición en orden a los valores fundamentales de la dignidad humana y de
la igualdad, A esta conclusión que se llega con un razonamiento bien simple: por juzgar a todos los hombres
iguales en dignidad personal, aunque no lo sean en fuerza, inteligencia y riqueza; Por Considerar que, ricos o
pobres, los ciudadanos están sumidos en una suerte común en la que las decisiones colectivas afectan a todos,
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es por lo que todos son admitidos a los diversos modos de participación política con un peso o influencia parejo
(sufragio igual).
Por consiguiente, los votos no deben ser sometidos a control de calidad. Todos valen igual porque todos los
ciudadanos valen igual. No hay, pues, otro criterio democrático de adopción de decisiones colectivas que el
cuantitativo. Tal solución comporta la única valoración cualitativa compatible con la democracia: el valor igual
de todos y cada uno de los ciudadanos.
El requisito de mayoría absoluta -o incluso más cualificada: tres quintos, dos tercios...— para ciertas decisiones
se establece como garantía de las minorías, pues, para alcanzar una votación tan elevada, se hace necesario
normalmente contar con ellas.
7. Principio de reversibilidad
Lo mismo que dijimos para con la libertad, un acto de soberanía popular que tenga por objeto su propia
supresión a manos de un grupo totalitario sólo puede ser entendido como democrático de modo sofístico e
inconsistente: aunque ese acto haya sido adoptado por mayoría, si comporta la irreversibilidad de la situación
creada, si cierra toda posibilidad de cambio, está negando todo nuevo acto de soberanía popular y de
alternancia en el poder; es decir, está impidiendo precisamente la democracia como método. Un régimen
apoyado por una Mayoría que elimine a la Oposición y niegue todo estatuto jurídico y político a la Minoría, es
autocrático porque la Mayoría está erigiéndose en todo el pueblo para siempre, impidiendo con ello que otra
parte del pueblo pueda alguna vez ser Mayoría y gobernar.
A igual conclusión se llega desde la perspectiva complementaria: si la democracia es régimen axiológicamente
relativista y tolerante, es contradictorio y sofístico calificar como democrático el acto que lleva a la opresión y
a la intolerancia de cualquier disidencia respecto de los dogmas impuestos por el grupo en el poder.
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Sin publicidad no hay democracia como método. La democracia es un régimen de libertad de comunicación
pública en el que se airean los logros y malogros del grupo en el poder (así como la trayectoria política de la
Oposición) y sirve de medio de difusión de nuevas ideas y de propuestas alternativas.
Kant elevó la publicidad a criterio de la política moralmente correcta. Frente al soberano de Derecho divino que
oculta sus movimientos y sus razones para preservar el Estado (arcana imperii) o para preservarse a sí mismo
(arcana dominationis), el Pensamiento ilustrado y el liberalismo apostaron por un régimen de publicidad que
menguara las posibilidades de despotismo y de corrupción.
La libertad de comunicación pública en su más rica diversidad (derecho a informar y a obtener información,
libertad de expresión, abolición de la censura, etcétera: artículo 20 de la Constitución española) garantiza la
formación libre de la Opinión pública, sin la cual, al decir del Tribunal Europeo de Derechos Humanos y del
Tribunal Constitucional español, y es evidente por sí mismo, no puede haber un régimen democrático. Porque
el control del poder público y la función de oposición Política se hacen fundamentalmente de cara al electorado
y con vistas a influir en su voto en la siguiente confrontación electoral; en esa labor son indispensables los
medios de comunicación social, la fluidez de la información y la libertad de expresión de opiniones.
De otro lado, con el actual desarrollo de las comunicaciones, la Administración tiende a erigirse, dicho con
palabras de Bobbio, en dios omnividente invisible: lo sabe todo de los ciudadanos en tanto éstos no alcanzan
a saber qué sucede en la esfera del poder, menos aún cómo y por qué sucede. De ahí la consagración actual
del acceso de los ciudadanos a los registros y archivos de la Administración (art, 105 b, de la Constitución
española) y el derecho de autodeterminación informativa. Este último significa que el ciudadano no está
obligado a facilitar datos sobre sí mismo que puedan afectar a su intimidad, a su ideología y creencias, y, en
cambio, tiene derecho a controlar el uso que la Administración o las empresas privadas hacen de la información
que sobre él poseen (art. 18.4 de la Constitución española).
5.1. CONCEPTO
La autocracia se define por oposición a la democracia. La autocracia perfecta sería aquella en la que faltaran
todos los elementos que hemos apreciado en la democracia, y por entero. En una autocracia, el poder tiene un
solo titular, sea una persona, una asamblea, un comité o un partido político; su ejercicio también está
concentrado en unas solas manos y no soporta ningún límite ni control efectivo, como tampoco tolera ideologías
diferentes a la oficial, menos aún contrarias. La autocracia es la forma del absolutismo contemporáneo.
Así entendidas, democracia y autocracia son modelos ideales que no se dan puros en la realidad, pero nos
sirven de criterio para el análisis de los regímenes políticos. Entre ambos modelos caben, pues, muchas
variantes, según falte este o aquel elemento, en todo o en parte. Lo cual podría deparar una cierta inseguridad
a la hora de calificar un régimen como autocrático o democrático porque puede hallarse más cercano de uno
u otro extremo.
Sin embargo, la Teoría de la Democracia opera con la acentuada interrelación de los elementos que hemos
enunciado como democráticos. Cuando uno de ellos falta por completo o en proporciones muy notables,
difícilmente se dan los demás en dosis suficientes. Así, por ejemplo, si no existe libertad de asociación política,
tampoco existen elecciones libres, ni participación política propiamente dicha, ni Oposición ni control del poder
(menos aún, responsabilidad), ni está garantizado el respeto de las minorías, ni la posibilidad de cambio
político, De igual forma podríamos argumentar comenzando por la libertad de expresión, por la primacía del
Derecho o por el sufragio universal. En pocas palabras, la autocracia, si lo es en grado significativo invade
todos los ámbitos de la vida política (y aun social) del país.
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5.2. TOTALITARISMO
Si consideramos el estatuto jurídico de los derechos, o, por mejor decir, su carencia y represión, nos hallaremos
ante un régimen totalitario, que es aquel en el que la persona no es tratada como un fin en sí misma, sino como
una pieza del todo, un medio instrumentalizable. Su expresión más precisa la proporcionó Mussolini: «Todo en
el Estado, nada fuera del Estado, nada contra el Estado».
Regímenes totalitarios recientes han sido, entre otros, el nacionalsocialista alemán, el fascista italiano, el
franquista en España durante varios años, el corporativista portugués y el comunista de la extinta URSS, de
China y de las mal llamadas democracias populares europeas posteriores a la Segunda Guerra Mundial.
Apoyados en esta variedad y gradualidad de la represión y del monismo político, algunos politólogos utilizan a
un modelo intermedio entre la democracia y el totalitarismo: el régimen autoritario, con el que identifican
algunos regímenes actuales o recientes, como en una segunda época del régimen franquista español (Linz) y
el «régimen de los coroneles» en Grecia.
Ahora bien, el cuadro teórico de las formas políticas debe ser utilizado científicamente, no de forma
políticamente sesgada. Recuérdese cómo el régimen irakí de Sadam Husein fue denominado autoritario antes
de atacar los intereses occidentales Y totalitario después de hacerlo.
5.4. DICTADURA
La dictadura fue en Roma una institución de gobierno excepcional para situaciones de emergencia motivadas
por una larga guerra o por una intensa y duradera crisis interna. Consistía en la atribución a una persona de
amplios poderes por tiempo limitado (seis meses) para la solución de dichos problemas. Tanto el nombramiento
del dictador como los poderes atribuidos se ajustaban a Derecho. Era, pues, semejante a los modernos estados
de crisis constitucional, como los de excepción, sitio y guerra, que provocan una concentración temporal del
poder en algunas autoridades previstas y una restricción en el ejercicio de derechos por parte de la ciudadanía.
La dictadura romana fue utilizada durante la república, principalmente en los siglos V a III a, C. Su recuperación
posterior por Sila y César, a juicio de Stoppino, tuvo un carácter más parecido a las dictaduras modernas.
Actualmente es una modalidad de la autocracia que afecta al Gobierno, esté o no diferenciado de la Jefatura
del Estado, si bien el mismo término se emplea también Para designar un régimen (dictadura franquista,
dictadura del proletariado).
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Bobbio llama la atención oportunamente acerca de la tesis marxista de que hay una sola forma política: la
dictadura. Tesis excesivamente reduccionista que quiere poner de manifiesto que en el fondo siempre hay el
predominio de una parte de la sociedad, de una clase social (la burguesía, el proletariado), que monopoliza el
poder, aunque se revista de métodos de organización y de adopción de decisiones aparentemente abiertas al
cambio; cambio que es solamente epidérmico porque lo estructural, lo permanente Y lo que sólo cambia
mediante una revolución es la dominación social de una clase.
Si el dictador es Jefe del Estado, puede que asuma la dirección del Gobierno (Franco hasta 1973 o Pinochet),
o que nombre a uno de su completa confianza (Franco desde 1973 hasta 1975). Si la dictadura se establece
en el nivel gubernamental o bien el Jefe del Estado (es lo sucedido en España con Alfonso XIII respecto de la
dictadura del General Primo de Rivera), o el propio dictador promueve el nombramiento como Jefe del Estado
de una persona enteramente dependiente.
Este manual se instala en la perspectiva democrática y pretende explicar tan sólo el régimen constitucional de
la democracia pluralista. Por eso renuncia, como también ha hecho respecto del totalitarismo, al estudio
pormenorizado de la dictadura y del totalitarismo, limitándose a algunas pinceladas históricas. Baste con su
catalogación como sistemas autocráticos de gobierno que normalmente alcanzan a la propia Jefatura del
Estado.
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Hemos estudiado esta cuestión en el capítulo XIII. A lo allí dicho remito ahora. Retengamos, no obstante, que
la denominada representación territorial experimenta una inflexión considerable en función del sistema de
designación o de elección de los miembros de la Cámara Alta:
1. La designación por los entes federados hace que dicha Cámara esté muy apegada a los intereses
Territoriales.
2. Con sufragio universal directo y con la mayor duración de su mandato, los senadores de los Estados
Unidos se independizan más de los intereses territoriales que los miembros de la Cámara de
Representantes, que teóricamente estaban destinados a representar al conjunto de la Unión.
3. En Italia, con sufragio universal directo y a pesar de las diferencias de los respectivos sistemas
electorales, el Senado es tan representativo del pueblo italiano en su conjunto como la Cámara de
Diputados.
En fin, dos tercios de los Parlamentos del mundo son monocamerales y desde la Segunda Guerra Mundial han
desaparecido muchas segundas Cámaras y se han creado menos (entre ellas, el Senado español). Pero nada
de esto parece afectar a las Cámaras de representación territorial, sino sólo a las conservadoras o de segunda
lectura.
8, ÓRGANOS RECTORES DE LAS CÁMARAS: EL PRESIDENTE Y LA MESA
El parlamento de hoy no centra su vida exclusivamente en el Pleno de la Cámara. Diversos órganos internos,
con variadas funciones, facilitan su funcionamiento. Cabe distinguir entre ellos los órganos rectores y los
representativos de los grupos parlamentarios. Los primeros son el Presidente y la Mesa. La Junta de
Portavoces pertenece a los segundos.
Los órganos rectores ponen más el acento de sus decisiones en la neutralidad de la aplicación del Reglamento,
en tanto que los portavoces de los grupos parlamentarios suelen llevar a la Junta la opinión de éstos, por lo
que actúan más en criterios de confrontación o de transacción política, según los casos.
De una época a esta parte, los reglamentos parlamentarios, y los españoles entre ellos, han evolucionado
desde una dirección presidencialista de las Cámaras a otra colegiada. Con todo, en la democracia de partidos,
la posición del Presidente se ve notablemente reforzada cuando cuenta con la mayoría de la Cámara, que
suele reflejarse en la mayoría de la Mesa; pues, si efectivamente tiene el respaldo de la Cámara, la Mesa
tenderá a plegarse ante sus iniciativas.
En un régimen democrático, el Presidente de la Cámara es elegido por los miembros de esta y su mandato
suele extenderse a toda la legislatura. Entre las funciones más importantes que ejerce cabe destacar:
1. La representación de la Cámara.
2. La dirección de los debates, concediendo y retirando la palabra.
3. El ejercicio de la disciplina parlamentaria sobre los miembros de la Cámara, en los términos que
explicamos en la lección siguiente.
4. El ejercicio de la autoridad administrativa sobre el personal de la Cámara y de orden público en el
interior del recinto parlamentario.
5. La participación, junto a la Mesa y, en su caso, a la Junta de Portavoces, en la fijación del orden del
día del Pleno.
6. En España, el Presidente del Congreso de los Diputados dirige las consultas regias previas a la
propuesta de candidato a la Presidencia del Gobierno y la refrenda.
La Mesa es un órgano colegiado integrado por el Presidente, los Vicepresidentes y los Secretarios de la
Cámara, en número variable de un país a otro, e incluso, dentro de un país, de una Cámara a otra. Sus
funciones más usuales en el Derecho comparado son:
1) La asistencia al Presidente. Esta función puede ser de mera ayuda si el poder decisorio es presidencial,
o de gran trascendencia política si la asistencia es preceptiva y vinculante.
2) La participación en la fijación del orden del día.
3) La calificación de los escritos que se presentan a la Cámara para su tramitación jurídica.
4) La distribución del trabajo parlamentario entre las diversas Comisiones.
EL PLENO Y LAS COMISIONES
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Epígrafes que entran en el examen (Cuota Tenorio) 2022/23 Angy
La Cámara se identifica fundamentalmente con su Pleno, que es el titular genuino de sus funciones, pero
necesidades prácticas han determinado la progresiva aceptación de su funcionamiento en Comisiones. Solo
así se puede hacer frente al abundante trabajo parlamentario, A las Comisiones, en principio, les incumben los
trabajos preparatorios para un más fácil y ágil decisión del Pleno. Para conseguir este fin es usual que los
reglamentos parlamentarios determinen:
A) El carácter permanente y no meramente coyuntural de las Comisiones más importantes, especialmente
de las legislativas.
B) Una composición de las Comisiones que refleje proporcionalmente la relación de las fuerzas de los
grupos parlamentarios en el Pleno.
C) La no publicidad de sus sesiones, frente a lo que sucede con las del Pleno. En España, sin embargo,
tienen publicidad a través de los medios de comunicación acreditados.
por otra parte, cada vez está más extendida la práctica de la delegación legislativa con ciertos límites— en las
Comisiones, en cuyo caso, son éstas las que aprueban la ley sin ulterior pronunciamiento del Pleno. NO
obstante, es usual que éste pueda recabar para sí en todo momento cualquier proyecto o proposición que esté
tramitando una Comisión.
Desde la óptica de la democracia de partidos es obligado que las Comisiones tengan una composición
proporcional al número de miembros de los grupos parlamentarios. Lo contrario equivaldría a falsear su
representatividad y las inhabilitaría para adoptar decisiones. Por esa representatividad, puede delegarles el
Pleno los proyectos de ley. De todos modos, aun no dándose esta delegación, el dictamen de la Comisión
suele anticipar el subsiguiente del Pleno.
LAS DIPUTACIONES PERMANENTES
Aunque el primer liberalismo concibió el Parlamento como un órgano discontinuo, paulatinamente se hizo sentir
la necesidad de dotarlo de cierta continuidad para conservar el equilibrio institucional. En los periodos
interlegislaturas se echa en falta un interlocutor parlamentario del Gobierno.
En el Derecho comparado se observan varias soluciones a este problema:
1. La reunión automática de las Cámaras en situaciones de crisis constitucional: Francia, Bélgica,
Portugal, España. Esta opción es compatible con alguna de las siguientes.
2. La prolongación de las funciones de la Cámara disuelta, o cuyo mandato haya concluido, hasta la toma
de posesión de la nueva. Se conoce con el nombre de prorrogatio. Debe diferenciarse de la prórroga
de las Cámaras, que consiste en la prolongación del mandato a todos los efectos. La Constitución
española no permite la primera, pero sí la segunda.
3. El ejercicio de ciertos poderes de las Cámaras por un órgano colegial emanado de su seno. Esta
tercera solución ha sido preferida en diversos momentos en España, denominándose el órgano en
cuestión Diputación Permanente.
Prescindiendo de ciertos precedentes remotos en el Derecho histórico español (Cataluña, Aragón, Valencia y
Navarra), en el que la Diputación Permanente aparece con diversas denominaciones, hay que cifrar su origen
constitucional en el texto gaditano de 1812 y ha significado una aportación, acaso la más genuina, de nuestro
país al constitucionalismo comparado.
La Constitución española vigente instaura una Diputación Permanente de cada Cámara. Son órganos de
continuidad parlamentaria que se subrogan en algunas funci0nes de sus respectivas Cámaras como garantía
de las facultades de éstas durante los períodos en que no estén reunidas. El art. 78.1 de la CE vigente dispone
su composición “por un mínimo de 21 miembros, que representarán a los grupos parlamentarios, en proporción
a su importancia numérica.
3. ESTATUTO DE LOS PARLAMENTARIOS
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Epígrafes que entran en el examen (Cuota Tenorio) 2022/23 Angy
El mandato representativo ha sido abordado en el capítulo XV. Dedicamos este capítulo a los demás aspectos
integrantes de dicho estatuto.
A. El parlamentario tiene el derecho y el deber de asistir a las sesiones del Pleno y a las de las Comisiones
de las que es miembro. Tiene en ellas derecho a la palabra y al voto, que es personal e indelegable.
Son consideradas hoy igualmente como derechos la asignación económica, las dietas por asistencia
a las sesiones, las franquicias de correo y las ayudas e indemnizaciones por gastos. Además del deber
de asistencia a las sesiones, el parlamentario está obligado a respetar el Reglamento, el orden y la
cortesía parlamentaria.
B. No son términos sinónimos inelegibilidad e incompatibilidad: la inelegibilidad es la incapacidad para
ser candidato; la incompatibilidad consiste en la prohibición al parlamentario del ejercicio de ciertas
funciones que se estima comprometedoras de su mandato electoral, debiendo el interesado optar por
éste o por aquéllas. El establecimiento de incompatibilidades parlamentarias pretende la
independencia del miembro de la Cámara en el ejercicio de su mandato. En el sistema parlamentario
es habitual la compatibilidad del escaño en la Cámara con una cartera ministerial, así como su
incompatibilidad con cargos de libre designación del Gobierno (pero no su pertenencia a este), con el
ejercicio de la función pública (esto es: el desempeño de un puesto de funcionario) y con cargos
judiciales. En este último caso se está velando también por la independencia judicial.
3,2. PRERROGATIVAS
3.2.1. NATURALEZA JURÍDICA
Son prerrogativas de los parlamentarios la inviolavilidad y la inmunidad, que los sitúan en una posición
favorable en comparación con el ciudadano común. Su finalidad es garantizar el libre funcionamiento de
las Cámaras y la libre adopción de sus decisiones, lo que requiere la libertad e independencia de sus
componentes individuales. por consiguiente, las prerrogativas consisten en ciertas exenciones o
excepciones del régimen común de Derecho policial, penal o procesal, según los casos, establecidas no
en atención a la calidad subjetiva del parlamentario como persona, sino al funcionamiento independiente
de la Cámara como órgano constitucional. Aunque se hayan presentado a menudo como privilegios
personales, no lo son ni se les debe regular como tales so riesgo de desnaturalizarlas.
No son propiamente derechos individuales de los parlamentarios, sino garantías institucionales. Por eso
no es tanto el parlamentario individual cuanto la propia Cámara la que vela por su observancia y
mantenimiento; y también por eso son irrenunciables. Por tanto, son inherentes a la condición de
parlamentario, el cual no puede desprenderse de ellas a voluntad, sino, en todo caso, solicitar de la Cámara
su levantamiento, que no se producirá mientras no se pronuncie ésta en tal sentido.
3.2.2. INVIOLABILIDAD
Consiste esta prerrogativa en un plus de libertad de expresión que tiene el parlamentario en comparación con
el ciudadano común. A este respecto, las Constituciones demoliberales suelen proclamar la irresponsabilidad
de aquél por las opiniones y los votos emitidos en el ejercicio de sus funciones, Precisemos tal concepto:
• Se trata de una prerrogativa penal (en sentido amplio), consistente, en una excepción de la vigencia de la
norma penal o sancionadora (Fernández-Miranda).
• Excluye toda sanción, sea penal, civil o administrativa, pero no el ejercicio de la disciplina parlamentaria
interna por parte del Presidente de la Cámara.
• Se extiende a las opiniones, votos y demás actuaciones del parlamentario, siempre que tengan lugar en el
ejercicio de las funciones institucionales propias: enmiendas, preguntas, interpelaciones y, en fin, como
dice el autor citado, todas aquellas actuaciones encaminadas a la lícita formación de la voluntad de la
Cámara.
• Al carecer la norma sancionadora de vigencia puntual, en estos casos no se deriva responsabilidad de las
actuaciones indicadas, por lo que no se le puede exigir ésta al parlamentario después de cesar en su cargo.
Ello no obstante, el parlamentario está sometido al orden de la sesión, que corre a cargo del Presidente de la
Cámara, el cual puede recordarle el deber de cortesía parlamentaria, llamarlo a la cuestión e incluso cortarle
el uso de la palabra si éste hace caso omiso de estos recordatorios o se excede demasiado en el tiempo que
se le ha otorgado para su intervención.' Incluso, sin estar el parlamentario en el uso de la palabra, puede el
Presidente llamarlo al orden si lo está perturbando y, en caso de persistir en su actitud, repetir su llamada al
orden hasta tres veces y expulsarlo de la Cámara. Por lo demás, si los excesos en el uso de la palabra pudieran
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ser constitutivos de delito, el Presidente puede pasar el tanto de culpa al Ministerio Fiscal a los efectos
pertinentes.
3.2.3 INMUNIDAD
La inmunidad protege al parlamentario durante su mandato prohibiendo su detención, excepto en caso de
flagrante delito, y su inculpación y apresamiento si no media la previa autorización de la Cámara a la que
pertenece. La prohibición de inculpación y de procesamiento es una prerrogativa de índole procesal; la
prohibición de detención en los términos dichos es una prerrogativa de carácter policial, consistente en un plus
de libertad personal deambulatoria en comparación con el ciudadano común.
Tradicionalmente se ha justificado la inmunidad de los parlamentarios en la necesidad de evitar detenciones y
procesamientos con motivaciones políticas no siempre desinteresadas que impidan el normal desenvolvimiento
de su actividad parlamentaria y, en consecuencia, también el de la Cámara, la cual no debe funcionar con una
composición diferente de la alcanzada electoralmente. De ahí que el órgano judicial deba dirigir a la Cámara
un escrito (suplicatorio) solicitándole autorización para poder proceder penalmente contra uno de sus
miembros.
Es una prerrogativa temporal, por lo que, en principio, no debe impedir el procesamiento del parlamentario
cuando deja de serlo y en períodos intersesiones e interlegislaturas, Sin embargo, suele haber muchos
impedimentos para ello.
¿Cuál es el momento inicial de la protección? La solución más habitual en el Derecho comparado es el
momento de la elección. Pero en España pierde la prerrogativa el parlamentario que no adquiere su condición
plena en una de las tres primeras sesiones plenarias de la Cámara.
¿Queda el parlamentario protegido por los actos realizados antes de su acceso cámara? En el Ordenamiento
español, sí, lo que evidentemente se presta a abusos.
¿cubre esta prerrogativa toda la duración del mandato o sólo los periodos de sesiones? Nuestro Ordenamiento,
de nuevo injustificadamente, ha optado por lo primero.
Las prerrogativas que protegen al parlamentario obedecen a la necesidad de que la Cámara sea independiente
y no vea alterada su composición efectiva ni su funcionamiento por injerencias de otros órganos de poder, No
tratan tanto de hacer del diputado un ciudadano privilegiado cuanto de asegurar el libre funcionamiento
parlamentario. Ahora bien, esta justificación puede sorprender al ciudadano de las actuales democracias, en
las cuales no se perciben habitualmente las referidas injerencias. La explicación, una vez más, está en la
Historia.
En efecto, fue práctica no infrecuente la detención y, en su caso, ulterior procesamiento de los miembros de la
Cámara menos dóciles con el poder regio, bien cuando acudían a la convocatoria de una sesión, bien durante
el transcurso de ésta. De Otro lado, en un régimen no plenamente democrático, ni plenamente de Derecho, la
libertad de expresión de los ciudadanos no estaba suficientemente garantizada, de manera que poco control
podía ejercer la opinión pública sobre unos Gobiernos de nombramiento regio.
Es explicable, consiguientemente, que los Parlamentos, una vez alcanzado su conocimiento como órganos de
poder (1688 en Inglaterra; 1789 en Francia) y no como meros colaboradores del Rey, reivindicaran su
autonomía reglamentaria y garantías de independencia. De poco serviría tener poder legislativo y de control si
los parlamentarios no tenían asegurada su participación en el trabajo de la Cámara ni se atrevían a emitir allí
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Epígrafes que entran en el examen (Cuota Tenorio) 2022/23 Angy
libremente sus opiniones por temor a su procesamiento. El funcionamiento independiente del Parlamento
requería, pues, en aquel contexto un plus de libertad personal y de libertad de expresión para sus miembros.
Sin embargo, es notorio que ésa no es la situación de los ciudadanos ni del Parlamento en los actuales Estados
de Derecho. En ellos, ni el Gobierno se dedica a apresar a parlamentarios descuidados, ni los jueces los
procesan arbitrariamente para impedir que intervengan en determinada sesión de la Cámara. Antes, al
contrario, tales prácticas están tipificadas como delito, tanto las que afectan a los parlamentarios cuanto las
dirigidas contra ciudadanos comunes. En segundo lugar, la democracia es un régimen asentado en la opinión
pública; la libertad de expresión es un derecho fundamental con el máximo nivel de garantías.
No se percibe, entonces, la necesidad, ni siquiera la funcionalidad para el Estado social y democrático de
Derecho, de ese plus de libertad personal y de libertad de expresión en qué consisten 'las prerrogativas que
estudiamos. Menos compatible aún con tal Estado es la permanencia de ciertos corolarios que se ha pretendido
derivar, a veces con éxito, de dichas prerrogativas:
✓ El primero es la extensión de la inviolabilidad a actuaciones públicas, incluso políticas, pero no
estrictamente parlamentarias, como conferencias, artículos periodísticos, libros o manifestaciones.
Frente a esta interpretación extensiva, el Tribunal Constitucional español ha sostenido acertadamente
que las funciones del parlamentario deben entenderse en sentido jurídico, no sociológico.
✓ Otra desviación es la extensión de la inviolabilidad a las injurias, las calumnias, la incitación a la rebelión
armada o la apología de delitos de sangre. Nada digamos cuando el parlamentario compromete
mediante precio su actuación en la Cámara. Hay textos constitucionales, como el alemán y el griego,
que excluyen expresamente alguno de esos supuestos. El nuestro debe ser interpretado muy
estrictamente en este punto, porque ninguno de tales excesos es realmente necesario para la lícita y
normal formación de la voluntad de la Cámara. Como ha dicho el Tribunal Supremo de los Estados
Unidos, «recibir sobornos no forma parte de la función ni del proceso legislativo».
✓ También se ha extendido la inviolabilidad a todas las actuaciones referidas en el punto anterior siempre
que sean de diputados o senadores, pero no si están realizadas por titulares de Otro órgano estatal —
un ministro, por ejemplo— que sea durante el desarrollo de la misma sesión parlamentaria. Es contrario
a toda lógica jurídica que los partícipes en una misma función estatal (un debate parlamentario, en el
caso que nos ocupa) lo hagan en condiciones tan desiguales. La solución acorde con el Estado
democrático de Derecho es la inclusión o la exclusión de la protección de todos los intervinientes en
los mismos términos, tengan o no la condición de parlamentarios.
✓ En cuanto a la ampliación de la inmunidad a los periodos interlegislaturas e intersesiones, mal puede
temerse que el órgano judicial esté actuando en tales casos con la finalidad de alterar el normal
funcionamiento de la Cámara. En algunos países, como Francia, Alemania, Dinamarca y Japón la
inmunidad protege sólo durante los períodos de sesiones.
✓ Otro tanto se ha hecho con la extensión de la inmunidad a los actos realizados antes de obtener un
escaño parlamentario pues no debe hacerse de las elecciones una vía para eludir la acción de la
Justicia.
✓ La atribución de los efectos de un libre sobreseimiento de la causa a la no autorización para procesar
al parlamentario puede hacer de la inmunidad una vía que desemboca en la impunidad. Lo único
acorde con el Estado democrático de Derecho es que la prerrogativa cese al final del periodo de
sesiones o, en último extremo, al final de la legislatura.
✓ Si no en los textos legales, sí ha estado presente en la práctica parlamentaria la renuencia de las
Cámaras a conceder autorización al órgano judicial para proceder contra uno de sus miembros. Incluso
acostumbraban a juzgar la culpabilidad o inocencia del parlamentario para responder al suplicatorio, lo
cual significa una ilegítima invasión en las funciones del Poder Judicial. En España se ha ido diluyendo
esta práctica y es frecuente que el propio parlamentario afectado solicite a la Cámara la autorización
para ser procesado y así poder defenderse. Actualmente se suele conceder al suplicatorio remitido por
la autoridad judicial, con lo que se va convirtiendo en mera formalidad.
✓ En fin, es preferible la regulación británica (que siguen Holanda, Estados Unidos, Canadá y Australia),
en la que la inmunidad no cubre todos los delitos y casi ha quedado reducida a la exigencia de
información a la Cámara de las causas y sentencias que afecten a sus miembros. Kelsen, hace un
siglo, defendió una interpretación muy restrictiva e incluso la supresión de esta prerrogativa. Todo lo
más, se podría mantener la inmunidad como garantía utilizable sólo en casos muy evidentes de
extralimitación judicial.
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✓ En cuanto al aforamiento de los parlamentarios, aunque hay países en los que no existe este instituto,
no por eso es absolutamente rechazable, pero sí lo es la existencia en España de cerca de 20.000
aforados. Bien es verdad que el aforamiento no comporta irresponsabilidad ni inviolabilidad porque el
aforado es juzgado, pero lo perjudica si es condenado porque pierde una segunda instancia con la que
intentar la revocación de una primera sentencia desfavorable. El fuero tiene un envés oneroso. Por eso
está en estudio en varios países la reforma de este instituto para dar cumplimiento a la exigencia del
Consejo de Europa de la doble instancia en las causas penales, considerada como un derecho
fundamental de toda personal.
5.3. FUNCIONES
Las funciones que cumplen los grupos en las Cámaras afectan a toda la vida de éstas. Ya en la misma
designación de la Mesa se busca asegurar la presencia de las minorías e incluso reproducir la configuración
política de la Cámara. A partir de ese momento, apenas habrá un aspecto de vida parlamentaria en la que,
directamente o través de los portavoces, no participen los grupos, desde la distribución física de los escaños
hasta la Junta de Portavoces, pasando por los turnos de palabra. Muchas de estas funciones son ejercidas por
sus portavoces.
Generalizando los datos que ofrece el Derecho comparado, les compete a los grupos:
✓ el estudio de los proyectos antes de su discusión en el Pleno o en la Comisión;
✓ la solicitud de debates;
✓ la iniciativa legislativa, y
✓ en general, todas las funciones atribuidas a los miembros parlamentarios individuales.
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Por lo que atañe a la iniciativa legislativa, es sabido que el Derecho constitucional clásico la atribuía a los
miembros individuales de la Cámara, Pero este principio evolucionó, de un lado, reconociendo igual derecho
al Gobierno, que hoy goza, además, de especiales prerrogativas en este punto, y, de otro, admitiendo las
proposiciones firmadas por cierto contingente de parlamentarios. Ahora algunos Parlamentos prohíben la
iniciativa individual.
La Constitución española no habla de la iniciativa legislativa de los grupos parlamentarios; pero la han regulado
los reglamentos de las Cámaras.
Y es que a unos sistemas electorales que funcionan en torno a los partidos les corresponden unos aparatos
estatales que funcionen también sobre ellos, o sobre los grupos parlamentarios. Hoy el Parlamento es grupal.
Los grupos parlamentarios constituyen la pieza clave de los sistemas parlamentarios y asumen casi todo el
protagonismo. Así sucede de modo acentuado en España en todas las Cámaras representativas: Congreso,
Senado, Parlamentos autonómicos, Diputaciones Provinciales y Ayuntamientos. Sin embargo, el
funcionamiento de los grupos no es tan disciplinado en el Parlamento Europeo.
Birbaum, Hamon y Troper, en su obra Réinventer le Parlement, llegan a proponer incluso, en aras de la
eficiencia, que, dados unos resultados electorales, los grupos parlamentarios dispongan discrecionalmente de
los escaños sin sujetarse a una concreta composición personal de la Cámara. De este modo, ante cada acto
parlamentario, el grupo podría designar los diputados ocasionales que fueran expertos en la materia.
Igualmente hay que suponer que, cuando se tratara de un Pleno no necesitado de especiales saberes, debería
bastar con la presencia de los portavoces de los grupos parlamentarios, los cuales serían portadores de tantos
votos como escaños formales pertenecieran a sus respectivos grupos. El Pleno quedaría reducido entonces a
lo que hoy es la Junta de Portavoces.
Sin embargo, las Constituciones de los regímenes demoliberales proclaman el mandato representativo o, al
menos, visto por el envés, desligan a los parlamentarios de todo mandato imperativo. Así lo hace el artículo
67.2 de la Constitución española. Lo usual es que el parlamentario se comprometa a defender un programa y
a votar en la Cámara de acuerdo con las directrices de "su" partido y de "su" grupo parlamentario. De hecho,
la disciplina de voto es muy alta en los grupos parlamentarios europeos, más que en el Congreso de los Estados
Unidos.
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Es proverbial la disciplina que los whips imponen en sus respectivos partidos parlamentarios en la Cámara de
los Comunes (aunque no faltan salpicados episodios de ruptura). Algo más reducida es la de los grupos
parlamentarios de la izquierda en la Asamblea Nacional francesa, bajando más en los de la derecha. Por su
parte, el grado de cohesión y disciplina de los grupos parlamentarios del Bundestag alemán puede ser cifrada
en el 80 por 100. En cambio, son más frecuentes las indisciplinas en el Parlamento italiano.
En fin, la disciplina grupal en las Cámaras españolas es también muy elevada. Fuera de algunos fenómenos
aislados de transfuguismo, el parlamentario español actúa Y vota alineado con su grupo.
En realidad, el parlamentario independiente apenas ha existido nunca. Por eso, los preceptos constitucionales
que prohíben el mandato imperativo no significan otra cosa —importantísima, sin embargo— que una garantía
que protege al parlamentari0 individual en el supuesto de que se separe de la disciplina de su grupo e incluso
de que lo abandone para integrarse en otro.
Los partidos políticos, a fin de cubrirse de tal eventualidad y sortear el precept0 que comentamos,
acostumbraron a exigir a «sus» parlamentarios una carta de dimisión sin fecha, que el partido fechaba y
presentaba en la Cámara en caso de indisciplina También lo hicieron los partidos españoles en los primeros
años de la transición a la democracia. Resulta evidente la antijuridicidad de tal práctica, además de su inutilidad,
puesto que una dimisión escrita no se sabe cuándo no puede prevalecer sobre la declaración expresa, actual
y personal del parlamentario de querer permanecer en el cargo.
Porque la relación representativa, en los términos jurídico-formales vigentes, se establece entre el electorado
y el diputado (o senador, o concejal) y la Cámara se compone de miembros individuales, no de partidos ni de
grupos parlamentarios o municipales. De hecho, los partidos son imprescindibles intermediarios de esa relación
representativa en la democracia actual. Pero eso en nada modifica la mencionada relación jurídica. por su
parte, los grupos parlamentarios se constituyen para el más fluido y ordenado funcionamiento parlamentario.
Contribuyen a dar mayor eficacia a la relación representativa elector-diputado pero tampoco la transforman
jurídicamente.
Nadie ignora que las consignas de los partidos a través de los grupos parlamentarios vienen a equivaler a las
instrucciones del antiguo mandato imperativo y que la indisciplina se paga con la exclusión de las candidaturas
en las siguientes elecciones. pero, de nuevo, estas situaciones no atan jurídicamente al diputado. El partido
político y el grupo parlamentario no pueden cesar a «sus» diputados, ni directamente ni expulsándolos del
partido. Ello es así, como ha dicho el Tribunal Constitucional español, no sólo por el derecho que asiste al
representante de mantenerse en el cargo por toda la duración de este, sino también en razón al derecho de
los electores de que su representante no pueda ser removido del cargo para el que ellos lo han elegido.
En efecto, los partidos presentan en las elecciones programas y candidatos comprometidos en su defensa. Por
su parte, los electores orientan sus votos en función de esos programas y equipos más que por los candidatos
individualmente considerados. Así sucede principalmente en sistemas electorales proporcionales y, más aún,
si son de candidaturas cerradas y bloqueadas, como en España. Esos líderes no se presentan ante el
electorado espontáneamente, sino como cabezas visibles de los partidos. (Debe reflejarse la excepción relativa
de las elecciones municipales, en las que tiene mucha relevancia la personalidad de los candidatos a alcaldes.)
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Se espera que el diputado elegido sea coherente con todo el proceso preelectoral y electoral y actúe
consecuentemente en sede parlamentaria. Muchos autores critican la partidocracia como síntesis de todos los
males de la democracia actual. La partidocracia, se dice, significa la expropiación del poder institucional (al
menos, de su ejercicio) por los partidos políticos. En esta misma obra se ha calificado la partidocracia como
una degeneración de la democracia. Sin embargo, la solidez de los partidos y de los grupos parlamentarios
aporta a la democracia representativa programas y equipos de gobierno definidos y contribuye a mermar el
excesivo personalismo de la política en otras épocas, así como lo que los italianos llaman alquimia
parlamentaria, a la que dan lugar los diputados demasiado inquietos y los francotiradores.
Se ha producido, pues, una mutación en la relación representativa. El Parlamento no pretende ser ya el templo
de la razón, como se dice falsamente que era el decimonónico. Hoy el Parlamento es el escenario de una
«representación» política en la que los individuos y los grupos interpretan un «papel» dirigido al electorado
para intentar captar su voto (o conservarlo) en las siguientes elecciones. De ahí la importancia de un régimen
de publicidad y, por tanto, de los medios de comunicación social en el funcionamiento del sistema político.
Es difícil juridificar toda esta mutación. Pero, si la actuación de los agentes políticos no debe conducirse al
margen del Ordenamiento jurídico, este, por su parte, no debe permanecer secularmente de espaldas a los
cambios habidos y consolidados en el funcionamiento del sistema político. Encontrar el punto de equilibrio
entre política y Derecho e integrar la democracia de partidos en el Estado de Derecho es uno de los problemas
fundamentales del Derecho público desde hace más de medio siglo.
Cumplen las elecciones una importante función de integración del ciudadano y de los grupos en la democracia
representativa, con la correspondiente aceptación de las reglas del juego. Establecen, además, una cierta
comunicación entre gobernantes y gobernados, entre los partidos políticos y sus votantes. Incluso parece que
somete los programas, los candidatos y los partidos al juicio de los electores, si bien su incidencia efectiva en
la marcha del país es hoy en día mucho más modesta.
Ahora bien, en los sistemas parlamentarios, las elecciones a la Cámara no son sólo parlamentarias, sino
también, y muy principalmente, gubernamentales: el resultado electoral puede y debe interpretarse como el
mandato que hace el electorado para una determinada conformación del Gobierno y/o acaso para excluir
alguna otra. A partir de ahí, son los partidos los que administran los sufragios populares y acuerdan la formación
de un Gobierno que después recibe la investidura del Parlamento.
Por eso, a la pura objetividad aritmética de los escrutinios electorales hay que añadirle un elemento subjetivo
consistente en la apreciación, por parte del electorado, de que la Cámara es emanación suya. Se trata de que
el ciudadano se vea en la Cámara, se reconozca a sí mismo en ella. Esto es más decisivo para la democracia
representas que el ajuste decimal de la razón votos/escaños.
Dicho sentimiento de identificación da cercanía a la Cámara y facilita la aceptación del producto de su trabajo
político, sea legislativo o de control, El que germine 0 no en un país y la medida en que esto suceda no depende
ya únicamente de la fórmula electoral, sino también de otras muchas variables del sistema político:
- el pluralismo político;
- el estatuto de la Oposición;
- unos reglamentos parlamentarios ágiles y garantes de los derechos de las minorías;
- la protección del parlamentario individual frente a su dependencia de grupos y partidos;
- la neutralidad de los poderes públicos en los procesos electorales; un buen diseño de las funciones
legislativa y controladora de esa Cámara para que el ciudadano vea en ella algo más que un órgano
de ratificación de la política gubernamental;
- por último, una regulación prudente y ajustada y un control muy eficaz de la democracia interna de los
partidos políticos y de su financiación, verdadera clave de bóveda de los regímenes democráticos
actuales.
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LA FUNCIÓN LEGISLATIVA
Como ha señalado de Otto, el procedimiento legislativo cumple una importante función de integración en el
sistema, tanto de las diversas piezas orgánicas (Parlamento, Administración, etc.) cuanto, del público político,
Ello es así por la legitimación que Otorga al sistema principalmente a través de la representación y de la
publicidad. El Procedimiento legislativo permite una mayor influencia del pueblo a través de su representación
política, y todo ello sucede de cara al electorado.
No puede negarse, sin embargo, que, como todo lo relativo al Parlamento, también su función legislativa ha
sufrido una considerable transformación en la democracia de partidos, que se corresponde con el actual auge
del Gobierno en el proceso de adopción de decisiones. Pero esto no es de ahora.
Desde que se fue alcanzando el sufragio universal el Parlamento inició su desplazamiento. Se produjo como
justificación una inteligente literatura en torno a las deficiencias de esta institución, a la falta de preparación
técnica de sus miembros, a la necesidad de dificultar las mociones de censura, a la no menor necesidad de
controlar la constitucionalidad de las leyes. Algo de ello hemos visto en capítulos anteriores. El Estado social
de partidos ha hecho el resto:
Como Estado social, ha de atender demandas perentorias que no pueden esperar el ritmo
parlamentario de producción legislativa; por eso se habilita al Gobierno para dictar normas con rango
de ley. Si durante siglo y medio la doctrina de la división de poderes ha sido objeto de las más diversas
matizaciones y correcciones, la emergencia del Estado social ha significado la incorporación plena del
Gobierno y de la Administración a la función normativa y a una relación entre sus productos normativos
y los del Parlamento no siempre coincidentes con la del modelo inicial del Estado liberal.
Como Estado de partidos, la dialéctica política no se establece ya entre el Gobierno y el Parlamento,
sino entre el o los partidos que dominan el Parlamento con su disciplinada mayoría, y ocupan el
Gobierno, y el o los partidos que quedan en minoría, en la Oposición. El partido del Gobierno dirige al
Parlamento, casi monopoliza la iniciativa legislativa y mediatiza la de los demás, a través de su mayoría
parlamentaria.
El Estado de partidos, que ha transformado el sistema parlamentario en sistema l) de Gabinete e
incluso de Primer Ministro, ha facilitado una cierta fungibilidad entre la ley y la norma gubernamental
con fuerza de ley, rompiéndose así la estricta correlación entre ley y Parlamento.
¿Qué es hoy el Parlamento? ¿No es un órgano de control, pero controlado? ¿No es un órgano de legislación,
pero productor casi exclusivo de las normas que el partido del Gobierno necesita para aplicar un programa
político? ¿Es algo más, y no es poco, que el órgano de legitimación de las decisiones del partido del Gobierno?
¿No ha vuelto a ser, un poco al menos, como dijo Bodino hace casi cinco siglos, la solemnidad del Príncipe?
En este contexto desempeña hoy el Parlamento su función legislativa.
Pero en un Estado democrático de Derecho, las normas gubernamentales con fuerza de ley (el decreto-ley y
la legislación delegada) deben ser excepción a la regla de la legislación parlamentaria y, además, someterse
a un muy estricto control por parte de la Cámara. Ni el Gobierno puede dictar estas normas sobre cualquier
materia, ni en cualquier momento, ni con efectos totalmente iguales a los de una ley formal. Por eso, algunas
Constituciones, entre ellas la española, han pretendido reforzar algo la posición del Parlamento en esta función
mediante reservas absolutas de ley, los límites materiales del decreto-ley y una exigente disciplina de la
delegación legislativa.
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Junto a ello, por otra parte, la construcción del Estado autonómico ha determinado el reconocimiento de una
pluralidad de centros de producción legislativa.
Como se ve, esta materia es absolutamente central en el funcionamiento del Estado y suficientemente compleja
como para exigir un análisis detenido. A ello van dirigidas las páginas que siguen.
Siguiendo a de Otto, podemos definir el procedimiento legislativo, en sentido amplio, como el conjunto de actos
que conducen a la creación de la ley, desde la iniciativa que lo pone en marcha hasta la publicación del texto
final. La elaboración del texto en sede parlamentaria es sólo la fase de deliberación, enmienda y aprobación,
que es la central del procedimiento legislativo.
A) INICIATIVA
La iniciativa legislativa está atribuida en los sistemas parlamentarios al Gobierno y a Ia(s) Cámaras(s). Se
denomina proyecto de ley al texto presentado por el Gobierno y proposición de ley al presentado por quienes,
perteneciendo a la Cámara (miembros individuales, grupos parlamentarios), ejercen esta competencia
parlamentaria. También son proposiciones de ley las de cualquier otra procedencia, como la popular y la de
las instituciones regionales.
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3. Las Constituciones italiana y española han incorporado la iniciativa legislativa popular. La regulación
española es mucho más restrictiva que la italiana en orden a las materias susceptibles de este tipo de
iniciativa, a los requisitos exigidos y a la tramitación posterior. Puede pronosticarse que, si no se
modifica la Ley Orgánica de la Iniciativa Legislativa Popular (1984), serán muy contadas las leyes
españolas que tengan dicho origen.
4. La Constitución española admite la iniciativa legislativa de los Parlamentos autonómicos. Estos han de
remitir su proposición de ley al Congreso de los Diputados y pueden nombrar una delegación para su
defensa. También pueden dirigirse al Gobierno de la nación solicitándole que adopte un proyecto de
ley determinado, pero, bien mirado, en este supuesto estamos propiamente ante una iniciativa
legislativa del Gobierno si accede a ello.
La iniciativa parlamentaria regional y la popular han de superar igualmente el trámite de toma en
consideración.
B) TRAMITACIÓN POSTERIOR
Superados los trámites anteriores, se remite el documento a la Comisión correspondiente por razón de la
materia (y en España, a su vez, se nombra una Ponencia para su estudio inicial). Se abre un período de
presentación de enmiendas tras el cual se debate aquél y éstas, quedando el proyecto dictaminado para
remitirlo al Pleno junto con las enmiendas y votos particulares.
Con el debate y votación del Pleno de la Cámara, la ley queda aprobada, salvo que el parlamento sea
bicameral, en cuyo caso el proyecto es remitido a la otra Cámaras en la que se reproduce una tramitación
similar. En el supuesto de discrepancias entre las dos Cámaras, las soluciones van desde la prevalencia del
criterio de una de ellas (normalmente la Cámara Baja) hasta la constitución de una Comisión Mixta de ambas
Cámaras que ofrezca una redacción nueva que ha de ser votada en cada una.
La sanción y promulgación son competencias de la Jefatura del Estado, por lo que remitimos al capítulo XII, en
el que se estudia esta esta magistratura. La publicación de la ley en el Diario Oficial es requisito ineludible para
su vigencia; en un Estado democrático no puede haber leyes secretas. Le corresponde hacerlo al Gobierno.
FUNCIÓN PRESUPUESTARIA
«Todos los ciudadanos tienen derecho a comprobar por sí mismos o por sus representantes la necesidad de
la contribución pública, a aceptarla libremente, a vigilar su empleo y a determinar su base, su recaudación y su
duración».
Sainz de Bujanda ha estudiado este principio en nuestro Derecho histórico. Ingresos y gastos iban unidos en
él porque no existía un sistema de impuestos estables. Cuando fue adoptado uno, la legislación sobre
impuestos se hizo estable, mientras que la Ley del presupuesto siguió siendo anual y se ocupó sólo del gasto.
Finalmente se llevó el principio de legalidad tributaria a su parte dogmática y el de legalidad presupuestaria a
su parte orgánica. Así ocurre en la Constitución española, al menos en parte.
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El Presupuesto, en las democracias actuales, está informado por los siguientes principios:
➢ Anualidad. Es el más antiguo de todos y exige no sólo la aprobación de un Presupuesto cada año,
sino también su ejecución anual, aunque los pagos puedan retrasarse. Son muchos los inconvenientes
que a la moderna economía de un Estado social le presenta este carácter anual y los modos ideados
para evitarlos, como veremos en el epígrafe siguiente.
➢ Unidad y universalidad. El principio de unidad alude a que el Presupuesto debe ser un documento
único, para así facilitar su conocimiento y el control parlamentario de su ejecución. Corolario de la
unidad es la universalidad del Presupuesto: éste debe incluir la totalidad de los gastos del sector
público estatal (en su sentido más amplio: Estado, Seguridad Social, empresas públicas, etc.), con la
correspondiente previsión de ingresos.
➢ Materia tasada. No es permisible en un Estado democrático de Derecho (aunque sucede
frecuentemente) aprovechar el procedimiento legislativo especial del Presupuesto, en el que la
posición del Gobierno es más fuerte, para regular una materia ajena.
Por eso, en torno al Presupuesto se libraba históricamente la más importante batalla política anual en el Estado
liberal clásico. Como se ha dicho con razón, el control de las finanzas públicas, la lucha por el manejo del
Presupuesto equivalía a la lucha por el poder político estatal, y la reserva de su aprobación a la ley era la
institución básica del sistema parlamentario.
En el Estado social estas características se han desvanecido, cambiando la significación política del
Presupuesto.
1. En primer lugar, no hace falta esperar a la Ley del Presupuesto para abrir un debate político de
importancia.
2. En segundo término, hoy la batalla del Presupuesto se libra fuera del Parlamento, a la hora de su
elaboración por el Gobierno, con el cual cada grupo social y cada sector económico disputa la
asignación de su correspondiente partida. Durante un par de siglos la batalla se daba en el Parlamento
y ahora se libra en los Ministerios.
3. Añádase a lo dicho el contenido casi predeterminado del Presupuesto por cuanto puede considerarse
aprobada de antemano la casi totalidad de los créditos al estar dedicados bien a unos servicios
autorizados por el propio Parlamento, bien a la ejecución de programas plurianuales, con lo que queda
especialmente afectado el principio de anualidad.
4. Por último, las especialidades del procedimiento legislativo en materia presupuestaria tienden a
robustecer la posición del Gobierno, a lo que hay que añadir que el debate presupuestario está
regulado de forma muy estrecha, buscando su brevedad, de manera que, transcurrido el tiempo
predeterminado, 0 bien el Parlamento ha de votarlo sin más debate (Inglaterra), o bien se aprueba con
ordenanzas (Francia), o bien el Gobierno se rige por un Presupuesto provisional (Alemania). Todo ello,
sirve para evitar el obstruccionismo parlamentario; pero se hace a costa de que la Ley de Presupuesto
se convierta, como dice Rodríguez Bereijo, en una mera consecuencia contable de decisiones
anteriormente adoptadas.
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A) EVOLUCIÓN HISTÓRICA
Podemos encontrar precedentes de oposición política en el clásico derecho de resistencia sobre el que tanto
se escribió durante siglos y que fue consagrado por la revolucionaria Declaración de Derechos del Hombre y
del Ciudadano. Pero se trataba de la resistencia individual, sólo ocasionalmente agrupada y organizada.
La oposición organizada, la Oposición como institución estatal, es propia del régimen constitucional
representativo. En Inglaterra ya se la puede encontrar en el siglo XVIII, en la confrontación entre los partidos
tory y wigh. Su aparición en el Continente fue algo más tardía.
Es frecuente restringir la idea de Oposición a aquella que se organiza de modo estable en partidos políticos
que se oponen entre sí no sólo en el Parlamento y ante determinados problemas, sino sistemáticamente, dentro
y fuera de las Cámaras, con programas políticos alternativos. Esta forma de Oposición, que es la propia de los
actuales regímenes demoliberales, no se produce hasta el siglo XX con la institucionalización jurídica de los
grupos parlamentarios y la posterior de los partidos políticos, si bien hay que anotar siempre la excepción
inglesa: ya en 1865 Bagehot habla de la Oposición a Su Majestad como elemento importante de la Constitución.
B) TIPOLOGÍA
Las especies de Oposición son fruto del grado de consenso o de conflicto existente en la sociedad y de la
aceptación, silencio o represión del disenso por parte del poder establecido.
1. Si hay consenso sobre el sistema de valores socialmente vigente y sobre las reglas del juego político, la
Oposición versará sobre la acción política concreta y sobre los gobernantes.
2. Cuando el disenso alcanza a los ámbitos antes mencionados, la Oposición está proyectada a un cambio
del régimen e incluso del modelo de sociedad.
En términos muy generales, la primera es propia de los regímenes demoliberales, y la segunda, de los
totalitarios, en los que, por no tolerarse ninguna forma de disenso la Oposición se ve lanzada a la
clandestinidad, a la resistencia e incluso a la violencia. La primera tiene lugar dentro del régimen; la segunda
es oposición al régimen. La primera es oposición de gobierno; la segunda, revolucionaria.
Caben, sin embargo, matices y excepciones, pues también en los regímenes demoliberales existe una
oposición revolucionaria, aunque tiende a decrecer, y en los totalitarismos hay alineamientos discrepantes
dentro de los sectores que apoyan al régimen. Pero la correlación enunciada es la más general. Por eso, las
siguientes reflexiones se centran en el modo de oposición como control del Gobierno.
C) CONCEPTO
Por lo expuesto hasta aquí, podemos definir descriptivamente la Oposición de gobierno como aquella que,
compartiendo los valores fundamentales y los procedimientos políticos establecidos en el Estado social y
democrático de Derecho, discrepa de la Mayoría y ofrece su programa político como alternativa para
constituirse en Gobierno o, de no conseguirlo, controlar la acción de éste e influir en ella.
La funcionalidad de la Oposición en el régimen demoliberal es, pues, evidente, puesto que le aporta, además
de lo dicho anteriormente:
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- llamar la atención del electorado sobre la alternativa que presenta en busca de futuros votos.
Por eso la Oposición es tan vital para la soberanía popular como el Gobierno. No obstante, la actual democracia
de partidos se caracteriza por la sólida posición del Gobierno apoyado en una disciplinada mayoría
parlamentaria. Por eso, la Oposición, con su poder de control, no pretende propiamente la remoción del
Gobierno, sino su desgaste para lograr la alternativa en el poder en las siguientes elecciones. (Insistiremos en
este enfoque en el capítulo XXI.)
D) INSTITUCIONALIZACIÓN JURÍDICA
La institucionalización jurídica más acabada ha tenido lugar en el Reino Unido (con el precedente canadiense
que, al fin y cabo, bebía de la misma fuente) cuando' en la Ley del Gobierno de la Corona, de 1 937, se regula
la Oposición a Su Majestad El líder de la Oposición tiene sueldo estatal, acceso privilegiado a la información
del propio Gobierno, forma el denominado Gabinete en la Sombra, con departamentos y comisiones
ministeriales similares a los del Gobierno y da la réplica a éste en todos los terrenos. No es preciso, sin
embargo, que exista una ley sobre el Gobierno y la Oposición para que ésta esté institucionalizada. Ello ha
podido hacerse por vías indirectas, pero igualmente formales, como son:
✓ la constitucionalización de los partidos políticos y/o de los grupos parlamentarios, así como la
regulación de éstos últimos en los reglamentos parlamentarios;
✓ la legislación sobre partidos políticos, tanto sobre su creación, estructura, funcionamiento y control,
cuanto sobre su financiación;
✓ la legislación electoral, que suele hacer de los partidos los protagonistas de las elecciones;
✓ la regulación constitucional y por los reglamentos parlamentarios de la función de control parlamentario
del Gobierno.
Controlar es tanto como examinar, comprobar, verificar o fiscalizar. También es mandar, dominar y dirigir.
Tradicionalmente se ha considerado la potestad parlamentaria de control del Gobierno como aquella que
examina la actividad de éste y exige, llegado el caso, su responsabilidad política, de la que puede derivarse su
remoción. Aquí, reducimos nuestro punto de mira a los sistemas parlamentarios.
Pr0piamente, la actividad de control del Parlamento (de la Oposición sobre el Gobierno) consiste en examinar
su actuación para comprobar si se ajusta o no a lo que el Parlamento considera correcto. Visto por el envés,
se trata de la obligación del Gobierno de rendir cuentas al Parlamento cuando éste se lo exija.
Se diferencia el control político de la facultad de exigir información. Como dice J. García Morillo, la exigencia
de información queda cumplida con su oportuna aportación, mientras que controlar comporta el examen y
valoración de una actuación Previa. Ahora bien: si la información exigida y aportada recibe publicidad, hay
control Político, y viceversa, puesto que el control político se dirige fundamentalmente al electorado para que
valore y extraiga consecuencias en orden a su futuro comportamiento ante las urnas.
Así mismo se acostumbra a diferenciar entre el concepto que estamos estudiando Y la función de dirección
política: mediante su función de control el sector minoritario del Parlamento examina la actuación del Gobierno;
la dirección política significa, en cambio, la imposición de fines y obligaciones o, por lo menos, de criterios de
actuación. Sin embargo, el órgano controlador influye en la actuación del controlado, puesto que éste, el
Gobierno, sabedor de que su actividad habrá de sufrir examen, la acomodará a unos criterios que pueda
compartir el Parlamento o acaso más verosímilmente, crea que comparte el electorado, juez futuro de unos y
otros.
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Por uno y otro lado, como vemos, la publicidad se nos erige en piedra de toque de la existencia de un verdadero
control parlamentario del Gobierno; es un elemento político esencial y decisivo. La publicidad hace posible una
responsabilidad política difusa, esto es, aquélla que, aunque no se traduce en la remoción del Gobierno, sí
comporta su desgaste político. Como dice Manzella, los Parlamentos de hoy compensan con actividad de
control su pérdida de poder legislativo; y ejercen control, como ha señalado Rubio Llorente, por todos los
medios constitucionales y reglamentarios posibles, incluido el procedimiento legislativo.
Los controles pueden ser preceptivos o potestativos según vengan exigidos por el Ordenamiento o sean
dispuestos por el propio órgano controlador. Y pueden ser de legalidad (mejor, de juridicidad) o de oportunidad.
La Cámara competente puede, y en ocasiones debe, examinar el cumplimiento de los requisitos formales que
el Ordenamiento exige a ciertos actos gubernamentales; sin embargo, el control parlamentario por excelencia
es de oportunidad, consistente en una valoración política de la actuación gubernamental. Como ha dicho el
Tribunal Constitucional alemán, el Parlamento es un órgano de control político, no de inspección jurídica.
Ahora bien, el control comporta la posibilidad de exigir la responsabilidad del Gobierno y hacerle cesar, en su
caso. Cifrar la actividad de control en el mero examen de la política gubernamental sin ulteriores consecuencias
jurídicas y sin que, finalmente, el órgano controlador pueda, llegado el caso, imponer sus criterios al controlado,
es hacer del control un mero debate político no muy distinto del que puede entablar en las páginas de la prensa
o en otras tribunas públicas. El control del Gobierno es algo más que un intercambio de opiniones.
La potestad controladora del Parlamento sobre el Gobierno existe porque éste depende de la confianza de
aquél y porque, llegado el caso, existen mecanismos de ruptura de la relación fiduciaria o de confianza entre
ambos órganos constitucionales' En los dos próximos capítulos estudiamos tanto las instituciones de control
que responden al primer componente de su concepto, el examen, cuanto las que cuestionan la relación
fiduciaria que une a Parlamento y Gobierno. Puede llamarse control ordinario al primer aspecto y extraordinario
al segundo.
El fundamento en el que descansaba originariamente la atribución que las Constituciones hacían a los
Parlamentos de controlar políticamente a los Gobiernos era el mismo por el que les conferían la potestad
legislativa: porque, por su carácter representativo de la soberanía nacional, se les consideraba los únicos que
podían manifestar la voluntad general; y esta manifestación adoptaba la forma de ley o de juicio político acerca
de la actuación del Gobierno. En esta potestad parlamentaria radica uno de los soportes de la democracia
representativa.
En las democracias actuales, este fundamento (la representación de la soberanía popular) no comporta la
consideración del Parlamento como el supremo poder. Si esto fuera así, carecería absolutamente de
justificación la existencia de un órganon como el Tribunal Constitucional, que, no procediendo de las urnas,
controle la constitucionalidad de las leyes aprobadas por el Parlamento e incluso pueda expulsarlas del
Ordenamiento jurídico. En un Estado democrático de Derecho, únicamente la constitución, como norma
suprema, tiene el fundamento genuinamente democrático de la soberanía nacional. A partir de ahí, sean
normas, sean poderes, sean órganos (salvo el poder constituyente del pueblo), no pueden tener otro
fundamento que la propia Constitución.
En realidad, en el Estado democrático de Derecho la soberanía nacional se muestra allá donde hay
manifestación de la voluntad estatal y ésta es expresada por todo órgano estatal que ejerza sus funciones por
disposición constitucional. Pero las Constituciones atribuyen a los Parlamentos la función de control político
del Gobierno asistidas por razones funcionales.
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El Parlamento es, ante todo, el gran teatro político de Inglaterra dice Fraga. Esto explica el cambio
experimentado en la Cámara de los Comunes respecto de los medios de comunicación: hasta 1973 nunca un
Premier había dado una conferencia de prensa, porque, cuando tenía que hablar de cuestiones políticas
importantes, le daba prioridad al Parlamento; y tampoco, hasta recientemente, se había permitido retransmitir
por televisión sus sesiones; en cambio, ahora hay una mayor apertura a los medios de comunicación, con lo
que se busca no distanciar al Parlamento de la opinión pública tal como hoy se mueve ésta.
Esa función de foro representativo obliga al Parlamento a ser al mismo tiempo receptor sensible de la opinión
pública y creador autorizado de opinión. En la alta medida en que la Cámara de los Comunes cumple ambos
cometidos, en esa misma medida está realizando una importante función de integración de los ciudadanos en
el sistema político por cuanto éstos no sólo están representados en la Cámara por los diputados que han
elegido, sino que también se sienten representados porque ven reflejadas sus demandas en el debate político.
Todo lo cual puede resumirse en el principio de mandato, que es una conclusión teórica obtenida de la
observación del funcionamiento real del sistema: el electorad0, en cada elección, decide qué equipo dirigirá la
gobernación del país y qué equipo IO controlará y se preparará para las siguientes elecciones.
Pero, al igual que ha sucedido con la función legislativa, también ésta de control se ha transformado en las
democracias de partidos. Lo veremos detenidamente en los capítulos siguientes.
Como dijimos en el capítulo XI, los diversos modos de relación entre Parlamento y Gobierno, especialmente
en lo que se refiere a la formación de este a su responsabilidad política, configuran los diferentes sistemas de
gobierno. Los tipos principales son el sistema parlamentario, el presidencialista y el convencional o de
asamblea; tipos que con frecuencia se encuentran mezclados en la realidad.
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El sistema convencional se apoya en un único centro de impulsión política, el Parlamento, del cual derivan el
Gobierno y la Jefatura del Estado como órganos enteramente dependientes de aquél. Adopta su nombre del
hecho de que el Parlamento, reunido en asamblea o convención, concentra en sí los poderes legislativos y de
dirección política. No hay regímenes democráticos con este sistema de gobierno, salvo Suiza, que ha adoptado
una variante suya: el gobierno directorial.
El sistema presidencialista se apoya en dos centros de impulsión de igual o similar legitimidad electoral, el
Presidente de la República y el Parlamento, y funciona sobre la separación de poderes, sin que la continuidad
de uno dependa del mantenimiento de la confianza del otro. Su modelo principal, Estados Unidos, ha terminado
girando en torno al liderazgo nacional del Presidente.
El sistema parlamentario se singularizó históricamente por funcionar sobre dos centros de impulsión política
de diferente legitimidad, el Rey y el Parlamento, con la consecuencia de que el Gobierno dependía de ambos.
Aunque la doctrina habla de sistema parlamentario en momentos anteriores, como, por ejemplo, en la Inglaterra
posrevolucionaria, no eran sino hitos en el camino que desembocarían en dicho sistema, el cual no existe
propiamente sin la relación fiduciaria Gobierno-Parlamento.
Como actualmente la cultura política euroatlántica no admite más legitimidad que la democrática, el sistema
parlamentario ha experimentado algunas variaciones respecto del modelo inicial:
A. En unos supuestos, porque las Jefaturas del Estado han perdido poder político efectivo, pero lo han
adquirido los Gobiernos. La excepción es Francia (y Portugal y Austria en menor medida), donde el
Presidente es elegido por sufragio universal y tiene atribuciones importantes de dirección política,
fundamentalmente de índole internacional.
B. En todos los casos se conserva el elemento esencial del sistema, que es la responsabilidad política
del Gobierno ante el Parlamento.
C. El progresivo predominio del Gobierno se traduce en diversos modelos actuales del sistema
parlamentario: el gobierno de Gabinete en el Reino Unido y el gobierno de Canciller o de Primer
Ministro en Alemania y España.
En conclusión, los tres sistemas principales mencionados responden a formas diferentes de organización y
distribución del poder: concentración (sistema convencional), separación (presidencialista) y relación o
interacción (parlamentario).
EL SISTEMA PARLAMENTARIO
4 1. EVOLUCIÓN HISTÓRICA
El sistema parlamentario puede ser oligárquico o democrático. Inglaterra accedió al primero muy
tempranamente, durante el siglo XVIII, y a partir de 1832 comenzó a democratizarse. En el Continente apenas
hubo sistema parlamentario antes de la segunda mitad del siglo XIX.
A) EN INGLATERRA
Triunfante la Revolución inglesa, el Parlamento se erigió en órgano de este ranque el Rey e incluso más
estratégicamente situado por su carácter representativo, su monopolio del tramo central del proceso legislativo
—el de deliberación y aprobación- y, dentro de éste, por su necesaria aprobación del Presupuesto y de los
tributos. contribuyó a ello la necesidad de preservar al Rey de toda responsabilidad, así como también la precoz
vertebración olítica del país en un bipartidismo que determinaba mayorías parlamentarias homogéneas,
aunque tanto la Mayoría como la Minoría representaban apenas a un reducidísimo sector de la población.
Bien es verdad que el Rey conservaba, como uno de los poderes inherentes a su prerrogativa, el nombramiento
y separación de los ministros, pero se dejaba orientar por los resultados electorales. Se impuso la práctica de
que el Rey nombrara sus ministros de entre los miembros del Parlamento, y, dentro de la Cámara de los
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Comunes, preferentemente del partido mayoritario y los asuntos gubernamentales terminaron siendo
despachados por un comité reducido del Consejo Privado del Rey: el Gabinete.
A lo largo del siglo XVIII se consolidó la facultad parlamentaria de exigir responsabilidad a un ministro, primero
penal, luego política. Esta facultad limitaba la prerrogativa regia de nombramiento de los ministros e impedía
que el Rey quisiera mantener a un ministro contra la opinión de la Cámara.
Durante esa misma centuria los reyes de la dinastía Hannover dejaron de asistir a las reuniones del Gabinete:
Jorge I por desconocer los asuntos ingleses; Jorge ll por desconocer la lengua. Estos hechos triviales tuvieron
una importancia decisiva pues generaron la costumbre constitucional de que los negocios del Reino eran
atendidos Y resueltos por el Gabinete.
En realidad, hay que distinguir en el sistema británico entre Ministerio y Gabinete. El Ministerio es el Gobierno
en sentido muy amplio, con unos cien miembros, nombrados Por el Rey a propuesta del Premier. Su parte más
importante es el Gabinete, que es el equivalente al Gobierno de otros sistemas constitucionales. Este órgano,
a Pesar de no estar reconocido por el Derecho escrito, sino sólo por el convencional, ha desplazado al
Parlamento en cuanto a protagonismo político. Ahora bien, su posición sería inexplicable si no contara con la
confianza del Parlamento. Por eso hemos concluido anteriormente que el eje constitucional inglés es de
equilibrio entre ambos órganos, que Esmein denominó lógica de las instituciones:
A partir de 1832 y durante un siglo, la progresiva ampliación del sufragio hasta su universalización y la pérdida
de poder de la Cámara de los Lores significaron la democratización del sistema parlamentario, que aún se
completaría en 1949 con el último recorte de las facultades de la Cámara Alta; proceso paralelo a la acentuación
de la dirección política por el Gabinete y, dentro de éste, por el Premier. La Cámara de los Lores ha reducido
el número de miembros de la Cámara y buena parte de ellos son de origen electivo.
B) EN EL CONTINENTE
De otro lado, aunque la revolución de 1848 acentuó la democratización del régimen, apenas tuvo reflejo en
muchos países. Así en España, se volvió con la Restauración a un falso sistema parlamentario dualista. Así
también en Alemania, cuyo régimen semiabsoluto o crisptoabsoluto respondía al principio monárquico
parlamentarismo y él se retraía ante las decisiones firmes del monarca (Jellinek).
En cambio, otras monarquías europeas, no sólo la belga, evolucionaron y mutaron, por vías de la interpretación,
hacia un sistema parlamentario, que se democratizó con el reconocimiento del sufragio universal.
Francia constituyó su III República, de carácter parlamentario, que cubrió un dilatado período de setenta años,
hasta la segunda guerra mundial.
Otras repúblicas parlamentarias del período de entreguerras reintrodujeron, con escasa fortuna, el sistema de
doble confianza; así lo hicieron la Constitución alemana de 1919 y la española de la ll República. Era más
coherente el sistema alemán que el español puesto que el presidente de la República era allí elegido por
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Estos intentos se inscriben dentro de una corriente, que llega hasta nuestros días, propensa a limitar, frenar y
condicionar el poder del Parlamento y fortalecer la posición del Gobierno buscando su eficacia y estabilidad,
Se la ha denominado racionalización parlamentaria, de la que nos ocupamos en el capítulo siguiente.
➢ Del cuerpo electoral procede el Parlamento y, en ocasiones, el Jefe del Estado. Hauriou se preguntaba
si era posible combinar el sistema parlamentario con un Presidente de la República elegido
directamente por el pueblo puesto que así habría en el Estado dos instituciones con igual legitimidad
democrática proveniente directamente de las urnas: el Presidente de la República y el Parlamento. El
tiempo ha venido a contestar de forma afirmativa, pero con matices.
➢ Si el Parlamento es bicameral y una de las Cámaras no es de extracción democrática, ésta no tiene
facultades relevantes en relación con el Gobierno.
➢ Menos aún poseen esta facultad los monarcas, y tampoco los Presidentes de República no elegidos
popularmente. Cuando ha sucedido así, en esa misma medida el sistema era menos parlamentario, o
incluso no lo era en absoluto, como también se resentía su carácter democrático si una de las dos
confianzas dependía de un órgano no elegido por sufragio universal.
Todavía Jellinek defendía que, pese al desuso de la facultad de veto legislativo en algunas monarquías,
seguía vigente y que, llegado el caso, la inactividad del Rey paralizaría la maquina estatal porque no
se podía suplir su voluntad salvo mediante un acto revolucionario. Por eso concluía del siguiente tenor:
«el Rey IO Puede todo con el Parlamento; el Parlamento sin el Rey, nada».
Es posible que esta descripción se ajustase a ciertas monarquías europeas, no Ciertamente a la
inglesa. Pero allí donde la descripción era certera, no se trataba de una monarquía parlamentaria (por
ejemplo, en fechas similares, la española bajo el reinado de Alfonso XIII), sino de un modelo no
democrático.
➢ Por el contrario, cuando el Jefe del Estado es elegido por sufragio universal, no es ilógico que tenga
poderes importantes, como acontece en Francia en Austria y en Portugal, superiores a los de sus
homólogos designados por el Parlamento o por un colegio mixto, como en Italia.
➢ Si bien usualmente se ha destacado como un carácter del sistema parlamentario el Ejecutivo dualista
(es decir: un Poder Ejecutivo, en sentido amplio, en el que participan el Jefe del Estado y el Gobierno),
esto sólo es cierto hoy en Francia, donde el Presidente de la República preside el Consejo de Ministros,
tiene atribuidas importantes facultades de dirección, sobre todo en política internacional, y puede
bloquear el trabajo del Gobierno vetando sus decretos y ordenanzas. En los demás casos —
especialmente en las monarquías— la intervención del Jefe del Estado en el Gobierno tiene más
carácter simbólico que de poder efectivo.
➢ Cuando los Jefes de Estado tienen poder, son políticamente responsables) y sus actos han de ir
refrendados por un miembro del Gobierno, el cual asume la responsabilidad. La excepción es, de
nuevo, Francia: hay actos presidenciales de gran alcance político no necesitados de refrendo. Se trata
de un rasgo heterodoxo —uno más— del modelo francés.
➢ Todos los órganos constitucionales participan en la dirección política del Estado, pero el órgano propio
de dicha función, por antonomasia, es el Gobierno. Incluso algunas Constituciones, como la española,
le atribuyen dicha función de manera expresa. Dos de las facultades más importantes de esta función
son la elaboración de los Presupuestos del Estado y la iniciativa legislativa, con lo que el Gobierno
incide en el ulterior trabajo parlamentario.
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➢ Al Parlamento, dada la relación fiduciaria que lo une con el Gobierno, le corresponde aprobar las leyes
necesarias para que éste desarrolle su programa y controlar la política gubernamental mediante la
llamada actividad rogatoria y las comisiones de investigación que estime oportuno constituir, amén de
poder exigirle su responsabilidad política. Por consiguiente, legitima la política del Gobierno mientras
no le retire su confianza por los procedimientos establecidos.
Por su parte el Gobierno, como órgano colegiado, responde solidariamente ante el Parlamento. Parece
lógico que también cada ministro responda individualmente de la política de su Departamento, pero en
España es negado por la doctrina mayoritaria al no haberse establecido ningún procedimiento jurídico
para sustanciar dicha responsabilidad.
➢ Como contrapartida, el Gobierno tiene la facultad de disolver el Parlamento (la Constitución francesa
lo ha regulado de modo diferente, como veremos en el próximo subepígrafe). La disolución es, en
última instancia, una apelación al pueblo para que confirme o cambie la Mayoría y, con ella, el
Gobierno. Por eso sostuvo algo equívocamente Schmitt que en el sistema parlamentario no hay
jerarquía entre los órganos de poder, sino equilibrio: es el pueblo el que los equilibra a través de las
urnas.
A) REINO UNIDO
Como ha expuesto Bar Cendón, la ampliación del electorado trajo consigo una reducción del poder regio frente
al Parlamento y, por ende, frente al Gabinete y a su Primer Ministro (Premier). El sistema de partidos pasó a
ser el verdadero eje de la política británica.
1. Los miembros del Gabinete deben serlo también de una de las dos Cámaras, y el Premier lo debe ser
de la de los Comunes.
El Gabinete responde a la línea de un partido (o, en su caso, de una coalización); los ministros han de
actuar unitaria y colegiadamente; y el Premier asegura la unidad colegial.
2. El Gabinete ha terminado ejerciendo casi totalmente las prerrogativas de la Corona, quedando el Rey
como institución que simboliza la unidad política, aconseja, advierte y es consultado.
Dentro del Gabinete puede identificarse un Inner Cabinet o Gabinete interior, más reducido, integrado
por varios ministros de la absoluta confianza del Premier; en este núcleo compacto es donde se elabora
la línea política del Gabinete y todo ello es decidido por el Premier discrecionalmente.
El Premier, que fue en un principio sólo un primus inter pares, se ha consolidado como jefe del Ejecutivo
sin necesidad de que una norma escrita así lo establezca. Él es el verdadero motor de la política
inglesa. Es además el cauce ordinario de Comunicación del Gabinete con la Corona y quien decide la
disolución de la Cámara de los Comunes y la correspondiente convocatoria electoral.
3. Cada ministro es responsable individual de su Ministerio y responsable solidario de la política del
Gabinete: si se mantiene en el cargo, la hace suya, aunque no esté de acuerdo con ella. Como es
lógico, la dimisión del Premier comporta la de todo el Gabinete y la del Ministerio entero.
4. El Premier es nombrado por el Rey, pero es la correlación de fuerzas dentro de la Cámara de los
Comunes y del partido mayoritario la determinante de la persona que debe ser nombrada. Esta
condición de líder del partido mayoritario lo sitúa en una posición de autoridad muy extensa e intensa.
Como dice Finer muy gráficamente, el Rey nombra, pero no escoge, y acepta la dimisión, pero no
determina sus motivos.
Es el pueblo, por tanto, quien elige al Premier a través del Parlamento; y éste es quien lo sostiene con
su confianza. Pero esta relación electoral con el pueblo y con su mayoría en la Cámara de los Comunes
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determina que sea el Gabinete el que dirija al Parlamento, no a la inversa. Como ha dicho Aron con
ironía y grafismo, la Cámara de los Comunes reina, pero no gobierna.
5. Por eso, la más o menos firme posición del Premier depende sobre todo del liderazgo que ejerce dentro
de su partido, pues, si no está muy consolidado o ha comenzado a declinar, se verá discutido en él y
le surgirán rivales que le disputen ambos cargos.
En conclusión, actualmente el sistema de gobierno británico, sin dejar de ser parlamentario, ha evolucionado
hacia una de sus variantes, primero la del sistema de Gabinete, y más adelante la del sistema de Premier (o
de Canciller), como ha terminado sucediendo en otras latitudes. Como dice el mismo Finer, el sistema de
Gabinete lleva al leadership. Jenning, en fin, no vacila en identificar al Premier como clave de la Constitución:
el Premier dirige al Gabinete, el Gabinete dirige al Parlamento y éste registra sus decisiones. La doctrina estima
que ésta es la evolución normal de dicho sistema en la democracia de partidos y la práctica así lo corrobora.
B) FRANCIA
Más que de modelo francés de gobierno, hemos de hablar de los dos o incluso los tres modelos que pueden
extraerse de la Constitución; o, acaso mejor, de un modelo abierto que se define en función de la correlación
de las fuerzas políticas.
La reforma constitucional de 1962, que dispuso la elección del Presidente de la República por sufragio
universal, hizo de éste un líder político nacional con un programa popularmente respaldado. Desde entonces
hasta 1986 la práctica constitucional se basó en la identidad política entre el Jefe del Estado y la mayoría de la
Asamblea Nacional, lo que determinaba una política muy cohesionada.
Esta circunstancia deparó un modelo que podemos denominar como gobierno del presidente, en el cual el
Gobierno dependía de la doble confianza del Jefe del Estado de la Asamblea Nacional, de las que la
verdaderamente determinante era la primera, puesto que en la segunda tiene mayoría, aparte de que la
Constitución pone ciertas dificultades para la aprobación de una moción de censura; en cambio, el Presidente
decidía crisis ministeriales sin traba alguna, a lo que se añadía la facultad que tiene, con ciertos registros
requisitos y limitaciones de disolver la Asamblea Nacional. Además, puede convocar al pueblo a referendo y
puede adoptar otros «actos presidenciales» que no necesitan refrendo del Gobierno. No pocos
constitucionalistas han calificado por ello la V República Francesa gráficamente, como una monarquía electiva.
Las elecciones legislativas de 1986 provocaron un cambio profundo en las relaciones institucionales. El
Presidente, Mitterand, del Partido Socialista, ante el revés sufrido por su partido, prefirió no dimitir y nombró
Primer Ministro al líder de la coalición política adversaria. Durante dos años, el Primer Ministro, con el apoyo
parlamentario, pasó a dirigir la política nacional, pero en la internacional hubo de contar con el Presidente. Este
presidía los Consejos de Ministros, pero, para eludir su protagonismo, el Gobierno celebraba previamente sus
reuniones y llevaba al Consejo los asuntos ya decididos. En fin, el Presidente negó su firma a ciertas
ordenanzas del Gobierno en materia social y económica.
Esta variante conocida popularmente como cohabitación. Acaso por la prudencia política de los personajes,
no resultó paralizante y, en cierta medida, puso de relieve el lado positivo de un equilibrio de poderes.
Las elecciones presidenciales y legislativas de 1988 determinaron un Presidente fuertemente respaldado por
el pueblo, pero que, en cambio, sólo consiguió para su Partido la mayoría relativa de la Asamblea Nacional,
con lo cual cobró relieve una no completa iniciativa política del Presidente.
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Epígrafes que entran en el examen (Cuota Tenorio) 2022/23 Angy
De un lado, no necesitaba investidura, sino sólo no ser derrotado en una moción de censura o en una
cuestión de confianza.
De otro lado, tenía una potestad reglamentaria amplísima, que reducía el ámbito de la ley a materias
tasadas (art. 38).
Este modelo tendía a parecerse al inicial, bien que acentuando la importancia de la confianza
parlamentaria.
Posteriormente se han producido más etapas de cohabitación.
C) ALEMANIA
En el modelo alemán se aprecia el papel preponderante del Canciller y el carácter meramente representativo
del Presidente de la República, que es designado parlamentariamente. El Canciller es propuesto por el
Presidente al Bundestag y necesita la investidura por mayoría absoluta; de no obtenerla, la Cámara puede
investir a su propio candidato. La investidura parlamentaria recae sobre el Canciller, no sobre el Gobierno, ni
siquiera sobre un programa de gobierno; y es el Canciller el que designa libremente a los ministros. De esta
manera, su posición política es netamente predominante.
Si a ello se suman, de un lado, las dificultades parlamentarias para exigirle responsabilidad política, para la
que se requiere que la moción de censura incorpore un candidato alternativo y sea aprobada por mayoría
absoluta, y, de otro, la posibilidad de disolver la Cámara en caso de perder una cuestión de confianza (por no
hablar de la declaración del estado de emergencia legislativa), puede concluirse que es el Canciller el que
desempeña la función de dirección política. Todo lo cual se ve facilitado por un sistema de partidos muy sólido
y estable.
D) ITALIA
Habiendo optado la Constitución italiana por el parlamentarismo, la práctica ha deparado un claro perfil
partidocrático. Las propias piezas del sistema admiten una caracterización u otra según quién y en qué
condiciones se ejerzan las funciones.
Esto sucede claramente con el Presidente de la República. Sus rasgos constitucionales se corresponden con
los de un Jefe de Estado con funciones representativas y simbólicas pues todos sus actos necesitan refrendo.
Este carácter se acentúa por el modo de su designación, que es realizada por un colegio mixto (todos los
miembros de las Cámaras más electores regionales) con neto predominio parlamentario. Pero la acusada
personalidad de algunos presidentes los ha hecho muy influyentes en la vida política del país, habiendo
provocado alguno de ellos (Cossiga), con sus extralimitaciones, un verdadero problema institucional.
De otro lado, el Gobierno se ve sometido a la confianza de las dos Cámaras, pero la moción de censura está
regulada con ciertas restricciones. Sin embargo, la frecuente ausencia de mayoría absoluta homogénea en las
Cámaras deparó durante muchos años continuos Gobiernos de coalición muy inestables y netamente
dependientes de cada uno de los partidos que la integraban, los cuales provocaban crisis ministeriales al
margen de la moción de censura y en función de sus expectativas electorales.
Esta situación cambió parcialmente al desaparecer dos de los grandes partidos históricos: el Comunista y la
Democracia Cristiana. Aunque los Gobiernos siguen siendo de coalición, ha crecido la figura del Presidente
del Consejo de Ministros Y la estabilidad del Ejecutivo.
Todo ello ha ido acompañado de continuos cambios en el sistema electoral, que mayorías han intentado
reformar en su beneficio, algunas de las cuales se han frustrado antes de llegar a aplicarse.
E) ESPAÑA
Según la Constitución española, como corresponde a una monarquía parlamentaria, el Rey no tiene
propiamente poderes, sino más bien funciones simbólicas y representativas que se traducen en actos debidos
necesitados de refrendo. El Rey es un órgano constitucional nítidamente diferenciado del Gobierno.
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El Gobierno español se acerca más al modelo alemán (y también, aunque no tanto, al inglés) que a los demás
que hemos reseñado, con la clara primacía del Gobierno sobre el parlamento y del Presidente del Gobierno
sobre los ministros. Esta correlación se apoya en los siguientes mecanismos constitucionales:
Pero, junto a los preceptos constitucionales, hemos de ponderar también los elementos de juicio que nos
deparan las fuerzas políticas y su respaldo electoral. Los rasgos presidenciales del sistema se robustecen
cuando gobierna un partido político cohesionado, con un líder respetado y con mayoría absoluta. Este esquema
refleja el modelo de Gobierno entre 1 982 y 1 993, entre 2000 y 2004, y algo menos entre 2011 y 2015. En las
demás legislaturas, por faltar uno o varios de los elementos indicados, la solidez del Gobierno y de su
Presidente se han resentido.
Las legislaturas 1993-1996 y 1996-2000 se parecieron entre sí en que no hubo mayoría absoluta y el Gobierno
(monocolor en ambos casos, pero de signo contrario) tuvo que buscar apoyos parlamentarios externos, lo que
debilitaba un tanto su posición.
Se Puede apreciar así que la forma de gobernar varía sin cambiar el Ordenamiento Jurídico.
SISTEMA PRESIDENCIALISTA
El sistema presidencialista tiene dos centros de impulsión política de igual o similar legitimidad electoral: el
Presidente y el Parlamento (llamado Congreso). Esto fue así en Estados Unidos cuando el sufragio era
censitario, lo mismo que en la actualidad en que es universal. Aunque la elección presidencial sigue siendo
indirecta (también lo fue la del Senado en un principio, pues sus miembros eran designados por los parlamentos
de los entes territoriales), de hecho, el sistema funciona nacionalmente casi lid, como si fuera una elección
directa. Pero sólo casi, porque a veces el resultado final no concuerda con los votos de los ciudadanos.
La Constitución de Estados Unidos se inclinó por una separación de ambos: a cada órgano le corresponde un
poder estatal esencial y ninguno de los dos puede remover al otro. El poder ejecutivo corresponde al
Presidente, no al Gobierno. En realidad, no existe Gobierno, sino secretarios del Presidente. El Presidente
designa a los secretarios entre personas no pertenecientes a las Cámaras. Éstos no tienen acceso a ellas y el
Presidente tampoco, salvo para dirigirles mensajes.
La separación de poderes, sin embargo, no es tan radical que no haya relación alguna entre ellos. La
Constitución prescribe unos mecanismos y la práctica ha propiciado otros para facilitar el funcionamiento del
sistema. Así, aunque el Presidente no tiene iniciativa legislativa, los mensajes que dirige al Congreso intentan
llamar la atención de éste acerca de la necesidad de legislar sobre determinados problemas y en la dirección
deseable. Nada, empero, puede hacer si el Congreso no secunda sus ideas.
El Congreso puede conferir una delegación legislativa al Presidente para la regulación de materias
determinadas. Así operó el Presidente Franklin D. Roosevelt con su programa del New Deal. Pero el Poder
Judicial exige concreción y límites a dichas delegaciones y el Congreso siempre puede vetar la legislación
delegada del Presidente, aunque no es frecuente. Como contrapartida, el Presidente tiene derecho de veto
sobre las leyes aprobadas por el Congreso, que éste no puede superar sino con una mayoría de dos tercios,
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realmente difícil de alcanzar. A veces la mera inhibición del Presidente en los días finales de una legislatura o
de un período de sesiones puede significar un veto.
El Senado ha de aprobar el nombramiento presidencial de los más altos cargos públicos, incluso el de los
magistrados del Tribunal Supremo. Así como en los cargos de la Administración tiende a plegarse a la voluntad
del Presidente para no entorpecer la formación de su equipo, en los nombramientos judiciales mencionados —
que son vitalicios— ofrece mayores resistencias y a veces rechaza alguna propuesta.
El Presidente no puede disolver el Congreso, ni una de sus Cámaras, y éstas no pueden exigir responsabilidad
política a aquél ni a los secretarios. La única responsabilidad es penal y se sustancia ante el propio Congreso
(acusa a la Cámara de Representantes y juzga al Senado) mediante el procedimiento de impeachment. De
hecho, resulta más pragmático presionarlo para que dimita, como sucedió con Nixon en 1974, el cual, a cambio
de ello, no fue procesado.
Es frecuente que el Presidente y la mayoría parlamentaria sean de diferentes partidos, e incluso que difieran
las mayorías de una y otra Cámaras, En ocasiones, como sucedió durante la segunda presidencia de W.
Wilson, después de la Primera Guerra Mundial, el sistema se bloquea. Por eso se prefiere buscar salidas
pragmáticas consensuadas, facilitadas por la relativa ausencia de disciplina de voto de los partidos en las
Cámaras. Así, pues, éstas suelen aprobar las leyes y las medidas financieras necesarias para la política
presidencial, aunque las examinan minuciosamente y enmiendan a menudo. Consiguientemente, la rígida
separación de poderes ha dado paso a una colaboración entre ellos. El establecimiento del sistema de
comisiones parlamentarias, que se corresponden con los departamentos de la Administración presidencial, ha
facilitado un diálogo institucional no previsto en la Constitución.
Pero las relaciones dependen sobre todo de la personalidad del Presidente, del liderazgo nacional que ejerza
y de su capacidad para comunicarse directamente con el electorado y generar una opinión pública favorable a
su política. La corta duración del mandato del Presidente y la limitación de reelecciones es una seria cortapisa
de su poder; en cambio propicia un ejercicio más libre del mismo en los segundos mandatos, cuando ya no ha
de sufrir el veredicto de una nueva elección.
A la postre, como vemos y como suele suceder en política, la evolución del sistema tiene más que ver con la
praxis que con la teoría.
El Parlamento nombra un comité encargado de ejecutar sus decisiones, órgano enteramente dependiente de
la Asamblea, la cual le delega funciones ejecutivas, pero no la titularidad de las competencias. En puridad, el
Gobierno no es un órgano político diferenciado. La Asamblea puede removerlo en cualquier instante.
El sistema convencional encuentra su mejor acomodo en procesos constituyentes revolucionarios. Así, por
ejemplo, fue el sistema de gobierno durante la Convención Nacional francesa y el que ésta estableció en la
Constitución en 1793. Fue igualmente el sistema imperante durante las etapas constituyentes francesas de
1848 y 1871.
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Pero también los ha habido en períodos más dilatados, como el llamado Parlamento Largo, que tuvo lugar
durante la República inglesa. Las III y IV Repúblicas francesas fueron parlamentarias, pero tuvieron algunas
derivaciones hacia el sistema convencional, con una reducción del papel del Gobierno hasta ser casi sólo un
órgano delegado del Parlamento.
❖ Mantiene el elemento básico de la designación del Ejecutivo (Consejo Federal) por el Parlamento
(Asamblea Federal) para un período de cuatro años. Su nombre de Gobierno directorial lo toma del
Directorio francés de 1 795, caracterizado por la decisión colegiada en todos los asuntos. Sin embargo,
desde la reforma de 1914 existen verdaderos departamentos ministeriales con competencias estables.
❖ Propiamente, no existe Jefatura del Estado como órgano diferenciado, sino que le corresponde
colegiadamente al Consejo Federal. No obstante, a efectos meramente funcionales de representación
y protocolarios, la Asamblea Federal designa, de entre los miembros del Consejo Federal, un
Presidente o Canciller de la Federación.
❖ El Consejo Federal no responde políticamente ante la Asamblea Federal (tampoco, obviamente, puede
disolverla). Este rasgo, junto a su mandato de cuatro años, le da cierta consistencia. Más aún: de
hecho, sus miembros son reelegidos frecuentemente y, aunque la Asamblea puede anular sus
decisiones o modificarlas, en la práctica se negocian las soluciones.
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bien directamente, bien a través de pactos parlamentarios. Todas las demás piezas del proceso se alinean a
partir de ésta.
1.2. PROCEDIMIENTO
El procedimiento de formación del Gobierno responde a dos modelos principales: el nombramiento directo con
inmediata entrada en funcionamiento del Gobierno y el nombramiento fraccionado en dos fases, una de
consultas y propuesta(s) y otra de investidura y, en su caso, de nombramiento por parte del Jefe del Estado.
Con ocasión de una consulta electoral o de la dimisión del Presidente del Gobierno, el Jefe del Estado
puede encargar la formación de un nuevo Gobierno al líder de la formación mayoritaria de la Cámara
o persona capaz de obtener el apoyo suficiente de una coalición, y en caso positivo es propuesto al
Jefe del Estado para su nombramiento.
El Gobierno entra en funciones de inmediato sin necesidad de recibir explícitamente el respaldo de la
Cámara. Estamos ante lo que Fusilier llamó parlamentarismo negativo, que da por supuesta la
confianza de la Cámara en el Gobierno mientras aquélla no manifieste lo contrario con la aprobación
de una moción de censura. Así acontece en Francia y en las monarquías inglesa, danesa, noruega y
holandesa. Tiene a su favor la claridad, la rapidez y la evitación de períodos transitorios con Gobierno
en funciones.
Otras constituciones prescriben que el Jefe del Estado abra un periodo de consultas con los líderes de
las fuerzas políticas con presencia parlamentaria o incluso, facultativamente, con personalidades
políticas extraparlamentarias (Italia) a fin de informarse sobre la disposición de aquéllas para respaldar
a un Gobierno. En España las consultas las hace el Rey con la mediación y el refrendo del Presidente
del Congreso de los Diputados. En otras monarquías parlamentarias —Dinamarca, Noruega, Holanda
y Bélgica— hace las consultas un informador comisionado del Rey; el sistema de nombramiento de las
tres primeras no necesita investidura.
En Italia, terminadas las consultas, el Presidente de la República encarga la formación del Gobierno a
una persona determinada; una vez formado éste, se presenta sucesivamente en ambas Cámaras para
recibir la investidura. En España, por el contrario, el Rey propone el candidato al Congreso.
Así, pues, mientras en Italia (también en Portugal y en Bélgica) la formación del Gobierno es previa a
la investidura, en España se inviste al Presidente del Gobierno, el cual es nombrado por el Rey y
propone a éste el nombramiento de los demás integrantes de su equipo; uno y otro nombramientos
son actos debidos del Rey. Pero si, pasados dos meses desde la primera votación, ningún candidato
logra la investidura, el Congreso queda disuelto y se convocan nuevas elecciones.
Un tercer modelo es el de Suecia y Japón, que elimina la intervención regia anterior a la investidura
parlamentaria.
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El Parlamento Largo, en 1641, aprobó una disposición mediante la cual solicitaba del Rey que empleara para
cargos públicos únicamente a personas que gozaran de la confianza Penal del Parlamento. Tras la Gloriosa
Revolución (1688-1689) se adoptó un incipiente sistema de responsabilidad política: Walpole, en 1742, logró,
dimitiendo del cargo, que se suspendiera la acusación penal que sobre él pesaba. En 1782, la dimisión del
Premier Lord North fue acompañada de la de todo el Gabinete, originándose así una práctica constitucional
que haría fortuna: la responsabilidad solidaria del Gobierno.
A comienzos del siglo XIX se admitió que un Gobierno debía dimitir cuando los Comunes votaran una moción
de censura expresa contra él y cuando le negaran el apoyo para un proyecto de ley que el Gobierno considera
esencial y en cuya aprobación comprometiera su continuidad. Sin embargo, al Gobierno le cabía la alternativa
de pedir al Rey la disolución de los Comunes para que fuera el cuerpo electoral el que dirimiera el conflicto.
Con ello tenemos los principales mecanismos de la responsabilidad política gubernamental: moción de
censura, cuestión de confianza y disolución de las Cámaras. Este Principio de responsabilidad política del
Ejecutivo ante el Legislativo se erigió en uno de los soportes esenciales e ineludibles del sistema parlamentario.
En su momento, la doctrina francesa se dividió acerca de la posición relativa del Rey y de su Gobierno en el
funcionamiento del Estado. Mientras que para el liberalismo doctrinario el Rey ejercía el poder ejecutivo, Thiers
sostuvo que el Rey reinaba, pero no gobernaba, principio que ha devenido clásico. Conforme a las tesis
doctrinarias, el Gobierno había de gozar de una doble confianza: la del Rey y la del parlamento; es el sistema
que se impuso en la monarquía española hasta la ll República, primero mediante prácticas parlamentarias y, a
partir de 1869, en virtud de su parcial consagración constitucional.
El primer voto de censura tuvo lugar en España en 1822 y fue aprobado contra el Gobierno de Bardají, el cual
fue cesado poco después. Durante la vigencia del Estatuto Real fueron regulados, a través de los reglamentos
de las Cámaras, los procedimientos de acusación penal de los ministros; pero la práctica parlamentaria originó
verdaderos procesos de confianza política en los que fue ganando terreno la idea de que el Gobierno
necesitaba la confianza del Estamento de Procuradores y que debía dimitir en caso contrario, aunque tuviera
la confianza regia.
En 1835 Mendizábal comprometió la continuidad del Gobierno en la aprobación de un proyecto de ley; hizo de
ello, pues, cuestión de Gabinete, obteniendo el voto solicitado, no sin que en el debate se criticara este drástico
procedimiento legislativo. Puede decirse que a partir de entonces el Gobierno era políticamente responsable
ante las Cortes.
El Reglamento del Congreso de 1847 reguló el voto de censura contra el Gobierno, no alcanzando rango
constitucional hasta el texto de 1869, conforme al cual el Gobierno había de contar con la confianza del Rey y
de las Cortes, pues al primero lo nombraba y separaba libremente y las dos Cámaras tenían la facultad de
censura. Aprobado un voto de censura, el Gobierno podía, al modo inglés, dimitir o proponer al Rey la disolución
de las Cortes para apelar al arbitraje del cuerpo electoral.
La Constitución restauracionista no incluyó un precepto similar, pero la responsabilidad parlamentaria del
Gobierno y la necesidad de la doble confianza siguió siendo una práctica constitucional sentida como
obligatoria.
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La preocupación del constituyente español fue la misma: dotar al Gobierno de la máxima estabilidad. El
constituyente español se dejó llevar de imágenes un tanto tópicas: la estabilidad gubernamental alemana y la
inestabilidad italiana. Pero un análisis solvente depara conclusiones distintas.
En la democracia de partidos, los mecanismos constitucionales, si bien tienen influencia en la estabilidad de
los Gobiernos, son menos decisivos que la solidez Y coherencia del sistema de partidos existente en el país y
su traslación disciplinada a la Cámara a través de los grupos parlamentarios. Por contra, en la República
Federal de Alemania, pese a las trabas expuestas, no se han evitado las crisis gubernamentales, sino que las
pocas o muchas habidas han sido extraparlamentarias o provocadas extraparlamentariamente.
El modelo de censura constructiva produce, en palabras de Solé Tura y Aparicio, equilibrio precarias de y
debilidades: un Parlamento un Gobierno adverso incapaz minoritario de generar que ejerce una la alternativa
poder en viable.
Tampoco en Alemania han escaseado las críticas destacando algunos a autores el debilitamiento que produce
en el sistema parlamentario, pues no fortalece a los Gobiernos minoritarios y es inútil para consolidar Gobiernos
fuertes.
En España, las legislaturas Vª (1993-1996) y IXª (2008-2011) son dos buenos ejemplos de lo señalado. Tanto
en un caso como en otro, el Gobierno (del Partido Socialista) carecía de suficiente apoyo parlamentario para
dirigir la política nacional, pero la Oposición no presentó ninguna moción de censura por la falta de respaldo
parlamentario a su candidato a la presidencia. He ahí la suma de debilidades que motiva que ni el Gobierno
pueda dirigir de la política ni la Oposición pueda provocar la alternancia en el poder.
Ha habido cinco mociones de censura en el actual régimen constitucional La primera en 1980, a iniciativa del
grupo parlamentario socialista contra un Gobierno de UCD en serias dificultades por la ya avanzada
descomposición del partido. La censura no buscaba la alternancia en el Gobierno, pues estaba descontada su
derrota parlamentaria; pretendía sencillamente presentar a la nación un partido cohesionado y unido tras un
Iíder indiscutido y un programa coherente. Paradójicamente, su derrota fue todo un éxito.
La segunda ocurrió en 1987 con Gobierno socialista y Oposición popular. No tenía otra motivación que la de
provocar un debate en la Cámara entre los líderes de los respectivos partidos toda vez que el de Alianza
Popular, como no era diputado, no podía enfrentarse al Presidente de Gobierno semanalmente en las sesiones
de control. Fue un fracaso.
La tercera moción no llegó hasta 2017, cuando el mapa político se había fragmentado y ya no podía seguir
hablándose de bipartidismo. La interpuso el líder de uno de los nuevos partidos, Podemos. No tenía el objetivo
de derribar al Gobierno, sino de intentar forzar al Partido Socialista a apoyarla, sabiendo que no iba a hacerlo,
Fracasó. La cuarta moción de censura sí prosperó. Fue la que planteó un año más tarde (2018) el líder
socialista, de nuevo al mismo Gobierno popular, pero en esta ocasión consiguió un importante respaldo,
superando incluso la mayoría absoluta. Curiosamente, a los pocos meses el nuevo Presidente del Gobierno se
vio obligado a disolver las cámaras al no conseguir sacar adelante la Ley de Presupuestos. Con esto se puso
de relieve que, a pesar de llamarse "constructiva"/ la moción de censura había puesto de acuerdo con una gran
mayoría Para echar a un Gobierno, pero no existía el mismo nivel de respaldo para formar uno nuevo. Por
último, la quinta moción tuvo lugar en 2020, planteada por el líder de otro de los nuevos partidos, VOX.
Nuevamente, la intención no era derribar al Gobierno (no había votos suficientes) sino forzar al Partido popular
a tener que pronunciarse sobre la necesidad o no de hacer caer a un Gobierno socialista. Fracasó, pero
significó una quiebra de confianza entre los dos partidos de la derecha,
En Conclusión, salvo en el supuesto de 2018, la moción de censura ha sido durante mucho tiempo de escasa
utilización, aunque el Gobierno dé muestras de debilidad, y cuando se la ha puesto en práctica ha sido con
objetivos estratégicos (legítimos, desde luego), como el debilitamiento del Gobierno o la presión hacia otro
grupo político, que distaban mucho de una verdadera exigencia de responsabilidad política del Gobierno con
vistas a su remoción.
6. CUESTIÓN DE CONFIANZA
La cuestión de confianza es un instrumento de control extraordinario del Gobierno por el Parlamento en el que
es el propio Gobierno el que toma la iniciativa y somete su continuidad a la aprobación, por parte de aquél, de
un proyecto de ley o de cualquier otra declaración o decisión política, según permita la Constitución. Por
consiguiente, es un mecanismo de presión del Gobierno sobre el Parlamento con el riesgo de un resultado
negativo.
Busca persuadir a la mayoría de la Cámara acerca de la conveniencia de disciplinar su comportamiento, de
sostener más decididamente al Gobierno de su partido o coalición y, en concreto, de aprobar el texto en
cuestión sin enmienda si no quiere provocar la crisis gubernamental y/o, según disponga cada Constitución
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vigente, su propia disolución y la convocatoria de elecciones. Por eso Blondel calificó la cuestión de confianza
como amenaza de suicidio del Gobierno.
Como dijo Ollero en sede constituyente, la cuestión de confianza cumple la finalidad de que el Gobierno
compruebe el respaldo parlamentario que tiene para cumplir su programa, para rehacerlo, para actualizarlo o
para sustituirlo; pero también le sirve para hacer frente a una oposición circunstancial de la Cámara en relación
con una decisión política que el Gobierno considera esencial en su gestión, o con el propósito de atajar
disensiones o escisiones en el seno de la Mayoría. Mirada por el envés, la cuestión de confianza, en el caso
improbable de ser perdida por el Gobierno, provoca la recomposición o la alternancia en el equipo gobernante.
Por todo lo dicho se comprende que su utilización sea más propia de los Gobiernos de coalición y de los
minoritarios, no de los homogéneos que cuenten con mayoría absoluta en la Cámara.
En el Derecho comparado se observa bastante similitud en la regulación de este instituto. Por eso, exponemos
a continuación únicamente las especialidades que presentan los ordenamientos francés, alemán y español.
El Primer Ministro francés puede presentar una cuestión de confianza sobre su programa de gobierno,
sobre una declaración política general o sobre un texto (se entiende que un texto legal, un proyecto de
ley). Se considerará aprobado el texto Y concedida la confianza si la Oposición no presenta dentro de
las veinticuatro horas siguientes una moción de censura y ésta es aprobada (art. 49 de la Constitución).
Por consiguiente, el proyecto de ley en cuestión puede ser aprobado, sin haber sido tramitado ni votado
por el Parlamento, lo que, a mi juicio, es un mecanismo desnaturalizador del parlamentarismo. Por lo
demás, la pérdida de la votación de confianza obliga al primer La Ministro especialidad a presentar del
Ordenamiento la dimisión del alemán Gobierno está y regulada la propia en (art, 50).
La especialidad del Ordenamiento alemán está regulada en los artículos 68 y 81 de la Ley Fundamental
y consiste en lo siguiente:
a) El Canciller puede tomar esta iniciativa bien para disciplinar a la mayoría parlamentaria, bien para
dificultar una moción de censura en La presenta en el Bundestag sobre un proyecto de ley, pero está
implícitamente admitido que verse sobre otro asunto, como una modificación de su programa de
gobierno o una declaración política general. Entre la presentación de la moción y la votación deberán
transcurrir cuarenta y ocho horas.
b) Para ser otorgada la confianza solicitada, se requiere una mayoría absoluta de los miembros de la
Cámara. Aquí puede apreciarse un elemento de disuasión del Canciller, que hace este instituto de
improbable utilización salvo por motivos estratégicos extraordinarios.
c) Si no es aprobada la cuestión, el Canciller puede:
1) Dimitir. Aunque la Constitución no menciona esta opción, hay que entenderla válida en cualquier
momento y más si se ha perdido la confianza de la Cámara.
2) Proponer al Presidente federal la disolución de la Cámara y la convocatoria de elecciones
si en los veintiún días siguientes ésta no ha investido por mayoría absoluta un nuevo Canciller.
3) Proponer al Presidente federal la declaración del estado de emergencia legislativa, en los
términos comentados en el epígrafe anterior. Esta opción desnaturaliza con desmesura el carácter
parlamentario del sistema político.
La Constitución española también presenta algunas especialidades en este punto que la separan del
parlamentarismo clásico:
1) No puede versar sobre un proyecto de ley, sino sólo sobre el programa del Gobierno o sobre una
declaración de política general.
2) Si la confianza es denegada (el Congreso de los Diputados, única Cámara competente al respecto),
el Gobierno ha de dimitir, sin que pueda disolver la Cámara para convocar elecciones.
Así, Pues, con estas especialidades de su regulación, la Constitución española ha debilitado la naturaleza de
esta institución como instrumento de acción recíproca entre Parlamento y Gobierno. De ahí su escasa
utilización.
Ha sido puesta en práctica sólo dos veces. La primera en 1980, justo tras la primera moción de censura antes
relatada y en un intento del Gobierno de presentarse ante la opinión Pública unido a su partido y a su grupo
parlamentario. La segunda en 1990, cuando' tras haberse tenido que repetir las elecciones en una
circunscripción, el Gobierno, que había alcanzado el 50% justo de escaños, entendió que debía revalidar una
investidura que le había sido conferida por un Congreso cuya composición había sido distinta de la que resultó
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ser definitiva. De nuevo los objetivos, diferentes entre sí y ambos otra vez legítimos (de pura estrategia
partidista uno y de corrección constitucional el otro) fueron diferentes de los “canónicos”.
DISOLUCIÓN DEL PARLAMENTO POR EL GOBIERNO
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En diversos lugares de esta obra hemos comentado la progresiva incorporación de los partidos al aparato
institucional y la evolución del Estado liberal al Estado social, que han transformado la clásica división de
poderes de los sistemas parlamentarios desplazando su centro de gravedad hacia el Gobierno y provocando
un funcionamiento muy diferente del diseño inicial. En realidad, la democracia de partidos es diferente, aunque
sus fundamentos jurídico-constitucionales sigan siendo los mismos o muy similares a los de hace noventa
años. En Estados Unidos, con un sistema presidencial, no se ha producido este fenómeno en igual medida por
la menor disciplina de los partidos y el carácter menos social del Estado.
Ciñéndonos preferentemente, por tanto, a los sistemas parlamentarios europeos, Puede decirse que, con
partidos muy disciplinados en torno a un equipo dirigente y a un líder, las elecciones parlamentarias o
legislativas lo son también, indirectamente, al Gobierno y a su Presidencia, de manera que, conocido el
resultado de aquéllas, se conoce normalmente al nuevo Primer Ministro. El Parlamento y el Gobierno, más que
separados, están unidos por el equipo de gobernantes respaldado por la Mayoría. El Gobierno tiene la misma
legitimidad democrática que el Parlamento, puesto que uno y otro proceden del mismo veredicto electoral. Se
ha producido con ello una verdadera mutación constitucional en la tradicional distribución de funciones.
Hay, por tanto, dos centros de impulsión política: uno estatal, el Gobierno; otro extraestatal, el partido o
coalición de la Mayoría. De las relaciones entre ambos depende el funcionamiento del sistema más que de las
relaciones jurídico-constitucionales entre Parlamento y Gobierno.
En virtud de esa legitimidad, no es contradictorio con el principio democrático que el Gobierno participe en la
función normativa en pie de relativa igualdad con el Parlamento: monopoliza la potestad reglamentaria, ejerce
la iniciativa legislativa en una proporción no menor del 90 por 100 y sus decretos-leyes tienen rango de ley. El
Parlamento sigue mostrando en esta función cierta superioridad formal, que se cifra en el control de los
decretos-leyes y en la aprobación y control de las delegaciones legislativas. Sin embargo, lo que hace la
mayoría parlamentaria disciplinada es asegurar al Gobierno el resultado favorable de esos controles.
Sustituyamos ahora el término «Gobierno» por «partido o coalición de la Mayoría» (o, al menos, unámoslos) y
obtendremos una visión mucho más real del funcionamiento del sistema parlamentario. Lo que hay que, en
realidad, dice García-PeIayo, es un circuito entre los criterios del partido mayoritario y las exigencias de la
acción estatal, entre la participación de aquél en las decisiones del Gobierno y su conversión en agente de
apoyo de la política gubernamental.
Se ha producido, pues, un desplazamiento de poder desde el Parlamento al Gobierno y desde éste a su
Presidente, que suele ser el líder del partido de ocupación del poder.
El Premier, Canciller o Presidente del Gobierno suele estar respaldado por una mayoría parlamentaria
disciplinada y ejerce sobre los ministros un poder similar al del Jefe del Estado sobre sus secretarios en el
sistema presidencialista. Se da en el Premier o Canciller una cierta unión de poderes, en lo cual puede verse
una deriva presidencialista de los sistemas parlamentarios. Incluso, las elecciones parlamentarias son
indirectamente elecciones al Gobierno y, más precisamente aún, elecciones a Primer Ministro, La índole casi
plebiscitaria de las elecciones en los sistemas parlamentarios no es mucho menor que en los presidencialistas.
El Gobierno —su Presidente— dirige la política, dirige la legislación, ejecuta las leyes y controla la actividad
controladora de la Oposición a poco que los reglamentos parlamentarios le ofrezcan resquicio para ello. No
tiene más poder, ciertamente, el Jefe del Estado en un sistema presidencialista democrático.
Es ya un lugar común que el funcionamiento del sistema parlamentario depende más, mucho más, del sistema
de partidos que de los mecanismos constitucionales establecidos. La consolidación del sistema de partidos, la
cohesión interna de éstos Y el comportamiento disciplinado de «sus» grupos parlamentarios son determinantes
del proceso dialéctico entre Gobierno y Oposición. Colliard y Von Beyme han mostrado empíricamente que la
inmensa mayoría de las crisis ministeriales en el constitucionalismo posbélico europeo son de gestación
extraparlamentaria.
A esa función directiva del Gobierno y del partido mayoritario, responden los partidos minoritarios: en la
democracia de partidos, su función de control queda transformada en una función genérica de oposición.
Por consiguiente, la verdadera división de poderes vista desde el prisma del funcionamiento del Sistema, es la
existente entre Gobierno y Oposición; o, lo que es igual: entre el partido o coalición de la Mayoría (y su grupo
o grupos parlamentarios), el cual ocupa el Gobierno y domina el Parlamento, y el partido o partidos de la Minoría
(y sus grupos parlamentarios), que encarnan la Oposición.
No son vacíos ni inútiles los preceptos constitucionales que regulan en términos de Gobierno-Parlamento el
debate político. Ellos son el fundamento del funcionamiento real del sistema, según el cual el control político
se hace en el Parlamento —at menos, parcialmente— pero no por el Parlamento.
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Epígrafes que entran en el examen (Cuota Tenorio) 2022/23 Angy
Es lógico que, si bien todos los grupos parlamentarios e incluso todos los miembros individuales de la Cámara
tienen jurídicamente facultades de control, el control del Gobierno sea ejercido, en términos políticos operativos,
por la Oposición.
Ciertamente la Mayoría parlamentaria también fórmula preguntas, presenta interpelaciones y forma parte de
las comisiones de investigación. Pero su labor en estas últimas es normalmente de defensa del Gobierno o
bien estrictamente de estudio y colaboración; y sus preguntas e interpelaciones no apuntan nunca más allá de
advertir al Gobierno sobre su obligación de cumplir el programa del partido o partidos que lo sostienen, cuando
no se reducen a proporcionar al Gobierno una ocasión de lucimiento. Es, en caso de haber un Gobierno
homogéneo, un autocontrol interpartidista; y, en la hipótesis de que exista un Gobierno de coalición, es un
aviso de posibles dificultades en el mantenimiento de ésta, lo que nunca equivale a un serio control
parlamentario.
Por lo demás, las posibilidades, estadísticamente despreciables, de que prospere una moción de censura o
sea derrotada una cuestión de confianza no significan la inexistencia de crisis ministeriales, sino únicamente
que tienen una gestación diferente:
1) Unas veces es el delicado momento político del país el que sugiere una renovación ministerial o incluso
la disolución de la Cámara y la convocatoria de elecciones.
2) En ocasiones excepcionales, el propio partido gobernante cambia de líder en Plena legislatura y
provoca una crisis de su propio Gobierno, Esto fue es lo sucedido en el Reino Unido en noviembre de
1990, episodio que se cruzó con la tramitación de una moción de censura. Pues bien, la Premier M.
Tatcher, fue defendida por su partido, el Conservador, y derrotó con facilidad a la Oposición en la
Cámara de los Comunes, pero poco después no la respaldó internamente frente a otro aspirante al
liderazgo de su partido, lo que motivó la dimisión de ésta de sus cargos y su sustitución en ambos por
su correligionario J. Major. Un episodio similar se produjo en 2009, en las filas laboristas con la
diferencia de que el líder y Premier, A. Blair, no fue derrotado ni en el Parlamento ni en el seno de su
partido, sino que el relevo fue acordado con su «sucesor» en ambas funciones G. Brown. He aquí
cómo a veces es el partido del Gobierno el que controla a éste y a su Primer Ministro.
3) Pero lo más frecuente es que las crisis ministeriales sean decididas por el propio Premier sustituyendo
a un contingente de ministros para imprimir una nueva línea política y/o una renovada imagen de cara
al electorado.
Es cieno que la Oposición, salvo en las llamadas cuestiones de Estado (guerra, antiterrorismo, etc.), está
constantemente interesada en colocar al Gobierno en posición política difícil y en hacerlo cesar si pudiera, pero
apenas consigue lo primero y casi nunca lo segundo cuando la mayoría es muy disciplinada. Aunque con
alguna hipérbole, portero Molina apunta en dirección certera cuando asevera que se ha invertido la naturaleza
de estas instituciones, las cuales, de ser modos de control parlamentario del Gobierno, han devenido un mero
ejercicio de tolerancia gubernamental respecto del Parlamento.
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se revelará en la Cámara, sino en las siguientes elecciones. Como dice López Aguilar, la eficacia de la
Oposición reside hoy mucho más en su capacidad de emitir un mensaje alternativo viable y coherente ante la
opinión pública que de desestabilizar al Gobierno. Y en esto juegan un papel central los medios de
comunicación: la democracia representativa actual es no sólo partidocracia sino también mediocracia.
Consiguientemente, la polémica doctrinal acerca de si en la actualidad hay o n o crisis de la potestad de control
de los Parlamentos no puede zanjarse afirmativamente
arguyendo el descenso de posibilidades de control Por la tecnificación y la disciplina de los grupos
parlamentarios; ni negativamente tiplicación de los mecanismos de control que los Ordenamientos De lo que
se trata es de que el Parlamento de hoy no es el decimonónicon todo del siglo XX, por la sencilla razón de que
el Estado actual Y en su diferentes, aunque no se perciba así en la literalidad de las Constituciones.
Tanto en la actividad legislativa como en la de controlÊ así en las materias más complejas como en las más
simples, la Mayoría vencerá normalmente a la Minoría y ésta no tiene otra opción que orientar su actuación
hacia donde más eficaz puede ser: hacia la opinión pública. Que haya más mecanismos de control no significa
que haya más control, tampoco viceversa, sino que se controla de modo más variado y con finalidad diferente.
Por eso, lo único decisivo en las actuales democracias de partidos es que esas actividades de control lleguen
a su verdadero destinatario: el electorado.
electoralista: en el voto del electorado se inicia la legitimidad del Parlamento y del Gobierno; en el voto del
electorado se cifra la continuidad y el cambio de la Mayoría que gobierna y legisla. Lógico es que la actuación
de unos y de otros (partidos políticos, Gobierno y Oposición) tenga como norte preferente la captación y el
mantenimiento de ese electorado.
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Como escribió J. J. Ruiz-Rico, con frecuencia se confunde la pérdida de funciones parlamentarias con la
diferencia en su ejercicio. Y, sobre todo, se olvida significativamente la función legitimadora de todo el sistema
político que el Parlamento desempeña por su carácter representativo y la función de integración de los
ciudadanos en el sistema a través de las fuerzas que lo vertebran políticamente: los partidos con «sus» grupos
parlamentarios. Bien es verdad que no de todos los Parlamentos podemos afirmar lo anterior en igual medida.
Asistimos, pues, a una tensión entre la necesidad del Ejecutivo de hacer frente con rapidez y eficacia a los
problemas complejos y urgentes de un Estado social y las garantías de control parlamentario de ese Gobierno
prepotente. Del lado del Ejecutivo se colocan, entre otros mecanismos, ciertas trabas para la moción de
censura, la habilitación de facultades normativas propias, su prevalencia en el procedimiento legislativo, etc.
Del lado del Parlamento se sitúan, entre otros institutos, diversos instrumentos de control y de exigencia de
responsabilidad (aunque menguados y condicionados), la restricción de materias para los decretos-leyes
gubernamentales, su autorización de los tratados y su control de la legislación delegada.
En esta relación interorgánica que el incremento de poder de uno no equivale a la pérdida de poder del otro.
El Estado social y democrático de Derecho aspira precisamente a tener un Gobierno fuerte, una Administración
eficaz y un Parlamento que controle y legitime la política gubernamental y que apruebe las leyes necesarias
para ello, con la participación crítica de la Oposición y con un procedimiento deliberante, receptivo y creador,
de opinión pública. De hecho, los tres lados de ese triángulo son más recios ahora que lo fueron en el Estado
liberal.
Sin embargo, no podemos hablar de un equilibrio de poderes. Es evidente que el Gobierno y la Administración
han crecido más poderosamente.
A muchos Estados les resulta sumamente difícil sostener en la práctica los dos rasgos esenciales de la
soberanía: su supremacía en el orden interno y su independencia en el externo. No olvidemos, sin embargo,
que ese es su concepto jurídico, y que los hechos y el Derecho no siempre van de la mano.
La crisis de la soberanía ha sido un asunto recurrente de la Teoría del Estado desde hace más de un siglo.
Ven unos en la soberanía un concepto obsoleto, superado y desmentido por la realidad, y otros, un principio
demasiado presente y vigoroso que impide un definitivo asentamiento y consolidación de un Derecho
supranacional.
En el siglo XIX era práctica habitual la intervención de unos Estados en otros. Sin embargo, en 1907, la
Conferencia de La Haya aprobó la denominada doctrina Drago, consistente en la prohibición de injerencia en
los asuntos internos de los Estados, para así garantizarles la soberanía dentro de sus fronteras.
Tras la Segunda Guerra Mundial, la Carta de las Naciones Unidas reafirmó la soberanía de los Estados
prohibiendo la intervención de la propia organización en los asuntos internos de cada uno (artículo 22). Este
principio fue confirmado en 1965 y 1981 por sendas resoluciones de la Asamblea General de Naciones Unidas.
Pero, al mismo tiempo, la Carta obliga a todos los Estados miembros a adoptar medidas para lograr la
observancia y el respeto universal de los derechos humanos (artículos 55 y 56). Y también establece ciertos
límites al treaty making power estatal, o poder de C0ncertación de tratados, el cual no puede prevalecer, en
caso de discordancia, sobre las obligaciones impuestas por la Carta y asumidas por los Estados miembros, las
cuales implican la observancia del Derecho diplomático y eliminan la potestad de hacer la guerra salvo caso
de legítima defensa.
Durante varias décadas esta última exigencia ha sido letra muerta en medio de una política internacional de
bloques, pero a fines de los años setenta del siglo XX fue esgrimida por Carter, Presidente de los Estados
Unidos, como legitimación para intervenir en otros países en defensa de los derechos humanos. Por tanto, los
derechos han sido consagrados como límites de la soberanía interna de los Estados pese al excesivo
protagonismo asumido en este problema por Estados Unidos en determinadas ocasiones.
- En efecto, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas aprobó, en la Resolución 688, de 5 de abril
de 1991, el derecho de injerencia de éstas cuando la violación de los derechos humanos en el interior
de un Estado «constituya una amenaza para la paz y la seguridad internacionales». En concreto, se
estaba tratando de la represión irakí del pueblo kurdo y del éxodo así provocado. El Consejo de
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Seguridad dispuso que Irak debía permitir la entrada en su territorio de organizaciones humanitarias
internacionales que prestaran la asistencia necesaria.
- La intervención de la OTAN en Kosovo a fines del siglo XX, llamada ahora intervención humanitaria,
gozó de una favorable acogida en la opinión pública internacional.
- En el actual siglo se avanzó en la concienciación internacional del problema que significa que en un
país o región se estén cometiendo crímenes contra la humanidad cuando ese horror podría evitarse.
Entonces, no se habla de derecho a intervenir, sino de responsabilidad de proteger, de obligación de
proteger que no se agota en medidas militares, sino que debe atender a tres objetivos: prevención,
respuesta y reconstrucción.
- La utilización de la fuerza debe contar con una autorización del Consejo de Seguridad de las Naciones
Unidas.
- La lucha contra el terrorismo internacional puede habilitar (o ser utilizada para habilitar) la intervención
de la comunidad internacional en un país.
- En el ámbito de nuestro Continente, la Organización para la Seguridad y la cooperación en Europa
(OSCE) se ha autoconferido el derecho de intervención en los países miembros, sin su consentimiento,
para interponer sus buenos oficios en situaciones de emergencia. Basta con que lo soliciten doce
miembros.
¿Qué queda entonces de la soberanía estatal, de aquel poder del Estado que Santamaría de Paredes
caracterizó como uno, indivisible, intransmisible, imprescriptible e inviolable; a cuyas notas podríamos añadir
las de supremo en el orden interno e independiente en el externo? Estamos ante su notable adelgazamiento.
A las anteriores consideraciones debemos añadir que la existencia de organizaciones y comunidades
supranacionales, como la Unión Europea, la OTAN, etc., es otro factor limitativo, y muy importante, del ejercicio
de la soberanía por parte de los Estados miembros.
Veamos, a título de ejemplo, la suerte corrida por varios atributos identificadores de la soberanía desde que
Bodino teorizó sobre ellos hace más de cuatro siglos:
Dar la ley, esto es, la creación monopolística del Derecho, del que el sector más representativo a estos
efectos era el ius puniendi, potestad de crear legislación represiva que castigue severamente ciertas
conductas de todos aquellos que habiten en territorio estatal. Pues bien, dentro de los objetivos de la
Unión Europea está el de ir armonizando el Derecho penal a escala continental.
La facultad de hacer la guerra y firmar la paz. Esta facultad, a menos que se trate de una guerra
indudablemente defensiva, está prohibida por la Carta de las Naciones Unidas. Por lo que se refiere a
los Estados miembros de la Unión Europea, es impensable que hagan la guerra por su cuenta, hecho
que, por lo demás, contravendría los tratados fundacionales y el espíritu de la Unión, que nació, entre
otros motivos, precisamente para acabar con la guerra en Europa.
La acuñación de moneda. Hoy algunos Estados miembros de la Unión Europea han renunciado a tener
moneda propia, España entre ellos.
En su día, el Tribunal Europeo de Justicia (hoy Tribunal de Justicia de la Unión Europea) definió el significado
de la relación entre la entonces denominada Comunidad Europea y los Estados miembros como una
autolimitación de los derechos soberanos de éstos en beneficio de aquélla en materias específicas. Y el
Tribunal Europeo de Derechos Humanos protege los derechos de los individuos incluso frente a sus propios
Estados.
El Tribunal dice autolimitación; es decir, no son límites que la Unión impone a sus miembros, sino que éstos se
autoimponen para pertenecer a aquélla.
El carácter voluntario de la pertenencia a la Unión Europea nos da la clave del Problema. En realidad, no
estamos ante una cesión de soberanía y, menos aún, ante la asunción unilateral de parcelas de soberanía
estatal por parte de la Unión; se trata únicamente de la cesión voluntaria del ejercicio de las competencias que
los Estados miembros le atribuyen a la Unión Europea. La Constitución española y el mismo Tratado de Lisboa
no dejan lugar a la duda. Lo que dice el artículo 93 de nuestra norma suprema es lo siguiente:
“Mediante ley orgánica se podrá autorizar la celebración de tratados por los que se atribuya a una organización
internacional el ejercicio de competencias derivadas de la Constitución”
Lo que es notablemente diferente a la titularidad parcial de la soberanía por parte de la Unión. Y el Tratado de
Lisboa dice en su art. 1 apartado 1º:
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“Por el presente Tratado, las Altas Partes Contratantes constituyen entre sí una Unión Europea, en lo sucesivo
denominada Unión, a la que los Estados miembros atribuyen competencias para alcanzar sus objetivos
comunes” (id)
En todo caso, no es fácil prescindir, ni en la teoría ni en la práctica, otro modo y por poner sólo algunos ejemplos,
no se régimen comunista cubano, tan cercano a Estados Unidos de medio siglo; ni la retirada de las tropas
españolas de Irak en 2004 criterio de Estados Unidos y de Inglaterra; ni la reiterada negativa francesa y
holandesa a ratificar el Tratado por el que se quería instituir una Constitución para Europa, lo que obligó a la
Unión Europea a cambiar de estrategia.
A mi juicio, en conclusión, la soberanía nacional, en el seno de organizaciones supranacionales, reside en la
facultad del Estado miembro, que solo se utiliza en último extremo, de decirles no y abandonar el club. Está
previsto expresamente en el Tratado de la Unión Europea (art. 50), pero existiría esa potestad, aunque no lo
estuviera mientras la Unión Europea no sea una verdadera unión federal. Naturalmente, el ejercicio de esta
facultad tendría unos elevadísimos costes económicos y políticos. Por eso hemos advertido que la conclusión
jurídica es más fácil de ser formulada que llevada efecto. Pero existe y la salida de la Unión por parte de
Inglaterra así lo demuestra.
Por lo demás, tampoco las organizaciones supranacionales tienen tanta capacidad de decisión. A la hora de la
verdad, son sus miembros más poderosos (es decir, Estados) los que marcan el rumbo a seguir y la velocidad
de crucero. ¿Quién tiene más poder en el seno de la Unión Europea, la propia Unión o Alemania? ¿Tiene la
Unión Europea la más remota posibilidad de subsistir si Alemania se retira de ella? En esta situación límite sin
retroceso, el poder recupera su dimensión fáctica: lo tiene quien lo tiene.
LA RECEPCIÓN DEL DERECHO SUPRANACIONAL E INTERNACIONAL EN LOS
ORDENAMIENTOS JURÍDICOS ESTATALES
Desde hace más de dos siglos y medio los tribunales ingleses aplican el Derecho internacional como Derecho
de Inglaterra. En otros países europeos se siguió un comportamiento parecido y en 1919 se incorporó a la
Constitución de Weimar. En España, el problema fue silenciado por los textos fundamentales hasta el de 1931,
el cual obligaba al Estado español a acatar las normas universales del Derecho internacional incorporándolas
a su Derecho positivo; disponía, pues, su recepción obligatoria, pero no automática, sino a través del Derecho
interno.
El régimen de Franco Bahamonde rompió con este planteamiento, pero la Constitución vigente, sin volver a
una disposición tan abierta como la segundorrepublicana, dispone en su artículo 96,1 que las disposiciones de
los tratados sólo pueden ser derogadas, modificadas o suspendidas en la forma prevista en los propios tratados
o de acuerdo con las normas generales del Derecho internacional.
Es un principio fundamental del Derecho internacional que los tratados, una vez perfeccionados, obligan a las
partes y han de ser cumplidos de buena fe desde su entrada en vigor. Es el clásico principio pacta sunt
servanda o de cumplimiento obligatorio de los tratados.
Ahora bien, las Constituciones modernas suelen contener normas acerca de la incorporación de los tratados
al Derecho interno, Normas que siguen uno de los dos modelos hasta ahora practicados: el de la recepción
automática del tratado desde que es internacionalmente obligatorio, o el de la incorporación mediata, a través
de su previa conversión en Derecho interno por un acto normativo del órgano constitucional competente. Como
dice Remiro Brotóns, el factor más influyente en la opción por uno u otro modelo es el de la participación del
Parlamento en la conclusión del tratado: si no participa, la incorporación automática del tratado al Derecho
interno pierde fundamento, por lo que normalmente se procede a su conversión en ley; y viceversa.
El Convenio de Viena sobre el Derecho de los Tratados adoptó la libertad de formas por las que un Estado
puede manifestar su consentimiento en un tratado. En los regímenes demoliberales, por lo común, los
Gobiernos tienen la iniciativa en la negociación y en la ultimación del texto, en tanto los Parlamentos intervienen
en la fase de conclusión, bien prestando ellos mismos el consentimiento estatal, bien autorizando al Gobierno
o al Jefe del Estado a hacerlo, bien recibiendo del Gobierno la información de lo negociado. Estos dos últimos
supuestos son los que recoge la Constitución española en sus artículos 93 a 95.
Tras su publicación, los tratados deben ser ejecutados. La Constitución española asigna a las Cortes Generales
o al Gobierno, según los casos, la garantía del cumplimiento de los tratados en los que se atribuya a una
organización o institución internacional el ejercicio de competencias derivadas de la Constitución, así como
también la garantía del cumplimiento de las resoluciones emanadas de los organismos internacionales o
supranacionales que sean titulares de dicha cesión.
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Es decir, la Constitución, como norma estatal suprema y en ejercicio de tal supremacía ha dado entrada en el
Ordenamiento jurídico del Estado a normas de elaboración no debida al poder constituyente, sino a un poder
internacional.
El problema del rango normativo de los tratados presenta una doble cara según el plano en el que se lo
considere. En el plano internacional, es indudable la prevalencia del tratado sobre tas normas internas de los
Estados Parte, que no son invocables para justificar el incumplimiento de aquél. Así se encuentra formulado
explícitamente en el Convenio de Viena. Pero, en el orden interno, tampoco cabe duda, en principio, de su
Subordinación a la Constitución. Sin embargo, hay Constituciones que equiparan a los tratados en rango
normativo consigo mismas o incluso les conceden rango superior, Principalmente en materia de derechos
humanos.
En España se sigue la regla general hasta el punto de que los tratados son impugnables por
inconstitucionalidad ante el Tribunal Constitucional; tienen, por tanto, el nivel jerárquico de la ley, aunque se
aplique con preferencia a ésta por el principio de competencia. De todos modos, como en caso de fricción por
incumplimiento o por denuncia de inconstitucionalidad, puede el Estado-Parte incurrir en responsabilidad
internacional, lo normal es negociar de nuevo el texto del tratado o reformar la Constitución para poder dar
entrada al tratado internacional en el Derecho interno. Esto segundo fue lo que se hizo en España para poder
ratificar el Tratado de Maastricht.
7. LA UNIÓN EUROPEA. ORIGEN Y EVOLUCIÓN
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Estableció una Unión Europea, por primera vez con tal denominación oficial, que consolidaba unos
fundamentos comunes, encabezados por la ciudadanía europea y el principio de subsidiariedad, y
pertrechados por las condiciones de convergencia económica y política sobre la base de democracia
y derechos humanos.
La UE se articulaba en torno a tres pilares:
Integración: la originaria CEE pasaba a ser Comunidad Europea (CE).
Política Exterior y de Seguridad Común (PESC).
Justicia y Asuntos de Interior (JAI).
En el plano institucional se siguió reforzando las competencias del Parlamento Europeo y se creó,
como novedad, el Comité de las Regiones.
La novedad más sobresaliente fue la aprobación de las bases para la unión económica y monetaria,
con una moneda única (el euro) y un Banco Central Europeo independiente del poder político.
El Tratado de Ámsterdam de 1997 persiguió reforzar la idea de ciudadanía europea tanto desde la perspectiva
cívico-política como socio-económica.
Bajo el ángulo del avance en la unión política, se profundizó mediante el diseño de un nuevo espacio de libertad,
seguridad y justicia, y la integración en los Tratados del conocido como «acervo de Schengen».
Como dice Bar Cendón, a partir de Maastricht, se hizo necesaria la simplificación de su Ordenamiento jurídico
al tiempo que se iniciaba un proceso de unión política
democrática, De ahí la aspiración de dotarse de un texto constitucional. Fracasado éste en los referendos de
Francia y Holanda, se giró hacia una fórmula menos ambiciosa: el Tratado de la Unión, de 2007, también
conocido como Tratado de Lisboa, y el Tratado de Funcionamiento de la Unión, ambos en vigor desde el 1 de
diciembre 2009:
✓ Avanza en la unión política al dotarse de personalidad jurídica a la Unión como tal.
✓ El logro más perceptible radica en la inclusión de la Carta de los derechos fundamentales (con carácter
vinculante) y en la extensión de instrumentos de participación política, como la iniciativa legislativa
ciudadana mediante un millón de firmas.
✓ La Unión Europea intenta presentar una imagen política más cohesionada, con la creación de la figura
del Presidente, estable por cinco años; del Consejo Europeo, con el rediseño de la figura del Alto
Representante de la Unión para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, con la codecisión como
procedimiento legislativo ordinario de decisión conjunta entre el Consejo y el Parlamento Europeo, y
con la reestructuración del Tribunal de Justicia de la Unión Europea, ya con esta denominación.
Es en el capítulo de Defensa donde se encuentran mayores dificultades. De un lado, la existencia de la OTAN,
integrada ahora por muchos más países que en su inicio (incluidos países antaño instalados en la órbita del
Pacto de Varsovia, antagonista que fue de la OTAN). De otro lado, la misma OTAN, liderada por Estados
Unidos, ve con reticencia que Europa se dote de su propia estructura militar. La influencia estadounidense ha
quedado plasmada con el Tratado de Lisboa en la «cláusula de solidaridad», mediante la cual la Unión y sus
Estados miembros actuarán conjuntamente si un socio comunitario es objeto de un ataque terrorista o víctima
de una catástrofe natural o de origen humano; a tal efecto, la Unión movilizará todos los instrumentos
disponibles, incluidos los medios militares.
La unión política ha adquirido una nueva dimensión y ha ganado terreno:
❖ Al Acuerdo de Schengen, de 1985, sobre supresión de fronteras comunes (Schengen l) se han
adherido buena parte de los países de la Unión, España entre ellos, y también socios externos como
Suiza, Noruega e Islandia.
❖ El Convenio de Aplicación, de 1990 (Schengen ll), concretó las medidas de Puesta en práctica,
asociadas a grandes objetivos (lucha contra la inmigración ilegal y el tráfico de seres humanos,
narcotráfico, tráfico de armas y explosivos y terrorismo).
❖ El Tratado de Prüm de 2005 (Schengen III) atiende a las preocupaciones de mayor seguridad frente a
los embates del terrorismo internacional con medidas complementarias como la orden europea de
detención y entrega (euro-orden), un procedimiento de extradición acelerado y prácticamente
judicializado.
Cada vez resulta más cierta la afirmación de que, en este planeta globalizado, la política europea es ya política
interior. Es verdad que el horizonte de una unión política o de los Estados Unidos de Europa se vislumbra
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incierto. Pero ello no es óbice para seguir manteniendo, con J. Solana, que la Unión Europea “representa el
ejemplo más grande y satisfactorio de integración regional del mundo”.
Por último, la Unión Europea necesita tener una personalidad jurídica para ser centro de imputación de
innumerables asuntos jurídicos, como ser titular de competencias y ejercerlas, poder realizar actos jurídicos
plenamente válidos y actuar en el ámbito de las relaciones internacionales. El artículo 47 del Tratado de la
Unión lo refleja de modo lacónico: «La Unión tiene personalidad jurídica».
A la Comunidad Europea siempre se le reprochó su déficit democrático; y seguramente con razón, sobre todo
por lo que afecta al principio de división de poderes. Ahora, tras el Tratado de Lisboa, se corrige un tanto ese
perfil, principalmente porque el Parlamento ve aumentadas sus competencias.
8. PERTENENCIA ESPAÑOLA A LA UNIÓN EUROPEA
España había seguido a lo largo del siglo XX una política de aislamiento y relativa neutralidad, que le permitió
soslayar los horrores de las dos guerras mundiales, pero que le impidió beneficiarse del Plan Marshall y
participar en la reconstrucción y despegue europeos. El régimen de Franco Bahamonde pretendió entonces,
de modo infructuoso, el ingreso en la Comunidad (hoy Unión) Europea.
La transición de España a la democracia (1975-1982) marcó el comienzo de su integración supranacional. En
1977 ingresó en el Consejo de Europa, si bien no ratificó el Convenio de Roma hasta 1979; en 1981 se integró
en la OTAN; en 1986, en la Comunidad Europea y posteriormente en la UEO y en el Grupo Schengen. La
Constitución ha facilitado esta política de integración. En efecto:
El artículo 93 prevé y regula la eventual atribución del ejercicio de competencias derivadas de la
Constitución (no su titularidad) a organizaciones internacionales. Dicho artículo facilitó la deseada
integración en el club europeo. Finalmente se procedió a la ratificación del Estatuto de Roma de la
Corte Penal Internacional.
El artículo 96.1 dispone el modo de inserción de los tratados internacionales en nuestro Ordenamiento
de producción interna.
Lo sugestivo de este tratamiento constitucional es que integra los tratados en el Ordenamiento jurídico interno:
son Derecho español y, por tanto, de aplicación obligatoria por parte de la Administración, de los órganos
jurisdiccionales y de otros operadores jurídicos.
BLOQUE TEMÁTICO
CONSTITUCIONALISMO HISTÓRICO
ESPAÑOL
TEMA 16. CARACTERES GENERALES Y PERIODOS. EL TEXTO DE BAYONA.
CONSTITUCIÓN DE 1812 (CAP. I Y II DE CHE)
Es sólito hablar de la inestabilidad como el carácter más notable del constitucionalismo histórico español.
Menos frecuente, pero acaso más cierto, es identificar bajo esa inestabilidad una relativa continuidad de la
economía y de los presupuestos ideológicos de la clase política dominante. Mejor, por consiguiente, sería
caracterizar el constitucionalismo español, como hace Sánchez Agesta, por su superficialidad. Se evidencia
ésta en el continuo tejer y destejer constituciones y en el falseamiento permanente de los principios del régimen
constitucional y representativo a base de pronunciamientos caciquismo y manipulaciones del sufragio.
Hay países en cuya historia puede apreciarse una línea evolutiva política y constitucional sin graves desajustes,
como es el caso del Reino Unido, al menos desde la Gloriosa Revolución de 1688. En Otros ha habido más
estabilidad constitucional que política, como sucede en Estados Unidos; es señal de que supo adaptar su texto
fundamental' que cuenta ya con dos siglos y medio, a circunstancias tan cambiantes como las que van de una
Federación pequeña, de trece Estados, a una quince veces mayor, con cincuenta; de una economía agraria
relativamente modesta a otra muy industrial, de servicios y altamente tecnológica, y de unos transportes y
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comunicaciones basados en la caravana a la conquista del espacio. Un verdadero milagro constitucional que
se debe a una clase política que, pese a sus muchos defectos, ha tenido siempre una gran virtud: su lealtad a
la Constitución como símbolo de la unidad del país, de un país con muchos factores de diversidad y de
heterogeneidad, y a un Tribunal Supremo, cuya interpretación, aun con altibajos, ha ido adaptándose a las
circunstancias de cada momento.
Y, en fin, hay Estados, como Francia y España, en los que, al contrario, ha habido más inestabilidad
constitucional que social, política y económica, lo que manifiesta la falta de arraigo del constitucionalismo como
régimen y, en cambio, la mitificación de la Constitución como instrumento taumatúrgico para alcanzar ciertos
objetivos políticos, siempre incumplidos después.
Por eso, ciñiéndonos a nuestro país, cuando cambiaba el grupo en el poder se sentía la imperiosa necesidad
de cambiar la Constitución. Pero, como las estructuras sociales y económicas y la cultura política no podían
transformarse automáticamente, la nueva Constitución era indefectiblemente falseada en su aplicación, lo
mismo que lo había sido la anterior y habría de serlo la siguiente. Todo lo cual no tardaría mucho en generar
un sentimiento de decepción respecto del régimen constitucional e incluso de desconfianza acerca de su
viabilidad en España.
A la postre, la política transcurrió siempre en nuestro país al margen de los textos constitucionales, Alguno no
pasó de proyecto, otro no fue promulgado, ninguno fue cabalmente aplicado, varios tuvieron una muy corta
vigencia y toda una vida zozobrante; incluso, como señala E, Terrón, sólo eran aplicados, cuando lo eran, en
las grandes ciudades y, salvo en Madrid, casi siempre estaban suspendidas sus garantías por los capitanes
generales.
CONSTITUCIÓN Y FORMAS POLÍTICAS
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sexenio 1868-1874 y en la Segunda República. Régimen de y para la alta y media burguesía, que mantuvo
celosamente fuera del juego político a la casi totalidad del país.
En este mismo sentido, pero demasiado drásticamente, M. Artola sostiene que, en el fondo, sólo existió entre
1837 y 1931 un único texto constitucional porque las diferencias entre moderados, progresistas e incluso
demócratas se daban dentro de un amplio consenso acerca del régimen liberal constitucional, régimen que la
monarquía aceptó a cambio de obtener una desorbitada influencia política. En cualquier caso —dice—, el
esqueleto de la Constitución de 1837 se mantuvo, por lo que las diferencias más importantes no hay que verlas
en las Constituciones habidas, sino en otros elementos del sistema, como una cultura política oligárquica y
caciquil y la alianza entre la Corona, el Altar y la Milicia. Cambiaban los textos constitucionales, pero seguían
sin cumplirse.
Usualmente se señalan dos constantes en esta agitada historia escasamente constitucional: los
pronunciamientos y la que ha venido en llamarse «ley del péndulo». A mi parecer, y por lo que veremos a
continuación, esta segunda es matizable y, en cambio, puede identificarse otra no siempre señalada: el
fenómeno juntista o juntero.
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A) LOS PRONUNCIAMIENTOS
Retomemos unas palabras ya anticipadas en el prólogo de esta obra: la historia del constitucionalismo español
es la historia de un gran fracaso, porque durante ella siempre se vivió la constante supremacía de los hechos,
incluso de los hechos consumados, sobre el Derecho y puede resumirse en el dicho «cada partido una
Constitución y un general para imponerla», que unas veces era liberal y otras algo menos,
Después de cada golpe de Estado triunfante, el jefe militar o el partido beneficiario pronunciaban su verdad
política y hacían su Constitución. Por eso las Constituciones españolas han sido casi siempre Constituciones
de un partido y, frecuentemente, también contra el partido o partidos adversarios. Confiaba tanto la clase
política española en las virtudes mágicas de la Constitución, que ningún partido o camarilla resistía la tentación
de promulgar la suya.
Estas sacudidas son denominadas intentonas, pronunciamientos, golpes de Estado, etc., pero su naturaleza
era siempre la misma: derribar por la fuerza el Gobierno establecido para imponer otro, normalmente con la
intención de cambiar la Constitución; esto es, no reformarla por la vía jurídica formal, sino hacer otra. En alguna
ocasión, la pretensión era la de cambio de régimen, como el autogolpe del mismo rey Fernando VII a su regreso
de Francia; o la revolución septembrina de 1868, y, como réplica, el golpe de Estado del general Martínez
Campos, que dio origen a la Restauración; o el del General Primo de Rivera, que implantó una Dictadura. Pero
en muchas otras se trataba de un giro menor en la dirección política del país, como los habidos durante el
periodo isabelino, en los cuales se debatía el grado de apertura de la monarquía al principio de soberanía
nacional.
B) LA EQUÍVOCA «LEY DEL PÉNDULO»
Es tópico entre nosotros hablar de la ley del péndulo, conforme a la cual, en España, a una Constitución
conservadora sucedía una progresista, a ésta le sucedía otra conservadora, y así sucesivamente. Esta
explicación pseudohistórica, apuntando a una verdad aparente, quiere transmitir una imagen de equilibrio entre
las políticas y los políticos de uno y otro signo y de que, a la postre, todas y todos eran iguales e igualmente
culpables del fracaso del que hemos hablado. Pero resulta obvio que no hubo tal equilibrio.
Hay, en efecto, dos líneas en esta historia, una dominante, otra permanentemente sofocada. La dominante fue
la línea conservadora, a veces realmente reaccionaria, que se hizo presente en la felona reacción fernandina,
en las Constituciones de 1845 y 1876, en la Dictadura de Primo de Rivera y en los 40 años de franquismo.
Sumados todos estos períodos, arrojan unos 140 años.
La segunda línea, siempre sofocada, es la liberal progresista, que se miraba en Europa (o que, incluso, como
ocurrió con el texto de 1812, era mirado por muchos europeos). Algunos autores, como Solé Tura y Aja, cifran
en sólo dieciséis los años en los que nuestro país vivió bajo un régimen democrático. González Casanova, más
drásticamente, los reduce a seis. A mi juicio, si no somos muy estrictos con el concepto de democracia, se
puede ampliar generosamente este cómputo a unos veinte años:
- el entrecortado periodo gaditano hasta la llegada del Deseado, y no plenamente por estar el país
sumido en la guerra frente al Corso;
- la breve y poco tranquila vigencia de la Constitución de 1837, periodo más liberal que democrático;
- el fugaz bienio progresista de 1854 a 1856, del que se puede decir lo mismo;
- los primeros años del fracasado sexenio revolucionario.
- y el régimen segundorrepublicano, lastrado por la Ley de Defensa de la República y al que se le pueden
restar algunas etapas, sobre todo los cinco meses anteriores a la Guerra Civil.
Júzguese, frente a la equívoca ley del péndulo, el balance desequilibrado de nuestra historia constitucional.
Por lo demás, unas y otras constituciones fueron Sistemáticamente incumplidas y falseadas.
C) EL FENÓMENO JUNTISTA O JUNTERO
Allí donde hay o se interpreta que hay vacío de poder o un poder considerado ilegítimo), se alzan juntas que
intentan llenar el vacío. Las primeras emergieron frente a Napoleón defendiendo el poder legítimo de la
monarquía española y del Rey Fernando VII. Eran Juntas locales y provinciales que se cal a sí mismas como
supremas.
Las Juntas, por consiguiente, llenaron un vacío de poder, estando como estaba la Familia Real fuera de España
y en manos del invasor. La legitimidad de las Juntas provenía de su elección popular. Y estaba muy extendido
el sentimiento —más que idea— de que, siendo el pueblo el que hacía frente al invasor y defendía la
independencia de España, en él quedaba el último residuo de soberanía y de legitimidad. Al cabo, estas Juntas
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acertaron a elegir una Junta Suprema Central, que asumió el ejercicio de esa soberanía nacional (o su
representación) hasta que acabara la guerra y regresara el Deseado.
Estas Juntas eran frecuentemente revolucionarias, pero las hubo de signo involucionista.
D) CONCLUSIÓN: DEBILIDAD DE LAS ESTRUCTURAS POLÍTICAS ESPAÑOLAS
Los tres fenómenos descritos anteriormente denotan una acentuada debilidad de las estructuras políticas
españolas en los casi dos siglos objeto de nuestro estudio. Si, como hemos visto, apenas hubo democracia
durante todo ese tiempo, otro tanto podemos decir de los partidos políticos y, utilizando criterios muy estrictos,
también del Estado.
En efecto, la poca consistencia de nuestros partidos políticos históricos es algo comúnmente admitido. Sólo
había grupos de notables con clientela electoral y vida política exclusiva en la Corte y en las Cortes. Como
indican J. Solé Tura y E. Aja, la extremada limitación del cuerpo electoral hacía que ni siquiera se desarrollaran
fuertes comités electorales de carácter permanente. En la restauración funcionó, sí, un sistema de partidos;
pero su ficticio andamiaje apenas resistió el embate del movimiento obrero y del regionalista, rompiéndose en
múltiples camarillas, que es lo que siempre existió en España.
Consiguientemente, los partidos políticos no vertebraron políticamente a la ciudadanía y la Administración,
pobre e inconsistente, era en la práctica diaria sustituida por el caciquismo como real estructura político-
administrativa de España. Los oligarcas locales (nobles y burgueses terratenientes, por lo general) gobernaban
los pueblos con relativa independencia de la Corte.
Añádanse la extraordinaria influencia de la Iglesia en la Corte y en la periferia y la vigilancia omnipresente del
Ejército. Éste anduvo siempre inquieto desde que, a principios del siglo XIX, España perdió Luisiana y Trinidad
y poco después sufrió la derrota de Trafalgar, en la que perdió su flota. Poco a poco España fue cediendo todo
su imperio colonial y el Ejército proyectó sus preocupaciones hacia el interior: los generales lideraron posiciones
ideológicas enfrentadas, e incluso partidos rivales; por poner sólo dos ejemplos, piénsese en Narváez y en
Prim: uno fue la cabeza visible durante mucho tiempo del llamado moderantismo, y otro, la de la revolución
progresista-democrática de 1868.
Después de las anteriores consideraciones resultará menos chocante la duda de si existió verdaderamente un
Estado en la España de 1 808 a 1931 pese a que España fue el primer Estado europeo, o uno de los primeros.
Lo cierto es que, a la altura del siglo XIX, presentaba signos de extraordinaria debilidad.
El foralismo y el caciquismo fueron en realidad dos manifestaciones de un mismo fenómeno: la invertebración
de España como Estado nacional, que ha encontrado muy serias dificultades durante más de cien años en
superar el particularismo propio del Antiguo Régimen.
CUESTIÓN PREVIA: EL DOCUMENTO DE BAYONA COMO FALSO INICIO
Es costumbre incluir el documento de Bayona (1808) entre los textos que jalonan nuestro constitucionalismo
histórico. Así lo hago en este capítulo para evitar sorpresas en el lector, pero objetivándolo de modo adecuado
a su historia y naturaleza: no fue un texto jurídico español, sino napoleónico, y no estuvo realmente vigente en
España ni un solo día salvo acaso en Madrid de modo deficiente y en algún lugar controlado por las tropas
imperiales bonopartistas, siendo además abandonado cuando José I salió por pies camino de Francia.
Jurídicamente no pasa de ser un mero documento. Lo mismo hay que decir de la mal llamada constitución no-
nata (1854) porque si fue no-nata, no fue Constitución.
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regía en los Países Bajos, pero éste la rechazó, y después a su hermano José, que reinaba en Nápoles y
Sicilia, el cual aceptó.
Todavía, como dice Fernández Almagro, Napoleón dotó de una mayor apariencia de legitimidad a la Monarquía
de su hermano, logrando que el Consejo de Castilla, la Junta Suprema, que Fernando había dejado para acudir
a Bayona, y el Ayuntamiento de Madrid hicieran como que pedían espontáneamente el cetro para José
Bonaparte. Se trataba, como Napoleón escribió en el Memorial de Santa Elena, de librarse de «aquella rama
de los Borbones» y de «encadenar a España al destino de Francia».
Naturalmente, detrás de la ficción de la monarquía de José estaba la real soberanía del Emperador, el cual
convocó a Bayona una Asamblea o Junta Nacional de 150 diputados procedentes de los tres brazos (nobleza,
clero y estado llano), así como de provincias aforadas, de ciertas universidades, etc. Como no todos se
presentaron, fue preciso hacer nuevas designaciones, y aun así las sesiones se vieron muy desasistidas, El
Emperador presentó un proyecto de Constitución y lo aprobó una vez enmendado por la Asamblea. Se le dio
una apariencia de promulgación y fue jurado por José Bonaparte dos días más tarde.
Se trata de un texto cuya naturaleza era la de una Carta otorgada no la de una Constitución. En efecto, el poder
del que se proclama producto es el regio: el Rey la decreta una vez «oída la Junta nacional congregada en
Bayona de orden de Napoleón». Inequívocamente el poder otorgante residía en el Emperador.
El texto preveía su entrada en rigor de modo escalonado hasta de 1815 y se presentaba como temporalmente
pétreo hasta después de 1820.
En fin, adolece de una redacción poco cuidada. Valgan tres muestras:
I ) El título II, que regula la sucesión a la Corona, y el preámbulo abundan en frases de amor y lealtad a
Napoleón, lo que sobra en un documento de esta índole.
2) El artículo 60, que versa sobre la mayoría de edad del Rey, se repite en el 8º.
3) El artículo 67, al hablar del nombramiento de los diputados de provincias, dice que se hará «a razón de un
diputado por 300.000 habitantes poco más o menos».
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Mientras llegaban los diputados titulares, comenzaron en la isla de León las sesiones de las Cortes con
suplentes gaditanos, entre los que eran mayoría los liberales. No obstante, el contingente de nobles y clérigos
fue muy elevado. El 24 de septiembre de 1810 la Regencia rindió sus poderes ante las Cortes y éstas, que
constituían el primer Parlamento español en el sentido moderno del término, se proclamaron represen_ tantes
de la soberanía nacional y alternaron su labor constituyente con la legislativa ordinaria y la atención a
problemas políticos y militares.
El Decreto de la fecha indicada fue muy importante para determinar la posición jurídico-política de las Cortes y
algunos principios de la futura Constitución. En él se afirmaba:
- la legítima constitución de las Cortes Generales y Extraordinarias;
- la residencia de la soberanía nacional en ellas;
- la representación nacional de los diputados;
- la nulidad de la renuncia de Fernando VII a la Corona por haber sido hecha con violencia y sin
consentimiento de la nación española;
- el principio de división de poderes, reservándose las Cortes el legislativo en toda su extensión y
habilitando interinamente a la regencia para el ejercicio del ejecutivo;
- la garantía de la inviolabilidad parlamentaria.
Las Cortes nombraron en diciembre una comisión redactora del proyecto de Constitución. En la primera sesión,
Muñoz Torrero, su presidente, presentó «un apunte de ideas», las cuales, una vez discutidas y aprobadas, se
convirtieron en principios políticos fundamentales de la Constitución, explicitados en sus primeros artículos.
El mismo Muñoz Torrero y el diputado Pérez de Castro actuaron de ponentes, trayendo a cada sesión los
preceptos que iban a discutirse. Pero es igualmente reseñable que la Comisión constitucional se vio
continuamente orientada en la redacción del proyecto por las decisiones que las Cortes mismas iban adoptando
como poder ordinario. Dice Sánchez Agesta a este respecto que los decretos de las Cortes fueron el primer
borrador de la Constitución; los artículos de ésta acerca de la soberanía nacional, la libertad de imprenta, el
carácter representativo de las Cortes y su estructura unicameral no hicieron otra cosa que transcribir el
contenido de dichos decretos.
Otra circunstancia que tuvo también una importancia destacada en el proceso constituyente fue la creación de
la Junta de Legislación. Como ha estudiado el autor citado, fue creada como órgano auxiliar de la Comisión de
Cortes y su objeto inicial era reunir las «leyes fundamentales del reino», siendo tenidas por tales las relativas
a la Monarquía, a la Nación, a los españoles como miembros de la Nación, a la forma de gobernar y al Derecho
público interior. Pero, de hecho, dicha Junta, excediéndose de sus competencias, se inclinó por la redacción
de un código político de nuevo cuño adoptando unos acuerdos o bases sobre su contenido que después se
vieron reflejados en buena medida en el texto de la Constitución.
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Los debates acabaron el 23 de enero de 1812 y la Constitución fue promulgada el 19 de marzo, fecha buscada
de propósito por los constituyentes, porque coincidía con el cuarto aniversario del acceso de Fernando VII al
Trono por abdicación de Carlos IV.
El texto resultante es muy extenso, como corresponde a un propósito decidido de cerrar toda posibilidad de
vuelta al absolutismo. Son 384 artículos distribuidos en diez títulos, de estilo más bien cuidado, aunque un
tanto declamatorio y muy prolijo, a veces con la minuciosidad propia de un reglamento, especialmente cuando
regula el proceso electoral; podría decirse que la Constitución incluye una ley electoral completa.
Por otra parte, la Constitución de Cádiz, como antes el texto de Bayona, se declara temporalmente pétrea:
hasta pasados ocho años de hallarse en vigor en todas sus partes, no podía proponerse su reforma. Pasado
ese tiempo, sigue siendo rígida pues los diputados, en el ejercicio de sus funciones ordinarias, tenían como
límite la propia Constitución, cuyos preceptos no pueden derogar, alterar o variar en manera alguna ni bajo
ningún pretexto. La reforma debía seguir un procedimiento especial: una propuesta con la firma de veinte
diputados, su aprobación por tres diputaciones (legislaturas, en el sentido actual de este término), la última
dotada de poderes especiales por las Juntas electorales, y esa aprobación siempre había de serlo por mayoría
de dos tercios. Nunca la hubo y se actuó siempre por la vía de hecho.
No contiene la Constitución de 1812 un título específico sobre derechos y libertades, los cuales, sin embargo,
se hallan reconocidos y a lo largo de toda ella.
Pero acaso la peculiaridad mayor del proceso constituyente gaditano fue que, al mismo tiempo que el texto
fundamental, fue redacta_ da y aprobada su explicación y justificación: el Discurso preliminar. Obra de
Argüelles, con la colaboración del diputado Espigan expresa la opinión colectiva de las Cortes, pero, como dice
Sánchez Agesta, es superior a ésta y puede leerse como una pieza notable y singular del pensamiento
constitucional.
Es destacable principalmente por ese intenso esfuerzo en justificar el texto constitucional y presentarlo como
una actualización de las leyes fundamentales españolas violadas por el absolutismo.
Fue ésta una preocupación constante de los constituyentes y así se evidencia en el Discurso Preliminar, en el
preámbulo de la Constitución y en el manifiesto dirigido a la nación el día de la promulgación. Se cita
profusamente a los teólogos y juristas españoles del Siglo de Oro y se silencia a Rousseau, la Enciclopedia y
Montesquieu. Las semejanzas de nuestra Constitución con la francesa de 1791 son evidentes, si bien no tantas
que la hagan, como han pretendido sus detractores, una simple copia de ésta.
El Discurso repasa la legislación antigua castellana, aragonesa y navarra acerca de las potestades de las
Cortes, los límites del poder regio y las libertades públicas. Según dice, el Fuero Juzgo, las Partidas, los Fueros
Viejo y Real, los Ordenamientos Real y de Alcalá y la Nueva Recopilación reconocían las libertades civiles y
políticas. En ellos se reflejaba que la nación elegía sus reyes, otorgaba libremente contribuciones, sancionaba
leyes, hacía la paz y declaraba la guerra: era soberana.
«Pues éstos y no otros —concluye el Discurso— son los principios constitutivos del sistema que presenta la
Comisión en su proyecto' Todo lo demás es accesorio.»
Posiblemente era sincero Argüelles al expresarse así. La obra de Martínez Marina, con su inmensa erudición,
avalaba la coincidencia de las antiguas leyes españolas con el pensamiento revolucionario francés. Ahora bien,
como señala F. Tomás y Valiente, en parte por táctica y en parte por ingenua mitificación de nuestra historia
medieval, esta actitud condujo a los firmantes del Discurso Preliminar a sostener disparates tales como que la
soberanía nacional ya estaba reconocida y proclamada en el Fuero Juzgo.
En realidad, la tarea no podía consistir en reproducir el tenor literal de dicha legislación tradicional, sino «su
índole y espíritu». No todo, sin embargo, podía extraerse de la tradición ni el Discurso lo pretende. Ante todo,
era forzoso seleccionar esas leyes fundamentales españolas. Había también que depurarlas de
inconsecuencias y contradicciones con lo que exige una Monarquía moderada.
Finalmente, la comisión redactora, dice Argüelles, debía hacerse eco del «adelantamiento de la ciencia del
Gobierno», que había introducido en Europa un sistema del que ya no es posible prescindir absolutamente».
Está aludiendo el Discurso con estas palabras a la doctrina de la división de poderes, de la que el texto
constitucional hizo una acusada recepción.
Por eso comenta Fernández Almagro que los constituyentes de 1812 fueron poco audaces, puesto que casi
todo lo sacaron de la tradición española. Sin embargo, el mismo autor acierta a definir la labor constituyente
gaditana como una inyección del espíritu de las luces en la democracia castellana.
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Pero no dedica un título específico a los derechos y libertades, sino que los reconoce y regula en diversos
pasajes de su texto. Debemos destacar los siguientes:
Libertad y seguridad personales, La Constitución regula los requisitos para hacer preso a un
español, impone la obligación de que se le tome declaración y pena a los jueces y alcaides que lo
ignoren.
Inviolabilidad del domicilio.
Libertad de expresión del pensamiento. Ya en 1810 las tes habían decretado la libertad de imprenta,
como sabemos. Pero lo interesante es el tono con el que el Discurso preliminar justifica el
reconocimiento de esta libertad: porque es un verdadero vehículo de las luces —dice— y contribuye a
la ilustración, a la independencia y al progreso de las naciones, Consecuentemente, no establece un
régimen de censura previa, sino de enjuiciamiento posterior de los hechos delictivos que pudieran
cometerse con ocasión de su ejercicio.
Garantías procesales, principalmente la exigencia del juez predeterminado por la ley;
Abolición de las penas de tormento, apremio y confiscación de bienes.
Derecho de sufragio. Está reconocido implícitamente en todo el articulado de la Constitución,
especialmente en los capítulos que tratan de las elecciones. A la elección de los diputados provinciales
en Cortes se llegaba a través de cuatro pasos: los dos primeros tenían lugar en parroquias (ente local
muy pequeño), el tercero en el pueblo cabeza de partido judicial y el cuarto en la capital de la provincia.
El sufragio activo era universal masculino en el primer paso, en el que los ciudadanos mayores de 25
años de cada parroquia elegían a compromisarios. A partir de ese momento, los elegidos en cada paso
se convierten en electores del siguiente.
El sufragio pasivo era censitario, requiriéndose para ser diputado una renta anual proveniente de
bienes propios. Pero este requisito quedaba en suspenso hasta que las nuevas Cortes decidieran que
tuviera efecto, lo cual no llegó a ocurrir nunca El carácter censitario del sufragio pasivo, que obligaba
a la elección de propietarios, y el indirecto del sufragio activo, que filtraba exhaustivamente la opinión
de los ciudadanos, conferían a las Cortes y al sistema político un sesgo acusadamente burgués, lo
cual se correspondía con el régimen económico y de libertades públicas perfilado por las Cortes
gaditanas.
Derecho de petición.
Por lo demás, la Constitución prevé la posible suspensión de garantías en circunstancias extraordinarias y por
tiempo siempre limitado.
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Conforme con lo anterior, el artículo 366 dispone que en escuelas de todos los pueblos de la Monarquía se
enseñe el catecismo de la religión católica.
De otro lado, ya al decretar la libertad de imprenta, las Cortes habían establecido una excepción a la abolición
del régimen preventivo: la materia religiosa, que quedaba sujeta a censura previa de los ordinarios, «según lo
establecido en el Concilio de Trento», Sin embargo, las Cortes crearon una Junta Suprema de Censura para
conocer de los recursos a que diera lugar la censura del Ordinario.
Se suprimió la Inquisición: un decreto de las Cortes de 22 de febrero de 1813 la declaró incompatible con la
Constitución. Y, por otra parte, se procedió, cuando se pudo, a la desamortización de los bienes eclesiásticos.
Pero, al mismo tiempo, se mantuvo el delito de herejía, que juzgaba la jurisdicción eclesiástica, y la prohibición
de libros y escritos contrarios a la religión.
Como podemos comprobar, las Cortes gaditanas se debatieron en una clara contradicción a la hora de definir
la posición de la Iglesia Católica en el régimen constitucional. Aun así, la Iglesia se opuso a la obra legislativa
y constituyente de las Cortes.
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En efecto, el regreso del Deseado estuvo marcado por la ambigüedad. No parece que el Rey tuviese
claramente decidido liquidar el régimen constitucional, pero lo cierto es que recibió muchos mensajes durante
tan lento viaje, entre los cuales se suele destacar el conocido como Manifiesto de los Persas porque
comenzaba aludiendo a «los antiguos persas». Sus setenta firmantes, que eran diputados disidentes, se
pronunciaban resueltamente por la monarquía absoluta, que es «obra de la razón y la inteligencia [y] está
subordinada a la ley divina...».
Animado por ello y por las seguridades que le ofreció el general Elío, Fernando 'VII, aun manifestando
mendazmente su aborrecimiento del absolutismo, dictó el decreto de 4 de mayo de 1814, que fue el primero
de una serie ininterrumpida de pronunciamientos que jalonan nuestra historia, con la particularidad de que lo
hacía el propio Rey. Fue la primera ruptura del régimen constitucional español, protagonizada nada menos que
por un monarca que conservaba la corona —incluso dignificada y legitimada— precisamente gracias a los
autores de dicho régimen.
El Manifiesto de los Persas no dudaba de la necesidad de una reforma, aunque discrepaba de la profundidad
que dieron a ésta las Cortes gaditanas. En cambio, el decreto de 4 de mayo quería significar pura y simplemente
la vuelta a 1808, al Antiguo Régimen: tras denunciar el despojo que las Cortes le habían hecho de su soberanía'
Fernando VII declaró nulos la Constitución y los decretos de las Cortes, «como si no hubiesen pasado jamás
tales actos y se quitasen de en medio del tiempo». Y la promesa que hizo de unas Cortes legítimamente
congregadas pronto fue olvidada.
Fernando VII entró en Madrid el 14 de mayo y comenzó la represión de los partidarios de la Constitución, como,
entre otros, ArgüeIles y Martínez de la Rosa. Para ello creó el Ministerio de Policía y de seguridad Pública, «sin
sujeción a juez ni tribunal alguno». Comenzaba el gobierno de la camarilla del Rey, integrada por personajes
poco presentables.
Termina así la primera fase del régimen constitucional español. En él todo se preparó para una alianza entre
la burguesía y las clases altas que se avinieran a compartir con ella la dominación en el seno de un régimen
económico y político abierto; régimen en el que, sin embargo, y como el propio Argüelles explica paladinamente
en el Discurso, eran las personas acomodadas, instruidas y prestigiosas las que conservaban las mejores
bazas debido al sistema electoral ideado.
La legislación de las Cortes de Cádiz sobre señoríos, mayorazgos y desamortización intentaba implantar un
liberalismo político y económico asentado en la libertad, en la igualdad y en un derecho de propiedad pleno,
individual y exento de toda traba en el comercio. Pero, como dice M. Artola, las reformas liberales apenas
pasaron de la ley la realidad, quedando en meros programas, salvo la abolición de los señoríos, que, no
obstante, tuvo una muy dilatada y controvertida aplicación.
2.5.2. El regreso al absolutismo
El golpe de Estado de Fernando VII frustró el mencionado intento, iniciándose la contrarrevolución desde arriba.
Es tópico leer dicterios sin cuento contra Fernando VII, y, desde luego, resulta difícil defender su sinuosa
trayectoria política. Pero seguramente no hizo más que adaptarse a las circunstancias y obtener partido de
ellas: se alza contra su padre y obtiene el trono; se retrae ante Napoleón; asegura jurar la Constitución, pero,
apercibido del escaso entusiasmo del pueblo por el liberalismo, se apoya en aquél y en el Ejército para
implantar el absolutismo.
Ahora bien, la vuelta lisa y llana al Antiguo Régimen no iba a resultar tan sencilla. La tarea de reconstrucción
de España desde el absolutismo era seguramente imposible pues necesitaba el concurso de la burguesía
comercial, industrial y financiera. Así las cosas, el retorno de los privilegios sufrió alguna excepción en favor de
la libertad de comercio y en 1816 acabó la persecución política. Fernando VII de nuevo se acomodaba a las
circunstancias.
2.5.3. El trienio liberal
El liberalismo derrotado se organizó en sociedades secretas, principalmente en la masonería, de gran difusión
dentro del Ejército Y conspiradora diaria. Las intentonas se sucedieron entre 1814 Y 1820. El día primero de
1820, el teniente coronel Riego se levantó en Cabezas de San Juan (Sevilla) y proclamó la Constitución de
1812. El movimiento se extendió a otros destacamentos militares del Norte y triunfó ante la indiferencia del
pueblo. Fernando VII, adaptándose de nuevo, decide jurar la Constitución y publica un manifiesto en que rezan
las famosas palabras «Marchemos francamente, Y yo el primero, por la senda constitucional, mostrando a la
Europa un modelo de sabiduría, orden y perfecta moderación».
Al pronunciamiento absolutista de 1814 le sucedió, pues, el liberal de 1820. Como dice M. Artola, la historia
española entre 1814 y 1840 es la lucha entre absolutistas y liberales por el poder, lucha tan radical que no
existía ninguna posibilidad de consenso. Las posiciones de ambas facciones eran mutuamente excluyentes, y
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a la altura de 1820 las dos tenían ya sus propias tradiciones, a las que volverían cada vez que reconquistaran
el poder, restaurando su legislación del período anterior y reduciendo al adversario a la clandestinidad.
Sin embargo, el liberalismo estaba dividido en dos tendencias: la moderada y la radical o de los «exaltados».
La primera desconfiaba de la viabilidad de la Constitución de 1812 y prefería una reforma de la misma, dando
entrada a una segunda Cámara y a un mayor margen de maniobra para el Poder Ejecutivo, Los exaltados eran
doceañistas irreductibles y tenían mucha fuerza en esos momentos con apoyos en la prensa, clubes políticos,
masonería y, sobre todo, en la facción del Ejército que secundaba a Riego.
En este período, que tan sólo duró tres años y es conocido por eso como trienio liberal, se restauró la obra
legislativa reformadora de Cádiz, como la libertad de imprenta, la electividad de los Ayuntamientos y el cese
de la Inquisición; se añadieron nuevas medidas económicas, como la supresión de los mayorazgos y otras que
apuntaban directamente contra el poder económico de la Iglesia; se promulgó el primer Código Penal y se
reformó el Ejército. La Iglesia se alineó decididamente contra el régimen constitucional.
La insurrección de 1820 tuvo un extraordinario eco en Europa y en América. La Constitución de 1812 se
convirtió en modelo y mito del liberalismo. A tanto llegó su prestigio, que estuvo vigente en varios reinos
italianos y en Portugal.
Pero se siguió desmoronando el poder colonial español, independizándose México, Santo Domingo, todo el
istmo centroamericano, y en el Sur, Bolivia y Perú. Y, por otra parte, la constelación conservadora europea,
que se había hecho con el poder a la caída de Napoleón, no iba a permitir ese peligroso brote revolucionario.
De acuerdo con Fernando VII, envió a España un ejército, el denominado «Cien Mil Hijos de San Luis», que
ocupó el país con suma facilidad ante la pasividad del pueblo, que en esta ocasión —menos paradójicamente
de lo que muchos dicen— no reaccionó ante la invasión extranjera.
2.5.4. La década ominosa y la cuestión sucesoria
Consumada la referida operación, Fernando VII declaró nula la Constitución, restauró el absolutismo, en lo que
se separó de las directrices de sus aliados europeos, e inició una nueva represión, que, al decir de J. M. Jover,
alcanzó un nivel resueltamente terrorista, convirtiendo a España, como dijo Flórez Estrada, en una nación de
delatores y perseguidos, de carceleros y encarcelados, de verdugos y víctimas. «Con el fin de que desaparezca
para siempre del suelo español hasta la más remota idea de que la soberanía reside en otro que en mi real
persona...», rezaba un decreto del Deseado. Sólo en el territorio de la Audiencia de Barcelona, y hasta octubre
de 1825, se tramitaron mil ochocientas veintiocho sentencias de muerte, según Fernández Almagro.
La culpa del nuevo fracaso del régimen constitucional, como dice J. Tomás Villarroya, fue tanto de sus
adversarios como de sus partidarios, porque éstos, en el ejercicio del poder, adoptaron con frecuencia actitudes
irresponsables y permitieron o no Supieron impedir que sociedades secretas se erigieran en un poder paralelo.
Tampoco supo la burguesía ser revolucionaria hasta el final. No capaz de prescindir de Fernando VII en 1820
y éste encontró de la vía para imponerse e iniciar un nuevo período absolutista: la década ominosa.
Pero la vuelta al Antiguo Régimen era un propósito de cada vez más difícil cumplimiento: a pesar de las
apariencias, Fernando VII había aprendido la lección, no restableció la Inquisición y procuró no ahuyentar del
todo al poder económico y financiero. La bancarrota de la Hacienda motivó que se acudiera al crédito
extranjero, y los medios financieros de Londres y París exigieron una mayor liberalización del régimen. Algo
parecido sucedió con los banqueros catalanes. Por eso, a partir de 1825 se dieron pasos importantes en este
orden, como fueron, de un lado, la aprobación del Código de Comercio, en 1825, acompañado de una Ley de
Enjuiciamiento sobre los Negocios de Comercio por la que se creaba una jurisdicción mercantil; y, de otro, la
creación de la Banca y el Banco de San Fernando.
Quiere ello decir que Fernando VII comenzó a evolucionar hacia un despotismo ilustrado, ya que no liberalismo.
De aquí que provocara una nueva oposición, ahora por la derecha, la de los apostólicos, absolutistas extremos,
que volvieron su mirada al hermano del Rey, don Carlos, sucesor en el trono y mucho más reaccionario que
Tanto los apostólicos como los liberales hicieron intentonas, que el Rey logró sofocar. Acaso el triunfo de la
revolución de 1830 en Francia ayudó a la ya comentada deriva de Fernando VII hacia posiciones más
moderadas, en lo que influyó obviamente su deseo de favorecer la sucesión de su hija frente a las pretensiones
de su hermano Carlos.
Pues, en efecto, en 1829 el Rey, que no tenía descendencia, había casado en cuartas nupcias con su sobrina
María Cristina de Borbón, que quedó pronto embarazada, lo cual vino a plantear la cuestión sucesoria. La
legislación tradicional española permitía el reinado de las mujeres, Pero Felipe V, en 1713, implantó la francesa
Ley sálica, que las excluía. Posteriormente, Carlos IV dispuso la vuelta a la legislación de las Partidas, Pero no
llegó a promulgar el auto en que se ordenaba. Fernando VII, ante su posible descendencia femenina, publicó
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Epígrafes que entran en el examen (Cuota Tenorio) 2022/23 Angy
una «Pragmática Sanción» para dar efecto al citado auto de su padre. El nacimiento de Isabel (el 10 de octubre
de 1830) reafirmó las diferencias sucesorias.
Enfermo el Rey, la Reina madre, en función de Reina Gobernadora, cedió ante la amenaza de guerra civil y
derogó la «Pragmática Sanción», pero sus partidarios acudieron a los liberales moderados para impedir el
acceso al trono de los absolutistas extremos. Nació así el Partido Cristino, que se propuso un restablecimiento
del régimen constitucional a la muerte de Fernando VII. Recuperado este, restableció la «Pragmática Sanción»,
y con ella, los derechos sucesorios de su hija, que fue jurada Princesa de Asturias por las Cortes, convocadas
al efecto, el 20 de junio de 1833.
La muerte de Fernando VII (29-IX-1 933) dejó planteado el problema «carlista», que produjo tres guerras civiles
a lo largo del siglo y la tarea no menos ardua para la Regente, su viuda, y para la Reina niña, Isabel ll, del
restablecimiento del régimen constitucional, que, sin embargo, ya no podría ser el de 1812.
TEMA 17. EL ESTATUTO REAL Y CONSTITUCIONES DE 1837, 1845 Y 1869 (CAP. III
Y IV DE CHE)
EL ESTATUTO REAL
NATURALEZA JURÍDICA
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Epígrafes que entran en el examen (Cuota Tenorio) 2022/23 Angy
Discrepan los autores a la hora de calificar jurídicamente el Estatuto Real. Algunos lo consideran como una
mera Convocatoria de Cortes. Pero es algo más, ya que regula su composición, funcionamiento y
competencias, lo que, indirectamente, comporta igual ordenación de la posición regia en el sistema político.
Por otra parte, como señala atinadamente J. Tomás Villarroya, el Estatuto restauró las Cortes, pero no las
convocó. La convocatoria se haría por un nuevo decreto un mes más tarde. En fin, podríamos decir que
contiene a medias la parte orgánica de una Constitución o que es, como dice algún sector doctrinal, una
Constitución funcional, al modo de las Leyes Constitucionales francesas de la III República.
Aceptándolo así —lo que no podemos hacer sin reservas—, todavía cabe discutir si se trata de una Carta
otorgada, como la francesa de 1814 puesto que aparece decretado por la Reina Gobernadora en nombre de
su hija al modo de un poder constituyente exclusivamente regio. No obstante, el mismo Estatuto, en la fórmula
de su promulgación, habla de «restablecer... las leyes fundamentales de la Monarquía», lo cual parece desdecir
su calificación de Carta otorgada.
A mi juicio, no es una Constitución otorgada porque no las hay y las que pudiere haber no son Constituciones.
Se trata, pues, de un documento funcional elaborado en casi total secreto, acaso intencionalmente restaurador
de un orden político pretérito, pero que en su desenvolvimiento práctico tuvo un significado de más
trascendencia, pues fue utilizado, a veces frente a su tenor literal, como cobertura jurídica para la liquidación
del Antiguo Régimen.
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Epígrafes que entran en el examen (Cuota Tenorio) 2022/23 Angy
Muchos de los mencionados no fueron méritos del texto, sino resultado de la práctica política, que colmó sus
lagunas e insuficiencias y forzó su interpretación con un espíritu liberal y parlamentario inexistente en el
Estatuto. Así sucedió con las peticiones al Rey, facultad que el Estamento de Procuradores, al contrario que el
de Próceres, puso en práctica abundantemente.
Menos positivos parecen algunos otros méritos aducidos por la doctrina, tales como la restauración de
instituciones representativas (pues no lo eran), el establecimiento del bicameralismo, el haber dejado huella el
senado de las Constituciones de 1845 y el establecimiento del sufragio censitario (que es un claro demérito del
doctrinarismo español de todo el siglo XIX), etc. Desconoció lo demás, el principio de autonomía parlamentaria/
absolutamente imprescindible para poder hablar de sistema parlamentario e incluso de régimen constitucional
El Estatuto no contenía una declaración de derechos. Por eso el Estamento de Procuradores designó una
comisión para redactar una como así se hizo, Ahora bien, como las Cámaras carecían de iniciativa legislativa,
dicha Tabla de Derechos no tenía otro valor que el de una petición a la Reina Gobernadora para que se
tramitara como proyecto de ley, a lo que se opuso el Gobierno.
De otra parte, una tal «Sociedad Isabelina» promovió una conspiración que apuntaba a la sustitución del
Estatuto por una Constitución completa y doctrinaria. El fracaso del intento forzó a la oposición a buscar la vía
insurreccional, emergiendo de nuevo las Juntas locales, que reivindicaron una legislación más liberal.
Mendizábal, llamado al Gobierno, emprendió una operación político-económica, la desamortización, con la que
pretendía:
- Crear una capa de medianos propietarios fieles al liberalismo.
- Obtener medios para la guerra civil,
- Debilitar el poder de la Iglesia,
Si los dos objetivos finales fueron alcanzados en más o en menos, no ocurrió así con el primero, pues sólo la
burguesía rentista podía acudir a las licitaciones en condiciones de comprar las tierras desamortizadas. Vicens
Vives dice que la desamortización «alumbró un neolatifundismo territorialmente más extenso, económicamente
más egoísta y socialmente más estéril que el precedente». M. Artola hace una valoración muy distinta viendo
en ella un paso irreversible en la realización de la revolución burguesa.
Mendizábal fue sustituido por el conservador Istúriz, al cual le fue otorgado el decreto de disolución del
Estamento de Procuradores. comienza de esta manera la práctica de falseamiento de un sistema parlamentario
aún balbuciente, que ya no sería abandonada hasta 1923.
El Gobierno Istúriz quiso también sustituir el Estatuto Real por una constitución, igualmente doctrinaria, que
pretendía avanzar hacia un régimen constitucional. Pero una insurrección, rápidamente extendida por todo el
país, acabaría con el intento.
CONSTITUCIÓN DE 1837
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Las Cortes elaboraron el proyecto, que era un edificio constitucional de nueva planta, en el que, junto al
precedente gaditano, se detecta la influencia de las Constituciones francesa de 830 y belga de 1831.
La Constitución fue aprobada por las Cortes en mayo de 1837 y aceptada y jurada por la Reina Gobernadora,
en nombre de su hija, el 18 de junio. Se trata de un texto breve, completo, flexible, pretendidamente elástico y
transaccional.
Está integrado por setenta y siete artículos más dos adicionales, redactados con estilo conciso. Resulta, sin
embargo, menos breve si tenemos en cuenta que un posterior decreto declaraba Subsistente, por el momento,
el título V de la Constitución de 1812, relativo a la Administración de Justicia, en lo que no hubiese sido
derogado por la nueva Constitución.
Es flexible porque no establece ni órgano ni procedimiento especial de reforma, por lo que podía modificarse
por el procedimiento legislativo ordinario, es decir, con el concurso del Rey y las Cortes. No dejó de señalarse,
sin embargo, la contradicción que significaba dicha flexibilidad respecto del principio de soberanía nacional
proclamado en el preámbulo, el cual parece reclamar el derecho exclusivo de la nación de darse sus leyes
fundamentales.
Pretendía ser elástica la Constitución, esto es, adaptarse a las cambiantes circunstancias y mayorías en el
poder. Para ello se circunscribía a expresar los principios básicos y remitía a las leyes su desarrollo normativo.
Esta adaptabilidad pudo haber conseguido poner fin al período de convulsiones constitucionales, pero no fue
así.
Era, en fin, transaccional porque, como dice J. Tomás Villarroya, si bien los progresistas fueron los arquitectos,
los materiales utilizados procedían en buena medida de la cantera doctrinal moderada. Era, pues, en cierto
modo, una Constitución de consenso, aunque su origen fuera un acto de violencia sobre la Corona.
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El dogma del liberalismo doctrinario español es el de la Constitución interna, concepto complejo en el que,
siguiendo a Sánchez Agesta, podemos distinguir tres aspectos:
La Constitución de un país consiste en las instituciones históricamente consolidadas, que son, por eso
mismo, anteriores y superiores a todo texto escrito. En España, el Rey y las Cortes.
La Constitución escrita debe ser fiel reflejo de esa Constitución interna. Incluso debe aparecer como
un pacto o acuerdo entre dichas instituciones, Rey y Cortes, al modo de los pactos históricos entre el
Rey y su Reino.
Ese mismo realismo constitucional debe impregnar el funcionamiento político en el sentido antes
expuesto de aunar el poder social efectivo y el poder político.
Hasta aquí algunas de las principales bases ideológicas del liberalismo doctrinario español, que impregna, en
dosis diversas, las dos formaciones políticas que vertebran el período isabelino, los partidos Moderado y
Progresista, así como los dos textos constitucionales del mismo:1837 y 1845.
(Debemos precavernos, aunque sea en breve paréntesis, del lenguaje político, nunca inocente. Los términos
moderación y progreso tienen claras connotaciones positivas, pero el Partido Moderado restringió las libertades
y redujo el cuerpo electoral al 0,15 por 100 de la población y el Partido Progresista no lo llevó más allá del 5
por 100. En cambio, quienes reclamaron el sufragio universal fueron llamados «exaltados» y «radicales»,
términos cuyo matiz peyorativo es evidente).
El Partido Moderado estaba formado por antiguos liberales temerosos de una evolución democrática del
sistema político. Era el partido de la oligarquía terrateniente, la alta burguesía industrial Y comercial, la elite
funcionarial, militar y profesional. Su ideología era una combinación de liberalismo económico y fuerte
conservadurismo político. Buscaba, por lo demás, un entendimiento con la Iglesia católica.
El partido Progresista se nutría de los estratos inmediatamente inferiores de los mencionados más los
«pretendientes», es decir, aquellas personas que se encontraban a la expectativa de cargos y empleos de
designación gubernamental y municipal, Proclamaban la soberanía nacional, la libertad de imprenta, la Milicia
Nacional y la electividad de los Ayuntamientos. Se mostraban menos conservadores respecto de los derechos
civiles, de las libertades públicas y de las instituciones políticas. El liberalismo de Bentham y la Constitución de
Cádiz son dos de sus fuentes ideológicas predilectas.
Sin embargo, unos y otros beben del doctrinarismo francés. Abiertamente los moderados, que encontraban en
esta ideología un complemento coherente del jovellanismo y su doctrina de la Constitución histórica.
Implícitamente los progresistas, a pesar de su declarada devoción por la Constitución gaditana, que era para
ellos en realidad una incómoda herencia, por lo que convenían en la necesidad de reformarla e incluso de
sustituirla por otra más operativa.
En esa nueva Constitución tendrían cabida muchos elementos comunes a los que postulaba el moderantismo,
fundamentalmente unos poderes reforzados de la Corona, el bicameralismo y el sufragio censitario. Las
diferencias quedarían circunscritas a problemas concretos de la libertad de imprenta, a la cuestión religiosa, a
la composición del Senado, a la Milicia Nacional y a los Ayuntamientos.
Los puntos de máxima distancia ideológica eran, al parecer, los relativos a la soberanía y a la revolución. Pero
la diferencia se marcaba más en la tribuna pública que en la realidad política. Los progresistas no dejaron de
proclamar la soberanía nacional, pero hasta el sexenio revolucionario tampoco estuvieron dispuestos a extraer
de ella su consecuencia más lineal: el sufragio universal.
Y por lo que se refiere a sus respectivas actitudes en cuanto a la revolución, sus diferencias eran de nuevo
más proclamadas que reales: los progresistas defendían la legitimidad de la revolución cuando la mayor' en el
poder violaba la Constitución aprobada por la soberanía nacional; pero, aunque los moderados no teorizaban
claramente de este modo, no titubearon tampoco en llevarlo a la práctica cuando les fue menester, si bien es
cierto que, por la resuelta preferencia de la que les hacía Objeto la Corona, necesitaron acudir menos veces a
la insurrección y al pronunciamiento.
3.2.2. Principios fundamentales del texto
Podemos resumir en cuatro los principios fundamentales de la Constitución que comentamos: soberanía
compartida, división de poderes, libertad individual y tolerancia religiosa.
➢ Frente a lo que asevera la doctrina más acreditada, entiendo que no es la soberanía nacional, sino la
soberanía compartida entre el Rey y las Cortes la que informa la Constitución de 1837. Y ello es así
por varias razones. De un lado, es cierto que, al estar las Cortes Constituyentes elegidas conforme al
sistema gaditano, cabe ver en ellas una representación de la soberanía nacional, aun con ciertas
reservas provenientes del modo indirecto del sufragio activo y el carácter censitario del sufragio pasivo.
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Pero, admitido así, hay que añadir la contradicción que significa que el representante (las Cortes)
despoje de poder al representado (el pueblo) al eliminar el sufragio universal del sistema político. Las
Cortes resultantes, por tanto, no eran representativas de la soberanía nacional, sino sólo de una
mínima parte de la población. Ni siquiera tenían esas Cortes en exclusiva la potestad legislativa, sino
que la compartían con el Rey.
La fórmula de promulgación y el preámbulo componen un texto barroco y confuso. Lo único que se
obtiene en claro es la idea de pacto, porque la Regente, en nombre de la Reina, acepta lo hecho por
las Cortes. Frente a ello, poco valor tiene la enfática invocación del preámbulo a la soberanía nacional,
alusión que después queda sin reflejo alguno en la distribución del poder.
➢ La división de poderes que establecía no tenía carácter rígido. Antes bien, propiciaba la colaboración
e interacción de los órganos de poder.
➢ El principio de libertad individual se plasmó en la magra declaración de derechos contenida en el título
l, todos ellos de claro signo liberal: libertad de expresión, derecho de petición, derecho de acceso a los
cargos públicos, libertad y seguridad personales. Se recogía también el principio de legalidad penal y
se prohibía la pena de confiscación de bienes. La libertad de imprenta tenía la garantía del juicio por
Jurado.
➢ Por último, la Constitución se acoge a una ecléctica tolerancia religiosa. En efecto, como contrapartida
de la desamortización para restañar la ruptura de relaciones acordada por el Pontífice, dispone el
artículo 1 1 la obligación estatal de «mantener el culto y los ministros de la religión católica». Por el
contrario, la Constitución exige la condición de seglar para ser diputado, lo cual impediría el acceso del
clero al Congreso.
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Epígrafes que entran en el examen (Cuota Tenorio) 2022/23 Angy
de ellos tenía medio camino recorrido para ganar éstas regular o irregularmente. Pero si eran los moderados
quienes lo conseguían, lograrían un monopolio total del poder, puesto que también contaban con el favor regio
y con el Senado.
Los Ayuntamientos progresistas y la Milicia Nacional se rebelaron y consiguieron el apoyo de Espartero. La
Regente renunció y se exilió, quedando aquél como Regente interino hasta que se institucionalizó un ministerio-
regencia en mayo de 1841.
Espartero concitó no sólo la oposición moderada, sino también la progresista, que le reprobaba un uso
inconstitucional de sus prerrogativas como regente. Se formó, así, una coalición antiesparterista de moderados
y progresistas que derribó al Regente, el cual marchó al exilio. Era el verano de 1843.
El nuevo Gobierno convocó elecciones, que dieron un resultado equilibrado de moderados y progresistas. Las
Cortes adelantaron la mayoría de edad de la Reina en un año. Un oscuro episodio de supuesta violencia del
Presidente del Gobierno (Olózaga) sobre la Reina para obtener de ésta el decreto de disolución de las Cortes
produjo la caída de los progresistas y el comienzo de un largo periodo bajo la dirección de Narváez: la década
moderada.
CONSTITUCIÓN DE 1845
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Epígrafes que entran en el examen (Cuota Tenorio) 2022/23 Angy
El principio de libertad individual también es más restrictivo sobre todo por lo que se refiere a la libertad de
imprenta.
Y, por último, frente a la tolerancia religiosa del texto anterior de 1845 establece una explícita confesionalidad
católica del Estado No en vano por aquellas fechas se estaba ya negociando un Concordato con Roma, que,
sin embargo, no estaría ultimado hasta 1851 El artículo 10 de este Concordato precisaba que la religión católica
apostólica y romana era la única de la nación española con exclusión de cualquier otra. A cambio de tan
expreso reconocimiento y de otros derechos y privilegios, la Iglesia aceptó los hechos consumados de la
desamortización.
4.2.2. Órganos constitucionales
En el texto de 1845 quedó reforzada la posición del Rey en el complejo institucional y reducida la de las Cortes.
Se retocaron, sin gran trasfondo político, algunos preceptos relativos a la sucesión en la Corona y a la
Regencia.
Desaparecieron algunas de las limitaciones parlamentarias del poder regio.
Las Cortes no se reunirían ya automáticamente si el Rey no las convocaba, si bien la reunión anual
seguía siendo preceptiva para aprobar los Presupuestos.
La reforma del Senado permitía al Rey y al Gobierno asegurarse su concurso en una hipotética
discrepancia con el Congreso, La práctica, sin embargo, contradiría en ocasiones este propósito,
puesto que, mediante el uso y abuso del decreto de disolución, el Congreso no era una Cámara hostil
por definición, y, en cambio, en virtud del carácter indisoluble del Senado, éste resultó menos dócil de
lo que se pensó.
El Congreso de los Diputados veía prolongado su mandato a cinco años, un tanto inútilmente dado la
frecuencia de sus disoluciones anticipadas. Era elegido en distritos uninominales conforme a la Ley
Electoral de 1846.
El Poder Judicial pasó a denominarse Administración de Justicia, desapareciendo el mandato
constitucional al legislador para que instaurara el juicio por jurados y la unidad de fueros.
4.2.3. Otras instituciones
• Se suprimió la Milicia Nacional.
• Desapareció del texto la referencia a la electividad de los alcaldes, con lo que volvían a ser nombrados
por el Gobierno o por las autoridades provinciales.
• Se mantuvo el carácter electivo de las diputaciones.
En conclusión, frente a su antecesora, la Constitución de 1845 no hizo concesión alguna a principios políticos
que no fueran los del partido Moderado. Era una Constitución de partido sin el otro partido. Como dice B.
Clavero, más que en la letra, se diferencia de la de 1837 en su falta de espíritu parlamentario.
1. CRISIS CONSTITUCIONAL DE 1868
Cuando en 1864 se produjo el último retoque de la Constitución de 1845, el régimen político había entrado ya
en una fase de descomposición irreversible, que se agudizó en los años siguientes: la Reina había perdido el
respeto y la estima por la ligereza de su vida pública y privada; la clase política estaba gastada y desprestigiada
por su insensibilidad acerca de los problemas reales del país; el sufragio, falseado; la vida parlamentaria, en
vía muerta; el partido progresista, alejado del sistema. Todo contribuía al agotamiento del régimen. Añádanse
la corrupción, las intrigas y los pronunciamientos si bien éstos, como apunta Sánchez Agesta, acaso fueran
más un efecto que una causa de la inestabilidad política. Desde 1866 el país vivió en permanente estado de
excepción.
Se oponían abiertamente al régimen isabelino los carlistas y el Partido Demócrata, el cual, aunque dividido,
consiguió elaborar un programa común en el que, sobre la proclamación de la libertad y de la igualdad como
los principios fundamentales del Derecho, cifraba como objetivo de la democracia la emancipación de las clases
proletarias sin menoscabo de los derechos individuales.
Se sumó a la oposición el Partido Progresista por la continua marginación de la que fue objeto por la Reina a
la hora de formar Gobierno. Pronto se produjo la alianza de demócratas y progresistas, que ignoraron las
elecciones convocadas por O’Donnell en 1865 y se inclinaron por una política conspiratoria tendente a un
levantamiento militar dirigido por el progresista General Prim.
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Los Gobiernos sucesivos de Narváez, O'Donnell y González Brabo respondieron con un recrudecimiento de la
represión. Desde la denominada «Noche de San Daniel» (10 de abril de 1865), produjo una espiral de
insurrección-represión-insurrección, cuyo último acto fue la revolución de septiembre de 1868.
Fracasó Prim en su levantamiento de enero de 1 866, En agosto celebraron progresistas y demócratas una
reunión en Ostende (Bélgica), en la que suscribieron un pacto, para unas Cortes Constituyentes elegidas por
sufragio universal directo que definieran un nuevo régimen.
Un año más tarde se celebró una nueva reunión de los conjurados, ésta en Bruselas, que ratificaba el Pacto
de Ostende y buscaba con_ ciliar las tácticas insurreccionales: la de Prim, tendente a realizar un levantamiento
militar en todo el país, y la de los demócratas, que recelaban de la vía exclusivamente militar.
La muerte de O'Donnell significó la desaparición del principal obstáculo para la aproximación de su partido, la
Unión Liberal, a los conspiradores. La de Narváez precipitó definitivamente la caída de la Monarquía isabelina.
El intento definitivo se inició en Cádiz en septiembre de 1868 y se extendió por Andalucía, Levante y Cataluña,
la misma geografía —dice Jover— sobre la que posteriormente veremos levantarse el cantonalismo (si
exceptuamos Cataluña) y el movimiento obrero anarcosindicalista. Su victoria en las inmediaciones de Córdoba
determinó la marcha de Isabel ll a Francia.
Los manifiestos y proclamas de primera hora insistían en tres únicos objetivos:
- Lograr el respeto de los derechos de los ciudadanos.
- El reconocimiento de la soberanía nacional y de su correlato, el sufragio universal.
- La decisión de unas Cortes Constituyentes sobre el futuro del país.
Rápidamente el levantamiento encontró eco popular, que se plasmó en la constitución de juntas revolucionarias
extendidas por gran parte de España, que armaron al pueblo y sustituyeron a los Ayuntamientos monárquicos,
con lo que contribuyeron decisivamente a la consolidación del levantamiento militar.
Las proclamas de estas juntas eran mucho más concretas que las de los jefes militares y exigían la libertad de
cultos, de industria y comercio, la supresión del impuesto de consumos, etc., «expresando así —dice Tuñón
de Lara— los intereses de la burguesía industrial y comercial, que, sin duda eran también los intereses
nacionales en el momento revolucionario de 1868».
En cambio, el Manifiesto del Gobierno Provisional, constituido en Madrid bajo la presidencia de Serrano y con
Prim como hombre fuerte de la situación, en el Ministerio de la Guerra, era mucho más moderado.
CONSTITUCIÓN DE 1869
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Aquí empezó a romperse la coalición revolucionaria. Un sector de los demócratas se separaron y se constituyó
en Partido Republicano, el cual, bajo la dirección de Pi i Margall, profesaba además el federalismo. Muchas
juntas revolucionarias (que, a pesar de su disolución formal, continuaron funcionando en diversos lugares de
la Península) eran republicanas y comenzaron a aplicar medidas que habían alimentado la insurrección civil:
Las elecciones municipales dieron el triunfo a los republicanos en muchas capitales de provincia. Todo ello
contribuyó a engrosar cierto republicanismo federal; como dice R. Carr, «este federalismo autóctono se
alimentaba del descontento económico», e igualmente pretendió ganar adeptos con su antimilitarismo y su
anticlericalismo.
El problema capital, de todos modos, lo constituía la insurrección cubana. Mal administrados los territorios de
ultramar, en manos de capitanes generales con poder absoluto y con una economía basada en la mano de
obra esclava, la situación de Cuba se complicó sobremanera por las continuas injerencias de Estados Unidos.
Así las cosas, Prim buscaba un acuerdo, incluso la autonomía de la isla o su venta a Estados Unidos. Pero se
quedó sin apoyo en el intento. Cuba se convirtió, en el cáncer de la revolución de septiembre.
Las elecciones a Cortes Constituyentes, celebradas con sufragio universal masculino, dieron mayoría relativa
a los progresistas, que, junto a los escaños de los unionistas, era mayoría absoluta. Pero la oposición era
fuerte: los republicanos, que nuevamente triunfaron en capitales importantes, aunque no en Madrid, sumaban
más de setenta escaños; los carlistas, dieciocho, y los isabelinos, catorce.
Tras las elecciones se forma Gobierno, presidido por Serrano, Y se nombra una Comisión Constitucional
integrada paritariamente por progresistas, unionistas y demócratas.
El proceso de elaboración de la Constitución fue rápido, de sólo tres meses. El texto quedó ultimado a fines de
mayo; aprobado el día 1 de junio por 214 votos a favor, 55 en contra y algunas abstenciones, y promulgado el
día 6 siguiente por las propias Cortes constituyentes en nombre de la nación española.
El texto es de extensión media y todavía sería objeto de una adición, la de la ley de 10 de junio de 1870, relativa
a la selección de una persona que ocupara el Trono regio, la cual quedó incorporada al texto constitucional por
expresa disposición de este mismo.
Las influencias foráneas más notorias en la Constitución de 1869, según la doctrina, son las de las
constituciones de Estados Unidos y Bélgica. En cuanto a la primera, es especialmente llamativa la adopción
de la fórmula de la Enmienda IX por el artículo 29, conforme al cual la enumeración de derechos que hace el
título I no significa prohibición de cualquier otro». La segunda influyó principalmente en la regulación de la
Monarquía parlamentaria; por ejemplo, en las limitaciones del poder del Rey y en la obligatoriedad de la sanción
regia de las leyes, así como también en el procedimiento de reforma de la Constitución (Pérez Ledesma). Junto
a ellas puede detectarse la influencia general de la Constitución española de 1812.
«Hija de mil padres, la Constitución de 1869 nace huérfana», escribe J. Oltra: a fuerza de ser un documento
ecléctico, producto de tres partidos de ideología diversa, cada grupo político se oponía a unos preceptos
diferentes.
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En los debates constituyentes, Cánovas combatió el sufragio universal. Para él no era un derecho natural, sino
una función; función que, como tal, requería capacidad, y para asegurar esa capacidad había que establecer
limitaciones. Incluso acusaba Cánovas a la mayoría de contradicción al excluir del derecho de sufragio a la
mujer, al menor, al demente y al criminal y no hacerlo con el mendigo y con el ignorante.
El artículo 16 prohíbe que ningún español que se halle en el pleno goce de sus derechos civiles sea privado
del derecho de sufragio. Y como advierte F. Fernández Segado, el propio preámbulo se cuida de dejar sentado
que las Cortes Constituyentes, que actúan en nombre de la nación española, han sido elegidas así.
2.2.2. iusnaturalismo racionalista
Acaso el rasgo más sobresaliente de la Constitución sea su declaración de derechos, más larga, completa e
intensa que las de textos españoles precedentes. Se trata de una regulación minuciosa que incluso, con el ya
mencionado artículo 29, de genuino estilo condorcetiano, queda abierta a cualquier otro derecho no
comprendid0 expresamente en su enumeración.
En el debate constituyente se puso de relieve la oposición de dos posturas.
Una, la de Cánovas, que aglutinó en su favor a los moderados y a algunos unionistas, era la clásica
posición doctrinaria: los derechos individuales deben figurar con límites precisos y ser regulados por
leyes técnicas; de lo contrario, generan indisciplina, desorden social y, consiguientemente, su propia
violación.
Frente a la anterior posición, acabaría triunfando la que, a fuer de liberal, profesaba un acusado
iusnaturalismo racionalista, conforme al cual los derechos individuales son naturales, como lo son la
respiración y la circulación de la sangre; son inalienables y anteriores a toda legislación; son
ilegislables. Esta expresión, utilizada en el debate y suscrita por la mayoría, no quiere significar un
necesario silencio del legislador. Quería decir no susceptible de restricciones por la ley ni de medidas
preventivas que dificultaran su ejercicio; los abusos a que pudieran dar lugar sólo deberían sancionarse
a posteriori por los tribunales.
A esta concepción responde el artículo 22: «No se establecerá ni por las leyes ni por las autoridades disposición
alguna preventiva que se refiera al ejercicio de los derechos definidos en este título.» Por eso los límites de los
derechos los puso, en su caso, la propia Constitución para evitar su posterior desnaturalización legal, como
otras veces había sucedido.
No obstante, el artículo 31 prevé la suspensión temporal de las garantías concernientes a ciertos derechos: la
libertad personal, la inviolabilidad del domicilio y las libertades de residencia, de expresión, de reunión y de
asociación. Habría de hacerse siempre mediante ley, cuando así lo exigiera la seguridad del Estado en
circunstancias extraordinarias.
De los derechos civiles deben destacarse las garantías que los revisten: junto a la garantía judicial general y a
la especial del habeas corpus se recogen también los principios de legalidad penal y procesal.
El derecho de propiedad aparece igualmente rodeado de garantías: nadie puede ser privado de él ni turbado
en él sino en virtud de sentencia judicial; la expropiación forzosa requiere la intervención judicial, la del
interesado y una indemnización previa; los impuestos han de ser aprobados en Cortes o en corporaciones
legalmente autorizadas y su cobro debe hacerse igualmente en la forma prevista por la ley.
En punto a las libertades públicas, el texto de 1869 formaliza por primera vez las de reunión y asociación, si
exceptuamos el adelanto que ofreció de ellas el Gobierno Provisional' Por su parte, la libertad de expresión
está reconocida en sus términos más amplios.
Mención apañe merece la libertad de cultos, Fue en el ámbito religioso, dice R. Carr, donde la revolución tuvo
sus más Profundas consecuencias. En los primeros días, las juntas revolucionarias «renovaron las tradiciones
anticlericales de la izquierda española», con demoliciones de conventos incluidas, y el Gobierno extinguió todos
los monasterios y casas de religiosos posteriores a 1837, además de que ilegalizó la Compañía de Jesús.
Ya la nonata Constitución de 1856 había reconocido la libertad de cultos. Ahora las proclamas revolucionarias
exigían también esta libertad. El Gobierno Provisional la incluyó en su y la Constitución tenía que recogerla.
Los debates constituyentes, tan breves en su conjunto, se dilataron ampliamente en este perenne problema de
la política española.
La Iglesia española se negaba a aceptar nada que no fuera el mantenimiento del Concordato de 1851: unidad
religiosa, confesionalidad del Estado, amplias atribuciones jurisdiccionales de la Iglesia, etc. Pero la mayoría
parlamentaria tenía que reconocer la libertad de cultos y reducir el poder eclesiástico.
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Finalmente se llegó al texto del artículo 21 , con el que se intentaba contentar a todos. Comienza declarando
obligación de la nación el mantenimiento del culto y de los ministros de la religión católica, precepto en el que
quiebra notoriamente el racionalismo inspirador del título I de la Constitución; continúa garantizando a los
extranjeros el ejercicio público y privado de cualquier Otro culto, y termina con un singular ejercicio de inútil
dialéctica transaccional: «Si algunos españoles profesaran otra religión que la católica, es aplicable a los
mismos todo lo dispuesto en el párrafo anterior”.
Aprobado el mencionado artículo, los carlistas se ausentaron de las Cortes Constituyentes.
Un posterior precepto constitucional, tras otra fuerte discusión' reforzó la libertad religiosa: el acceso a los
cargos públicos Y la adquisición y el ejercicio de los derechos civiles y políticos son independientes de la
religión que profesen cada cual.
2.2.3. Monarquía parlamentaria
Hecha la opción constitucional por la monarquía desde que el Gobierno Provisional apostó por ella y las
elecciones arrojaron un triunfo centrista, el problema consistía en la cualificación de esa Monarquía. De manera
que en todo el largo debate sobre el artículo 33 («la forma de gobierno de la nación española es la Monarquía»)
era el tipo de Monarquía lo que realmente se discutía.
por exigencias del proceso revolucionario tenía que ser una Monarquía democrática, lo que, en un Estado
representativo, vale como decir una Monarquía parlamentaria. La Corona quedó regulada como un poder
constituido más.
A su vez, el liberalismo que informaba al régimen debía plasmarse en una división de poderes. En efecto, los
artículos 34 a 36 atribuyeron, respectivamente, los tres clásicos poderes a las Cortes, al Rey (que ejerce el
Poder Ejecutivo por medio de sus ministros) y a los tribunales. Pero no se establece una rígida separación,
sino un sistema de interrelaciones entre el Legislativo y el Ejecutivo conforme a un atenuado parlamentarismo.
Es un sistema parlamentario porque el Gobierno está sometido al control de las Cortes y necesita la confianza
de éstas para mantenerse, a lo que aquél puede responder con el decreto regio de disolución. Es atenuado
porque también necesita el Gobierno de la confianza regia: «El Rey nombra y separa libremente a sus
ministros», dice el artículo 68. Y los Gobiernos de Amadeo I prefirieron negociar con el Rey la disolución de las
Cortes antes que ajustarse a un más estricto parlamentarismo, lo mismo que había sucedido en el régimen
anterior.
3. CRISIS DE LA MONARQUÍA DEMOCRÁTICA Y PROCLAMACIÓN DE LA PRIMERA
REPÚBLICA
En tanto se encontraba Rey, las Cortes designaron Regente al general Serrano. Fue en noviembre de 1870
cuando don Amadeo de Saboya dio su conformidad, y las Cortes, en sesión extraordinaria, acordaron su
aceptación con menos votos favorables de los que la ocasión hacía deseable, preludio de las dificultades que
don Amadeo iba a encontrar. Mientras vivió Prim, la coalición se mostró unida y el sistema político funcionó,
pero, cundo faltaron esos elementos, la monarquía quedó sin sostén político por más que los Gobiernos
ganaran sistemáticamente las elecciones por el tradicional procedimiento de la corrupción.
La doble guerra —carlista y cubana— que desangraba al país, la fuerte oposición de los republicanos y la
incipiente pero eficaz de partidarios de don Antonio, hijo de Isabel lb la falta de consenso de los partidos que
apoyaban el régimen, el desconocimiento que el Rey tenía del país y de la clase política, la inestabilidad
gubernamental y la defectuosa aplicación de la Constitución son algunos de los indicadores de la crisis que
aquejaba congénitamente a la Monarquía democrática.
El 11 de febrero de 1873 entregó el Rey a Ruiz Zorrilla, Presis dente del Gobierno, un mensaje al Congreso de
los Diputados en el que renunciaba a la Corona por sí y por sus hijos y sucesores. Con un ambiente callejero
decididamente republicano, el Presidente del Congreso convocó a las dos Cámaras para acordar lo pertinente,
que no fue sino la aceptación de la abdicación y posterior proclamación de la República. Análisis:
- El artículo 47 de la Constitución prohibía la deliberación conjunta de las Cámaras, pero lo hicieron.
- El artículo 74.4 sometía a autorización legal la abdicación regia, pero lo que se hizo fue un simple
intercambio de mensajes.
- La posterior proclamación de la República significaba la derogación del artículo 33 de la Constitución,
que establecía la forma monárquica, sin sujeción al procedimiento regular de reforma constitucional.
- Igualmente afectados se veían muchos otros preceptos del texto constitucional concordantes con el
artículo 33, como eran los relativos al nombramiento del Gobierno, a la disolución de las Cortes, a la
suspensión de sus sesiones, etc.
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El caso es, que la adopción de la forma republicana se había manifestado como la única solución política dado
el agotamiento de toda posibilidad monárquica; excluidas las Casas de Borbón Y de Saboya, no era cuestión
de iniciar una nueva búsqueda de Rey por Europa. Castelar lo explicaba de una manera aparentemente
sencilla: «Nadie trae la República; la traen todas las circunstancias; la trae una conjuración de la sociedad, de
la naturaleza y de la historia.»
Ciertamente era, como dice J. A. Lacomba, la primera vez que se producía «un cambio de régimen sin violencia,
sin un solo disparo sin la espada de un militar». Consistió simplemente en la aprobación de la proposición que
presentaron varios diputados y que rezaba así:
«La Asamblea Nacional resume todos los poderes y declara como forma de gobierno de la nación la República,
dejando a las Cortes constituyentes la organización de esta forma de gobierno.» Fue aprobada por 258 votos
contra 32. Pero esta casi unanimidad distaba mucho de reflejar la unidad de las posiciones políticas presentes
en la Asamblea.
La República, se ha dicho con razón, no fue traída por unas Cortes republicanas, sino monárquicas; en ellas,
los republicanos auténticos eran una mera fracción del Partido Demócrata. El mismo partido radical era
realmente monárquico, pero, dadas las circunstancias, se limitó a no oponerse a la solución republicana. Fue
de una ambigüedad esclarecedora la explicación de Ruiz Zorrilla a la Asamblea: «Yo creo, señores senadores
y diputados, que no puedo, que no debo, que no quiero ser republicano, y que tampoco soy monárquico, y ésta
es mi desgracia, porque yo tengo que decir aquí... que todas mis simpatías, que todos mis sentimientos son
para los que están al lado de la libertad...»
En marzo se convocaron las elecciones a Cortes Constituyentes. Las dos notas reseñables de la convocatoria
eran el unicameralismo y la fijación de la mayoría de edad electoral en veintiún años.
Pocos partidos se dieron cita en las elecciones. Los carlistas seguían en la lucha armada. Los monárquicos de
otras tendencias optaron por el retraimiento, lo mismo que hicieron los radicales. No es de extrañar, por tanto,
que la mayoría republicana fuera abrumadora, siendo la fracción de Pi y Margall la que, con mucho, obtuvo
más escaños. pero no podemos desconocer, junto al retraimiento de los partidos, el dato de la gran abstención
electoral, que llegó al 60 por 100.
5. CRISIS DE LA PRIMERA REPÚBLICA
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a abandonar las Cortes y promover una fuerte insurrección que, aunque reprimida por el Gobierno, ganó
adeptos para el republicanismo en las grandes ciudades.
Cierto que la Constitución fue objeto de un desarrollo normativo considerable en poco tiempo:
- Ley Electoral.
- Ley de Orden Público.
- Ley Orgánica del Poder Judicial.
- Código Penal.
- Leyes Municipal y Provincial; etc.
Pero las reformas sociales y económicas fueron escasas y la estructura social quedó intacta.
La consolidación del régimen debía ser obra principalmente de las fuerzas políticas. Pero éstas fueron
incapaces de colaborar de forma estable. De nuevo la situación dependía del Ejército.
No fue fácil encontrar la persona que no sólo aceptara la Corona española, sino que fuera, a su vez, aceptado
por las potencias europeas y gozara asimismo de la aquiescencia de la coalición de fuerzas políticas de apoyo
al régimen. Se creó con tal motivo un complicado problema internacional y se produjo una merma importante
en la firmeza revolucionaria de los partidos triunfantes unos meses antes. El propio Amadeo de Saboya declinó
el ofrecimiento en un primer momento y sólo aceptó más tarde, después de que se hubiera pulsado la opinión
europea.
Una vez incorporado el Rey, se evidenciaron los problemas: Amadeo no dejaba de ser un extranjero y algunos
sectores lo tildaron de intruso. En realidad, no contaba siquiera con el apoyo de los tres partidos de la
revolución. Y tenían, tanto el Rey como el régimen, la oposición frontal de los carlistas, de los alfonsinos, de
los republicanos, del clero, de la aristocracia, del movimiento obrero e incluso de la burguesía industrial
catalana y de la colonial.
Más aun: antes de llegar el Rey a España, murió asesinado Prim su más firme apoyo, con lo que la coalición
septembrina se vino abajo. Los progresistas se dividieron en dos grupos, los radicales Y los progresistas
conservadores, comandados, respectivamente, por Ruiz Zorrilla y Sagasta; los primeros estaban más próximos
a los demócratas monárquicos; los segundos, a los unionistas. Sagasta apelo a «las clases conservadoras»
en un manifiesto electoral de 1872. La burguesía abandonaba la revolución.
Los Gobiernos se sucedieron rápidamente. Las Cortes fueron disueltas varias veces. El funcionamiento del
sistema no era, pues, diferente del padecido en el régimen anterior, todo lo cual contribuyó al desgaste político
del Rey, que se vio obligado a formalizar tan frecuentes cambios.
En 1872, la Unión Liberal se distanció de la Monarquía y hubo un nuevo levantamiento republicano. El final no
podía ser otro que la abdicación del Rey.
Esta se produjo, según Jover, al sentirse el Rey descorazonado por la triple insurrección cubana, carlista y
republicana. Otros autores afirman que fue porque no supo frenar a tiempo el constante viraje del régimen a la
izquierda. Y unos terceros, en fin, destacan las rivalidades de los partidos que decían apoyar al régimen,
especialmente del Partido Radical, algunos de cuyos dirigentes se volvieron contra el Rey al no poder manejarlo
a su conveniencia.
Don Amadeo había llegado con el mejor deseo y con el propósito de observar la Constitución. Pero, como dice
J. Tomás Villarroya, lentamente fue sintiéndose perdido en el laberinto español y convenciéndose de que no
lograría el funcionamiento del sistema con los elementos políticos de que disponía. Es a este respecto gráfica
su expresión al comprobar las reyertas de los partidos y su abandono de la realidad política: «Non capisco
niente.»
A la altura de febrero de 1873, en lo único que la clase política manifestaba su acuerdo era en el agotamiento
de la Monarquía de Saboya y en el veto a la Casa de Borbón. Muchos creyeron entonces que la República
sería la solución. También lo creyó un sector de la pequeña burguesía, que, bajo la bandera de un federalismo
intransigente, habría de protagonizar muy pronto la insurrección cantonal, con lo que se acentuaría la pendiente
por la que se iba despeñando la «Gloriosa Revolución».
La República, como dijimos, fue traída por una clase política monárquica y fue tolerada por un Ejército también
monárquico. El Partido Radical se ponía al lado de la República, pero nada más, y lo hacía como último intento
de salvar los objetivos de la revolución de septiembre de 1869.
Esta falta de un consenso político explica la debilidad de la Primera República desde su propio origen. A ello
podemos agregar:
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Es, pues, difícilmente aceptable el juicio de Jover acerca de que el texto de 1869 es el que da unidad al sexenio
revolucionario. Casi podría decirse que, si hubo algo que diera cierta apariencia unitaria al sexenio, ello fue la
recurrente presencia del General Serrano.
RESTAURACIÓN DE LA MONARQUÍA
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- Galanteó, por la derecha, con las «honestas masas carlistas» y con sus aliados en la iglesia,
consiguiendo que un buen sector de la derecha católica entrara en el régimen e incluso en el Gobierno
(como ocurrió con el marqués de Pidal) y que también lo aceptara la jerarquía eclesiástica y, con ella,
«la parte más recalcitrante de la aristocracia católica», aunque fuera al no desdeñable precio del control
de la instrucción religiosa en las escuelas estatales (R. Carr).
- Y fortaleció el poder civil frente al militar.
Con tales mimbres construyó lo que creía que era el régimen posible en aquellos momentos. Lo posible, lo
hacedero, he ahí su verdadero talante político, por encima del propio credo, para lo cual, naturalmente, hubo
de transigir en muchos puntos. «Nosotros no hemos de hacer ni pretender todo lo que quisiéramos, sino todo
lo que en este instante puede aplicarse sin peligro.»
Y lo que creyó posible fue un sistema parlamentario apoyado en un bipartidismo a la inglesa: dos partidos
abiertos que polarizaran todas las tendencias y que, al mismo tiempo, se hallaran cerca entre sí. Sagasta,
comandaría la izquierda; la derecha estaría formada por los seguidores de los hermanos Pidal, por la Iglesia
jerárquica y por la aristocracia católica; Cánovas sería el centro, el punto de equilibrio. Pero eso no fue posible
y Cánovas tuvo que encabezar el ala conservadora.
Que en esta tarea de equilibrio y composición rayó Cánovas a gran altura se desprende de las palabras que,
a poco de su muerte, le dedica un autor que tan encarnizadamente crítico le había sido en vida, como Blasco
Ibáñez: «Cánovas ha sido durante la restauración el fiel de la balanza... su política consistía en satisfacer a
medias y por turnos a los dos bandos. Favorecía la reacción; protegía a frailes y jesuitas, amordazaba a
temporadas el pensamiento.,.; pero otras veces… sonreía a la libertad, respetaba las leyes democráticas
votadas por los fusionistas, se oponía... al militarismo...»
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PRINCIPIOS POLÍTICOS
La Constitución de 1876 es formalmente poco original: no lo pretendía. Algún autor ha sostenido que es el
precipitado del constitucionalismo monárquico anterior y particularmente de los tres textos fundamentales del
mismo: el progresista de 1837, el moderado de 1845 y el democrático de 1 869, principalmente del primero.
Sin embargo, la incidencia de estas constituciones es muy diferente y el cruce de preceptos de unas y otras
determina a veces que las mismas fórmulas textuales tengan un significado jurídico y político distinto.
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Cánovas, como doctrinario, era contrario a la tesis castelarina de los derechos naturales ilegislables, así como
al sufragio universal y a la libertad religiosa. Ya en las Constituyentes de 1869 se enfrentó a esta doctrina liberal
oponiéndole su teoría de que los derechos necesitan límites claros y concretos: si no se los organiza con leyes
técnicas —dice— acaban en la indisciplina y en el desorden social.
Pero era aún más posibilista y transaccional que doctrinario y por eso dejó abierta en la Constitución la
posibilidad de su desarrollo legal; aunque la Constitución no reconocía el sufragio universal (masculino),
posibilitaba su incorporación al sistema político mediante ley ordinaria. y si no la libertad religiosa plena,
tampoco constitucionalizó la unidad religiosa de España, como le pedía la jerarquía eclesiástica y la derecha
católica, sino que sancionó la tolerancia religiosa.
A primera vista, la declaración de derechos es similar a la de la Constitución de 1869, en lo cual puede
apreciarse la transacción canovista; pero presentan diferencias importantes.
A) TOLERANCIA RELIGIOSA
Tristemente, la cuestión religiosa volvió a ser litigiosa, y acaso la que más, en el proceso constituyente
restauracionista. Cánovas hubo de mediar entre el integrismo de ciertos conservadores y el radicalismo liberal.
Como ha comentado Martínez Cuadrado, no podía dejar de atender a la Iglesia, por ver si ésta cejaba en su
ayuda a la insurrección carlista, ni a las familias liberales, con las cuales estaba pactando el modelo
constitucional.
Cánovas se inclinó por una fórmula ecléctica entre la unidad religiosa de la Constitución de 1845, la fórmula
elusiva de 1837 y la libertad religiosa de 1869. E, intentando contentar a todos, apenas satisfizo a nadie. Los
liberales siguieron postulando la libertad religiosa y la jerarquía eclesiástica y el Vaticano rechazaron el
precepto.
Pero Cánovas entendía excesivo el coste de una definición constitucional de unidad religiosa, que no habría
sido otro que su frontal rechazo por parte de los liberales. Como compensación, tuvo que conceder a su propia
mayoría el reconocimiento del catolicism0 como religión del Estado.
Quedaba así, como dice Sánchez Agesta, un artículo muy impreciso y flexible, de manera que su interpretación
se inclinaría a un lado o a otro según fuera el Gobierno en ejercicio. Y es que —añade el mismo autor-- de
nuevo en este punto se reprodujo la polémica en torno a la tradición histórica española y su Constitución interna:
mientras desde el bando conservador se apuntaba que la Constitución interna comprendía la unidad religiosa,
desde el liberal se entendía que lo tradicional en España era la tolerancia.
Lo cierto es que: Cánovas dio un sentido restrictivo a la tolerancia religiosa y Canalejas, le dio una interpretación
distinta.
B) LIBERTAD DE ENSEÑANZA
En esta materia la restricción fue aún mayor, pues mientras la constitución de 1869 reconocía libertad para
fundar y mantener centros de enseñanza, la de la Restauración añadía cautelosamente «con arreglo a las
leyes», lo que permitía a la mayoría gubernamental reducirla.
C) DERECHO DE SUFRAGIO
Para Cánovas, el sufragio más que un derecho es una función, la de designación de los miembros de las
cámaras, lo cual requiere capacidad y ciertas limitaciones. ¿Tienen derecho a votar los impuestos quienes no
los van a pagar? ¿Tienen derecho a participar quienes ni conocen ni entienden? Los hombres son iguales en
origen, pero no en su desenvolvimiento social; ignorarlo —dice— es deslizarse hacia el socialismo.
El sufragio universal es, por tanto, algo artificial, representa la fuerza bruta, hace imposible el gobierno normal
y lleva a la lucha de clases. Sin embargo, la Constitución no consagró el sufragio censitario, como habían
hecho las de 1837 y 1 845, sino que remitió su regulación a una ley futura. Este silencio y remisión era al mismo
tiempo una puerta abierta a la supresión del sufragio universal masculino, como ocurrió en la Ley Electoral de
1 878, y otra puerta al retorno del sufragio universal masculino, cosa que ocurriría con la Ley Electoral de 1890
propiciada por un Gobierno liberal.
¿No significaba la adopción de este tipo de sufragio el reconocimiento de la soberanía nacional? Cánovas
advirtió que nunca lo admitiría si ésta era la interpretación que se daba a la Ley Electoral, Pero que sí lo
respetaría como una simple ampliación del voto.
D) OTROS DERECHOS Y LIBERTADES
Reconocido en la Constitución el derecho de asociación, fue posteriormente regulado por la Ley de 1887 con
muy amplio criterio. En ese marco nace la unión General de Trabajadores en 1888.
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Por lo que se refiere a la libertad de cátedra, el ministro de Fomento, marqués de Orovio, dictó un decreto que
imponía la adecuación de la enseñanza al dogma católico y al sistema monárquico, Fernando Giner de los
Ríos, fundaría, como réplica, la Institución Libre de Enseñanza. La derogación del mencionado decreto permitió
la vuelta de aquellos profesores a sus puestos.
La libertad de prensa, primeramente, muy restringida, fue entendiéndose cada vez más ampliamente.
E) GARANTÍAS CONSTITUCIONALES
Frente a las garantías de los derechos establecidos en la Constitución de 1869, la de 1876 confería amplias
facultades al Ejecutivo permitiendo en algún momento una verdadera dictadura lo que facilitó que entre 1876
y 1917 hubiera diecinueve suspensiones de los derechos más importantes y que a partir de 1917 el estado de
excepción fuera la situación habitual en el país.
SIGNIFICADO DE LA RESTAURACIÓN Y DE SU CONSTITUCIÓN
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materia de derechos y libertade y el Partido Liberal suavizó algunos conflictos (como el universitario), acabó
con la distinción entre partidos legales e ilegales al permitir el regreso de los republicanos y liberalizó la
legislación política (Ley de Asociaciones de 1887, Ley del Jurado de 1888, Ley Electoral de 1890). En este
momento de 1890, Sagasta admitía implícitamente que su programa también estaba cumplido. A partir de
entonces, como dicen los citados autores, la diferencia entre conservadores y liberales dejaba de ser
programática y sólo lo era de talante en el ejercicio del poder.
por lo demás, no eran partidos muy organizados, sino un conjunto de seguidores políticos de unos líderes, que
se desintegraron al desaparecer éstos. El Partido Conservador aún se mantuvo con Maura, pero se escindió
después (1913) en mauristas y datistas, y más tarde se separarían los ciervistas. (Obsérvese el carácter
personalista de estas denominaciones.) Acaso el maurismo fue, como ha escrito J. Jiménez Campo, «el
penúltimo acto en este drama político de las burguesías españolas que no quisieron, habilitar un sistema
político que garantizase su autonomía como tales fuerzas sociales... El camino del bonapartismo, por tanto,
estaba así abierto».
El Partido Liberal encontró en Canalejas al líder que lo cohesionó tras la desorientación que siguió a la muerte
de Sagasta; pero su asesinato en 1912 volvió a sumirlo en luchas internas por alzarse con el liderazgo.
Conforme avanza el siglo XX, los dos grandes partidos se fueron fraccionando y aparecieron o se estabilizaron
otros, principalmente en torno al regionalismo y al socialismo. La política española caminó hacia el
pluripartidismo, con lo que quedaba falseado el sistema, que pretendía seguir siendo bipartidista.
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Es mucha la tinta que sobro la oligarquía y el caciquismo se ha vertido desde J. Costa para acá, el cual lo
identificó como la constitución efectiva del Estado español. La acusación principal que se le ha hecho es que
hizo renacer un cierto tipo de feudalismo. Maura lo definió como el feudalismo bastardo de una estructura
decadente. El político en Madrid, el cacique en cada comarca, el Gobernador Civil en cada capital de provincia
como enlace entre uno y otro constituían, según Jover, las tres piezas claves en el funcionamiento real del
sistema. Y si incluimos en el cuadro al Capitán General y al Obispo nos quedará más completo e inteligible.
Si desde una perspectiva optimista cabía ver en el caciquismo el único vínculo entonces existente entre el
campo y la ciudad, entre el pueblo y el Estado, resulta de todos modos indudable retroalimentaba las
condiciones que lo hacían funcional: la ignorancia y la apatía del electorado español; y, además, como ha
observado R. Carr, retrasó la organización de partidos modernos.
La limitación de miras de la clase política de la Restauración resulta evidente: no sólo no rompió esa estructura
oligárquica y caciquil, sino que la alimentó y se apoyó en ella. Incluso la desvirtuó por su uso indiscriminado,
versión que fue denominada «caciquismo artificial» y que hizo del cacique el dueño absoluto de los individuos
de su parcela territorial por el control que ejercía sobre el poder y sobre la Justicia del Estado (A. Lario).
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difícilmente conciliables, con un Partido Radical que capitalizaba demagógicamente votos de los
trabajadores inmigrantes. Y en el País Vasco, aunque surge PNV, los partidos dinásticos conservaron
mucha fuerza.
La corrupción electoral no habría permitido que un nuevo partido se hiciera con suficientes escaños
como para remover la política oficial. Eso por lo que hace a los partidos obreros, que, como el PSOE,
con un muy lento crecimiento en las tres primeras décadas de su existencia. La CNT, con un rápido
crecimiento en diez años, no aceptó la vía política ordinaria, y cuando quiso reorientar la lucha
anarcosindicalista hacia posiciones más políticas, no obtuvo éxito ninguno.
Los republicanos históricos no tenían fuerza: Ruiz Zorrilla continuaba, desde su exilio francés,
confiando en un pronunciamiento; Figueras y Salmerón carecían de un programe político que
mereciera ese nombre; Pi i Margall no llegaba a alcanzar el predicamento de los años revolucionarios,
acaso demasiado lastrad0/ como los anteriores, por su protagonismo en el sexenio.
El regeneracionismo era más bien un movimiento de intelectuales ideológicamente heterogéneo que
no pasó de una postura de denuncia.
La Monarquía, decía Ortega en 1931, era una sociedad de socorros mutuos que habían formado unos cuantos
grupos para usar del Poder público: los grandes capitales, la alta jerarquía del Ejército, la aristocracia de
sangre, la Iglesia. El monarca, añadía el citado autor, era el gerente de esa sociedad; nada más, pero nada
menos. Aquellos grupos, concluía, nunca se fundieron con la nación, sino que la supeditaron siempre a sus
particulares intereses.
Y es que Cánovas construyó una obra de arte política que no se sustentaba ni en una ideología, ni en el pueblo,
ni en nada. Así, la Monarquía moderada que Martínez Campos proclamó en Sagunto y que pudo haberse
transformado en monarquía democrática, no pasó de una Monarquía oligárquica y caciquil que se esclerotizó
desde 1898, entró en crisis irreversible en 1917 y se desintegró en 1923 a manos del dictador.
7. AGOTAMIENTO Y LIQUIDACIÓN DEL SISTEMA: LA DICTADURA DE PRIMO DE RIVERA
A partir de 1917 el régimen fue una continua crisis. Ya en el año anterior el Gobierno declaró el estado de sitio
y suspendió las garantías constitucionales, a lo que UGT y CNT contestaron con una huelga general. En el
mismo año, sectores inquietos del Ejército constituyeron Juntas de Defensa para entablar un diálogo
institucional con el Gobierno, obteniendo el reconocimiento de éste un año más tarde. Y la ya comentada
asamblea de parlamentarios intentó Superar la crisis mediante una muy amplia reforma constitucional.
No obstante, el régimen pudo aún perdurar unos años debido más a disidencias y contradicciones internas de
los movimientos de oposición que a la propia fortaleza.
La salida de la crisis, una vez más, se pretendió encontrar en un nuevo pronunciamiento militar de estilo
decimonónico, con el que, además, se quiso alejar el fantasma de la revolución proletaria.
El General Primo de Rivera, Capitán General de Cataluña, dio un golpe de Estado el 13 de septiembre de
1923, aceptado inmediatamente por el Rey, el cual le entregó plenos poderes a la vista de que el golpe tenía
el apoyo de casi todo el Ejército, de la Iglesia, de la burguesía terrateniente y de amplios sectores de la
burguesía industrial catalana. Por otra parte, los éxitos iniciales de la Dictadura en la pacificación de Marruecos
y en el orden público le significaron una favorable opinión en el país,
Primo de Rivera disolvió las Cortes, suspendió las garantías constitucionales e instauró un Directorio Militar
con facultad de dictar decretos con fuerza de ley, En 1924 creó la Unión Patriótica como movimiento político
único en sustitución de los partidos políticos. Sil jefe nacional era el propio Dictador.
Con esta elemental estructura política cubrió la gobernación del país hasta 1925, obteniendo los logros
mencionados y un cierto relanzamiento de la economía española, Pero, hecho esto, la situación de anormalidad
constitucional carecía de justificación, si en algún momento la tuvo.
primo de Rivera no creía que pudiera restaurarse, sin más, la Constitución de 1876. Por otra parte, el ejemplo
mussoliniano en Italia lo persuadió de que era factible su repetición en España. Así, pues, la Dictadura buscó
la superación de su naturaleza transitoria y quiso institucionalizarse e incluso dotarse de Constitución propia.
Sustituyó el Directorio Militar por un Gobierno propiamente dicho, con participación de políticos civiles. En 1926
concedió a este Gobierno un conjunto de poderes discrecionales y poco después le otorgó facultades en
materia de Justicia. A medida que el régimen dictatorial iba encontrando techo en sus soluciones para los
problemas del país, más pretendía institucionalizarse, pero con medidas que incrementaban su carácter
absoluto y su aproximación al totalitarismo italiano, con el que, no obstante, guardó ciertas distancias.
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En 1927 Primo de Rivera creó la Asamblea Nacional, un órgano consultivo de composición corporativa como
instrumento colaborador del Gobierno. Una de sus tareas habría de ser precisamente la elaboración de un
anteproyecto constitucional.
Tras dos años de trabajo, la Asamblea Nacional terminó de redactar dicho anteproyecto y cinco de leyes
orgánicas relativas al Poder Ejecutivo, a las Cortes, al Poder Judicial, al Consejo del Reino y al orden público.
Los rasgos fundamentales del anteproyecto de Constitución eran los siguientes:
- Se apartaba de las tesis en litigio acerca de la soberanía declarando la soberanía del Estado,
peligrosamente próxima a tesis totalitarias.
- Optaba por una organización territorial unitaria en un Estado monárquico constitucional.
- Preveía la instauración de unas Cortes unicamerales de composición tripartita y desigual: la mitad de
los diputados serían elegidos por sufragio universal masculino; treinta serían designados por el Rey y
tendrían carácter vitalicio, y los demás debían ser de representación corporativa.
- Declaraba la religión católica como la oficial del Estado, pero con tolerancia de cultos.
- Creaba un Consejo del Reino, verdadera novedad, integrado por miembros natos por razón de su
cargo, otros designados por el Rey y otros elegidos por varias vías. Sus atribuciones muy amplias, iban
desde la resolución de los recursos electorales y de inconstitucionalidad hasta su intervención en el
nombramiento del Presidente del Gobierno, pasando por el veto legislativo.
Este anteproyecto fue recibido con indiferencia por parte de la clase política no instalada en el poder. Ya la
Dictadura concitaba la oposición de casi todos y no contaba completamente con el Ejército. El Dictador,
consciente de ello, retiró el anteproyecto y pocos días más tarde presentó su dimisión al Rey y se exilió a
Francia muriendo poco después. Pero las ideas e instituciones de su anteproyecto serían utilizadas por el
régimen de Franco Bahamonde.
La vuelta a una aparente normalidad constitucional no fue ya sino una pendiente hacia la ll República.
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a personalidades como Alcalá Zamora, Maura, Ossorio, etc., abandonó la monarquía y se alineó con los
republicanos, como habían hecho muchos liberales durante la segunda etapa de la Dictadura.
El 17 de agosto de 1930 se reunieron en San Sebastián ciertos representantes de varias tendencias políticas
(algunos ya nombrados) (ya antes se habían reunido en Madrid varias veces sin que el Gobierno pareciera
enterarse o concederle importancia). El acuerdo fue un pacto entre caballeros después minuciosamente
cumplido. Constituyeron un Comité revolucionario que comenzó a planificar un alzamiento general contra la
Monarquía con vistas a:
- Proclamar una República, incluso insurreccionalmente si fuere preciso.
- Garantizar la libertad religiosa y política.
- Convocar elecciones a Cortes Constituyentes.
- Abrir la organización territorial del Estado a la autonomía de las regiones, cuyos estatutos serían
aprobados por las Cortes.
Fueron laboriosas las gestiones de los conjurados con el PSOE. A la reunión de San Sebastián acudió Indalecio
Prieto a título individual y efectos informativos. Por fin, en octubre se comprometieron PSOE y UGT. Un mes
más tarde lo hacía la CNT.
La sublevación de Jaca en diciembre de 1930 fue sofocada por el Gobierno, que encarceló a los firmantes del
Pacto de San Sebastián. Los intelectuales españoles comenzaron a proclamar abiertamente el republicanismo.
Ortega había publicado en las páginas de El Sol un artículo en noviembre de 1930 que finalizaba con un
elocuente grito: «iEspañoles, vuestro Estado no existe! iReconstruidlo! Delenda est Monarchia.» En febrero de
1931 creó, junto a Marañón y Pérez de Ayala, la Agrupación al Servicio de la República.
La convocatoria de elecciones generales para febrero de 1931 fue ampliamente rechazada por todos los
sectores republicanos sin que recibiera un decidido apoyo de los monárquicos.
El 16 de febrero cae Berenguer y el Rey intenta sucesiva e infructuosamente que formen Gobierno Santiago
Alba y Sánchez Guerra decidiéndose finalmente por encomendar al almirante Aznar un Gobierno de
concentración monárquica que incluyera representantes de todas las fuerzas políticas de la Restauración, no
descartándose la reforma constitucional. Aznar ideó un escalonamiento electoral que comenzara por
elecciones municipales y culminara en las generales. Fijó para aquéllas la fecha del 12 de abril. Pero, dada la
situación, esta coyuntura jurídico-política aparentemente secundaria adquirió un carácter plebiscitario, de
confianza o censura a la institución monárquica y a su titular.
La propaganda electoral no se centró en la gestión municipal, sino en los grandes principios políticos:
Monarquía, Propiedad, Justicia, Revolución... Sirva de muestra un editorial que El Debate publicó en la víspera:
«No se trata solamente de elegir administradores municipales, sino de ganar la batalla por el orden y la paz
social, que en los momentos actuales aparecen vinculados a la Monarquía.»
Esa era la propaganda electoral. En cambio, como sostiene Calero Amor, en España, a la altura de 1931,
monarquía y democracia eran entendidas como incompatibles: como se pondría de relieve en los debates
constituyentes. La realidad, sin embargo, era mucho más compleja.
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Epígrafes que entran en el examen (Cuota Tenorio) 2022/23 Angy
al Ministerio de la Gobernación sin encontrar a nadie para el protocolario acto, haciéndose cargo del poder en
presencia del pueblo de Madrid que acudió a la Puerta del Sol. En el primer decreto del nuevo régimen se
reflejaba puntualmente este rasgo popular del cambio político: «El Gobierno Provisional de la República ha
tomado el poder sin tramitación y sin resistencia ni oposición protocolaria alguna; es el pueblo mismo quien le
ha llevado a la posición en que se halla y es él quien en toda España le rinde acatamiento e inviste de
autoridad.»
Mientras tanto, el Rey había salido camino de Cartagena, entregando al conde de Romanones un Mensaje al
país en el que decía con realismo: «Las elecciones celebradas el domingo me revelan claramente que no tengo
hoy el amor de mi pueblo.» según Ortega, la República advino con la sencillez y plenitud con que se producen
los fenómenos biológicos; nadie la trajo; a ello colaboraron todos los españoles, incluidos —añade— los
monárquicos, que se quedaron paralizados por el convencimiento de que la Monarquía carecía ya de
justificación. El Rey, dice el mismo autor, cumplió con su deber retirándose y no utilizando al Ejército en contra
del pueblo, que no era solución alguna. Como dijo el conde de Romanones, «el máuser es un arma inadecuada
contra el voto».
El Gobierno Provisional estaba integrado por republicanos (laicos y católicos), socialistas y regionalistas.
Quedaban fuera las fuerzas monárquicas y las situadas a la izquierda del PSOE.
PERFIL TÉCNICO-POLÍTICO DE LA CONSTITUCIÓN Y LEY ES DE DESARROLLO
La República se encontró ante un ingente número de problemas, casi todos ellos heredados (el económico y
el regional principalmente) y otros nuevos o agravados con ocasión del cambio de régimen, como el religioso,
el catalán (Maciá había proclamado la República Catalana el día 14), el pánico financiero traducido en una
evasión masiva de capitales, el mantenimiento del orden público, etc. Pero el Gobierno Provisional iba a
proceder con una calma inquietante y un minucioso respeto de las formas jurídicas, remitiendo la solución de
casi todos los problemas a las Cortes Constituyentes con las únicas excepciones de la reforma del Ejército,
llevada a cabo por Azaña, y las medidas sociales agrarias que adoptó Largo Caballero.
El día 15 de abril, el Gobierno Provisional dictó un decreto conteniendo su propio estatuto jurídico, cuyos
principios básicos eran:
Responsabilidad del Gobierno Provisional ante las futuras Cortes Constituyentes.
Depuración de las responsabilidades por la disolución del Parlamento en 1 923 y por la subsiguiente
Dictadura.
Respeto a la libertad de creencias y de cultos, así como reconocimiento de los derechos individuales
(plasmados en anteriores constituciones) más los sindicales y corporativos.
Garantía de la propiedad privada y revisión del Derecho agrario.
Defensa de la República con posible fiscalización gubernativa de los derechos.
Otro decreto concedía una amplia amnistía para los delitos políticos, sociales y de imprenta.
Más adelante se revisó el sistema electoral que había de regir en las elecciones a Cortes Constituyentes: rebajó
la edad electoral de veinticinco a veintitrés años, declaró elegibles a los sacerdotes y a las mujeres (la cuestión
del sufragio activo femenino se pospuso a la decisión de las Cortes Constituyentes) y fijó la circunscripción
provincial, salvo las capitales con población superior a 100.000 habitantes, que se constituían en
circunscripción separada del resto de su provincia. Las circunscripciones serían plurinominales, y el sistema
en electoral mayoritario, pero con posibilidad de representación minoritaria porque el elector debía votar menos
nombres que el número de escaños de su circunscripción.
Se derogó el artículo 29 de la Ley Electoral de 1907, en virtud del cual quedaban proclamados electos los
candidatos cuando su número no excedía de los escaños en litigio en la circunscripción, precepto del que tan
inmoderado uso hizo el caciquismo durante el régimen anterior. Incluso se exigió para ser proclamado diputado
un mínimo del 20 por 100 de los votos emitidos en la circunscripción, requisito que, en contrapartida, anulaba
en buena parte la pretensión de obtener una representación de las minorías, ya que los escaños no adjudicados
por éstas en la primera vuelta por no llegar a ese mínimo de sufragios eran obtenidos fácilmente por la mayoría
en la segunda.
Se convocaron las elecciones para el 28 de junio y la investidura de las nuevas Cortes para el 14 de julio, día
histórico singular, en conmemoración de la toma de la Bastilla, inicio de la revolución francesa.
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El sistema electoral establecido estimulaba la coordinación de candidaturas, y así lo hicieron los socialistas con
los radical-socialistas, con acción republicana y con la Agrupación al Servicio de la República, obteniendo todos
ellos excelentes resultados que alumbraron unas Cortes Constituyentes más progresistas que el
país. Los socialistas fueron los más numerosos, seguidos de los radicales y de los radical-socialistas. La
derecha no republicana, desorganizada y desorientada, vio muy disminuida su representación, pero seguía
controlando los resortes de poder económico, así como buena parte del poder institucional (justicia,
administración, Ejército). La oposición de izquierda —los republicanos federales— era aún menor.
Alcalá Zamora atribuyó estos resultados al mencionado retraimiento de la derecha, que él, más rotundamente,
denominó deserción de las urnas. A dicho retraimiento electoral siguió el parlamentario, ausentándose de la
Cámara en votaciones que pudo haber ganado.
Desde el 6 de mayo había venido trabajando la Comisión Jurídica Asesora nombrada por el Ministerio de
Justicia, dentro de la cual se formó una Subcomisión de trece miembros que elaboró un anteproyecto Ele
Constitución. De este anteproyecto se ha dicho que era «una obra seria, correcta, congruente; de perfil no muy
extremoso en radicalismos». Sin embargo, el Gobierno no lo adoptó como proyecto. El texto debatido fue
elaborado por la propia Comisión de las Cortes Constituyentes, que se separaba de aquél en bastantes puntos.
Las Cortes Constituyentes comenzaron sus sesiones el 14 de julio en Comisión, terminándolas un mes
después. El 27 de agosto comenzó a discutirse el proyecto en el Pleno, prolongándose hasta diciembre. La
Constitución se promulgó el día 9 de este mes por el Presidente de las Cortes en nombre de éstas después de
haber recibido 368 votos favorables por ninguno en contra, resultado producto del absentismo de los grupos
de la derecha.
En las Cortes Constituyentes tomaron asiento representantes calificados de la ciencia y de la cultura. La ll
República fue denominada, Por eso, «República de profesores» (más adelante también fue llamada así la
Constitución). Ello proporcionó a la Cámara un tono elegante en las maneras, en el decir, evitando repeticiones
y empleando palabras de circulación reciente, como socialización y nacionalización. Otra cosa es su acierto
político; además ese tono fue menguando a lo largo de la vigencia del régimen.
Consta la Constitución de 125 artículos (y dos disposiciones transitorias) agrupados en nueve títulos más el
preliminar. Son, por lo general, artículos detallados que le dan a la Constitución una extensión media.
Esta Constitución se inscribe en las tendencias del constitucionalismo europeo del período de entreguerras,
con notable influencia de la alemana en el diseño del sistema parlamentario y de la austriaca en la justicia
constitucional, pero también de la mexicana en la constitucionalización de los derechos sociales y económicos,
Incluye algunas novedades, como el Tribunal de Garantías Constitucionales, y otras que lo eran algo menos
en España, como la Diputación Permanente.
El cuadro normativo se completa con ciertas leyes de singular incidencia en la vida política:
➢ La Ley de Defensa de la República difícilmente puede ser considerada como norma de desarrollo
constitucional, puesto que es anterior (22 de octubre de 1931). Más bien desarrollaba uno de los
principios del Estatuto Jurídico del Gobierno Provisional. Fue elevada a rango constitucional por la
propia Constitución.
➢ El problema agrario fue ya aludido por el mencionado Estatuto Jurídico y abordado inicialmente por
Largo Caballero durante el Gobierno Provisional. Posteriormente fue regulado en el artículo 47 de la
Constitución, que tuvo su desarrollo normativo en la Ley de Reforma Agraria de 1 932, revisada a su
vez por la comúnmente conocida como Ley de Contrarreforma Agraria, de 1935, y puesta de nuevo en
vigor tras la victoria electoral del Frente Popular en 1936.
➢ La cuestión religiosa fue regulada por varios artículos de la Constitución y desarrollada por normas
posteriores: Decreto de disolución de la Compañía de Jesús y confiscación de sus bienes (1932), Ley
de Confesiones y Congregaciones Religiosas (1933), etc.
➢ La reforma del Ejército fue emprendida inmediatamente, sin esperar a la Constitución. Una vez
aprobada ésta, continuo la reforma con tres leyes de 1932 regulando diversos aspectos técnicos,
creándose una sala especial en el Tribunal Supremo para el conocimiento de los casos relativos a los
cuerpos armados.
➢ El problema regional, aludido ya en el Pacto de San Sebastián y en el Estatuto Jurídico del Gobierno
Provisional/ fue regulado en el título I de la Constitución, cuyo desarrollo consistió en los estatutos de
autonomía catalán (1932) y vasco (1936), no llegándose a promulgar el gallego.
➢ En fin, desde el punto de vista orgánico, la Ley del Tribunal de Garantías Constitucionales, de 1932,
desarrollaba la regulación constitucional de esta institución, contenida en el título IX. Y la organización
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Con el margen de riesgo que comporta toda síntesis excesiva, podemos cifrar en cinco los principios básicos
de la Constitución republicana: democracia, liberalismo político, regionalismo, laicismo y economía mixta.
3.1. DEMOCRACIA
El principio democrático se refleja en la titularidad popular de la soberanía, en el sufragio universal, en las
formas de participación directa y en las instituciones políticas representativas. Estas últimas serán estudiadas
en el epígrafe siguiente; veamos ahora las tres primeras.
A. Frente al principio de Constitución interna y soberanía compartida de las constituciones moderadas, la de
1931 se sitúa en la tradición progresista de la soberanía nacional, Los constituyentes, no Obstante,
prefirieron el término pueblo al de nación, acaso por la frescura jacobina que ha conservado. Por eso dice
el artículo 10 que los Poderes de todos los órganos del Estado «emanan del pueblo». Idea que se reitera
al tratar del Poder Legislativo: «la potestad legislativa reside en el pueblo» (artículo 51).
Lo artificioso de la distinción se pone de relieve en casi todas las Constituciones que, reconociendo la
soberanía popular, utilizan el término nación en otros preceptos con alcance similar al de pueblo. Así
también la Constitución española de 1931, cuando establece que «los diputados... Representan a la
Nación» (artículo 53) y que «el presidente de la República personifica a la Nación (artículo 67). Obsérvese,
de todos modos, que el término nación se escribe con mayúscula (no así pueblo).
Por lo demás, el preámbulo de la Constitución habla de la soberanía de España, expresión que,
interpretada en su contexto, significa pueblo español o nación española, no Estado español.
B. El sufragio universal deriva directamente del principio de soberanía nacional (o popular). Fue laboriosa la
incorporación del sufragio femenino al texto de 1931 por la resistencia ofrecida por el PSOE. Finalmente,
el artículo 36 reconoció la igualdad de derechos electorales de hombres y mujeres mayores de veintitrés
años. Pero ya el artículo 9º lo había establecido en las elecciones municipales y, más adelante, se dice lo
mismo respecto de las elecciones a Cortes y de las de compromisarios coelectores del Presidente de la
República.
C. La Constitución, después de decir que la potestad legislativa reside en el pueblo, añade: «que la ejerce por
medio de las Cortes o Congreso de los Diputados», estableciendo con ello una democracia representativa.
Pero poco después (artículo 66) constitucionaliza la iniciativa legislativa popular y el referendo abrogatorio
de las leyes aprobadas por las Cortes, aunque con extensas limitaciones y el requisito de que la solicitud,
en uno y en otro caso, estuviera respaldada nada menos que por el 15 por 100 de los electores.
En cambio, el artículo 12 estableció el referendo (lo llama plebiscito) para la aprobación de los estatutos
regionales de autonomía.
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de él mediante decreto del Gobierno cuando así lo exigiera la seguridad del Estado en casos de notoria
e inminente gravedad (artículo 42). Pero se establecía asimismo la inmediata intervención de las Cortes
o de su Diputación Permanente, que habían de resolver sobre ello. Por lo demás, esta suspensión no
podía ser decretada por más de treinta días y su prórroga necesitaba previo acuerdo parlamentario.
No obstante, como ya hemos apuntado anteriormente, la Constitución nació con el apéndice de la Ley
de Defensa de la República, durante cuya vigencia quedaban prácticamente sin efecto las garantías y
se prolongaba un estado de excepción, con el agravante de que se confirió a dicha ley rango
constitucional. La mencionada ley, aprobada en un solo día y con una severidad que se mostró inútil.
Igualmente se elevaba a rango constitucional transitorio la ley que creó la Comisión de
Responsabilidades, la cual estaba dotada de atribuciones poco cohonestables con las garantías
constitucionales y rigió hasta que la citada Comisión concluyera la depuración de responsabilidades
contraídas durante el régimen anterior.
B. En cuanto a la distribución orgánica del poder político, los constituyentes de 1931 actuaron movidos
por dos fuertes estímulos: el recuerdo negativo del régimen anterior los llevaba a preferir casi
unánimemente el fortalecimiento y la hegemonía del Parlamento. pero, en segundo lugar, las
exigencias del creciente intervencionismo estatal los persuadía de la necesidad de un Ejecutivo ágil y
no excesivamente dependiente de la alquimia parlamentaria, Así se venía haciendo en el
constitucionalismo de entreguerras y muy especialmente en la Constitución de Weimar.
Por tanto, de un lado, como decía Jiménez de Asúa, «el sistema parlamentario era indeclinable en
aquella hora española», y de otro, se pretendió huir de la dictadura de asamblea, a la que podía
propender el monocameralismo que se adoptó. El resultado fue un complejo parlamentarismo
atenuado, en el que, junto a la hegemonía del parlamento, se daban otros mecanismos tendentes a la
consecución de iniciativa y estabilidad gubernamentales. Aun así, el Gobierno se hallaba sometido a
una difícil doble confianza: la de las Cortes y la del presidente de la República.
En fin, la Jefatura del Estado veía muy limitada su actuación por las Cortes y por el Gobierno. Lo
veremos en el epígrafe siguiente, relativo a los órganos constitucionales.
3.3. REGIONALISMO
El principio regionalista estaba incorporado al nuevo régimen desde su primer balbuceo, el Pacto de San
Sebastián, principalmente por lo que se refiere a Cataluña, Cuando Maciá proclamó la república catalana el
mismo día 14 de abril, el Gobierno Provisional hubo de hacerse con la situación conviniendo con aquél el
restablecimiento de la Generalidad y la iniciación del proceso autonómico.
De todos modos, había bastante coincidencia entre los diversos partidos presentes en las Cortes
Constituyentes acerca de la conveniencia de afrontar el viejo problema regional de una manera abierta sin
perjuicio de la unidad nacional, Pero, si existía dicho acuerdo sobre la necesidad de una solución regionalista,
no lo había sobre cuál sería esa solución.
La fórmula alumbrada pretendía equidistar del Estado unitario y del federal, denominándolo Estado integral Se
trataba, como dijo Pérez Serrano, de una «fórmula híbrida y no del todo clara», producto de la transacción
entre las diversas fuerzas políticas.
Es opinión unánime, sin embargo, que el título constitucional correspondiente, el primero, fue abordado con la
honda preocupación del problema catalán, el cual, al decir de Ortega, no tenía solución total y no cabía sino
conllevarlo dándole en cada instante la mejor solución relativa posible. Y, en efecto, el proceso de elaboración
del Estatuto Catalán se inició inmediatamente de proclamada la República, siendo aprobado en referendo y
modificado por las Cortes.
Así, pues, al discutirse el título I ya había un modelo de autonomía regional, y los constituyentes, mediatizados
por él, no hicieron sino generalizarlo.
En fin, las ideas rectoras del Estado integral eran:
Igualdad de todos los españoles en las diversas regiones.
Superioridad del Derecho estatal (mejor sería decir del Derecho creado por los órganos centrales del
Estado).
Los estatutos de autonomía debían ser propuestos por los Ayuntamientos de las provincias
interesadas, aprobados en referendo regional y de nuevo aprobados por las Cortes.
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La autonomía era una facultad, no una obligación; renunciable, además, no ya sólo por parte de la
propia región, sino incluso de cualquiera de las provincias que la compusieran, que podía así volver al
régimen general.
Prohibición de las federaciones de regiones autónomas.
El reparto de competencias quedaba del siguiente modo:
➢ La Constitución contenía una lista de materias cuya legislación y ejecución correspondía al
poder central.
➢ Incluía otra en la que la legislación tenía el mismo titular exclusivo, pero cuya ejecución podía
ser recabada por las regiones en sus respectivos estatutos de autonomía.
➢ Había además dos cláusulas residuales. Por la primera se facultaba a las regiones para asumir
la competencia exclusiva para legislar y ejecutar en materias no comprendidas en las dos listas
anteriores. Por la segunda se reputaban de competencia de los poderes centrales las materias
no incluidas explícitamente en los estatutos de autonomía. No obstante, dichos poderes
centrales podían transmitir por ley a las regiones facultades en tales materias.
➢ Por último, las Cortes podían fijar por ley las bases a las que debía ajustarse la legislación de
las regiones autónomas si así lo exigía la armonía entre los intereses locales y el interés
general de la república. Se necesitaba para ello la apreciación de tal necesidad por parte del
Tribunal de Garantías Constitucionales y la aprobación de la ley por una mayoría de dos tercios
de la Cámara.
En fin, fueron muchos los procesos autonómicos iniciados, pero sólo llegó a término, además del catalán, el
vasco, el cual vio aprobado su Estatuto en referendo en 1 933; de nuevo sufrió dilaciones su tramitación
parlamentaria, por lo cual no pudo ser aprobado y promulgado hasta después de iniciada la guerra civil. El
Estatuto Gallego sólo alcanzó a ser aprobado en referendo, pero no por las Cortes ni promulgado. Los demás
quedaron en un estadio anterior de elaboración.
3.4. LAICISMO
El problema religioso había venido siendo un factor de polarización política a lo largo de nuestra historia
constitucional y continuaría siéndolo en el régimen que estudiamos. A la altura de 1931, el perfil que presentaba
la Iglesia —la jerarquía— era lamentable: demasiada vinculación a las clases dominantes y al poder civil
anterior, cómoda instalación en el cesaropapismo o constantinismo, bienes económicos mal conocidos, casi
monopolio de la enseñanza de las clases media y alta, control de la enseñanza moral y religiosa en todo el
país y sobre todo una muy marcada coloración monárquica, antiliberal y antisocialista, cuando no
ultraderechista. Como se dijo en las Cortes Constituyentes, la República no podía olvidar que lo principales
colaboradores de la Dictadura habían salido de las aulas de Deusto.
Antes de un mes de proclamada la República ya había cuestión religiosa: declaración, en el Estatuto Jurídico
del Gobierno provisiona del respeto a la libertad de creencias y de cultos; anuncio de un sistema laico de
escuelas y de la introducción del divorcio; lentitud del vaticano en reconocer el nuevo régimen español; pastoral
del Cardenal Segura, Primado de España, velada y sectariamente antirrepublicana, considerando, por ejemplo,
un ataque a la iglesia la intención gubernamental de separación entre la iglesia y el Estado; quema de
conventos sin que sea fácilmente explicable la pasividad del Gobierno durante dos días; declaración del
Cardenal Segura como persona no grata y salida de España; proclamación de la libertad religiosa el día 22 de
mayo; negativa vaticana del placet al nuevo embajador español; carta colectiva de los obispos españoles (no
todos) el día 3 de junio protestando por cuestiones iguales o similares a las de la pastoral del Cardenal Segura;
entrada de éste en España de incógnito, detención y conducción a la frontera por la policía, etcétera.
La Constitución declara en su artículo 3º : «El Estado español no tiene religión oficial.» Como comentó Pérez
Serrano, la Constitución se limitaba a proclamar la abstención de los poderes públicos en el orden religioso, a
diferencia de textos fundamentales anteriores.
El Vaticano protestó por lo que consideraba violaciones del Concordato vigente de 1851, pero no se oponía
frontalmente a la separación entre la Iglesia y el Estado. Era una cuestión negociable. Como era negociable,
dado el tradicional sentido de adaptación de la Iglesia Católica, parte del contenido del artículo 26, como el
sometimiento de las confesiones y órdenes religiosas a una ley especial de asociaciones y, acaso, la extinción
del presupuesto del clero. Pero la Iglesia no iba a transigir con algunos preceptos:
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- La disolución de las órdenes religiosas que imponen un voto de obediencia a autoridad distinta a la
legítima del Estado; la norma estaba formulada en términos demasiado alusivos a la Santa Sede y a
la Compañía de Jesús.
- La prohibición a las órdenes religiosas del ejercicio de la enseñanza.
- La nacionalización de los bienes de las órdenes religiosas.
Menos problemas planteaba el artículo 27, que establecía la libertad de conciencia y de cultos y la
secularización de los cementerios. Incluso cabía la negociación en materia de divorcio. Pero los preceptos del
artículo 26 fueron juzgados intolerables por la derecha católica y rechazados incluso por Alcalá Zamora y
Maura, que dimitieron y provocaron la primera crisis ministerial republicana. Desde antes de ser promulgada la
Constitución, ya estaba enarbolada la bandera derechista católica de su reforma. El mismo Vaticano exigía la
reforma del artículo 26 como condición para la ultimación de un nuevo Concordato.
Únase a todo ello las nuevas leyes laicas del primer bienio; una confiscación de bienes de la Compañía de
Jesús nunca realizada; una ley de Congregaciones Religiosas votada entre insinuaciones episcopales de
excomunión y sencillamente irrealizable, dado que les prohibía a las órdenes religiosas el ejercicio de la
enseñanza desde Octubre de 1933, siendo perfectamente claro que el Estado no podía en unos meses ponerse
en condiciones de atenderla por sí solo; y de abundancia de dogmatismo y de retórica y falta de pragmatismo
y de tolerancia.
De manera que, una vez más, la cuestión religiosa fue Lamentablemente el principal problema político. Así fue
por lo menos utilizada por la derecha como bandera de unión y de progresiva radicalización en contra del
régimen y por la izquierda como desahogo de otras carencias en sus realizaciones y reformas.
Lo mismo aconteció con el Vaticano: ni siquiera en 1935, con la CEDA como partido gobernante, accedió a
concluir ningún acuerdo con el régimen republicano.
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aplicación, pero que tampoco supo impedir el espontaneísmo de ciertos movimientos agrarios de ocupación
de fincas, fue la catalizadora de posturas ideológicas y alineaciones políticas como si de una revolución se
hubiera tratado.
ÓRGANOS CONSTITUCIONALES
El juego institucional del poder responde a dos estímulos parcialmente encontrados: el deseo de dotar al país
de un sistema parlamentario y el de construir un Ejecutivo fuerte y estable, dando lugar a un parlamentarismo
atenuado y complejo.
Poca discusión hubo en las Constituyentes sobre la parte orgánica, fundamentalmente por el absentismo
parlamentario de la derecha. Como muestra, recuerda Pérez Serrano que en una sola tarde quedó cerrado el
debate sobre la organización de las Cortes y la elección y facultades del Presidente de la República.
LAS CORTES
4.1.1. Monocameralismo
La Constitución de 1931 vuelve al modelo monocameral de 1812. Las posiciones se decantaron inicialmente
por el bicameralismo, con una segunda Cámara de representación de intereses. Más tarde, la Comisión de las
Cortes adoptó el monocameral ismo, con el aditamento de consejos técnicos, con ciertas facultades en la
preparación de proyectos legislativos. El monocameralismo fortalecía las Cortes, pero se preveía la elección
presidencial por sufragio universal directo para robustecer también la Jefatura del Estado y compensar el efecto
anterior. Pero en el pleno se suprimieron los consejos técnicos y la elección popular del Presidente de la
República, sustituyéndola por una elección semiparlamentaria, quedando así descompensados los órganos de
poder.
En el ánimo de los constituyentes pesaron mucho los clásicos argumentos acerca del conservadurismo de las
segundas cámaras, corroborado por cien años de bicameralismo en España. En cambio, los no menos clásicos
argumentos en favor de las segundas cámaras territoriales no tuvieron eco, siendo así que se estaba
construyendo un Estado regional.
4.1.2. Composición, organización y funcionamiento
La Ley Electoral de 1933 siguió las mismas pautas que habían regido para las elecciones a Cortes
Constituyentes:
➢ Sufragio universal de los ciudadanos mayores de veintitrés años.
➢ Circunscripciones plurinominales.
➢ Fórmula electoral de mayoría con sufragio restringido para lograr una representación de las minorías.
El modelo de mandato era el representativo, y su duración, de cuatro años, si bien nunca se consumió una
legislatura completa.
Las Cortes se reunían dos veces al año, El primer período se iniciaba a principios de febrero y duraba tres
meses al menos, y el segundo, dos como mínimo, comenzando en octubre, Querían los constituyentes, por
tanto, garantizar el funcionamiento parlamentario, que en anteriores regímenes fue una ficción; pero en el
segundo bienio se pretendió llegar, a mi juicio fraudulentamente, al polo opuesto: a la legislatura permanente.
Además, el Presidente de la república podía convocarlas con carácter extraordinario.
Las sesiones podían ser suspendidas por el Presidente de la República, pero la suspensión no podía exceder
de un mes en el primer período de sesiones ni de quince días en el segundo;
La Constitución de 1931 también tomaba de la de 1812 la Diputación Permanente, que aseguraba la
continuidad del poder parlamentario. Se componía de un máximo de veintiún miembros en representación
proporcional de las distintas fuerzas parlamentarias y era presidida por el Presidente de las Cortes. Entendía
de cuestiones tan fundamentales como la suspensión de garantías constitucionales, la legislación mediante
decreto-ley del Gobierno y la inmunidad parlamentaria.
Por último, las Cortes podían ser disueltas por el Presidente de la República, también con ciertas condiciones:
✓ no podía disolverlas más de dos veces durante su mandato como Jefe de Estado;
✓ debía acordarlo en un decreto motivado;
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✓ debía contener este decreto una convocatoria de elecciones en plazo máximo de sesenta días; en
caso contrario, las Cortes disueltas eran automáticamente repuestas en su mandato y se reunían de
pleno derecho;
✓ en caso de segunda disolución por un mismo Jefe del Estado, el primer acto de las nuevas Cortes
sería resolver sobre la necesidad de dicha disolución, llevando anejo el voto desfavorable nada menos
que su remoción, como ocurrió en abril de 1936 con la destitución de Alcalá Zamora.
4.1.3. Funciones
Las tres funciones fundamentales de las Cortes eran la legislativa, la presupuestaria y la de control político.
La iniciativa legislativa le estaba reconocida a las Cortes y al Gobierno. La práctica llevó a un crecimiento de
las leyes de iniciativa parlamentaria sin paralelo en regímenes políticos similares Coetáneos, lo que es un buen
indicador de la inhibición de los Gobiernos en su función de dirección política.
Correspondía al Presidente de la República la promulgación de la ley. Disponía éste, sin embargo, de un veto
suspensivo de las leyes aprobadas sin carácter urgente, pudiendo solicitar de las Cortes una nueva
deliberación; pero había de promulgarla si la ley era de nuevo aprobada por una mayoría de dos tercios de
votantes (no dos tercios de la Cámara).
De otro lado, la Constitución permitía la delegación legislativa en el Gobierno, aunque con fuertes limitaciones
y cautelas.
La elaboración del proyecto de Presupuesto era competencia del por Gobierno, y su aprobación, de las Cortes.
Disponía la Constitución la unidad y anualidad del Presupuesto (prorrogable sólo por trimestres, hasta un
máximo de cuatro) y se lo liberaba de la promulgación, y por también del veto del Presidente de la República,
siendo ejecutivo desde su aprobación por las Cortes. Ello, lógicamente, lo privaba de naturaleza legal a pesar
de estar aprobado por el poder legislativo. En efecto, el artículo 116 diferencia entre el presupuesto y la ley de
Presupuestos, la cual sólo existiría cuando se considerara necesaria y contendría únicamente las normas
aplicables a la ejecución del presupuesto concreto al que acompañara.
En cuanto a la función de control, la Constitución estableció la obligación de los miembros del Gobierno de
asistir a la Cámara cuando fueran requeridos para ello. El Gobierno era responsable solidariamente ante las
Cortes, aunque también cada uno de sus miembr0S lo era individualmente de su propia gestión ministerial.
Esta responsabilidad se exigía mediante el voto de censura contra el Gobierno o contra algunos de sus
miembros, cuyo estudio dejamos para el apartado 4.4 de este epígrafe. Y, en fin, el Presidente del Gobierno y
los ministros también eran individualmente responsables en el orden civil y en el criminal; en caso de delito, el
Congreso ejercía la acusación ante el Tribunal de Garantías Constitucionales, que era el órgano
jurisdiccionalmente competente para juzgarlos.
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distinta del líder del grupo parlamentario más numeroso. En cambio, la práctica de las mociones de
censura podía imponer unos resultados insoslayables.
▪ Adopción de las medidas urgentes que exigiera la defensa de la integridad o de la seguridad de la
nación, dando cuenta inmediata a las Cortes. El antecedente de esta facultad hay que buscarlo en la
Constitución de Weimar y tuvo abundante acogida en el constitucionalismo europeo. Por lo demás,
tales medidas habían de ser refrendadas por un miembro del Gobierno.
▪ Promulgación de las leyes y derecho de veto suspensivo.
▪ Aprobación, a propuesta y por acuerdo unánime del Gobierno, de Decretos-Leyes de urgencia,
institución esta que, sin embargo, aparece rodeada de abundantes requisitos y limitaciones.
▪ Suspensión y disolución de las Cortes conforme hemos explicado en el apartado anterior de este
mismo epígrafe.
Pero el Presidente de la República era política y jurídicamente responsable, según los artículos 81, 82 y 85.
Su responsabilidad política era exigida por las Cortes. Éstas, debían resolver por mayoría absoluta sobre la
necesidad de la segunda disolución de las Cortes decretada por un mismo Jefe del Estado, y, en general,
podían iniciar un procedimiento de destitución en cualquier momento. Dicho procedimiento se iniciaba con una
propuesta de las tres quintas partes de los miembros de la Cámara, cesando desde ese instante el Presidente
en sus funciones. A continuación, se convocaba la elección de compromisarios coelectores de un nuevo
Presidente. Este colegio electoral decidía por mayoría absoluta sobre la citada propuesta, procediendo, en
caso de destitución, a la elección de otro Jefe del Estado.
También era, como hemos dicho, criminalmente responsable en el ejercicio de sus obligaciones
constitucionales. A este respecto, las Cortes debían decidir, en su caso, si consideraban pertinente acusarlo
ante el Tribunal de Garantías Constitucionales; admitida por éste a trámite la acusación, el Presidente de la
República quedaba destituido, procediéndose a una nueva elección, sin perjuicio de que la causa criminal
siguiera su curso.
Tanto en uno como en otro procedimiento, las Cortes comprometían en el empeño su continuidad, puesto que
en el supuesto de que el colegio electoral o el Tribunal de Garantías Constitucionales decidieran,
respectivamente, contra la destitución o contra la acusación criminal, las Cortes quedaban automáticamente
disueltas.
4.3. EL GOBIERNO
Aunque en períodos constitucionales anteriores se había ido decantando el Gobierno como un órgano
colegiado y diferenciado de la Corona, es en la Constitución de 1931 donde por primera vez se hace de modo
explícito, dedicándosele un título, el sexto. Aun así, subsistía una cierta confusión funcional con el Presidente
de la República.
Se componía el Gobierno de un Presidente y de los ministros. El nombramiento y separación de los mismos
se hace por el Presidente de la República.
Las funciones del Gobierno venían enunciadas de modo muy somero. Podemos expresarlas como sigue:
El Presidente del Gobierno dirigía y representaba la política general de éste.
Correspondía al Consejo de Ministros la elaboración de los proyectos de ley y del proyecto de
Presupuesto, la aprobación de los decretos, el ejercicio de la potestad reglamentaria, la deliberación
sobre todos los asuntos de interés público y la suspensión de las garantías constitucionales.
Era competencia de los ministros la dirección y gestión de los servicios públicos asignados a sus
respectivos departamentos.
Como apuntó en su momento Pérez Serrano, el presidente del Gobierno era contemplado por la Constitución
al modo del canciller alemán, puesto que decidía la composición de su equipo ministerial y, por tanto, la
dirección que el Gobierno debía imprimir a la política general del país. A ello debía contribuir la práctica de que
fuera únicamente el Presidente del Gobierno el que despachara con el de la República, habiendo de hacerlo
con él los ministros.
Sin embargo, la escasa disciplina de los partidos de la II República permitió al Jefe del Estado vetar en algunas
ocasiones las Propuestas que el Presidente del Gobierno le elevaba sobre la composición de su equipo. Esta
desviación del funcionamiento del sistema Parlamentario llevó a desdibujar su pieza clave, el Presidente del
Gobierno, lo cual sucedió más en el segundo bienio que en el primero.
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Por lo demás, el Gobierno era políticamente responsable ante las Cortes y jurídicamente lo eran sus miembros
ante el Tribunal Supremo en lo civil y ante el Tribunal de Garantías Constitucionales en lo criminal.
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surtió sus efectos (tan nocivos, por otra parte, en la ocasión que comentamos: ley de amnistía para los
sublevados con Sanjurjo en agosto de 1932).
En suma, el error constitucional consistía en exigir refrendo ministerial de los actos presidenciales y, no
obstante, hacer de la presidencia de la república una magistratura políticamente responsable, extremos estos
lógicamente incompatibles entre sí.
El Gobierno, como hemos dicho, no tenía acciones de reciprocidad al control parlamentario. Esto lo hacía
excesivamente dependiente de la Cámara, a la que entregó prácticamente el protagonismo político y renunció
a establecer una mínima dirección de los debates.
De todos modos, la inestabilidad del Gobierno no se debió a su debilidad ante el Parlamento, sino al sistema
de partidos. De diecisiete crisis ministeriales, sólo dos obedecieron a mecanismos parlamentarios, tres fueron
motivadas por el Presidente de la República, otras tres por elecciones parlamentarias o presidenciales y nueve
por dimisión del Gobierno o de alguno de sus miembros a causa de disensiones dentro de la mayoría.
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Los conflictos de competencia entre los poderes centrales y las regiones autónomas y los surgidos
entre éstas, así como entre el Tribunal de Cuentas y cualquier otro organismo.
Los poderes de los compromisarios coelectores del Presidente de la República.
La responsabilidad criminal del Jefe del Estado, de los miembros del Gobierno, del Presidente y de los
magistrados del Tribunal Supremo y del Fiscal de la República.
La ley orgánica de este Tribunal empeoró la regulación constitucional. Finalmente, el funcionamiento del
Tribunal no fue exquisito ni pacífico.
6. SIGNIFICADO DE LA CONSTITUCIÓN Y DEL RÉGIMEN
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La derecha, ganadas las elecciones, vuelve a las Cortes a deshacer toda la legislación social y laica del primer
bienio. Con alguna exageración, pero apuntando certeramente, el propio Alcalá Zamora decía que, al cabo de
cuatro años de República, en el segundo bienio se derogó todo lo legislado en el primero y las leyes que
verdaderamente volvían a regir eran las de la monarquía, cuando no las de la Dictadura.
Por lo demás, la sección juvenil de la CEDA, la JAP (Juventudes de Acción Popular), era abiertamente fascista.
He aquí algunos de los diecinueve puntos de su programa:
2. Disciplina. Los jefes no se equivocan.
6. Fortaleza de la raza. Educación premilitar...
13.Antiparlamentarismo. Antidictadura. El pueblo se incorpora al gobierno de un modo orgánico y jerárquico,
no por la democracia degenerada.
14.Reconstrucción de España. Guerra a la lucha de clases…
El peligro de la conspiración y del fascismo tomó cuerpo cuando Calvo Sotelo, a su regreso en 1934, lideró
una derecha aún más próxima a las ideas y a los modos fascistas europeos: «La autoridad debe imponerse
por cualquier medio. El poder debe ser conquistado por cualquier medio.»
No fue ajena la izquierda a estos ataques al sistema parlamentario. cuando la CEDA accedió al Gobierno (sin
ocupar siquiera la presidencia, a la que legítimamente podía optar), la izquierda, movilizó las masas populares
desencadenando la revolución de octubre.
Ni fue tampoco inocuo para el sistema político el espectáculo de las izquierdas abandonando el hemiciclo
durante 1935 o el que ofrecía al pueblo el Partido Radical, derogando o suspendiendo en el segundo bienio
normas que se habían aprobado con su voto en el primero.
Así, pues, el funcionamiento de las instituciones, a falta de un sistema de partidos sólido, coherente y
disciplinado, no contribuyó precisamente a prestigiar el sistema parlamentario. Como ha resumido J. Tomás
Villarroya, se generó la imprudente costumbre de pedir al Presidente de la República actuaciones concretas y
partidistas o de criticarlo cuando no accedía a ello; hubo un acentuado protagonismo del presidente Alcalá
Zamora; se vivió el desmoralizador episodio, desde una perspectiva constitucional y política, de la destitución
presidencial en 1936; hubo fraccionamiento y turbulencia en las Cortes e inestabilidad gubernamental. Todo
ello llevó a la ineficacia del sistema y a ofrecer absurdamente razones a los enemigos del Parlamento, de las
libertades y de la democracia.
PERÍODOS DEL RÉGIMEN
De lo expuesto hasta ahora se infiere que la II República pasó por cuatro períodos bien diferenciados:
Gobierno provisional.
Gobierno de la izquierda durante dos años a partir de la promulgación de la Constitución;
Gobierno de la derecha durante otros dos años largos, desde las elecciones de noviembre de 1933
hasta las de febrero de 1 936;
Gobierno del Frente Popular, desde esa fecha hasta la sublevación de julio de 1936, o hasta el término
de la guerra civil, según la óptica desde la que se mire.
1) Gobierno Provisional. Fueron meses de labor constituyente Y desaprovechamiento del calor popular
para hacer profundas reformas.
2) Bienio de la izquierda. Se intentó llevar a cabo un programa moderado de reformas típicamente
republicano-burgués, que, sin embargo, suscitó una oposición desproporcionada de las fuerzas más
representativas de la oligarquía tradicional (C de Cabo). Este intento de transformación se apoyó en
una coalición republicano-socialista que representaba una alianza de clases, Como ha anotado J.
Jiménez Campo, dicha coalición y no tuvo nunca la intervención ni la dirección del poder económico y
ni siquiera todo el poder político: los aparatos del Estado permanecieron frecuentemente en manos de
sectores y elementos vinculados al régimen caído.
Podemos resumir con Tamames la dinámica de este bienio en los siguientes puntos:
- Frecuentes alteraciones del orden público.
- Conflictivas relaciones Estado-lglesia.
- Reforma inacabada del Ejército.
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Cada autor ensaya una periodización distinta del régimen de Franco Bahamonde. A mi juicio, lo más sencillo
es fijarse en las inflexiones que hace el propio régimen, sea por causas de política internacional, sea por
motivos internos. Haciéndolo así, podemos detectar cuatro etapas bastante definidas:
➢ 1936-1942: período bélico-totalitario.
➢ 1945-1955: período pro-aliados, primero frustrado y luego cumplido.
➢ 1955-1966: desarrollo económico e institucional.
➢ 1967-1975: crisis del régimen.
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A) ORGANIZACIÓN POLÍTICA
Una guerra civil significa el enfrentamiento de un sector insurrecto a una autoridad constituida. Cuando este
fenómeno acaba con la victoria del primero, se produce lógicamente un vacío institucional.
Eso ocurrió en España entre 1936 y 1939. El régimen republicano fue vencido, pero los vencedores no
procedieron a la elaboración de una Constitución. Lo que en ellos había era una aspiración difusa a un nuevo
orden político que en nada se pareciera al anterior. Para ello se contaba con una estructura mínima de poder,
concentrado en el general Franco Bahamonde. A partir de aquí se fueron dictando normas de diverso alcance
jurídico-político cuando se entendía que eran requeridas por las circunstancias.
El Ejército fue su estructura básica en este primer período y militares los hombres más próximos al poder
omnímodo del Caudillo. Militar fue el primer órgano de poder de los insurrectos, la Junta de Defensa Nacional,
creada en los inicios de la guerra civil y disuelta tres meses más tarde al tiempo de que, mediante un decreto
de 29 de septiembre de 1 936, nombraba a Franco Bahamonde jefe del Gobierno del Estado Español y
Generalísimo del Ejército, otorgándole «todos los poderes del nuevo Estado».
Este, por ley de 1 de octubre de 1936, creó la Junta Técnica, especie de Gobierno de Guerra, que lo auxiliaba
en la dirección de la guerra y en la gobernación de la zona de ocupación.
Debe también citarse el Decreto de Unificación, de 19 de abril de 1937, en virtud del cual las fuerzas políticas
que apoyaban la insurrección quedaron integradas en una sola: Falange Española Tradicionalista y de las
JONS. Franco fue nombrado, Caudillo del Movimiento, denominación más en línea con las de Führer y Duce
utilizadas en las potencias totalitarias amigas (Alemania e Italia). «El jefe —decían estos Estatutos— asume,
en su entera plenitud, la más absoluta autoridad. El jefe responde ante Dios y ante la Historia.»
Las leyes dictadas por el propio Jefe del Estado el 30 de enero de 1938 y 8 de agosto de 1939 reafirmaron su
potestad legislativa y perfilaron un Gobierno que sustituyó a la Junta Técnica. Estas dos leyes, continuaron
vigentes hasta la muerte de Franco Bahamonde, cuyo estatuto de poder no se alteró básicamente en ningún
momento.
B) POLÍTICA SOCIAL Y ORGANIZACIÓN SINDICAL
El Fuero del Trabajo, promulgado mediante simple decreto en 1938 pero posteriormente elevado a rango de
Ley Fundamental, era la expresión de la ideología socioeconómica del nuevo régimen, inspirada, según su
propio preámbulo, en «la tradición católica de justicia social. Definía al Estado como «instrumento totalitario...».
En función de ello, se prohibieron las huelgas como delitos de lesa patria y los sindicatos obreros, creándose
una única organización sindical de obreros y patronos, de afiliación obligatoria, inspirada en los principios de
«Unidad, Totalidad y Jerarquía», cuyos dirigentes habían de ser militantes de FET y de las JONS.
C) DERECHOS Y LIBERTADES
Relatada queda, pues, la negación de la libertad de asociación política y sindical y del derecho de huelga.
La Ley de Prensa, de 1938, acentuó el carácter antiliberal y totalitario del régimen: todos los órganos de prensa
eran políticamente controlados por el Estado, que ejercía sobre ellos la más estricta censura previa y nombraba
y destituía a sus directores.
La Ley de Responsabilidades Políticas, de 1939, llenó las cárceles Y lanzó al exilio a lo más granado de la
intelectualidad española de aquel entonces.
D) PERFIL DEL RÉGIMEN DE ESTE PERIODO
Los rasgos esenciales del régimen político instaurado fueron:
❖ El monismo político. Franco buscó un equilibrio entre tres pilares: el Movimiento, el Ejército y la
Iglesia, con exclusión de toda otra organización política y sindical. De igual modo, los sucesivos
Gobiernos de la época se componían, con medido equilibrio, de militares, elementos de la oligarquía
terrateniente y financiera, falangistas y carlistas.
❖ Ese equilibrio facilitó la extraordinaria concentración de poder en el Caudillo, que se presenta
como carismático y que se proclama políticamente irresponsable.
❖ Se instauró un aparato represivo de la disidencia política y un control absoluto de los medios de
comunicación.
❖ El régimen, sin embargo, cedió un ámbito de actuación poco común a la Iglesia católica buscando
con éxito su apoyo. Esta calificó de cruzada la rebelión militar y el Estado le correspondió con privilegios
fiscales, penales, en materia de enseñanza, etcétera.
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Los embajadores de muchos Estados fueron llamados a consulta. El régimen parecía volver a los días de 1946.
Un mes más tarde moría el Caudillo.
NATURALEZA DEL RÉGIMEN
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ejerce el poder dentro de límites formalmente mal definidos, pero en realidad bastante predictibles. En función
de esta definición, calificó el régimen franquista como autoritario.
Pero hablar de pluralismo político limitado en el franquismo es algo impreciso y suscita algunas reservas. Como
dice G. Hermet, Linz hace una definición meramente funcionalista que desatiende el rol global de represión
social del poder político. Por lo demás, utilizar el tipo de régimen autoritario como intermedio entre la
democracia y el totalitarismo y aplicarlo a la España de los años sesenta y primeros de los setenta brindaba al
franquismo armas ideológicas de apariencia científica que éste no dudó en aprovechar por boca de conspicuos
servidores: Fraga Iribarne, López Rodó.
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Por eso denegó a Don Juan su permiso para participar en la Guerra Civil, que podría haber redundado en la
consecución, por este, de una aureola de patriotismo valiente y desinteresado. Y por eso también arbitró que
su hijo viviera y se educara en España bajo directrices decididas por personas de la absoluta confianza del
dictador.
A una misiva de Alfonso XIII instándole a una pronta restauración monárquica, Franco respondió con términos
humillantes: «[A]hora no cabe pensar más que en terminar la Guerra; luego habrá que liquidarla; después
construir el Estado sobre bases firmes (...) Si el momento de la Restauración llegara, la nueva Monarquía
tendría que ser, desde luego, muy distinta de la que cayó el 14 de abril de 1931: distinta o diferente hasta en
la persona que la encarne».
Por otra parte, resulta harto dudoso que, después del fracaso de la monarquía de Alfonso XIII y de la II
República, del trauma la Guerra Civil y de la experiencia del franquismo, quedara residuo alguno de legitimidad
con fuerza suficiente para imponerse. Únicamente la voluntad del Caudillo tenía fuerza sin respuesta visible.
Ciertamente Don Juan de Borbón no acertó (ni él, si su círculo íntimo, ni su Consejo Privado) en adoptar la
mejor estrategia en su relación con el dictador, alternando, casi siempre a destiempo, la dureza y la suavidad
o buscando sin éxito el apoyo de las monarquías liberales europeas. Tal comportamiento propiciaba respuestas
secas o dilatorias de Franco Bahamonde, el cual, mientras tanto, se sentía seguro en su anticomunismo, que
le deparó un sólido y dilatado rendimiento con las democracias europeas y aún más con Estados Unidos. Pero
Don Juan de Borbón siguió abrigando esperanzas de ceñir la Corona.
La relación entre Franco y Don Juan fue habitualmente tormentosa salvo episodios concretos, como el acuerdo
sobre la venida de Juan Carlos cerca del Caudillo para «formarse» en España. Y la relación padre e hijo pasó
por momentos difíciles.
Franco Bahamonde se benefició del inhóspito ambiente internacional de «guerra fría» y vio cómo se levantaba
el cerco a su régimen que decidieron las potencias vencedoras de la ll Guerra Mundial, lo cual significaba, su
claro fortalecimiento.
La aprobación con el máximo nivel jurídico de la Ley de Principios Fundamentales del Movimiento, que rebajaba
la reciedumbre fascista o cuasifascista de las leyes fundamentales anteriores, marcó el inicio de una nueva
fase del régimen franquista. Algunos de sus servidores (Carrero Blanco, López Rodó) trabajaron en la conocida
como «Operación Príncipe», con la oposición meramente testimonial, de nuevo, del sector falangista, y se
redactó el borrador de la Ley Orgánica del Estado, que fue aprobada en referendo y entró en vigor en enero
de 1967. El conjunto de leyes fundamentales no equivalía a un a Constitución, pero se alejaba del ardor
militarista de las normas aprobadas en plena Guerra Civil.
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